Libro I Los primeros años

I

Asentada entre los ríos Pisuerga y Esgueva, la Valladolid del segundo tercio del siglo XVI era una villa de veintiocho mil habitantes, ciudad de servicios a la que la Real Chancillería y la nobleza, siempre atenta a los coqueteos de la Corte, le prestaban un evidente relieve social. Con el Duero, Pisuerga y Esgueva, antes de desmembrarse éste en los tres brazos urbanos, daban acogida, por un lado, a las casas de placer de la aristocracia, mientras facilitaban, por otro, una suerte de muralla natural a los periódicos asedios de la peste. El recinto propiamente urbano estaba circuido por huertas y frutales (almendros, manzanos, acerolos) y éstos, a su vez, por un círculo más amplio de viñas, que se extendían en ringleras por los cerros y el llano, hasta el extremo de que las calles de cepas, revestidas de hojas y pámpanos en el estío, cerraban el horizonte visible desde el Cerro de San Cristóbal a la Cuesta de La Maruquesa. En la margen izquierda del Duero, avanzando hacia el oeste, detonaban los nuevos pinares, en tanto, más allá de las grises colinas, en dirección norte, una ancha franja de cereal enlazaba el valle con el Páramo, una gran extensión de pastos y encinas habitada por los pastores de ganado lanar. Semejante disposición facilitaba el abastecimiento de la villa, tierra preferentemente de pan y vino, con un tinto flaco en los majuelos más próximos, alegres tintillos en la zona de Cigales y Fuensaldaña y los extraordinarios blancos de Rueda, Serrada y La Seca. Según normas de la Cofradía Los Herederos del Vino, monopolizadora de esta bebida, en Valladolid no podían ser vendidos mostos ajenos en tanto no hubieran sido consumidos los propios. Una ramita verde a la puerta de una taberna anunciaba cuba nueva y, en tales casos, los criados de casa grande, las criadas de casa media y los vallisoletanos más pobres en persona, formaban largas colas a la puerta del establecimiento, para decidir sobre la calidad del nuevo caldo. Amigo del zumo de cepas, el vallisoletano del siglo XVI, hombre de paladar sensible, distinguía el vino bueno del malo, aunque gustara de ambos, de tal modo que la cifra de consumo por habitante y año ascendía a los doscientos diez cuartillos, guarismo que, descontando a las mujeres, no bebedoras en general, los niños, los abstemios y los pobres, expresaba una cantidad per cápita de mucho respeto.


Encajonada entre los dos ríos, la villa, de pequeñas dimensiones (donde, al decir de las gentes de la época, cuando el pan encarecía había hambre en España), componía un rectángulo con varias puertas de acceso: la del Puente Mayor al norte, la del Campo al sur, la de Tudela al este y la de La Rinconada al oeste. Y salvo el cogollo urbano, empedrado y gris, con una reguera de alcantarillado exterior en el centro de las rúas, la villa resultaba polvorienta y árida en verano, fría y cenagosa en invierno y sucia y hedionda en todas las estaciones. Eso sí, allí donde la nariz se arrugaba, la vista se recreaba ante monumentos como San Gregorio, la Antigua y Santa Cruz o los recios conventos de San Pablo y San Benito. Calles estrechas, con soportales a los costados y casas de dos o tres pisos, sin balcones, con comercios o tallercitos gremiales en los bajos, Valladolid ofrecía en esta época, con su vivo tráfago de carruajes, caballos y acémilas, un aspecto casi floreciente, de manifiesta prosperidad.


Antes de que se instalara la Corte, la noche del 30 de octubre de 1517, el coche que ocupaban el hombre de negocios y rentista, don Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina de Bustamante, se detuvo ante el número 5 de la Corredera de San Pablo. Al salir de la casa de don Ignacio, rubio y lampiño, oidor de la Real Chancillería, hermano de don Bernardo, donde habían pasado la velada, doña Catalina había confiado discretamente a su marido sentir dolores en los riñones y, en este momento, al detenerse bruscamente los caballos ante el portal de su casa, volvió a aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo, poco experto en estas lides, primerizo a sus cuarenta años, instó al criado Juan Dueñas, que sostenía la portezuela del coche, que acudiese vivo a casa del doctor Almenara, en la calle de la Cárcava, y le hiciera saber que la señora de Salcedo estaba indispuesta y requería su presencia.


Don Bernardo Salcedo consideraba al niño que se anunciaba como un verdadero milagro. Casado diez años atrás, el inesperado embarazo de su esposa constituyó para ambos una sorpresa. Los Salcedo no solían incurrir en estas vulgaridades. Fue doña Catalina, la que, intrigada por la infertilidad de su matrimonio, se puso en manos de don Francisco Almenara. Don Francisco era el más prestigioso médico de mujeres en toda la región. Autorizado para curar en 1505 por el Real Tribunal del Protomedicato después de brillantísimas pruebas, sus prácticas junto al acreditado doctor don Diego de Leza no hicieron sino confirmar los esperanzadores auspicios. Hoy la fama del doctor Almenara había salvado fronteras y los más importantes industriales tejedores de Segovia y los más famosos comerciantes de Burgos acudían habitualmente a su consulta. Sin embargo a doña Catalina Bustamante le costó lágrimas la decisión. ¿Cómo mostrar las partes pudendas a un desconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con su marido no dieran fruto? Pero su curiosidad pudo más que su pudor. Aunque ella no suspiraba por un hijo, como buena pragmática deseaba saber por qué su conducta, análoga a la de tantas mujeres, no producía los mismos efectos. Días después el noble porte del doctor Almenara, embutido en su loba de terciopelo oscuro, el rubí pendiente del gorjal, su luenga barba puntiaguda y la disforme esmeralda que ornaba su pulgar derecho, acabaron con sus escrúpulos y reticencias. A su aceptación contribuyeron también los correctos modales del sanador, sus palabras suaves apenas musitadas, la delicadeza con que solicitaba acceso a las partes más íntimas de su cuerpo y los contactos, mínimos pero turbadores, que exigía su cometido. El largo período que estuvieron en sus manos disipó todo recelo en el ánimo de doña Catalina y abrió el corazón de don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar terribles pruebas, como la del ajo, para intentar averiguar quién de las dos partes era la causante de la esterilidad matrimonial. Con este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina de doña Catalina un diente de ajo, debidamente pelado, antes de meterla en cama:


– Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olerla -advirtió.


Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la casa durante horas y cuando, sobre las nueve de la mañana, oyó a la puerta los cascos de la mula del doctor levantó el visillo de la ventana con inquietud manifiesta.


El criado del doctor, que traía a la caballería del ronzal, ayudó a apearse a su dueño y ató aquélla a la armella de la columna. Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.


– ¿Cómo? -A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.


– El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento -insistió el doctor inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció.


– Otra vez, si no le importa.


La esposa de don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz de don Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una actitud de gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don Bernardo en el despacho de éste, se sentó en el escritorio y miró al señor Salcedo con inusitada frialdad:


– Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas -dijo simplemente.


– ¿Qué quiere decir, doctor?


– La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.


La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:


– ¿Quiere sugerir…? -apuntó, pero fue incapaz de proseguir.


– No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo.


¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas.


La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.


Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían hecho torpes y resignados:


– Eso quiere decir que soy yo el causante del fracaso matrimonial.


Almenara le miró de abajo arriba con un asomo de desprecio:


– En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo.


Quiero decirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la posibilidad de que ambos estén en condiciones de procrear y, por lo que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.


– O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.


– Llámelo como quiera.


El señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los conocimientos del doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre las familias más distinguidas de la ciudad, su lucidez. Asimismo era del dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos doce volúmenes, no tantos como en la de su hermano Ignacio, pero suficientes para dar idea de su grado de ilustración. No era cosa de coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:


– Y ¿la ciencia no dispone de ninguna otra prueba, doctor, digamos menos afrentosa, un poco más delicada?


– Podríamos someter a su esposa a la prueba de la orina, pero es una operación asquerosa y tan poco fidedigna como la del ajo.


– ¿Entonces?


Almenara se levantó lentamente del escritorio. Embutido en su loba de terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente del codo a don Bernardo:


– Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced más deprimente, el hecho de no tener descendencia o tener que reconocer ante su esposa que el responsable es usted?


El señor Salcedo carraspeó:


– Veo que también vuesa merced es especialista en hombres -dijo.


– Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los hombres. Son conocimientos complementarios.


Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:


– ¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como usted dice, no se entienden?


– Es un buen consejo -sonrió-.


Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pide que mienta.


Aquella concesión del doctor Almenara salvó la armonía del matrimonio y la amistad entre los dos hombres. Pero, cuando ocho años después, sin otra novedad en la vida matrimonial que el simple paso del tiempo, don Bernardo y doña Catalina volvieron por la consulta, informando que la señora había tenido dos faltas, el doctor Almenara se congratuló de su discreción. Hizo tender a doña Catalina en la mesa ortopédica y le tomó el pulso detenidamente. Luego colocó la palma de su mano derecha en el pecho izquierdo, sobre el corazón de la paciente, y al sentir la agitación de doña Catalina, murmuró:


tranquila, tranquila, señora, no tiene usted fiebre. Se volvió hacia su amigo y rubricó: calentura no tiene, señor Salcedo. Seguidamente se dobló por la cintura, aplicó la oreja al pecho de la mujer y escuchó el apremiado latido de su corazón. Al concluir, su mano experta abrió un hueco entre el corpiño y la faldilla y exploró el vientre, las durezas del bazo y el hígado, las más escurridizas de los intestinos. Pero su mano descendió todavía un poco más. A doña Catalina se le cortaba el resuello; estaba a pique de desmayarse, era la mano derecha, la de la esmeralda en el pulgar, y a veces sentía en el pubis las suaves aristas de la piedra. El doctor Almenara actuaba con excesiva audacia esta mañana. Finalmente sacó la mano y fue a lavárselas a la jofaina. Habló mientras se secaba:


– Las faltas son casi siempre un indicio concluyente de preñez -observó-, pero en tan poco tiempo no es posible apreciar nada al tacto. -Miró a Salcedo y añadió como si retomara el tema de ocho años atrás-: Estas cosas ocurren en medicina. Las aportaciones de vuesas mercedes, que parecían no entenderse, han amigado de pronto.


Celebrémoslo. Les espero dentro de ocho semanas.


El matrimonio volvió por la consulta dos meses después pero, para entonces, doña Catalina pasaba las mañanas en náusea permanente y, en dos ocasiones, había llegado al almadiamiento y el vómito. Se lo dijo al doctor antes de tenderse en la mesa. El doctor la auscultó pacientemente pero, apenas inició el tacto en el vientre, las comisuras de su boca se distendieron:


Aquí tenemos la cabeza del joven Salcedo -dijo y sonrió más ampliamente-: Se han salido ustedes con la suya.


Mes tras mes, doña Catalina, acompañada por su esposo, visitaba al doctor Almenara. Suponía un motivo de orgullo oír de su boca la confirmación periódica de la próxima maternidad. No obstante, a los ocho meses de embarazo, el doctor formuló una pregunta enfadosa:


¿Están vuesas mercedes seguras de haber llevado bien las cuentas?


Don Bernardo se aceleró: las faltas no engañan, doctor. La primera vez que le visitamos llevaba dos, luego ahora son ocho exactamente.


La cabecita es muy chica -comentó el doctor-: no mayor que una manzana.


Al mes siguiente confirmó que todo iba bien, salvo el tamaño del feto, demasiado ruin, pero que ya no cabía hacer otra cosa que esperar. Finalmente, como si formulara la pregunta más inocente del mundo, inquirió de don Bernardo si tenían en casa silla de partos. Don Bernardo Salcedo asintió satisfecho.


Se sentía feliz de poder complacer al doctor Almenara hasta en aquel pequeño detalle. Se extendió en pormenores sobre la flotilla de la lana y la previsión de don Néstor Maluenda, el conocido comerciante burgalés, al regalársela a su esposa no bien apareció en los mercados de Flandes como una novedad.


Ellos la inventaron -sonrió el doctor. Pero de nuevo adoptó un tono despectivo para puntualizar-:


Por más que, dado su tamaño, tampoco el joven Salcedo precisará ayudas para irrumpir en este mundo.


Ahora, doña Catalina esperaba al doctor deambulando por la sala y, de vez en cuando, asía la consola con ambas manos, contraía el rostro y enrojecía sin decir palabra:


– ¿Otra vez? -preguntaba don Bernardo solícito consultando el reloj. Ella asentía-. Son cada vez más frecuentes, apenas un par de minutos, quizá menos -añadió él.


Salcedo, en el fondo, se sentía envanecido de haber provocado esta conmoción. Le latía en los pulsos la inmodestia del semental, antes que la de padre. Después de tantos azares lo había conseguido. Admiraba la serenidad de su mujer y le chocaba su atuendo discreto, dadas las circunstancias, su falda acampanada de verdugos disimulando la preñez, el gonete de escote redondo, abriéndose a los lados, sugestivamente, sobre los hombros. Sonrió para sí. El día que estrenó aquel gonete no tuvo paciencia para desnudarla. A veces le asaltaban estos impulsos inmoderados sin que acertara a explicar la causa. Dependían más de sus exigencias carnales que de la vestimenta de su esposa. No obstante siempre le había excitado este gonete insinuante, los blancos y frágiles hombros compitiendo con la seda de la prenda. De nuevo su esposa contraía el rostro agarrada a la consola y, una vez pasado el dolor, doña Catalina agitó nerviosamente la campanilla de plata. Apareció Blasa, la vieja cocinera, rutando, arrastrando las chinelas, con una saya de paño burdo y una cofia en la cabeza. Blasa había empezado a servir a los cinco años en casa de la abuela de doña Catalina para entretener a la madre de ésta, recién nacida. Luego la había visto nacer a ella. Era una institución en la casa. Sin embargo, no hizo ningún comentario cuando la señora comunicó que su hijo se anunciaba ya, que preparase la habitación y calentara agua en la cocina. A Modesta, la doncella, era preferible no decirle nada. Que se acostara. No estaba bien que a sus pocos años se viera envuelta ya en estos bretes. En cuanto a Juan Dueñas, el criado que había ido a recoger al doctor, no tardaría pero convenía que estuviera dispuesto para cualquier eventualidad durante la noche. Por de pronto que sacara del cuarto de los armarios la silla de partos que llevaba dos lustros encerrada en lo alto de uno de ellos. La Blasa asentía y asentía, con su pesada cabeza, con sus hinchados párpados, totalmente pasiva ante el revuelo que se avecinaba. Miró a su señora con ojos fatigados:


– ¿Alguna cosa más, señora?


Pero doña Catalina atendía a su esposo que le aconsejaba, en tono didáctico, que se pusiera cómoda, que no pensaría dar a luz con el gonete y la falda verdugada.


Entre el nerviosismo y las contracciones, doña Catalina no había pensado aún en la vestimenta apropiada. Don Bernardo precisó:


– Ropas de noche, flojas y abiertas naturalmente.


Se oyó rodar un carruaje. El señor Salcedo conocía cada bache, cada adoquín desajustado en la calle, y el crujido especial de su viejo coche al salvarlos:


– Pronto -dijo-, ha llegado el doctor.


Doña Catalina escapó de la habitación por el falsete mientras don Francisco de Almenara, con su loba de terciopelo oscuro y su maletín negro en la mano de la esmeralda, accedía por la puerta principal. El doctor sabía de la importancia de una irrupción ostentosa. El médico o la comadre en casa de una primeriza era una especie de dios. Don Bernardo se acercó a él, preso de una extraña agitación:


– La cosa ha comenzado, doctor.


– ¿Siente dolores?


– Hace más de una hora. Cada dos minutos.


Don Francisco de Almenara miró en derredor y echó en falta la presencia de la comadre. Don Bernardo se excusó: ignoraba que fuera indispensable. El doctor anotó en un papel dos nombres y dos direcciones y el señor Salcedo llamó a Juan Dueñas: Recoja a la primera. A la segunda, únicamente si la otra estuviera ausente. Después condujo al doctor hasta el dormitorio pero, como buen hombre celoso, golpeó con los nudillos antes de entrar. Doña Catalina dijo adelante con voz sofocada. Se había encamado con el camisón de novia y una bata floja sobre los hombros y se recostaba sobre dos almohadas de lana. El doctor Almenara retuvo la puerta y se dirigió a don Bernardo con delicadeza:


– Es preferible que espere fuera.


El señor Salcedo dio un paso atrás, humillado. ¿Qué pretendía hacer el aguerrido doctor Almenara a solas con su esposa? Los minutos discurrían con lentitud exasperante. Con la gruesa puerta de roble por medio, apenas se oían tenues murmullos y cuando el doctor le dio acceso se precipitó en el santuario, como había denominado al dormitorio conyugal desde el día de su matrimonio. El doctor Almenara le frenó:


– Todo normal -dijo-. La dilatación ha comenzado.


La comadre había llegado. Era una mujercita pequeña y dura, de piel apergaminada, embutida en una saya vieja y con la cabeza cubierta por una toca. El doctor se dirigió a ella:


– Buenas noches, Victoria -dijo-. Las cosas marchan correctamente pero no conviene dormirse.


Prepare a la parturienta un agua de artemisa.


Modesta, con sus andares saltarines, iba tras ella pero Don Bernardo la detuvo:


– Usted debe acostarse -dijo-.


Blasa atenderá a la señora. -Se volvió a Juan Dueñas que le miraba inmóvil desde la puerta:


– Usted espere abajo, Juan.


Aún no sabemos si vamos a necesitarle.


Doña Catalina tomó dócilmente la pócima sin que aparentemente las cosas cambiaran. Sin embargo la dilatación progresaba. La comadre iba y venía a la sala:


– La dilatación es suficiente, doctor, pero no veo voluntad de participar. Está pasiva.


– Déle un ruibarbo.


La paciente movió el vientre con el ruibarbo. Escondía el rostro contra las almohadas a cada contracción pero no se esforzaba.


– Apriete -dijo el doctor.


– Que apriete, ¿dónde?


Cundía el desconcierto:


– Cuando le venga el dolor, haga usted fuerza.


El doctor se sentó en la descalzadora. Al oír que la parturienta se quejaba volvió la cara hacia ella:


– ¡Apriete!


– No puedo, doctor.


Don Francisco Almenara se levantó. La cabeza está ahí, es pequeña, ¿por qué demonios no sale? -dijo el doctor. Pero transcurrió media hora y el panorama no había cambiado. La dilatación estaba hecha pero doña Catalina seguía sin participar:


– ¡Victoria! -voceó el doctor entonces con energía-: ¡La silla de partos, por favor!


El propio don Bernardo ayudó a introducirla en el dormitorio. Era un artefacto de madera y cuero, el asiento más bajo que los soportes de las piernas y dos correas en los brazos donde debería agarrarse la paciente para hacer fuerza. La comadre y Blasa, la cocinera, ayudaron a doña Catalina a acomodarse en la silla. La parturienta, demacrada, con las piernas abiertas en alto y el nalgatorio apoyado en el asiento de cuero negro, ofrecía un aspecto desairado y ridículo.


Le asaltó un dolor y el doctor dijo: Haga fuerza y ella frunció la cara, pero, cuando el dolor se disolvió, empezó a alterarse y ordenó a su marido con cajas destempladas que saliese y esperase en la sala, que le disgustaba que fuese testigo de su degradación. Nunca pensó don Bernardo que el nacimiento de un hijo comportase un proceso tan prolongado y vejatorio.


A las dos y media de la madrugada del 31 de octubre de 1517, la dilatación estaba prácticamente terminada pero el niño no salía y doña Catalina gritaba pero seguía sin poner nada de su parte para llevar el proceso a buen término.


Fue en ese momento cuando el prestigioso doctor Almenara pronunció una frase que había de hacerse popular en la villa: Este niño está pegado -dijo. Justo en ese instante ocurrió algo inimaginable: la cabeza de la criatura desapareció del acceso y, en su lugar, asomó su bracito con la mano abierta que se agitaba como si se despidiese o saludase. Y allí quedó después el brazo, desmayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas de la dama.


– Este condenado se ha dado la vuelta -dijo el doctor fuera de sí-. Atiéndale, rápido.


La comadre abrió la cesta y sacó de ella un frasco de aceite de eneldo y una cajita de manteca, untó el bracito varado con ambas sustancias y mediante un rápido movimiento, muy profesional y sabio, volvió a meterlo en el vientre de su madre. La paciente se dejaba hacer dócilmente y, cuando advirtió que el doctor se quitaba del dedo pulgar el gran anillo de la esmeralda y lo dejaba sobre el tocador, se sintió tan desvalida como si se hubiese desenroscado la mano y descargara en ella toda la responsabilidad. Pero, de manera imprevista, sucedió todo lo contrario. Ella notó de repente su poder en el vientre, el doctor sujetó el hombro del bebé con sus dedos afilados y, muy hábilmente, le hizo girar de forma que la pequeña cabeza quedara de nuevo opilada sobre la vulva.


Doña Catalina, que había perdido los modales y gritaba e insultaba a todos los presentes, volvió a experimentar una acumulación de energías en la pelvis, chilló, apretó con todas sus fuerzas mientras la comadre la animaba: así, así y, de pronto, como si fuese un bolaño, un pedazo sanguinolento de carne rosada salió proyectado con fuerza, el doctor retiró la cabeza para evitar el impacto, y la criatura aterrizó sobre la blanca toalla que la comadre sostenía entre sus brazos poco más atrás. Le miró atónita:


– ¡Un niño! -dijo-. Qué menudo es, parece un gatito.


Entró apresurado don Bernardo y el doctor Almenara, que se lavaba las manos en la jofaina, le miró fijamente y le dijo:


– Ahí tiene a su hijo, señor Salcedo. ¿Creen vuesas mercedes que han contado bien? Por el tamaño parece sietemesino.


Pero el esfuerzo, el bochorno, el reteso de doña Catalina, que por vez primera en su vida había realizado una tarea personal por sí misma, sin apelar a manos mercenarias, tuvo sus dolorosas consecuencias. Se sentía exhausta y desarmada y, cuando a la mañana siguiente le entregaron el niño para que mamase, el pequeño retiró la cabecita del pezón aquejado de un llanto convulso. El doctor Almenara, que había presenciado la reacción del recién nacido, auscultó pacientemente a doña Catalina, colocó la mano del anillo sobre el pecho izquierdo de la enferma, se volvió hacia don Bernardo y sus hermanos, que se habían presentado en la casa inopinadamente, y pronunció otra de sus frases lapidarias:


– La parturienta padece calenturas. Habrá que buscar una nodriza.


La influencia de la familia Salcedo se desplegó por la villa y pueblos limítrofes. Don Ignacio, oidor de la Chancillería, donde se preparaba esa mañana la recepción del Rey, dio el parte entre el personal subalterno: urgía una nodriza joven, con leche de varios días, sana y dispuesta a alojarse en casa de los padres. Los corresponsales de la lana, en el Páramo, recibieron de don Bernardo la misma consigna: Se precisa nodriza.


La familia Salcedo requiere urgentemente una nodriza. A las doce del día siguiente se presentó una muchacha, casi una niña, procedente de Santovenia, madre soltera, con leche de cuatro días, que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina, aún no demasiado cargada de fiebre, le gustó la chica, alta, delgada, tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación de una muchacha alegre a pesar de todos los pesares. Y una vez que el niño se enroscó en su regazo y estuvo una hora inmóvil tirando del pezón y se quedó dormido, doña Catalina se conmovió. El “fervor materno” de aquella chica se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al acostar a la criatura, en la comunión de ambos a la hora de alimentarlo. Deslumbrada por tan buena disposición, doña Catalina la contrató sin vacilar y la alabó sin reservas. De esta manera apresurada Minervina Capa, natural de Santovenia, de quince años de edad, madre frustrada, empezó a formar parte de la servidumbre de la familia Salcedo en la Corredera de San Pablo 5.


Tampoco Minervina encontró resistencia en la cocina donde Blasa, la cocinera, era, en principio, un hueso duro de roer. Había dado al niño dos tomas de leche de burra, rebajada con agua y muy azucarada, como vio en tiempos hacer a su madre, antes de aparecer Minervina, y doña Catalina temió un recibimiento hostil. Pero a la señora Blasa le había intrigado la procedencia de la chica y, tan pronto se vio a solas con ella, le preguntó si conocía en su pueblo a un tal Pedro Lanuza, padre de dos rapazas bien apersonadas y ligeras de cascos, y no había terminado de formular la pregunta cuando Minervina rompió a reír:


– Toda la famila alumbrada, señora Blasa.


– Y ¿qué quieres decir con eso?


– Lo que oye, señora Blasa, alumbrados, de esos que dicen que Nuestro Señor prefiere ver a un hombre y una mujer en la cama que en la iglesia rezando latines.


– ¿Eso dicen en tu pueblo?


Siempre fue un poco rara esa familia.


Minervina se esforzó por recordar más cosas para complacer a la señora Blasa, para caerle en gracia:


– También dicen que Nuestro Señor viene a ellos sin más que sentarse a esperar. Que basta quedarse quietos y aguardar para que el Señor los ilumine. Por eso les dicen también los “dejados”.


La Blasa asentía:


– Ese mote le cae mejor al Pedro Lanuza que el otro, ya ves.


En la vida vi a un hombre más vago y abandonado que él.


– Pues si quiere verlos, los sábados bajan a Valladolid, en la burra, a casa de una tal Francisca Hernández y de un cura que también le dicen don Francisco.


La Blasa abrió el ojo:


– Y ¿dónde vive la Francisca Hernández esa, hija?


– Ni me recuerdo, señora Blasa, pero si usted tiene interés el primer día que vaya al pueblo lo pregunto.


Así tomó Minervina posesión de los dominios de la Blasa. La Modesta, corta y tímida, pero disparatada, también aceptó a la chica complacida. Habituada a la vieja, halló en la nueva compañera juventud, unos puntos de vista más afines y una conversación fluida, impropia de una chica de pueblo.


Doña Catalina pasó el día tranquila. La aparición de Minervina, tan limpia como bien mandada, la había sosegado. Para acrecentar su bienestar, a mediodía se presentó doña Gabriela, su cuñada, a darle cuenta de los festejos de la villa: los cuarenta mil forasteros llegados para recibir al Rey, las calles hirvientes, los arcos de madera revestidos de follaje en las esquinas, los paneles y tapices engalanando las casas más nobles.


Y, luego, la marcial parada en el Nuevo Espolón, el infante don Fernando, flanqueado por el cardenal de Tortosa y el arzobispo de Zaragoza, seguidos de heraldos, alguaciles, ujieres y maceros. El gentío se desgañitaba dando vivas al Rey al aparecer don Carlos sobre el adoquinado, solo, apuesto, por el centro de la calzada, caminando al ritmo de los timbales, los diamantes engarzados en su traje brillando al sol de noviembre. Le precedía una banda de trompetas y tambores y velaban su retaguardia quinientos arcabuceros, cuatrocientos alemanes y cien españoles, tras los cuales desfilaban su hermana, doña Leonor, con las damas del séquito atendidas por nobles y, cerrando el cortejo, una compañía de arqueros haciendo caracolear a sus caballos y dando vivas a Castilla y al Rey. Doña Catalina, mujer de fáciles emociones, comenzó a temblar bajo el edredón y doña Gabriela, al advertir su encendimiento, hizo derivar la conversación hacia el gran elefante instalado en la Plaza del Mercado para regocijo de niños y adultos.


Al día siguiente, sin razones aparentes, doña Catalina empeoró.


Le subió la calentura y el doctor Almenara admitió que podía tratarse del mal de madre y, con objeto de ganar tiempo, ordenó al barbero cirujano Gaspar Laguna, que en su día había vuelto a la vida al presidente de la Chancillería en situación desesperada, que practicase a la enferma una sangría, cosa que llevó a cabo con admirable destreza. Pero como, al día siguiente, doña Catalina continuara en el mismo estado, don Francisco Almenara abrió un nuevo camino a la esperanza apelando a la triaca magna:


– Hay que dársela. No queda otro remedio.


La matrona asintió. Don Bernardo, resignadamente, buscó unas monedas en los bolsillos de la ropeta para el remedio, pero el doctor, al advertir su ademán, le informó que se trataba de un medicamento caro. ¿Como cuánto de caro? -inquirió Salcedo. Doce ducados -concretó el doctor. ¡Doce ducados! -estalló don Bernardo. El doctor argumentó las razones de este precio: Tenga usted en cuenta que sólo se fabrica en Venecia y que en el preparado entran más de cincuenta elementos distintos.


Mientras la Modesta bajaba a la botica de Custodio, se oyeron pasar caballerías por la calle y, acto seguido, un “viva el rey” y el rumor de alabarderos desfilando acompasados por el redoble de un tambor. De pronto, como una tiple que respondiera en escena a la voz poderosa del barítono, sonó el tintineo de una esquilita entre el estruendo militar. Don Bernardo retiró el visillo de la ventana.


Había encargado en el Convento de San Pablo la misa de las Cinco Llagas por la salud de la enferma y el santo viático por si acaso las cosas se torcían. A su derecha vio venir a fray Hernando, con el cáliz cubierto, y a un monacillo a su lado, agitando la campanilla. La gente se hincaba de rodillas a su paso y, al levantarse, sacudían vigorosamente el polvo de las calzas o de las sayas. En las escaleras, la campanilla del monacillo se hizo más aguda, sonora e imperativa. Don Bernardo se acercó a fray Hernando:


– La unción es suficiente, padre; ya no conoce.


Y, en el momento en que el sacerdote iniciaba las preces, la barbilla de doña Catalina se desplomó sobre el pecho y quedó inmóvil, con la boca abierta. El doctor se adelantó hasta ella, le tomó el pulso y puso la mano de la esmeralda sobre su corazón. Se volvió a los asistentes:


– Ha muerto -dijo.


Un cuarto de hora más tarde, la Modesta, con la triaca magna en la mano, se tropezó con Juan Dueñas en el portal. Dijo Juan Dueñas lacónicamente:


– La señora doña Catalina ha muerto.


A la Modesta se le escapó un sollozo. Ascendió la escalera lentamente, sujetándose al pasamanos.


La imponían los muertos y aspiraba a dilatar su entrada en la casa.


Por la puerta entreabierta divisó a don Bernardo, sus hermanos, Blasa y la nueva compañera alterando la posición de los muebles en el vestíbulo, haciendo sitio. Permaneció quieta, sin entrar. Pocos minutos después llegaban las endechaderas e instalaron, en el despacho, la capilla ardiente. Modesta aprovechó el momento de confusión para llegar a la cocina. Minervina, deshecha en lágrimas, sentada en un taburete, daba de mamar al niño recién nacido, en tanto Blasa, la cocinera, atizaba el fuego impávida, con esa indiferencia propia de los seres muy vividos, arrancados prematuramente de su origen. Modesta se incorporó a la actividad doméstica. Entregó la medicina al señor. Don Bernardo musitó: doce ducados tirados a la calle. Ella dijo con vocecita inaudible: Lo siento, señor Bernardo; salud para encomendar su alma.


Pero ya empezaba el trajín de las visitas, las llamadas a la puerta, las flores, y ella acudía sin demora. La gente venía en pequeños grupos y pasaban a la sala donde don Bernardo y su hermano los recibían. Una de las veces que cruzó ante la puerta abierta del despacho, miró de soslayo y divisó a la señora sobre una mesa, los ojos y la boca cerrados, exangüe, indiferente y tranquila. Durante toda la tarde no cesaron las visitas. Llegaban cabizbajos y salían aliviados, descargados de una obligación penosa. Aparecían ramos de flores que la Modesta llevaba hasta el despacho con los ojos entrecerrados. Le aterrorizaba volver a ver a la señora. Junto al cadáver, doña Gabriela, la cuñada de la difunta, dirigía las oraciones de grupo. Ya avanzada la noche, cuando los amigos se despidieron y quedaron solos, don Bernardo y su hermano, el albacea, se sentaron juntos a los pies de la difunta, como era vieja costumbre familiar, para leer sus disposiciones testamentarias. Por primera providencia, doña Catalina deseaba ser enterrada en el atrio del Convento de San Pablo, no en el interior de la iglesia, ya que, a causa de los enterramientos, dentro había unos desagradables efluvios que le quitaban la devoción. Doce mujeres jóvenes y pobres la acompañarían a su última morada, vestidas de azul y blanco y con un cirio encendido en la mano. Don Bernardo abonaría a cada una de ellas un real de vellón por su compañía. El entierro debería efectuarse tras una misa de réquiem en la misma iglesia, a la que seguirían, en fechas sucesivas, un novenario de misas cantadas con diáconos y subdiáconos y otras en cada templo de la villa en la octava de su fallecimiento. Don Bernardo leía estas disposiciones con voz entrecortada, no tanto por su aflicción, como porque conocía la liberalidad de doña Catalina, que temía se manifestara a cada paso. Y su voz temblorosa se quebró del todo cuando, con su característica letra picuda, la difunta ordenaba, sin lugar a otras interpretaciones, que se constituyese un juro en favor del Convento de San Pablo que rentase, cuando menos, dos mil seiscientos cincuenta maravedíes al año.


Cuando al fin pudo leer esto, don Bernardo hizo una pausa, miró a su hermano por encima del papel y dijo con acento alambicado:


– Catalina había nacido para princesa.


Pensó en el almacén de la Judería, en sus fincas de Pedrosa y en Benjamín, el rentero:


– Un juro así no bajará de treinta aranzadas -añadió.


Su hermano Ignacio, oidor de la Chancillería, rubio, con el pelo corto, y barbilampiño, se sintió molesto, arrugó la nariz como ante un mal olor:


– Es de ley -dijo-. Tú puedes pagar sobradamente ese juro.


Siempre hubo una relación muy estrecha entre ambos hermanos, tan diferentes, empero, en la estimación del dinero. Discutieron a los pies del cadáver, entre el aroma mareante de las flores, y don Bernardo tildó a su esposa de manirrota, pero don Ignacio, discretamente, cortó la conversación haciendo ver a su hermano que no era el momento apropiado para emitir tales juicios.


A la mañana siguiente, con el cadáver sentado en el coche, sujeto con cuerdas, y conducido por Juan Dueñas, Bernardo e Ignacio Salcedo presidieron los sufragios por la difunta. Doce muchachas, casi niñas, con rostros seráficos, vestidas de azul y blanco, flanqueaban el coche, entonando con voces nasales cánticos religiosos. Alineadas luego, en la nave central del templo, escoltando el cadáver, sus rostros juveniles restaban severidad a la ceremonia. A continuación, los restos de doña Catalina Bustamante recibieron tierra en el atrio y el acompañamiento desfiló ante los hermanos, estrechando sus manos, dándoles paz en el rostro o prodigándoles palabras de consuelo.


Concluidos los pésames, ante la emoción de los amigos, el joven viudo distribuyó entre las jóvenes penitentes los doce reales de vellón acordados en las disposiciones.


De regreso a casa, doña Gabriela, acompañada por los dos hombres, pasó por el cuarto de plancha para ver al pequeño Cipriano y, ante él, aparentemente dormido, soltó dos lágrimas inoportunas.


Don Bernardo, en cambio, a su lado, contemplaba a la criatura con rostro impasible. A la cabecera de la cunita, la joven Minervina había colocado un lazo negro de tafetán. Los ojos de don Bernardo se endurecieron.


– ¿Qué pensará mientras duerme el pequeño parricida? -murmuró.


Don Ignacio le tomó por el hombro.


– Por favor; no disparates así, Bernardo. Nuestro Señor te puede castigar.


Don Bernardo movió la cabeza de un lado a otro:


– ¿Es que cabe aún mayor castigo que el que vengo padeciendo? -sollozó.


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II

La casa de la Corredera de San Pablo asumió a la muerte de doña Catalina una nueva disposición. El niño Cipriano se incorporó a la vida del servicio, en las buhardillas de madera del piso alto, en tanto don Bernardo quedó como dueño y señor del primer piso, sin otra novedad que la de haber cambiado de sitio el santuario conyugal, instalado, ahora que había dejado de ser santuario, en su despacho de toda la vida.


Como era previsible, dada su corta edad, el niño vivía pegado a su nodriza; de ella mamaba cada tres horas, con ella pasaba el día gorjeando en el cuarto de plancha y con ella dormía en uno de los cuchitriles de arriba, junto a la escalera. Los bajos, en cambio, no sufrieron la menor alteración.


Juan Dueñas, el criado, siguió viviendo allí, en el pequeño chiscón junto a la cuadra, con los dos caballos y las dos mulas y la pequeña cochera al lado.


Ninguna de estas novedades implicó un cambio sustancial en la vida de don Bernardo Salcedo aunque externamente entró en una fase de derrotada pasividad. Dejó de ir al almacén de lanas, en la vieja Judería, y se olvidó por completo de Benjamín Martín, su rentero de Pedrosa. En su inactividad, don Bernardo dejó incluso de visitar a mediodía, con sus amigos, la taberna de Dámaso Garabito y de entonarse con sus blancos selectos. En rigor, el señor Salcedo pasó unos días sentado en un sillón de la sala, frente a los visillos de la ventana, viendo cómo venía la luz y cómo marchaba. Apenas se movía hasta que Modesta le avisaba para comer y él, entonces, se levantaba del sillón de mala gana y se sentaba a la mesa. Pero no comía, se limitaba a manchar el plato para engañarse a sí mismo y, de paso, inquietar al servicio. Interiormente se había señalado una semana de luto pero, en siete días, llegó a un punto de simulación tan perfecto que empezó a gozar de las mieles de la compasión. Desde niño, don Bernardo Salcedo había impuesto a sus padres su voluntad.


Era un muñeco autoritario que no aceptaba imposiciones de ningún tipo. Así creció y, una vez casado, a su esposa doña Catalina la tuvo siempre sometida a una dura disciplina marital. Tal vez por eso sufría ahora, porque le faltaba alguien a quien mandar, con quien ejercitar el poder. Y Modesta, la doncella, al servirle las comidas, mostraba su aflicción con dos lagrimitas. Un día no se pudo contener y le llamó al orden: no se deje vuesa merced -le dijo-. No le vaya a dar que sentir. Estas sencillas palabras hicieron ver a don Bernardo que había otros placeres sutiles en el mundo además del que proporcionaba la autoridad: ser compadecido, provocar lástima.


Atribuirse un sentimiento de dolor tan fuerte como nadie había sentido en el mundo era otra manera de parecer importante. Así llegó a ser maestro en el oficio, maestro de la afectación. Se pasaba el día estudiando ante el espejo gestos y actitudes que evidenciaran su pena.


La ostentación del dolor llegó a ser su meta y lo mismo que fingía no comer ante Modesta, afirmaba que había renunciado a dormir y se lamentaba de sus largas noches en vela, de no pegar ojo, de su insomnio irremediable. Pero, en realidad, don Bernardo, cuando la casa quedaba a oscuras y en silencio, encendía una mariposa y buscaba en la alacena y la despensa algún manjar apetecible que le compensara de su dieta diurna tan escrupulosamente observada. Acto seguido, se desplazaba de un lugar a otro haciendo ruidos deliberadamente para despertar al servicio y confirmar así su vigilia. De este modo la compasión por el viudo doliente se iba extendiendo. Del servicio pasaba a sus hermanos, don Ignacio y doña Gabriela, de don Ignacio a Dionisio Manrique, el jefe del almacén, del jefe del almacén a Estacio del Valle, el corresponsal en el Páramo, y de Estacio del Valle a los demás corresponsales de la meseta y a sus amigos de la taberna de Dámaso Garabito.


Don Bernardo no comía, ni dormía, no hacía otra cosa, decían, que dar unas instrucciones cada mañana a Juan Dueñas, su criado, y charlar un par de horas por la tarde con su hermano, el oidor. La única novedad en la primera quincena de viudo fueron sus paseos por la sala, paseos solemnes, sin objeto, una vez que se cansó de reposar en el sillón. Solía ponerse en pie de manera automática, cada media hora, y recorría a grandes zancadas la estancia, los ojos en el suelo, las manos a la espalda, la mente en sus propios progresos como actor. En relación con estos paseos, Minervina advirtió una cosa chocante:


tan pronto el señor se ponía en movimiento y empezaban a sonar sus pasos sobre el entarimado, Cipriano, el niño, se despertaba. Y otro tanto ocurría cuando don Bernardo subía al piso alto, antes que para ver al niño para que la chica le viera a él abatido y lloroso. Pero diríase que la criatura notaba en sus párpados el filo de su mirada, una molesta sensación de intromisión, porque se despertaba enseguida, estiraba su arrugado pescuecito de tortuga, abría los ojos y recorría con su mirada la habitación girando lentamente la cabeza, antes de arrancarse a llorar.


A Minervina le desagradaba que el señor subiera a los altos sin avisar, que mirase al niño con aquellos ojos inyectados, fríos, llenos de reproches: al niño no le quiere, señora Blasa, no hay más que ver cómo le mira -decía. Pero cada vez que el señor Salcedo subía a verle dormir, el niño quedaba incómodo para el resto del día, se desazonaba y lloraba a cada rato sin razón alguna. Para Minervina las cosas estaban claras: la criatura lloraba porque su padre le daba miedo, le asustaban sus ojos, su luto, su sombría consternación.


Y una vez anochecido, a la hora del baño, Minervina daba cuenta a sus compañeras de las novedades, en tanto el niño jugueteaba en la redonda bañera de latón, chapuzaba con sus manitas, y cada vez que la niñera oprimía la esponja contra sus ojos y los hilillos de agua escurrían por sus mejillas, se sentía sofocado y feliz. Al concluir el baño, le tendía sobre la toalla, en su regazo, le perfumaba concienzudamente y le vestía. Era en esos momentos, ante el cuerpecillo rosado de Cipriano, cuando hablaban entre ellas de su tamaño y la Blasa rezongaba, una y otra vez, que el niño era menudo pero no flaco, porque en lugar de huesos tenía espinas como los peces.


El fingido desconsuelo de don Bernardo y su distanciamiento real hacia el pequeño determinaron la cada día más cálida aproximación de la muchacha. Minervina gozaba viendo la avidez con que el niño tiraba de sus rosados pezones, los juegos de sus manitas, los gorjeos inarticulados, su confiada dependencia. Con el niño en brazos, se le ocurría a veces que su hijo no había muerto, que reposaba allí confiadamente en su enfaldo y que tenía que mirar por él.


– ¡Qué boba! -se decía de pronto-. Pues no estaba pensando que el niño era mío.


Fuera de la atención permanente del recién nacido y de los comentarios que despertaba, lo único que rompía la monotonía cotidiana en aquellos días era la visita vespertina de don Ignacio y doña Gabriela. La belleza y elegancia de ésta encandilaban a Modesta y Minervina y el esplendor de sus atuendos las deslumbraba. Jamás repetía modelo, pero, con unos o con otros, había una tendencia clara a marcar la línea de los pechos y la flexibilidad de la cintura.


Las sayas francesas, las lobas abiertas de brocado, las mangas abullonadas dejando entrever la tela blanca de la camisa, facilitaban motivos de conversación a las muchachas. Pero, además, estaban los andares de doña Gabriela, muy vivos y atildados, sin lastre, como si su cuerpo tuviera el privilegio de flotar, de eludir la acción de la gravedad. Enternecida por la suerte del pequeño, Modesta y Minervina la acompañaban cada vez que subía a visitarlo a las buhardillas. Doña Gabriela nunca aludía al tamaño del niño, le gustaba así, le conmovía su orfandad y, valiéndose de tretas y ardides, trataba de adivinar los sentimientos de su padre hacia él. Se desazonaba cada vez que Minervina le daba cuenta de su sequedad y estuvo a punto de sufrir un soponcio el día que le comunicó que don Bernardo había llamado “pequeño parricida” a la criatura. Dada la aversión de su cuñado hacia su hijo, y confirmada la infertilidad de su matrimonio, una de aquellas tardes silenciosas y confidenciales que siguieron a la viudez de don Bernardo, doña Gabriela, con voz emocionada, brindó a su cuñado la posibilidad magnánima de hacerse cargo del recién nacido, sin papeles ni compromisos de adopción, simplemente para atenderlo, en tanto no alcanzara una edad razonable que su padre determinaría. Don Bernardo pestañeó dos veces hasta que notó en los ojos el calor de una lágrima y dijo rotundo: el niño es mío; su casa es ésta. Hábilmente doña Gabriela le hizo ver que el niño, lejos de consolarle, revolvía en él “tortuosos recuerdos”, y don Bernardo convino que así ocurría en efecto, pero que ésa no era una razón para desentenderse de sus deberes de padre. Le brillaban los ojos y él parpadeaba para simular el tósigo, pero don Ignacio, siempre atento a las reacciones aflictivas de su hermano, le habló de manera discreta de la conveniencia de dar a la criatura una “madre artificial”, vinculada familiarmente a él, a lo que su hermano replicó que, sin necesidad de vínculos, la joven Minervina, con sus pequeños pechos eficaces y su cariño, cumplía ese papel a satisfacción de todos. No hubo en la discrepancia fraterna tirantez ni palabras incorrectas. Simplemente don Bernardo dio la negativa por respuesta.


Algunas tardes, durante la visita de su hermano, el viudo quedaba en silencio, como hipnotizado, mirando el visillo de la ventana oscurecida. Era una de sus habituales puestas en escena, pero su hermano se inquietaba, le preguntaba cosas, le contaba hablillas para sacarle de su pasividad. A don Bernardo le hacía feliz el desasosiego de don Ignacio, el hermano intelectual, la eminencia de la familia. La felicidad de ser compadecido la experimentaba sobre todo en relación con su hermano, el número uno, el discreto. Ajeno a sus fingimientos, don Ignacio seguía con preocupación el extraño proceso de Bernardo. Debes marcarte una tarea, Bernardo, le decía: algo que te distraiga, que te absorba. No puedes vivir así, mano sobre mano, con esa tristeza encima. Don Bernardo replicaba que las cosas marchaban solas y había que dejarlas; que el secreto de la vida estribaba en poner las cosas a funcionar y dejarlas luego para que avanzasen a su ritmo. Pero Ignacio argumentaba que tenía el almacén abandonado y que a Dionisio Manrique le faltaban luces para sustituirle. Y otro tanto le ocurría con Benjamín Martín, el rentero de Pedrosa, a quien debería visitar al menos para formalizar el juro de doña Catalina. Pero don Bernardo, en principio, no atendía los consejos de su hermano. Únicamente, transcurridos unos meses, cuando empezó a aburrirse en su papel de viudo inconsolable y a echar de menos los vinos en la taberna de Garabito, admitió que el placer de ser compadecido no bastaba para llenar una vida. Entonces empezó a mostrarse más blando y receptivo con su hermano que, por su parte, había llegado a la conclusión de que únicamente un acontecimiento inesperado, una sacudida, podía sacar a Bernardo de su postración. Y la sacudida se produjo, en forma de correo urgente, una tarde en que don Ignacio, como de costumbre, animaba a su hermano a cambiar de vida. El correo venía de Burgos y se trataba de una carta de don Néstor Maluenda, el notable comerciante burgalés que en su día tuvo la atención de regalarle a su señora una silla de partos, de tan amargos recuerdos. Para don Bernardo, que guardaba hacia el comerciante consideración y respeto, aquella carta anunciándole la salida de Bilbao de la flotilla de la lana significó una advertencia liberadora. Los vellones llevaban almacenados en la Judería desde el mes de agosto y la lana de toda Castilla -salvo Burgos y Segovia- se pudría allí sin que él hubiera tomado ninguna determinación.


Despachó el correo de vuelta con una carta para don Néstor Maluenda pidiendo disculpas por el retraso y anunciándole que la expedición castellana partiría hacia Burgos el 2 de marzo, que harían el viaje en tres días, quemando etapas, y que él, personalmente, conduciría la caravana.


A la mañana siguiente, contrató con Argimiro Rodicio cinco tiros de ocho mulas cada uno y cinco grandes plataformas para el día 2.


Avisó asimismo a Dionisio Manrique y Juan Dueñas para que estuvieran preparados para el viaje.


Él mismo conduciría la primera plataforma. No lo había hecho más que una vez en su vida pero ahora debía a don Néstor Maluenda una reparación. Por otro lado intuía que conducir ocho mulas a trote largo, a punta de látigo, le produciría el desahogo físico que precisaba. Así, en la madrugada del día 2, una vez cargados los fardos, don Bernardo se vistió la ropa campera, con sombrero y zamarro, y cruzó el Puente Mayor capitaneando la expedición. Tras él marchaban Dionisio, el encargado del almacén, con otra carreta de ocho mulas, otros dos carreteros blasfemos por él contratados y, cerrando filas, el fiel Juan, a quien don Bernardo Salcedo había adiestrado en los más variados oficios.


Ya en el camino, lleno de charcos y de rodadas, don Bernardo fustigó a las guías con el látigo, forzando a los numerosos jinetes, arrieros y carros, que venían en dirección contraria, a apartarse asustados en las cunetas para dejarle paso franco. Las guías de la plataforma de Salcedo eran dos mulas de su propiedad, la “Alazana” y la “Morisca”, que atendían a sus voces y latigazos, sosteniendo un trote largo, más bien un galope corto que, a los que venían de frente, se les antojaba un devastador ataque de caballería. Poco a poco, don Bernardo, de natural pacífico y sosegado, se fue encorajinando y empezó a golpear a los animales sin duelo, de forma que la salida del sol les sorprendió en el pueblecito de Cohorcos. Cambió cuatro mulas en la venta del Moral y otras cuatro en la Posta de Villamanco, donde durmió la segunda noche. Rufino, el ventero, viejo conocido, le atendió con su agreste amabilidad: ¿Dónde va vuesa merced con estas prisas? Lleva las caballerías llenas de mataduras. Don Bernardo sonreía con una media sonrisa destemplada: Todos estamos obligados a cumplir con nuestro deber, Rufino. La guía y el pericón son de mi propiedad, no te preocupes.


Liberado de sus fingimientos, durmió de un tirón por primera vez desde la desgracia. No obstante, a la mañana siguiente, y pese a tener la cabeza despejada, le dolían todos los huesos del cuerpo. Acusaba las sacudidas del carro, los baches profundos del pavimento, los vaivenes de la velocidad. De este modo, el tercer día, antes de que el sol se pusiera, la caravana entraba en la ciudad de Burgos por la Puerta de las Carretas. Eran tales el estrépito y las voces de los carreteros que los transeúntes se detenían en los bordes de las calles para verlos pasar. Las llantas de los carros y los cascos de las mulas, que levantaban chispas en el adoquinado, producían un retumbo aturdidor: la caravana de Salcedo se ha retrasado este año, comentó un ciudadano. Frente al Monasterio de Las Huelgas se levantaba el enorme almacén de Néstor Maluenda que recibía, en dos expediciones anuales, los vellones de media España. Dionisio Manrique y Juan Dueñas permanecieron junto a las carretas, vigilando la descarga, mientras don Bernardo Salcedo reservaba una habitación en el mesón de Pedro Luaces, donde siempre había parado, y buscaba ropa para la cena en los establecimientos más lujosos de la ciudad.


Don Néstor Maluenda le recibió amablemente. La presencia de don Néstor, tan fino, tan señor, tan en su sitio, siempre había cohibido a don Bernardo: me encuentro más suelto mano a mano con el Príncipe que con don Néstor Maluenda, solía decir. Todo en el viejo le imponía: su fortuna, su figura alta y esbelta pese a la edad, las pálidas mejillas impecablemente rasuradas, aquella melena corta, al estilo de Flandes, y su indumento, el sayo con ropa encima, el escote cuadrado dejando asomar la camisa y el jubón acuchillado que sería moda un año más tarde.


Como siempre, don Néstor se mostró acogedor, le enseñó sus últimas adquisiciones, el gran espejo con marco de oro del vestíbulo y el matrimonio de arquetas venecianas, enfrentadas artísticamente en el salón. Don Bernardo pisaba las alfombras devotamente y, devotamente, admiraba los cortinones gruesos, largos hasta el suelo, que clausuraban las ventanas. Las voces se aterciopelaban inevitablemente en una mansión tan lujosamente vestida. Don Néstor se mostró consternado cuando don Bernardo le comunicó que su esposa había fallecido y que esto y las secuelas previsibles habían sido la causa de su retraso:


– Era mi primer hijo -dijo, los ojos brillantes.


– ¿También ha muerto?


– El niño, no, don Néstor. El niño vive, pero ¡a qué precio!


Inevitablemente salió el tema de la silla de partos y don Bernardo, pese a los tristes recuerdos, reconoció su eficacia:


– El niño estaba opilado -dijo-, pero la silla flamenca facilitó su expulsión. Desgraciadamente la silla no pudo evitar las fiebres de doña Catalina ni su posterior fallecimiento.


Le había sentado entre los dos candelabros y don Néstor parpadeaba contrariado, lamentando que ni siquiera la silla flamenca hubiera podido evitar la desgracia. Pero como buen comerciante encontró enseguida la salida pertinente:


– Todo esto que me cuenta es muy sensible, amigo Salcedo, pero Nuestro Señor, ser previsor, hizo posible que todos los males de esta vida tengan remedio. Un hombre no puede vivir sin mujer y, bien mirado, la mujer no es más que un repuesto para el hombre, una pieza de recambio. Usted debe casarse otra vez.


Don Bernardo agradecía esta conversación confidencial con el gran comerciante castellano, pero no dejaba de mortificarle, de mantenerle en tensión el tema de que trataban:


– El tiempo dirá, don Néstor -dijo cuitadamente.


– Y ¿por qué no ganar al tiempo por la mano? La vida es breve y sentarse a esperar no es la fórmula pertinente; no tenemos derecho a cruzarnos de brazos. Aquí me tiene vuesa merced, tres matrimonios en treinta años y ninguna de las tres mujeres me negó descendencia. El comercio de la lana con Flandes está asegurado por tres generaciones.


Atropelladamente le vinieron a Salcedo varios temas a la cabeza:


el problema de su descendencia, la humillante prueba del ajo, el juro de doña Catalina, pero únicamente dijo con un hilo de voz:


– Me temo que yo sea hombre de una sola mujer, don Néstor.


Cuando sonreía, el rostro de don Néstor se llenaba de arrugas.


Al fruncírsele la máscara del maquillaje envejecía diez años:


– No hay hombres de una sola mujer, querido amigo. Eso es una falacia. Con mayor motivo hoy que tiene dónde elegir. En Burgos ha habido una dote de cien mil ducados el mes pasado. Muchas grandes fortunas han comenzado así, con un matrimonio de conveniencia.


Bajó los ojos don Bernardo.


Después de meses de reclusión y aislamiento, esta conversación en un apartamento tan muelle, con un interlocutor sabio y prudente, le parecía un sueño:


– Lo pensaré, don Néstor.


Pensaré en ello. Y si algún día cambiara de opinión vendría a consultarle, se lo prometo.


Don Néstor le sirvió una copa de vino de Rueda y le agradeció la atención de acarrear las pieles personalmente: hemos ganado un día, dijo don Bernardo con cierta jactancia. Después el señor Maluenda le confió que el presente estaba siendo un año excepcional, que las acémilas hacían la ruta a Bilbao en reatas de doce o quince y que más de setenta mil quintales estarían ya estacionados en los muelles vascos. Que este año movería más de ochenta mil acémilas, cosa que no se había conseguido en Castilla desde 1509. Se le llenaba la boca con las grandes cifras y remató su disertación económica con una fatuidad:


– Hoy día, Salcedo, estoy en condiciones de hacer un préstamo a la Corona.


Sentados en los cabeceros de la gran mesa de nogal, mirándose el uno al otro como las arquetas venecianas del salón, don Bernardo pensó que, a pesar de haberse casado tres veces, nunca había conocido a ninguna de las esposas de don Néstor: son un simple recambio, pensó. Nunca las mezcló en sus reuniones de negocios. Según él la mujer únicamente debía vestir al hombre en las reuniones de sociedad. Era su oficio. El criado negro les sirvió la sopa de gallina. Don Bernardo se azoró al distinguir su color pero no dijo nada hasta que el criado salió. Entonces continuó sin hablar pero miró interrogativamente a su anfitrión:


– Damián -dijo éste con la mayor naturalidad- es un esclavo de Mozambique. Me lo obsequió hace cinco años el conde de Ribadavia.


Lo mismo pudo regalarme un morisco pero hubiese sido una vulgaridad.


El favor era demasiado alto para una atención tan mezquina. Hoy en día, un esclavo de Mozambique es un lujo propio de la aristocracia.


A los quince años le hice bautizar y hoy está entregado a mi servicio con una fidelidad ejemplar.


Don Bernardo se sentía cada vez más achicado. El escaparate de don Néstor no podía ser más deslumbrante para un pobre burgués como él. La fortuna de don Néstor era comparable, quizá, con la del conde de Benavente. Y el dinero comportaba para don Bernardo una importancia singular. Tras la sopa de gallina, el criado les sirvió truchas y un excelente vino de Burdeos. Se movía silenciosamente, sin rozar los platos de plata con los cubiertos, ni las copas de cristal de Bohemia con el borde de la jarra. El esclavo andaba como un fantasma, levantando mucho los muslos para evitar los roces de las chinelas con la alfombra. Durante sus ausencias, don Néstor completaba su historia, sus designios respecto a él:


– Es perezoso y huidor -dijo-, pero fiel. Le he elegido como hombre de confianza pero el resto de los criados están celosos de él.


Para mí, es un miembro más de la familia, Salcedo. Aunque negro, tiene un alma blanca como nosotros, susceptible de ser salvada. Lo que no le permito de momento es casarse. Imagínese un semental como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla cuarenta años lo emanciparé. Será un modo de agradecerle sus servicios.


El viaje a Burgos, la velada con don Néstor Maluenda, hizo mucho bien al señor Salcedo. Olvidó su negligencia, su simulación, se desembarazó, al fin, del cadáver de doña Catalina y tan pronto llegó a casa, sin quitarse las calzas abotonadas, ni el zamarro de piel de cordero, subió al piso alto, en el que dormitaba Cipriano y permaneció en pie, a los pies de la camita, mirándole fijamente. El pequeño se despertó como de costumbre, abrió los ojos y se quedó mirando a su padre sin pestañear, asustado. Pero, en contra de lo que era previsible, don Bernardo no cambió de actitud ante su tierna mirada:


– ¿Qué estará tramando el taimado parricida? -dijo una vez más entre dientes.


Su mirada era de hielo y esta vez, el niño, en lugar de estirar su pescuecito de tortuga y otear el horizonte, rompió a llorar desconsoladamente. Acudió presurosa, cimbreando su elástico talle, la nodriza Minervina:


– Le ha asustado vuesa merced -dijo tomando al niño en sus brazos y haciéndole fiestas.


Don Bernardo hizo notar que una criatura de meses, siendo varón, debería mostrarse más duro y resistente y, a renglón seguido, se quedó mirando la airosa figura de la muchacha con el niño en brazos y dijo algo que a don Néstor Maluenda hubiera sorprendido:


– ¿Cómo es posible, hija mía, que con esa cara tan bella y ese cuerpo tan esbelto os dediquéis a una tarea tan prosaica como la de amamantar a una criatura?


Don Bernardo Salcedo quedó abochornado de su audacia. Por la tarde, su hermano Ignacio, el oidor, le abrazó alborozado como si llegara de las Indias. Había encontrado a Bernardo cambiado, dispuesto a comerse el mundo. A raíz de su viaje a Burgos entró, en efecto, don Bernardo en una fase de recuperación febril. Una semana más tarde, acuciado por la feria de ganado de Rioseco, afrontó otra de las tareas que tenía pendientes desde el año 16: subir al Páramo, visitar y reorganizar las corresponsalías de Torozos. En realidad, todo el ganado lanar de Valladolid se había refugiado allí.


En torno a la villa no había pastos, las huertas ocupaban las tierras lindantes, y las viñas y los campos de cereales el resto. Sólo quedaban los altos, donde los herbazales se alternaban con los montes de encina. Los ediles de la villa aspiraban a limitar a los páramos los derechos de pasto de lanar y cabrío, únicamente un macho por rebaño ya que las ovejas carecen de importancia y molestan a todo el mundo, decían. Pero luego los obligados y los fabricantes de zamarros luchaban por su carne y por su piel. Todo era aprovechable en aquel animal necio y mansurrón, es decir tenía mayor importancia de la que le atribuían sus ediles. Y cuando el municipio dictó una disposición prohibiendo que los rebaños pastaran en dos leguas a la redonda de la villa, su desplazamiento al Páramo se hizo inevitable y definitivo. Entonces no sólo se ocuparon las tierras de Torozos, concretamente los predios de Peñaflor, Rioseco, Mazariegos, Torrelobatón, Wamba, Ciguñuela, Villanubla y otros, sino que hubo que arrendar pastos más lejos aún, en otros territorios como Villalpando y Benavente.


Don Bernardo Salcedo conocía el itinerario al dedillo. Camino de Rioseco pensaba en las posadas, ventas, mesones y casas de viuda que le esperaban en el trayecto.


Le vino a la cabeza la viuda Pellica, de Castrodeza, donde dormía en cama de hierro de dos colchones y dos almohadas, hacía tres comidas al día y guardaba el caballo por ocho maravedíes. El carácter del viaje le llevaba a cambiar de cama cada noche y a caminar dos o tres leguas cada día. Don Bernardo Salcedo confiaba en tener recorrido el Páramo, de este a oeste, en un par de semanas para bajar después a la vega, frente a Toro, y detenerse en Pedrosa donde tenía su hacienda. Pensaba en sus corresponsales, respirando el aire fino de la vega, cuando divisó las primeras casas de piedra de Villanubla. A mano derecha, sin moverse del camino, estaba el mesón de Florencio que le acogió, como en él era usual, con educación y pocas palabras. El laconismo era proverbial en la gente del Páramo. A veces conversaba sobre estos hombres con su hermano Ignacio y llegaban a conclusiones más bien optimistas: los hombres de Torozos eran rudos, concisos y sentenciosos pero trabajadores y resueltos. En Villanubla, salvo media docena de vecinos que desempeñaban oficios concretos, el resto sobrevivía alrededor de la agricultura: contados labradores de posición, una decena de labrantines, y jornaleros que vivían de trabajos eventuales con los primeros. En general, eran gente desheredada, pobre, que habitaban en tabucos de adobe, sin enlosar, sobre la tierra apelmazada.


Don Bernardo hizo un alto en el mesón de Florencio y dedicó la tarde a platicar con Estacio del Valle, su representante en el Páramo. Las cosas no iban mal o no tan mal como el año anterior. Los rebaños del común habían aumentado en mil doscientas ovejas y la última temporada de pastos había sido favorable. Dos pastores de labradores independientes habían emigrado y habían sido sustituidos por dos braceros inexpertos que, sin embargo, eran hábiles esquiladores.


Una cosa podía compensar a la otra. Lo único grave en esta localidad era la tendencia a la emigración entre los jornaleros sin tierra, desocupados en el largo invierno mesetario y con trabajos ocasionales, mal retribuidos, en la recolección y la trilla. Pensando a largo plazo, Villanubla podría ser mañana un problema si la emigración continuaba al ritmo actual.


La vida de los desheredados, sometidos a una dieta inalterable de legumbres y cerdo, resultaba monótona, insana y embrutecedora. Estacio Valle, labrantín sin ambiciones, con sus zaragüelles de lienzo y las abarcas, ofrecía una cierta prestancia indumentaria comparado con los mozos que cruzaban las calles embarradas, descalzos, con sucios calzones hasta la rodilla. Éste era el sino de los hombres del Páramo donde la jerarquía social se establecía por la forma de llevar las pantorrillas: desnudas, con zaragüelles o con calzas abotonadas como los pastores.


Don Bernardo partió de Villanubla al día siguiente. La vida, en la meseta profunda, ofrecía escasa variación y, sin embargo, encontró la feria de Rioseco inusitadamente animada. El pueblo no ofrecía novedad visible, salvo en el crecimiento respecto al resto de los poblados del Páramo. Los niveles de los rebaños se sostenían y los esquiladores preparaban sus trebejos para el mes de junio. La reserva de madera y hierba se mantenía y el señor Salcedo pasó una noche tranquila, a pesar de las chinches, en la posada de Evencio Reglero.


El recorrido por el Páramo le deparó algunas sorpresas. Una positiva: el crecimiento de los rebaños en Peñaflor de Hornija, donde se había rebasado la cifra de diez mil cabezas, y otras dos negativas:


la viuda Pellica había muerto y Hernando Acebes, el corresponsal de Torrelobatón, había sufrido una perlesía y, aunque el barbero de Villanubla le había sangrado dos veces, no recuperaba y allí estaba sentado el día entero en una butaca de mimbre en el zaguán de su casa, como un inútil. El propio Hernando Acebes, sin bienes de fortuna, se espantaba las lágrimas al facilitarle los nombres y direcciones de los que podían sustituirle.


Tal como había proyectado, don Bernardo Salcedo abandonó el Páramo, iniciado mayo, por el camino de Toro. Hacía un día templado, de sol franco, y los grillos aturdían en las orillas del camino.


Las lluvias de otoño y primavera habían caído regularmente y las espigas anunciaban una prieta granazón. También los palos de los sarmientos se esponjaban y, de no presentarse una insolación prematura, la uva maduraría a su ritmo y, a diferencia del último año, se recogería una buena cosecha. Desde las cuestecillas de La Voluta, Salcedo divisó el cerro Picado y, a su pie, el pueblo de Pedrosa, entre las viñas, apiñado a la izquierda de la iglesia. El día estaba tan claro que, desde la Mota del Niño, se divisaba el soto del Duero, con álamos y negrillos a medio vestir, y, tras él, el verde oscuro de los pinares, pinocarrascos y pinos negros, plantados en las tierras arenosas al comenzar el siglo.


Don Bernardo faldeó un montículo con láminas de yeso cristalizado y dos conejos corrieron atolondradamente a refugiarse en el vivar. Benjamín, el rentero, le aguardaba. Era hombre rechoncho, como casi todos los de la zona, como sus hijos, calvo prematuro, con unas facciones abultadas, negroides, tan características que el señor Salcedo le hubiera reconocido entre mil. El capotillo de dos haldas, de tela burda, los calzones de loneta hasta media pierna y sus cortas piernas peludas eran su uniforme inalterable. Benjamín era uno de los pocos hombres, en aquella época de ostentaciones, a quien agradaba aparentar menos de lo que era. Sus ingresos y su categoría social como rentero, hombre del que en cierto modo dependía el trabajo de los braceros, le daban derecho a otra imagen física que él y los suyos desdeñaban. Tanto la Lucrecia del Toro, su señora, como sus hijos Martín, Antonio y Judas Tadeo, vestían sayas y capotillos marrones repasados y vueltos a repasar, y en los que Lucrecia había puesto más puntadas que los tejedores de Segovia. Benjamín confirmó a don Bernardo los buenos auspicios: el trigo y la cebada estaban granando bien y, aunque cualquier juicio sobre la vid pecaba de prematuro, de no surgir algún imprevisto, la cosecha de uva podría superar en una quinta parte a la del año anterior. Se oían los relinchos impacientes de “Lucero”, el caballo de don Bernardo a la puerta del chamizo y, dentro, en el zaguán, donde conversaban, hacía fresco y olía a alholvas. Don Bernardo se sentaba rígido en el escañil y Benjamín en un tajuelo, junto al arcón donde Lucrecia guardaba las sábanas y la ropa blanca entre hierbas olorosas. La casa de Benjamín era elemental y sórdida. Contaba con pocos muebles y ningún adorno, por lo que conservaba, como oro en paño, una colgadura con figuras que representaban el nacimiento de Nuestro Señor y el dosel de guadamacíes bajo el que dormía con su esposa desde hacía veinticinco años.


La misma austeridad emanaba su figura, caballero en mulo matalón, con manta en lugar de silla, y la de su hijo Martín, el primogénito, sobre una burra lunanca de medio pelo, cuando le acompañaron a inspeccionar las tierras. Detrás de la lomilla, don Bernardo advirtió que Benjamín había sustituido una tierra de cebada por un bacillar: es la uva la que nos saca de pobres, don Bernardo, hay que desengañarse -le dijo por toda explicación. Pero al señor Salcedo lo que le interesaba era conocer las aranzadas más escatimosas de la propiedad, las que menos daban: las que faldean La Mambla, había respondido Benjamín sin pensarlo dos veces. Y ahora recorrían las calles de estos majuelos, de buena apariencia, cuya poquedad solamente se advertía a la hora de la vendimia. ¿Son los más escatimosos? -insistió don Bernardo. De largo, señor Salcedo; menos fruto y más agraz; a saber la razón -dijo.


Únicamente al regreso, don Bernardo, desde lo alto de su caballo, comunicó a Benjamín Martín y a Martín Martín, su primogénito, que doña Catalina había muerto. Benjamín, aposentado en su mulo, se sacó el sombrero de la cabeza y se persignó: Nuestro Señor dé salud a vuesa merced para encomendar su alma -dijo a media voz, mientras Martín Martín, el muchacho, más avergonzado que dolido, se limitó a bajar la cabeza.


La señora Lucrecia le dio de comer en la cocina, sobre la mesa de pino, sentados en escañiles, frente a la alacena, colmada de pucheros y cazuelas, con dos lebrillos de agua a cada lado. Tras cada ausencia prolongada, Lucrecia le hacía este honor, le preparaba la comida sin advertirlo, sin invitación previa. Era un hecho ya sabido y cuando don Bernardo se sentó a la mesa, en el seno de la confianza, Benjamín ya estaba comiendo. Masticaba ferozmente, el sombrero calado, y cada ocho o diez bocados hacía ademán de llevarse la mano a la boca y eructaba sin disimulo. Entre eructo y eructo, pasó revista a las novedades, particularmente a aquellas que afectaban a su peculio. Los salarios subían sin cesar. Hoy un vendimiador no se agachaba por menos de veinte maravedíes, ni se encontraba un obrero por cuarenta, ni un podador por sesenta. En ese sentido las cosas estaban mal. Por si fuera poco, la última cosecha había venido muy mermada y, en consecuencia y, como don Bernardo habría advertido, no le había pagado la renta de la Pascua. Don Bernardo le hizo ver que los reveses del campo le afectaban a él tanto como al rentero y que el retraso en el pago de las rentas estaba lejos de ser una solución: Acabarás en manos de usureros, Benjamín -sentenció apuntándole con el dedo índice.


Pero Benjamín reservaba la gran cuestión para la sobremesa, una vez que el espeso vino de Toro hubiera producido sus efectos. En su primitivismo, Benjamín era inteligente y, en lugar de afrontar directamente el tema de la sustitución de los bueyes por mulas, inició lateralmente el debate, poniendo en cuestión el barbecho al que calificó de labor anticuada e inútil.


Don Bernardo, que tenía un somero conocimiento de la tierra, pero suplía su ignorancia con la experiencia de sus contertulios en la taberna de Garabito, en la calle Orates, respondió que para mullir y orear la tierra se precisaba otro cultivo, el mijo ceburro, por ejemplo, del que había poca práctica en Castilla. El rentero miraba a don Bernardo de hito en hito y argumentó que el abono era preferible al cambio de cultivo, que en Toro llevaban dos años tirando abono y les iba mejor con ello que con el año y vez. Martín Martín, como cachorro educado en la sumisión, apoyaba a su padre con la mirada, pero don Bernardo, a quien irritaba la mendaz argumentación de padre e hijo, les preguntó si podía saberse dónde encontraban abono en Toro puesto que en Castilla, dijo, lo único que aumentan son las ovejas pero lo que el campo necesita es estiércol, no cagarrutas, y el poco estiércol de que disponemos se consume en las huertas. La conversación había seguido los cauces previstos por Benjamín, quien alegó, a propósito del estiércol, que lo más moderno en usos agrarios estribaba en sustituir el buey por la mula, ya que ésta come menos, es más fina, más ligera y gana tiempo, especialmente con el arado. Don Bernardo, sofocado por la discusión y el tinto, arguyó que la mula era un animal que carecía de fuerza y apenas arañaba la tierra por lo que su trabajo era pobre e inútil, mientras el buey, por mor de su fuerza, araba en surcos profundos con lo que defendía mejor la simiente. A esto adujo el rentero que el buey comía más y el pasto de que se alimentaba era difícil y caro, pero don Bernardo, lejos de doblegarse, intentó hacerle ver que la decadencia agrícola en otros lugares de España venía precisamente del hecho de haber sustituido el buey por la mula. Benjamín Martín, más pragmático, hizo hincapié en que en Villanubla únicamente dos labradores seguían con los bueyes de arado, pero, en tal coyuntura, don Bernardo Salcedo preguntó, con mucho tino, si no era Villanubla el único pueblo en decadencia del Páramo. El rentero lo admitió pero señaló una nueva dificultad: la exagerada parcelación de la tierra exigía traslados rápidos de las yuntas, y de los bueyes podía esperarse todo menos rapidez. Los jarros de espeso vino de Toro iban desapareciendo de la mesa y don Bernardo, acodado en el tablero, con las orejas rojas y la mirada perdida, acabó adoptando una solución salomónica: Podía ensayarse; las innovaciones requieren experimentación. Es así como avanza la ciencia. Se podían cambiar, por ejemplo, los bueyes de una yunta y dejarlos en las otras dos. La eficacia y el tiempo hablarían. El grano diría si la agilidad y alimentación de la mula compensaba el mejor trabajo del buey, o éste, por el contrario, seguía por delante de las presuntas virtudes de la mula.


Don Bernardo estaba cansado.


Eran demasiados días embromado en discusiones necias y las discusiones necias le fatigaban especialmente. Por otro lado le sacaban de quicio los interlocutores analfabetos. Y era ya casi de noche cuando abandonó la casa de los renteros con la cabeza cargada y brumosa.


El pueblo se adentraba pausadamente en las tinieblas y el señor Salcedo tomó a “Lucero” de la brida y lo condujo al paso hasta la casa de la viuda de Baruque, donde, como de costumbre, pensaba pernoctar. En la calle no había un alma y la viuda se llegó a la puerta de la calle con un candil. Acomodaron a “Lucero” en la cuadra y ella le preguntó qué iba a cenar.


Don Bernardo prefería no cenar.


La comida, a base de cerdo y judías pintas, le había resultado empachosa; le había dejado ahíto.


Al desprenderse de sus ropas embarazosas y estirarse desnudo en las planchadas sábanas gimió de placer.


Habían sido dos semanas cambiando cada día de dieta y alojamiento.


Muy de mañana pagó a la viuda y, por el atajo del Vivero, salió al camino de Zamora. En la encrucijada brincó una liebre de la viña y corrió cien metros zigzagueando por delante del caballo. Luego espoleó a éste y, a galope corto, se encaminó a Tordesillas. Su carácter metódico y rutinario no le permitió cambiar de ruta. Por unos segundos pensó en su hijo y en el donaire de Minervina con él en brazos. Sonrió. Rebasada Tordesillas picó a “Lucero”, atravesó las tierras de Villamarciel y Geria, orilló Simancas, cruzó el río por el puente romano y, a mediodía, entraba en Valladolid por la Puerta del Campo, dejando a mano derecha la Mancebía de la Villa.


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III

Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró enganchado de nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a pensar que podía morir de aburrimiento, pero ahora, como si aquello hubiera sido un amago de tormenta, pensaba que sus temores habían sido exagerados. Su “acceso de melancolía,” como él llamaba pomposamente a sus meses de vagancia, había sido vencido, así que volvió a tomar las riendas de su casa y de sus negocios. Por la mañana, tras el opíparo desayuno que le servía Modesta, don Bernardo se encaminaba al almacén de la vieja Judería, en los aledaños del Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los niños llenos de bubas que llenaban las calles de la villa, en invierno y en verano. Ahora, de pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni por qué no, había salido del bache y había vuelto a hacerse cargo de la situación. El viaje a Burgos había sido el inicio de su resurgimiento. En el mismo despacho de don Bernardo, en una mesa de pino de Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando las cuentas de las reatas de mulas que bajaban del Páramo y de los vellones almacenados en la inmensa nave de la Judería. “Atila”, el mastín feroz que le regalaron de cachorro, correteaba ladrando entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta de la entrada. Era un can de oído fino y malas pulgas, y las noches, especialmente las de luna llena, las pasaba aullando en el corredor. No se sabía de ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don Bernardo como su fiel Dionisio, presumían de que nadie se había llevado un vellón desde que “Atila” vigilaba el almacén.


Manrique, sin otra ayuda que Federico, un galopín de quince años, mudo de nacimiento, era el alma del establecimiento. El despacho, la mesa y los manguitos eran la tapadera de actividades más prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Federico a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba una expedición y, entre ellos y el arriero, descargaban las sacas sin apelar a manos mercenarias, almacenando ordenadamente las pieles.


Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir personalmente una carreta hasta las instalaciones de don Néstor Maluenda en Las Huelgas o donde hiciera falta. Una vez metido en harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los arrieros o dormía en las habitaciones colectivas de las ventas con objeto de que el patrón ahorrase unos maravedíes.


En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica de zamarros de Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos de la sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía de la versatilidad de Dionisio, de su disponibilidad, definía a su subordinado de una manera peculiar, no exenta de tintes despectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un descosido.


Los primeros días de verano fueron fechas de agitación en el almacén y la actividad desaforada desplegada por don Bernardo vino a restablecerle de la plétora causada por sus excesos gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no dejaba de creer por un desacierto. Don Bernardo partía de la base de la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero-cirujano, demostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a extremar toda su ciencia y habilidad.


A las doce del mediodía, don Bernardo marchaba del almacén.


Eran semanas de calor y las calles hedían a basuras y desperdicios.


Los niños, con las caritas llenas de bubas y landres, le salían al paso pordioseando, pero él los desatendía. Ya tienen a mi hermano, pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos que mi hermano Ignacio? Caminaba despacio, evitando las alcantarillas, atento al ¡agua va! de las ventanas, hasta abocar a la taberna de Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita verde junto al rótulo, donde solían reunirse tres o cuatro amigos a degustar los blancos de Rueda. El primer día que llegó, después de su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado de menos porque eran de esa clase de amigos circunstanciales, de apeadero, tímidos, que habían asistido al sepelio de doña Catalina, como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña Catalina eran “los amigotes” y no encontraba expresión más ajustada para designarlos. Pero los amigotes celebraron con unos vasos la reincorporación de don Bernardo a las tertulias mañaneras. Él les habló de su “acceso de melancolía” y, aunque ninguno de ellos sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con la reiteración propia de los borrachos, cómo se las había arreglado para pelarlo.


Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes del grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos semanas antes: A mí me curó un correo urgente de Burgos. Los amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el pellejo de vino de La Seca que acababa de abrir Dámaso Garabito terminaría de restablecerse.


Allí, en la taberna, don Bernardo se salía de la norma y la hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor ánimo la jornada vespertina de la villa. En ocasiones también buscaba consejo en la taberna de Garabito, como aconteció con Teófilo Roldán, labrador de Tudela, que cada semana atravesaba dos veces el Duero en la barcaza de Herrera, junto a su caballo, para atender su labranza. Teófilo Roldán bebía en tazón pues para él el blanco tras un cristal transparente perdía buena parte de sus propiedades. Escuchó a don Bernardo la historia de su rentero y cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino, con una lógica apabullante, le respondía que dependía de la parte. Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio de la cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tudela damos más -sugirió antes de que don Bernardo terminara de hablar.


Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para ello: no vayamos a comparar, Tudela es un pueblo próspero mientras Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y ventoseaba todo el tiempo delante de su señor. Es lo mismo -dijo- que hacerle desechar una idea una vez que ha arraigado en su pobre cerebro.


Teófilo Roldán empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese punto soñado en que se pierde la gravidez del cuerpo y se siente uno flotar. ¿Qué idea? -dijo-. ¿A qué idea se refiere, Salcedo? -preguntó tambaleándose. Concretamente -replicó don Bernardo- a persuadirle, sin necesidad de hacer números, de que el buey en el campo es un animal más rentable que la mula.


Roldán se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras lo cree usted así? Don Bernardo se desconcertó: ¿Usted no?


Según -dijo don Teófilo-. Según la labor y el terreno. Don Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían dejado de importarle el buey y la mula y la rentabilidad del uno y de la otra; únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y paladear el buen vino de La Seca: labores de arada -dijo-. Me refiero a labores de arada. La mula no ara, araña, y deja que se coman la simiente las palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente, tartajeó Roldán poniéndole una mano en el hombro.


Don Bernardo sonreía denegando con la cabeza: pero no siempre, amigo mío, el buey ahonda y defiende la semilla. Los ojos de don Teófilo se ponían turbios: pe…


pe… pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar órdenes a su rentero? Me concede esa licencia -aclaró el señor Salcedo-: me cede el poder espontáneamente porque él no entiende de papeles.


Don Bernardo se dejaba envolver con gusto en la vieja rutina.


Acudía diariamente a la taberna de la calle Orates, junto a la casa de locos, o a cualquier otra donde apareciera una rama verde en el rótulo del establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse de acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado en la villa por la puerta del Puente Mayor o la de Santiesteban, antes de cumplirse los cinco meses de la vendimia como era preceptivo, e inscritos en el registro de entradas para saber a cuánto ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa.


Tras probarlo, como buenos degustadores, comentaban las virtudes y defectos del nuevo mosto. Y, de cuando en cuando, reaparecía otro amigote, menos asiduo que los demás, que había oído algo de la enfermedad de don Bernardo y le preguntaba por su restablecimiento. Y Salcedo, que consideraba su respuesta una de las más ingeniosas de los últimos tiempos, se echaba a reír y respondía: un correo urgente de Burgos me sanó, aunque vuesa merced no lo crea. Y el amigote reía con él, y le palmeaba fervorosamente la espalda porque el nuevo vino tenía una graduación más alta de la esperada y con cuatro vasos se nublaba la inteligencia.


A las dos, don Bernardo se retiraba a casa con el buen humor que le proporcionaba la taberna de Garabito. Modesta, mientras le servía la comida, solía hacerse lenguas sobre las nuevas gracias del niño. Ella no entendía que un padre pudiera mostrarse indiferente ante los progresos de su propio hijo, pero lo cierto es que Salcedo apenas la escuchaba y se preguntaba mil veces qué era lo que, en el fondo de sí mismo, sentía por aquella criatura. De regreso de Pedrosa, don Bernardo imaginó que sus sentimientos hacia el pequeño oscilaban entre la atracción y el rechazo. Algunas tardes, sin embargo, subía a las buhardillas y, al ver a su hijo, reconocía que nunca sintió amor por él, a lo sumo mera curiosidad de zoólogo. Entonces podía pasarse siete días sin volver por el piso alto. Al cabo de una semana tornaba a sentir esa vaga atracción, que únicamente existía en su imaginación, y se presentaba en las buhardillas por sorpresa. Minervina planchaba o cambiaba los pañales al niño, acompañando su acción de canciones a media voz o palabras cariñosas.


Don Bernardo miraba a la muchacha sin dejarlo: tenía el convencimiento de que la legumbre y el cerdo, el alimento invariable del pueblo, generaba seres anchos y retacos.


Por eso le sorprendía aquella chica de Santovenia, alta y fina, en la que cada día descubría un nuevo encanto: el largo y frágil cuello, los pechitos picudos sobre la burda saya, el trasero pequeño y prominente cada vez que se inclinaba sobre la tabla de planchar. Toda ella era belleza y armonía, una especie de aparición. Un mes más tarde se dio cuenta de otra cosa:


que el niño no le provocaba atracción o rechazo, sino simplemente rechazo y que la atracción provenía de Minervina. Entonces rectificó su confidencia a don Néstor Maluenda en el sentido de que él no era hombre de una sola mujer sino de una sola esposa. Conforme pasaba el tiempo, las más elementales exigencias lascivas crecían cada vez que veía a la muchacha. Pero ella se mostraba tan ajena, tan indiferente a sus miradas, tan recriminadora a veces, que no se atrevía a pasar de la mera contemplación. Sin embargo, un día ardiente de verano, sugirió a la chica que bajara a dormir al piso primero donde el bochorno se hacía más soportable.


– ¿Y el niño? -dijo Minervina a la defensiva.


– Con el niño, naturalmente.


Si le aconsejo eso es pensando en la salud del pequeño.


Minervina le midió de arriba abajo con sus transparentes ojos lilas sombreados por espesas pestañas, luego miró al niño y denegó con la cabeza, subrayando después su negativa:


– Estamos bien aquí, señor -dijo.


A partir de este tropezón pueril la imagen de la nodriza no se apartaba de su cabeza. Y, hechizado por sus encantos, la espiaba día y noche. Sabedor de que el niño mamaba cada tres horas, procuraba informarse de la última toma para sorprenderla en la siguiente con el pecho descubierto. Y, cada vez que lo intentaba, subía las escaleras de puntillas, las manos temblorosas y el corazón acelerado. Mas, si antes de abrir la puerta de la escalera, les oía reír y retozar en la habitación inmediata, regresaba a la sala sin asomarse. Ocurría que Minervina tomaba sus precauciones ante la frecuencia de sus visitas, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, la sorprendió por el resquicio de la puerta con el niño en el enfaldo, el brazo derecho fuera de la saya y el pequeño pecho firme y puntiagudo, de pezón sonrosado, en espera de que la criatura lo tomase. Dios mío, murmuró don Bernardo, deslumbrado por tanta belleza, pegando su ojo a la rendija.


– ¿Es que no lo quieres hoy, mi tesoro? -dijo la chica.


Y sonreía con sus labios jóvenes y gordezuelos. En vista del desinterés del niño tomó su pecho con dos dedos y dibujó con la punta del pezón la boca del bebé, quien, tan directamente estimulado, agarró ávidamente el pecho como la trucha la lombriz que el pescador le ofrece de improviso en el hilero. Entonces don Bernardo, incapaz de reprimir el jadeo, se apartó de la puerta y bajó las escaleras temeroso de delatarse. Repitió la excursión en las tardes siguientes.


El recuerdo de aquel pechito inocentemente ofrecido le volvía loco.


En el almacén no era capaz de concentrarse, rendía poco, delegaba la mayor parte de las tareas en manos de Manrique. Luego en la taberna de Garabito se emborrachaba en las catas y, al llegar a casa, se encamaba pretextando dolor de cabeza.


Los vapores del alcohol se iban disipando pero, a cambio, la imagen de aquel pechito desnudo volvía a subírsele a la cabeza. Hacía el cálculo de las mamadas y subía al piso alto sobre las seis, la cuarta toma del día. Pero una tarde bochornosa de finales de septiembre, con las puertas del piso alto abiertas de par en par, una ráfaga de viento caliente cerró violentamente la puerta de Minervina y la señora Blasa apareció, sin avisar, en la última del pasillo.


– ¿Necesita vuesa merced alguna cosa?


Don Bernardo se sintió abochornado:


– Subía a ver al niño. Hace días que no le veo -dijo.


La señora Blasa entró en la habitación de Minervina y volvió a salir con la misma diligencia. Tenía más marcadas las arrugas horizontales de la frente, fenómeno que acontecía cada vez que en su cabeza surgía una idea. Al mismo tiempo en las comisuras de la boca se insinuaba un mohín burlón:


– Está mamando, señor. La Miner lo bajará en cuanto termine.


Descendió las escaleras lentamente, avergonzado, como un ladrón sensible sorprendido con las manos en la masa. Pero a la noche, en su visita diaria a su hermano Ignacio, le confesó:


– Ahora pienso si a don Néstor Maluenda no le diría la verdad, Ignacio. ¿No crees tú que se puede ser hombre de una sola esposa pero de varias mujeres? El cuerpo me pide, Ignacio, me apremia; hay días que no pienso en otra cosa.


Me parece que echo en falta una mujer a mi lado.


Esperaba que su hermano, ocho años más joven que él, pero probo y justo, le diese un sabio consejo o, siquiera, la oportunidad de contarle su naciente pasión por Minervina, pero Ignacio Salcedo cortó en flor sus ilusiones:


– ¿Quién te dijo que seas hombre de una sola esposa, Bernardo?


Tú necesitas otra mujer. Eso es todo. ¿Por qué no le dices a fray Hernando que te ayude a buscarla?


Le dejó desconcertado. No se trataba de hablar con fray Hernando, sino de convencer a Minervina de que, entre mamada y mamada del pequeño Cipriano, se entretuviera un rato con él en el lecho de la buhardilla. El problema no consistía, pues, en arreglar una boda sino en facilitarle el acceso a los dominios de la chica, de poder desahogar con ella sus apremios carnales. Esto no lo aprobaría nunca fray Hernando y, menos aún, su hermano Ignacio, tan recto, tan íntegro. ¿A quién acudir entonces?


Una tarde, Modesta le sobresaltó gritando que el niño andaba.


Acababa de cumplir nueve meses y apenas pesaba quince libras, aunque había dado abundantes pruebas de agilidad. A veces se ponía cabeza abajo en la cama de Minervina para que la chica riera. Otras saltaba la barandilla de la cunita con notable ligereza y permanecía un rato de pie sin moverse, sin sujetarse a nada, observando, como solía hacer al abrir los ojos, los objetos que le rodeaban. Ahora, don Bernardo, sorprendido en plena cabezada, no desaprovechó la oportunidad de volver a ver a la muchacha y ascendió pesadamente las escaleras del piso alto. En el pasillo tropezó con su hijo caminando a solas hacia las escaleras, mientras Minervina, sonriente, le seguía agachada, los brazos abiertos tras él, protegiéndole. Detrás de ella marchaban, como unas mialmas, Modesta y la señora Blasa:


– Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda -decía con voz explosiva la cocinera.


Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la circunstancia para censurar a Minervina su descuido, para fustigarla. A un niño de nueve meses no se le podía poner en pie si no quería arquearle las piernas para el resto de su vida. Las piernas de un niñito a esta edad eran como de gelatina, incapaces de soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando advirtió que los ojos lilas de Minervina se inundaban de lágrimas, experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la espalda desnuda de la muchacha. Mas, pese a su aparente indignación, a partir de esa tarde fue imposible recluir a Cipriano en su cunita. Se bajaba de ella con facilidad pasmosa y correteaba por el pasillo como un niño de dos o tres años. Es decir, Cipriano no sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si alguien trataba de impedirlo, se zafaba de sus brazos y reemprendía la carrera. Diríase que al pequeño le habían dejado huella las gélidas miradas de su padre, cuando, de niño, la sensación de frío le despertaba y sentía la necesidad de escapar.


Algunas tardes, los tíos Gabriela e Ignacio subían a visitarlo. Los primeros días las habilidades del niño fueron como un espectáculo de feria. Pero Gabriela no ocultó su temor: ¿No era demasiado tierna la criatura? No se refería a la edad sino al tamaño, pero Minervina, que miraba extasiada los alamares y puñetes de lechuguilla del vestido de doña Gabriela, salió acalorada en su defensa: no lo crea vuesa merced, aunque menudo, no es un niño débil Cipriano; le sobra nervio. Pero, una vez pasada la novedad, doña Gabriela y don Ignacio empezaron a espaciar sus visitas y don Bernardo reanudó las suyas a la calle de Santiago. Enfrascado en la rutina atendía sus obligaciones, pero no olvidaba a Minervina. La aparición de la cocinera cuando él acechaba la habitación de la chica había rebajado, sin embargo, sus ímpetus iniciales.


Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las posibilidades que un hombre rico tenía de llevar a la cama a una mujer pobre, pueblerina y quinceañera además. Creía que eran muchas pero él carecía de la agresividad del hombre rico y Minervina de la sumisión de la mujer pobre. La muchacha, sin grandes palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya hasta el momento.


Pero, persuadido de que todas las ventajas estaban de su parte, don Bernardo Salcedo tomó un día una viril decisión: atacaría directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía de sus favores.


Conforme a este plan, una noche de finales de septiembre, subió las escaleras del servicio en camisón, con una lamparita y los pies descalzos, procurando evitar los crujidos de la madera y se detuvo ante la puerta de Minervina. Los latidos de su corazón le sofocaban. La imagen de la muchacha tendida descuidadamente en el lecho, le encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y, entre las sombras, distinguió al niño dormido en su cunita y a Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente. Cuando él se sentó en el lecho, la chica se despertó. Sus ojos, muy redondos, estaban sorprendidos más que indignados:


– ¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?


Don Bernardo carraspeó hipócritamente:


– Me pareció oír llorar al niño.


Minervina se cubría el escote con el embozo de la cama:


– ¿Desde cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos de Cipriano?


Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la de Minervina como si fuera una mariposa.


– Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay de malo en que tú y yo pasemos un rato juntos de vez en cuando? ¿Es que no puedes repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina, Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que reserves para este pobre viudo un poco de tu calor.


La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus ojos lilas a la luz del candil:


– Vá-ya-se-de-a-quí -le dijo mordiendo las palabras-. Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a mi vida pero me iré de esta casa si vuesa merced se obstina en volver a poner los pies en este cuarto.


Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para marcharse, el niño se despertó asustado. Pensó que los ojos de Cipriano le desenmascaraban y entonces interpuso el candil entre él y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo. No habían mediado palabras fuertes, ni siquiera actitudes ridículas, lo que no impidió que se sintiera adolescente y vacuo. No era aquélla una situación propia de un hombre de su edad y condición. Se metió en cama despreciándose a sí mismo, un desprecio que no respondía a razones aparatosas pero que aumentaba si pensaba en su hermano Ignacio y en don Néstor Maluenda. ¿Qué hubieran pensado ellos si le hubieran visto humillándose de aquel modo ante una criada de quince años?


El apremio lúbrico seguía persiguiéndole sin embargo al salir a la calle al día siguiente, camino de la Judería. Había decidido visitar la Mancebía de la Villa, junto a la Puerta del Campo, donde no acudía desde hacía casi veinte años. Es una buena acción, se dijo para justificarse. La Mancebía de la Villa dependía de la Cofradía de la Concepción y la Consolación y, con sus beneficios, se mantenían pequeños hospitales y se socorría a los pobres y enfermos de la villa. Si una mancebía sirve para esos fines lo que se haga dentro de ella tiene que ser santo, se dijo.


A los lados de la calle, como cada día, pobres niñas de cuatro y cinco años, con los rostros cubiertos de bubas, pedían limosna. Repartió entre ellas un puñado de maravedíes pero cuando, horas después, charlaba con la Candelas en la mancebía, en su pequeña y coqueta habitación, los tristes ojos de las niñas pedigüeñas, las bubas purulentas en sus rostros, volvieron a representársele. Al verse entre aquellas cuatro paredes, su rijosidad, tan sensible, se había aplacado. Vio a la muchacha presta a desarrollar sus dotes de seducción: no se moleste, Candelas -le dijo-, no vamos a hacer nada. He venido simplemente a charlar un ratito. Se sentó anhelosamente en un confidente, ella a los pies de la cama, sorprendida. Don Bernardo se consideró en el deber de aclarar: es la sífilis, ¿no se ha fijado?, la villa está podrida por la sífilis, se muere de sífilis.


Más de la mitad de la ciudad la padece. ¿No ha visto a los niños por la calle de Santiago? Todos están llenos de incordios y bubas.


Valladolid se lleva la palma en enfermedades asquerosas. Se acodó en los muslos desalentado. Candelas continuaba sorprendida. ¿Qué había ido a buscar a la Mancebía de la Villa aquel caballero? Se sintió desafiante: ¿por qué Valladolid? -preguntó-. El mundo entero está lleno de enfermedades asquerosas. Y ¿qué podemos hacer? Él se estiró y cruzó las piernas. La miró fijamente: y ¿no tiene miedo?


Ustedes se exponen diariamente, no tienen ninguna protección… De alguna manera tengo que vivir y dar de comer a los pobres, se justificó ella. Don Bernardo, obsesionado, veía ahora también bajo el maquillaje de Candelas las bubas de las niñas: quiero decir si ustedes disponen de médicos del Consistorio, si la villa se preocupa de su salud y la de sus clientes. Ella rió desganada, denegando, y él se puso de pie. Tenía la sensación de que los landres y las bubas no estaban en las mujeres sino en el ambiente.


Le tendió la mano: me alegra haberla conocido -puso un ducado en su blanca mano. Volveré a verte -añadió. Inclinó la cabeza. Luego salió furtivamente de la mancebía sin despedirse del ama.


Camino de su casa pensó en Dionisio, Dionisio Manrique, el factótum del almacén. Manrique era soltero, festivo y rijoso. Aunque religioso arrastraba fama de putañero, de dedicar sus ocios a la lubricidad. Sin embargo entre él y don Bernardo jamás se había cruzado una palabra sobre el particular.


Manrique era para Salcedo un joven medroso, todavía casadero y bien mandado. Y Salcedo era para Manrique un hombre recto, encarnación de las buenas costumbres, comedido en el ejercicio de su autoridad. De ahí su sorpresa cuando el jefe abandonó su mesa esa mañana y se dirigió a la suya con mirada encendida:


– Anoche visité la Mancebía de la Villa, Manrique -dijo sin rodeos-. Todo hombre tiene sus exigencias y yo, ingenuamente, pensé satisfacerlas allí. Pero ¿ha visto usted cómo están las calles de la villa de mendigos llenos de bubas y escrófulas? ¿De dónde cree usted que salen esos millares de sifilíticos? ¿Cómo podremos evitar que la nefanda enfermedad acabe con nosotros?


Dionisio Manrique, que mientras don Bernardo hablaba tuvo tiempo de reprimir su desconcierto, miró a su jefe y lo vio apurado, sin asideros. Trató de confortarlo:


– Algo se está haciendo, don Bernardo, en este sentido. Y su hermano lo sabe. La cura de calor está dando resultado. En el Hospital San Lázaro se practica, yo tengo una sobrina allí. El método no puede ser más sencillo: calor, calor y calor. Para ello se cierran puertas y ventanas y se inunda la habitación en penumbra de vapores de guayaco. A los enfermos se los cubre de frazadas y se encienden junto a sus camas estufas y braseros a fin de que suden todo lo posible. Dicen que con calor y dieta sobria basta con treinta días de tratamiento. Las bubas desaparecen.


Dionisio suspiró con alivio pero observó que no era ésta la respuesta que don Bernardo esperaba:


– Sí -dijo éste-. No dudo que la medicina progresa, pero ¿cómo tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra salud en el empeño? Yo no pienso volver a casarme, Manrique, no soy hombre que guste de andar dos veces el mismo camino, pero ¿cómo desahogar mis apetencias sin riesgo?


Dionisio parpadeaba, indicio en él de cavilación:


– La seguridad que vuesa merced pide sólo tiene una solución. Hacerlo con una virgen; sólo con ella.


– Y ¿dónde encuentra uno una virgen en este pueblo fornicador, Manrique?


Se acentuó el parpadeo del empleado:


– Eso no es difícil, don Bernardo. Para eso están las ponedoras. Las mujeres del Páramo son más baratas y más de fiar, seguramente porque pasan más necesidad que las de las tierras bajas. Con una particularidad, si ven en el cliente una persona respetable son capaces de confiarle su propia hija. Si usted no tiene inconveniente le pondré en contacto con una.


Tres días más tarde se presentó en el almacén María de las Casas, la ponedora más laboriosa del Páramo. Pasaba por mediadora de criadas pero, en realidad, era una alcahueta. Dionisio Manrique salió del despacho para que su jefe pudiera expresarse sin trabas.


María de las Casas no callaba.


Le habló de tres muchachas vírgenes del Páramo, dos de diecisiete años y una tercera de dieciséis.


Las describió minuciosamente: todas eran fuertes (ya sabe usted que la criatura que sobrevive en el Páramo lo es, le había dicho) y serviciales. La Clara Ribera es más opulenta y atractiva que las otras dos pero, a cambio, la Ana de Cevico sabe cocinar mejor que una profesional. Lo mismo que en la Mancebía de la Villa, don Bernardo Salcedo empezó a sentir repugnancia de sí mismo. Aquélla era una conversación semejante a la que dos ganaderos sostenían antes de cerrar el trato. Por otro lado, la María de las Casas le mareaba con su cháchara. Pensaba en la discreción de Minervina, se le imponía su imagen y sacudía la cabeza para ahuyentarla. En cuanto a limpia, relimpia, ninguna le gana a la Máxima Antolín, de Castrodeza; su casa y su persona están como los chorros del oro. Apuesto a que con cualquiera de ellas pasaría vuesa merced buenos ratos, señor Salcedo -concluyó.


Más cohibido que estimulado, don Bernardo optó por la Clara Ribera. En la cama le placía una muchacha viva, atrevida, incluso descarada. Si es así, añadió María de las Casas, con la Clara quedaría vuesa merced complacido.


El señor Salcedo convino con “ la Ponedora ” que las esperaba el martes siguiente pero que quedaba claro que en principio no existía compromiso alguno. Pero cuando, cuatro días más tarde, la María de las Casas se presentó en el almacén con la muchacha, a don Bernardo se le cayó el alma a los pies.


La Clara Ribera era decididamente bizca y padecía un tic en la boca, como un fruncimiento intermitente en la comisura izquierda, que dificultaba la concentración del presunto amante. ¿Dónde besarla?


– Más que viva esta chica es nerviosa, María. Antes que nada necesita un tratamiento, que la vea un médico.


La María de las Casas le levantó la saya y mostró un muslo blanco, amorcillado, demasiado fofo y desmayado para una chica tan joven.


– Mire qué carnes más ricas, señor Salcedo. Más de uno y más de dos darían una fortuna por desflorarla.


La Clara Ribera miraba el calendario de pared, el brasero contiguo a sus zapatos, el ventano que se abría sobre el patio, pero por mucha ligereza que mostraba por recorrer con la vista el almacén, el ojo izquierdo no acababa de centrarse. Parecía que nada de lo que allí se estaba discutiendo fuera con ella. La María de las Casas empezó a impacientarse:


– Lo primero que tiene que hacer vuesa merced es franquearse en este asunto: ¿desea moza para retozar un par de veces a la semana o para mantenida?


La pregunta pareció ofender a don Bernardo Salcedo:


– Para mantenida, claro, creí que Dionisio se lo había advertido. Tengo una casa a su disposición. Soy una persona seria.


María de las Casas cambió de actitud. La respuesta de don Bernardo le abría nuevas perspectivas.


Pensó en la Tita, de Torrelobatón, en la belleza gitana de la Agustina, de Cañizares, en la Eleuteria, de Villanubla. Miró animada a don Bernardo:


– Siendo así -dijo-, las cosas son más hacederas, aunque una no puede pasarse la vida subiendo y bajando. Sería preferible que vuesa merced subiera y escogiese.


– ¿Subiera, dónde, María?


– Al Páramo, don Bernardo.


Las muchachas más bellas del alfoz están en el Páramo. Si pudieran mostrarse en las posadas y tabernas, tenga vuesa merced por seguro que no quedaría un virgo. También tendrá que ver a “ la Exquisita ”, en Mazariegos, un pedazo de muchacha que se va del mundo.


– Prefiero que no tengan apodos, María de las Casas. Unas muchachas menos conocidas, más de su casa. Los apodos, hablemos claro, no son buena presentación para una mujer de la vida.


Al día siguiente, don Bernardo ensilló a “Lucero” y, por segunda vez en medio año, subió al Páramo por el camino de Villanubla. La María de las Casas le había citado en Castrodeza y, desde ahí, irradiarían hacia el resto de los pueblos. Sin embargo, en Castrodeza conoció don Bernardo a la Petra Gregorio, una chica tímida, de ojos azules y maliciosos, y cuerpo elástico, vestida con modestia y un cuidado trenzado en la cabeza que destacaba entre la austera pobreza del mobiliario. Le agradó la familia a don Bernardo y acordó con María de las Casas que dedicaría una semana a amueblar el piso y, a la siguiente, subiría a por la Petra.


Al finalizar noviembre, don Bernardo subió a Castrodeza y una hora después de su llegada, con la Petra Gregorio a la grupa y un fardo con sus pobres enseres en el regazo, tomó el camino de regreso antes de anochecer. Los rebaños andaban de retirada hacia el ejido y a una legua escasa de Ciguñuela, voló del retamar una bandada de grajillas. Tres veces intentó don Bernardo que la Petra Gregorio rompiera el silencio sin conseguirlo. La muchacha, buena amazona, se adaptaba diestramente a los movimientos de la cabalgadura y, de vez en cuando, emitía un acongojado suspiro. En Simancas se hizo noche cerrada, que es lo que don Bernardo deseaba, y al atravesar el puente sobre el Pisuerga preguntó a la chica si conocía Valladolid. No le sorprendió la respuesta: no había estado nunca, ni le sorprendió que, poco después, la muchacha reconociera tener dieciocho años. Don Bernardo había logrado romper su mutismo y cuando se apearon en la Plaza de San Juan y le enseñó la casa a la luz del candil, la chica no cesaba de suspirar. No tenía miedo. Lo reconoció ante don Bernardo con toda firmeza y esto le alivió. Luego la sentó en el escañil y la ayudó a desprenderse del zamarro que se había puesto para el viaje. Don Bernardo llevaba un rato esforzándose por excitarse, pues hasta el momento no había sentido por la chica otra cosa que compasión. Tan dócil, tan silenciosa, tan resignada, don Bernardo Salcedo se preguntaba qué es lo que sentía la Petra Gregorio en esos momentos, si tristeza, añoranza o decepción.


Su rostro no demostraba emoción alguna y cuando don Bernardo le advirtió que la casa era de vecinos y tenía gente encima, abajo y a los lados, sonrió y levantó los hombros. Luego, don Bernardo hizo un torpe intento de abrazarla, pero la rigidez de Petra y cierto olor a chotuno le echaron para atrás. Por asociación de ideas la llevó a la habitación donde estaba la bañera de latón y le explicó cómo se usaba. Convenía bañarse -le dijo- cuando menos una vez por semana; y todos los días, sin falta, los pies y el nalgatorio. La chica asentía sin dejar de suspirar. Don Bernardo le enseñó la fresquera con comestibles y la dejó sola.


A la tarde siguiente volvió a verla. Imaginaba que la Petra Gregorio se habría desprendido de sus nostalgias, pero don Bernardo la encontró con la misma ropa de la víspera, sollozando inconsolable en un taburete de la cocina. No había comido. Los alimentos de la fresquera estaban intactos. Salcedo animó a la chica a salir a la calle pero ella se resumía en la toquilla como una viejecita:


– Me recuerdo de mi pueblo, don Bernardo. No lo puedo remediar.


Don Bernardo le habló seriamente, le dijo que así no podían continuar, que tenía que animarse, que el día que ella se animara pasarían buenos ratos juntos, pero, cuando volvió a verla al día siguiente, la encontró llorando mansamente en el mismo sitio donde la dejó. Fue entonces cuando Bernardo Salcedo empezó a admitir que se había equivocado y era urgente enviar un correo a María de las Casas para que la recogiese.


A la tarde siguiente, sin embargo, encontró a la Petra cambiada. Había dejado de llorar y respondía a sus preguntas con prontitud. Había conocido a la vecina de enfrente, que era de Portillo, y estaba casada con el ayudante de un ebanista. Ambas habían recordado cosas de sus pueblos respectivos y la mañana se había ido en un santiamén. La Petra Gregorio se mostró incluso menos enteriza y arisca cuando don Bernardo trató de acariciarla. La animó, de nuevo, a salir a la calle, ver tiendas, asistir a las novenas de San Pablo, muy animadas. Y, en un enternecimiento súbito, le entregó cinco relucientes ducados para comprarse ropa. Aquel gesto fue el argumento definitivo. La Petra se arrodilló y empezó a besar una y otra vez la mano bienhechora.


Don Bernardo la ayudó a levantarse: debes comprarte una saya nueva, bellos jubones y un hábito con gorguera transparente; también sortijas, pulseras, collares, que adornen tu bonito cuerpo, dijo. A la Petra Gregorio le brillaban sus ojos azules, unos ojos que, los días anteriores, don Bernardo había temido que se derritiesen de pena. A fin de cuentas, la Petra Gregorio era como todas las mujeres, pensó don Bernardo. En un momento determinado la vio tan risueña y animosa que pensó llevarla a la gran cama adquirida para la nueva relación, pero luego decidió que era preferible esperar al día siguiente; con las nuevas ropas y los adornos personales, la disponibilidad de la chica sería más abierta y generosa.


La encontró con una saya sencilla, de amplio escote que, bajo la gorguera transparente, dejaba entrever el nacimiento de los pechos.


Lucía un gran collar, pendientes baratos y pulseras con colgantes.


Levantó los brazos sonriente al verlo entrar como acogiéndolo. El viejo rijo, ausente durante la última semana, parecía apoderarse de nuevo de don Bernardo: ¿estás bien, chiquilla? -le preguntó, dejando su capa corta en manos de la muchacha. La tomó por la cintura.


Estás muy hermosa, Petra. Te has vestido muy bien. Ella le preguntó si le gustaba y le llamó vuesa merced. ¡Oh, vuesa merced! -dijo él-.


Debes olvidar el tratamiento. Me llamarás Bernardo. Sonreía la chica con malicia y él tuvo entonces una idea luminosa: ¿qué dirías si taita te enseñara a usar la bañera? Ella reconoció que se había bañado la víspera. No importa, no importa, incluso no es malo bañarse todos los días, hija mía, digan los médicos lo que quieran. La llevaba por la cintura pasillo adelante y se detuvo en la cocina. Señaló un lebrillo lleno de agua junto a la alacena y le mandó calentar un cuarto. Con el agua preparada, don Bernardo hizo uso de la técnica que, en sus años jóvenes, nunca le había fallado para desnudar a una muchacha. La despojó, primero, lentamente, de los adornos, que fue colocando sobre el fogón y, después, de la saya, la faldilla y el jubón. Esperó un rato antes de quitarle la ropa interior. La trataba como a una niña y a sí mismo se llamaba “taita”. Taita te quitará ahora mismo la gorguera pero antes debes meterte en el baño. La Petra entró en la bañera de latón desfallecida. Desnuda, en sus brazos, la besó antes de sentarla en el baño. A medio camino volvió a besarla aún más fuerte. Crecía la excitación de la chica, le mordía, sus brazos atenazaban su cuello.


Ahora serás buena y dejarás que taita te lave bien, decía melosamente, mientras la enjabonaba los pechos que se escurrían entre los dedos como peces. Se buscaban las bocas entre la espuma como dos locos y, en mitad de la operación, colocó a la muchacha en su regazo, sobre la gran toalla blanca, y la levantó en alto. Caminaba hacia la habitación con la preciosa carga y, cuando, ya en el lecho, le preguntó si era la primera vez que se metía en la cama con un hombre, la Petra Gregorio quedamente le respondió que sí.

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IV

– Vivo tranquilo, sí. ¿Qué más se puede pedir?


Don Bernardo Salcedo correspondía sonriente a los amigotes rezagados de la taberna de Dámaso Garabito que todavía no le habían preguntado por su salud, a los ganaderos y corresponsales que bajaban del Páramo y le encontraban barzoneando por la villa, o a los conocidos, habituales de las tertulias de la Plaza del Mercado y calles adyacentes, que se acercaban a él para estrecharle la mano.


Llevaba meses sin grandes preocupaciones, razonablemente satisfecho. La Petra Gregorio, cuyo contrato estuvo a punto de rescindir con la ponedora María de las Casas, había resultado una amante singular. No sólo era bella y grácil sino seductora y expeditiva.


La semana de adaptación que siguió a su llegada a la ciudad, tan esquinada y difícil, había sido superada. Ahora Petra Gregorio se mostraba frívola, impúdica y servicial. Pero no era un ser aquiescente, dispuesto siempre a acatar los deseos de su protector, sino una mujer impulsiva, creadora, que a menudo gozaba tomando la iniciativa. De ahí que, aunque don Bernardo reconociera ante los amigotes que vivía tranquilo, el nido de amor que había montado para Petra en la Plaza de San Juan resultara bastante agitado. La visitaba cada tarde y raro era el día que Petra no le recibía con alguna sorpresa. Don Bernardo se vanagloriaba de su magisterio. En cinco días había transformado una gatita doméstica en una pantera lujuriosa. Petra era mucho más de lo que había imaginado: un verdadero prodigio en artes amatorias. Una tarde le recibía desnuda, levemente cubierta de tules y, a la siguiente, se escondía en el cuarto oscuro, vestida con unas mínimas prendas íntimas adquiridas en la lencería de la calle de Tovar, y le recibía maullando quedamente tan pronto oía sus pasos por el pasillo. Acto seguido se despojaba de esas prendas y corría por la casa desnuda, ágilmente, interponiendo los muebles entre ella y su perseguidor que le rogaba jadeante que se detuviera. A que no me coges, taita, a que no me coges, insistía ella. Le llamaba “taita” como él se había bautizado a sí mismo el día que la conquistó. Bienvenido, taita: hasta mañana, taita; taita ¿por qué no le compras a la niña un collar de cuentas de leche? Siempre taita. Salcedo se excitaba sólo con oír este tratamiento. Había en Petra una malicia natural que ella convertía en seducción turbadora con un mínimo gesto. Y, llevado a este terreno, don Bernardo se mostraba un hombre liberal, soltaba los ducados con generosidad, actitud sorprendente en él que siempre había sido guardoso en vida de doña Catalina. Pero Petra Gregorio hacía uso inteligente del dinero, incluso lo administraba con celo y miramiento. Se vestía, se alhajaba, adquiría bellos muebles, decoraba la casa con visillos y hermosos cortinones. Don Bernardo reconocía que Petra era la mantenida que siempre había deseado tener. Hasta que un día le pidió mudarse de casa, porque este barrio no es digno de ti, taita, sólo viven en él artesanos y gente rústica, le dijo. Y él comprendió que Petra era en el barrio como una rosa en un estercolero. La llevó a la calle Mantería, a un piso nuevo de una casa familiar. Petra ganaba con esto no sólo en categoría sino en espacio y prestigio. Era una calle estrecha, sí, como casi todas en la villa, pero céntrica, adoquinada y con un distinguido vecindario. Los recursos seductores de Petra se multiplicaron en el nuevo hogar. Salcedo pasaba tardes enteras persiguiendo ciervas en celo o acudiendo a los gritos de ¡Taita, taita, me he perdido!. Las siestas reparadoras, de que hablaba en la taberna, se convertían en realidad cada tarde en auténticos ejercicios gimnásticos.


A veces, solo en su casa de la Corredera de San Pablo, se complacía rememorando los ardides de Petra, los recursos de su pervertida imaginación. Y comparándolos con los de la tímida y púdica muchacha que había encontrado en Castrodeza, llegaba a la conclusión de que él era un consumado maestro de lubricidad y ella una discípula aventajada. Únicamente así se explicaba que la palurda que bajó del Páramo a la grupa de su caballo, suspirando, ocho meses atrás, hubiera alcanzado no sólo el actual grado de depravación, sino la elegancia natural que sabía mostrar en determinadas ocasiones.


Tan orgulloso de sí mismo se encontraba don Bernardo que, incapaz de dejar en la sombra sus aventuras y la conducta salaz de la muchacha, una mañana se franqueó con su empleado Dionisio Manrique en el almacén. Dionisio acogió las confidencias de su patrón con la avidez un poco resbaladiza del mujeriego empedernido, pero se guardó sus objeciones sobre el particular.


De este modo, don Bernardo consiguió ampliar sus horas de placer mediante el fácil recurso de explicitarlas. La mera referencia a las trastadas de Petra, que, inevitablemente, terminaban en la cama, encendían de nuevo su ardor, lo preparaban para la visita vespertina, mientras Dionisio le escuchaba con la boca abierta, babeando.


Únicamente Federico, el mudo de los recados, que observaba la salacidad de Manrique, se preguntaba qué se traerían entre manos aquellos dos hombres que explicara la turbiedad de sus ojos y sus torpes ademanes.


En cambio, con su hermano Ignacio, con quien solía encontrarse diariamente al anochecer, Bernardo no mostraba esas confianzas. Al contrario, se esforzaba en comparecer ante él con el decoro y la respetabilidad que siempre habían adornado a la familia Salcedo.


Ignacio era el espejo en que la villa castellana se miraba. Letrado, oidor de la Chancillería, terrateniente, sus títulos y propiedades no bastaban para apartarle de los necesitados. Miembro de la Cofradía de la Misericordia, becaba anualmente a cinco huérfanos, porque entendía que ayudar a estudiar a los pobres era sencillamente instruir a Nuestro Señor. Pero no solamente entregaba al prójimo su dinero sino también su esfuerzo personal. Ignacio Salcedo, ocho años más joven que don Bernardo, de cutis rojizo y lampiño, visitaba mensualmente los hospitales, daba un día de comer a los enfermos, hacía sus camas, vaciaba las escupideras y durante toda una noche cuidaba de ellos. Por añadidura, don Ignacio Salcedo era el patrono mayor del Colegio Hospital de Niños Expósitos, que gozaba de prestigio en la villa y se sostenía con las donaciones del vecindario.


Pero, no contento con esto, con su quehacer profesional en la Chancillería y sus buenas obras, don Ignacio era el vecino mejor informado de Valladolid, no ya sobre los nimios sucesos municipales sino de los acontecimientos nacionales y extranjeros. Las noticias últimamente eran tan abundantes que don Bernardo Salcedo cada vez que recorría las calles Mantería y del Verdugo, camino de la casa de su hermano, iba preguntándose: ¿Qué habrá sucedido hoy? ¿No estaremos sentados en el cráter de un volcán?


Porque don Ignacio era crudo en sus manifestaciones, nunca las atemperaba con paños calientes. De ahí que don Bernardo, aun mostrándose poco aficionado a la política, a los problemas comunes, estuviera puntualmente informado de la lamentable realidad española. La inquietud creciente de la villa, la hostilidad popular hacia los flamencos, la falta de entendimiento con el Rey, eran realidades manifiestas, hechos que, como bolas de nieve, iban rodando, aumentando de volumen y amenazando avasallar cuanto encontraran a su paso. Hasta que una tarde de primavera una de ellas reventó, por más que la voz de don Ignacio no se alterase al referir los acontecimientos:


– Han matado al procurador Rodrigo de Tordesillas en Segovia.


Estaba conchabado con los flamencos. Juan Bravo se ha puesto al frente de los revoltosos y está organizando Comunidades en las villas castellanas. Hay motines y alborotos por todas partes. El cardenal Adriano quiere reunir aquí, en Valladolid, el Consejo de Regencia pero el pueblo se resiste.


Don Bernardo respiraba con cierta dificultad. Hacía semanas que venía notando cómo se le formaba sobre el estómago un cinturón de grasa. Miraba a Ignacio como esperando de él una solución, pero su hermano no estaba por la labor.


A la tarde siguiente le mostró un pasquín recogido a la puerta de San Pablo: “Subsidios, no. El Rey en su casa y los flamencos a la suya”. Varios sermones en distintas iglesias de Valladolid habían girado en torno a la misma cuestión: el Rey debía permanecer en España y los flamencos marcharse a su país; las villas deberían seguir entendiéndose directamente con el Rey, sin la mediación de curas y nobles. Son exigencias muy duras. ¿Te das cuenta, hermano? -decía don Ignacio.


En veinticuatro horas las novedades dejaban de serlo y don Bernardo y don Ignacio volvían a encontrarse en la casa del segundo:


– Los realistas han incendiado Medina. En la Plaza del Mercado la gente andaba esta mañana amotinada al grito de “¡Viva la libertad!” Hay algún noble entre ellos pero la mayor parte son letrados, burgueses e intelectuales. Al pueblo, como de costumbre, no se le ha preguntado nada pero sigue los consejos de éstos y revienta de indignación.


La misma noche, la turba, ignorante y enardecida, quemó las casas de los regidores que habían aprobado los subsidios al Rey. Fue noche de mucho ruido y confusión.


Don Bernardo había bajado a la calle a tiempo de ver arder la mansión de don Rodrigo Postigo y a éste escapar por la trasera, a caballo reventado, arrancando chispas de los adoquines. De madrugada se presentaron en su casa su hermano Ignacio, Miguel Zamora y otros letrados a pedirle sus caballos para el encuentro inminente. El conde de Benavente estaba enconado con los pueblos de Cigales y Fuensaldaña y se temía un enfrentamiento. Don Bernardo vacilaba, se hacía el roncero. ¿Por qué meter a “Lucero”, su noble bruto, en estos berenjenales? Hay que hacer algo, Bernardo, cualquier cosa antes que permitir que nos atropellen. Don Bernardo, un tanto avergonzado de su amilanamiento, cedió al fin, que se los llevasen.


”Lucero” regresó sano al atardecer, pero “Valiente” quedó muerto entre las cepas de Cigales. Ignacio traía a la grupa de “Lucero” a Miguel Zamora y ambos subieron a la casa de Bernardo y bebieron unas tazas de Rueda para entonarse. Había sido imposible contener al pueblo que lo único que había entendido fueron las amenazas del conde de Benavente. Nada habían importado su rango, su fortuna ni su autoridad. Su castillo de Cigales había sido asaltado por las turbas y saqueado. Los cuadros, las ropas, los valiosos muebles, quemados en el ejido por la multitud encolerizada. En las afueras hubo un intercambio de disparos con una tropilla del Cardenal y “Valiente”, haciendo honor a su nombre, había caído en la contienda.


Don Bernardo oía estas historias, que tan de cerca le tocaban, sobrecogido. No era hombre bizarro y las soflamas, lejos de enardecerle, le deprimían. Al día siguiente daba cuenta a Petra Gregorio de las últimas novedades. En los momentos decisivos, como el del asalto al castillo, la chica aplaudía como si asistiera a una pelea entre buenos y malos. Ella se pronunciaba siempre contra los flamencos.


Bernardo, sorprendido, le preguntaba qué tenía contra ellos. Quieren mandar aquí, eso lo saben hasta las piedras, decía. Resultaba poco edificante que la Petra Gregorio hablase de estos temas fundamentales con los pechos desnudos, apenas cubiertos por el collar de cuentas de leche, fabricado con ámbar y piedra galactita, que él le había regalado. Pero la historia se repetía indefectiblemente todos los días en los dos pisos: Ignacio le cargaba de noticias y gacetillas en el suyo y Bernardo las descargaba a su vez, más informalmente, en el de su amante.


Así se enteró Bernardo de la expulsión de los nobles de Salamanca por Maldonado, de la constitución de la Junta Santa en Ávila para unir los movimientos populares, de la visita privada a la reina madre en Tordesillas por parte de Padilla, Bravo y Maldonado y de su acogida afectuosa.


Pero, insensiblemente, las noticias fueron tomando un cariz menos optimista: el Rey se había negado a recibir en Alemania a una comisión de rebeldes y éstos habían regresado corridos y desairados.


Las Comunidades ya no se entendían entre sí, incluso las andaluzas les habían abandonado y puesto a las órdenes del Rey… Don Bernardo escuchaba a su hermano sin inmutarse y reflexionaba: hoy, como siempre, ha faltado organización; los ideales están mezclados y mal definidos. Las villas se han puesto en manos de nobles de segunda y los de primera se han aprovechado de ello. ¿Para esto sacrifiqué yo a mi noble caballo “Valiente”? Pero Ignacio, implacable, proseguía dando pormenores de la tragedia: la Junta, tras presentar una carta de agravios al Rey, trataba de sacar a doña Juana de Tordesillas y ahorcar en Medina a los miembros del Consejo. Los comuneros y el Rey se habían enfrentado en Villalar y aquéllos habían sido derrotados. Una gran carnicería: más de mil muertos.


Padilla, Bravo y Maldonado habían sido decapitados.


La vida de la ciudad se sumió en la tristeza. Regresaban los soldados hambrientos con sus caballos heridos y los infantes, desarmados y andrajosos, deambulaban por la Corredera camino de San Pablo. Iban como perdidos, a la deriva. La tertulia de artesanos en la Plaza del Mercado parecía tener sordina esa tarde y por las calles vagaban las gentes cabizbajas, sin saber a quién culpar de la derrota. Entre ellas caminaba Bernardo Salcedo, entristecido pero satisfecho de que aquello, al fin, hubiera hecho crisis, hubiera terminado. Encontró a Petra Gregorio en una actitud singular: de pie frente a la puerta, vestida con un gonete negro y una basquiña abierta por delante, el amplio escote desnudo, sin el collar de cuentas de leche. Tenía lágrimas en los ojos cuando le dijo:


– Taita, hemos perdido.


Bernardo Salcedo la abrazó tiernamente. Envuelto en su lubricidad inagotable, don Bernardo recataba una ternura pocas veces manifiesta. De pronto se desprendió de la capa corta que vestía y la depositó sobre el respaldo de una silla. Fue hacia ella:


– ¡Oh! -dijo-, las mujeres bonitas no deberían mezclarse en estos asuntos tan sucios.


Volvió a abrazarla y ella aprovechó su proximidad para sacar su pierna desnuda por la abertura de la basquiña e introducirla entre las firmes piernas de Salcedo.


Don Bernardo, sorprendido, dijo:


– ¿Qué haces? ¿Qué pretendes?


Ella se soltó de su abrazo y se desprendió del gonete, sacándolo por la cabeza. No tenía jubón ni camisa debajo. Estaba desnuda.


Se aflojó la cintura de la basquiña que resbaló hasta sus pies.


Rompió a reír mientras corría ligera por el pasillo:


– Taita, así debemos desnudarnos de nuestras penas. ¿A que no me coges? -dijo.


Él corría torpemente, tropezando con los muebles y, aunque ganado por un deseo ardiente, no dejaba de pensar en la volubilidad de la chica. ¿Había llorado de veras o se había limitado a provocar su encandilamiento? Volvía a asaltarle la duda sobre la manera de ser de Petra Gregorio. ¿La conocía a fondo o únicamente sabía de ella que era indescifrable? Tornaban a jugar al escondite y cuando él, finalmente, la atrapó en el cuarto oscuro y la derribó sobre el suelo entarimado, entre los cachivaches, ella se entregó sin resistencia.


La salacidad que Petra despertaba en él distrajo a Salcedo de su anterior devoción por Minervina. La veía poco. Menos aún a su hijo Cipriano que había cumplido ya los tres años. Pero el 15 de mayo de 1521 ocurrió en el número 5 de la Corredera de San Pablo un hecho inesperado que, de forma fortuita, le puso de nuevo en relación con la muchacha. A la joven Minervina, la eficaz nodriza de los pechos pequeños, se le retiró repentinamente la leche. ¿Motivos?


En apariencia no los había. Minervina había dormido bien, había cenado como de costumbre, no había hecho esfuerzo físico alguno. Por otra parte, los graves acontecimientos de la calle no le afectaban, ni había sufrido emociones profundas que explicasen el fenómeno. Simplemente el niño se negaba a coger el pezón y, al apretar el pecho, ella notó que se había secado. Entonces comenzó a llorar, preparó al niño unas sopas de pan, se las dio, se lavó los ojos en el aguamanil y afrontó el encuentro con don Bernardo:


– Tengo algo importante que decirle a vuesa merced -dijo humildemente-. De la noche a la mañana me he quedado sin leche.


Ella sabía que la leche había sido, en vida de la difunta, la razón de ser de su contrato. Él estaba leyendo un libro nuevo que cerró y depositó sobre la mesa al oír la voz de la muchacha:


– La leche, la leche, claro -respondió y añadió aturdidamente-:


pero supongo que habrá otros medios además de la leche para sacar a un niño adelante.


Minervina pensó en las sopas de pan que acababa de darle y dijo con sencillez:


– Claro que sí y sepa vuesa merced que en mi pueblo ningún niño se ha muerto de hambre y eso que no hay médicos ni barberos que se cuiden de ellos.


Don Bernardo volvió a tomar el libro de la mesa. Por su parte daba por terminado el incidente.


Mas al ver a la chica pendiente de sus labios, levantó la cabeza sonriendo y agregó:


– Hemos cambiado una nodriza por una rolla. Ése es todo el problema.


Minervina regresó a la cocina radiante. Nada había cambiado: no me marcho, señora Blasa, me quedo con el niño. El señor lo ha comprendido. Tomó al niño de las manos y le movió a su compás mientras tarareaba una canción. Luego se agachó y cubrió su rostro de ruidosos besos. De este modo, la vida de Cipriano siguió su curso. Por las mañanas, en el buen tiempo, salía de paseo con la rolla, con frecuencia por el centro, para curiosear el mercado de hortalizas y las vitrinas de los comercios de los soportales, y otras veces por el Espolón o el Prado de la Magdalena para tomar el aire. Los jueves, a media mañana, la galera de Jesús Revilla les llevaba, con otros viajeros, hasta Santovenia y allí pasaban el día con los padres de Minervina. Al niño le fascinaban estos viajes en el ordinario, los vaivenes del carro, el pesado trote de las mulas, los hondos baches del trayecto cuando él rodaba hasta la red de lía de la trasera dando gritos de júbilo. Alguna viajera del pueblo le miraba con temor, pero Minervina le justificaba diciendo: este niño es medio titiritero. Y reía para quitar importancia al incidente. Más tarde, en el pueblo, en casa de Minervina, Cipriano jugaba con los niños del vecindario. Le gustaban aquellas casas de un solo piso con el suelo de tierra apelmazada, pero limpias, de pocos muebles, a todo tirar dos escañiles, una alacena, una mesa de pino para comer y, en las habitaciones del fondo, sendas camas de hierro negro entre las que se repartían los familiares para dormir.


A la madre de Minervina le sorprendió el tamaño del niño el primer día: este niño tan flaco no parece de casa rica, observó. Pero la chica se revolvió, lo defendió como cosa propia: no es flaco, madre; lo que tiene son espinas en lugar de huesos, como dice mi compañera. Luego, cuando el pequeño empezó a hacer títeres por los rincones, la chica, muy ufana, recalcó: es fuerte, madre. A los cinco meses, ya se empinaba en el regazo para agarrar la teta y a los nueve ya se andaba. Nunca he visto una cosa así.


Cipriano se sentía libre y feliz en el pueblo. Con los amigos de su edad, correteaban por todas partes y, algunas veces, se arrimaban a la casa de Pedro Lanuza, pintada de amarillo, y golpeaban las cacerolas y les decían a voces “herejes” y “alumbrados”. Y las hijas de Pedro Lanuza, especialmente la Olvido, se asomaban a la puerta con la mano del almirez y les amenazaban con molerlos a golpes. De vuelta a casa en el ordinario, el niño y Minervina contaban estas cosas en la cocina y la señora Blasa preguntaba: ¿aún sigue bajando el Pedro Lanuza los sábados donde la Francisca Hernández? A ver, señora Blasa, aclaraba la Minervina, pero, entiéndame, no es que sean malos, es que es así su religión. Y la Blasa añadía: cualquier día me arrimo donde la señora esa y hago por verlos.


El destete de Cipriano, como no podía menos, repercutió en el cuerpo de Minervina. Sus pechos, de por sí pequeños, se achicaron un poco más, se apretaron, mientras su cuerpo espigaba y los miembros recuperaban la felina elasticidad enervada con la crianza. Engolosinado con el sexo, a don Bernardo no le pasó inadvertida esta leve metamorfosis. Su mirada se iba tras la muchacha cuando aparecía en sus dominios y la seguía placenteramente con la vista sin dejarlo.


En ocasiones, cuando portaba en sus manos levantadas algún objeto delicado de loza o porcelana y temía que su contenido se derramara, sus pisadas se hacían mínimas, y deliciosa su cadencia, el leve ondular de sus caderas. El niño la perseguía por todas partes. Desde que se arrancó a andar pasaban tantas horas en el piso de las buhardillas, donde dormían, como en el principal. Esto aumentaba las posibilidades de encontrarse con su padre y, cada vez que esto ocurría, el niño se ocultaba tras la saya de la muchacha como si viese al diablo. Ella le preguntaba luego en la cocina: ¿es que no quieres al papá? No, Mina; me da frío. Qué cosas dices. ¿Mucho frío? Y el pequeño confesaba que tanto como cuando se helaba la fuente del Espolón y él se subía a ella para patinar.


La atracción de la muchacha y el desapego hacia su hijo acabaron barrenando la sensibilidad de don Bernardo. Andando el tiempo no encontró inteligente su comportamiento cuando Minervina perdió la leche. La noticia le dejó indiferente y actuó con blandura, no supo sacar partido de la situación. Se mostró excesivamente paternal y condescendiente. Por eso ahora, cada vez que veía al niño ocultarse tras la saya de la muchacha, pensaba que debía sentar su autoridad de padre y amo ante uno y otra. La chica se tomaba demasiadas atribuciones sobre el pequeño. Había que someterla a disciplina. Alimentado por su propio reconcomio, don Bernardo meditaba sobre la mejor decisión a tomar. Cruel, como buen mujeriego tímido, soñaba con una solución quimérica que produjese dolor a la muchacha. Así, una mañana que la chica cambiaba el agua de las flores del salón con el niño pegado a las sayas, adoptó una actitud grave para preguntarle si consideraba uno de sus deberes separar al niño de su padre. Minervina dejó el jarrón con las flores sobre la consola y se volvió sorprendida:


– ¿Qué quiere decir vuesa merced? El niño siente afecto por quien le atiende. Es cosa natural.


Don Bernardo carraspeó. Miró a la muchacha, que ocultaba al niño tras ella, con mirada adusta, autoritaria:


– ¿Por qué se aplica usted tanto en esta tarea atroz de distanciar a un hijo de su padre? Ciertamente las circunstancias en que este niño nació no fueron favorables para despertar mi cariño hacia él. A su manera, él se deshizo de su madre. Pero un padre podría llegar a olvidarlo todo, si el hijo tratara de alguna manera de demostrarle su cariño. ¿Por qué ha de formar usted con el niño una pequeña conjura en contra mía?


A Minervina, aunque no acababa de comprender del todo el parlamento del señor Salcedo, se le nublaron los ojos de lágrimas. El niño, cansado de la inmovilidad de la muchacha, se asomó por el borde de la saya. Dijo la chica:


– Creo que se equivoca. Yo deseo lo mejor para el pequeño pero tengo entendido que vuesa merced no pone nada de su parte para atraerle.


– ¿Atraerle? ¿Atraerle yo?


Esa buena acción no es de mi incumbencia. Es usted quien debe instruir al pequeño sobre la mejor manera de orientar sus afectos, sobre lo que está bien y lo que está mal. Pero usted se ha conformado con sustituir el pecho por unas sopas de pan y eso no es suficiente.


Minervina lloraba ya sin disimulo. Sacó de la manga abullonada de su saya un minúsculo pañuelo y se secó los ojos con él. Una íntima sensación de triunfo iba invadiendo a don Bernardo. Se inclinó sobre la muchacha sin abandonar el sillón:


– ¿Ha intentado usted enseñar a este pequeño mequetrefe a honrar a su padre? ¿Cree usted de veras que este pequeño diablo me honra a menudo con su actitud?


Se levantó finalmente del sillón fingiendo una furia que no sentía y tomó de la oreja a su hijo:


– Venga usted acá, caballerete -le atrajo hacia sí.


El niño, fuera ya de su escondrijo, veía llorar a Minervina, pero, tan pronto volvió los ojos a la figura barbada de su padre, quedó paralizado, rígido, temblando.


También Minervina le miraba ahora a él, compadecida, pero no osó dar un paso en su defensa. Don Bernardo seguía zarandeando al pequeño:


– ¿Vas a decirme, caballerete, por qué aborreces a tu padre?


La chica hizo un esfuerzo:


– ¡No lo atormente más! -chilló-. El niño tiene miedo de vuesa merced. ¿Por qué no prueba de comprarle un chiche?


La simple pregunta de la chica dejó momentáneamente desarmado a don Bernardo. En su breve vacilación, el niño corrió hacia ella, Minervina se arrodilló y ambos se abrazaron llorando. Don Bernardo se sentía incompetente ante las lágrimas, le daban grima las escenas melodramáticas y le repugnaban las palabras de perdón, especialmente cuando venían a disminuir la tensión de una escena que él deseaba tensa. Optó por el remate espectacular. Sin dejar de mirar a los amantes, arrodillados en la alfombra, atravesó la sala en dos grandes zancadas, se metió en el despacho y cerró de un portazo.


Minervina seguía abrazada al niño, mezclando las lágrimas con escuchos al oído del pequeño: papá se ha enfadado, Cipriano; tienes que quererle un poquito. Si no va a echarnos de casa. El pequeño le apretó el cuello con fuerza: y ¿vamos a la tuya? -preguntó-. Yo quiero ir a tu casa, Mina. Ella se puso en pie con el niño en brazos; le susurró al oído: los taitas de Mina son pobres, tesoro, no pueden darnos de comer todos los días.


Por su parte, don Bernardo quedó satisfecho de la escena. Hacer llorar a unos ojos que le habían despreciado tanto, comportaba un desquite. A Ignacio, sin embargo, cuando se lo contó, no se lo dijo así se limitó a disfrazar su venganza de virtud: con esta gente no vale de nada apelar al cuarto mandamiento -dijo. Ignacio, recto y temerario, aludió a su frialdad con el pequeño desde que nació y don Bernardo volvió a insistir en que, le gustara o no, Cipriano no era más que un pequeño parricida.


Ignacio volvió a repetir que no tentara a Nuestro Señor y añadió algo inquietante y de lo que nunca había hablado: que el hecho de que el pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma luterana no era precisamente un buen presagio.


Las controversias religiosas a que tan aficionados eran sus paisanos, apenas tenían lugar en el mundo de don Bernardo. Ni Dionisio Manrique, en el almacén de la Judería, ni los amigotes de la taberna de Dámaso Garabito, ni los corresponsales del Páramo, ni Petra Gregorio en el muelle nido de amor de la calle Mantería, se prestaban a tan elevadas disquisiciones. Por eso, ahora que su hermano acababa de hacer una alusión a Lutero experimentó una viva necesidad de hablar de él:


– ¿Sabes -preguntó- que el padre Gamboa dijo el domingo en San Gregorio que entre Lutero y el Rey habían terminado las componendas?


Ante su hermano mayor, Ignacio se movía mejor tratando de estas cuestiones que de las inherentes a su sobrino y al servicio doméstico.


Seguía al día la revuelta de Lutero, se relacionaba con los intelectuales y soldados que regresaban de Alemania, leía toda clase de libros y papeles relativos a la Reforma. Hombre de fe, papista íntegro, su rostro rojo y barbilampiño se acaloraba al abordar estos temas:


– Nos quitan la tierra bajo los pies, Bernardo. Hacen escarnio de lo que consideramos más respetable.


Lutero se irritó contra el Papa que encomendó a los dominicos la predicación de las indulgencias pero lo que, en realidad, quería decirnos es que las indulgencias y los sufragios no sirven para nada, ni si me apuras la penitencia. Según él lo único que nos salva es la fe en el sacrificio de Cristo.


Bernardo escuchaba con curiosidad. Le intrigaba aquel mundo inasible en el que daba por sentada la prioridad de su hermano. Dijo:


– El problema de la salvación ha sido siempre el gran problema del hombre.


Ignacio apoyaba los codos en los muslos para aproximarse a su hermano.


– Lutero rehuye la controversia. Destruir es su objetivo, acabar con el Papa a quien ha llamado asno y suplantador de Cristo. Una vez abolido el papado tendría el campo libre para los suyos. El luteranismo es ya un movimiento considerable. El intento de conciliación de Eck ha resultado un fracaso. Lutero no se retracta de nada. Dice que para discutir necesita un Papa mejor informado.


León X ha condenado su doctrina y le ha excomulgado y el Emperador ha ratificado en Worms esta condena. Lutero ha escapado a Wartburg y, encerrado en el castillo del Príncipe, no cesa de escribir libros incendiarios que difundirán “la lepra” por Europa.


Don Bernardo Salcedo bebió un trago de vino de Rueda. Las vespertinas visitas a su hermano tenían esta ventaja: obsequiaba a los invitados con los mejores vinos del país. Su bodega y su biblioteca, con quinientos cuarenta y tres volúmenes, eran de las más acreditadas de la villa. Y, además de beber buen vino, lo ofrecía en copas del más fino cristal que Gabriela, su cuñada, conservaba tan impolutas como las ropas de sus atuendos que tanto atraían a Modesta y Minervina. Era, el de don Ignacio, el matrimonio sin hijos mejor asentado y relacionado en la villa vallisoletana. Y aunque don Bernardo se permitía a veces alguna broma a cuenta de la religiosidad de su hermano, y a pesar de ser ocho años más viejo que él, sentía por su persona y opiniones un respeto físico, especulativo y profundo. De ahí que, cada vez que las circunstancias les conducían a enfrentarse, don Bernardo nunca encontraba a mano otra argumentación oportuna que la de la experiencia o la edad.


Así ocurrió, por ejemplo, dos meses después de la conversación sobre la Reforma protestante, cuando un don Ignacio Salcedo, fuera de sí, salió a su encuentro y le recibió con una frase retorcida, críptica, cuyo sentido se le escapaba, pero que, a juzgar por sus ademanes y el tono de voz, envolvía una acre censura:


– Valladolid se divierte y Bernardo Salcedo paga. ¿Qué te parece esta frasecita que oigo a diario por todas partes?


Don Bernardo le miró con desconfianza, levemente arrebolado:


– ¿Qué te pasa? ¿Estás excitado? ¿Qué demonios quieres decir con eso?


A don Ignacio le había bajado el color y le temblaban las manos y el anillo de casado. Que él recordase nunca sus diferencias habían llegado a tanto:


– Que tu querida te engaña a ti y a la ciudad entera. Todo el mundo está en lenguas a cuenta de esa moza de fortuna.


Don Bernardo pareció despertar de pronto:


– ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Podría ser tu segundo padre!


– Al primero no le hubiera dicho otra cosa, créeme Bernardo.


No somos tú ni yo los que estamos en juego sino nuestro apellido.


– Y ¿de dónde han salido esos rumores mendaces?


– En Chancillería no hay rumores, Bernardo. Lo que Chancillería dice va a misa. ¿Por qué no pruebas de visitar a deshora a esa pelandusca? Únicamente después de haber comprobado lo que te digo me avendría a seguir discutiendo contigo de tan turbio asunto.


Cuando don Bernardo abrió la puerta de la calle tenía ya el convencimiento de que su hermano le estaba diciendo la verdad. Petra Gregorio había jugado con él desde el primer día. Los argumentos se amontonaban. Él estaba lejos de ser un maestro del lance amoroso y ella una discípula aventajada.


Eran, simplemente, una puta y un cornudo. Ella no alteró su conducta mientras no llegaron los primeros ducados. Después, el cambio de piso, su ropero, el lujo palaciego del nuevo hogar. ¿Cómo no pensó nunca que su asignación no podía dar para tantos excesos? María de las Casas le había engañado y hasta era posible que su cuerpo estuviera incubando a estas alturas una enfermedad asquerosa. En el portal, a la luz del quinqué, se miró el dorso de las manos, se tocó las mejillas con dedos temblorosos; no había bubas ni durezas. De momento podía estar tranquilo. Apenas hacía dos horas que se había despedido de Petra, pero tomó la calle del Verdugo y se encaminó a su casa. Las depravaciones sexuales de la chica, pensó, no se inventaban ni obedecían a lecciones recientes. La mantenida había tenido un larga experiencia amorosa anterior a su encuentro. La chiquilla que suspiraba una y obra vez a la grupa de “Lucero” la noche que la bajó del Páramo no era una muchacha ingenua sino una consumada actriz. ¿Qué hacer? ¿Cómo la encontraría? ¿Cómo debía reaccionar un caballero ante una burla semejante?


He aquí lo que en el instante de introducir la llave en la cerradura desazonaba a don Bernardo. ¿Habrá algún medio de enmendar las torpezas sin riesgo y con dignidad? -se preguntó. Había subido los dos tramos de escalera apresuradamente y ahora jadeaba en el descansillo.


Pero -trató de tranquilizarse-¿por qué creer a Ignacio a ojos cerrados? No era cierto que la Chancillería únicamente emitiera verdades comprobadas. La Chancillería se equivocaba como todo hijo de vecino y él iba a demostrarlo.


Con mano temblorosa abrió la puerta del piso. La luz vacilante de los candiles que llegaba al vestíbulo provenía del dormitorio de atrás. Las servillas de don Bernardo no hacían ruido al avanzar por el pasillo. Le iba alarmando cada vez más el creciente silencio de la casa, pero al asomarse al dormitorio de Petra Gregorio divisó a Miguel Zamora, el letrado, vistiéndose sobre la alfombra, las piernas inseguras al aire. La ropa de la cama estaba revuelta pero Petra no se encontraba allí. Miguel Zamora, con las calzas en la mano, se sobresaltó al verle, se sintió abochornado, en apariencia, más por haber sido sorprendido en paños menores que por su traición:


– ¿Qué hace aquí a estas horas vuesa merced?


– ¿Para eso te confié mi caballo, grandísimo hijo de puta?


Miguel Zamora intentó meter la pierna por la calza derecha sin resultado. Dijo trastabillando:


– Son dos asuntos que no tienen nada que ver entre sí, Salcedo.


Don Bernardo le agarró firmemente por el jubón recamado y le alzó levemente del suelo. Miguel Zamora de puntillas, con las peludas piernas al aire, ofrecía una imagen grotesca:


– Debería matarle aquí mismo -le dijo don Bernardo aproximando sus labios al extremo de su nariz.


– Petra no es su esposa. No conseguiría la comprensión del tribunal.


– El placer de deshacerle entre mis manos, ése sí lo tendría.


– Sería un acto culpable, Salcedo. La ley no le ampara.


Se hablaban a media voz, a dos dedos de distancia y, cuando don Bernardo le soltó despectivamente, apenas se le oyó musitar: cochino leguleyo. Luego, ya más claro, al abandonar el dormitorio exclamó:


– Tanto tú como yo somos dos pobres cabrones que no sabemos dónde ocultar los mogotes de nuestros cuernos.


Salió al pasillo en el instante en que Petra Gregorio también lo hacía por la puerta de la cocina.


Portaba una gran bandeja de plata con una improvisada comida y taconeaba garbosa por la tarima pero, a la solemne bofetada de don Bernardo, todo salió ruidosamente por los aires menos la Petra Gregorio, que perdió el equilibrio y se vino al suelo.


– Prepara tus trebejos -dijo sucintamente don Bernardo-. Mañana te vuelves al yermo de donde saliste.


Al día siguiente, Dionisio Manrique le organizó una entrevista con María de las Casas, “ la Ponedora ”, en el almacén:


– Me prometiste una virgen y me endosaste una puta. ¿Qué te parece el trueque?


María de las Casas se arrodilló. Pretendió en vano besarle el borde de la cuera:


– Tan engañada ha sido vuesa merced como yo misma. Se lo juro por mis muertos.


Le miraba implorante desde el suelo pero don Bernardo no se ablandó; estaba demasiado resentido:


– Escúchame, María de las Casas -advirtió-. Si el día de mañana, y Dios no lo quiera, me agarro una sífilis por tu culpa, mandaría apalearte hasta reventar y luego te metería en la cárcel hasta que te pudras. Tengo un hermano en Chancillería, no lo olvides. Puedes marcharte.

V

La joven Minervina, sin saberlo, se mostraba conforme con el Sínodo de Alcalá de Henares de 1480 y consideraba que la catequesis y la escuela eran una misma cosa. Su madre, en Santovenia, veinte años antes, entendía, asimismo, que valía tanto aprender a leer y escribir como adoctrinarse.


A ello colaboró el bondadoso párroco don Nicasio Celemín que cada día, a las once de la mañana, hacía sonar la campana en el pueblo con una intención ambigua que cada vecino interpretaba a su manera: ya tocan para la escuela, decían unos, mientras otros, más píos, al escuchar los tañidos, daban obra explicación: don Nicasio está llamando a la doctrina, aviva; son las segundas. En cualquier caso, los vecinos de Santovenia, a principios de siglo, identificaban instrucción y adoctrinamiento y de ahí salió una generación, de la que formaba parte Minervina, para la que hablar con Dios y aprender eran la misma cosa. Tan arraigada tenía esta identidad la muchacha que, antes de que Cipriano cumpliera siete años, ya dedicaba una hora de la mañana a la formación religiosa del pequeño. En principio, el niño aceptó la novedad como un pasatiempo. Encerrados en la buhardilla donde Cipriano dormía, ante la mesita que se extendía bajo la claraboya, Minervina le aleccionaba. Lo primero fue enseñarle a signarse y santiguarse, signos religiosos que a Minervina se le atragantaron veinte años atrás pero que para Cipriano no representaron ninguna dificultad:


– Haces así y así y con los dedos marcas los palos de la cruz ¿te das cuenta?


– Sí, los palos de la cruz -decía el niño sonriendo.


Cipriano interpretaba perfectamente el significado del signo y cuando la chica le decía que la cruz de la frente servía para ahuyentar los malos pensamientos, la de la boca para evitar las malas palabras y la del pecho para aventar los malos deseos, lo comprendía aunque no diferenciaba aún los malos pensamientos, las malas palabras y las malas acciones de los buenos. Tras los signos del cristiano, Minervina, siguiendo las normas de don Nicasio Celemín, que colocó el primer día una gran lápida en un paño de la iglesia que decía Cartilla para mostrar a leer a los mo amp;os, le fue enseñando las oraciones: Padre Nuestro, Ave María, Credo y Salve. La chica las cantaba con él una y otra vez y así el niño las memorizaba con facilidad sorprendente. A veces el pequeño la interrumpía:


– Ya estoy cansado, Mina. Vamos a jugar un poco a los soldados.


Pero ella forzaba su voluntad:


– Hay que hacerlo aunque no nos guste, mi tesoro. Sin la oración nadie se salva y Minervina se irá a los infiernos si no te ayuda a salvarte a ti.


Repetía las muletillas de don Nicasio Celemín pero estaba completamente segura en ese momento de que si Cipriano no aprendía a orar por su culpa, el niño y ella irían a pudrirse entre las llamas del infierno. Era una mezcla deseo-temor lo que la movía: ir al cielo, el compendio de todos los bienes, era el objetivo, mientras el infierno representaba para ella, y de paso para el niño, la pena eterna, la suma de todos los males, un peligro que había que evitar.


– Y si no rezo ¿me voy a los infiernos, Mina?


– Entiéndeme. Tienes que aprender a distinguir lo bueno de lo malo y, una vez que lo sepas, tú eres libre para hacer lo que te plazca.


El niño repetía canturreando las frases que pronunciaba Minervina, la obedecía porque sabía que era por su bien, que le estaba salvando, que estaba haciendo por él lo máximo que una persona podía hacer por otra. Sin embargo una mañana, Cipriano, tan abstraído estaba con sus juegos, que no hubo manera de contrariarle:


– Luego, Mina. Ahora no quiero rezar.


Esa noche tardó en dormirse.


Cuando al fin lo consiguió, a altas horas de la madrugada, se le apareció, flotando sobre el cielo, entre nubes, la figura de Dios Padre. Era una imagen que había visto antes en alguna parte, tal vez en algún libro, pero la de ahora tenía exactamente la fisonomía de don Bernardo: rostro lleno, barba y pelo fuertes y lisos y una mirada helada y heridora que se cruzó un instante con la suya. Cipriano cerró los ojos, se achicó, quiso desaparecer del mundo, pero Nuestro Señor le prendió por una oreja y le dijo:


– ¿Vas a decirme, caballerete, por qué no quieres rezar?


Cipriano se despertó sobresaltado. Divisó sobre sí el rectángulo estrellado de la lucerna pero no tuvo fuerzas ni para gritar. Su corazón hacía ruido en el pecho y en su estómago se había asentado la angustia. Entonces se arrojó del lecho, se arrodilló en el suelo y comenzó a susurrar las oraciones que había omitido por la mañana.


Rezó y rezó hasta que se quedó dormido en el posapié, derrumbado sobre el lecho. Minervina le sorprendió así de amanecida, le metió con ella en la cama y le restituyó su calor. Deshilvanadamente el niño le iba contando su experiencia:


– Y vino Nuestro Señor, pero era el taita, Mina, y me agarró de la oreja y me dijo que tenía que rezar siempre.


– ¿Estás seguro de que el taita era Nuestro Señor?


– Seguro, Mina. Tenía los mismos ojos y la misma barba.


– Y ¿estaba muy enfadado?


– Muy enfadado, Mina. Me tiró de la oreja y me llamó caballerete.


Don Bernardo no veía con malos ojos el adoctrinamiento del niño por su niñera. Le sorprendió la formación de Minervina y aceptó el método de don Nicasio Celemín como base. Sin embargo, los conocimientos de la chica eran muy limitados y el tiempo pasaba sin que el niño progresase. Después de los mandamientos, Minervina le enseñó los artículos de la fe, los enemigos del alma, las virtudes teologales y las ocho bienaventuranzas pero de ahí no pasaba. La cartilla para mostrar a leer a los mo amp;os no iba más allá, ni el sistema de adoctrinamiento de don Nicasio Celemín tampoco. Entonces fue cuando don Bernardo empezó a madurar la idea de un preceptor. Había buenos preceptores en la villa entonces y las grandes familias les confiaban a sus hijos. Un preceptor suponía un casi seguro rendimiento didáctico, pero, además, comportaba un signo de distinción social que le aproximaba a la nobleza, el sueño oculto de don Bernardo desde que tuvo uso de razón.


El señor Salcedo sabía que tras las bienaventuranzas, había otro mundo intelectual más vasto y distinto que desgraciadamente él no había conocido: vocales y consonantes, posibilidad de unión silábica, grafía y sintaxis latinas. Leer en latín y escribir en romance, se decía secretamente, he ahí el camino. El niño ya era mayorcito y no parecía recomendable dejar su instrucción en manos de criadas y menos teniendo en cuenta su posición social. Más lejos todavía estaba el capítulo tan difamado e intocable de las tablas de cálculo que, pese a las reticencias de la época, él deseaba que Cipriano aprendiera. Se hacía, pues, imprescindible un preceptor, pero ¿interno? Don Bernardo no era partidario de dar endrada en la casa a un instructor experimentado. La sola idea le cohibía y presentía que su ignorancia, apenas evidente ahora para su hermano Ignacio, trascendería ante un ayo que compartiera con él comidas y sobremesas. Así llegó a la conclusión de contratar un preceptor de mañana que abandonaría la casa a las doce del mediodía.


La presencia de don Álvaro Cabeza de Vaca, con su sayo hasta las rodillas, bastante raído, de corte francés y sus calzas negras, ajustadas, amilanó a Cipriano y no deslumbró a don Bernardo. Fue fácil, no obstante, llegar a un acuerdo, aunque para el pequeño la idea de cambiar el piso alto por el principal y su cuartito abuhardillado por otro contiguo al de su padre, y separarse por vez primera de Minervina, representó un duro golpe.


Don Álvaro, enjuto, severo, con pómulos prominentes y barba rala, marcó desde el primer día una distancia con su discípulo. Sin embargo, el niño respondía rápido, sin apenas dejarle terminar la pregunta, inteligentemente. Y mientras duró el recorrido por las trochas habituales las cosas rodaron sin novedad. Sin embargo, Cipriano, atemorizado desde el primer día, constató con espanto la inmediatez de su padre en la habitación vecina. Y cada vez que le oía carraspear o arrastrar el sillón empalidecía y quedaba inmóvil, la cabeza hueca, a la expectativa.


Los diecisiete estornudos consecutivos de don Bernardo en las primeras horas de la mañana eran proverbiales. Él los daba vía libre de modo que cada uno venía a ser como una pequeña explosión, los objetos retemblaban y se conmovían los cimientos de la casa. La idea de la proximidad de su padre terminó por imponerse a toda otra consideración en el cerebro de Cipriano. Vivía pendiente de rumores furtivos, de sus gruñidos espesos, de sus paseos, de sus estornudos.


Detrás de cada desahogo, Cipriano se representaba su rostro, su mirada gélida, su barba aceitosa, su entrecejo cruel. Don Álvaro, empero, no advirtió la desatención del pequeño hasta que concluyó con la cartilla de los mo amp;os. Sin mala voluntad, Cipriano se resistió a transitar los nuevos caminos.


Más que negarse, existía una imposibilidad material de escuchar las explicaciones del dómine, de colgar la atención de sus labios. El niño miraba sin cesar la pantorrilla negra del ayo, pero su cabeza se trasladaba incesantemente tras el tabique. ¿Qué significaba el autoritario carraspeo de don Bernardo que acababa de escuchar? ¿Por qué había corrido el sillón hacia atrás y se había levantado? ¿Adónde iba?


Todos los miedos de la primera infancia se abalanzaban de pronto sobre él. Sin Minervina a su lado, se sentía un ser indefenso.


Don Álvaro le hablaba sin parar, con un tono de voz levemente cascado, los ojos al fondo de sus pómulos:


– ¿Has entendido, Cipriano?


Cipriano volvía a la realidad de pronto. Le miraba como diciendo ignoro de dónde viene vuesa merced y dónde va, no sé de qué me habla, pero mentía.


– Sí, señor.


Don Álvaro iba entonces un poco más lejos hasta que se daba cuenta de que Cipriano no le seguía, que la mente del chico había quedado anclada en la cartilla de los mo amp;os. Entonces, pacientemente, una y otra vez volvía a empezar. Una de dos: o don Álvaro tenía una fe ciega en su capacidad intelectual o el salario acordado con don Bernardo era considerable.


El caso es que la ficción se prolongó durante meses y meses, don Álvaro esperando que su discípulo despertara, Cipriano al acecho de lo que sucedía en la habitación de al lado. De este modo, el niño llegó a leer el latín con cierta soltura pero resbalaba al afrontar las declinaciones. Y hasta tal extremo se le negaron éstas que, un buen día, don Álvaro, decepcionado, abordó a don Bernardo al terminar la clase. La entrevista fue breve y patética:


– De ahí no sacaremos nada, don Bernardo. El niño está en otra cosa.


– ¿En otra cosa? El pequeño no ha conocido otra cosa, señor. Difícilmente puede estar en ella si no la conoce.


– Está ausente. No logro concentrarlo. Eso es todo.


Don Bernardo, vestido de calle para acudir al almacén, se mostraba malhumorado:


– Sugiere vuesa merced que el chiquillo es tonto.


– ¡Oh, por favor! -dijo don Álvaro-. El muchacho es avispado como una ardilla, pero es inútil.


No está conmigo, no me sigue, no le interesa lo que yo pueda contarle.


Don Bernardo se resignó a admitir que el preceptor no era el medio más indicado para educar a su hijo, el pequeño parricida. Había otras soluciones, pero, como hombre rencoroso, improvisó rápidamente la suya: un colegio. Un internado duro y sin pausas. Era hora de separarle de la rolla. Don Bernardo sabía que en la villa no había centros educativos que merecieran tal nombre, pero su hermano Ignacio era patrono mayor del más afamado: el Hospital de Niños Expósitos, regido por la Cofradía de San José y de Nuestra Señora de la O, dedicado a la formación de niños abandonados.


A su hermano le dolió la decisión:


– Ese colegio no es para personas de nuestra clase, Bernardo.


Don Bernardo coqueteaba ahora con la idea de dar una lección a la aristocracia, abrirle los ojos:


– Me han hablado bien de él.


Dispone de veintiocho camas para becarios y mi hijo podrá pagar su alojamiento y el de cinco compañeros más si es eso lo que hace falta para que le abran las puertas.


Don Ignacio se echó las manos a la cabeza:


– El Hospital de Niños Expósitos vive de la caridad, Bernardo. Y tú sabes que los chicos abandonados por sus padres no suelen ser gente recomendable. Es un colegio serio porque los Diputados de la Cofradía nos hemos empeñado en que lo sea y hemos puesto en la dirección a un maestro competente.


A la doctrina, por la mañana, a toque de campana, acuden chicos de toda condición e, incluso, en el resto de las clases, admiten alumnos de pago. ¿No podría ser ésta la mejor solución para Cipriano?


Don Bernardo denegó obstinadamente:


– A mi hijo hay que enveredarlo. Su niñera lo ha mimado demasiado. Y esto se acabó. Lo meteré interno y no disfrutará siquiera de vacaciones; pero para ingresar en el Hospital necesito tu concurso.


¿Estás dispuesto a prestármelo?


Intelectualmente don Ignacio estaba a cien codos de su hermano pero carecía de personalidad para imponerse. Al día siguiente visitó la Cofradía que administraba el centro, y, cuando habló de la generosa disposición de su hermano, no encontró más que buenas palabras, lo mismo que en la reunión de diputados del jueves siguiente, que votó la admisión del pequeño. Por esta vía y mediante el compromiso de pagar el mantenimiento de su hijo, las becas de tres compañeros y cooperar generosamente al Arca de las Limosnas, Cipriano fue admitido en el centro.


Minervina lloró hasta quedarse seca cuando le fue comunicada la noticia pero, por primera vez, su llanto no se contagió al pequeño.


El temor que su padre le inspiraba podía más que cualquier otro argumento y el proyecto de alejarse de su casa y convivir con otros muchachos, le resultaba audaz y apetecible. La decisión de su padre de no verle “ni en verano” acrecía su deseo de alejarse de aquellos ojos cortantes que habían entenebrecido su infancia. Por otro lado, el hecho de que don Bernardo hubiera hablado de conservar a Minervina en su puesto, le infundía cierta seguridad, no había cortado la retirada. La chica volvió a derramar lágrimas en la Tenería, junto al río, frente al colegio. Besó y estrujó a Cipriano varias veces antes de dejarle escapar, con un fardillo en cada mano, y desaparecer por la doble puerta. Entonces tuvo la sensación de haberle perdido para siempre.


El edificio del colegio no era grande pero contaba con tres amplios desahogos: la capilla, el dormitorio y el patio de juegos.


Tan pronto puso pie en él, Cipriano perdió dos cosas fundamentales: el atuendo y el nombre. Dejó de vestir la ropa distinguida que Minervina disponía semanalmente con tanto esmero y adoptó el uniforme obligatorio del centro, de marcado carácter rural: calzones de paño fuerte hasta debajo de la rodilla, un basto sayo, capotillo en invierno y unas botas de piel de carnero, abiertas y altas, que se ajustaban a las pantorrillas mediante cintas que remataban en una lazada. La segunda cosa importante que perdió Cipriano con su ingreso en el colegio fue el nombre. Nadie le preguntó cómo se llamaba pero, en el momento de tocar la campana convocando a la doctrina, “el Corcel” se le acercó y le dijo:


– Toca tú, “Mediarroba”, para eso eres el nuevo.


”El Corcel” era un muchacho alto, empeinoso, con las extremidades desproporcionadas, levemente escorado del lado izquierdo y que, evidentemente, gozaba de una preeminencia en el centro. Cipriano agitó la castigadera con afán, la campana sonaba, mientras “Tito Alba”, con su mirada redonda, atónita, de párpados cortos, le interrogaba:


– ¿Eres expósito, tú, “Mediarroba”?


– N… no.


– Y ¿pobre?


– T… tampoco.


– Entonces ¿qué pintas aquí?


– Educarme. Mi padre quiere que me eduque como vosotros.


– ¡Vaya una idea! ¿Has conocido a “el Corcel”?


– Él me mandó tocar la campana.


Cipriano se sorprendió de la vacilación de su voz en las primeras respuestas. El contacto con un ser desconocido le alteraba. Sentía como una rara emoción, un especial temor a comunicarse. Pero, una vez vencida la resistencia inicial, la conversación discurría fluidamente, sin tropiezos. Pensó cómo no lo había advertido antes y concluyó que su pequeño mundo acababa en la cocina de la casa de su padre y que, en sus breves visitas a Santovenia, el trato con otros niños era un juego de preguntas y respuestas mecánicas, sin reflexión previa y, en consecuencia, el titubeo no tenía razón de producirse.


En clase de doctrina cantaban los rezos y las preguntas y respuestas del catecismo hispanolatino con el mismo soniquete que empleaba Minervina, el mismo que utilizara don Nicasio Celemín, el párroco, en Santovenia veinte años atrás.


De este modo, hasta los niños más romos memorizaban el catecismo que era lo que interesaba. Pero cuando don Lucio, “el Escriba”, terminó de recitar las potencias del alma y preguntó al grupo de cincuenta y siete muchachos quién sabía lo que eran las virtudes teologales, únicamente Cipriano levantó la mano:


– F… fe, esperanza y caridad -dijo.


Con la doctrina, los estudios se extendían preferentemente al latín, la redacción en romance y las tablas aritméticas. Era curioso el cambio operado en Cipriano, su repentino afán por ensanchar el mundo de sus conocimientos, su deseo de aprender, de acuerdo con su naciente afición a participar en los juegos que sus compañeros disputaban en los recreos del patio.


A las dos y media, después de comer en el ruidoso refectorio en dos grandes mesas, presididas desde la tarima por “el Escriba”, los expósitos salían de paseo acompañados por el inevitable tutor.


Era un paseo higiénico, pero evidentemente el Consejo de Diputados que regía el colegio buscaba en aquel ejercicio colectivo algo más.


”El Escriba” les hacía reparar en las escenas callejeras, en las vitrinas, en las actividades de la gente del pueblo y les formulaba preguntas, cuyas respuestas torpes o ambiguas él mismo aclaraba:


– Clemencio, ¿qué quieres ser cuando salgas del colegio?


”El Corcel” no vacilaba:


– Arriero -decía.


– ¿Sabes distinguir una mula de una acémila?


Los compañeros le soplaban: es lo mismo, es lo mismo, pero el grandullón, bien porque no les oía, bien por su afán de llevar la contraria, respondía sin vacilar:


– Una acémila es una yegua.


– Tendrás que perfeccionar tus conocimientos si de verdad aspiras a ser arriero.


Caminaban ligeros, en filas, de dos en dos, con sus uniformes campesinos, algunos uncidos, el brazo por los hombros del condiscípulo, otros sueltos. La gente con la que se cruzaban les miraba con simpatía y murmuraba: ahí van los expósitos.


En rigor, los vecinos de la villa, con sus limosnas, contribuían al sostenimiento del centro del que se sentían orgullosos. Recorrieron el Espolón Viejo y abocaron al Nuevo, contiguo al Puente Mayor y, una vez cruzado éste, subieron al cerro de la Cuesta de la Maruquesa en cuyas cuevas y barracas vivían gentes necesitadas. Por el camino de Villanubla se veían bajar reatas de mulas, pordioseros y algún que otro caballero apresurado. Al descender del otero, “Tito Alba”, su compañero de filas, le dio con el codo a Cipriano y le dijo confidencialmente:


– Mira, ya está “el Corcel” haciéndose una paja. Siempre tiene que hacerse una paja en el paseo el marrano de él.


Cipriano les miraba cándidamente:


– ¿Q… qué es una paja? -observaba a “el Corcel” encorvado, la mano derecha agitándose bajo el sayo, sofocado.


”Tito Alba” le explicó. Cipriano atendía con sus cinco sentidos, con análoga curiosidad con que escuchaba la palabra de “el Escriba”. Se daba cuenta de que, salvo en sus breves contactos con los chicos de Santovenia, había crecido en un fanal y no conocía la vida. Mina, con la mejor intención, lo había aislado del mundo. Descendían por la Corredera de la Plaza Vieja, cuando “el Escriba”, que renqueaba ligeramente de la pierna derecha después de recorrer media legua, les anunció que iban a visitar a un antiguo compañero. La Cofradía no se desentendía de los niños que habían pasado por sus aulas. En la pequeña glorieta, en la planta baja del número 16, se alzaba el taller de un carpintero. La mayoría de los compañeros de Cipriano, que conocían el alcance de la inspección, se quedaron formando grupos alrededor de la fuente. El carpintero, con su larga barba descuidada, molduraba un palo en el torno de mano que accionaba un muchacho de alrededor de quince años. Olía a resina y serrín. El carpintero se acercó cortésmente a “el Escriba” y, después de cambiar unas palabras con él, los pasó a la oficina y los dejó solos. Por el ventano con telarañas se veía un patio lleno de listones y troncos apilados. El maestro se sentó en el taburete del carpintero y se dirigió al muchacho en voz baja, secreteando:


– ¿Te portas bien, Eliseo?


– Bien, don Lucio.


– ¿Trabajas todo lo que puedes, ayudas a don Moisés?


– A ver, sí señor, por la cuenta que me tiene.


– ¿Te dan de comer lo convenido?


Eliseo sonrió ampliamente:


– Ya me conoce, don Lucio; yo nunca me sacio.


– Y ¿la propina?


– La justa; cada domingo.


– Y ¿aprendes?, ¿crees tú que vas aprendiendo?


– Así es, sí señor. Si hago caso de don Moisés para el año veintinueve me hará oficial.


– ¿Tan pronto?


– Eso dice.


Más abajo, en la calle de las Tenerías, cerca ya del colegio, “el Escriba” visitó a otro ex alumno, aprendiz de curtidor. En la calle hedía violentamente a tintes y cuero. La entrevista fue semejante a la anterior, salvo que el aprendiz, en este caso, exhibía un amplio repertorio de agravios: comía mal, no le mudaban las ropas de la cama, no le daban las propinas acordadas. Mentalmente “el Escriba” tomaba nota y le dijo que todo se arreglaría, que hablaría con los Diputados de la Cofradía que conservaban copia del contrato.


A los dos meses de ingresar en el colegio, Cipriano fue nombrado limosnero por una semana. Para un centro que vivía fundamentalmente de la caridad el cometido era arduo y complejo. Con el alba, Cipriano preparaba el pequeño carro de la comunidad, metía a “Blas”, el asnillo, entre las varas y salía con “el Niño” y Claudio, “el Obeso”, a recorrer la ciudad. “El Niño” había llamado la atención de Cipriano desde el primer momento.


Se lo había dicho a Claudio, “el Obeso”:


– E… “el Niño” tiene cara de niña.


– Sí tiene cara de niña “el Niño” pero es buen rapaz.


Conocía la ciudad mejor que ninguno de los dos y cada mañana conducía el carrillo desde el colegio hasta la trasera del Hospital de la Misericordia sin una vacilación. Miguel, “el Menino”, que atendía la portería y el depósito de cadáveres los conocía ya:


– Hoy no hay muertos, muchachos. Estáis de vacaciones -decía, con su vocecita atiplada.


O bien:


– Hay un pobre y un ajusticiado, ¿os lleváis los dos?


Cipriano cargaba con ellos al hombro sin el menor reparo y los depositaba sobre las tablas del carro. Lo mismo hacía con el tablero y los caballetes del túmulo, los picos y las palas. Claudio, “el Obeso”, se sorprendió de su fortaleza:


– Tú, “Mediarroba”, ¿de dónde sacas esas fuerzas? En mi vida vi un tipo más espiritado que tú.


Cipriano le metía un dedo en su barriga untosa:


– S… si la fuerza estuviera en las grasas tú serías campeón.


Atiende.


Se había levantado la manga del sayo y le mostraba su bíceps estirado, un músculo bien formado, de atleta.


– ¡Ahí va, si tiene bola! ¿Te has fijado, “Niño”?, “el Mediarroba” tiene bola.


A menudo Miguel, “el Menino”, les reconvenía mansamente:


– Vamos, muchachos, no enredéis más. Hoy las huesas están en el atrio de San Juan. Ya estáis marchando.


”El Niño” tomaba las riendas y el carrillo, traqueteando, subía hasta la calle Imperial, próxima a la Judería. Tan pronto llegaban, Cipriano se arrojaba del carro, armaba el túmulo en el centro de la calle y colocaba encima los dos cadáveres. Disponían de una fórmula, acuñada por el uso, para llamar a la caridad a los viandantes, y Cipriano la ponía en práctica con gran propiedad:


– Hermanos: aquí tenéis los cuerpos de dos desdichados que pasaron a mejor vida sin conocer los beneficios de la amistad -decía-.


No les neguéis ahora el derecho a la tierra sagrada. Nuestro Señor nos ordenó ser hermanos del pobre y del pecador y únicamente si vemos en ellos al propio Cristo conoceremos el día de mañana el premio de la gloria. Ayudad a dar tierra a estos desdichados.


Algunos transeúntes cruzaban la calle y depositaban unos maravedíes en la bandeja, al pie del carrillo.


Los tres colegiales se iban turnando en la llamada a la caridad de los ciudadanos. A veces, como ocurría con Cipriano, intercalaban en el texto frases nuevas, originales, de efectos patéticos: no conocieron el amor de sus semejantes. O bien:


no escucharon nunca la voz del Señor. O bien: vivieron abandonados como perros.


Cipriano intuía que la última frase que comparaba a los difuntos con los perros movía antes el corazón de las mujeres que el de los hombres y, en cambio, afectaba más a éstos el hecho de que no hubieran tenido oportunidad de escuchar la voz del Señor. De cuando en cuando, “el Niño”, Claudio, “el Obeso”, y Cipriano, alineados tras el carro, intercalaban las letanías dedicadas a los difuntos. Claudio, el Obeso, las cantaba y los otros dos respondían:


– Sancta María…


– Ora pro nobis.


– Sancta Dei Genitrix.


– Ora pro nobis.


– Sancta Virgo Virginum.


– Ora pro nobis.


– Sancte Michael.


– Ora pro nobis…


Al terminar, dejaban transcurrir un rato en silencio, alineados tras el túmulo. Si acaso Cipriano veía aproximarse un grupo de mujeres, sacaba la voz de ventrílocuo y clamaba:


– Hermanos, una caridad para con estos desdichados que desconocieron las mieles de la fraternidad y vivieron abandonados como perros.


Las mujeres cesaban en sus comadreos y depositaban unas flacas monedas en la bandeja, a raíz de lo cual, Claudio, “el Obeso”, estimulado por el donativo, iniciaba de nuevo la cantinela:


– Hermanos, una caridad para estos desdichados…


Transcurrida una hora larga en la primera posa, Cipriano volvía a colocar los cadáveres en el carrito y, conducidos por “el Niño”, armaban sucesivamente el túmulo en las calles Huelgas, Zurradores y Espolón Viejo para repetir el mismo rito. Al concluir enterraban a los muertos en la iglesia indicada por el enano Miguel y, de vuelta al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas de la capilla los donativos recibidos en su recorrido por la villa.


Los limosneros cerraban la jornada, ya entrada la noche, con el toque de Ánimas. Las campanadas, lentas y melancólicas, ponían en movimiento a todos los campanarios de la ciudad, en lo que los fieles de la villa llamaban la hora de los muertos.


Cipriano solía caer rendido en su cama. El dormitorio, alargado, con dos hileras de camas estrechas, se alumbraba con un candil que “el Escriba” apagaba antes de retirarse. Las ventanas sin cortinas dejaban entrar un resplandor lechoso desde el río. Y en invierno, el frío era tan riguroso que Claudio, “el Obeso”, juraba que al despertarse tenía escarcha entre los pelos de las cejas. Salvo algún aullido de “el Corcel” los alumnos llegaban tan fatigados que, una vez puestos los camisones blancos, caían literalmente dormidos en sus camastros. De ahí la sorpresa de Cipriano en su última noche de limosnero cuando oyó un bisbiseo en la punta del dormitorio que fue transmitiéndose de cama en cama, como una contraseña. A “Tito Alba”, en la cama de enfrente, le oyó claramente susurrar:


– ”Niño”, “el Corcel” te necesita.


Oyó revolverse a Claudio, “el Obeso”, a su lado, y repetir el recado:


– ”Niño”, “el Corcel” te necesita.


Una sombra cruzó la leve claridad de las ventanas en dirección del primer susurro. Luego crujieron en la esquina los muelles de la cama de “el Corcel”, mientras se oían en la gran sala cuchicheos y risas apagadas. Al cabo de un rato, la sombra volvió a cruzar el dormitorio en sentido contrario y todo quedó en silencio.


A la mañana siguiente Cipriano preguntó a “Tito Alba” qué hacía “el Corcel” con “el Niño” en el dormitorio. “Tito” le miró con sus ojos desorbitados, de párpados cortos:


– ”Mediarroba”, ¿es cierto que te has caído de un nido o sólo lo aparentas?


No le dijo más, por lo que Cipriano recurrió a Claudio, “el Obeso”:


– Te lo puedes figurar -fue su respuesta-, cuando tiene necesidad, “el Corcel” recurre a “el Niño”.


Es lo más parecido a una mujer que tenemos en el colegio.


José, “el Rústico”, terminó de informarle. “El Rústico” procedía de Tierra de Pinares y no sabía disimular su aire rural, ni su necedad. Era un ser primitivo y cándido. Le costaba recordar las oraciones y en los dictados en romance apenas escribía cuatro palabras seguidas. Pero como compañero resultaba franco y comunicativo. Cipriano le preguntó por qué toleraba “el Niño” los abusos de “el Corcel”. El rostro de “el Rústico” lo decía todo:


– Es el que manda -explicó-.


¿No te has fijado que después de “el Escriba”, es “el Corcel” quien manda aquí?


En la clase de latín corrió la voz de que al día siguiente no habría doctrina porque tenían entierro. Las plegarias de los expósitos eran muy apreciadas en la villa. Sus voces, perdido el tono infantil y sin fraguar todavía el adulto, bien armonizadas por “el Escriba”, constituían el pasaporte deseado por muchos ciudadanos para el tránsito. Las disposiciones testamentarias requerían a menudo la presencia de los colegiales en el entierro a cambio de una limosna. Y los expósitos uniformados, limpias las botas de carnero, alineados en dos filas y con la antorcha en la mano, acompañaban al difunto hasta su última morada.


Así ocurrió en el entierro del caballero don Tomás de la Colina, en cuyo testamento rogaba a los expósitos sus oraciones a cambio de un pingüe juro para el colegio.


”El Escriba” hizo saber a los alumnos la generosa disposición del difunto y los estimuló a comportarse con entusiasmo y esmero en el sufragio. Con aire contrito y las antorchas encendidas, los expósitos acompañaron al cadáver, escuchando fervorosamente la salmodia de los clérigos: “el Miserere” y el “De Profundis”. Una vez en la iglesia, formados en torno al difunto, asistieron al funeral y, al concluir la epístola, “el Escriba” levantó la batuta y les dio el tono para iniciar el “Dies irae”:


Dies irae, dies illa,

Solvet saeclum in favilla:

Teste David cum Sibylla.

Quantus tremor est futurus,

Quando Judex est venturus,

Cuncta stricte discussurus!

Tuba mirum spargens sonum

Per sepulcra regionum,

Coget omnes ante thronum.


Terminada la misa, conforme se procedía al enterramiento del cadáver, los expósitos, desde el presbiterio, entonaron las letanías de intercesión de Todos los Santos, guiados por la bien timbrada voz de “Tito Alba”:


– Sancte Petre.


– Ora pro nobis.


– Sancte Paule.


– Ora pro nobis.


– Sancte Andrea.


– Ora pro nobis.


– Sancte Joannes.


– Ora pro nobis.


– Omnes Sancti Apostoli et Evangelistae.


– Orate pro nobis.


La gente se aprestaba a manifestar su condolencia a los deudos en tanto los expósitos terminaban su letanía. En el templo reinaba un pesado hedor mezcla del sudor de los fieles, el humo de las antorchas y el tufo de corrupción de los enterrados en él. Pero por encima de todo vibraba la voz de contralto de “Tito Alba”:


– Ut mnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas.


– Te rogamus audi nos.


– Ut frutus terrae dare, et conservare digneris.


– Te rogamos audi nos.


– Ut omnibus fidelibus defunctis requiem aeternam donare digneris.


– Te rogamus audi nos.


– Ut nos exaudire digneris.


– Te rogamus audi nos.


Cesó la cantinela de los colegiales y, como colofón, el coro y los sacristanes entonaron el último responso:


– Libera me Domine de morte aeterna, in die illa tremenda, quando movendi sunt coeli et terra, dum veneris judicare saeculum per ignen.


Los expósitos, desde el altar, hicieron una profunda reverencia a los deudos de don Tomás de la Colina antes de salir del templo, de uno en uno, levantando las antorchas por encima de sus cabezas.


Cipriano no descubrió a su tío Ignacio hasta que se puso a su lado y notó su mano en el hombro.


A su contacto se estremeció. Don Ignacio era para él un pariente mudo que tampoco osaba afrontar nunca los ojos de su hermano. Era afable pero no se podía esperar de él nada decisivo. Sin embargo, no le pasó inadvertida la mirada de entendimiento que cambió con “el Escriba”. Y cuando sus compañeros apagaron las antorchas y formaron en filas para regresar al colegio, él los siguió a distancia en compañía de su tío. Don Ignacio se inclinó ligeramente hacia él:


– ¿Estás contento en el colegio, te gusta estudiar?


Asintió sin palabras para evitar el titubeo. No veía razones para confiarse a él. Seguramente sería un enviado de su padre. La voz de don Ignacio Salcedo se hizo aún más untuosa:


– No sé si sabes que yo presido el patronato que administra este colegio y soy miembro de la Cofradía a la que pertenece.


– E… eso dicen, sí señor.


– Pero ignoras que en la última reunión de la Comisión de Diputados me han dado informes favorables de ti. Número uno en doctrina, latín y escritura, notable en tablas de cálculo. Intachable en urbanidad y disciplina. ¿Crees que eso se puede mejorar?


El muchacho encogió los hombros. Su tío prosiguió:


– Todo eso es importante, Cipriano. Ante un cuadro así no tengo más remedio que hablar con tu padre y exponerle la situación.


¿Te gustaría dejar el colegio y volver a casa?


A don Ignacio Salcedo le sorprendió la resolución del chico:


– No -dijo-. Me gusta el colegio. Tengo amigos aquí.


– Eso me preocupa, hijo. Tus compañeros son niños sin padres, sin modales, ni educación. Por lo demás ya sabes lo que te espera.


Otros dos años en sus aulas y el día de mañana trabajar en el oficio que elijas hasta la muerte. Ése es tu porvenir.


– También puedo ingresar en la Escuela de Gramática del Cabildo -objetó el muchacho-. Todo depende de mi expediente.


– Cierto, Cipriano. Ya veo que te has informado bien. Y no olvides el Centro de Latinidad si decides ser sacerdote. ¿Te gustaría ser sacerdote?


El muchacho vareaba el aire con el palo de la antorcha y luego la utilizaba como bastón. Primero denegó con la cabeza y luego dijo rotundamente:


– No.


– Y ¿doctorarte en Leyes?


Tienes buena cabeza, dominas la sintaxis latina, escribes de corrido el romance… Podrías ser un buen letrado el día de mañana. Tu padre te dejará una fortuna importante y tuyo será también lo que hoy es mío. Pero al dinero hay que ennoblecerlo. El dinero en sí no tiene importancia y menos aún si no se debe a tu esfuerzo.


Habían salido de la Puerta del Campo y descendían hacia el nuevo barrio de las Tenerías, al fondo del cual estaba el colegio. Olía fuerte a cuero y tinturas y, entre la muralla y el barrio, se veía correr al Pisuerga en ejarbe. Cipriano levantó los ojos y contempló la piel rojiza, lampiña, de su tío Ignacio, su mirada insegura, pero fija en él.


– No sé -dijo al fin-. Falta mucho tiempo. Tendré que pensarlo.


– Eso está bien. No es bueno precipitarse pero debes ir reflexionando. Dos años pasan enseguida, antes de que lo que tú piensas, y para entonces sería conveniente que hubieras tomado una determinación.


Doblaron la última esquina y don Ignacio se precipitó:


– Una cosa voy a rogarte, Cipriano: que tu padre no se entere de nuestro encuentro ni de nuestra conversación. Él no debe saber nada de esto. ¿Te escribe?


– No -dijo Cipriano.


Don Ignacio vaciló al despedirse. No era ya un niño para besarle y además él era para el muchacho casi, casi un desconocido.


Le tomó por los hombros, se inclinó ligeramente, luego se enderezó, le soltó y le tendió su mano anillada. Lo había pensado mejor:


– Adiós, Cipriano -dijo-. Sigue estudiando. Aprovecha las enseñanzas de don Lucio, es un gran maestro. Nunca te arrepentirás de haberlo hecho.

VI

Por segundo año consecutivo desde su ingreso en el colegio, llegado agosto, Cipriano participó en la Ceremonia de las Eras acompañado de dos condiscípulos y dos cofrades de la Santísima Trinidad. La clase, dividida en grupos, visitaba las eras que rodeaban la villa y pedían a Dios prieta espiga y grano abundante. A los muchachos les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las mulas, montar en pollino y beber del botijo. Rezado el Pater Noster y las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos de trigo que ellos, al llegar al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero contante y sonante. Cipriano, en compañía de “Tito Alba” y de un nuevo compañero, a quien apodaban “Gallofa”, quedó a un celemín de distancia del grupo más aprovechado y fue elogiado por “el Escriba” al iniciarse la clase.


Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos de conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases de doctrina y religión, pero de su atención no derivaba una tranquilidad espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa dejaba mucho que desear. El padre Arnaldo les hablaba de la oración vocal y de la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la concentración del orante fuese completa. A Nuestro Señor no debemos dejarlo solo, les decía el padre Arnaldo.


Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba de una vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el vacío y el silencio del templo, donde apenas llegaba el alboroto de sus compañeros en el patio. Reclinado de rodillas, en el banco de madera, Cipriano tenía a flor de labios dos peticiones obsesivas: Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en la pequeña pila, a la puerta de la capilla, cuando surgían las dudas: al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio de Nuestro Señor o en el juego de zancos que le aguardaba en el patio? La duda se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba de lado para entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto de la mañana.


Entonces resolvía retornar a la capilla y signarse otra vez con agua bendita, muy despacio y pensando en lo que hacía. Pero este gesto tampoco le apaciguaba. Al salir al patio regresaban las dudas sobre su concentración y volvía de nuevo a la capilla a tomar agua y santiguarse con lentitud, deteniéndose fervorosamente en los cuatro movimientos esenciales. Mas, acorde siempre con las predicaciones del padre Arnaldo, llegó a la conclusión de que sus peticiones eran inevitablemente egoístas: pedía por él, para solucionar su vida el día de mañana y pedía por Minervina, único ser al que amaba en este mundo. Entonces decidió pedir también por “el Corcel”, para que no se hiciera pajas en el paseo, ni obligara a “el Niño” a ir a su cama cada vez que lo necesitaba. Y por “Tito Alba” por quien empezaba a sentir afecto. Paso a paso fue añadiendo peticiones (por “el Rústico” para que se le abrieran las vías del entendimiento, por “el Escriba” para que supiera guiarlos con tino, o por Eliseo, el ex alumno de la Tenería, para que su patrono cumpliese los términos del contrato) de forma que sus visitas a la capilla empezaron a durar tanto como los recreos. De esta manera Cipriano no encontraba tiempo para desfogarse y el sábado, en las reconciliaciones con el padre Toval, que confesaba en dos reclinatorios encarados y cubría, con un inmaculado pañuelo blanco, los rostros de confesor y penitente, reconocía que sus peticiones a Nuestro Señor seguían siendo egoístas por la sencilla razón de que con ellas no buscaba la paz o la felicidad de sus compañeros sino su tranquilidad de conciencia. El padre Toval le animaba a perseverar, a pensar menos en sí mismo y en las causas que movían sus actos, y un buen día, para ayudarle, le hizo un rápido examen a través de los mandamientos. Mas cuando llegó al cuarto, honrar padre y madre, Cipriano le dijo al padre Toval que su madre había muerto al nacer él y que a su padre le odiaba con todas sus potencias y sentidos. Aquí sí encontró el confesor materia grave y, pese a que Cipriano le habló de sus terribles miradas y de sus vejaciones, no justificó su aversión hacia él. El padre nos ha engendrado y sólo por eso ya merece nuestro aprecio. ¿Cómo amar a Nuestro Señor en el cielo si no amábamos a nuestro padre en la tierra? Los vagos escrúpulos de Cipriano iban concretándose ahora: no era tanto por “el Corcel” por quien tenía que rezar como por su padre y por sus sentimientos hacia él. Dejó el confesionario con las orejas rojas y aturdido. En lo sucesivo mentaba a su padre en las visitas a la capilla durante los recreos, pero lo hacía maquinalmente, no porque le amase sino porque el padre Toval se lo había indicado así. Sus escrúpulos se endurecían: yo no puedo amar y odiar a una persona al mismo tiempo, se decía. Y al pensar en su padre veía su mirada bellaca, heridora, y comprendía que su oración por él carecía de sentido. Dejó de ir a comulgar. Su amigo “Tito Alba” notó su cambio y, en un paseo por la ciudad, le preguntó por la razón. O… odiar es un pecado, ¿no es cierto, “Tito”? Cierto, dijo éste. Y odiar al padre todavía es un pecado más grave, ¿verdad? “Tito Alba” se encogió de hombros: yo no sé lo que es un padre, dijo. ¿Y qué puedo hacer yo si el odio nace en mi corazón con sólo pensar en él? Bueno, dijo “Tito”, reza para que eso no suceda. Pero si a pesar de todo sucede y yo no lo puedo remediar, ¿voy a consumirme en el infierno solamente por odiar a mi padre sin quererlo? “Tito Alba” titubeaba. Sus ojos desorbitados, de párpados cortos, eran sin embargo cálidos y mansos. No se parecían a los de don Bernardo. Dijo con poca voz: habla con el padre Toval. Cipriano se apresuró: lo hago todos los sábados. A “Tito Alba” le abrumaba el pesar de su amigo. Encontró un alivio al mirar a la pareja de compañeros que los precedía: mira, dijo, ya está el guarro de “el Corcel” haciéndose una paja. Por él sí debes rezar.


Cipriano manoteaba excitado: pero tampoco puedes echar sobre ti todos los pecados del mundo, toda su porquería, ¿no es cierto?


También el padre Toval advirtió su desconcierto. Hablaron de los pecados que no producían placer sino dolor, como odiar o envidiar.


El padre Toval llegó a decirle que ofreciera a Dios el asco de su odio como una expiación, pero a Cipriano no le convencía. S…


sería engañarme, padre, me engañaría a mí mismo y engañaría también a Dios. Ofrecerle mi odio sería envilecerme.


El tercer año en el colegio resultó inquietante para Cipriano.


Pese a la buena relación que mantenía con la mayor parte de los alumnos, de su aprovechamiento en las clases no se sentía satisfecho.


Y no sólo eran sus escrúpulos de conciencia lo que le agobiaba. Empezó a atormentarle la injusticia humana, el hecho de que don Bernardo pudiera pagar la beca de tres compañeros que, por añadidura, desconocían a su padre, para que él pudiera estudiar; el que “el Niño” tuviera que acudir a las llamadas de “el Corcel” aunque no le apeteciera y que aceptara ser humillado periódicamente porque carecía de poder; el que su carne empezase a despertar y notase una extraña fuerza que transformaba su cuerpo y cuyas exigencias se imponían a su voluntad. Entonces empezó a comprender a “el Corcel”, aunque aborreciera la violencia que ejercía sobre “el Niño”, para complacerse a sí mismo. Estas novedades modificaban su carácter, sentía arrebatos de agresividad, vivía en permanente descontento consigo mismo. A veces, él mismo se sorprendía al arrogarse un papel justiciero que nadie le atribuía, como la noche que detuvo a “el Niño” en la penumbra del dormitorio cuando sumisamente acudía a la llamada de “el Corcel”:


– ”Corcel”, no le esperes. “El Niño” no va contigo esta noche -dijo.


Pero, de pronto, en el extremo del dormitorio, se produjo un gran revuelo. Al leve resplandor que subía del río divisó a “el Corcel” en camisón, corriendo entre las dos filas de camas para meterse finalmente en la suya. Sintió su salvaje aliento, sus palabrotas, su dureza viril, sus brazos desmañados abrazándole, y entonces Cipriano, con gran serenidad, flexionó la pierna, le propinó un rodillazo en los testículos y le empujó con todas sus fuerzas hasta arrojarle fuera de la cama. Durante unos minutos se escucharon los quejidos de “el Corcel” en el suelo, como los de un perro apaleado. En el dormitorio había una tensión que se cortaba. Paulatinamente “el Corcel” se incorporó y le dijo a Cipriano en la penumbra con las manos en el vientre:


– Mañana, en el recreo, te espero en el patio.


En el patio, en la esquina que formaba con el gimnasio, a cubierto de miradas indiscretas, se dirimían las peleas entre los escolares. El pleno del alumnado se reunía allí, ante un desafío, rodeando a los contendientes. Por si los alicientes fueran pocos, era la primera vez que “el Corcel” peleaba en el colegio. Nadie había osado nunca enfrentarse a él. La actitud de los luchadores esta mañana era distinta. Mientras “el Corcel”, con sus brazos largos y desgarbados, aspiraba a hacer presa en el cuello de “Mediarroba” y voltearle, éste le esperaba a distancia, sin dejarle aproximar. A Cipriano le daba ventaja su viveza. En lo que “el Corcel” levantaba un brazo, los puñitos pequeños y duros como piedras de Salcedo se disparaban tres veces sobre la nariz de su adversario. Los compañeros observaban la pelea en silencio. A veces, un comentario: ¿te fijas cómo pega “Mediarroba”? Y Claudio, “el Obeso”, trataba de explicar a todos, uno por uno, que “Mediarroba” cargaba con los muertos del Hospital de la Misericordia sin ayuda de nadie y tenía unos músculos de acero. Cipriano lanzó su puño derecho una vez más sobre el rostro bobalicón de “el Corcel” y éste empezó a sangrar por la nariz.


Claudio, “el Obeso”, volvió a repetir que “Mediarroba” tenía mucha fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba, esquivándole, cada vez que trataba de asirle por el cuello. “El Corcel” resistió un par de puñetazos más. Era como ver representada, al cabo del tiempo, la desigual lucha de David contra Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad, pero con una agilidad pasmosa y una dureza de mármol. El sayo de “el Corcel” se llenaba de sangre y, entre dientes, provocaba a su rival llamándole enano y cacho cabrón, pero “Mediarroba” no caía en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas de un insecto que iban minando la moral del otro. Y cuando, al cabo de cinco minutos, “el Corcel” se olvidó de su guardia y atacó abiertamente a su contrincante persuadido de que era un alfeñique, Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo derecho que le hizo tambalear. Al golpe siguiente, “el Corcel” hincó una rodilla en tierra pero, como avergonzado de su debilidad, se recuperó inmediatamente y echó su brazo derecho hacia delante tratando de hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó a tiempo y, cuando “el Corcel” trastabillaba, después de su esfuerzo fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y “el Corcel” se apartó jadeando y tratando de restañar la sangre con sus manos. Nadie hablaba, pero como “el Corcel” no pareciera tener intenciones de reanudar la pelea, “Tito Alba” se acercó a él y le dijo:


– ”Corcel”, ve a cambiarte el sayo antes de que te vea “el Escriba”.


Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura. Vio alejarse a “el Corcel”, auxiliado por “Tito Alba”, y, entonces, sí, entonces los compañeros le rodearon preguntándole por su fuerza, le tocaban la bola, y él se levantaba la pernera del pantaloncillo de lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos de los muslos tensos y alargados como cables.


Al sábado siguiente, “Mediarroba” se acusó de su pecado:


– He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre -dijo.


– ¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más despreciable de los hombres es templo vivo del Espíritu Santo?


– Ofendía a los demás, padre; es un matón.


– Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es del colegio?


– No puedo decirle más.


En la siguiente clase de doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su labor de enseñante y a la obligación de los alumnos de aprender sus enseñanzas para poder auxiliar el día de mañana a algún semejante descarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te condenas por no saber, tesoro, yo me condenaré por no haberte enseñado.


Eran, veinte años más tarde, las mismas palabras de don Nicasio Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición del padre Arnaldo, pensó en “el Corcel”, se olvidó del odio hacia su padre y su mente la ocupó la soledad tremenda de su compañero. Nadie le quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo de la tarde, rogó a “el Rústico” que se pusiera junto a “Tito Alba” y le dejara a “el Corcel” por compañero.


– ¿Qué quieres ahora? -le dijo éste al verle a su lado.


– Hablar contigo, “Corcel”.


Pedirte disculpas por lo del otro día. No quise lastimarte.


– Y ¿a ti qué te importo yo?


¡Ya te puedes largar!


– Me importan todos los mortales, “Corcel”. Debemos ayudarnos los unos a los otros.


Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas de estudiantes. “El Corcel” se fijó en ellas y giró el rostro descaradamente para contemplarlas por detrás, sus traseros ondulantes.


Después se volvió hacia Cipriano:


– ¿Sabes qué te digo, “Mediarroba”?


– ¿Qué? -dijo Cipriano, esperanzado.


– Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.


Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo tímidamente:


– Volveré a buscarte, “Corcel”. Si algún día me necesitas, llámame.


A la semana siguiente la villa se llenó de curas, seculares, regulares, canónigos y obispos. El primer día llegaron cuarenta o cincuenta, ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar el millar y medio. El primer encuentro de los expósitos con los clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la piadosa costumbre de besar las manos que consagraban en señal de respeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle de Santiago que tardó largo rato en despejarse. Una vez en el colegio, “el Escriba” elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente que omitieran estas demostraciones de respeto en tanto durase la Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia. La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos de clérigos, que mariposeaban por todas partes, los transeúntes decían: van a la Conferencia o vienen de la Conferencia. No salían de ahí. Y en verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones, que las bandadas de clérigos que discurrían por las calles a todas horas indefectiblemente procedían de la Conferencia o iban a ella. Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos de frailes y los monasterios de la villa y su alfoz no cabía un cura más.


Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas de la noche, o, como decía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones de la Plaza del Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente de tono. Y en el centro de tanta polémica y discusión, de tanta palabrería y alboroto, estaba la controvertida figura de Erasmo de Rotterdam, un ángel para algunos, un demonio para los demás. La pluma de Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión de la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas y los antierasmistas.


Pero esta división no se dejaba sentir únicamente en los colegios y conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y familias de la ciudad donde se reunieran más de dos personas. Tampoco el Hospital de Niños Expósitos se libró de la escisión y no sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era del dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre Toval erasmista. El primero decía: Lutero se ha criado a los pechos de Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación, mientras el padre Toval sostenía que Erasmo de Rotterdam era exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se produjo entre ellos la menor fricción.


Atendían con el mismo celo de siempre sus respectivos deberes pero jamás se enfrentaban entre sí.


Esta distinta apreciación de las ideas erasmistas, que era la que dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia de Erasmo.


Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y Toval parecían los encargados de llevar al colegio las últimas noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su sardina.


– Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar de herejes a los lectores.


– Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el Emperador son partidarios de Erasmo.


La villa, cuna de la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y, en la Plaza del Mercado, junto a los puestos de hortalizas, al lado de la gran tertulia popular, se improvisaban otras de intelectuales gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas.


Las tardes de paseo, los expósitos se cruzaban con grupos de curas, grandes grupos que comentaban las incidencias de la Conferencia a voz en cuello, prolongaban la controversia de los templos a la calle. Una mañana el padre Arnaldo cometió la imprudencia de solicitar un padrenuestro a los colegiales por la conversión de Erasmo. Los erasmistas protestaron y el padre Arnaldo cambió el objetivo de la oración: para que Nuestro Señor ilumine a cuantos participan en la Conferencia , dijo.


Cipriano, con una instintiva simpatía hacia Erasmo, intervino activamente en su defensa. A la salida de la capilla, Claudio, “el Obeso”, le preguntó:


– ¿Quién es ese tal Erasmo?


– Un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia debe ser reformada.


En el otro extremo del patio, “el Rústico” vociferaba: ¡Erasmo a la hoguera!. En general, las tesis antierasmistas se orientaban en el sentido de que Lutero no hubiera existido si no hubiera existido Erasmo.


Mediada la Conferencia, los expósitos creyeron entender que en las controversias dominaban las tesis erasmistas y que sus adversarios, el maestro Margalho, fray Francisco del Castillo, fray Antonio de Guevara, se batían en retirada. Pero pocos días más tarde el padre Arnaldo anunciaba que se estaba discutiendo el divorcio, que Erasmo defendía, y que la Conferencia y el pueblo se habían colocado frente a él. Pero entonces saltó a la palestra el maestro Ciruela, que por su posición y su apellido se había hecho popular, y manifestó que admitía que Erasmo de Rotterdam tuviera algunos errores pero que sus libros, en conjunto, habían aportado mucha luz sobre los cuatro evangelios y las epístolas de los Apóstoles. Era un pulso tenso el que se libraba en la Conferencia y la villa parecía una enorme caja de resonancia. Pero los principales adversarios de Erasmo eran las órdenes religiosas que él había puesto en solfa en su libro “Enchiridion”. Su lectura levantaba ampollas entre los frailes y las protestas desde los púlpitos menudeaban, con lo que la agitación era mayor cada día y la masa iletrada pedía que la obra de Erasmo fuera condenada a la hoguera. La disputa creció hasta límites de violencia cuando el maestro Margalho denunció una mañana que Virués estaba en contacto con Erasmo y le informaba por carta, cada día, de los avatares de la Conferencia. Virués defendió su derecho a comunicarse con el holandés objeto de la controversia y con esta paladina declaración los ánimos se encresparon.


Los dos bandos, entre los alumnos del colegio, llegaron a las manos una mañana en el recreo, en que unos y otros daban vivas y mueras y exigían la hoguera para el titular de la posición contraria.


La pelea fue muy violenta y de ella salieron tres alumnos descalabrados camino de la enfermería. El padre Arnaldo y “el Escriba” les hablaron al día siguiente del respeto y la comprensión hacia el prójimo y les regañaron. Daba la impresión, sin embargo, que la controversia se iba inclinando del lado de Erasmo y en contra de Lutero y el resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador. Y cuando los erasmistas, y en especial Carranza de Miranda, refutaron brillantemente la proposición de los frailes sobre el libre albedrío y las indulgencias, apoyándose en la propia obra erasmiana, la Biblia y los textos de los Santos Padres, la discusión quedó decidida.


Por aquellos días Valladolid se sintió sobresaltada por una preocupación de otro signo: un criado del mariscal de Frómista que venía de camino, herido de una seca de pestilencia, infeccionó por contagio a tres criadas del mariscal, todas ellas mozas, y los cuatro fallecieron en pocos días. Paralelamente, la sanidad declaró un enfermo de pestilencia en Herrera de Duero y una mujer en Dueñas. En pocas horas, en las esquinas de las calles, florecieron hogueras donde se quemaban tomillo, romero y flor de cantueso con objeto de depurar el ambiente aunque las gentes caminaban desde días tapándose la boca con el pañuelo. El Concejo nombró una Junta de Comisionados para que informaran de la salud de la villa y de los pueblos próximos y echó mano de los dineros de las sisas del vino y del pan para organizar la defensa contra la enfermedad. Publicó después un bando que los pregoneros divulgaron exigiendo limpieza en las calles, prohibiendo comer melones, calabazas y pepinos, fácilmente impregnados por exhalaciones malignas, y organizando la atención médica, botica y alimentos para los pobres, puesto que el hambre facilitaba el contagio de la enfermedad. En cambio los ricos se apresuraban a recoger sus enseres y objetos preciados y, por las noches, abandonaban furtivamente la villa en sus carruajes para instalarse en el campo, en sus casas de placer, junto a los ríos, en espera de que la epidemia cediera. La peste había llegado de nuevo. La ciudad se organizaba para un largo asedio y un breve del papa Clemente VII ponía fin “sine die” a la famosa Conferencia tras varios meses de debates. Al propio tiempo la Corte se trasladó a Palencia y la Chancillería a Olmedo. Sin embargo, los casos de pestilencia, en principio, eran pocos en la villa: seis muertos, y la Junta de Comisionados, para no sembrar la alarma, hizo saber que seis muertos de peste era cosa de burla y que la epidemia debía ser algo distinto puesto que la peste mataba a muchos. Otros recordaban la abundancia de casos de sarampión en la última quincena y de este hecho sacaban los ciudadanos sus conclusiones: no era peste sino sarampión lo que padecían, aunque el sarampión actuaba siempre como heraldo de la peste.


Lo cierto era que el mal avanzaba y la enfermedad se extendía muy deprisa. Los médicos eran insuficientes para atender tantos apestados y los curas para facilitarles atención espiritual. Los muertos, amontonados en carretas, eran conducidos a los atrios de los templos para ser enterrados. El Concejo abrió en la ribera derecha del Pisuerga cuatro nuevos hospitales, dos de ellos, el de San Lázaro y el de los Desamparados, para enfermos graves, y movilizó las fuerzas activas, entre ellas a los colegiales de los Expósitos.


Eran casi niños, apenas adolescentes, pero su orfandad les ponía a cubierto de toda reclamación familiar. Fue en los días más duros de la epidemia cuando los colegiales cumplieron sus tareas más abnegadas, enterrando muertos, trasladando enfermos, vigilando el aislamiento de la villa, estableciendo controles en los puentes y clausurando edificios donde los apestados eran muchos. Los propios colegiales clavaban tablas para condenar puertas de las casas infectadas y Cipriano se especializó en la delicada tarea de separar las tejas de los tejados, para dar de comer a los emparedados. Con el carro del colegio, tirado por “Blas”, el borrico rezno, Cipriano se desplazaba de un lugar a otro, repartía bolsas de comida entre los menesterosos o establecía controles en las barcazas de Herrera de Duero por donde llegaban en buen número los inmigrantes del sur. El muchacho les exigía informes sobre su procedencia o sobre el estado sanitario de los pueblos del trayecto y los conducía, acto seguido, a un lazareto allende el río.


Unos meses después aparecieron los primeros fríos y la gente respiró aliviada. Existía el convencimiento de que la peste era consecuencia del calor y, por contra, el frío y la lluvia atenuaban sus efectos. A los pocos días templó y la peste volvió a picar en los pueblos y ciudades castellanos. En esta segunda oleada se empezó a hablar de la peste del año seis, más grave que la del dieciocho. El banquero Domenico Nelli tranquilizaba a sus colegas de Medina diciéndoles que los muertos de peste eran generalmente pobres y, por tanto, carecían de interés. Pero la gente insistía en que la peste producía landres, como la de principios de siglo. Es peor que la del dieciocho, aseguraban. Entonces empezaron a organizarse rogativas a la iglesia de San Roque y a la de la Virgen de San Llorente pidiendo las lluvias de otoño. Pero el número de pobres aumentaba y el Ayuntamiento se vio obligado a tomar dos medidas radicales: primera, separar a los vagos de los pobres de solemnidad y expulsar a aquéllos. Y, segunda, exigir la salida de la villa de las prostitutas que no hubieran nacido en ella.


Pero la expulsión de grupos sociales no arregló nada. Al contrario, los inmigrantes empezaban a superar a los emigrados y el Concejo se vio ante la necesidad de facilitarles alojamiento al otro lado del río. Pero la avalancha de menesterosos crecía y con ellos la expansión de la peste, por lo que el corregidor convocó sin demora a los pobres sanos al otro lado del puente. Era su propósito que unos caballeros comisarios los expulsaran después de proveerles de los víveres suficientes para el camino.


Pero los pobres se negaron a acudir al puente. En la ciudad recibían botica gratis, media libra de carnero y media de pan por persona y día, y nadie les garantizaba que esa ayuda fuese a producirse en las poblaciones vecinas, ni conocían siquiera la situación sanitaria de éstas. Entonces, lo que hacían era esconderse en los rincones del Paseo del Prado y por la noche, con algunos inquilinos de los lazaretos, atravesaban el Pisuerga en barcas, a nado o por los viejos vados conocidos, orillando la muralla.


Por su parte Cipriano y los expósitos se multiplicaban por ayudar a sus conciudadanos. A veces, a falta de tareas más urgentes, prendían hogueras de cantueso, romero y tomillo para contrarrestar las emanaciones nocivas y continuaban abasteciendo a los emparedados por los agujeros de los tejados.


En ocasiones moría algún enfermo en las casas clausuradas y era preciso desclavar los maderos de las puertas para sacarlos a enterrar.


Fue por aquellos días, en la última fase de la epidemia, cuando su tío Ignacio Salcedo se presentó en el colegio. Venía a despedirse, antes de desplazarse a Olmedo con la Chancillería. A media conversación le comunicó que don Bernardo, su padre, estaba gravemente enfermo. Hacía días que se había contagiado de la peste aunque él siempre pensó que este mal era enfermedad de pobres. Y él, que desde niño había aborrecido las enfermedades asquerosas, la padecía ahora en su forma más activa, el cuerpo cubierto de landres abiertas, purulentas, como en la peste del año seis. No tenía más remedio que dejarle al cuidado de las criadas y del doctor Benito Huidobro.


No iba a pedirle que lo visitara, por su seguridad y para no humillar a su hermano, pero sí que figurase en el acompañamiento de los expósitos, si el óbito llegara a producirse. Vaciló, como en el encuentro anterior, a la hora de despedirse y terminó estrechándole la mano, dándole golpecitos en el hombro, y diciéndole que más adelante hablarían de su formación si el deceso de su hermano tenía lugar.


A Cipriano no le entristeció la noticia. No sentía una brizna de amor por su padre. Y, al propio tiempo, su ritmo de vida era tan exigente que apenas tuvo tiempo de pensarlo. La sequía continuaba -prácticamente llevaba un año sin llover- y últimamente estaban quemando las casas más afectadas después de trasladar a los hospitales extramuros a los inquilinos enfermos. Nueve meses después de entrar en acción, los expósitos tuvieron dos bajas: “Tito Alba” y “Gallofa”. El propio Cipriano los condujo, en el carrito del colegio, al Hospital de la Misericordia. A Cipriano le caían las lágrimas mientras apaleaba al borrico que tiraba del carro. “Tito Alba” falleció una semana después y, al comenzar el mes siguiente, “Gallofa”.


Entre uno y otro entregó su alma don Bernardo Salcedo. Cipriano se vistió el sayo y el capotillo menos ajados y se concentró con sus compañeros en el portal de la Corredera de San Pablo 5.


Él mismo ayudó a Juan Dueñas a meter el cadáver en el coche y a atarle y, luego, le acompañó en silencio, con la antorcha encendida, escuchando las salmodias del coro. Acto seguido, ya en la iglesia, asistió al funeral, y los sacristanes iniciaron el último responso:


– ”Libera me, Domine, de morte aeterna…” Entonces divisó a Minervina arrodillada en un banco y trató de acercarse a ella pero “el Escriba” les instaba a buscar la salida para situarse alrededor de la fosa, donde debían entonar la letanía de los Santos. Al concluir, Minervina ya se había marchado y “el Escriba” se acercó ceremoniosamente a él, estrechó su mano y le dijo:


– En mi nombre y en el de sus compañeros le expreso nuestro más profundo sentimiento.


La agitación y los quehaceres no permitieron a Cipriano reflexionar sobre su orfandad. De regreso al colegio, recibió la orden de acudir a Herrera de Duero a buscar a un grupo de refugiados.


Hablaban de muertos en las huertas y las cunetas del camino, de la falta de médicos en los pueblos, donde los enfermos eran atendidos por sanadores y barberos cuando no por los mismos convecinos. Era el pan de cada día.


Habían sido tantos y tan largos los meses pasados desde que se inició la epidemia que los vallisoletanos llegaron a pensar en la posibilidad de una peste permanente.


No veían salida. Los meses transcurrían sin que los partes de los comisionados dieran una sola noticia alentadora mientras se repetían las cifras de las bajas con reiteración. Inesperadamente, iniciado el nuevo otoño, tras una pésima cosecha y un tiempo áspero, la Junta de Comisionados anunció que en el último mes únicamente habían muerto veinte personas de las dos mil hospitalizadas. En noviembre las bajas por la peste habían sido doce y cuatrocientas noventa y tres las altas dadas en los hospitales.


Era como escapar de una nube tenebrosa, después de un año y medio sin ver el sol. La gente volvía a salir a la calle a respirar los aromas del tomillo y el cantueso para ventilar sus pulmones, se acercaba al Espolón Nuevo, tornaba a conversar y a reír. ¡El milagro se había producido! Y cuando en enero las altas en los hospitales se elevaron a ochocientas cuarenta y tres y las muertes por peste se redujeron a dos, la villa estalló de júbilo, se organizaron procesiones de acción de gracias a la ermita de San Roque y el Concejo anunció para la primavera juegos de cañas y corridas de toros.


La peste había terminado.


Un día de fiesta, llegada la primavera, apareció el tío Ignacio en el colegio. Su tez, debido a la vida en el pueblo, era aún más rojiza que de ordinario. Las primeras palabras de su tío fueron para felicitarle por su comportamiento durante la peste. Entre las medallas que programaba el Ayuntamiento había una para los colegiales del Hospital de Niños Expósitos.


Fue la única alusión al pasado.


Acto seguido, el tío le habló de su porvenir. Cipriano aceptó la idea de doctorarse en Leyes y también la de vivir en casa de sus tíos hasta alcanzar la mayoría de edad y entrar en posesión de sus bienes. No aceptó, en cambio, la idea de su tío Ignacio de prohijarle. El desapego de Cipriano hacia el género humano, su triste experiencia filial, le llevó a inclinarse por la idea de la tutela y a aceptar a su tío como tutor. Seguidamente, el tío Ignacio le dijo que tan pronto la Chancillería retornase a la villa, le recogería en el colegio puesto que, dado su alto cargo en él, había resuelto de antemano el enojoso asunto del papeleo.


La casa de su tío, la tía Gabriela, las criadas, la vida en familia, supuso para Cipriano una innovación poco confortadora.


Echaba de menos a los condiscípulos, los paseos, las clases colectivas, los juegos, las charlas, las costumbres adquiridas. El anuncio de un preceptor, don Gabriel de Salas, no mejoró la situación. El recuerdo del anterior en casa de su padre, el temor al tabique, se reprodujo en él de manera automática. Doña Gabriela se desvivía por atenderle, por hacerle la vida más agradable. Con un instinto femenino muy aguzado, un día le preguntó si no echaba en falta a Minervina.


Cipriano asintió. La ausencia de Minervina, la única persona a la que había querido, en la que siempre se había refugiado, le hacía especialmente vacía la vuelta al hogar. Por otro lado el descubrimiento de la casa de su tío alentaba a Cipriano. No era, como cabía pensar, la casa pretenciosa de un gran burgués sino el refugio atractivo y sereno de un intelectual.


Cipriano pasaba horas en la biblioteca donde se alineaban más de quinientos volúmenes, algunos de ellos editados en Valladolid, traducciones en romance de Juvenal, Salustio y la “Iliada”. Los poetas latinos estaban casi todos y, paso a paso, Cipriano fue descubriendo el placer de la lectura, el acto íntimo y silencioso de desflorar un libro. Por otro lado, en la casa había buena pintura, copias de cierta solvencia de obras acreditadas, y algunos esbozos de escultura. La reciente instalación en la ciudad de Alonso de Berruguete dio ocasión a don Ignacio de encargarle un panel de madera en relieve, lo que el artista llamaba “una tabla de bulto”, representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza de noble calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba en la pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don Ignacio, hombre muy religioso y respetuoso con el arte, se descubría al pasar ante ella como si fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura del arte y el buen gusto estimulaba a Cipriano. Había encajado con don Gabriel de Salas y sus progresos en latín, gramática y leyes, eran notables.


Una mañana al salir de clase, se encontró en el salón con Minervina. Conservaba la elasticidad de cuatro años antes, la misma viva cintura, el mismo cuello largo y delgado y la misma boca, de labios gruesos. Doña Gabriela la escoltaba sonriente y Cipriano no supo qué hacer, ni qué decir. Fue Minervina la que tomó la palabra para decirle que había crecido, que se estaba haciendo un hombre y que este hecho le apenaba.


Pasaban los días y entre Minervina y Cipriano no se reanudaba la vieja y confiada relación. Se alzaba entre ellos como una paralizadora barrera de pudor. Hasta que una tarde de jueves, en que sus tíos salían y vacaban las compañeras de Minervina, Cipriano al verla sentada, erguida, en el sofá del gran salón, los pequeños pechitos apenas insinuados en la saya de cuello cuadrado, experimentó la misma atracción imperiosa e ingenua que sentía de niño, se fue hacia ella y la abrazó y la besó, diciéndola h… hola, Mina y te quiero mucho, ¿sabes?. Minervina desfallecía al notar los pechos en los cuencos de sus manos, el recorrido apasionado de sus labios ardientes por su escote:


– ¡Oh, tesoro, no seas loco!


– Te quiero, te quiero; eres la única persona a la que he querido en mi vida.


Minervina sonreía aturdida, se entregaba.


– Me picas con tus barbas; ya eres un hombre, Cipriano.


Retozaban como cuando Cipriano era niño, se abrazaban y se besaban, pero el muchacho advertía que un nuevo elemento había entrado en su relación y, cuando rodaron por la gruesa alfombra y le arrancó los botones de la saya, Minervina trató aún de resistirse. Pero todo fue en vano.


Al día siguiente, Cipriano buscó al padre Toval:


– H… he yacido con mi nodriza, padre, con la mujer que me amamantó.


El padre Toval le reprendió:


– Eso es casi como yacer con tu propia madre, Cipriano. No te dio la vida pero te dio parte de la suya cuando no podías valerte.


Cipriano vagaba ahora por la casa como sonámbulo. Apenas osaba mirar a la cara a Minervina en presencia de sus tíos. En su cabeza daba vueltas a su confesión. No había sido del todo sincero con el padre Toval. Por otra parte le desagradaba darle cuenta de unos sentimientos tan íntimos. ¿Cómo podría llegar a entender el padre Toval su relación con la muchacha?


Y si no la entendía, ¿cómo podía juzgarla?


El jueves siguiente, al verse solos, Minervina y él se refugiaron el uno en el otro como la cosa más natural del mundo. Sin confesárselo habían estado esperando impacientes este momento. E instintivamente ella volvía a darse a él, le nutría, y él se aferraba a ella como a una tabla de salvación.


Yacían desnudos en la estrecha cama de ella y las tímidas reservas de Minervina revalorizaban la consumación del acto. La tomó hasta tres veces y, al concluir, experimentó como un hastío de sí mismo, pensando que estaba prostituyendo a la muchacha. Le constaba su amor, la pureza de su inclinación hacia ella, pero, detrás de todo, no dejaba de ver la sórdida aventura del joven amo que se aprovecha de la criada. Buscó en San Gregorio otro confesor desconocido:


– M… me acuso, padre, de poseer a mi nodriza, pero no puedo arrepentirme de ello. Mi amor es más fuerte que mi voluntad.


– ¿La quieres o la deseas?


– Si la deseo, padre, es porque la quiero. Nunca quise a nadie en la vida como a ella.


– Pero eres aún un chiquillo.


No vas a casarte, claro.


– Tengo catorce años, padre.


Mi tutor no lo comprendería.


El cura vaciló. Dijo finalmente:


– Pero si no hay arrepentimiento, hijo, yo no puedo absolverte.


– Lo comprendo, padre. Más adelante volveré a verle.


Los jueves se convirtieron en la cita obligada de los amantes.


Era un encuentro inevitable y, con el sexo añadido, la viva reproducción de las expansiones de antaño entre el niño y su nodriza. Y, en las pausas, conversaban. Él le hablaba de sus años de colegio, de la desviación de “el Corcel”, de la pérdida de su inocencia. Y ella de su primer amor hacia un muchacho del pueblo, la caída, el embarazo, el alumbramiento. Y, al hablar de esto, lloraba y le decía, tú eres como el hijo que perdí, tesoro mío.


Pero, enseguida, volvían impacientes a ellos mismos, a descubrirse mutuamente, a amarse. Las relaciones de los jueves, ahora en la habitación de Cipriano, eran cada vez más demoradas y completas, y se prolongaron durante cerca de cuatro meses. Fue con motivo del regreso inesperado a casa de doña Gabriela y don Ignacio, una noche de invierno, cuando todo se vino abajo.


Doña Gabriela los descubrió desnudos en la cama, apareados, y no fue capaz de entender nada:


– Ha abusado usted del niño y de mi confianza, Miner; ha deshonrado esta casa y nos ha deshonrado a todos. ¡Váyase y no vuelva más!


Minervina tomó la galera de Jesús Revilla a Santovenia a la mañana siguiente en la Plaza del Mercado, con los dos fardillos con que se había presentado cinco meses atrás.

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