PRIMERA PARTE

CONTRACORRIENTES ROJAS

1

Cayeron chaparrones antes de medianoche. Los truenos ahogaron los bocinazos y la algarabía que habitualmente saludaban el Año Nuevo en el Strip. El año 1950 llegó al cuartel de policía de Hollywood Oeste con una oleada de denuncias y llamadas a ambulancias.

A las 12.03, un choque múltiple en Sunset y La Cienega, con un saldo de media docena de heridos; los agentes que acudieron obtuvieron el testimonio de varios testigos presenciales: los culpables de la colisión eran el payaso del DeSoto marrón y el mayor del ejército que viajaba en su coche oficial de Camp Cooke; ambos conducían sin manos y llevaban perros con sombreros de cotillón en el regazo. Dos arrestos, una llamada a la perrera de la calle Verdugo. A las 12.14, un taller abandonado se derrumbó en Sweetzer, y los escombros de material barato humedecido mataron a una pareja de adolescentes que se besuqueaba en el sótano: dos cadáveres al depósito del condado. A las 12.29, un letrero de neón que representaba a Santa Claus y sus ayudantes sufrió un corto circuito; el cable eléctrico escupió llamas hacia su extremo interno -un enchufe conectado a un laberinto de adaptadores que alimentaban un enorme y luminoso árbol de Navidad y un mural navideño- produciendo graves quemaduras a tres niños que apilaban regalos envueltos en papel absorbente junto a un Niño Jesús que relucía en la oscuridad. Un coche de bomberos, una ambulancia y tres coches del Departamento del sheriff en el lugar del suceso; un pequeño conflicto jurisdiccional cuando apareció la policía de Los Ángeles, pues un novato pensó que ese domicilio de Sierra Bonita Drive era territorio de la ciudad, no del condado. Luego cinco sujetos que conducían ebrios; una tanda de borrachos y alborotadores cuando cerraron los clubes del Strip; un asalto a mano armada frente a Dave's Blue Room: las víctimas, dos patanes de Iowa que visitaban la ciudad por el Rose Bowl; los delincuentes, dos negros que huyeron en un Mercedes 47 con guardabarros rojos. Cuando la lluvia amainó, poco después de las 3.00, el detective Danny Upshaw, agente de guardia, pronosticó que los 50 serían una década de mierda.

Salvo por los borrachos y otros revoltosos encerrados en la celda, estaba solo. Todos los coches patrulla, con insignias o sin ellas, estaban de servicio; no había cadena de mando, ni secretaria, ni policías de paisano. Ningún polizonte uniformado alardeando acerca de su espléndido trabajo: Sunset Strip, mujeres llamativas, cestos de Navidad de Mickey Cohen, el problema jurisdiccional con el Departamento de Policía de Los Ángeles. Nadie que frunciera el ceño cuando él cogiera sus textos de criminología: Vollmer, Thorwald, Maslick, el examen de la escena del delito, el análisis de las manchas de sangre, cómo registrar un cuarto de seis metros por ocho en una hora.

Danny se puso a leer, después de apoyar los pies en el escritorio y de bajar el volumen de la radio que lo mantenía en contacto con los coches patrulla. Hans Maslick hacía digresiones sobre el modo de tomar huellas digitales cuando había quemaduras en los dedos, los mejores compuestos químicos para extraer costras de tejido sin chamuscar la piel donde estaba el dibujo de la huella. Maslick había perfeccionado esta técnica después del incendio de la cárcel de Düsseldorf en 1931. Tenía muchos cadáveres y muestras con que trabajar; en las cercanías había una fábrica química, con un ambicioso asistente de laboratorio ansioso de ayudarlo. Juntos trabajaron deprisa: soluciones cáusticas que quemaban los tejidos, compuestos menos abrasivos que no penetraban en la carne cicatrizada. Mientras leía, Danny garrapateaba símbolos químicos en una libreta; se imaginó a sí mismo como ayudante de Maslick, trabajando a la par con el gran criminólogo, que le daría un abrazo paternal cada vez que hiciera una brillante deducción lógica. Pronto relacionó su lectura con los chicos quemados frente al mural navideño: actuaba solo, tomando huellas de dedos diminutos, cotejándolas con los registros de natalidad, una precaución que tomaban en los hospitales por si cambiaban de lugar a los recién nacidos.

Jefe, tenemos un problema.

Danny alzó los ojos. Hosford, agente uniformado a cargo de la frontera noreste de la división, estaba en la puerta.

– ¿Qué? ¿Por qué no me avisaste?

– Lo hice. Su radio debe…

Danny ocultó el texto y la libreta.

– ¿De qué se trata?

– Un muerto. Lo encontré en Allegro, a casi un kilómetro del Strip. Cielo santo, jamás había visto…

– Quédate aquí. Voy para allá.


Allegro era una estrecha calle residencial donde los patios de estilo español se combinaban con obras en construcción con letreros que prometían VIVIENDAS DE LUJO de estilo Tudor, francés rústico y aerodinámico moderno. Danny la atravesó en su coche sin insignias y aminoró la velocidad cuando vio una barrera de vallas con luces rojas. Detrás de las vallas, tres coches patrulla alumbraban con los faros un terreno lleno de hierbajos.

Aparcó el Chevy junto a la acera y se aproximó caminando. Agentes con impermeable apuntaban sus linternas al suelo; el fulgor color cereza de las luces intermitentes iluminaba un letrero: PLANTACIÓN ALLEGRO – TOTALMENTE OCUPADA PARA 1951. Las luces bajas de los coches patrulla formaban una maraña de haces en el terreno, iluminando botellas vacías, maderas mojadas y papeles. Danny se aclaró la garganta; uno de los hombres se volvió y manoteó el arma con un ademán nervioso.

– Calma, Gibbs -dijo Danny-. Soy yo.

Gibbs enfundó la pistola, los otros policías se separaron. Danny observó el cadáver. Se le aflojaron las rodillas. Decidió actuar como un criminólogo, sin desmayarse ni vomitar.

– Deffry, Henderson, alumbrad al cadáver. Gibbs, anota textualmente mis palabras.

»Sexo masculino, blanco, muerto. Edad aproximada, entre treinta y treinta y cinco años. El cadáver está en posición supina, los brazos y las piernas abiertas. Se observan marcas profundas en el cuello, le han arrancado los ojos y las cuencas vacías rezuman una sustancia gelatinosa.

Danny se acuclilló junto al cadáver; Deffry y Henderson movieron las linternas para que viera mejor.

– Los genitales están magullados e hinchados, hay marcas de mordeduras en el glande. -Palpó bajo la espalda del muerto y tocó tierra mojada; tanteó el pecho cerca del corazón; la piel estaba seca y el cuerpo aún conservaba un resto de calor-. No hay humedad sobre el cadáver, y como ha llovido copiosamente entre la medianoche y las tres, podemos suponer que han dejado a la víctima aquí durante la última hora.

Una sirena se acercó gimiendo. Danny cogió la linterna de Deffry y se acercó más, examinando las partes más afectadas.

– Hay un total de seis heridas, ovales e irregulares, circunscritas al torso, entre el ombligo y las costillas. Hay jirones de carne en el perímetro, y de ellos sobresalen entrañas con una pátina de sangre coagulada. Alrededor de cada herida la piel está inflamada, perfilando las marcas, y…

– Besos, sin duda -intervino Henderson.

Danny olvidó su jerga de criminólogo.

– ¿De qué estás hablando?

Henderson suspiró.

– Ya sabes, mordiscos de amor. Como cuando una tía te chupa el cuello. Gibbsey, muéstrale al amigo detective lo que la chica del guardarropía del Blue Room te hizo en Navidad.

Gibbs rió y siguió escribiendo; Danny se levantó, irritado ante la insolencia del uniformado. Cuando dejó de hablar, el tufo del cadáver le pegó como un puñetazo. Se le aflojaron las piernas y se le revolvió el estómago. Apuntó la linterna hacia abajo. Alrededor del muerto, el suelo estaba pisoteado por botas reglamentarias del Departamento del sheriff. Los agentes habían borrado toda posible huella de llantas.

– No estoy seguro de haber escrito bien todas las palabras -dijo Gibbs.

Danny volvió a encontrar su voz de libro de texto.

– No tiene importancia. Conserva esas notas y dáselas al capitán Dietrich por la mañana.

– Pero salgo a las ocho. El capitán llega a las diez, y tengo entradas para la bolera.

– Lo lamento, pero te quedarás aquí hasta que te releven o aparezcan los técnicos del laboratorio.

– El laboratorio del condado está cerrado en Año Nuevo, y tengo las entradas…

Una ambulancia del médico forense frenó junto a las vallas, apagando la sirena; Danny se volvió hacia Henderson.

– Abandonad el lugar. No quiero periodistas ni curiosos. Gibbs se queda aquí. Tú y Deffry, indagad por el vecindario. Ya conocéis la rutina: testigos que hayan visto traer al cadáver, remolones sospechosos, vehículos.

– Upshaw, son las cuatro y veinte de la madrugada.

– Bien. Empezad ahora y a mediodía habréis terminado. Entregad a Dietrich un informe por duplicado. Anotad todas las direcciones donde no haya nadie en casa, las visitaremos después.

Henderson se fue deprisa a su coche; los hombres del forense pusieron el cuerpo en una camilla y lo cubrieron con una manta mientras Gibbs les hablaba a borbotones del campeonato del Rose Bowl y del caso de la Dalia Negra, que seguía irresuelto y aún era un tema candente. El resplandor de las luces rojas, las linternas y los faros bailaban sobre el terreno revelando detalles: charcos de lodo que reflejaban el claro de luna y las sombras, la luminosa bruma de Hollywood a lo lejos. Danny pensó en los seis meses que llevaba como detective, sus dos sencillos casos de homicidio. Los hombres del depósito de cadáveres cargaron el cuerpo, giraron en redondo y se marcharon sin poner la sirena. Danny recordó una máxima de Vollmer: «En crímenes extremadamente pasionales, el asesino siempre revela su patología. Si el detective está dispuesto a clasificar las pruebas con objetividad y luego pensar subjetivamente desde la perspectiva del asesino, a menudo resolverá crímenes desconcertantes por su carácter fortuito.»

Ojos arrancados. Órganos sexuales golpeados. Músculos desgarrados. Danny siguió la ambulancia lamentando que su coche no tuviera sirena para llegar antes.


Los depósitos de cadáveres de la ciudad y el condado de Los Ángeles ocupaban la planta baja de un almacén de Alameda, al sur de Chinatown. Un tabique de madera separaba las dos instituciones: tablas para examinar cadáveres, refrigeradores y mesas de disección para los cuerpos hallados dentro de los confines de la ciudad; otro conjunto de instalaciones para los cadáveres de la zona perteneciente al Departamento del sheriff. Antes de que Mickey Cohen conmoviera al Departamento de Policía y a la Oficina del Alcalde con sus revelaciones sobre Brenda Allen -altos funcionarios que recibían dinero de las prostitutas más famosas de Los Ángeles- había existido una sólida colaboración entre la ciudad y el condado. Los patólogos y los camilleros compartían las mantas de plástico, las sierras para huesos y el líquido de conservación. Ahora que los policías del condado daban refugio a Cohen en el Strip, sólo había roces entre ambos departamentos.

La oficina de personal del Departamento de Policía había promulgado edictos: prohibido prestar instrumentos médicos de la ciudad; prohibido confraternizar con el personal del condado mientras se estaba de servicio; prohibido hacer juerga a la luz de los mecheros Bunsen, por miedo a que se etiquetaran mal los cadáveres y que los fragmentos de cuerpos robados como recuerdos condujeran a escándalos que respaldaran las revelaciones de Brenda Allen. Danny Upshaw siguió la camilla que llevaba al cadáver 1-1/1/50 al depósito del condado, consciente de que las probabilidades de lograr que su patólogo favorito de la ciudad hiciera la autopsia eran casi nulas.

El depósito del condado era un hervidero: víctimas de accidentes en camillas, ayudantes colgando etiquetas en dedos gordos, agentes redactando informes y hombres del forense fumando un cigarrillo tras otro para matar el tufo a sangre, formaldehído y comida china rancia. Danny dobló hacia una salida de emergencia y se dirigió al depósito de la ciudad, interrumpiendo a un trío de policías que cantaban el villancico Auld Lang Syne. El ambiente era similar al del depósito del condado, excepto que los uniformes eran azul marino en vez de verde oliva y caqui.

Danny se dirigió al despacho del doctor Norton Layman, subjefe de investigación médica de la ciudad de Los Ángeles, autor de La ciencia contra el delito, y profesor de Danny en el curso nocturno de Patología Forense para Principiantes en la Universidad de California Sur. Había una nota clavada en la puerta. «Trabajaré en el turno de día a partir del 1 de enero. Dios bendiga esta nueva era con menos trabajo que en la primera mitad de este sangriento siglo. – N.L.»

Mascullando una maldición, Danny sacó su pluma y su libreta y escribió:

«Doctor, debí suponer que usted se tomaría libre la noche más ajetreada del año. Hay un interesante 187 en el depósito del condado. Sexo masculino, mutilaciones sexuales. Material para su nuevo libro. Como recibí el aviso, estoy seguro de que conseguiré el caso. ¿Tratará usted de conseguir la autopsia? El capitán Dietrich dice que el investigador médico del condado que tiene el turno de día es jugador y susceptible al soborno. A buen entendedor… – D. Upshaw.» Dejó el papel sobre el secante del escritorio de Layman, lo sujetó con un cráneo humano ornamental y regresó al territorio del condado.

Había menos movimiento. La luz del día empezaba a filtrarse en el depósito; la pesca de esa noche yacía apilada sobre planchas de acero. Danny echó una ojeada y vio que la única persona viva del lugar era un ayudante de investigación sentado en una silla junto a la sala de despacho, que se escarbaba alternativamente la nariz y los dientes.

Danny se le acercó. El viejo, con aliento a licor, le preguntó quién era.

– Agente Upshaw, Hollywood Oeste. ¿Quién es el jefe?

– Bonita tarea. ¿No eres un poco joven para un trabajo tan duro?

– Me gusta trabajar. ¿Quién es el jefe?

El viejo restregó por la pared el dedo con el que se escarbaba la nariz.

– Por lo que veo, no eres muy conversador. El doctor Katz llevaba la voz cantante, sólo que unos tragos le hicieron cantar a él. Ahora duerme la mona en su coche. ¿Por qué todos los judíos conducen Cadillacs? Tú eres detective. ¿Tienes una respuesta para eso?

Danny hundió los puños en los bolsillos y los apretó, su recurso para conservar la calma.

– Ni idea. ¿Cómo se llama usted?

– Ralph Carty es mi…

– Ralph, ¿alguna vez ha hecho preparativos para una autopsia? Carty rió.

– Hijo, los he hecho todos. Rodolfo Valentino, que estaba seco como un grillo. Lupe Vélez y Carole Landis. Tengo fotos de ambas. Lupe se afeitaba la entrepierna. Finges que no están muertas y lo pasas bien. ¿Qué dices? ¿Lupe y Carole, cinco dólares cada una?

Danny cogió la billetera y extrajo dos billetes de diez; Carty metió la mano en el bolsillo interior y sacó un fajo de fotografías.

– No -atajó Danny-. El sujeto que quiero está allá, en una plancha de acero.

– ¿Qué?

– Haré los preparativos. Ahora.

– Hijo, tú no eres un empleado calificado de este depósito.

Danny añadió cinco dólares al soborno y se los dio a Carty; el viejo besó la borrosa fotografía de una actriz muerta.

– Supongo que ya lo eres.


Danny trajo su equipo del coche y se puso a trabajar mientras Carty montaba guardia por si aparecía el investigador médico de turno.

Alzó la sábana que cubría el cadáver y palpó los miembros buscando lividez post mortem; levantó los brazos y las piernas, los soltó y notó esa dureza previa al rigor mortis. En su libreta anotó: «Hora probable del deceso: alrededor de la una de la mañana.» Luego embadurnó de tinta los dedos del cadáver y los apretó contra un cartón duro. Se alegró 'de obtener buenas huellas en el primer intento.

Luego examinó el cuello y la cabeza, midiendo las profundas marcas rojas con un calibrador y anotando los detalles. Las marcas abarcaban el cuello entero; demasiado largas y anchas para ser de una cuerda con simple o doble lazo. Entornando los ojos, descubrió una fibra bajo el mentón; la recogió con una pinza, la clasificó como un género de algodón, la puso en un tubo de ensayo y abrió con impulso las mandíbulas rígidas, manteniéndolas en esa posición con un depresor. Alumbró la boca con la linterna de bolsillo y encontró fibras idénticas en el paladar, la lengua y las encías. Anotó: «Estrangulado y asfixiado con tela de toalla blanca.» Respiró hondo y examinó las cuencas oculares.

El haz de la linterna iluminó membranas magulladas, manchadas por la sustancia gelatinosa que Danny había visto en la obra en construcción; con una tenacilla, Danny extrajo tres muestras de cada cavidad. La sustancia olía a compuesto medicinal mentolado.

Danny examinó cada centímetro del cadáver; algo le llamó la atención en la parte interior de los codos: viejas señales de agujas, borrosas, pero presentes en ambos brazos. La víctima era un drogadicto. Tal vez rehabilitado, pues ninguna de las marcas era reciente. Anotó el dato, cogió el calibrador y se armó de valor para examinar las heridas del torso.

Había tres centímetros de separación entre cada uno de los seis óvalos. Todos presentaban marcas de dientes, demasiado extendidas para sacar moldes. Eran demasiado grandes para que una boca humana los hubiera hecho de una dentellada. Danny extrajo sangre coagulada de los conductos intestinales que salían por las heridas, colocó las muestras en platinas y se lanzó a una audaz especulación que habría irritado al doctor Layman: el asesino había usado uno o varios animales para mutilar el cadáver.

Danny observó el pene del muerto, descubrió inequívocas marcas de dientes humanos en el glande: lo que Layman llamaba «afecto homicida», buscando risas en un aula atestada de policías ambiciosos. Sabía que debía registrar la parte inferior y el escroto. Advirtió que Ralph Carty le observaba y puso manos a la obra. No encontró más mutilaciones.

– Lo han dejado seco -rió Carty.

– Cierre el pico -dijo Danny.

Carty se encogió de hombros y siguió leyendo un ejemplar de Screenworld. Danny hizo girar el cadáver y soltó un suspiro.

Una maraña de tajos profundos cruzaba la espalda y los hombros en todas las direcciones. Había astillas de madera pegadas a las angostas estrías de sangre reseca.

Danny comparó las mutilaciones del frente y la espalda tratando de llegar a una conclusión. Un sudor frío le empapaba los puños de la camisa, haciéndole temblar las manos. Oyó un rezongo:

– Carty, ¿quién es este tipo? ¿Qué está haciendo?

Danny se volvió, luciendo una sonrisa pacificadora; vio a un hombre gordo con un delantal blanco manchado y un sombrero de cotillón donde decía «1950» en lentejuelas verdes.

– Agente Upshaw. ¿Es usted el doctor Katz?

El gordo iba a darle la mano, pero cambió de parecer.

– ¿Qué hace con ese cadáver? ¿Y con qué permiso entra aquí para interferir en mi trabajo?

Carty se encogía a espaldas de Katz, dirigiendo una mirada de súplica.

– Me llamaron para este asunto y quise preparar el cuerpo personalmente. Estoy capacitado para eso. Le mentí a Ralph, diciéndole que usted decía que era kosher.

– Lárguese, Upshaw -espetó Katz.

– Feliz Año Nuevo -dijo Danny.

– Es la verdad, doctor -intervino Ralph Carty-. Que me trague la tierra si miento.

Danny guardó su instrumental, preguntándose adónde ir, si a la calle Allegro o a su casa, a dormir y a soñar: Kathy Hudgens, Buddy Jastrow, la sangrienta escena en una casa de un camino del condado de Kern. Mientras caminaba hacia la rampa, miró atrás. Ralph Carty estaba repartiendo el dinero del soborno con el médico que llevaba sombrero de cotillón.

2

El teniente Mal Considine contemplaba una fotografía de su esposa y su hijo, tratando de no pensar en Buchenwald.

Eran poco más de las ocho de la mañana; Mal estaba en su cubículo de la Oficina de Investigación Criminal de la Fiscalía, después de un profundo sueño producido por un exceso de scotch. Tenía los pantalones llenos de confeti; la coqueta estenógrafa le había dibujado besos en la puerta, poniendo la inscripción OFICIAL EJECUTIVO entre paréntesis debajo de Crimson Decadence de Max Factor. El sexto piso del Ayuntamiento parecía una plaza de armas después del desfile; Ellis Loew acababa de despertarlo con una llamada telefónica: tenía que encontrarse con él y «otra persona» en el Pacific Dining Car dentro de media hora. Y había dejado a Celeste y Stefan solos en casa para recibir la llegada de 1950, pues sabía que su esposa transformaría esa ocasión en una guerra.

Mal cogió el teléfono y llamó a su casa. Celeste atendió al tercer timbrazo.

– ¿Sí? ¿Quién es este que llama?-La torpeza de la construcción indicaba que había estado hablando en checo con Stefan.

– Soy yo. Quería avisarte que tardaré unas horas más. -¿La rubia se puso exigente, Herr teniente?

– No hay ninguna rubia, Celeste. Sabes que no hay ninguna rubia, y sabes que siempre duermo en el Ayuntamiento después de Año Nuevo…

– ¿Cómo se dice rotkopf? ¿Pelirroja? Kleine rotkopf scheisser schtupper

– ¡Habla en inglés, maldita sea! ¡No te pases de lista conmigo! Celeste rió: gorjeos teatrales que adornaban sus frases en lengua extranjera y siempre lo sacaban de quicio.

– ¡Ponme con mi hijo, maldita sea!

Silencio, y luego la rutina típica de Celeste Heisteke Considine.

– No es tu hijo, Malcolm. Su padre era Jan Heisteke, y Stefan lo sabe. Eres mi benefactor y mi esposo, y el niño tiene once años y debe ser consciente de que su legado cultural no consiste en tu jerga policíaca amerikanisch, béisbol y…

– ¡Ponme con mi hijo, demonios!

Celeste rió suavemente. Lo había obligado a usar su voz de policía. Hubo un silencio; Celeste despertó a Stefan canturreando en checo. El niño se puso al aparato.

– ¿Papá? ¿Malcolm?

– Sí. Feliz Año Nuevo.

– Vimos los fuegos artificiales. Fuimos a la azotea con par… par…

– ¿Paraguas?

– Sí. Vimos el Ayuntamiento iluminado, y después estallaron los fuegos artificiales. Las llamas… ¿fisuraban?

– Siseaban, Stefan -corrigió Mal-. S-i-s-e-a-b-a-n. Una fisura es como un agujero en el suelo.

Stefan repitió esa palabra nueva para él.

– ¿Fisurra?

– Fisura. Tendré que darte una clase cuando llegue a casa. Podemos ir a Westlake Park a dar de comer a los patos.

– ¿Viste los fuegos artificiales? ¿Te asomaste para ver?

En el momento de los fuegos artificiales, Mal se había dedicado a rechazar el ofrecimiento de Penny Diskant: un polvo rápido en el guardarropa. Los pechos y las piernas lo apretujaban y él deseaba poder aceptar.

– Sí, fue bonito. Hijo, tengo que dejarte. Trabajo. Vuelve a dormir, así estarás descansado para nuestra clase.

– Sí. ¿Quieres hablar con Mutti?

– No. Adiós, Stefan.

– Adiós, p-p-papá.

Mal colgó. Le temblaban las manos y tenía los ojos empañados.


El centro de Los Ángeles estaba tranquilo como si durmiera la mona. Los únicos ciudadanos visibles eran borrachos que hacían fila para pedir café y bollos frente a la Union Rescue Mission; los coches estaban aparcados al azar -morros contra parachoques aplastados-frente a los hoteluchos de South Main. Había confeti mojado en las ventanas y la acera, y el sol que despuntaba sobre la cuenca del este tenía un regusto a calor, vapor y resaca alcohólica. Mal enfiló hacia el Pacific Dining Car deseándole una muerte prematura al primer día de la nueva década.

El restaurante estaba atestado de turistas con cámaras que pedían el «Rose Bowl Special»: pescado frito, Bloody Marys y café. El camarero le dijo a Mal que el señor Loew y otro caballero le esperaban en el Salón de la Fiebre del Oro, un reducto íntimo al que concurrían los leguleyos. Mal retrocedió y golpeó la puerta; la abrieron una fracción de segundo después, y el «otro caballero» sonrió.

– Toc, toc, ¿quién es? Es Dudley Smith. ¡Alerta, rojos! Adelante, teniente. Ésta es una prometedora reunión de cerebros policiales, y debemos celebrar la ocasión con el fasto pertinente.

Mal le dio la mano, reconociendo el nombre, el estilo y un acento con frecuencia imitado por otros. El teniente Dudley Smith, Homicidios, Departamento de Policía de Los Ángeles. Alto, tirando a obeso y rubicundo; nacido en Dublín, criado en Los Ángeles, educado en un colegio jesuita. Hombre fuerte de cada jefe de policía de Los Ángeles desde Dick Steckel. Siete hombres muertos en cumplimiento del deber. Corbatas especiales: sietes, esposas y escudos del Departamento bordados en círculos concéntricos. Según los rumores, llevaba un calibre 45 del ejército, cargado con balas dum-dum lubricadas, y un puñal de resorte.

– Teniente, es un placer.

– Llámame Dudley. Tenemos el mismo rango. Yo soy mayor, pero tú eres más guapo. Ya veo que seremos excelentes compañeros. ¿No crees, Ellis?

Mal miró a Ellis Loew. El jefe de la Sección Criminal de la Fiscalía de Distrito estaba apoltronado en una silla de cuero que parecía un trono, comiendo ostras y tocino.

– Ya lo creo. Siéntate, Mal. ¿Quieres desayunar?

Mal se sentó frente a Loew; Dudley Smith se acomodó entre ambos. Los dos usaban trajes de tweed con chaleco: el de Loew era gris, el de Smith marrón. Ambos ostentaban insignias: el abogado una llave Phi Beta Kappa [1], el policía escudos en las solapas. Mal ajustó la raya de sus arrugados pantalones de franela y pensó que Smith y Loew parecían dos malos cachorros de la misma camada.

– No, abogado. Gracias.

Loew señaló una cafetera de plata.

– ¿Café?

– No, gracias.

Smith rió y se palmeó las rodillas.

– ¿Qué te parecería una explicación por esta intrusión matinal en tu apacible vida familiar?

– Trataré de adivinar. Ellis quiere ser fiscal de distrito, yo quiero ser jefe de investigación de la Fiscalía, y tú quieres hacerte cargo de Homicidios cuando Jack Tierney se jubile el mes próximo. Tenemos acceso a un asunto candente que yo aún desconozco, nosotros dos como investigadores, Ellis como fiscal. Ideal para un ascenso. ¿He acertado?

Dudley soltó una risotada.

– Me alegra que no terminaras tus estudios de leyes, Malcom -dijo Loew-. No me habría gustado tenerte como oponente en un tribunal.

– Entonces, ¿he acertado?

Loew pinchó una ostra y la empapó en salsa de huevo.

– No. Pero tenemos la ocasión de llegar a esos puestos que has mencionado. Con toda facilidad. Dudley se ofreció para el suyo…

– Me ofrecí por patriotismo -interrumpió Smith-. Odio la inmundicia roja más que a Satanás.

Ellis probó el tocino, las ostras, el huevo. Dudley encendió un cigarrillo. Mal vio que una nudillera de bronce le salía de la cintura.

– ¿Por qué estoy pensando en un gran jurado?-ironizó Mal.

Loew se reclinó y se estiró. Mal notó que buscaba su máscara de abogado profesional.

– Porque eres listo. ¿Te has mantenido al corriente de las noticias locales?

– No.

– Bien, hay muchos problemas laborales, sobre todo en los estudios cinematográficos de Hollywood. El gremio de los transportistas ha formado piquetes contra el grupo sindical Alianza Unida de Extras y Tramoyistas, la UAES [2]. Tienen un contrato de largo plazo con la RKO y los estudios de películas baratas de Gower. Quieren más dinero y participación en las ganancias, pero no hacen huelga y…

Dudley Smith palmeó sobre la mesa.

– Esos comunistas subversivos no respetan ni a su madre.

Loew permaneció en silencio; Mal evaluó las manazas del irlandés, ideales para desnucar gente, torcer orejas, arrancar confesiones. Llegó a una conclusión: Ellis temía a Smith, y Smith odiaba a Loew por principio, el hijo de perra era un abogado judío que se creía muy listo.

– Ellis, ¿hablamos de un trabajo político?

Loew acarició su llave Phi Beta Kappa y sonrió.

Hablamos de una intensa investigación acerca de la influencia comunista en Hollywood. Tú y Dudley seréis mis principales agentes. La investigación se centrará en la UAES. En ese sindicato pululan los subversivos, y tienen un trust de cerebros que dirige el asunto: una mujer y media docena de hombres, todos muy vinculados con «compañeros de ruta» que fueron a prisión por apelar a la Quinta Enmienda ante el HUAC [3] en el 47. Colectivamente, los miembros de la UAES han trabajado en varias películas que defienden la causa comunista, y están en relación con una verdadera red de subversivos. El comunismo es como una telaraña. Un hilo te lleva a un nido, otro hilo te lleva a una colonia entera. Los hilos son los nombres, y los nombres se convierten en testigos y dan más nombres. Tú y Dudley me conseguiréis todos esos nombres.

Las plateadas insignias de capitán bailaron en la mente de Mal; miró a Loew y planteó objeciones, abogado del diablo de su propia causa.

– ¿Por qué yo en vez del capitán Bledsoe? Es jefe de investigación de la Fiscalía, tiene influencias y es el favorito de todos… lo cual es importante, pues tú tienes fama de ambicioso. Yo soy un detective que se especializa en reunir pruebas de homicidio. Dudley es hombre de Homicidios. ¿Por qué nosotros? ¿Y por qué ahora… a las nueve de una mañana de Año Nuevo?

Loew contó las objeciones con los dedos. Tenía las uñas brillantes, pintadas con esmalte claro.

– Primero, anoche me quedé hasta tarde con el fiscal de distrito. El presupuesto fiscal definitivo de la oficina para 1950 debe estar mañana a disposición del Ayuntamiento, y lo convencí de usar los cuarenta y dos mil dólares que nos sobraban para combatir el Peligro Rojo. Segundo, el agente Gifford de la Sección del Gran Jurado y yo decidimos intercambiar trabajos. Él quiere experiencia en justicia penal, y ya sabes qué quiero yo. Tercero, el capitán Bledsoe se está volviendo senil. Hace dos noches pronunció un discurso en el Kiwanis Club del Gran Los Ángeles e incurrió en una serie de obscenidades. Creó un revuelo cuando anunció su intención de «tirarse» a Rita Hayworth y de «bombearla hasta hacerla sangrar». El fiscal de distrito consultó al médico de Bledsoe y se enteró de que nuestro querido capitán ha sufrido pequeños ataques de apoplejía que ha mantenido en secreto. Se jubilará el cinco de abril, después de haber pasado veinte años en la Oficina, y hasta entonces será sólo un mascarón de proa. Cuarto, tú y Dudley sois buenos detectives, muy listos, y hacéis un interesante contraste. Quinto…

Mal golpeó la mesa al estilo Dudley Smith.

– Quinto, ambos sabemos que el fiscal de distrito quiere a alguien de fuera como jefe de investigación. Acudirá al FBI o hurgará en el Departamento antes de elegirme a mí.

Ellis Loew se inclinó hacia delante.

– Mal, ha accedido a dártelo a ti. Jefe de investigación y capitán. ¿Tienes treinta y ocho años?

– Treinta y nueve.

– Un bebé. Haz bien el trabajo y dentro de cinco años te lloverán ofertas para ser jefe de policía. Y yo seré fiscal de distrito, y McPherson será vicegobernador. ¿Aceptas?

Ellis Loew tenía la mano apoyada en la mesa; Dudley Smith la cubrió con la suya y sonrió, todo amabilidad. Mal pasó revista a sus casos: el asesinato de una ramera en Chinatown, la muerte de dos negros en Watts, el asalto a un prostíbulo frecuentado por altos mandos del Departamento de Policía. Baja prioridad, ninguna prioridad. Apoyó la mano encima de las otras y dijo:

– Acepto.

Separaron las manos. Smith le guiñó el ojo.

– Compañeros en una grandiosa cruzada -comentó.

Ellis Loew se levantó.

– Primero os diré qué tenemos, luego os explicaré qué necesitamos.

»Tenemos declaraciones juradas de miembros de Transportistas que hablan de una infiltración roja en la UAES. Tenemos una lista de afiliación del Partido Comunista cotejada con una lista de los miembros de la UAES, y muchos nombres coinciden. Tenemos copias de películas prosoviéticas realizadas durante la guerra, pura propaganda roja, en las que trabajaron miembros de la UAES. Tenemos la artillería pesada que mencionaré dentro de un momento, y estoy tratando de conseguir fotos tomadas por personal de vigilancia del FBI: miembros del trust de cerebros de la UAES implicados con conocidos miembros del Partido Comunista y condenados por el HUAC en las protestas de Sleepy Lagoon en el 43 y el 44. Buena munición para empezar.

– El asunto de Sleepy Lagoon podría ser contraproducente -observó Mal-. Los chicos que fueron condenados eran inocentes, nunca dieron con el verdadero asesino y la causa fue demasiado popular. Algunos republicanos firmaron la petición de protesta. Tendríamos que revisar ese enfoque.

Dudley Smith apagó el cigarrillo en los restos del café.

– Eran todos culpables, amigo. Los diecisiete. Conozco ese caso. Mataron a golpes a José Díaz, lo arrastraron a la laguna y lo atropellaron con un vehículo viejo. Crimen pasional de pachucos [4] puro y simple. Díaz se follaba a la hermana del hermano de algún primo. Esos mexicanos se casan y procrean entre familiares. Son todos idiotas mongólicos.

Mal suspiró.

– Fue una farsa, teniente. Fue poco antes de los disturbios, y todos estaban locos por los mexicanos. Y el que indultó a esos chicos fue un gobernador republicano, no un comunista.

Smith miró a Loew.

– Nuestro amigo respeta más la palabra del cuarto poder que la de un compañero de armas. Pronto nos dirá que el Departamento fue el responsable de todos esos hermanos latinos heridos durante los disturbios. Una interpretación popular entre los rojos, dicho sea de paso.

Mal cogió un panecillo. Mantuvo la voz firme para demostrar al corpulento irlandés que no le tenía miedo.

– No, una interpretación popular en el Departamento de Policía. Yo estaba allí entonces, y los hombres con quienes trabajaba calificaron el trabajo de pura y simple basura. Además…

Loew elevó la voz justo cuando la de Mal empezaba a temblar.

– Caballeros, por favor.

La interrupción permitió a Mal tragar saliva, recobrar la compostura y dispararle una fría mirada a Dudley Smith. El grandote le respondió con una sonrisa blanda.

– Basta de discutir por un inútil mexicano muerto -dijo, y extendió la mano. Mal la estrechó; Smith le guiñó el ojo.

– Así está mejor -aprobó Ellis Loew-, porque aquí no nos importa si eran culpables o no. Lo cierto es que el caso de Sleepy Lagoon atrajo a muchos subversivos y ellos lo explotaron para sus propios fines. Esa es nuestra perspectiva. Sé que ambos queréis estar con vuestra familia, así que seré breve. Esencialmente, traeréis lo que los federales llaman «testigos amigables», miembros de la UAES y otros izquierdistas deseosos de salir limpios de sus asociaciones con comunistas y de cantar nombres. Tenéis que conseguir declaraciones estableciendo que las películas procomunistas en que trabajó la UAES formaban parte de una conspiración consciente, propaganda para apoyar la causa roja. Tenéis que conseguir pruebas legales: actividades subversivas dentro de la ciudad de Los Ángeles. Tampoco vendría mal conseguir nombres importantes. Es sabido que muchos astros de Hollywood apoyan este movimiento. Eso nos serviría como…

Loew hizo una pausa.

– ¿Marquesina?-insinuó Mal.

– Sí, bien dicho, aunque un poco cínico. Veo que el patriotismo no te resulta natural, Malcolm. Pero deberías tratar de infundir cierto fervor a esta misión.

Mal recordó el rumor de que Mickey Cohen había comprado parte del sindicato de Transportistas a su representante de la Costa Este, un ex pistolero que buscaba capital para invertir en casinos de La Habana.

– Mickey Cohen podría suministrar unos dólares si el Ayuntamiento anda corto de fondos. Apuesto a que no le molestaría echar a la UAES para que entren sus muchachos. En Hollywood se puede ganar mucho dinero.

Loew se sonrojó. Dudley Smith tamborileó sobre la mesa con su enorme nudillo.

– Nuestro amigo Malcolm no es tonto. Así es, muchacho. A Mickey le gustaría que sus Transportistas entraran y a los estudios les gustaría que la UAES saliera. Lo cual no impide que la UAES esté llena de rojos. ¿Sabías que una vez fuimos casi colegas?

Mal lo sabía: en el 41, Thad Green le había ofrecido una transferencia al Escuadrón Especial, cuando acababan de ascenderlo a sargento. Mal la había rechazado porque no tenía agallas para pelear con atracadores y derribar puertas pistola en mano, la diplomacia de las armas: obligar a sujetos peligrosos a respetar la libertad condicional, moliéndolos a palos para disuadirlos de viajar a San Quintín. Dudley Smith había matado a cuatro hombres en ese puesto.

– Yo quería trabajar en Antivicio.

– No te culpo, muchacho. Menos riesgos, más posibilidades de ascenso.

Los viejos rumores: el agente/sargento/teniente Mal Considine, Departamento de Policía/Fiscalía de Distrito, no quería ensuciarse las manos. Se había asustado cuando era novato y trabajaba en la División de la calle Setenta y siete, el corazón de la selva. Mal se preguntó si Dudley Smith sabría algo sobre el nazi de Buchenwald.

– Así es. Nunca vi posibilidades allí.

– Era divertido, muchacho. Habrías congeniado bien. Los demás no lo creían así, pero tú los habrías convencido.

Está al corriente de los rumores. Mal miró a Ellis Loew y dijo:

– Concretemos esto. ¿Cuál es la artillería pesada que mencionaste?

Loew los miró a ambos.

– Tenemos dos hombres que nos ayudan. El primero es un ex federal llamado Edmund J. Satterlee. Es jefe de un grupo llamado Contracorrientes Rojas. Es asesor de varias empresas y de lo que podríamos llamar gentes «astutas» de la industria del espectáculo. Investiga antecedentes de posibles empleados para averiguar si están vinculados con el comunismo, y ayuda a identificar los elementos subversivos que ya se puedan haber infiltrado. Ed es un experto en comunismo y os indicará cómo usar las pruebas con mayor eficacia. El segundo hombre es un psiquiatra, el doctor Saul Lesnick. Ha sido psiquiatra «oficial» del Partido Comunista de Los Ángeles desde los 40, y ha colaborado con el FBI durante años. Tenemos acceso a su archivo de historiales psiquiátricos: los cabecillas de la UAES, sus trapos sucios desde antes de la guerra. Artillería pesada.

Smith palmeó la mesa y se levantó.

– Un cañón, un obús, tal vez una bomba atómica. ¿Nos vemos mañana en tu casa, Ellis? ¿A las diez?

Loew gesticuló con el dedo.

– A las diez en punto.

Dudley imitó el gesto.

– Hasta entonces, socio -le dijo a Mal-. No será el Especial, pero aun así nos divertiremos.

Mal asintió y el grandote se fue del local. Transcurrieron unos segundos.

– Un trabajo difícil -comentó Loew-. Si no pensara que los dos haréis un gran trabajo juntos, no habría permitido que Smith participara.

– ¿Se ofreció voluntario?

– Tiene una conexión con McPherson, y se enteró del asunto antes de que me dieran la aprobación. ¿Crees que podrás tenerlo con la rienda corta?

La pregunta parecía un mapa de los viejos rumores. Ellis veía en él al hombre que había matado a un nazi, y tal vez sospechaba que era responsable del frustrado intento de liquidar a Buzz Meeks. Y Dudley Smith no sacaría a relucir las viejas historias de Antivicio y la calle Setenta y Siete.

– No veo ningún problema, abogado.

– Bien. ¿Cómo andan las cosas con Celeste y Stefan?

– No quieras saberlo.

Loew sonrió.

– Anímate. La suerte está llamando a tu puerta.

3

Turner «Buzz» Meeks observó a los detectives privados que custodiaban Hughes Aircraft, apostó cuatro contra uno a que Howard contrataba a esos inútiles porque le gustaban los uniformes, y dos contra uno a que él mismo los diseñaba. Lo cual significaba que Mighty Man Agency era un «perro extraviado» de RKO Pictures/Hughes Aircraft/Tool Company, denominación del gran hombre para sus antojadizas operaciones de evasión de impuestos. Hughes poseía una fábrica de sujetadores en San Ysidro, donde todos los empleados eran inmigrantes mexicanos ilegales; una planta que manufacturaba trofeos galvanizados; cuatro bares estratégicamente situados, esenciales para mantener su rigurosa dieta de hamburguesas y perros calientes. Buzz se plantó en la puerta de la oficina, se fijó en las solapas de los bolsillos del agente de Mighty Man que estaba de pie junto al hangar, dedujo que el corte era idéntico al de una blusa que Howard había diseñado para destacar el busto de Jane Russell y calculó las probabilidades. Por trillonésima vez en la vida se preguntó por qué siempre hacía apuestas cuando estaba aburrido.

Ahora estaba mortalmente aburrido.

Eran poco más de las diez de una mañana de Año Nuevo. Buzz, en su condición de jefe de seguridad de Hughes Aircraft, había pasado toda la noche al mando de los agentes de Mighty Man Agency en lo que Howard Hughes llamaba «patrulla de perímetro». Los guardias regulares de la planta tenían la noche libre; espectros alcoholizados habían recorrido el terreno desde el anochecer, en una excursión que culminaba con el regalo de Año Nuevo del Gran Howard: un camión cargado de perros calientes y Coca-Cola que llegó justo cuando 1949 se convirtió en 1950, cortesía del local de hamburguesas de Culver City. Buzz había dejado sus cálculos de jugador para ver cómo comían los Mighty Men; apostó seis contra uno a que Howard perdería los estribos si les sorprendía una mancha de mostaza con chucrut en los uniformes con bordados.

Buzz miró el reloj de pulsera. Las diez y cuarto. Podía irse a casa y dormir al mediodía. Se desplomó en una silla, escrutó las paredes y contempló las fotos enmarcadas. Cada una le hizo calcular probabilidades a favor y en contra de sí mismo: su tarea aparente y su verdadera actividad eran perfectas.

Allí estaba él, bajo, rechoncho, tirando a gordo, de pie junto a Howard Hughes, alto, apuesto, con traje rayado: un palurdo de Oklahoma y un millonario excéntrico haciendo cuernos con la mano. Buzz veía las fotos como las dos caras de un maltrecho disco de canciones de frontera: una cara sobre un sheriff corrompido por las mujeres y el dinero; y la otra, un lamento por el hombre que lo había comprado. A continuación había una colección de fotos de policía: Buzz atildado y pulcro como agente del Departamento de Policía de Los Ángeles en el 34; cada vez más gordo y mejor vestido a medida que las fotos avanzaban en el tiempo: puestos en Estafas, Atracos y Narcóticos; chaquetas de cachemira y pelo de camello, el nerviosismo en los ojos, típico de los «recaudadores». Luego el detective sargento Turner en una cama en Queen of Angels, rodeado por altos oficiales, señalándose las heridas a las que había sobrevivido mientras se preguntaba si otro policía le había tendido una trampa. Una hilera de fotos civiles sobre el escritorio: un Buzz más gordo y más canoso con el alcalde Bowron, el ex fiscal de distrito Buron Fitts, Errol Flynn, Mickey Cohen, productores para quienes había hecho trabajos sucios, actrices de poca monta a quienes había sacado de litigios y metido en abortos, médicos especialistas en drogadicción que le agradecían las recomendaciones. Intermediario, chico de los recados, matón.

Sin un céntimo.

Buzz se sentó al escritorio y anotó sus pertenencias y deudas. Contaba con catorce acres de tierras en el condado de Ventura; era un terreno árido y poco productivo que había comprado para cuando sus padres se retiraran, pero lo habían burlado pasando a mejor vida en el 44, durante una epidemia de tifus. El agente de bienes raíces le había hablado de treinta dólares por acre como máximo. Más le valía conservarlo. No podía devaluarse mucho más. Poseía un cupé Eldorado 48 verde, igual al de Mickey C., pero sin el blindaje a prueba de balas. Tenía un montón de trajes de Oviatt's y London Shop, y todos los pantalones le apretaban la cintura: Mickey le había regalado ropa, pues Buzz y el menudo y ostentoso judío gastaban la misma talla. Pero Mick tiraba las camisas que había usado dos veces, y la lista de deudas estaba desbordando la página para ocupar el secante del escritorio.

Sonó el teléfono. Buzz lo cogió.

– Seguridad. ¿Quién habla?

– Sol Gelfman, Buzz. ¿Me recuerdas?

El viejo de la MGM cuyo nieto robaba coches, un simpático muchacho que sacaba descapotables de los aparcamientos de Restaurant Row, atravesaba Mulholland como un bólido y siempre dejaba su tarjeta de visita -una gran pila de excrementos- en el asiento trasero. Había sobornado al agente que lo había arrestado, quien había alterado su informe para denunciar dos robos -en vez de veintisiete-y había omitido toda mención a los excrementos. El juez había puesto al muchacho en libertad condicional, aduciendo su buena familia y su brío juvenil.

– Claro. ¿En qué puedo servirle, señor Gelfman?

– Bien, Howard dijo que te llamara. Tengo un pequeño problema, y Howard aseguró que podías ayudarme.

– ¿Su nieto ha vuelto a las andadas?

– No, por Dios. En mi nueva película hay una muchacha que necesita ayuda. Unos malandrines tienen fotos obscenas de ella, anteriores a mi contrato. Les di algo de dinero para que se portaran bien, pero no se dan por satisfechos.

Buzz resopló. Al parecer tendría que machacar cabezas.

– ¿Qué clase de fotos?

– Desagradables. Con animales. Lucy y un gran danés que tiene una verga como la de King Kong. Ojalá tuviera yo una verga como ésa.

Buzz Meeks cogió una pluma para anotar en el dorso de su lista de deudas.

– ¿Quién es la chica y qué sabe usted de los chantajistas?

– No sé nada de los recaudadores. Envié a mi ayudante de producción con el dinero para que los conociera. La chica es Lucy Whitehall. Un detective privado rastrea las llamadas. El que dirige la extorsión es un griego que folla con ella, Tommy Sifakis. ¿Has visto qué descaro? Chantajea a su propia amiga y pide el dinero desde su acogedor nido de amor. Otros se encargan de recoger la pasta y Lucy ni siquiera sabe que le están tomando el pelo. Vaya desfachatez.

Buzz pensó en etiquetas con precios; Gelfman continuó.

– Buzz, para mí esto vale quinientos dólares, y te hago un favor, porque Lucy hacía strip-tease con Audrey Anders, la amiguita de Mickey Cohen. Podría haber acudido a Mickey, pero una vez te portaste bien conmigo, así que te doy el trabajo. Howard dijo que sabrías cómo solucionarlo.

Buzz vio su vieja porra colgada del picaporte del cuarto de baño y se preguntó si aún tendría práctica.

– El precio es mil dólares, señor Gelfman.

– ¿Qué? ¡Es un atraco!

– No, es extorsión criminal solucionada fuera de los tribunales. ¿Tiene el domicilio de Sifakis?

– ¡Mickey lo haría gratis!

– Mickey metería la pata y le implicaría en un homicidio. ¿Dónde vive Sifakis?

Gelfman suspiró.

– Maldito patán de Oklahoma. En Vista View Court 1187, en Studio City, y por mil dólares quiero que esto quede bien limpio.

– Como un asiento trasero con mierda -replicó Buzz, y colgó. Manoteó su porra reglamentaria y se dirigió a Cahuenga Pass.


Tardó una hora en llegar al Valle; pasó otros veinte minutos recorriendo complejos residenciales en busca de Vista View Court: cubos de estuco dispuestos en semicírculos al pie de Hollywood Hills. El número 1187 era una casa prefabricada color melocotón. La pintura ya se estaba desconchando y los paneles de aluminio tenían manchas de óxido.

Alrededor había construcciones similares. Edificios de color amarillo, lavanda, turquesa, salmón y rosa alternaban en la ladera, y terminaban ante un letrero que proclamaba: ¡JARDINES DE VISTA VIEW! ¡LO MÁS DISTINGUIDO DE CALIFORNIA! ¡NO HAY DESCUENTOS PARA VETERINARIOS! Buzz aparcó frente a la casa amarilla, pensando en pelotas de goma arrojadas a una zanja.

Chiquillos con triciclos realizaban competiciones en los patios de grava; no había adultos tomando el sol. Buzz se clavó en la solapa una placa de policía sacada de una caja de cereales. Bajó del coche y llamó a la puerta del 1187. Pasaron diez segundos. Ninguna respuesta. Mirando en torno, insertó una horquilla en el agujero de la cerradura y movió el picaporte. La cerradura cedió; Buzz abrió la puerta y entró en la casa.

La luz que se filtraba por las cortinas le dio una perspectiva de la sala: muebles baratos, pósters de películas en las paredes, radios Philco apiladas junto al sofá, obvio producto de un robo en un almacén. Buzz sacó la porra del cinturón y atravesó la grasienta cocina para entrar en el dormitorio.

Más fotos en las paredes: chicas casi desnudas. Buzz reconoció a Audrey Anders, la «chica explosiva», que presuntamente había obtenido un título universitario en algún pueblo de mala muerte; junto a ella había una rubia esbelta. Buzz encendió una lámpara para ver mejor; vio discretas fotos publicitarias: la «jugosa Lucy» en un chispeante traje de baño de una pieza, con un sello donde figuraba el domicilio de una agencia artística. Entornó los ojos y advirtió que la muchacha tenía la mirada turbia y una sonrisa boba. Tal vez estaba drogada.

Buzz decidió que registraría el sitio en cinco minutos. Miró la hora y puso manos a la obra. Al vaciar cajones descubrió prendas interiores de hombre y mujer enredadas y varios cigarrillos de marihuana; en un armario había discos de 78 revoluciones y novelas baratas. El guardarropa revelaba a una mujer en ascenso y a un hombre que le iba a la zaga: vestidos y faldas de tiendas de Beverly Hills, uniformes de la Marina que apestaban a naftalina, chaquetas jaspeadas de caspa.

A los tres minutos y veinte segundos, Buzz registró la cama: sábanas de satén azul, un cabezal tapizado con cupidos y corazones bordados. Metió la mano bajo el colchón, palpó madera y metal, sacó una escopeta de cañón recortado, grueso y negro, tal vez del calibre 10. Registró la recámara y comprobó que estaba cargada: cinco tiros, municiones de doble grado. Sacó las municiones y se las guardó en el bolsillo; siguiendo una corazonada, miró bajo la almohada.

Una Luger alemana, cargada, una bala en la recámara.

Buzz extrajo la bala y vació el cargador. Le fastidió no tener tiempo para buscar una caja fuerte y encontrar las fotos del perro. Habría querido arrojarlas a la cara de Lucy Whitehall para alejarla de los griegos con caspa y artillería de alcoba. Regresó a la sala y se detuvo al ver una libreta con direcciones en una mesita.

La hojeó. No descubrió nombres conocidos hasta llegar a la G, donde vio a Sol Gelfman, su casa particular y números de la MGM rodeados con círculos; en la M y en la P encontró a Donny Maslow y Chick Pardell, detectives que él había echado de Narcóticos, vendedores de marihuana en bares de poca monta, pero no chantajistas. Cuando llegó a la S encontró datos para dejar al griego fuera de combate y de paso ganarse unos pavos.

Johnny Stompanato, Crestview-6103. Guardaespaldas de Mickey Cohen. Según los rumores, había financiado su retiro de la Combinación Cleveland mediante violentas extorsiones. Según los rumores, proporcionaba marihuana mexicana a los vendedores locales a cambio del treinta por ciento de las ganancias.

El apuesto Johnny Stompanato: dólares y signos de interrogación.

Buzz regresó al coche para esperar. Puso la llave de contacto, encendió la radio, recorrió varias emisoras hasta dar con Spade Cooley y su programa de música country y escuchó con el volumen bajo. La música era excesivamente dulzona, toda azúcar. Le hizo recordar con añoranza su pueblo de Oklahoma. Luego Spade fue demasiado lejos: canturreó algo sobre un hombre que iría a la horca por un crimen que no había cometido. Eso le hizo pensar en el precio que él había pagado por salir.

En 1931, Lizard Ridge, Oklahoma, era un pueblo moribundo en el corazón del Dustbowl. Tenía una fuente de ingresos: una planta que fabricaba armadillos embalsamados, monederos de armadillo y billeteras con forma de monstruo Gila, y después los vendía a los turistas que pasaban por la carretera. Los lugareños y los indios de la reserva mataban y despellejaban a los reptiles y los vendían a la fábrica; a veces se entusiasmaban y se mataban entre ellos. Luego las tormentas de polvo cerraron la ruta U.S.1 durante seis meses. Los armadillos y los Gilas se trastornaron, se atiborraron de malezas que les provocaron una enfermedad, se fueron a morir a otra parte o invadieron la calle principal de Lizard Ridge y acabaron aplastados por los coches. De un modo u otro, las pieles estaban demasiado maltrechas y arrugadas para que nadie ganara un céntimo. Turner Meeks, gran cazador de monstruos Gila, capaz de liquidarlos con un calibre 22 a treinta metros -justo en el espinazo, donde la fábrica ponía las costuras- supo que era momento de largarse.

Se mudó a Los Ángeles y consiguió trabajo en el cine como extra para películas del Oeste: Paramount un día, Columbia el otro, las producciones de bajo presupuesto de Gower Gulch cuando las cosas se ponían difíciles. Cualquier blanco presentable que supiera manejar una cuerda y cabalgar era mano de obra calificada en el Hollywood de la Depresión.

Pero en el 34 se empezaron a filmar menos westerns y más comedias musicales. El trabajo escaseaba. Estaba a punto de presentarse a la Compañía Municipal de Autobuses de Los Ángeles -tres vacantes para unos seiscientos aspirantes- cuando Hollywood lo salvó de nuevo.

El Monogram Studio estaba sitiado por piquetes: una combinación de sindicatos bajo el estandarte de la Liga de Fútbol Americano. Lo contrataron como esquirol: cinco dólares diarios, más trabajo adicional garantizado una vez sofocada la huelga.

Machacó cabezas dos semanas seguidas, y era tan diestro que un policía fuera de servicio lo apodó «Buzz», por el zumbido de la porra, y lo presentó al capitán James Culhane, jefe de la Sección de Disturbios en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Culhane tenía ojo para reconocer a un policía nato. Dos semanas después Buzz hacía su ronda en el centro de Los Ángeles; un mes después era instructor de tiro en la Academia de Policía. Enseñó a la hija del jefe Steckel a disparar un calibre 22 y a montar a caballo. Gracias a eso llegó a sargento, obtuvo puestos en Estafas, Atracos y el plato más picante: Narcóticos.

El servicio en Narcóticos implicaba una ética no escrita: arrestabas a lo peor de la humanidad, caminabas con mierda hasta la rodilla, obtenías una zona. Si eras cabal, no delatabas a los corruptos. Si no lo eras, dabas un porcentaje de la droga confiscada a los tipos de color o a los muchachos que les vendían sólo a los negros: Jack Dragna, Benny Siegel, Mickey C. Y vigilabas a los honestos de otras divisiones, los fulanos que querían echarte para conseguir tu puesto.

Cuando ingresó en Narcóticos en el 44, Buzz llegó a un trato con Mickey Cohen, que entonces era el caballo ganador en el hampa de Los Ángeles, el ambicioso en ascenso. Jack Dragna odiaba a Mickey; Mickey odiaba a Jack; Buzz presionaba a los vendedores de Jack, sacaba cinco gramos por onza y los vendía a Mickey, quien lo apoyaba porque le amargaba la vida a Jack. Mickey lo llevaba a las fiestas de Hollywood, le ponía en contacto con gente que necesitaba favores de la policía y estaba dispuesta a pagar; le presentó a una rubia de buenas piernas cuyo esposo estaba en Europa con la Policía Militar. Conoció a Howard Hughes y empezó a trabajar para él, escogiendo a granjeras con ínfulas de actriz para las guaridas que el gran hombre había instalado por todo Los Ángeles para follar. Le iba al pelo en todos los frentes: el trabajo, el dinero, la aventura con Laura Considine. Hasta el 21 de junio de 1946, cuando una denuncia anónima sobre un robo en la Sesenta y Ocho y Slauson lo llevó a una emboscada en un callejón: dos en el hombro, una en el brazo, una en la nalga izquierda. Eso le permitió salir del Departamento de Policía con pensión completa, para caer en brazos de Howard Hughes, quien casualmente necesitaba a alguien…

Y aún no sabía quiénes le habían disparado. Las balas que le extrajeron indicaban que eran dos; Buzz tenía dos sospechosos: pistoleros de Dragna o muchachos contratados por Mal Considine, el esposo de Laura, el sargento de Antivicio que había vuelto de la guerra. Buscó información sobre Considine, oyó que rehuía las trifulcas de los bares de Watts, que se divertía enviando a novatos para encargarse de las rameras cuando dirigía el turno de noche en Antivicio, que había traído a una mujer checa y a su hijo de Buchenwald y planeaba divorciarse de Laura. Nada concreto en ningún sentido.

Lo único seguro era que Considine sabía que él había andado con su futura ex mujer y lo odiaba. Había pasado por la Oficina de Detectives, una oportunidad para despedirse y recoger su placa de cortesía, una oportunidad para conocer al hombre a quien había puesto los cuernos. Pasó frente al despacho de Considine, vio a un tipo alto que se parecía más a un abogado que a un policía y le tendió la mano. Considine lo miró lentamente, dijo: «A Laura siempre le gustaron los chulos», y se dedicó a sus asuntos.

Probabilidades al cincuenta por ciento: Considine o Dragna. Podía elegir.

Un descapotable Pontiac último modelo frenó ante el 1187. Dos mujeres con vestidos de fiesta bajaron y caminaron hacia la puerta con zapatos de tacón muy alto; las siguió un griego corpulento con la chaqueta demasiado ceñida y pantalones demasiado cortos. La muchacha más alta se cayó cuando el agudo tacón se le atascó en una hendidura de la acera; Buzz reconoció a Audrey Anders, el cabello a lo paje, el doble de hermosa que en la foto. La otra muchacha -la «jugosa Lucy», según las fotos publicitarias- la ayudó a levantarse y a entrar en la casa. El griego corpulento las siguió. Buzz apostó tres contra uno a que Tommy no sabría apreciar sutilezas, manoteó la porra y se acercó al Pontiac.

El primer cachiporrazo arrancó la cabeza de indio que adornaba el capó; el segundo destrozó el parabrisas. El tercero, el cuarto, el quinto y el sexto siguieron una tonadilla de Spade Cooley, hundiendo la parrilla del radiador, que soltó bocanadas de vapor. El séptimo fue un golpe a ciegas contra una ventanilla. Al estrépito siguió un estentóreo «¿Qué diablos…?» y un familiar ruido metálico: un dispositivo de escopeta metiendo un cartucho en la recámara.

Buzz se volvió. Tommy Sifakis se acercaba por la acera, la escopeta de cañón recortado en las manos trémulas. Cuatro contra uno a que el griego estaba demasiado rabioso para notar que el arma pesaba poco; dos contra uno a que no tenía tiempo de asir la caja de municiones para cargar de nuevo. Una apuesta segura.

Porra en ristre, Buzz embistió. Cuando estuvieron a muy poca distancia, el griego apretó el gatillo y se produjo un pequeño chasquido. Buzz contraatacó, buscando una velluda mano izquierda que frenéticamente trataba de insertar municiones que no estaban allí. Tommy Sifakis gritó y soltó la escopeta; Buzz lo tumbó de un golpe en las costillas. El griego escupió sangre y se arqueó, acariciándose la zona lastimada. Buzz se arrodilló junto a él y le habló suavemente, exagerando el acento de Oklahoma:

– Hijo, olvidemos el pasado. Rompe las fotos, tira los negativos, y no le diré a Johnny Stompanato que lo estafaste en la extorsión. ¿Trato hecho?

Sifakis escupió sangre y una maldición. Buzz le golpeó las rodillas. El griego soltó un grito gangoso.

– Iba a daros a ti y a Lucy otra oportunidad -continuó Buzz-, pero creo que ahora le aconsejaré que encuentre una vivienda más adecuada. ¿Quieres pedirle disculpas?

– Vete al diablo.

Buzz soltó un largo suspiro, como cuando hacía el papel de un vaquero harto de abusos en una serie de Monogram.

– Hijo, mi última oferta. O le pides disculpas a Lucy o le diré a Johnny que lo estafaste, a Mickey C. que estás extorsionando a la amiga de su chica y a Donny Maslow y Chick Pardell que los denunciaste a Narcóticos. ¿Aceptas?

Sifakis trató de extender el triturado dedo medio; Buzz acarició la porra, mirando a las boquiabiertas Audrey Anders y Lucy Whitehall, de pie en la puerta de la casa. El griego volvió la cabeza sobre la acera y jadeó:

– Pido disculpas.

Buzz vio fugaces imágenes de Lucy y su coestrella canina, Sol Gelfman arruinándole la carrera con películas clase Z, la muchacha regresando al griego en busca de sexo rudo. Dijo: «Así me gusta», hundió la porra en el vientre de Sifakis y se acercó a las mujeres.

Lucy Whitehall volvió a entrar en la sala; Audrey Anders le cerró el paso, descalza. Señaló la placa de Buzz.

– Es falsa.

Buzz captó el acento sureño; recordó charlas de vestuario: la Muchacha Explosiva podía hacer girar las borlas adhesivas que le cubrían los pezones en ambas direcciones al mismo tiempo.

– La saqué de una caja de cereales. ¿Eres de Nueva Orleans? ¿Atlanta?

Audrey miró a Tommy Sifakis, que se arrastraba hacia el borde de la acera.

– Mobile. ¿Mickey te mandó hacer eso?

– No. Me preguntaba por qué no parecías sorprendida. Ahora lo sé.

– ¿Quieres contestarme?

– No.

– ¿Pero has trabajado para Mickey?

Buzz vio que Lucy Whitehall se sentaba en el sofá y cogía una de las radios robadas para tener algo en las manos. Tenía la cara congestionada. Ríos de maquillaje le resbalaban por las mejillas.

– Claro que sí. ¿Mickey no le tiene afecto al señor Sifakis?

Audrey rió.

– Sabe reconocer a un canalla cuando lo ve, debo admitirlo. ¿Cómo te llamas?

– Turner Meeks.

– ¿«Buzz» Meeks?

– Exactamente. Escucha, ¿tienes un lugar donde alojar a la señorita Whitehall?

– Sí. ¿Pero qué…?

– Mickey todavía pasa el Año Nuevo en el Ham'n'Eggs de Breneman?

– Sí.

– Pues dile a Lucy que haga las maletas. Os llevaré allá.

Audrey se sonrojó. Buzz se preguntó cuántas salidas ocurrentes le aguantaría Mickey a Audrey antes de ponerla en cintura, si Audrey le haría el número de las borlas. Audrey fue a arrodillarse junto a Lucy Whitehall. Le acarició el cabello y suavemente le quitó la radio. Buzz acercó el coche y lo hizo entrar en el jardín de grava sin dejar de vigilar al griego, que todavía gemía en voz baja. Los vecinos atisbaban por las ventanas, ocultos detrás de las persianas en todo el callejón. Audrey sacó a Lucy de la casa unos minutos después, rodeándole los hombros con el brazo y llevando un maletín en la otra mano. Camino al coche, Audrey se paró para darle a Tommy Sifakis una patada en los testículos.


Buzz tomó por Laurel Canyon para regresar a Hollywood. Un camino más largo: más tiempo para pensar qué haría si Johnny Stompanato se ponía de parte de su jefe. Lucy Whitehall murmuraba letanías sobre Tommy Sifakis, repitiendo que era un buen hombre aunque con algunos defectos. Audrey la arrullaba para calmarla y le daba cigarrillos para que no hablara.

En apariencia sería un negocio triple: mil dólares de Gelfman, lo que Mickey le diera si se conmovía por Lucy y un obsequio o un favor de Johnny Stompanato. Tenía que tratar suavemente a Mick. No lo había visto desde que había dejado de ser policía y de andar en tratos con él. Desde entonces el hombre habría sobrevivido a la explosión de una bomba, a dos exámenes de cuentas ante el Servicio de la Renta Interna, a la muerte de su hombre de confianza, Hooky Rothman -que había puesto la cara frente al lado malo de una Ithaca calibre 12- y a un tiroteo frente a Sherry's que se podía atribuir a Jack Dragna o a gente del Departamento de Policía, una venganza por las cabezas que habían rodado con las revelaciones de Brenda Allen. Mickey dominaba la mitad de los negocios de apuestas, usura, carreras y drogas en Los Ángeles; controlaba al sheriff de Hollywood Oeste y a los pocos funcionarios de la ciudad que no querían liquidarlo. Y Johnny Stompanato había pasado por todo eso junto a él: lacayo italiano de un príncipe judío. Tenía que tratarlos con mucha suavidad.

Laurel Canyon terminaba al norte del Strip; Buzz tomó por calles laterales hasta Hollywood y Vine, remoloneando ante los semáforos. Notó que Audrey Anders le observaba desde el asiento trasero, quizá tratando de averiguar qué había entre Buzz y Mick. Mientras frenaba frente a Breneman's, Buzz dijo:

– Tú y Lucy os quedáis aquí. Debo hablar con Mickey en privado.

Lucy gimió y tanteó el paquete de cigarrillos. Audrey asió el picaporte.

– Yo también voy.

– No, tú te quedas.

Audrey se sonrojó; Buzz se volvió a Lucy.

– Primor, todo esto viene a cuento de ciertas fotos tuyas con ese gran perro. Tommy trataba de exprimir al señor Gelfman. Si entras allí con cara afligida, quizá Mickey decida matarlo y nos meta a todos en un gran lío. Tommy tiene sus defectos, pero quizás ambos encontréis una solución.

Lucy lo interrumpió con un sollozo; la mirada de Audrey dio a entender que Buzz era aún peor que el perro. Buzz entró en Breneman's al trote. El restaurante estaba atestado. El personal radiofónico del programa «El desayuno de Tom Breneman en Hollywood» recogía el equipo amontonándolo junto a una salida lateral. Mickey Cohen estaba sentado en un asiento curvo, emparedado entre Johnny Stompanato y otro matón. Había un tercer hombre sentado a solas en una mesa cercana. Movía los ojos constantemente y tenía un periódico plegado sobre el asiento, obvio camuflaje para un arma de gran tamaño.

Buzz se acercó; la mano del pistolero se deslizó bajo el Herald matutino. Mickey se levantó sonriendo; Johnny Stompanato y el otro sujeto compusieron sonrisas gemelas y se desplazaron para dejarle sitio. Buzz tendió la mano; Cohen la ignoró, le aferró la nuca y le besó en ambas mejillas, raspándolo con la barba crecida.

– ¡Socio, ha pasado mucho tiempo!

Buzz retrocedió ante la vaharada de colonia.

– Demasiado, socio. ¿Cómo te van las cosas?

Cohen rió.

– ¿La mercería? Ahora también tengo una floristería y una tienda de helados.

Buzz comprendió que Mickey le había pasado revista, que había reparado en sus puños ajados y su manicura casera.

– No. Los negocios. En serio.

Cohen codeó al hombre que tenía a la izquierda, un sujeto huesudo de ojos grandes y azules y palidez carcelaria.

– Davey, quiere hablar de negocios. Cuéntale.

– Los hombres tienen que jugar, pedir dinero prestado y follar. Los negros tienen que volar a la nube número nueve en Aerolíneas Polvo Blanco. Los negocios andan bien.

Mickey rió ruidosamente.

Buzz soltó una risita, fingió un ataque de tos, se volvió hacia Johnny Stompanato y susurró:

– Sifakis y Lucy Whitehall. Mantén el pico cerrado.

Mickey le palmeó la espalda y le acercó un vaso de agua; Buzz siguió tosiendo, disfrutando de la cara de Stompanato: un Adonis italiano convertido en un chiquillo asustado. El miedo parecía a punto de marchitarle el grasiento peinado. Cohen palmeó a Buzz con más fuerza; Buzz bebió un sorbo de agua y fingió que recuperaba el aliento.

– Davey, eres un tipo gracioso.

Davey sonrió a medias.

– El mejor del Oeste. Escribo todos los números del señor Cohen para los fumadores del Friar's Club. Pregúntale: «¿Cómo anda tu esposa?»

Buzz saludó a Davey con el vaso.

– Mickey, ¿cómo anda tu esposa?

Mickey Cohen se alisó las solapas y olisqueó el clavel que llevaba en el ojal.

– A algunas mujeres las quieres mirar, pero de mi esposa quieres escapar. Dos matones de Dragna vigilaban mi casa después del tiroteo de Sherry's. Mi esposa les compró leche y galletas, les dijo que dispararan bajo. Como no lo hace conmigo desde que Lindbergh cruzó el Atlántico, no quiere que nadie más lo haga. Mi esposa es tan fría que la criada llama a nuestra alcoba el polo. Cuando la gente me pregunta: «Mickey, ¿cómo te va en la cama?», yo me saco un termómetro de los calzoncillos, y la temperatura es bajo cero. La gente dice: «Mickey, eres popular entre las mujeres, te deben remendar, lavar y secar regularmente.» Yo digo: «No conocéis a mi esposa. Más que plancharme y secarme, me fríe y me arrincona a un lado.» Algunas mujeres son dignas de verse, pero mi esposa es para escapar. ¡Demonios… ahí viene!

Mickey terminó el número manoseando el sombrero. Davey, el guionista se derrumbó sobre la mesa, desternillándose de risa. Buzz trató de reír pero no lo consiguió; pensaba que Meyer Harris Cohen había matado a once hombres, por lo que él sabía, y que como mínimo debía recaudar diez millones al año, libres de impuestos. Asintiendo con la cabeza, dijo:

– Mickey, eres sensacional.

Unos tontos de la mesa contigua aplaudían el número; Mickey los saludó con el sombrero.

– ¿De veras? Entonces, ¿por qué no te ríes? Davey, Johnny, sentaos en otra parte.

Stompanato y el guionista se largaron en silencio.

– Necesitas trabajo o que te echen una mano. ¿No?

– Te equivocas.

– ¿Howard te trata bien?

– Me trata bien.

Cohen jugueteó con el vaso, tamborileando con la piedra de seis quilates que llevaba en el dedo.

– Sé que tienes algunas deudas. Tendrías que trabajar para mí, muchacho. Buenas condiciones, ningún problema con la paga.

– Me gusta el riesgo. Me estimula la circulación.

– Estás loco de remate. ¿Qué quieres? No tienes más que pedirlo.

Buzz miró alrededor, vio que Stompanato estaba en la barra empinando el codo para darse ánimos y vio a ciudadanos respetables que observaban a Mickey subrepticiamente, como si fuera un gorila del zoo que pudiera escapar de la jaula.

– Quiero que no le hagas daño a un sujeto que va a sacarte de tus casillas.

– ¿Qué?

– ¿Conoces a Lucy Whitehall, la amiga de Audrey?

Mickey dibujó un reloj de arena en el aire.

– Claro. Sol Gelfman la contrató para su próxima película. Según él la chica llegará lejos.

– Al infierno y en barco, tal vez -dijo Buzz.

Vio que Mickey empezaba su farfulleo patentado -hacía aletear las fosas nasales, apretaba la mandíbula, movía los ojos buscando algo para destrozar- y le dio el Bloody Mary a medio beber que había dejado Johnny Stompanato. Cohen bebió un sorbo y se enjugó la pulpa de limón de los labios.

– Dímelo. Venga.

– El amante de Lucy estaba extorsionando a Sol con unas fotos obscenas. Yo le eché a perder el negocio y le di unos golpes. Lucy necesita un lugar seguro donde alojarse, y sé que el griego tiene amigos en Hollywood Oeste, en el Departamento del sheriff… tus amigos. También sé que vendía marihuana en territorio de Dragna, lo cual enfureció al viejo Jack. Dos buenas razones para que lo dejes en paz.

Cohen aferraba el vaso con sus dedos regordetes y en tensión.

– ¿Qué… clase… de… fotos…?

Mala pregunta. Mickey podía hablar con Sol Gelfman y averiguar la verdad. Buzz se armó de valor.

– Lucy y un perro.

La mano de Mickey estrujó el vaso y las astillas se desparramaron por toda la mesa. El zumo de tomate y el vodka salpicaron a Buzz. Mickey se miró la palma ensangrentada y la aplastó contra la superficie de la mesa. Cuando el mantel blanco se puso rojo, masculló:

– El griego es hombre muerto. Acabará siendo comida para perros.

Dos camareros se habían acercado; se quedaron a unos pasos, arrastrando los pies. Los de la mesa contigua se alarmaron; la boca de una anciana colgaba prácticamente hasta el plato de sopa. Buzz alejó a los camareros, se acercó a Cohen y le rodeó los hombros trémulos con el brazo.

– Mickey, no puedes, y lo sabes. Afirmas que quien joda a Jack D. es tu amigo, y el griego lo jodió de sobra. Audrey me vio darle una buena… y ella debía saberlo. Y el griego no sabía que eres tan generoso, que las amigas de tu mujer son como parientes para ti. Mickey, tienes que dejarlo en paz. Tienes mucho que perder. Proporciónale a Lucy un bonito lugar donde alojarse, un sitio donde el griego no pueda encontrarla. Tómalo como un acto de caridad.

Cohen levantó la mano, se sacudió las astillas de vidrio y se lamió el zumo de limón de los dedos.

– ¿Quién estaba en el asunto, además del griego?

Buzz puso su expresión de esbirro leal y sincero y nombró a un par de pederastas que había echado de la ciudad porque interferían el negocio de apuestas de Lew Wershow en la Paramount.

– Bruno Geyer y Steve Katzenbach. Maricas. ¿Le darás un lugar a Lucy?

Cohen chasqueó los dedos; los camareros se materializaron y limpiaron la mesa a la velocidad del rayo. Buzz notó que giraban ruedas detrás de la inexpresiva cara de Mick. Giraban hacia él. Se le acercó para tranquilizarlo. No se mosqueó cuando Mickey dijo:

– Caridad, ¿eh? Maldito cabrón. ¿Dónde están Audrey y Lucy?

– Fuera, en mi coche.

– ¿Cuánto te paga Sol?

– Mil dólares.

Mickey hurgó en los bolsillos de los pantalones y sacó un fajo de billetes de cien. Contó diez, los puso en fila sobre la mesa y dijo:

– Ésta es la única caridad que conoces, hijo de perra. Pero me has ahorrado un mal rato, y quiero recompensarte. Cómprate algo de ropa.

Buzz cogió el dinero y se levantó.

– Gracias, Mick.

– Vete al diablo. ¿Cómo llamas a una elefanta que en las horas libres trabaja de prostituta?

– No lo sé. ¿Cómo?

Mickey sonrió pícaramente.

– Una hembra descomunal que se deja follar por cacahuetes.

– Demoledor, Mick.

– Entonces, ¿por qué no te ríes? Manda a las chicas. Ahora.

Buzz caminó hacia la barra, donde Stompanato volvía a empinar el codo. Al volverse comprobó que Cohen estaba recibiendo las atenciones de Tom Breneman y del encargado y no podía verlo. Johnny Stompanato se volvió hacia él; Buzz le puso en la mano cinco billetes de cien.

– Sifakis te delató, pero no quiero que lo toques. Y no le dije nada a Mickey. Estás en deuda conmigo.

Johnny sonrió y guardó el dinero.

– Gracias, socio.

– No soy tu socio, italiano imbécil -espetó Buzz, y echó a andar mientras se guardaba el resto del dinero en el bolsillo de la camisa. Escupió en la corbata y la usó para limpiarse las manchas de zumo de tomate de su mejor chaqueta Oviatt's. Audrey Anders estaba de pie en la acera, mirándolo.

– Qué buena vida llevas, Meeks -comentó.

4

Sabía que era un sueño, que era 1950 y no 1941; sabía que la historia seguiría su curso mientras una parte de él buscaba nuevos detalles y otra parte permanecía inmóvil para no interrumpirla.

Viajaba al sur por la 101, conduciendo un sedán La Salle robado. Las sirenas de la policía de tráfico se acercaban; lo rodeaba la tierra achaparrada del condado de Kern. Una serie de caminos de tierra serpenteaban desde la carretera. Tomó el que estaba más a la izquierda, calculando que los coches patrulla seguirían de largo o saldrían por el camino de en medio. El camino circulaba entre granjas y cabañas de campesinos para entrar en un cañón oblongo; oyó sirenas a izquierda y derecha, delante y detrás. Consciente de que en un camino lo capturarían, movió la palanca y se adentró en el terreno irregular, alejándose del gemido de las sirenas. Vio luces delante y pensó que era una granja; de pronto divisó una cerca; cambió a segunda, viró lentamente y tuvo una visión perfecta de una ventana bien iluminada.

Dos hombres blandían hachas, una joven rubia estaba arrinconada contra la puerta. La imagen fugaz de un brazo cercenado. Una boca abierta embadurnada de pintalabios naranja, soltando un grito mudo.

El sueño se aceleró.

Llegaba a Bakersfield, entregaba el La Salle, recibía el dinero. De vuelta a San Berdoo, clases de biología, pesadillas sobre la boca y el brazo. Pearl Harbor, la baja por un tímpano roto. Estudiaba, robaba coches, pero no podía olvidar a la muchacha. Pasaban meses, y él regresaba para averiguar cómo y por qué.

Tardó un tiempo, pero descubrió un triángulo: una muchacha desaparecida llamada Kathy Hudgens, su amante rechazado Marty Sidwell, muerto en Saipán. La policía lo había interrogado, dejándolo en libertad porque no había cuerpo del delito. El número dos era Buddy Jastrow, reo de Folsom en libertad condicional, conocido por su afición a torturar perros y gatos. También desaparecido: visto por última vez dos días después que él atravesara aquel campo árido. El sueño se disolvía en letras de molde: textos de criminología plagados de tremendismo forense. En el 44 ingresaba en el Departamento del sheriff de Los Ángeles para averiguar por qué; trabajaba en cárceles, hacía guardias; otros agentes se burlaban de él por su obsesión con Harlan «Buddy» Jastrow.

Estalló un ruido. Danny Upshaw despertó, pensando que era una sirena. Luego vio las curvas de estuco del techo de su dormitorio y comprendió que era el teléfono.

Atendió.

– ¿Capitán?

– Sí -dijo el capitán Al Dietrich-. ¿Cómo has adivinado…?

– Usted es el único que me llama.

Dietrich resopló.

– ¿Alguna vez te ha dicho alguien que eres un asceta?

– Sí, usted.

Dietrich rió.

– Me gusta tu suerte. Una noche como comandante de turno y tienes que enfrentarte a un diluvio, dos muertes accidentales y un homicidio. ¿Me puedes poner al corriente?

Danny pensó en el cadáver: dentelladas, los ojos arrancados.

– Es lo peor que he visto. ¿Ha hablado usted con Henderson y Deffry?

– Dejaron informes sobre sus averiguaciones. Nada importante. Desagradable, ¿verdad?

– Lo peor que he visto.

Dietrich suspiró.

– Danny, eres un detective de oficina, nunca has hecho este trabajo. Sólo lo has visto en libros, en letras de molde.

La boca y el brazo de Kathy Hudgens en technicolor, superpuestos contra el techo. Danny se contuvo.

– De acuerdo, capitán. Pero fue desagradable. Fui al depósito y… observé los preparativos. Fue peor. Luego volví para ayudar a Deffry y Hender…

– Ya me lo han contado. También me han dicho que te pusiste mandón. Olvida esa conducta o te ganarás fama de orgulloso.

Danny tragó saliva.

– De acuerdo, capitán. ¿Han identificado el cuerpo?

– Aún no, pero creo que tenemos el vehículo que utilizaron para trasladarlo. Es un Buick Super 47, verde, abandonado a media manzana de la obra en construcción. Tapicería blanca con aparentes manchas de sangre. Denunciaron el robo a las diez de esta mañana. Se lo llevaron del aparcamiento de un club de jazz de South Central. El dueño todavía estaba borracho cuando llamó. Habla con él para pedirle los detalles.

– ¿Han buscado huellas digitales?

– Lo están haciendo.

– ¿Han registrado el terreno?

– No. Sólo pude enviar al hombre de dactiloscopia.

– Diablos, capitán. Quiero este caso.

– Es tuyo. Pero sin publicidad. No quiero otro escándalo como el de la Dalia Negra.

– ¿Se me concederá un colaborador?

Dietrich soltó un suspiro largo y lento.

– Sólo si la víctima vale la pena. Por ahora, estás solo. Tenemos únicamente cuatro detectives, Danny. Si el caso no lo merece, no quiero desperdiciar otro hombre.

– Un homicidio es un homicidio, capitán -dijo Danny.

– Vamos, Danny. Tú sabes que no es así.

– Sí, señor -respondió Danny. Colgó y rodó sobre la cama.


El día se había puesto frío y encapotado. Danny puso la radio durante el viaje hasta Allegro; el hombre del tiempo anunciaba más lluvias, tal vez inundaciones en los cañones, y no había noticias del horrendo asesinato. Al pasar frente a la obra en construcción, vio niños jugando a la pelota en el barro y unos cuantos curiosos señalando la escena del espectáculo de la noche anterior. Aunque examinaran el terreno, ya no encontrarían nada.

La camioneta de dactiloscopia y el Buick abandonado estaban en la esquina. Danny advirtió que el sedán estaba bien aparcado, a quince centímetros de la acera, los neumáticos apuntalados para impedir que el vehículo se deslizara cuesta abajo. Una pista psicológica: el asesino había despachado brutalmente a la víctima y había trasladado el cuerpo desde quién sabe dónde, pero había tenido la serenidad para deshacerse fríamente del coche -junto al lugar donde dejaba el cadáver-, lo cual significaba que quizá no había testigos.

Danny rodeó la camioneta y aparcó el Chevy. Vio las piernas del técnico colgando del asiento del conductor del Buick. Al acercarse oyó la voz del dueño de las piernas:

– Huellas de guantes en el volante y en el salpicadero, agente. Sangre coagulada fresca en el asiento trasero, y una sustancia viscosa en el borde lateral.

Danny miró dentro y vio a un viejo agente de paisano espolvoreando la guantera y una delgada mancha de sangre seca con pelusa de tela de toalla blanca en el asiento trasero. El respaldo del asiento que estaba detrás del conductor estaba regado de sangre, y la tela de toalla estaba más adherida a los pegotes de sangre. El borde aterciopelado de la ventanilla tenía restos de aquella sustancia gelatinosa que él había extraído en el depósito. Danny olió la viscosidad. Tenía el mismo aroma, entre medicinal y mentolado. Abrió y cerró las manos mientras reconstruía los hechos:

El asesino había llevado a la víctima hasta la obra en construcción como un chófer. El cadáver iba erguido en su bata de toalla blanca, la cabeza sin ojos meciéndose contra el costado, rezumando ese bálsamo o aceite. Los hilillos entrecruzados en el respaldo se debían a la sangre que manaba de los tajos de la espalda; la mancha de sangre del cojín se produjo al ladearse el cadáver cuando el asesino viraba bruscamente a la derecha.

– ¡Oiga, agente!

El hombre de dactiloscopia se incorporó, obviamente irritado por la intromisión.

– Mire, ahora tengo que espolvorear la parte de atrás. Si no le molesta…

Danny miró el espejo retrovisor, vio que la posición era extraña y se sentó detrás del volante. Otra reconstrucción: el espejo permitía una perfecta visión del asiento trasero, los hilillos de sangre y el borde embadurnado de viscosidad. El asesino lo había puesto de un modo que le permitía controlar a la víctima mientras conducía.

– ¿Cómo te llamas, hijo?

El viejo técnico estaba enfadado de veras.

– Agente Upshaw -respondió Danny-. Y no se moleste con el asiento trasero. Este sujeto es demasiado listo.

– ¿Te molesta decirme cómo lo sabes?

La radio de la camioneta emitió un chasquido; el viejo salió del Buick meneando la cabeza. Danny memorizó la tarjeta de registro de dirección: Nestor J. Albanese, calle St. Andrews 1236, Los Ángeles, Dunkirk-4619. Se preguntó si el asesino sería Albanese -una falsa denuncia de robo del auto- y desechó la idea por rebuscada; pensó en la furia que se necesitaba para mutilar a la víctima, la calma que se requería para pasearla por Los Ángeles en medio del tráfico de Noche Vieja. ¿Por qué?

– Para ti, Upshaw -dijo el técnico.

Danny fue hasta la camioneta y cogió el micrófono:

– ¿Sí?

Una voz de mujer le respondió entre pitidos de estática:

– Karen, Danny.

La telefonista Karen Hiltscher: la secretaria. A veces Danny retribuía sus favores con palabras dulces. La muchacha no entendía que Danny no estaba interesado en ella e insistía en usar el nombre de pila cuando hablaba por radio. Danny apretó el botón.

– Sí, Karen.

– Han identificado tu 187. Martin Mitchell Goines, varón, blanco, nacido el 9/11/16. Dos arrestos por tenencia de marihuana, dos años en una prisión del condado por el primero, tres a cinco en una prisión del estado por el segundo. En San Quintín le dieron libertad condicional a los tres años y medio, en agosto del 48. Su último domicilio conocido fue un establecimiento para convictos en la Calle Ocho y Alvarado. Estaba prófugo, y el juez había dictado una orden de arresto. En cuanto al empleo, figura como músico, registrado en la Sede Local 3126, en Hollywood.

Danny pensó en el Buick robado frente a un club de jazz en el distrito negro.

– ¿Tienes fotos?

– Acaban de llegar.

Danny puso su voz azucarada.

– Ayúdame con el papeleo, preciosa. ¿Podrás hacer algunas llamadas?

Karen puso una voz plañidera y gatuna, a pesar de la estática.

– Claro, Danny. ¿Pasarás a recoger las fotos?

– Veinte minutos. -Danny echó una ojeada y vio que el técnico había vuelto a su trabajo-. Eres un sol -añadió, esperando que la muchacha se lo creyera.


Danny llamó a Nestor J. Albanese desde un teléfono público de Allegro y Sunset. El hombre tenía la voz áspera y dolorida de la víctima de una resaca; contó una aguardentosa versión de lo que había hecho en Noche Vieja, y tuvo que repetirla tres veces para que Danny lograra ordenarla cronológicamente.

Había andado de club en club desde las nueve, visitando los tugurios que había cerca de Slauson y Central: el Zombie, Bido Lito's, Tommy Tucker's Playroom, Malloy's Nest. Se había ido de Malloy's Nest alrededor de la una, había caminado hasta donde creía haber dejado el Buick. No estaba allí, así que desanduvo el camino, borracho, pensando que había aparcado el auto en una calle lateral. La lluvia lo empapaba, había bebido más de la cuenta. Tomó un taxi hasta su casa y despertó -todavía borracho- a las ocho y media. Volvió en taxi a South Central, buscó el Buick durante una hora, no lo encontró y llamó a la policía para denunciar el robo. Cogió otro taxi y volvió de nuevo a su casa, donde el sargento de Hollywood Oeste le comunicó que la niña de sus ojos tal vez hubiera servido como vehículo de transporte en un caso de homicidio. Ahora, a las 3.45 de la tarde del día de Año Nuevo, quería recuperar su auto y nada más.

Danny decidió eliminar a Albanese como sospechoso: el hombre era estúpido, no tenía antecedentes delictivos y parecía sincero cuando negaba conocer a Martin Mitchell Goines. Danny le dijo que se le devolvería el Buick al cabo de tres días, colgó y fue a la oficina en busca de fotos y favores.

Karen Hiltscher había salido a comer; Danny agradeció que la muchacha no estuviera para comérselo con la mirada y palparle los bíceps en tanteos experimentales mientras el sargento de guardia reía para sus adentros. Había dejado las fotos en el escritorio. Vivo y con ojos, Martin Mitchell Goines tenía un aspecto joven y saludable: el peinado a lo Pompadour era el rasgo más sobresaliente de sus fotos de frente, de perfil derecho y de perfil izquierdo. Eran las fotos tomadas después de su segundo arresto por tenencia de marihuana: un letrero que le colgaba del cuello rezaba: «Departamento de Policía de Los Ángeles, 16/4/44.» Seis años atrás; tres y medio en San Quintín. Goines había envejecido prematuramente, y al morir parecía mayor de treinta y tres años.

Danny le dejó una nota a Karen Hiltscher: «Querida, por favor hazme un par de favores: 1) Llama a Yellow, Beacon y las compañías de taxis independientes. Pregunta si recogieron a algún varón en Sunset entre Doheny y La Cienega y las calles laterales, entre las 3.00 y las 4.00 de anoche. Pregunta también por un hombre borracho, Central y Slauson al 1200, calle St. Andrews, 12.30 – 1.30 de la mañana. Consigue todos los datos disponibles sobre pasajeros en esas horas y lugares. 2) Seamos amigos, ¿vale? Lamento haber cancelado esa cita para almorzar. Tuve que prepararme para un examen. Gracias – D. U.»

La mentira enfureció a Danny con la muchacha, con el Departamento del sheriff y consigo mismo por su actitud servil. Pensó en llamar a la Sección de la Setenta y Siete para avisar que iba a operar en territorio de la ciudad, luego desechó la idea. Era como pedir disculpas a la policía de Los Ángeles porque el Departamento del sheriff daba refugio a Mickey Cohen. Pensó en eso con desprecio. Un matón con aspiraciones a cómico de club nocturno y sentimientos piadosos por los perros extraviados y los niños lisiados ponía de rodillas al Departamento de Policía de una gran ciudad con una grabación: policías de Antivicio aceptando sobornos y actuando como chóferes de prostitutas; el turno de noche de la Sección Hollywood follando con las rameras de Brenda Allen en jergones, en plena celda. Mickey C. usando todo su arsenal de difamaciones porque los altos oficiales de la ciudad pedían otro diez por ciento sobre los negocios de usura y apuestas. Corrupción. Estupidez. Codicia. Error.

Danny canturreó esa letanía mientras se dirigía al distrito negro: al este por Sunset hasta Figueroa, Figueroa hasta Slauson, al este por Slauson hasta Central, la ruta hipotética del asesino y ladrón de coches. Anochecía, y los nubarrones eclipsaban el ocaso que intentaba iluminar las barriadas negras: chozas derruidas con cerca de alambre, salas de billar, bodegas e iglesias en todas las calles, hasta que empezaba la tierra del jazz. Una larga manzana de desquiciada vitalidad en medio de tanta sordidez.

Bido Lito's parecía un Taj Mahal en miniatura, aunque de color rojo; Malloy's Nest era una choza de bambú en cuya fachada había falsas palmeras hawaianas con adornos navideños. Rayas de cebra eran la única decoración de Tommy Tucker's Playroom, un obvio almacén reformado y coronado por saxofones, trompetas y claves musicales de yeso. El Zamboanga, Royal Flush y Katydid Klub, rosados y brillantes, con toques de rojo y verde vómito, compartían un edificio que parecía un hangar subdividido, con las respectivas entradas perfiladas en neón. Y el Zombie era una mezquita árabe que presentaba a un sonámbulo de tres pisos de altura creciendo desde la fachada: un negro de ojos rojos y relucientes saltando hacia la noche.

Los clubes estaban unidos entre sí por enormes aparcamientos; negros musculosos rondaban puertas y letreros que anunciaban cenas «Early Bird». Había pocos coches aparcados; Danny dejó el Chevy en una calle lateral y empezó sus averiguaciones.

Los porteros del Zamboanga y Katydid recordaban haber visto a Martin Mitchell Goines «por ahí»; un hombre que colocaba el letrero del menú frente al Royal Flush llevó la identificación un poco más lejos: Goines era un trombonista de segunda fila al que habitualmente contrataban cuando faltaba gente. Desde «Navidad» había tocado en la banda de Bido Lito's. Danny escrutó cada una de esas suspicaces caras negras buscando indicios de que le ocultaban información; sólo tuvo la sensación de que esos sujetos pensaban que Martin Goines era un ingenuo.

Danny llegó a Bido Lito's. Un letrero anunciaba a DICKY MCCOVER Y SUS JAZZ SULTANS – ESPECTÁCULOS A LAS 7.30, LAS 9.30 Y LAS 11.30 TODAS LAS NOCHES – DISFRUTE DE NUESTRO CESTO DE POLLO ESPECIAL. Entró, y fue como entrar en una alucinación.

Las paredes eran de satén claro iluminado por focos de color que daban a la tela un tono difuso; en el escenario había una imitación de las pirámides en cartón chispeante. Las mesas tenían bordes fluorescentes, y las camareras negras llevaban comida y bebida y usaban ceñidos disfraces de tigre. Todo el lugar olía a fritanga. Danny sintió un gruñido en el estómago. Recordó que no había comido desde hacía veinticuatro horas y se acercó a la barra. Aun bajo esa luz alucinatoria advirtió que el camarero se daba cuenta de que era un policía.

Le mostró las fotos.

– ¿Conoce a este hombre?

El barman cogió las fotos, las examinó a la luz de la caja registradora y se las devolvió.

– Martin. Toca el trombón con los Sultans. Si quiere hablar con él, lo encontrará antes del primer turno de comida.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Anoche.

– ¿En la última sesión de la banda?

El camarero curvó los labios en una sonrisa; Danny intuyó que «banda» era vocabulario de no iniciados.

– Le he hecho una pregunta.

El hombre limpió el mostrador con un trapo.

– No creo. Recuerdo haberlo visto en la sesión de medianoche. Por ser Noche Vieja ayer los Sultans hicieron dos sesiones tardías.

Danny reparó en un anaquel donde había botellas de whisky sin etiqueta.

– Quiero hablar con el gerente.

El camarero apretó un botón; Danny se sentó en un taburete y giró para mirar el escenario. Un grupo de negros abría cajas de instrumentos, de donde sacaron un saxo, una trompeta y platillos. Un mulato gordo con traje cruzado se acercó a la barra con una sonrisa aduladora.

– Creí que conocía a todos los muchachos del Escuadrón -dijo.

– Trabajo para el Departamento del sheriff -replicó Danny.

La sonrisa del mulato se evaporó.

– Habitualmente trato con la Siete Siete, amigo.

– Éste es asunto del condado.

– Éste no es territorio del condado.

Danny señaló hacia atrás con el pulgar y movió la cabeza hacia los focos.

– Aquí hay alcohol ilegal, esas luces pueden causar incendios y el condado se encarga del control de bebidas y de las normas de higiene y seguridad. Tengo una libreta de citaciones en el coche. ¿Quiere que vaya a buscarla?

El mulato volvió a sonreír.

– Claro que no. ¿En qué puedo servirle, señor?

– Hábleme de Martin Goines.

– ¿Qué quiere que le diga?

– Todo, por ejemplo.

El gerente se tomó su tiempo para encender un cigarrillo; Danny sabía que lo estaba evaluando. Al fin el hombre exhaló y dijo:

– No hay mucho que contar. Nos lo mandaron cuando el trombón de los Sultans empezó a beber de nuevo. Habría preferido un hombre de color, pero Martin tiene fama de llevarse bien con los negros, así que lo acepté. Salvo anoche, que dejó plantados a los muchachos, Martin siempre se había comportado con corrección. Su trabajo era satisfactorio. No era el mejor músico del mundo; tampoco era el peor.

Danny señaló a los músicos del escenario.

– Esos muchachos son los Sultans, ¿no?

– Así es.

– ¿Goines tocó con ellos en una sesión que terminó después de medianoche?

El mulato sonrió.

– La rítmica versión de Old Lang Syne tocada por Dicky McCover. Hasta Bird se la envidia…

– ¿Cuándo terminó la sesión?

– Alrededor de las doce y veinte. Doy quince minutos de descanso a los muchachos. Como le decía, Martin faltó a ésa y al cierre de las dos. La única vez que me ha fallado.

Danny indagó la coartada de los Sultans.

– ¿Los otros tres hombres estaban en el escenario durante las dos últimas sesiones?

El gerente asintió.

– Así es. Tocaron para una fiesta privada que yo celebraba después. ¿Qué hizo Martin?

– Fue asesinado.

El mulato se ahogó con el humo que estaba inhalando. Carraspeó, tiró el cigarrillo al suelo y lo pisoteó.

– ¿Quién cree que lo hizo?-jadeó.

– Ni usted ni los Sultans. Veamos: ¿Goines tenía un hábito?

– ¿Hábito de qué?

– No se haga el tonto. Droga, H mayúscula, heroína. El gerente retrocedió un paso.

– No contrato a drogadictos.

– Claro que no. Y tampoco sirve alcohol de contrabando. Intentemos otra cosa: Martin y las mujeres.

– Nunca oí nada sobre eso.

– ¿Enemigos? ¿Alguien que le guardara rencor?

– Nada.

– ¿Amigos, socios, hombres que preguntaran por él?

– No, no y no. Martin ni siquiera tenía familia.

Danny decidió sonreír, una técnica de interrogatorio que practicaba ante el espejo del dormitorio.

– Lamento haber sido tan brusco.

– No es nada.

Danny se sonrojó, y esperó que aquella loca iluminación lo disimulara.

– ¿Tiene un hombre vigilando el aparcamiento?

– No.

– ¿Recuerda un Buick verde aparcado allí anoche?

– No.

– ¿Sus empleados de cocina remolonean por allí?

– Hombre, mis empleados de cocina están demasiado ocupados para remolonear por ninguna parte.

– ¿Las camareras? ¿Hacen algún «trabajito» después del trabajo?

– Hombre, usted está fuera de jurisdicción y muy fuera de lugar.

Danny apartó al mulato y se abrió paso entre los clientes para llegar al escenario. Los Sultans lo vieron venir e intercambiaron miradas: gente acostumbrada a la policía. El batería dejó de arreglar su equipo; el trompetista retrocedió y se quedó junto a las cortinas que daban tras el escenario; el saxofonista dejó de ajustar la boquilla y se plantó donde estaba.

Danny subió a la plataforma. La luz blanca y caliente le obligó a parpadear. Calculó que el saxofonista era el jefe y optó por una táctica suave. El interrogatorio tenía demasiado público.

– Departamento del sheriff. Es por Martin Goines.

El batería le respondió.

– Martin está limpio. Acaba de curarse.

Una pista. Un ex convicto sacando la cara por otro.

– No sabía que era adicto.

El saxofonista resopló.

– Durante años, pero logró desengancharse.

– ¿Dónde?

– En el Hospital Estatal de Lexington, Kentucky. ¿Es por la libertad condicional?

Danny retrocedió para captar a los tres hombres de un vistazo.

– Anoche asesinaron a Martin. Creo que lo secuestraron cerca de aquí, después de la sesión de medianoche.

Tres reacciones limpias: el trompetista se asustó, probablemente temeroso de la policía por principio; el batería tembló; el saxofonista se intimidó, pero reaccionó con furia.

– Todos tenemos coartadas, por si no lo sabe.

Danny pensó: Martin Mitchell Goines, en paz descanses.

– Lo sé, así que nos limitaremos a la rutina habitual. ¿Martin tenía enemigos que ustedes conozcan? ¿Problemas con mujeres? ¿Otros adictos que lo acuciaran?

– Martin era un cero a la izquierda -contestó el saxofonista-. Lo único que sé es que renunció a su libertad condicional. Deseaba tanto abandonar la droga que se fue a Lexington como prófugo. Hay que tener agallas. Es un hospital federal, y pudieron haber averiguado quién era. Un cero a la izquierda. Ni siquiera sabíamos dónde vivía.

Danny reflexionó y miró al trompetista asomado tras las cortinas, aferrando el instrumento como si fuera un amuleto para espantar demonios.

– Creo que tengo algo para usted -intervino el trompetista.

– ¿Qué?

– Martin me dijo que tenía que encontrarse con un sujeto después de la sesión de medianoche, y vi que cruzaba hasta el aparcamiento del Zombie.

– ¿Mencionó algún nombre?

– No, sólo un sujeto.

– ¿Comentó algo más sobre él? ¿Qué iban a hacer… algo por el estilo?

– No, y dijo que volvería enseguida.

– ¿Usted cree que fue a comprar droga?

El saxofonista clavó en Danny sus ojos azul claro.

– Mire, le he dicho que Martin estaba limpio y quería seguir limpio.

El público empezó a abuchear; bolas de papel pegaron contra las piernas de Danny. Parpadeó ante las luces y sintió que el sudor le empapaba el cuerpo. Alguien lo insultó y lo aplaudieron; un ala de pollo medio mordida chocó contra la espalda de Danny. El saxofonista le sonrió, lamió la boquilla y le guiñó el ojo. Danny contuvo las ganas de hacerle tragar el saxo y se largó del club deprisa, por una salida lateral.

El aire nocturno le enfrió el sudor y lo hizo temblar; la pulsación del neón le lastimó los ojos. Los borbotones de música se mezclaban con estrépito y el sonámbulo negro de la azotea del Zombie parecía anunciar el fin del mundo. Danny caminó directamente hacia la aparición.

El portero miró la placa con respeto y le cedió el paso a cuatro paredes de humo y ruidos rechinantes: la banda del frente de la sala llegaba a un crescendo. La barra estaba a la izquierda. Tenía forma de ataúd y ostentaba el emblema del sonámbulo. Danny se acercó, aferró un taburete, llamó con el dedo a un hombre blanco que secaba vasos.

El camarero apoyó una servilleta ante él.

– ¡Un burbon doble! -aulló Danny por encima del bullicio. Apareció un vaso; Danny engulló el trago; el camarero volvió a llenar el vaso. Danny bebió de nuevo y sintió que los nervios se le calmaban. La música terminó con un estruendo chillón; las luces se encendieron entre grandes aplausos. Cuando terminaron los aplausos, Danny buscó en el bolsillo. Extrajo un billete de cinco dólares y las fotos de Goines.

– Dos dólares por las copas -dijo el camarero.

Danny se guardó los cinco en el bolsillo de la camisa y le mostró las fotos.

– ¿Le conoce?

El hombre entornó los ojos.

– ¿Es mayor ahora? ¿Lleva otro corte de pelo?

– Estas fotos tienen seis años. ¿Lo ha visto?

El camarero sacó unas gafas del bolsillo, se las puso y sostuvo las fotos a cierta distancia.

– ¿Sopla por aquí?

Danny no entendió y se preguntó si sería una alusión sexual.

– ¿Qué quiere decir?

– Si es músico, si toca por aquí.

– El trombón en Bido Lito's.

El camarero chasqueó los dedos.

– Eso es. Sí le conozco. Martin algo. Se toma una copa aquí entre una sesión y otra. Lo ha hecho desde Navidad, porque el bar de Bido Lito's no atiende a los empleados. Un bebedor ansioso, como…

Como usted. Danny sonrió. El burbon lo había calmado.

– ¿Lo vio anoche?

– Sí, en la calle. Él y otro fulano se dirigían a un coche, a la esquina de la Sesenta y Siete. Parecía mareado, tal vez…

Danny se inclinó hacia delante.

– ¿Tal vez qué? Sin rodeos.

– Tal vez drogado. Si uno trabaja un tiempo en clubes de jazz, se van atando cabos. Ese sujeto, Martin, caminaba como si fuera de goma, como si estuviera drogado. El otro lo rodeaba con el brazo, y lo ayudaba a avanzar hacia el coche.

– Ahora despacio. La hora, una descripción del coche y del otro hombre. Despacio.

Los clientes empezaban a formar un enjambre alrededor de la barra: negros con trajes chillones, sus mujeres medio paso atrás, todas maquilladas para parecerse a Lena Horne. El camarero miró a los clientes, miró de nuevo a Danny.

– Tenía que ser entre las 12.15 y las 12.45. Martin y el otro cruzaban la acera. Sé que el coche era un Buick, porque tenía esos agujeros redondos en el flanco. Sólo recuerdo que el otro era alto y canoso. Los vi de soslayo, y pensé: «Me gustaría tener tanto pelo.» ¿Puedo atender a la clientela?

Danny estaba a punto de decir que no; el camarero se volvió hacia un joven de barba con un saxo alto colgado del cuello.

– Coleman, ¿conoces a ese trombón blanco de Bido's? Martin no se qué.

Coleman se acercó al mostrador, cogió dos puñados de hielo y se los apretó contra la cara. Danny lo estudió: alto, rubio, casi treinta años, apuesto y desaliñado, como el protagonista masculino de esa comedia musical que Karen Hiltscher lo había arrastrado a ver. Tenía la voz floja, exhausta.

– Claro. Mal músico, por lo que oí. ¿Por qué?

– Habla con este caballero. Es policía. El te dirá por qué.

Danny señaló el vaso, rebasando en dos copas su límite de cada noche. El camarero llenó el vaso y se escabulló

– ¿Está con la Doble Siete?-preguntó el saxo alto.

Danny bebió el trago e impulsivamente tendió la mano.

– Me llamo Upshaw. Hollywood Oeste, Departamento del sheriff.

Se dieron la mano.

– Coleman Healy. Cleveland, Chicago y el planeta Marte. ¿Se ha metido Martin en algún lío?

El burbon había entibiado demasiado a Danny, se aflojó la corbata y se acercó a Healy.

– Anoche lo asesinaron.

Healy torció el gesto. Danny vio que cada uno de los atractivos rasgos se sacudía espasmódicamente, apartó la mirada para dejar que el otro recobrara la compostura. Cuando se volvió, Healy se estaba sentando ante el mostrador. Danny rozó con la rodilla el muslo del saxo alto: estaba muy tenso.

– ¿Le conocía bien, Coleman?

Ahora la cara de Healy aparecía demacrada bajo la barba.

– Charlamos un par de veces en Navidad, aquí mismo. Nada importante. El nuevo disco de Bird, el tiempo. ¿Tiene idea de quién fue?

– La pista de un sospechoso: un hombre alto y canoso. El camarero lo vio anoche con Goines, caminando hacia un coche aparcado en Central.

Coleman acarició las teclas del saxo.

– Vi a Martin con un tipo así un par de veces. Alto, maduro, con aire respetable. -Hizo una pausa y añadió-: Mire, Upshaw, no me gusta hablar mal de los muertos, pero ¿puedo darle una opinión personal… con discreción?

Danny deslizó el taburete hacia atrás para verle bien la cara. Healy parecía ansioso de ayudar.

– Adelante, las opiniones a veces son útiles.

– Bien, creo que Martin era marica. El fulano de más edad tenía facha de mujercita. Los dos se acariciaban con los pies bajo la mesa. Cuando lo noté, Martin se apartó del otro, como un chico al que sorprenden con la mano en el tarro de las galletas.

Danny dio un respingo, pensando en las etiquetas que había desechado porque le parecían demasiado toscas y contrarias al espíritu de Vollmer y Maslick: «Muerte de un bujarrón.» «Mutilación de un mariquita.»

– Coleman, ¿podría identificar al otro hombre?

Healy jugueteó con el saxo.

– No creo. Aquí la luz es rara, y lo que acabo de decirle es sólo una impresión.

– ¿Vio usted a ese hombre antes o desde esas charlas con Goines?

– No, nunca a solas. Y estuve aquí toda la noche, por si piensa que fui yo.

Danny meneó la cabeza.

– ¿Sabe si Goines se drogaba?

– No. Le gustaba demasiado el alcohol para ser adicto.

– ¿Sabe qué otras personas lo conocían? ¿Otros músicos de la zona?

– Nada. Sólo charlamos un par de veces.

Danny extendió la mano; Healy la torció hacia abajo, transformando el saludo convencional en un apretón de jazzista.

– Nos vemos en la iglesia -se despidió, y se encaminó hacia el escenario.

Muerte de un marica.

Mutilación de un invertido.

Coleman Healy subió al escenario e intercambió palmadas con los demás músicos. Gordos y cadavéricos, picados de viruela, grasientos y con aire enfermo, parecían fuera de lugar junto al elegante saxo alto, como la foto de una escena del delito con borrones que alteraban la simetría y destacaban detalles donde no debían. La música empezó: el piano le cedió una melodía machacona a la trompeta, la batería intervino, el saxo de Healy gimió, vibró, descompuso el refrán básico en variaciones. La música degeneró en ruido; Danny vio varios teléfonos cerca de los aseos y volvió a su trabajo.

Su primera moneda le puso en contacto con el jefe de guardia de la Setenta y Siete. Danny explicó que era un detective del Departamento del sheriff que trabajaba en un homicidio: un jazzista y presunto drogadicto mutilado y abandonado cerca del Strip. Al parecer la víctima ya no se drogaba, pero aun así quería una lista de los vendedores locales de heroína. El asesinato podía estar relacionado con drogas.

– ¿Cómo anda Mickey?-preguntó el jefe de guardia. Y antes de colgar añadió-: Presente una solicitud por canales oficiales.

Irritado, Danny marcó el número personal del doctor Layman en el depósito de cadáveres de la ciudad, mirando de reojo el escenario. El patólogo respondió al segundo timbrazo.

– ¿Sí?

– Danny Upshaw, doctor.

Layman rió.

– Danny Ambicioso… Acabo de hacer la autopsia del cadáver que intentaste usurpar.

Danny contuvo el aliento y dejó de mirar a Coleman Healy, que giraba con el saxo.

– ¿Sí? ¿Y?

– Y primero una pregunta. ¿Metiste un depresor en la boca del cadáver?

– Sí.

– Agente, nunca introduzcas elementos extraños en cavidades interiores sin haber examinado totalmente el exterior. El cadáver tenía cortes con astillas de madera en toda la espalda. Pino. Y tú le metiste un trozo de pino en la boca, dejando fragmentos similares. ¿Te das cuenta que podrías haber estropeado mi análisis?

– Sí, pero era obvio que la víctima fue estrangulada con una toalla o un cinturón de tela… Las fibras lo indicaban claramente.

Layman soltó un suspiro largo y exasperado.

– La causa de la muerte fue una sobredosis de heroína. Se la inyectaron en una vena junto a la columna vertebral. Lo hizo el homicida, pues la víctima no podría haber llegado allí. Le pusieron la toalla en la boca para absorber la sangre cuando la heroína llegó al corazón de la víctima y le reventó las arterias, lo cual significa que el homicida tenía conocimientos elementales de anatomía.

– Demonios -exclamó Danny.

– Un comentario apropiado, pero la cosa se pone peor. He aquí algunos detalles incidentales:

»Primero, no había heroína residual en la corriente sanguínea. La víctima ya no era adicta, aunque los pinchazos en los brazos indican que lo había sido. Segundo, la muerte se produjo entre la una y las dos de la madrugada, y las magulladuras del cuello y los genitales eran post mortem. Los tajos de la espalda también se produjeron después de la muerte, seguramente con hojas de afeitar sujetadas con un mango de pino o una máquina. Hasta ahora, brutal, pero nada nuevo para mí. Sin embargo…

Layman hizo su clásica pausa de orador universitario. Danny, sudando burbon, urgió:

– Vamos, doctor.

– Bien. La sustancia que había en las cuencas oculares era una pomada lubricante. El asesino insertó el pene en las cuencas y eyaculó, por lo menos dos veces. Encontré seis centímetros cúbicos de semen deslizándose hacia la bóveda craneana. Cero positivo, el tipo de sangre más común entre los blancos.

Danny abrió la puerta de la cabina; oyó algunos acordes y vio a Coleman Healy arqueándose mientras alzaba el saxo hacia el techo.

– ¿Las mordeduras del torso?

– En mi opinión no son humanas -respondió Layman-. Las heridas estaban demasiado extendidas para sacar moldes. No hay modo de obtener marcas dentales viables. Además, el asistente que se encargó del cadáver después de que tú representaras tu pequeño número frotó la zona afectada con alcohol, así que no pude obtener muestras de saliva o jugo gástrico. Sólo encontré la sangre de la víctima, AB positivo. ¿Cuándo descubriste el cuerpo?

– Poco después de las cuatro.

– Entonces es poco probable que se trate de animales carroñeros de las colinas. De todos modos, las heridas están demasiado localizadas para que esta teoría sea válida.

– Doctor, ¿está seguro de que son marcas de mordeduras?

– Sin duda. La inflamación que rodea las heridas está hecha con la boca. Es demasiado ancha para ser humana…

– ¿Piensa usted…?

– No interrumpas. Tal vez el asesino embadurnó la zona afectada con sangre y dejó que algún perro feroz y bien adiestrado se lanzara sobre la víctima. ¿Cuántos hombres trabajan en el caso, Danny?

– Sólo yo.

– ¿Identificación? ¿Pistas?

– Eso anda bien, doctor.

– Échale el guante.

– Lo haré.

Danny colgó y salió. El aire frío aplacó el calor que le había dado el burbon y le ayudó a reflexionar. Ahora tenía tres pistas claras:

Las mutilaciones homosexuales coincidían con la observación de Coleman Healy de que Martin Goines era «marica», y que su acompañante con aire de «mujercita» se parecía al hombre alto y canoso que el camarero había visto con Goines, enfilando hacia el Buick robado la noche anterior, una hora antes del momento estimado de la muerte. La sobredosis de heroína era la causa de la muerte; el camarero había dicho que Goines se contoneaba como si estuviera drogado, y tal vez esa pequeña cantidad de droga había sido precursora de la inyección que le reventó el corazón; sin olvidar la previa adicción y la reciente rehabilitación de Goines. Al margen de las posibles mutilaciones con animales, tenía una pista sólida: el hombre alto y canoso, una «mujercita» capaz de conseguir heroína, jeringas hipodérmicas y persuadir a un heroinómano reformado de drogarse para celebrar la Noche Vieja.

Y aún no había conseguido ayuda de la policía de Los Ángeles sobre los expendedores locales de heroína; una extorsión entre drogadictos era la única jugada lógica.

Danny cruzó hasta Tommy Tucker's Playroom, encontró una mesa vacía y pidió café para combatir el efecto del alcohol. Tocaban baladas. Las paredes estaban tapizadas con rayas de cebra y un empapelado barato con un motivo selvático, arrugado por antorchas cuyas llamadas lamían el techo. Otro foco potencial de incendio, capaz de echar al traste la manzana entera. El café negro y fuerte lo despejó; la música era suave, caricias para las parejas: tórtolos que se cogían de la mano y bebían combinados de ron. La atmósfera le recordó San Berdoo en el año 39, él y Tim viajaron en un Oldsmobile robado a un baile de promoción en un pueblo, se cambiaron de ropa en su casa mientras su madre hojeaba la revista Watchtowers frente a la tienda Coulter's. En ropa interior, manoseos y bravuconadas, bromas sobre los sustitutos para las muchachas; Timmy con Roxanne Beausoleil frente al gimnasio esa noche: los dos sacudieron tanto el Oldsmobile que casi estropearon la suspensión. Él, el tímido del baile, no quiso hacerlo con Roxanne, bebió ponche con especias, se puso sensiblero con las canciones lentas.

Danny acalló los recuerdos con trabajo de policía: buscó infracciones a las normas de higiene y seguridad, a los reglamentos sobre bebidas alcohólicas, alguna transgresión. El portero dejaba entrar a menores; negras altas con vestidos con corte daban vueltas buscando clientes; había una sola salida lateral en una sala enorme donde la temperatura resultaba sofocante. Pasó el tiempo, la música subió de tono y luego volvió a ser suave, el café y los vistazos constantes le mantenían en guardia. Luego dio con algo. Vio a dos negros cerrando un trato junto a las cortinas de la salida: dinero por algo que cabía en la mano, una rápida salida al aparcamiento.

Danny contó hasta seis y los siguió. Abrió la puerta y miró al exterior. El que había cogido el dinero caminaba a grandes zancadas hacia la acera; el otro estaba dos filas de coches más allá, abriendo la portezuela de un vehículo coronado por una larga antena. Danny le dio treinta segundos para inyectarse, encender o esnifar, luego extrajo la 45, se agachó y se acercó.

El coche era un Mercedes color lavanda; volutas de humo de marihuana salían por las ventanillas. Danny aferró la puerta del conductor y la abrió de golpe; el negro gritó, soltó el cigarrillo y retrocedió al ver el revólver que tenía ante la cara.

– Departamento del sheriff -espetó Danny-. Las manos en el salpicadero. Despacio o te liquido.

El joven obedeció a cámara lenta. Danny le apoyó el cañón de la 45 bajo la barbilla y lo cacheó: bolsillos de la chaqueta, la cintura por si escondía armas. Encontró una billetera de piel de cocodrilo, tres cigarrillos de marihuana, ninguna pieza de artillería; abrió la guantera y encendió la luz del salpicadero. El muchacho intentó decir algo; Danny le hundió el revólver con más fuerza, cortándole la respiración y obligándole a callar.

El tufo del cigarrillo era apestoso; Danny encontró la colilla en el asiento y la apagó. Con la mano libre abrió la billetera, extrajo el permiso de conducir y más de cien dólares en billetes de diez y de veinte. Se guardó el dinero en el bolsillo y leyó el carné: Carlton W. Jeffries, un metro sesenta, nacido el 19/6/29, calle Noventa y Ocho Este 439 1/4, Los Ángeles. Una rápida revista a la guantera le permitió encontrar un registro de vehículos automotores con el mismo titular y un fajo de multas impagadas en sus respectivos sobres. Danny guardó el carné, los cigarrillos, el dinero y el registro en un sobre y lo arrojó al suelo; apartó la 45 de la barbilla del chico y usó el cañón para hacerle volver la cabeza. De cerca, vio a un sujeto marrón chocolate al borde de las lágrimas. Movía los labios y la nuez de Adán, resollando para recobrar el aliento.

– Información o un mínimo de cinco años en una prisión estatal -bramó Danny-. Lo que prefieras.

Carlton W. Jeffries encontró su voz: aguda, chillona.

– ¿Qué cree usted?

– Creo que eres listo. Dame lo que quiero y mañana te envío este sobre por correo.

– Me lo podría devolver ahora. Por favor, necesito ese dinero.

– Quiero datos. Si te haces el listo y me pasa algo, estás frito. Tengo pruebas, más la confesión que acabas de hacer.

– ¡Hombre, yo no he confesado nada!

– Claro que sí. Has vendido medio kilo por semana. Eres el camello más importante de la zona sur.

– ¡Hombre!

Danny apoyó el cañón del arma en la nariz de Carlton W. Jeffries.

– Quiero nombres. Vendedores de heroína de la zona. Adelante.

– Yo…

Danny hizo girar la 45 y asió el cañón para utilizar el arma como porra.

– Habla, maldita sea.

Jeffries apartó las manos del salpicadero para protegerse.

– El único que conozco es un tipo llamado Otis Jackson. Vive en el piso superior de la lavandería automática de Ciento Tres y Beach. ¡Por favor, no le diga que se lo he contado yo!

Danny enfundó el arma y se alejó de la portezuela del coche. Tropezó con el sobre de vehículos automotores justo cuando Carlton W. Jeffries empezaba a chillar. Recogió las pruebas, las arrojó sobre el asiento y se marchó deprisa hacia el Chevy para no tener que oír los farfulleos de gratitud del pobre diablo.


El cruce de Ciento Tres y Beach era una ruinosa intersección en el corazón de Watts: en dos esquinas había locales para alisar el pelo, en la tercera una tienda de licores, y la Koin King Washeteria ocupaba la cuarta. Sobre la lavandería automática había un apartamento con las luces encendidas; Danny aparcó enfrente, apagó los faros y estudió el único acceso: una escalera lateral que subía hasta una desvencijada puerta.

Dejó el coche y subió de puntillas, sin apoyar la mano en la barandilla por temor a que crujiera. Al llegar arriba desenfundó el revólver, apoyó el oído en la puerta y escuchó. Oyó una voz de hombre contando: ocho, nueve, diez, once. Golpeó la puerta e imitó una voz de negro.

– ¿Otis? ¿Estás ahí, hombre? Soy yo.

Danny oyó una maldición; segundos después la puerta se abrió, sujeta a la jamba por una cadena. Asomó una mano que empuñaba una navaja; Danny golpeó la navaja con el arma, luego arrojó su peso hacia el interior.

La navaja cayó al suelo, una voz chilló y la puerta se hundió con Danny encima. Cayó sobre la alfombra con estrépito y vislumbró una confusa imagen de Otis Jackson cogiendo paquetes del suelo y corriendo al cuarto de baño. Oyó el ruido de la cadena. Danny se arrodilló, se asomó y gritó:

– ¡Departamento del sheriff!

Otis Jackson levantó el dedo medio en un gesto obsceno y regresó a la sala de estar con una sonrisa satisfecha.

Danny se levantó. Acordes de jazz le retumbaban en la cabeza.

– Aquí el Departamento del sheriff no vale una mierda.

Danny le dio un culatazo en la cara. Jackson cayó al suelo, gimió y escupió una prótesis dental rota. Danny se acuclilló a su lado.

– ¿Le vendes a un hombre blanco alto y canoso?

Jackson escupió una flema sanguinolenta y un jirón de lengua.

– Estoy con Jack D. y el Siete-Siete, hijo de…

Danny le apoyó el arma en el ojo.

– Yo estoy con Mickey y el condado. ¿Y qué? Te he hecho una pregunta.

– ¡Trabajo en Hollywood! ¡Conozco a muchos imbéciles canosos!

– Nómbralos, y di todos los que conozcas que trabajen en los clubes de South Central.

– ¡Antes tendrás que matarme, idiota!

Danny oyó música de jazz como banda sonora de otras imágenes: Coleman Healy acariciando el saxo, el chico del Mercedes suplicando.

– Una vez más -insistió Danny-. Quiero información sobre un hombre blanco y alto. Maduro, pelo plateado.

– Ya te he dicho…

Danny oyó a alguien subiendo las escaleras, gruñidos y el inequívoco ruido de revólveres amartillados. Otis Jackson sonrió; Danny comprendió, enfundó el arma y buscó la placa. Dos blancos corpulentos se asomaron por la puerta con revólveres de calibre 38. Danny presentó la placa, una oferta de paz.

– Departamento del sheriff. Soy detective.

Los hombres se acercaron empuñando las armas. El más alto ayudó a Otis Jackson a levantarse; el otro, un individuo gordo de pelo rizado y rojo, toqueteó la placa de Danny, la examinó y sacudió la cabeza.

– Como si no os bastara con andar en tratos con Mickey Hebraico, ahora tenéis que cebaros en mi confidente favorito. Otis, eres un negro afortunado. Agente Upshaw, eres un blanco estúpido.

El policía alto ayudó a Otis Jackson a entrar en el cuarto de baño. Danny se levantó y recuperó la placa.

– Vuelve al condado y métete con tus propios negros -masculló el gordo pelirrojo.

5

– … Y el aspecto más peligroso del comunismo, su herramienta más insidiosamente eficaz, es que se oculta bajo un millón de estandartes, un millón de banderas, títulos y siglas, propagando el cáncer bajo un millón de disfraces, todos ellos destinados a pervertir y corromper en nombre de la compasión, el bien y la justicia social. UAES, SLDC, NAACP, AFL-CIO, Liga de los Ideales Democráticos y Norteamericanos Contra el Fanatismo. Todas organizaciones de nombre ampuloso a las que cualquier buen norteamericano debería enorgullecerse de pertenecer. Todas tentáculos sediciosos, pervertidos, cancerosos de la conspiración comunista.

Hacía casi media hora que Mal Considine evaluaba a Edmund J. Satterlee, ex agente federal, ex seminarista jesuita, echando ojeadas ocasionales al resto del público. Satterlee era un cuarentón alto con forma de pera; su estilo verbal era una mezcla entre la sencillez de Harry Truman y las excentricidades de Pershing Square, y nunca se sabía cuándo iba a gritar o a susurrar. Dudley Smith, fumando sin cesar, parecía disfrutar del momento; Ellis Loew miraba la hora y observaba a Dudley, tal vez temiendo que tirara la ceniza en la alfombra nueva del salón. El doctor Saul Lesnick, psiquiatra y confidente de los federales, estaba sentado a la mayor distancia posible del Cazador de Rojos. Era un anciano pequeño y frágil, con ojos azules y brillantes, y una tos que él seguía alimentando con ásperos cigarrillos europeos; tenía el mismo aire que todos los soplones: aborrecía la presencia de sus captores, aunque presuntamente había ofrecido sus servicios.

Satterlee ahora caminaba, gesticulando como si fueran cuatrocientos en vez de cuatro. Mal se movió en la silla, recordándose que ese sujeto era su billete para obtener el grado de capitán y el cargo de jefe de investigación de la Fiscalía de Distrito.

– Al principio de la guerra trabajé con la Sección Extranjeros para colocar a los japoneses. Allí aprendí cómo se generan los sentimientos antiamericanos. Los japoneses que deseaban ser buenos americanos se ofrecieron para alistarse en las fuerzas armadas. La mayoría sentían rencor y confusión, y el elemento subversivo, bajo el disfraz del patriotismo, intentó impulsarlos a la traición mediante ataques planificados y muy intelectualizados sobre presuntas injusticias raciales en nuestro país. Bajo el estandarte de inquietudes norteamericanas como la libertad, la justicia y la libre empresa, los japoneses sediciosos describían esta democracia como una tierra de negros linchados y oportunidades limitadas para las minorías étnicas, aunque los nisei se estaban convirtiendo en comerciantes de clase media cuando estalló la guerra. Después de la guerra, cuando la conspiración comunista surgió como la principal amenaza para la seguridad interna de Estados Unidos, vi que los rojos usaban el mismo tipo de pensamiento y manipulación para subvertir nuestra fibra moral. Los partidarios de esta causa abundaban en la industria y el negocio del entretenimiento, y fundé Contracorrientes Rojas para ayudar a detectar a los radicales y subversivos. Las organizaciones que se quieren mantener libres de rojos nos pagan honorarios nominales para que averigüemos si sus empleados y aspirantes a empleados tienen antecedentes comunistas, y mantenemos un exhaustivo archivo de los rojos que descubrimos. Este servicio también permite que los inocentes acusados de ser comunistas demuestren su inocencia y obtengan empleos que se les podría haber negado. Además…

El doctor Saul Lesnick tosió; Mal miró al anciano y vio que la reacción era en parte una risotada. Satterlee hizo una pausa.

– Ed -dijo Ellis Loew-, ¿podemos saltarnos el trasfondo e ir al grano?

Satterlee se ruborizó, recogió su maletín y sacó unos documentos, cuatro fajos distintos. Entregó uno a Mal, otro a Loew y otro a Dudley Smith; el doctor Lesnick rechazó el suyo con un gesto. Mal estudió la primera página. Era un informe sobre los piquetes: miembros de la UAES que habían hecho declaraciones izquierdistas, oídas por sus oponentes del gremio de Transportistas. Mal buscó en los nombres de los signatarios. Reconoció a Morris Jahelka, Davey Goldman y Fritzie «Picahielo» Kupferman, conocidos matones de Mickey Cohen.

Satterlee se plantó de nuevo frente a ellos; a Mal se le ocurrió que parecía un hombre capaz de matar por un atril, o cualquier cosa donde pudiera apoyar los largos y desmañados brazos.

– Estos documentos son nuestra primera ronda de munición. He trabajado con una veintena de grandes jurados municipales en todo el país, y las declaraciones juradas de ciudadanos patrióticos siempre tienen un efecto benéfico sobre los miembros de un gran jurado. Creo que tenemos una buena oportunidad de éxito en Los Ángeles: el conflicto laboral entre los Transportistas y la UAES representa un gran impulso, una ocasión que quizá no se volverá a repetir. La influencia comunista en Hollywood es un tema amplio, y el problema de los piquetes y el estímulo a la subversión por parte de la UAES dentro de ambos contextos es una buena ocasión para captar el interés del público. Citaré la declaración de Morris Jahelka: «Mientras se hacían piquetes frente a Variety International Pictures en la mañana del 29 de noviembre de 1949, oí que un miembro de la UAES, una mujer llamada "Claire", le decía a otro miembro de la UAES: "Con la UAES en los estudios podemos hacer por nuestra causa más que toda la Guardia Roja. El cine es el nuevo opio de los pueblos. Creerán cualquier cosa que proyectemos en la pantalla."» Caballeros, Claire es Claire Katherine De Haven, cómplice de diez traidores de Hollywood y conocida integrante de no menos de catorce organizaciones que la Oficina del Fiscal General del Estado de California ha clasificado como órganos comunistas. ¿No es interesante?

Mal levantó la mano.

– Sí, teniente Considine -dijo Edmund J. Satterlee-. ¿Alguna pregunta?

– No, una afirmación. Morris Jahelka tiene dos arrestos por estupro. Este patriótico ciudadano folla con niñas de doce años.

– Demonios, Malcolm -masculló Ellis Loew.

Satterlee intentó sonreír pero no lo consiguió. Hundió las manos en los bolsillos.

– Entiendo. ¿Algo más sobre el señor Jahelka?

– Sí, también le gustan los niñitos, pero nunca han llegado a pescarlo con las manos en la masa.

Dudley Smith rió.

– La política crea extrañas alianzas, pero eso no niega el hecho de que en este caso el señor Jahelka está del lado de los buenos. Además, muchacho, nos aseguraremos de que mantenga la chaqueta bien abrochada, y es probable que los malditos rojos no traigan abogados para encauzar el interrogatorio.

Mal trató de mantener la voz en calma.

– ¿Es verdad eso, Ellis?

Loew apartó las volutas de humo del cigarrillo del doctor Lesnick.

– En esencia, sí. Tratamos de que la mayor cantidad posible de integrantes de la UAES se ofrezcan como testigos. En cuanto a los testigos hostiles, los que comparecen por una citación, son propensos a demostrar su inocencia no trayendo abogados. Además, los estudios tienen una cláusula en su contrato con la UAES, la cual establece que pueden anular el contrato si se demuestra que la otra parte ha incurrido en algún delito. Antes de que el gran jurado llegue a un acuerdo, si reunimos pruebas suficientes, iré a ver a los gerentes de los estudios para que echen a los miembros de la UAES recurriendo a esa cláusula. Los muy canallas estarán locos de rabia cuando lleguen al banquillo. Un testigo furioso es un testigo ineficaz. Tú lo sabes, Mal.

Cohen y sus Transportistas adentro, la UAES fuera. Mal se preguntó si Mickey C. aportaría dinero para el fondo de reserva de Loew, una cantidad que tenía seis dígitos y alcanzaría el medio millón cuando llegaran las elecciones primarias del 52.

– Eres listo, abogado.

– Tú también, capitán. Al grano, Ed. Tengo que estar en los tribunales a mediodía.

Satterlee entregó hojas mimeografiadas a Mal y Dudley.

– Mis reflexiones sobre el interrogatorio de los subversivos -dijo-. El delito de asociación es nuestra mejor arma. Todos están relacionados. Cualquiera que esté vinculado con la extrema izquierda conoce a todos los demás en mayor o menor grado. Junto con las declaraciones hay listas de mítines comunistas comparadas con listas de donaciones, un excelente medio de obtener información y lograr que los rojos delaten a otros rojos para salvar el pellejo. Las transacciones también implican registros bancarios que se pueden presentar como prueba. Mi técnica favorita es mostrar fotos a testigos potenciales: hasta los rojos más ateos sienten el temor de Dios cuando se les presentan pruebas de que han participado en un mitin subversivo, en esta circunstancia serán capaces de delatar a su propia madre con tal de no ir a la cárcel. Puedo conseguir fotos muy perjudiciales mediante un amigo que trabaja para Canales Rojos, algunas fotos muy buenas de las reuniones del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon. Me han dicho que esas fotos son los Rembrandts de la policía federal: jerarcas del PC y estrellas de Hollywood junto con nuestros amigos de la UAES. Señor Loew…

– Gracias, Ed -dijo Loew, e hizo una seña para indicar que todos se levantaran. Dudley Smith se irguió de un brinco; Mal se puso de pie y vio que Lesnick se dirigía al cuarto de baño aferrándose el pecho. Su tos húmeda retumbó en el pasillo; imaginó a Lesnick escupiendo sangre. Satterlee, Smith y Loew terminaron de darse la mano; el Cazador de Rojos salió seguido por el fiscal de distrito.

– Los fanáticos siempre resultan aburridos -comentó Dudley Smith-. Ed es bueno en su trabajo, pero no sabe cuándo retirarse de escena. Gana quinientos dólares por conferencia. Explotación capitalista del comunismo, ¿no crees, capitán?

– Aún no soy capitán, teniente.

– ¡Ja! Y además del grado tienes una inteligencia perspicaz.

Mal estudió al irlandés. Se sentía menos intimidado que el día anterior en el restaurante.

– ¿Qué ganas tú con esto? Eres experto en resolver casos, no quieres el puesto de Jack Tierney.

– Quizá sólo quiera tenerte cerca, muchacho. Tienes grandes probabilidades de llegar a jefe de Policía o sheriff del condado, teniendo en cuenta el magnífico trabajo que hiciste en Europa, liberando a nuestros perseguidos hermanos judíos. A propósito, aquí viene el contingente hebreo.

Ellis Loew guió a Lesnick hasta el salón y lo acomodó en una mecedora junto al hogar. El anciano se apoyó un paquete de Gauloises, un encendedor y un cenicero sobre las rígidas piernas, cruzándolas para sostenerlos. Loew dispuso sillas en semicírculo; Smith parpadeó y se sentó. Mal advirtió que el comedor estaba lleno de cajas de cartón atiborradas de carpetas; en un rincón había cuatro máquinas de escribir apiladas. Ellis Loew se preparaba para la guerra, y su casa era el cuartel general.

Mal ocupó la silla libre. El doctor Lesnick encendió un cigarrillo, tosió y empezó a hablar. Tenía la voz de un intelectual judío de Nueva York que respiraba con un solo pulmón; Mal entendió que el discurso estaba adaptado para policías y fiscales.

– El señor Satterlee ha incurrido en una seria omisión al no profundizar más su simplista historia de los elementos subversivos en Estados Unidos. Ha olvidado mencionar la Depresión, el hambre y la gente desesperada y preocupada que desea cambiar esas terribles condiciones.

Lesnick hizo una pausa, recobró el aliento y apagó el Gauloise. Mal observó los jadeos de aquel pecho huesudo, clasificó al anciano de cadáver ambulante y comprendió que Lesnick vacilaba entre el dolor de hablar y el afán de justificar su deplorable deber. Al fin respiró hondo y continuó, los ojos iluminados por una especie de fervor.

– Yo era una de esas personas, hace veinte años. Firmé peticiones, escribí cartas y asistí a mítines sindicales que resultaron en nada. El Partido Comunista, a pesar de sus connotaciones malignas, era la única organización que no parecía ineficaz. Su reputación le daba cierto ímpetu, cierto prestigio, y los hipócritas que lo condenaban sin discriminación me hicieron desear pertenecer a él para oponerme a ellos.

»Fue una decisión imprudente que he llegado a lamentar. Siendo psiquiatra, se me designó analista oficial del Partido Comunista en Los Ángeles. El marxismo y el análisis freudiano estaban muy en boga, y varias personas a quienes luego reconocí como conspiradores contra este país me contaron sus… secretos, por así llamarlos, emocionales y políticos. Muchos de ellos pertenecían al mundillo de Hollywood: escritores, actores y sus satélites, trabajadores tan engañados como yo acerca del comunismo, gentes que deseaban acercarse a personas de Hollywood por sus conexiones con el cine. Poco antes del pacto entre Hitler y Stalin el Partido me desilusionó. En el 39, durante una investigación del HUAC de California, me ofrecí para ser confidente del FBI. He llevado a cabo esta labor durante más de diez años, mientras mantenía mi puesto de psiquiatra del PC. En secreto puse mis archivos a disposición de los investigadores del HUAC en 1947, y ahora haré lo mismo con este gran jurado. Los archivos implican a miembros de la UAES esenciales para la investigación, y si ustedes necesitan ayuda para interpretarlos, no tienen más que acudir a mí.

El anciano casi se atragantó con las últimas palabras. Buscó el paquete de cigarrillos; Ellis Loew, con un vaso de agua, llegó primero junto a él. Lesnick carraspeó y tosió, Dudley Smith entró en el comedor y tanteó las cajas y las máquinas de escribir con sus botas lustradas con saliva. Necesitaba estirar las piernas.

En la calle sonó un bocinazo. Mal se levantó para dar las gracias a Lesnick y darle la mano. El hombre desvió la mirada y trató de levantarse, casi sin éxito. La bocina sonó de nuevo; Loew abrió la puerta y le hizo señas al taxista para que entrara en la calzada. Lesnick salió arrastrando los pies y aspiró el aire fresco de la mañana.

El taxi se alejó; Loew encendió un ventilador de pared.

– ¿Cuánto durará, Ellis?-preguntó Dudley Smith-. ¿Le enviarás una invitación para la celebración de tu victoria en el 52?

Loew levantó fajos de archivos del suelo y los apoyó en la mesa del comedor; repitió la operación hasta que hubo dos altas pilas de documentos.

– Durará el tiempo que lo necesitemos.

Mal se acercó y echó un vistazo a las pruebas: elementos para obtener información.

– Pero no atestiguará ante el gran jurado, ¿verdad?

– Ni hablar. Le aterra perder su credibilidad como psiquiatra. El secreto profesional, ya sabes. Es un buen refugio para los abogados, y a los médicos también les gusta. Desde luego, para ellos no es legalmente vinculante. Lesnick estaría acabado como profesional si testificara.

– Pero parece que quiere ir al encuentro de su creador como un norteamericano bueno y patriótico -comentó Dudley-. Se ofreció voluntariamente, y eso debería ser una gran satisfacción para alguien que pronto pasará a mejor vida.

Loew rió.

– Dudley, ¿alguna vez has dado un paso sin calcular todos los ángulos?

– ¿Y tú, abogado? ¿Tú, capitán Considine?

– En algún momento de los Locos Veinte -respondió Mal, pensando que en un enfrentamiento personal prefería al matón callejero de Dublín antes que al Phi Beta Kappa de Harvard-. Ellis, ¿cuándo empezamos con los testigos?

Loew tocó las pilas de archivos.

– Pronto, después que hayáis digerido esto. A partir de lo que aprendáis aquí, daréis los primeros pasos. Buscaréis puntos débiles y personas débiles que parezcan dispuestas a cooperar. Si pudiéramos hacernos con un grupo de testigos voluntarios deprisa, sería perfecto. Pero si no obtenemos suficiente colaboración inicial, tendremos que hacer una infiltración. Nuestros amigos de los Transportistas han oído charlas en los piquetes. Parece que la UAES planea realizar mítines estratégicos destinados a plantear exigencias contractuales exorbitantes a los estudios. Si se nos presentan muchos obstáculos iniciales, daremos marcha atrás e infiltraremos un señuelo en la UAES. Quiero que ambos penséis en policías listos, duros y de aire idealista que podamos usar si llegamos a este punto.

Mal sintió un escalofrío. Se había granjeado su reputación en Antivicio infiltrando señuelos, dirigiendo. Era su especialidad como policía.

– Lo pensaré -dijo-. ¿Dudley y yo somos los únicos investigadores?

Loew hizo un ademán que abarcaba su casa entera.

– Empleados de la ciudad se reúnen aquí para encargarse del papeleo, Ed Satterlee para el uso de sus contactos, Lesnick para el asesoramiento psiquiátrico. Vosotros dos para los interrogatorios. Podría conseguir un tercer hombre para que busque material delictivo, situaciones comprometedoras.

Mal ansiaba leer, pensar, trabajar.

– Iré a atar algunos cabos sueltos en el Ayuntamiento, volveré a casa y me pondré a trabajar -dijo.

– Yo voy a entablar pleito a un agente de bienes raíces por conducir borracho la motocicleta de su hijo.

Dudley Smith brindó en honor de su jefe con una copa imaginaria.

– Ten piedad. La mayoría de los agentes de bienes raíces son buenos y patrióticos republicanos, y tal vez un día necesites su ayuda.


En el Ayuntamiento, Mal hizo algunas llamadas para satisfacer su curiosidad acerca de sus dos nuevos colegas. Bob Cathcart, un experto agente de la Sección Criminal del FBI con quien había trabajado, le pasó datos sobre Edmund J. Satterlee. Según Cathcart el hombre era un fanático religioso que tenía el comunismo entre ceja y ceja, y sus puntos de vista eran tan extremos que Clyde Tolson, el número dos de Hoover en el FBI, a menudo le hacía cerrar el pico cuando actuaba como agente de la oficina de Waco, Texas. Se estimaba que Satterlee ganaba cincuenta mil dólares anuales por sus conferencias anticomunistas; Contracorrientes Rojas era «un mero engaño»: «Dejarían libre a Karl Marx si les pagaran lo suficiente.» Se rumoreaba que habían echado a Satterlee de la Sección de Inmigración porque había intentado montar una operación ilegal: recibir talonarios de los prisioneros japoneses a cambio de hacerse cargo de su propiedad confiscada hasta que los liberasen. El resumen del agente Cathcart: Ed Satterlee estaba loco de remate, aunque era rico y competente, un experto en inventar teorías conspiratorias que resultaban convincentes en un tribunal; muy eficiente en reunir pruebas y en crear interferencias externas para los investigadores de un gran jurado.

Una llamada a un viejo compañero del Escuadrón Metropolitano del Departamento de Policía de Los Ángeles y otra a un ex ayudante del fiscal de distrito que ahora estaba en la oficina de la Fiscalía General del Estado le proporcionaron la verdadera historia del doctor Saul Lesnick. El viejo era y seguía siendo miembro del PC; era soplón de los federales desde el 39. Dos agentes de la oficina de Los Ángeles habían ido a verlo para proponerle un trato: él suministraría datos psiquiátricos confidenciales a diversos comités y agencias policiales, y su hija quedaría libre de su sentencia de cinco a diez años por conducir en estado de embriaguez y atropellar a una persona sin detenerse. Había pasado un año en prisión y le quedaban por lo menos cuatro. La muchacha estaba cumpliendo la sentencia en Tehachapi. Lesnick aceptó; ella obtuvo la libertad condicional indeterminada, la cual sería revocada si el buen doctor anunciaba públicamente su actividad o se negaba a colaborar. Lesnick, que contaba con un máximo de seis meses en su lucha contra el cáncer pulmonar, había arrancado una promesa a un alto funcionario del Departamento de Justicia: cuando él muriera, todos los archivos confidenciales que había prestado se destruirían; los antecedentes de su hija por atropellar a una persona con el coche se eliminarían de toda documentación oficial relacionada con Lesnick, y sus confidencias sobre pacientes subversivos serían quemadas. Nadie sabría que Saul Lesnick, comunista y psiquiatra, había actuado durante diez años en ambos bandos y se había salido con la suya.

Nuevos colegas en un viejo negocio, pensó Mal. Selnick obtenía un buen precio a cambio de su colaboración. Su baile con los federales valía la pena: evitaba a su hija violaciones con mango de escoba y una perniciosa anemia causada por la célebre comida de Tehachapi, puro almidón, a cambio del resto de su vida, acortada por un suicidio con tabaco francés. Él habría hecho lo mismo por Stefan, no lo hubiera pensado dos veces.

Había documentos cuidadosamente amontonados en el escritorio; Mal, mirando de soslayo la enorme pila del gran jurado, se puso a trabajar. Escribió notas a Ellis Loew para sugerirle investigadores que obtendrían pruebas de respaldo; mecanografió tarjetas asignando archivos a los inexpertos agentes de la Fiscalía de Distrito que se encargarían de los juicios ahora que Loew dedicaba todo su tiempo a combatir el comunismo. El asesinato de una ramera de Chinatown quedó en manos de un chico que había salido seis meses atrás de la peor escuela de leyes de California; era probable que el culpable, un rufián conocido por su afición a torturar a sus víctimas con un objeto fálico con remaches de metal, quedara en libertad. La muerte de dos negros quedó en manos de un joven que aún no había cumplido veinte años. Un miembro de la banda Cobra Púrpura había disparado contra una multitud de chicos frente a la Escuela de Artes Manuales con la esperanza de que hubiera gente de Escorpión Púrpura entre ellos. No los había; una aventajada alumna y su novio cayeron muertos. Mal le daba una probabilidad del cincuenta por ciento: los negros que mataban negros aburrían a los jurados blancos, que a menudo emitían sentencias caprichosas.

El asalto a mano armada en Minnie Robert's Casbash quedó en manos de un protegido de Loew; redactar la síntesis de los tres casos le llevó cuatro horas y le acalambró los dedos. Al terminar miró la hora y vio que eran las tres y diez: Stefan ya habría vuelto de la escuela. Si Mal tenía suerte, Celeste estaría visitando a su vecina, parloteando en checo, charlando acerca de la madre patria antes de la guerra. Mal cogió su pila de informes psiquiátricos y se dirigió a casa, reprimiendo un impulso pueril: parar en una tienda de artículos militares y comprar un par de barras plateadas de capitán.

Vivía en el distrito Wilshire, en una gran casa de dos plantas que le devoraba los ahorros y casi todo el sueldo. Esa casa habría sido demasiado buena para Laura: no valía la pena para un matrimonio juvenil basado en la atracción sexual. La había comprado al regresar de Europa en el 46, sabiendo que Laura salía y Celeste entraba, intuyendo que amaba al chico más de lo que nunca podría amar a esa mujer, que el matrimonio estaba destinado a proteger a Stefan. En las cercanías había un parque con aros de baloncesto y un campo de béisbol; la tasa de criminalidad del vecindario era prácticamente nula y las escuelas locales tenían la calificación académica más alta del estado. Era un final feliz para la pesadilla de Stefan.

Mal aparcó en la calzada y atravesó el césped: el deslucido trabajo de jardinería de Stefan, la pelota y el bate de su hijo apoyados contra el seto que se había olvidado de podar. Al entrar oyó voces: la riña bilingüe en la que había arbitrado mil veces. Celeste barbotaba conjugaciones verbales en checo, sentada en el sofá de su cuarto de costura, mientras dirigía gestos a Stefan, cautivo en una silla. El niño jugaba con objetos de una mesa: dedales y carretes de hilo, ordenándolos según el color; era tan listo que tenía que estar ocupado incluso mientras le daban una lección. Mal permaneció lejos de la puerta y observó, amando a Stefan por su temperamento; le alegraba que fuera moreno y regordete como su verdadero padre, no flaco y rubio como Celeste, aunque Mal era rubio y eso proclamaba a los cuatro vientos que no llevaban la misma sangre.

– Es el idioma de tu gente -dijo Celeste.

Stefan apiló los carretes formando una casita: colores oscuros para los cimientos, colores claros arriba.

– Pero ahora seré norteamericano. Malcolm dijo que puede conseguirme la ciud-ciud-ciudadanía.

– Malcolm es hijo de un pastor anglicano, un policía que no entiende nuestras tradiciones. Tu legado, Stefan. Aprende a hacer feliz a tu madre.

Mal notó que el chico no lo creía; sonrió cuando Stefan derrumbó la casa de carretes con los ojos oscuros despidiendo llamas.

– Malcolm dijo que Checoslovaquia es… una…

– ¿Una qué, querido?

– ¡Una inmundicia! ¡Una pila de estiércol! Scheiss! Scheiss! ¡En alemán para mutti!

Celeste alzó una mano, se contuvo y se palmeó las rodillas.

– En inglés para ti… pequeño ingrato, vergüenza para tu verdadero padre, un hombre culto, un doctor que no se relacionaba con mujerzuelas y delincuentes…

Stefan tiró la mesita y salió corriendo del cuarto. En la puerta tropezó con Mal. El niño regordete rebotó contra su alto padrastro, luego le aferró la cintura y le hundió la cabeza en el chaleco. Mal lo abrazó, aferrándole los hombros con una mano y acariciándole el pelo con la otra. Cuando Celeste se levantó y los vio, Mal dijo:

– No te das por vencida, ¿verdad?

Celeste masculló unas palabras; Mal sabía que eran palabrotas en su lengua natal que no quería que Stefan oyera. El chico aferró a Mal con más fuerza, luego se zafó y subió corriendo a su cuarto. Mal oyó un tintineo: los soldados de juguete de Stefan arrojados contra la puerta.

– Sabes qué recuerdos le trae, pero no te das por vencida…

Celeste metió los brazos en la chaqueta que llevaba encima, un gesto europeo que Mal aborrecía.

Nein, Herr Leutnant. -Puro alemán, puro Celeste: Buchenwald, el oficial alemán, el mayor Considine, asesino a sangre fría.

Mal atravesó la puerta.

– Dentro de muy poco tiempo seré capitán, Fräulein. Jefe de investigación de la Fiscalía de Distrito y con muchas posibilidades de ascenso. Prestigio, Fräulein. Por si se me ocurre que estás arruinando a mi hijo y tengo que quitártelo.

Celeste se sentó con las rodillas juntas, un gesto escolar, Praga 1934.

– El hijo pertenece a la madre. Incluso un abogado fracasado como tú debería conocer esa máxima.

Un argumento ineludible. Mal salió con pasos furibundos; se sentó en la escalinata y miró los nubarrones. La máquina de coser de Celeste empezó a gemir; arriba, los soldados de Stefan aún se estrellaban contra la maltrecha y mellada puerta del dormitorio. Mal pensó que pronto quedarían despintados, dragones sin uniforme, y que ese simple hecho derrumbaría todo lo que él había construido desde la guerra.

En el 45 Mal era un mayor del ejército destinado al puesto provisional de la Policía Militar cerca del recién liberado campo de concentración de Buchenwald. Su misión consistía en interrogar a los supervivientes, especialmente a aquellos que los equipos médicos de evacuación consideraban enfermos terminales, desechos de seres humanos que quizá no lograrían sobrevivir para identificar a sus verdugos en un tribunal. Las sesiones de preguntas y respuestas eran espantosas; Mal sabía que sólo la pétrea y fría presencia del intérprete le permitía conservar la suficiente calma profesional. Las noticias de casa eran igualmente malas: los amigos le escribían que Laura se acostaba con Jerry Dunleavy, un fulano de la Sección de Homicidios, y Buzz Meeks, un corrupto detective de Narcóticos y recaudador de Mickey Cohen. Y en San Francisco, su padre, el reverendo Liam Considine, moría de una enfermedad cardíaca congestiva y todos los días le enviaba telegramas rogándole que abrazara a Jesús antes de que él muriera. Mal lo odiaba demasiado para complacerle en eso y estaba demasiado ocupado rezando por la muerte rápida e indolora de cada superviviente de Buchenwald, por la absoluta interrupción de sus recuerdos y pesadillas. El viejo murió en octubre; Desmond, hermano de Mal y rey de los coches usados de Sacramento, le envió un telegrama lleno de invectivas religiosas. Terminaba con palabras de reproche. Dos días después Mal conoció a Celeste Heisteke.

Ella salió de Buchenwald saludable y firme, y hablaba bastante inglés como para hacer innecesaria la presencia del intérprete. Mal interrogó a Celeste a solas; hablaban de un solo tema: Celeste se acostaba con un teniente coronel de las SS llamado Franz Kempflerr, el precio por la supervivencia.

Las anécdotas de Celeste -gráficamente narradas- aliviaron a Mal de sus pesadillas mejor que el fenobarbital de contrabando que había ingerido durante semanas. Le excitaban, le repugnaban, le hacían odiar al oficial nazi y odiarse a sí mismo por ser un mirón a doce mil kilómetros de distancia de sus legendarias operaciones para capturar a prostitutas en Antivicio. Celeste captó su excitación y lo sedujo; juntos revivieron los amoríos de Celeste con Franz Kempflerr. Mal se enamoró de ella, pues advirtió que Celeste lo comprendía mucho mejor que Laura, sensual pero tonta. En cuanto le hubo echado el guante, Celeste le habló de su difunto esposo y de su hijo de seis años, quien quizás aún estuviera vivo en Praga. Él era un detective con experiencia. ¿Estaba dispuesto a buscar al chico?

Mal aceptó porque ese desafío le daba la oportunidad de ser para Celeste algo más que un amante mirón, algo más que el policía de albañal que veía su familia. Viajó tres veces a Praga. Anduvo de aquí para allá preguntando en torpe checo y alemán. Los primos de la familia Heisteke desconfiaban de él; dos veces lo amenazaron con pistolas y cuchillos y se retiró, mirando por encima del hombro como si recorriera el distrito negro de Los Ángeles entre los susurros y burlas de los policías de Oklahoma, que allí dominaban la ronda nocturna: universitario cagón, asustado por los negros, cobarde. En su último viaje localizó a Stefan Heisteke, un chico pálido de cabello oscuro y vientre distendido que dormía frente a un puesto de cigarrillos en una alfombra enrollada prestada por un amigo que trabajaba en el mercado negro. Este hombre contó a Mal que el chico se asustaba si la gente le hablaba en checo, el idioma que mejor entendía; las frases en alemán y francés sólo suscitaban respuestas monosilábicas. Mal se llevó a Stefan a su hotel, lo alimentó e intentó bañarlo, pero desistió cuando el chico rompió a llorar.

Dejó que Stefan se lavara solo y que durmiera diecisiete horas seguidas. Luego, armado con diccionarios de frases en alemán y francés, inició su interrogatorio más agotador. Logró ordenar la historia al cabo de una semana de largos silencios, largas pausas, preguntas y respuestas entrecortadas, con medio cuarto de distancia entre ambos.

Stefan Heisteke había quedado en manos de unos primos apenas antes de que Celeste y su esposo, antinazis no judíos, fueran capturados por los alemanes; los primos, al huir, lo habían confiado a parientes políticos distantes, quienes lo entregaron a unos amigos, que a su vez se lo dieron a unos conocidos escondidos en el sótano de una fábrica abandonada. Allí pasó casi dos años, en compañía de un hombre y una mujer a quienes el encierro había enloquecido. La fábrica enlataba comida para perros, y durante todo ese tiempo Stefan sólo comió carne de caballo enlatada. El hombre y la mujer lo usaban sexualmente, y luego le susurraban, en checo, palabras de amor a un niño de cinco y seis años. Stefan no toleraba el sonido de ese idioma.

Mal se reunió con Celeste, le devolvió a Stefan, le contó una versión piadosamente abreviada de esos años y le aconsejó que le hablara en francés o que le enseñara inglés. No le dijo que en su opinión los primos de Celeste eran cómplices de los horrores del niño, y cuando Stefan contó a su madre qué había ocurrido, Celeste capituló ante Mal. Él sabía que antes se había servido del niño; ahora lo amaba. Mal tenía una familia para reemplazar su hogar destruido en Estados Unidos.

Juntos habían empezado a enseñar inglés a Stefan; Mal escribió a Laura, le pidió el divorcio y preparó los papeles para llevar a su nueva familia a California. Las cosas andaban muy bien; pero de pronto se desquiciaron.

El oficial que había prostituido a Celeste había escapado antes de la liberación de Buchenwald; lo capturaron en Cracovia y lo encerraron en el puesto de la Policía Militar cuando Mal estaba a punto de recibir la baja. Mal fue a Cracovia sólo para verlo; el oficial de guardia le mostró las pertenencias confiscadas al nazi, entre las que encontró inequívocos mechones de cabello de Celeste. Mal fue hasta la celda de Franz Kempflerr y descargó su pistola en la cara del alemán.

El episodio se encubrió. Al gobernador militar, general de una estrella, le gustaba el estilo de Mal. Éste obtuvo una baja honrosa, llevó a Celeste y Stefan a Estados Unidos, volvió a ser sargento de policía y se divorció. En cuanto a los amantes de Laura, Buzz Meeks resultó herido en un tiroteo y volvió a la vida civil con una pensión; Jerry Dunleavy se quedó donde estaba, pero lejos de Mal. Se rumoreaba que Meeks sospechaba que Mal era responsable del atentado, una venganza por su aventura con Laura. Mal dejó que esos rumores siguieran circulando: servían para contrarrestar la fama de cobarde que se había ganado en Watts. Aquí y allá se habló del oficial alemán; Ellis Loew, aspirante a fiscal de distrito, un judío que había evadido el reclutamiento, se interesó por él y se ofreció a allanarle el camino cuando aprobara el examen de teniente. En el 47 Mal llegó a teniente y recibió el traslado a la Oficina de Investigaciones de la Fiscalía de Distrito, protegido por el más ambicioso ayudante de fiscal que había visto la ciudad de Los Ángeles. Se casó con Celeste e inició una vida matrimonial que ya incluía un hijo. Y cuanto más se acercaban el padre y el hijo, más rencor sentía la madre; y cuanto más se empeñaba Mal en adoptar formalmente al niño, más se negaba ella. Celeste trataba de inculcar a Stefan los modales de la vieja aristocracia checa, que los nazis le habían arrebatado: lecciones de lengua, cultura y costumbres europeas. Celeste era indiferente a los recuerdos que esas lecciones despertaban.

– El hijo pertenece a la madre. Incluso un abogado fracasado como tú debería conocer esa máxima.

Mal oyó la máquina de coser de Celeste, los soldados de juguete de Stefan golpeando la puerta. Inventó su propio epígrafe: salvar la vida de una mujer sólo despierta gratitud si la mujer tiene algo por qué vivir. Celeste sólo tenía recuerdos y una odiada existencia como hausfrau de un policía. Sólo quería llevar a Stefan de vuelta a la época de sus horrores y convertirlo en parte de los recuerdos. La conclusión final de Mal: no se lo permitiría.

Mal entró en la casa para leer los archivos clandestinos de los comunistas: su glorioso gran jurado y todo lo que cosecharía.

Prestigio.

6

Los dos piquetes avanzaban despacio por Gower, frente a las entradas de los estudios de Poverty Row. La UAES ocupaba la parte interior, donde desplegaban letreros pegados a tablas de madera chapada: PAGA JUSTA POR HORARIO LARGO, NEGOCIACIONES DE CONTRATOS YA, PARTICIPACIÓN EN LAS GANANCIAS PARA TODOS LOS TRABAJADORES. Los Transportistas caminaban junto a ellos, dejando libre una franja de acera, empuñando maderas revestidas con cinta adhesiva en cuyas puntas llevaban sus letreros: FUERA LOS ROJOS, NINGÚN CONTRATO PARA LOS COMUNISTAS. Ambas facciones intercambiaban palabras; de vez en cuando alguien gritaba: «Mierda», «traidor» o «basura» y estallaba un coro de obscenidades. Enfrente, los periodistas esperaban, fumando y jugando a las cartas en el capó de los coches.

Buzz Meeks miraba desde el pasaje que había frente a las oficinas ejecutivas de Variety International Pictures: tres pisos, un panorama de balcón. Recordaba que había machacado cabezas sindicales en los años 30; evaluó a los Transportistas y a los de la UAES y calculó un enfrentamiento comparable al de Louis y Schmeling Número Dos.

Fácil: los Transportistas eran tiburones y los UAES eran pececillos. El piquete de los Transportistas tenía a gente de Mickey Cohen, matones sindicales contratados en sórdidas agencias; los UAES eran izquierdistas veteranos, tramoyistas no tan jóvenes, mexicanos enclenques y una mujer. Si llegaban a las manos, sin cámaras presentes, los Transportistas empuñarían los palos como arietes y atacarían, atacarían con manoplas metálicas: sangre, dientes y cartílago nasal en la acera, tal vez unas cuantas orejas arrancadas. Después, a largarse antes de que el deslucido Escuadrón Antidisturbios llegara al lugar. Fácil.

Buzz miró el reloj: las cinco menos cuarto. Howard Hughes llevaba cuarenta y cinco minutos de retraso. Era un fresco día de enero, y los nubarrones ocultaban el cielo sobre Hollywood Hills. En invierno Howard se ponía en celo y quizá quisiera enviarle en busca de hembras: Schwab's Drugstore, las pequeñas casas sobrantes de la Fox y la Universal, instantáneas de muchachas bien provistas desnudas de cintura para arriba. El sí o el no de su majestad, luego contratos estándar para las aprobadas: papeles menores en películas baratas de la RKO a cambio de vivienda y comida en las guaridas de Hughes Enterprises, y frecuentes visitas nocturnas del Hombre en persona. Esperaba que hubiera alguna bonificación: aún estaba en deuda con un corredor de apuestas llamado Leotis Dineen, un energúmeno que odiaba a la gente de Oklahoma más que a la peste.

Buzz oyó el ruido de una puerta.

– El señor Hughes lo verá ahora, señor Meeks -declaró una voz de mujer.

La mujer había asomado la cabeza por la puerta de Herman Gerstein; si el jefe de Variety International estaba involucrado, quizás hubiera alguna gratificación. Buzz entró; Hughes estaba sentado detrás del escritorio de Gerstein, contemplando las fotos de las paredes: chicas ligeras de ropa, actrices de Gower Gulch sin futuro. Como de costumbre, Howard vestía un traje a rayas y exhibía sus cicatrices habituales: heridas faciales de su último accidente aéreo. El gran hombre se las cuidaba con loción humectante. Pensaba que le daban un aire distinguido.

Herman Gerstein no estaba, ni la secretaria de Gerstein. Buzz obvió las formalidades que Hughes exigía cuando había otras personas presentes.

– ¿Cómo te tratan las mujeres, Howard?

Hughes señaló la silla.

– Tú eres mi sabueso, así que deberías saberlo. Siéntate, Buzz. Esto es importante.

Buzz se sentó y abarcó la oficina entera con un ademán: fotos de mujeres, tapicerías rococó, un perchero con forma de armadura.

– ¿Por qué aquí, jefe? ¿Tiene Herman un trabajo para mí?

Hughes pasó la pregunta por alto.

– Buzz, ¿cuánto hace que somos colegas?

– Hará unos cinco años, Howard.

– ¿Y has trabajado para mí en diversos puestos?

Buzz pensó: intermediario, recaudador, chulo.

– En efecto.

– ¿Y durante esos años te he dado lucrativas referencias para otras personas que necesitaban tu talento?

– Desde luego.

Hughes amartilló ambas manos como revólveres. Los pulgares eran los percutores.

– ¿Recuerdas el estreno de Billy the Kid? La Liga para la Moralidad se paró frente a Grauman's gritándome «indecente» y unas ancianas de Pasadena le tiraron tomates a Jane Russell. Amenazas de muerte, todo eso.

Buzz cruzó las piernas y se quitó un hilo del dobladillo.

– Estaba allí, jefe.

Hughes sopló el humo imaginario que le brotaba de los dedos.

– Buzz, ésa fue una noche agitada, pero nunca la describí como peligrosa o grande, ¿verdad?

– No, jefe. Claro que no.

– Cuando arrestaron a Bob Mitchum por esos cigarrillos de marihuana, te llamé para que ayudaras con las pruebas. ¿Describí eso como grande o peligroso?

– No.

– Cuando Confidential Magazine se disponía a publicar ese artículo donde se afirmaba que me gustan las menores bien provistas, tú fuiste con tu porra a la oficina para razonar con el jefe de redacción. ¿Lo describí como grande o peligroso?

Buzz hizo una mueca. Era a finales del 47, las guaridas de Howard estaban llenas, Howard era un derviche en la cama y filmaba los testimonios de las adolescentes que confirmaban su potencia, un truco destinado a conseguir una cita con Ava Gardner. Alguien robó una cinta del departamento de montaje de la RKO y la llevó a Confidential; Buzz partió las manos de tres redactores, luego desperdició la recompensa de Hughes apostando estúpidamente en la pelea Louis-Walcott.

– No, Howard.

Hughes le disparó a Buzz con sus pistolas imaginarias.

– ¡Pum, pum, pum! Pues ahora te digo, Turner, que este espectáculo sedicioso que ves en la calle es grande y peligroso, y por eso te he llamado.

Buzz miró al piloto-inventor-magnate, agotado por su histrionismo, tratando de ir al grano.

– Howard, ¿hay dinero involucrado en este gran peligro? Si me estás pidiendo que machaque cabezas, piénsatelo dos veces, porque estoy demasiado viejo y gordo.

– Sol Gelfman no estaría de acuerdo -rió Howard Hughes.

– Sol Gelfman es demasiado amable. Howard, ¿qué quieres?

Hughes apoyó las piernas en el escritorio de Herman Gerstein.

– ¿Qué opinas del comunismo, Buzz?

– Creo que apesta. ¿Por qué?

– Esos tipos de la UAES. Son todos comunistas, rojos, camaradas. La ciudad de Los Ángeles está organizando un gran jurado para investigar la influencia comunista en Hollywood, concentrándose en la UAES. Un grupo de jefes de estudios, entre ellos Herman, yo y algunos otros, hemos formado una organización llamada «Amigos de lo Americano en el Cine» para ayudar a la ciudad. Herman y yo hemos aportado fondos. Hemos pensado que a ti también te gustaría colaborar.

Buzz rió.

– ¿Con una parte de mi magro salario?

Hughes imitó la risa con exagerado acento de Oklahoma.

– Sabía que apelar a tu patriotismo sería demasiado.

– Howard, tú sólo eres leal al dinero, las mujeres y los aviones, y en mi opinión eres tan amigo de lo americano como creo capaz a Drácula de rechazar un empleo en un banco de sangre. Así que este asunto del gran jurado tiene que ver con una de esas tres cosas, y apostaría cuanto tengo a que hay dinero por medio.

Hughes se sonrojó y señaló su accidente aéreo favorito, un accidente del que una muchacha de Wisconsin estaba enamorada.

– ¿Nos centramos en los detalles prácticos?

– Adelante.

– La UAES -dijo Hughes- está metida en Variety International, RKO, otros tres estudios de Gower y dos de los grandes. Su contrato es fuerte y no expirará hasta dentro de cinco años. Ese contrato es caro, y las cláusulas de aumento nos costarán una fortuna en los próximos años. Ahora el maldito sindicato protesta por los extras: bonificaciones, asistencia médica y participación en las ganancias. Totalmente inaceptable. Inaceptable.

Buzz clavó los ojos en Hughes.

– Pues no les renueves el contrato, o deja que hagan huelga.

– Eso no basta. Las cláusulas son demasiado caras, y no quieren hacer huelga. Prefieren las maniobras sutiles. Cuando firmamos con la UAES en el 45, nadie sabía que la televisión adquiriría tanta importancia. Tenemos problemas de taquilla, y queremos la colaboración de los Transportistas, a pesar de los malditos rojos de la UAES y su maldito contrato.

– ¿Cómo vas a librarte de ellos?

Hughes guiñó el ojo; a pesar de las cicatrices, el gesto le daba un aire infantil.

– El contrato incluye una cláusula en letra pequeña donde se estipula que los miembros de la UAES pueden ser despedidos si se prueba que han intervenido en un acto delictivo, lo cual incluye traición. Y los Transportistas trabajarán por menos dinero, si compensamos a ciertos colaboradores discretos.

– ¿Como Mickey Cohen?-aventuró Buzz, guiñando el ojo.

– No puedo mentirle a un mentiroso.

Buzz apoyó los pies en el escritorio de Gerstein, lamentando no tener un puro.

– Así que quieres ensuciar a la UAES antes de que el gran jurado se reúna o durante el proceso. Así podrás despedirlos por la cláusula delictiva y meter a los muchachos de Mickey sin que los comunistas te pongan un pleito, por temor a salir más perjudicados.

Con sus inmaculados zapatos, Hughes apartó los pies de Buzz del escritorio.

– «Ensucian» no es la palabra adecuada. Aquí hablamos del patriotismo al servicio de los buenos negocios, ya que la UAES es una banda de comunistas subversivos.

– Y me darás una compensación para…

– Y te daré permiso para unas buenas vacaciones y una compensación en efectivo para que ayudes al equipo de investigación del gran jurado. Ya tienen a dos policías como interrogadores políticos, y el ayudante del fiscal que dirige el espectáculo ahora quiere un tercer hombre que busque situaciones comprometidas y recaude dinero. Buzz, hay dos cosas que tú conoces muy bien: Hollywood y los elementos criminales de nuestra bella ciudad. Puedes ser de gran ayuda en esta operación. ¿Puedo contar contigo?

Signos de dólar bailaron en la cabeza de Buzz.

– ¿Quién es el ayudante del fiscal?

– Un hombre llamado Ellis Loew. En el 48 se presentó para el puesto de su jefe y perdió.

El judío Loew, que tenía una colosal obsesión por el estado de California.

– Ellis es un primor. ¿Los dos policías?

– Un detective del Departamento llamado Smith y un hombre de la Fiscalía de Distrito llamado Considine. Buzz, ¿cuento contigo?

Las probabilidades de siempre: cincuenta por ciento. O Jack Dragna o Mal Considine habían preparado el atentado donde le habían metido dos balas en el hombro, una en el brazo y otra en el cachete izquierdo del trasero.

– No sé, jefe. Considine y yo no estamos en buenas relaciones. Cherchez la femme, si entiendes a qué me refiero. Tendría que necesitar mucho el dinero para decir que sí.

– Entonces no hay problema. Ya te meterás en algún lío. Siempre lo haces.

7

– Recibí cuatro llamadas acerca de tus incursiones nocturnas en territorio de la ciudad -dijo el capitán Al Dietrich-. Las recibí ayer, en casa. En mi día libre.

Danny estaba de pie, en posición de descanso, frente al escritorio del comandante, dispuesto a presentar un resumen oral del caso Goines: un discurso memorizado al final del cual solicitaba más hombres del Departamento del sheriff y una colaboración con el Departamento de Policía. Mientras Dietrich despotricaba, Danny eliminó el final y se concentró en presentar pruebas lo bastante contundentes como para que el viejo le dejara ocuparse exclusivamente del caso durante por lo menos dos semanas más.

– … y si querías información acerca de los vendedores de heroína, tendrías que haber pedido que nuestra gente de Narcóticos se pusiera en contacto con la de ellos. No se puede aporrear a los vendedores, sean de color o no lo sean. El gerente de Bido Lito's dirige otro club en el condado, y anda en muy buenas relaciones con el sargento de guardia de Firestone. Además, te vieron bebiendo mientras estabas de servicio, cosa que yo también hago, pero de forma más discreta. ¿Entiendes por dónde voy?

Danny puso una expresión compungida, un pequeño truco que había aprendido por su cuenta: mirada baja, cara fruncida.

– Sí, señor.

Dietrich encendió un cigarrillo.

– Cuando me llamas señor, sé que te traes algo entre manos. Tienes la suerte de caerme bien, agente. Tienes la suerte de que a mi entender tu talento es superior a tu arrogancia. Dame tu informe. Omite los hallazgos del doctor Layman. He leído tu resumen y no me gustan las narraciones sangrientas a esta hora de la mañana.

Danny se puso tieso por reflejo: quería enfatizar los aspectos horroríficos para impresionar a Dietrich.

– Capitán, hasta ahora tengo dos descripciones más o menos precisas del asesino: alto, canoso, maduro. Por el semen, sabemos que su tipo sanguíneo es cero positivo, muy común entre los blancos. No creo que ninguno de los dos testigos pueda identificarlo en fotografía. Esos clubes de jazz son oscuros y su iluminación distorsiona las imágenes. El técnico que examinó el coche no encontró más huellas que las del propietario y su novia. Las descubrió gracias a los registros de Defensa Civil: tanto Albanese como la chica trabajaron en Defensa Civil durante la guerra. Examiné las hojas de servicios de las compañías de taxis correspondientes a la hora en que abandonaron el cadáver y el coche, y sólo había parejas saliendo de los clubes de Strip. Las hojas de servicios corroboran que Albanese regresó al distrito negro en busca del coche, lo cual lo descarta como sospechoso. Ayer me pasé todo el día y la mayor parte de la noche recorriendo Central Avenue, y no pude encontrar más testigos que hubieran visto a Goines con el hombre alto y canoso. Busqué a los dos testigos presenciales que mencioné antes con la intención de hacer un retrato-robot del sospechoso, pero se habían ido. Al parecer los jazzistas son pájaros nocturnos.

Dietrich apagó el cigarrillo.

– ¿Qué harás ahora?

– Capitán, esto es un asunto entre homosexuales. El mejor de mis dos testigos describió a Goines como un pervertido, y las mutilaciones lo respaldan. Goines murió de sobredosis de heroína. Quiero mostrar fotos de homosexuales conocidos a Otis Jackson y otros proveedores locales. Quiero…

Dietrich meneó la cabeza.

– No, no puedes volver a territorio de la ciudad e interrogar al hombre que sacudiste, y Narcóticos de la ciudad nunca colaborará con una lista de proveedores locales… gracias a tu graciosa intervención. -Levantó un ejemplar del Herald del escritorio, lo plegó y señaló un artículo de una columna-: «Cuerpo de vagabundo hallado cerca de Sunset Strip en Noche Vieja.» Conservémoslo así: discreto, sin el nombre de la víctima. En esta sección tenemos mucho trabajo, prosperamos con el turismo, y no quiero echarlo a perder porque un marica despachó a otro marica drogadicto que tocaba el trombón. ¿Entendido?

Danny juntó los dedos detrás de la espalda y soltó una máxima de Vollmer a su comandante:

– Los códigos uniformes de investigación constituyen el cimiento moral de la criminología.

– La basura humana es basura humana -replicó el capitán Al Dietrich-. Manos a la obra, agente Upshaw.


Danny regresó a la oficina y se puso a trabajar en su cubículo, encerrado entre tabiques. Los otros tres detectives del escuadrón -todos ellos le llevaban por lo menos diez años de antigüedad- escribían a máquina y parloteaban por teléfono. El bullicio le llegaba como una ráfaga que pronto se redujo a un murmullo parecido al silencio.

Una foto ampliada de Harlan «Buddy» Jastrow, el asesino del condado de Kern y el principal motivo por el que se había hecho policía, dominaba la pared del escritorio; un agente que había oído hablar de su obsesión con ese hombre le había dibujado un bigote de Hitler, con un globo de diálogo que le salía de la boca: «¡Hola! ¡Soy la némesis del agente Upshaw! ¡Quiere liquidarme, pero no le cuenta a nadie por qué! ¡Ojo con Upshaw! ¡Es un muchacho culto que se cree mejor que los demás!» El capitán Dietrich había descubierto aquel trabajo artístico; sugirió que Danny lo dejara allí para recordarle que debía refrenar su temperamento y no darse aires de superioridad. Danny lo aceptó; oyó el rumor de que a los demás detectives les agradaba la actitud: les hacía creer que Danny tenía un sentido del humor del que carecía, lo cual le irritaba y le permitía concentrarse más en su trabajo.

En dos días y medio había reunido los elementos básicos. Había investigado los clubes de jazz de Central Avenue las veinticuatro horas; cada camarero, portero, músico y personaje raro de la zona había sido interrogado; y el mismo procedimiento había seguido con la zona donde habían arrojado el cadáver. Karen Hiltscher había llamado a San Quintín y al Hospital Estatal de Lexington pidiendo información sobre Goines y sus amigotes de allí, si los tenía; esperaban los resultados de esas pesquisas. Por el momento no podía acuciar a los proveedores de heroína de la ciudad, pero podía enviar un mensaje a Narcóticos del Departamento del sheriff pidiendo una lista de vendedores del condado, estudiarla y ver si encontraba pistas que llevaran al territorio del Departamento de Policía. El sindicato de músicos donde estaba Goines volvería a abrir esa mañana después del día festivo, y por ahora Danny sólo contaba con su instinto: qué era verdad, qué no lo era, qué era demasiado rebuscado para ser cierto y qué era tan horrible que tenía que serlo. Mirando de hito en hito a Buddy Jastrow, Danny reconstruyó el crimen.

El homicida se encuentra con Goines frente a los clubes de jazz y lo persuade para inyectarse, a pesar de que Martin acaba de dejar la droga. Ya tiene el Buick preparado: forzó la puerta o la cerradura, dejó los cables listos para un arranque rápido. Viajan hasta un lugar tranquilo, un sitio equidistante del distrito negro y del Sunset Strip. El homicida inyecta a Goines cerca de la columna vertebral, metiéndole suficiente heroína como para reventarle las arterias. Ya tiene una toalla preparada para metérsela en la boca e impedir que la sangre lo empape. A juzgar por el cálculo del camarero del Zombie, el homicida y Goines se fueron de Central Avenue entre las doce y cuarto y la una menos cuarto, tardaron media hora en llegar a destino. Luego, diez minutos para preparar el homicidio y llevarlo a cabo.

Una a una y media de la madrugada.

El homicida folla a su víctima después de la muerte; le acaricia los genitales hasta magullarlos, le hiere la espalda con una hoja de afeitar, le arranca los ojos, eyacula en las cuencas por lo menos dos veces, le muerde -o hace que un animal le muerda- el estómago hasta llegar a los intestinos, lo limpia y lo lleva a la calle Allegro. Noche lluviosa, pero el cadáver no tiene humedad, pues la lluvia cesó poco después de las tres. El cuerpo fue descubierto a las cuatro.

Entre una hora y una hora y tres cuartos para mutilar el cuerpo, según el lugar donde se cometiera el asesinato.

El asesino está tan excitado sexualmente que eyacula dos veces en ese período.

El asesino, quizá tomando un camino más largo hasta el Strip, acomoda el espejo retrovisor para observar el cadáver que lleva detrás.

Un fallo en la reconstrucción, hasta el momento: la frágil teoría de la «carnada de sangre» del doctor Layman no encajaba. Un perro feroz bien entrenado no concordaba con las demás hipótesis: sería muy difícil de manejar, una molestia, un estorbo, demasiado ruidoso, demasiado difícil de controlar en momentos de impulso psicótico. Esto implicaba que las dentelladas del torso eran humanas, aunque las huellas fueran demasiado grandes como para ser obra de un hombre mordiendo hacia abajo. Lo cual significaba que el asesino mordía, roía, mordisqueaba y escarbaba con los dientes para llegar a las entrañas de la víctima, moviéndose hacia arriba para dejar bordes inflamados mientras lamía…

Danny salió de su oficina y fue al cuarto de archivos contiguo a la oficina general. Un gabinete desvencijado contenía los archivos de Antivicio y abuso sexual de la división: denuncias de Hollywood Oeste, quejas, informes de arrestos y demandas de ayuda que se remontaban a la inauguración del cuartel en el 37. Algunas carpetas estaban archivadas alfabéticamente bajo «Arrestado»; algunas bajo «Denunciante»; algunas se ordenaban numéricamente por «Lugar del suceso». Unas incluían fotos, otras no; los vacíos en las carpetas de «Arrestado» indicaban que los inculpados habían sobornado a agentes para que sustrajeran informes que podrían resultar embarazosos. Y Hollywood Oeste era apenas una fracción del territorio del condado.

Danny se pasó una hora hojeando informes de «Arrestado», buscando hombres altos, maduros y canosos que actuaran con violencia, consciente de que tenía trabajo suficiente hasta que la Sede Local de Músicos 3126 abriera a las diez y media. El trabajo chapucero -plagado de errores ortográficos, copias borrosas y descripciones casi analfabetas de delitos sexuales- estuvo a punto de hacerle gritar ante la incompetencia del Departamento del sheriff de Los Ángeles; esos sórdidos relatos acerca de romances en cuartos de baño y colegiales que recibían dinero a cambio de chupar vergas en un coche le revolvían el estómago con una biliosidad que sabía a café rancio o a las seis copas de la noche anterior. Consiguió cuatro candidatos, hombres que tenían de cuarenta y tres a cincuenta y cinco años, de un metro ochenta a un metro noventa de altura, que en total sumaban veintiuna condenas por actos de sodomía, la mayoría consumados en alguna celda con otro preso homosexual, un coitus interruptus carcelario que daba como consecuencia una nueva acusación. A las diez y veinte se dirigió a la oficina de despachos para darle las carpetas a Karen Hiltscher. Estaba sudoroso, y tenía la ropa deslucida aun antes de empezar el día.

Karen trabajaba con la centralita, recibiendo llamadas, un auricular sobre el peinado a lo Veronica Lake. Era una chica de diecinueve años, rubia y tetona, una empleada civil destinada a cubrir la próxima vacante femenina en la academia del condado. Danny no le veía pasta de policía: el período de dieciocho meses de servicio carcelario impuesto por el Departamento le haría perder los nervios y la arrojaría en brazos del primer policía que prometiera apartarla de matronas lesbianas, putas mexicanas y madres blancas acusadas de abusos infantiles. La rompecorazones de Hollywood Oeste no duraría ni dos semanas como policía.

Danny se ajustó la corbata y se alisó la camisa, su seductor preludio para pedir favores.

– ¿Karen? ¿Estás ocupada, cariño?

La muchacha lo vio y se quitó el auricular. Frunció la boca; Danny se preguntó si convendría ablandarla con otra invitación a cenar.

– Hola, agente Upshaw.

Danny apoyó las carpetas en la centralita.

– ¿Qué ha pasado con «Hola, Danny»?

Karen encendió un cigarrillo a lo Veronica Lake y tosió. Sólo fumaba cuando intentaba deslumbrar a los policías del turno diurno.

– El sargento Norris oyó que llamaba a Eddie Edwards por su nombre de pila y dijo que lo llamara agente Edwards, que no me tomara tantas familiaridades hasta que hubiera ascendido.

– Dile a Norris que yo te he dado permiso para llamarme Danny.

Karen hizo una mueca.

– Daniel Thomas Upshaw es un bonito nombre. Se lo dije a mi madre, y ella estuvo de acuerdo conmigo.

– ¿Qué más le dijiste de mí?

– Que eres muy dulce y apuesto, pero que te haces rogar. ¿Qué hay en esas carpetas?

– Informes sobre delincuentes sexuales.

– ¿Para ese homicidio en que estás trabajando?

Danny asintió.

– Encanto, ¿han respondido Lexington y San Quintín a mis preguntas sobre Goines?

Karen hizo otra mueca, entre astuta y coqueta.

– Ya te lo habría dicho. ¿Por qué me das estos informes?

Danny se inclinó sobre la centralita y le guiñó el ojo.

– Estaba pensando en una cena en Mike Lyman's cuando termine con ciertos trabajos. ¿Quieres echarme una mano?

Karen Hiltscher trató de responder al guiño, pero la pestaña postiza se le quedó pegada en el párpado inferior y tuvo que arrojar el cigarrillo en un cenicero para sacarla. Danny desvió la mirada, asqueado; Karen frunció los labios.

– ¿Qué quieres de esos informes?

Danny miró hacia la pared para que Karen no le leyera la expresión.

– Llama a Registros de la cárcel Salón de la Justicia y consigue el grupo sanguíneo de los cuatro sujetos. Si te dan algo que no sea cero positivo, olvídalo. Para los cero positivo, llama a Libertad Condicional para pedir el último domicilio conocido, antecedentes e informes. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Danny miró a su Veronica Lake de pacotilla. Tenía la pestaña izquierda pegada a la ceja postiza.

– Eres un encanto. Cenaremos en Lyman's cuando termine este trabajo.


La Sede Local 3126 estaba en la calle Vine, al norte de Melrose, un tugurio pardo entre una bollería y una tienda de licores. Había sujetos pintorescos cerca de la puerta, engullendo pastas y café, cerveza y vasos de moscatel.

Danny aparcó y entró. Un grupo de bebedores de vino se apartó para dejarlo pasar. El interior del local era húmedo: sillas plegables alineadas en filas irregulares, colillas en el suelo de linóleo rayado, fotos de Downbeat y Metronome pegadas a las paredes, la mitad de blancos y la mitad de negros, como si la gerencia tratara de establecer una equidad entre los jazzistas. En la pared izquierda había un mostrador empotrado, con archivos detrás. Una blanca ojerosa montaba guardia. Danny se le acercó blandiendo la placa y las fotos de Martin Goines.

La mujer ignoró la placa y miró las fotos.

– ¿Ese tipo toca el trombón?

– Así es. Martin Mitchell Goines. Ustedes lo mandaron a Bido Lito's en Navidad.

La mujer examinó las fotos con mayor atención.

– Tiene labios de trombón. ¿Qué ha hecho?

Danny mintió discretamente:

– Ha violado su libertad condicional.

La demacrada mujer tocó las fotos con una uña larga y roja.

– La vieja historia. ¿Qué quiere de mí?

Danny señaló los archivos.

– Sus antecedentes laborales hasta el momento.

La mujer titubeó, abrió y cerró cajones, hojeó carpetas, escogió una y le echó un vistazo a la primera página. La apoyó en el escritorio.

– Un músico de ninguna parte. Sin clase.

Danny abrió la carpeta y la miró; advirtió de inmediato dos lagunas: la sentencia del 38 al 40 por tenencia de marihuana, y la del 44 al 48 en San Quintín por el mismo delito. Desde el 48 los empleos eran esporádicos: contratos de dos semanas en salas de juego de Gardena y su precario trabajo en Bido Lito's. Antes de la primera sentencia, Goines tenía trabajos «muy» ocasionales. Tugurios de carretera en Hollywood en el 36 y el 37. A principios de los 40 Martin Goines era un loco del «cuerno» o trombón.

Bajo su consigna «El loco Martin Goines y su Cuerno de la Abundancia», había tocado un tiempo con Stan Kenton; en 1941, había hecho una gira con Wild Willie Monroe. Un fajo de páginas detallaba trabajos en el 42, el 43 y principios del 44, contratos de una noche con bandas de seis u ocho músicos que tocaban en tugurios del Valle de San Fernando. En las hojas de empleo sólo figuraban los directores o los gerentes que se encargaban del contrato. Los otros músicos no se mencionaban.

Danny cerró la carpeta. La mujer dijo:

– Nada, ¿verdad?

– Nada. ¿Sabe usted si alguno de estos individuos conoce a fondo a Martin Goines?

– Puedo preguntar.

– Hágalo, por favor.

La mujer alzó los ojos al cielo, dibujó un signo de dólar en el aire y se señaló el escote. Danny aferró el borde del mostrador y olió el burbon de la noche anterior brotándole por los poros. Estaba a punto de hacerse el duro cuando recordó que estaba en terreno de la ciudad y la filípica de su comandante. Hurgó en los bolsillos, sacó un billete de cinco y lo aplastó contra el mostrador.

– Hágalo ya.

La mujer cogió el billete y desapareció detrás de los archivos. Segundos después salió a la acera, habló con los que bebían vino, y después con los que engullían bollos y café. Escogió a un sujeto negro que llevaba un maletín de bajo, le aferró por el brazo y lo arrastró adentro. El hombre olía a sudor rancio, hojas y enjuague bucal, como si el largo abrigo que llevaba puesto fuera su domicilio permanente.

– Éste es Chester Brown -dijo la mujer-. Conoce a Martin Goines.

Danny le señaló a Brown la hilera de sillas más cercana. La mujer regresó al mostrador y el hombre siguió a Danny, se sentó y sacó un frasco de Listerine.

– Desayuno de campeones -indicó. Bebió, hizo gárgaras y tragó.

Danny se sentó a dos sillas de distancia, lo bastante cerca como para oír, pero a suficiente distancia como para neutralizar el tufo.

– ¿Conoces a Martin Goines, Chester?

Brown eructó y dijo:

– ¿Por qué iba a decírselo?

Danny le dio un dólar.

– Almuerzo de campeones.

– Yo como tres veces al día, agente. Informar me da hambre.

Danny le dio otro dólar; Chester Brown lo guardó, empinó el frasco de Listerine y lo palmeó.

– Estimula la memoria. Y como no he visto a Martin desde la guerra, va usted a necesitar esa memoria.

Danny extrajo libreta y pluma.

– Escucho.

El bajista respiró hondo.

– Toqué con Martin cuando él se hacía llamar el Cuerno de la Abundancia. Locales de mala muerte en el Valle, cuando Ventura Boulevard era un campo de habichuelas. La mitad de los muchachos fumaban hierba, la mitad seguían el camino de la aguja. Martin andaba rabioso como un perro.

Hasta ahora, esta historia de siete dólares era verídica, según lo que indicaban los antecedentes laborales y penales de Goines.

– Continúa, Chester.

– Bien, Martin vendía cigarros de hierba. No le fue muy bien, pues oí decir que estuvo entre rejas. Y era un jodido maestro del robo. Todos los músicos que se Hipaban lo hacían. Birlaban carteras en los taburetes y las mesas, conseguían las direcciones y copiaban las llaves mientras el camarero servía las bebidas a los clientes. En una sesión faltaba el batería, en la otra faltaba el trompetista, y así sucesivamente, porque ellos usaban la información para robar a los clientes de la localidad. Martin lo hizo muchas veces por su cuenta. Robaba un coche durante el descanso, entraba en una casa y regresaba para la siguiente sesión. Como le decía, un jodido maestro del robo.

Un jodido nuevo método, incluso para un policía que se había dedicado a robar autos y creía estar al corriente de todas las técnicas.

– ¿De qué años hablas, Chester? Haz un esfuerzo.

Brown consultó su Listerine.

– Diría que esto fue entre el verano del 43 y mediados del 44.

Goines había recibido su segunda sentencia en abril del 44.

– ¿Trabajaba solo?

– ¿Para los robos?

– Sí. ¿Tenía algún socio?

– Salvo por un chico -explicó Chester Brown-, el Cuerno de la Abundancia era un solitario. Pero tenía un amigo… un muchachito blanco y rubio, alto y tímido. Amaba el jazz pero no podía aprender a tocar ningún instrumento. Había estado en un incendio y tenía la cara cubierta de vendas como si fuera una maldita momia. Un chico de diecinueve o veinte años. Él y Martin se cargaron juntos un montón de robos.

A Danny le cosquilleó la piel, aunque ese chico no podía ser el asesino: si era jovencito en el 43-44 no sería maduro y canoso en el 50.

– ¿Qué le pasó al amigo, Chester?

– No sé, pero está usted haciendo muchas preguntas por tratarse de un problema de libertad condicional, y no me ha preguntado dónde creo que está Martin.

– A eso iba. ¿Tienes alguna idea?

Brown sacudió la cabeza.

– Martin siempre andaba solo. Nunca iba con nadie fuera del club.

Danny tragó saliva.

– ¿Goines es homosexual?

– ¿Cómo dice?

– ¡Pregunto si es marica, si es invertido! ¡Si le gusta follar chicos!

Brown terminó el frasco de Listerine y se enjugó los labios.

– No tiene por qué gritar, y es muy desagradable decir eso de alguien que nunca le ha hecho ningún daño.

– Entonces, responde.

El bajista abrió el maletín de instrumentos. Dentro sólo había frascos de enjuague bucal Listerine. Chester Brown desenroscó el tapón de uno y tomó un largo sorbo.

– Bebo por Martin -dijo-. No soy tan tonto como usted cree, y sé que está muerto. Y claro que no era homosexual. No se podrán decir muchas cosas buenas de él, pero no era maricón.


Danny tomó las noticias viejas de Chester Brown y fue hasta un teléfono público. Con la primera llamada averiguó que Martin Mitchell Goines no tenía detenciones por sospechas de robo y que ningún joven rubio figuraba como cómplice de sus dos arrestos por tenencia de marihuana; no había ningún joven rubio con marcas de quemaduras arrestado por robo o tenencia de estupefacientes en el Valle de San Fernando en el período de 1942 a 1945. La llamada fue una infructuosa excursión de pesca.

Una llamada a Hollywood Oeste lo llevó a una decepcionante charla con Karen Hiltscher, quien le informó que los cuatro sospechosos de las carpetas habían resultado ser sólo eso: un examen de sus informes de penales revelaba que ninguno de los hombres era cero positivo. Habían llamado las autoridades de San Quintín y del hospital de Lexington; decían que Martin Goines era un solitario nato, y que su consejero de Lexington afirmaba que se le había asignado un asistente federal en Los Ángeles, pero que Goines aún no había llamado ni había dejado un domicilio probable. Aunque esa pista quizá no condujera a nada, Danny pidió a Karen que revisara los archivos de robo buscando hombres relacionados con el jazz o una alusión a un aficionado al jazz con la cara quemada. La muchacha aceptó algo irritada; Danny colgó pensando que tendría que elevar el temido compromiso de una cena en Mike Lyman's a una velada en Coconut Grove para tenerla contenta.

Después de la una de la tarde no le quedaba más que recorrer terreno conocido. Fue al distrito negro y amplió su campo de averiguaciones. Habló de Goines y el canoso con los vecinos de las calles laterales cercanas a Central Avenue durante cuatro horas que resultaron infructuosas. Al atardecer regresó a Hollywood Oeste, aparcó en Sunset y Doheny y recorrió el Strip de oeste a este, de este a oeste; caminó al norte por las calles residenciales que llevaban a las colinas, al sur hasta Santa Monica Boulevard, preguntándose por qué el asesino había escogido la calle Allegro para dejar el cadáver. Se preguntó si el asesino vivía cerca, había vejado el cadáver de Goines durante más tiempo y eligió Allegro para divertirse a costa de los polizontes que lo buscaban. El coche abandonado podía ser un truco para convencerlos de que vivía en otra parte. Esa teoría conducía a otras. Pensamiento subjetivo, una premisa fundamental de Hans Maslick. Danny pensó en el asesino con su propio coche aparcado cerca para largarse deprisa; el asesino recorriendo el Strip en la mañana de Año Nuevo, protegido por enjambres de juerguistas, liberado de sus impulsos homicidas. Y allí empezaba el terror.

En un famoso ensayo, Maslick describía una técnica que había creado mientras se sometía al análisis con Sigmund Freud. Se llamaba Cámara Humana, y consistía en enfocar los detalles desde el punto de vista del criminal. Se usaban ángulos y trucos cinematográficos; los ojos del investigador se convertían en una cámara capaz de acercarse y alejarse, tomar primeros planos, escoger motivos de fondo para interpretar las pruebas a la luz de la estética. Danny cruzaba Sunset y Horn cuando se le ocurrió la idea: imaginó que ahora eran las cuatro menos cuarto de Noche Vieja, y que él era un maníaco sexual que regresaba a su casa o a su coche o a una tienda abierta toda la noche para calmarse. Pero no vio a las demás personas que paseaban por el Strip o hacían cola para entrar en el Mocambo o se sentaban al mostrador de Jack's Drive Inn. Fue directamente a los ojos, las entrañas y el sexo de Martin Goines, un primerísimo plano a todo color, el preparativo para la autopsia amplificado diez millones de veces. Un coche viró ante él; tembló de nerviosismo, y en un calidoscopio vio a Coleman, el saxo alto, al protagonista de la película que había visto con Karen, a Tim. Cuando apuntó su Cámara Humana al peatón a quien presuntamente estaba mirando, todo eran gárgolas, todo estaba distorsionado.

Tardó mucho en calmarse, en volver a la realidad. No había comido desde el día anterior; había postergado su ración de burbon para caminar por el Strip con la cabeza despejada. Recorrer clubes nocturnos y restaurantes preguntando acerca de un hombre alto y canoso en Año Nuevo sería tarea suficiente como para mantenerlo despabilado.

Lo hizo.

Y no consiguió nada.

Dos horas.

Las mismas versiones en Cyrano's, Dave's Blue Room, Ciro's, el Mocambo, La Rue, Coffee Bob's, Sherry's, Bruno's Hideaway y el Movieland Diner: cada sitio había estado atestado hasta el amanecer del Año Nuevo. Nadie recordaba a un hombre alto, canoso, solitario.

A medianoche, Danny regresó al coche y condujo hasta el Moonglow Lounge para tomarse sus cuatro copas. Janice Modine, su confidente favorita, vendía cigarrillos a un público escaso: tórtolos que se manoseaban, parejas que se acariciaban al son de la música lenta del tocadiscos automático. Danny se sentó mirando hacia el lado opuesto al escenario; Janice apareció un minuto después, llevando una bandeja con cuatro vasos y agua helada.

Danny dio cuenta de las copas sin mirar a Janice, para que ella entendiera y lo dejara en paz. No quería gratitud por las veces que la había salvado de arrestos por prostitución, ni datos sobre Mickey C., inútiles porque el más promisorio delincuente de la Sección de Hollywood Oeste sobornaba a la flor y nata del cuerpo. El recurso no dio resultado, la muchacha se le plantó delante. Un tirante se le deslizó por el hombro, luego el otro. Danny esperó la primera oleada de calor. Cuando la recibió, todos los colores del salón cobraron el tono adecuado.

– Siéntate y dime qué quieres antes de que se te caiga el vestido -dijo.

Janice se subió los tirantes y se sentó frente a él.

– Es por John, señor Upshaw. Lo han arrestado de nuevo.

John Lembeck era el amante y chulo de Janice, un ladrón de coches especializado en robos a medida: un chasis para el vehículo básico, repuestos que cumplieran ciertos requisitos. Había nacido en San Berdoo, como Danny. Sabía muy bien que un agente del condado había robado coches en Kern y Visalia, pero no lo mencionaba cuando lo capturaban por sospechoso.

– ¿Partes o un coche entero?-preguntó Danny.

Janice se sacó un pañuelo del escote y lo plegó.

– Tapicería.

– ¿Ciudad o condado?

– Creo que el condado. San Dimas.

Danny torció el gesto. San Dimas tenía la sección de detectives más dura del Departamento; en el 46 el jefe de la guardia diurna, ebrio con hidrato de trementina, había matado a golpes a un peón mexicano.

– Es territorio del condado. ¿A cuánto asciende la fianza?

– No hay fianza, a causa de la última infracción de John. Violó la libertad condicional, señor Upshaw. John está asustado porque dice que esos policías son duros de veras, y le hicieron firmar una confesión por coches que en realidad no robó. John pidió que le dijera a usted que un chico de San Berdoo que ama los coches debería proteger a otro chico de San Berdoo que también los ama. No me aclaró qué quería decir, pero me pidió que se lo dijera.

Tenía que intervenir para impedir que echaran al traste su carrera: llamar a los polizontes de San Dimas, decirles que John Lembeck era su soplón y que una pandilla de ladrones negros con contactos en la cárcel lo tenía entre ceja y ceja, que lo degollarían si el imbécil ingresaba en una prisión del condado. Si Lembeck se portaba como un buen chico en la celda, lo dejarían libre con una tunda.

– Dile a John que me encargaré de eso por la mañana.

Janice había deshecho el pañuelo de papel en jirones.

– Gracias, señor Upshaw. John también me pidió que fuera amable con usted.

Danny se levantó, sintiéndose tibio y flojo, preguntándose si debía dar su merecido a Lembeck por hacer de alcahuete.

– Siempre eres amable conmigo, preciosa. Por eso me tomo las copas aquí.

Janice abrió ojos celestes y seductores.

– Dijo que fuera muy amable con usted.

– No quiero.

– Quiero decir, amable con «extras».

– No insistas -dijo Danny, y dejó su habitual propina de un dólar sobre la mesa.

8

Mal estaba en su oficina. Ya había leído doce veces los archivos psiquiátricos del doctor Saul Lesnick.

Era poco más de la una de la madrugada; la Oficina de la Fiscalía era una hilera de cubículos oscuros sólo iluminados por la luz de Mal. Tenía carpetas desparramadas sobre el escritorio, señaladas con páginas de notas manchadas de café. Celeste pronto estaría dormida. El podría ir a casa y dormir en el estudio sin que ella lo molestara con ofrecimientos sexuales sólo porque a esa hora de la noche él era su único amigo, y darle un beso significaba que empezarían a hablar hasta que uno de ellos provocara un riña. Esa noche la hubiera aceptado: los datos de los archivos lo habían excitado como en los viejos días de Antivicio, cuando hacía vigilar a las chicas antes de irrumpir en un burdel. Cuanto más se sabía sobre ellas, más oportunidades había de que señalaran a sus chulos y clientes. Y al cabo de cuarenta y ocho horas de revisar papeles, creía haber calado a los rojos de la UAES.

Engañados.

Traidores.

Perversos.

Gritaban tópicos, amaban los lemas, eran pseudoidealistas a la moda. Langostas atacando causas sociales con información errónea y soluciones falsas. Casi estropeaban su único auténtico respaldo -el caso de Sleepy Lagoon- por haberse asociado con quienes no debían: camaradas que habían solicitado a verdaderos miembros del Partido que organizaran piquetes y repartieran panfletos, desacreditando casi todo lo que hacía y decía el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon. Escritores, actores y parásitos de Hollywood escupiendo traumas baratos, perogrulladas izquierdistas y sentimientos de culpabilidad por haberse revolcado en dinero durante la depresión y haber usado luego sus riquezas para respaldar falsas causas izquierdistas. Gente llevada al diván de Lesnick por su promiscuidad y su estupidez política.

Engañados.

Estúpidos.

Egoístas.

Mal bebió café y revisó mentalmente los archivos, una última reflexión antes de ponerse a clasificar a los dirigentes que él y Dudley Smith interrogarían y aquellos que se asignarían a un operativo que aún no habían encontrado: el proyecto de Loew, su herramienta favorita. Eran muchos sujetos con demasiado dinero y poco seso haciendo tonterías a fines de los 30 y durante los 40: traicionándose a sí mismos, a sus amantes, a su país y a sus propios ideales. Dos acontecimientos habían acentuado esa locura, arrancándolos de su órbita de fiestas, mítines y amoríos.

El caso de Sleepy Lagoon.

La investigación de la influencia comunista en la industria del entretenimiento realizado en 1947 por el Comité de Actividades Antiamericanas Internas.

Lo curioso era que los dos acontecimientos conferían a los rojos cierta credibilidad, cierta nobleza.

En agosto de 1942 alguien había matado a golpes y arrollado con un coche a un joven mexicano llamado José Díaz frente a Sleepy Lagoon, un lugar de lomas herbosas donde se reunían bandas de la zona Williams Ranch de Los Ángeles Central. Presuntamente, el origen del suceso era que esa noche habían echado a Díaz de una fiesta; al parecer había insultado a varios miembros de una banda juvenil rival, y diecisiete de ellos lo habían arrastrado hasta Sleepy Lagoon para liquidarlo. Había escasas pruebas contra ellos; la investigación y el juicio, a cargo del Departamento de Policía de Los Ángeles, se habían realizado en una atmósfera de histeria; los disturbios del 42 y el 43 habían suscitado una gran ola de sentimiento antimexicano en Los Ángeles. Los diecisiete muchachos fueron sentenciados a cadena perpetua, y el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon -dirigentes de la UAES, miembros del Partido Comunista, izquierdistas y simples ciudadanos- organizaron protestas, presentaron peticiones y juntaron fondos para contratar a un equipo de abogados que al fin lograron un indulto para aquellos jóvenes. Hipocresía dentro del idealismo: los pacientes de Lesnick, que lloraban por los pobres mexicanos encarcelados, se quejaban de que algunas mujeres blancas del Partido Comunista follaban con «proletarios» mexicanos, y luego se rasgaban las vestiduras por su mojigatería.

Mal se recordó que debía hablar con Ellis Loew acerca del asunto de Sleepy Lagoon: Ed Satterlee quería introducir fotos federales de las protestas del Comité, pero los chicos habían sido exculpados y eso podía resultar contraproducente. Lo mismo sucedía con la información sobre las investigaciones del HUAC en el 47. Sería mejor que él y Dudley fueran discretos, no comprometieran la complicidad de Lesnick y usaran los datos sólo por implicación: para aprovechar los presuntos puntos débiles de la UAES. Un ataque a fondo con el material del HUAC podía poner en jaque al gran jurado: J. Parnell Thomas, presidente del Comité, estaba cumpliendo sentencia por acusaciones de soborno; importantes estrellas de Hollywood habían repudiado los métodos del HUAC y los archivos de Lesnick estaban plagados de traumas serios derivados de la primavera del 47: suicidios, intentos de suicidio, frenéticas traiciones a la amistad, alcohol y sexo para amortiguar el dolor. Si en el 50 el gran jurado de la ciudad de Los Ángeles intentaba usar el material del HUAC del 47 -su primer precedente- podían provocar simpatía hacia los miembros de la UAES y más testigos hostiles. Mejor no hurgar en los viejos testimonios del HUAC en busca de pruebas de conspiración; era necesario negar a esos rojos la oportunidad de denunciar las tácticas del gran jurado a la prensa.

Mal juzgó que su perspectiva era sólida: buenas pruebas, sólida reflexión sobre qué usar y qué retener. Terminó el café y pasó a los individuos, la media docena más apta para interrogatorios entre esos veintidós.

El primero era un dudoso: Morton Ziffkin, miembro de la UAES, del PC y de otras once organizaciones clasificadas como órganos comunistas. Padre de familia, esposa y dos hijas mayores. Guionista bien pagado: cien mil al año hasta que mandó al HUAC al infierno. Ahora trabajaba por unos céntimos en el montaje de películas. Había visitado al doctor Lesnick porque deseaba «explorar el pensamiento freudiano» y aplacar su impulso de engañar a su esposa con una legión de mujeres del PC «en busca de mi dinero, no de mi cuerpo». Un rabioso y malhumorado ideólogo marxista, buen candidato para hacer de señuelo en el banquillo, aunque quizá nunca delatara a sus camaradas. Parecía bastante inteligente como para poner en ridículo a Ellis Loew, y sus desacuerdos con la HUAC le daban aire de mártir. Una posibilidad.

Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides, ex dirigentes del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon, reclutados entre los Sinarquistas -una banda mexicana aficionada a los emblemas nazis- por jefes del PC. Ahora eran personajes étnicos simbólicos en la jerarquía de la UAES. Los tres habían pasado la década de los 40 jodiendo con izquierdistas blancas condescendientes, exasperados por los aires de esas mujeres, pero agradecidos por la diversión; más exasperados cuando su «puto» jefe de célula les dijo que «explorasen» esa exasperación visitando a un psiquiatra. Benavides, Duarte y López trabajaban actualmente en Variety International Pictures, la mitad del tiempo como tramoyistas, y la otra mitad haciendo de indios en películas de vaqueros baratas. También actuaban como jefes de piquete en Gower Gulch. Eran lo más parecido a matones dentro de la UAES, y daban lástima si se los comparaba con los pistoleros de Mickey Cohen que estaban contratando los Transportistas. Mal los clasificó como cazadores de hembras que habían dado un mal paso, pues el asunto de Sleepy Lagoon era su única preocupación política auténtica. Quizá tuvieran antecedentes penales y contactos procedentes de los viejos días de los disturbios, un buen punto de partida para el investigador que Ellis Loew debía encontrar.

Los demás presentaban aspectos comprometidos.

Reynolds Loftis, actor de cine. Su ex amante homosexual, Chaz Minear, guionista de ínfima calidad, lo había delatado al HUAC. Loftis no sospechaba que Minear era un soplón, y no se había vengado de la denuncia. Ambos estaban todavía en la UAES, aún se trataban cordialmente en los mítines y otras reuniones políticas a las que asistían. Minear, sintiéndose culpable del soplo, le había dicho al doctor Lesnick: «Si usted supiera por quién me abandonó, comprendería por qué lo hice.» Mal había examinado las fichas de Loftis y Minear buscando más menciones del «otro», pero no encontró nada; había una gran laguna en las fichas sobre Loftis -desde el 42 hasta el 44- y las de Minear no aludían a la tercera punta del triángulo. Mal recordaba a Loftis de películas del oeste que había ido a ver con Stefan: un hombre alto, flaco, de pelo plateado, guapo como la imagen ideal de un senador norteamericano. Y un comunista, un subversivo, un testigo hostil del HUAC y un bisexual confeso. Un potencial testigo amigable por excelencia: después de Chaz Minear, el rojo que más trapos sucios escondía.

Y, por último, la Reina Roja.

Claire de Haven no tenía ficha, y varios hombres la habían descrito como demasiado lista, fuerte y capaz como para necesitar los cuidados de un psiquiatra. Además, se acostaba con la mitad de su célula del PC y con todos los jerarcas de la Comisión de Defensa de Sleepy Lagoon, incluidos Benavides, López y Duarte, que la adoraban. Chaz Minear estaba loco por ella, a pesar de ser homosexual; Reynolds Loftis la mencionaba como la «única mujer que he querido de verdad». Los testimonios sobre su sagacidad eran de segunda mano: Claire se movía en la trastienda, no gritaba consignas y conservaba los contactos políticos y legales de su difunto padre, un estólido conservador que había sido consejero de la comunidad empresarial de Los Ángeles. Minear había dicho al doctor Lesnick que la influencia política del padre había impedido que el HUAC citara a Claire de Haven en el 47 y que los demás testigos mencionaran su nombre. Claire de Haven follaba como un conejo, pero no tenía fama de pelandusca; inspiraba la lealtad de guionistas homosexuales, actores ambivalentes, tramoyistas mexicanos y comunistas de toda clase.

Mal apagó la luz, recordándose que debía escribir una nota para el doctor Lesnick: todos los archivos terminaban en el verano del 49, cinco meses atrás. ¿Por qué? Dirigiéndose al ascensor, se preguntó qué aspecto tendría Claire de Haven, dónde podría conseguir una foto, si podría lograr que su infiltrado aprovechara sus apetitos sexuales: la política y el sexo para obligarla a presentarse como testigo voluntario, la Reina Roja extorsionada como una ramera de Chinatown, insignias de capitán bailando al final de una película porno.

9

Hora de la recaudación.

Su primera parada era Variety International, donde Herman Gerstein le dio una conferencia de cinco minutos sobre los males del comunismo y le entregó un abultado sobre lleno de billetes de cien; la segunda parada era un pequeño paseo entre los piquetes de los Transportistas y la UAES para entrar en Hollywood Prestige National Pictures, donde Wally Voldrich, el jefe de Seguridad, le dio una caja de donuts llena de billetes de cincuenta pringados de azúcar glaseado y chocolate. Ya tenía en el bolsillo los diez mil de Howard; la aportación de Mickey C. a los Amigos de lo Americano en el Cine sería su última recaudación de la mañana.

Buzz tomó por Sunset hasta Santa Monica Canyon, rumbo al escondrijo donde Mickey se divertía con sus subordinados, recibía mujeres y se ocultaba de su esposa. El dinero que llevaba en el bolsillo resultaba estimulante: si Mal Considine andaba por ahí cuando entregara el maletín a Ellis Loew, lo provocaría para ver cómo le habían afectado los cuatro años pasados desde lo de Laura. Si la sensación era favorable, le diría a Howard que contara con él para combatir el comunismo: Leotis Dineen le estaba reclamando mil quinientos dólares, y no era nada conveniente jugar con él.

El refugio de Cohen era un bungalow de bambú rodeado por arbustos tropicales cuidados con todo esmero, camuflaje para sus tiradores cuando había una escaramuza entre Mick y Jack Dragna. Buzz aparcó en la calzada detrás de un Packard blanco, preguntándose dónde estaba el Cadillac blindado de Mickey y quién se encargaría de entregar el sobre. Caminó hasta la puerta y llamó; una voz de mujer sureña le indicó que pasara.

Buzz abrió la puerta y vio a Audrey Anders sentada ante una mesa, tecleando una calculadora. La falta de maquillaje, los pantalones holgados y la camisa con el monograma de Mickey le restaban encanto; en realidad tenía mejor aspecto que la mañana de Año Nuevo, con vestido rosa de fiesta y tacones altos, propinando una patada a Tommy Sifakis en las pelotas.

– Hola -saludó.

Ella señaló una mesita de laca china; en el centro había un fajo de billetes sujetos con una goma elástica.

– Mickey te manda decir mazel tov. Supongo que quiere decir que se alegra de que estés en este asunto del gran jurado.

Buzz se sentó en una mecedora y levantó los pies, señal de que pensaba quedarse un rato.

– ¿Mickey se está aprovechando de tu título universitario?

Audrey tecleó una operación, miró el papel de la máquina y anotó algo en una libreta, todo muy despacio.

– ¿Crees lo que dicen los programas de El Rancho Burlesque?-dijo ella.

– No, me di cuenta por tu cerebro.

– ¿Cerebro para llevar las cuentas de una operación de préstamo?

– Usura es una palabra más acertada, pero me refería a tu cerebro en general.

Audrey señaló los pies de Buzz.

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo?

– No mucho. ¿De veras tienes una licenciatura?

– Demonios, insistimos en hacernos esas preguntas. No, no tengo una licenciatura, pero sí un título en contabilidad de un colegio de segunda de Jackson, Mississippi. ¿Satisfecho?

Buzz no sabía si la mujer quería que se largara de una vez o si estaba contenta con la interrupción. Sumar dinero producto de la usura en un buen día de invierno no era precisamente agradable. Buzz jugó su única baza, la única forma de averiguar qué pensaba la chica de él.

– ¿Lucy Whitehall está bien?

Audrey encendió un cigarrillo y exhaló dos perfectos anillos de humo.

– Sí. Sol Gelfman la ha acogido en su casa de Palm Springs, y Mickey consiguió que un amigo suyo del Departamento del sheriff emitiera algo que llaman orden de restricción. Si Tommy molesta a Lucy, la policía lo arrestará. Lucy me dijo que te agradecía lo que hiciste. No le conté que lo hiciste por dinero.

Buzz ignoró la provocación y sonrió.

– Saluda a Lucy de mi parte. Dile que es tan bonita que lo habría hecho gratis.

Audrey rió.

– No esperes que te crea. Meeks, ¿qué hay entre tú y Mickey?

– Responderé con una pregunta. ¿Por qué quieres saberlo?

Audrey sopló otros dos anillos y aplastó el cigarrillo.

– Porque anoche habló de ti una hora seguida. Porque dijo que no logra entender si eres el estúpido más listo o el listo más estúpido que conoce, y no entiende por qué derrochas el dinero con corredores de apuestas negros cuando podrías apostar con él sin efectivo. Dijo que sólo los estúpidos aman el peligro, pero tú amas el peligro y no eres estúpido. Dijo que no sabe si eres un valiente o un chiflado. ¿Algo de esto tiene sentido para ti?

Buzz vio esas palabras inscritas en su lápida, bien juntitas para que cupieran. Respondió sin rodeos, sin importarle a quién se lo dijera Audrey.

– Corro los riesgos que Mickey teme, así que lo hago sentir seguro. Él es un tipo pequeño, como yo, y quizás yo sea un poco mejor con las manos y con mi garrote. Mickey tiene más que perder, así que se asusta más que yo. Y si yo soy chiflado, eso significa que él es listo. ¿Sabes qué me sorprende de esta charla?

La pregunta congeló la sonrisa de Audrey: una ancha franja que mostraba dos dientes ligeramente torcidos y ampollas de herpes en el labio inferior.

– No. ¿Qué?

– Que Mickey te estime tanto como para hablarte de estas cosas. Eso me sorprende.

La sonrisa de Audrey se evaporó.

– Me quiere.

– Quieres decir que agradece los favores que le haces. Cuando yo era policía, birlaba ese buen polvo blanco y se lo vendía a Mickey, no a Jack D. Llegué a ser el mejor amigo de Mickey. Sólo me sorprende que confíe tanto en una mujer.

Audrey encendió otro cigarrillo; Buzz comprendió que era una defensa: había desperdiciado un buen discurso.

– Lo lamento -murmuró-. No quería decir algo tan personal.

Los ojos de Audrey llamearon.

– Claro que sí, Meeks. Eso es precisamente lo que querías.

Buzz se levantó y caminó por el cuarto, echando un vistazo a los adornos chinos y preguntándose si los habría escogido la esposa de Mickey o su cabaretera contable, que lo ponía nervioso como un arma que podía dispararse si decía algo equivocado. Intentó iniciar una charla intrascendente.

– Qué bonito es todo esto. Lamentaría que Jack D. hiciera agujeros de bala aquí.

– Mickey y Jack están hablando de hacer las paces -explicó Audrey con voz trémula-. Jack quiere hacer un trato con él. Tal vez droga, tal vez un casino en Las Vegas. Meeks, amo a Mickey y Mickey me ama.

Las últimas palabras fueron como «bang, bang, bang» para Buzz, quien recogió el dinero, se lo guardó en el bolsillo y espetó:

– Sí, le encanta llevarte al Troc y al Mocambo, porque sabe que allí todos los hombres se babean por ti y le temen. Luego pasa una hora en tu casa y vuelve a su esposa. Es agradable que los dos habléis de vez en cuando, pero a mi entender no recibes mucho de un chico judío que no tiene suficiente inteligencia para valorar lo que tiene.

Audrey quedó boquiabierta; el cigarrillo se le cayó en el regazo, lo recogió y lo apagó.

– ¿Estás tan chiflado o sólo eres estúpido?

Bang, bang, bang. Como cañonazos.

– Tal vez sólo confío en ti -replicó Buzz. Se le acercó y la besó en los labios, sosteniéndole la cabeza con una mano. Audrey Anders no abrió la boca, no lo abrazó ni lo rechazó. Cuando Buzz comprendió que eso era todo lo que iba a conseguir, la soltó y regresó al coche flotando sobre arenas movedizas.


El regreso a la ciudad fue «bang, bang, bang», rebotes, recordar viejas tonterías para compararlas con ésta.

En el 33 había atacado a seis matones sindicales frente a la MGM. Le pegaron en el brazo con garrotes provistos de clavos, ahuyentó a los muchachos a porrazos y contrajo el tétano. Estúpido, pero la audacia le había ayudado a conseguir su nombramiento en el Departamento de Policía.

A principios del 42 había trabajado en la Sección de Inmigración, juntando japoneses para arrearlos a las caballerizas del hipódromo de Santa Anita. Detuvo a un chico listo llamado Bob Takahashi justo cuando estaba a punto de montar a una hembra por primera vez. Le dio lástima y lo llevó en un viaje de seis días por Tijuana. Alcohol, rameras, las carreras de perros y una lacrimógena despedida en la frontera. Bob había seguido rumbo al sur, un extranjero de ojos rasgados en una tierra de ojos redondos. Muy estúpido, pero había disimulado su ausencia capturando un coche sospechoso en las afueras de San Diego y arrestando a cuatro vendedores de hierba que transportaban medio kilo de marihuana de primera calidad. Los malandrines sumaban un total de diecinueve demandas de arresto en Los Ángeles; obtuvo una recomendación y cuatro muescas en la pistola por cumplimiento del deber. Otro desastre con final feliz.

Pero el episodio de su hermano Fud superaba todo lo anterior. A los tres días de salir de la cárcel estatal de Texas, Fud fue a ver al entonces sargento Turner Meeks, le informó que acababa de asaltar una tienda de licores en Hermosa Beach, que había aporreado al propietario con la pistola, y se proponía devolverle a Buzz los seis mil dólares que le debía con el dinero conseguido en el asalto. Mientras Fud hurgaba en la bolsa de papel manchada de sangre, llamaron a la puerta. Buzz observó por la mirilla, vio dos uniformes azules, decidió que los lazos de sangre eran muy fuertes y lanzó cuatro disparos de su revólver reglamentario en la pared del salón. Los uniformados intentaron derribar la puerta; Buzz arrastró a Fud al sótano, lo encerró, destrozó la ventana que daba al porche trasero y pisoteó las petunias de la dueña de la casa. Cuando los policías entraron, Buzz les dijo que era del Departamento y que el culpable era un adicto que había enviado a San Quintín: Davis Haskins (en realidad aquel tipo había muerto de sobredosis en Billings, Montana: Buzz había obtenido el dato mientras hacía un trabajo de extradición). Los uniformados salieron, pidieron refuerzos y rodearon el vecindario hasta el alba; Davis Haskins llegó a la portada del Mirror y del Daily News. Buzz se mostró hospitalario una semana y mantuvo a Fud en el sótano con whisky, bocadillos de salchicha y revistas pornográficas birladas en Antivicio. Y se salió con la suya por su gran descaro. Nadie informó a la policía que un muerto había asaltado el Happy Time Liquor Store, había llegado a la casa del sargento Turner «Buzz» Meeks en un La Salle robado, había acribillado la pared del salón y había escapado a pie. Cuando un año después despacharon a Fud en Guadalcanal, el jefe de escuadrón envió a Buzz una carta; las últimas palabras de su hermano menor fueron: «Di a Turner que le agradezco las revistas y los bocadillos.»

Tonto, estúpido, loco, sentimental, lunático.

Pero besar a Audrey Anders era peor.

Buzz aparcó frente al Ayuntamiento, transfirió todo el dinero a la caja de donuts y la subió a la oficina de Ellis Loew. Al cruzar la Puerta, vio a Loew, Dudley Smith y Mal Considine sentados alrededor de una mesa, todos ellos hablando a la vez acerca de cómo infiltrar policías. Nadie levantó la mirada, Buzz echó un vistazo a Considine cuatro años después de ponerle los cuernos. El hombre aún parecía más abogado que policía; el cabello rubio estaba encanecido; tenía aspecto nervioso y demacrado.

Buzz llamó a la puerta y arrojó la caja a la silla. Los tres se volvieron; Buzz clavó los ojos en Considine. Ellis Loew cabeceó, todo seriedad.

– Hola, Turner, viejo colega -dijo Dudley Smith, todo dulzura.

Considine lo estudió con curiosidad, como si examinara un reptil que nunca hubiera visto.

Ambos sostuvieron la mirada.

– Hola, Mal -saludó Buzz.

– Bonita corbata, Meeks -comentó Mal Considine-. ¿A quién se la has robado?

Buzz rió.

– ¿Cómo anda tu ex mujer, teniente? ¿Todavía usa bragas sin entrepierna?

Considine lo miró de hito en hito, la boca trémula. Buzz también lo miró, la boca reseca.

Empate.

Cincuenta por ciento. Considine o Dragna.

Quizá le conviniera esperar, dar un poco de rienda al Peligro Rojo antes de intervenir.

10

Dos noches de pesadillas y un día infructuoso lo llevaron a Malibu Canyon.

Mientras se dirigía al norte por la carretera del Pacífico, Danny pensó que era una tarea de eliminación: hablar con los hombres que figuraban en la lista de criadores de perros obtenida en Antivicio mostrarse amable con ellos y obtener alguna respuesta acerca de la tesis del doctor Layman sobre el uso de una «carnada de sangre». No existía semejante bestia en Homicidios del condado ni en Registros de la ciudad; si los criadores, los entendidos en el asunto, desechaban la teoría por descabellada, quizás esa noche pudiera dormir sin la presencia de sabuesos de fauces abiertas, vísceras y estridencias de jazz.

Empezó así:

Después del Moonglow Lounge y la insinuación de Janice Modine, se le ocurrió una idea: elaborar su propia ficha sobre la muerte de Goines, anotar cada dato, obtener copias de los informes de autopsia y dactiloscopia, presentar a Dietrich resúmenes para salir del paso y concentrarse en sus propias averiguaciones en su caso. Investigaría ese 187 aunque no le echara el guante a aquel canalla antes de que el capitán lo pusiera en otro caso. Fue al Hollywood Ranch Market, manoteó una pila de cajas de cartón, compró sobres, etiquetas de color, libretas amarillas, papel carbón y de máquina y regresó a casa, concediéndose dos tragos extra de I. W. Harper como recompensa por su esfuerzo. El alcohol lo tumbó en el diván, y el resultado fue escalofriante.

Las mutilaciones de Goines a todo color. Tripas y grandes penes magullados, tan cerca que al principio no pudo distinguir qué eran. Perros escarbando en la viscosidad, y él, la Cámara Humana, filmando hasta que se juntaba con la jauría y empezaba a morder. Dos noches.

Con un día espantoso en medio.

Desechó el sueño de la primera noche como una pesadilla causada por un caso frustrante y el hambre. Por la mañana comió una doble ración de tocino, huevos, bizcochos, tostadas y panecillos en el Wilshire Derby, se dirigió a la Oficina Central y revisó los archivos de Homicidios. No encontró datos sobre ningún asesinato en el que hubieran participado animales; los únicos homicidios homosexuales que guardaban algún parecido con el de Goines eran casos simples: arrebatos pasionales con el culpable capturado y todavía preso, o ejecutado por el Estado de California.

Después, más averiguaciones.

Llamó a Karen Hiltscher y la persuadió de que indagara por teléfono acerca de otras agencias que pudieran haber proporcionado trabajos a Martin Goines, y clubes de jazz de Los Ángeles que lo hubieran contratado en forma independiente. Le pidió que llamara a las demás oficinas del Departamento del sheriff y solicitara informes sobre robos de casas: antecedentes de músicos-ladrones que pudieran estar relacionados con Goines. La muchacha accedió a regañadientes; él le envió besos por teléfono, prometió llamar luego para ver los resultados y regresó a la agencia 3126.

Allí, la mujer le permitió echar otra ojeada a los antecedentes laborales del Cuerno de la Abundancia, y Danny copió direcciones de clubes y locales de carretera que se remontaban hasta la primera actuación de Martin en el 36. Pasó el resto del día recorriendo locales de jazz que se habían transformado en lavanderías automáticas o casas de hamburguesas; locales de jazz que habían cambiado de dueño media docena de veces; locales de jazz que habían conservado el mismo dueño durante años. Y obtuvo siempre la misma respuesta: hombros encogidos ante las fotos de Goines, la pregunta «¿Martin qué?», rostros pétreos ante la mención de los robos y el chico de la cara vendada.

Al atardecer llamó a Karen para preguntarle los resultados. Cero: más «Martin qué?», archivos de robo que daban once nombres -siete negros, dos mexicanos, dos blancos- cuyos antecedentes penales revelaban sangre AB positivo y cero negativo. Nada en absoluto.

Recordó la promesa que le había hecho a Janice Modine, llamó a San Dimas y habló con el jefe de Robo de Automóviles. John Lembeck aún estaba allí bajo custodia, acusado de varios robos. Danny comentó que Lembeck era su confidente, y enfatizó que lo harían papilla si ingresaba en una cárcel del condado. El jefe del escuadrón acepto a darle la libertad; Danny comprendió que John de la Selva recibiría primero una buena tunda, aunque no tan brutal como la que él mismo pensaba darle.

Luego regresó al apartamento, se tomó cuatro copas de I. W. y se puso a trabajar en la ficha. Preparó etiquetas y las pegó en carpetas: «Entrevistas», «Eliminaciones», «Cronología», «Detalles», «Pruebas físicas», «Antecedentes». Un pensamiento lo sacudió mientras redactaba un resumen detallado: ¿dónde había vivido Martin Goines desde el alta en el hospital de Lexington hasta su muerte? Ese pensamiento lo indujo a llamar por teléfono al hospital para pedir una lista de otros hombres que hubieran salido con rumbo a California en la misma época que Goines. Recibió la respuesta después de una espera de veinte minutos en una conferencia de larga distancia: ninguno.

A continuación, agotamiento, calambres y falta de sueño. Tras cuatro copas más y varias vueltas en la cama logró sumirse en un sueño intranquilo. De nuevo los perros y la Cámara Humana con dientes -sus dientes- mordiendo un depósito entero de cadáveres cero positivos tendidos en camillas. La mañana y otro suculento desayuno lo convencieron de proceder por eliminación; llamó a Antivicio, obtuvo la lista de criadores y la advertencia de que se fuera con cuidado: los criaderos de perros de Malibu Canyon estaban a cargo de matones, primos de los energúmenos de Tennessee. Allí criaban sus toros de lidia, lo cual no transgredía la ley; esos perros sólo luchaban al sur de Los Ángeles, y desde la guerra ninguno de esos hombres había sido arrestado por peleas de perros.

Danny salió de la carretera del Pacífico en Canyon Road y avanzó tierra adentro entre colinas cubiertas de arbustos achaparrados y bordeadas por manantiales y valles. Era una angosta carretera de dos carriles, a la izquierda campamentos infantiles, establos y clubes nocturnos, a la derecha un muro para contener un bosque y un largo tramo de arboleda. Los letreros que señalaban hacia la arboleda indicaban claros, casas y personas; Danny vio tejados de villas, agujas Tudor, chimeneas de extravagantes cabañas de troncos. Poco a poco la calidad de las fincas disminuyó: sin vistas al océano, sin brisa marina, un bosque cada vez más tupido y viviendas cada vez más ocasionales. Cuando llegó a la cima de Malibu Ridge y empezó a conducir cuesta abajo, supo que los criaderos de perros tenían que estar cerca. El paisaje estaba salpicado de pequeñas casas revestidas con tela asfáltica y el calor aumentaba a medida que raleaba la vegetación.

El agente de Antivicio con quien había hablado decía que los tres criaderos estaban a un kilómetro y medio por un camino de tierra señalizado por un letrero: PERROS DE PELEA – REPUESTOS PARA AUTOMÓVILES. Danny encontró el letrero cuando el camino bajó a un tramo largo y chato, con el Valle de San Fernando a lo lejos. Viró. El Chevy dio bandazos durante un kilómetro. Había cabañas a ambos lados. Al fin divisó tres edificios grises rodeados por alambre de púa; tres patios de tierra llenos de ejes, árboles de transmisión y bloques de cilindros; tres corrales con perros macizos y musculosos.

Danny se aproximó a la cerca, se clavó la placa en la chaqueta y tocó la bocina, una pequeña cortesía para los ocupantes de los edificios. Los perros ladraron; Danny se dirigió hasta la alambrada y los miró.

No eran los perros de sus pesadillas -negros, relucientes, con dientes blancos y acerados- sino terriers leonados, tostados y manchados, de pecho cilíndrico y mandíbulas gruesas, puro músculo. No tenían los descomunales genitales de sus perros; sus ladridos no sugerían chasquidos de muerte; no eran feos, eran sólo animales criados para una actividad cruel. Danny contempló a los del corral más cercano, preguntándose qué harían si les daba una palmada en la cabeza, luego les dijo que se alegraba de que no se parecieran a otros perros que conocía.

– Violador, Sierra y Tren Nocturno. En total han ganado dieciséis peleas. Todo un récord para un criadero de California Sur.

Danny se volvió hacia la voz. Un hombre muy gordo vestido con un mono estaba plantado en la puerta de la cabaña que había a su izquierda; usaba gafas gruesas, y quizá no veía muy bien. Danny se arrancó la placa y se la guardó en el bolsillo, pensando que era un hombre locuaz que se tragaría el anzuelo de un seguro.

– ¿Puedo hablar con usted acerca de sus perros?

El hombre caminó hacia la cerca entornando los ojos.

– Booth Conklin -se presentó-. ¿Está buscando un buen sabueso de pelea?

Danny miró los ojos de Booth Conklin. Uno era acuoso, el otro estaba turbio y lleno de cataratas.

– Dan Upshaw. Podría empezar por darme alguna información sobre ellos.

– Puedo hacer más que eso -se ofreció Conklin.

Caminó contonéandose hasta la jaula de un perro manchado y levantó la tranca. El animal dio un salto, apoyó las patas delanteras en la cerca y se puso a chupar el alambre. Danny se agachó y le rascó el hocico. Una lengua rosada le lamió los dedos.

– Buen chico -dijo, desechando al instante las teorías del doctor Layman.

Booth Conklin retrocedió, empuñando una madera larga.

– Ante todo, no le hable como a un crío, de lo contrario no le tendrá respeto. Violador es un surtidor, sólo quiere mojarle los pantalones. Mi primo Wallace lo llamó Violador porque es capaz de montar cualquier cosa. ¡Abajo, Violador!

El perro seguía lamiendo los dedos de Danny; Booth Conklin le propinó un maderazo en el trasero. Violador aulló, retrocedió y se frotó el lomo contra la tierra, pataleando en el aire. Danny apretó los puños; Conklin metió la madera en la boca de Violador. El perro bajó las patas; Conklin lo levantó y lo mantuvo a distancia. Danny jadeó ante esa exhibición de fuerza.

Conklin habló con calma, como si frenar treinta kilos de perro con una madera fuera cosa de todos los días.

– Estos perros dan tarascadas y tienen que aguantar las que reciben. No le venderé ningún perro si piensa mimarlo.

Violador estaba quieto, un gruñido en la garganta. Cada músculo se mostraba perfectamente perfilado; Danny pensó que ese animal era una belleza perfecta en su maldad.

– Vivo en un apartamento, así que no puedo tener un perro -dijo.

– ¿Ha venido a mirar y charlar?

Los gruñidos de Violador eran más profundos y placenteros; se le contrajeron los testículos y tuvo una erección. Danny miró hacia otra parte.

– He venido a hacer preguntas.

Conklin entornó los ojos detrás de las gruesas gafas.

– No será policía, ¿verdad?

– No, soy investigador de seguros. Trabajo en un caso de muerte y pensé que usted podría darme algunas respuestas.

– Soy un tipo servicial, ¿verdad, Violador?-dijo Conklin, moviendo la madera con giros de la muñeca mientras el perro olisqueaba el aire. Violador aulló, gañó y jadeó; Danny comprendió lo que ocurría y se concentró en las gafas del gordo, gruesas como botellas de Coca-Cola. Violador soltó un jadeo final, se aflojó y cayó al suelo. Conklin rió-. Veo que no tiene humor para estos perros. Responderé a sus preguntas. Tengo un primo que anda en seguros, así que les tengo afecto.

Violador se aproximó a la cerca y trató de frotar el hocico contra la rodilla de Danny; éste retrocedió un paso.

– Se trata de un presunto asesinato. Sabemos que un hombre mató a la víctima, pero el forense cree que quizá le soltaron un coyote o un lobo después de la muerte. ¿Qué piensa usted de la idea?

Conklin cogió un mondadientes y escarbó mientras hablaba.

– Amigo, conozco bien a la familia canina, y los coyotes y lobos quedan descartados… a menos que el asesino los hubiera capturado, hambreado, y luego les dejara el cadáver para que lo limpiaran en un sitio cómodo. ¿Qué lesiones mostraba la víctima?

Danny miró cómo Violador se enroscaba en el suelo y se dormía, saciado, los músculos relajados.

– Localizadas. Dentelladas en el estómago, los intestinos mordidos y lamidos. Tuvo que haber ocurrido bajo techo, porque el cuerpo estaba seco cuando la policía lo halló.

Conklin rió entre dientes.

– Entonces descarte a los coyotes y a los lobos. Enloquecerían y se lo engullirían entero, y no es fácil mantenerlos dentro de una casa. ¿Usted está pensando en perros de pelea?

– Tal vez.

– ¿Están seguros de que no son marcas de dientes humanos?

– No, no estamos seguros.

Booth Conklin señaló las jaulas.

– Amigo, dirijo estos criaderos para mis primos, y sé cómo lograr que los animales me obedezcan. Si estuviera tan chiflado como para querer que uno de mis cachorros le comiera las tripas a un hombre, supongo que encontraría un modo de hacerlo. Pero, aunque me gustan los deportes sangrientos, no puedo imaginar a ningún ser humano haciendo lo que usted dice.

– Si quisiera conseguirlo, ¿cómo lo haría?

Conklin palmeó las ancas de Violador; el perro meneó la cola perezosamente.

– Lo mataría de hambre, lo encerraría, haría desfilar hembras en celo alrededor de la jaula para volverlo loco. Le pondría un bozal, le sujetaría las patas, le ataría la verga para que no pudiera eyacular. Le acariciaría la verga con un guante de goma para excitarlo, le estrujaría los testículos para que no pudiera terminar. Conseguiría sangre menstrual de perra y se la arrojaría a los ojos y a la nariz durante una semana, hasta que la asociara con el alimento y el afecto. Luego, cuando tuviera ese cadáver, le arrojaría un gran charco de sangre de hembra donde quisiera que él mordiese. Y también tendría una pistola a mano por si ese torturado animal decidiera atacarme a mí. ¿La respuesta le satisface?

Danny pensó: no hubo animales, no encaja. Pero le pediría al doctor Layman que examinara los órganos de Goines, las zonas cercanas a las mutilaciones, exámenes para buscar un segundo tipo sanguíneo, no humano. Le hizo otra pregunta a Booth Conklin.

– ¿Qué clase de gente le compra perros?

– Gente amante de los espectáculos sangrientos, pero no me refiero a esa locura que dice usted.

– ¿No son ilícitas las peleas de perros?

– Si usted sabe a quién untar, no hay ley. ¿Está seguro de que no es policía?

Danny meneó la cabeza.

– Soy de Amalgamated Insurance. ¿Recuerda haber vendido un perro a un hombre alto, canoso, maduro, durante los últimos seis meses?

Conklin pateó suavemente a Violador; el perro se despabiló, se levantó y trotó hasta su jaula.

– Amigo, mis clientes son sementales jóvenes con camionetas y negros que quieren tener el perro más feroz de la manzana.

– ¿Tiene algún cliente diferente? ¿Inusual?

Booth Conklin soltó una risotada tan fuerte que casi se tragó el mondadientes.

– Durante la guerra, gente del cine vio mi letrero, pasó y dijo que quería hacer una película, dos perros vestidos con máscaras y disfraces y luchando a muerte. Les vendí dos perros de veinte dólares por un billete de cien.

– ¿Filmaron la película?

– No la vi anunciada en Grauman's Chinese, así que lo ignoro. Cerca de la playa hay un sanatorio donde personajes de Hollywood hacen curas de reposo. Supuse que aquellos sujetos venían de allí y se dirigían al Valle cuando vieron mi letrero.

– ¿Alguno de ellos era alto y canoso?

Conklin se encogió de hombros.

– No lo recuerdo. Uno de ellos me llamó la atención por su acento europeo. Además, mi vista deja mucho que desear. ¿Ha terminado con sus preguntas?

Noventa y cinco por ciento contra la teoría de la carnada de sangre, tal vez eso aplacara sus pesadillas; datos inútiles sobre extravagancias de Hollywood.

– Gracias, señor Conklin -se despidió Danny-. Me ha ayudado mucho.

– Ha sido un placer, hijo. Vuelva alguna vez. Violador le tiene simpatía.


Danny fue a la oficina, mandó pedir una hamburguesa, patatas fritas y leche aunque no tenía hambre, comió la mitad y llamó al depósito de cadáveres de la ciudad.

– Habla Norton Layman.

– Danny Upshaw, doctor.

– Justo ahora te iba a llamar. ¿Tus noticias o las mías?

Danny imaginó a Violador devorando el vientre de Martin Goines. Arrojó los restos de la hamburguesa en la papelera y dijo:

– Primero las mías. Estoy seguro de que las marcas dentales son humanas. Hablé con un criador de perros de pelea y me dijo que la teoría de la carnada de sangre es posible, pero requeriría mucha planificación, y creo que la muerte no fue tan premeditada. Me dijo que la sangre menstrual de perra sería la mejor carnada, y pensé que usted podría examinar los órganos del cadáver cerca de las heridas, para ver si hay otro tipo de sangre.

Layman suspiró.

– Danny, la ciudad de Los Ángeles incineró a Martin Mitchell Goines esta mañana. Autopsia concluida, cuerpo no reclamado en cuarenta y ocho horas, cenizas a las cenizas. Pero tengo una buena noticia.

«Maldita sea», pensó Danny.

– Cuénteme.

– Las heridas de la espalda me interesaron, y recordé el libro de Gordon Kienzle. ¿Lo conoces?

– No.

– Bien, Kienzle es un patólogo que se inició como médico en una sala de emergencias. Estaba fascinado por los ataques no fatales, y preparó un libro de fotos y especificaciones sobre heridas infligidas por el hombre. Lo consulté, y los cortes de la espalda de Martin Mitchell Goines son idénticos a las muestras que el libro presenta bajo «Estaca cortante», un palo con una o más hojas de afeitar en la punta. Este artilugio data del 42 y el 43. Era popular entre las pandillas antimexicanas y los policías de Antidisturbios, que lo usaban para rasgar los trajes chillones que llevaban ciertos elementos latinos.

Examinar los archivos de Homicidios de la ciudad y el condado en busca de muertes con estaca cortante.

– Una buena pista, doctor -dijo Danny-. Gracias.

– No me agradezcas nada todavía. Se me ocurrió buscar en los archivos antes de llamarte. No hay homicidios registrados con ese arma. Un amigo mío de Antidisturbios del Departamento de Policía dijo que el noventa y nueve por ciento de los ataques de blancos contra mexicanos no fueron denunciados y que los mexicanos nunca los usaban en sus peleas internas porque lo consideraban un deshonor o algo así. Pero es una pista.

Asfixia con una bata, estrangulación con manos o cinturón, mordeduras con dientes, y ahora cortes con estaca cortante. ¿Por qué tantas formas distintas de brutalidad?

– Lo veré en la clase, doctor -dijo Danny. Colgó y regresó a su coche tan sólo para moverse. John de la Selva Lembeck estaba apoyado en el capó, la cara magullada, un ojo morado y cerrado.

– Fueron duros, de veras, señor Upshaw. No le habría dicho a Janice que le avisara si no me hubieran dado tan fuerte. Le debo una, señor Upshaw. Si quiere una compensación, lo comprenderé.

Danny preparó el puño derecho para sacudirle, pero un recuerdo de Booth Conklin y su sabueso lo detuvo.

11

Los puros eran habanos, y al olerlos Mal lamentó haber dejado de fumar. Cuando oyó la animada charla de Herman Gerstein y el acompañamiento de Dudley Smith -sonrisas, cabeceos, risitas- lamentó no estar de nuevo en la Academia de Policía entrevistando candidatos para el papel de izquierdista joven e idealista. Su primer día había sido infructuoso, y le parecía un error iniciar los interrogatorios sin tener preparado el señuelo. Pero Ellis Loew y Dudley se habían dejado entusiasmar por los datos psiquiátricos de Lesnick, y ya se disponían a embestir contra Mondo López, Sammy Benavides y Juan Duarte, miembros de la UAES que hacían el papel de indios en Matanza salvaje. Y ahora el número de Gerstein también lo ponía nervioso.

El jefe de International Variety se paseaba detrás de su escritorio, agitando el habano; Mal seguía pensando que Buzz Meeks había vuelto a su vida en el peor momento posible.

– … y puedo decirles esto, caballeros: mediante la resistencia pasiva y otras tonterías comunistas la UAES obligará a los Transportistas propinar algunos golpes, con lo cual la UAES quedará bien y nosotros mal. Los rojos adoran que les peguen. Comen mierda, sonríen como si fuera filet mignon, piden un segundo plato, ponen la otra mejilla, y después nos muerden el trasero. Como esos pachucos del plató 23. Malandrines latinos que se hicieron con un carné sindical, una licencia para mentir y creerse humanitarios. ¿Tengo razón o Eleanor Roosevelt es lesbiana?

Dudley Smith soltó una estridente risotada.

– Y también es una ramera. Y además es negra. Y todos hemos oído hablar de la afición del difunto Franklin por los terriers negros. Señor Gerstein, el teniente Considine y yo queremos agradecerle su colaboración en nuestra empresa, y la hospitalidad que nos ha brindado.

Mal captó la indirecta y se levantó; Herman Gerstein metió la mano en una caja y cogió un puñado de puros. Dudley se puso en pie; Gerstein embistió como un zaguero, estrechando manos, llenándoles de habanos todos los bolsillos accesibles, mostrándoles la puerta con palmadas en la espalda. Cuando salieron, Dudley dijo:

– Qué falta de delicadeza. Puedes sacar a un judío del albañal, pero no puedes sacar el albañal de un judío. ¿Estás preparado para los interrogatorios, capitán?

Mal miró el piquete de la UAES, vio a una mujer de espaldas en pantalones y se preguntó si sería Claire de Haven.

– De acuerdo, teniente.

– ¡Ah, Malcolm, qué grandioso ingenio tienes!

Bajaron en el ascensor privado de Herman Gerstein. En la planta baja había dos hileras de platós separados por un pasillo central. Los edificios eran de estuco tostado, altos como silos y combados en la punta, con letreros en las puertas de entrada: el nombre, el director, y el plan de rodaje de la película estaban escritos sobre plástico blanco. Pasaban actores en bicicleta: vaqueros, indios, jugadores de béisbol, soldados de la Revolución Americana; vehículos motorizados transportaban equipo; un centurión romano servía bollos y café a varios técnicos reunidos alrededor de un carrito. Los platós cerrados se extendían por casi medio kilómetro, marcados con números negros encima de las puertas. Mal caminaba delante de Dudley Smith, recordando las fichas psiquiátricas de Benavides-López-Duarte, esperando que este enfrentamiento no fuera excesivo ni prematuro.

Dudley lo alcanzó frente al plató 23. Mal pulsó el timbre; una mujer con traje de prostituta de saloon abrió la puerta e hizo ruido con el chicle. Mal mostró la placa y la identificación.

– Somos de la Fiscalía de Distrito, y queremos hablar con Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides.

La prostituta de saloon hizo más ruido con el chicle y habló con fuerte acento de Brooklyn.

– Están rodando. Son los indios jóvenes y enardecidos que quieren atacar el fuerte, pero el sabio jefe no está de acuerdo. Terminarán dentro de un momento, y si queréis…

– No necesitamos una síntesis del argumento -interrumpió Dudley-. Si usted les dice que ha venido la policía, ellos harán un paréntesis en sus intensas actividades. Y que sea ahora, por favor.

La muchacha se tragó el chicle y echó a andar delante de ellos. Dudley sonrió; Mal pensó: este hombre es muy convincente, no le permitas dirigir el espectáculo.

El plató era cavernoso: paredes entrecruzadas de cables, luces, grúas con cámaras, caballos anémicos sujetos a postes, gente remoloneando. En el centro se alzaba un teepee verde oliva, obviamente construido con material de desecho del ejército, con símbolos indios pintados en los costados: laca roja color caramelo, como si fuera el coche de un matón. Las cámaras y las luces enfocaban la tienda y a los cuatro actores sentados frente a ella, un viejo blanco pseudoindio y tres mexicanos pseudoindios que frisaban los treinta años.

La muchacha los detuvo a pocos metros de las cámaras.

– Son ésos -susurró-. Los que tienen pinta de amantes latinos.

El viejo jefe entonó palabras de paz; los tres jóvenes matones comentaron, con voz muy mexicana, que los blancos hablaban con lengua de víbora. Alguien gritó «¡Corten!» y el lugar se convirtió en un hervidero de gente en movimiento.

Mal se abrió paso entre la multitud, dirigiéndose a los tres que sacaban cigarrillos y encendedores de los trajes de piel de gamo. No disimuló que era policía. Dudley Smith lo siguió; los matones se miraron intimidados.

Dudley sacó la placa.

– Policía. ¿Son ustedes Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides?

El indio más alto se arrancó la banda elástica de la cola de caballo y el cabello cobró forma de peinado pachuco: cola de pato atrás, Pompadour delante.

– Yo soy López -respondió.

Los otros dos irguieron los hombros, entre desafiantes y respetuosos ante la autoridad. Mal dedujo que el bajo y musculoso era Duarte, ex líder de los Sinarquistas, amante de los trajes chillones y los brazaletes con esvástica antes de caer bajo la influencia del PC; el flaco era Benavides, un paciente muy reservado con el doctor Lesnick. Su ficha era una lata, excepto la sesión donde Sammy contaba cómo, a los doce años, había abusado de su hermanita de nueve poniéndole una hoja de afeitar en la garganta. Los dos hombres movieron los pies en un gesto huraño.

– Yo soy Benavides -dijo Músculos.

Mal señaló una puerta lateral y se tocó el broche de la corbata, que en lenguaje de señas policial significaba: Deja que tome las riendas.

– Me llamo Considine, y éste es el teniente Smith. Estamos en la Fiscalía de Distrito, y nos gustaría formularles unas preguntas. Es cuestión de rutina, y dentro de un momento podrán volver al trabajo.

– ¿Tenemos alguna elección?-dijo Juan Duarte.

Dudley rió entre dientes; Mal le apoyó una mano en el brazo.

– Sí. Aquí o en la cárcel.

López señaló la salida con la cabeza; Benavides y Duarte lo siguieron, encendieron cigarrillos y salieron. Actores y técnicos miraron boquiabiertos esa migración de indios y rostros pálidos. Mal pensó un plan de acción: al principio se mostraría corrosivo, luego amable, Dudley haría las preguntas duras, al final él adoptaría el papel de salvador para convencerles de que se presentaran como testigos voluntarios.

Los tres se detuvieron apenas cruzaron la puerta y se apoyaron en la pared con aire indiferente. Dudley se apostó a la izquierda de Mal, medio paso atrás. Mal dejó que los hombres fumaran en silencio, luego empezó:

– Vaya, ustedes sí que han tenido suerte.

Tres pares de ojos clavados en el suelo, tres falsos indios en una nube de humo de tabaco. Mal decidió abordar al líder. -¿Puedo hacerle una pregunta, señor López?

Mondo López levantó la mirada.

– Claro, oficial.

– Señor López, usted debe de ganar casi cien dólares semanales, ¿verdad?

– Ochenta y uno y calderilla -admitió Mondo López-. ¿Por qué?

– Bien -sonrió Mal-, gana casi la mitad que yo, y yo tengo título universitario y soy un oficial con dieciséis años de experiencia. Todos ustedes no acabaron los estudios secundarios, ¿verdad?

Los tres intercambiaron una rápida mirada. López hizo una mueca, Benavides se encogió de hombros y Duarte dio una larga chupada al cigarrillo. Mal comprendió que habían captado sus intenciones y trató de endulzar la situación.

– Les diré por qué lo he traído a colación. Ustedes han tenido suerte. Estuvieron con los Flats de la Calle Uno y los Sinarquistas, maltrataron a algunos judíos y salieron bien librados de todo ello. Eso es admirable, y no estamos aquí por algo que hayan hecho ustedes.

Juan Duarte apagó el cigarrillo.

– ¿Quiere decir que esto tiene que ver con nuestros amigos?

Mal evocó los archivos buscando flancos débiles. Recordó que los tres habían tratado de ingresar en las fuerzas armadas después de Pearl Harbor.

– He examinado sus registros del Servicio Selectivo. Ustedes se alejaron de los Sinarquistas y los Flats, trataron de luchar contra los japoneses, estuvieron en el lado correcto en Sleepy Lagoon. Si alguna vez se han equivocado, han sabido compensarlo. A mi entender, quien actúa así es buen hombre.

– ¿Quien actúa como un soplón es buen hombre, a su entender?-intervino Sammy Benavides.

Duarte lo hizo callar de un codazo.

– ¿Quién está equivocado ahora? ¿Quién quiere usted que esté equivocado?-preguntó.

Al fin una buena abertura.

– ¿Qué me dicen del Partido, caballeros? ¿Qué opinan del tío Stalin dándose la mano con Hitler? ¿Qué dicen de los campos de trabajos forzados en Siberia y todas las cosas que el Partido ha denunciado en Estados Unidos mientras condenaba esas aberraciones en Rusia? Caballeros, he sido policía durante dieciséis años y nunca he pedido a nadie que delatara a sus amigos. Pero le pediré a cualquiera que delate a sus enemigos, especialmente si también lo son míos.

Mal contuvo el aliento, recordando la Escuela de Leyes de Stanford; Dudley Smith callaba. Mondo López miró el tejado, luego a sus compañeros de reparto de Matanza salvaje. Los tres se pusieron a aplaudir.

Dudley se sonrojó; Mal vio que la cara se le volvía púrpura. López bajó lentamente la palma, acallando el aplauso.

– ¿Por qué no nos dice de qué se trata?

Mal hurgó en su memoria buscando datos, pero no encontró nada. -Esto es una investigación preliminar sobre la influencia comunista en Hollywood. Y no pedimos que delaten a sus amigos, sólo a nuestros enemigos.

Benavides señaló hacia el oeste, hacia la oficina y dos piquetes.

– ¿Y esto no tiene nada que ver con Gerstein, que quiere echar a nuestro sindicato para que entren los Transportistas?

– No, esto es una investigación preliminar que no tiene nada que ver con los actuales problemas del sindicato. Esto es…

– ¿Por qué nosotros?-interrumpió Duarte-. ¿Por qué Sammy, Mondo y yo?

– Porque ustedes son delincuentes reinsertados y serían muy buenos testigos.

– ¿Porque creyó que tendríamos miedo de la cárcel y nos ablandaríamos?

– No, porque han pertenecido a bandas callejeras y han sido comunistas, y pensamos que tendrían suficiente inteligencia para saber que todo aquello era basura.

Benavides intervino, mirando con desconfianza a Dudley.

– Usted sabe que el HUAC usó el mismo recurso, y mucha gente cabal salió malparada. Ahora ocurre de nuevo y usted quiere que nos pongamos de su parte.

Mal miró a Benavides: el violador de una niña estaba hablando de decencia; sintió que Dudley pensaba lo mismo y estaba a punto de perder los estribos.

– Mire, conozco la corrupción. El presidente del HUAC está en Danbury por soborno, y la Comisión se extralimitó. Y admito que la policía se equivocó en Sleepy Lagoon. Pero no se puede…

Mondo López exclamó:

– ¡Se equivocó! ¡Pendejo, fue un pogrom de su gente contra la mía! Trata de persuadir a las personas equivocadas en el caso equivocado para obtener…

Dudley dio un paso adelante, la chaqueta abierta, exhibiendo la automática 45, la porra y la nudillera de bronce. La sombra de su mole cubrió a los tres mexicanos y su voz subió varias octavas, pero no se quebró.

– Tus diecisiete roñosos compatriotas asesinaron a José Díaz a sangre fría y escaparon de la cámara de gas porque varios traidores, degenerados y debiluchos engañados se juntaron para salvarlos. Y no permitiré que le faltes el respeto a un colega en mi presencia. ¿Comprendido?

Un silencio sepulcral, los hombres de la UAES bajo la sombra de Dudley, unos tramoyistas les miraban desde el pasillo. Mal se adelantó para hablar por sí mismo, más alto que Dudley pero con menos voz. Asustado. Cobarde. Se disponía a hacer señas cuando Mondo López contraatacó.

– A esos diecisiete los jodieron el puto Departamento de Policía y los putos tribunales de la ciudad. Esa es la puta verdad.

Dudley avanzó hacia López hasta la distancia necesaria para asestarle un puñetazo en los riñones. Benavides retrocedió temblando; Duarte rezongó que la Comisión de Sleepy Lagoon había recibido cartas anónimas donde se denunciaba a un blanco por lo de José Díaz, pero que nadie lo había creído; Benavides se alejó del peligro. Mal asió a Dudley por el brazo; el corpulento Dudley lo arrojó hacia atrás y puso voz de barítono:

– ¿Te gustó corromper la justicia con la Comisión, Mondo? ¿Gozaste de los favores de Claire de Haven, esa sucia y rica capitalista, con influencia en las altas esferas, un verdadero regalo para tu minúscula polla mexicana?

Benavides y Duarte tenían la espalda contra la pared y se alejaban poco a poco. Mal se quedó quieto, López miró a Dudley de hito en hito y Dudley se echó a reír.

– Tal vez he sido injusto, muchacho. Todos sabemos que Claire echaba sus favores a los cuatro vientos, pero no creo que se hubiera rebajado a tu nivel. Eso sí, tu amigo Chaz Minear es otra historia. ¿Estaba en la Comisión buscando un culito mexicano?

Benavides avanzó hacia Dudley; Mal entró en acción, lo aferró y lo aplastó contra la pared, viendo hojas de afeitar apoyadas en la garganta de una niña.

– ¡Ese puto compraba chicos en un servicio especial, no se acostaba con nosotros! -gritó Benavides.

Mal apretó con más fuerza, el traje transpirado contra la ropa india empapada, músculos duros resistiendo el cuerpo de un delgado hombre de casi cuarenta años. Benavides se aflojó de golpe; Mal le quitó las manos de encima y de pronto recordó un dato: Sammy despotricando contra los homosexuales ante el doctor Lesnick, un punto débil que ellos podrían haber aprovechado.

Sammy Benavides se deslizó pared abajo y observó el duelo de miradas entre Smith y López. Mal trató de hacer una seña con las manos, pero no pudo. Juan Duarte estaba junto al pasillo, mirando la escena desde lejos. Dudley dio fin al enfrentamiento dando media vuelta y mascullando en voz baja.

– Espero que hoy hayas aprendido una lección, capitán. No puedes tratar con amabilidad a esos inmundos. Tenías que haber estado conmigo en el Escuadrón Especial. Allí lo habrías aprendido con gran estilo.


Había sido un desastre.

Mal regresó a casa pensando que le habían arrebatado las barras de capitán, que Dudley Smith las había aplastado con sus manazas. Y en parte era por su propia culpa. Se había mostrado demasiado blando mientras que los mexicanos eran demasiado listos, pensó que podía razonar con ellos, adularlos y arrastrarlos a trampas lógicas. Había pensado en presentar una nota a Ellis Loew pidiendo que se olvidara de Sleepy Lagoon, un tema muy delicado, y luego lo había mencionado buscando comprensión, pulsando una cuerda sensible en los mexicanos y sacando de quicio a Dudley. Y Dudley lo había defendido, con lo cual era difícil culparlo por perder la paciencia; eso significaba que el abordaje directo ya no surtiría efecto y tendrían que concentrarse en infiltrar a alguien y en interrogatorios discretos. Su especialidad, lo cual no disminuía la mordacidad de la broma de Dudley sobre el Escuadrón Especial. Además, estas circunstancias aumentaban la necesidad de incluir a Buzz Meeks en el equipo.

Todo en contra, aunque al menos Dudley no había revelado información de los archivos de Lesnick, y esa estrategia de manipulación permanecía abierta. Lo inquietante era que un policía tan listo como el irlandés tomara tan personalmente un ataque indirecto, y que luego diera un golpe bajo a «un colega».

Cobarde.

Pusilánime.

Y Dudley Smith lo sabe.

En casa, Mal aprovechó que no había nadie para quitarse la ropa sudada, ducharse, ponerse una camisa deportiva y pantalones color caqui y sentarse en el estudio a escribir un largo informe para Loew, enfatizando que no debían interrogar directamente a gente de la UAES hasta no haber infiltrado a alguien. El señuelo era ahora indispensable. Había redactado una página cuando advirtió que tendría que suavizar el incidente. No había modo de describir con precisión el episodio de Variety International sin quedar como un debilucho o un idiota. Así que lo palió, y llenó otra página con advertencias acerca del sujeto escogido por Loew: Buzz Meeks, el hombre con fama de ser el policía más corrupto en la historia del Departamento de Policía de Los Ángeles, ladrón de heroína, artista de la extorsión, recaudador y ahora rufián de lujo de Howard Hughes. Después de escribir esa página supo que era inútil; si Meeks quería entrar, lo conseguiría. Hughes era quien más aportaba a los fondos del gran jurado y era el jefe de Meeks. Harían lo que él quisiera. Al cabo de dos páginas supo por qué no valía la pena insistir en eso: Meeks era el mejor hombre para esa tarea. Y el mejor hombre para esa tarea le tenía miedo, tal como él temía a Dudley Smith. Aunque el miedo no se justificara.

Mal arrojó el informe a la papelera y empezó a pensar en un infiltrado. La Academia de Policía quedaba descartada: eran jóvenes transparentes sin talento para fingir. La Academia del sheriff era improbable: las revelaciones de Brenda Allen y la protección que el Departamento del sheriff daba a Mickey Cohen serían un obstáculo para que la Academia cediera a la ciudad un recluta joven y listo. La mejor probabilidad era un simple agente de la ciudad, listo, bien parecido, adaptable y ambicioso, alrededor de veinticinco años, un joven maleable sin aspecto de policía.

¿Dónde?

La División Hollywood quedaba excluida. La mitad de los hombres estaban implicados en el escándalo de Brenda Allen. Sus fotos habían salido en el periódico y estaban asustados, enfurecidos y desquiciados. Incluso se rumoreaba que tres detectives de Hollywood habían participado en el tiroteo de Sherry's en agosto pasado, un intento fallido de despachar a Mickey Cohen donde tres personas habían resultado heridas y un guardaespaldas de Cohen había muerto. Excluida.

Y Central estaba atestada de novatos que llegaban al Departamento por sus antecedentes bélicos: Calle Setenta y Siete, Newton y University contaban con energúmenos contratados para mantener a raya a la ciudadanía negra. Hollenbeck podía ser un buen sitio, pero Los Ángeles Este era mexicana; Benavides, López y Duarte aún tenían contactos allí y eso podía echar a perder la operación. Las diversas divisiones de detectives quizá fueran buen terreno para encontrar un hombre que no estuviera definitivamente marcado.

Mal cogió la guía del Departamento de Policía y se puso a buscar mientras miraba las agujas del reloj, que se acercaban a las tres, la hora en que Stefan volvía de la escuela. Iba a empezar a llamar a los comandantes para concertar entrevistas cuando oyó pasos en el vestíbulo; giró en la silla, bajó los brazos y se dispuso a recibir a su hijo.

Era Celeste. Ella miró los brazos abiertos de Mal hasta que él los bajó.

– Le pedí a Stefan que se quedara un rato más en el colegio para poder hablarte -dijo.

– ¿Sí?

– Tu expresión no me facilita las cosas.

– Habla de una vez.

Celeste aferró su cartera con abalorios, su reliquia favorita de Praga, 1935.

– Voy a divorciarme de ti. He encontrado a un hombre agradable, un hombre culto que nos brindará un hogar mejor para Stefan y para mí.

Mal pensó: calma perfecta, sabe cómo emplear sus recursos.

– No lo permitiré -replicó-. No hagas daño a mi muchacho o yo te lo haré a ti.

– No puedes. El hijo pertenece a la madre.

Destrúyela, hazle saber quién es la ley.

– ¿Es rico, Celeste? Si tienes que follar para sobrevivir, trata de follar con hombres ricos. ¿De acuerdo, Fräulein? O con hombres poderosos como Kempflerr.

– Siempre vuelves a eso porque es muy desagradable y porque te excita.

En el blanco. Mal perdió interés en el juego limpio.

– Salvé tu trasero de niña rica. Maté al hombre que te prostituyó. Te di un hogar.

Celeste sonrió como de costumbre, mostrando apenas los dientes perfectos entre los perfilados labios.

– Mataste a Kempflerr para probarte que no eras un cobarde. Querías ser un verdadero policía, y estabas dispuesto a destruirte para conseguirlo. Sólo tu tonta suerte te salvó. Y no sabes guardar tus secretos.

Mal se levantó y sintió que le flaqueaban las fuerzas.

– Maté a alguien que merecía morir.

Celeste acarició la cartera, pasando los dedos sobre el bordado y los abalarios. Mal notó que era un ademán histriónico, el prólogo de un golpe contundente.

– ¿No tienes réplica para eso?

Celeste puso su sonrisa más glacial.

– Herr Kempflerr fue muy amable conmigo, y yo sólo inventé sus perversiones sexuales para excitarte. Era un amante considerado, y cuando la guerra estaba a punto de terminar saboteó los hornos y salvó miles de vidas. Tuviste suerte de caerle bien al gobernador militar, Malcolm. Kempflerr iba a ayudar a los norteamericanos a buscar a otros nazis. Y sólo me casé contigo porque sentía remordimientos por las mentiras con que te seduje.

Mal iba a decir «No» pero no pudo articular la palabra; Celeste sonrió más. Mal vio la sonrisa como un blanco y atacó. La aferró del cuello, la apoyó contra la puerta y la abofeteó con fuerza. Sintió dientes que se astillaban entre los labios de Celeste, cortándole los nudillos. Le pegó una y otra vez; habría seguido pegando, pero se detuvo al oír «¡Mutti!» y al sentir unos puños pequeños que le golpeaban las piernas. Salió corriendo de casa, asustado de un niño: su hijo.

12

El teléfono sonaba sin cesar. Primero fue Leotis Dineen, que llamaba para avisarle que Art Aragon había noqueado a Lupe Pimentel en el segundo round, con lo cual su deuda ascendía a dos mil cien, y al día siguiente tenía un pago. Luego fue el agente de bienes raíces del condado de Ventura. Sus noticias: la máxima oferta por el seco, desierto, pedregoso, árido, mal situado e inhóspito terreno de Buzz era de catorce dólares por acre. La oferta provenía del pastor de la Primera Iglesia Pentecostal de la Divina Eminencia, que quería convertirlo en un cementerio para las santificadas mascotas de los miembros de su congregación. Buzz pidió un mínimo de veinte por acre; diez minutos después el teléfono sonó de nuevo. Ningún saludo, sólo:

– No se lo conté a Mickey porque no vale la pena ir a la cámara de gas por ti.

Buzz sugirió un encuentro romántico en alguna parte.

– Vete al diablo -respondió Audrey Anders.

Recordar la estupidez más estúpida de su vida le resultó estimulante, a pesar de la tácita advertencia de Dineen: mi dinero o tus rótulas. Buzz pensó en conseguir dinero a la fuerza: él contra ladrones y proveedores de droga a quienes había exprimido cuando era policía; luego desechó la idea: había envejecido y ya no estaba en forma, mientras que los demás quizá fueran más listos y estuvieran mejor armados. Sólo quedaba él contra Mal Considine, cincuenta por ciento, quien le miraba con mal ceño pero por lo demás parecía bastante marchito. Cogió el teléfono y marcó el número privado de su jefe en el hotel Bel-Air.

– ¿Sí? ¿Quién habla?

– Yo. Howard, quiero cazar tontos para el gran jurado. ¿La oferta sigue en pie?

13

Danny se esforzaba en no exceder el límite de velocidad. Entró en Hollywood -jurisdicción de la ciudad- rozando los sesenta kilómetros por hora. Minutos antes un administrador del hospital Estatal de Lexington había llamado a la oficina: una carta de Martin Goines, con matasellos de cuatro días antes, acababa de llegar al hospital. Estaba dirigida a un paciente y sólo contenía inocuos comentarios sobre jazz, pero también indicaba que Goines se había mudado a un apartamento en Tamarind Norte 2307, encima de un garaje. Era una excelente pista; si el domicilio hubiera estado en el condado, habría cogido un coche con insignias y habría ido hasta allí con luces rojas y sirena.

El 2307 estaba un kilómetro al norte del Boulevard, en un paraje poblado de edificios Tudor con marcos de madera. Danny aparcó junto a la acera y vio que el frío de la tarde había mantenido a los vecinos en el interior de las casas. Nadie estaba fuera tomando el fresco. Cogió su equipo, trotó hasta la puerta de la casa y llamó al timbre.

Diez segundos, ninguna respuesta. Danny fue hasta el garaje y vio que arriba había una improvisada construcción. Subió hasta la puerta por una escalera derruida. Llamó tres veces. Silencio. Sacó su cortaplumas y lo insertó entre la jamba y la puerta a la altura del cerrojo. Tras unos segundos de forcejeo oyó un chasquido. Danny miró en torno, no vio testigos, empujó la puerta, entró y cerró.

Le sorprendió un olor entre ácido y metálico. En cámara lenta, Danny dejó el equipo en el suelo, desenfundó el arma y tanteó la pared buscando un interruptor. Su pulgar encendió uno de golpe, sin darle tiempo a prepararse para mirar. Vio un cuchitril transformado en matadero.

Sangre en las paredes. Estrías enormes, inequívocas, escupitajos espumarajos, salivando un líquido rojo entre los dientes, trazando pequeños dibujos en el empapelado barato con motivos florales. Cuatro paredes enteras: curvas, rizos, un trazo semejante a una complicada letra G. Pegotes de sangre en una alfombra deshilachada, sangre en charcos secos sobre el suelo de linóleo, sangre en un desvencijado sofá de color claro, salpicaduras de sangre sobre una pila de periódicos cerca de una mesa donde había una bandeja, un platillo y una lata de sopa. Demasiada sangre para ser de un solo ser humano.

Danny respiró hondo; vio dos entradas sin puerta en la pared izquierda. Enfundó la 45, hundió las manos en los bolsillos para no dejar huellas y examinó la más cercana.

El cuarto de baño.

Paredes blancas cubiertas por líneas de sangre verticales y horizontales, perfectamente rectas, cortándose en ángulo recto, el asesino entrando en calor. Una bañera, los costados y el fondo embadurnados con una materia entre marrón y rosada que parecía sangre mezclada con grumos de jabón. Una pila de prendas masculinas -camisas, pantalones, cazadora- amontonada sobre el asiento del inodoro.

Danny abrió el grifo del lavabo con un nudillo, bajó la cabeza, se enjuagó y bebió. Al levantar la mirada, sorprendió su cara en el espejo; por un instante no se reconoció. Regresó al cuarto principal, sacó guantes de goma del maletín, se los puso, volvió al cuarto de baño y examinó la ropa, tirándola al suelo.

Tres pares de pantalones. Tres camisas de algodón. Tres pares de calcetines enrollados. Un suéter, una cazadora, una chaqueta deportiva. Tres víctimas.

Otra entrada.

Danny salió del cuarto de baño caminando hacia atrás, giró hacia una cocina diminuta, esperando un gigantesco torrente rojo. Allí la limpieza era perfecta: fregona, Ajax y un jabón guardado en un anaquel encima de una pica limpia; platos limpios en una bandeja de plástico; un calendario de 1949 clavado en la pared, los primeros once meses arrancados, ninguna anotación en la página de diciembre. Un teléfono en una mesita junto a la pared lateral y una estropeada nevera junto a la pica.

Sin sangre ni dibujos escalofriantes. El mareo pasó, el pulso se le calmó con chisporroteos de cable pelado. Otros dos cuerpos arrojados en alguna parte; una incursión ilegal en terreno del Departamento de Policía, División Hollywood, donde el escándalo Brenda Allen se cobraba el precio más alto, donde odiaban más al Departamento del sheriff. Su violación de la orden directa del capitán Dietrich: ni violencia ni arrogancia en la ciudad. No había modo de dar parte de su hallazgo. La vaga probabilidad de que el asesino llevara allí al número cuatro.

Danny bebió agua del grifo, se enjuagó la cara, dejó que el agua le empapara los guantes y los puños de la chaqueta. Pensó en buscar una botella; el estómago le resollaba; cogió el teléfono y llamó a la oficina. Respondió Karen Hiltscher.

– Sheriff, Hollywood Oeste. ¿En qué puedo servirle?

Danny habló con voz irreconocible.

– Soy yo, Karen.

– ¿Danny? Tienes una voz rara.

– Sólo escucha. Estoy en un sitio donde no debería estar y necesito algo, y necesito que me llames aquí cuando lo tengas. Y nadie debe saberlo. Nadie. ¿Entiendes?

– Sí. Danny, por favor, no seas tan brusco.

– Sólo escucha. Quiero un informe verbal sobre cada cadáver denunciado en la ciudad y el condado en las últimas veinticuatro horas, y quiero que me llames aquí deprisa. Llama dos veces, cuelga y llama de nuevo. ¿Entiendes?

– Sí. Querido, ¿estás…?

– Maldición, sólo escucha. Estoy en Hollywood-4619 sin permiso, y podría tener problemas por ello, así que no se lo cuentes a nadie. ¿Lo has entendido?

– Sí, querido -susurró Karen, y colgó.

Danny colgó a su vez, se enjugó el sudor del cuello y pensó en agua helada. Vio la nevera, abrió la puerta, retrocedió hacia la pica cuando vio lo que había adentro.

Dos ojos recubiertos de gelatina clara en un cenicero. Un dedo humano cortado sobre un paquete de judías verdes.

Danny vomitó hasta que le dolió el pecho y se le vació el estómago; abrió el grifo y se empapó hasta que el agua se le deslizó dentro de los guantes y masculló que un policía mojado no podía examinar la escena de un delito por el cual Vollmer o Maslick habrían sido capaces de matar. Cerró el agua y se sacudió para secarse, apoyando los brazos en el borde de la pica. Sonó el teléfono; le pareció un escopetazo, desenfundó el arma y apuntó hacia ninguna parte.

Otro timbrazo, silencio. Un tercer timbrazo. Danny cogió el receptor.

– ¿Sí? ¿Karen?

La muchacha hablaba con su sonsonete compungido.

– Han ingresado tres cadáveres. Dos mujeres blancas, un varón negro. Las mujeres, un suicidio por píldoras y un accidente automovilístico; el negro, un alcohólico que murió a la intemperie. Y me debes el Coconut Grove por mostrarte tan poco amable.

Ocho paredes llenas de salpicaduras de sangre y una aspirante a policía que quería ir a bailar. Danny rió y abrió la nevera para encontrar el lado cómico del asunto. El dedo era largo, blanco y delgado, y los ojos eran castaños y empezaban a resecarse.

– Donde quieras, cariño, donde quieras.

– Danny, ¿de veras estás…?

– Karen, escucha bien. Me quedaré aquí para ver quién aparece. ¿Esta noche haces turno doble?

– Hasta mañana a las ocho.

– Entonces hazme un favor. Quiero saber si encuentran cadáveres blancos en la ciudad y el condado. Quédate ante la centralita, escucha las transmisiones por radio a bajo volumen y fíjate si alguien informa sobre homicidios de varones blancos. Si consigues algo, llámame como has hecho ahora. ¿Comprendido?

– Sí, Danny.

– Y recuerda, nadie debe saberlo. Ni Dietrich ni nadie. Nadie.

Un largo suspiro: Katharine Hepburn exhausta, en versión Karen.

– Sí, agente Upshaw. -Un suave chasquido.

Danny colgó y examinó el apartamento.

Sacó muestras de tierra y polvo de los tres cuartos, guardándolas por separado en sobres transparentes; sacó su cámara Rolleiflex y tomó primeros y medios planos de las salpicaduras de sangre. Recogió, etiquetó y entubó sangre de la bañera, sangre del diván y la silla, sangre de la pared, sangre de la alfombra, sangre del suelo; tomó muestras de fibra de los tres tipos de ropa y anotó las marcas en las etiquetas.

Anocheció. Danny dejó las luces apagadas y trabajó con una linterna de bolsillo entre los dientes. Buscó huellas dactilares ocultas, agotando todas las superficies que se podían palpar, aferrar y apretar. Descubrió un par de guantes de goma -probablemente del asesino-, huellas de una mano derecha completa y parte de una izquierda que no coincidían con las de Goines. Sabiendo que las huellas de Goines tenían que aparecer por alguna parte, siguió hasta obtener su recompensa: las de la mano izquierda junto al borde de la pica de la cocina. Imaginó al asesino duchándose para lavarse la sangre y registró cada superficie del cuarto de baño. Obtuvo huellas de uno, dos y tres dedos, y también de manos completas, puntas de guante de goma, las manos de un hombre corpulento, muy espaciadas cuando se apoyaba en la pared de la bañera.

Medianoche.

Danny sacó el dedo cercenado de la nevera, lo entintó, lo apoyó en un papel. Concordaba con el dígito medio derecho del conjunto desconocido. Era un corte irregular por encima del nudillo, cauterizado con una llama, pues terminaba en carne negra y chamuscada. Danny revisó la sartén de la sala. Premio: piel frita pegada al fondo; el asesino quería conservar el dedo, un golpe para quien descubriera esa carnicería.

¿O planeaba regresar con otra víctima?

¿Mantendría el lugar bajo vigilancia para saber cuándo se iba al traste esta opción?

La una menos cuarto.

Danny examinó el lugar por última vez. El único armario estaba vacío, no había nada oculto bajo las alfombras. Un vistazo a la pared con la linterna le dio otro detalle para la reconstrucción: dos tercios de las manchas de sangre tenían textura parecida. La segunda víctima y la tercera debían de haber muerto casi al mismo tiempo. Revisando el suelo de rodillas obtuvo una última prueba: un grumo de residuo pastoso y blanco endurecido, de olor neutro. Lo etiquetó y embolsó, etiquetó y embolsó los ojos de Martin Goines, se sentó en el borde limpio del sofá, el arma apoyada en la rodilla. Esperó.

El agotamiento lo dominó. Danny cerró los ojos y vio dibujos de sangre, blanco sobre rojo, los colores invertidos como negativos fotográficos. Tenía las manos entumecidas tras horas de trabajar con guantes de goma; imaginó que el tufo metálico del cuarto era el olor de un buen whisky, trató de aspirarlo, desechó la idea y elaboró teorías para olvidar el hedor.

Tamarind 2307 estaba a media hora en coche de la punta del Strip. El asesino había tenido dos horas para jugar con el cadáver de Martin Goines y decorar el lugar. El asesino tenía una audacia monstruosa, suicida. Había matado a otros dos hombres -tal vez al mismo tiempo- en el mismo lugar. Puede que el asesino tuviera el inconsciente deseo de que lo capturaran, propio de muchos psicópatas; era un exhibicionista y quizá le decepcionaba que el homicidio de Goines hubiera recibido poca publicidad. Probablemente había abandonado los otros dos cuerpos en algún sitio donde los encontrarían, lo cual significaba que los otros dos homicidios habían ocurrido en las veinticuatro horas anteriores. Preguntas: ¿los dibujos de la pared significaban algo o eran sólo rabiosos escupitajos de sangre? ¿Qué significaba la G? ¿Las tres víctimas estaban escogidas al azar, a partir de su homosexualidad o drogadicción, o eran previamente conocidas por el asesino?

Más agotamiento. Los cables del cerebro se le pelaban por exceso de información y escasez de conexiones. Danny miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera para mantenerse despierto. Acababan de dar las 3.11 cuando oyó el ruido del cerrojo.

Se levantó y caminó de puntillas hasta las cortinas que había junto al interruptor de la luz: la puerta a medio metro, el brazo del arma extendido y apoyado en la mano izquierda. El cerrojo emitió un chasquido; la puerta se abrió y Danny encendió la luz.

Un hombre gordo y cuarentón quedó paralizado por la luz. Danny avanzó un paso; el hombre giró al enfrentarse al cañón de un revólver calibre 45. Se llevó las manos a los bolsillos; Danny cerró la puerta con el pie y le pegó en la cara con el cañón, lanzándolo de bruces hacia el empapelado manchado de sangre. El gordo soltó un aullido, vio la viscosidad de la pared en primerísimo plano y cayó de rodillas, entrelazando las manos y listo para suplicar.

Danny se acuclilló a su lado, apuntando el revólver a la sangre que le goteaba de la mejilla. El gordo murmuró varios Ave María; Danny sacó las esposas, apartó el arma, le colocó las pulseras y las cerró sobre las muñecas unidas en una plegaria. Los dientes metálicos mordieron; el hombre miró a Danny como si él fuera Jesús.

– ¿Policía? ¿Eres policía?

Danny lo examinó. Palidez de convicto, zapatos de prisión, ropas de segunda mano y agradecido de que un policía lo sorprendiera irrumpiendo allí, una violación de libertad condicional y diez años como mínimo. El hombre miró las paredes, bajó los ojos, vio que estaba de rodillas a dos pulgadas de un charco de sangre con una cucaracha pegada en el centro.

– Maldita sea, dime que eres…

Danny le aferró la garganta y la estrujó.

– Departamento del sheriff. Baja la voz y pórtate bien y te dejaré ir de aquí.

Con la mano libre, cacheó al gordo, extrayendo una billetera, llaves, una navaja y un estuche de cuero, compacto pero pesado, con cierre de cremallera.

Le soltó la garganta y examinó la billetera, volcando tarjetas y documentos en el suelo. Había un permiso de conducir caducado del Estado de California para Leo Theodore Bordoni, nacido el 19/6/09; una tarjeta de libertad condicional del condado extendida al mismo nombre; una tarjeta del banco de plasma declarando que Leo Bordoni, tipo AB positivo, podía vender su sangre nuevamente el 18 de enero de 1950. Las tarjetas eran del hipódromo: billetes de apuestas, recibos, cajas de cerillas con el nombre de caballos ganadores y números de carreras garrapateados en el dorso.

Danny soltó a Leo Theodor Bordoni, la recompensa del gordo por una combinación de elementos -repugnancia ante la sangre, tipo sanguíneo y descripción física- que lo eliminaba como sospechoso del asesinato. Bordoni regurgitó y se secó la sangre de la cara; Danny abrió el estuche de cuero y vio un equipo de herramientas: gubia, cortavidrios, cincel, todo dispuesto sobre terciopelo verde.

– Irrupción ilegal, posesión de herramientas para robo, violación de libertad condicional -espetó Danny-. ¿Cuántas veces has caído, Leo?

Bordoni se masajeó el cuello.

– Tres. ¿Dónde está Martin?

Danny señaló las paredes.

– ¿Tú que crees?

– Dios mío.

– Eso es. El viejo Martin, de quien probablemente nadie excepto tú sabe nada. ¿Conoces la ley habitual del gobernador Warren?

– Eh… no.

Danny enfundó el revólver, ayudó a Bordoni a levantarse y lo empujó hacia la única silla sin manchas de sangre reseca.

– La ley dice que una cuarta caída te cuesta entre veinte años y cadena perpetua. Sin regateos ni apelaciones. Nada. Robas un maldito paquete de cigarrillos y te llevas veinte años. Así que me cuentas todo lo que hay que saber sobre Martin Goines, o te tragas veinte en San Quintín.

Bordoni echó una ojeada al cuarto. Danny caminó hasta las cortinas, miró los jardines y las casas oscuras e imaginó que el asesino se alejaría, ahuyentado por la luz. Movió el interruptor. Bordoni soltó un largo suspiro.

– ¿Lo pasó muy mal Martin?

Danny vio letreros de neón en Hollywood Boulevard, a kilómetros de distancia.

– Peor que mal, así que habla.

Bordoni habló mientras Danny miraba los anuncios y las luces de los faros.

– Salí de San Quintín hace dos semanas, después de siete años por robo. Conocí a Martin cuando cumplió sentencia por tenencia de hierba, y él conocía el número de mi hermana en San Francisco. Me envió cartas de vez en cuando después de salir, nombre falso, sin remitente, porque era prófugo y no quería que los censores descubrieran su identidad.

»Martin llamó a casa de mi hermana hace unos cinco días, el treinta o el treinta y uno. Dijo que estaba tocando el trombón por una miseria y odiaba el trabajo. Se había curado, iba a dejar la heroína y buscar algún trabajillo. Robo de casas. Dijo que acababa de encontrar a un viejo socio y necesitaban a un tercero. Le dije que vendría en una semana. Me dio esta dirección y me dijo que me dirigiera aquí. Eso es todo.

La oscuridad hacía palpitar el cuarto.

– ¿Cómo se llamaba el socio? ¿De dónde lo conocía Goines?

– Martin no me lo dijo.

– ¿Lo describió? ¿Fue socio de Martin cuando hacía trabajillos en el 43 y el 44?

– Amigo, fue una conversación de dos minutos, y yo ni siquiera sabía qué tipo de asuntos tenía entre manos en esa época.

– ¿Mencionó a un viejo socio con la cara quemada o chamuscada? Ahora debe de andar cerca de los treinta años.

– No. Martin siempre fue muy reservado. Yo era su único amigo en San Quintín, y me sorprendió cuando dijo que tenía un viejo socio. Martin no era un tipo que se asociara con nadie.

Danny cambió el enfoque.

– Cuando Goines te mandaba cartas, ¿tenían sello de correos, qué decían?

Bordoni suspiró con aburrimiento; Danny pensó en mostrarle los ojos de su amigo.

– Habla, Leo.

– Procedían de todas partes del país, y eran pura cháchara… jazz, ojalá estuvieras aquí, caballos, béisbol.

– ¿Martin mencionó a otros músicos con quienes tocaba?

Bordoni rió.

– No, y creo que le daba vergüenza. Tocaba en esos clubes de mala muerte y sólo decía «Soy el mejor trombón que han visto nunca». Él sabía que no era gran cosa pero que esos fulanos con quienes tocaba eran peor.

– ¿Nunca mencionó a nadie, salvo ese viejo socio con quien ibais a trabajar?

– Nadie. Como he dicho, fue una conversación de dos minutos.

El letrero de Miller del edificio Taft se apagó, irritando a Danny.

– Leo, ¿Martin era homosexual?

– ¡Martin! ¿Estás loco? ¡Ni siquiera jodía con los maricas de San Quintín!

– ¿Alguien le hizo alguna propuesta?

– ¡Martin habría preferido morir antes de permitir que un maricón lo manoseara!

Danny encendió la luz, alzó a Bordoni tirando de las esposas y le puso la cabeza frente a una larga mancha de sangre de la pared.

– Ese es tu amigo. Por eso nunca estuviste aquí ni me conociste. No quieres tener problemas, así que cierra el pico y hazte a la idea de que esto ha sido una pesadilla.

Bordoni asintió; Danny lo soltó y abrió el cerrojo de las esposas. Bordoni recogió sus cosas del suelo, muy cuidadoso con sus herramientas. En la puerta, dijo:

– Lo tomas como algo personal, ¿verdad?

Buddy Jastrow se había esfumado, cuatro copas por noche no bastaban, los manuales y las clases no eran reales.

– Es todo lo que tengo -dijo Danny.


De nuevo solo, Danny miró por la ventana. Los letreros luminosos de los cines se apagaron, convirtiendo el Boulevard en otra calle solitaria y oscura. Añadió «posible cómplice de robos» a «alto, canoso», «maduro», «homosexual» y «entendido en heroína»; tomó la afirmación de Bordoni de que Martin no era homosexual como sincera pero errónea. Se preguntó cuánto tiempo podría permanecer dentro del cuarto sin perder el juicio, sin correr el riesgo de que el propietario o un vecino de enfrente se dejaran caer por allí.

Buscar luces encendidas que lo delataran a él mirando hacia allí era pueril; la búsqueda de formas siniestras era un juego de chicos, el juego que él mismo practicaba de niño. Danny bostezó, se sentó en la silla e intentó dormir.

Se sumió en algo parecido al sueño, a medio camino entre la inconsciencia y el pensamiento. Vio imágenes que no obedecían a su voluntad. Señales de tráfico, camiones, un saxofonista tocando su instrumento, flores, un perro al final de un palo. El perro le hizo temblar; trató de abrir los ojos, los sintió pegados y siguió con las imágenes. Instrumentos de autopsia recién esterilizados, Janice Modine, un Oldsmobile 39 meciéndose sobre los amortiguadores, una mirada al interior, Tim follando con Roxy Beausoleil, un trapo empapado de éter en la nariz de la muchacha para que riera y fingiera que era agradable.

Danny se despejó de golpe. La luz entraba por una separación de las cortinas. Tragó una flema seca, vio otra proyección de la última imagen, se levantó y fue a la cocina a beber agua del grifo. Estaba bebiendo un buen sorbo cuando sonó el teléfono.

Un segundo timbrazo, silencio, un tercer timbrazo. Danny atendió. -¿Karen?

La muchacha estaba sin aliento.

– La radio de la ciudad. Encuentra al encargado de mantenimiento, Griffith Park, el camino que asciende desde el aparcamiento del observatorio. Dos muertos, la policía de Los Ángeles va hacia allá. Cariño, ¿sabías que esto iba a pasar?

– Sólo finge que no pasó -dijo Danny. Colgó, recogió su maletín y salió del matadero bañado en sangre. Se obligó a no correr hacia el coche. Miró alrededor y no vio testigos. Griffith Park estaba a un kilómetro y medio. Se quitó los guantes de goma, sintió un cosquilleo en la mano. Condujo a toda velocidad.


Dos coches del Departamento se le adelantaron.

Danny aparcó junto a ellos al pie del largo trecho de asfalto que se extendía antes de la extensión montañosa que formaba el perímetro norte del parque. No había más coches en el terreno; vio a cuatro policías de uniforme en el punto donde el camino se internaba en el bosque, tradicional refugio para borrachos y tórtolos sin dinero para una pensión.

Danny miró la hora: las 6.14. Sacó su insignia y subió. Los sobresaltados policías se giraron, llevando las manos a las fundas. Danny señaló la placa.

– Sheriff, Hollywood Oeste. Estoy trabajando en un caso de homicidio, y oí vuestro mensaje en la radio de la oficina.

Dos policías asintieron; los otros dos miraron a otra parte, como si un detective del condado fuera peor que la mugre. Danny tragó saliva; la oficina de Hollywood Oeste estaba a media hora de distancia, pero los muy estúpidos no repararon en la diferencia de tiempo. Se separaron para dejarle ver; Danny vio un medio plano del infierno.

Dos hombres muertos, desnudos, tendidos en un pequeño lecho de tierra rodeado por espinos bajos. La rigidez, las costras de tierra y las hojas indicaban que habían estado allí por lo menos veinticuatro horas; el estado de los cuerpos indicaba que habían muerto en Tamarind Norte 2307. Danny movió un arbusto, se arrodilló y acercó la Cámara Humana a una distancia pesadillesca.

Los hombres estaban en la posición del 69: cabeza-ingle, ingle-cabeza, los genitales acariciándoles las bocas. Cada cual apoyaba las manos en las rodillas del otro, al más corpulento le faltaba el índice derecho. Los cuatro ojos estaban intactos y abiertos, las víctimas tenían heridas en la espalda, como Martin Goines, y también en la cara. Danny examinó el frente de los cuerpos abrazados, descubrió sangre y restos de entrañas.

Se levantó. Los policías fumaban cigarrillos, arrastraban los pies, destruían cualquier posibilidad de investigar bien el terreno. Lo miraron, uno por uno. El mayor dijo:

– ¿Esos tipos son como el de su caso?

– Casi exactamente -respondió Danny, pensando en la cámara verdadera de su maletín, fotografías para su archivo antes de que los polizontes de la ciudad dieran por cerrado un caso que era suyo-. ¿Quién los encontró?

– El encargado de mantenimiento vio a un borracho que corría gritando colina abajo, así que fue a echar un vistazo -respondió el policía más veterano-. Nos llamó, volvió a subir y por poco se desmaya. Lo mandamos a casa, y cuando el escuadrón llegue aquí lo mandarán a casa a usted también.

Los otros polizontes rieron. Danny pasó por alto la provocación y trotó camino abajo para coger la cámara. Casi había llegado al Chevy cuando un coche sin insignias y la camioneta del forense llegaron y aparcaron junto a los coches patrulla.

Un hombre corpulento de cara mofletuda bajó del coche y le miró a los ojos. Danny lo reconoció por las fotos de los periódicos: el sargento detective Gene Niles, jefe de escuadrón de la División Hollywood, metido hasta las cejas en el escándalo Brenda Allen. No procesado, pero tampoco ascendido a teniente, su carrera estaba frenada; según los rumores, no recibía dinero de las muchachas de Brenda, sólo cobraba en especies. La ropa del hombre contradecía esta hipótesis: chaqueta elegante y pantalones grises de raya impecable, ropa a medida que ningún policía honesto se podía permitir.

Dos enfermeros sacaron camillas plegables. Danny advirtió que Niles se había olido que era policía y se le acercaba, cada vez más curioso y enfadado: un extraño en su territorio, demasiado joven para estar trabajando en la Oficina de Homicidios de la ciudad.

Le salió al encuentro mientras inventaba una nueva historia, algo que pudiera satisfacer a un policía listo. Cara a cara, le dijo:

– Soy del Departamento del sheriff.

Niles rió.

– ¿Se ha equivocado de jurisdicción, agente?

Escupió «agente» como si fuera sinónimo de «cáncer».

– Estoy investigando un homicidio parecido a los dos que tiene colina arriba.

Niles lo taladró con la mirada.

– ¿Duerme con la ropa puesta, agente?

Danny cerró las manos.

– He estado de guardia.

– ¿Alguna vez ha oído hablar de llevar hojas de afeitar en estos casos, agente?

– ¿Alguna vez ha oído hablar de cortesía profesional, Niles?

El sargento Gene Niles miró su reloj.

– Un hombre que lee los periódicos. Veamos. ¿Cómo llegó aquí veintidós minutos después de que recibiéramos la denuncia en nuestra oficina?

Danny sabía que el único modo de cubrir esa mentira era echándole cara dura.

– Estaba desayunando en Western, y había un coche patrulla con la radio encendida. ¿Cómo tardó tanto usted? ¿Paró para hacerse una manicura?

– Hace un año lo habría castigado por eso.

– Hace un año usted tenía futuro. ¿Quiere hablar del homicidio o quiere continuar discutiendo?

Niles arrancó un hilillo de fibra de la chaqueta.

– Por la radio dijeron que parecía un asunto entre maricas. Odio los asuntos de maricas, así que si usted tiene otro no quiero oír hablar de ello. Lárguese, agente. Y consígase ropa decente. Mickey Hebraico tiene una tienda, y sé que hace descuentos a sus muchachos.

Danny regresó hacia el Chevy hecho una furia. Condujo por el camino del parque hasta Los Feliz y Vermont. Desde un teléfono público llamó al doctor Layman, le dijo que dos colegas de Martin Goines iban en camino y le pidió que se encargara de la autopsia. Al cabo de un instante el coche de Niles y la camioneta del forense pasaban rumbo al sur sin luces ni sirenas, perdiendo el tiempo en una bonita mañana de invierno. Danny les dio cinco minutos de ventaja, tomó atajos hacia el centro y aparcó a la sombra de un almacén frente a la entrada del depósito de cadáveres de la ciudad. Transcurrieron catorce minutos hasta que llegó la caravana. Niles condujo las camillas cubiertas hasta la rampa con gran ceremonia, Norton Layman salió a ayudar. Danny oyó que amonestaba a Niles por haber separado los cuerpos.

Se instaló en el coche para esperar las revelaciones de Layman; estirándose en el asiento, cerró los ojos e intentó dormir, consciente de que el doctor tardaría cuatro horas o más en realizar los análisis. No podía dormir; un día caluroso empezó a calentar el coche, poniendo pegajosa la tapicería. Cuando se estaba adormilando de pronto recordó sus mentiras, qué podía decir o no y a quién. Podía apoyar su mentira del desayuno en Western a las seis poniendo cara tímida para insinuar que estaba con una mujer; tenía que persuadir a Karen Hiltscher de que mantuviera en secreto su estancia en Tamarind 2307. No podía permitir que nadie viera el contenido de su maletín. Tenía que informar al Departamento de Policía sobre la carta que lo había llevado al cubil de Martin Goines, pero daría al episodio una fecha posterior y le restaría importancia, para que ellos descubrieran la carnicería por sí solos. Leo Bordoni era una carta peligrosa, pero quizá tuviera el buen tino de guardar silencio. Tenía que inventar una historia para dar cuenta de su paradero del día anterior, y lo más conveniente era un informe falso ante Dietrich. Y el gran miedo y las grandes preguntas: si el Departamento de Policía registraba Tamarind, ¿informaría algún vecino que había visto un Chevrolet 1947 marrón claro aparcado toda la noche frente al 2307? ¿Debía aprovechar su pista, buscar testigos en el vecindario y luego informar acerca de la carta, esperando que la peor acusación fuera la de no llamar al Departamento? Si el Departamento decidía ceder los dos homicidios -ya que Niles odiaba los «asuntos de maricas»-, ¿llevarían a cabo alguna investigación? Él había recibido la llamada del Hospital Estatal de Lexington a través de la centralita de Karen Hiltscher. Si las cosas se complicaban, ¿hablaría ella para salvarse? ¿La rivalidad entre ambos Departamentos reduciría los homicidios a algo que sólo a él le importaba?

El calor que rebotaba en el parabrisas y el corto circuito de muchos cables cerebrales arrullaron a Danny sumiéndolo en el sueño. Los calambres y el resplandor lo despertaron. Estaba sudado e irritado, golpeó la bocina con el pie y la negrura del despertar se convirtió en ondas de sonido rebotando en cuatro paredes ensangrentadas. Miró el reloj. Eran las doce y diez. Había dormido por lo menos cuatro horas, tal vez el doctor hubiera terminado con los cadáveres. Se apeó del coche, se desperezó y cruzó hasta el depósito de cadáveres.

Layman estaba cerca de la rampa, comiendo algo ante una plancha de metal, usando una sábana para cadáveres como mantel. Vio a Danny, tragó un trozo de bocadillo y dijo:

– Tienes mal aspecto.

– ¿Tanto se nota?

– También pareces asustado.

Danny bostezó. Le dolieron las encías.

– Vi los cuerpos, y creo que al Departamento de Policía no le importa. Eso me asusta.

Layman se enjugó la boca con la punta de la sábana.

– Entonces aquí tienes más razones para asustarte. Hora de la muerte: veintiséis a treinta horas atrás. Ambos fueron violados analmente por un cero positivo, según el semen. Las heridas de la espalda eran idénticas en tamaño y contenido fibroso a las de Martin Mitchell Goines. El hombre al que le falta un dedo murió de un corte en la garganta producido por un cuchillo afilado y dentado. No tengo la causa de la muerte del otro, pero apostaría por una sobredosis de barbitúricos. En nuestro amigo sin dedo encontré una cápsula pinchada con una aguja, sucia de vómito, bajo la lengua. Hice algunas pruebas y encontré un compuesto casero: secobarbital sódico y estricnina. El secobarbital actuaría primero, dejándolo inconsciente, la estricnina lo mataría. Creo que Sin Dedo sufrió una indigestión, vomitó parte de la droga y luchó por sobrevivir. Así perdió el dedo, peleando con el hombre del cuchillo. En cuanto analice la sangre de ambos y les haga un lavado de estómago, lo sabré con certeza. El hombre sin dedo era más grande. Más corriente sanguínea, por eso el compuesto no lo mató como al otro.

Danny pensó en el 2307, los restos de vómito entre la sangre.

– ¿Las mordeduras en el estómago?

– No humanas pero humanas -dijo Layman-. Encontré saliva cero positivo y jugo gástrico humano en las heridas, pero las dentelladas eran demasiado frenéticas y estaban demasiado superpuestas para sacar moldes. Tengo tres cortes de dientes individuales, demasiado grandes para atribuirlos a un molde dental humano y demasiado desgarrados para identificarlos con métodos forenses. Además encontré un grumo de empaste dental en una herida. Usa postizos, Danny. Muy probablemente, encima de sus propios dientes. Podrían ser de acero o de otro material sintético, podrían ser dientes sacados de cadáveres de animales. Y ha hallado un modo para mutilar a las víctimas con ellos y tragar. No son humanos. Sé que esto no suena profesional, pero creo que este hijo de perra tampoco es humano.

14

Ellis Loew celebró la ceremonia en su oficina, con Mal y Dudley Smith como testigos oficiales.

Buzz Meeks se plantó junto a la mesa con la mano derecha alzada; Loew recitó el juramento:

– Turner Meeks, ¿juras por Dios cumplir leal y conscientemente los deberes de investigador especial de la División Gran Jurado de la Fiscalía de Distrito de la ciudad de Los Ángeles, defendiendo las leyes de este municipio, protegiendo los derechos y la propiedad de sus cuidadazos?

– Claro -dijo Buzz Meeks. Loew le entregó un documento de identidad que incluía el fotóstato de la licencia y la placa de la Fiscalía. Mal se preguntó cuánto le pagaría Howard Hughes a ese canalla, y calculó que no menos de tres mil.

Dudley se reunió con Meeks y Loew en un círculo de espaldas insultantes; Mal abonaba un viejo rumor que aún circulaba: Meeks creía que Mal era responsable del tiroteo que le había ganado su pensión; Jack D. había fallado y había olvidado sus rencores cuando el policía de Oklahoma dejó de pertenecer al Departamento. Que lo creyera. Cualquier cosa con tal de mantener a su nuevo colega a la mayor distancia posible entre dos policías que trabajaban en el mismo caso.

Y Dudley.

Y quizá también Loew.

Mal miró mientras los tres brindaban con Glenlivet en vasos de cristal. Llevó su libreta hasta el extremo de la mesa mientras Meeks y Dudley intercambiaban frases y Ellis lo miraba con el ceño fruncido, aunque dando a entender que su enfado era sólo temporal. Mal pensó: él debería estar en deuda conmigo, ahora yo estoy en deuda con él. Cogió la pluma para garabatear, le palpitaron los nudillos. Supo que Loew tenía razón.


Después del episodio con Celeste, había andado sin rumbo hasta que se le hinchó la mano. El dolor brutal echaba a perder todos los planes de consolar a su hijo. Fue al Central, mostró la placa y recibió un tratamiento especial: una inyección que lo remontó a más altura que diez cometas. Le arrancaron fragmentos de dientes de los dedos, lo limpiaron, suturaron y vendaron. Llamó a casa y habló con Stefan, farfullando explicaciones: por qué lo había hecho, cómo Celeste lo había herido aún más, que ella los quería separar para siempre. El chico, aturdido y desconcertado, había tartamudeado detalles acerca de la cara ensangrentada de Celeste, pero había terminado la conversación llamándolo «Papá» y diciendo «Te quiero».

Y esa pequeña inyección de esperanza le hizo pensar como policía. Llamó a Ellis Loew, le contó lo ocurrido, avisó que habría abogados y una batalla por la custodia, que no debía permitir que Celeste presentara cargos y obtuviera una ventaja. Loew tomó las riendas. Fue hasta la casa y condujo a Celeste al Hollywood Presbyterian, donde les esperaba el abogado de ella. El hombre fotografió la cara magullada y ensangrentada; Loew lo convenció de que Celeste no presentara cargos contra un oficial de la Fiscalía de Distrito, amenazando con represalias, prometiendo no interceder en el caso de custodia si aceptaba. Llegaron a un acuerdo; arreglaron la nariz rota de Celeste y dos cirujanos dentales le repararon las encías y la dentadura casi destrozada. El furioso Loew llamó al teléfono público donde él esperaba y dijo: «Arréglate solo con el chico. Nunca me pidas otro favor.»

Mal regresó a casa y encontró a Stefan dormido, el aliento le olía al sedante europeo de Celeste, ginebra y leche caliente. Besó la mejilla del chico, trasladó una maleta llena de ropa y fichas de Lesnick a un motel en la esquina de Olympic y Normandie, pidió a una mujer policía que conocía que echara una ojeada a Stefan una vez al día, durmió bajo efecto de los sedantes en una cama extraña y despertó pensando en Franz Kempflerr.

No podía dejar de pensar en él, y ninguna racionalización le indicaba que Celeste fuera una embustera. En cambio hizo varias llamadas para conseguir un abogado: Jake Kellerman, un pragmático que afirmó la conveniencia de postergar el juicio por la custodia hasta que el capitán Considine fuera un héroe. Kellerman le aconsejó que se mantuviera alejado de Celeste y Stefan, dijo que pronto lo llamaría para elaborar una estrategia, y lo dejó solo con su resaca de Demerol, los nudillos doloridos y la certeza de que debía tomarse el día libre y mantenerse alejado de su jefe.

Aún no podía olvidar a Kempflerr.

Revisó las fichas de Lesnick sólo para distraerse. Estaba acumulando datos sobre Claire de Haven, y cada detalle lo excitaba; sabía que el interrogatorio directo quedaba excluido por el momento, y que ante todo debían organizar una operación. Aun así, reconstruir el pasado de esa mujer resultaba estimulante, y cuando dio con un dato que había pasado por alto -Mondo López alardeando ante el psiquiatra acerca de un vestido que había robado para Claire cuando ella cumplió treinta y tres años en mayo del 43, con lo cual tenía exactamente la edad de Mal-, decidió ir a investigar en la biblioteca pública en compañía de la mujer y el nazi.

Revisó microfilmes durante horas, olvidando al alemán, concentrándose en la mujer.

Buchenwald liberada, los juicios de Nuremberg, los nazis más importantes afirmando que sólo obedecían órdenes. La increíble brutalidad mecanizada. Sleepy Lagoon, una buena causa defendida por mala gente. La corazonada de que el debut de Claire de Haven había figurado en las páginas de sociedad; confirmación: verano de 1929, Claire, diecinueve años, en Las Madrinas Ball, una desvaída foto en blanco y negro donde apenas se veía quién era.

Con Kempflerr eclipsado por Göring, Ribbentrop, Dönitz y Keitel, la mujer cobró más fuerza. Llamó a circulación y obtuvo el permiso de conducir de Claire. Fue hasta Beverly Hills y vigiló la mansión estilo español. A las dos horas, Claire salió de la casa. Su foto era apenas un reflejo de la belleza hecha realidad. Era elegante, pelo castaño con mechones grises. La cara era de belleza natural con todo lo que el dinero podía comprar, pero revelaba carácter. Mal siguió el Cadillac hasta la Villa Frascati; Claire comió con Reynolds Loftis, un tipo envarado que él había visto en varias películas. Se tomó una copa en el bar mientras los observaba: el actor bisexual y la Reina Roja se cogieron las manos y se besaron varios minutos; sin duda eran amantes. Mal recordó las palabras de Loftis a Lesnick: «Claire es la única mujer que amé de veras.» Sintió celos.


Pusieron vasos y ceniceros en la mesa; Mal apartó los ojos de sus garabatos -esvásticas y nudos de horca- y vio que los demás cazadores de rojos lo miraban. Dudley le acercó un vaso limpio y la botella. Mal se la devolvió y dijo:

– Teniente, echaste a perder lo de los mexicanos. Esto es oficial. No debe haber interrogatorios directos hasta que Meeks consiga algún material criminal tangible que podamos usar como amenaza. Insisto en que nos dediquemos exclusivamente a izquierdistas al margen de la UAES, los convirtamos en testigos voluntarios, obtengamos información y coloquemos un señuelo en cuanto lo encontremos. Debemos protegernos de los mexicanos publicando algún artículo en los periódicos. Los amigos de Ed Satterlee, Victor Reisel y Walter Winchell, odian a los comunistas, y probablemente la UAES los lee. Algo como esto: «El equipo del gran jurado designado para investigar la influencia roja en Hollywood se encuentra frenado por falta de fondos y las discusiones políticas internas.» Cada rojo de la UAES sabe qué ocurrió el otro día en Variety International. Opino que debemos taparlo por ahora para que lo olviden.

Todas las miradas estaban sobre el irlandés; Mal se preguntó si recogería el guante ante dos testigos de una lógica irrefutable.

– Sólo puedo pedir disculpas, Malcolm -dijo Dudley-. Tú fuiste prudente, pero yo actué con tozudez y me equivoqué. Sin embargo creo que deberíamos presionar a Claire de Haven antes de pasar al trabajo clandestino. Es la clave para denunciar a los dirigentes, no tiene experiencia con grandes jurados, y si la dominamos desmoralizaremos a todos esos hombres enamorados que cuentan con tantas excusas tristes. Nunca ha tenido problemas con la policía, y creo que es posible que ceda.

Mal rió.

– La estás subestimando. Y supongo que quieres hacerla ceder tú.

– No, muchacho, creo que deberías ser tú. De todos nosotros, eres el único que al menos tiene cierto idealismo. Eres un policía bondadoso, aunque con una vena cruel. La aplastarás con ese gancho de derecha que tienes, según me han dicho.

– Yo no -intervino Ellis Loew, mirando con dureza a Mal. Buzz Meeks bebía scotch. Mal hizo una mueca, preguntándose cuánto sabía Dudley.

– Es un juego imbécil, teniente. Lo echaste a perder una vez, y ahora me pides que lo complique. Ellis, el abordaje directo no dará resultado. Díselo.

– Mal, modera tu lenguaje, porque estoy de acuerdo con Dudley -intervino Loew-. Claire de Haven es promiscua. Esas mujeres son desequilibradas y creo que el riesgo vale la pena. Entretanto, Ed Satterlee está tratando de conseguir un hombre para nosotros, un hombre que conoció en el seminario y que se ha infiltrado en células comunistas en Cleveland. Es un profesional, pero no resultará barato. Aunque el acercamiento a De Haven fracase y la UAES se ponga en guardia, ese hombre podrá infiltrarse con tanta sutileza que no se enterarían en un millón de años. Y sin duda el señor Hughes nos dará dinero para nuestro señuelo. ¿Verdad, Buzz?

Buzz Meeks le guiñó el ojo a Mal.

– Ellis, si es una mujer fácil, yo no mandaría a un seminarista a ablandarla. Howard mismo podría encargarse. Le gustan las hembras, así que podrías mandarlo a él disfrazado.

Loew miró al cielo; Dudley Smith rió como si hubiera oído una broma desternillante en el salón del Elks Club. Meeks guiñó el ojo de nuevo, estudiando a Mal: ¿fuiste tú quien me tendió la emboscada en el 46? Mal pensó que debía hacer méritos para obtener la custodia de su hijo en compañía de un bufón ridículo, un policía brutal y un abogado sin escrúpulos. Sólo cuando Loew golpeó la mesa para disolver la reunión comprendió que conocería a la Reina Roja cara a cara, que él mismo sería su propio peón.

15

Danny pasó la mañana siguiente en su apartamento, actualizando su archivo, vinculando los nuevos datos sobre las nuevas víctimas con su caso.

Al cabo de veinticuatro horas obtuvo esto:

Las víctimas dos y tres no estaban identificadas; el doctor Layman, como patólogo de la ciudad, tenía acceso a los informes del Escuadrón de Hollywood y le llamaría si los cadáveres recibían un nombre. Ya había llamado para decir que el sargento Gene Niles dirigía la investigación, le daba poca importancia y trataba de abreviarla para regresar al asalto de un almacén de pieles, caso que prometía artículos en los periódicos, lo cual compensaría el escándalo de Brenda Allen, que le había hecho perder a su esposa e hijos. Los policías de uniforme arrestaban a borrachos en el Griffith Park y no llegaban a ninguna conclusión, Niles en persona había interrogado a un par de indigentes con antecedentes de pervertidos. Niles y el puñado de policías de uniforme que tenía al mando ignoraban el informe de Layman, diecisiete páginas que establecían que el menor de los dos hombres había muerto de sobredosis de barbitúricos. El doctor estaba convencido de que existía un «Síndrome de la Dalia Negra a la Inversa»: los tres cadáveres hallados hasta el momento habían recibido un total de cuatro columnas periodísticas en páginas interiores. Los editores tenían sus reservas porque Martin Goines era un sujeto despreciable, se trataba de un asunto de homosexuales y no se podía publicar sin que la Legión de la Decencia y Madres Católicas Comprometidas se pusieran a estorbar.

El capitán Dietrich había oído la declaración de Danny: hechos, teorías, omisiones, mentiras y el gran embuste acerca del desayuno, que encubría la incursión en Tamarind 2307. Aún no se sabía que ése era el domicilio de Goines. El capitán asintió y dijo que trataría de obtener la colaboración del Departamento de Policía. No podían contar con detectives del Departamento del sheriff. Los otros tres hombres de la sección estaban sobrecargados y la Oficina de Detectives del condado consideraría el caso Goines demasiado complicado ahora que estaban involucrados los polizontes de la ciudad. Tenía un amigo en Hollywood, un teniente llamado Poulson que había permanecido en buenos términos con Mickey C. a pesar de Brenda A. Sugeriría al hombre que los dos Departamentos organizaran un equipo de Homicidios, y de nuevo afirmó que todo dependía de la identidad de las víctimas. Si el dos y el tres eran adictos, ex convictos u homosexuales, mejor olvidarlo. Si eran gente corriente, tal vez. Y a menos que el asunto cobrara cierto impulso y se formara un equipo con ambos Departamentos, Danny quedaría relevado del caso en diez días. Martin Mitchell Goines, muerto el 1/1/50, pasaría al archivo de casos sin resolver.

En cuanto a las pruebas reunidas en Tamarind 2307:

Con dos excepciones, mera repetición, lo que Hans Maslick llamaba «dobles negativos para probar positivos». Había obtenido un conjunto de huellas desconocidas que concordaban con el dedo que le faltaba a la víctima más alta; Layman también había tomado huellas de ambos cadáveres. El residuo pastoso y blanco que había recogido era obviamente el adhesivo dental que había llevado a Layman a su casi segura teoría del postizo. Leo Bordoni no había tocado superficies donde pudieran quedar huellas; tenía que dejar allí las tres mudas de ropa por si capturaban al asesino y éste confesaba que las había dejado plegadas sobre la taza del inodoro. Las muestras de tierra y polvo eran inútiles hasta que tuviera un sospechoso para establecer comparaciones. Le quedaban sólo dos ventajas sobre el Departamento de Policía y el asesino: las fotos de las manchas de sangre y la posibilidad de investigar Tamarind 2307 a solas si los polizontes de la ciudad trabajaban con desgana. Pesadillas y grandes riesgos.

Al dejar el depósito de cadáveres había ido a un fotógrafo y había pagado el cuádruple de lo normal para que le revelaran las películas de inmediato. El hombre del mostrador miró con recelo su aspecto desaliñado pero aceptó el dinero; Danny esperó mientras hacían el trabajo. El hombre le dio las fotos y negativos una hora después, comentando: «¿Esas paredes es lo que llaman arte moderno?» Danny no había parado de reír mientras volvía a casa. Las carcajadas se desvanecieron cuando clavó las fotos en un panel de corcho que había instalado junto a sus archivos.

En reluciente blanco y negro, la sangre resultaba perturbadora, antinatural. Las fotos eran pruebas que nunca podría mostrar a nadie, aunque lograra resolver los homicidios combinados. Encontraba reconfortante pensar que le pertenecían sólo a él; pasó horas mirando, viendo dibujos dentro de dibujos. Las manchas goteantes se convirtieron en extraños apéndices corporales; las salpicaduras eran como cuchillos cortantes. Las asociaciones visuales se volvieron tan ilógicas que volvió a su manual: ejemplos de salpicaduras de sangre. Los casos presentados eran alemanes y europeos del Este, psicópatas que representaban fantasías vampíricas, rociando ciertos objetos con la sangre de la víctima, afirmando su locura mediante la creación de imágenes de escaso o nulo significado. Nada parecido a esa letra G; nada relacionado con dentaduras postizas.

Dentaduras postizas.

La única pista sólida ofrecida por las víctimas dos y tres. Inhumano.

Podían ser dientes de acero, de plástico, dientes arrancados de cadáveres de animales. El próximo paso era una investigación sobre el papel: hombres capaces de fabricar postizos cotejados con «alto, maduro», «canoso», «cero positivo», y oportunidad.

Agujas en un pajar.

El día anterior había dado el primer paso, examinando las listas de talleres dentales de las Páginas Amarillas de la ciudad y el condado de Los Ángeles. Había un total de 349, más 93 tiendas de taxidermistas, si se tenía en cuenta la posibilidad del uso de animales. Una llamada a un taller escogido al azar y una larga charla con un servicial encargado le brindaron esta información: la cifra 349 era baja; Los Ángeles era el centro de la industria dental. Algunos talleres no se anunciaban en las Páginas Amarillas; algunos dentistas tenían mecánicos dentales en el consultorio. Si un hombre trabajaba en dentaduras postizas humanas podía aplicar la misma habilidad a dientes de animales o de plástico. Él no conocía ningún laboratorio que se especializara en dientes de animales. Buena suerte, agente Upshaw, ahora le resultará más fácil.

Se dirigió a la oficina. Karen Hiltscher acababa de entrar de servicio; le llevó bombones y flores para aplacar su curiosidad sobre Tamarind y su irritación ante el diluvio de trabajo que le arrojaba: examinar todos los archivos individuales de la Hollywood Oeste y la Oficina del sheriff en busca de hombres con antecedentes en talleres dentales, cotejar con el tipo sanguíneo y la descripción física; llamadas a los talleres dentales de la lista para obtener información sobre empleados con la misma descripción física. La muchacha recibió el encargo mientras un grupo de agentes reunidos en la sala reía a carcajadas; ella pareció herida y enfadada, no mencionó el 2307 y, con una mueca maligna a lo Bette Davis accedió a hacer las averiguaciones en su «tiempo libre». Danny no insistió; ella supo que había ganado la partida.

Danny terminó su trabajo de clasificación, pensando en la calle Tamarind como territorio virgen para averiguaciones, preguntándose si el socio que mencionaba Leo Bordoni estaría relacionado con el caso, si tendría algo que ver con ese chico de cara quemada del pasado de Martin Goines. Sus datos cubrían cincuenta y pico de páginas; había pasado quince de las últimas veinticuatro horas escribiendo. Se había resistido a recorrer Tamarind, esperar, mirar, charlar con los vecinos, alertar al Departamento de Policía. Si Niles tuviera una pista sobre el lugar, el doctor Layman lo habría llamado; lo más probable era que la calle siguiera su ritmo habitual, mientras los vecinos olvidaban pequeños incidentes que podrían resolver el caso. ¿Telefonear a Dietrich para mencionar lo del hospital de Lexington, fingiendo que había recibido la llamada en casa, e informar a Karen sobre la mentira? ¿O hacerlo después, sin riesgo de que el capitán le diera el trabajo a su colega de la Policía, en una acción conjunta que él había solicitado?

Prefirió no arriesgarse. Fue a Hollywood, a la calle Tamarind.

El lugar, en efecto, seguía su ritmo habitual. Hacía más calor que dos días atrás, había peatones en la acera, gente sentada en el porche, o podando el césped y los arbustos. Danny aparcó e hizo averiguaciones hasta media tarde. Nada: ningún episodio extraño en el vecindario, ningún vehículo raro, ninguna información sobre Martin Goines, nada inusitado en el apartamento del garaje del 2307 de Tamarind. Ningún curioso, ningún ruido extraño, nada. Y nadie mencionó su Chevy marrón claro aparcado en la calle. Empezaba a impacientarse cuando una anciana que paseaba a un pequeño schnauzer respondió afirmativamente a su pregunta.

Tres noches atrás, alrededor de las diez, había sacado a Wursti a pasear y vio a un hombre alto de hermoso pelo plateado enfilando hacia el garaje del 2307 en compañía de dos «borrachos tambaleantes», uno a cada lado. No, nunca había visto a ninguno de esos tres hombres; no, no hubo ruidos raros en el apartamento; no, ella no conocía a la propietaria de la casa; no, los hombres no conversaban, y dudaba que pudiera identificar al hombre de pelo plateado si lo veía de nuevo.

Danny dejó ir a la anciana, regresó al coche, se dispuso a vigilar el 2307. El instinto le decía algo:

Sí, el asesino vigilaba el lugar para ver si aparecían polizontes. Sí, ya tenía planeado arrojar los cuerpos al Griffith Park. El nombre de Goines no había llegado a los periódicos, era un simple vagabundo, el asesino sabía que la escena del crimen no estaba afectada por la publicidad del caso Goines. Los únicos conocidos de Goines que estaban al corriente de su muerte eran los músicos que él había interrogado, lo cual los eliminaba como sospechosos. Con Goines identificado por la ley, ningún asesino listo llevaría futuras víctimas al apartamento de ese hombre. Lo cual significaba que si nadie aparecía en la calle Tamarind, el asesino podría llevar más víctimas allí. Si evitaba que se enterase el Departamento de Policía, si mantenía su vigilancia, rogando que el asesino no hubiera presenciado su irrupción ni la de Bordoni, ni sus interrogatorios de hoy, era posible que el hombre cayera en sus manos cuando llevara al número cuatro.

Danny esperó, los ojos clavados en la casa, el espejo retrovisor orientado para reflejar la calzada. El tiempo transcurrió despacio; pasó un hombre de aspecto raro, luego dos ancianas empujando carritos de compras y un grupo de muchachos con chaquetas de cuero de la escuela Hollywood. Sonó una sirena, acercándose. Danny pensó en un problema código tres Boulevard abajo.

Luego todo sucedió deprisa.

Una anciana abrió la puerta de la casa del 2307; un coche de la Policía sin insignias frenó en seco en la calzada. El sargento Gene Niles se apeó, miró enfrente y vio a Danny: había reconocido el coche. Niles iba a cruzar cuando la mujer lo detuvo señalando el apartamento del garaje. Niles se detuvo; la mujer le aferró las mangas de la chaqueta; Danny trató de urdir mentiras. Niles se dejó arrastrar por la calzada. Danny se puso nervioso y decidió ir a Hollywood Oeste para inventar pretextos.


Dietrich fumaba un cigarrillo en la entrada de la oficina, Danny le cogió el brazo y lo guió hacia su cubículo. Dietrich se dejó llevar. Dio media vuelta cuando Danny cerró la puerta.

– El teniente Poulson me acaba de llamar. Gene Niles lo telefoneó porque recibió una llamada de la señora que le alquilaba el apartamento a Martin Goines. Sangre y ropas ensangrentadas en todo el piso, a un kilómetro del Griffith Park. Nuestra víctima, y las dos del Departamento de Policía, fueron liquidadas allí, no hay duda. Te vieron vigilando el lugar y te largaste. ¿Por qué? Dame una buena respuesta para que no tenga que suspenderte.

Danny la tenía preparada.

– Un hombre del Hospital Estatal de Lexington me llamó esta mañana a casa y me dijo que había recibido una carta de Martin Goines dirigida a otro paciente. El remitente era Tamarind Norte 2307. Pensé en nuestra charla, en arreglar las cosas con Poulson, en colaborar a pesar de la actitud de Niles. Pero no confiaba en que ellos investigaran a conciencia, así que decidí interrogar a los vecinos por mi cuenta. Estaba descansando en mi coche cuando Niles me vio.

Dietrich cogió un cenicero y apagó el cigarrillo.

– ¿Y no me llamaste? ¿Con semejante pista?

– Me adelanté, señor. Lo lamento.

– No estoy seguro de creerte -dijo Dietrich-. ¿Por qué no hablaste con la propietaria antes de interrogar a otros? Poulson comentó que según Niles la mujer era un buen testigo. Fue ella quien descubrió la carnicería.

Danny se encogió de hombros, tratando de quitarle importancia.

– Llamé un poco más temprano, pero tal vez la anciana no me oyó.

– Poulson dijo que parecía una dama muy avispada. Danny, ¿fuiste al vecindario para una función matinal?

Danny no captó la pregunta.

– ¿En el cine?

– No, en la cama. Tu amiga tiene un piso cerca de esa tienda donde ayer captaste ese mensaje, y Tamarind está cerca. ¿Estabas follando en horas de trabajo?

El tono de Dietrich era más blando; Danny puso sus mentiras en orden.

– Interrogué, después follé. Estaba descansando en mi coche cuando apareció Niles.

Dietrich sonrió torciendo el gesto; sonó el teléfono del escritorio. Dietrich atendió.

– Sí, Norton, está aquí. -Escuchó y añadió-: Una pregunta. ¿Sabe quiénes son los dos hombres?

Un largo silencio. Danny se quedó junto a la puerta, inquieto; Karen Hiltscher la abrió, arrojó un montón de papeles en el escritorio del capitán y salió con la mirada baja. Danny pensó: que el capitán no le diga que salgo con una mujer; que Karen no le diga que ella recibió la llamada del hospital.

– Un momento, Norton -dijo Dietrich-. Primero quiero hablarle yo. -Puso la mano sobre el micrófono y le dijo a Danny-: Han identificado los dos cuerpos. Son basura, así que te lo advierto: no habrá investigación conjunta, y tienes cinco días más con Goines antes de dejar el caso. Esta mañana asaltaron el Sun-Fax Market. Si para entonces no lo tenemos resuelto, quiero que trabajes en eso. Olvidaré que no comunicaste la dirección de Goines, pero óyeme bien: no te metas con el Departamento de Policía. Tom Poulson es un amigo íntimo. Conservamos nuestra amistad de Mickey y Brenda, y no quiero que tú lo eches a perder. Ahora ten. Norton Layman quiere hablar contigo.

Danny cogió el teléfono.

– Sí, doctor.

– Habla tu contacto con la ciudad. ¿Tienes un lápiz?

Danny sacó libreta y pluma de los bolsillos.

– Escucho.

– El hombre más alto es George William Wiltsie, nacido el 14/9/13. Dos arrestos por prostitución masculina, echado de la Marina en el 43 por depravación moral. El otro hombre compartía el domicilio con Wiltsie, tal vez era su amante. Duane Lindenaur, nacido el 5/12/16. Un arresto por extorsión en junio de 1941. No fue juzgado porque el denunciante retiró los cargos. No sabemos en qué trabajaba Wiltsie; Lindenaur trabajaba como corrector de guiones en Variety International Pictures. Ambos vivían en Ventura Boulevard 11768, motel Leafy Glade. El Departamento de Policía está trabajando allí, así que no te acerques. ¿Son buenas noticias?

Danny contó las mentiras.

– No lo sé, doctor.


Desde su cubículo, Danny llamó a Registros y a Circulación y obtuvo informes completos sobre las víctimas dos y tres. George Wiltsie tenía arrestos por solicitar actos indecentes en bares en el 40 y el 41; el fiscal de distrito había retirado los cargos en ambas ocasiones por falta de pruebas, y el hombre contaba con una larga lista de infracciones de tránsito. Duane Lindenaur no tenía problemas con Circulación, y sólo tenía esa acusación retirada que había mencionado el doctor Layman. Danny pidió al empleado de Antecedentes que le detallara los arrestos de las víctimas; los de Wiltsie eran en la jurisdicción de la ciudad, el de Lindenaur en la zona sudeste del condado, patrullada por la División Firestone. Pidió un vistazo a los antecedentes de Lindenaur y obtuvo el nombre del policía que lo había arrestado: el sargento Frank Skakel.

Danny llamó a Personal y supo que Skakel aún trabajaba en Firestone. Una nueva llamada, y desde la centralita le pusieron con la oficina.

– Skakel. Hable.

– Sargento, habla el agente Upshaw de Hollywood Oeste.

– Escucho, agente.

– Estoy trabajando en un homicidio relacionado con dos 187 hallados en la ciudad, y usted arrestó a una de las víctimas en el 41. Duane Lindenaur. ¿Lo recuerda?

– Sí -dijo Skakel-. Un homosexual que intentaba extorsionar a un rico abogado llamado Hartshorn. Siempre recuerdo las extorsiones. Liquidaron a Lindenaur, ¿eh?

– Sí. ¿Recuerda usted el caso?

– Bastante bien. El denunciante se llamaba Charles Hartshorn. Le gustaban los chicos, pero estaba casado y tenía una hija que era la niña de sus ojos. Lindenaur conoció a Hartshorn a través de un servicio de presentación para homosexuales, se acostó con él y amenazó con contarle a la hija que era invertido. Hartshorn nos llamó, arrestamos a Lindenaur, Hartshorn no quiso atestiguar en el juicio y retiró la acusación.

– Sargento, ¿Hartshorn era alto y canoso?

Skakel rió.

– No, bajo y calvo. ¿Cómo anda su trabajo? ¿Tiene pistas?

– Lindenaur está en la jurisdicción de la ciudad, y todavía no hay buenas pistas. ¿Qué opina de Hartshorn?

– No es un asesino, Upshaw. Es rico, tiene influencia y no se digna ni a dar la hora. Además, no vale la pena molestarse por estos casos de maricas, y Lindenaur era un indeseable. En mi opinión, c'est la vie, y allá ellos.


De vuelta a la ciudad, con discreción. No quería más problemas que lo obligaran a mentir. Danny se dirigió a Variety International Pictures, esperando que Gene Niles pasara mucho tiempo en el motel Leafy Glade. Solucionado el asunto Goines, las víctimas dos y tres eran la perspectiva más interesante, y Lindenaur como guionista y extorsionador parecía más interesante que Wiltsie con su prostitución masculina.

Facciones sindicales rivales formaban piquetes frente a la entrada; Danny aparcó enfrente, puso un letrero de «Vehículo policial» en el parabrisas, se apeó y se abrió paso entre un laberinto de personas que blandían pancartas. El guardia de la entrada estaba leyendo un periódico sensacionalista que presentaba una truculenta columna sobre los tres asesinatos. Los detalles sórdidos provenían de una «fuente fiable» del depósito de cadáveres de Los Ángeles. Danny miró media página mientras sacaba la insignia. El guardia, enfrascado, mascaba un puro. Ahora los dos casos estaban vinculados en letras de molde _aunque fuera en el Tattler- y eso significaba la posibilidad de más artículos, radio y televisión, confesiones y pistas falsas, patrañas.

Danny golpeó la pared; el hombre dejó el periódico y miró la placa.

– Sí. ¿A quién busca?

– Quiero hablar con la gente que trabajó con Duane Lindenaur.

El guardia no se alteró ante el nombre; el periódico no lo había publicado. Miró una hoja sujeta a una tablilla.

– Plató 23 -dijo-, la oficina que está junto al interior de Matanza salvaje.

Apretó un botón y señaló. El portón se abrió y Danny avanzó za por un largo pasaje atestado de actores disfrazados. La puerta del plató 23 estaba abierta de par en par; adentro había tres mexicanos sacándose pintura de guerra de la cara. Miraron a Danny con fastidio; Danny vio una puerta donde decía CORRECCIÓN, fue hasta allí y llamó.

– Está abierto -dijo una voz. Danny entró. Un joven enclenque con tweeds y gafas de concha guardaba unas páginas en un maletín-. ¿Es usted el sustituto de Duane? Hace tres días que no aparece y el director necesita un diálogo adicional, deprisa.

Danny fue al grano.

– Duane está muerto, y su amigo George Wiltsie también. Asesinados.

El joven soltó el maletín; le temblaban las manos y se ajustó las gafas.

– ¿A… as… asesinado?

– En efecto.

– ¿Y es us-us-usted policía?

– Agente del sheriff. ¿Conocía bien a Lindenaur?

El joven recogió el maletín y se dejó caer en una silla.

– N-no, bien no. Sólo por el trabajo, superficialmente.

– ¿Lo veía fuera del estudio?

– No.

– ¿Conocía a George Wiltsie?

– No. Sabía que él y Duane vivían juntos, porque Duane me lo contó.

Danny tragó saliva.

– ¿Eran amantes?

– Prefiero no pensar en la relación que mantenían. Sólo sé que Duane era reservado, que era un buen corrector de guiones y que cobraba poco, lo cual es una gran ventaja en este campo de trabajos forzados.

Hubo un ruido de pasos frente a la puerta. Danny giró y vio una sombra que se alejaba. Mirando hacia fuera, vio a un hombre de espaldas que caminaba deprisa hacia un grupo de cámaras y focos. Lo siguió; el hombre se detuvo allí, las manos en los bolsillos, la clásica postura del «no tengo nada que ocultar».

Danny lo abordó y se decepcionó al ver que era joven, de talla mediana y no tenía cicatrices de quemaduras en la cara. A lo sumo era un camello de segunda fila.

– ¿Qué hacías escuchando detrás de esa puerta?

El hombre parecía un muchacho: huesudo, con marcas de acné, voz aguda y susurrante.

– Trabajo aquí. Soy escenógrafo.

– ¿Y eso te da derecho a inmiscuirte en una investigación policial?

El chico se acarició el pelo.

– Te he hecho una pregunta -apremió Danny.

– No, eso no me da…

– Entonces, ¿por qué lo hiciste?

– Oí que usted decía que Duane y George habían muerto, y yo los conocía. ¿Sabe…?

– No, no sé quién los mató. De lo contrario no estaría aquí. ¿Los conocías bien?

El chico jugó con su peinado Pompadour.

– Almorzaba con Duane, y saludaba a George cuando venía a buscarlo.

– Supongo que los tres teníais mucho en común, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Veías a Lindenaur y Wiltsie fuera de aquí?

– No.

– Pero hablabas con ellos, pues los tres teníais muchas cosas en común. ¿Verdad?

El chico bajó la mirada, trazando ochos con el pie.

– Sí, señor.

– Entonces, dime qué hacían y con quién más, porque si alguien lo sabe aquí eres tú. ¿Verdad?

El muchacho se apoyó en un reflector, dando la espalda a Danny.

– Habían estado juntos mucho tiempo, pero les gustaba salir con otros. George era más brusco, y en general vivía de Duane, pero a veces trabajaba para una agencia de servicios. No sé nada más. ¿Puedo irme, por favor?

Danny pensó en la llamada a la oficina de Firestone. Lindenaur había conocido al hombre que le extorsionaba a través de un «servicio de presentación para homosexuales».

– No. ¿Cómo se llamaba la agencia?

– No lo sé.

– ¿Con quién más salían Wiltsie y Lindenaur? Quiero más nombres.

– ¡No lo sé, y no tengo nombres!

– No chilles. ¿Qué me dices de un hombre alto, canoso, maduro? ¿Mencionaron a un sujeto así Lindenaur o Wiltsie?

– No.

– ¿Aquí trabaja alguien que se ajuste a esa descripción?

– En Los Ángeles hay un millón de hombres que se ajustan a esa descripción, así que…

Danny aferró al chico por la muñeca, comprendió lo que estaba haciendo y lo soltó.

– No me grites, sólo responde. Lindenaur, Wiltsie, un hombre alto y canoso.

El chico se volvió y se frotó la muñeca.

– No conozco a ningún hombre así, pero Duane prefería los tipos de cierta edad, y me confesó que le agradaba el pelo canoso. ¿Está satisfecho ahora?

Danny no pudo mirarlo a los ojos.

– ¿A Duane y a George les gustaba el jazz?

– No sé, nunca hablamos de música.

– ¿Alguna vez hablaron de robar casas o de un hombre de unos treinta años con quemaduras en la cara?

– No.

– ¿A alguno de ellos le gustaban los animales?

– No, sólo los hombres.

– Lárgate de aquí -dijo Danny, y él mismo se marchó mientras el chico lo miraba sin moverse. El pasillo ahora estaba desierto. Atardecía. Se dirigió hacia la entrada. Una voz lo llamó desde la garita del guardia.

– Oiga, agente. ¿Tiene un minuto?

Danny se detuvo. Un hombre calvo con suéter de cuello alto y pantalones de golf salió y extendió la mano.

– Soy Herman Gerstein. Soy jefe de este lugar.

Territorio de la ciudad. Danny estrechó la mano de Gerstein.

– Mi nombre es Upshaw. Soy detective del Departamento del sheriff.

– Oí decir que buscaba al tipo que corregía guiones. ¿Es verdad?

– Duane Lindenaur. Lo han asesinado.

– Es una pena. No me gusta que la gente se vaya sin avisarme. ¿Qué le pasa, Upshaw? ¿Por qué no se ríe?

– No me ha parecido gracioso.

Gerstein se aclaró la garganta.

– Cada cual en lo suyo, y yo no necesito ser gracioso. Para eso tengo cómicos. Antes de que se vaya, quiero decirle algo. Estoy colaborando con una investigación sobre la influencia comunista en Hollywood, y no me gusta que polizontes extraños anden haciendo preguntas por aquí. ¿Entiende? La seguridad nacional es más importante que un guionista muerto.

Danny ahondó en esos principios generales.

– Un guionista muerto y maricón.

Gerstein lo miró de hito en hito.

– Pues eso sí que no es gracioso, porque yo jamás permitiría que un invertido trabajara en mi estudio. Jamás. ¿Está claro?

– Muy claro.

Gerstein sacó tres largos puros de los pantalones y los puso en el bolsillo de la camisa de Danny.

– Desarrolle su sentido del humor si quiere llegar lejos. Y si tiene que volver al estudio, llámeme primero. ¿Comprende?

Danny arrojó los puros al suelo, los pisoteó y cruzó la entrada principal.


Un vistazo a los periódicos locales y más llamadas.

Danny fue hasta Hollywood y Vine, compró los cuatro diarios de Los Ángeles, aparcó en una zona prohibida y se puso a leer. El Times y el Daily News no decían nada sobre el caso; el Mirror y el Herald le dedicaban unas líneas en la última página: «Cuerpos mutilados hallados en Griffith Park», «Vagabundos muertos descubiertos al alba». Seguían descripciones asépticas de las mutilaciones; Gene Niles hacía declaraciones sobre la naturaleza azarosa del homicidio. No se mencionaba la identificación de las víctimas ni su relación con la muerte de Martin Goines.

Había un teléfono público cerca del quiosco de periódicos. Danny llamó a Karen Hiltscher y obtuvo lo que esperaba: las averiguaciones en los talleres eran lentas, diez negativas desde que le había hecho el encargo; las llamadas a otras oficinas del Departamento del sheriff y la Oficina de Detectives para pedir datos sobre ladrones con antecedentes de técnicos dentales arrojaban un resultado nulo: esos hombres no existían. Las llamadas a un par de taxidermistas aclararon que todos los animales embalsamados tenían dientes de plástico; en las dentaduras postizas no había dientes de animales, sólo en la boca de las criaturas aún vivas. Danny pidió a Karen que siguiera averiguando, le dijo adiós enviándole besos y marcó el número del Moonglow Lounge.

Janice Modine no trabajaba esa noche, pero John Lembeck estaba tomando una copa en la barra. Danny trató amablemente al hombre a quien había ahorrado una tunda; el chulo-ladrón de autos le devolvió la amabilidad. Danny sabía que podría sonsacarle información gratuita y le pidió datos sobre contactos entre homosexuales y servicios de presentación. Lembeck dijo que el único servicio para homosexuales que conocía era caro, discreto y estaba a cargo de un hombre llamado Felix Gordean, un inteligente empresario con una oficina en el Strip y una suite en el Chateau Marmont. Gordean no era homosexual, pero proveía de efebos a la crema de Hollywood y a los ricachones de Los Ángeles.

Danny advirtió a Lembeck que fuera prudente y decidió consultar al servicio nocturno de Antecedentes y Circulación. Dos llamadas, dos historiales limpios y tres domicilios distinguidos: la oficina en Sunset 9817, el apartamento en el Chateau Marmont, en el 7941 del Strip, y una casa de playa en Malibú: Carretera de la Costa del Pacífico 16822.

Le quedaban una moneda de diez y otra de cinco en el bolsillo, así que optó por seguir una corazonada. Llamó a la estación de Firestone, se comunicó con el sargento Frank Skakel y le preguntó el nombre del «servicio de presentación para homosexuales» donde el extorsionador Duane Lindenaur había conocido al extorsionado Charles Hartshorn. Skakel gruñó y dijo que lo llamaría al teléfono público; diez minutos después llamó diciendo que había buscado el informe original. Lindenaur había conocido a Hartshorn en una fiesta organizada por un hombre que dirigía un servicio de citas, Felix Gordean. Skakel le dio su propia advertencia: mientras hurgaba entre los archivos, un amigo del escuadrón le había comentado que Gordean pagaba un buen porcentaje a Antivicio.

Danny enfiló hacia el Chateau Marmont, un ostentoso hotel con forma de fortaleza renacentista. El edificio principal estaba festoneado de torres y almenas, y había un patio interior con bungalows del mismo estilo conectados por senderos, todos ellos rodeados por setos altos y bien podados. Postes de hierro forjado con faroles de gas en la punta arrojaban luz sobre unos letreros; Danny siguió una serpeante hilera de números hasta el 7941, oyó música detrás del seto y echó a andar hacia la puerta. Una ráfaga de viento abrió un claro en el cielo y la luz de la luna sorprendió a dos hombres en esmoquin besándose y meciéndose en el oscuro porche.

Danny observó, más nubes eclipsaron la luna, la puerta se abrió y los hombres entraron. Risas, un brusco crescendo, un momento de luz. Danny sintió un hormigueo. Apretado entre el seto y la pared se dirigió hacia una gran ventana con cortinajes de terciopelo. Había una estrecha rendija entre las dos cortinas rojas, y una franja de luz permitía ver esmóquines girando en el parqué, tapices, copas chispeantes. Danny apretó la cara contra la ventana y miró al interior.

Tan cerca tuvo una distorsión, problemas en la Cámara Humana. Retrocedió para captar un cuadro más amplio, vio esmóquines entrelazados, tangos arrimados, todos varones, las caras tan cerca que no se distinguían unas de otras; Danny alejó y acercó su Cámara Humana hasta quedar apretado contra el cristal, el hormigueo localizado entre las piernas mientras sus aguzados ojos captaban medios y primeros planos, rostros.

Más distorsiones, imágenes de brazos y piernas, un carro de bebidas, un hombre de blanco llevando un cuenco de ponche. Afuera, adentro, afuera, mejor encuadre, ningún rostro, luego Tim y Coleman, el saxo alto, juntos, bailando al son de una pieza de jazz. El hormigueo se hacía doloroso. Tim se esfumó y un efebo rubio lo reemplazó. Luego las sombras le taparon la visión. Dio un paso atrás y su lente captó una toma perfectamente encuadrada de dos gordos feos de piel grasienta e inflamada y pelo brillante que no bailaban. Se daban besos en la boca.

Danny regresó a casa, evocando San Berdoo en el 39: Tim frunciendo el ceño cuando él se negó a acostarse con Roxie. Encontró su botella de I. W. Harper, empinó los cuatro tragos habituales y vio algo peor. Tim enfadado, diciendo: sí, nos manoseamos en broma, pero a ti te gustó en serio. Dos tragos más, el Chateau Marmont a todo color, gente atractiva con el cuerpo de Tim.

Bebió directamente de la botella, y el buen sourmash le quemó como el peor aguardiente. La Cámara Humana captó mujeres, mujeres, mujeres. Karen Hiltscher, Janice Modine, chicas de cabaret a quienes había interrogado por un asalto en el Club Largo, exhibiendo pechos y sexos en el vestuario, habituadas a que las miraran los hombres. Rita Hayworth, Ava Gardner, la muchacha de guardarropía de Dave's Blue Room, su madre saliendo de la bañera antes de engordar y hacerse testigo de Jehová. Todas feas y distorsionadas, como los dos gordos del Marmont.

Danny bebió de pie hasta que se le aflojaron las piernas. Al desplomarse, arrojó la botella contra la pared. La botella se estrelló contra una ampliación de los dibujos sanguinolentos de Tamarind 2307.

16

Mal ordenó sus mentiras en el umbral y llamó al timbre. Se oyó un taconeo en el interior de la casa; Mal se estiró el chaleco para disimular que el pantalón le iba ancho en la cintura: demasiadas comidas olvidadas. La puerta se abrió y apareció la Reina Roja, perfectamente peinada, elegantemente vestida en seda y tweed, a las nueve y media de la mañana.

– ¿Sí? ¿Es usted un vendedor? Hay una ordenanza de Beverly Hills contra las ventas a domicilio.

Mal comprendió que ella sabía que no era un vendedor. -Soy de la Fiscalía de Distrito.

– ¿Beverly Hills?

– Ciudad de Los Ángeles.

Claire de Haven sonrió como una estrella de cine.

– ¿Imprudencias peatonales al cruzar la calle?

Aplomo de polizonte. Mal supo que ella lo había calado como el tipo bueno del interrogatorio López-Duarte-Benavides.

– La ciudad necesita su ayuda.

La mujer rió con elegancia y mantuvo la puerta abierta.

– Entre y hábleme de ello, señor…

– Considine.

Claire repitió el nombre y se hizo a un lado, Mal entró en un amplio salón decorado con motivos florales: sofás con gardenias, sillas con orquídeas, mesitas con incrustaciones de margaritas de madera. Las paredes estaban cubiertas de escenas cinematográficas tomadas de películas antinazis populares a finales de los 30 y principios de los 40. Mal se acercó a una ostentosa escena de El alba de los justos: un ruso noble enfrentado a un camisa negra babeante que empuñaba una Luger. El sol aureolaba al chico bueno; el alemán estaba sumido en la oscuridad. Bajo la mirada de Claire de Haven, Mal devolvió el golpe:

– Sutil.

Claire rió.

– Artístico. ¿Es usted abogado, señor Considine?

Mal se volvió. La Reina Roja sostenía un vaso con hielo y un líquido claro. No captó olor a ginebra y apostó a que sería vodka: más elegante, no dejaba aliento a alcohol.

– No, soy investigador de la División del Gran Jurado. ¿Puedo sentarme?

Claire señaló dos sillas ante una mesa de ajedrez.

– Me estoy preparando para esto -dijo-. ¿Quiere café o quizás una copa?

– No -rechazó Mal, sentándose. La silla estaba tapizada en cuero, las orquídeas eran de seda bordada.

Claire de Haven se sentó delante y cruzó las piernas.

– Usted está loco si cree que informaré. No lo haré, mis amigos no lo harán, y tendremos los mejores abogados.

Mal restó importancia a los tres mexicanos.

– Señorita De Haven, ésta es sólo una entrevista preliminar. Mi compañero y yo nos equivocamos al hablar de ese modo con sus amigos de Variety International, nuestro jefe está enfadado y nos han cortado los fondos. Cuando preparamos los informes iniciales sobre la UAES, con material antiguo del HUAC, no encontramos su nombre en ningún lugar, y todos sus amigos parecían… bien… bastante doctrinarios. Decidí seguir una corazonada y presentarle mi caso, esperando que usted mantenga una actitud abierta y vea aspectos razonables en lo que voy a decirle.

Claire de Haven sonrió y bebió un sorbo.

– Habla usted muy bien para ser policía.

Mal pensó: y tú le das al vodka por la mañana y follas con malandrines mexicanos.

– Estudié en Stanford, y fui mayor de la Policía Militar en Europa. Contribuí a acumular pruebas contra criminales de guerra nazis. Como usted verá, siento alguna afinidad con esos pósters que tiene en la pared.

– Y además irradia comprensión. Y ahora lo han empleado los estudios, porque es más fácil cazar comunistas que pagar sueldos decentes. Dividirá, conquistará, logrará que la gente informe e introducirá especialistas. Y sólo causará dolor.

De la provocación al insulto en medio segundo. Mal trató de parecer dócil, pensando que podía vencerla si mostraba los dientes, pero la dejó ganar.

– Señorita De Haven, ¿por qué la UAES no hace huelga para lograr sus exigencias contractuales?

Claire bebió un lento sorbo.

– Los Transportistas entrarían y se quedarían adentro como empleados temporales.

Una buena apertura; una última oportunidad de jugar al buen chico antes de retirarse, publicar artículos en los periódicos e infiltrar a alguien.

– Me alegra que usted mencione a los Transportistas, porque me preocupan. Si este gran jurado tiene éxito, y dudo que lo tenga, el próximo paso lógico sería una medida extorsiva contra los Transportistas. Están plagados de elementos criminales tanto como la izquierda norteamericana está infiltrada por los comunistas.

Claire de Haven no mordió el anzuelo. Miró a Mal, deteniendo los ojos en la automática que llevaba sujeta al cinturón.

– Expone usted el caso con inteligencia. Estilo doctoral, como el que aprendió en sus clases de composición de Stanford.

Mal pensó en Celeste para alimentar su indignación.

– Señorita De Haven, vi Buchenwald, y sé que lo que está haciendo Stalin es igualmente malo. Queremos llegar al fondo de la influencia comunista totalitaria en la industria cinematográfica y dentro de la UAES, terminar con ella, impedir que los Transportistas les den una buena tunda y establecer, mediante testimonios, una línea de demarcación entre la agresión propagandística comunista y la actividad política izquierdista legítima. -Una pausa, hombros encogidos, un ademán que indicaba frustración-. Señorita De Haven, soy policía. Reúno pruebas para encerrar a ladrones y asesinos. No me gusta este trabajo, pero creo que es preciso hacerlo y voy a hacerlo bien. ¿Entiende?

Claire tomó cigarrillos y un encendedor de la mesa. Encendió el cigarrillo. Fumó mientras Mal echaba un vistazo al cuarto, burlonamente afligida de haberlo alterado. Al fin dijo:

– O usted es muy buen actor o se ha enredado con hombres muy malos. ¿En qué situación se encuentra? De verdad, lo ignoro.

– No sea paternalista.

– Lo lamento.

– No, no lo lamenta.

– De acuerdo, no lo lamento.

Mal se levantó y caminó por el cuarto, explorando el terreno para su señuelo. Vio una biblioteca con varias fotografías, examinó un anaquel y vio una hilera de jóvenes apuestos. La mitad eran del tipo de amante latino, pero López, Duarte y Benavides no estaban. Recordó el comentario de López a Lesnick: Claire era la única gringa que conocía que se la había mamado, y se sentía culpable porque sólo las rameras lo hacían, y ella era su madona comunista. En un anaquel había un solitario retrato de Reynolds Loftis. Su rectitud anglosajona daba un toque de incongruencia. Mal se volvió hacia Claire.

– ¿Sus conquistas, señorita De Haven?

– Mi pasado y mi futuro. Mis pecados de juventud, amontonados; mi prometido, a solas.

Chaz Minear había sido explícito en cuanto a Loftis: qué hacían con pelos y señales. Mal se preguntó cuánto sabría esa mujer acerca de ellos, si ni siquiera sospechaba que Minear había delatado a su futuro esposo al HUAC.

– Es un hombre afortunado.

– Gracias.

– ¿No es actor? Creo que llevé a mi hijo a ver una película donde él actuaba.

Claire apagó el cigarrillo, encendió otro y se alisó la falda.

– Sí, Reynolds es actor. ¿Cuándo vieron la película usted y su hijo?

Mal se sentó, calculando las fechas.

– Después de la guerra, creo. ¿Por qué?

– Quisiera señalar algo, mientras hablamos de manera civilizada. Dudo que sea usted tan sensible como pretende, pero si me equivoco quisiera darle un ejemplo del dolor que ustedes causan.

Mal señaló el retrato de Loftis con el pulgar.

– ¿Su prometido?

– Sí. Usted tal vez vio la película en una sala de reestreno. Reynolds fue un actor de mucho éxito en los 30, pero el HUAC de California se ensañó con él cuando se negó a testificar en los 40. Muchos estudios no lo aceptaron a causa de sus tendencias políticas, y sólo consiguió trabajo en Poverty Row, adulando a un hombre espantoso llamado Herman Gerstein.

Mal se hizo el tonto.

– Pudo haber sido peor. En el 47 muchas personas figuraron en la lista negra del HUAC. A su prometido pudo haberle pasado lo mismo.

– Estuvo en la lista negra -gritó Claire-. ¡Y apuesto a que usted lo sabe!

Mal se sobresaltó; creía haberla convencido de que él no sabía nada de Loftis. Claire bajó la voz.

Tal vez usted lo sabía. Reynolds Loftis, señor Considine. Sin duda usted sabe que está en la UAES.

Mal se encogió de hombros para disimular su mentira.

– Cuando usted nombró a Reynolds, me imaginé que sería Loftis. Sabía que era un actor, pero nunca había visto una foto. Mire, le diré por qué me sorprendí. Un viejo izquierdista nos dijo, a mi compañero y a mí, que Loftis era homosexual. Ahora usted me dice que es su prometido.

Claire entornó los ojos; durante medio segundo pareció una arpía al acecho.

– ¿Quién le dijo eso?

Mal volvió a encogerse de hombros.

– Un fulano que iba a buscar mujeres a los picnics del Comité de Sleepy Lagoon. No recuerdo su nombre.

De arpía al acecho a manojo de nervios; las manos de Claire temblaban, las piernas le tiritaban, rozando la mesa. Mal le escrutó los ojos y le pareció que se reducían, como si hubiera mezclado algún fármaco con el vodka. Pasaron unos lentos segundos, Claire recuperó la calma.

– Lo lamento. Oír hablar así de Reynolds me ha contrariado. Mal pensó: no ha sido eso, sino Sleepy Lagoon.

– Lo siento, no tenía que haberlo mencionado.

– Entonces, ¿por qué lo hizo?

– Porque es un hombre afortunado.

La Reina Roja sonrió.

– Y no sólo por mí. ¿Me permite terminar de explicar lo que iba a decirle?

– Desde luego.

– En el 47 -continuó Claire- alguien mencionó a Reynolds al HUAC. Rumores e insinuaciones, pero lo pusieron en la lista negra. Fue a Europa y trabajó en producciones artísticas experimentales dirigidas por un belga que había conocido en Los Ángeles durante la guerra. Todos los actores usaban máscara, las películas causaron gran conmoción, y Reynolds les infundía vitalidad con su actuación. Incluso ganó la versión francesa del Oscar en el 48, y llegó a trabajar con muchos cineastas europeos. Ahora los verdaderos estudios de Hollywood le ofrecen verdadero trabajo a cambio de una verdadera paga, lo cual terminará si Reynolds comparece ante otro comité o gran jurado o parodia de tribunal o como ustedes lo llamen.

Mal se levantó y miró hacia la puerta.

– Reynolds jamás les dará nombres -concluyó Claire-. Yo jamás daré nombres. No arruine el éxito que él ha recobrado. No me arruine a mí.

Suplicaba con elegancia. Mal hizo un ademán que abarcaba la tapicería de piel, las cortinas de brocado y una pequeña fortuna en seda bordada.

– ¿Cómo concilia su ideal comunista con todo esto?

La Reina Roja sonrió. De suplicante a musa.

– Mis buenas obras me permiten una dispensa para cosas bonitas.


Una línea final estelar.

Mal regresó al coche y encontró una nota bajo los limpiaparabrisas:

«Capitán, saludos. Herman Gerstein llamó a Ellis con una queja. Un detective del Departamento del sheriff está molestando en Variety International (homicidio de un homosexual). Debemos convencer al muchacho de que desista. Oficina de Hollywood Oeste cuando termines con C.d.H., por favor. D.S.»

Mal condujo hacia allá irritado por tener que cumplir con un encargo idiota cuando debía organizar la siguiente maniobra del equipo: noticias por radio y en los periódicos para convencer a la UAES de que el gran jurado estaba kaput. Vio el Ford de Dudley Smith en el aparcamiento, dejó su coche al lado y entró. Dudley estaba de pie junto a la recepción, hablando con un capitán uniformado. Detrás de la centralita, una muchacha escuchaba descaradamente, jugueteando con el auricular que llevaba en el cuello.

Dudley lo vio y lo llamó con el dedo. Mal se acercó y tendió la mano al oficial.

– Mal Considine, capitán.

El hombre le estrechó la mano con fuerza.

– Al Dietrich. Es bueno conocer a un par de muchachos de la ciudad que parecen seres humanos. Le estaba pidiendo al teniente Smith que no juzgara con severidad al agente Upshaw. Tiene muchas ideas nuevas sobre el procedimiento, y es un poco impetuoso, pero básicamente tiene madera de buen policía. A los veintisiete años ya es detective. Prometedor, ¿no?

Dudley soltó una carcajada resonante.

– La sagacidad y la ingenuidad son una potente combinación en los jóvenes. Malcolm, nuestro amigo está trabajando en el asesinato de un homosexual en el condado relacionado con dos homicidios en la ciudad. Parece obsesionado como sólo un policía joven podría estarlo. ¿Le daremos al joven una delicada lección de etiqueta policial y prioridades?

– Una breve lección -masculló Mal, volviéndose a Dietrich-. Capitán, ¿dónde está Upshaw ahora?

– En una sala de interrogatorios, por allá. Dos de mis hombres capturaron esta mañana a un sospechoso de robo, y Danny lo está exprimiendo. Vamos, les indicaré el camino. Pero déjenlo terminar.

Los condujo por la sala de reuniones hasta un corredor corto que daba a cubículos con cristal unidireccional. La estática crujía en el altavoz de la pared, sobre la última ventanilla a la izquierda.

– Escuchen -dijo el capitán Dietrich-. El muchacho es bueno. Y trátenlo con suavidad. Tiene un temperamento fuerte y me gusta.

Mal fue hacia el espejo, adelantándose a Dudley. Al mirar a la sala, vio a un delincuente que había capturado antes de la guerra. Vincent Scoppettone, un pistolero de Jack Dragna, estaba sentado a una mesa atornillada al suelo, las manos esposadas a una silla también inamovible. El agente Upshaw estaba de espaldas al espejo y sacaba agua de una nevera. Scoppettone se movía en la silla, empapado de sudor en las piernas y los sobacos.

Dudley lo reconoció.

– Ah, el grandioso Vincent. Oí decir que este muchacho descubrió que una amiga estaba repartiendo sus favores en otra parte y le metió una calibre 12 en el canal del amor. Debe haber sido engorroso, pero rápido. ¿Sabes la diferencia entre una abuela italiana y un elefante? Diez kilos y un vestido negro. ¿No es grandioso?

Mal lo ignoró. La voz de Scoppettone salía por el altavoz con una fracción de segundo de diferencia con el movimiento de los labios.

– Los testigos presenciales no significan nada. Tienen que estar vivos para testificar. ¿Entiendes?

El agente Upshaw dio media vuelta, empuñando un vaso de agua. Mal vio a un joven de tamaño mediano y rasgos regulares, ojos castaños y duros, cabello castaño cortado al cepillo, cicatrices de cortes en la tez pálida, barba crecida. Parecía ágil y musculoso, y algo en él le recordaba a los chicos guapos de las fotos de Claire de Haven. Tenía una agradable voz de barítono.

– Entierra el hacha, Vincent. Comunión. Confesión. Requiescat in pace.

Scoppettone tragó agua, escupió y se relamió los labios.

– ¿Eres católico?

Upshaw se sentó en la silla de enfrente.

– No soy nada. Mi madre es testigo de Jehová y mi padre está muerto, y así estarás tú cuando Jack D. averigüe que asaltas mercados por tu cuenta. Y en cuanto a los testigos presenciales, testificarán. Nadie va a ayudarte, y menos Jack. Estás en deuda con él, de lo contrario no te habrías metido en esto. Habla, Vincent. Háblame de tus otros trabajos y el capitán te recomendará para un establecimiento honorable.

Scoppettone tosió; el agua le goteó por la barbilla.

– Sin testigos no tienes nada.

Upshaw se inclinó sobre la mesa; Mal se preguntó en qué medida distorsionaba la voz.

– Estás en malas relaciones con Jack, Vincent. En el mejor de los casos, te perdonará el asalto al Sun-Fax. En el peor, te hará despachar cuando llegues a la penitenciaría. E irás a Folsom. Eres un conocido amigo del hampa, y es allí donde van todos. Y el Sun-Fax está en territorio de Cohen. Mickey compra allí los cestos con que unta a los jueces, y se cerciorará de que esos jueces sepan de tu caso. En mi opinión, eres demasiado estúpido para vivir. Sólo un estúpido asaltaría un local en territorio de Cohen. ¿Quieres desatar una guerra? ¿Crees que Jack quiere que Mickey se enfade con él por un mísero atraco?

Dudley codeó a Mal.

– El muchacho es bueno, muy bueno.

– Excelente -reconoció Mal.

Apartó el codo de Dudley y se concentró en Upshaw y su estilo verbal, preguntándose si podría imitar la jerga comunista tan bien como la del hampa. Vincent Scoppettone tosió de nuevo; la estática crujió en el altavoz y se esfumó entre las palabras.

– No habrá ninguna guerra. Jack y Mickey han hablado de una tregua. Quizá hagan negocios juntos.

– ¿Tienes ganas de hablar de eso?-preguntó Danny.

– ¿Crees que soy estúpido?

Upshaw rió. Mal notó la impostura: Scoppettone no le interesaba, era sólo un trabajo. Pero era una impostura de primera clase, y el chico sabía cómo infundirle su propia tensión.

– Vincent, ya te he dicho que en mi opinión eres estúpido. Tienes el pánico escrito en la jeta, y creo que tus relaciones con Jack andan muy mal. Déjame adivinar: hiciste algo que irritó a Jack, te asustaste, pensaste en largarte. Necesitabas pasta, asaltaste el Sun-Fax. ¿He acertado?

Scoppettone sudaba por todos los poros. Tenía la cara empapada.

– ¿Sabes qué más pienso?-continuó Upshaw-. Un asalto no habría bastado. Creo que hay otros trabajos por los que podemos encerrarte. Creo que voy a comprobar las denuncias de robo en toda la ciudad y el condado, tal vez en el condado de Ventura, tal vez Orange y San Diego. Apuesto a que si mando tus fotos encontraré más testigos presenciales. ¿Estoy en lo cierto?

Scoppettone intentó reírse, una larga serie de carcajadas chillonas. Upshaw también rió. Imitó al prisionero hasta hacerlo callar. Mal captó lo que ocurría: está tenso como un resorte por otra cosa y se desquita con Vincent porque lo tiene a mano, y quizá ni se dé cuenta de ello.

Agitando los brazos, Scoppettone dijo:

– Hablemos de negocios. Tengo una golosina.

– Cuéntame.

– Heroína. Algo gordo. Esa tregua de que te hablé… Jack y Mickey serían socios. Heroína mexicana de primera, más de diez kilos. Todo para el distrito negro, rebajada para competir con los independientes locales. La pura verdad. Si miento, mal rayo me parta.

Upshaw parodió la voz de Vincent.

– Entonces date por fulminado, porque eso de que Mick y Dragna son socios es una patraña. El tiroteo de Sherry's sucedió hace seis meses. Cohen perdió un hombre y no olvida esas cosas.

– Ése no fue Jack sino el Departamento de Policía. Media condenada división de Hollywood participó en eso por culpa de la condenada Brenda. Mickey Hebraico sabe que Jack no lo hizo.

Upshaw bostezó ostensiblemente.

– Estoy aburrido, Vincent. Negros inyectándose, Jack y Mickey como socios. Me haces bostezar. De paso, ¿lees los periódicos?

Scoppettone agitó la cabeza, chorreando sudor.

– ¿Qué?

Upshaw extrajo un periódico enrollado del bolsillo de la cadera.

– Esto salió en el Herald del martes. «Ayer por la noche se produjo una tragedia en un acogedor local de Silverlake District. Un pistolero entró en el cordial Moonmist Lounge, empuñando una pistola de grueso calibre. Obligó al dueño y a tres clientes a tenderse en el suelo, vació la caja registradora y robó joyas, billeteras y carteras a sus cuatro víctimas. El dueño trató de aprehender al asaltante, quien le dejó inconsciente de un golpe de pistola. El dueño murió por fractura craneal esta mañana, en el hospital Queen of Angels. Las víctimas supervivientes describieron al asaltante como "un blanco de aspecto italiano que rondaba los cuarenta, un metro sesenta, ochenta kilos".» Vincent, ése eres tú.

– ¡No soy yo! -chilló Scoppettone.

Mal estiró el cuello y miró lo que decía el periódico de Upshaw. Captó una nota a toda página sobre la pelea de la semana anterior en el Olympic. Pensó: no te detengas, embiste, conserva la calma y serás mi hombre…

– ¡Juro que no soy yo!

Upshaw se inclinó sobre la mesa acercando la cara a la de Scoppettone.

– Juro que no me importa. Esta noche desfilarás para que te identifiquen, y los tres clientes del Moonmist Lounge te echarán un vistazo. Tres sujetos blancos como el pan que creen que todos los italianos son Al Capone. Como ves, no quiero encerrarte por lo de Sun-Fax, Vincent. Quiero sacarte de circulación, para siempre.

– ¡Yo no lo hice!

– ¡Pruébalo!

– ¡No puedo probarlo!

– ¡Entonces irás a la cárcel!

Scoppettone aguantaba el cuerpo con la cabeza, la única parte que no le temblaba. Tiritaba, se sacudía, agitaba la barbilla como un carnero intentando arremeter contra un cerco. Mal comprendió: el chico lo había capturado por un atraco esa noche; toda la actuación estaba dirigida a lanzarle lo del periódico. Codeó a Dudley y dijo «Nuestro». Dudley alzó los pulgares. Vincent Scoppettone trató de arrancar la silla del suelo; Danny Upshaw le aferró el pelo y le abofeteó la cara al derecho y al revés hasta que Scoppettone se aflojó y farfulló:

– De acuerdo. De acuerdo.

Upshaw susurró algo al oído de Scoppettone, Vincent babeó una respuesta. Mal se puso de puntillas para oír mejor, pero el altavoz sólo escupió estática. Dudley encendió un cigarrillo y sonrió; Upshaw apretó un botón que había bajo la mesa. Dos agentes uniformados y una mujer con una máquina taquígrafa marcharon deprisa por el pasillo. Abrieron la puerta de la sala y se apresuraron a tomar la declaración. Danny Upshaw salió y dijo:

– Maldita sea.

Mal estudió la reacción.

– Buen trabajo, agente. Estuviste muy bien.

Upshaw miró a Mal, luego a Dudley.

– Policías de la ciudad, ¿me equivoco?

– En efecto -dijo Mal-. Fiscalía de Distrito. Yo soy Considine, él es el teniente Smith.

– ¿De qué se trata?

– Muchacho -explicó Dudley-, íbamos a reprenderte por molestar al señor Herman Gerstein, pero eso ya es cosa del pasado. Ahora vamos a ofrecerte un trabajo.

– ¿Qué?

Mal cogió el brazo de Upshaw y lo llevó aparte.

– Se trata de una infiltración para una investigación sobre la actividad comunista en los estudios de cine. Un fiscal de distrito muy bien situado está a cargo del espectáculo, y podrá arreglar una transferencia temporal con el capitán Dietrich. El trabajo te llevará lejos, y creo que deberías aceptar.

– No.

– Puedes volver al Departamento después de la investigación. Serás teniente antes de cumplir los treinta.

– No. No quiero.

– ¿Qué demonios quieres?

– Quiero supervisar el caso de triple homicidio en que estoy trabajando… para el condado y la ciudad.

Mal pensó en las vacilaciones de Ellis Loew, en otros jerarcas de la ciudad a quienes podía pedir el favor.

– Creo que podré arreglarlo.

Dudley se acercó, palmeó a Upshaw en la espalda y guiñó el ojo.

– Tendrás que ponerte en contacto con una mujer, hijo. Tal vez tengas que follarla hasta el agotamiento.

– Agradezco esa oportunidad -dijo el agente Danny Upshaw.

Загрузка...