Peter llamó y luego entró lentamente en la habitación privada en las instalaciones de cuidados intensivos. Una mujer frágil de unos noventa años estaba sentada, con la parte de atrás de la cama levantada en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Dos bolsas intravenosas de un líquido claro colgaban de un soporte al lado de la cama. Había un diminuto televisor montado sobre un brazo móvil a la derecha de la cama.
—Hola, señora Fennell —dijo Peter suavemente.
—Hola, joven —dijo la mujer, con voz ronca y baja—. ¿Es usted médico?
—No… al menos, no soy doctor en medicina. Soy ingeniero.
—¿Dónde están sus trenes?
—No soy ese tipo de ingeniero. Soy…
—Bromeaba, hijo.
—Lo siento. El doctor Chong dijo que tenía usted muy buen estado de ánimo.
Se encogió de hombros amablemente, con ese movimiento aceptaba la habitación de hospital, las bolsas de líquido y todo lo demás.
—Lo intento.
Peter miró a su alrededor. No había flores. No había tarjetas de ánimo. Se preguntó cómo podía estar de tan buen humor.
—Yo, ah, quiero pedirle un favor —dijo—. Necesito su ayuda para un experimento.
Su voz era como hojas secas aplastadas.
—¿Qué tipo de experimento?
—No le hará daño. Me gustaría simplemente que llevase un equipo especial que tiene una serie de pequeños electrodos para la cabeza.
Las hojas se aplastaron en lo que podía ser una risa. La señora Fennell señaló a los tubos que le entraban en el brazo.
—Supongo que un par de conexiones más no me harán daño. ¿Cuánto tiempo quiere que lo lleve?
—Hasta, ah, hasta…
—Hasta que me muera, ¿no?
Peter sintió como se le encendían las mejillas.
—Sí, señora.
—¿Para qué son los electrodos?
—Mi compañía fabrica equipos de vigilancia biomédica. Hemos desarrollado un prototipo de un electroencefalograma hipersensible. ¿Sabe lo que es un EEG?
—Un monitor de ondas cerebrales. —El rostro de la señora Fennell parecía inmóvil; Chong había dicho que había sufrido una serie de pequeños ataques. Pero sonreía con los ojos—. No se pasa tanto tiempo como yo en los hospitales sin enterarte de algo.
Peter rió.
—Este monitor de ondas cerebrales es mucho más preciso que los normales que tienen aquí. Me gustaría grabar, bien…
—Le gustaría grabar mi muerte, ¿no?
—Lo siento. No quiero parecer insensible.
—No lo es. ¿Por qué quiere grabar mi muerte?
—Bien, verá, ahora mismo no hay una forma segura al cien por cien de determinar cuándo el cerebro ha dejado de funcionar permanentemente. Este nuevo dispositivo debería ser capaz de indicar el momento exacto de la muerte.
—¿Por qué alguien se preocuparía de eso? No tengo parientes.
—Bien, en muchas ocasiones se mantienen cuerpos en soporte vital simplemente porque no sabemos si la persona está realmente muerta o no. Intento encontrar una forma de definir la muerte que no sea sólo legal sino precisa… una prueba inequívoca de que alguien está muerto o vivo.
—¿Y cómo ayudará eso a la gente? —preguntó ella. El tono dejaba claro que eso era lo que más le preocupaba.
—Ayudará en los trasplantes de órganos —dijo Peter.
Ella inclinó la cabeza.
—Nadie querrá mis órganos.
Peter sonrió.
—Quizá no, pero algún día mi equipo podría asegurar que no se extraigan accidentalmente los órganos de alguien que no está realmente muerto. También será útil en urgencias y en accidentes, para asegurarse de que los intentos por salvar al paciente no se detienen demasiado pronto.
La señora Fennell lo consideró durante un momento, luego añadió:
—Realmente no necesita mi permiso, ¿verdad? Podría hacer simplemente que me pusiesen el equipo. Bastaría con decir que es un procedimiento rutinario. La mitad de las veces no me explican lo que me hacen.
Peter asintió.
—Supongo que tiene razón. Pero pensé que sería mejor pedirle permiso.
La señora Fennell sonrió de nuevo.
—Es usted un joven muy agradable, ¿doctor…?
—Hobson. Pero por favor, llámeme Peter.
—Peter. —Sus ojos brillaban—. He estado aquí durante meses, y ninguno de los médicos me ha dicho que podía llamarle por su nombre de pila. Han examinado cada parte de mi cuerpo, pero todavía creen que mantener la distancia emocional es parte de su trabajo. —Hizo una pausa—. Me gustas, Peter.
Peter sonrió.
—Y a mí me gusta usted, señora Fennell.
Esta vez se las arregló para reír de forma inequívoca.
—Llámame Peggy. —Hizo una pausa, y las reflexiones hundieron las arrugas de su cara—. Sabes, es la primera vez que oigo mi nombre de pila desde que me admitieron aquí.
Así que, Peter, ¿estás realmente interesado en lo que sucede en el momento de la muerte?
—Sí, Peggy, lo estoy.
—Entonces, ¿por qué no tomas asiento, te pones cómodo y me dejas que te lo cuente? —Bajó la voz—. Sabes, ya he muerto una vez antes.
—¿Perdone? —Le había parecido tan lúcida…
—No me mires así, Peter. No estoy loca. Siéntate. Vamos, siéntate. Te contaré lo que sucedió.
Peter inclinó la cabeza ligeramente, sin comprometerse, y encontró una silla cubierta de vinilo. La acercó a la cama.
—Sucedió hace cuarenta años —dijo la señora Fennell, girando la cabeza en forma de manzana para encararse con Peter—. Hacía poco me habían diagnosticado diabetes. Dependía de la insulina, pero todavía no había comprendido lo cuidadosa que debía ser. Mi marido Kevin había ido de compras. Me había puesto la inyección de insulina de la mañana, pero no había comido todavía. Sonó el teléfono. Era una mujer que conocía y que parloteaba incesantemente, o eso parecía. Me encontré sudando y con dolor de cabeza, pero no quise decir nada. Noté que mi corazón martilleaba, mi brazo temblaba y la visión se me estaba poniendo borrosa. Estaba a punto de decirle algo a la mujer, disculparme y buscar algo de comer cuando, de pronto, me caí. Estaba teniendo una reacción a la insulina. Hipoglucemia.
Aunque su rostro era impasible, paralizado por los ataques, su voz se hizo más animada.
—De pronto —dijo—, me encontré fuera de mi cuerpo. Podía verme como desde arriba, tendida en el suelo de la cocina. Subía cada vez más hasta que todo se convirtió en un túnel, un largo túnel en espiral. Y al final del túnel, había una hermosa luz blanca y pura muy brillante. Era muy brillante, pero no me hacía daño al mirarla. Me asaltó una sensación de calma, de paz. Era absolutamente maravilloso, una aceptación incondicional, un sentimiento de amor. Me encontré moviéndome hacia la luz.
Peter inclinó la cabeza. No sabía qué decir. La señora Fennell siguió hablando.
—Apareció una figura en los bordes de la luz. Al principio no la reconocí, pero de pronto vi que era yo. Excepto que no era yo; era alguien que se parecía mucho a mí, pero no era yo. Nacimos gemelas, pero mi hermana gemela había muerto poco después de nuestro nacimiento. Comprendí que aquélla era Mary, que venía a recibirme. Se acercó flotando y me cogió la mano, y nos deslizamos juntas por el túnel, hacia la luz.
»Y entonces comencé a ver imágenes de mi vida, como si fuese una película, imágenes de mis padres y yo, de mi marido y yo, de mi trabajo, jugando. Y Mary y yo examinábamos cada una de esas escenas, lo que había hecho bien y lo que había hecho mal. En ningún sentido estaba siendo juzgada, pero parecía importante que lo entendiese todo, que comprendiese el efecto que mis actos habían tenido en otros. Me encontré a mí misma jugando en el recreo, y copiando en un examen, y trabajando en un hospital, y muchas otras cosas más, intensamente, con claridad increíble. Y durante todo el tiempo nos acercábamos a esa luz tan y tan hermosa.
»De pronto acabó. Me sentí ir hacia atrás y hacia abajo. No quería soltar la mano de Mary, después de todo, ya la había perdido una vez, nunca había tenido realmente la oportunidad de conocerla, pero mis dedos soltaron los suyos y me deslicé hacia atrás, lejos de la luz, y entonces, de pronto, estaba de vuelta en mi cuerpo. Sabía que allí había otras personas. Pronto abrí los ojos y vi a un hombre de uniforme. Un enfermero. Tenía una jeringuilla en la mano. Me había administrado una inyección de glucagón. “Va a ponerse bien —me decía—. Todo va a salir bien.”
»La mujer con la que había estado hablando por teléfono, curiosamente su nombre era Mary, había comprendido finalmente que me había desmayado, había colgado y había llamado a una ambulancia. Los enfermeros tuvieron que echar abajo la puerta principal. Si hubiesen llegado unos minutos más tarde, me hubiese ido definitivamente.
»Por tanto, Peter, sé cómo es la muerte. Y no le tengo miedo. Esa experiencia cambió mi actitud hacia la vida. Aprendí a verlo todo en perspectiva, a tomármelo todo con calma.
Y aunque sé que ahora sólo me quedan unos días, no tengo miedo. Sé que mi Kevin me estará esperando en esa luz. Y también Mary.
Peter había escuchado todo con atención. Por supuesto, había oído historias similares antes, e incluso había leído parte del famoso libro de Moody, Vida después de la vida, cuando estaba atrapado en la casa de campo de unos familiares y las únicas posibilidades de lectura eran ese libro o el que contaba cómo los signos solares supuestamente afectaban a tu vida amorosa. Entonces no sabía cómo tomar aquellas historias, y ahora sentía aún más incertidumbre.
—¿Le ha contado eso a los doctores de aquí? —preguntó Peter.
Peggy Fennell refunfuñó.
—Esos tipos pasan por aquí como si fuesen corredores de maratón y mi gráfico fuese el testigo. En el nombre de Dios, ¿por qué iba a compartir mis experiencias más íntimas con ellos?
Peter asintió.
—De cualquier forma —dijo la señora Fennell—, así es la muerte, Peter.
—Yo… ah, aún me…
—Sin embargo, todavía quieres hacer tu experimento, ¿no?
—Bien, sí.
La señora Fennell movió la cabeza ligeramente, lo más cercano a un asentimiento que podía conseguir.
—Muy bien —dijo finalmente—. Confío en ti, Peter. Pareces un buen hombre, y te agradezco que me hayas escuchado. Trae tu equipo.
Había sido una dura semana desde que Cathy le había confesado lo de Hans. No se hablaban mucho, y cuando lo hacían, era sobre cosas como los experimentos de Peter con el superEEG. Nada personal, nada directamente relacionado con ella. Sólo temas seguros para llenar los largos y melancólicos silencios.
Ahora, una tarde de sábado, Peter estaba sentado en el sofá del cuarto del estar, leyendo. Pero esta vez no era un libro electrónico: no, esta vez estaba leyendo un libro de bolsillo de verdad.
Peter había descubierto recientemente las viejas novelas de Spenser de Robert B. Parker. Había algo atractivo en la confianza sincera y absoluta que compartían Spenser y Halcón, y en la maravillosa honestidad de la relación de Spenser con Susan Silverman. Parker jamás había dado a Spenser un nombre de pila, pero Peter pensaba que el suyo propio —que significaba «piedra»— hubiese sido una buena elección. Claramente, Spenser era más estable, como una piedra, de lo que lo era Peter Hobson.
Tras él, en la pared, había una reproducción enmarcada de un cuadro de Alex Colville. Al principio Peter había considerado que Colville era estático pero, a lo largo de los años, había aprendido a apreciar su trabajo, y encontraba esa pintura en particular —un hombre sentado en un porche de una casa de campo con un perro acostado a sus pies— muy atrayente. Peter finalmente había comprendido que la falta de movimiento en el arte de Colville estaba diseñada para dar la idea de permanencia: éstas son las cosas que duran, éstas son las cosas que importan.
Peter todavía no sabía qué pensar, no sabía qué futuro podrían tener él y Cathy. Vio que acababa de leer una escena graciosa —Spenser rechazando las preguntas de Quirk con una serie de viejos sarcasmos, Halcón cerca, sin moverse, con una sonrisa dividiéndole la cara— pero no había divertido a Peter como debiera. Puso un punto de lectura en el libro y lo dejó a su lado.
Cathy bajó las escaleras. Llevaba el pelo suelto y vestía unos cómodos téjanos azules y una blusa blanca suelta con los dos botones superiores abiertos; un atuendo, comprendió Peter, que podía entender como sexy o neutralmente práctico. Claramente estaba tan confundida como Peter, intentando cuidadosamente enviar señales que esperaba fuesen correctas en cualquier humor que tuviese.
—¿Puedo sentarme contigo? —dijo ella, la voz como una pluma agitándose en la brisa.
Peter asintió.
El sofá consistía en tres grandes cojines. Peter estaba sentado en el de la izquierda. Cathy se sentó en el borde entre el derecho y el de en medio, una vez más intentando estar cerca y lejos simultáneamente.
Se quedaron sentados juntos durante mucho tiempo, sin decir nada.
Peter movía la cabeza lentamente hacia delante y atrás. Sentía calor. Sus ojos no enfocaban adecuadamente. No había dormido lo suficiente, supuso. Pero entonces, de pronto, comprendió que estaba a punto de echarse a llorar. Respiró profundamente, intentando evitarlo. Recordó la última vez que había llorado: tenía doce años. Se había sentido avergonzado, pensando que era demasiado mayor para llorar, pero se había asustado al recibir la descarga de un enchufe. En los treinta años posteriores, había mantenido el rostro impasible en cualquier situación, pero ahora eso venía de su interior…
Tema que irse, ir a un sitio privado, lejos de Cathy, lejos de todo el mundo…
Pero era demasiado tarde. Su cuerpo se agitaba. Tenía las mejillas húmedas. Se encontró temblando una y otra vez. Cathy levantó una mano del regazo, como si fuese a tocarlo, pero aparentemente se lo pensó mejor. Peter lloró durante varios minutos. Una lágrima gruesa cayó en el borde del libro de Spenser y fue absorbida lentamente por el papel.
Peter quería detenerse, pero no podía. Simplemente le venía y venía. Le corría por la nariz; bufó entre las convulsiones que traían las lágrimas. Había sido demasiado, lo había soportado durante demasiado tiempo. Finalmente, pudo forzar unas pocas palabras débiles y temblorosas.
—Me has hecho daño —fue todo lo que dijo.
Cathy se mordía el labio inferior. Asintió ligeramente, los ojos moviéndose de arriba abajo, conteniendo sus propias lágrimas.
—Lo sé.