TERCERA PARTE

GLOTÓN

32

Una semana después Buzz visitó la tumba. Era su cuarta visita desde que el Departamento del sheriff había enterrado al chico. Era un terreno barato en el cementerio de Los Ángeles Este; la lápida rezaba:


Daniel Thomas Upshaw

1922-1950


Nada más.

Sin «amado por».

Sin «hijo de».

Sin crucifijo tallado en la piedra. Sin RIP. Nada jugoso para llamar la atención de un paseante, como «Asesino de un policía» o «Casi oficial de la Fiscalía de Distrito». Nada para insinuar la verdad a quien leyera la discreta media columna sobre la muerte accidental del chico: resbalón de una silla, caída de bruces sobre el soporte de los cubiertos de la cocina.

El Caído.

Buzz se agachó y arrancó un puñado de hierba, la culata del arma con que había matado a Gene Niles se le hundió en el costado. Se levantó y dio una patada a la lápida; pensó que «Viaje Gratuito», «Dinero Fácil» y «Suerte de Tonto de Oklahoma» también quedarían bien, seguidas por un soliloquio sobre los últimos días del agente Danny Upshaw, muchos detalles en una lápida alta como un rascacielos, como las que compraban los chulos negros aficionados al vudú. Porque Buzz Meeks era la víctima del vudú del agente Danny Upshaw: pequeñas agujas clavadas en una gorda y pequeña réplica de Buzz Meeks.

Mal lo había llamado para darle la noticia. La lluvia había desenterrado el cuerpo de Niles. El Departamento había considerado a Danny sospechoso, lo había detenido y ordenado someterlo al detector de mentiras al día siguiente. Como el chico no se presentó, los polizontes de la ciudad irrumpieron en su casa y lo encontraron muerto en el suelo del salón, degollado. El apartamento era un caos. El consternado Norton Layman hizo la autopsia, ansioso de calificarlo de 187; las pruebas no se lo permitieron: las huellas del cuchillo y el ángulo del corte y la caída decían: «herida autoinfligida», caso cerrado. El doctor comentó que la herida era «asombrosa»: no revelaba vacilación. Danny Upshaw quería largarse cuanto antes.

El Departamento del sheriff se apresuró a enterrar al chico; cuatro personas asistieron al entierro: Layman, Mal, un policía del condado llamado Jack Shortell y él. La investigación de los homicidios se fue al traste y Shortell partió de vacaciones a los bosques de Montana; el Departamento de Policía cerró el caso de Gene Niles, considerando el suicidio de Upshaw como una confesión y viaje a la cámara de gas. Las relaciones entre la policía de la ciudad y el condado eran más agrias que nunca, y Buzz había navegado entre esas desavenencias tratando de salvar el pellejo de ambos. Sin suerte, demasiado tarde para hacerle algún bien al chico.

Viaje Gratuito.

Le dolía recordar que primero había solucionado los desaguisados de Audrey. Petey Skouras había devuelto a Mickey el dinero robado por la leona; Mickey fue generoso y lo dejó ir con una paliza: Johnny Stompanato y unos porrazos en los riñones. Petey se fue a San Francisco, aunque Mick, impresionado por su arrepentimiento, lo habría conservado entre sus empleados. La huida de Petey había hecho más convincente la mentira de Buzz; Mickey, todo entusiasmo, le había aumentado la paga por el trabajo de guardia durante la reunión cumbre con Jack D. a mil dólares, diciéndole que el encantador teniente Dudley Smith también participaría como vigilante. Más dinero en el bolsillo, mientras Danny Upshaw pasaba a mejor vida.

Suerte de Tonto en Oklahoma.

Para Mal había sido un duro golpe. Se había emborrachado dos días, y había recobrado la sobriedad con un ataque frontal y directo al Peligro Rojo. Un izquierdista bajo presión contó a Dudley Smith que Claire de Haven había identificado a «Ted Krugman» como polizonte; Mal estaba hecho una furia, pero el consenso del equipo era que ahora tenían suficientes testimonios para desarticular la UAES sin la intervención de Upshaw. Estaban organizando el orden de las declaraciones; si todo iba bien, el gran jurado se reuniría al cabo de dos semanas. Mal estaba fuera de sí, crucificando rojos con el fin de ganar prestigio para su propia batalla en los tribunales. Había leído y releído el diario de Nathan Eisler buscando nombres, arrancando informes a cuatro de los hombres que Claire de Haven había seducido para fundar el sindicato. Su apartamento del motel Shangri-Lodge ahora tenía el mismo aspecto que el salón de Ellis Loew: gráficos, esquemas, rumores y referencias, el réquiem de Mal a Danny Upshaw. Eso probaba una cosa: que los comunistas hablaban demasiado. Y cuando los miembros del gran jurado oyeran lo que iban a decir, tal vez no tuvieran suficientes entendederas para llegar a la conclusión: que esos equivocados infelices hablaban porque no tenían pelotas para hacer otra cosa.

Buzz dio otra patada a la lápida. Pensó que el capitán Mal Considine casi lo había convencido de que la UAES era una tremenda amenaza para la seguridad interna de Estados Unidos, que Mal mismo tenía que creerlo para retener a su hijo y seguir considerándose un buen tipo. Probabilidades de que los comunistas de Hollywood subvirtieran el país con sus sensibleras películas de propaganda, sus actos de protesta y sus revoltosos piquetes: treinta billones contra uno o menos. Era una cacería de tontos, una farsa para ahorrar dinero a los estudios de cine y para lograr que Ellis Loew fuera fiscal de distrito y gobernador de California.

Recaudador.

Intermediario.

Se había escabullido desde que Mal le comunicó la noticia. Ellis le dijo que investigara sobre los nombres del diario del Eisler; Buzz se conformó con llamar a Registros y obtener unos datos. Mal le pidió que realizara entrevistas por teléfono con informadores del HUAC del Este; Buzz llamó a una tercera parte de los números, hizo la mitad de las preguntas y redujo las respuestas a dos páginas por hombre, trabajo fácil para el mecanógrafo. Su principal trabajo consistía en localizar al doctor Saul Lesnick, el más importante testigo del gran jurado, había rechazado ese encargo, y en general seguía rechazándolo. Y al rehuirlo iba siempre en la misma dirección: hacia Danny Upshaw.

Cuando pasó el revuelo, fue a San Bernardino para echar un vistazo al pasado del chico. Habló con la madre viuda, una mujer marchita que vivía del seguro social; ella le dijo que no había asistido al entierro porque Danny no la había tratado bien en sus últimas visitas y ella reprobaba que su hijo bebiera. La hizo hablar; ella le retrató al pequeño Danny como un chico listo y distante, un joven lector, estudioso y poco sociable. Cuando murió el padre, no manifestó pesar; le gustaban los coches, arreglar cosas, los libros de ciencia, nunca perseguía a las chicas y siempre mantenía limpia su habitación. Desde que era policía, la visitaba sólo en Navidad y en su cumpleaños, nunca más, nunca menos. En la escuela secundaria obtuvo buenas notas y pasó los estudios preuniversitarios con resultados excelentes. Ignoraba a las chicas que lo rondaban, le gustaba reparar coches. Tenía un amigo íntimo: un chico llamado Tim Bergstrom, ahora profesor de educación física en la escuela de San Berdoo.

Buzz se dirigió a la escuela y habló con Bergstrom. El hombre había leído el falso artículo sobre la muerte de Upshaw. Dijo que Danny había nacido para morir joven y se recreó en el asunto mientras bebían cerveza en un bar cercano. Recordó que a Danny le gustaban los motores y las matemáticas, que robaba coches porque amaba el peligro, que siempre estaba tratando de ponerse a prueba sin que nadie lo supiera. Se notaba que estaba loco por dentro, pero no entendías cómo ni por qué; se notaba que era listo, pero no sabías qué haría con su inteligencia. Atraía a las chicas porque era misterioso y evasivo; peleaba muy bien en la calle. Años atrás, borracho, Danny le había contado que había presenciado un asesinato; que entonces había deseado ser policía, estudiar medicina forense. Era un borracho perdido: el alcohol lo empujaba más hacia adentro, lo volvía más misterioso y tenaz, y era obvio que tarde o temprano se obsesionaría con quien no debía y terminaría recibiendo un balazo. Le sorprendía que hubiera muerto accidentalmente. Buzz pasó por alto este detalle y preguntó:

– ¿Danny era homosexual?

Bergstrom se ruborizó, hizo una mueca, escupió en su cerveza.

– Claro que no -respondió al fin, y dos segundos después sacó fotos de su esposa y sus hijos.

Buzz regresó a Los Ángeles, llamó a un amigo del condado, supo que habían tirado la ficha de Danny Upshaw y que en la práctica el chico nunca había pertenecido al Departamento del sheriff del condado de Los Ángeles. Fue a Hollywood Oeste, habló con el personal, supo que Danny nunca aceptaba sobornos ni se metía con mujeres; nunca había intentado nada con su informadora Janice Modine ni con la telefonista Karen Hiltscher, a pesar de que ambas se morían por acostarse con él. Los colegas de Upshaw lo respetaban por su inteligencia o lo consideraban un tonto idealista y un poco engreído; se rumoreaba que el capitán Al Dietrich le tenía simpatía porque era metódico, trabajador y ambicioso. Buzz pensó que Danny era un chico que había pasado de los motores a las personas en el momento equivocado, buscó un porqué en un río de mierda, recibió la peor respuesta que dos casos engorrosos podían ofrecer y terminó muerto porque no supo mentirse a sí mismo.

Daniel Thomas Upshaw, 1922-1950. Invertido.

Turner Prescott Meeks, 1906-? Un viaje gratuito porque el chico no había aguantado la presión.

La presión no podía obedecer a otro motivo. Danny Upshaw no había matado a Gene Niles. Mal decía que Thad Green y dos gorilas lo habían interrogado, tal vez le recordaron que Niles lo había llamado maricón y mencionaron lo que Dudley Smith contó a Mal y Green: que habían visto a Danny discutiendo con Felix Gordean. Tras ordenar una prueba con el detector de mentiras, Green lo había dejado ir a casa con su revólver, esperando que ahorrara al Departamento la molestia de un juicio y la revelación de que Niles era un recaudador de Dragna. Danny le había complacido, pero por otras razones y sin el revólver.

Chivo expiatorio.

Que en cierto modo rió último.

No podía conciliar el sueño y cuando lograba dormir tres o cuatro horas soñaba con las dudosas hazañas que había realizado: muchachas de granja arrastradas a la cama de Howard, heroína de contrabando vendida a Mickey, dinero en el bolsillo, la droga alargando su trayectoria hacia el brazo de un adicto. Dormir con Audrey era el único alivio. Desde la muerte de Niles ella había representado la farsa como una actriz profesional. Tocarla y protegerla le evitaba recordar al chico. Pero cuatro noches consecutivas en la guarida de Howard también constituían un peligro, y cada vez que dejaba a Audrey se asustaba y sabía que debía hacer algo sobre eso.

Ocultar a Mal sus averiguaciones sobre Danny era un modo. El capitán no podía creer que el chico hubiera matado a Niles, y con bastante intuición había atribuido el trabajo a los pistoleros de Cohen. Había presenciado cómo Danny interrogaba a un hombre de Dragna llamado Vincent Scoppettone, quien había confesado lo del tiroteo de Sherry's: miembros del Departamento de Policía. Pero su reconstrucción sólo llegaba hasta allí, y aun consideraba a Upshaw un joven policía destinado al ascenso y la gloria. Guardar el secreto del chico era lo primero.

Buzz apuntó un dedo hacia la lápida y precisó un par de datos. Primero, al irrumpir en el apartamento de Upshaw, la policía encontró un caos; cuando Norton Layman hizo la autopsia encontró huellas de Danny en el barullo de muebles tumbados y dedujo que Danny se había vuelto loco en los últimos momentos de su vida. El informe del Departamento acerca de las pertenencias halladas en el apartamento no mencionaba los documentos del gran jurado ni el archivo personal de Danny acerca de los homicidios. Buzz entró en el lugar y lo examinó de arriba abajo: no había archivos guardados en ningún rincón de aquellas cuatro habitaciones. Mal estaba allí cuando descubrieron el cuerpo, aseguraba que el Departamento había sellado el lugar y sólo Danny y el cuchillo habían abandonado el edificio. Segundo, la noche anterior a su muerte, Danny lo había llamado: estaba asombrado de que sus dos casos se hubieran cruzado en la intersección de Charles Hartshorn y Reynolds Loftis.

– Agente, ¿me estás diciendo que Loftis es sospechoso de esos asesinatos?

– Estoy diciendo que quizás. Un quizás muy posible. Concuerda con la descripción del asesino y… concuerda con todo.

Era imposible que Danny Upshaw hubiera sido víctima de un homicidio. Era imposible que el ladrón de los archivos hubiera registrado el apartamento. Dudley Smith tenía una extraña obsesión con el chico, pero no había razones para que él robara los archivos, y en tal caso habría fingido un robo común.

Uno o varios desconocidos: un buen punto de partida para averiguar algo.


Buzz encontró a Mal en el patio de Ellis Loew, sentado en un sofá descolorido por el sol, revisando documentos. Parecía más delgado que de costumbre, como si se estuviera matando de hambre para alcanzar el peso mínimo.

– Hola, jefe.

Mal cabeceó y siguió trabajando.

– Quiero hablar contigo -dijo Buzz.

– ¿De qué?

– No sobre una confabulación comunista, de eso puedes estar seguro.

Mal unió una serie de nombres con trazos de lápiz.

– Sé que no te tomas todo esto en serio, pero es serio.

– Admito que hay una importante cantidad de dinero, y desde luego quiero mi parte. Pero ahora me rondan otros problemas.

– ¿Como cuál?

– Como Upshaw.

Mal dejó el papel y el lápiz.

– Es un problema del Departamento de Policía, no tuyo.

– Estoy seguro de que no mató a Niles, jefe.

– Ya hemos hablado sobre eso, Buzz. Fue Mickey o Jack, y no podremos probarlo ni en un millón de años.

Buzz se sentó en el sofá. El mueble apestaba a moho y algún entrevistado rojo había quemado los brazos con colillas de cigarrillo.

– Mal, ¿recuerdas que Upshaw nos habló de su archivo sobre los homicidios de homosexuales?

– Claro.

– Alguien lo robó del apartamento, y también su copia de la documentación del gran jurado.

– ¿Qué?

– Estoy seguro. Tú dijiste que el Departamento selló el lugar y no se llevó nada, y registré el escritorio de Upshaw en Hollywood Oeste. Muchos documentos antiguos, pero nada sobre los 187 y el gran jurado. Estabas tan absorto cazando rojos que tal vez no te diste cuenta.

Mal tocó a Buzz con el lápiz.

– Tienes razón, no se me ocurrió pensar en ello. Pero ¿qué estás buscando? El chico está muerto y enterrado, se creó problemas por esa irrupción ilegal, tal vez estaba acabado como policía. Pudo haber sido el mejor, y lo echo de menos. Pero se cavó su propia tumba.

Buzz aferró la mano de Mal.

– Jefe, nosotros le cavamos la tumba. Lo presionaste demasiado con De Haven, y yo… ¡Maldita sea!

Mal se zafó la mano.

– ¿Tú qué?

– El chico estaba obsesionado con Reynolds Loftis. Hablamos por teléfono la noche antes de su muerte. Se había enterado del suicidio de Charles Hartshorn, el periódico lo identificó como un abogado de Sleepy Lagoon y Upshaw lo consideraba una pista, pues Hartshorn había sido extorsionado por una de las víctimas. Le dije que Loftis fue arrestado con Hartshorn en un bar de homosexuales en el 44, y el chico perdió la chaveta. No sabía que Hartshorn estaba involucrado con Sleepy Lagoon, y eso lo puso en marcha. Le pregunté si Loftis era un sospechoso, y dijo que quizás: «Un quizá muy seguro».

– ¿Has hablado con el tal Shortell sobre esto?

– No, está de vacaciones en Montana.

– ¿Mike Breuning?

– No confío en él. ¿Recuerdas que Danny nos dijo que Breuning rehuía el trabajo y le estaba provocando?

– Meeks, sin duda has tardado demasiado en contarme esto.

– He estado pensando, y tardé un poco en resolver qué debía hacer.

– ¿Y qué harás?

Buzz sonrió.

– Tal vez Loftis sea un sospechoso importante, tal vez no. De un modo u otro, pienso dar con ese asesino de maricas, sea quien sea.

Mal sonrió.

– ¿Y luego qué?

– Luego arrestarlo o matarlo.

– Has perdido el juicio.

– Estaba pensando en pedir tu colaboración. Un capitán chiflado tiene más influencia que un solitario a quien le falta un tornillo.

– Tengo el gran jurado, Meeks. Y pasado mañana el juicio de divorcio.

Buzz hizo crujir sus nudillos.

– ¿Estás conmigo?

– No. Es descabellado. Y tú no eres de los que hacen gestos dramáticos.

– Se lo debo al chico. Se lo debemos.

– No, es un error.

– Piensa en las posibilidades, capitán. Loftis es un asesino psicópata. Lo crucificas por eso antes de que se reúna el gran jurado y la UAES se hundirá tanto en el inodoro que el ruido del agua llegará a Cleveland.

Mal rió, Buzz rió y añadió:

– Le daremos una semana. Reuniremos los datos que podamos obtener en la documentación del gran jurado y hablaremos con Shortell para ver qué tiene. Acorralaremos a Loftis. Si no da resultado, mala suerte.

– Está el gran jurado, Meeks.

– Un comunista como Loftis encerrado por cuatro 187 te dará tanto prestigio que ningún juez del estado te joderá en el caso de custodia. Piénsatelo bien.

Mal partió el lápiz en dos.

– Necesito un aplazamiento, ahora, y no le tenderé una trampa a Loftis.

– ¿Eso significa que estás conmigo?

– No lo sé.

Buzz cerró el cerco.

– Demonios, capitán. Pensé que podría conmoverte apelando a tu carrera, pero supongo que me equivocaba. Sólo piensa en Danny Upshaw y en cuánto se esforzó, y en cómo te excitó mandarlo detrás de Claire de Haven. Piensa que tal vez ella y Loftis jugaron con ese ingenuo poco antes que se cortara el maldito cuello. Entonces…

Mal le propinó un bofetón en la cara.

Buzz se sentó sobre las manos para no devolver el golpe.

Mal arrojó su lista de nombres al suelo y dijo:

– Estoy contigo. Pero si esto estropea mi investigación para el gran jurado, te las verás conmigo. En serio.

Buzz sonrió.

– Sí, capitán.

33

– Supongo que esto significa que se ha acabado la farsa -dijo Claire de Haven.

Un mal inicio. El sabía que Claire ya sabía quién era Upshaw y qué buscaba el gran jurado.

– Es acerca de cuatro homicidios -dijo Mal.

– ¿Ah, sí?

– ¿Dónde está Reynolds Loftis? Quiero hablar con él.

– Reynolds ha salido, y ya le he dicho que ni él ni yo daremos nombres.

Mal entró en la casa. Vio la primera plana del Herald del viernes anterior en una silla; comprendió que Claire había leído el artículo sobre la muerte de Danny, foto de la Academia del sheriff incluida. Claire cerró la puerta. Para ella también se había acabado la farsa: quería saber hasta qué punto estaba él al corriente.

– Cuatro muertes -replicó Mal-. Ningún asunto político, a menos que usted me indique lo contrario.

– Le digo que no sé de qué está hablando.

Mal señaló el periódico.

– ¿Qué hay de interesante en las noticias de la semana pasada?

– El triste y corto obituario de un joven que conocí.

Mal le siguió el juego.

– ¿Qué clase de joven?

– Creo que asustado, impotente y traicionero sería una buena descripción.

Un epitafio hiriente, Mal se preguntó por millonésima vez qué habían hecho Danny Upshaw y Claire de Haven.

– Cuatro hombres violados y descuartizados. Ninguna causa política para que usted me endilgue un sermón. ¿Quiere bajarse de su alto pedestal comunista y contarme lo que sabe? ¿Qué sabe de Reynolds Loftis?

Claire se le acercó, provocándolo con su perfume.

– Usted envió a ese chico a follarme para sacarme información, ¿no estará predicando decencia ahora?

Mal la aferró por los hombros y la apretó; había estudiado informes toda la noche y se los sabía de memoria.

– Primero de enero, Martin Goines, recogido en South Central, inyectado con heroína, mutilado y muerto. Cuatro de enero, George Wiltsie y Duane Lindenaur, sedados con secobarbital, mutilados y muertos. Catorce de enero, Augie Luis Duarte, lo mismo. Wiltsie y Duarte practicaban la prostitución masculina, sabemos que algunos hombres de su sindicato frecuentan esos ambientes, y la descripción del asesino concuerda con la de Loftis. ¿Todavía quiere hacerse la lista?

Claire se agitó, Mal tuvo una sensación viscosa y la soltó. Ella se dirigió hacia un escritorio que había junto a la escalera, cogió una carpeta y se la entregó.

– El 1, 4 y 14 de enero Reynolds estuvo aquí conmigo y con otras personas. Es una locura pensar que él pueda matar a alguien, y esto lo demuestra.

Mal cogió la carpeta, la hojeó y la devolvió.

– Todo es falso. No sé qué significan las tachaduras, pero sólo la firma de usted y la de Loftis son verdaderas. Las demás son falsificaciones, y las actas suenan a «Dick y Jane se afilian al Partido». Es falso, y usted lo tenía preparado y a mano. Explique eso o conseguiré una orden citando a Loftis como testigo material.

Claire abrazó la carpeta.

– No creo en esa amenaza. Creo que usted busca una venganza personal.

– Sólo responda.

– Mi respuesta es que su joven agente Ted insistía en preguntarme qué había hecho Reynolds en esas noches, y cuando descubrí que era policía pensé que debía de haberse convencido a sí mismo de que Reynolds había hecho algo terrible. Reynolds estuvo aquí, en unas reuniones, y dejé esto a mano para que el chico lo viera para que no se lanzara a una espantosa persecución por razones circunstanciales.

Una respuesta perfecta y atinada.

– ¿Sabía usted que un grafólogo podría destrozar esas actas en un tribunal?

– No.

– ¿Y qué cree que Danny Upshaw trataba de probar contra Loftis?

– ¡No lo sé! ¡Alguna especie de traición, pero no asesinatos sexuales!

Mal no consiguió discernir si Claire alzaba la voz para encubrir una mentira.

– ¿Por qué no le mostró a Upshaw las verdaderas actas? Usted se arriesgaba a que él descubriera que eran falsas.

– No podía. Un policía podría considerar que nuestras verdaderas actas constituyen una traición.

Era gracioso oírla hablar de «traición», profundidad en una mujerzuela que había abierto las piernas ante todo lo que llevara pantalones. Mal se echó a reír, se contuvo.

– ¿Qué lo divierte tanto?-preguntó Claire.

– Nada.

– Es usted paternalista.

– Cambiemos de tema. Danny Upshaw tenía documentación personal sobre los asesinatos, y se la robaron del apartamento. ¿Sabe algo sobre eso?

– No. No soy ladrona. Ni comediante.

La ira la hacía parecer diez años más joven.

– Entonces no se atribuya más méritos de los que tiene.

Claire levantó una mano, la bajó.

– Si no cree que mis amigos y yo somos serios, ¿por qué trata de acabar con nosotros y echarnos a perder la vida?

Mal buscó una réplica ingeniosa. Sólo dijo:

– Quiero hablar con Loftis.

– No ha respondido a mi pregunta.

– Aquí soy yo quien hace las preguntas. ¿Cuándo regresa Loftis?

Claire se echó a reír.

– Oh mein policía, lo que acaba de decir su cara. Usted sabe que es una farsa, ¿verdad? Cree que somos demasiado inocuos para constituir un peligro, lo cual es tan erróneo como creer que somos traidores.

Mal pensó en Dudley Smith, pensó en la Reina Roja comiéndose vivo a Danny Upshaw.

– ¿Qué pasó entre usted y Ted Krugman?

– Póngase de acuerdo consigo mismo. Se refiere al agente Upshaw, ¿verdad?

– Limítese a responder.

– Le diré que era ingenuo, ansioso de complacer, y pura charlatanería en cuanto a las mujeres, y le diré que no debió usted enviar a un patriota americano tan frágil detrás de nosotros. Frágil y torpe. ¿De veras se cayó sobre los cuchillos de la cocina?

Mal le pegó con la mano abierta; Claire tembló ante el golpe y lo devolvió. No tenía lágrimas, sólo pintalabios deshecho y un cardenal incipiente en la mejilla. Mal dio media vuelta y se apoyó en la balaustrada, temeroso de su propio aspecto.

– Usted podría renunciar -dijo Claire-. Podría declarar que es un error, decir que somos inocuos y que no valemos el dinero ni el esfuerzo, y sin embargo parecer un policía cabal.

Mal saboreó la sangre que le brotaba de los labios.

– Lo necesito.

– ¿Por qué? ¿Por la gloria? Usted es demasiado listo para ser patriota.

Mal vio a Stefan despidiéndose con la mano.

– ¿Por su hijo?-preguntó Claire.

– ¿Qué ha dicho?-preguntó Mal, temblando.

– No somos tan estúpidos como supone, mi flamante capitán. Sabemos contratar detectives privados y ellos saben indagar antecedentes y comprobar viejos rumores. Estoy impresionada por el nazi que usted mató y me sorprende que no advierta los paralelismos entre ese régimen y el que usted apoya.

Mal siguió mirando hacia otro lado. Claire se le acercó.

– Entiendo lo que usted siente por su hijo. Y creo que ambos sabemos que hemos llegado a un acuerdo.

Mal se apartó de la balaustrada y miró a Claire.

– Sí, hemos llegado a un acuerdo, y esta conversación no ha tenido lugar. Pero aún quiero hablar con Reynolds Loftis. Y si mató a esos hombres, lo haré pedazos.

– Reynolds no ha matado a nadie.

– ¿Dónde está?

– Regresará esta noche, y entonces podrá hablarle. Él lo convencerá. Le propongo un trato. Sé que usted necesita un aplazamiento en su juicio por la custodia, y tengo amigos abogados que pueden conseguirlo. Pero no quiero que Reynolds sea puesto en tela de juicio ante el gran jurado.

– No puede hablar en serio.

– No se empeñe en subestimarme. Reynolds sufrió mucho en el 47, y no creo que pueda soportarlo de nuevo. Haré todo lo que pueda para ayudarlo con su hijo, pero no quiero que hiera a Reynolds.

– ¿Y usted?

– Aguantaré los golpes.

– Es imposible.

– Reynolds no ha matado a nadie.

Tal vez sea cierto, pero lo han llamado subversivo demasiadas veces.

– Entonces destruya esas declaraciones y no llame a esos testigos.

– Usted no entiende. Su nombre figura mil condenadas veces en nuestros informes.

Claire cogió a Mal por los brazos.

– Sólo prométame que tratará de evitar que lo hieran demasiado. Prométamelo y yo haré mis llamadas, y usted no tendrá que ir al juicio mañana.

Mal se vio a sí mismo modificando transcripciones, barajando nombres y reordenando gráficos para desviarlos hacia otros comunistas en situación parecida: su destreza contra la memoria de Dudley Smith.

– Hágalo. Diga a Loftis que me espere aquí a las ocho y avísele que será desagradable.

Claire apartó las manos.

– No será peor que ese magnífico gran jurado.

– No se dé aires de nobleza; sé quién es usted.

– No me engañe, porque me serviré de mis amigos para destruirle.

Un trato con un verdadero demonio rojo: el aplazamiento le daría tiempo para eximir de culpa a un subversivo, tumbar a un asesino y elevarse a la categoría de héroe. Y tal vez burlar a Claire de Haven.

– No la engañaré.

– Tendré que fiarme de usted. ¿Puedo preguntarle una cosa? Extraoficialmente.

– ¿Qué?

– Su opinión sobre este gran jurado.

– Es un despilfarro y una vergüenza -declaró Mal.

34

Mickey Cohen estaba armando un revuelo, Johnny Stompanato lo instigaba; Buzz lo observaba todo muerto de miedo.

Estaban en el escondrijo de Mick, rodeados de guardaespaldas. Después de la bomba, Mickey había mandado a Lavonne al Este y se había mudado al bungalow de Samo Canyon, preguntándose quién demonios lo quería matar. Jack D. aseguraba que no era él y Mickey le creía. Brenda Allen todavía estaba en la cárcel, los polizontes de la ciudad actuaban con calma y un atentado organizado por un policía parecía cosa de ciencia ficción. Mickey decidió que eran los comunistas. Un rojo experto en explosivos se había enterado de que él respaldaba a los Transportistas, perdió los estribos y le puso una bomba que le echó a perder treinta y cuatro trajes de actuar. Se trataba de una conspiración comunista. No podía ser otra cosa.

Buzz seguía observando, esperando junto al teléfono una llamada de Mal Considine. Davey Goldman y Mo Jahelka rondaban por ahí, un grupo de matones engrasaban las escopetas guardadas en el armario falso que había entre el salón y el dormitorio. Mickey había empezado a protestar hacía media hora por temas que iban desde la impasibilidad de Audrey hasta la resistencia pasiva en los piquetes y la lección que pensaba dar a los rojos de la UAES. Una broma en comparación con lo que vino después, cuando Johnny Stompanato llegó con su conspiración.

El adonis italiano traía malas noticias: al volar a San Francisco, Petey Skouras se había llevado la recaudación de una semana; Audrey se lo había dicho cuando Stompanato fue a recoger el dinero del Southside. Buzz trató de oír la conversación, pensando que la leona no podía ser tan estúpida como para tratar de sacar ventaja de la fuga de Petey. Tenía que haberlo hecho él mismo: su recompensa después de la tunda de mil dólares. Las noticias de Johnny empeoraron: había interrogado con un bate de béisbol a uno de los apostadores que no pagaba, quien le había dicho que Petey no había robado dinero, que Petey no protegería al hermano de una novia porque a Petey le gustaban los chicos jóvenes y morenos, una costumbre que había adquirido en una cárcel del ejército en Alabama. Mickey perdió los estribos. Babeaba como un perro rabioso y escupía obscenidades en yiddish, haciendo ruborizar a sus matones judíos. Johnny tenía que saber que esa versión contradecía la explicación de Buzz, y el hecho de que no lo mirara a los ojos lo confirmaba. Cuando Mickey dejara de rezongar para ponerse a pensar llegaría a la misma conclusión, y entonces empezaría a hacer preguntas y él tendría que elaborar otra rebuscada justificación para explicar la mentira. Por ejemplo, que Skouras protegía al hermano de su novio, que él no quería manchar al pobre griego Petey diciendo que le gustaba hacerlo a la griega. Tal vez Mickey le creyera.

Buzz sacó su libreta y escribió un informe para Mal y Ellis Loew, síntesis de los datos ofrecidos por tres pistoleros que en las horas libres trabajaban en los piquetes. El consenso de los tres: la UAES estaba ganando tiempo, los Transportistas no veían el momento de machacar cabezas, y la única novedad era una sospechosa camioneta aparcada en Gower, con un cámara en la parte trasera. Habían visto a ese hombre, un pajarraco con aire intelectual y gafas a lo Trotski, en compañía de Norm Kostenz, el jefe del piquete de la UAES. Conclusión: la UAES quería que los Transportistas atacaran para filmar la trifulca.

En cuanto terminó su trabajo simbólico, Buzz escuchó los desvaríos de Mickey y comparó sus notas verdaderas, producto de una relectura de la documentación del gran jurado y los archivos psiquiátricos más una breve charla con un agente de San Dimas, colega de Jack Shortell. Shortell regresaría de Montana al día siguiente; entonces podría abordarlo para preguntarle a fondo sobre Upshaw. Según el colega de Jack, éste decía que Danny estaba convencido de que las muertes se relacionaban con el asesinato de Sleepy Lagoon y el Comité. Era lo último que el chico había dicho antes de que el Departamento de Policía le echara el guante. Con eso en mente, Buzz cotejó teorías con datos.

Resultados:

Danny había dicho que la descripción de Reynolds coincidía con la del sospechoso, que Reynolds encajaba en todo. Charles Hartshorn, suicida reciente, había sido arrestado con Loftis en un bar de homosexuales en el 44.

Dos nombres idénticos y una averiguación en Registros y Circulación lo llevaron a Augie Duarte, víctima número cuatro, y a su primo Juan Duarte, importante figura de Sleepy Lagoon y la UAES, quien estaba trabajando en Variety International Pictures en un plató contiguo a la sala donde la víctima número tres, Duane Lindenaur, corregía los guiones. Años atrás Lindenaur había extorsionado a Hartshorn, abogado del Comité de Sleepy Lagoon; y una consulta a la denuncia lo llevó a un tal sargento Skakel, quien también había hablado con Danny Upshaw. Skakel decía que Lindenaur había conocido a Hartshorn en una fiesta organizada por Felix Gordean, rufián de maricas, el hombre que, según Danny, obsesionaba al asesino.

La primera víctima, Martin Goines, había muerto de sobredosis de heroína. Claire de Haven, la prometida de Loftis, se inyectaba; se había sometido a tres tratamientos con el doctor Terry Lux. Terry afirmaba que Loftis le conseguía heroína.

Del informe de Mal sobre el interrogatorio a Sammy Benavides-Mondo López-Juan Duarte:

Hablando de Chaz Minear, amante de Loftis, Benavides afirmó que «ese puto compraba chicos en un servicio especial». ¿La agencia de Gordean?

También sobre Minear: en su ficha psiquiátrica, Chaz justificaba haber delatado a Loftis al HUAC alegando que había un tercer hombre en un triángulo amoroso: «Si usted supiera por quién me abandonó, comprendería por qué lo hice.»

Dos detalles extraños:

Las páginas correspondientes al período 1942-44 no aparecían en la ficha psiquiátrica de Loftis y nadie había encontrado al doctor Lesnick. En el interrogatorio de los tres mexicanos, uno de ellos había mascullado un aparte: el Comité de Sleepy Lagoon recibía cartas que responsabilizaban a un «blanco grandote» por el asesinato.

Pruebas circunstanciales, pero demasiado sólidas para tratarse de una coincidencia.

Sonó el teléfono, interrumpiendo las diatribas de Mickey contra los comunistas.

Buzz lo cogió; Johnny Stompanato lo miró mientras hablaba.

– Sí. ¿Eres tú, capitán?

– Soy yo, amigo Turner.

– Pareces contento, jefe.

– He conseguido un aplazamiento de noventa días, así que estoy contento. ¿Has hecho tus deberes?

Stompanato seguía mirándolo.

– Sí -respondió Buzz-. Circunstancial pero sólido. ¿Has hablado con Loftis?

– Ven a verme dentro de una hora en Canon Drive 463. Lo tenemos como testigo voluntario.

– Ah, ¿sí?

– Sí.

Buzz colgó. Johnny Stompanato le guiñó el ojo y siguió hablando con Mickey.

35

Unas luces barrieron la calle, resbalaron sobre el parabrisas y se apagaron. Mal oyó un portazo y encendió las luces largas; Buzz se le acercó.

– ¿Y tus deberes?-le preguntó.

– También los he hecho. Como tú dijiste, circunstancial. Pero es algo.

– ¿Cómo lo has conseguido, capitán?

Mal no mencionó el trato con Claire de Haven.

– Danny no fue muy sutil al preguntar a Claire por el paradero de Loftis en las fechas de las muertes, así que ella falsificó un diario de sesiones donde Loftis tiene coartadas para las tres noches. Afirma que esas reuniones se celebraron, y que él estuvo allí, pero que planeaban actos sediciosos y por eso inventó datos más suaves. Dice que Loftis está limpio.

– ¿Lo crees?

– Quizá, pero el instinto me dice que están relacionados con el asunto. Esta tarde examiné los registros bancarios de Loftis hasta los años 40. En la primavera y el verano del 44 pidió tres reintegros de diez mil dólares. La semana pasada pidió otro. ¿Qué te parece?

Buzz silbó.

– La laguna en los archivos de Reynolds. Tiene que ser chantaje, hay algo oscuro en este asunto. ¿Quieres jugar al policía bueno y el policía malo?

Mal se bajó del coche.

– Tú serás el malo. Quitaré de en medio a Claire de Haven, así podremos trabajar tranquilos.

Caminaron hasta la puerta y llamaron al timbre. Abrió Claire de Haven.

Váyase durante un par de horas -dijo Mal.

Claire miró a Buzz, deteniéndose en la chaqueta raída y el arma.

– No deben tocarlo.

Mal señaló hacia atrás con el pulgar.

– Váyase.

– ¿Ningún agradecimiento por lo que hice?

Mal comprendió que Buzz comprendía.

– Váyase, Claire.

La Reina Roja salió dando un amplio rodeo para evitar a Buzz.

– Señas -susurró Mal-. Tres dedos sobre la corbata significa «pégale».

– ¿Tienes estómago para esto?

– Sí. ¿Y tú?

– Va por el chico, jefe.

– Aún no me acostumbro a tu faceta sentimental -comentó Mal.

– Uno aprende con el tiempo. ¿Qué pasó entre tú y la princesa?

– Nada.

– Claro, jefe.

Mal oyó una tos en el salón.

– Yo empezaré -murmuró Buzz.

– Caballeros -indicó una voz-, ¿podemos terminar con esto de una vez?

Buzz entró primero, silbando de admiración ante los muebles; Mal lo siguió, dirigiendo una larga mirada a Loftis. El hombre era alto y canoso, como en la descripción del sospechoso de Upshaw; era un cincuentón muy atractivo, con aires de refinamiento: pantalones de tweed, suéter de cardigan, acomodado en el sofá, una pierna cruzada sobre la otra a la altura de las rodillas.

Mal se sentó junto a él, Buzz colocó una silla a escasa distancia.

– Usted y la atractiva Claire van a casarse, ¿verdad?

– Sí -dijo Loftis.

Buzz sonrió con blandura.

– Qué dulce. ¿Ella le dejará follar niñitos en los ratos libres?

Loftis suspiró.

– No tengo por qué responder esa pregunta.

– Eso cree usted. Responda, y hágalo ahora.

– El señor Loftis tiene razón, sargento -intervino Mal-. Esta pregunta no es pertinente. Señor Loftis, ¿dónde estaba usted en las noches del 1, el 4 y el 14 de enero de este año?

– Estaba aquí, en reuniones del Comité Ejecutivo de la UAES.

– ¿Y de qué se habló en esas reuniones?

– Claire dijo que no me vería obligado a hablar de eso con usted.

Buzz rió entre dientes.

– ¿Recibe órdenes de una mujer?

– Claire no es una mujer normal.

– Claro que no. Una zorra rica y comunista que folla con un maricón no es cosa de todos los días para mí.

Loftis suspiró de nuevo.

– Claire me advirtió que esto sería desagradable, y tenía razón. También me dijo que el único propósito de ustedes era convencerse de que yo no maté a nadie, y que no tendría que revelar las discusiones de la UAES durante esas tres noches.

Mal sabía que Meeks pronto se daría cuenta del trato con Claire; decidió compartir el papel de policía malo.

– Loftis, yo no creo que usted haya matado a nadie. Pero creo que está metido en otros asuntos, y no me refiero a la política. Queremos al asesino, y usted nos ayudará a capturarlo.

Loftis se humedeció los labios y entrelazó los dedos; Mal se tocó la corbata: «Intervén.»

– ¿Cuál es su grupo sanguíneo?-preguntó Buzz.

– Cero positivo -dijo Loftis.

– Es el grupo del asesino. ¿Lo sabía?

– Es el grupo sanguíneo más común entre los blancos, y su amigo acaba de decir que ya no soy sospechoso.

– Mi amigo es demasiado blando. ¿Conoce a un trombonista llamado Martin Goines?

– No.

– ¿Duane Lindenaur?

– No.

– ¿George Wiltsie?

En el blanco: Loftis cruzó las piernas y se humedeció los labios.

– No.

– Pamplinas -gritó Buzz-. Hable.

– ¡Le digo que no lo conocía!

– Entonces, ¿por qué habla en pasado?

– Oh Dios…

Mal mostró dos dedos, luego la mano izquierda sobre el puño derecho: «Es mío, no ataques.»

– Augie Duarte, Loftis. ¿Qué me dice de él?

– No lo conozco… -Lengua seca sobre labios secos.

Buzz hizo crujir los nudillos con fuerza. Loftis se sobresaltó.

– George Wiltsie era prostituto -continuó Mal-. ¿Alguna vez tuvo usted tratos con él? Diga la verdad o mi amigo se pondrá furioso.

Loftis bajó la mirada.

– Sí.

– ¿Quién los presentó?

– ¡Nadie nos presentó! Era sólo… una cita.

– ¿Pagó por esa cita, jefe?-preguntó Buzz.

– No.

– Felix Gordean se lo presentó, ¿verdad?-acució Mal.

– ¡No!

– No le creo.

– ¡No!

Mal sabía que una admisión directa quedaba descartada; dio a Loftis un fuerte empellón en el hombro.

– Augie Duarte. ¿Era sólo una cita?

– ¡No!

– Diga la verdad, o lo dejaré a solas con el sargento. Loftis juntó las rodillas y encorvó los hombros.

– Sí.

– ¿Sí qué?

– Sí. Salimos una vez.

– Parece que le gustan las aventuras de una noche -comentó Buzz-. Una cita con Wiltsie, una cita con Duarte. ¿Dónde conoció a esos sujetos?

– En ninguna parte… En un bar.

– ¿Qué bar?

– La Sala de Roble del Biltmore, el Macombo, no lo sé.

– Miente, amigo. Duarte era mexicano y en esos lugares no admiten mexicanos. Veamos de nuevo. Dos maricas asesinados con quienes usted se revolcó entre las sábanas. ¿Dónde los conoció?

Reynolds Loftis permaneció encorvado y callado.

– Pagó por ellos, ¿verdad?-insistió Buzz-. No es ningún pecado. Yo he pagado por mujeres, así que es lógico que una persona como usted pague por muchachos.

– No. No. No, eso no es verdad.

– Felix Gordean -insinuó suavemente Mal.

– No, no, no, no, no -dijo Loftis temblando.

Buzz curvó un dedo y se alisó la corbata: la seña del pase.

– Charles Hartshorn. ¿Por qué se mató?-preguntó Buzz.

– ¡Lo torturaron tipos como ustedes!

Otro pase. La intervención de Mal:

– Usted conseguía heroína para Claire. ¿Quién se la vendía?

– ¿Quién le ha dicho eso?-exclamó Loftis con franca indignación.

Buzz se inclinó y susurró:

– Felix Gordean.

Loftis saltó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la pared.

– Duane Lindenaur trabajaba en Variety International -intervino Mal-, donde trabajan sus amigos López, Duarte y Benavides. Juan Duarte es el primo de Augie Duarte. Usted aparecía en películas de Variety International. Duane Lindenaur extorsionaba a Charles Hartshorn. ¿Por qué no me ordena todo esto?

Loftis sudaba; Mal advirtió una mueca ante el «extorsionaba».

– En tres ocasiones en el 44 y una vez la semana pasada usted retiró diez mil dólares de su cuenta bancaria. ¿Quién lo está extorsionando?

El hombre estaba empapado en sudor. Buzz mostró discretamente un puño, Mal negó con la cabeza y le hizo la seña del pase.

– Háblenos del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon -dijo Buzz-. Pasó algo raro, ¿verdad?

Loftis se enjugó el sudor de la frente.

– ¿Qué cosa rara?-preguntó con voz quebrada.

– Las cartas que recibió el Comité, diciendo que un blanco grandote había despachado a José Díaz. Un colega nuestro suponía que estas muertes se relacionaban con Sleepy Lagoon. Todas las víctimas sufrieron heridas de estaca cortante.

Loftis se frotó las manos, manando más sudor; tenía la mirada vidriosa. Mal comprendió que Meeks había querido darle un respiro -material poco relevante de la documentación- pero le había asestado un golpe brutal. Buzz se quedó desconcertado, Mal adoptó de nuevo el papel de policía bueno.

– Loftis, ¿quién lo está chantajeando?

– No -chilló Loftis.

Mal vio que el sudor le empapaba la ropa.

– ¿Qué pasó con el Comité de Defensa?

– ¡No!

– ¿Gordean lo está chantajeando?

– Me niego a contestar, dado que mi resp…

– Es usted una asquerosa mierda comunista. ¿Qué clase de traición están planeando en estas reuniones? ¡Hable sobre eso!

– ¡Claire dijo que no tenía que hacerlo!

– ¿Quién era el maricón por el que usted y Chaz Minear discutieron durante la guerra? ¿Quién es esa florecilla?

Loftis sollozó, gimió y logró emitir un sonsonete chillón.

– Me niego a contestar, dado que mi respuesta podría incriminarme, pero nunca he hecho daño a nadie y tampoco lo hicieron mis amigos, así que, por favor, déjenos en paz.

Mal apretó el puño: el anillo de piedra de Stanford causaría un daño demoledor. Buzz se apoyó la mano en su propio puño y lo apretó, una nueva seña: «No le pegues o yo te pego a ti.» Mal se asustó y buscó argumentos verbales: Loftis no sabía que Chaz Minear lo había delatado al HUAC.

– ¿Está protegiendo a Minear? No debería hacerlo, pues él lo delató a los federales. Gracias a él usted figuró en las listas negras.

Loftis se dobló formando una bola, murmuró que se amparaba en la Quinta Enmienda, como si el interrogatorio fuera legal y la defensa pudiera lanzarse al rescate.

– Imbécil -masculló Buzz-, ya lo teníamos.

Mal se volvió y vio a Claire de Haven tras ellos. Claire repetía Chaz» una y otra vez.

36

Los piquetes eran un hervidero.

Buzz contemplaba los acontecimientos desde el tercer piso de Variety International. Jack Shortell y Mal tenían que llamarlo; Ellis Loew lo había llamado a casa, despertándolo de otra pesadilla sobre Danny. Orden del fiscal de distrito: convencer a Herman Gerstein de que aportara cinco mil dólares más al fondo del gran jurado. Herman estaba en alguna otra parte -tal vez encima de Betty Grable- y Buzz no tenía nada que hacer salvo recordar el traspié de Considine y estudiar el preludio de una carnicería callejera.

Estaba claro:

Un matón de los Transportistas con un bate de béisbol merodeaba cerca de la camioneta donde estaba la cámara de la UAES; cuando estallara la violencia y empezara el rodaje, él se encargaría de neutralizar al cámara y destrozarle el equipo. Los piquetes de los Transportistas llevaban carteles de dos y tres estacas, con mangos envueltos en cinta adhesiva, un buen armamento. Cuatro tipos musculosos remoloneaban junto al camión de comida de los rojos, el número apropiado para volcarlo y escaldar con café al que estaba en el interior. Un momento antes un enviado de Cohen había repartido, subrepticiamente, armas antidisturbio con balas de goma, envueltas en paños como el Niño Jesús. En De Longpre, los Transportistas tenían preparado su propio equipo de cine: falsos manifestantes que provocarían al piquete de la UAES para recibir una tunda, tres cámaras en la parte trasera de una camioneta tapada con lona. Cuando se despejara el polvo, los chicos de Mickey quedarían en el celuloide como los buenos.

Buzz no podía quitarse a Mal de la cabeza. El capitán casi había violado el secreto profesional del doctor Lesnick al revelar que Minear había delatado a Loftis, justo cuando estaban cerrando el cerco sobre el chantaje y Felix Gordean. Se lo había llevado de la casa a toda prisa, para que no siguiera poniendo en peligro al equipo. Si tenían suerte, De Haven y Loftis pensarían que una fuente del HUAC les había dado ese dato sobre Minear. Por ser un policía listo, el capitán Malcolm Considine insistía en cometer tonterías: veinte contra uno a que había llegado a un trato con Claire la Roja para el aplazamiento en el caso de la custodia; diez contra uno a que su ataque contra Loftis era como enterrar la investigación. El veterano homosexual no era un asesino, pero la laguna de su ficha entre el 42 y el 44 -un período que le aterraba recordar- hablaba a gritos, y él y De Haven parecían los principales sospechosos en el robo de los documentos de Danny. Y la ausencia del doctor Lesnick empezaba a tener tan mala pinta como Mal estropeando su propia fantasía.

Los Transportistas se estaban repartiendo botellas, la UAES marchaba y canturreaba su vieja y triste letanía: «Salarios justos ya», «No a la tiranía de los estudios». Buzz pensó en un gato a punto de saltar sobre un ratón que mordisqueaba queso al borde de un precipicio; decidió perderse la sesión matutina y entrar en la oficina de Herman Gerstein.

El magnate aún no había llegado; la recepcionista de la planta sabía que debía pasar las llamadas de Buzz a la línea de Herman. Buzz se sentó al escritorio de Gerstein, olió la caja de cigarros, admiró las fotos de actrices de la pared. Estaba pensando en su recompensa cuando sonó el teléfono.

– Hola.

– ¿Meeks?

Ni Mal ni Shortell, pero una voz familiar.

– Soy yo. ¿Quién habla?

– Johnny.

– ¿Stompanato?

– Qué pronto olvidan.

– Johnny, ¿para qué llamas?

– Qué pronto olvidan sus buenas obras. Te debo una, ¿recuerdas?

Buzz recordó el asunto de Lucy Whitehall. Parecía que había pasado un millón de años.

– Dime, Johnny.

– Te la estoy pagando, imbécil. Mickey sabe que Audrey le sacaba dinero. Yo no se lo conté, e incluso le oculté tu triquiñuela con Petey. Fue el banco. Audrey guardó el dinero en el banco de Hollywood donde Mick deposita el dinero de las apuestas. El gerente sospechó y lo llamó. Mickey envió a Fritzie a buscarla. Tú estás más cerca, así que estamos en paz.

Buzz imaginó a Picahielo Fritzie escarbando.

– ¿Sabías lo nuestro?

– Noté que Audrey estaba nerviosa últimamente, así que la seguí hasta Hollywood, donde se encontró contigo. Mickey no sabe que salías con ella, así que quédate tranquilo.

Buzz besó ruidosamente el auricular, colgó y marcó el número de Audrey; comunicaban. Buzz corrió al aparcamiento y subió al coche. Se saltó semáforos en rojo y en ámbar y tomó todos los atajos que conocía; vio el Packard de Audrey en la calzada, trepó a la acera y patinó en el césped. Dejó el motor en marcha, desenfundó la 38, corrió a la puerta y la abrió de un empellón.

Audrey estaba sentada en un sillón de su despojado vestíbulo, el cabello con rulos, crema hidratante en la cara. Vio a Buzz y trató de taparse; Buzz se lanzó sobre ella y se la comió a besos. Entre un beso y otro le dijo:

– Mickey sabe que fuiste tú.

– ¡Esto no es justo! -chilló Audrey-. ¡Se supone que no debes verme así!

Buzz pensó en Fritzie K. ganando terreno, cogió a la leona y la llevó hasta el coche.

– Dirígete a Ventura por la carretera de la costa. Yo te seguiré. No es el Beverly Wilshire, pero es seguro.

– ¿Cinco minutos para hacer las maletas?-dijo Audrey.

– No.

– Maldita sea. Me gustaba Los Ángeles.

– Despídete de ella -dijo Buzz.

Audrey se arrancó un puñado de rulos y se limpió la cara.

– Adiós, Los Ángeles.


La caravana de dos coches llegó a Ventura al cabo de una hora y diez minutos. Buzz ocultó a Audrey en la cabaña del linde de su terreno, escondió el Packard en un pinar, le dejó todo el dinero salvo un billete de diez y otro de uno y le dijo que un amigo suyo del Departamento del sheriff de Ventura le ofrecería un lugar donde quedarse. El hombre le debía a él casi tanto como él a Johnny Stompanato. Audrey rompió a llorar cuando comprendió que iba en serio: adiós Los Ángeles, adiós casa, adiós cuenta bancaria, vestidos y todo lo demás excepto su amante; Buzz le quitó el resto de la crema hidratante a besos, le dijo que él se pondría en contacto con ese amigo para facilitar el trámite y que esa noche la llamaría a casa del sujeto. La leona se despidió con un suspiro.

– Mickey tenía dinero, pero era horrible en la cama. Trataré de no echarlo de menos.


Buzz continuó viaje hasta Oxnard, el próximo pueblo al sur. Encontró un teléfono público, llamó a Dave Kleckner del Tribunal de Ventura, acordó que recogiera a Audrey y marcó su propio número de Hughes Aircraft. Su secretaria le informó que había llamado Jack Shortell; ella lo había puesto en contacto con la oficina de Herman Gerstein y con la extensión de Mal Considine en Fiscalía. Buzz cambió su dólar por monedas de diez y pidió a la operadora que le pusiera con Madison-4609.

– ¿Sí?-respondió Mal.

– Soy yo.

– ¿Dónde estás? Me he pasado toda la mañana tratando de ponerme en contacto contigo.

– Ventura. Un pequeño trámite.

– Bien, te has perdido las novedades. Mickey ha enloquecido. Dio carta blanca a sus muchachos de Gower Gulch, y aún están machacando cabezas ahora, mientras hablamos. Recibí una llamada de un teniente de Antidisturbios y me dijo que es lo peor que ha visto. ¿Quieres apostar?

Probabilidades de sacar a la leona del país: cincuenta por ciento.

– Jefe, Mickey está furioso con Audrey, y tal vez por eso ha perdido los estribos. Descubrió que ella le sacaba dinero de sus negocios de usura.

– Cielos. ¿Sabe algo de…?

– No, y me propongo evitar que se entere. Ella está escondida aquí por ahora, pero esto no puede durar para siempre.

– Ya haremos algo. ¿Aún quieres resolver ese caso?

– Más que nunca. ¿Has hablado con Shortell?

– Hace diez minutos. ¿Tienes papel y lápiz?

– No, pero tengo memoria. Dime.

– La última averiguación de Danny se relaciona con una conexión entre un taller dental de Bunker Hill donde hacen postizos animales, Joredco, y un naturalista que cría glotones a pocas manzanas de allí. Norton Layman identificó las mordeduras sufridas por las víctimas como de dientes de glotón. Ésa es la clave.

Buzz silbó.

– ¡Por los clavos de Cristo!

– Sí, y todavía más cosas raras. Primero, Dudley Smith nunca hizo seguir a los hombres que Danny le indicó. Shortell lo averiguó, y no sabe si eso puede significar algo o no. Segundo, la sospecha de Danny sobre Sleepy Lagoon y el Comité se relaciona con un cómplice de robo de Martin Goines a principios de los 40, un chico con quemaduras en la cara. Bunker Hill tuvo muchos casos de transgresiones de propiedad no resueltos en el verano del 42, y Danny le dio a Shortell ocho nombres que obtuvo de tarjetas de interrogatorio. Era la época de los toques de queda, así que había muchas. Shortell indagó los nombres y los fue eliminando hasta que descubrió a un hombre de sangre cero positivo, Coleman Masskie, nacido el 9/5/23, Beaudry Sur 236, Bunker Hill. Shortell considera que el sujeto bien podría ser el ex cómplice de Goines.

Buzz memorizó los números.

– Jefe, Masskie no ha cumplido veintisiete años, lo cual contradice la teoría de un asesino maduro.

– Lo sé, a mí también me ha llamado la atención. Pero Shortell cree que Danny estaba a punto de resolver el caso… y Danny pensaba que el asunto de los robos lo llevaba por muy buen camino.

– Jefe, tenemos que acorralar a Felix Gordean. Anoche nos estábamos acercando cuando…

Silencio, luego la voz disgustada de Mal.

– Sí, lo sé. Mira, encárgate de Masskie y yo me encargaré de Juan Duarte. Pondré a cuatro hombres de la Oficina a buscar al doctor Lesnick, y si está vivo y localizable lo encontraremos. Nos veremos esta noche frente al Chateau Marmont, a las cinco y media. Abordaremos a Gordean.

– De acuerdo -dijo Buzz.

– Descubriste mi trato con Claire de Haven?

– Tardé un par de segundos. ¿No te jugará una mala pasada?

– No, llevo las de ganar. ¡Pero tú y la amante de Mickey Cohen! Por Dios.

– Estás invitado a la boda, jefe.

– Trata de llegar vivo, muchacho.


Buzz volvió a Los Ángeles por la costa y tomó por Wilshire para dirigirse a Bunker Hills. Nubarrones oscuros se acumulaban amenazando con un diluvio que empaparía el sur, tal vez desenterrando más cadáveres y provocando más investigaciones. Beaudry Sur 236 era un edificio victoriano en ruinas, con el tejado medio derruido y astillado; Buzz frenó y vio a una anciana juntando hojas en un jardín tan amarillo como la casa.

Se apeó y se dirigió hacia ella. De cerca, la anciana era una genuina belleza del pasado: pálida, tez casi transparente sobre pómulos elegantes, labios carnosos y el cabello castaño entrecano más bonito que Buzz había visto. Sólo los ojos resultaban discordantes: demasiado brillantes y desorbitados.

– ¿Señora?-dijo Buzz.

La anciana se apoyó en el rastrillo; había una sola hoja clavada en las puntas, la única hoja de todo el jardín.

– ¿Sí, joven? ¿Viene a hacer una contribución a la cruzada de la Hermana Aimee?

– Hace tiempo que la Hermana Aimee dejó el negocio, señora.

La mujer tendió la mano marchita y artrítica, pidiendo dinero. Buzz le dio unas monedas.

– Busco a un hombre llamado Coleman Masskie. ¿Lo conoce? Vivió aquí hace siete u ocho años.

La anciana sonrió.

– Recuerdo bien a Coleman. Yo soy Delores Masskie Tucker Kafesjian Luderman Jensen Tyson Jones. Soy la madre de Coleman. Coleman fue uno de los esclavos más fuertes que alumbré para militar a favor de la Hermana Aimee.

Buzz tragó saliva.

– ¿Esclavos, señora? Debo reconocer que tiene usted muchos apellidos.

La mujer se echó a reír.

– El otro día traté de recordar mi apellido de soltera, pero fue en vano. Verá usted, joven, he tenido muchos amantes en mi papel de criadora de niños para la Hermana Aimee. Dios me hizo bella y fértil para que brindara acólitos a la Hermana Aimee Semple McPherson, y el condado de Los Ángeles me ha dado muchos dólares del Servicio Social para alimentar a mis hijos. Algunos cínicos me consideran una fanática que abusa del Servicio Social, pero son la voz del diablo. ¿No cree que alumbrar una buena progenie blanca para la Hermana Aimee es una noble vocación?

– Claro que sí -dijo Buzz-, yo mismo estaba pensando en dedicarme a ello. Señora, ¿dónde está ahora Coleman? Tengo algún dinero para él, y supongo que él le entregará una parte a usted.

Delores arañó la hierba con el rastrillo.

– Coleman siempre ha sido generoso. He tenido nueve hijos en total, seis varones y tres mujeres. Dos de las niñas se convirtieron en seguidoras de la Hermana Aimee; una, lamento decirlo, se hizo prostituta. Los chicos huyeron cuando cumplieron catorce o quince años. Ocho horas diarias de plegaria y lectura de la Biblia resultaron demasiado agotadoras para ellos. Coleman fue el que más resistió, hasta los diecinueve. Le di una dispensa: ni plegarias ni lectura de la Biblia, porque hacía pequeños apaños en el vecindario y me entregaba la mitad del dinero. ¿Cuánto dinero debe usted a Coleman, joven?

– Muchísimo. ¿Dónde está Coleman?

– En el infierno, me temo. Los que abandonan a la Hermana Aimee están condenados a hervir para siempre en una ardiente caldera de pus y semen de negros.

– Señora, ¿cuándo vio a Coleman por última vez?

– Creo que lo vi por última vez a finales del otoño del 42.

Una respuesta vagamente cuerda que encajaba con los datos cronológicos de Upshaw.

– ¿Qué hacía por entonces Coleman?

Delores desprendió la hoja del rastrillo y la redujo a polvo.

– Coleman estaba adquiriendo costumbres mundanas. Escuchaba discos de jazz en un gramófono, salía de noche y abandonó la escuela antes de tiempo, lo cual me enfureció, pues la Hermana Aimee prefiere que sus esclavos tengan un diploma. Consiguió un espantoso empleo en un taller dental, y francamente se hizo un ladrón. Yo encontraba extrañas chucherías en su cuarto, pero lo dejé en paz cuando confesó sus transgresiones a la propiedad privada y prometió entregar el diez por ciento de sus ganancias a la Hermana Aimee.

El taller dental, Coleman ladrón. La teoría de Upshaw iba tomando cuerpo.

– Señora, ¿Coleman hizo esos robos en el 42?

– Sí. En el verano, antes de irse.

– ¿Y Coleman tenía la cara quemada? ¿Tenía alguna deformidad?

La anciana lo miró sorprendida.

– ¡Coleman era la belleza del esclavo en persona! ¡Era guapo como una estrella de cine!

– Lamento haber puesto en duda el aspecto del joven. Señora, ¿quién era Masskie? ¿Era el padre del chico?

– No lo recuerdo. Frecuentaba la compañía de muchos hombres a principios de los años 20, y sólo tomaba el apellido de hombres muy bien dotados, para que mis hechizos de procreación dieran mejor resultado. ¿Cuánto dinero debe usted a Coleman? Él está en el infierno. Si me da el dinero a mí, quizá podamos rescatar su alma.

Buzz plegó su último billete de diez.

– ¿Dijo usted que Coleman se fue en el otoño del 42?

– Así es, y la Hermana Aimee le agradece la contribución.

– ¿Por qué se fue? ¿Adónde fue?

Delores pareció asustarse. La piel se le pegó a los pómulos y los ojos sobresalieron aún más.

– Coleman fue en busca de su padre, fuera quien fuese. Un hombre desagradable de acento desagradable vino aquí preguntando por él, y Coleman se asustó y escapó. El hombre con acento seguía volviendo con preguntas sobre el paradero de Coleman, pero yo seguí invocando el poder de la Hermana Aimee y él desistió.

La muerte de Sleepy Lagoon, Dudley Smith ansiando unirse al equipo del gran jurado, la desconcertante obsesión de Dudley con el asesinato de José Díaz y el Comité de Defensa.

– Señora, ¿el acento que recuerda era irlandés? ¿Un hombre grandote, de unos treinta años, rubicundo, ojos y pelo castaños?

Delores hizo señas, llevándose las manos al pecho y la cara, como si ahuyentara vampiros en una vieja película de terror.

– ¡Fuera, Satanás! ¡Siente el poder de la Iglesia de los Firmes [5], el Templo Angelus y la Hermana Aimee Semple McPherson, y no responderé a ninguna otra pregunta hasta que brindes el apropiado tributo en efectivo! ¡Lárgate o arriésgate al infierno!

Buzz se registró los bolsillos y no encontró nada. Sabía entender cuándo se topaba con una pared.

– Señora, dígale a la Hermana Aimee que me espere. Volveré.


Buzz fue a casa, arrancó una foto del joven Dudley Smith de su álbum de la Academia de Policía y se dirigió al Chateau Marmont. Atardecía y llovía ligeramente cuando aparcó en Sunset, frente a la entrada; estaba empezando a temer por la leona cuando Mal golpeó el parabrisas y entró en el coche.

– Grandes noticias -dijo Buzz-. ¿Y tú?

– Más que grandes.

– Jefe, muchas piezas que de nuevo contradicen lo de «maduro».

Mal estiró las piernas.

– Lo mismo pasa con lo mío. Norton Layman llamó a Jack Shortell, y él se puso en contacto conmigo. El doctor estuvo registrando la zona del río Los Ángeles donde hallaron el cuerpo de Augie Duarte. Quiere hacer un examen exhaustivo para un libro que está escribiendo. Escucha bien: encontró mechones plateados de una peluca, con sangre cero positivo, obviamente de una herida en la cabeza, en el sitio donde el asesino habría tenido que trepar a una cerca para escapar. Por eso tus piezas encajan.

– Y por eso Loftis no. Jefe, ¿crees que alguien está tendiéndole una trampa?

– Se me ha ocurrido, sí.

– ¿Qué has sabido de Juan Duarte?

– Cosas más horribles que esos malditos dientes de glotón. ¿Sabías que Danny habló con Duarte?

– No.

– Fue justo antes de que se lo llevara la policía. Duarte le dijo a Danny que, en la época de Sleepy Lagoon, Reynolds Loftis andaba por allí con un hermano mucho menor que se le parecía mucho. Al principio el chico tenía la cara vendada, porque se había quemado en un incendio. Nadie sabía hasta qué punto se parecía a Loftis hasta que le quitaron el vendaje. En los actos de protesta del Comité, el chico insistía en que un blanco grandote había matado a José Díaz, pero nadie le creyó. Se suponía que estaba huyendo del asesino, pero cuando Duarte le preguntó por qué iba allí, donde el asesino podía verlo, el chico dijo que tenía una protección especial. Buzz, en nuestros archivos del gran jurado no hay el menor indicio de que Loftis tuviera un hermano menor. Y todavía hay más.

Buzz pensó: ya lo creo. Se preguntó quién diría «Dudley Smith» primero.

– Continúa. Mi material concuerda.

– Duarte fue a ver a Charles Hartshorn poco antes del presunto suicidio, para ver si podía lograr que la policía investigara más a fondo el asesinato de Augie. Hartshorn le contó que alguien le había presionado por la muerte de Duane Lindenaur: tú. Se enteró de las mutilaciones con estaca cortante en un diario sensacionalista y pensó que los homicidios podían estar relacionados con Sleepy Lagoon. Hartshorn llamó al Departamento de Policía y habló con un tal sargento Breuning, quien dijo que iría enseguida. Duarte se fue, y a la mañana siguiente hallaron el cadáver de Hartshorn. Bingo.

Buzz lo dijo primero.

– Dudley Smith. Él era el blanco grandote, y se unió al equipo para mantener bajo control el testimonio sobre Sleepy Lagoon. Por eso estaba interesado en Upshaw. Danny estaba obsesionado por las mutilaciones con estaca cortante, y Augie Duarte, primo de Juan, figuraba en su lista de individuos a vigilar. Por eso Dudley no lo vigiló. Fue con Breuning a ver a Hartshorn y alguien dijo lo que no debía. Fiesta con corbata, adiós Charlie.

Mal descargó el puño sobre el salpicadero.

– Demonios, no puedo creerlo.

– Yo sí. He aquí una buena pregunta. Últimamente has visto a Dudley más que yo. ¿Está relacionado con los homicidios de homosexuales?

Mal negó con un gesto.

– No, me he devanado los sesos, pero no consigo asociarlos. Dudley quería que Upshaw se integrara al equipo, y los homosexuales muertos le importaban un bledo. Dudley sólo se asustó cuando Danny insistió en las estacas cortantes y Augie D. ¿No mataron a José Díaz con una estaca cortante?

– Tenía la ropa rasgada con una estaca cortante, si no recuerdo mal. ¿Sabes de algún motivo para que Dudley matara a Díaz?

– Tal vez. Fui con Dudley a visitar a su sobrina. Por lo visto a ella le gustan los mexicanos y Dudley no lo soporta.

– Poco convincente, jefe.

– ¡Dudley está loco! ¿Qué más quieres?

Buzz apretó el brazo de su compañero.

– Calma, muchacho, y escucha esto. La chiflada mamá de Coleman Masskie y yo mantuvimos una pequeña charla. Ella tuvo muchos niños de varios papás, y no sabe quién es de quién. Coleman se fue de casa a finales del otoño del 42. Era ladrón, le gustaba el jazz, trabajó en ese taller dental. Todos los datos encajan en la teoría de Upshaw. Ahora, presta atención: otoño del 42, un tipo grandote con acento raro va a preguntar por Coleman. Describo a Dudley, la vieja se aterra y cierra el pico. Opino que Coleman es el que escapa del grandote blanco, Dudley, quien liquidó a José Díaz… y Coleman lo vio. Propongo que presionemos a Gordean, y luego volvamos a visitar a esa anciana y tratemos de vincularla con Reynolds Loftis.

– Encerraré a Dudley -masculló Mal.

Buzz meneó la cabeza.

– Piensa de nuevo lo que has dicho. No hay pruebas en cuanto a Hartshorn, y lo otro es el homicidio de un mexicano ocurrido hace ocho años. Un policía con el prestigio de Dudley… Estás tan chiflado como él si piensas que podrás hacer algo.

Mal imitó un acento irlandés.

– Entonces lo mataré, muchacho.

– Vete a la mierda.

– He matado antes, Meeks. Puedo hacerlo de nuevo. Buzz notó que hablaba en serio, que le gustaba la idea.

– Socio, un nazi en la guerra no es lo mismo.

– ¿Estabas enterado de eso?

– ¿Por qué crees que temía que tú me hubieras tendido esa trampa, en vez de Dragna? Cuando un tipo tranquilo como tú mata una vez, puede hacerlo de nuevo.

Mal rió.

– ¿Alguna vez has matado a alguien?

– Me refugio en la Quinta Enmienda, jefe. ¿Quieres ir en busca de ese chulo?

Mal asintió.

– Es el número 7941… creo que está hacia el fondo de los bungalows.

– Esta noche serás el policía malo. Lo haces bien.

– No tanto como tú.

Buzz salió primero. Atravesaron el vestíbulo y salieron al patio por una puerta lateral, estaba oscuro y unos setos altos ocultaban los bungalows. Buzz siguió los números indicados en los postes de hierro forjado, descubrió el 7939 y dijo:

– Tiene que ser el próximo.

Disparos.

Uno, dos, tres, cuatro… cerca, del lado de los números impares. Buzz desenfundó el 38, Mal desenfundó y amartilló el arma. Corrieron hacia el 7941, se aplastaron contra la pared a ambos lados de la puerta y entraron. Buzz oyó pasos dentro. Los pasos se alejaban; Buzz miró a Mal, contó uno, dos, tres, con los dedos, se volvió y dio una fuerte patada a la puerta.

Dos disparos astillaron la madera por encima de su cabeza, el cañón de un arma relampagueó en una habitación a oscuras. Buzz se lanzó al suelo, Mal cayó encima de él y disparó dos veces a ciegas. Buzz vio a un hombre tendido en la alfombra, la bata de seda amarilla empapada de sangre desde la cintura hasta el cuello. Fajos de billetes rodeaban el cadáver.

Mal se levantó y avanzó. Buzz lo dejó ir. Oyó pasos, un estruendo, cristales rotos. No más disparos. Se levantó y examinó el cadáver: un hombre elegante con barba cuidada, manicura pulcra y el torso deshecho. Los billetes estaban envueltos en fajas que tenían el sello de un banco, el Beverly Hills Federal, y había por lo menos tres mil dólares en paquetes de quinientos. Buzz resistió la tentación, Mal regresó jadeando.

– Lo esperaba un coche -resolló-. Un sedán blanco último modelo.

Buzz propinó una patada a un paquete de dólares que chocó contra las iniciales E G. bordadas en la manga del muerto.

– Beverly Hills Federal. ¿Loftis había retirado el dinero de allí?

– Sí.

Sirenas a lo lejos.

Buzz se despidió del dinero.

– Loftis, Claire, el asesino, ¿qué opinas?

– Vayamos a verlos ahora. Antes de que los agentes nos pregunten qué…

– Coches separados -dijo Buzz, y echó a correr a toda prisa.


Mal llegó primero.

Buzz lo vio de pie en la calle, frente a la residencia De Haven, viró en redondo y apagó el motor. Mal se apoyó en la ventanilla.

– ¿Qué te ha retrasado?

– Conduzco despacio.

– ¿Alguien te ha visto?

– No. ¿Y a ti?

– No lo creo. Buzz, nunca hemos estado allí.

– Aprendes rápido este juego, jefe. ¿Qué tienes aquí?

– Dos coches fríos. He mirado por una ventana y he visto a De Haven y a Loftis jugando a las cartas. Parecen inocentes. ¿Piensas que él fue el asesino?

– No -dijo Buzz-. Algo no encaja. Se trata de un psicópata al que le encantan las ratas, y a mi modesto entender los psicópatas que adoran ratas no llevan armas de fuego. Pienso en Minear. Encaja con Loftis, y en los archivos había una línea sobre él. Decía que le gustaba comprar chicos.

– Podrías tener razón. ¿Vamos a ver a la anciana?

– Beaudry Sur 236, jefe.

– En marcha.


Buzz llegó allí primero; llamó al timbre y se topó con Delores, que llevaba una larga bata blanca.

– ¿Ha traído el tributo monetario para la Hermana?-preguntó ella.

– Mi cajero vendrá dentro de un momento -dijo Buzz. Sacó una foto de Dudley Smith-. Señora, ¿es éste el hombre que preguntaba por Coleman?

Delores parpadeó y se persignó.

– Vade retro, Satanás. Sí, es él.

Vaya, un punto más para Danny Upshaw.

– Señora, ¿le suena el nombre Reynolds Loftis?

– No, no creo.

– ¿Alguien de apellido Loftis?

– No.

– ¿Es posible que usted estuviera liada con un hombre de apellido Loftis cuando nació Coleman?

La anciana gruñó.

– Si por «liada» entiende usted comprometida en actividades procreativas para la Hermana Aimee, la respuesta es no.

– Señora, usted me dijo que Coleman fue en busca de su padre cuando se largó en el 42. Si usted ignoraba quién era el padre, ¿cómo sabía el chico dónde buscar?

– Veinte dólares para la Hermana Aimee y se lo mostraré.

Buzz se quitó el anillo de su escuela secundaria.

– Guárdelo, buena mujer. Ahora, enséñemelo.

Delores examinó el anillo, se lo guardó en el bolsillo y se marchó; Buzz esperó en el porche, preguntándose dónde estaría Mal. Transcurrieron los minutos, la mujer regresó con un viejo álbum de piel.

– La genealogía de mi crianza de esclavos -informó-. Fotografié a todos los hombres que me dieron su semilla, con comentarios pertinentes en el dorso. Cuando Coleman decidió que tenía que encontrar a su padre, buscó en este álbum la fotografía de alguien a quien se pareciera. Oculté el libro cuando vino el hombre con acento raro, y todavía quiero veinte dólares por esta información.

Buzz abrió el álbum, vio que las páginas contenían fotos de docenas de hombres. Lo sostuvo a la luz del porche y empezó a buscar. A las cuatro páginas, una foto le llamó la atención: un joven, encantador y guapísimo Reynolds Loftis en traje de tweed. Sacó la foto y leyó el comentario del dorso.

«Randolph Lawrence (¿un nombre de guerra?), actor independiente, festival de Ramona, 30 de agosto de 1922. Un verdadero caballero sureño. Buena raza blanca. Espero que su semilla sea fértil.»

1942: ladrón, mecánico dental y aficionado a las ratas, Coleman presencia el asesinato de José Díaz a manos de Dudley Smith, ve esta foto u otras y localiza a papá Reynolds Loftis. 1943: Coleman, la cara quemada en un incendio (???), frecuenta actos de protesta en Sleepy Lagoon con su padre/falso hermano, denuncia al blanco grandote, nadie le cree. 1942 a 1944: faltan los datos psiquiátricos de Loftis. 1950: asesino Coleman. ¿El psicópata intentaba culpar a papá/Reynolds por el asesinato de los homosexuales, vistiéndose como él? Los fragmentos de peluca del doctor Layman constituían la prueba definitiva.

Buzz mostró la foto.

– ¿Ése es Coleman?

Delores sonrió.

– El parecido es muy grande. Qué hombre tan guapo. Lástima que no recuerde cómo era procrear con él.

Se oyó un portazo; Mal bajó del coche y subió la escalinata a la carrera. Buzz lo llevó aparte y le enseñó la foto.

– Loftis, 1922. También conocido como Randolph Lawrence, actor independiente. Es el padre de Coleman, no el hermano.

Mal tocó la foto.

– Ahora la pregunta es cómo se quemó el muchacho, y por qué se hacía pasar por el hermano. Y tenías razón en cuanto a Minear.

– ¿A qué te refieres?

– Llamé a Circulación. Minear tiene un sedán Chrysler New Yorker blanco, modelo 49. Pasé por su casa de Chapman Park cuando venía hacia aquí. Estaba en el garaje de su edificio, caliente, y era idéntico al coche del Marmont.

Buzz rodeó los hombros de Mal con el brazo.

– Regalos a granel, y aquí hay otro. La loca de la entrada identificó a Dudley por una fotografía que le mostré. Él es el hombre con acento raro.

Mal miró a Delores.

– ¿Crees que Dudley robó los archivos de Danny?

– No, creo que él habría fingido un robo. Nuestro asesino es Coleman, jefe. Sólo tenemos que encontrarlo.

– Demonios. Loftis y Claire no hablarán. Lo sé.

Buzz apartó el brazo.

– No, pero apuesto a que podemos apretar los tornillos a Chaz. Anduvo liado con Loftis en el 43 y el 44, y conozco a un buen artista del apretón que nos ayudará. Dale veinte dólares a esa dama y yo iré a llamarlo.

Mal fue a buscar su billetera; Buzz entró en la casa y encontró un teléfono junto a la puerta de la cocina. Llamó a Registros, obtuvo el número que quería y lo discó; la voz de barítono italiano de Johnny Stompanato suavizó la línea.

– Diga.

– Soy Meeks. ¿Quieres ganar dinero? Tienes que apretar las tuercas a un tipo y asegurarte de que mi compañero no enloquezca y no hiera a nadie.

– Eres hombre muerto -dijo Stompanato-. Mickey se ha enterado de tu lío con Audrey. Los vecinos te vieron cuando te la llevabas, y tengo suerte de que Mick no sepa que te avisé. Ha sido un placer conocerte, Meeks. Siempre pensé que tenías estilo.

Déjame sitio, Danny Upshaw, aquí viene el gordo. Buzz miró a Mal, que estaba pagando a la madre del asesino. Llegó a una decisión, o la decisión llegó a él.

– ¿Mi precio?

– Diez mil. Quince si te atrapan vivo para que Mickey se divierta.

– Una fruslería, Johnny. ¿Quieres ganar veinte mil por dos horas de trabajo?

– Me tientas. Pronto me ofrecerás una cita con Lana Turner.

– Lo digo en serio.

– ¿Dónde conseguirás esa pasta?

– La tendré dentro de dos semanas. ¿Aceptas?

– ¿Qué te hace pensar que vivirás tanto tiempo?

– ¿No te gusta apostar?

– Mierda. Trato hecho.

– Te volveré a llamar -dijo Buzz, y colgó. Mal estaba de pie junto a él, meneando la cabeza.

– ¿Se ha enterado Mickey?

– Sí. ¿Tienes un sofá?

Mal le pegó suavemente en el brazo.

– Muchacho, creo que la gente empieza a calarte.

– ¿Por qué?

– Hoy he descubierto una cosa.

– ¿Qué?

– Tú mataste a Gene Niles.

37

Esto pensaba Mal de Johnny Stompanato: dos partes de encanto empalagoso, dos partes de tío listo, seis partes de matón. Así interpretaba la situación: Buzz estaba condenado, y la voz con que hablaba a Audrey por teléfono indicaba que lo sabía. Coleman arrestado por cuatro homicidios más las condenas del gran jurado equivalía a encontrar a Stefan en el umbral como un regalo de Navidad. El Herald y el Mirror explotaban la muerte de Gordean. Ningún sospechoso, artículos sobre la víctima como intachable agente artístico, ninguna mención del dinero del banco: tal vez los policías habían engordado con él. Los periódicos presentaron a la UAES como responsable de los disturbios iniciados por los Transportistas. Buzz estaba impresionado con sus deducciones sobre Gene Niles y creía en su promesa de no revelarlas a nadie. El gordo interrogaría a la sobrina de Dudley mientras él y Stompanato se encargaban de Chaz Minear, y cuando hubieran hallado a Coleman, llamaría a sus contactos periodísticos para que estuvieran presentes en la captura: primeras entrevistas con el capitán Malcolm E. Considine, captor del Monstruo Glotón. Y luego Dudley Smith.

Eran las ocho de la mañana y estaban sentados en el coche de Stompanato, una operación conjunta de vigilancia: dos polizontes y un matón. Mal conocía su papel, Buzz había instruido a Johnny sobre el suyo y había sobornado al portero del edificio de Minear. El hombre decía que Chaz salía a desayunar todas las mañanas a las ocho y diez, paseaba por Mariposa hasta el Wilshire Derby y regresaba con el periódico alrededor de las nueve y media. Buzz le dio un billete de cien para que no asomara la nariz entre las nueve y media y las diez; durante esa media hora tendrían el campo libre.

Mal observaba la puerta, Stompanato se hacía la manicura con el cortaplumas y tarareaba óperas. A las ocho y diez un hombre menudo con suéter de tenis y pantalones deportivos salió del edificio Conquistador; el portero les hizo una seña. Stompanato se recortó una cutícula y sonrió, su cociente de matón subió bastante en la apreciación de Mal.

Esperaron.

A las nueve y media, el portero se tocó la gorra, entró en un coche y se alejó. Al cabo de tres minutos Chaz Minear entró en el edificio con un periódico. Stompanato guardó el cortaplumas.

– Ahora -indicó Mal.

Entraron deprisa en el vestíbulo. Minear estaba mirando la correspondencia, Johnny Stompanato fue hasta el ascensor y abrió la puerta. Mal remoloneó frente a un espejo, ajustándose la corbata ante una imagen invertida de Minear cogiendo cartas. Stompanato mantuvo la puerta del ascensor abierta con el pie, sonriendo como un buen vecino. El pequeño Chaz se acercó a la trampa; Mal lo siguió, apartó el pie de Johnny y dejó que la puerta se cerrara.

Minear pulsó el botón del tercer piso. Mal observó que tenía la llave en la mano, se la arrebató y le dio un puñetazo. Minear soltó el periódico y las cartas y se arqueó, Johnny lo aplastó contra la pared, plantándole una mano en el cuello. Minear se amorató, los ojos desorbitados. Mal le habló, remedando a Dudley Smith.

– Sabemos que mataste a Felix Gordean. Nosotros fuimos sus socios en el asunto Loftis, y ahora nos vas a contar todo lo que sepas sobre Reynolds y su hijo. Todo, muchacho.

La puerta se abrió. Mal vio 311 en la llave y un pasillo desierto. Salió del ascensor. El apartamento quedaba a cuatro puertas más allá. Abrió y esperó. Stompanato empujó a Minear al interior y le soltó el cuello; Chaz cayó resollando.

– Ya sabes qué preguntarle -indicó Mal-. Ocúpate de él mientras busco los archivos.

Minear tosió palabras, Johnny le pisó el cuello. Mal se quitó la chaqueta, se arremangó y registró.

El apartamento tenía cinco habitaciones: salón, dormitorio, cocina, cuarto de baño, estudio. Mal registró primero el estudio: era la habitación más alejada de Stompanato y el homosexual. Se oyó una radio que pasaba del jazz a los jingles comerciales y a las noticias y al fin se detenía en una ópera. Un barítono y una soprano dialogaban al son de una melodía a toda orquesta. Le pareció oír un grito de Minear, la música subió de volumen.

Mal trabajó.

El estudio -escritorio, archivos, cómoda- contenía varios guiones cinematográficos, copias de las cartas políticas de Minear, correspondencia dirigida a él, notas diversas y un revólver calibre 32 con el tambor vacío y el cañón sucio de cordita. El dormitorio estaba decorado en tonos claros y lo encontró repleto de libros, había un armario atiborrado de prendas caras e hileras de zapatos dispuestos en forma de árbol. Un antiguo armario contenía cajones rebosantes de escritos de propaganda; bajo la cama sólo encontró zapatos.

La ópera seguía gimiendo; Mal miró el reloj, las diez y veinticinco. Una hora menos, dos habitaciones limpias. Registró rápidamente el cuarto de baño. La música cesó, Stompanato asomó la cabeza.

– El marica ha cantado -informó-. Dile a Meeks que trate de conservar el pellejo para darme el dinero.

El tipo duro estaba demudado.

– Registro la cocina y ahora hablo con él -dijo Mal.

– Olvídalo. Loftis y Claire no-sé-cuantos se llevaron los archivos. Ven aquí, tienes que oír esto.

Mal siguió a Johnny hasta el salón. Chaz Minear estaba inmóvil en un sillón de bejuco; tenía cardenales en las mejillas y sangre coagulada bajo las fosas nasales. Aún no tenía manchas en el suéter blanco. Contemplaba el vacío con una estúpida sonrisa de agotamiento, casi de felicidad.

Mal miró a Stompanato.

– Le he hecho tragar media botella de Beefeater's. -Se tocó la botella que llevaba en el cinturón-. In vino veritas.

Danny Upshaw le había dicho lo mismo la única vez que habían bebido juntos. Mal se sentó frente a Minear.

– ¿Por qué mataste a Gordean?

– Orgullo -respondió Minear, con tranquilo acento del Este.

En efecto, parecía orgulloso.

– ¿Qué quiere decir?-preguntó Mal.

– Orgullo. Gordean estaba atormentando a Reynolds.

– Empezó a atormentarlo en el 44. Usted tardó un poco en decidirse a vengarlo.

Minear miró a Mal.

– La policía contó a Reynolds y Claire que yo había informado al HUAC acerca de Reynolds. No sé cómo lo sabían, pero lo sabían. Ellos me lo tiraron en cara, y noté que el pobre corazón de Reynolds estaba destrozado. Sabía que Gordean le estaba haciendo chantaje de nuevo, así que hice penitencia. Claire, Reynolds y yo nos habíamos acercado de nuevo, y supongo que se podría decir que actué en mi propio interés. Era bueno tener amigos, y fue espantoso que empezaran a odiarme.

Eso afectó a Mal: él había delatado al delator.

– ¿Por qué no se llevó el dinero?

– Cielos, no habría podido. Habría destruido el gesto. Y Claire tiene todo el dinero del mundo. Lo comparte generosamente con Reynolds… y con todos sus amigos. Usted no es un verdadero delincuente, ¿verdad? Se parece más a un abogado o a un contable.

Mal se echó a reír. Un kamikaze maricón y romántico lo había calado.

– Soy policía.

– ¿Va a arrestarme?

– No. ¿Quiere que lo arreste?

– Quiero que todos sepan lo que hice por Reynolds, pero…

– ¿Pero no quiere que se descubra por qué Gordean chantajeaba a Loftis?

– Sí. Es verdad.

Mal desvió la conversación.

– ¿Por qué Reynolds y Claire robaron los archivos de Upshaw? ¿Para protegerlos a todos del gran jurado?

– No.

– ¿Por el hermano menor de Reynolds? ¿Su hijo? ¿Les interesaba el archivo de homicidios de Upshaw?

Minear no respondió, Mal indicó a Stompanato que se alejara.

– Chaz, usted lo ha dicho una vez. Ahora tiene que contármelo a mí.

Ninguna respuesta.

– Chaz, le propongo un trato. Me aseguraré de que todos se enteren de que usted mató a Gordean, pero no permitiré que vuelvan a herir a Reynolds. Usted obtendrá lo que quiere. Reynolds sabrá que usted tuvo valor y que compensó el mal que había hecho. Él lo amará de nuevo. Lo perdonará.

«Amará» y «perdonará» hicieron sollozar a Minear. Se secó las lágrimas con las mangas.

– Reynolds me abandonó por él. Por eso informé al HUAC.

Mal se inclinó hacia él.

– ¿Lo abandonó por quién?

– Por él.

– ¿Quién es «él»?

– El hermano de Reynolds era en realidad su hijo -explicó Minear-. La madre era una fanática religiosa con quien Reynolds había tenido una aventura. Ella le sacó dinero y se quedó con el chico. Cuando Coleman tenía diecinueve años, huyó de la mujer y encontró a Reynolds. Éste lo recibió y se convirtió en su amante. Me abandonó para estar con su propio hijo.

Mal echó la silla hacia atrás. La confesión era una película de terror que le daba ganas de echar a correr.

– Cuéntamelo todo -masculló, esforzándose para no huir.

Minear alzó la voz como si temiera que su confesor se fuera; habló deprisa, como si estuviera ansioso de ser absuelto o castigado.

– Felix Gordean chantajeaba a Reynolds en el 44. De algún modo descubrió lo de Reynolds y Coleman, y amenazó con contarlo a Herman Gerstein. Gerstein odia a los hombres como nosotros, y habría arruinado a Reynolds. Cuando ese policía fue a interrogar a Felix por los tres primeros asesinatos, Felix ató cabos. George Wiltsie había estado con Reynolds, Martin Goines y Coleman eran jazzistas. Luego mataron a Augie Duarte, y los periódicos publicaron más detalles. El policía deslizó algunas insinuaciones y Felix comprendió que Coleman tenía que ser el asesino. Reinició el chantaje, y Reynolds le dio otros diez mil.

»Claire y Reynolds me confiaron esto, y yo supe que podía subsanar mi traición. Después de las tres primeras muertes comprendieron que tenía que ser Coleman. Habían leído un periódico que detallaba las mutilaciones, y lo descubrieron por el nombre de las víctimas. Lo supieron antes de que la policía intentara infiltrarse en la UAES, y estaban buscando a Coleman para tratar de detenerlo. Juan Duarte vio a Upshaw en el depósito de cadáveres cuando llevaron a Augie, y lo reconoció por una foto que le había hecho Norm Kostenz. Reveló a Claire y a Reynolds quién era Upshaw, y se asustaron. Habían leído que la policía buscaba a un hombre que se parecía a Reynolds, y supusieron que Coleman intentaba implicar a su padre. Prepararon coartadas para Reynolds y yo seguí a Upshaw desde la casa de Claire. Al día siguiente, Claire pidió a Mondo López que irrumpiera en el apartamento de Upshaw y buscara datos sobre las muertes, pistas que les ayudaran a encontrar a Coleman. Mondo encontró los archivos y se los llevó a Claire. Ella y Reynolds estaban desesperados por detener a Coleman e impedir que… ¡esa historia de horror arruinara a Reynolds Loftis mucho más que cualquier gran jurado!

Mal pensó en Claire, aterrada por una inofensiva alusión a Sleepy Lagoon la primera vez que hablaron; pensó en la cara quemada de Coleman, prefirió no mencionar el detalle y hablar de la mujer.

– Claire y Coleman. ¿Qué hay entre ellos?

Al redentor homosexual le brilló la expresión.

– Claire cuidó de Coleman en los días de Sleepy Lagoon. Coleman estaba enamorado de ella, le confesó que siempre pensaba en ella cuando estaba con Reynolds. Ella escuchó todas sus desagradables y violentas fantasías y los perdonó por estar juntos. Siempre se mostraba fuerte y comprensiva. Las muertes empezaron unas semanas después de que los periódicos anunciaron la boda. Cuando Coleman supo que Reynolds se quedaría con Claire para siempre, debió de perder la cabeza. ¿Ahora va a arrestarme?

Mal no pudo obligarse a decir que no para arrancar el resto de la confesión. No pudo decir nada, porque Johnny Stompanato acababa de entrar en la habitación: había recuperado su empalagoso encanto. Mal sólo pensaba que jamás podría proteger a Stefan del horror.

38

Mary Margaret Conroy encontraba México fascinante.

Buzz la había seguido desde la asociación estudiantil hasta una reunión en la Unión de Estudiantes de la UCLA, donde se derretía por un guapo mexicano llamado Ricardo. Hablaban en español, y Buzz sólo captó términos como «corazón» y «felicidad», palabras de amor que conocía por la música de los restaurantes mexicanos. Desde allí, la sobrina de Dudley Smith, con su cara redonda, fue a una reunión de la Liga de Estudiantes Panamericanos, a una clase de historia argentina, a comer; luego, más mimos con Ricardo. Ya hacía más de una hora que estaba en una clase sobre arte maya, y cuando saliera, Buzz dispararía la pregunta: la hora de la verdad.

Miraba por encima del hombro viendo villanos por todas partes, como le ocurría a Mickey con los comunistas. Pero sus villanos eran reales: Mickey, los matones de Cohen armados con picahielos, porras, garrotes y pistolas con silenciador que podían despacharte en medio de una multitud, como la víctima de un ataque cardíaco. Mientras los tontos llamaban a una ambulancia, el pistolero se iba tan tranquilo. Buzz miraba las caras y trataba de no apostar, porque era demasiado buen jugador para pensar que él y Audrey tenían muchas probabilidades.

Y le torturaba una resaca descomunal.

Y le dolía la espalda después de haber dormido a ratos en el piso de Mal Considine.

Habían pasado despiertos casi toda la noche. Llamó a Ventura: Audrey estaba a buen recaudo en la casa de Dave Kleckner. Llamó a Johnny Stompanato para darle detalles sobre Minear. Pidió a Mal que le explicara lo de Gene Niles. Mal dijo que lo había descubierto por una corazonada: la venganza era tan opuesta al estilo de Danny que comprendió que la deuda tenía que ser enorme. Mal se puso sentimental al recordar al chico, y se enfureció al recordar a Dudley Smith, el culpable de la muerte de José Díaz, la muerte de Charles Hartshorn y diversas conspiraciones por las que debía respirar gas en San Quintín. No siguió adelante: los poderes constituidos nunca permitirían que Dudley Smith compareciera a juicio. Su rango, su influencia y su reputación equivalían a inmunidad diplomática.

Luego comentaron las posibilidades de escapar. Buzz no mencionó su idea: habría parecido tan descabellada como Mal arrestando a Dudley. Hablaron de escondrijos en la Costa Este, de barcos lentos hacia China, de trabajos como mercenario en América Central, donde los tiranuelos locales pagaban buenos pesos a los gringos por mantener a raya el Peligro Rojo. Hablaron de las ventajas y desventajas de llevar a Audrey, de dejar a Audrey, de ocultar a la leona en un sitio seguro durante un par de años. Llegaron a una conclusión: Buzz se dedicaría a ajustar cuentas en las siguientes cuarenta y ocho horas, luego se enterraría en algún agujero.

Sonó un timbrazo; Buzz se enfadó: Mary Margaret Conroy nunca diría nada, sólo confirmaría sus sospechas mediante actos. Buzz sólo hacía esto para corroborar la corazonada de Mal sobre Dudley. La clase de arte maya reunía a un enjambre de estudiantes. Mary Margaret era como mínimo diez años mayor que sus compañeros. Buzz la siguió afuera y le tocó el hombro.

– Señorita Conroy, ¿puedo hablarle un momento?

Mary Margaret dio media vuelta, abrazando sus libros. Miró a Buzz con disgusto.

– Usted no es profesor, ¿verdad?

Buzz hizo un esfuerzo para no reír.

– No, querida. Dime, ¿no crees que al tío Dudley se le fue la mano en su afán de ahuyentar a José Díaz?

Mary Margaret palideció y cayó desmayada en la hierba.


Dudley por Díaz.

Buzz dejó a Mary Margaret en la hierba, el pulso firme y un enjambre de estudiantes alrededor. Se largó deprisa de la zona universitaria y se dirigió a la casa de Ellis Loew para confirmar otra corazonada: la ausencia del doctor Lesnick mientras la locura por la UAES rugía en todos los frentes resultaba desconcertante. Los detectives de la Fiscalía que buscaban al hombre presentaban informes en su casa, y tenía que haber algo en ellos que aclarara esa corazonada y la chispa que la había causado: todos los archivos psiquiátricos terminaban en el verano del 49, aunque los dirigentes de la UAES seguían visitando a Lesnick. Todo aquel asunto olía mal.

Buzz aparcó en el jardín de Loew, ya atestado de coches. Oyó voces que procedían del patio trasero, rodeó la casa y vio a Ellis presidiendo su corte. Enfriaban champán en un carrito de hielo; Loew, Herman Gerstein, Ed Satterlee y Mickey Cohen alzaban sus copas. Dos muchachos de Cohen montaban guardia dándole la espalda; nadie lo había descubierto aún. Se agachó detrás de una reja y escuchó.

Gerstein estaba exultante: habían culpado a la UAES por los disturbios del día anterior; los Transportistas habían pasado su versión del enfrentamiento a Movietone News, quien la titularía «Tormenta roja conmueve Hollywood» y la exhibiría en cines de todo el país. Ellis continuó con sus buenas noticias: los miembros del gran jurado designados por la ciudad parecían muy bien predispuestos, su casa estaba atestada de pruebas, muchas condenas eran inminentes. Satterlee opinó que las circunstancias eran perfectas, que el gran jurado era una disposición maravillosa preordenada por Dios para ese momento y lugar, un arreglo que nunca se repetiría. Poco faltaba para que ese payaso les pidiera que se arrodillaran a rezar; Mickey le hizo callar y sin demasiada sutileza empezó a preguntar sobre el paradero del investigador especial Tuner «Buzz» Meeks.

Buzz caminó hacia el frente de la casa y entró. Los mecanógrafos mecanografiaban, las archivistas archivaban; en el salón había documentación suficiente para fabricar confeti para mil desfiles. Se dirigió al panel de informes y vio que una pared llena de fotografías lo había reemplazado.

Tenían sellos del FBI en las esquinas, Buzz vio la abreviatura de «Comité de Defensa de Sleepy Lagoon» varias veces y miró con mayor detenimiento. Sin duda se trataba de las fotos de vigilancia que Ed Satterlee intentaba comprar a un grupo rival; otro vistazo y comprobó que todas las fotos eran de Sleepy Lagoon, con fechas del 43 y el 44 al pie. Estaban ordenadas cronológicamente, tal vez a la espera de cierto trabajo artístico: rodear con círculos las caras de comunistas conocidos. Buzz pensó en Coleman y buscó una cara envuelta en vendajes.

La mayoría de las fotos estaban tomadas desde arriba, algunas eran fragmentos ampliados donde las caras aparecían con mayor claridad. La calidad de todas ellas era excelente: los federales conocían su trabajo. Buzz vio algunos rostros borrosos, demasiado blancos, en las fotos iniciales, tomas de las multitudes en la primavera del 43; siguió las fotos por la pared, esperando ver a Coleman sin vendajes, una ayuda para identificar al asesino aficionado a las ratas. Vio atisbos de vendajes a través del verano del 43; imágenes de Claire de Haven y Reynolds Loftis en el camino. De pronto, una magnífica toma de Reynolds Loftis: el homosexual guapo, demasiado joven, con demasiado cabello.

Buzz miró la fecha -17/8/43-, volvió a mirar las anteriores fotografías de Loftis, examinó la ropa del hombre vendado. Reynolds había perdido mucho pelo mientras que el excesivamente joven Reynolds lucía una tupida melena. En tres de las imágenes, el hombre de los vendajes llevaba una camisa a rayas; en ese primer plano, el joven Reynolds usaba el mismo atuendo. Juan Duarte había comentado que el «hermano menor» se parecía a Reynolds, pero este hombre era Reynolds en todo excepto el cabello, cada plano y ángulo facial era como el del padre, un reflejo de papá veinte años menor.

Buzz pensó en problemas semánticos. «Parecido» podía ser un inculto sinónimo de «idéntico» y Delores Masskie había definido la semejanza como «muy grande». Cogió una lupa del escritorio; siguió las fotos, buscando más imágenes de Coleman. Tres fotos después llegó a un primer plano de un joven con un hombre y una mujer, acercó la lente y entornó los ojos.

No había ninguna quemadura, ni piel grabada y brillante; no había fragmentos irregulares con injertos de carne.

Dos fotos después, la fila siguiente. El 10 de noviembre de 1943. El joven frente a Claire de Haven, de perfil, sin camisa. Cicatrices profundas y rectas en el brazo derecho, toda una hilera, cicatrices idénticas a las que había visto en el brazo de un actor de la RKO a quien le habían reconstruido el rostro después de un accidente de coche, cicatrices que el actor había señalado con orgullo, diciendo que sólo el doctor Terry Lux hacía injertos con piel del brazo. Esa piel era la mejor, tan buena que valía la pena extraer tejido de la parte superior del cuerpo. El actor había dicho que Terry lo había dejado exactamente igual a como era antes del accidente: cuando se miraba a sí mismo no distinguía la diferencia.

Terry Lux había hecho tres tratamientos a Claire de Haven en su clínica.

Terry Lux tenía trabajadores que mataban pollos con estacas cortantes.

Terry Lux había dicho que Loftis le pasaba heroína a Claire, Martin Goines había muerto de sobredosis de heroína. Terry Lux diluía en su clínica la morfina para sus tratamientos.

Buzz mantuvo la lupa cerca de la pared, siguió mirando. Vio a Coleman sin camisa y de espaldas, vio una maraña de cicatrices rectas que le recordaron heridas con estaca cortante; encontró otro conjunto de fotos en grupo donde Coleman parecía derretirse por Claire de Haven. Pruebas: Coleman Masskie Loftis se había sometido a una intervención de cirugía plástica para parecerse más al padre. Antes se parecía tanto al padre como para identificarlo a partir de las fotos de Delores, ahora era él. Su «protección especial» ante Dudley Smith era estar disfrazado de Loftis.

Buzz arrancó de la pared la mejor foto de Coleman, se la guardó en el bolsillo y encontró una mesa atiborrada de informes de la Fiscalía. Echó un rápido vistazo a los últimos; lo único que habían logrado los agentes era interrogar a la hija de Lesnick, quien afirmaba que el viejo ya casi estaba muerto de cáncer pulmonar y estaba pensando en ingresar en un hogar de reposo para pasar sus últimos días. Estaba a punto de guardar una lista de sanatorios locales cuando oyó «Traidor» y vio a Mickey y Herman Gerstein a pocos metros.

Cohen lo tenía a tiro, pero media docena de testigos le echaban a perder la oportunidad.

– Supongo que esto significa que he perdido mi trabajo de guardia, ¿eh, Mick?-dijo Buzz.

El hombre parecía tan herido como furioso.

– Infame traidor gay. Degenerado. Comunista. ¿Te di tanto dinero para me he hicieras esto? ¿Cuánto dinero te di?

– Demasiado, Mick.

– No te hagas el listo, imbécil. Tendrías que suplicar. Tendrías que suplicar para que no te mate despacio.

– ¿Serviría de algo?

– No.

– Ya ves, jefe.

– Herman, déjanos solos -ordenó Mickey.

Gerstein se largó. Los mecanógrafos siguieron mecanografiando y los archivistas siguieron archivando. Buzz azuzó al matón.

– Sin rencores, ¿eh?

– Te propongo un trato -dijo Mickey-, y cuando digo «trato» es siempre de confianza. ¿De acuerdo?

«Trato» y «confianza» eran el sello de ese hombre. Por eso trabajaba para él y no para Siegel o Dragna.

– De acuerdo, Mick.

– Haz que vuelva Audrey. No le tocaré ni un pelo y a ti no te mataré despacio. ¿Confías en mi palabra?

– Sí.

– ¿Confías en que te encontraré?

– Todas las apuestas corren a tu favor, jefe.

– Entonces sé listo y hazlo.

– No hay trato. Cuídate, Mick. Te echaré de menos. Lo digo en serio.


Pacific Sanitarium. Deprisa.

Buzz salió de la carretera de la costa y tocó el claxon en la puerta; el altavoz graznó:

– ¿Sí?

– Turner Meeks para ver al doctor Lux.

Ruidos de estática durante diez segundos, luego:

– Aparque a la izquierda junto a la puerta que dice «Visitas», atraviese el vestíbulo y suba por el ascensor hasta el segundo piso. El doctor lo recibirá en su despacho.

Buzz siguió las indicaciones. Aparcó, atravesó el vestíbulo. El ascensor estaba ocupado; subió por las escaleras hasta el segundo piso, vio la puerta abierta, oyó «Ese mono de Oklahoma» y se paró en seco.

La voz de Terry Lux:

– … pero tengo que hablarle, es un contacto con Howard Hughes. Escucha, en los periódicos de hoy tiene que haber algo que me interesa. Asesinaron a un tío con quien tenía negocios. Acabo de oírlo por la radio, así que consígueme todos los periódicos de Los Ángeles mientras hablo con este payaso.

Negocios entre Lux y Gordean: seis contra uno a favor. Buzz regresó al coche, cogió la porra, se la guardó en la parte trasera de los pantalones y se tomó su tiempo para entrar. El ascensor estaba libre, pulsó el botón del segundo piso y subió pensando que Terry amaba mucho el dinero, sin importarle la procedencia. La puerta se abrió, el doctor estaba allí para recibirlo.

– Buzz, cuánto tiempo sin vernos.

El pasillo de las oficinas parecía desierto. No se veían enfermeros ni encargados.

– ¿Cómo estás, Terry?-saludó Buzz.

– Vienes por negocios, Buzz?

– Claro, jefe. Y es algo muy privado. ¿Hay un sitio donde podamos hablar?

Lux condujo a Buzz pasillo abajo, hasta un cuarto con archivos y gráficos de reconstrucción facial. Lux cerró la puerta, Buzz le echó la llave y se apoyó en ella.

– ¿Qué diablos estás haciendo?-exclamó Lux.

Buzz sintió el cosquilleo de la porra en la columna vertebral.

– En la primavera del 43 le hiciste la cirugía plástica al hijo de Reynolds Loftis. Háblame de eso.

– No sé de qué me estás hablando. Mira mis archivos del 43, si quieres.

– Esto no es negociable, Terry. Vas a contarlo todo, Gordean incluido.

– No hay nada que negociar, porque no sé de qué estás hablando.

Buzz aferró la porra y golpeó a Lux detrás de las rodillas. Lux fue a dar contra la pared. Buzz le aferró un mechón de cabello y le aplastó la cara contra la jamba de la puerta. Lux se deslizó al suelo dejando un rastro de sangre en la caoba pulida, escupiendo.

– No me pegues, no me pegues.

Buzz retrocedió un paso.

– Quédate quieto. El suelo es un lugar apropiado para ti. ¿Por qué dejaste al chico igual que el padre? ¿Quién te mandó que lo hicieras?

Lux inclinó la cabeza hacia atrás, regurgitó y se sacudió como un perro mojado.

– Me has dejado cicatriz. Me… has dejado cicatriz.

– Hazte la cirugía plástica. Y responde.

– Loftis me lo pidió. Me pagó mucho, y me pagó para que nunca se lo contara a nadie. Loftis y el psicópata tenían la misma estructura ósea, y lo hice.

– ¿Por qué te pidió eso Loftis?

Lux se sentó en el suelo y se masajeó las rodillas. Echó una ojeada a un interfono que estaba a poca distancia sobre un archivo. Buzz trituró el artefacto con la porra.

– ¿Por qué? Y no me digas que Loftis quería que el chico tuviera el mismo aspecto que él para que fuera una estrella de cine.

– ¡Eso fue lo que dijo!

Buzz le tocó la pierna con la porra.

– ¿Por qué llamaste psicópata a Coleman?

– Pasó aquí el período postoperatorio, y lo sorprendí en el corral. ¡Estaba descuartizando los pollos con uno de esos palos que usan mis trabajadores! ¡Se estaba bebiendo la sangre!

– Sí, yo lo llamaría psicópata -comentó Buzz. Pensó que Terry no sabía nada de los asesinatos: el tonto pensaba que lo peor era el episodio de los pollos-. Jefe, ¿qué negocios tenías con Felix Gordean?

– ¡Yo no lo maté!

– Sé que no lo mataste, y estoy seguro de que no sabes quién lo hizo. Pero apuesto a que le contaste algo sobre Reynolds Loftis en el 43 y el 44, y Gordean empezó a sacarle dinero a cambio de su silencio. ¿He acertado?

Lux no dijo nada.

– Responde o sigo con tus riñones.

– Cuando le cuente todo esto a Howard, estarás en apuros.

– He terminado con Howard.

Lux hizo un intento clásico.

– Dinero, Buzz. Se trata de eso, ¿verdad? Tienes información importante y quieres tu parte, ¿verdad?

Buzz arrojó la porra, sosteniéndola por la correa. La punta golpeó a Lux en el pecho. Buzz la volvió a asir como si fuera un yoyó. Lux se asombró de ese pequeño alarde.

– Coleman, Loftis y Gordean -continuó Buzz-. ¿Qué relación hay entre ellos?

Lux se levantó y se alisó la bata.

– Un año después de la operación de Coleman fui a una fiesta en Bel Air. Loftis y su presunto hermano menor estaban allí. Fingí no conocerlos, porque Reynolds quería que no se supiera nada acerca de la operación. Más tarde esa noche, salí a caminar. Vi que Coleman y Loftis se besaban. Me sacó de quicio. Había operado al chico para un pervertido incestuoso. Sabía que a Felix le gustaba exprimir a los maricas, así que le vendí la información. Me imaginé que chantajearía a Loftis. No te escandalices, Meeks. Tú habrías hecho lo mismo.

Minear: «Si usted supiera por quién me abandonó, comprendería por qué lo hice.» La única referencia que Lesnick había dejado caer en manos del equipo del gran jurado. Ese viejo medio muerto tenía que saber toda la verdad. Buzz vio que Lux estaba recuperando la dignidad, lo empujó contra la pared y lo retuvo allí con la porra.

– ¿Cuándo viste a Coleman por última vez?

– En el 45 -respondió Lux con voz chillona-. El papá y su hijito debieron de discutir. Coleman vino a verme con dos mil dólares y me dijo que ya no quería parecerse tanto al padre. Me pidió que le destrozara la cara científicamente. Le dije que, como disfruto infligiendo dolor, sólo le cobraría mil quinientos. Lo sujeté a un sillón de dentista, me puse guantes de boxeo cargados y le rompí cada hueso de la cara. Lo mantuve con morfina mientras se recuperaba junto al cobertizo de los pollos. Se marchó con una pequeña adicción y algunas magulladuras no tan pequeñas. Se dejó crecer la barba, y de Reynolds sólo le quedó la forma de los ojos. ¿Quieres apartar esa maldita porra?

Bingo: Goines y la heroína. Buzz apartó la porra.

– Sé que diluyes tu morfina en esta propiedad.

Lux sacó un escalpelo del bolsillo y empezó a limpiarse las uñas.

– Con autorización de la policía.

– Me dijiste que Loftis le conseguía heroína a Claire de Haven. ¿Ambos recurríais a los mismos proveedores?

– Algunos. Negros con contactos policiales en el sector sur. Yo sólo trato con lacayos aprobados oficialmente… como tú.

– ¿Coleman tenía información sobre ellos?

– Claro. Después de la primera operación, le di una lista. Estaba enamorado de Claire, y decía que quería ayudarla a conseguir la droga, hacerse cargo para que ella no tuviera que tratar con negros. Cuando se fue después de la segunda operación, quizá usó la información para satisfacer su propio hábito.

Aplausos para Coleman Loftis: morfinómano, sanguinario aficionado a las ratas.

– Quiero esa lista. Ahora.

Lux abrió el fichero que había junto al interfono triturado. Sacó una lista y buscó hojas en blanco.

– Me quedo con el original -dijo Buzz, manoteándolo.

El médico se encogió de hombros y siguió limpiándose las uñas. Buzz se disponía a guardar la porra.

– ¿Tu madre no te enseñó que mirar fijamente es de mala educación?-preguntó Lux.

Buzz no dijo nada.

– El tipo fuerte y silencioso. Estoy impresionado.

– Yo estoy impresionado contigo, Terry.

– ¿Por qué?

– Tu capacidad de recuperación. Apuesto a que te has convencido de que esta pequeña humillación nunca ha ocurrido.

Lux suspiró.

– Pertenezco a Hollywood, Buzz. Todo viene y va, y ya es un oscuro recuerdo. ¿Tienes un momento para una pregunta?

– Claro.

– ¿De qué se trata? Tiene que haber dinero. Tú no trabajas gratis.

Tu perdición, Terry.

Buzz le dio un fuerte porrazo en los riñones. El doctor soltó el escalpelo. Buzz lo atajó, asestó un rodillazo en los testículos de Lux, lo ahogó contra la pared y le apoyó la palma como si lo crucificara. Lux gritó, Buzz le hundió el escalpelo en la mano y lo clavó hasta el mango con la porra. Lux gritó un poco más, revolviendo los ojos. Buzz le puso un puñado de billetes en la boca.

– Se trata de un ajuste de cuentas. Esto va por Coleman.

39

Mal pasó de nuevo frente a la residencia De Haven, preguntándose si alguna vez se irían para permitirle examinar los archivos, cuestionándose si ya sabrían lo de Gordean. Si Chaz Minear hubiera llamado, habrían corrido a verlo; el asesinato figuraba en primera plana y se radiaba en todas las emisoras, y los amigos de ellos tenían que saber que como mínimo Loftis conocía a ese hombre. Pero los dos coches no se movían y Mal sólo podía aguardar, seguir en movimiento, esperar el momento oportuno.

Por Canon Drive hasta Elevado, por Comstock hasta Hillcrest y Santa Mónica, y de regreso: una vigilancia inmóvil era una invitación a que los ubicuos policías de Beverly Hills lo sorprendieran fuera de su jurisdicción disponiéndose a cometer un delito de cierta magnitud. Cada vez que rodeaba la casa imaginaba más horrores dentro: Loftis y su propio hijo, un cuchillazo para la parte de Mal que vivía para proteger a Stefan. A las dos horas de dar vueltas estaba mareado, había llamado a la secretaria de Meeks para dejar un mensaje: nos vemos en Canon Drive. Pero el Cadillac de Buzz no había aparecido y Mal estaba perdiendo la paciencia.

Santa Mónica y de vuelta a Canon Drive. Mal vio a un repartidor que arrojaba periódicos a los porches y jardines, tuvo una idea, frenó a tres casas de Claire y acomodó el espejo retrovisor para enfocar bien el porche. El chico arrojó el bulto, que chocó contra la puerta; ésta se abrió y un brazo andrógino recogió el periódico. Si ya no lo sabían, lo sabrían pronto. Y si tenían más cerebro que miedo, pensarían en Chaz.

Pasó un lento minuto. Mal se movió con impaciencia y encontró un viejo suéter en el asiento trasero: ideal para romper una ventana a puñetazos. Otros lentos segundos, y Claire y Loftis corrieron hacia el Lincoln aparcado en la calzada. Claire se puso al volante, Loftis se sentó junto a ella; el coche retrocedió y viró hacia el sur: hacia la casa de Minear.

Mal se dirigió hacia la casa: un hombre alto, respetable y trajeado que llevaba un suéter plegado en la mano. Vio una ventana junto a la puerta, le dio un puñetazo, metió la mano y manipuló el cerrojo. La puerta se abrió; Mal entró, cerró la puerta y echó el pestillo.

Había por lo menos quince habitaciones para registrar. Mal pensó: vestidores, estudios, lugares con escritorios. Fue hacia el escritorio que había junto a la escalera. Extrajo media docena de cajones, hurgó en un armario cercano, buscando carpetas y papeles mientras miraba.

Ningún botín.

Regresó a la parte trasera de la casa, dos armarios más. Aspiradoras, escobas, abrigos de visón, una plegaria a su viejo Dios presbiteriano: que no estén guardados en una caja fuerte. Un estudio junto a un cuarto de baño: biblioteca, escritorio. Ocho cajones de sastre: guiones de cine, papeles con membrete, documentos personales de Loftis, ningún fondo falso ni compartimiento secreto.

Mal salió de esa habitación por una puerta lateral y olió café. Siguió el aroma hasta una amplia sala con una pantalla de cine y un proyector. Una mesa con una cafetera y papeles esparcidos, dos sillas, como en un estudio. Se acercó, se puso a leer y comprendió hasta qué punto podría haber sido bueno Danny Upshaw.

El chico analizaba con rigor, pensaba con inteligencia, escribía con claridad. Habría resuelto fácilmente los cuatro homicidios si el Departamento de Policía le hubiera concedido un par de días más. Todo estaba allí, en su primer informe, página tres, su segundo testigo presencial del secuestro de Goines. Claire y Reynolds habían marcado el dato con un círculo, confirmando lo que decía Minear: trataban de hallar al hijo de Loftis.

Página tres.

Testigo presencial Coleman Healy, interrogado por Danny Upshaw el primer día que trabajaba en el caso.

Tenía casi treinta años, la edad que correspondía. Según la descripción, era alto, delgado y llevaba barba, que indudablemente era postiza y se la quitaba cuando fingía ser su padre-amante. Había oído y confirmado la descripción hecha por un camarero, añadiendo que el hombre era maduro. Era el primer testigo -y el único, según Jack Shortell- que había identificado a Martin Goines como homosexual, la primera pista homosexual de Upshaw al margen de las mutilaciones. Coleman con maquillaje parecería maduro; si todo ello se relacionaba con los mechones de pelo plateado hallados por el doctor Layman junto al río Los Ángeles, se tenía a Coleman Masskie-Loftis Healy asesinando por su propia sed de sangre y por el vago deseo de vengarse de Reynolds, violador incestuoso.

Pero algo no encajaba: Danny había interrogado a Coleman y había conocido a Reynolds. ¿Por qué no había captado su obvia semejanza?

Mal examinó el resto del informe, sintiendo que el chico le daba impulso. Todo era perfectamente lógico y audazmente inteligente: Danny empezaba a captar cómo funcionaba la psicología del asesino. Había un informe de seis páginas sobre su irrupción en Tamarind 2307: era cierto, había mandado al cuerno las restricciones jurisdiccionales; temía que el Departamento de Policía lo echara a perder, así que no se sometió al detector de mentiras que lo habría revelado como inocente por lo de Niles, y prefirió tomar un tren nocturno. Junto con los informes había fotografías donde aparecían dibujos hechos con sangre; Danny mismo las debía de haber tomado, y se había arriesgado a hacer un análisis forense en territorio enemigo. Mal advirtió que se le humedecían los ojos, se vio solucionando el caso de Ellis Loew con las pruebas de Danny, cobrando fama gracias a ello. El Asesino Glotón en la cámara de gas, enviado allí por ambos y por el más improbable compañero que había tenido un oficial de policía: Buzz Meeks.

Mal se secó las lágrimas, apiló cuidadosamente las páginas y fotografías. Vio una letra de mujer en los márgenes de una lista de individuos interrogados en el distrito negro: hoteles del Southside, con clubes de jazz cotejados con las notas de Danny. Se guardó esa página en el bolsillo, recogió el resto de los informes y se dirigió hacia la puerta principal. Al correr el pestillo, oyó una llave entrando en la cerradura; echó el pestillo, como Danny Upshaw en la calle Tamarind.

Claire y Loftis estaban en el porche; observaron el cristal roto y descubrieron a Mal con el fajo de papeles.

– Rompió usted nuestro trato -dijo Claire.

– Al diablo con el trato.

– Yo iba a matarlo. Al fin comprendí que no había otra solución.

Mal vio una bolsa de comestibles en los brazos de Loftis. Comprendió que no habían tenido tiempo de ver a Minear.

– ¿Por la justicia? ¿La justicia popular?

– Acabamos de hablar con nuestro abogado. Dijo que usted no tiene forma de acusarnos de homicidio.

Mal miró a Loftis.

– Todo saldrá a la luz. Usted y Coleman, todo. El gran jurado y el juicio de Coleman.

Loftis se puso detrás de Claire, la cabeza gacha. Mal miró hacia la calle y vio a Buzz bajando del coche. Claire abrazó a su prometido.

– Vayan a cuidar de Chaz -masculló Mal-. Mató a un hombre por ustedes.

40

Viajaron hasta el distrito negro en el coche de Mal, con la lista de proveedores de heroína de Lux y la lista de Danny-Claire sujetas al salpicadero. Mal conducía; Buzz se preguntaba si habría matado al cirujano plástico de las estrellas; los dos hablaron.

Buzz contó las novedades primero: Mary Margaret y su desmayo confirmativo, todo sobre Lux menos la crucifixión. Le explicó la operación de Coleman, un ardid para mantenerlo a salvo de Dudley y satisfacer los deseos del padre; que Lux había informado a Gordean sobre el incesto con propósitos extorsivos; la historia de la cara quemada como artimaña para ocultar la perversión ante los amigos izquierdistas de Loftis; los vendajes sólo formaban parte del proceso postoperatorio. Buzz guardó para el final el episodio en que Lux destrozaba la cara de Coleman; Mal soltó una exclamación y aprovechó para mencionar al saxofonista Healy, interrogado por Danny Upshaw en Año Nuevo. Por eso el chico no había captado la perfecta semejanza entre Loftis y Coleman: ya no existía.

A partir de ahí, Mal habló de Coleman. Éste había revelado que Martin Goines era invertido y había enfatizado que el hombre era alto y canoso. Coleman llevaba una peluca gris y tal vez maquillaje cuando atacaba a sus víctimas, y se había afeitado la barba después de hablar con Upshaw. Loftis y Claire habían pedido a Mondo López que robara los archivos de Danny cuando descubrieron que estaba trabajando en los asesinatos: Juan Duarte lo había identificado como policía. Mal relató el interrogatorio de Minear: Coleman era el tercer vértice del triángulo amoroso del 42-44, Chaz había matado el chantajista Gordean para redimirse ante Claire y Loftis, y la pareja estaba buscando a Coleman. Y ambos convenían en que Martin Goines, viejo amigo de Coleman, era tal vez una víctima de las circunstancias: estaba allí cuando el hombre-rata tenía que matar. Las víctimas dos, tres y cuatro estaban destinadas a comprometer a papá Reynolds: una diabólica técnica difamatoria.

Llegaron a Central Avenue Strip, tranquilo bajo la luz del día, un bloque de fachadas llamativas: el Taj Mahal, palmeras con adornos navideños, notas musicales con lentejuelas, rayas de cebra y un gran negro de yeso con ojos rojos y brillantes. Ningún club parecía estar abierto: los porteros y los empleados del aparcamiento, que barrían colillas y astillas de vidrio, eran las únicas personas que había en la calle. Mal aparcó y se dirigió hacia la izquierda; Buzz tomó hacia la derecha.

Habló con los porteros, interrogó a los empleados del aparcamiento, dio toda la pasta que no había metido en la garganta de Terry Lux. Tres de los negros lo miraron boquiabiertos, dos no habían visto a Coleman, el saxo alto, desde hacía un par de semanas, un payaso con guerrera roja de almirante le dijo que según los rumores Healy actuaba en un club privado de Watts donde contrataban a blancos que tuvieran ritmo y mantuvieran las blancas zarpas lejos de las mujeres de color. Buzz cruzó la calle y continuó los interrogatorios acercándose a su compañero; tres boquiabiertos más y Mal avanzó trotando.

– Un tipo vio a Coleman en el club Bido Lito's la semana pasada -informó Mal-. Dijo que estaba hablando con un vejete judío medio muerto. Dijo que le parecía uno de esos viejos fanáticos de jazz del hogar de reposo de la Setenta y Ocho y Normandie.

– ¿Lesnick?-dijo Buzz.

– Hemos pensado lo mismo, muchacho.

– Deja de llamarme muchacho, me pone nervioso. Jefe, leí un informe de la Fiscalía en la casa de Ellis. La hija de Lesnick dijo que papá estaba pensando en ir a estirar la pata en un hogar de reposo. Había una lista, pero no pude hacerme con ella.

– Veamos ese lugar de Normandie. ¿Tienes algo?

– Tal vez Coleman esté tocando en un club privado de Watts.

– Demonios, trabajé en la Setenta y Siete hace años, y había muchos lugares así. ¿Ningún otro detalle?

– No.

– Vamos. En marcha.

Pronto llegaron al hogar de ancianos Estrella de David. Mal se había saltado semáforos en ámbar, superando el límite de velocidad en treinta kilómetros por hora. Era un edificio bajo de estuco, parecía una prisión preventiva para personas que esperaban la muerte. Mal aparcó y se dirigió a recepción, Buzz encontró una cabina telefónica fuera y buscó «Residencias» en las Páginas Amarillas.

Había treinta y cuatro residencias en el Southside. Buzz arrancó las páginas; vio a Mal de pie junto al coche y avanzó hacia él meneando la cabeza.

– Treinta y cuatro residencias en la zona. Un largo día.

– Nada adentro -suspiró Mal-. No hay ningún Lesnick registrado, nadie con cáncer pulmonar. Ningún Coleman.

– Probemos suerte con los hoteles y los camellos. Si no da resultado, conseguiremos monedas y empezaremos a llamar a las residencias. Creo que Lesnick es un fugitivo. Si era él quien estaba con Coleman, algo tendrá que ver con el caso, y no usaría su propio nombre para registrarse.

Mal tamborileó en el capó del coche.

– Buzz, Claire confeccionó esa lista de hoteles. Minear dijo que ella y Loftis habían tratado de encontrar a Coleman. Si ya han intentado…

– Eso no significa nada. Han visto a Coleman por aquí esta semana. Podría estar deambulando de un lado a otro, pero siempre cerca de la música. Algo pasa con él y la música, pues nadie lo creía capaz de tocar un instrumento y la gente de aquí afirma que es un buen saxo alto. Veamos algunos hoteles y proveedores de heroína mientras haya luz. Cuando oscurezca visitaremos los clubes.

– Vamos.

El Tevere Hotel en la Ochenta y Cuatro y Beach: ningún residente blanco. El Galleon Hotel en Noventa y Uno y Bekin: el único blanco era un borrachín de ciento cincuenta kilos apretujado en una habitación simple con su esposa negra y sus cuatro hijos. Al regresar al coche, Buzz examinó las dos listas y cogió el brazo de Mal.

– Vaya.

– ¿Qué?

– Algo concuerda. Purple Eagle Hotel, Noventa y Seis y Central, en la lista de Claire. Roland Navarette, Cuarto 402 del Purple Eagle en la lista de Lux.

– Has tardado un poco, ¿no?

– La tinta está borrosa.

Mal le dio las llaves.

– Conduce tú, yo veré qué más has pasado por alto.

Se dirigieron al sudeste. Buzz no dejaba de manipular el cambio de marchas, Mal estudió las dos listas y dijo:

– La única coincidencia. ¿Sabes qué estoy pensando?

– ¿Qué?

– Lux conoce a Loftis y De Haven, y Loftis le conseguía heroína a Claire. Tal vez también tenían acceso a los proveedores de Lux.

Buzz localizó el Purple Eagle, un edificio gris de seis pisos con adornos cromados de capó soldados sobre un raído toldo rojo.

– Podría ser -comentó, y aparcó en doble fila. Mal bajó y entró casi a la carrera.

Buzz lo alcanzó en recepción. Mal interrogaba al empleado, un negro escuálido con los puños abrochados en un vestíbulo sofocante. Mascullaba «Sí señor, sí señor» mirando a Mal, una mano bajo el mostrador.

– Roland Navarette -dijo Mal-. ¿Está todavía en el 402?

El adicto dijo «No señor, no señor» sin dejar de mover la mano, Buzz dio la vuelta y le sujetó la muñeca justo cuando estaba cogiendo un paquete de droga. Le abrió los dedos. «Sí señor, sí señor», dijo el adicto.

– Un hombre blanco, casi treinta años, tal vez barba -espetó Buzz-. Músico de jazz. ¿Le compra droga a Navarette?

– No señor, no señor, no señor.

– Muchacho, di la verdad o te rompo la mano con que te inyectas y te llevo a meditar a la Siete-Siete.

– Sí señor, sí señor, sí señor.

Buzz lo soltó y puso el paquete sobre el mostrador. El empleado se frotó los dedos.

– Un hombre y una mujer blancos preguntaron lo mismo hace veinte minutos. Les dije lo mismo que a ustedes: Roland se reformó, está limpio, no vende heroína.

Los ojos del empleado volaron hacia un teléfono, Buzz lo arrancó y lo tiró al suelo. Mal corrió hacia la escalera.

Buzz lo siguió resoplando, y lo alcanzó en el rellano del cuarto. Mal estaba en medio de un pasillo nauseabundo, arma en mano, señalando una puerta. Buzz recuperó el aliento, desenfundó el revólver y se acercó.

Mal contó hasta tres y derribaron la puerta. Un negro en ropa interior sucia estaba en el piso clavándose una aguja en el brazo, empujando el émbolo, indiferente al ruido y a los dos blancos que lo encañonaban. Mal le pateó las piernas y le sacó la aguja del brazo. Buzz descubrió un billete de cien bajo una jeringa que había en el tocador y comprendió que Claire y Loftis acababan de comprar una buena pista.

Mal abofeteó al heroinómano, tratando de bajarlo de la novena nube. Buzz sabía que era inútil. Arrastró al hombre al cuarto de baño, le metió la cabeza en el lavabo e hizo correr el agua. Roland Navarette volvió al mundo terrenal en medio de espasmos, temblores y escupitajos; lo primero que vio desde el lavabo fue la 38 que le apuntaba.

– ¿Adónde mandaste a los blancos que preguntaron por Coleman?

– Hombre, sé que no lo harás -dijo Roland Navarette.

– No me obligues -masculló Buzz amartillando el arma.

– Coleman toca en un local de la Ciento Seis y Avalon -murmuró Roland Navarette.


Watts, código tres sin sirena. Buzz acariciaba la porra, Mal zigzagueaba en el tráfico del atardecer. Ciento Seis y Avalon era el corazón del corazón de Watts: todas las chabolas de la manzana tenían cabras y pollos detrás de cercas de alambre de espinos. Buzz pensó en negros chiflados sacrificándolos en ritos vudú, quizá invitando a Coleman para un banquete de glotón y una noche de jazz. Una hilera de luces azules y centelleantes enmarcaba la puerta de un edificio de la esquina.

– Frena, lo he visto -dijo.

Mal viró bruscamente a la derecha y apagó el motor. Buzz señaló hacia delante.

– Ese coche blanco estaba en la casa de Claire de Haven.

Mal asintió, abrió la guantera y sacó un par de esposas.

– Iba a llamar a los periódicos, pero supongo que no hay tiempo.

– Tal vez no esté aquí. Tal vez Loftis y Claire lo estén esperando fuera, o tal vez ya ha acabado el baile. ¿Estás listo?

Mal asintió. Buzz vio que un grupo de negros hacía cola junto a la puerta de luces azules y empezaba a entrar. Indicó a Mal que saliera del coche, avanzaron deprisa por la acera y entraron detrás del último de la hilera.

El portero era un negro gigantesco con camisa azul de bongó. Iba a cerrarles el paso pero retrocedió con una reverencia ante la obvia intervención policial.

Buzz entró primero. Salvo por las luces navideñas azules de las paredes y el pequeño reflector que alumbraba la barra, el tugurio estada a oscuras. Había gente sentada frente a mesas que enfrentaban el escenario y un conjunto iluminado por más luces azules: lámparas intermitentes cubiertas con celofán. La música era estridente, más parecida a ruido. Negros con camisas azules de bongó tocaban la trompeta, el bajo, la batería, el piano y el trombón. El saxo alto era Coleman, sin barba. Una lámpara agrietada y azul parpadeaba sobre esos ojos de papá Reynolds.

Mal codeó a Buzz y le habló al oído.

– Claire y Loftis en la barra. En aquel rincón.

Buzz dio media vuelta, los vio, casi gritó para hacerse oír:

– Coleman no puede verlos. Lo agarraremos cuando termine este maldito ruido.

Mal se movió hacia la pared izquierda, agachando la cabeza, avanzando hacia la orquesta; Buzz lo siguió a poca distancia, arrastrando los pies: no soy conspicuo, no soy policía. Cuando estaban casi junto al escenario, miró de nuevo hacia la barra. Claire aún estaba allí, Loftis no. Una puerta se estaba cerrando a la derecha de la sala, dejando una rendija de luz.

Buzz le tocó el hombro a Mal, éste asintió como si ya lo supiera. Buzz se pasó la pistola de la funda al bolsillo derecho del pantalón, Mal tenía el arma apretada contra la pierna. Los músicos dejaron de tocar y Coleman hizo un solo: chillidos, jadeos, ronquidos, ladridos, gruñidos, gritos. Buzz pensó en ratas gigantescas desgarrando carnes a ese ritmo. Un gemido estridente que parecía eterno, Coleman alzando el saxo hacia las estrellas. Las luces azules se apagaron, el gemido se volvió acariciante en la oscuridad y murió. Se encendieron luces generales y el público se lanzó aplaudiendo hacia el escenario.

Buzz se abrió paso entre la muchedumbre, Mal iba junto a él de puntillas. Todos los que los rodeaban eran negros, Buzz buscó una cara blanca y vio a Coleman escapando por la puerta lateral derecha, el saxo por encima de la cabeza.

Mal y Buzz se miraron. Se abrieron paso a empujones, puñetazos, empellones, codazos y rodillazos, y recibieron codazos, golpes y escupitajos en la cara. Buzz salió limpiándose el ardor del burbon de los ojos, oyó un grito y un disparo al otro lado. Mal atravesó la puerta arma en mano.

Otro disparo; Buzz corrió tras la sombra de Mal. Un maloliente pasillo de linóleo. Dos formas luchando en el piso a seis metros; Mal apuntó. Un negro dobló una esquina y trató de interponerse, Mal disparó dos veces. El hombre rodó contra las paredes y cayó de bruces, Buzz echó un vistazo a los que estaban en el suelo. Coleman Healy estrangulaba a Loftis. Llevaba una horrenda dentadura rosada con colmillos, el pecho empapado en sangre; una mancha roja oscura se extendía por las piernas y la ingle de Loftis. Al lado había un revólver.

– ¡Atrás, Coleman! -gritó Mal.

Buzz avanzó junto a la pared, con el 38 en la mano, tratando de encañonar al hombre rata. Coleman soltó un gruñido ahogado y arrancó la nariz del padre. Mal disparó tres veces, hiriendo a Loftis en el flanco y en el pecho, arrancándolo de la criatura que lo atacaba. Coleman abrazó a papá como un animal famélico y le mordió la garganta. Buzz le apuntó a la cabeza erguida, pero Mal le aferró el brazo para disparar él de nuevo. La bala de Mal rebotó desconchando las paredes en zigzag. Buzz se liberó y disparó; Coleman se llevó una mano al hombro, Mal sacó las esposas y corrió.

Buzz se arrojó al suelo e intentó apuntar, pero las piernas y la chaqueta ondeante de Mal se interponían. Se levantó y echó a correr, vio que Coleman empuñaba el arma del suelo y apuntaba. Uno, dos, tres disparos: Mal cayó y rodó con la cara destrozada. El cuerpo se desplomó ante él. Buzz caminó hacia Coleman y éste esbozó una sonrisa burlona detrás de los colmillos ensangrentados y alzó el arma. Buzz disparó primero, vaciando el cargador contra los dientes de glotón. Gritó cuando al fin dio con una cámara vacía. Siguió gritando, y aún estaba aullando cuando un grupo de policías irrumpió y trató de apartarlo de Mal Considine.

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