23

Una mañana soleada en medio de noviembre, algo poco común, con la luz penetrando por los bordes de la persiana del cuarto de estar.

Hans Larsen estaba sentado a la mesa en el rincón del desayuno mordisqueando una tostada blanca untada con mermelada de naranja. Su mujer, Donna-Lee, en la puerta principal, se estaba poniendo unos zapatos con diez centímetros de tacón. Hans la observó inclinarse para hacerlo, sus pechos —perfectos para sostener en las manos— luchando contra su blusa de seda roja, la dura curva del culo contra la falda de cuero negro, el cuero demasiado grueso para mostrar la línea de los panties.

Era una mujer hermosa, pensó Hans, y sabía cómo vestirse para demostrarlo. Y eso, por supuesto, era la razón por la que se había casado con ella. Una mujer adecuada, del tipo que volvía cabezas. El tipo de mujer que un hombre de verdad debería tener.

Mordisqueó algo más de tostada, y la tragó con algo de café. Le daría lo mejor cuando volviese a casa por la noche. A ella le gustaba.

Por supuesto, él no volvería a casa hasta tarde: vería a Melanie después del trabajo. No, espera: Melanie era mañana por la noche; hoy era miércoles. Entonces Nancy. Mejor aún; Nancy tenía unas tetas para morirse.

Donna-Lee se miró en el espejo de la puerta del armario en la entrada. Se inclinó hacia delante para examinar el maquillaje, luego le gritó a Hans.

—Te veré más tarde.

Hans agitó una tostada en su dirección.

—Recuerda, llegaré tarde. Tengo una reunión después del trabajo.

Ella asintió, sonrió radiante y se fue.

Era una buena esposa, pensó Hans. Fácil a los ojos, y no demasiado exigente de su tiempo. Por supuesto, una única mujer no era ni de lejos suficiente para un hombre de verdad…

Hans vestía una chaqueta de sport de nilón azul oscuro y una camisa de poliéster azul claro. Una corbata gris plata, también sintética, le colgaba sin nudo del cuello. Llevaba calzoncillos Hanes y calcetines blancos, pero todavía no se había puesto los pantalones. Todavía le quedaban veinte minutos antes de salir para el trabajo. Desde el rincón del desayuno podía ver la televisión en el cuarto de estar, la imagen algo difuminada por la luz del sol. El programa era Canadá A.M., con Joel Gotlib entrevistando a algún actor calvo que Hans no reconoció.

Hans se acabó la última de las tostadas justo cuando llamaron a la puerta. La televisión redujo automáticamente Canadá A.M. a una pequeña imagen en la esquina superior izquierda.

El resto de la pantalla se llenó con la imagen de la cámara de seguridad exterior. Había un hombre con el uniforme marrón de UPS en el porche. Llevaba un enorme paquete envuelto en papel.

Hans gruñó. No estaba esperando nada. Tocando un botón en el teléfono de la cocina, dijo:

—Un segundo.

Y se fue a buscar los pantalones. Una vez que los tuvo puestos, atravesó el salón hacia la entrada, luego abrió la puerta. Su casa miraba al este, y la figura en el porche estaba iluminada desde atrás. Tenía unos cuarenta años, bastante alto —dos metros— y era delgado. Parecía que podía haber sido jugador de baloncesto una década atrás. Tenía rasgos marcados v un bronceado intenso, como si hubiese estado recientemente en el sur. Hans pensó que debían pagar muy bien a los tíos de UPS.

—¿Es usted Hans Larsen? —preguntó el hombre. Tenía acento británico, o quizás australiano… Hans no sabía distinguirlos.

Hans asintió.

—Soy yo.

El repartidor le entregó la caja. Era un cubo como de medio metro de lado, y era sorprendentemente pesado… como si alguien le hubiese enviado una colección de rocas. Una vez que tuvo las manos libres, el hombre se llevó una a la cintura. Llevaba colgando del cinturón un pequeño bloc electrónico de recibos por medio de una cadena metálica. Hans se volvió para dejar la caja en el suelo.

De pronto sintió una descarga en la nuca, y las piernas se le volvieron como de gelatina. Se cayó hacia delante, con el peso de la caja llevándole en esa dirección. Sintió la palma de una mano en el centro de la espalda que le empujaba hacia abajo. Hans intentó hablar, pero la boca no le funcionaba. Sintió cómo la bota del repartidor lo ponía de espaldas, y oyó cómo se cerraba la puerta. Hans comprendió que le habían tocado con un aturdidor, un dispositivo que sólo había visto en los programas de televisión sobre policías, quitándole el control muscular. Al entenderlo, fue consciente que se estaba meando en los pantalones.

Intentó gritar, pero no pudo. Lo único que pudo hacer lúe lanzar un débil gruñido.

El hombre alto se había metido en la casa, y estaba de pie frente a Hans. Con gran esfuerzo, Hans se las arregló para levantar la cabeza. El hombre ahora hacía algo en su propio cinturón. El cuero negro en el lado izquierdo se abrió, revelando una larga y gruesa hoja que brillaba bajo la luz que se escurría por los bordes de las persianas de la sala de estar.

Hans sintió que le volvían las fuerzas. Luchó por ponerse en pie. El hombre apretó al aturdidor a un lado del cuello de Hans y apretó el gatillo. Una descarga eléctrica masiva recorrió el sistema de Hans, y sintió como su pelo rubio se ponía de punta. Volvió a caer de espaldas.

Hans intentó hablar.

—Por… por…

—¿Por qué? —dijo el hombre alto, en su voz con acento. Se encogió de hombros, como si aquello no le importase—. Has enfurecido a alguien —dijo—. Le has puesto muy furioso.

Hans intentó volver a ponerse en pie, pero no pudo. El hombre hundió la bota en su pecho, y luego con un movimiento ágil sacó el cuchillo. Agarró la parte delantera de los pantalones de Hans y la cortó, la hoja afilada atravesaba con facilidad el poliéster azul marino. El hombre puso mala cara ante el pestazo a amoníaco.

—Deberías aprender a controlarte, amigo —dijo. Otro par de rápidos cortes y la ropa interior de Hans era jirones—. El tipo está pagando veinticinco mil extra por esto, espero que lo comprendas.

Hans intentó gritar de nuevo, pero todavía estaba anonadado por el aturdidor. El corazón le latía erráticamente.

—N-no —dijo—. No…

—¿Qué pasa, amigo? —dijo el tipo alto—. ¿Crees que sin tu colita ya no serás un hombre? —Apretó los labios pensándolo—. Sabes, quizá tengas razón. Nunca me lo he pensado demasiado. —Pero luego sonrió, un rictus malvado que mostraba dientes amarillos—. Pero claro, no me pagan para pensar.

Agarró el cuchillo como un cirujano. Hans se las arregló para lanzar un grito ahogado cuando le cortó el pene. La sangre saltó al piso de madera. Luchó de nuevo por ponerse en pie, pero el hombre le dio una patada en la cara, rompiéndole la nariz. Volvió a tocar a Hans con el aturdidor. El cuerpo de Hans se convulsionó, y la sangre salió como un geiser de la herida. Cayó al suelo. Las lágrimas le corrían por la cara.

—Tal y como estás podrías desangrarte hasta morir —dijo el hombre—, pero no puedo arriesgarme. —Se inclinó y pasó el largo filo del cuchillo por la garganta de Hans. Hans encontró fuerzas suficientes y control muscular para un último grito, cuyo timbre cambió radicalmente al abrirse el cuello.

En el forcejeo el miembro cortado de Hans había rodado por el suelo. El hombre lo acercó al cuerpo con la punta del pie, luego tranquilamente entró en el cuarto de estar. Canadá A.M. había dado paso a Donahue. Abrió el armario al lado de la televisión, encontró la grabadora esclava conectada a la cámara de seguridad, cogió el pequeño disco, y se lo metió en el bolsillo. Luego volvió a la entrada, cogió la caja llena de ladrillos y, cuidando de no resbalar en el pulido suelo de madera ahora resbaladizo por el charco de sangre en expansión, se dirigió a la brillante luz de la mañana.

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