CUARTA PARTE

EL BLUES DE LOS CAZADORES DE ROJOS

41

Pasaron diez días, Buzz se ocultó en un motel de San Pedro. Johnny Stompanato le llevaba información y le exigió los honorarios por el trabajo de Minear, el restaurante chino de calle abajo le proporcionaba tres grasientas comidas diarias, los periódicos y la radio suministraban más información. Todas las noches llamaba a Ventura para hablar con Audrey, contándole exageradas historias sobre Río y Buenos Aires, desde donde el gobierno norteamericano no podía extraditarlos y adonde Mickey no mandaría hombres porque resultaba demasiado caro. Pensaba con escalofríos en su último y más alocado plan para ganar dinero en su carrera de Los Ángeles, preguntándose si sobreviviría para disfrutar de las ganancias. Escuchaba música del Oeste, y Hank Williams y Spade Cooley lo ponían de pésimo humor. Echaba muchísimo de menos a Mal Considine.

Después del tiroteo, un ejército de policías había tranquilizado a los presentes y retirado los cuerpos. Cuatro muertos: Coleman, Loftis, Mal y el vigilante del bar, a quien Mal había disparado. Claire de Haven había desaparecido: tal vez había enviado a Reynolds en esa misión lunática y al oír los disparos, decidió que una redención era suficiente por una noche y había regresado tranquilamente a su casa para planificar más rebeliones populares al estilo de Beverly Hills. Buzz acompañó a Mal al depósito de cadáveres y en la oficina del Siete-Siete presentó una declaración, donde relacionaba las muertes de Healy y Loftis con los homicidios de homosexuales e insistía en que se reconociera al difunto agente Danny Upshaw el mérito de haber resuelto el caso. La declaración disimulaba misericordiosamente las ilegalidades en que Mal y él habían incurrido; no mencionaba a Felix Gordean, Chaz Minear, Dudley Smith ni Mike Breuning. Que el afeminado Chaz viviera para disfrutar de su redención; el loco Dud era demasiado importante para atribuirle la muerte de José Díaz o el «suicidio» de Charles Hartshorn.

Leyendo el periódico entre líneas, se podía seguir el desenlace: la muerte de Gordean irresuelta, sin sospechosos; la explicación del tiroteo, Mal y él «siguiendo una pista de un viejo caso»; el negro muerto atribuido a Coleman. Ninguna alusión a los comunistas ni a los homicidios de homosexuales: Ellis Loew tenía buenos contactos con el periodismo y odiaba las complicaciones. Reynolds y su hijo-amante eran sólo «viejos enemigos con cuentas pendientes»: la broma que superaba todas las bromas.

Mal Considine recibió los honores de un héroe. Al entierro asistió el alcalde Bowron, así como todo el Consejo, la Junta de Supervisores y altos oficiales de policía de la ciudad de Los Ángeles. Dudley Smith pronunció un panegírico conmovedor, donde mencionaba la «grandiosa cruzada» de Mal contra el comunismo. El Herald publicó una foto de Dudley acariciando la barbilla de Stefan, hijo de Mal, exhortándolo a «ser actor».

Johnny Stompanato era su contacto para obtener información sobre el gran jurado: de Ellis Loew a Mickey y a Johnny, y todo parecía material de 24 quilates.

Loew iniciaría la presentación de pruebas la semana siguiente: una sincronización perfecta, pues la UAES aún soportaba el embate de artículos en la radio y la prensa donde se la culpaban por la carnicería de Gower Gulch. Herman Gerstein, Howard Hughes y otros dos dueños de estudios cinematográficos habían dicho a Loew que echarían a la UAES el día en que se reuniera el gran jurado, violando el contrato del sindicato a partir de cláusulas en letra pequeña relacionadas con la expulsión por actividades subversivas.

Más buenas noticias de Johnny: Terry Lux había sufrido un ataque de apoplejía, resultado de una «prolongada privación de oxígeno» provocada por un fajo de dinero en la boca y una arteria reventada en la mano derecha. Se estaba recuperando bien, pero los tendones inutilizados de esa mano le impedirían volver a practicar la cirugía. Mickey Cohen había subido el precio de Meeks a veinte mil dólares, pero Buzz elevó su paga por el trabajo de Minear a veinticinco mil para que Stompanato no le metiera una bala en la cabeza. Mick había perdido la cabeza por Audrey: había levantado un altar con recuerdos de Audrey: sus fotos publicitarias de strip-teaser, la ropa que llevaba cuando trabajaba en el Burbank en el 38. Mickey escondió todos sus recuerdos en el dormitorio de su guarida, donde se pasaba horas suspirando. A veces se le oía llorar como un niño.

Y Turner Meeks, dueño del verdadero amor de la Chica Explosiva, engordaba cada vez más con pato moo shu, cerdo agridulce, chop suey de gambas y kowlon de carne: una buena cantidad de últimos deseos del condenado. Y con la muerte a un paso, sabía que había dos cosas que quería averiguar antes de meter el cuello en la soga: toda la historia de Coleman, y por qué la UAES aún no había puesto en práctica su plan extorsivo contra los estudios, fuera cual fuese. Y tenía la corazonada de que sabía dónde conseguir las respuestas.

Buzz fue a la recepción del motel, cambió un billete de cinco por monedas y caminó hasta la cabina telefónica del aparcamiento. Sacó la lista de residencias que había arrancado de las Páginas Amarillas el día del tiroteo y se puso a llamar, haciéndose pasar por policía. Se imaginó que Lesnick se ocultaría bajo un nombre falso, pero aun así daba a los empleados el nombre verdadero, describiéndolo como un «viejo», «judío», «víctima terminal de un cáncer pulmonar». Era tres dólares y diez centavos más pobre cuando una muchacha dijo:

– Por la descripción parece el señor León Trotski.

A continuación le dijo que el viejo se había ido a pesar de los consejos médicos y había dejado una dirección: el Seaspray Motel, Hibiscus Lane 10671, Redondo Beach.

Una broma comunista sin gracia le había facilitado las cosas.

Buzz fue a una casa de alquiler de coches y consiguió un sedán Ford, pensando que parecía bastante lujoso para ser el coche de un fugitivo. Pagó el alquiler de una semana por adelantado, mostró al empleado su permiso de conducir y pidió papel y lápiz. El empleado accedió. Buzz escribió:


Doctor Lesnick:

Colaboré un tiempo con la gente del gran jurado. Presencié la muerte de Coleman y Reynolds Loftis y sé lo que ocurrió con ellos del año 42 al 44. No he revelado a nadie esta información. Si no me cree, mire los periódicos. Debo largarme de Los Ángeles porque tengo un problema y me gustaría hablar con usted sobre Coleman. No confiaré al gran jurado lo que usted me diga: me perjudicaría hacerlo.

T. Meeks


Buzz se dirigió al Seaspray Motel, esperando que con la muerte de Mal la Fiscalía hubiera interrumpido la búsqueda de Lesnick. Era una propiedad frente a la playa, al final de un callejón sin salida; la oficina tenía forma de cohete apuntando a las estrellas. Buzz entró y llamó al recepcionista.

Un joven lleno de granos salió de la trastienda.

– ¿Quiere una habitación?

– ¿Aún está vivo el señor Trotski?-preguntó Buzz.

– Apenas. ¿Por qué?

Buzz le dio el mensaje y un billete de cinco.

– ¿Está?

– Siempre está. Aquí o en la playa. ¿Adónde quiere que vaya? ¿A bailar?

– Dale el mensaje, hijo, y guarda los cinco. Si dice que sí, Abraham Lincoln tiene un hermano.

El chico de los granos le indicó que esperara fuera, Buzz aguardó junto al coche mientras el chico caminaba por la calzada y golpeaba una puerta. La puerta se abrió, el muchacho entró; un instante después salió con dos sillas de playa. Un viejo encorvado le aferraba el brazo. La corazonada era cierta: Lesnick quería que alguien lo escuchara antes de irse.

Buzz dejó que se acercaran. El viejo extendía las manos, tenía los ojos vidriosos por la enfermedad, la tez terrosa, y parecía hundido en todas partes. La voz era fuerte, y la sonrisa que la acompañaba indicaba que estaba orgulloso de ello.

– ¿Señor Meeks?

Buzz le dio la mano con suavidad, temiendo romperle los huesos.

– Sí, doctor.

– ¿Y cuál es su rango?

– No soy policía.

– ¿No? ¿Y qué hacía con el gran jurado?

Buzz le dio cinco dólares al empleado y cogió las sillas de playa. El chico se fue sonriendo, Lesnick aferró el brazo de Buzz.

– ¿Por qué, entonces? Pensé que todos los esbirros de Ellis Loew eran policías.

Lesnick no pesaba casi nada. Una pequeña brisa hubiese arrastrado al viejo hasta Catalina.

– Lo hice por dinero -respondió Buzz-. ¿Quiere hablar en la playa?

Lesnick señaló un lugar, cerca de unas rocas, donde no había botellas ni envoltorios de golosinas. Buzz lo llevó hasta allí, y las sillas le resultaban más pesadas que el hombre. Puso las sillas una frente a otra, cerca, para poder oír si la voz del doctor se debilitaba; lo acomodó y vio cómo se arropaba en su bata.

– Señor Meeks, ¿sabe cómo me convencieron para que diera información?-dijo Lesnick.

Típica conducta de soplón: tenía que justificarse. Buzz se sentó y comentó:

– No estoy seguro.

Lesnick sonrió, satisfecho de poder contarlo.

– En 1939, representantes del gobierno federal me ofrecieron la oportunidad de permitir que mi hija saliera de la prisión de Tehachapi, donde estaba encerrada por haber atropellado a un hombre. Entonces yo era el analista oficial del PC de Los Ángeles, y seguí siéndolo. Me dijeron que si les brindaba acceso a mis archivos para una evaluación, para la investigación realizada en 1940 por el fiscal general del estado y otras investigaciones futuras, pondrían en libertad a Andrea de inmediato. Como mi hija debía pasar en prisión no menos de cuatro años más y me había contado historias terribles acerca de los abusos de las carceleras y sus compañeras, no vacilé un instante en aceptar.

Buzz dejó que Lesnick recuperara el aliento y habló de Coleman.

– Y la razón por la cual no entregó las fichas de Loftis del 42 al 44 era porque Coleman figuraba en todas partes. ¿Correcto?

– Sí. Habría significado mucho sufrimiento innecesario para Reynolds y Coleman. Antes de entregar los archivos, busqué otras referencias a Coleman. Chaz Minear aludía a él, pero sólo tangencialmente, así que entregué su ficha. Hice lo mismo cuando entregué mis archivos a los investigadores del HUAC, pero mentí y les dije que había perdido la ficha de Loftis. Pensé que Ellis Loew no se creería esta mentira, así que guardé la ficha de Reynolds con la esperanza de morir antes de que me la pidieran.

– ¿Por qué no quemó la maldita ficha?

Lesnick tosió y se arrebujó en la bata.

– Tenía que seguir estudiando el caso. Me apasionaba. ¿Por qué abandonó usted el gran jurado? ¿Escrúpulos morales ante los métodos de Ellis Loew?

– No creí que la UAES valiera la pena.

– Su declaración sobre los periódicos le da credibilidad, y me pregunto cuánto sabe usted exactamente.

Buzz elevó la voz sobre el repentino estrépito del oleaje.

– ¡Trabajé en los homicidios y en el gran jurado! ¡Lo que no sé es la historia!

El ruido del mar disminuyó. Lesnick tosió y preguntó:

– ¿Usted sabe…?

– Doctor, sé lo referente al incesto, la operación de cirugía plástica y el intento de Coleman de incriminar a su padre. La única otra persona que lo sabía era ese capitán de policía que murió en el club de jazz. Y creo que usted quiere contar lo que sabe, de lo contrario no habría hecho esa broma de estudiante con Trotski. ¿Qué opina?

Lesnick rió y tosió.

– Entiende usted el concepto de motivación subliminal, señor Meeks.

– No soy tan tonto, jefe. ¿Quiere oír mi teoría de por qué usted retuvo los archivos que iban desde el verano del 49 en adelante?

– Expóngala, por favor.

– La gente de la UAES que sabía la historia hablaba de la boda de Reynolds y Claire y de cómo la tomaría Coleman. ¿Verdad?

– Sí. Yo temía que los investigadores captaran las referencias a Coleman y trataran de usarlo como testigo voluntario. Claire trató de evitar que la noticia de la boda llegara a los periódicos para que Coleman no se enterara, pero no lo consiguió. El precio fue terrible, como usted sabrá.

Buzz miró el agua, mudo como una piedra: su truco favorito para hacer hablar a los sospechosos. Al cabo de un minuto, Lesnick continuó:

– Cuando los periódicos sensacionalistas hablaron de las dos víctimas siguientes, supe que el asesino tenía que ser Coleman. Fue mi paciente en la época de Sleepy Lagoon. Sabía que tenía que estar viviendo cerca de los clubes de jazz de Central Avenue, y lo encontré. En el pasado habíamos estado cerca, y pensé que podría razonar con él, llevarlo a una institución y terminar con esa insensata matanza. Augie Duarte demostró mi error, pero lo intenté. ¡Lo intenté! Piense en eso antes de juzgarme con excesiva dureza.

Buzz miró a ese muerto viviente.

– Doctor, no juzgo a nadie en este jodido asunto. Es sólo que dentro de un par de días me iré de la ciudad, y me gustaría averiguar todo lo que no sé.

– ¿Y no se lo contará a nadie?

Buzz arrojó a Lesnick una migaja para tentarlo:

– Usted trató de proteger a sus amigos mientras seguía el juego, y yo también supe hacer lo mismo. Tengo un par de amigos que quisieran saber el porqué de todo, pero nunca van a saberlo. Por favor, cuéntemelo.

Saul Lesnick habló. Le llevó dos horas, con muchas y largas pausas para respirar y conservar la energía. A veces miraba a Buzz, a veces contemplaba el mar. Tartamudeaba en los episodios más conflictivos, pero nunca se interrumpía.

1942.

Cortes de luz en Los Ángeles por temor a los bombardeos, diez de la noche, toque de queda. Coleman tenía diecinueve años, y vivía en Bunker Hill con su loca madre Delores y dos hermanastras. Usaba el apellido «Masskie» porque la mamá criadora de esclavos necesitaba el nombre del padre para conseguir pagos del Servicio Social para el hijo y porque las siete letras concordaban con los enunciados numerológicos de la Hermana Aimee. Coleman dejó la escuela de Belmont porque no le permitieron tocar en la orquesta de la escuela; quedó abatido cuando el profesor de música le dijo que los estúpidos resuellos que lanzaba con el saxo eran sólo un ruido que no revelaba ningún talento, sólo buenos pulmones.

Coleman trató de enrolarse en el ejército dos meses después de Pearl Harbor. No aprobó el examen físico por problemas en las rodillas y un colon espástico. Repartía panfletos del Templo Angelus, ganó suficiente dinero para comprarse un nuevo saxo alto y pasó horas practicando acordes e improvisaciones que le gustaban sólo a él. Delores no lo dejaba tocar en casa, así que llevó el saxo a las colinas de Griffith Park y ofreció conciertos a las ardillas, los coyotes y los perros abandonados. A veces iba a la biblioteca y escuchaba discos con auriculares. Su pieza favorita era El blues del glotón, cantada por un viejo negro llamado Hudson Healy. El cantante masticaba las palabras, y apenas se le oía; Coleman inventó su propia letra, obscenidades sobre glotones follando, y a veces cantaba sin aliento. Escuchó tantas veces el disco que gastó los surcos al extremo de que apenas se podía oír, y empezó a cantar más alto para compensarlo. Finalmente, la anciana que estaba a cargo de la sala de audiciones oyó la letra y lo puso de patitas en la calle. Durante meses él se masturbó imaginando a Coleman el Glotón violando a la anciana por detrás.

Delores seguía pidiéndole dinero para la Hermana Aimee, Coleman consiguió un empleo en el taller dental Joredco, y le pasaba un porcentaje. El trabajo consistía en arrancar dientes de cabezas de animales, y le encantaba. Observó cómo los mecánicos más diestros hacían postizos con los dientes, transformando la argamasa y el plástico en dentaduras casi indestructibles. Robó unas mandíbulas de lince y jugó con ellas mientras tocaba el saxo en las colinas. Fingió que era un lince y que Delores y sus hermanastras le tenían miedo.

Joredco despidió a Coleman cuando el dueño descubrió a una familia de mexicanos dispuestos a trabajar por un salario mísero. Coleman lo sintió mucho y trató de conseguir empleo en otros talleres dentales, pero descubrió que Joredco era el único que hacía postizos con dientes auténticos. Se acostumbró a pasear después del anochecer, en plena oscuridad, cuando todos se encerraban con las luces apagadas temiendo que los japoneses descubrieran las luces y bombardearan Los Ángeles como habían bombardeado Pearl Harbor.

Coleman componía música mentalmente mientras paseaba; la curiosidad por lo que la gente hacía detrás de las cortinas lo volvía loco. Había una lista en la pared de una barbería local: buenos ciudadanos de Bunker Hill que realizaban tareas de defensa. La lista indicaba los turnos de trabajo. Coleman buscó los nombres en la guía telefónica y obtuvo las direcciones; luego hizo llamadas -una falsa encuesta-para descubrir quién estaba casado y quién no. Soltero y turno de noche significaba una incursión de Coleman.

Hizo varias incursiones: entraba por ventanas sin pestillo, abría la compuerta del sótano, a veces forzaba la jamba de una puerta. Se llevaba chucherías y dinero para silenciar a Delores. Su mejor presa fue un lince embalsamado. Pero lo que más le gustaba a Coleman era estar en las casas vacías. Le divertía fingir que era un animal al que le gustaba la música. Le divertía estar en lugares oscuros y simular que veía en la oscuridad.

A principios de junio, Coleman viajaba en el tranvía de Hill Street y oyó que dos sujetos hablaban de un excéntrico llamado Thomas Cormier y los hediondos animales que criaba detrás de su casa de Carondelet. Un hombre recitó los nombres: comadrejas, hurones, tejones, nutrias y glotones. Coleman se excitó, llamó a Cormier con el pretexto de su falsa encuesta y supo que trabajaba de noche en el parque zoológico de Griffith. A la noche siguiente, provisto de una linterna, visitó a los glotones y se enamoró de ellos.

Eran feroces. Eran crueles. No se dejaban intimidar por nadie. Trataron de romper las jaulas a dentelladas para atacarlo. Sus gruñidos le recordaban las notas agudas del saxo.

Coleman se fue, no robó nada porque quería seguir visitando la casa. Leyó artículos sobre el glotón y se deleitó con las anécdotas sobre su salvajismo. Puso trampas para ratas en Griffith Park y llevó sus presas muertas a los glotones. Llevaba hámsters y se los daba vivos a los glotones. Los alumbraba con la linterna y los miraba mientras engullían sus ofrendas. Eyaculaba sin tocarse mientras observaba la escena.

Delores le arruinó el verano exigiéndole más dinero. A finales de julio leyó en el periódico un artículo sobre un soltero que trabajaba hasta medianoche en Lockheed y poseía una valiosa colección de monedas. Decidió robarla, venderla y enviar el dinero a Delores para que lo dejara en paz.

En la noche del 2 de agosto, Coleman lo intentó. El propietario y dos amigos lo sorprendieron dentro de la casa. Se lanzó hacia los ojos del dueño como buen glotón. No lo consiguió, pero logró escabullirse. Corrió seis manzanas hasta su casa, encontró a Delores y un desconocido haciendo el sesenta y nueve en el sofá con las luces encendidas, sintió asco y volvió a salir presa del pánico. Trató de correr hacia la casa de los glotones, pero el dueño de las monedas y sus amigos lo habían seguido en un coche. Lo llevaron a Sleepy Lagoon y le dieron una paliza; el dueño de las monedas quería castrarlo, pero sus amigos lo contuvieron. Lo dejaron allí, magullado y ensangrentado, componiendo música mentalmente.

Coleman subió tambaleante a una loma herbosa y vio -o creyó ver- a un blanco grandote que machacaba a puñetazos a un joven mexicano, rasgándole la ropa con una estaca con hojas de afeitar en la punta. El hombre gritaba con un fuerte acento: «¡Bazofia mexicana! ¡Te enseñaré a meterte con limpias muchachas blancas!» Atropelló al chico con un coche y se fue.

Coleman examinó al mexicano y lo encontró muerto. Volvió a su casa, mintió a Delores en cuanto sus heridas y pasó un tiempo recuperándose. Diecisiete muchachos mexicanos fueron acusados por la muerte de Sleepy Lagoon, hubo un revuelo social por su inocencia, los muchachos fueron juzgados y languidecieron en la cárcel. Coleman envió cartas anónimas al Departamento de Policía de Los Ángeles durante el juicio. Describía al monstruo que él llamaba el Hombre de Voz Escocesa y contaba lo que había ocurrido. Pasaron los meses, Coleman tocaba el saxo, temeroso de ir a robar, temeroso de visitar a sus amigos glotones. Trabajaba con agencias de colocación de barrios míseros y enviaba casi todo el dinero a Delores para que no lo fastidiara. Hasta que un día el Hombre de la Voz Escocesa subió la escalinata de Beaudry Sur 236.

Delores y sus hermanastras no estaban ese día; Coleman se ocultó, comprendiendo lo que debía de haber ocurrido: había dejado huellas digitales en las cartas y Voz Escocesa las comparó con las huellas que tenía en su archivo de Servicio Selectivo. Coleman se ocultó todo ese día y el siguiente, Delores le dijo que un «hombre maligno» lo andaba buscando. Supo que tenía que escapar, pero no tenía dinero. Se le ocurrió una idea: buscó en el álbum de amantes de su chiflada mamá a un hombre que se le pareciera.

Coleman encontró cuatro fotografías de un actor llamado Randolph Lawrence: las fechas del dorso de la foto y el notable parecido indicaban que era su padre. Robó dos de las fotos, viajó a dedo hasta Hollywood y contó una historia inventada a una empleada del Gremio de Actores. La empleada creyó esta abreviada historia de abandono familiar revisó los archivos del Gremio y le informó que Randolph Lawrence era en realidad Reynold Loftis, un actor de cierta fama: Belvedere 816, Santa Mónica Canyon.

El niño se presentó en la puerta del padre. Reynold Loftis se conmovió, descartó con desdén la historia del Hombre de la Voz Escocesa, admitió su paternidad y brindó refugio a Coleman.

Loftis vivía con un guionista llamado Chaz Minear, los dos hombres eran amantes. Eran miembros de la comunidad izquierdista de Hollywood, frecuentaban fiestas y les encantaba el cine de vanguardia. Coleman los espiaba cuando estaban en la cama: le gustaba y le daba asco a la vez. Fue con ellos a fiestas organizadas por un cineasta belga, el hombre rodaba películas con hombres desnudos y perros feroces que le recordaban a sus glotones. Las películas lo obsesionaron. Reynolds era generoso con el dinero y no le importaba que Coleman se pasara el día en el patio tocando el saxo. Coleman empezó a frecuentar clubes de jazz del Valle y conoció a un trombonista llamado el Loco Martin Goines.

El Loco Martin era adicto a la heroína, vendedor de marihuana, ladrón y músico de segunda. Era un perdedor entre perdedores, con un don natural: profesor de robo y de música. Martin enseñó a Coleman a robar coches y a tocar el saxo, adiestrándole en modelar las notas, leer música, tomar su repertorio de ruidos y sus poderosos pulmones y usarlos para emitir sonidos que significaran algo.

Era el invierno del 43. Coleman estaba creciendo; cada vez era más atractivo. Reynolds empezó a interesarse por él, se mostraba afectuoso: muchos abrazos y besos en la mejilla. De pronto Reynolds creyó la historia del Hombre de la Voz Escocesa. Se unió al Comité de Defensa de Sleepy Lagoon, una candente causa izquierdista ahora que los muchachos estaban condenados, para probar su fe en Coleman.

Reynolds le dijo a Coleman que no mencionara al Hombre de la Voz Escocesa: nadie le creería, y lo importante era sacar a aquellos pobres chicos de la cárcel. Le dijo que nunca atraparían a Voz Escocesa, pero que quizás ese hombre maligno aún buscara a Coleman, éste necesitaba un disfraz protector para permanecer a salvo. Reynolds llevó a Coleman al doctor Terence Lux y le hizo modificar la cara según sus indicaciones. Mientras se recuperaba en la clínica, Coleman enloqueció y mató pollos en el corral fingiendo que era un glotón mientras se bebía la sangre. Abandonó la clínica y fue cómplice del Loco Martin, la cara vendada como un monstruo de película; asistió a actos de protesta en Sleepy Lagoon con su solícito padre, y contra sus deseos contó la historia de José Díaz y el Hombre de la Voz Escocesa. Nadie le creía, todos lo trataban como al chiflado hermano menor de Reynolds Loftis, quemado en un incendio. Su padre le aconsejó que aceptara esas mentiras. Luego se quitó los vendajes y Coleman resultó ser su propio padre, veinte años menor. Y Reynolds sedujo a su yo juvenil.

Coleman lo aceptó. Sabía que estaba a salvo de Voz Escocesa. Mientras se recuperaba de la operación no sabía qué aspecto tendría su nuevo rostro, pero ahora sabía que era hermoso. La perversión era espantosa pero continuamente excitante, como ser un glotón que merodea en una casa extraña y oscura veinticuatro horas al día. Desempeñar el papel de un hermano menor platónico era un subterfugio estimulante, Coleman era consciente de que papá temía que el secreto se descubriera y cerraba el pico. También sabía que Reynolds asistía a actos de protesta y donaba dinero para ciertas causas porque se sentía culpable por haberlo seducido. Tal vez la operación no había sido para su seguridad, sino para su seducción. Chaz se marchó amargado por esa terrible infidelidad, rechazando la oferta de Reynolds de convertirla en un ménage à trois. Minear entró en un torbellino sexual, cada noche un chico distinto. Los conocía a través de Felix Gordean. Reynolds vivía aterrado de que su ex amante les hablara del incesto y también él se lió con varios prostitutos, por el sexo y para mantenerse al corriente. Coleman estaba celoso pero no decía nada, y la repentina frugalidad y nerviosismo de su padre lo convencieron de que alguien chantajeaba a Reynolds. Luego Coleman conoció a Claire de Haven y se enamoró de ella.

Era amiga de Reynolds y su camarada en varias organizaciones de izquierda, y se convirtió en confidente de Coleman. Las relaciones sexuales con el padre empezaban a ser insoportables para Coleman, fingía que el hombre era Claire para sobrellevarlo. Claire escuchó la horrorosa historia de Coleman y lo convenció de que visitara al doctor Lesnick, el psiquiatra oficial del PC: Saul nunca violaría el secreto profesional de un paciente.

Lesnick oyó la historia de Coleman en una serie de arduas sesiones de dos horas. Creyó que se había inventado la historia de Sleepy Lagoon por dos motivos: Coleman necesitaba justificar la búsqueda del padre y su homosexualidad latente; Coleman quería ganarse la simpatía de los latinos diciendo que el asesino era un blanco, no los camorristas mexicanos que según la comunidad izquierdista eran los verdaderos homicidas. Aparte de eso, creía en las narraciones de Coleman, lo confortaba y lo conminaba a terminar la relación amorosa con el padre.

Lesnick también veía a Loftis como paciente, sabía que Reynolds estaba loco de culpa por esa aventura y cada vez donaba más dinero para más causas, especialmente la de Sleepy Lagoon, una penitencia por la manipulación que había llevado a cabo para persuadir a Coleman de que se operara. Coleman sintió que la realidad lo acorralaba y empezó a visitar de nuevo a los glotones de Thomas Cormier, alimentándolos y amándolos. Una noche experimentó la irreprimible necesidad de tener uno. Abrió una jaula, trató de abrazar a la bestia y recibió mordeduras en los brazos. Él y el glotón lucharon, Coleman venció estrangulándolo. Llevó el cadáver a casa, lo despellejó, se comió la carne cruda e hizo una dentadura con los dientes. Cuando estaba a solas fingía ser el glotón: acechando, copulando, matando.

El tiempo transcurrió.

Reynolds, a instancias de Claire y Lesnick, interrumpió el amorío con Coleman. Éste no aceptó que usurparan su poder sexual y empezó a odiar al padre. Los muchachos acusados de la muerte de Sleepy Lagoon fueron exonerados y puestos en libertad. El Comité de Defensa era en gran medida responsable de que se hubiera hecho justicia. Claire y Coleman continuaron viéndose, pero de forma esporádica. Coleman robaba heroína del Southside para dársela a ella; Claire estaba más confundida que agradecida por el gesto, pero le prestó dos mil dólares cuando Coleman se los pidió. Coleman usó el dinero para hacerse otra operación con Terry Lux, y el doctor le destrozó la cara con guantes de boxeo cargados y luego lo encerró en el cobertizo con morfina y jeringas para aplacarle el dolor. Allí Coleman leyó textos de anatomía y fisiología, abandonó la clínica, dejó la droga de golpe y se presentó; ante la puerta de Claire amoratado, aunque sin el aspecto del padre. Cuando pidió a Claire que se acostara con él, ella huyó horrorizada.

1945.

Coleman se fue de Los Ángeles, llevando a cuestas la repulsión de Claire. Vagabundeó por el país y tocó el saxo alto en diversas bandas, usando el falso nombre de Hudson Healy. En el 47, Reynolds Loftis compareció ante el HUAC, rehusó informar y pasó a formar parte de las listas negras; Coleman se alegró de ello. Coleman vivía en un mundo de odio desatado: fantaseaba con herir al padre, poseer a Claire, violar a los hombres que lo miraban de forma insinuante y comer su carne con los dientes de glotón que aún llevaba por todas partes. Componer y tocar música era lo único que lo mantenía cuerdo. De nuevo en Los Ángeles, a finales del 49, leyó que papá y Claire iban a casarse. Su precario mundo se derrumbó.

Las fantasías de Coleman se desbordaron impidiéndole centrarse en la música. Supo que tenía que llevar a cabo esas fantasías y justificarlas con un propósito claro y preciso como el sentido que para él tenía su música. Averiguó que Reynolds formaba parte de la UAES y cuándo el sindicato celebraba sus reuniones del Comité Ejecutivo. Decidió matar a ex amantes del padre. Los recordaba de la época de la ruptura entre papá y Chaz. Coleman recordaba a George Wiltsie y el amante latino Augie por la cara y el nombre, pero ellos jamás podrían identificarlo: en aquella época estaba disfrazado como hermano menor. Recordaba otras conquistas de Reynolds sólo de vista, pero sabía qué bares frecuentaban. Encontrar víctimas sería fácil, el resto más difícil.

El plan:

Matar a los amantes de Reynolds en las noches en que se reunía la UAES, disfrazado de Reynolds, derramando semen de grupo sanguíneo idéntico al de Reynolds, dejando pistas para incriminar a Reynolds, obligándolo -en el peor de los casos- a verse implicado en los homicidios o bien -castigo menor- a utilizar sus insidiosas reuniones de la UAES como coartada. Papá podría ser acusado de los homicidios, quizá fuera un sospechoso y tuviera que admitir su homosexualidad a la policía, la prensa podría difamarlo, y si presentaba sus veladas sindicales como coartadas, podría echar a perder su recién resucitada carrera cinematográfica por estar asociado con comunistas.

Coleman sabía que necesitaba dinero para llevar a cabo los homicidios, y lo único que hacía era tocar en Central Avenue. En Nochebuena se encontró con su viejo amigo Martin Goines en Bido Lito's. Martin estaba sorprendido y contento. Era la primera vez que veía a Coleman sin vendajes, habían transcurrido años, el chico se había convertido en un hombre con una cara nueva, y no era un mal músico. Coleman sugirió que se dedicaran de nuevo al robo, el Loco Martin accedió. Hicieron planes para hablar después de Año Nuevo; luego, en Noche Vieja, Goines vio a Coleman frente a Malloy's Nest y le comentó que había llamado a un amigo de San Quintín que vivía en San Francisco, Leo Bordoni, para invitarlo a unirse a la banda. A Coleman le molestó que no le hubiera consultado, pero no lo demostró. Comprendió que Goines no lo había mencionado ni descrito a Bordoni, y decidió que su viejo maestro de jazz sería víctima del glotón. Le dijo a Martin que se verían en Sesenta y Siete y Central a las doce y cuarto, pero que no dijera nada: tenía un poderoso motivo.

Coleman fue a su cuarto y se puso la peluca gris y el maquillaje que había traído. Montó una estaca cortante con un palo que había encontrado en la basura y un paquete de cinco hojas de afeitar. Averiguó que la UAES celebraba una fiesta-mitin esa noche, compró cuatro paquetes de heroína y una hipodérmica a su viejo proveedor Roland Navarette, robó un Buick en la Sesenta y Siete y tocó su última pieza en el Zombie. Entró en el lavabo de hombres de la gasolinera Texaco de la Sesenta y Ocho como Coleman, salió como papá.

Martin fue puntual, pero estaba tan borracho que ni se sorprendió del disfraz de Coleman. El joven le dio un golpe, se lo apoyó en el hombro como un compañero de copas, lo llevó al Buick y arrancó el coche con un puente. Inyectó a Martin una dosis, se lo llevó a su apartamento de Hollywood, le inyectó los otros tres paquetes y le puso la capucha de una bata en la boca para que no vomitara sangre cuando le estallaran las arterias. El corazón de Martin reventó con fuerza; Coleman lo estranguló para rematarlo, le hirió la espalda, le arrancó los ojos como había intentado hacer con el coleccionista de monedas de Sleepy Lagoon. Violó las cuencas vacías, se puso los dientes de glotón y celebró un festín, rociando las paredes de sangre mientras una música de saxo alto le retumbaba en la cabeza. Cuando terminó, dejó los ojos en la nevera, envolvió a Goines en la bata blanca, lo llevó abajo y lo acomodó en el asiento trasero del Buick. Ajustó el espejo retrovisor para observar a Martin cabeceando con las cuencas vacías. Se dirigió a Sunset Strip bajo la lluvia mientras imaginaba la total ruina de papá y Claire. Arrojó al desnudo Martin en un terreno de Allegro, territorio de homosexuales, un cadáver en exhibición como la Dalia Negra. Si tenía suerte, su primera víctima causaría el mismo impacto periodístico.

Coleman volvió a su música, su otra vida. La muerte de Goines no obtuvo la publicidad que él había esperado: la Dalia era una mujer hermosa, Martin un sujeto anónimo. Coleman alquiló varios coches y patrulló por la calle Tamarind 2307 en diversas ocasiones; no aparecieron policías y decidió usar de nuevo la guarida. Averiguó la dirección de George Wiltsie en la guía telefónica y decidió que él sería la segunda víctima. Pasó varias noches recorriendo bares de homosexuales cerca del apartamento, vio a Wiltsie, pero siempre en compañía de su novio, un fulano a quien llamaba «Duane». Casi decidió dejarlo con vida, pero pensar en las posibilidades de una muerte doble lo excitó y le recordó a Delores y su amante haciendo el sesenta y nueve. Luego Duane le comentó a un camarero que trabajaba en Variety International: territorio de papá.

La providencia.

Coleman abordó a George y Duane con un pequeño equipo homicida que él había elaborado: cápsulas de secobarbital compradas a Roland Navarette, y estricnina de la droguería. Dos de barbitúricos y una de veneno, pinchaduras en las cápsulas para lograr un efecto rápido. Coleman sugirió una fiesta en «su apartamento» de Hollywood; George y Duane aceptaron. Mientras viajaban en su coche alquilado, les dio whisky para que bebieran. Cuando estaban medio dormidos, les preguntó si querían probar un buen afrodisíaco. Ambos hombres engulleron con avidez las píldoras mortales; cuando llegaron al apartamento de Martin estaban tan mareados que Coleman tuvo que ayudarlos a subir. Lindenaur ya había muerto al llegar, Wiltsie se hallaba profundamente dormido. Coleman los desnudó y se puso a mutilar al muerto.

Wiltsie despertó y luchó para sobrevivir. Coleman le cortó un dedo para defenderse y lo mató de un cuchillazo en la garganta. Cuando hubo asesinado a los dos sujetos, los cortó, actuó como un glotón, los violó y dibujó notas musicales y una G distintiva en las paredes. Guardó el dedo de Wiltsie en la nevera, duchó a Duane y George para limpiarlos de sangre, los envolvió en sábanas, los llevó abajo y los condujo a Griffith Park, el territorio donde antes tocaba el saxo. Los desnudó y los llevó hasta el sendero. Los colocó en la postura del 69 para que todos los vieran. Si alguien le veía a él pensaría que era su padre.

Dos acontecimientos coincidieron.

El doctor Saul Lesnick, al borde de la muerte y ansioso por compensar sus tropiezos morales, leyó una versión sensacionalista de los asesinatos de Wiltsie y Lindenaur. Recordó que Reynolds Loftis había mencionado a un tal Wiltsie en sus sesiones psiquiátricas varios años atrás; las heridas con estaca cortante le recordaban las fantasías de Coleman acerca del Hombre de la Voz Escocesa y las armas del corral de Terry Lux. Lo que terminó de convencerlo de que Coleman era el asesino fue el hambre que revelaban las dentelladas, tangencialmente descritas. Coleman era la voracidad personificada. Coleman quería ser el animal más feroz e insaciable de la tierra, y estaba demostrando que lo era.

Lesnick sabía que la policía mataría a Coleman si lo encontraba. Lesnick sabía que tenía que tratar de encerrarlo en una institución antes de que matara a alguien más o decidiera atacar a Reynolds y Claire. Sabía que Coleman estaría en un ambiente musical, y lo encontró en un club de Central Avenue. Como era la única persona que nunca lo había herido recuperó la confianza de Coleman, le consiguió un apartamento barato en Compton, le habló repetidas veces y con insistencia, ocultándose con él cuando un amigo de la comunidad izquierdista le dijo que Reynolds y Claire también buscaban a Coleman. El joven vivía momentos de lucidez, un clásico patrón de conducta en psicópatas sexuales que habían sucumbido al asesinato para satisfacer su lujuria. Le contó la historia de las tres primeras muertes; Lesnick sabía que llevar a un muerto en el asiento trasero y trasladar a las dos segundas víctimas a la calle Tamarind eran un deseo inconsciente de ser atrapado. Existían cráteres psicológicos en los que un profesional experimentado podía explorar: la redención de Saul Lesnick por diez años de informar sobre gente a quien amaba.

Coleman se servía de la música para luchar confusamente contra sus impulsos. Estaba trabajando en una larga pieza solista con silencios inquietantes que representaban la mentira y la duplicidad. Las repeticiones iluminarían los singulares sonidos agudos que conseguía con el saxo, altos al principio, cada vez más suaves, con intervalos de silencio más largos. La pieza terminaría en una escala de notas menguantes, luego un silencio ininterrumpido que para Coleman resultaba más estentóreo que ningún ruido: una extensión de la nada. Quería llamar El gran desierto a su composición. Lesnick le dijo que si se internaba en un hospital sobreviviría para tocarla. El doctor vio que Coleman vacilaba, recuperaba la lucidez. Luego Coleman le habló de Danny Upshaw.

Había conocido a Upshaw una noche después de matar a Martin Goines. El detective estaba investigando, y Coleman lo engañó diciendo que «había estado allí toda la noche», una coartada que Upshaw creyó. Esa creencia significaba que Goines no había mencionado a nadie la cita de la noche anterior con Coleman, y éste aprovechó la ocasión para mentir diciendo que Goines era homosexual y sembrar pistas sobre un hombre alto y canoso. Olvidó a Upshaw y continuó con su plan, asesinó a Wiltsie y Lindenaur, y dudó entre Augie Duarte u otro amante del padre como cuarta víctima. Pero había empezado a soñar con el joven detective, pesadillas inquietantes que le decían que en realidad era papá tratando de despacharlo. Coleman decidió matar a Reynolds y Claire si no podía arruinar la carrera de papá: pensaba que más sangre potencial añadida a este manjar lo incitaría a soñar con las mujeres que había amado.

El plan no funcionó. Coleman siguió soñando y fantaseando con Upshaw. Llevaba el disfraz de papá y vigilaba la oficina de Felix Gordean en busca de pistas sobre antiguos amantes de Reynolds cuando vio a Upshaw realizando su propia investigación; estaba cerca cuando Upshaw llamó a Circulación. Comprendió de qué hablaba y siguió a Upshaw en el Pontiac que había robado, tan sólo para acercarse a él. Upshaw advirtió que lo seguían y hubo una persecución; Coleman se escabulló, robó otro coche, llamó a Circulación y fingió que era otro agente. Uno de los nombres que leyó el empleado era Augie Duarte; Coleman decidió que era de nuevo la providencia y lo designó de inmediato como víctima número cuatro. Se dirigió a la casa de playa de Gordean, vio el coche de Upshaw, se escondió y escuchó la charla entre Gordean y uno de sus muchachos. El chulo experto en homosexuales comentó: «Ese policía está descubriendo quién es. Lo sé.»

Al día siguiente, Coleman entró en el apartamento de Upshaw y lo saboreó. No había recuerdos de mujeres, nada salvo un sitio pulcro e impersonal. Entonces Coleman lo supo, y empezó a sentir una identificación total con Upshaw, una simbiosis. Esa noche Lesnick se fue del apartamento para coger unos medicamentos en el Hospital General del Condado, pensando que la fijación de Coleman con Upshaw le revelaría su homosexualidad, lo frustraría y aplacaría. Se equivocaba. Coleman recogió a Augie Duarte en un bar, lo drogó y lo llevó a un garaje abandonado de Lincoln Heights. Lo estranguló, lo mutiló, mordió y emasculó, como papá y todos los demás habían querido hacer con él. Dejó el cuerpo a orillas del río Los Ángeles, regresó a Compton y le dijo a Lesnick que al fin tenía a Upshaw a tiro. Competiría con ese hombre, asesino contra detective. Saul Lesnick se fue del apartamento y volvió en taxi a su residencia, consciente de que Coleman Healy no dejaría de matar hasta que muriera. Y desde entonces el frágil y viejo psiquiatra trataba de armarse de valor para darle una muerte piadosa.


Lesnick terminó su historia con un elocuente gesto al sacar un revólver de los pliegues de la bata. Dijo:

– Vi a Coleman una vez más. Había leído que Upshaw murió accidentalmente y eso lo perturbaba. Acababa de comprar estupefacientes a Navarette e iba a matar a otro hombre, un hombre que había trabajado como extra en una de las películas de Reynolds, un opiómano. El hombre había tenido una breve aventura con Reynolds, y Coleman iba a matarlo. Me lo dijo como si pensara que yo no podía detenerlo. Compré el revólver en una casa de empeños de Watts. Iba a matar a Coleman esa noche, pero usted y el capitán Considine se me adelantaron.

Buzz observó el arma. Estaba vieja y oxidada y seguramente funcionaría mal, de igual modo que el psiquiatra cuando había considerado que Sleepy Lagoon era una fantasía de ese chiflado. Coleman se le había arrancado de la mano huesuda antes de que Lesnick pudiera apretar el gatillo.

– ¿Está complacido con el resultado final, doctor?

– No. Lo lamento por Reynolds.

Buzz recordó a Mal disparando directamente a papá: quería a Coleman vivo para afianzar su carrera, y quizá por algo relacionado con su propio hijo.

– Tengo una pregunta de policía, doctor.

– Adelante.

– Bien, yo pensaba que Terry Lux había revelado a Gordean todo el material con que él chantajeó a Loftis. Su historia me hace pensar que Minear confesó a Felix algunos detalles, detalles que él ordenó cuando chantajeó a Loftis por segunda vez hace poco tiempo. Unos indicios que le hicieron pensar que Coleman estaba matando gente.

Lesnick sonrió.

– Sí. Chaz le contó a Felix Gordean muchas cosas sobre la estancia de Coleman en la clínica que se podían interpretar como claves si se comparaban con los datos periodísticos. Leí que Gordean fue asesinado. ¿Fue Chaz?

– Sí. ¿Eso le complace?

– Es un pequeño final feliz, sí.

– ¿Algún pensamiento sobre Claire?

– Sí, ella sobrevivirá al gran jurado como una tigresa. Encontrará a otro hombre débil que proteger y otras causas que defender. Hará bien a las gentes que merecen el bien, y no comentaré nada sobre su carácter.

– Antes de que todo se desbordara -continuó Buzz-, parecía que la UAES tenía pensando un plan de extorsión contra los estudios. ¿Usted actuó para ambos bandos? ¿Retuvo información que había conseguido como psiquiatra para ayudar al sindicato?

Lesnick tosió y dijo:

– ¿Quién quiere saberlo?

– Dos hombres muertos y yo.

– ¿Y quién más lo oirá?

– Sólo yo.

– Le creo. No sé por qué.

– Los muertos no tiene razones para mentir. Vamos, doctor. Cuéntemelo.

Lesnick acarició el revólver que había comprado en una casa de empeños.

– Tengo información comprobada sobre Howard Hughes y su afición por las menores, y muchos datos sobre diversos actores de la RKO y Variety International y las curas de narcóticos a que se someten periódicamente. Tengo información sobre la vinculación de muchos ejecutivos del cine con el hampa, incluido un caballero de la RKO que atropelló a una familia de cuatro personas con el coche y las mató. Se arregló lo del arresto, y el caso nunca llegó a juicio, pero ese solo alegato resultaría embarazoso. Como usted ve, la UAES no carece de armas.

– Jefe, yo le conseguía muchachas a Howard y dispuse la mayoría de esos tratamientos. Yo liberé a ese fulano de la RKO y le entregué el soborno al juez que lo habría condenado. Doctor, los periódicos nunca publicarían lo que usted tiene y la radio nunca lo airearía. Howard Hughes y Herman Gerstein se reirían de esta extorsión. Si alguien sabe arreglar asuntos en esta ciudad, soy yo, y créame, la UAES está acabada.

Saul Lesnick se levantó; se tambaleó, pero permaneció de pie.

– ¿Y cómo arreglará eso?-preguntó.

Buzz se marchó sin responder.


Cuando regresó al motel, encontró una nota del gerente en la puerta: «Llame a Johnny S.» Buzz fue a la cabina y marcó el número de Stompanato.

– Diga.

– Soy Meeks. ¿Qué pasa?

– Tu pellejo está en peligro, aunque espero que mi dinero no. Acabo de recibir una pista a través de un amigo de Mickey. La policía hizo un análisis balístico de rutina de ese tiroteo donde estuviste. El gran forense, Layman, examinó el informe sobre las balas que le extrajeron a ese hombre-rata de quien me hablaste. Le resultó familiar, así que hizo una revisión. Las balas de tu arma coinciden con el plomo que sacaron del cuerpo de Niles. El departamento te acusa de la muerte de Niles y quiere echarte el guante. Dispara a matar. Y, no quisiera mencionarlo, pero me debes mucho dinero.

– Johnny, eres rico -suspiró Buzz.

– ¿Qué?

– Ven a verme aquí mañana al mediodía -indicó Buzz, y colgó. Marcó un número de los Ángeles Este.

– ¿Quién es?-dijo una voz en español.

– Habla en inglés, Chico, soy Meeks.

– ¡Buzz! ¡Patrón!

– He decidido cambiar mi pedido, Chico. No treinta-treinta, sino recortada.

– ¿Calibre doce, patrón?

– Más grande, Chico. Lo más grande que tengas.

42

La escopeta era un calibre 10 con cañón de treinta centímetros. Los cartuchos tenían perdigones de triple grado. Las cinco cargas de la recámara bastaban para transformar la tienda de Mickey Cohen y a los guardaespaldas de la cumbre de la droga en comida para perros. Buzz llevaba el arma en la caja de una persiana, envuelva en papel de regalo.

Su coche de alquiler estaba aparcado a media manzana al sur de Sunset. Los alrededores de la tienda estaban atestados de artillería judía y cañoneras italianas; había un centinela apostado junto a la puerta del frente, ahuyentando clientes; el hombre de la puerta trasera parecía medio dormido, sentado en una silla al sol de la mañana. Dos pistoleros neutrales estaban allí. Dudley y el cuarto hombre tenían que estar dentro.

Buzz hizo una seña al sujeto de la esquina: un cómplice reclutado en un bar, a quien ya le había pagado. El sujeto entró en el aparcamiento con aire furtivo, tanteando picaportes de Cadillacs y Lincolns, bordeando las últimas hileras de coches. Buzz se preparó, esperando a que el centinela reparara en él y actuara.

El que tomaba el sol tardó casi medio minuto en reaccionar y acercarse, una mano dentro de la chaqueta. Buzz corrió a toda velocidad, un relámpago gordo con zapatillas.

El centinela se volvió en el último momento, Buzz le pegó con la caja envuelta en papel de regalo y lo arrojó contra el capó de un Continental 49. El hombre sacó su arma, Buzz le sacudió un rodillazo en los testículos, le pegó en la nariz con la palma y vio cómo la automática 45 caía al asfalto. Con otro rodillazo lo dejó gimiendo en el suelo, apartó la pistola a un lado de una patada, abrió la caja y usó la culata de la recortada para dejarlo fuera de combate de un golpe.

Su cómplice se había ido. El centinela sangraba por la boca y la nariz, de viaje por el país de los sueños, tal vez para siempre. Buzz se guardó la automática en el bolsillo, caminó hasta la puerta trasera y entró.

Risas y charlas de camaradería, un corto pasillo con vestuarios. Buzz se acercó a una cortina, la entreabrió y observó.

La reunión cumbre estaba en su apogeo. Mickey Cohen y Jack Dragna se felicitaban uno al otro, de pie junto a una mesa atiborrada de canapés, botellas de cerveza y licor. Davey Goldman, Mo Jahelka y Dudley Smith bebían. Una hilera de matones de Dragna estaba de pie ante las ventanas del frente. Johnny Stompanato no estaba porque ya debía de ir camino de San Pedro, esperando que cierto hombre gordo sobreviviera a la mañana. A la izquierda se realizaban negocios: dos mexicanos contaban una maleta llena de dinero mientras un hombre de Mickey y otro de Jack probaban el polvo marrón blancuzco guardado en bolsas de papel reforzado que había en otra maleta. Sus sonrisas indicaban que la sustancia era de buena calidad.

Buzz corrió la cortina y se unió a la fiesta, metiendo una bala en la recámara para llamar la atención. Varias cabezas se volvieron al oír el ruido, bebidas y platos cayeron al suelo; Dudley Smith sonrió, Jack Dragna miró el cañón. Buzz vio a alguien con aire de polizonte junto a los mexicanos. Veinte contra uno a que él y Dudley eran los dos únicos contratados, Dudley era demasiado listo para intentar algo. Mickey Cohen mostraba una expresión compungida. Dijo:

– Pongo a Dios por testigo de que te haré algo peor que al sujeto que mató a Hooky Rothman.

Buzz sintió que todo el cuerpo se le echaba a volar. Los mexicanos empezaban a parecer asustados, un golpe en el escaparate llamaría la atención del hombre de la calle. Se situó en un lugar desde donde pudiera observar las caras de todos los presentes y apuntó el cañón hacia donde causaría el mayor daño: Jack y Mickey se evaporarían en cuanto apretara el gatillo.

– El dinero y la droga en una de tus bolsas, Mick. Despacio pero seguro.

– Davey -jadeó Mickey-. Va a disparar. Hazlo.

Davey Goldman se acercó a los mexicanos y les habló en español. De reojo, Buzz vio que guardaban bolsas de papel y dólares en un bolso con cierre de cremallera. Buzz veía lona y rayas rojas en el trasfondo, la cara de Mickey Cohen en primer plano.

– Si me envías a Audrey, no le tocaré ni un pelo y no te mataré lentamente -dijo Mickey-. Si la encuentro contigo, no puedo prometer piedad. Haz que vuelva.

Un golpe de un millón de dólares, y Mickey Cohen sólo podía pensar en una mujer.

– No.

Cerraron el bolso, Goldman se acercó muy despacio. Buzz tendió el brazo izquierdo, Mickey temblaba como un adicto en pleno síndrome de abstinencia. Buzz se preguntó qué diría a continuación; el pequeño gran hombre dijo:

– Por favor.

Buzz cogió el bolso y el brazo se le arqueó. Dudley Smith parpadeó.

– Volveré a por ti, muchacho -amenazó Buzz-. Díaz y Hartshorn.

Dudley rió.

– No sobrevivirás a este día.

Buzz retrocedió hacia las cortinas.

– No salgáis por la puerta trasera. Está minada.

Mickey Cohen dijo:

– Por favor. No puedes irte con ella. No le tocaré ni un pelo.

Buzz se escabulló.


Johnny Stompanato lo esperaba en el motel. Tendido en la cama, escuchaba ópera en la radio. Buzz dejó caer el bolso, lo abrió y sacó diez fajos de diez mil dólares cada uno. Johnny se quedó boquiabierto. El cigarrillo se le cayó sobre el pecho y le abrió un agujero en la camisa. Apagó la colilla con la almohada y dijo:

– Lo has logrado.

Buzz arrojó el dinero en la cama.

– Cincuenta para ti, cincuenta para Celeste Considine, Gramercy Sur 641, Los Ángeles. Tú harás la entrega y le dirás que es para educar al chico.

Johnny Stompanato abrazó la pila de dinero regodeándose en el espectáculo.

– ¿Cómo sabes que no me lo quedaré todo?

– Te gusta demasiado mi estilo como para joderme.


Buzz se dirigió a Ventura, aparcó frente a la casa del agente Dave Kleckner y llamó al timbre. Audrey abrió la puerta. Llevaba una vieja camisa de Mickey y pantalones holgados, como la primera vez que la había besado. Audrey miró el bolso y dijo:

– ¿Piensas quedarte una temporada?

– Tal vez. Pareces cansada.

– He estado toda la noche despierta, pensando.

Buzz le rozó la cara con las manos, alisando un mechón de pelo suelto.

– ¿Dave está en casa?

– Dave está de servicio hasta tarde, y creo que está enamorado de mí.

– Todos están enamorados de ti.

– ¿Por qué?

– Porque les haces sentir miedo de estar solos.

– ¿Eso te incluye a ti?

– A mí especialmente.

Audrey saltó a sus brazos. Buzz soltó el bolso y le dio una patada para darse buena suerte. Llevó a su leona al dormitorio y trató de apagar la luz. Audrey le cogió la mano.

– Déjala encendida. Quiero verte.

Buzz se quitó la ropa y se sentó en el borde de la cama, Audrey se desnudó despacio y saltó sobre él. Se dieron besos diez veces más largos que de costumbre y prolongaron todas las cosas que alguna vez habían hecho juntos. Buzz la penetró enseguida, pero se movió muy despacio; ella movió las caderas con más fuerza que la primera vez. No pudieron prolongarlo más, y no querían; Audrey enloqueció con él. Como la primera vez, desordenaron las sábanas y se abrazaron sudando. Buzz recordó que había asido la muñeca de Audrey con el dedo para mantener el contacto mientras recuperaba el aliento. Lo hizo de nuevo, pero esta vez ella le estrujó la mano como si no supiera qué significaba el gesto.

Se abrazaron, Audrey se acurrucó contra él. Buzz miró el extraño dormitorio. En la mesilla de noche había solicitudes de pasaporte y pilas de folletos turísticos sudamericanos. Cajas con ropa femenina esperaban junto a la puerta junto a una maleta nueva. Audrey bostezó, le besó el pecho como si fuera hora de dormir y bostezó de nuevo.

– Cariño, ¿Mickey te pegó alguna vez?-preguntó Buzz.

Un somnoliento cabeceo.

– Hablaremos después. Después.

– ¿Alguna vez lo hizo?

– No, sólo a hombres. -Otro bostezo-. Recuerda nuestro trato. Nada de hablar de Mickey.

– Sí, lo recuerdo.

Audrey lo abrazó de nuevo y se puso a dormir. Buzz recogió el folleto que tenía más cerca, material publicitario para Río de Janeiro. Lo hojeó, vio que Audrey había marcado casas que ofrecían tarifas para recién casados y trató de imaginar a un polizonte y asesino en fuga con una ex strip-teaser de treinta y siete años gozando del sol sudamericano. No lo consiguió. Trató de imaginar a Audrey esperándolo mientras él procuraba entregar doce kilos de heroína a un hampón que no hubiera oído hablar del atraco ni del precio puesto a su cabeza. No lo consiguió. Trató de imaginar a Audrey con él cuando la policía estrechara el cerco, polizontes ansiosos de gloria conteniendo el fuego porque el asesino estaba con una mujer. No lo consiguió. Pensó en Picahielo Fritzie encontrándolos juntos, atravesando la cara de Audrey con el picahielo, y eso fue fácil. Mickey diciendo «Por favor» y derritiéndose con ganas de perdonar era aún más fácil.

Buzz escuchó la respiración de Audrey, sintió que se le enfriaba la piel sudorosa. Trató de imaginarla encontrando un trabajo de contable, regresando a Mobile, Alabama y conociendo a un amable corredor de seguros en busca de una beldad sureña. No lo consiguió. Hizo un último intento: ellos dos saliendo del país cuando a él lo buscaban por matar a un policía. Hizo un gran esfuerzo para imaginarlo, y no encontró el modo.

Audrey se movió, alejándose de él. Buzz vio a Mickey cansado de ella a los pocos años, dejándola por una mujer más joven, dándole un bonito regalo de despedida. Vio a policías del sheriff y de la ciudad, a federales y a matones de Cohen persiguiéndolo hasta la luna. Vio a Ellis Loew y Ed Satterlee dándose la gran vida y al viejo doctor Lesnick acosándolo con: «¿Y cómo arreglará eso?»

Lesnick lo decidió. Buzz se levantó, entró en el salón, cogió el teléfono y pidió a la operadora que le pusiera con Los Ángeles CR-4619.

– Sí -respondió una voz. Era Mickey.

– Está en Montebello Drive 1006, Ventura -dijo Buzz-. Si llegas a tocarle un pelo, te mataré más despacio de lo que nunca pensaste hacer conmigo.

Mazel tov -dijo Mickey-. Amigo mío, todavía no estás muerto, pero morirás deprisa.

Buzz colgó el auricular, regresó al dormitorio y se vistió. Audrey estaba en la misma posición, la cabeza enterrada en la almohada. No se le veía la cara.

– Has sido la única -se despidió Buzz, apagando la luz. Al salir cogió el bolso y dejó la puerta sin llave.


Conduciendo por carreteras secundarias, llegó al Valle de San Fernando después de las siete y media. Era una noche negra y estrellada. La casa de Ellis Loew estaba a oscuras y no había coches aparcados enfrente.

Buzz fue hasta el garaje, rompió el candado y abrió la puerta. El claro de luna alumbró una bombilla colgada de un cable. Tiró del cable y vio lo que buscaba en un anaquel bajo: dos bidones de gasolina. Los levantó y advirtió que estaban casi llenos. Los llevó hasta la puerta del frente y usó su llave de investigador especial para entrar.

La luz se encendió, el salón se puso blanco: paredes, mesas, cajas de cartón, anaqueles, montículos de papel. El gran viaje político de Loew y compañía. Gráficos, planos, miles de páginas de testimonios forzados. Cajas de fotografías con caras en círculos para probar traición. Una gran carga de mentiras unidas para demostrar una teoría que era fácil de creer porque creer era más fácil que atravesar un charco de estiércol para decir: «Equivocado.»

Buzz roció las paredes y anaqueles y mesas y pilas de papel con gasolina. Empapó las fotos de Sleepy Lagoon. Rompió los gráficos de Ed Satterlee, vació los bidones en el suelo y trazó una huella de gasolina hasta el porche. Encendió una cerilla, la arrojó al suelo. El blanco se volvió rojo y estalló.

El fuego se propagó, la casa se transformó en una llamarada gigantesca. Buzz subió al coche y se alejó. El fulgor rojo se reflejaba en el parabrisas. Tomó por calles secundarias hacia el norte, hasta que el fulgor desapareció y oyó sirenas que iban en dirección contraria. Cuando el ruido murió, Buzz ya trepaba por las colinas y Los Ángeles se había convertido en un borrón de neón en el espejo retrovisor. Su futuro estaba en el asiento: escopeta recortada, heroína, ciento cincuenta mil dólares. Faltaba algo, así que encendió la radio y encontró una emisora de música del Oeste. La música era demasiado suave y triste, como un lamento por un tiempo en que todo resultaba fácil. Escuchó de todos modos. Las canciones le hicieron pensar en sí mismo, en Mal y en el pobre Danny Upshaw. Tipos duros, policías renegados y cazadores de rojos. Tres hombres peligrosos siguiendo rumbos desconocidos.

Загрузка...