Cumplida la mayoría de edad, Cipriano Salcedo se doctoró en Leyes, entró en posesión del almacén de la Judería y de las tierras de Pedrosa y se trasladó a vivir a la vieja casa paterna en la Corredera de San Pablo, cerrada desde la muerte de don Bernardo. Unos años después, conseguidos estos objetivos, se impuso otros tres muy definidos y ambiciosos: encontrar a Minervina, alcanzar un prestigio social y elevar su posición económica hasta ponerse a nivel de los grandes comerciantes del país. El primer objetivo, encontrar a Minervina, que él consideraba el más sencillo, fracasó. En Santovenia apenas encontró a alguien que recordara a la muchacha. Los padres habían muerto y ella -decían- había marchado del lugar. Casada, dijo uno, pero un segundo rectificó: la Miner no se casó nunca; marchó con su hermana a Mojados donde vivía una vieja tía suya. Cipriano se desplazó a Mojados en su nuevo caballo “Relámpago”. Nadie sabía nada allí de la chica; ni siquiera habían oído nunca un nombre tan raro. Él insistía: Minervina, Minervina Capa. Pero nadie le daba razón. En todo el término no se conocía una muchacha con ese nombre. Cipriano Salcedo, que no comprendía la vida sin la muchacha, la buscó por los pueblos de los alrededores. Inútil. Desconocedor del paradero de Blasa y Modesta, después del fallecimiento de su padre, reinició la búsqueda empezando de nuevo por el principio:
Santovenia. Conectó con Olvido Lanuza, “ la Alumbrada ”, que había perdido un poco la cabeza y le dijo que Minervina había entrado al servicio de don Bernardo Salcedo en la villa. Nadie facilitaba otras pistas sobre la chica, salvo una achacosa centenaria, Leonor Vaquero, quien le informó que se había casado con un manufacturero de Segovia. “Relámpago” llevó a Cipriano hasta Segovia en dos etapas. Pero ¿por dónde empezar la búsqueda? Preguntó, una por una, en todas las industrias de tejidos de la ciudad, pero allí le pedían el nombre del marido ya que el de la mujer no constaba en las nóminas. Salcedo regresó a Valladolid desolado. Se iban desvaneciendo las últimas esperanzas. Encontrar a Minervina, que siempre se le antojó una empresa fácil, le parecía ahora una utopía irrealizable.
Decidió frenar, entregarse a la rutina diaria, y ponerse en movimiento únicamente cuando encontrase una información fiable con alguna garantía de éxito.
Dionisio Manrique, que durante diez años había llevado el almacén de la Judería bajo la supervisión de don Ignacio, recibió con alivio la reincorporación de Cipriano al trabajo. Aquel edificio, desnudo y vacío la mayor parte del año, sin otra presencia que la del mudo Federico, se le hacía odioso e insoportable. De ahí que Manrique recibiera como un don del cielo la llegada de don Cipriano, cuya primera acción en la Judería fue revisar la correspondencia con los Maluenda, en principio la de don Néstor, el famoso comerciante, y la de Gonzalo, su hijo, después.
Cipriano pensó que tal vez su primer paso en el comercio debería ser ponerse en contacto con Burgos, conocer al nuevo mandatario y tratar de mejorar las condiciones de su contrato con él, habida cuenta que le proporcionaba setecientos mil vellones de la vieja Castilla cada año. Le agradaba cabalgar y cualquier excusa le parecía razonable para montar a “Relámpago”, por lo que a comienzos de octubre franqueó el Puente Mayor, atravesó Cohorcos y Dueñas en la mañana, y dos días más tarde encontraba a Gonzalo Maluenda en sus instalaciones de Las Huelgas.
Gonzalo Maluenda le recibió alegremente. Hablaba sin parar, con pretensiones de hombre ingenioso, le propinaba golpecitos en el hombro y, con frecuencia, hacía referencia a su padre don Néstor:
– Él le regaló a su padre la primera silla de parir que entró en España. La madre de vuesa merced fue la primera en utilizarla.
– A… así fue -admitió Cipriano-. Las cosas no iban bien y el doctor Almenara, la eminencia de la época, hubo de echar mano de ella.
Gonzalo Maluenda rompió a reír y le golpeó el hombro repetidamente.
– De modo que es usted el primer español hijo de la silla.
A Cipriano no le agradaba el joven Maluenda. Le mortificaban sus reticencias, las salidas de tono que él juzgaba divertidas, sus golpecitos en el hombro:
– En rigor yo soy hijo de mi madre -puntualizó-. La silla flamenca no hizo otra cosa que ayudarla a traerme al mundo.
Al ver el poco éxito de su ocurrencia, Gonzalo Maluenda olvidó sus frivolidades. Hombre inseguro, sin personalidad definida, Cipriano no lo consideró la persona adecuada para dirigir el comercio de la lana con Flandes. Se le antojaba el típico miembro de esas terceras generaciones de negociantes que, en poco tiempo, terminan deshaciendo la fortuna que sus abuelos amasaron con tanto esfuerzo. No le sorprendió que Gonzalo Maluenda volviera a reír a destiempo cuando le informó del apresamiento de dos barcos de la flotilla por los corsarios, como si fuese una anécdota divertida.
– Se salieron de la formación -dijo-. No navegaban en conserva.
– P… pero estarían asegurados.
– Lo estaban, pero al salirse de la conserva el reasegurador se ha llamado a andana. Es natural.
Cada uno defiende lo suyo.
Cipriano Salcedo inició el regreso a Valladolid muy decaído.
El nuevo patrón burgalés no estaba a la altura de las circunstancias.
Le había parecido un chiquilicuatro y el apresamiento de dos veleros una advertencia a tener en cuenta en lo sucesivo. Salcedo era consciente de que los errores de Gonzalo Maluenda le arrastrarían a él inevitablemente. Enlazó esta reflexión con la determinación de visitar Segovia, la ciudad pañera de Castilla la Vieja. Cuando la conoció meses atrás, le había sorprendido por su actividad y, a pesar de que Minervina ocupaba entonces todos sus pensamientos, no le pasó inadvertido que Segovia era una pequeña ciudad textil que se desarrollaba a costa de sus propios recursos. Sabía transformar sus materias primas de manera que el dinero siempre quedara en casa.
¿Por qué Valladolid no intentaba una empresa semejante? ¿Por qué la villa no transformaba los setecientos mil vellones que anualmente exportaba a Flandes como hacían los industriales segovianos? ¿No podría ser él, Cipriano Salcedo, el llamado a conseguirlo? El viento en el rostro, acentuado por el trote largo de “Relámpago”, estimulaba su imaginación. Corte de España, resignada a su condición de villa de servicios, pensó, Valladolid era una ciudad dormida, donde la suprema aspiración del pobre era comer la sopa boba y la del rico vivir de las rentas. Allí nadie se movía.
De sus reflexiones dio cuenta a Dionisio Manrique a su llegada.
Gonzalo Maluenda no le había gustado. Era un chisgarabís que consideraba divertido el apresamiento de dos navíos por los piratas. Había que andarse con tiento. Un patinazo de Maluenda afectaría seriamente al comercio castellano de la lana. ¿Por qué no intentar en Valladolid lo que Segovia ya estaba haciendo? Los ojos de Dionisio Manrique se redondearon de codicia. Estaba de acuerdo.
La era de los Maluenda era evidente que había pasado. Don Gonzalo era perezoso y jugador, malos vicios para un comerciante. Había que pensar en una nueva orientación del comercio de los vellones: reforzar las flotillas o, quizá, ensayar su transporte por tierras de Navarra. A Cipriano Salcedo le estimuló verse secundado por Manrique. Acordaron pensar en ello y, entretanto, Cipriano decidió visitar Pedrosa: aspiraba a lustrar su apellido. El título de doctor en Leyes poco significaba si no le acompañaba un privilegio de hidalguía. Acceder a la aristocracia por la base sería una astuta jugada para adornar su carrera y reforzar su prestigio personal.
Cipriano conocía ya a Martín Martín, hijo de Benjamín Martín, el nuevo rentero, a Teresa, su mujer, y a sus ocho hijos, pequeños y ligeros como ratas. Su tío Ignacio le había acompañado en un viaje anterior. La casa, desnuda y pobre, sin pavimento, le había llamado la atención. Y, por contraste, el dosel de guardamecíes que adornaba el amplio lecho matrimonial.
– Es la única herencia que recibí de mi pobre padre que gloria haya -dijo Martín Martín, a modo de explicación.
Don Ignacio y Cipriano habían ido a Pedrosa por el consabido camino de Arroyo, Simancas y Tordesillas, el del difunto don Bernardo, y fue en ese viaje cuando Cipriano Salcedo, amante de las aventuras, concibió la idea de desplazarse faldeando las colinas, atravesando las tierras de Geria, Ciguñuela, Simancas, Villavieja y Villalar. No existía camino definido allí pero “Relámpago” lo trazaba ahora, en su segundo viaje, con su largo galope, hollando las aulagas de los bajos. Cipriano manejaba el caballo con maestría, lo dominaba, en cada cabalgada le hacía aprender una nueva habilidad.
Corría el mes de junio y las parejas de perdices volaban con sus polladas, de las viñas a las cuestas, con un aleteo metálico que estremecía al caballo.
Hacía meses que Cipriano venía gestionando un privilegio de hidalguía. Martín Martín, a quien había cedido una tercera parte de los frutos de la tierra, era un adicto incondicional. Y a los más viejos del lugar les había oído hablar bien de don Bernardo, el último defensor del buey para las faenas agrícolas, y de don Aquilino Salcedo, el abuelo, que pasó en Pedrosa los últimos años del siglo.
Ninguno de ellos tenía buen ni mal concepto de los patronos pero sí una vaga idea de que en la vida era preferible arrimarse a un rico que a un pobre. Por otra parte, don Domingo, el viejo párroco, conservaba en el archivo de la iglesia papeles de los Salcedo donde constaban las limosnas y donativos hechos al pueblo en ocasiones difíciles como la peste del año seis o los nublados del año noventa que no permitieron trillar y el cereal se nació en las eras. Por si fuera insuficiente, Cipriano Salcedo estaba en condiciones de acreditar la pureza de sangre hasta la séptima generación.
A poco de llegar, Salcedo cambió impresiones con Martín Martín sobre el particular. Treinta y siete vecinos, de treinta y nueve, estaban dispuestos a votar que su familia venía siendo considerada hidalga en Pedrosa desde hacía dos siglos. Don Domingo, el viejo párroco, por su parte, adjuntaría al expediente copias de los documentos del archivo parroquial, en los que constaba el generoso patrocinio del pueblo por parte de los Salcedo. Cipriano no ignoraba que su título de doctor, unido al de hidalgo, doctor-hidalgo, no sólo le redimía de contribuciones e impuestos sino que le hacía apto para formar parte de la administración y le insertaba en el escalafón de la baja aristocracia. Sabía, asimismo, que un terrateniente accedía más fácilmente a la nobleza que un hombre de negocios y que carecía de sentido la máxima de el noble nace, no se hace, como se proponía demostrar. Martín Martín le prometió que tan pronto contara con las acreditaciones de los vecinos y las copias documentales de don Domingo se las haría llegar por un correo. Para añadir méritos al mérito, y aprovechando las nuevas ordenanzas sobre roturos de baldíos, Cipriano tomó nota de los límites de los pagos del arroyo de Villavendimio con objeto de solicitar licencia de cultivo y autorización para agregarlos a sus tierras.
Dos semanas más tarde llegó a Valladolid un correo con los papeles de Pedrosa y Cipriano se los hizo llegar a su tío, el oidor, quien, a su vez, los presentó, con una instancia respetuosa, a la Sala de Hidalguía de la Chancillería. Pocos meses después don Cipriano había obtenido el título de doctor-hidalgo y había sido redimido de contribuciones. Un correo urgente a Pedrosa comunicó a don Domingo y a Martín Martín la buena nueva, al tiempo que encarecía al rentero que para el 3 de julio tuvieran sacrificados una docena de corderitos y dispuestos dos toneles de vino de Rueda para celebrar el nombramiento, fiesta de la que únicamente quedarían excluidos Victorino Cleofás y Eleuterio Llorente, los dos labriegos que, lejos de considerar a los Salcedo unos seres magnánimos y desinteresados, los juzgaban unos explotadores. La merienda se celebró en el corral de la casa al anochecer y, según cuentan las viejas crónicas, ni la villa de Toro, de la que Pedrosa dependía, conoció en sus mejores años un fasto semejante, tan alegre y desquiciado, en el que participaron hasta los perros y animales de labor. La burra de Tomás Galván, “ la Torera ”, bebió una herrada de vino de Rueda y pasó la noche rebuznando y coceando por las calles del pueblo, hasta que de madrugada se murió.
Asentada su vida adulta, alcanzado el título de hidalgo y ordenadas las cosas en Pedrosa, Cipriano Salcedo puso sus cinco sentidos en el comercio con Burgos. Y, aunque don Gonzalo Maluenda no le gustaba, o precisamente por eso, decidió acompañar personalmente a la expedición de otoño, como había hecho su padre, don Bernardo, unos meses después de nacer él.
Durante varios días, las cinco grandes plataformas de ruedas de hierro fueron cargadas en el almacén, en tanto las cuarenta mulas de tiro de Argimiro Rodicio eran preparadas para el evento. Docenas de temporeros se afanaban en el patio y, llegado el día de la partida, Cipriano Salcedo se puso al frente de la expedición, por el polvoriento camino de Santander.
En esos momentos, después de haber tomado las precauciones pertinentes, Salcedo se sentía importante y feliz. Advertido de que el bandolero Diego Bernal merodeaba por la zona, iba armado, como lo iban los carreteros, mientras piquetes de la Santa Hermandad, advertidos por correo urgente, vigilaban el itinerario.
El camino, con relejes y profundos baches, no facilitaba el viaje, pero aquella caravana de cinco grandes carros, arrastrados por ocho mulas cada uno, era un espectáculo del que gozaban, apostados en las cunetas, los arrieros y peatones con los que se cruzaban en la carrera. Cipriano precedía a la larga caravana sin dejar de otear el horizonte, temeroso de que aparecieran por los cerros los facinerosos de Diego Bernal, único salteador conocido en ambas Castillas. Las carretas formaban una austera procesión, sujeta a distintos cambios de marcha y a un plan preconcebido: recorrer seis leguas diarias de camino, de manera que el viaje, con los altos consabidos en las Casas de Postas de Dueñas y Quintana del Puente y las ventas del Moral y Villamanco, demorase alrededor de cuatro días.
Una vez en Burgos, procedía la descarga, más enredosa aún que la carga, aunque Maluenda, oportunamente avisado, echaba mano de temporeros experimentados que abreviaban la operación. Exoneradas de su peso, las carretas realizaron el viaje de regreso en tres días y medio y, tan pronto llegaron a la Judería, don Cipriano Salcedo recogió las armas, las devolvió a la Santa Hermandad y, consciente del deber cumplido, retornó a la rutina diaria.
Aquel gran almacén de la vieja Judería, que la víspera se presentaba atestado de vellones y ahora se ofrecía pavorosamente vacío, se iría llenando poco a poco a lo largo de los meses venideros y, llegado el mes de julio, se organizaría una nueva caravana con idéntico destino. Cipriano Salcedo, de ordinario precavido y pusilánime, se crecía ante estas grandes operaciones. Almacenar setecientos mil vellones y transportarlos a Burgos en dos expediciones anuales se le antojaba una proeza propia de grandes hombres, de forma que cuando, sentado a la mesa, Crisanta la doncella le servía su primer almuerzo después del viaje, no hizo por ocultar sus manitas peludas que ahora veía fuertes y masculinas muy adecuadas para afrontar tamañas empresas. Y en esos momentos se veía más próximo de don Néstor Maluenda, el gran mercader, que con sólo su talento y su coraje había hecho de Burgos un gran emporio comercial en plena juventud.
Su tío y tutor, don Ignacio, con quien solía reunirse un día entre semana, y en especial doña Gabriela, su esposa, veían con buenos ojos la idolatría de su pupilo hacia don Néstor. Para doña Gabriela nada más admirable que un mercader poderoso, siquiera su esposo puntualizara que doña Gabriela admiraba a los grandes comerciantes antes por sus ingresos que por su relieve social. Pero su culto hacia el abuelo Maluenda, al que no llegó a conocer, no atenuaba sino que acrecía su desprecio hacia su hijo Gonzalo. Secundar a este chiquilicuatro, pretendidamente ingenioso, no satisfacía sus anhelos de ascenso profesional. Por otra parte, recibir una mercancía con la mano izquierda y entregarla a un tercero con la derecha mediante un estipendio, llegó a parecerle una actividad innoble. Cipriano, antes que al comerciante enriquecido por su tesón y su esfuerzo, admiraba al que merced a su ingenio introducía una innovación en el producto, de tal manera que, sin saber por qué ni por qué no, venía de pronto a modificar la voluntad de compra de los clientes. Esta voluntad innovadora le condujo, paso a paso, a un mejor conocimiento de sí mismo, a intuir su iniciativa creadora y las razones de su personal insatisfacción. Y su afán por descubrir nuevos caminos aumentó unos meses después, cuando otros dos barcos de la flotilla de Flandes fueron desmantelados por los corsarios y un tercero hubo de refugiarse en el puerto de Pasajes con avería gruesa. De acuerdo con estas noticias, los riesgos de la flotilla aumentaban cada año y los fletes y los seguros encarecían.
La alarma de los laneros se iba extendiendo, en tanto tomaba cuerpo la idea de Salcedo de asumir un nuevo rumbo. El negocio de los fletes no servía ya, por sí solo, para dar salida a las lanas castellanas por un precio remunerador.
Fue en esta fase cuando, de la manera misteriosa con que se gestan estas cosas, a Cipriano Salcedo le asaltó un día la idea de ennoblecer una prenda tan popular y modesta como el zamarro. Un chaquetón apto para pastorear o atravesar el Páramo en invierno podía ser transformado, mediante tres leves retoques, en una prenda de vestir para sectores sociales más altos. El éxito, como siempre sucede en el mundo de la moda, dependía de la inspiración, del toque de gracia, en este caso romper la lisura de la espalda y las bocamangas del zamarro con unos audaces canesúes. Mediante unos canesúes estéticamente dispuestos, una prenda de abrigo propia de campesinos adquiría una indefinible gracia urbana que la hacía adecuada para damas y caballeros.
El sastre Fermín Gutiérrez fue el primero en aprobar la iniciativa de Salcedo. Y tanta maña se dio Cipriano para exaltar las virtudes de la nueva prenda que Gutiérrez quedó entusiasmado con el proyecto. De inmediato fue contratado para trabajar a domicilio por un tanto alzado susceptible de ser modificado: setenta y dos reales al mes. Por su parte, Salcedo se comprometía a suministrarle a tiempo todos los vellones necesarios. “La revolución de los canesúes”, como Cipriano Salcedo la llamaba, despertó el primer año en la villa una cierta curiosidad.
Pero fue el segundo cuando se desató un entusiasmo inesperado que obligó a Salcedo a enviar a las ferias de Segovia y Medina del Campo dos expediciones de zamarros en su nueva interpretación. El chaquetón había conquistado el mercado y la demanda fue de tal monta que indujo a Salcedo a instalar en los bajos de su casa, en la Corredera de San Pablo, un establecimiento cuyo nombre evocaba la novedad y a su autor en un rótulo ambiguo: “El zamarro de Cipriano”.
El primer paso hacia la fama estaba dado. Sin embargo, su inventor observó que, aunque bien acogido el zamarro por la clase media, no penetraba en los más altos sectores sociales. Entonces ideó dos complementos para su invento: sustituir el forro de borrego por pieles finas de alimañas y volver los puños. Tales añadidos, triplicando el precio de la prenda, constituirían para la nobleza alicientes de seguro efecto. No se trataba de adquirir pieles exóticas, sino de aprovechar pieles de animales serranos, generalmente desconocidos para la alta sociedad, como marta, garduño, nutria, gato cerval y jineta. Y acertó. Lo que no había conseguido el canesú lo pudo el nuevo forro con los puños vueltos.
Atrajo especialmente a la nobleza la variedad de pieles: había donde elegir. A partir de esta última innovación, “el zamarro de Cipriano” entró en todos los hogares, se impuso en la Corte vallisoletana y se fue extendiendo por todas las capitales del reino.
Una vez convencido de que estaba en el buen camino, Cipriano Salcedo se hizo con los servicios de un avisado hombre de campo, don Tiburcio Guillén, quien organizó una red de acopladores pellejeros, que a su vez crearon otras de tramperos y un equipo de curtidores expertos que trataban las pieles con aceite de abedul. De este modo, el sastre don Fermín y su taller provisional tenían asegurado el abastecimiento todo el año. Al mismo tiempo, don Fermín Gutiérrez fue autorizado para contratar personal, cortadores y costureras, principalmente -como exigió don Cipriano- entre las jóvenes viudas de la villa que en general pasaban más necesidad que otras mujeres.
En la reorganización del negocio, decidió pagar a Gutiérrez por prenda terminada en lugar de a tanto alzado, lo que, de paso, le iba familiarizando con el mundo de los números: la confección de un zamarro se elevaba a tres reales, a medio su transporte, tratar con aceite de abedul una docena de pieles, ciento veinte maravedíes, y así sucesivamente. Partiendo de esta base, pudo determinar con precisión los márgenes comerciales que iban engrosando su fortuna día a día. Meses más tarde, bajo la dirección de Dionisio Manrique, deslumbrado por el éxito del patrón, impuso un plazo último a los curtidores: las pieles deberían estar listas el primero de mayo, de manera que el negocio pudiera funcionar en todas las estaciones a un ritmo regular. Las pieles que don Tiburcio Guillén entregaba a don Dionisio Manrique y éste a don Fermín Gutiérrez, el sastre, lo eran en fechas determinadas, después de pelechar los animales, y, por tanto, previsibles con antelación. Se aumentó asimismo el número de pellejeros y, ante la avalancha de pieles, Salcedo decidió no limitar éstas a forrar zamarros, sino extenderlo a las ropas de invierno de hombres y mujeres. “Ropillas aforradas en piel clara y oscura”, fue el subtítulo que se añadió a la cartela de la tienda de la Corredera de San Pablo. Pero los tramperos que, por vez primera, veían valoradas sus presas, abrumaban con sus entregas a los arrieros, con lo que Salcedo hubo de tomar una de las decisiones más importantes de su vida: abrirse al extranjero, en principio con los acreditados mercaderes de Anvers, con el mundialmente famoso Bonterfoesen, que dieron a los zamarros y a las “ropillas aforradas” proyección universal. El conocido comerciante David de Nique hizo un comentario que colmó la vanidad de Salcedo: nunca un simple canesú armó una revolución semejante en la moda. Eso es el ingenio. A estas alturas, el zamarro de borrego iba perdiendo prestigio, a pesar del canesú, y las gentes urbanas, especialmente los ricos de España y del extranjero, preferían los forros de alimañas españolas, no sólo más bellos sino de menos bulto y más abrigados.
Pero, en conjunto, la demanda no cedía y el padre del invento, tras largas cavilaciones, decidió convertir en taller de confección la mitad del almacén de la Judería. La nave quedó dividida en dos partes y, mientras una seguía cumpliendo las funciones para las que había sido creada, la otra se transformó en un gran taller en el que reinaba Fermín Gutiérrez.
Sin advertirlo, Salcedo empezaba a caminar por la senda de un incipiente capitalismo. El gran taller no paraba ni en invierno ni en verano y, para contrarrestar los grandes fríos de la meseta, cubrió la nave con cielo raso e instaló braseros de picón de encina de gran tamaño entre las mesas de los trabajadores disminuidos por los sabañones.
Lógicamente, la relación con don Gonzalo Maluenda y con Burgos se iba debilitando. Las dos expediciones anuales se convirtieron en una y los diez carromatos en cuatro. Maluenda admiraba en secreto la iniciativa de Salcedo pero se sentía mortificado por sus éxitos. Anteponer una prenda tan basta como el zamarro al comercio con Centroeuropa hablaba por sí solo del mal gusto y la baja extracción social de Cipriano Salcedo, por mucho que adornase con el doctor-hidalgo sus tarjetas de visita, decía. En el fondo, Maluenda envidiaba a Salcedo que había sabido prever la decadencia del comercio de la lana y encontrar una salida airosa para la mercancía.
Pero llegó un día, pasados los años, en que la naturaleza impuso su ley. Las alimañas no soportaban la presión cinegética y las presas empezaron a disminuir. Mas Salcedo, que era ya un mercader avezado y rico, constató este hecho al tiempo que las ventas del nuevo zamarro y las “ropillas aforradas” empezaban a decaer. Es decir, cuando la demanda disminuyó, él ya había rebajado la oferta de manera que no tuvo que pasar por el amargo trance de los excedentes. Cinco años después de nacer, la venta del zamarro del canesú se estabilizó de modo que bastaba un turno en el taller de la Judería para mantener abastecido el mercado. Pero para entonces la fortuna de Cipriano Salcedo se calculaba en quince mil ducados, una de las más fuertes y saneadas de Valladolid.
Fue en el tercer año de iniciado el negocio cuando Cipriano Salcedo, desbordado por el feliz resultado de la empresa, envió un correo a Estacio del Valle, a Villanubla, pidiéndole más vellones. Estacio le contestó con un correo urgente, diciéndole que, salvo un nuevo ganadero de Peñaflor, don Segundo Centeno, con más de diez mil ovejas, y algunos pequeños pastores en otras localidades, la lana del Páramo seguía bajo su control. Al llegar el buen tiempo, Salcedo subió a Villanubla por el viejo camino, tan familiar a “Relámpago”. Encontró a Estacio viejo y trasojado, pero lúcido y artero. Don Segundo Centeno, un perulero recién llegado de Indias, con dinero, se había establecido en el monte de La Manga hacía dos años. Oriundo de Sevilla, los ganaderos del Guadalquivir le recomendaron para instalarse la zona del Páramo, en Valladolid. Era un individuo primitivo y tosco que salía al monte con el ganado y vestía como un gañán. Sin embargo era un hombre de posibles aunque nadie sabía hasta dónde alcanzaba su fortuna. Tenía contratada la lana de sus ovejas con los tejedores moriscos de Segovia mediante un procedimiento complicado en el que los propios tejedores facilitaban las reatas para el transporte de los vellones.
Era hombre guardoso y poco sociable y apenas se relacionaba con la gente del Páramo, ganaderos o labrantines. Tenía una hija maciza y blanca de tez llamada Teodomira, que, por su maña en el esquileo, era conocida con el sobrenombre de “ la Reina del Páramo”. La muchacha no salía de La Manga: alta, sólida y sumamente laboriosa, vestía inevitablemente una saya de paño burdo y un extraño tocadillo que le agrandaba la cabeza. Se movía, entre el barrizal y la basura del patio y las teleras, con galochas para proteger sus pies.
Los vecinos de Peñaflor y Wamba aseguraban que la Teodomira, pese a ser considerada por su padre “ la Reina del Páramo”, era, en rigor, para don Segundo, un burro de carga, ya que las dos criadas de servicio, a la hora de esquilar al ganado, escurrían el bulto. Llegado este momento era cuando Teodomira encerraba las ovejas en el aprisco y, sentada a la puerta en un tajuelo, iba esquilándolas una tras otra y encerrándolas desnudas en la telera aneja. “ La Reina del Páramo” jamás desgarró un vellón.
Los sacaba intactos, de una pieza y calientes. Nadie desafió nunca a Teodomira pero era fama en la comarca que pelar a un centenar de corderos no le llevaba un día. Don Segundo, que la ayudaba desde la tarde a la medianoche, gozaba también de una buena disposición para el oficio, de forma que en siete semanas tenían dispuesta la carga para que los moriscos de Segovia subieran a recogerla. Según Estacio del Valle, podía intentar hacerse con la lana de “el Perulero”, por más que la educación de don Segundo para el trato dejara mucho que desear. En estos asuntos, “el Perulero” era un patán de la cabeza a los pies al que únicamente se le podía localizar, salvo los jueves, en el campo con las ovejas, ya que en casa no paraba.
Estacio le dio la dirección del monte. Don Cipriano debería coger la carrera de Peñaflor y, a cosa de media legua, junto a la atalaya más alta, nacía un camino rojo, de arcilla, medio borrado por los bogales, que llevaba derecho a la casa. En un calvero del monte, redondo como un coso, estaba ésta, una edificación de adobe con tejado de pizarra, amplia y destartalada, de una sola planta, rodeada de rediles, teleras y corralizas con algunas ovejas dentro, balando.
Frente a la fachada había un pozo, con el brocal de piedra de toba, una polea y cuatro abrevaderos, de la misma piedra, para el ganado. La chica que le atendió le dio la dirección de don Segundo. Estaba en el campo, en la linde del monte, de la parte de Wamba, con las ovejas.
Salcedo encontró, en efecto, a don Segundo, con un rebaño grande, en la línea del monte. Era un hombre desaseado, de pelo corto y barbas de muchos días. En la cabeza llevaba una carmeñola, una mancha de saín en la frente y caída y derrocada en la parte posterior. Era un tocado anticuado que hacía juego con un coleto sin mangas, corto, las calzas abotonadas y las abarcas para los pies. Los ladridos de dos mastines, con collares de puntas, le pusieron en guardia y el caballo, muy remiso, no se aproximó a ellos hasta que el señor Centeno los aplacó. Pero cuando se apeó, y antes de poder dirigir la palabra a don Segundo, éste levantó una mano, le volvió la espalda bruscamente y le dijo:
– Aguarde un momento.
Portaba un cayado en la mano derecha que enarbolaba al andar y se dirigía sin demora hacia un pequeño hueco que se había abierto en el rebaño. A su paso se espantaba el ganado pero, al llegar al punto preciso, saltó una liebre regateando y, antes de que se alejara, don Segundo le lanzó el cayado describiendo molinetes en el aire. La garrota golpeó las patas traseras del animal que quedó tendido en el prado, moviéndose espasmódicamente.
Don Segundo se apresuró a cogerla para que Salcedo la viera:
– ¿Se da cuenta? Es grande como un perro -reía.
El ganado había vuelto a pastar pacíficamente, en tanto Salcedo trataba de presentarse, explicando su relación con Burgos y el mercado de la lana, pero don Segundo Centeno le atajó con un deje de ironía:
– ¿No será vuesa merced, por un casual, Cipriano el del zamarro?
Mientras hablaba, apretaba el vientre de la liebre para que orinase, tan atento y concentrado, tan ajeno a la presencia de Salcedo, que éste, después de asentir, decidió ganárselo mediante la adulación:
– He oído decir en el pueblo que vuesa merced, con diez mil cabezas, no precisa de manos ajenas para esquilarlas; se basta con la ayuda de una hija.
Un chorrito dorado se desprendió de la entrepierna de la liebre y él le pasó una y otra vez una mano grande y pesada por el vientre inmaculado para ayudarla:
– Está preñada -dijo-. Es un animal muy rijoso éste. Tanto le da abril como enero. No descansa.
Desde mi ventana, de madrugada, las veo guarreándose entre las teleras todos los días del año, tanto da con frío como con calor.
Salcedo trató de encauzar la conversación pero, fuera de la emoción del momento, a don Segundo no parecía importarle nada. Sin embargo, era sólo una apariencia, ya que, transcurrido un minuto, recogió el hilo que antes le había lanzado Salcedo y reanudó el coloquio como si nunca se hubiera interrumpido:
– En cuanto a eso de que yo trabaje solo en el monte no es cierto -dijo-. Dispongo de cinco pastores, dos en Wamba, otros dos en Castrodeza y uno en Ciguñuela.
Ellos atienden mis rebaños y, llegado el tiempo, nos ayudan a esquilarlos. Eso sí, a mi hija, a la Teodomira, no le echa la pata nadie. En lo que ellos pelan una oveja, ella pela dos. Yo la llamo por eso “ la Reina del Páramo”.
La llanura sin fin, apenas amueblada por cuatro carrascos y los majanos alineados como hitos, se extendía ante los ojos sorprendidos de Salcedo.
– El Páramo, por lo general, da poca yerba pero buena, aunque en ciertas zonas es un sequedal.
Ve ahí. Para roturar dos hazas ha habido que hacer antes un monumento.
Señalaba con el cayado el majano más próximo con pedruscos de hasta diez libras. Tres ovejas se desmandaron y don Segundo ordenó con un ademán a los mastines, que sesteaban a sus pies, que las reintegraran al rebaño. Don Segundo había guardado la liebre en el zurrón y Salcedo intentó de nuevo cuadrarle, hablándole de los moriscos de Segovia, pero don Segundo se desentendió del tema. Al cabo de un rato, sin embargo, afirmó que los moriscos eran gente laboriosa y sacrificada y él estaba muy satisfecho con ellos, que cobraban menos que otros porteadores y, por si fuera poco, las reatas de acémilas corrían de su cuenta. Así es que su lana estaba comprometida. Los Maluenda de Burgos, que recogían prácticamente toda la de Castilla, tendrían que quedarse sin la de Segundo Centeno. En cambio, sí le ofrecía para sus zamarros pieles de conejo, miles de pieles. Porque vuesa merced, dijo, forrará zamarros con toda clase de bichos pero al conejo lo tiene olvidado.
– Es demasiado ordinario el conejo -replicó sinceramente Salcedo-. Aquí en Castilla, tal vez por su abundancia, es poco apreciado.
Don Segundo reunió el rebaño y, con ayuda de los perros, fue entrizándolo insensiblemente hacia el monte. A uno de los mastines le llamó a voces “Lucifer”. No simpatizaba con él; le lanzaba piedras e improperios.
– Porque vuesa merced -dijo de pronto- fabrica zamarros para gentes encopetadas de ciudad, pero debería pensar un poco en los gañanes del Páramo. Para ésos ya están los corderos, dirá usted, pero es que el conejo le saldría más económico y tal vez más abrigado.
El sol se ponía en la llanura como en el mar. Se desplomaba sobre la línea del horizonte y éste empezaba a roerle por la base, en un crepúsculo incendiado, hasta terminar devorándolo. Las nubes, blancas hasta entonces, se tornaban color albaricoque al ocultarse aquél.
– Buen tiempo hará mañana, sí señor -dijo sentenciosamente don Segundo-. Vamos para casa. Es hora de recoger el ganado.
Salcedo llevaba a “Relámpago” de la brida. El espectáculo de la puesta de sol en el inmenso mar de tierra le había sobrecogido. Respecto a don Segundo Centeno no sabía a qué carta quedarse. Seguramente pertenecía a ese grupo de ganadores y labrantines guardosos que llegan a amasar una fortuna a fuerza de austeridad, de privarse incluso de lo necesario, por el inútil placer de morir ricos. Las sombras de las encinas reptaban por el suelo y, en pocos minutos, el monte entero se sumió en una silenciosa penumbra. Don Segundo se rascaba ahora la cabeza metiendo un dedo de uña negra por debajo de la carmeñola. Dijo de pronto:
– Hoy un conejo, su piel, le puede valer a vuesa merced veinte maravedíes. ¿Qué número de pieles necesita para forrar un zamarro?
¿Diez, quince? Y aunque así fuera, forrado de lana y echando por lo bajo, le costaría a usted el doble.
Cipriano Salcedo le dejaba a su aire. Para empezar no se creía que los moriscos de Segovia cargaran con los gastos de las reatas.
Y, en cambio, pensaba, don Segundo Centeno podría fácilmente terminar, sin forzar las cosas, siendo su nuevo cliente en el Páramo. La casa se divisaba ya entre las matas, y en el hueco de una ventana brillaba la luz de un candil. Se fingió interesado en las pieles de conejo:
– ¿Y cómo puede usted agarrar tantos conejos con lo que corren?
– Yo le hago una apuesta a vuesa merced -dijo jovialmente-. En una hora me comprometo a coger una docena de conejos sin moverme de un bardo. Y si me echa una mano el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, cuatro docenas. ¿Qué le parece?
– Con lazo, claro.
– Quiá, no señor. El lazo es muy tardinero. Diez hoy, quince mañana. No me vale el lazo para hacer cifra. Al conejo hay que moverlo, buscarle las vueltas.
Aquí en La Manga, hay millones de ellos. Y si dispone vuesa merced de una buena camada de hurones, en cuatro días puede armar un estropicio.
Habían llegado al calvero y don Segundo distribuyó el ganado en las teleras. En otros apriscos, de la parte de Wamba y Peñaflor, pernoctaban al aire libre los meses calurosos otros rebaños. Cumplido el encierro, los mastines se encaminaron cachazudamente al corral, en una de cuyas ventanas, sin duda la cocina, temblaba una luz. En la puerta de la fachada crecía un emparrado del que pendían racimos en agraz.
– Pase un rato vuesa merced.
El mobiliario de la casa era de una austeridad conventual. Apenas una gran mesa de pino en la sala, dos escañiles, unas butacas de mimbre, una alacena y, a los lados, los consabidos lebrillos. Pero Salcedo no tenía tiempo para sentarse. Los bogales borraban el camino y era fácil perderse: tenía que aprovechar la última luz. Volvería otro día para seguir conversando. ¿Un jueves? De acuerdo, lo haría un jueves. ¿Una merienda?
Agradecería esa atención a “ la Reina del Páramo”. Él, don Segundo, le enseñaría además cómo cazar cuarenta conejos en una hora.
Si me envía un correo a tiempo tendrá ocasión de ver al señor Avelino, el bichero de Peñaflor, metido en faena. Y a lo mejor se encapricha usted con el conejo para los zamarros y armamos una comandita, ¿no le parece?
Cipriano Salcedo se disponía a salir cuando entró en la sala “ la Reina del Páramo”, una muchacha alta, pelirroja, fuerte, vestida al uso de las campesinas de la región:
saya corta con faldilla debajo y mangas con papos a la moda antigua.
Hacía ruido al andar con las galochas que calzaba. A don Segundo Centeno se le avivó el semblante:
aquí tiene vuesa merced a mi hija Teodomira, “ la Reina del Páramo” por mejor nombre -dijo. Ella no se alteró. Saludó escuetamente. La llama de la lámpara iluminaba su rostro, un rostro excesivamente grande para el tamaño de sus facciones. Pero lo que más sorprendió a Salcedo fue la palidez de su carne, especialmente extraña en una mujer campesina; un rostro blanco, no cerúleo, sino de mármol como el de una estatua antigua. No había sombra de vello en aquella cara y las cejas eran muy finas, casi inexistentes. Con el cabello caoba, resaltaban sus pestañas sombreando unos ojos vivaces, de color miel.
La muchacha se movía airosamente a pesar de su volumen y cuando don Segundo le presentó como don Cipriano Salcedo, el señor de los zamarros, ella le felicitó diciendo que había ennoblecido una prenda desprestigiada. Entonces la miró de frente y ella le miró a su vez y, bajo su mirada intensa, dulce y afable, se enterneció. Nunca le había sucedido a Salcedo una cosa así y se sorprendió aún más porque, objetivamente, fuera de la expresión de sus ojos y de su presencia amparadora, no descubría en la muchacha especial encanto. Entonces se alegró de haber prometido volver. Y cuando la muchacha le tendió la mano para despedirse y él la estrechó, notó que también su mano era blanca y dura como el mármol.
Pero el señor Centeno repitió que a lo mejor se encaprichaba con los conejos y fundaban entre los dos una comandita. Cipriano Salcedo, para entonces, ya se había encaramado sobre “Relámpago” y, después de rodear el pozo y los abrevaderos al trote corto, se perdió entre las sombras del sardón agitando la mano izquierda en señal de despedida.
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El jueves siguiente Cipriano Salcedo se presentó en el monte de La Manga a las cuatro de la tarde, aunque don Segundo le había advertido que esa hora no era la más adecuada para cazar conejos. Y allí encontró a padre e hija junto al pozo, gozando del sol vespertino, acompañados por un individuo chaparro, de rostro atezado, con jubón a listas, zaragüelles y botas de campo, que don Segundo le presentó como el señor Avelino, el bichero de Peñaflor. Don Segundo vestía su atuendo habitual, coleto corto, calzas abotonadas y carmeñola a la cabeza. La muchacha, en cambio, aunque se tratara de una excursión campestre, se había arreglado para el evento, lo que satisfizo a Cipriano porque mujer vestida, mujer interesada, se dijo.
Estaba tan habituado a pasar inadvertido que aquel detalle le conmovió. Con todo se reafirmó en la idea de que “ la Reina del Páramo” resultaba excesiva mujer para ser bella, pero tan pronto se apeó del caballo y ella le tendió la mano, él quedó preso de su hechizo, de sus ojos melosos, calientes y protectores, sensación que no le abandonó en toda la tarde.
Luego, junto al bardo, viendo actuar al bichero, de rodillas como estaba, apenas divisaba los finos botines de tafilete rojo de la muchacha cuya presencia le arropaba.
Su padre iba y venía, trajinaba inútilmente, hacía observaciones obvias al bichero y éste, fingiendo atender sus indicaciones, iba colocando capillos sobre las huras y, de vez en cuando, golpeaba con los nudillos la vieja caja de madera donde se oía rebullir algo vivo, como reprendiendo a alguien:
– ¡Quietos, a dormir! -decía.
– P… pero, ¿qué lleva ahí?
– Los bichos, claro.
– ¿Qué bichos si no es mala pregunta?
– Los hurones. ¿Qué bichos quería vuesa merced que llevara?
Tenían un agudo hociquillo de rata y eran largos y delgados como culebras peludas. El señor Avelino se movía diligentemente y trataba a los hurones con deferencia, les dedicaba palabras dulces y afectuosas y, de cuando en cuando, escupía en la palma de la mano y dejaba que el bicho sorbiera la saliva con deleite. Y, cuando más de la mitad de las huras del bardo estuvieron cubiertas por los capillos, el señor Avelino introdujo dos hurones en dos bocas distantes entre sí y quedó un rato relajado, a la expectativa. Se produjo un tamborileo sordo, subterráneo, bajo el vivar:
– ¿Los oye vuesa merced? Hay barullo dentro.
– ¿Barullo?
– El bicho ya anda tras los conejos. Los achucha. ¿No los oye? A la postre no les quedará otro remedio que salir.
Apenas había acabado de hablar cuando saltó un capillo con un conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido de satisfacción.
– Ya empezó la zarabanda -dijo.
Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la mano izquierda y con el canto de la derecha le propinó un golpe seco en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. El ruido de carreras se acentuaba en el subsuelo.
– Ojo. Hay conejos a carretadas -advirtió el señor Avelino.
Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar por todas partes. Don Segundo y su hija desenredaban los animales de las mallas y volvían a cubrir las huras. El ganadero se sentía un poco protagonista de la exhibición.
– ¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?
Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad con que se producía.
– ¿No siente usted pena por ellos?
Su mirada, tibia y compasiva, desvanecía cualquier sospecha de crueldad:
– Pena ¿por qué? Yo amo a los animales -sonreía.
Cazaron seis bardos y, de regreso, recogieron los sacos con el botín: noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:
– Diez zamarros podría forrar vuesa merced de este envite.
Treinta vellones no le harían mejor servicio.
Luego, después de la merienda, cuando Salcedo mecía a “ la Reina del Páramo” en un columpio entre dos encinas, al costado de la casa, ella retozaba de risa y le rogaba que la impulsara más despacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el vigor de sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno de aquellos envites, su mano resbaló de la tabla donde ella se sentaba y rozó sus nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su tamaño y palidez, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía desconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén del columpio se hizo más remiso. Entonces ella le habló con elogio de las ropillas aforradas y le confesó que había visitado varias veces la tienda de la Corredera de San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la rentabilidad del negocio pero jamás se vanaglorió de su idea que se le antojaba de una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas, incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el moderado balanceo del columpio, proseguía su retahíla: le agradaba, más que ninguno, el zamarro de piel de nutria pero no comprendía cómo se podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío sacrificio de los conejos, mas la chica argumentó que había que distinguir entre los animales que servían al hombre para alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles para abrigarse no merecían el mismo trato y ella arguyó que el hecho de matar por medio de asalariados, como él hacía, era aún más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consideraba peor al inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un pueril regodeo con aquellas discusiones. Se dio cuenta que desde el colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas, que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria, mencionó al caballo y al perro, pero ella desechó sus preferencias: el perro era incapaz de amar, era egoísta y adulador; en cuanto al caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba lejos de despertar afecto.
Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro de piel de nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que de nuevo había cambiado de indumentaria, agradeció el detalle. Luego dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron de las cortas periódicas de los carboneros que a su padre le dejaban tanto dinero como las ovejas. “ La Reina del Páramo” montaba a mujeriegas un feo caballo pío, “Obstinado”, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia de Andalucía y ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.
Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena del columpio, el recuerdo del contacto furtivo con el cuerpo de la muchacha le excitaban. Al día siguiente del hecho, apenas amaneció Dios, había corrido en busca del padre Esteban, al que había escogido, un tanto a ciegas, como confesor tras la triste separación de Minervina, hacía más de quince años:
– P… padre, he tocado el cuerpo de una mujer y he sentido placer.
– ¿Cuántas veces, hijo, cuántas veces?
– Una sola vez, padre, pero no sé si hubo voluntad por mi parte.
– ¿Es que no sabes siquiera si obraste deliberadamente o no?
– Fue una cuestión de segundos, padre. Yo le daba impulso en un columpio y mi mano resbaló o yo hice que resbalase. No salgo de mi duda. Ése es el problema.
– ¿En un columpio? ¿Quieres decir, hijo, que la tocaste las posaderas?
– Sí, padre, exactamente las posaderas. Así fue.
En rigor su actitud no era nueva. El desahogo económico no había hecho sino exacervar la desconfianza en sí mismo. A pesar de los años transcurridos, seguía siendo el hombre roído por los escrúpulos y cuanto más acentuaba su vida de piedad más se recrudecían aquéllos.
Había días de precepto que asistía a tres misas consecutivas agobiado por la sensación de haber estado distraído en las anteriores. Y, en una ocasión, abordó a un hombre maduro que había entrado en la iglesia después de la Elevación y le hizo ver la inutilidad de su acto. Procuró advertirle con tiento para no herirlo, pero el hombre se alborotó, que quién era él para dirigir su conciencia, que no admitía intromisiones de petimetres insolentes. Entonces Cipriano Salcedo le pidió perdón, reconoció que, de no haber intervenido, se hubiera sentido responsable de su pecado y que su advertencia, aparentemente impertinente, venía inspirada en el deseo de salvar su alma. Fuera de sí, el aludido le agarró por el jubón y le zamarreó y, en el momento cumbre de su irritación, blasfemó contra Dios. Cipriano había acudido al padre Esteban desolado:
– Padre, me acuso de que un hombre ha blasfemado por mi culpa.
El cura le escuchó con atención y le hizo ver los límites del apostolado, el respeto a la conciencia ajena, pero él observó que en el colegio había aprendido que no sólo debemos esforzarnos por salvarnos a nosotros mismos, un acto egoísta al fin y al cabo, sino por ayudar a salvarse a los demás. El padre Esteban únicamente le advirtió que era cristiano amar al prójimo pero no humillarle ni agredirle.
También el negocio de los zamarros fue ocasión de problemas de conciencia para Salcedo. En estas cuestiones de equidad solía buscar el asesoramiento de don Ignacio, su tío y tutor, hombre religioso, de buen criterio. La cláusula de dar preferencia a las viudas en la elección de costureras para el taller venía dictada por el hecho de que las viudas elevaban el índice de pobreza de la villa y mucha gente se aprovechaba de ello para explotarlas. Cipriano no hacía más que darle vueltas a la cabeza. Así un día se levantaba de la cama con la obsesión de que había que subir el precio de los pellejos a los tramperos o el salario de los curtidores. Su tío hacía números, sumaba, restaba y dividía, para llegar a la conclusión de que, dados los precios del mercado en la región, estaban bien pagados. Mas Cipriano no transigía, él ganaba cien veces más que sus operarios y con la mitad de esfuerzo. Su tío procuraba calmarle haciéndole ver que él exponía y ellos no, que lo suyo era en definitiva la remuneración del riesgo. Llegados a este extremo, Cipriano acallaba los reproches de su conciencia dando pingües limosnas al Colegio de los Doctrinos, que acababa de instalarse en la villa, a instituciones piadosas o, sencillamente, a los pobres, lisiados o bubosos, que paseaban sus miserias por las calles de la ciudad.
Sin embargo, Cipriano Salcedo siempre aspiraba a un perfeccionamiento moral. Recordaba el colegio con nostalgia. Le dio por las homilías y sermones. Buscaba en ellos preferentemente el fondo de los temas pero también la forma.
Hubiera pagado una buena suma por una bella exposición de un problema religioso importante. Pero, cosa curiosa, Salcedo procuraba rehuir las pláticas conventuales. Sus preferencias iban por los curas seculares, no por los frailes. En esta nueva búsqueda influyó de manera determinante el jefe de su sastrería, Fermín Gutiérrez que, en concepto de Dionisio Manrique, era un meapilas. Pero el sastre distinguía a los oradores cautos de los ardientes, a los modernos de los tradicionales. Así se enteró Salcedo de la existencia del doctor Cazalla, un hombre de palabra tan atinada que el Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No obstante, Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa provocó un verdadero tumulto. Hablaba los viernes, en la iglesia de Santiago llena a rebosar, y era un hombre místico, sensitivo, físicamente frágil. De flaca constitución, atormentado, tenía momentos de auténtico éxtasis, seguidos de reacciones emocionales, un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta desazón. Analizaba su alma pero no hallaba la causa de su inquietud. En general, seguía las homilías de Cazalla, medidas de entonación, breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba una idea, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la esencia de sus sermones la causa de su desasosiego. Ésta no estaba en lo que decía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su primera homilía sobre la redención de Cristo, sus hábiles juegos de palabras, el subrayado de un Dios muriendo por el hombre, como clave de nuestra salvación.
De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros rezos, si olvidábamos lo fundamental: los méritos de la Pasión de Cristo.
Lo evocaba, en lo alto del púlpito, los brazos en cruz, tras un silencio teatral, recabando la atención del auditorio.
La gente abandonaba el templo comentando las palabras del Doctor, sus ademanes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo erasmista de sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo que le inquietaba. En una de sus visitas periódicas a su tío Ignacio le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le admiraba. Había nacido a principios de siglo, en Valladolid, hijo de un contador real y de doña Leonor de Vivero, en cuya casa, viuda ya, vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho aprovechamiento, en el Colegio de San Pablo, con don Bartolomé de Carranza, su confesor. Más tarde se graduó de maestro el mismo día que el famoso jesuita Diego Laínez.
Diez años después, el Emperador, seducido por su oratoria, le nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por Alemania y Flandes y ahora acababa de instalarse en Valladolid, después de pasar unos meses en Salamanca.
Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.
– ¿Fatuo Cazalla? -inquirió Cipriano perplejo.
– ¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre de grandes palabras y pequeñas ideas. Una mezcla peligrosa.
La opinión de su tío no le satisfizo. Le había sorprendido que, tras la exposición objetiva de su vida, don Ignacio hubiera rematado la semblanza con aquellas palabras despectivas: “empinado” y “fatuo”.
¿Cómo podía serlo aquella personilla oscura, delicada, que parecía ofrecerse en holocausto cada vez que subía al púlpito? Se lo dijo a su tío tras una pausa.
– No me refería a las apariencias -replicó éste-. Una cabeza organizada en una naturaleza flaca, eso es lo que me parece el doctor Cazalla. Tengo para mí que el Doctor esperaba del Emperador una distinción honorífica que nunca ha llegado. He ahí la causa de su despecho.
Cipriano Salcedo se confió:
– Disfruto escuchándole -dijo- pero, al cabo de un tiempo, sus palabras me dejan un regusto áspero, como de ceniza.
Don Ignacio miraba a su sobrino con aire dominante:
– ¿No será que plantea problemas que no resuelve?
Esta frase de su tío, formulada como al desgaire, le produjo mucho efecto. Éste era el doctor Cazalla. Su aproximación cautelosa a los grandes problemas despertaba la atención del auditorio, pero el orador, en palabras cada vez más próximas al meollo del asunto, no terminaba de afrontarlos. Dejaba las soluciones en el tintero. Quizá lo hacía adrede o le faltaba convicción.
En su siguiente viaje a La Manga habló con Teodomira y su padre sobre el nuevo predicador.
Teodomira no había oído hablar de él y don Segundo desconfiaba de las nuevas voces. El mundo, para él, estaba lleno de salvadores que, en el fondo, eran unos consumados herejes. La gente, especialmente los frailes, se erigían en teólogos, pero eran teólogos de pacotilla, sin ninguna preparación. Cipriano le hizo ver que Cazalla no era fraile, incluso que evitaba los conventos para exponer su doctrina, pero don Segundo le advirtió que eso no constituía ninguna garantía, que seguramente no pasaba de ser una táctica. Salcedo le miraba, miraba su cachucha que no se sacaba de la cabeza ni en el interior de la casa, los bordes sudados, de un color marrón desvaído, y no veía en él a un serio antagonista de Cazalla. El señor Centeno era un ser primario y, como toda persona elemental, dispuesto a juzgar sin conocimiento. Pero, pese a todo, ahora que habían empezado los fríos y las lluvias, Cipriano se encontraba a gusto en el salón de la casa de adobe, con el fuego crepitando en la chimenea, sentado en la dura tabla del escañil. “ La Reina del Páramo” se sentaba todos los días en la misma silla de mimbre.
Y él veía en ella, siempre una labor entre manos, una mujer hogareña, equilibrada y de buen juicio.
Los días de precepto montaba a “Obstinado” y marchaba a Peñaflor a misa de once. Entre semana no tenía ocasión de fomentar su vida de piedad pero rezaba a Nuestro Señor al acostarse y levantarse.
Cipriano la escuchaba con agrado.
Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior. Aquella muchacha, sobrada de peso, era la encarnación de la serenidad. Y su voz, de inflexiones acariciadoras, le producía una sensación de inmunidad como no había conocido hasta entonces. Pero lo que sorprendió más a Cipriano fue el descubrimiento de Teodomira como hembra, el hecho de que la muchacha, al tiempo que sosiego, le produjera una viva excitación sexual. La tarde del columpio y su confesión inmediata revelaban que el placer que había sentido al tocar sus nalgas lo consideraba un placer prohibido. El recuerdo de este hecho le indujo a estimar su volumen desde otro punto de vista. Recordaba su breve aventura con Minervina, la analizaba, y concluía que aquello había sido una reminiscencia de infancia. Minervina no le había dado el ser pero le había criado y él, instintivamente, había visto en ella la razón de su vida y a esa razón se había abrazado al volver a verla. No había habido otra cosa.
Sin embargo ahora se daba cuenta de que aquella criatura demasiado leve no era precisamente lo que un hombre precisaba, que la pasión carnal requería obviamente carne como primer ingrediente. De ahí que la paz interior, la calma que “ la Reina del Páramo” le imbuía se viese acompañada, a veces, de una lascivia reprimida, un ardiente deseo que cada vez le asaltaba con mayor exigencia. Esta mezcla de paz, seguridad y deseo empujaban a Cipriano Salcedo cada vez más frecuentemente al monte de La Manga. La familiaridad de “Relámpago” con el camino le llevaba a desplazarse en poco más de una hora. Y aquel invierno frío y lluvioso no amilanaba a Salcedo. Sus calzas de piel y su zamarro forrado de nutria, como el que regaló a Teodomira, le ponían a cubierto de cualquier veleidad climática. Luego pasaban la tarde en la casa o salían de paseo a ver volar los bandos de palomas torcaces o las becadas, recién llegadas del norte.
Mientras, las dos chicas de Peñaflor preparaban la merienda para las seis. Ordinariamente, don Segundo no aparecía por la casa hasta esa hora, después de encerrar a las ovejas en los establos. Entonces, el señor Centeno terciaba en la conversación, contaba las peripecias del día y volvía una y otra vez a su vieja obsesión: el zamarro de piel de conejo. Cipriano le llevaba la corriente y, a su vez, le insinuaba la posibilidad de hacerse cargo del transporte de sus vellones desplazando a los moriscos de Segovia. Una cosa por la otra, condicionaba. Don Segundo se rascaba dubitativo la cabeza, pero su ilusión por entrar en el negocio de los zamarros terminó por imponerse:
– Está bien -le dijo una tarde-, yo le cedo el transporte y la venta de mis vellones y vuesa merced firma conmigo una comandita para explotar el conejo para zamarros y ropillas aforradas. Va en interés de los dos.
– De acuerdo -respondió Salcedo.
Y en el acto firmaron el trato, según el cual don Segundo Centeno, nacido en Sevilla y residente en Peñaflor de Hornija, cedía el transporte y venta de los vellones de diez mil ovejas, de su propiedad, a don Cipriano Salcedo, doctor en Leyes y terrateniente en Valladolid, y, al propio tiempo, ambos acordaban explotar las pieles de tres mil conejos procedentes del monte de La Manga, que don Segundo se comprometía a suministrar anualmente a don Cipriano para su utilización en el negocio de zamarros y ropillas aforradas de acuerdo con los precios del mercado.
Después de firmar, don Segundo puso sobre la mesa una jarra de vino de Cigales y los tres brindaron por el buen éxito de la empresa. Esa noche, Cipriano Salcedo cenó en La Manga y pernoctó en Villanubla, en la fonda de Florencio. La noticia de la compra de conejos sorprendió a Estacio del Valle, quien le hizo ver que el zamarro forrado de piel de conejo no constituía ninguna novedad. En Segovia los fabricaban los moriscos y, en el Páramo, los utilizaban los pastores y labrantines desde tiempo inmemorial. Salcedo, que no había firmado los tratos pensando en incrementar su fortuna, replicó que eso no importaba, que el negocio consistía en hacerlo mejor y más barato que la competencia y ganarle por la mano. Cipriano se acostó con la sensación adventicia de que la firma de los contratos le otorgaba algún derecho sobre Teodomira. Y cuando “Relámpago” le trasladó al monte a la mañana siguiente y se vio a solas con la muchacha encarando el fuego del hogar, la atrajo hacia sí y la besó en la boca. Tenía unos labios gruesos, duros y absorbentes y Cipriano se sintió sumergido en un indecible mar de placer, pero, cuando pensaba que aquello no tenía más que una salida lógica, Teodomira se levantó enojada del escañil y manifestó que ella también estaba enamorada de él, le quería, pero que cada cosa a su tiempo y que lo primero de todo era que su tutor visitara a su padre, hablaran y acordaran las capitulaciones y, si se terciaba, llegar al matrimonio.
Cipriano conservaba en la punta de los dedos la sensación de firmeza de sus pechos, no inferior a la de sus nalgas, y, entonces, aceptó sus condiciones. Carecía de experiencia amorosa y se rindió. Se dio cuenta de que el acceso a “ la Reina del Páramo” era un proceso paulatino que exigía una serie de requisitos previos.
Esa misma tarde visitó a sus tíos y les anunció su propósito de contraer matrimonio. La tía Gabriela se mostró interesada en el tema:
– ¿Puede saberse quién es la afortunada?
Cipriano vaciló. No sabía por dónde empezar. Advirtió que se había presentado ante sus tíos precipitadamente, sin preparar su discurso.
– U… una chica del Páramo -dijo al fin-. Vive en el monte de La Manga, en Peñaflor. Su padre es perulero.
– ¿En el Páramo? ¿Un perulero? -La tía arrugaba la nariz.
Pensó él que quizá sus palabras serían más eficaces si fingía compartir su extrañeza, si desde el principio exponía la realidad tal como era, incluso caricaturizándola:
– Es perulero -añadió- y no se quita la cachucha de la cabeza ni para dormir. Es hombre rústico pero con posibles. En realidad él no sabe nada de lo nuestro, pero me estima. Ayer firmamos un trato para fabricar zamarros aforrados de piel de conejo, que es lo que perseguía.
La tía Gabriela le miraba como a un bicho raro, como si estuviera bromeando, mientras el tío Ignacio le escuchaba sin osar intervenir. Tal vez necesitaba más datos para emitir un juicio. Añadió Cipriano:
– Ella no tiene formación alguna. El único oficio que conoce es el de esquiladora. Lo hace más rápidamente que los pastores y ellos la distinguen por el apodo de “ la Reina del Páramo”. A lo largo de su vida ha esquilado millares de ovejas sin rasgar un solo vellón.
Era el suyo un lenguaje abstruso para su tía que le miraba cada vez más perpleja. El tío Ignacio esbozó una sonrisa:
– Y ¿qué piensa hacer el bueno del perulero si tú le quitas la esquiladora? -apuntó con innegable lógica.
– Bueno, eso es cuenta suya.
Él habrá hecho sus cálculos, supongo, pero por casar a su hija es posible que diera toda su fortuna.
Yo, por mi parte, estoy enamorado.
No sé bien qué significa esta palabra pero creo estar enamorado puesto que a su lado encuentro al mismo tiempo sosiego y excitación.
El tío Ignacio carraspeó:
– Casarse es quizá el paso más importante en la vida de un hombre, Cipriano. Y el amor algo más que sosiego y excitación.
Se hizo un silencio. Cipriano parecía reflexionar. Al cabo precisó un extremo importante:
– Él es perulero y, como buen perulero, ahorrador y tacaño. Viste de harapos y mata las liebres a garrotazos para poder comer carne al día siguiente. De ordinario almuerza olla y cena berza. Pero ella no es perulera. Y cuando su padre marchó a las Indias, hace diez años, se quedó a vivir con una tía en Sevilla. Es una muchacha educada, lo único que me detiene es su tamaño, tal vez desproporcionado para mí.
Ahora era doña Gabriela la que no quería hablar; no podía hacerlo sin herirle. El oidor volvió a carraspear; sentía compasión de su sobrino:
– ¿No oíste nunca hablar de la atracción de los contrarios?
– No -confesó Cipriano.
– A veces uno se enamora de lo que no tiene y a su pareja le ocurre otro tanto. El hombre pequeño casado con mujer grande es un ejemplo de libro. Hay factores psicológicos que lo justifican.
Cipriano se interesó:
– Y en mi caso ¿cuál puede ser?
El tío Ignacio estaba lanzado:
– En tu caso, puedes haber visto en ella a la madre que no llegaste a conocer.
– Y ¿tiene que ser necesariamente grande?
– Es un nuevo dato, Cipriano.
En la madre, el niño busca amparo, y es difícil que lo encuentre en otra persona físicamente más débil que él. Esa muchacha puede muy bien significar para ti el escudo protector que no tuviste en la infancia.
– Pero ella dice que me quiere.
¿Qué puede moverle a ella?
– La mutua atracción hombre pequeño-mujer grande es un hecho estudiado, no es ninguna novedad.
Lo mismo que tú buscas en ella protección, ella busca en ti alguien a quien proteger. Opera en la mujer el instinto maternal. El instinto maternal no es más que eso, intentar ayudar a un ser más desvalido que ellas.
Doña Gabriela, que iba poco a poco digiriendo la desagradable novedad, no pudo contenerse:
– Pero, querido, ¿es tanta la diferencia?
– Demasiada, tía. Digamos ciento sesenta libras contra mis ciento siete.
Se hundía en un mar proceloso.
Hablar era lo único que la sostenía:
– Y ¿cómo es, Cipriano?, ¿es hermosa?
– Yo no emplearía esa palabra aunque quizá lo sea. Su tez es blanca y su rostro demasiado grande para sus discretas facciones.
Únicamente su mirada es especial, tierna, incitante. Unos ojos color miel que cambian de matices con la luz. Unos ojos bellísimos. Luego están su boca montaraz y la calidad de su carne; su tamaño y su blancura te inducirán a pensar en una mujer blanda cuando es todo lo contrario.
Cipriano se sofocó. De improviso se dio cuenta de que sus palabras habían ido demasiado lejos, venían a desvelar un conocimiento prematuro de su novia. Pensó que su tía iba a decirle algo al respecto pero su tía pensó lo que él pensaba y se desvió hábilmente por otro registro:
– ¿Cómo se llama?
– Teodomira -dijo él.
– ¡Dios mío! Es horrible -doña Gabriela no se pudo contener y se llevó sus cuidadas manos a los ojos. Terció el tío Ignacio:
– Esos detalles carecen de importancia.
La tía sonrió como si se excusase:
– Podemos llamarla Teo -dijo-.
Eso no compromete a nada.
Prosiguió la conversación en una atmósfera tirante, donde ninguna de las partes se plegaba. Pero el sentido común de Ignacio Salcedo se fue imponiendo. Lo fundamental era estar seguro de su enamoramiento. En consecuencia, lo prudente sería esperar un par de meses antes de tomar una determinación.
El 17 de febrero, un día abierto y azul, de primavera anticipada, se cumplió el plazo. Vicente, el criado, limpió y preparó el coche la víspera para trasladar a La Manga a su amo con el tío Ignacio. Doña Gabriela prefirió no asistir. No teniendo Teo madre, le parecía improcedente su presencia. En realidad le asustaba. Cipriano, con traje de brocado y seda de ricos bordados y una presea pinjante en la pechera del jubón, pasó por la casa de su tío a recogerle. El oidor de la Chancillería, con mangas folladas y jubón de raso carmesí, parecía arrancado de un cuadro, lo que indujo a Cipriano a pensar en los atuendos que encontraría en La Manga. Después de orillar los bogales del camino, conforme a su experiencia, el carruaje se detuvo ante la puerta de la parra junto al pozo. No había nadie en los alrededores. Hasta los perros y los gansos habían sido recogidos y Cipriano no reconoció a Octavia, la criada de Peñaflor, con toca y saya, cuando le abrió la puerta. En el salón, sentado junto al fuego, en una butaca de mimbre, como en un trono, esperaba don Segundo Centeno. Se había arreglado pelo y barba y había sustituido la carmeñola por una media gorra azul fuerte. Cipriano respiró hondo al advertir el cambio desde la puerta.
Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un golpe de sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto de moda en España seis lustros atrás.
Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia prosiguió con la aparición de Teodomira con un atuendo no menos impropio: una saya negra de cola corta, que trataba de escamotear su cuerpo, con un manto de burato de seda. Su físico resultaba un poco excesivo en todo caso. El propio tío Ignacio, de estatura media, era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso de todo eran aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos, moviéndose en la modesta sala, con fuego de leña, como en un escenario teatral.
Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le habló después de los tratos firmados con su sobrino que esperaba “redundaran” en beneficio mutuo.
Más tarde abordó el tema de la vida en el campo de cuyas ventajas hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que don Ignacio fuese oidor de la Chancillería y ambos acordaron firmar las capitulaciones matrimoniales después del almuerzo, en ausencia de los interesados.
Al sentarse a la mesa, la fuerza de la costumbre se impuso a la urbanidad y don Segundo Centeno despachó la empanada de cordero y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la quitó al advertir los escandalizados aspavientos de su hija al servir Octavia los entremeses fritos.
Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un “salud” de alivio y un refrán que venía a exaltar una vez más las virtudes del campo sobre la ciudad y la excelencia de su comida.
– En las casas de postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho boato y poca tajada en el plato.
Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un tratamiento más ceremonioso aún:
”señor oidor” o “don Salcedo”, le llamaba. Daba la impresión de haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la muchacha aunque tuviera que desprenderse de su cachucha. Por su parte, el oidor, abrumado por la elementalidad del ganadero, deseaba dar la puntilla a una reunión que, desde su llegada, le había resultado incómoda. De acuerdo con sus deseos las capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno dotaría a su hija Teodomira con la friolera de mil ducados y don Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto de arras, la cantidad de quinientos.
A partir de este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada vez que abría la boca. Daba la impresión de que la cifra anunciada por la “compra” de su hija le había sorprendido favorablemente. Otro tanto le había acontecido al oidor con la de la dote. Don Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó, como algo que no admitía vuelta de hoja, que la boda se celebraría en la iglesia parroquial de Peñaflor de Hornija, si “don Salcedo” no tenía nada que oponer, el 5 de junio a las nueve de la mañana. Y el “banquete”, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto familiar, en el patio delantero de su casa de labranza, junto a las teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento, pero, una vez en el coche, camino de Villanubla, entre dos luces, intentó hacer ver a su sobrino la disparidad de las partes:
– Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se deja la barba o no se afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.
Cipriano rompió a reír. El clarete de Cigales había hecho su efecto y la reacción de su tío le divertía:
– H… hoy estaba hecho un figurín -dijo-. Me gustan sus calzas de lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día de la boda.
El tono irónico de su sobrino le desarmó. Había subido al coche con la esperanza de hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En un último esfuerzo desesperado, el oidor le preguntó si aquella atracción que decía sentir hacia la hija de “el Perulero” no sería un simple “mal de amores”:
– ¿Mal de amores? Y ¿eso qué es?
– Un deseo carnal que se impone a todo razonamiento -declaró el oidor.
– Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?
La línea del Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se agigantaban las encinas del trayecto.
– No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te medique sino simplemente para mantener con él una conversación.
Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la rodilla de su tío.
– Por ese lado puede vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo, no padezco “mal de amores” y voy a casarme.
El día 5 de junio, en la iglesia de Peñaflor, adornada con flores silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir doña Gabriela, aquejada de repentina indisposición, pero sí don Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, Martín Martín y los pastores de don Segundo en Wamba, Castrodeza y Ciguñuela. El banquete nupcial, en el patio de la casa grande, resultó muy animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un nervioso zapateado.
De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados. Teodomira se empeñaba en bajar a “Obstinado”, su caballo pío, a Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco tan innoble en la Corte.
” La Reina del Páramo” le replicó fuera de sí que si “Obstinado” no bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el casamiento. Aún trató de resistirse Cipriano pero, en vista de la intransigencia de su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado, bajó montando a “Obstinado” y ellos dos en el coche, a la rueda del de don Ignacio.
Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba para la que venía preparándose durante los dos últimos meses.
Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa, empujó con el pie la puerta del dormitorio, avanzó con ella hasta el lecho nupcial y la depositó suavemente sobre el gran colchón de lana de La Manga que “el Perulero” les había regalado. Teodomira le miraba con sus redondos ojos de asombro:
– Tú das el pego, chiquillo.
¿Es posible saber de dónde sacas esas fuerzas? -preguntó.
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Los primeros meses de matrimonio fueron gozosos y apacibles para Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse Teo, desayunaba en la cama a las diez de la mañana, se arreglaba y bajaba un rato a la tienda. Algunas tardes daba un paseo con “Obstinado” hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a ver a su padre. Cipriano, consciente de que el penco de su esposa no era de recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, de hermosa presencia, que la hija de “el Perulero” rechazó toda alborotada, alegando que prefería su caballo de toda la vida que aquel pura sangre lleno de pretensiones. “ La Reina del Páramo” tenía esos prontos.
Era de buen conformar pero, de improviso, por cualquier nadería, le agarraba como una sofocación y, entonces, desvariaba, gritaba y se volvía irascible y agresiva. Él le echaba en cara que únicamente le movía el afán de llevar la contraria y ella que Cipriano se avergonzaba del paso que había dado, pero que, al tomarla por esposa, debía aceptarla con todas las consecuencias. De nuevo Cipriano tuvo que transigir y, en lo sucesivo, cada vez que salían de paseo a caballo, lo hacían por trayectos diferentes y, si se trataba de visitar a don Segundo, Teo le esperaba con su caballo manchado en la ribera opuesta del Puente Mayor, donde se reunían. Bastaron unas semanas para que Cipriano advirtiera una cosa importante: había ordenado su vida al margen de la indolencia de Teo y de los accesos de humor colérico que empezaba a observar en su conducta. Mas como los viajes a La Manga no eran frecuentes, Cipriano pudo dedicar las mañanas al almacén y las tardes al taller, mientras en casa ocupaba el tiempo libre en contestar el correo y la lectura. Apenas lo había hecho a raíz de abandonar el colegio, cuando tropezó con la gran biblioteca de su tío, pero ahora, ya instalado en el hogar, había vuelto a la vieja costumbre. Después del viaje nupcial por Ávila y Segovia, ciudades que Teo desconocía, a Cipriano empezó a urgirle la visita a Pedrosa por donde hacía dos años que no pisaba. Martín Martín apenas le había facilitado algunas novedades en Peñaflor, el día de la boda, tal que don Domingo, el viejo párroco que le ayudara a conseguir el título de hidalgo, había fallecido y que los pagos del arroyo de Villavendimio, que había incorporado a su finca para reforzar la solicitud, daban más cardos que uvas. Al parecer la cosecha presente entraba en los niveles de normalidad pero, así y todo, las rentas de los dos últimos años no había sido fácil cobrarlas. Y, guiado por la máxima de que el ojo del amo engorda al caballo, Cipriano había decidido visitar Pedrosa con asiduidad.
En el aspecto sexual, su matrimonio funcionaba. La evidente pereza de Teo no le afectaba. Nunca trató de comprar una criada ya que Crisanta y Jacoba se bastaban para atender el cuerpo de casa y Fidela cumplía con su obligación en la cocina. Teo había llegado, pues, a la Corredera de San Pablo 5 como una señora. Otra cosa era que su vida conyugal se mantuviera alejada de la impaciencia y el rijo propios de los nuevos esposos. Al decir de Crisanta, la doncella, daba la impresión de que el amo y la señora Teo llevaban doce años casados. Pero esto, que era cierto de puertas afuera, de puertas adentro no se ajustaba a la verdad. Cipriano, al tiempo que el amor carnal, iba descubriendo en Teo sorprendentes peculiaridades, como la absoluta falta de vello de su cuerpo. Las carnes blancas, prietas y apetecibles de su esposa eran totalmente lampiñas y el pelo no aparecía ni en aquellas zonas que parecían exigirlo: las axilas y el pubis. La primera vez que la vio desnuda a duras penas pudo dominar su perplejidad, pero este hecho que, en principio, le sorprendió se fue convirtiendo con el tiempo en un nuevo aliciente. Poseer a Teo, se decía, era como poseer a una Venus de mármol llena de agua caliente. Porque Teo podía ser blanca y robusta pero no fría. En sus juegos lascivos él la llamaba “Mi Estatua Apasionada”, sobrenombre que a ella no parecía incomodarla. En cualquier caso, Teo se comportaba como una hembra cálida, experta, poco melindrosa.
Sus ágiles manos de esquiladora jugaban un papel importante en el amor. Desde el primer día aprendió a buscarle a oscuras “la cosita” y, cuando la encontraba, prorrumpía en grititos de admiración y entusiasmo. De esta manera, como no podía ser menos, “la cosita” se erigió en eje de la vida íntima del matrimonio. Pero una vez hallada, Cipriano asumía la parte activa de la conquista, forcejeaba por encaramarse a ella, casi inabordable, y, ya en lo alto, retozaba, perdido en la generosa orografía de Teo tan dura y maciza como había colegido tras los furtivos contactos del noviazgo. Teo se transformaba de pronto en el “Obstinado” y él, gustosamente, lo cabalgaba. Pero a su cuerpo le faltaba piel, superficie para poseerla íntegramente y, en su defecto, también sus pequeñas manos debían entrar en acción.
Ella le sentía sobre sí como un fruitivo parásito, le recibía gozosa y, en el momento culminante de la posesión, se atragantaba en un risoteo descarado y salaz que desconcertó a Cipriano el primer día pero que llegó a constituir, con el tiempo, la apoteosis de la fiesta carnal. Era el acompañamiento sonoro de su orgasmo.
Hacer gozar a una mujer tan grande halagaba la vanidad del pequeño Cipriano. Y cuando ella, momentos antes del risoteo, exclamaba en pleno paroxismo: ¡arremetes como un toro, chiquillo!, él, que por razones obvias había detestado siempre los diminutivos, aceptaba el cálido “chiquillo” como un homenaje a la agresividad del macho. Mas no faltaban noches en las que Teo fatigada o desganada, permanecía pasiva en la cama, no hacía por “la cosita”, y entonces Cipriano aguardaba expectante, pero la búsqueda no llegaba a producirse, con lo que se veía obligado a tomar la iniciativa en frío y, tras unos minutos de impaciente espera, empezaba a gatear por el costado de su esposa a la conquista de las protuberancias protectoras. Ella fingía soportar su asedio pero, cuando le notaba encaramado sobre ella, susurraba incitante:
– ¿Qué buscas, mi amor?
La pregunta era la señal para que el consabido juego de cada noche comenzase, bien que por otro punto distinto. En cualquier caso, tras los reiterados actos de amor, Teo quedaba desfallecida, el brazo izquierdo abandonado sobre la almohada, separado del cuerpo, y Cipriano, anheloso siempre de un hueco protector, acabó acostumbrándose a recostar su pequeña cabeza en la axila cálida y pelona de Teo y, en este seguro refugio, a quedarse dormido.
En aquellos bochornosos días del primer verano de casados, Cipriano hizo otro sorprendente descubrimiento: Teo no sudaba. Pasaba calor, se sofocaba, se cansaba, pero sus poros no se abrían. Ante un fenómeno tan inexplicable, la actitud de Cipriano se hizo aún más reverencial. Su viva aversión hacia las axilas sudadas, hacia la sobaquina, no rezaba con su esposa.
Ni en el caluroso viaje de novios, en las recalentadas pensiones, ni en sus paseos por las viejas ciudades Teo sudaba, en tanto la reducida anatomía de Cipriano, con escasas grasas que quemar, se derretía como la manteca bajo las altas temperaturas. En principio él atribuyó la anomalía a algún motivo adventicio, pero Teo le sacó de dudas:
– Ni después de pelar al sol cien corderos me ha caído de la frente una gota de sudor.
Fue otra novedad que avivó la sexualidad de Salcedo. Él buscaba una razón para explicarla y, finalmente, creyó haberla encontrado: la ausencia de sudor y de vello eran manifestaciones de un mismo fenómeno. Las carnes prietas de Teo no florecían porque les faltaba riego.
A pesar de esto, a pesar de todo, Cipriano, durante el primer año de su matrimonio, lejos de considerar defectos estas rarezas, las consideraba acicates, estímulos libidinosos. También Teo por su parte, hacía descubrimientos extraordinarios en el cuerpo de su marido.
Cipriano no solamente era un ser humano bello, aunque reducido y musculado, sino, contrariamente a ella, excepcionalmente velludo. El vello no sólo crecía en abundancia en las axilas y en el pubis sino en los lugares menos propicios para albergar folículos, como los pies, los hombros o la cintura. Ante tamaña muestra de masculinidad, ella, algunas noches, tras su risotada explosiva, exclamaba fuera de sí:
– Me enloqueces, chiquillo.
Tienes más pelos que un mono.
Cipriano, que gustaba de las carnes duras, lisas, sin accidentes de su esposa, pensaba: la atracción de los contrarios. Mas entre esta exclamación de Teo y su demostración muscular de la primera noche, se sintió valorado, distinguido como macho, lo que contribuyó a crear entre ambos una saludable reciprocidad. Ella parecía satisfecha de él y él, “Obstinado” aparte, satisfecho de ella.
Temerosos de que la tía Gabriela dejase enfriar sus relaciones, invitaban a los tíos con alguna asiduidad, de modo que, transcurridos ocho meses desde la boda, Gabriela, tan bien educada como bien vestida, charlaba y se divertía con Teo como con cualquier amiga de la villa. Más si cabe, puesto que su sobrina política la trasladaba a un mundo desconocido, el mundo del campo y del trabajo, en el que todo constituía para ella una novedad: la higiene personal, los pequeños ritos, la convivencia con los animales. No asimilaba, por ejemplo, que una manada de gansos resultara más eficaz que los mastines para la guarda de la casa, como Teo aseguraba. Los “patos”, para la tía, eran animales domésticos carentes de agresividad. Gabriela le preguntaba por sus vestidos, los muebles del hogar, sus adornos. No comprendía que Teo hubiera podido vivir años con una saya para el trabajo y un traje para los días festivos. La muchacha admitía que su padre era rico pero le costaba ganarlo y le dolía que se malgastase. El hecho de que don Segundo le hubiese dotado con mil ducados venía a demostrar que su padre había vivido sólo para ella. Este pensamiento la emocionaba y, prácticamente todos los meses, subía al monte de Peñaflor para darle un abrazo. Incluso alimentaba “in mente” un noble propósito: pasar con él un par de semanas cada primavera para ayudarle en el esquileo.
Pero, antes de que pudiera poner en práctica su propósito, don Segundo se volvió a casar. Estacio del Valle bajó de Villanubla en la mula a notificárselo a Cipriano. Don Segundo Centeno, “el Perulero”, había contraído matrimonio con la Petronila, la chica mayor del Telesforo Mozo, uno de los pastores de Castrodeza, una boda acertada, a juicio de Estacio del Valle, porque, de una sola tacada, don Segundo dispondría de mujer para yacer y obrera para esquilar ya que, ausente Teodomira, la Petronila era la mejor peladora de la comarca. Por su parte, Telesforo Mozo, el pastor, tampoco quedó desnudo: Don Segundo le autorizó a llevar con su rebaño un hatajo de ovejas de vientre cuyos gastos corrían por cuenta del patrón.
Informada de la novedad, Teo esperó a Cipriano a la salida del Puente Mayor con la intención de subir juntos a La Manga. Estaba sofocada e irritable, en plena crisis, y no aceptaba la comprensión de Cipriano hacia la decisión de su padre. Pero cuando ella le recriminó a éste la boda arrastrada que había hecho y él le hizo ver que el ganado era muy esclavo y que sólo con dos manos, más viejas cada día, mal podía valerse, ella, ante aquel tácito reconocimiento de su ayuda, le abrazó estrechamente.
Por su parte, Cipriano indagó si había firmado algún papel con el Telesforo Mozo, pero don Segundo lo negó. No, no había firmado nada con el Telesforo porque entre la gente del campo sobraban los papeles, era suficiente la palabra dada. Pero, al mes siguiente, Telesforo Mozo le comunicó que doblaba el número de reses de su hatajo porque diez ovejas de vientre era como no tener nada. Don Segundo visitó a su hija en la capital y, al marchar, dejó la casa impregnada de un olor a cagarrutas que no se fue en varios días. Pretendía el apoyo de don Ignacio, el oidor, pero su yerno le aclaró que, en el campo, la palabra dada era tan frágil como en la ciudad y que había facilitado al Telesforo Mozo un arma con la que podía estarle chantajeando hasta el día del juicio. Ante esto, don Segundo desistió de visitar a don Ignacio y regresó al monte impregnado de su olor a basura, cabizbajo y con las orejas gachas.
Al iniciarse abril, Cipriano encontró al fin un hueco entre sus ocupaciones para visitar Pedrosa.
Como de costumbre salió de su casa por el Puente Mayor y galopó por las faldas de las colinas, hasta Villalar. Encontró a su rentero en el campo, almorzando en una gayola, y cabalgaron juntos hasta el pago de Villavendimio. Los cepones apenas habían echado hoja y las calles de la viña estaban llenas de broza. Cipriano sugirió a Martín Martín la posibilidad de poner el pago de cereal pero el rentero lo rechazó de plano, el trigo y la cebada no cundían en terrenos tan flojos, no medraban. Pasaron la mañana viendo el resto de las viñas y la señora Lucrecia, muy viejecita ya, les sirvió de comer como hacía en vida del difunto don Bernardo.
Por la tarde, Salcedo se alojó en la fonda de la hija de Baruque, en la Plaza de la Iglesia. Al entornar los postigos para dormir la siesta, divisó a un cura sentado en el poyo del templo leyendo un libro. Estaba tan absorto, que ni las bandadas de palomas que le sobrevolaban de vez en cuando, ni los labriegos que atravesaban la plaza canturreando a lomos de sus borricos, le distraían. Después de dormir un rato, al abrir los postigos, Cipriano constató que el cura seguía en el mismo sitio. Estaba tan inmóvil como si lo hubiesen disecado, pero cuando Salcedo salió a saludarle, el nuevo cura, que había venido a sustituir al difunto don Domingo, se puso en pie cortésmente. Cipriano se presentó pero el cura ya le conocía de referencias.
En el pueblo le habían hablado de él, de su acceso a la hidalguía y de la fiesta subsiguiente, pero sentía una curiosidad: ¿era tal vez el oidor de la Chancillería, don Ignacio Salcedo, pariente suyo?
Tío, era su tío, aclaró Cipriano, y también su tutor. Entonces el nuevo párroco se refirió a don Ignacio como uno de los hombres más cultos e informados de Valladolid.
Seguramente su biblioteca, si no era la primera, sería la segunda en número de ejemplares. Acto seguido se presentó él: Pedro Cazalla, dijo humildemente. Y Cipriano Salcedo, a su vez, le preguntó si tenía algún parentesco con el doctor Cazalla, el predicador:
– Somos hermanos -dijo el cura-. Estuvo unos meses en Salamanca pero ahora vive con mi madre en Valladolid.
Salcedo reconoció que era asistente habitual a los sermones del Doctor.
– Es un orador fácil -dijo Cazalla sin darle importancia.
Aparentaba menos años que el Doctor, con su pelo negro y denso, encanecido en las sienes, su curtido rostro varonil y unos ojos oscuros, de mirada escrutadora.
– Algo más que fácil -replicó Salcedo-. Yo diría el mejor orador sagrado del momento. Construye sus discursos con la solidez de un arquitecto.
Pedro Cazalla encogió los hombros. Le azoraban los elogios a su hermano. Aceptó su facilidad expresiva, su espiritualidad. El Emperador le había llevado con él a Alemania durante unos años precisamente por eso, por su espiritualidad. Fue un honor y una experiencia que su hermano no olvidaría nunca ahora que Carlos V se disponía a retirarse a Yuste.
Cipriano Salcedo preguntó a Cazalla por qué su hermano predicaba sistemáticamente fuera de los conventos. Cazalla volvió a levantar los hombros: dispone de mayor libertad -aclaró-. La comunidad de frailes se presta a una crítica múltiple y encontrada, no siempre saludable.
Salcedo sentía cómo se avivaba su curiosidad hacia el nuevo párroco. Su pasión por la lectura, la novedad de sus ideas, la falta de paternalismo, tan frecuente en los curas rurales, le sorprendían. Era ya noche cerrada cuando se despidió de él. Fue el párroco quien le sugirió la posibilidad de verse a la tarde siguiente, invitación que Salcedo, que había pensado regresar a Valladolid por la mañana, no declinó. A las diez, después del desayuno, el cura seguía leyendo en el atrio en la misma postura que la tarde anterior. Cuando Cipriano fue a recogerle después de almorzar continuaba inmóvil en el poyo de la iglesia. Cerró el libro al verle y se incorporó:
– ¿Puede saberse qué lee con tanto celo vuestra paternidad?
– Releo a Erasmo -respondió Cazalla-. Nunca se acaba de conocer su pensamiento.
– Yo fui en tiempos un aguerrido erasmista -dijo Cipriano con sorna.
El cura se sorprendió:
– ¿De veras le ha interesado a vuesa merced Erasmo alguna vez?
– Entiéndame, padre. Le estoy hablando de mi infancia, de la Conferencia sobre Erasmo. En mi colegio se formaron entonces dos bandos y yo pertenecía al de los erasmistas. Y, aunque ninguno de los grupos sabíamos quién era Erasmo, llegamos a pelearnos por él.
Habían atravesado el pueblo sin plan preconcebido y ahora se encontraban en el camino de Villavendimio, en dirección a Toro. Cazalla observaba a los animales, a los pájaros, se revelaba como un experto conocedor del campo. Hablaba de los estorninos pintos como más pendencieros y mejores albañiles que los negros, más locuaces y canoros también.
Pero al cura le había interesado la mención de su vida colegial.
Le preguntó por el centro donde se había educado.
– El Hospital de Niños Expósitos -dijo Salcedo.
– Pero vuesa merced no lo era, no era expósito quiero decir.
– No lo era pero mi padre me sometió a esa dura disciplina. No creía en mi inteligencia y varios preceptores habían fracasado conmigo.
– ¿No estaba allí el padre Arnaldo?
– El padre Arnaldo y el padre Toval, ambos enfrentados precisamente en la cuestión erasmista.
Erasmo fue el inspirador de Lutero, a juicio del padre Arnaldo.
Sin él la Reforma nunca se hubiera producido. Por contra, el padre Toval creía en la buena fe del holandés.
Los ojos de Cazalla parecían mirar a algo remoto.
– Aquéllos fueron días de esperanza -dijo de pronto-. El Emperador estaba junto a Erasmo, lo apoyaba, y el inquisidor Manrique también. ¿Qué significaban los mosquitos pegajosos que se alzaban contra ellos? Por aquellas fechas Erasmo publicó la segunda parte de su “Hyperaspistes” rebatiendo algunas afirmaciones de Lutero. Esto consolidó su prestigio ante el Rey quien le escribió, llamándole honrado, devoto y amado nuestro en el encabezamiento de la carta.
Las palabras de Cazalla tenían un estremecido tono nostálgico:
– Y ¿cómo se malogró aquel empeño?
– Se cambiaron las tornas. Fue un hecho fatal. El inquisidor Manrique dejó de apoyar a Erasmo y el Rey se olvidó de él en Italia. Los frailes aprovecharon la circunstancia para atacarle desde el púlpito. Carvajal respondió agriamente al “Hyperaspistes” y Erasmo, en lugar de callar y no darse por aludido, le replicó con violencia. La situación había dado un giro completo. A partir de ese momento, para la Inquisición, Erasmo y Lutero fueron ramas de un mismo tronco.
Habían alcanzado el Recodo del Viejo, junto a la junquera, donde una urraca galleaba con insolencia.
El cura contempló al pájaro con curiosidad sin dejar de caminar.
El sol se ensanchaba y enrojecía al desplomarse tras las colinas grises de poniente. Pedro Cazalla se detuvo y dijo:
– ¿Ha reparado vuesa merced en los crepúsculos de Castilla?
– Los saboreo con frecuencia -dijo Salcedo-. Las puestas de sol en la meseta resultan a veces sobrecogedoras.
Habían dado la vuelta y la tarde empezaba a refrescar. A lo lejos se divisaban las casitas de barro señoreadas por la iglesia.
Las cigüeñas habían sacado pollos y se erguían en la espadaña como dibujos esquemáticos. Pedro Cazalla miró de nuevo al sol declinante. Los entreluces del lubricán le fascinaban. Sonó en el aire quedo el tañido de una campana. Cazalla apresuró el paso. Volvió hacia Salcedo sus ojos profundos:
– Ayer Erasmo era una esperanza y hoy sus libros están prohibidos. Nada de esto es obstáculo para que algunos sigamos creyendo en la Reforma que proponía. Quizá sea la única posible. Trento no aportará nada sustancial.
A la mañana siguiente el cielo estaba empañado por algunas nubes blancas y “Relámpago” tomó el camino de Villavieja por las cuestas, a galope tendido. Cipriano agradecía la velocidad, el fresco viento en el rostro, mientras pensaba en los hermanos Cazalla, en su melancolía, en su inquietud reformista. Comprendía ahora mejor la sensación de vacío que le producían los sermones del Doctor. El erasmismo se desarraigaba en Castilla y, en consecuencia, su causa era una causa perdida. No obstante, veinte años atrás, el padre Arnaldo les había mandado rezar por la Iglesia, por la desaparición de las doctrinas erasmistas.
¿Cómo conciliar respuestas tan dispares ante un mismo fenómeno?
”Relámpago” dejó atrás el pueblo de Tordesillas y, al alcanzar el de Simancas, cruzó hacia el camino general y atravesó el puente romano, a legua y media de la villa.
Teo le recibió como si hiciera un mes que no se veían. Había sido la primera separación y le había echado de menos. Después de cenar, “ la Estatua Apasionada ” abrevió la sobremesa, y ante la sorpresa de Crisanta, la doncella, a las diez el matrimonio estaba acostado. Teo le estrechaba contra ella y a él le agradaba sentirse protegido, en el fortín, a cubierto de cualquier asechanza. A poco, “ la Estatua Apasionada ” le buscó “la cosita” y comentó, con voz meliflua, que qué bien que su marido no se la hubiera olvidado en Pedrosa, en tanto Salcedo se esforzaba por encaramarse a la meseta de las protuberancias. Sintió el atragantado risoteo de su esposa, vibrante y prolongado, pero ello no impidió que, pasados unos instantes, “ la Estatua Apasionada ” reiniciara el acto de amor. A Cipriano le sorprendió su avidez. Se diría que Teo encadenaba los contactos en una actitud compulsiva como si pusiera a prueba su resistencia. Y, tras una cuarta vez, cuando el acoso cedió, Cipriano, extenuado, buscó el refugio de su axila. En Pedrosa había echado en falta su calor y tuvo que dormir con la gorra puesta. Al recuperar ahora el techo perdido se sentía cobijado y feliz por más que la actitud de Teo siguiera sin definirse.
Al despertar, encontró a su mujer sofocada, inquisitiva, apremiante. Era otro tropezón, aparentemente baladí, de su matrimonio:
– ¿Por qué nosotros no tenemos nunca un hijo, Cipriano? Llevamos casados más de diez meses y nunca me pasa nada.
Salcedo le acarició los rizos color caoba de la nuca, se hacía anillos con ellos sin conseguir amansarla:
– ¡Oh, querida, estas cosas no tienen horario fijo! -dijo-. No dependen de nuestra voluntad. Por otra parte, los Salcedo nunca fuimos muy fértiles. No debes impacientarte por eso. Ya llegará.
Se adivinaba que Teo había reflexionado sobre el particular:
– Todas las mujeres cuando se casan tienen un hijo, Cipriano.
¿Por qué no me dijiste a tiempo que tu familia tenía dificultades?
Cada vez que depositas tu semilla en mí pienso que esta vez va a ser la definitiva pero nunca llega.
Se mostraba erizada, resentida, pero él le quitó importancia al asunto:
– No te inquietes por eso, cariño. Los Salcedo siempre nos reprodujimos con parsimonia. Mi bisabuelo no tuvo más que un hijo y mi abuelo dos, pero entre medias transcurrieron ocho años. El tío Ignacio tampoco tiene familia y ten en cuenta que mi madre, que gloria haya, estuvo cinco años tratándose su supuesta infecundidad.
Y ¿crees que le fue bien el tratamiento? De ninguna manera. Mi madre quedó encinta cuatro años después de dejarlo, cuando Dios quiso y cuando ya se había olvidado de su obsesión. Hay influencias astrales que, en cierta medida, determinan estas cosas. El cuerpo requiere un tiempo de madurez.
– Y ¿cuánto tiempo necesitó tu madre?
– Exactamente nueve años y siete días. Tal vez la medida de los Salcedo se exprese en años en lugar de en meses. La cifra no deja de ser curiosa.
Teo vaciló:
– No… ¿no estará enferma “la cosita”?
– Tú sabes que funciona con regularidad. Antes te hablaba de la infertilidad de los Salcedo, pero el retraso bien puede provenir de ti. El doctor Almenara, una notabilidad en su época, decía que dos de cada tres veces la infecundidad dependía de las mujeres.
La impaciencia de Teo se tradujo en una avidez sexual desordenada. Sin duda pensaba que la frecuencia aumentaba las posibilidades. Cipriano trataba de aleccionarla cada noche:
– Querida, más importante que el número de coitos es tu estado de recepción. Acéptame relajada, receptiva. No olvides que en cada cópula yo introduzco en tu vagina centenares o millares de semillas que buscan un lugar donde fructificar. Pero la fecundación no depende tanto del número como del terreno que tú prepares para recibirlas.
Teo pareció aplacada de momento pero lo suyo era una monomanía. No pensaba en otra cosa y se valía de cualquier pretexto para sacarlo a relucir. Él le había dicho: muchos problemas se resuelven esperando, olvidándose de ellos. Y ella procuraba hacerlo así pero, en lugar de los pensamientos, era la angustia por desembarazarse de ellos lo que la martirizaba. Teo se confiaba a su marido:
– Constantemente pienso que no debo pensar en ello pero con esta obsesión puedo llegar a volverme loca.
– ¿Por qué no me concedes un plazo? ¿Por qué no decides esperar unos años antes de tomar una determinación? Dentro de cuatro tendrás veintisiete, la edad más adecuada para procrear.
Teo callaba. Tácitamente le concedía el plazo pero, poco a poco, iba perdiendo la fe en él y, con la fe, su encandilamiento sexual. Apenas buscaba ya “la cosita” y, si lo hacía, era sin el ardor de antaño, desganada. Sabía que el hijo tenía que venir por esa vía pero llevaba más de un año intentándolo y no venía. Salcedo se daba cuenta del descorazonamiento de su esposa e intentó distraerla ocupándola en el taller, pero Teo se aburría allí. Entonces pensó que, ahora que se aproximaba la época del esquileo, Teo podría pasar en La Manga una larga temporada ayudando a su padre, mas, antes que la faena del esquileo comenzase, llegó la noticia: Telesforo Mozo, el pastor de su suegro, pretendía llevar el rebaño a medias. No se trataba ya de un hatajo más o menos grande sino de partir las ovejas que pastoreaba por la mitad. Segundo Centeno ni lo pensó. Despidió a Telesforo, se amancebó con la Benita, la hija del pastor de Wamba, Gildardo Albarrán, y relegó a la legítima a la condición de criada y esquiladora por seis reales al mes.
Ante la gravedad del problema, Teo se instaló en La Manga. Advirtió enseguida el reconcomio de Petronila aunque ésta no pronunciase palabra y anduviera todo el día por la casa con la mirada huida, haciendo visajes y aspavientos.
Pero don Segundo volvía sobre el tema cada mañana. La obligaba a hacer la cama adulterina todavía caliente y a lavar la ropa interior de la pareja. El resto del día lo pasaba Petronila pelando borregos.
No decía palabra. Se sentaba a esquilar en el tajuelo y no abría la boca por mucho que “ la Reina del Páramo” se esforzara en entablar conversación con ella. Una noche, Teo salió a dar un paseo y le pareció ver entre dos luces la silueta furtiva de un hombre escondiéndose entre las encinas. Habló a su padre seriamente: no debía exponerse así. Debería cambiar de actitud. No había hombre que aceptara con los brazos cruzados su despido y la vejación reiterada de su hija. Por su parte, Gildardo Albarrán se movía ahora por la finca con la misma libertad que si fuera suya. Se reunía con don Segundo en la sala, entraba en la casa por la puerta principal y charlaban largo rato como iguales, eso sí sin que Gildardo pidiera nada. Visto lo del Telesforo y aleccionado por su fracaso, sabía que al señor Centeno era preferible entrarle por las buenas que por las malas.
Así las cosas, la vieja aspiración de Teo se atenuaba. Se preocupaba menos de ser madre que de conservar a su padre. Y cuando Cipriano la visitaba, una vez por semana, tenía ocasión de departir con él como en los buenos tiempos:
paseando por el monte, levantando de las encinas bandos de torcaces con los buches repletos de bellotas, o viendo apeonar a las becadas en el calvero. Cipriano creía en la terapia de la distracción y confiaba en que Teo volviese a su vida normal y le concediera un plazo razonable antes de dar por fracasado su matrimonio. Pero dormía mal. Al regatearle Teo el cobijo de su axila, la cabeza se le enfriaba, se le desgobernaba en la noche, durante el sueño y, al levantarse, le mortificaba la tortícolis. Volvía a ser el niño desprotegido que había sido. Y utilizaba gorras, sombreros y hasta capuchas forradas de piel, como sucedáneos. Al propio tiempo trataba de llenar la prolongada ausencia de Teo con frecuentes visitas a sus tíos. Doña Gabriela, muy satisfecha en su condición de esposa sin descendencia, no entendía la actitud de su sobrina. Hay otras cosas en la vida, instituciones, enfermos, niños con hambre, colegios de caridad, decía. Buscar a toda costa un ser de nuestra propia sangre para volcar en él nuestra afectividad es una conducta egoísta. Y, en el fondo, Cipriano le daba la razón, pero no dejaba de comprender que desdoblarse fuese la máxima aspiración de toda mujer en este mundo.
Una mañana, antes de salir para la Judería, un correo urgente de Peñaflor le dio cuenta de que su suegro, don Segundo, había sido asesinado. Le habían seccionado la garganta con un hocino. El Telesforo Mozo, su autor, se había entregado a la autoridad en Valladolid y al ser preguntado por los móviles del crimen había dicho:
Me dejó en la calle tirado como a un perro y quebró la condición de mi hija. Era un sujeto que no merecía vivir.
Cipriano partió para La Manga sin demora. Le dio tiempo de enterrar a su suegro en el atrio de la iglesia de Peñaflor y hacerse cargo de los papeles que don Segundo guardaba en el escritorio. La Petronila, asustada, había huido de casa; en cambio compareció Gildardo Albarrán llamándose a la parte, no porque la ley le amparase, sino porque tenía testigos de que don Segundo había hecho de su hija una barragana sin su consentimiento.
Teo mostró una entereza admirable.
El esquileo se había acabado y esto la aliviaba. Por otra parte, la cruenta muerte de su padre le parecía horrible pero a cambio no había sufrido, lo que no dejaba de ser un consuelo.
Cipriano previó graves complicaciones y un aumento de trabajo hasta desenredar aquello, pero su tío Ignacio, como de costumbre, lo simplificó. El testamento del señor Centeno era claro. Teo era la única heredera, Petronila usufructuaria de un pequeño fundo y arrendataria de la vivienda mientras durara el plazo del alquiler, la Benita, la barragana, volvió con su padre a Wamba y Estacio del Valle, el fiel corresponsal de Villanubla, quedó encargado de resolver el problema de los pastores puesto que los rebaños de don Segundo, como le decía Cipriano Salcedo en su misiva, habían pasado a ser propiedad de Teodomira Centeno, su consorte.
Teo se quitó unas libras de encima con el luto, un luto distinguido y respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar de perlas negras que contrastaba con la palidez de su tez. También Cipriano Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas, negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo, por encima del cual asomaba el borde rizado del cabezón de la camisa. Pero el luto no enderezó las relaciones de la pareja.
Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía que le diera un plazo y asumiera un poco de sensatez. En su afán por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo de relaciones íntimas que antes y después.
Sin embargo, persuadido de que todo era inútil, visitó una tarde, por su cuenta, al doctor Galache.
Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. El doctor Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto, que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad del esperma, ingiriese una infusión de verbena y madreselva después de las comidas.
Salcedo admitió que él, físicamente, se encontraba fuerte y que por ese lado no parecía provenir la esterilidad. En ese momento, el doctor Galache le formuló la temida pregunta:
– ¿Por qué no trae vuesa merced a su señora? En buena medida ellas son las causantes de la infecundidad matrimonial.
Salcedo le confió que ella no estaba preparada para el evento pero que no descartaba que, con el tiempo, se decidiera a hacerlo.
Cipriano Salcedo no dijo nada a Teo de su consulta a Galache ni, naturalmente, puso en práctica el remedio aconsejado por él.
A la mañana siguiente marchó a Pedrosa. Era un día tranquilo, de nubes blancas y altas temperaturas.
La liviandad de Cipriano, la velocidad del caballo y el dédalo de atajos y trochas que había llegado a conocer le permitían llegar a Pedrosa en poco más de dos horas.
Iniciaba el viaje faldeando las colinas, doblaba en la senda de Geria y desde allí, en línea recta, entre los majuelos, atravesaba Villavieja y Villalar y accedía a Pedrosa por los trigales, sin desviarse. En algunas gayolas, a la puerta, se sentaba un hombre y un perro ratonero le ladraba al pasar el caballo. En ocasiones había también niños que le decían adiós con la mano.
Se alojó en la posada de la hija de Baruque y acudió sin demora a visitar a su rentero. Hacía días que había concebido una idea luminosa: desarraigar las cepas del pago de Villavendimio y plantar en su lugar una pinada. Era cierto que en la ribera derecha del Duero nadie había osado nunca poner pinos pero la naturaleza del suelo, floja y arenosa, lo pedía a gritos aquí.
Martín Martín, por añadidura, era un experto en esta clase de árboles. Había cultivado el albar con su tío en tierras de Olmedo y conocía las exigencias del pino e incluso los vaivenes del piñón en el mercado:
– La ventaja del pino sobre las siembras -le dijo- es que el pino marca las cosechas con dos años de antelación.
– ¿Marca las cosechas el pino? -inquirió Cipriano.
– Lo que oye, sí señor; hoy recoge vuesa merced la piña hecha, pero en el árbol queda la perindola o sea la piña del año que viene, que está por hacer, y una cosita así -marcaba la mitad de la falange de un dedo-, en cuanto que se la advierte, que es la piña del año siguiente.
Cipriano Salcedo se sintió satisfecho de su iniciativa y Martín Martín quedó en apalabrar a una cuadrilla de gañanes para descepar las diez fanegas de Villavendimio. Ante Cazalla, Cipriano se pavoneó de terrateniente experto. Lo había pensado mucho. Después de incorporarlo a sus tierras no podía dejar yermo ese pago.
Plantaría pinos albares que daban piñón e indicaban de antemano las dos cosechas venideras. Es decir, era el único cultivo del que no podían esperarse sorpresas. Por su parte, Pedro Cazalla le invitó a cazar el perdigón a la mañana siguiente en la línea del monte de La Gallarita. Cipriano Salcedo rompió a reír:
– Desde luego vuestra paternidad es aún más sorprendente que el pino albar -dijo.
La primera luz les sorprendió en las salinas del Cenagal, a una legua larga de Casasola. Cazalla llevaba un retaco en bandolera y en la mano derecha la jaula del perdigón cubierta con una sayuela. Apenas se anunciaba el sol cuando entraron en el tollo, una gran mata hueca, con una tronera al frente para disparar. Cazalla afirmó el tanganillo con cuatro piedras, colocó sobre él la jaula desnuda y, luego, se metió en el tollo y se sentó en la banqueta, junto a Salcedo. El día iba abriendo y, mientras el macho emitía el primer coreché de la mañana, Pedro Cazalla le mostró muy ufano su retaco, la escopeta que había comprado al maestro armero vizcaíno Juan Ibáñez. Mediría poco más de una vara de larga. El propio Cazalla, hábil de manos, había desbastado la culata de nogal y encepado el tubo de hierro en el otro extremo. El cañón se cargaba por la boca, baqueteando la pólvora con un taco de borra y poniendo encima un puñadito de perdigones. Cazalla le enseñó los perdigones de plomo que unos amigos le enviaban desde Alemania.
Al mostrarle el sistema de fogueo puso en ello un entusiasmo pueril.
Se trataba de una especie de serpentín, como una ese, en cuya parte superior se colocaba la mecha que hacía de percutor, en tanto la inferior servía de gatillo. Al oprimirlo, la mecha bajaba sobre el agujero del tubo y, al ponerse en contacto con la pólvora, provocaba la explosión, pero el cazador debía seguir a la pieza por el punto de mira durante cuatro o cinco segundos, hasta que aquélla se producía, si aspiraba a cobrarla.
La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico ardiente y persuasivo. De la parte del monte sonó una respuesta remota:
– ¿Oye? El campo ya contesta.
– Y ¿acude a liberar a la prisionera?
Cazalla sonrió, con la sonrisa indulgente del experto ante el novicio.
– No se trata de eso -dijo-.
Los pájaros están en celo y el macho acude a la llamada del otro para disputarle la hembra. Entra a pelear. Y unas veces viene solo y otras trae a la compañera para que sea testigo de su proeza.
El campo respondía cada vez con mayor ahínco y la perdiz enjaulada estiraba el cuello, difundía su coreché por el ancho mundo del páramo. Cazalla sacó cuidadosamente por la tronera la boca de su retaco y advirtió a Salcedo:
– Guarde silencio.
El macho cambió de tono, sustituyó el áspero coreché del comienzo por una parla inextricable, farfulladora, confidencial.
– Ojo, ya recibe -dijo Cazalla.
Salcedo se empinó en su asiento hasta divisar al perdigón enjaulado. Daba vueltas sobre sí mismo picoteando los alambres sin dejar de parlotear, mientras otra perdiz, al pie del tanganillo, cuchicheaba en tono menor. Cazalla susurró de pronto, afianzando en el hombro la culata de su retaco:
– Ya está ahí ese insensato.
¿Lo ve vuesa merced?
Salcedo asintió. La perdiz libre erguía el cuello y miraba a la de la jaula con ojeriza.
El cura añadió:
– Detrás viene la hembra.
Salcedo se asomó a la mirilla y, en efecto, una perdiz de menor tamaño seguía a la primera. Cazalla aplastó la mejilla contra el tubo y tomó puntería sobre la más grande. Estaba a veinte varas, junto al pulpitillo, y abría un poco las alas en actitud retadora.
Cazalla oprimió la parte baja del serpentín y, nerviosamente, siguió por el punto de mira los pasos del macho hasta que la explosión le aturdió. Cuando el humo se disipó, Salcedo vio la perdiz aleteando impotente en el suelo, mientras tres plumillas azuladas se elevaban en el aire y la hembra se alejaba pausadamente del lugar de la tragedia. Cazalla puso la culata de su retaco en el suelo. Sonreía:
– Todo funcionó a la perfección, ¿no cree?
Salcedo fruncía los labios disgustado. No aprobaba la emboscada, aquella espera alevosa, la intromisión de su amigo en la vida sentimental de los pájaros. Pero Cazalla, insensible, atascaba de nuevo la pólvora en el tubo con la baqueta.
– ¿No le ha gustado? -dijo-.
Es un método de caza limpio, casi científico.
Salcedo denegó con la cabeza:
– Me parecen deshonestos los juegos con el amor. ¿Por qué disparó vuesa merced?
Cazalla encogió los hombros.
Por la tronera se divisaba al perdigón enjaulado, ahuecando las plumas, pavoneándose de su hazaña:
– No tengo otra salida -dijo-.
Si no disparase, el perdigón se malearía y no volvería a cantar.
La muerte es necesaria para que el prisionero siga incitando al campo.
De nuevo volvía el silencio.
Por la mirilla se descubría el páramo lleno de luz. Un majano, a la derecha, producía una sombra negra y escueta. La hierba era prieta y fresca y Salcedo se dijo que no estaría de más un buen rebaño en Pedrosa. Hablaría con Martín Martín. También aquí, como en La Manga, abundaban las piedras en los perdidos. Cazalla desenvolvía un pequeño paquete y alargó un pastel a Salcedo. Los había preparado su hermana Beatriz. El macho de la jaula parecía repuesto, olvidado de su adversario, y volvía a engallarse y a convocar al campo.
La escena inicial volvió a repetirse media hora más tarde, pero ahora entró solamente un macho, un macho viudo o soltero, desparejado.
Cazalla, nervioso con la demora del arma, erró el disparo cuando el animal se abalanzaba sobre la jaula. Contra lo que Salcedo esperaba, Pedro Cazalla no se enfadó.
El retaco, con el percutor de mecha, era un arma muy traicionera, dijo calmosamente, pero su amigo, el vizcaíno Juan Ibáñez, no fabricaba de momento otro tipo de escopeta más acabado.
Hasta ellos llegaban los graznidos de las urracas, los pío-pío de las cogujadas, el áspero carraspeo de los cuervos. Hacía calor dentro del tollo. El perdigón daba vueltas sobre sí mismo y, de cuando en cuando, emitía un co-re-che fláccido, sin el empuje inicial.
Él mismo se sorprendió cuando le respondió el campo. Se entabló un diálogo de poco aliento entre los dos pájaros sin dejar apenas pausa entre sus cantos. A pesar de su respuesta inapetente, uno pensaba en un macho enardecido pues su aproximación a la jaula había sido más rápida que la de los dos anteriores. Entró en plaza con la hembra coqueteando detrás y, al parloteo confidencial del perdigón enjaulado, respondió con un fiero ataque con las alas entreabiertas.
Pedro Cazalla lo abatió de un tiro certero, a dos varas del pulpitillo y, de nuevo, el perdigón pregonó su victoria estirando el cuello al límite. Cazalla se levantó sonriendo de la banqueta. Se había hecho mediodía, la hora de regresar. Colgó las dos perdices en la percha y enfundó la jaula en la sayuela cuando el macho comenzaba a alborotarse. Salcedo tomó el retaco al salir del tollo. Miraba el arma con curiosidad y desconfianza, pero Cazalla que iba sin sotana, con calzas abotonadas, insistió:
– El retaco no es un arma bien resuelta. Mi amigo Juan Ibáñez hará algo mejor cualquier día.
El sol caía de plano sobre el camino y Salcedo notaba en la frente el húmedo calor del sombrero. Al divisar las salinas del Cenagal, Cazalla se acercó a la primera, se sentó a la orilla, se descalzó y metió los pies en el agua. Cuando Salcedo le imitaba, voló entre los carrizos una pareja de patos reales.
– Nunca fallan -dijo Cazalla-.
Siempre retozan aquí.
– ¿No estarán anidando?
– Es tarde. El azulón es madrugador, tiene un rijo temprano.
Los carrizos se quebraban a su paso y Salcedo sentía un raro placer al notar las escurriduras del cieno entre los dedos de los pies.
De pronto divisó el enorme sapo nadando entre las espadañas. Nadaba despacio, sin alborotar el agua, con los ojos abultados, fríos e indiferentes, en un punto fijo.
Mostró a Cazalla el repugnante animal.
– Es la sapina -dijo éste con curiosidad-. Está en plena cópula.
¿Se ha fijado?
Al oírle fue cuando Salcedo descubrió al macho, un sapillo diminuto e impávido sobre el ancho lomo de la sapa. Algo se le revolvió en el estómago. Experimentó un almadiamiento y, acto seguido, la náusea. Miraba a los dos animales apareados pero no los veía. Veía una barcaza con el rostro y los pechos de Teo como mascarón de proa, y él bogando solitario en la popa. Experimentó asco de sí mismo, una repugnancia tan apremiante que salió apresuradamente del agua y, antes de alcanzar el camino, vomitó. Cazalla caminaba tras él:
– ¿Se pone enfermo vuesa merced? Ha perdido el color.
– Esos bichos, esos bichos -repetía Salcedo.
– ¿Los sapos dice? -reía-. La hembra es diez veces mayor que el macho. Curioso ¿verdad? El macho apenas es algo más que un minúsculo irrigador, un saquito de esperma.
– Calle vuestra paternidad, se lo ruego.
La turbia imagen no salía de su cabeza aunque torturara a “Relámpago” con las espuelas, como si la torpe visión estuviera relacionada con la velocidad. La Teo -sapa dejándose escalar por Cipriano-sapo y, una vez conquistada, navegar sobre ella por el gran lago, era una escena que volvía a alterarle el estómago. ¿Tendría valor para volver a poseer a Teo?
” La Reina del Páramo” le recibió con exageradas manifestaciones de alivio:
– ¡Oh, ya estás aquí, chiquillo! ¡Dios mío, creí que no volvías nunca! Me veía sola, Cipriano, y me decía: sola no puedo tener un hijo, necesito “la cosita” de mi esposo.
Pero a la noche Cipriano no hizo intención de acercarse a ella.
Tampoco Teo como si presintiera algo, le buscó “la cosita”. Y, a la noche siguiente, volvió a repetirse la escena, cada uno esperó en vano la iniciativa del otro. Mas a Cipriano, la imagen de la gran sapa nadando en la salina del Cenagal era lo que le inutilizaba.
Durante una semana se prolongó la infructuosa espera de Teo. Cipriano seguía viendo en ella la sapa autoritaria, caprichosa y posesiva. Y aún le repugnaba más el complemento: la actitud servil, complaciente y oficiosa del pequeño sapo fecundador encaramado en su dorso. Un saquito de esperma, había dicho Cazalla. Nunca, como en aquellos días, tuvo Cipriano tan alejada de sí cualquier inclinación salaz. La sola idea de atacar el flanco de su esposa le daba náuseas. Y Teo terminó enojándose, presa de una sofocación intensa, preludio de un ataque de histeria.
Su marido no deseaba un hijo; no quería tenerlo. Hasta le regateaba su “cosita” y ella, por sí sola, carecía de la capacidad de fecundarse. “La cosita” era elemento imprescindible para la reproducción, pero ya no contaba con ella.
Su marido la había hecho desaparecer como por ensalmo. Lloraba sobre él, entre sus ropas de luto, poco alentadoras también para cambiar el ánimo de Cipriano. Pero cada vez que éste la abrazaba sin abarcarla, volvía a ver en ella a la sapina, enorme y absorbente, nadando en la salina, encareciéndole que la fecundase. Las cosas iban de mal en peor, Cipriano no podía moverse de casa. Teo voceaba y gritaba sin causa, no comía, no dormía, hasta que una mañana Cipriano le propuso visitar al doctor Galache, la notabilidad del momento en la villa, para exponerle el problema. No le ocultó a Teo su visita anterior, la buena opinión del doctor sobre sus posibilidades reproductoras, su interés por verla a ella.
Cipriano encontró a Galache tan solemne y abierto como la primera vez, vestido lujosamente de terciopelo, con las manos muy cuidadas, desnudas. Pensó que cuarenta años atrás sus padres habían hecho una visita análoga sin resultados. Y que, precisamente, él nació cuando doña Catalina, su madre, hacía cuatro que había abandonado el tratamiento. Estuvo a punto de recordarlo pero calló.
Con seguridad su impertinencia hubiera menoscabado el incipiente optimismo de su esposa. Ocultó pues este detalle en la información sobre los antecedentes familiares:
la escasa fertilidad de los Salcedo. El doctor Galache le escuchaba gravemente. Dijo al fin:
– Permítame; voy a reconocer a su esposa.
Teo se tendió en la mesa. Y durante unos minutos reinó el silencio en la consulta, hasta que Galache se enderezó:
– No hay nada de particular -dijo-. La mecánica reproductora de esta señora es correcta, apta para concebir.
Les reunió a los dos en la galería de la mesa y las sillas blancas.
– Les voy a ser sincero -dijo-.
Nuestros abuelos, ante un caso semejante, en que las dos partes parecen útiles para la procreación, hubieran apelado a pruebas supersticiosas, que hoy sabemos que no sirven para nada, como la del ajo.
Pero yo sé, sin necesidad de poner a esta señora un ajo en la vagina, dado que entre la vagina y la boca no existe comunicación alguna, que mi paciente no está opilada. Vayamos pues a lo práctico.
Cipriano Salcedo se inquietó:
– ¿Cree vuesa merced que podremos conseguir algo?
El doctor trenzó los dedos de sus manos desnudas:
– Vuesas mercedes han acudido a mí porque tienen confianza. Y yo voy a intentar resolverles su problema. En primer lugar la historia de la familia Salcedo es concluyente: los machos no son excesivamente fértiles, pero tampoco estériles, necesitan tiempo. Hay matrimonios a quienes les bastan nueve meses para tener familia, pero los Salcedo no están en ese caso.
Estos señores han precisado seis y hasta nueve años para desdoblarse.
La suya es una reproducción morosa que forma parte de su naturaleza.
En cuanto a usted, debe tener calma, señora: déjese vivir, distráigase, no se piense y yo le aseguro que cuando se cumpla el plazo reproductor de los Salcedo usted quedará encinta. Yo se lo prometo solemnemente si sabe esperar, si recibe a su esposo con entusiasmo, con la ilusión de concebir. Ninguna mujer se ha quedado encinta, que yo sepa, con gemidos y lloriqueos.
Haga un esfuerzo.
El doctor Galache se incorporó. En su recetario escribió rápidamente unas palabras enigmáticas.
Añadió:
– Los varones de la familia Salcedo padecen una particularidad que los médicos de hoy llamamos semen renuente. Contra esto, la mejor medicina es la paciencia. No apresurarse, esperar a que se cumpla el plazo. Pero, por si acaso, yo voy a ayudarles. El señor Salcedo debe tomar todas las noches un preparado de escorias de plata y acero para aumentar la eyaculación.
Es eficaz y no le producirá efectos secundarios. En cuanto a usted, señora, va a hacerme este favor: propóngase una abstinencia sexual de cuatro días seguidos cada mes y, en la noche del quinto, a la hora aproximada de la coyunda, y en lugar de ésta, bébase un zumo caliente de salvia con sal. Es la mejor manera de preparar el cuerpo para concebir.
Teo salió de la consulta remozada. El consejo del doctor aventó sus aprensiones por completo. Hacía ya año y medio de la muerte de su padre y, al llegar a casa, se colocó un vivo blanco en el escote.
Parecía que no pero aquella cintita suavizaba el luto, le volvía menos rígido y esterilizador, la animaba. Después, en los días que siguieron a la consulta, se preocupó de cumplir los consejos del doctor minuciosamente. Llevaba a la mesa el preparado de escorias de plata y acero para Cipriano y, cada mes, puntualmente, hacía un alto de cuatro días en su relación carnal y, el quinto, ingería un zumo caliente de salvia con sal.
Cipriano, que había conseguido ahuyentar la torva imagen de la sapina en celo, ya no era un ser sexualmente nulo y hasta experimentaba ciertos apremios cada vez que se presentaban los días de abstinencia.
– ¿Estás loco? ¿Es que ya no recuerdas la recomendación de Galache?
Le volvía la espalda y él se quedaba solo, desprotegido, como cada noche. Teo seguía sin prestarle el cálido cobijo de su axila para conciliar el sueño y Cipriano lo sustituía por una almohada doblada, metiendo la cabeza en el doblez. Llegó a habituarse a la innovación. Ahora dormían, pues, espalda contra espalda y cada vez que Teo daba media vuelta, sacaba la ropa de su lado y Cipriano se enfriaba. Pero todo lo daba por bien empleado viendo a su esposa instalada en la normalidad.
Por si fuera poco, Teo se decidió a iniciar una vida más activa. Bajaba temprano a la tienda y ayudaba a Elvira Esteban en el mostrador. Avanzaba el otoño y Valladolid se aprestaba a capear el duro invierno mesetario adquiriendo zamarros y ropillas aforradas. Era curioso observar, pasada la novedad, que las ropillas aforradas habían quedado como prendas invernales imprescindibles en Castilla. Por la noche, Teo le daba a Cipriano el parte del día y cuenta de la caja. De esta manera, Teo se fue habituando a la actividad comercial y cogiendo gusto a las anotaciones.
La paz del hogar devolvió a Cipriano la libertad y un mes más tarde, doblado septiembre, asistió a un nuevo sermón del doctor Cazalla sobre el egoísmo católico, en oposición a la incondicional entrega de Cristo en su pasión. Estuvo muy duro el Doctor aquella tarde.
Habló del escándalo de los monasterios que disponían de vasallos, de los prelados que se creían señores y de los obispos entregados a la gula y la concupiscencia. Por una vez Cazalla fue directo al grano, no se anduvo con rodeos.
Entre el auditorio corría un murmullo de protesta e incredulidad, pero, en ese instante, sabiamente, el Doctor mentó a Cisneros, confesor de la Reina Católica, un hombre que en su día se había alzado contra estos excesos, y cuya conducta -dijo- deberíamos imitar los creyentes.
Cipriano pasó por casa de su tío Ignacio y le pidió un ejemplar del “Enchiridion”, de Erasmo.
Tenía la sospecha de que el Doctor no había mencionado a Erasmo deliberadamente y había utilizado en cambio el nombre de Cisneros como pantalla, por la sencilla razón de que el pueblo guardaba de éste buena memoria. Abrió el libro después de cenar y lo leyó lentamente, procurando exprimir cada renglón. Cuando languidecía la luz del quinqué, Cipriano lo cerró.
Lo había terminado. Le invadía una sensación de desaliento. Era consciente de su escasa formación para entrar en debate sobre los puntos esenciales de la obra: la eficacia del bautismo, la confesión auricular o el libre albedrío.
Pero notaba la inquietud inicial del disidente, el desasosiego, la necesidad de hacer preguntas. Durmió mal, intranquilo, sabedor de que existía otro mundo distinto de aquel en que se había instalado y que, tal vez, tenía el deber de conocer.
Muy de mañana partió para Pedrosa. Confió a Teo a la tía Gabriela. Ella la acompañaría durante su ausencia. Él llevaba varias noches pensando en Pedro Cazalla y, ahora que carecía de director espiritual, se dijo que tal vez pudiera él desempeñar tal diligencia. Aborrecía a los directores blandos, amigos de secreteos de confesionario, y Pedro Cazalla le parecía un hombre roblizo y abierto que no necesitaba que se lo pidiera para asumir su dirección.
Por primera vez tomaron el camino de Villalar, entre los rastrojos hollados e interminables.
Faltaba aquí, en la perspectiva, el geométrico acompañamiento de la viña. Cipriano se preguntaba si el cura dispondría de un camino adecuado para cada situación. Por de pronto, la decadencia del rastrojo, su desolación, marchaba acorde con sus inquietudes del momento. Salcedo le confesó al cura que había leído el “Enchiridion” después de escuchar un duro sermón de su hermano contra los abusos del clero.
– ¿Una cosa le llevó a otra?
– Algo así. Deseaba saber dónde se había inspirado.
– Y ¿encontró por fin la fuente?
– El hermano de vuestra paternidad puso de pantalla a Cisneros, pero en realidad había bebido en Erasmo. La cosa estaba clara.
Seguramente lo hizo para acallar los rumores de protesta del auditorio.
Pedro Cazalla miraba con curiosidad su perfil apocado:
– ¿Y qué impresión le produjo la lectura del “Enchiridion”?
– De flaqueza y desaliento -dijo Salcedo-. El libro es crudo como vuestra reverencia sabe.
– ¿Qué edición leyó?
– La del canónigo de Palencia Fernández Madrid.
– ¡Oh! -exclamó Cazalla sorprendido-. El “Enchiridion” es mucho más áspero que todo eso.
Alonso Fernández le quitó el aguijón, lo maquilló. Hizo de él un librito amable para leer en familia.
Alentado por el silencio y la soledad, Cipriano confió a Cazalla sus escrúpulos y dudas. Siempre los había padecido. Desde niño desconfió de sus buenas obras. Repetía sus oraciones una y otra vez ante el temor de haber caído en la rutina, de no estar pensando en lo que decía.
– ¿Por qué se tortura de esa manera vuesa merced? -dijo-. Confíe en Cristo, en los méritos de su pasión. ¿Qué valor tienen nuestros actos comparados con ella?
A Cipriano le sosegaban las palabras de Cazalla, su mirada profunda, el tono persuasivo de su voz:
– Me gustaría creerlo así -murmuró.
– ¿Por qué tan poca fe? Si Cristo murió por nuestros pecados ¿cómo va a exigirnos luego reparación por ellos?
Clareaban los rastrojos de cebada, casi blancos en el crepúsculo; a Salcedo también le sonaban a Erasmo las palabras del otro Cazalla y se lo dijo así. Pedro Cazalla sonrió y encogió los hombros:
– Vuesa merced no debe preocuparse tanto de la procedencia de las ideas cuanto de las ideas mismas: si son morales y justas o no lo son.
– ¿Quiere decir vuesa paternidad que nuestros sacrificios, nuestros sufragios, nuestras oraciones son inútiles, carecen de sentido?
Cazalla puso delicadamente una mano en su brazo:
– Ninguna buena obra es inútil pero tampoco imprescindible para entrar en las estancias del Señor.
Pero vuesa merced únicamente me habla de obras ¿es que no tiene fe?
Se habían sentado en el cembo del camino y Cazalla se acodó en sus rodillas cubiertas por la sotana y se sujetó la cabeza entre las manos. La voz de Cipriano le alcanzó empañada por la emoción:
– Tengo fe -dijo-. Y grande.
Creo en Cristo y que Cristo es hijo de Dios.
Cazalla apenas le dejó terminar:
– ¿Entonces? -preguntó-. Cristo vino al mundo a redimirnos; su pasión nos hizo libres.
Salcedo le miraba ensimismado, se diría que en su cabeza daba forma a las ideas que el otro formulaba. No obstante, intuía que acababa de hacer un raro descubrimiento.
Dijo:
– Eso es exacto. Cristo dejó dicho: el que cree en mí se salvará; no morirá para siempre. Bien mirado sólo nos pidió fe.
– ¿Conoce vuesa merced un precioso librito titulado “El beneficio de Cristo”?
Cipriano Salcedo denegó con la cabeza. Añadió Cazalla:
– Yo se lo prestaré. El libro no ha sido impreso en España pero conservo un ejemplar manuscrito.
Don Carlos trajo de Italia el original.
Cipriano se hacía la ilusión de que algo empezaba a alentar dentro de él. Era como si atisbara un punto de luz en un horizonte cerrado. Aquel cura parecía mostrarle una nueva dimensión de lo religioso: la confianza frente al temor.
– ¿Quién es ese don Carlos de que me habla?
– Don Carlos de Seso, un caballero veronés aclimatado en Castilla, un hombre tan fino de cuerpo como de espíritu. Ahora vive en Logroño. En el 50 viajó a Italia y trajo libros e ideas nuevas.
Luego acudió a Trento con el obispo de Calahorra. Hay quien dice que don Carlos cautiva tras un trato superficial y desilusiona tras un trato profundo. En suma que es conversador de distancias cortas. No sé. Tal vez vuesa merced tenga oportunidad de conocerle y juzgará por sí mismo.
Cipriano Salcedo se daba cuenta de que estaba deslizándose de las aguas someras a las profundas, de que estaba enredándose en una conversación trascendente y crucial. Pero experimentaba una paz inefable. Tenía una vaga idea de haber oído mentar a don Carlos de Seso en casa de su tío Ignacio.
Y, aunque se encontraba a gusto allí, sentado en el cembo, empezaba a sentir el relente.
Se incorporó y bajó al carril.
Cazalla le siguió. Caminaron un rato en silencio, al cabo del cual Cipriano preguntó:
– ¿No tuvo alguna vez don Carlos de Seso concomitancias luteranas?
– ¡Oh! déjese de prejuicios ahora. La Iglesia necesita una reforma y ninguna opinión está de más en estas circunstancias. Es preciso que nos entendamos. Los que regresan de Trento dicen que no creen que sea malo todo lo luterano.
El espíritu de Salcedo se serenaba. Le placía oír la voz tranquila y convencida de su interlocutor. Añadió Cazalla como si pusiera un broche final a su disquisición:
– El dominico Juan de la Peña ha dicho con mucho sentido: ¿Por qué ocultar que yo confío en la Pasión de Cristo porque por su misericordia yo la he hecho mía?
Esta frase es de los Santos Padres. Los luteranos se han apropiado de ella, aluden a ella constantemente como si fuera suya pero los Santos Padres la pronunciaron antes. El miedo nos impide aceptar de los protestantes verdades reconocidas por nosotros de antemano.
Con el lubricán el pueblecito se identificaba con la tierra y, de no ser por la tenue llamita de algún candil desperdigado, hubiera podido pasar inadvertido. De pronto, sin ningún preámbulo, Pedro Cazalla le invitó a cenar. Así podrían seguir charlando. Su hermana Beatriz le acogió con agrado.
Era una muchacha alegre que sonreía con los dientes, abiertamente.
El mobiliario de la casa era tan sobrio como el de Martín Martín:
una cocina con una mesa y dos escañiles. Tajuelos en la sala, butacas de mimbre y una librería. Y, a los dos lados, sendas habitaciones con altas camas de hierro, con dorados en los cabeceros. Beatriz guisaba y les servía la mesa en silencio. Era tal el respeto hacia su hermano que, en tanto hablaba, no osaba mover un dedo. Permanecía quieta, de espaldas al hogar, mirando a la mesa, las manos cruzadas sobre el halda. Únicamente en las pausas se atrevía a servir vino o cambiar un plato de sitio. Pedro Cazalla, a pesar de que hacía media hora que habían terminado su paseo, remató su parlamento con naturalidad, como hacía en tiempos “el Perulero”, como si la conversación no se hubiera interrumpido.
– Hace casi catorce años que conozco a don Carlos -dijo-. Entonces era un joven apuesto y refinado en el vestir, tanto que lo último que uno esperaba de él era oírle hablar de teologías. Tenía varios contertulios en Toro y una tarde nos hizo ver que Cristo había dicho sencillamente que el que creyese en Él tendría la vida eterna. Únicamente nos pidió fe -precisó-, no puso otras condiciones.
Comían maquinalmente, atendidos por Beatriz. Cazalla hablaba y Cipriano, en silencio, se dejaba adoctrinar. Durante la comida el párroco ahondó en los mismos temas que habían tratado en el paseo y, al final, todo volvió a confluir en el libro “El beneficio de Cristo”:
– Es un libro cuya sencillez no oculta una gran profundidad. Una apasionada exaltación de la justificación por la fe. Tras su lectura, el marqués de Alcañices quedó arrebatado. A otras muchas personas les ha sucedido lo mismo.
Terminada la cena, se trasladaron a la sala. En el anaquel del rincón se alineaban unas docenas de libros encuadernados. Cazalla tomó uno sin vacilar y se lo entregó a Salcedo. Era un texto manuscrito y Cipriano lo hojeó, elogió la gracia de su caligrafía:
– ¿Lo ha escrito vuestra reverencia?
– Yo lo traduje, sí -dijo modestamente Cazalla.
A la mañana siguiente, Cipriano asistió a la misa de nueve en Pedrosa. En la iglesia apenas había dos docenas de personas, mujeres en su mayor parte. Al terminar, Cipriano se despidió del cura en la sacristía y le devolvió el libro. Pedro Cazalla le interrogó con su mirada sombría, remotamente esperanzada. Salcedo asintió con una sonrisa:
– Su lectura me ha hecho mucho bien -dijo escuetamente-. Seguiremos charlando.
Cipriano Salcedo fue uno de los muchos vallisoletanos que, mediado el siglo XVI, creyeron que la instalación de la Corte en la villa podía tener carácter definitivo. Valladolid no sólo rebosaba de artesanos competentes y nobles de primera fila, sino que las Cortes y la vida política no daban ninguna impresión de provisionalidad. Al contrario, una vez llegado el medio siglo, el progreso de la ciudad se manifestaba en todos los órdenes. Valladolid crecía, su caserío desbordaba los antiguos límites y la población aumentaba a un ritmo regular. No cabemos ya dentro de la muralla, decían orgullosos los vallisoletanos. Y ellos mismos se replicaban: Construiremos otra mayor que nos acoja a todos. Un visitante flamenco, Laurent Vidal, decía de ella: Valladolid es una villa tan grande como Bruselas. Y el ensayista español Pedro de Medina medía la belleza de la Plaza Mayor por los huecos que ofrecía al exterior:
¿Qué decir -escribía- de una plaza con quinientas puertas y seis mil ventanas?. Pero, doblado el medio siglo, la construcción, activa ya desde 1540, se aceleró, se acabaron de urbanizar las Tenerías, frente a la Puerta del Campo, y se levantaron importantes edificios más allá de las puertas de Teresa Gil, San Juan y la Magdalena. Las huertas de Santa Clara perdieron pronto su carácter agrícola y se convirtieron primero en solares y, luego, en casas de pisos con balcones de herraje, formando un barrio que corría paralelo al río Pisuerga.
El frenético ritmo de edificación hizo surgir en todas partes nuevas manzanas de casas, utilizando tanto los espacios cerrados, patios y jardines, como los terrenos abiertos de los arrabales. Para Cipriano Salcedo y sus convecinos constituyó un motivo de orgullo la transformación de su barrio, desde la Corredera de San Pablo a la Judería, próxima al Puente Mayor. Tres docenas de casas de nueva planta se habían edificado en las calles Lechería, Tahona y Sinagoga, y otras tantas aún más sólidas en la huerta del Convento de San Pablo cedida para este fin. Para dar salida a estos bloques se abrió la calle Imperial, que enlazaba con el barrio recién construido. Otras licencias para obras de envergadura se concedieron, asimismo, en la calle Francos y en la huerta del convento de monjas de Santa María de Belén, entre el Colegio de Santa Cruz y la Plaza del Duque.
Pero lo más espectacular fue la expansión de la villa por las parroquias de extramuros: San Pedro, San Andrés y Santiago. Las cesiones de terreno de los hermanos Pesquera, que facilitaron sesenta y dos nuevos solares, resultaron beneficiosas incluso para los donantes, lo que indujo a otros propietarios a cambiar sus fincas, por una renta anual vitalicia, en lugares concretos como la calle de Zurradores, la linde del camino de Renedo y la del de Laguna, a la izquierda de la Puerta del Campo.
En este tiempo, mediada la década, Valladolid se convirtió en un gran taller de construcción sobre el que pasaban los años sin que su febril actividad conociera reposo.
Simultáneamente a la erección de nuevos edificios, nació entre las clases pudientes la necesidad de acondicionarlos, de amueblarlos conforme a las más exigentes normas estéticas europeas. La decoración interior empieza entonces a ser considerada un arte. La Corte y sus exigencias van imbuyendo en los vallisoletanos una propensión al consumo cuya primera manifestación es el adorno. Incluso Teodomira Centeno, que durante años se había conformado con un discreto pasar, se sintió arrastrada de pronto por la fiebre de suntuosidad que impulsaba a sus convecinos. Para Cipriano Salcedo, el derroche de su mujer revelaba, por una parte, un contagio social y, por otra su carácter inestable. Teo explicaba de manera expresiva esta debilidad: el día que no gasto cien ducados lo considero un día perdido, confesaba a su marido. Esta obsesión por el gasto, junto a la observancia rigurosa de la terapia del doctor Galache, llenaron su vida en aquellos días. Con una particularidad, la tía Gabriela, tan reticente años atrás al matrimonio de Cipriano, se convirtió de pronto en la más fiel amiga y aliada de su esposa.
El proverbial buen gusto de la tía se unió a la fabulosa fortuna de su sobrina. Teo no sólo era dócil sino que aceptaba agradecida las sugerencias de Gabriela. “ La Reina del Páramo” conocía sus límites, se sabía mejor esquiladora que su tía pero carecía de un gusto tan decantado como el suyo. Por si fuera poco, la tía Gabriela, que ya se aproximaba a los sesenta, había encontrado en el despilfarro del dinero ajeno una actividad rejuvenecedora. En cuanto a Salcedo, poco apegado a las cosas materiales y embarcado en problemas trascendentes, apenas le afectaba la propensión al hedonismo de su cónyuge, antes bien, la alentaba.
A estas alturas de su vida le agradaba una mujer ocupada, distraída, ya que Teo iba dejando de ser para él un elemento de sosiego al mismo tiempo que un aliciente perturbador. Se había equivocado con ella. Su tamaño, su blancura de estatua, la ausencia de vello y de sudor no dejaban de ser defectos que su fantasía de pretendiente había convertido en atributos.
Aquella figura carnosa, prieta y lacteada le decía ya muy poco como mujer y nada como sombrilla protectora. Su relación era simple: Teo le servía cada noche el preparado de escorias de plata y acero y, a cambio, le exigía mensualmente cinco días de respeto. Teo seguía viviendo alentada por la esperanza de ser madre. Creía a cierra ojos en la promesa del doctor Galache y se atenía escrupulosamente a sus instrucciones. Cualquier día quedaría preñada de Cipriano y el pronóstico del doctor se habría cumplido.
Cipriano, por el contrario, ingería la pócima nocturna por complacerla. No creía en ella en absoluto. Tenía el convencimiento de que Galache había utilizado la receta como recurso para quitarse de encima a una histérica. Transcurridos los cinco o seis años previstos ya vería el mejor modo de prolongar la expectativa. Pero Teo no cejaba. Para ella las relaciones íntimas tenían el mismo fin que las escorias de plata y acero o sus tomas de salvia con sal después de los cuatro días de abstinencia. Ya no enredaba con “la cosita”. Ese juego había pasado a la historia como la escalada de Cipriano hasta la meseta de las protuberancias. Olvidado ya de la sapina y de su desapacible cópula, Cipriano aceptaba el débito sin reticencias ni entusiasmos, lo mismo que ella, es decir con desventaja, ya que él no creía en la terapia del doctor para activar la descendencia y ella sí. En esta situación, de la inicial protección física que Teo le dispensara, no le quedaba otro recuerdo que el doblez de la almohada donde cada noche introducía su pequeña cabeza para conseguir conciliar el sueño.
Nada de esto impedía que Teo le mostrara con entusiasmo los progresos en la decoración de la casa.
Los muebles de pino iban desapareciendo sustituidos por otras maderas más nobles, principalmente roble, nogal y caoba. Con ello, su despacho, por ejemplo, iba ganando en calidad y riqueza: sobre la gran mesa de nogal reposaba una escribanía de avellano, a su lado un atril y, enfrente, una estantería de roble llena de libros. Bajo la ventana, Teo había dispuesto una arqueta veneciana de ébano con incrustaciones en marfil de escenas bíblicas. Una auténtica joya.
También los escañiles iban quedando para los pobres. Su lugar lo ocupaban ahora sillas de cuero u otras de estilo francés. Pero la transformación de la casa no se detuvo ahí. El dormitorio del matrimonio pasó de la eficacia a la coquetería. La vieja cama de hierro fue reemplazada por otra forrada de damasco carmesí cubierta por baldaquino de brocado de oro.
Frente a la cama, Teo instaló un tocador de caoba con los enseres de plata y, junto a la puerta, un gran arcón forrado de piel de ternera para la ropa de cama. Sin embargo, las copias de cuadros, que distribuyó por la parte noble de la casa, no tuvieron acceso al santuario matrimonial, tan venido a menos, donde las paredes estaban decoradas por guardamecíes dorados y, presidiéndolo todo, sobre el lecho, un crucifijo encargado ex profeso a don Alonso de Berruguete. En el mismo estilo, ennobleciendo puertas y ventanas y dando entrada a tapices y alfombras, decoró Teo la sala y el comedor. Únicamente quedaron en su antiguo estado las buhardillas del piso alto, los trasteros y la habitación de Vicente, el criado, junto a las cuadras, en la planta baja, que era intocable.
Pero el cambio más importante que experimentó la casa de la Corredera fue el relativo al ajuar:
toallas bordadas a punto real, sábanas de Flandes, pañuelos y pañitos de Holanda, almohadones alemanes y toda clase de ropa, incluida la interior, abarrotaban los gigantescos armarios. Y sobre anaqueles y rinconeras, juegos de té, jarras y candelabros, en plata y oro procedentes de las Indias. De oro y plata eran también las cuberterías, vinajeras, cascanueces, azucareros y saleros, ordenados en el aparador, frente al cual, en el juguetero veneciano, se exhibían porcelanas y cristales de Bohemia de exquisitas formas y tonos.
A Cipriano no dejaba de conmoverle el tesón de Teo por superar su pasado de esquiladora, no de olvidarlo, puesto que aparte del “Obstinado”, el ruin penco que conservó hasta su muerte, guardaba en su armario personal, como una reliquia, junto a ricas prendas de “ruan” y “holandas,” el acial y los juegos de tijeras y cuchillos de trasquilar, merced a los cuales obtuvo un día el título de “Reina del Páramo”. Cipriano dejaba que las cosas marcharan a su aire. No le desagradaban ni la molicie que el cambio hogareño comportaba ni la pasión que Teo ponía en ello. A veces, Teo y la tía Gabriela llegaban cargadas de chucherías al caer la tarde, Crisanta les servía unas pastas y un refresco y los tres charlaban largo rato sobre los nuevos proyectos y las últimas adquisiciones.
Pero, ordinariamente, Cipriano Salcedo vivía estas novedades un poco al margen, cada vez más embebido en los libros y los viajes.
Frecuentaba las visitas a Pedrosa, ya que la palabra de Pedro Cazalla, su compañía y adoctrinamiento habían llegado a hacérsele imprescindibles. A veces, esperándole en su casa, charlaba con Beatriz, la hermana, muy sutil e inteligente, con un extraño ángel en el rostro, luminosa y empecinada. Resultaba edificante la confianza con que vivía la teoría del beneficio de Cristo, sobre la que no admitía discusión. La Pasión del Señor había sido una obra perfecta y resultaba grotesco que algunos creyentes con sus mezquinas invenciones pretendieran enmendarle la plana al Redentor. Mantenía una activa vida de relación con las vecinas del pueblo y con tres de ellas se ocupaba del mantenimiento de la parroquia.
De cuando en cuando se presentaban en Pedrosa Cristóbal de Padilla y Juan Sánchez. El primero era criado de los marqueses de Alcañices y el segundo lo había sido de doña Leonor de Vivero, luego de Pedro Cazalla, en Pedrosa, quien acabó facturándoselo de nuevo a su madre debido a su entrometimiento. Padilla era un extraño ser, alto y desgarbado, con una melena larga y roja que le daba la apariencia de un personaje de cuento infantil. Contrariamente Juan Sánchez era un muchacho de baja estatura, cabezón, piel reseca y apergaminada pero muy activo y oficioso. Caballero en vieja mula, solo o acompañado de Cristóbal de Padilla, se había convertido espontáneamente en enlace de la comunidad de Valladolid con los grupos de Zamora y Logroño. En Zamora, era Padilla quien llevaba la batuta y organizaba catequesis en busca de nuevos adeptos, mostrándose con frecuencia demasiado audaz y arriesgado. Pese a las órdenes en contrario, Juan Sánchez le acompañaba en ocasiones. En cambio, Beatriz Cazalla era una muchacha cauta y discreta y cuando charlaba con ellos, dada su inteligencia, les abastecía de ideas y expresiones para su evangelización futura.
A veces discutían en torno a los sacramentos y el matrimonio de los clérigos, y Pedro Cazalla se creía obligado a intervenir para imponerles silencio.
Las charlas de Pedro Cazalla y Cipriano Salcedo solían ser itinerantes. De ordinario tomaban el carril de Casasola, con las salinas del Cenagal y el monte de La Gallarita al fondo, pero, a medio camino, solían sentarse en la cima del Cerro Picado, el más próximo al pueblo, y allí seguían departiendo mientras contemplaban las casitas molineras agrupadas a un costado de la iglesia, entre las acacias, y el ejido con el pajero del común, el pozo, y los restos de carros y trillos desguazados. Algunas tardes paseaban en dirección a Toro, entre sembrados y viñedos, hasta alcanzar el camino de Zamora. O bien se acercaban a Villavendimio, en cuyos terrenos yermos y arenosos empezaba a desarrollarse la pinada plantada por Martín Martín. En primavera, subían, de alba, con el perdigón, invariablemente a la linde de La Gallarita.
Poco a poco, Cipriano Salcedo se había ido convirtiendo en un conspicuo pajarero. Sabía identificar la voz de “Antón” entre las de otros machos decidores y distinguía a la perfección los cantos de llamada de los de recepción. Curtido en mil aguardos, ya no censuraba a Cazalla la sangre vertida. Vivía el duelo entre el hombre y el pájaro apasionadamente y, sumiso al cura, terminaba aceptando, tarde o temprano, todo lo que saliese de su boca.
Un día del mes de abril, cuando “Antón” emitía una llamada encendida desde lo alto del tanganillo, ante la terca mudez del campo, Pedro Cazalla le dijo brutalmente, sin preparación alguna, que no había purgatorio. Pese a estar sentado, la rudeza de Cazalla le produjo a Salcedo una extraña flaqueza en las rodillas y un vértigo en la boca del estómago. El cura le miraba de soslayo, atentamente, pendiente de su reacción. Le vio empalidecer como el día de la sapina y buscar acomodo para sus piernas en la angostura del tollo. Finalmente murmuró:
– E… eso no puedo aceptarlo, Pedro. Forma parte de la fe de mi infancia.
Estaban encerrados en el tollo, sentados en la banqueta, el uno junto al otro, Cazalla con el retaco cargado entre las piernas, ajenos ambos al comportamiento del perdigón. Dijo Cazalla dulcemente encogiendo los hombros:
– Es muy duro, Cipriano, lo comprendo, pero debemos ser coherentes con nuestra fe. Observando los mandamientos ninguna cosa hay que no nos sea perdonada por la Pasión de Cristo.
Salcedo parecía a punto de llorar, tal era su desolación:
– Tiene razón vuesa paternidad -dijo al fin-, pero con esta revelación me deja desamparado.
Pedro Cazalla le puso una mano en el hombro:
– El día que don Carlos de Seso me lo dijo sufrí tanto como vos. Las tinieblas me envolvían y sentí miedo. Estaba tan atribulado que pensé en denunciar a don Carlos al Santo Oficio.
– Y ¿cómo superó esa angustia?
– Sufrí mucho -repitió-. Me sentía empecatado. En los días siguientes no pude decir misa. Así es que, una mañana, aparejé la mula y me fui a Valladolid. Tenía necesidad de ver al virtuoso teólogo, don Bartolomé Carranza. ¿Le conoce vuesa merced?
– Tiene fama de santo y sabio.
Pedro Cazalla retiró la mano de su hombro y prosiguió:
– Me confié a él, le abrí mi alma. Don Bartolomé me dirigió una mirada adivinadora y me preguntó: ¿quién le ha dicho lo del purgatorio? No se lo quise decir y, entonces, él añadió: y si lo acierto, ¿vos me lo confirmaréis? Y como yo le respondiese que sí, él pronunció el nombre de don Carlos de Seso y yo bajé la cabeza asintiendo.
Pedro Cazalla hizo una pausa, como esperando una reacción inmediata de Salcedo, pero éste tenía la boca seca y le costaba articular palabra:
– Y ¿qué le dijo su paternidad? -inquirió al fin.
– Fui yo quien le advertí que me creía en el deber de dar parte al Santo Oficio, de denunciar a don Carlos, pero él me aquietó, que me sosegara, que no delatara a nadie, que regresase a mi curazgo y rezase la misa como todos los días.
Y así lo hice y él, en tanto, mandó un correo a Logroño rogando a don Carlos que viajara a Valladolid, que le iba mucho en ello. Y don Carlos vino por la posta y se fue directamente al Colegio de San Gregorio a hablar con don Bartolomé Carranza, pero en el patio nos encontramos y él entonces me dio la paz en el rostro, me besó en la mejilla, cosa que nunca había hecho conmigo, y esto me conmovió.
Y juntos subimos a la celda del teólogo pero éste me dijo que yo quedara fuera, que no era menester mi presencia. Y, al decir de don Carlos, al verse solos, le preguntó si era cierto que me había dicho que no había purgatorio y que en qué lo fundaba. Y Seso le respondió que en la superabundante paga que había dado Nuestro Señor por nuestros pecados con su pasión y muerte. Y su paternidad le advirtió entonces que ninguna buena razón era suficiente para apartarse de la Iglesia ya que no todos los hombres se iban de este mundo tan llenos de fe como la que él demostraba. Luego le advirtió que estaba en vísperas de irse a Inglaterra con el Rey nuestro señor pero que, tan pronto regresara, procuraría escucharle y satisfacerle más particularmente. Y, antes de despedirse, alabó de nuevo su fe y siguió sin condenar sus palabras.
Únicamente le encareció que guardase el secreto de la entrevista.
Exactamente le dijo: Mirad que esto que ha pasado aquí, aquí quede enterrado y por ninguna circunstancia lo digáis.
El interés con que escuchaba la historia apartó de momento a Salcedo del motivo de su aflicción. Y aprovechó la pausa de Cazalla para preguntarle:
– Y ¿volvieron a hablar en alguna ocasión de este negocio?
Cazalla encogió los hombros.
Dijo con cierta amargura:
– Su paternidad aún no ha terminado con sus quehaceres.
A “Antón” se le quebró en el cuello el último coreché. El pájaro se mostraba aburrido y desanimado; el campo parecía desierto.
Cazalla se incorporó en el tollo, las manos en los riñones. Dijo, cambiando de tono:
– A la caza no hay que buscarle las cosquillas. Si dice que no, es mejor dejarlo.
Por la noche, en la posada, Cipriano padeció angustias de muerte, no consiguió dormir. Sentía su espíritu turbado, afligido.
Ya en el tollo había experimentado un tirón violento, como una amputación. Ahora advertía que su mundo se había visto alterado de raíz con las palabras de Cazalla. Y, entre el cúmulo de ideas que se mezclaban en su cabeza, solamente una veía clara: la necesidad de modificar su pensamiento, poner todo patas arriba para luego ordenar serenamente las bases de su creencia. Se levantó antes de amanecer y las primeras luces del alba le sorprendieron en Villavieja. Ya en Valladolid, rebuscó afanosamente entre los libros. Allí estaba lo que buscaba. La frase de Melchor Cano le apaciguó momentáneamente: la intención de Carranza ha sido siempre ortodoxa, decía. Pero don Bartolomé se identificaba con Seso y de ahí que no lo hubiera denunciado. Bartolomé Carranza seguramente creía que no existía el purgatorio, pero era consciente del riesgo de proclamarlo así sin tener en cuenta la formación del interlocutor. El gran teólogo era, sin duda, un hombre escrupuloso y prudente.
Antes de cumplir una semana, la inquietud de Cipriano le llevó de nuevo a Pedrosa. Le sorprendió que Cazalla, probablemente en un acceso de humildad, le llamase hermano. El párroco no abrigaba dudas sobre la relación entre Seso y Carranza. Entre ellos existía una evidente analogía de pensamiento.
Melchor Cano tenía razón en ese punto. Caminaban por el carril de Toro, en una tarde apacible, cuando vieron venir en sentido contrario un esbelto corcel, envuelto en una nube de polvo. Pedro Cazalla no se alteró cuando dijo:
– Si no me equivoco aquí tenemos a don Carlos de Seso en persona.
El caballo, boquifresco, estrellado, de remos finos, fue lo primero que atrajo la atención de Salcedo. Enseguida se advertía que no era un caballo del montón sino escrupulosamente elegido: un animal albazano, impaciente, que piafó elegantemente al alcanzar la altura de los dos hombres. El caballero les saludó antes de apearse. Se trataba de un hombre esbelto, delgado, de mirada clara, unos años mayor que Cipriano. Rubio, de breve barba y pelo corto, tocado con una gorra italiana, su atuendo, con mangas lisas a la turca, vistas las puntas de la camisa y calzas enteras picadas, parecía el más adecuado para cabalgar. Daba la impresión de hombre de mundo, petimetre y altivo sin pretenderlo.
Procedía de Toro. Iba a ser nombrado corregidor y había visitado la villa para saludar a los viejos amigos. Era hombre facundo, de verbo matizado, cuya desenvoltura atraía. Conducía a “Veronés”, su caballo, de la brida y caminaba entre Cipriano y Cazalla con naturalidad. Sin preámbulo alguno se dirigió a Salcedo: había conocido a un tío suyo muchos años atrás, en Olmedo, durante la peste, hombre culto, justamente afamado, abierto.
A Pedro le había oído hablar de él, de Cipriano, como terrateniente fuerte y hombre espiritualmente inquieto. Más tarde charlarían.
Pensaba dormir en la posada de Baruque y partir muy de mañana para Logroño.
Beatriz Cazalla, la hermana de Pedro, les recibió con mucho afecto y desenfado y los invitó a cenar; no tenía cena para tantos pero lo arreglaría con un pernil. Don Carlos trataba a Beatriz con una mezcla de familiaridad y respeto.
La embromaba y ella reía sin parar. Cazalla aseguraba que era como su madre, mujeres sin telarañas en la cabeza, que habían nacido para reír. Durante la cena y la sobremesa se abordaron temas triviales: la afición a la caza de Pedro, el viñedo, el revoque de la iglesia, pero tan pronto se vieron solos Seso y Salcedo en la sala de la fonda ante una jarra de vino, Salcedo afrontó sin vacilaciones el tema del purgatorio. Le había parecido tan oportuna la irrupción de don Carlos que no dudó que Cazalla le había enviado un correo encareciéndole su presencia. Sobre el arcón había un gran crucifijo y, al advertirlo, Seso lo señaló teatralmente con un dedo y dijo:
– Ahí tiene vuesa merced mi purgatorio. Ése es mi purgatorio.
Hacía el efecto de un iluminado. En chancletas, con sus ojos grises muy fijos, la bata de viaje, se diría que su personalidad había mudado. Salcedo le miraba implorante, haciendo ostensible el sufrimiento de los últimos días.
– Los españoles dan mucha importancia a este negocio del purgatorio -comentó don Carlos sonriendo-. En mi país se acepta su inexistencia como consecuencia lógica de la nueva doctrina. Don Bartolomé Carranza se resistió a escucharme cuando le quise dar las razones; las dio por sabidas.
La hija de Baruque se había retirado después de cebar el candil y echar unos leños al fuego. Mientras don Carlos se servía un nuevo vaso de vino, Cipriano sacó fuerzas de flaqueza para decir:
– Y… y a mí ¿podría decirme vuesa merced en qué basa su convencimiento? Carezco de las luces y la santidad de su reverencia.
La metamorfosis de don Carlos se había ido completando. La aparente despreocupación del camino había desaparecido de él y, pese a lo agraciado de su rostro, a su breve melena rubia, más parecía un hombre de iglesia, presto a iniciar un sermón, que un caballero. Sus ojos claros miraban ahora con empeño las pequeñas manos peludas de Cipriano:
– No quiero cansarle -dijo con aire protector-. Para mí hay tres razones de peso que demuestran la inexistencia del purgatorio…
Dejó su razonamiento en suspenso y Cipriano aproximó el rostro a sus labios, temeroso de que no llegara a formularlas:
– Le escucho -dijo impaciente, apremiándole.
Don Carlos clavó sus ojos grises en su rostro y reanudó la exposición:
– En primer lugar, al aceptar que no hay purgatorio, reconocemos haber recibido de Cristo la mayor misericordia. A esto, añada vuesa merced que ni los Evangelistas ni San Pablo aluden a él en sus escritos. Por último, y esto para mí también es esencial, tenemos la posición de don Bartolomé de Carranza, hombre santísimo y de gran sabiduría. ¿Necesita vuesa merced más y mayores evidencias?
Parpadeó reiteradamente Cipriano Salcedo como deslumbrado.
Operaba sobre él una especie de fuerza sobrenatural que parecía provenir de aquel hombre. Le convencían sus razones, las tres, especialmente la segunda: ¿por qué los Evangelistas no habían aludido al purgatorio y sí lo habían hecho al cielo y al infierno? Pero don Carlos no le daba tiempo a reflexionar. Hablaba y hablaba sin mesura. Remachaba el clavo. Para afrontar su nueva fe, don Carlos le recomendaba visitar a Cazalla, el Doctor, hablar con él. Frecuentar los conventículos, cambiar impresiones con los hermanos. No lo deje. Nuestra fuerza no es grande pero tampoco despreciable.
No se quede sentado en una silla.
Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia. Dispone de cenáculos en Valladolid, Toro, Zamora, en muchos sitios. Cipriano se apresuraba a tomar nota mental de sus consejos, de los nombres de personas y lugares que le recomendaba. Y, de pronto, don Carlos alteró la dirección de su discurso, le habló de Trento, había estado allí y el Concilio no había suscitado en él grandes esperanzas. Le habló también de Juan Valdés, fallecido unos años atrás, como su verdadero maestro y así fue encadenando temas hasta que la fatiga y el sueño llegaron a dominar a ambos interlocutores.
A la mañana siguiente, muy temprano, cabalgaron juntos hasta Valladolid. Don Carlos iba a Logroño, a Villamediana, donde vivía. Por primera vez admiraba Salcedo en otro caballo cualidades que no advertía en el suyo: “Veronés” arrancaba a galope desde el trote corto, sin transición y era capaz de detenerse en dos cuerpos, cosa que “Relámpago” y él nunca habían conseguido. Se trataba de un corcel brioso y bien educado.
Don Carlos le informó que lo había adquirido en Granada y tenía más de la mitad de sangre árabe.
Cipriano encontró a su mujer al borde de una nueva crisis. Desde que dejó de representar para él un refugio y un incentivo carnal, Salcedo sólo aspiraba a una cosa:
que le dejase en paz. No creía en las palabras del doctor Galache ni en los plazos que Teo observaba con rigurosa exactitud aunque fingiera hacerlo para mantener la paz conyugal. De ahí que en cada una de sus salidas, una bolsita con escorias de plata y acero, que su esposa le preparaba, formara parte de su equipaje. Indefectiblemente la bolsita volvía intacta pero ella no lo advertía. Creía que Cipriano vivía las instrucciones del doctor con el mismo convencimiento con que ella lo hacía. De esta manera el matrimonio iba sobreviviendo, mas, esta vez, el regreso fue desolador. Teodomira no salió a recibirle al vestíbulo. La encontró en su cuarto, en pleno ensimismamiento, mirando por la ventana sin ver.
Maquinalmente le devolvió el beso que le dio en la mejilla, pero de una manera tan fría que Cipriano se preguntó qué novedad le esperaría esta mañana. Unas veces había sido “Obstinado”, otras sus menosprecios, otras, en fin, su infecundidad, pero era evidente que su enajenación quería decir algo. Le acompañó a la habitación para desvestirse. Cipriano aún no se había acostumbrado a los nuevos tapices, los cortinones, el dosel… Le abrumaban. Pero, inopinadamente, Teo se pronunció con acento dominante:
– Digo Cipriano que esta costumbre de dormir juntos, en una misma cama, es una porquería.
– ¿Una porquería? Es lo que suelen hacer los matrimonios, ¿no?
Ella se iba enardeciendo poco a poco.
– ¿De veras te parece normal que pasemos nueve de las veinticuatro horas del día intercambiando nuestros efluvios, nuestros alientos, oliéndonos de continuo el uno al otro como dos perros?
– Bueno -convino su marido sobre la marcha-: quizá tengas razón.
Tal vez debamos poner otra cama aquí.
La gran figura de Teo se desplazaba con ligereza de un lugar a otro de la estancia. Agarró una de las columnas del lecho y la sacudió con fuerza. Tembló el dosel arriba:
– ¿Dos camas aquí? -preguntó irritada-. ¿Es eso todo lo que se te ocurre después de devanarme los sesos para adecentar el dormitorio?
Destrozarlo con una cama auxiliar.
¡Eso! ¡He ahí la sugerencia del gran hombre!
Teo, en la pendiente, era como un alud, cada vez adquiría mayor fuerza y extensión. Alcanzado este extremo, Cipriano vaciló: ¿debía acatar su sugerencia o disentir?
Él no ignoraba que de aceptar su juicio sin lucha, el tema inicial de la confrontación, generalmente nimio, podría derivar hacia otro más personal y explosivo. Y, en el caso de optar por el enfrentamiento, cabía que la exasperación de su esposa, en un increscendo previsible, terminara pasando de las palabras a los hechos. Cipriano no olvidaba que, en la crisis que precedió a la visita al doctor Galache, Teo le había amenazado una noche en la cama, incluso llegó a atenazarle la garganta con sus blancas manos poderosas. Desde ese momento había adoptado ante ella una postura ambigua no exenta de prevención. Es lo que había hecho esta mañana al advertir su alejamiento: ni aceptar a ojos cerrados, ni discrepar tajantemente, sino esperar que las cosas madurasen por sí solas. Trató de amansarla con palabras amables, pero ella siguió con sus destemplanzas. Tan sólo se apaciguó el enfrentamiento cuando Teo le condujo a un viejo trastero contiguo que acababa de habilitar para dormitorio:
– ¿Qué te parece? Crisanta y yo lo hemos dispuesto para ti.
Cipriano miraba acongojado el ventanuco, la otomana en un rincón, junto a la arqueta que iba a hacer las veces de mesilla de noche, donde de momento reposaba un candelabro de plata. Una esterilla como posapié, un armario de pino, dos sillas de cuero y un árbol para colgar la ropa constituían todo el mobiliario. Cipriano pensó que había sido expulsado del paraíso pero, al propio tiempo, tenía la solución inmediata del problema al alcance de la mano. Claudicó:
– Está bien -dijo-, es suficiente. Después de todo la ostentación resulta superflua en un dormitorio.
Teo sonreía. Cipriano había sabido valorar su esfuerzo. Le condujo hasta la puerta de la alcoba. A la derecha del marco, adherida a la pared, había una hoja de papel, donde ella había transcrito una especie de calendario. Los cuatro días de abstinencia recomendados por el doctor Galache estaban recuadrados en rojo. Sonrió con remota picardía:
– No trates de engañarme -dijo-. Tengo un cuadro igual a éste en la cabecera de mi lecho.
Las aguas habían vuelto a su cauce. Teo exultaba. No se dada cuenta de que había sido vencida.
Por su parte, recobrada la libertad, conforme con las indicaciones de Seso, Cipriano decidió visitar al doctor Cazalla. No le encontró en casa pero le recibió su madre, doña Leonor de Vivero, una mujer de edad que sin embargo conservaba una vigorosa lozanía. Una piel fresca, sus ojos azules y vivaces, la serena coordinación de movimientos, su denso cabello blanco, alejaban cualquier idea de senectud.
Una galera de brocado hasta los pies y la gorguera de lechuguilla blanca terminaban de perfilar su figura. Sonreía al hablar, con una sonrisa dentona, como si le conociera de toda la vida. Pedro le había hablado de él, de su devoción, de su probidad, de su buena disposición hacia el prójimo.
Agustín regresaría tarde; tenía una reunión en el cabildo. El pequeño gabinete donde se encontraban era un trasunto del resto de la casa agobiada y oscura, donde los muebles pesados, de mucho bulto, ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Únicamente la sala de reuniones, el oratorio, que doña Leonor le mostró solícita, escapaba de la norma. Era una habitación desahogada a costa del resto de la casa, el techo de vigas vistas, sin otro menaje que un pequeño estrado con una mesa y dos sillas y una larga fila de escañiles:
– Aquí celebramos nuestras reuniones mensuales explicó doña Leonor-. Espero que vuesa merced nos haga el honor de acompañarnos en la próxima. Agustín le dará las instrucciones precisas.
La capilla no tenía otra ventilación que un angosto hueco a poniente con la contraventana almohadillada para amortiguar los ruidos y la luz.
Cipriano volvió con frecuencia por casa de doña Leonor de Vivero. Era una mujer tan abierta y esparcida que no le importaba que el Doctor se retrasara. También ella le recibía con muestras de contento y escuchaba sin pestañear su divertido anecdotario. Nunca Cipriano se había visto tan halagado, y, por primera vez en su vida, dilataba el final de sus historias que, en su timidez innata, siempre había tendido a resumir.
Y doña Leonor reía fácilmente pero con discreción, sin estrépito, sin risotadas explosivas, como con una vibración monocorde del velo del paladar. A pesar de su contención, lloraba riendo, y sus lágrimas animaban a Cipriano que nunca había valorado su sentido del humor. Enlazaba un relato con otro y a la cuarta visita había agotado el filón de sus anécdotas impersonales y, sin solución de continuidad, inició el repertorio de las protagonizadas por él o sus allegados. Las historias de don Segundo, “el Perulero”, o las de su esposa “ la Reina del Páramo”, desencadenaron en doña Leonor verdaderos ataques de hilaridad. Se desternillaba sin descomponerse, atildadamente, con un ligero cloqueo, sujetándose delicadamente el estómago con sus manos chatas y cuidadas. Y Cipriano, una vez lanzado, no se paraba en barras: el sobrenombre de su mujer, “ la Reina del Páramo”, provenía del hecho de que esquilaba borregos con mayor rapidez y destreza que los pastores de Torozos. Por su parte, su padre recibía a las visitas con un modelo de calzas acuchilladas que los lansquenetes habían puesto de moda allá por el año 25 en Valladolid. Doña Leonor reía y reía y Cipriano, ebrio de éxito, le contaba con buen humor que el doctor Galache le había recomendado un preparado de escorias de plata y acero para aumentar su fertilidad.
Una tarde, animado por la atención de doña Leonor, le confió su pequeño secreto:
– ¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma?
– No le entiendo, Salcedo.
– Quiero decir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia del castillo de Wittenberg.
– ¿Es posible o bromea vuesa merced?
– El 31 de octubre de 1517 exactamente. Mi tío me lo contó.
– ¿Estaba usted predestinado entonces?
– En ocasiones he estado a punto de admitir esa superchería.
Doña Leonor le miraba con una ternura intelectual admirativa, los incisivos asomando entre sus labios rosados:
– Le propongo una cosa -dijo tras una pausa-. El próximo cumpleaños de vuesa merced lo celebraremos aquí, en casa, en compañía del Doctor y el resto de mis hijos. Una comida de acción de gracias. ¿Qué le parece?
Doña Leonor y Cipriano Salcedo se hicieron mutuamente imprescindibles. Él pensaba a menudo que, tras el fracaso sentimental con Teo, doña Leonor venía a sustituir a la madre que había esperado encontrar en ella. El caso es que cuando tenía cita con el Doctor, llegaba a su casa antes de tiempo sólo por el gusto de conversar un rato con doña Leonor. Y allí, sentados en las sillas de cuero del pequeño gabinete, charlaban y reían y, de cuando en cuando, ella le invitaba a una merienda.
Pero tan pronto aparecía el Doctor, ella se levantaba, recortaba su espontaneidad, siquiera su autoridad siguiese manifestándose sin palabras. Aquella casa, sin duda, había sido un matriarcado que los hijos habían reconocido y alentado espontáneamente.
En el despachito, paredaño a la capilla, conversaban Cipriano y el Doctor, sentados en torno a una mesa camilla ya que su paternidad se enfriaba incluso en el mes de agosto. La habitación estaba forrada de libros y, fuera de ellos y de un pequeño grabado de Lutero que presidía la mesa de pino, junto a la ventana, carecía de otros adornos. Día a día, Cipriano comprobaba la fragilidad del Doctor, su hipocondría y, al propio tiempo, su agudeza, su admirable orden mental. Le había acogido como a un hijo de su hermano, tanto fue el interés que Pedro Cazalla puso en presentárselo. Pasaban largos ratos juntos y el Doctor, muy pagado de su alto magisterio, iba imponiendo a Salcedo en los principios de la nueva doctrina. Su acento persuasivo, sus asequibles razonamientos, le ayudaban en el empeño.
Y para Cipriano, el mero hecho de disponer para él solo de la palabra del gran predicador, venerado en la ciudad, constituía ya un motivo de engreimiento. Al propio tiempo, después de haber admitido la inexistencia del purgatorio, a Cipriano Salcedo poco le costaba ya aceptar la inutilidad del monjío como estado, el celibato sacerdotal o rechazar a los frailes fariseos.
Cristo nunca impuso a los apóstoles la soltería. San Pedro, concretamente, era un hombre casado.
Salcedo asentía y asentía. Jamás dudaba. Se le antojaban verdades contrastadas, de pata de banco, las que el Doctor exponía. Análoga facilidad encontró para rechazar el culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias, los diezmos mediante los cuales la Iglesia explotaba al pueblo y el sacerdocio institucional. O para asumir la comunión en las dos especies, lógica a la vista de los evangelios.
Todo era sencillo para Cipriano ahora. Tampoco se había cuestionado la confesión mental. Nunca había sentido aversión por descargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora directamente ante Nuestro Señor le dejaba más tranquilo y satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la confesión auricular.
Recogido en el rincón más oscuro del templo, en silencio, fascinado por la llamita que brillaba en el sagrario, Cipriano se concentraba y llegaba a sentir muy cerca la presencia real de Cristo en el templo, incluso una vez creyó verlo a su lado, sentado en el escañil, la túnica refulgente, la mancha blanca de su rostro enmarcada por sus cabellos y su puntiaguda barba rabínica.
A juicio de Cipriano, ninguna de las enseñanzas del Doctor afectaba en profundidad a la creencia.
Solía hablarle lenta, suavemente, pero el rictus de amargura no desaparecía de su boca. Quizá aquel rictus expresaba las inquietudes y temores que el Doctor reservaba para sí. Solamente hubo una novedad con la que tropezó Cipriano:
La preterición de la misa. Por mucho que se esforzara no podía llegar a considerar el domingo como un día más de la semana. Si no asistía a misa, tal vez más por costumbre que por devoción, le parecía que le faltaba algo esencial.
Treinta y seis años cumpliendo con el precepto habían creado en él una segunda naturaleza. Se sentía incapaz de traicionarla. Se lo dijo así al Doctor quien, contrariamente a lo que esperaba no se enojó:
– Lo comprendo, hijo -le dijo-.
Asista a misa y rece por nosotros.
También yo me veo obligado a hacer cosas en las que no creo. A veces es incluso aconsejable seguir con las viejas prácticas para no despertar sospechas en el Santo Oficio. Algún día podremos sacar a la luz nuestra fe.
– ¿Tantos somos los nuevos cristianos, reverencia?
El rictus de amargura se acentuó en su boca, y, sin embargo, dijo:
– Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos quieren hacer con nosotros.
A Cipriano le impresionó la respuesta del Doctor. ¿Pretendía insinuar que la mitad de la ciudad estaba contagiada por “la lepra”?
¿Quería decir que la gran masa de fieles que acudían a sus sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos Cazalla y don Carlos de Seso eran tres autoridades indiscutibles, más lúcidos que el resto de los humanos.
En sus ratos de recogimiento agradecía a Nuestro Señor que los hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había devuelto la serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agradecía a Dios el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como un relámpago la idea de si aquellas tres personas, tan distintas en el aspecto externo, no estarían unidas por el marco de la soberbia. Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso pensamiento. El Maligno no descansaba, se lo había advertido el Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero debía tratarse de aprensiones accidentales, pensaba, puesto que él acataba la voz de sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima de la suya que constituía un raro privilegio poder cogerse de su mano, cerrar los ojos y dejarse llevar.
Era enero, el día 29. El Doctor se levantó de la vieja silla y agitó con brío una campanita de plata que tomó de la escribanía.
Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con su rostro apergaminado, amarillo de papel viejo:
– Juan -dijo el Doctor-, al señor ya le conoces: don Cipriano Salcedo. Asistirá al conventículo del viernes. Convoca a los demás para las once de la noche. La contraseña es “Torozos” y la respuesta “Libertad”. Como siempre, mucha discreción.
Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:
– Lo que vuestra eminencia ordene -dijo.
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Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos.
Las criadas debían de haberse acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido.
Tampoco se movía Vicente en la habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras más inflamables como miedo y misterio.
Nadie fuera de ellos debía conocer la existencia de estas reuniones puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor del Santo Oficio caería implacable sobre el grupo.
En el umbral de la puerta de la calle se santiguó. No sentía temor aunque sí alguna inquietud. La noche estaba fría pero calma. Notaba en los huesos un frío húmedo impropio de la meseta. El silencio le desconcertó, no oía otra cosa que el ruido de sus propias pisadas alertándole, las patadas de los caballos en el empedrado de las cuadras, el paso lejano de una patrulla… Avanzaba casi a tientas, aunque arriba, donde las casas se acercaban, se adivinaba una difusa claridad lechosa. En alguna ventana hacían tímidos guiños los vislumbres de una lámpara, tan recogidos que su resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz de un borracho y la coz de una caballería contra una puerta de madera. Recorrió la calle de la Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la Estrecha. En esta vía, especialmente angosta, flanqueada por nobles palacios, la ansiedad de los caballos era más notoria. Pateaban el suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se embozó en el capuz. El recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada dobló a mano derecha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente las fachadas de las casas y, en particular, la negrura de los huecos. Caminaba casi por el centro de la calle, a la izquierda de la alcantarilla, y el imperceptible eco de sus pisadas contra los edificios le orientaba como a los murciélagos. Divisó de pronto la casa de madera que precedía a la de doña Leonor y se arrimó a las fachadas.
Los golpes de su corazón, bajo el capuz, eran ahora muy rudos. Cipriano vaciló. El Doctor le había advertido: no utilice vuesa merced la aldaba; produciría demasiado escándalo. Se aproximó a la puerta pero no llamó. Únicamente dijo “Juan” dos veces, a media voz.
Aunque sabía que Juan Sánchez era el encargado de recibir a los asistentes, no encontró respuesta.
Sacó la mano de bajo el capuz y dio dos golpes en la puerta con los nudillos. Antes de sonar el segundo oyó la voz rasposa de Juan Sánchez, a medio tono:
– Torozos -dijo.
– Libertad -respondió Cipriano Salcedo.
La puerta se abrió sin ruido, entró y Juan le dio las buenas noches. Juan hablaba en cuchicheos, y, sin levantar la voz, le preguntó si sabía el camino. Cipriano le invitó a quedarse en la puerta puesto que conocía la situación de la capilla, al fondo del angosto pasillo. Mientras caminaba por él, recordó de nuevo las misteriosas palabras de Pedro Cazalla:
secretismo y complicidad. Se estremeció.
Doña Leonor y el Doctor Cazalla ya estaban sentados en las sillas, sobre la tarima, tras de la mesa, cubierta con un tapete morado, encarados a los ocho grandes escañiles alineados abajo. El pequeño ventano del fondo tenía un almohadillado sobre la contraventana para impedir que las luces y las palabras trascendieran al exterior.
Cipriano saludó a los Cazalla con una inclinación de cabeza. Pedro estaba también allí, en el segundo banco, y le dirigió una mirada cómplice antes de sentarse. Una bujía sobre la mesa del Doctor y otra en un vano de la pared, junto al que Cipriano se había sentado, alumbraban tímidamente la estancia.
Entonces advirtió en el hombre que acompañaba a Pedro los rasgos inequívocos de la familia: sin duda era Juan Cazalla, otro hermano del Doctor, y, la mujer sentada a su lado, Juana Silva, su cuñada.
Distribuidos por los bancos, distinguió también a Beatriz Cazalla, don Carlos de Seso, doña Francisca de Zúñiga y al joyero Juan García. Preguntó a éste, que era el más próximo, con un hilo de voz, quiénes eran los ocupantes del cuarto banco, a la izquierda de la mesa presidencial. Se trataba del bachiller Herrezuelo, vecino de Toro, Catalina Ortega, hija del fiscal Hernando Díaz, fray Domingo de Rojas y su sobrino Luis. Antes de iniciarse el acto, entró en la capilla una mujer alta, cimbreña, de extraordinaria belleza, embutida en una galera ajustada al talle y un turbante en la parte alta de la cabeza, que levantó un ligero murmullo entre los convocados. El joyero Juan García se volvió a él y le confirmó: doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices. Minutos antes de aparecer doña Ana se había oído rodar un carruaje que no se detuvo hasta el siguiente cruce. Al parecer, doña Ana Enríquez temía la oscuridad pero, al propio tiempo, se mostraba prudente, no quería facilitar la localización del conventículo. Por último, cerrando la puerta tras sí, entró el servicial Juan Sánchez, con su gran cabeza y su piel arrugada, de papel viejo, que se sentó delante de Cipriano, en la esquina izquierda del primer escañil. Todos miraban expectantes al Doctor y a su madre, en lo alto del estrado, y, una vez que cesaron los cuchicheos, doña Leonor carraspeó y advirtió que se abría el acto con la lectura de un hermoso salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban a diario pero que ellos, por el momento, deberían conformarse con rezarlo. Doña Leonor hablaba con su voz lenta, bien modulada, potente pero reprimida. Cipriano miró a doña Ana, cuyo largo cuello emergía de la galera ornado con un collar de perlas, y la vio reclinar la cabeza y entrelazar devotamente los dedos de las manos.
Cipriano pretendía encontrar en las estrofas del salmo alusiones prohibidas:
Bendecid al Señor en todo momento, Su alabanza estará siempre en mi boca.
Mi alma se gloria en la alabanza del Señor, Que lo oigan los miserables y se alegren.
Al iniciar la segunda estrofa, doña Leonor, que seguramente había encontrado fría la primera, acentuó el énfasis, pero el Doctor la golpeó discretamente con el codo y ella bajó el tono:
Alabad conmigo al Señor.
Ensalcemos todos juntos su nombre; Porque busqué al Señor y me ha respondido, Me ha librado de todos los temores.
Ana Enríquez levantó la cabeza, carraspeó y sonrió dulcemente.
El Doctor se inclinó hacia su madre y cambió con ella una breve impresión. Doña Leonor seguía el orden del día y él se reservaba, como los divos, el final de la velada. El silencio era total en la sala cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre las reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno de los diálogos de Latancio y Arcidiano del libro de Alfonso de Valdés, “Diálogos de las cosas acaecidas en Roma”. El texto -dijo- mueve a la hilaridad pero les ruego lo celebren con un poco de discreción dados la hora y el lugar en que nos encontramos. Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguido, el cuello blanco sobresaliendo de la galera granate, su mano derecha, muy cuidada, aferrada al respaldo del escañil delantero. Doña Leonor, antes de empezar la lectura, advirtió que no pocas de estas creencias ridículas circulaban aún por nuestras iglesias y conventos y se respetaban como artículos de fe. Abrió el libro por donde indicaba la cinta y leyó: “Latancio” y, tras una breve pausa, continuó:
Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha permitido esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que sacan dinero de los simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de santa Ana, madre de Nuestra Señora. Y lo mismo os mostrarán en León, de Francia. Claro es que lo uno o lo otro es mentira si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal que quieran engañar a la gente y quieran tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es de algún ahorcado?
Cuál tendrían por mayor inconveniente: ¿que no se hallara el cuerpo de santa Ana o que por él se hiciese venerar el cuerpo de alguna mujer de por ahí?
Arcidiano
Mas querría que ni aquél ni otro ninguno pareciese, que no que me hicieran adorar un pecador en lugar de un santo.
Cipriano asentía a las palabras de doña Leonor, bajaba la cabeza afirmativamente ante la ingeniosa respuesta de Arcidiano.
La voz de doña Leonor proseguía:
Latancio
¿No querríais mejor que el cuerpo de santa Ana que, como dicen, está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se mostrara, que no que con el uno de ellos engañasen tanta gente?
Arcidiano
Sí, por cierto.
Latancio
Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Quisiera Dios que en ello se pusiera remedio.
El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos y también en Nuestra Señora de Auvernia (rumores de risas). Y la cabeza de sant Joan Baptista, en Roma y en Amiens, de Francia (cuchicheos y risas). Doce apóstoles habría si los quisierais contar, y, aunque no fueron más de doce, hallaríamos veinticuatro en diversos lugares del mundo. Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres y el uno lo echó santa Elena en el mar Adriático para amansar la tempestad y el otro hizo fundir un almete para su hijo y del otro hizo un freno para su caballo…
Súbitamente se oyeron pasos y ruido de voces en la calle. Inmediatamente cesaron las risas reprimidas de los congregados, doña Leonor interrumpió la lectura y levantó la cabeza. Reinaba un gran silencio; el auditorio, pendiente de la mesa, no respiraba. El Doctor Cazalla alzó su mano blanca y delgada y ocultó la llama de la bujía. Cipriano hizo otro tanto con la del vano, a su lado. Las voces se aproximaban. Doña Leonor miraba a los presentes uno por uno como queriendo transmitirles seguridad. El grupo parecía haberse detenido ante la casa y, de pronto, sonó una voz potente: “Pensaban ir juntos”, dijo la voz. Cipriano no dudó que habían sido descubiertos, que alguien los había delatado.
Esperaba crispado el aldabonazo pero éste no se produjo. Se oyó, en cambio, otra palabra, “mercenarios”, al pie de la casa. Luego ruido de pasos y de conversaciones entrecruzadas otra vez. Los rostros de los reunidos habían empalidecido y el temor asomaba a sus ojos. Pero, poco a poco, a medida que los pasos y las voces empezaban a alejarse, iba volviéndoles el color, excepto al Doctor que mostraba una lividez transparente, vidriosa. El grupo seguía alejándose y, una vez que las voces se convirtieron en un rumor, el Doctor liberó la luz de la vela y doña Leonor, serena en todo momento, tomó el libro y dijo simplemente:
”continuamos”. Y reanudó la lectura:
… del otro hizo un freno para su caballo -repitió-; y ahora hay uno en Roma, y otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León, y otros infinitos (volvieron las risas más animadas). Pues del palo de la Cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della fuese cierto, bastaría para cargar de leña una carreta.
Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia.
Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de sant Cristóbal, no tienen cuento. Y más allá de la incertidumbre que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. El otro día, en un monasterio muy antiguo, me mostraron las tablas de las reliquias que tenían y vi entre otras cosas que decía:
Un pedazo del torrente de Cedrón. Pregunté si era del agua o de las piedras de aquel arroyo y dijéronme que no me burlara de las reliquias. Había otro capítulo que decía: De la tierra donde apareció el ángel a los pastores. Y no les osé preguntar qué entendían por aquello.
Si os quisiera decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel sant Gabriel, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a éstas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de sant Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo ellos.
Arcidiano
Eso, como decís, a la verdad, es más de reír que de llorar.
Los últimos párrafos habían iluminado el rostro de doña Leonor con su sonrisa dentona. Cerró el libro y observó a los asistentes con evidente regocijo, en tanto, el Doctor, que apenas si había recuperado el color, retiró un poco la escribanía y cruzó los brazos sobre la mesa como solía hacer en el púlpito en los momentos cruciales. En la sala se habían producido algunas toses y carraspeos, aprovechando la pausa, pero al observar los preparativos del Doctor, se hizo de nuevo el silencio. La voz de Cazalla, entera y empañada como en los sermones, resultaba más asequible y confidencial que en la iglesia. Aludió al famoso diálogo de Latancio y Arcidiano, parte del cual acababan de escuchar, y dijo que era de por sí tan expresivo y jocoso, que casi sobraba todo comentario. Pero atraído, como siempre, por la sistemática y el orden dijo que, aprovechando la circunstancia de la lectura, iba a decir dos palabras sobre el tema que traían entre manos: las reliquias.
El auditorio se había distraído un poco, se miraban unos a otros, se saludaban inclinando las cabezas. Cipriano advirtió que don Carlos de Seso se volvía con frecuencia hacia Ana Enríquez. Y que el bachiller Herrezuelo tenía como una cicatriz que tiraba de su labio superior, imprimiéndole una mueca permanente que no se sabía si era de alborozo o de repugnancia.
Por su parte la familia Cazalla se había relajado. La palabra de la madre encerraba para algunos mayor atractivo que la del Doctor y varios de ellos habían reído en corto durante la lectura del coloquio de Latancio y Arcidiano. El Doctor inició así un breve comentario al texto. Volvió a mencionar el humor cáustico de Valdés y advirtió que el culto a las reliquias respondía de ordinario a invenciones urdidas sobre Cristo o los santos que, como diría Lutero, hacían reír al diablo. A lo largo de unos minutos intentó demostrar que las reliquias eran algo innecesario y no sólo inútil sino nocivo para la Iglesia y que deberíamos esforzarnos para desarraigar ese culto pueril de nuestras costumbres religiosas. Y con esa habilidad congénita del Doctor para enhebrar dos hilos en la misma aguja terminó hablando del problema de las indulgencias, tan frecuente en su oratoria, para decir que las indulgencias, para vivos y para muertos, se producían inevitablemente con el dinero de por medio y concluyó afirmando que estos negocios no sólo carecían de valor escriturístico sino que era evidente la falacia a que daban lugar.
Sus últimas palabras cayeron ya sobre un auditorio fatigado. Cipriano seguía con atención el desarrollo de los actos, pero se azoró cuando doña Leonor, una vez terminado el parlamento del Doctor, le sonrió desde el estrado y le dio la bienvenida en alta voz. Se trata de un hombre generoso y devoto, dijo, cuya colaboración nos será de gran utilidad. Todos volvieron la cabeza hacia él y asintieron, y doña Ana Enríquez dijo entonces que a la buena nueva de la incorporación del señor Salcedo al grupo debía añadir otra: el hecho de que dos personas muy ligadas a la Corona, de gran influencia política, estaban en contacto con uno de los hermanos y no tardarían mucho en unirse a ellos. Pedro Cazalla, visiblemente disgustado con estos optimismos fuera de lugar, replicó que era preciso actuar con prudencia y cautela, que la prisa no era buena consejera y que si en principio era provechoso incorporar a la secta personas influyentes, no debían olvidar el riesgo que semejantes adhesiones comportaba. Doña Catalina Ortega, por su parte, afirmó saber de buena tinta que la cifra de luteranos en España sobrepasaba los seis mil y que, por los mentideros de la Corte, circulaba la especie de que la princesa María y el mismísimo Rey de Bohemia simpatizaban con ellos. Una boca contagiaba a otra y Juana de Silva, la esposa de Juan Cazalla, de natural retraído, dijo entonces que el propio Rey de España veía con simpatía el movimiento reformista pero los compromisos de la Corte no le permitían exteriorizarlo. La euforia, como solía ocurrir en todos los conventículos, se iba extendiendo y, para tratar de reducir los hechos a la escueta realidad de cada día, el bachiller Herrezuelo tomó la palabra e hizo ver que todas estas victorias quiméricas eran propias de situaciones clandestinas como la que estaban viviendo y no conducían a nada práctico, salvo a crear falsas ilusiones que luego desmoralizarían al grupo al venirse abajo. El Doctor apoyó con calor las manifestaciones del bachiller Herrezuelo y anunció que iban a proceder a celebrar la eucaristía, el momento culminante de la reunión. Fervorosamente, sin revestirse, utilizando una gran copa de cristal y una bandeja de plata, con la audiencia arrodillada, don Agustín Cazalla consagró el pan y el vino y los distribuyó luego entre los asistentes que desfilaron ante él. Uno a uno regresaban a sus bancos con recogimiento y el Doctor terminó la ceremonia dando de comulgar a su madre en el estrado. Tras la acción de gracias, el Doctor, puesto en pie, les tomó juramento sobre la Biblia de que nunca revelarían a nadie el secreto de los conventículos y no delatarían a un hermano ni en tiempos de persecución. Tras el enérgico juramos con que respondieron los reunidos, la asamblea se disolvió y alrededor de la tarima se congregaron algunos circunstantes, comentando a media voz los últimos acontecimientos. Durante unos minutos Cipriano Salcedo constituyó la principal atracción, estrechando manos y recibiendo parabienes. El diligente Juan Sánchez, con su rostro de papel viejo, organizaba la evacuación discreta del piso formando parejas que abandonaban la casa cada dos minutos. Tras la salida de la primera pareja, regresó a la capilla y anunció la novedad:
– Está nevando -dijo.
Pero nadie pareció escucharle.
El grupo se desentumecía tras hora y media de inmovilidad y Ana Enríquez, a quien Cipriano Salcedo había preguntado por su domicilio, le informó que vivía parte del año en Zamora y otra parte en la casa de placer que su padre tenía en Valladolid, en la orilla izquierda del Pisuerga en su confluencia con el Duero. Le animó a visitarla para hablar de doctrina y confortarse mutuamente. Por su parte, el bachiller Herrezuelo expuso sus dudas sobre la eficacia de los conventículos y, en cualquier caso, si esa presunta eficacia compensaba el peligro que corrían y si no sería más útil y menos arriesgado mantener la comunicación entre los miembros por medio de correos periódicos mensuales. El Doctor admitió que no estaría mal simultanear ambos procedimientos, pero defendió los conventículos como única fórmula posible de convivencia y de compartir la eucaristía. Juan Sánchez, visto el fracaso de su primera advertencia y que la segunda pareja demoraba la salida, repitió:
– Está nevando.
Y, entonces sí, entonces surgieron los comentarios, las alarmas y las prisas. Fueron abandonando la casa de dos en dos y cuando, al final, solo ya, Cipriano Salcedo salió a la calle, advirtió en los copos que caían una cierta luminosidad. Se veía mejor que dos horas antes, el ambiente era más claro, y la nieve acumulada en el suelo avivaba esta impresión. Se embozó en el capuz y sonrió íntimamente. Se sentía contento y protegido, se esponjaba. Pero, más que los halagos de la acogida, le había emocionado la reunión en sí misma. En su mente confusa buscaba la palabra adecuada para definirla y cuando la halló sonrió abiertamente y se frotó las manos bajo el capuz: fraternidad; ésta era la palabra justa y lo que él había creído encontrar entre sus correligionarios. Aquel conventículo clandestino era una reunión de hermanos alentada por la fe y el temor, como las de los primitivos cristianos en las catacumbas, como las de los apóstoles tras la resurrección de Cristo. Sentía como una emoción indefinible que a ratos se traducía en una culebrilla fría por la columna vertebral. Tenía conciencia de que se hallaba al comienzo de algo, de que había entrado a participar en una hermandad donde nadie te preguntaba quién eras para socorrerte. Desde el criado Juan Sánchez a la aristócrata Ana Enríquez, todos parecían disfrutar de las mismas consideraciones allí. Una fraternidad sin clases, se dijo. Y, en un momento de euforia cordial, pensó en la posibilidad de hacer partícipes de su felicidad a sus amigos y asalariados, Martín Martín, Dionisio Manrique, incluso a sus tíos Gabriela e Ignacio. Pensó que no se hallaba lejos del mundo fraternal en que desde niño había soñado.
En una idealización inefable se vio, de pronto, como un apóstol propagando la buena nueva, organizando un conventículo multitudinario, tal vez en el almacén de la Judería, donde pastores, curtidores, sastres, costureras, tramperos y arrieros, alabarían juntos a Nuestro Señor. Y, llegado el caso, millares de vallisoletanos se congregarían en la Plaza del Mercado para entonar, sin oposición alguna, los salmos que ahora rezaba furtivamente doña Leonor al comenzar las asambleas.
A la tarde siguiente visitó a doña Leonor y a su hijo. Sabía por Pedro Cazalla y don Carlos de Seso que en Ávila, Zamora y Toro existían pequeños grupos cristianos, satélites del núcleo más importante de Valladolid, con los que, de vez en cuando, se relacionaban Cristóbal de Padilla, criado del marqués de Alcañices, y Juan Sánchez. Pero los movimientos de éstos, su tosco y elemental bagaje intelectual, su falta de tacto, preocupaban seriamente al Doctor. Había que tomar más en serio estos contactos y Cipriano podía ser el encargado de ello. Al Doctor le satisfizo su buena disposición. Le sobraban discreción, talento y dinero para afrontar la tarea. Luego quedaba Andalucía.
De Sevilla, del grupo luterano del sur, estaban cada vez más alejados y los cambios de impresiones, dada la vigilancia del Santo Oficio, eran muy precarios. Los sevillanos no ignoraban que un correo interceptado a tiempo podría desmantelar simultáneamente los dos focos protestantes en unas horas.
De ahí que la desconexión entre ambos fuese casi total. Don Agustín Cazalla vio, pues, con buenos ojos el ofrecimiento de Salcedo, su disponibilidad. Cipriano podía empezar por Castilla y terminar en Andalucía. Era buen jinete y no miraba el tiempo ni el dinero. Comenzó visitando los tres conventos de la villa donde tenían adeptos y con los que hacía meses que no se comunicaban: Santa Clara, Santa Catalina y Santa María de Belén. Portaba cartas de presentación para las monjas y celebró charlas de locutorio con las superioras: Eufrosina Ríos, María de Rojas y Catalina de Reinoso, respectivamente. Las tres eran incondicionales pero el Doctor deseaba saber si las nuevas ideas progresaban entre las novicias o permanecían estancadas. Su difusión era arriesgada en los conventos, al decir del Doctor, ya que nunca faltaban personas fanáticas prestas a ir con el cuento a la Inquisición. Eufrosina Ríos le confirmó los temores del Doctor en el convento de Santa Clara. No obstante, había sido una novicia, Ildefonsa Muñiz, profundamente identificada con la Reforma, la que había introducido en el convento el tratadito de Lutero “La libertad del cristiano”, y estudiaba la mejor manera de difundirlo.
Peor estaban las cosas en las Catalinas, donde, aparte el fervor de María de Rojas, nada se había alterado y, dadas las circunstancias, según información de la superiora, mejor sería de momento no intentarlo. La sorpresa vino del monasterio de Belén por boca de Catalina de Reinoso, la priora.
A través del torno, con su voz nasal, muy monjil, Catalina le dio cuenta del avance de las nuevas ideas intramuros. Eran muchas las religiosas que habían abrazado la teoría del beneficio de Cristo y le facilitó la relación: Margarita de Santisteban, Marina de Guevara, María de Miranda, Francisca de Zúñiga, Felipa de Heredia y Catalina de Alcázar. El resto de la comunidad estaba bien orientado; únicamente le pedía al Doctor dos cosas: libros sencillos y un poco de paciencia. Cipriano anotó los nombres de las nuevas cristianas y los incorporó al fichero que guardaba en su despacho y que, día a día, iba creciendo.
Antes de partir para Ávila y Zamora, Cipriano Salcedo encargó al impresor Agustín Becerril una edición de cien ejemplares de “El beneficio de Cristo”, tomando como base el manuscrito de Pedro Cazalla. Hombre guardoso, Becerril aceptó el encargo a cambio de una pingüe cantidad y, sopesando pros y contras, se comprometió a editar los ejemplares a condición de que nadie más se enterase de la operación. Él mismo, sin ayudas, realizó la tirada y, una noche, al cabo de un mes, Cipriano recogía el paquete en su coche, en la trasera de la imprenta. La posibilidad de disponer de cien ejemplares de “El beneficio de Cristo” fue muy comentada y celebrada en el conventículo del 16 de febrero. Ahora había que distribuir los libros con tacto, sin precipitaciones, procurando la mayor eficacia en su difusión.
En Ávila conectó con doña Guiomar de Ulloa, mujer de alcurnia, que, de vez en cuando, celebraba tertulias cristianas en un palacio pegado a la muralla. Aquella mujer dejaba traslucir una gran dignidad que aumentaba cuando tomaba la palabra. Su actividad era pequeña y no podía ser de otra manera: en la ciudad dominaba un catolicismo rutinario, decía, muy poco reflexivo y abierto. A cambio, sus cenáculos tenían fama por su altura y calidad. Por su casa habían pasado fray Pedro de Alcántara, fray Domingo de Rojas, Teresa de Cepeda y otra serie de personas eminentes. Cipriano la escuchaba con arrobo, recostado en la otomana, rodeado de cojines como un sultán. También pasó por aquí, dijo la dama, el doctor Cazalla a poco de regresar de Alemania. Con motivo de su visita convocó a los hermanos de la provincia, el barbero de Piedrahíta, Luis de Frutos, el joyero Mercadal, de Peñaranda de Bracamonte, y a su sobrino Vicente Carretero. El Doctor escuchó a todos, uno por uno, y dejó buena memoria de su paso, aunque él, personalmente, marchara decepcionado. Era una provincia difícil, áspera, dijo y doña Guiomar asintió. Cipriano Salcedo bebía ahora en las mismas fuentes, cambiaba impresiones con los mismos personajes, pero Luciano de Mercadal, el joyero, no se mostraba tan pesimista como doña Guiomar.
Era cierto que Ávila, la capital, era muy tradicionalista, pero en Peñaranda y Piedrahíta había facciones en vías de organizarse y él estaba en ello. De momento, en Peñaranda, podía contarse con doña María Dolores Rebolledo, Mauro Rodríguez y don Rafael Velasco, como incondicionales, y en Piedrahíta con el carpintero Pedro Burgueño animador de una terna interesante.
De ahí saltó Cipriano a Zamora, a Aldea del Palo. En el trayecto advirtió por primera vez en su caballo “Relámpago” unos repentinos desfallecimientos que le preocuparon. El animal no había conocido enfermedad y estas manifestaciones parecían graves. De pronto había dejado de ser el corcel infatigable, capaz de hacerse de una tirada y al galope el trayecto Valladolid-Pedrosa. Ahora había que concederle treguas, al paso o al trote corto. Pero estos desfallecimientos súbitos que evidenciaba ahora, seguidos de ruidosos ahogos asmáticos, constituían algo nuevo que evidenciaba que “Relámpago” había envejecido, no era ya caballo para una prisa, en el que poder confiar. Consultaría a su regreso con Aniano Domingo, el tratante de Rioseco, muy entendido en caballerías. De momento le palmeó el cuello y se dio cuenta de que el animal sudaba copiosamente. Así y todo llegó a tiempo a la reunión de Pedro Sotelo, en cuya casa tenía el proselitista Cristóbal de Padilla no sólo un refugio seguro sino un lugar apropiado para la celebración de cenáculos. Sotelo era hombre pigre, de gruesos carrillos, barbilampiño. Con Padilla formaba una pareja cómica: aquél con su trasero desmedido, bajo, barrigudo y Padilla con sus melenas rojas, lacias y descuidadas, flaco como un huso. No obstante, uno confiaba en el otro y parecían inseparables, aunque a Cipriano le preocupó la temeridad con que ambos se producían. En sus conventículos, a pleno día, no se exigían controles ni contraseñas. Todo el mundo podía entrar en la casa, con lo que las reuniones resultaban excesivamente vivas y agresivas sin cultos que las justificasen. Al llegar Cipriano, ya estaban allí, con los organizadores, don Juan de Acuña, hijo del virrey Blasco, recién venido de Alemania, Antonia del Águila, novicia de la Encarnación, el bachiller Herrezuelo y otra media docena de personas desconocidas. Mas, antes de que Acuña bromeara con la monja, entraron dos jesuitas que se sentaron en el último banco. Justo en ese momento don Juan de Acuña le decía a Antonia del Águila irónicamente que Dios le había hecho la merced de ser monja porque no servía para casada, a lo que la novicia, muy templada, le respondió que aún no lo era, no era monja, pero pensaba serlo previa dispensa del Santo Padre. Acuña adujo, entonces, imprudentemente, que las dispensas de los votos de castidad no estaban ya en manos del Papa, momento en que el más joven y aguerrido de los jesuitas, puesto en pie, intervino para decir, sin venir a cuento, que acababa de regresar de Alemania y había observado que allí los luteranos vivían con mucha disolución, dando mal ejemplo, mientras los sacerdotes católicos lo hacían con mucho recogimiento y honestidad. La provocación era manifiesta, pero don Juan, puesto en pie y accionando con vehemencia, aceptó el desafío y voceó que también él venía de Alemania y lo que había visto no coincidía con lo manifestado por su reverencia. El jesuita joven le preguntó entonces qué conclusiones había sacado él de su viaje y Acuña, sin una vacilación, resaltó que tres esencialmente: la unción de los predicadores luteranos, su esfuerzo por ser honrados y parecerlo y el hecho de que tuvieran mujeres propias y no mancebas. El otro jesuita, el de más edad, intentó intervenir, pero don Juan frenó sus pretensiones: un momento, reverencia, dijo, aún no he terminado.
Y seguidamente, sin ninguna precaución, se lanzó a censurar al clero católico alemán que, según él, comía y bebía a dos carrillos, mantenía en casa a sus concubinas y, lo que aún era peor, dijo, se ufanaba y hacía gala de todo ello.
Cipriano se exasperaba. Y su irritación iba en aumento a medida que la controversia se centraba en minucias sobre la vida religiosa en Centroeuropa. Miraba ora a Sotelo ora a Padilla, pero ninguno de ellos parecía dispuesto a intervenir en el debate y encauzarlo.
Llegó a pensar que ése debía ser el tono habitual de los conventículos en Aldea del Palo y se estremeció. Pero todavía don Juan de Acuña vociferaba que era público y notorio que una de las razones que movía a los alemanes a cerrar conventos era la vida licenciosa que se hacía en ellos y que, en este aspecto, la secta menos mala era la de Lutero.
Cipriano advertía que las palabras habían ido demasiado lejos y ya no era fácil reconducir el coloquio hacia otros derroteros. El jesuita más viejo trató de hacer ver a los asistentes, con voz que pretendía ser serena, que Lutero había muerto rabiando y había sido llevado a la sepultura por los mismísimos demonios. Don Juan de Acuña, arrebatado de ira, respondió que cómo lo sabía y, cuando el jesuita replicó que lo había leído en un libro impreso en Alemania, don Juan aclaró, con ironía, que Alemania era un país libre y por tanto podían publicarse en él cosas que eran ciertas y cosas que no lo eran tanto, ya que, según sus propios informes, la muerte del reformador había sido edificante. El jesuita más joven se refirió entonces al matrimonio de Lutero, al enlace libre con una monja exclaustrada, acto sacrílego, dijo, puesto que ambos habían hecho votos de castidad, afirmación que Acuña rebatió haciendo ver que la prohibición de casarse los clérigos era de derecho positivo, es decir decisión de un Concilio y, por tanto, otro Concilio podía autorizarlo como había hecho la Iglesia griega. La discusión se agriaba y los temas se enlazaban unos a otros sin que los polemistas lo advirtieran.
Acuña aludió a la falibilidad del Papa, demostrada en el intento de Paulo IV de declarar cismático al Emperador y, en ese momento, Cipriano Salcedo, consciente de que Acuña había disparado directamente al corazón de la orden de Ignacio de Loyola, se puso de pie en el escañil y, alzando su voz sobre las de los demás, rogó a los polemistas que cambiaran de tema y tono, que al resto de los asistentes les desagradaba el fondo y la forma de desarrollarse el debate puesto que ellos habían acudido allí a escuchar una lección de doctrina y no a soportar un lamentable intercambio de improperios. Sonaron unos tímidos aplausos, mas, ante el asombro de la concurrencia, don Juan de Acuña, consciente tal vez de sus excesos, escandalizado de su proceder, se incorporó de pronto, retiró el escañil donde se sentaba, se acercó a los dos jesuitas y les pidió disculpas. Pero su cambio de actitud no acabó ahí sino que explicó además que tenía un hermano en la Compañía y solía ejercitarse con él en estos duelos verbales, pero que en modo alguno alimentaba ideas heréticas, ni creía en lo que había sostenido, sino que todo había comenzado al permitirse una broma inocente con la novicia Antonia del Águila con la que tenía confianza y por la que sentía un antiguo afecto. La novicia asentía con la cabeza y sonreía y los jesuitas, por no ser menos en aquel imprevisto pugilato de buenas maneras, se pusieron en pie, aceptaron sus explicaciones y elogiaron la labor de su hermano en la Compañía de Jesús, “un gran teólogo”, dijeron a dúo y, con la esperanza de que don Juan no repitiese en público su actuación de esta mañana, dieron por zanjado el incidente.
Cipriano Salcedo desistió de terminar su gira. Deprimido por las escenas que había presenciado y preocupado por la enfermedad de “Relámpago”, cuyos desfallecimientos volvieron a producirse al subir una pequeña colina, regresó a Valladolid dejando para mejor ocasión sus visitas a Toro y Pedrosa. Le corría prisa informar al Doctor del resultado de su viaje. Cristóbal de Padilla, al fin y al cabo un criado, no podía a su juicio actuar por propia iniciativa, ni ellos admitir su alianza explosiva con Pedro Sotelo. Los sucesos de Aldea del Palo constituían una seria advertencia. Sin la discreción de los jesuitas, la Inquisición estaría a estas horas tras sus pasos. Habían corrido, pues, un riesgo innecesario. Por otra parte el Doctor debería conectar con don Juan de Acuña sin demora y frenar su boca caliente que dejaba a la organización a la intemperie. Su imprudente verbo en Aldea del Palo justificaba sobradamente la intervención del Santo Oficio.
Otros muchos, más discretos y mesurados que él, esperaban juicio en las cárceles secretas. Don Pedro Sotelo, demasiado ingenuo, debería terminar sin más con esas reuniones insensatas. Los miembros de la Compañía de Jesús se movían por el mundo de dos en dos, y los mandos de la orden solían compensar la intransigencia de uno con la tolerancia del compañero. La actitud de la pareja en Aldea del Palo había sido, no obstante, extrañamente unánime y comprensiva dado que la Compañía, con su carácter militar, había sido fundada precisamente para defender el catolicismo. Había que contar también, como factor favorable, con la militancia del hermano de don Juan en la orden. Sin esa circunstancia era más que probable que la pareja de jesuitas no se hubiera mostrado tan condescendiente. La misma violencia con que se produjo Acuña, unida a su juventud y al historial de su hermano, indujeron a la pareja a no tomar demasiado en serio sus palabras y, finalmente, aceptar sus explicaciones. En todo caso, la escena había sido tan imprudente que Salcedo, tan pronto se disolvió la reunión, montó su caballo y, desdeñando la invitación de Pedro Sotelo para almorzar juntos, siguió a Valladolid sin despedirse de Acuña ni de Cristóbal de Padilla. Las descarnadas frases cruzadas en el coloquio le quemaban el estómago. No veía el momento de poder departir con el Doctor y, al divisar el castillo de Simancas desde lo alto de un cerro, suspiró con alivio. Pero, en ese mismo momento, el caballo tropezó o, debido a su misma flaqueza, flexionó inesperadamente sus remos delanteros, dobló las patas traseras y quedó allí, tendido entre los tomillos, los ojos tristes, el belfo lleno de babas, resollando. Cipriano Salcedo se apeó alarmado y propinó a “Relámpago” unas palmadas amistosas en el lomo. Sudaba y jadeaba, miraba con indiferencia, no reaccionaba. Unos ásperos ruidos guturales salían ahora de su boca con la baba. Cipriano se sentó a su lado, junto a una aulaga, a esperar que se repusiera. Tenía la impresión de que el caballo estaba muy enfermo. Pensó en “Valiente”, tendido y ensangrentado entre las cepas en Cigales, según el relato del tío Ignacio. “Relámpago” inclinó la cabeza y emitió una serie de relinchos largos y apagados.
Son los estertores, pensó Cipriano. Pero, instantes después, sujetándole del vientre y mediante un esfuerzo, el animal se incorporó y Salcedo lo llevó de la brida, al paso, hasta Simancas. Le dio de beber y, en el viejo puente, volvió a montarlo y el caballo aceptó la liviana carga hasta Valladolid.
Vicente limpiaba la cuadra a su llegada y, nada más verle, se dio cuenta de que el caballo estaba enfermo. Lleva tres días débil, asmático y sin comer, le aclaró Cipriano. Y añadió:
– Mañana, una vez que el animal descanse, súbeselo a Aniano Domingo, en Rioseco. Infórmate bien de si el mal tiene remedio. Haz noche en La Mudarra, cuidando que no se agote. No quiero que el caballo sufra.
Vicente miraba los ojos de “Relámpago”, le palmeaba el cuello sin parar. Vio que su amo vacilaba, abrió la boca y volvió a cerrarla. No se decidía. Finalmente le oyó decir:
– Si Aniano no diera esperanzas, sacrifícalo. Un tiro, sí, en la mancha blanca, entre los ojos.
Y el de gracia en el corazón. Antes de enterrarlo asegúrate que está muerto.
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Le sorprendió el recibimiento de Teo, sus mejillas tensas, el griterío, las lágrimas, la brusquedad de sus ademanes. Las cosas se desarrollaron en un proceso opresivo, un increscendo que pasó por varias fases, de acuerdo con el grado de excitación de su esposa.
Al principio no acababa de entenderla, farfullaba parrafadas inconexas, palabras mezcladas, frases incoherentes. No la entendía, o mejor dicho, Teo no ponía interés en que la entendiera. Se habían refugiado en el dormitorio, pero ella permanecía de pie, iba y venía, articulaba palabras indescifrables y, entre ellas, alguna que tenía algún sentido para Cipriano:
escorias, olvido, última oportunidad. Le estaba echando en cara algo pero no acababa de definirlo.
Paso a paso, como en una lenta labor de aprendizaje, Teo empezó a unir una palabra con otra, concretando un poco su discurso. Sus ojos eran duros, como el vidrio, aún humanos, aunque su mirada no encerrara ni chispa de lucidez.
Pero las palabras, al juntarse, se hacían expresivas, hablaban del olvido de las escorias de plata y acero, de su indiferencia hacia el tratamiento del doctor, de la flacidez de “la cosita”, de sus esfuerzos inútiles ante su pasividad.
Todavía lo hacía sin violencia, como intentando razonar y Cipriano iba uniendo una frase con otra, reconstruyendo su pensamiento como en un rompecabezas. Hasta que llegó un momento en que todo se presentó claro ante sus ojos: Teo había omitido incluir la bolsita con escorias de plata y acero en su equipaje, tal vez por olvido involuntario, tal vez, lo que parecía más probable, para someterlo a prueba. A su regreso le faltó tiempo para registrar el fardillo y comprobar que no había comprado otras. Cipriano, pues, llevaba cuatro días sin medicinarse. Había interrumpido deliberadamente el régimen del doctor Galache. Sus palabras se iban convirtiendo ahora en una especie de lamento, de maullidos apesadumbrados, pero todavía comprensibles. Había dejado sin efecto cuatro años de medicación y ella no tenía ya ni edad ni humor para comenzar de nuevo. Cipriano se esforzó por evitar el desbordamiento, por mantener el desencanto de su esposa dentro de unos límites razonables: nada de lo ocurrido era esencial, una pausa de cuatro días no era significativa en un tratamiento tan prolongado. Lo reanudarían con más fe, con mayor rigor, dos tomas diarias en lugar de una, lo que Teo quisiera, pero ella cubría sus razonamientos con sus voces. No había vivido para otra cosa que para tener un hijo pero ya no lo conseguiría por su culpa. Se había entretenido unos años pelando borregos hasta que se sintió núbil, madura. Mas si se casó fue únicamente para ser madre pero él, de pronto, lo había echado todo a rodar. Durante su vida todas las cosas le habían hablado de la maternidad: los muñecos de la infancia, las parideras en el monte, los nidos de la urraca en la gran encina, frente a la casa, “la cosita”.
Reproducirse había sido su única razón de ser pero él no lo quiso, lo había desbaratado todo cuando apenas quedaban unos meses para que se cumpliese el plazo fijado por el doctor.
Al llegar a este punto, la protesta de Teo alcanzó una violencia inusitada. Tal vez fue el intento de Cipriano por calmarla, su ademán de apaciguamiento, lo que la sacó de quicio. Sus palabras se hicieron de nuevo indescifrables, su furor aumentó, corrió hacia las ventanas y desgarró visillos y cortinas, lanzó al suelo a manotazos los pequeños utensilios de plata del tocador e inició una retahíla de palabras cortadas como ladridos.
De pronto, Cipriano comprendió.
Le estaba llamando cabrón aunque ella sabía que no lo era. Nunca había pronunciado Teo palabras malsonantes, y a Cipriano se le ocurrió pensar que se trataba de reminiscencias de su pasado de esquiladora, cuando cada rebaño de ovejas debía acoger dos cabras hembras y un macho cabrío según la ley. La palabra cabrón, pensó, no debía de tener connotaciones despectivas en el Páramo. Hizo un nuevo intento por calmarla pero resultó contraproducente. Teo gritaba como una posesa, le empujaba hacia la puerta, le voceaba, mientras él trataba de indagar en sus ojos, de buscar en ellos un atisbo de luz, pero su mirada era turbia y vacante, absolutamente desquiciada.
Y cuanto mayor empeño ponía en reducirla, mayor y más grave era el repertorio de denuestos que mezclaba ahora con soeces vocablos escatológicos, echándole en cara su inhabilidad, el pequeño tamaño y la inutilidad de “la cosita”. Cipriano temblaba, trató de taparle la boca con la mano, pero ella le mordió y prosiguió con su andanada de insultos. Se había tumbado en la cama y con sus uñas rapaces rasgaba la delicada colcha y los forros de los almohadones. Luego, inesperadamente, se incorporó, se colgó del dosel y todo se vino abajo. Parecía gozar en su furia destructora, en su procacidad, sin preocuparse de que sus desahogos verbales pudieran traspasar tabiques y muros.
En los cristales desnudos de la ventana el decadente resplandor de la calle iba siendo substituido por la luz cenicienta y mate que preludiaba el anochecer. Teo había vuelto a tumbarse en el lecho, jadeando, y Cipriano, en un esfuerzo desesperado, trató de inmovilizarla, de sujetar sus anchas espaldas contra el jergón. Ella volvía los ojos, bizqueaba, mientras él le repetía que estuviera tranquila, que todo tenía remedio, que volvería al medicamento, dos tomas en lugar de una, pero sus ojos bizcos iban hundiéndose más y más tras los pómulos, en una mirada ladeada e inexpresiva. Eran unos ojos ocluidos, incapacitados para ver y comprender. Forcejearon de nuevo y Teo consiguió darse la vuelta.
Tenía más fuerza de la que Cipriano hubiera podido sospechar.
Esta enfermedad, este tipo de enfermedades vigoriza a los pacientes, se decía. Consiguió ponerla boca arriba y le atenazó las muñecas contra la almohada. Al sentirse inmovilizada, Teo reanudó su rosario de invectivas, cada vez más procaces y, de improviso, mencionó su dote, su herencia, su fortuna.
¿Dónde había metido Cipriano “su” dinero? Este factor añadía nuevos motivos de agravio, buscaba en su mente confusa calificativos más hirientes, continuaba ofendiéndole más, en su desmadejamiento general.
Cipriano advertía que, tras dos horas de lucha, la tensión de su esposa iba cediendo. De nuevo intentó acariciarle la frente, pero otra vez su boca se revolvió contra su pequeña mano hecha una furia.
Sin embargo, al tercer intento, ella aceptó la caricia, se dejó tocar. Tornó él a halagarla murmurando suaves palabras de afecto y ella quedó inmóvil escuchando atentamente su voz, probablemente sin entender su significado. Teo acezaba, los ojos cerrados como después de un arduo esfuerzo físico, mientras él proseguía acariciándola, se hacía anillos con los rizos de su pelo, pero ella ni lo agradecía ni protestaba. Había alcanzado ese punto neutro, flojo, en que suelen resolverse algunas crisis nerviosas. Empezó a llorar mansamente. Rodaban las lágrimas calientes y silenciosas por sus mejillas y él las restañaba con el embozo de la sábana, con infinita ternura. No amaba a aquel ser pero lo compadecía. Evocaba los días de La Manga, sus paseos por el monte, cogidos de la mano, mientras las bandadas de torcaces se despegaban de las encinas con los buches repletos de bellotas o las becadas volaban en el crepúsculo camino de los calveros. En realidad, Teo había sido para él como esas palomas o esas becadas, un fruto más de la naturaleza, vivo y espontáneo. Apenas había tenido relación con mujeres y la sencillez de “ la Reina del Páramo” le desarmó.
Incluso le agradó que esquilara ovejas a la intemperie del mismo modo que las señoras burguesas hacían labores de punto en los salones. Él siempre había admirado las tareas prácticas y desdeñado los pasatiempos, los tedios disimulados. Sentado en la cama, la miraba fijamente. Había cerrado los ojos y sus inspiraciones iban haciéndose más profundas y espaciadas. Se incorporó con cuidado y caminó de puntillas procurando posar los pies en los espacios alfombrados. Había encendido un candil y con él en la mano rebuscó entre los medicamentos del botiquín. Escogió varios y con ellos preparó en la cocina un julepe. La tía Gabriela solía decir que el julepe era uno de los remedios que nunca le habían defraudado, no sólo se dormía profundamente después de tomarlo sino que no despertaba hasta bien entrada la mañana. Regresó al cuarto de Teo.
Continuaba inmóvil, respirando regularmente. Se sentó a la cabecera de la cama y, por primera vez, reparó desolado en los destrozos de la habitación: el dosel rasgado, los cortinones arrancados, las dos almohadas con la lana fuera. ¿Qué podría decirle a Crisanta? Pero ¿para qué decirle nada si los criados, aún sin aparecer, habrían sido testigos del paroxismo de su esposa? Teo empezó a inquietarse murmurando palabras ininteligibles.
Abrió los ojos y los cerró sin llegar a verle. De pronto cambió de postura, dio media vuelta y se colocó del lado derecho, encarándole. Empezó a mover la cabeza.
Murmuró palabras confusas. Con mil precauciones, Cipriano cogió el vaso del medicamento con la mano derecha y levantó la cabeza de su esposa tomándola delicadamente por el cuello con la izquierda:
– Bebe -dijo imperativamente.
Y ella bebió. Sentía sed. Bebió sin pausa, ávidamente, y con las últimas gotas se atragantó y sufrió un leve acceso de tos. En la ventana se había hecho de noche y la calle estaba en silencio.
De espaldas al candil, Cipriano veía moverse la sombra de su cabeza sobre el blanco rostro de Teo.
Aguantó sin moverse hasta las tres. Teo rebulló varias veces y cada vez que se movía cambiaba de postura. A veces farfullaba palabras a media voz, pero eran como cohetes follones, no llegaban a explotar. Seguramente soñaba. Cuando Cipriano se levantó parecía tranquila, su respiración acompasada, pero, a pesar de todo, dejó abierta la puerta del falsete y la del trastero donde dormía. Se desnudó a la luz de la lámpara y, ya en la cama, tomó uno de los ejemplares de “El beneficio de Cristo”, donde solía refugiarse en momentos de tribulación. Sin darse cuenta le fue asaltando el sueño y el libro cayó de sus manos. Fue un instante o se lo pareció. Le despertó el golpe del cajón del armario de Teo al cerrarse bruscamente, una especie de grito inarticulado y la silueta voluminosa de su mujer en el marco de la puerta.
Seguía vestida con la saya rota tal como se había quedado dormida y en su mano derecha levantada portaba ahora la tijera grande de esquilar. Cipriano trató de detenerla, quiso decirle algo, pero únicamente se oyó la apremiante amenaza de Teo irrumpiendo en el trastero:
– ¡Voy a esquilar tu maldito cuerpo de mono! -chilló.
Cipriano adoptó la precaución de apoyar la espalda en la cabecera de la cama y encogió las piernas, de modo que, cuando Teo se abalanzó sobre él, estiró las rodillas y la detuvo momentáneamente con los pies. Teo cayó, finalmente, de costado en el pequeño catre e inmediatamente se enzarzaron en una sorda pelea. Ella enarbolaba la tijera, mientras Cipriano se limitaba a esquivar sus golpes ciegos y a sujetar sus manos sin lastimarla.
Escucha, decía, escúchame Teo, por favor, pero ella se enardecía por momentos, le acorralaba. Cipriano notó un desgarrón en el brazo derecho con el que intentaba contenerla, al tiempo que escuchaba las concretas amenazas de su mujer:
voy a caparte como a un gocho, decía, voy a cortarte esa “cosita” que ya no nos sirve para nada. Hubo un momento en que, a pesar de la herida, o acaso estimulado por el dolor, Cipriano tuvo sujeta a Teo por ambos brazos pero, en un movimiento arisco, se desasió y su mano armada se escondió bajo la ropa y lanzó un viaje a ciegas. Cipriano gritó al sentir herido su muslo derecho pero en ese momento consiguió agarrar a Teo por el cuello y darse la vuelta. Su posición era como en las noches de amor, cabalgando sobre las protuberancias de la mujer, pero compitiendo ahora por la posesión de la tijera. Teo se revolvía, tornaba a insultarle, voy a esquilar tu maldito cuerpo de mono, repetía, pero Salcedo la tenía ya a su merced. La dejó desfogarse en su empeño inútil, en sus vanos intentos, en sus sórdidas amenazas. Veía el vacío en sus ojos, sus pupilas hundidas y desalmadas y, en ese instante, comprendió que había perdido a Teodomira, que su esposa se había ausentado para siempre. Tras un esfuerzo infructuoso, Teo se entregó. Soltó la tijera y rompió en un llanto manso, de derrota, que, sin solución de continuidad, dio paso a otro, quizá más intenso pero menos convulso, y, siguiendo el mismo proceso que la vez anterior, al cabo de un rato, quedó plácidamente dormida. Cipriano repitió su incursión al botiquín, pero no se fió ya del julepe y administró a la enferma una alta dosis de filonio romano. Marchó luego a su despacho y escribió una nota a su tío Ignacio: Temo que Teo haya perdido la razón. No puedo moverme de casa. ¿Te importa traer contigo a la máxima autoridad en enfermedades mentales?. Despertó a Vicente y le encomendó el billete para su tío. La señora estaba enferma. La visita a Aniano Domingo con “Relámpago” debía aplazarla para otro día.
Con su diligencia acostumbrada, don Ignacio Salcedo se presentó en casa de su sobrino, acompañado del joven doctor Mercado, dos horas después. Cipriano le atendió solícito. El doctor era una eminencia en ciernes. Médico del Monasterio de la Concepción y de la Casa del Marqués de Denia, empezaba a ser respetado en la Corte.
Se aseguraba que el día de su boda no aportó otra cosa que la ropa que llevaba puesta, una mula y dos docenas de libros. En cualquier caso los quinientos ducados de la dote de su esposa constituyeron la base de su fortuna posterior. En este momento, apenas poseía unos viñedos en Valdestillas y una casa en la calle de Cantarranas. No obstante, los vallisoletanos se hacían lenguas de su ojo clínico, de la eficacia de sus tratamientos, de su creciente prestigio. Era el primer doctor de la villa que había dado de lado el atuendo oscuro del gremio y vestía elegantemente, como un caballero. Nada externamente delataba su profesión. Entró en la habitación y al primer vistazo advirtió los cortinones en el suelo, la colcha desgarrada, el brazo sangrante de Cipriano, el desbarajuste de la casa:
– ¿Le ha agredido a vuesa merced?
Cipriano asintió.
– ¿Es la primera vez que lo hace?
Volvió a asentir Cipriano. El doctor miró su brazo herido:
– Luego curaremos eso. -Se volvió hacia Teo que dormía-.
¿Qué le ha dado?
– Un julepe y un filonio romano, doctor. No me atreví a más.
El doctor Mercado sonrió con un gesto de suficiencia:
– Escasa defensa para contener un ciclón -dijo.
Ahora le tomaba el pulso y le ponía su mano cuidadísima en el pecho izquierdo:
– Fiebre no hay -añadió al cabo de un rato-. La exploración es forzosamente superficial pero el caso no ofrece duda. ¿Alguna obsesión?
– Una muy viva, doctor. La de ser madre. Se casó para tener hijos pero yo no he sabido dárselos.
Los Salcedo -miró a su tío por encima del hombro del doctor- no somos un prodigio de fertilidad.
Apresuradamente le contó al doctor Mercado sus visitas a Galache, el tratamiento a que les había sometido y la interrupción injustificada de sus tomas de escorias de plata y acero durante su último viaje como desencadenante de la crisis. El doctor volvió a sonreír.
– ¿Pretendía remediar su infecundidad con escorias de plata y acero?
Cipriano se sostenía el brazo herido con la mano izquierda:
– Yo entiendo que fue un recurso del doctor para distraer a la enferma.
– Ya.
Había sacado de su cartera de piel de ternera una lupa alemana y con ella en la mano se aproximó a la enferma. Se dirigió a ellos volviendo la cabeza:
– Estén preparados para reducirla -dijo-. Puede despertar en cualquier momento.
Le levantó el párpado del ojo derecho y observó la pupila con insistencia. Luego repitió la operación con el otro ojo. Volvió a tomarle el pulso:
– A esta señora hay que internarla -dijo-. En la calle Orates tienen el Hospital de Inocentes.
No es un hotel de lujo pero tampoco es fácil encontrar otro mejor en la ciudad. Los procedimientos son primitivos. El enfermo vive atado a los barrotes de la cama o con grilletes en los pies para que no escape. Claro que con un poco de dinero, pagando dos loqueros para que la atiendan, pueden vuesas mercedes evitar esa humillación.
Don Ignacio Salcedo, que se había mantenido en silencio, preguntó al doctor si no sería posible instalar a la señora en un hospital normal, pagando aparte la vigilancia. El doctor asintió:
– El dinero es muy amable -dijo-. Con dinero se puede conseguir en este mundo casi todo lo que uno se proponga.
Provisionalmente trasladaron a Teo al Hospital de Inocentes de la calle Orates. El tío Ignacio les acompañaba, pero cuando, a la puerta del hospital, dos loqueros intentaron maniatar a la enferma, Teodomira se revolvió como una pantera, con tanto ímpetu que uno de los enfermeros rodó por el suelo. Los transeúntes, atraídos por el espectáculo, se detenían al pie de las escaleras, donde el enfermero había caído, pero, unos minutos más tarde, Teo quedó instalada en el manicomio, al cuidado de dos comadres de pago, dos mujeres aparentemente fuertes que, llegado el momento, parecían capaces de dominarla.
Sin embargo, a las nueve de la noche, Salcedo recibió un correo del manicomio anunciándole que la señora había escapado en un descuido de sus guardadoras. Cipriano avisó de nuevo a su tío que, en un santiamén, puso en movimiento a las fuerzas de seguridad de la villa.
Por su parte, Cipriano, acompañado de Vicente, recorrió la ciudad de norte a sur y de este a oeste, sin encontrar rastro de la enferma ni referencia alguna de ella. Se había evaporado. A la mañana siguiente reiniciaron la búsqueda sin resultado. Al caer la tarde, el barquero Aquilino Benito, que hacía el servicio entre el embarcadero del Espolón Viejo y el pequeño muelle del Paseo del Prado, comunicó a la Chancillería que había hallado a la fugada entre los carrizos de la orilla, inconsciente y en muy mal estado, como una pordiosera. Durante la travesía hacia el Espolón el citado Aquilino había conseguido volver en sí a la enferma que se encontraba extenuada.
Mientras tanto, don Ignacio había realizado las indagaciones pertinentes y, una vez repuesta, Teodomira fue trasladada a Medina del Campo, en el coche de su marido, sin abrir la boca. Allí, en Medina, fue alojada en el Hospital de Santa María del Castillo, dependiente de la Cofradía de Nuestra Señora de la Merced, a un paso del Monasterio de San Bartolomé. Era un caserón destartalado y noble, sin mucho movimiento de enfermos, donde se avinieron a acoger a doña Teodomira y poner a su disposición dos loqueros en servicio permanente y una comadre para las atenciones propias de la mujer. El presupuesto ascendía a cuarenta y cinco reales diarios pero contaban con la benevolencia de la organización para visitar a la enferma a cualquier hora durante los siete días de la semana.
Una vez hospitalizada su esposa, Cipriano Salcedo se sintió aliviado pero el regreso a casa le produjo un hondo decaimiento. Habituado a la presencia de Teo, y aunque ella no representara ya para él nada fundamental, la echaba en falta. Reinició su vieja actividad. Muy de mañana visitaba el taller y el almacén donde departía con el sastre Fermín Gutiérrez y Gerardo Manrique sobre las novedades del día. Había dos problemas importantes: el abandono del conejo en la confección de zamarros y la progresiva escasez de alimañas a causa de la sañuda persecución en montes y serranías. Resuelto el primero, un correo inesperado de Burgos le comunicó que Gonzalo Maluenda, todavía joven, había fallecido de un tabardete fulminante y su medio hermano Ciriaco, hijo de don Néstor y su tercera mujer, se había hecho cargo del negocio. Al decir del nuevo empresario, una galera armada acompañaba ahora a las flotillas en conserva con lo que la carga volvía a gozar de una relativa seguridad. El porte lógicamente encarecía pero aumentaban las garantías, con lo que ningún ganadero puso reparos a la medida. Por su parte Cipriano Salcedo, cuyo comercio con los Maluenda había descendido de las diez carretas anuales, en los mejores tiempos de don Bernardo, a las tres que habían sobrevivido al auge del negocio de los zamarros, pensó que había llegado el momento de aumentarlas a cinco. Para tratar de estos pormenores y conocer al nuevo diputado, Cipriano realizó un viaje a Burgos. De nuevo un correo urgente venía a sacar a un Salcedo de su postración. La vida se repetía. Montó a su nuevo caballo “Pispás”, adquirido por su amigo Seso en Andalucía, pero la competencia de don Carlos en tales menesteres no podía evitar que Cipriano añorase a su viejo caballo y extrañara las reacciones del nuevo, sus vicios de origen, su nerviosidad, sus dimensiones. Vicente había sacrificado finalmente a “Relámpago”, en el monte de Illera, en Villanubla, de un balazo en la frente. Estacio del Valle le había facilitado la pistola y un par de mulas poderosas para el enterramiento. En lo alto del túmulo, su criado había colocado una gran lancha para identificar el lugar.
Aunque el nuevo Maluenda no le llegara a don Néstor ni a la suela del zapato, no le causó mala impresión a Cipriano. La diligencia y probidad de Ciriaco Maluenda estaban a cien codos de las del difunto don Gonzalo. Aceptó de buen grado el incremento de pieles que Salcedo le anunciaba, pues aunque la cifra descendía a la mitad de los fletes de antaño, casi doblaba la de los últimos envíos. La relación con los Maluenda volvía a ser amistosa.
Entre quehacer y quehacer, Cipriano visitaba a Teo en el Hospital de Medina. Sedada con filonio romano vivía tranquila, sin ganas de pelea. Vegetaba más bien, se dejaba consumir. A Cipriano le entristecían aquéllos ojos de mirada vacía, antaño tan bellos. Nunca llegó a saber si le reconocía, si sus visitas le producían algún efecto, ya que cada vez que se presentaba le dirigía una mirada inexpresiva, la misma que dirigía a sus enfermeros cuando se movían por la habitación. Día a día iba encogiéndose, dejaba de ser la mujer fuerte que conoció en La Manga.
Su cuerpo se reducía al tiempo que se agrandaban sus facciones que iban ocupando cada vez mayor espacio en su rostro enteco, antaño ancho y floreciente.
No hablaba, no comía, no llegaba a abrir la boca más que para beber; su vida carecía de alicientes, le decían, pero no sufre. Esto le aliviaba. La ventana enrejada de la habitación se abría al campo y desde ella divisaba el castillo que parecía hipnotizarla.
Cipriano se esforzaba en inventar algo que pudiera animarla pero sus obsequios, pequeñas joyas, flores, dulces, no le producían la menor reacción. Cada vez que la visitaba regresaba a casa más deprimido que la anterior: no le había reconocido; le daría lo mismo que no volviese. A veces, los propios guardadores se animaban entre sí: había comido un poco, había dado un corto paseo por la habitación, pero en su cara no se reflejaban tales progresos. Con su liberalidad habitual, Salcedo daba a aquellos generosas propinas que nunca consideraba suficientes. A estas alturas, pensaba, era ya lo único que podía hacer por su esposa enferma: sobornar a los que la cuidaban para que lo hicieran de grado, para que le regalaran una pizca de afecto, para que algún día la hicieran sonreír.
Las tardes las dedicaba a los Cazalla, al Doctor y su madre.
Doña Leonor de Vivero no perdía su alegría ni su don de gentes.
Pasaba ratos con ella en su pequeño gabinete, callado, mirando a la pared, sin nada divertido que contarle, pero ella le recibía con su sonrisa dentona, su facundia, con el buen humor de siempre. Los primeros días se esforzaba en consolarle:
– Le encuentro triste, Salcedo. ¿La quiere mucho?
La respuesta de Cipriano era escueta y contundente:
– Era una costumbre en mi vida, doña Leonor.
– No se mortifique vuesa merced. Ante los muertos y los locos nos sentimos responsables muchas veces sin motivo.
Pero la noticia del enfrentamiento verbal en Aldea del Palo produjo tanto en ella como en el Doctor un profundo abatimiento.
Vivían jornadas agónicas. Se sentían incapaces de controlar el grupo. Consideraban imprescindible frenar a Padilla, despojarle de la autoridad que se atribuía, impedir aquellos conventículos pueblerinos, abiertos e improvisados. El Doctor le envió un correo sin demora llamándole al orden, advirtiéndole que lo acaecido en Aldea del Palo no podía volver a repetirse. Escribió asimismo a don Juan de Acuña encareciéndole prudencia, haciéndole ver el riesgo de los excesos verbales ante la asechanza permanente del Santo Oficio. Pese a su rápida reacción, no logró controlar su progresivo decaimiento. Habló a Salcedo con el corazón, le nombró su hombre de confianza. Admitía que, pese a ser el miembro de más reciente incorporación, actuaba sin reservas, con entusiasmo y resolución. “Motu proprio” había alcanzado importantes objetivos y el Doctor esperaba que siguiera en su labor organizadora, tarea que circunstancialmente había interrumpido con motivo de la enfermedad de su esposa. A Salcedo le emocionaba el valimiento del Doctor, el hecho manifiesto de que le considerase el discípulo amado. Una tarde neblinosa, de crepúsculo prematuro, Cazalla le confesó que nunca habían pasado por el aislamiento que ahora sufrían, sin libros, apoyos, ni noticias de Alemania. Al morir Lutero, Melanchton se había encontrado con un difícil panorama. El Doctor ladeaba la cabeza como si fuese incapaz de soportar su peso; estaban solos. Cipriano se esforzaba por animarlo: eran horas infortunadas, de tribulación; algún día pasarían.
Pero el Doctor, lejos de serenarse, mezclaba los problemas, los amontonaba. Olvidaba por un momento la soledad del grupo y volvía al caso Padilla. Era un correveidile, no contestaba a su carta, era como si no existiera o no reconociera la autoridad del Doctor. Un día, sugirió a Cipriano visitar a doña Ana Enríquez en La Confluencia, la casa de placer de su padre, en la conjunción del Duero y el Pisuerga, en un frondoso soto de olmos, tilos y castaños de Indias. Una hermosa casa, dijo el Doctor, de las muchas que había levantado la aristocracia a orillas de los ríos al advenimiento de la Corte. Sería oportuno que doña Ana que, pese a su juventud, era una mujer con carácter, instara a su criado Cristóbal de Padilla a entrar en vereda, a tomar todo aquel asunto de las reuniones de grupo con la debida seriedad. A Cipriano le agradó el encargo.
La belleza de doña Ana, su perfil atrayente, le había quitado la devoción en el último conventículo, el de los sacramentos. Un perfil perfecto, sugerente, regular y voluntarioso, subrayado por la elegante sencillez de su indumento que dejaba al descubierto un largo cuello ornado con un collar de perlas.
Pero lo más notable en el perfil de doña Ana era la toca de camino, larga y estrecha, que ella enrollaba hábilmente como un turbante en la parte alta de la cabeza. En el momento de su atenta contemplación no hubiese podido asegurar que ella se sintiera observada, aunque tampoco lo contrario, pero prefería pensar que no, que ella era así, espontánea y natural, tanto cuando escuchaba las homilías del Doctor, como cuando se recogía devotamente en el salmo inicial, o alzaba tímidamente una mano por encima de su cabeza para pedir la palabra durante los coloquios. La asistencia a los conventículos de doña Ana Enríquez era absolutamente relajada, con afán participativo.
Cuando el Doctor le encomendó visitarla con objeto de aclarar el silencio de Padilla, no lo demoró.
Ella respondió a su nota urgente aprovechando el mismo correo: le esperaba dos días más tarde a las once de la mañana. En el camino de Medina, Salcedo recordó a su esposa, mas enseguida se concentró en el motivo de su viaje: Ana Enríquez, su voz cálida y empastada, de mucho volumen, su disponibilidad, su bien definida personalidad tratándose de una muchacha de apenas veinte años.
El arco de las piernas de Cipriano se iba adaptando a la cruz más reducida de “Pispás”, un caballo que se dejaba gobernar más por la presión de las rodillas del jinete que por las riendas. Era un pura sangre también, ligero como el viento, pero menos corpulento y prudente que “Relámpago”. Un día subiría al monte de Illera para visitar la tumba de éste, un homenaje obligado.
Rebasado Puente Duero, “Pispás” tomó un camino arenoso a la derecha, entre pinares, y, al final, cuando oyó el retumbo del agua, el violento choque entre los dos ríos, se detuvo. El camino concluía allí y, a mano izquierda entre la fronda, se alzaba la gran casa de dos plantas rodeada por un jardín con las veredas cubiertas de hojas secas y los arriatas descuidados, con flores de otoño: caléndulas muy vivas aún y rosales oxidados, decadentes. Una criada de pocos años, con toca a la cabeza, le condujo ante Ana Enríquez, ataviada con una galera verde, de costura en el talle. Con naturalidad, sencillamente, sin que él apenas se percátase, se vio paseando a su lado por el jardín, observando cómo sus botines de tafilete arrastraban las hojas caídas, como en un juego. El Doctor no debía preocuparse por la demora de Cristóbal Padilla, dijo; era perezoso para tomar la pluma o tal vez estuviese enfermo. En cualquier caso, ella le enviaría una esquela conminándole a obedecer sus instrucciones.
En la secta existía una jerarquía y había que evitar comprometerla con cenáculos insensatos.
Su verbosidad, cálida y suntuosa, bajo los nobles árboles centenarios, cautivaba a Cipriano.
Ella, por su parte, iba cogiéndole gusto a la conversación y le habló sin reservas, de un modo tal vez imprudente, de don Carlos de Seso, a quien calificó de “gran embaucador”, de Beatriz Cazalla, “su pervertidora”, y de fray Domingo de Rojas, gran amigo de la familia, que la sosegó después de la conmoción inicial.
Antes de almorzar, Salcedo partió para Pedrosa y Toro bajo un cielo plomizo, ligeramente lluvioso. Beatriz Cazalla y su hermano Pedro habían incorporado al grupo a las tres vecinas que atendían la parroquia, en tanto don Carlos de Seso, en Toro, le dio una buena noticia para el Doctor:
el famoso “Catecismo” de Bartolomé Carranza estaba entrando en España desde Flandes en cuadernillos sueltos, sin coser, y había empezado a difundirse por el norte.
La marquesa de Alcañices había sido la primera en recibirlo y tanto ella como cuantos lo habían leído estaban acordes en su espíritu erasmista.
Durmió en Toro y regresó a Valladolid por Medina del Campo.
Hacía casi un mes que no visitaba a su esposa y cada día le pesaba más el sentimiento de culpa. No había entendido a Teo pero tampoco se esforzó nunca por hacerlo. Le facilitó un bienestar y unas atenciones mínimas pero no compartió, ni comprendió siquiera, sus desazones, sus anhelos de maternidad.
Pero este deseo se había desarrollado, había llegado a hacerse obsesivo y había acabado por devorarla. La encontró peor que cuatro semanas atrás, igualmente ausente pero más espiritada. Cuando la conoció le había sorprendido la superficie de su rostro, excesiva para el tamaño de sus facciones, pero, a medida que su cara adelgazaba, aquéllas se pronunciaban, crecían, y su nariz afilada, por ejemplo, se desplomaba sobre una barbilla pugnaz que nunca la distinguió. Asimismo, aquellos ojos vacíos, estáticos, que habían llenado la parte alta de su rostro, se hundían ahora en éste, circuidos por dos lívidas ojeras. La encontró paseando por el corredor, más bien arrastrada por los dos fuertes guardianes que la acompañaban. Con el cabello alborotado, la espalda vencida y sus pasitos laboriosos parecía una viejecita de mil años, un fantasma surgido del fondo oscuro del pasillo. Cipriano se detuvo ante ella y la observó con detenimiento. En sus ojos planos no advertía ni chispa de consciencia, parecían mirar hacia dentro, lejos.
Sin embargo, cuando quiso tomarla del brazo y Teo hizo un brusco ademán como para desasirse, él creyó adivinar, en el fondo de su mirada, un atisbo de lucidez.
Al entrar en la habitación, Cipriano insistió en ayudarla, volvió a tomar su brazo descarnado y esta vez Teo no opuso resistencia. Se dejó acostar pasivamente y se quedó mirando el castillo que se divisaba por la ventana enrejada.
Los loqueros y la comadre, tal vez esperando una compensación, se mostraron acordes en que había mejorado. Ingería sólidos, paseaba todos los días un ratito y en sus ojos delgados dejaba ver un algo que no había habido antes. Cipriano se sentó a su lado y le tomó una mano.
La llamaba por su nombre, tiernamente, pero ella miraba indiferente, por encima de su hombro, las almenas del castillo. Hubo un momento, empero, en que recogió la mirada y la posó sobre él, tan fija e insistentemente que Cipriano no pudo resistirla y desvió la suya.
Al centrarla de nuevo se encontró con que las pupilas de Teo seguían posadas en él, imperturbables, como si le escrutara el fondo del alma, pero la veía tan ajena, tan desamparada, que sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvió a llamarla por su nombre, oprimiendo su mano entre las suyas y, de pronto, aconteció el portento: sus pupilas se avivaron, adquirieron el viejo y añorado color miel, su gruesa boca esbozó una sonrisa, sus dedos se animaron un instante y entonces musitó dos palabras perfectamente audibles:
” La Manga ”, dijo. Cipriano rompió en llanto, durante unos segundos sus miradas se cruzaron, se comprendieron, pero él, aunque intentó sujetar ese momento, no fue capaz de prolongarlo. Teo volvió a ausentarse, apartó sus ojos de los suyos y liberó su mano de sus manos. Había vuelto a convertirse en el ser pasivo y remoto que venía siendo desde ocho meses atrás.
Al anochecer, Cipriano pasó por Serrada y La Seca a galope tendido. Su encuentro con Teo le había dejado una huella dolorosa y se iba diciendo que su comportamiento con ella, el hecho de haberla arrancado de su medio para luego abandonarla, exigía una reparación.
El sentimiento de culpa acrecía cuanto más pretendía alejarlo y pensaba que una larga vida de sacrificio no sería suficiente para excusar una responsabilidad de años. No encontraba consuelo y, tan pronto llegó a Valladolid, dejó a “Pispás” en manos de su criado y se dirigió a la iglesia de San Benito. El tamaño del templo, desierto, aumentaba la sensación de soledad, acrecentaba su silencio interior, aunque la llamita del sagrario, tan tenue y vacilante, comunicaba una pálida impresión de compañía. Salcedo buscó el rincón más oscuro de la iglesia, un escañil apartado, detrás de uno de los gruesos pilares y, una vez allí, sentado, recogido sobre sí mismo, las manos juntas, volvió a llorar implorando la presencia de Nuestro Señor para reconciliarse, para descargarse, una vez más, de sus pecados. Estaba tan ensimismado, sumido en tan alto grado de misticismo, tan concentrado y etéreo, que sintió muy viva la presencia de Cristo a su lado, sentado en el escañil. En la penumbra, desdibujado, entre las lágrimas, vislumbraba su rostro, su túnica blanca, resplandeciente, pero cada vez que pretendía mirarle franca, directamente, a los ojos, la figura de Cristo se desvanecía. Lo intentó varias veces sin éxito y, entonces, decidió conformarse con sentirle a su lado, el hombro contra su hombro, y entrever, al soslayo, su mirada aplaciente, la difusa mancha blanca del rostro enmarcada por los cabellos y su barba rabínica. Le abrumaba la conciencia de su pecado, la destrucción sistemática de su esposa, su feroz egoísmo. Se lo confesaba a Cristo, sumiso, tratándole de tú, con humildad confiada. Y, ante la imposibilidad de rehacer lo mal hecho, apeló a su viejo anhelo de reparación. Tenía la absoluta seguridad de que Nuestro Señor le escuchaba, le observaba con un remoto aire de complicidad. Entonces Cipriano Salcedo, humillado, en pleno éxtasis, le formuló las dos ofrendas que había venido madurando durante el camino: su sexualidad y su dinero. Íntimos compromisos de castidad y pobreza. Renuncia definitiva a todo contacto carnal y reparto de sus bienes con quienes le habían ayudado a crearlos. Nunca había sentido especial apego al dinero pero el firme propósito de desprenderse de él le produjo una adventicia sensación de poder.
Esa noche durmió mal, vestido, tendido sobre la cama, sin cubrirse y, muy de mañana, Crisanta, la doncella, le pasó un correo urgente de Medina del Campo. Era del director del hospital y le notificaba que su esposa, doña Teodomira Centeno, había fallecido a medianoche, horas después de su visita.
Habían encontrado el cadáver en la cama, sonriente, como si a última hora la hubiese visitado Nuestro Señor. Esperaban sus instrucciones para el entierro.
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Abatido, hundido el ánimo, Cipriano Salcedo partió para Pedrosa por el único camino que su padre, el viejo don Bernardo, poco dado a la aventura, había conocido treinta años atrás: Arroyo, Simancas, Tordesillas, flanqueando el Pisuerga y el Duero. Tres días antes habían dado tierra a su esposa en el atrio de la iglesia de Peñaflor de Hornija, junto a su padre, don Segundo Centeno, “el Perulero”, donde once años atrás habían contraído matrimonio. La decisión había sido tomada después de discutir con su tío Ignacio sobre el posible significado de las enigmáticas palabras de Teo en su última visita, en el único momento en que sus ojos se animaron: “ La Manga ”, había dicho. ¿En qué pensaba Teo al mencionar el lugar donde había pasado su juventud esquilando borregos? ¿Era tal vez por ser el único que recordaba con añoranza? ¿O quizá porque su breve noviazgo en el monte lo anteponía a cualquier otro momento de su vida?
¿O quería decir lisa y llanamente que su deseo era descansar allí, bajo la tierra fuerte y roja del Páramo, junto a su padre, “el Perulero”? Antes de determinarse, y de trasladar el cuerpo de su esposa a Valladolid, Cipriano había pasado unas horas en el Hospital de Medina, dialogando con aquellas personas que la asistieron en los últimos momentos. La comadre negó que la escena de la tarde, durante su visita, se hubiera repetido después, es más, la señora Teo quedó muy postrada después de sus palabras, decía, y, a la hora de darle el filonio romano para que durmiera, habían tenido que apalancarle las mandíbulas con los mangos de dos cucharas de plata para que abriera la boca, con tal violencia que le rompieron dos dientes.
Cipriano se había horrorizado y preguntó si aquel procedimiento tan traumático era frecuente, y la comadre contestó que siempre que un enfermo se resistía a tomar algo que el doctor consideraba indispensable. También los dos loqueros le habían hablado con la misma crudeza y candidez. Doña Teodomira había muerto dormida, sin que las “visiones” de la tarde se repitieran y, sin embargo, lo había hecho sonriendo, cosa que no le habían visto hacer durante los meses que estuvieron atendiéndola. En cuanto a lo de las cucharas era el método habitual de alimentar a aquellos enfermos que se negaban a comer.
Con doña Teodomira, que apretaba los dientes y únicamente abría la boca para beber agua, no hubo otro remedio que apelar a esta solución.
Incluso hubo días, cuando aún estaba fuerte, en que su resistencia fue de tal monta que tuvieron que encadenarle las manos a la cabecera del lecho para poder dominarla.
Para Cipriano aquello constituía una novedad dolorosa y habló sobre ella con el médico y el director.
Ellos se sorprendieron de su sorpresa. De no haber utilizado las cucharas, la enferma no hubiera vivido ocho meses, claro, se hubiera muerto enseguida. Podía habérselo figurado. Las tomas de filonio romano, zumos de fruta o jugos de carnes, únicamente eran posibles forzando su resistencia. Ella se percataba enseguida de que no solamente era agua lo que le ofrecían y entonces cerraba la boca con tanta firmeza que únicamente apalancando podían abrírsela. Desde el primer día la enferma se había negado a tomar otra cosa que agua y, ante actitud tan negativa, a ellos no les quedaba otro recurso que la violencia. En el Hospital de Santa María del Castillo no sólo estaba prohibido el suicidio, sino cualquier ayuda al presunto suicida. El director afirmaba que la conducta de sus subordinados había sido correcta y, cuando Salcedo intentó hacerle ver que para someter a un enfermo a estos tratos vejatorios había que contar previamente con la familia, se echó a reír, que estaba en un error, que las cosas no eran así, que ellos tenían una moral hipocrática y la aplicaban a rajatabla gustase o no a los familiares del internado.
Temblando de ira, Cipriano bajó al sótano a ver el cadáver que, en efecto, estaba sereno y sonriente. Aquella sonrisa, de que tanto le habían hablado, era una sonrisa manifiesta, no sólo de paz sino incluso de bienestar. Fue el único consuelo de Cipriano Salcedo, una satisfacción que acabó imponiéndose al dolor que le atenazaba. Algo, en el último momento, le había inducido a Teo a sonreír.
Unas horas antes había nombrado La Manga en un momento de lucidez, se decía, era lógico imaginar que ella soñaba o pensaba en La Manga cuando dibujó aquella sonrisa de despedida. El tío Ignacio era del mismo parecer y, después de prolongadas conversaciones, convinieron que, al mentar La Manga, Teodomira había mencionado el lugar donde aspiraba a descansar para siempre. “ La Reina del Páramo” deseaba volver al Páramo y no había nada que objetar a su deseo.
Cipriano Salcedo se emocionó cuando los cuatro carruajes que acompañaban a la carreta fúnebre se detuvieron en la explanada de la iglesia de Peñaflor. Le acompañaban sus viejos amigos Gerardo Manrique, Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, hijo, y los nuevos, el Doctor Cazalla, su hermano Francisco y el joyero Juan García, aparte de su tío Ignacio.
El cielo estaba anubarrado pero no llovía y, sin embargo, el grupo de braceros y pastores que esperaban el cadáver se guarecía en el porche de la iglesia, como uniformados, aquéllos con sus capotillos de dos haldas, de tela burda y sus calzones hasta media pierna mostrando sus pantorrillas peludas, y los pastores y los zagales con sus zamarros de piel de conejo y sus calzas abotonadas. Todos salieron de su refugio y rodearon el ataúd cuando don Honorino Verdejo, el párroco, rezó un responso a la puerta de la iglesia. Para los rudos castellanos, aquella mujer que ahora iban a enterrar constituía un símbolo, puesto que no sólo trabajó con las manos como ellos sino que lo hizo con más espíritu y más provecho que los hombres por lo que con justo motivo recibió el sobrenombre de “Reina del Páramo”. Era una esquiladora como nosotros, dijo un pastor viejo, con la voz trémula, para quien el trabajo manual borraba el pecado de su condición adinerada. Al margen de Manrique y Estacio del Valle, hijo, que en mayor o menor medida tenían alguna relación con los campesinos, el resto del acompañamiento los miraba con una mezcla de estupor y curiosidad, como si fueran seres de otra raza o habitantes de otro planeta. Pero la sorpresa se hizo general cuando al ahondar la huesa que había de albergar a “ la Reina del Páramo”, el cadáver de su padre, “el Perulero”, apareció intacto en el fondo de la hoya con su pelo cano y el cuerpo desnudo, sin descomponer, el pene erecto y los ojos abiertos, inyectados y llenos de tierra. Hubo un bracero que afirmó que aquello era un prodigio, pero don Honorino, hombre probo y avisado, acalló el brote quimérico, dando de lado la incomprensible autonomía del miembro y aludiendo a las propiedades de algunas tierras para demorar la corrupción de los cuerpos. Concretamente en Gallosa, el pueblo donde nací, dijo, ningún cadáver se había descompuesto antes de los cuatro años de ser enterrado.
Más tarde, al abandonar Peñaflor, Cipriano le dijo a su tío, en el interior del coche, que guardaba hacia “el Perulero” un sentimiento de afecto y, el hecho de que su cuerpo permaneciese incorrupto y el sexo vivo, como si hubiese muerto con apetito, le había afectado mucho. Poco más adelante, al atravesar el monte de La Manga, cuando Cipriano divisó la atalaya grande y el camino rojo medio borrado por los bogales, las matas recortadas por los carboneros, y, al fondo, el tejado de pizarra de la casa, se inclinó hacia adelante y le rogó a su criado que moderara la marcha. Apoyó la frente en el cristal y durante unos minutos guardó silencio, los párpados entornados, evocando sus paseos con la difunta por los claros y recovecos de aquel sardón tan familiar.
Ahora, a la vista de Pedrosa, espoleó a “Pispás” en el último recodo del camino. Los rastrojos macilentos, la tierra negra recién arada, las rodadas del carril, le recordaron sus charlas itinerantes con Cazalla. Un apretado bando de perdices arrancó ruidosamente de la cuneta y espantó al caballo que piafó y caracoleó varias veces antes de serenarse de nuevo. Martín Martín, que le esperaba, le dijo al verle que la cosecha de uva había sido magnífica, y mezquina, en cambio, la de cereal. Sostenía el mismo criterio que su padre: el dinero estaba en la viña. Caballero en yegua trabada, el rentero le seguía a corta distancia por las diversas parcelas de la propiedad: los renuevos, los escatimosos majuelos tras las colinas, el pago de Villavendimio con la pinada floreciente. De vuelta a casa, Cipriano Salcedo notificó a Martín Martín que la señora Teodomira había fallecido. Entonces se repitió la escena que treinta y siete años antes había tenido lugar en aquel mismo escenario entre los padres de ambos. Martín Martín, al oír la mala nueva, se sacó el sombrero de la cabeza y se santiguó: Dios le dé salud a vuesa merced para encomendar su alma, dijo.
Al cabo, comieron solos, atendidos por la anciana Lucrecia y su nuera, y Salcedo comunicó a su rentero que, con ocasión del fallecimiento de su esposa, había reflexionado y estaba dispuesto a compartir la propiedad con él; Martín la trabajaría y él correría con los gastos de explotación. Era una oferta tan inusitada y generosa que al rentero se le cayó la cuchara en el plato. No sé si acabo de entender…, balbuceó, pero Cipriano le interrumpió: lo que has entendido es lo que he dicho, la propiedad de las tierras la partiremos entre tú y yo, tú aportarás tu sudor y yo mi dinero. Los beneficios a partes iguales. Remató su breve discurso con una frase mendaz:
– Era voluntad de la difunta -dijo.
Martín Martín quería dar las gracias, pero no acertaba, mientras Cipriano le anticipaba que su tío, el oidor, formalizaría el nuevo contrato, pero que también era su deseo mejorar los salarios de la gañanía y que a cómo se pagaba la jornada en las viñas de Pedrosa.
El rentero puso cara de circunstancias: bajos, los salarios eran bajos, un obrero podía cobrar cincuenta maravedíes pero un vendimiador no llegaba a la mitad. Había que subirlos, era apremiante mejorar las condiciones de vida en Pedrosa y él, Cipriano, como mayor terrateniente, tenía que dar ejemplo. Habló de doblar los salarios de los jornaleros, de los braceros ocasionales, pero el rentero se llevó las manos a la cabeza:
– Pero ¿ha pensado vuesa merced en lo que propone? El pequeño labrantín no podrá soportar tamaña competencia. Nadie querrá trabajar en Pedrosa por menos de lo que nosotros demos. El campo se hundiría.
Cipriano empezaba a intuir que la donación también constituía un problema, pero, al propio tiempo, no quería renunciar a su largueza.
Había que estudiar las cosas despacio, con personas y abogados competentes. Se daba cuenta de que su decisión, de la manera simple en que la había concebido, se haría popular entre los asalariados pero impopular entre los terratenientes.
Era preciso reflexionar y actuar sin apremios, con la cabeza fría.
Esa misma tarde, salió de paseo con Pedro Cazalla, quien elogió su decisión de hacer un nuevo contrato con Martín Martín. El campo estaba en situación crítica y los que vivían de él abocados a la miseria. Ganaban poco y el fisco y la Iglesia, con tributos y diezmos, acababan de arruinarlos. Todo lo que se hiciera en favor de los medios rurales sería insuficiente.
El inconveniente que apuntaba Martín Martín era irrefutable, pero los oidores de la Chancillería, los altos letrados de la Corte, disponían de recursos sobrados para dar con la solución pertinente. Por su parte, él lo hablaría con don Carlos de Seso, que ahora, en su condición de corregidor, estaría al tanto de esas cosas. Ya en casa de Cazalla, Cipriano le hizo entrega de trescientos ducados para las necesidades más urgentes del pueblo, incluso apuntó, de pasada, a la pavimentación, pero Pedro Cazalla adujo que en eso no podía ni pensarse, ya que las caballerías resbalaban en los adoquines y se quebraban. Se hacía inevitable pensar en otra aplicación menos arriesgada.
Cipriano Salcedo entró en una fase de actividad enfebrecida. Le daba miedo la soledad. Le aterraba pensarse. No sabía estar solo ni ocioso y, aparte su quehacer habitual en el almacén y la sastrería, el resto del día necesitaba estar ocupado, solventando otros asuntos.
El tío Ignacio, que aprobaba su buena disposición de ceder la mitad de su fortuna, le aseguró que se ocuparía del contrato con Martín Martín. Tal como estaba organizado el mundo, tratar de doblar el salario a braceros y temporeros constituía de entrada una provocación. Pero tenía que haber una solución y la encontraría. En la Chancillería había gente conspicua dispuesta a echarle una mano. En cambio, el tema de los negocios industriales llenó de gozo a su tío. Don Ignacio Salcedo, desde que se licenció, se había especializado en temas jurídicos y económicos. Leía mucho, con auténtica avidez, no sólo sentencias y actas de jurisprudencia, sino publicaciones y libros franceses y alemanes que le facilitaban sus amigos del centro de Europa. Así se informó de que la organización de la producción por gremios iba convirtiéndose poco a poco en una antigualla pasada de moda. En Francia y Alemania apuntaban formas de asociación que en España todavía se desconocían, en las que no sólo se asociaban los hombres sino también los capitales para incrementar su poder. Incorporar Valladolid a la modernidad era una de sus aspiraciones íntimas. Los gremios decaían y, cuando su sobrino le solicitó nuevas fórmulas para el comercio de la lana con Burgos y la fabricación de zamarros y ropillas aforradas, don Ignacio pensó que quizá unas comanditas pudieran servir para resolver ambas cuestiones.
Tanto Dionisio Manrique como Fermín Gutiérrez dejarían de ser empleados para pasar a ser socios, valorando su trabajo como capital.
Es decir, ellos pondrían su cabeza donde él ponía su dinero. Crearían dos compañías mixtas en las que capital y trabajo obtendrían retribuciones análogas. Mas, también aquí, como en el campo, se presentaba una cuestión espinosa: ¿qué hacer con los pellejeros, tramperos, curtidores, acemileros y todos aquellos que ni en el taller ni en la fábrica desempeñaban un trabajo cualificado? Don Ignacio vio enseguida la solución: incorporar al personal no cualificado a los beneficios. La novedad constituía para él una auténtica revolución económica, especialmente, en Valladolid, de ahí que le pareciese aún más ecuánime y sugestiva. Manrique y Gutiérrez irían con él a partes iguales, pero a los asalariados, en lugar de subirles los jornales, cosa que pondría en pie de guerra a la competencia, se les darían, al cabo del ejercicio, unos ingresos extras provenientes del beneficio social. Estos dineros a repartir entre pellejeros, tramperos, cortadoras, arrieros y curtidores, podían proceder del porcentaje total de beneficios, o del correspondiente a Cipriano Salcedo, todo dependía del grado de desprendimiento de éste. En todo caso, ni el transporte de lanas a los Países Bajos, ni el negocio de los zamarros, planteaban cuestiones irresolubles.
Tío y sobrino pasaban tardes enteras conversando, de tal manera que, desde que Teo falleció, la cabeza de Cipriano no volvió a encontrar un momento de reposo.
Resultaba curioso pero en los últimos años, en que la comunicación con Teo no había existido, a Cipriano le bastaba saberla allí, en casa, oír cómo se movía de una habitación a otra, para sentirse acompañado. Como le dijo en una ocasión a doña Leonor, Teo había llegado a ser para él una costumbre.
Conforme Cipriano delegaba en su tío la transformación de sus negocios, iba intensificándose su relación con la familia Cazalla.
Doña Leonor lamentó su viudez con hermosas palabras de solidaridad y dijo que comprendía perfectamente a su esposa. Ella había parido diez hijos pero cada alumbramiento lo había celebrado como si fuera el primero. No obstante, comprendía también a Cipriano, ya que el círculo vital del hombre rebasaba con mucho el círculo familiar y su egoísmo era mayor que el de la mujer. Por su parte el Doctor le reafirmó una vez más su confianza.
Se sentía débil y medroso y la colaboración de Cipriano le resultaba indispensable. Había concluido su fichero, pero la reducida comunidad castellana necesitaba constante atención. Los pequeños problemas asomaban por todas partes. Ana Enríquez había asegurado que Cristóbal de Padilla quedaría sujeto a su autoridad, que no volvería a desmandarse, pero la realidad decía otra cosa. Antonia de Mella, esposa de Pedro Sotelo, comunicó al Doctor que Cristóbal la había visitado para leerle una carta, a su decir del maestro Ávila, muy peligrosa, y se prestó a dejársela para estudiarla. Pasados unos días, Padilla volvió con otra carta, al parecer también del maestro Ávila, y se la leyó esta vez a la mujer de Robledo. Trataba de la misericordia de Dios, y, al concluir de leerla, le dijo que advirtiera a su marido que abandonase sus penitencias porque Nuestro Señor ya la había hecho por todos. Otro día, convocó una junta de mujeres en casa de Sotelo y les ofreció un librito donde se estudiaban los artículos de la fe orientados hacia la doctrina de la justificación. Ante el escándalo de algunas, confesó que el librito estaba escrito por fray Domingo de Rojas, aunque a otros les dijo que él mismo era el autor de la obra.
Cipriano tuvo que hacer dos viajes a Zamora para convencer a Pedro Sotelo de que no facilitase a Padilla lugares de reunión, ya que este hombre, como le había dicho el Doctor, cada día más amilanado, sembraba la discordia por donde quiera que iba. Momentáneamente, el Doctor quedó aplacado, pero cada día aportaba una novedad y una tarde informó a Cipriano de que el joyero Juan García tenía planteadas serias cuestiones familiares y debía ponerse cuanto antes en contacto con él. Cipriano pasó por el cubil donde Juan trabajaba y éste, sin levantar los ojos de la pulsera que reparaba, le anticipó que, al día siguiente, a las siete de la tarde, le visitaría en su casa pues en el taller no era aconsejable hablar. Una vez reunidos, Juan García rompió a lloriquear, que era de los más viejos adeptos de la secta, de los más convencidos, pero su mujer, Paula Rupérez, fanática católica, recelosa de sus escapadas nocturnas, le había seguido una noche de conventículo por las calles en tinieblas. Afortunadamente él se dio cuenta a tiempo y se ocultó en el hueco de un comercio por donde la vio pasar. Entonces se convirtió de perseguido en perseguidor y durante una hora estuvieron dando vueltas por las viejas rúas del barrio de San Pablo, él en guardia, ella desorientada. Al día siguiente Paula le preguntó dónde había andado a tan altas horas de la noche y él reconoció que había sufrido uno de sus frecuentes accesos de escotoma y había salido a airear la cabeza. Poco a poco Juan García se había ido serenando pero advirtió que su mujer había informado de sus sospechas al confesor y había razones fundadas para temer que éste, si llegaba a tener un solo indicio, les denunciaría sin demora a la Inquisición.
Cipriano trató de tranquilizar al joyero, le dijo que de momento no volviera por los conventículos y que, cada mes, al día siguiente de celebrarse éste, pasara por su casa donde él le facilitaría un resumen de lo tratado a fin de que no quedase descolgado. Para mayor seguridad, debía acompañar a su mujer a sus prácticas religiosas y hacer lo que viese que ella hacía. El joyero volvió a llorar; le repugnaba caer en el “nicodemismo”, fingir creer en lo que no creía, pero Cipriano Salcedo le dijo que todos, en mayor o menor medida, lo practicaban, que él mismo asistía a misa los días festivos, porque, en tiempos de persecución, la mejor defensa era el disimulo, cuando no la doblez.
Siete días antes de Navidad, súbitamente, falleció doña Leonor.
Por la mañana había sentido un vago tremor de corazón y, después de comer, quedó muerta en la mecedora sin que nadie lo advirtiera.
El Doctor la encontró todavía caliente y el balancín con un leve movimiento de vaivén. Su deceso fue la culminación de un “annus horribilis”, como lo calificó el Doctor Cazalla. Se hizo preciso preparar las honras fúnebres con la pompa que exigían la fama del Doctor y el hecho de que la difunta tuviera tres hijos religiosos. El entierro se verificó en la capilla de los Fuensaldaña, en el Monasterio de San Benito. Diez doncellas, casi niñas, acompañaron el ataúd portando cintas azules y el coro del Colegio de los Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las letanías habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos muchachos a los antiguos Expósitos, sus compañeros de infancia, y respondía a las apelaciones al santoral con devoción y respeto: “ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis”, decía para sí, y en el “Dies irae” de la epístola se prosternó sobre las losas del templo y repitió la letra en voz baja, profundamente conmovido: “Solvet saeclum in favilla:
teste David cum Sibylla”.
La ciudad acudió en masa al sepelio de doña Leonor. La reputación del Doctor, el hecho de que tres de los hijos de la difunta participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso del pueblo. Y, a pesar de sus grandes dimensiones, el templo no pudo dar acogida a todos los asistentes, muchos de los cuales quedaron a la puerta, en la explanada de acceso, devotamente, en silencio.
Las voces de los doctrinos resonaban en la placita de la Rinconada y los transeúntes se santiguaban devotamente al pasar frente a la iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió en el atrio para las condolencias pero, en el momento de mayor recogimiento y emoción, una voz varonil, bien timbrada y poderosa, estalló sobre el rumor del gentío:
– ¡Doña Leonor de Vivero a la hoguera!
Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a repetirse. La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud desfilaba ante los hermanos Cazalla y algunos, más allegados o más decididos, se aproximaban a ellos y les daban la paz en el rostro.
Para el Doctor, la muerte de su madre significó la culminación de su abatimiento. Doña Leonor había representado en vida la autoridad, la ponderación, el orden, la obligada referencia. Y, pese a haber dejado dos hijas, Constanza y Beatriz, el sólido matriarcado acababa de quebrarse. El semblante del Doctor se deterioró aún más, adelgazaba, se arrugaba, perdía pelo. También la voz se le desteñía y ponía en evidencia el gran sufrimiento moral que pesaba sobre él. En las tertulias de pésame, donde acudieron numerosos admiradores, apenas hablaba, la gente salía de la casa desorientada: el Doctor no va a superar la desgracia, decían. Y, por las noches, cuando las visitas marchaban, se refugiaba con Cipriano en el pequeño gabinete de su madre y hablaban de ella, reconstruían su pasado y su significación en la familia y la secta.
Su hija Constanza había tomado el mando pero nada era igual. La pobre Constanza no pasa de ser una sencilla aprendiza, decía desmoralizado el Doctor. Y, a falta de un confortamiento más directo, la amistad entre los dos hombres se afirmó en el trance:
– Vuesa merced lo oyó -le dijo una noche el Doctor-. Y puede ayudarme a identificar esa voz.
El grito pidiendo la hoguera para su madre le reconcomía, no le permitía reposar. Detrás veía a la ciudad entera, al mundo entero. Y hablaran de lo que hablaran, la conversación siempre terminaba por recaer en el mismo tema: la voz viril y retumbante exigiendo la quema de la difunta. Cipriano se esforzaba en tranquilizarle: un loco, reverencia, nunca falta un loco en una aglomeración de estas proporciones. Mas Cazalla porfiaba que no se trataba de un loco, la voz era firme, culta y educada, su tono no era vil. Cipriano, deseoso de complacerle, habló en la sastrería con Fermín Gutiérrez, viejo admirador del Doctor. Sí, también había oído la voz y, en su opinión y en la de sus amigos, había partido de la esquina donde se congregaba un grupo de oficiales de la Guardia Real. El Doctor denegó enérgicamente con la cabeza: la voz de mando de un soldado podía identificarse a diez leguas de distancia, dijo. Había que pensar en alguien más distinguido, conocedor de las interioridades de la familia Cazalla, sórdido en el fondo pero cortés en las maneras.
Después de dos semanas de presunciones y conjeturas en torno a la misteriosa voz, sin avanzar un paso, el Doctor se derrumbó una tarde, se sinceró con él. Le hizo objeto de una confidencia que era obligado tener en cuenta a lo largo de la investigación. Le habló de una mujer extraña, que de una manera igualmente extraña, se había cruzado en su vida y se había enfrentado violentamente con él. Se refería a doña Catalina de Cardona, conocida con el sobrenombre de “ la Buena Mujer ”, que en su juventud había sido aya de don Juan de Austria. Gozaba fama de santa en las altas esferas y había recalado en Valladolid de la mano de la princesa de Salerno, de la que era dama de honor, cuyo marido, don Fernando San Severino, vino a la Corte a reclamar los bienes que se le habían confiscado por su presunta participación en una conjura contra españoles.
La estancia en la villa de la princesa de Salerno le permitió conocer al Doctor y establecer con él una relación amistosa. Pero a Catalina, “ la Buena Mujer ”, nunca le agradó la amistad de su señora con el Doctor, ya que la manera de hablar de éste de la misericordia de Dios y de los méritos de Cristo se le antojaba equívoca y sospechosa. Catalina de Cardona, de suyo entrometida, decidió erigirse en ángel tutelar de la princesa y, sobre ponerle malas caras al Doctor, en las tertulias vespertinas le contradecía y zahería sin descanso. Por su boca habla Satanás, excelencia, llegó a decirle a la princesa un día. El Doctor, entonces, resolvió dar una lección a la marisabidilla, y en el famoso sermón de las Tres Marías, el día de la Resurrección, ridiculizó la impertinencia de ciertas mujeres que disputaban con los teólogos, sabihondas de tres al cuarto, dijo, que estarían mejor entre pucheros, pero “ la Buena Mujer ” aguardó la visita del cura, y cuando éste se presentó delante de su señora, le dijo que había visto salir de su boca borbollones de fuego envueltos en humo y olores de piedra de azufre. La campanada de “ la Buena Mujer ” creó un clima tenso en la reunión, de una violencia inhabitual, de tal manera que la princesa de Salerno se vio obligada a intervenir e impuso silencio a las dos partes cuando la réplica correspondía a Cazalla, y entonces éste se levantó dignamente y se marchó de la casa ofendido.
– Nunca volví a poner el pie en el palacio de la princesa, aclaró Cazalla a Cipriano, pero cabe que la voz pidiendo la hoguera para mi madre se fraguara ahí, en sus salones a causa de mis homilías. Cipriano quedó pensativo. Ignoraba que el Doctor tuviera enemigos de tan alto rango pero, una vez informado, dio por bueno que la afrenta a doña Leonor hubiera surgido de ese grupo o de otro semejante.
Dos días más tarde, Cipriano encontró los bajos de la casa del Doctor embadurnados por un sucio cartelón: “Doña Leonor a la hoguera”, decía simplemente. Aquel letrero abyecto, escrito con pintura roja, acabó de desequilibrar al Doctor. Convocó una reunión, en pleno día, en el oratorio de su casa. No podemos seguir viviendo en este “ensimismado aislamiento”, dijo. Nos conocen hasta las piedras, nos vigilan, nos odian, todas las precauciones que adoptemos en lo sucesivo serán pocas. Se le veía asustado, acorralado, nervioso. Muerta su madre, de la que tanto había dependido y que representaba el coraje, llegaba esta venganza ruin de la alta sociedad vallisoletana. Tenemos que admitir que no somos libres, añadió, que nos enfrentamos con enemigos que no dan la cara, seamos prudentes.
A partir de ese momento quedaron suprimidos provisionalmente los conventículos y el Doctor decidió que se sustituyeran por visitas a domicilio, donde personalmente los sectarios serían informados de las novedades. Salcedo, por indicación del Doctor, viajó a Toro, Zamora y Logroño para poner sobre aviso a los adeptos.
A su regreso, Cipriano encontró al Doctor aún más sumido y cogitabundo. El hecho de que la realidad del grupo fuese conocida, o, al menos, se sospechase su existencia, le desquiciaba. Se sentía literalmente arrinconado. Cipriano permanecía con él hasta altas horas de la madrugada. El insomnio le acechaba y los julepes y el filonio romano apenas le hacían efecto. Su medrosidad le llevaba a extremos exagerados, a una pusilanimidad morbosa. Las sensaciones de persecución y aislamiento prevalecían sobre todas las demás. Una noche emborronaron con pintura el letrero rojo de la fachada y el Doctor subió a casa más entonado, como si hubiese borrado con él los malos pensamientos de la conciencia del responsable. Con Cipriano se desahogaba, era su paño de lágrimas:
el Reformador al menos sabía de nuestra existencia, nos animaba, decía. Muerto Lutero, desconectados del foco sevillano, el Doctor no veía futuro para la causa. Mas Cipriano iba advirtiendo que un día pensaba una cosa y mañana la contraria, se mostraba irresoluto, mudadizo, como atollado. En una ocasión organizaron un viaje a Sevilla pero ocho días antes el Doctor desistió de él. ¿Qué iban a hacer en Sevilla? ¿Acaso estaban mejor informados los andaluces que ellos? Procedía ir más allá, más lejos, a la madre. ¿Sería capaz Cipriano de viajar a Alemania por el grupo? A Salcedo no le sorprendió la pregunta, llevaba meses esperándola. Estaba convencido de que únicamente entrevistándose con Melanchton y sus colaboradores, aportando información directa, libros y publicaciones, y la promesa de una ayuda quimérica llegado el caso, conseguiría animar al Doctor. Iría, pues, a Alemania, le dijo, pasaría allí el tiempo que hiciera falta, conectaría con el cerebro de la organización y recibiría instrucciones. La sola idea de que Cipriano iba a viajar a Alemania ya levantó el ánimo del Doctor. Le indicaba itinerarios en el mapa, ciudades, caminos, le facilitaba nombres y direcciones, contactos obligados, centros de visita inexcusable. Era como si su cerebro atascado se hubiera puesto de repente en movimiento. Una tarde le dio las señas de Berger, Heinrich Berger, marino de profesión, apóstol del nuevo cristianismo, con quien tal vez pudiera regresar a España por los puertos del norte. Al recordar su estancia en Alemania, los lugares que había visitado con el Emperador, los viejos amigos, los contactos iniciales, el rostro del Doctor resplandecía. Entre los dos iban urdiendo planes: saldría por el Pirineo y regresaría por mar o a la inversa. El zamarro de Cipriano y las ropillas aforradas, llegado el caso, podían servir de tapadera, pero de momento el proyecto debería permanecer en secreto. ¿Había oído hablar de Pablo Echarren, vecino de Cilveti, un pueblecito al norte de Navarra? No, claro, Salcedo no había oído hablar de Echarren, ni sabía de la existencia de Cilveti. Su viaje más largo por el norte había sido a Miranda de Ebro, ni siquiera había viajado hasta Bilbao. El Doctor le informó entonces de que Echarren llevaba gente hasta la raya con Francia, fugados, refugiados, exiliados, contrabandistas. Era su hombre pero convenía entrarle con cautela. Lo más oportuno sería hablarle de don Carlos. Seso le conocía desde su estancia en Logroño y había utilizado varias veces sus servicios. Cipriano debía decirle que don Carlos de Seso era su amigo, incluso su compariente. No, desde luego, no tenía honorarios fijos, era voluble, dependía del momento, del riesgo que corriera en cada desplazamiento, de sus necesidades, pero sus emolumentos -dijo- no era fácil que bajasen de veinticinco ducados ni superasen los cuarenta. Una vez en casa de Echarren, Vicente, el criado de Cipriano, podía regresar a Valladolid con los caballos, puesto que Echarren disponía de acémilas propias que conocían el camino, eran silenciosas y le comprometían menos. El Doctor le facilitó la dirección de Pablo Echarren en Cilveti. Todavía, antes de partir, Cipriano Salcedo hizo una escapada con “Pispás” hasta Toro, donde don Carlos de Seso le puntualizó las informaciones del Doctor y le advirtió que los modales de Echarren eran un poco bruscos y su carácter desigual pero que confiase en él, que cumpliría su palabra. Le dio una esquela de presentación para el navarro y, de vuelta a Valladolid, pasó por Pedrosa para entregar a Martín Martín la copia del nuevo contrato de propiedad que había redactado su tío Ignacio en la Chancillería. A Domingo Manrique y Fermín Gutiérrez les había facilitado ya un borrador de los acuerdos sobre las nuevas comanditas. Una vez rematadas las obligaciones que le retenían en Valladolid y conforme con el Doctor, fijaron la fecha del 25 de abril para la partida. Vicente había preparado las cosas con su acostumbrada meticulosidad: don Cipriano iría con “Pispás” y él con “Arrugado”, el duro penco auxiliar, mientras la mula “Sola” acarrearía los equipajes. No había prisa. Teniendo en cuenta el paso tardo de la acémila podían recorrer diez leguas diarias y ponerse en Cilveti hacia el 29 o 30 de abril. Respecto a los descansos nocturnos, Vicente determinó como posibles, de no producirse algún imprevisto, las ventas de Villamanco, Zalduendo, Belorado, Logroño y Pamplona. Tras tanto preparativo, Cipriano salió de Valladolid en las primeras horas de la mañana del día 25. Su leve equipaje lo constituían dos fardos, que portaba la mula “Sola” a modo de albardas, y el dinero, los papeles y las cartas de presentación los llevaba repartidos por los diversos bolsillos de su indumenta.
Era un día soleado, de suave temperatura y nubes blancas, aborregadas, y Cipriano pensó en Diego Bernal. Siempre que viajaba con dinero o algo valioso, Salcedo recordaba al viejo salteador, pero Vicente le tranquilizó, Bernal ya estaba pensando en el retiro -dijo-. Hace más de medio año que no se sabe de él.
Se ajustaron a lo previsto con exacta precisión los dos primeros días. La lluvia les sorprendió el tercero y llegaron a Belorado con el agua escurriéndoles por las calzas. El temporal estaba asentado sobre Castilla y esperaron un día para reanudar la marcha. El 30, al caer la tarde, después de enviar a Echarren un correo urgente, entraban en Cilveti, una aldea de montaña, con casas de piedra y escasos habitantes. Cipriano descargó los fardillos en el zaguán de Pablo Echarren, y Vicente, montando a “Arrugado” y con “Pispás” y “Sola” en retaguardia, regresó a Urtasun sin hacer noche. No había razón para llamar la atención de nadie. Por su parte Cipriano encontró a un Pablo Echarren menos atrabiliario de lo que don Carlos había sugerido. Hablaba poco pero no por desabrimiento sino por no malgastar palabras:
– Vuesa merced ya sabe que los tiempos están difíciles. Hoy no puedo subirle al alto por menos de cincuenta ducados -le advirtió.
Cuando partieron aún no había amanecido y, conforme se hacía la luz, la línea oscura de la sierra, coronada de nubes, iba recortándose contra el horizonte. La mula de Echarren, cubierta con una manta, abría camino a la de Cipriano y a “Luminosa” que portaba el equipaje. Franqueaban un sardón de quejigo con hoja de invierno, sin seguir un sendero visible, y, en lo más espeso del monte, volaron atolondradamente dos pájaros:
– Becadas -dijo Echarren escuetamente.
– En Castilla las becadas entran en noviembre -apuntó Cipriano recordando los tiempos de La Manga.
– Todavía andan de contrapasa -aclaró el guía-. En todo caso, éstas anidan aquí.
Se detuvieron al empinarse la cuesta. Un bosquecillo de hayas, con hojas recientes, se alzaba a mano derecha, tras una junquera, y, a su izquierda, una gran masa de abetos. Echarren sacó de las alforjas un pan con queso y salchichas y una bota de vino. Bebió antes de empezar a comer levantando la cabeza, largamente, sin derramar una gota:
– Hay que desatrancar el tubo -dijo justificándose.
Iniciadas las turbulencias de mediodía, una pareja de quebrantahuesos se sostenía en el aire sin aletear. Cuando reanudaron la marcha, las acémilas avanzaban penosamente, con lentitud. La pendiente se acentuaba al entrar en el hayedo, un bosque de árboles prietos y misteriosos. De cuando en cuando, Echarren detenía la mula y escuchaba después de exigir silencio a Cipriano. En las alturas, a pesar de las horas de insolación y la fuerza del sol, el ambiente era más fresco. Trepaban ahora entre abetos, un mar de ellos, y arriba, en la cumbre de la montaña, se divisaban tolmos desnudos, pequeñas conchestas refulgentes, escorrentías procedentes del deshielo. Hubo un momento, tras una parada de Echarren, en que éste, con ademanes apremiantes, le instó a refugiarse en un pequeño rodal cercado por altos árboles. Echarren imponía silencio, cruzando los labios con su dedo índice. Se oía rumor de conversaciones a poca distancia.
El navarro se apeó y miró a través del follaje. Debió de distinguir el atuendo de los viajeros o, tal vez, el pelaje de las caballerías, porque se volvió hacia Cipriano y susurró:
– Contrabandistas.
Salcedo, encaramado en su mula, miraba en vano hacia la dirección indicada por el guía. Oyó la conversación muy cerca pero no los vio. Luego se alejaron paulatinamente y sus voces se convirtieron en un apagado rumor. Cuando éste se extinguió, Echarren montó en su mula y añadió:
– Es Marcos Duro, el mejor guía de estos contornos.
– Y ¿qué llevan?
– Posiblemente ámbar, cremas de belleza, perfumes y ungüentos aromáticos. El lujo viene de Francia.
La montaña se empinaba cuando salieron del área forestal y la vegetación empezó a ralear: matorrales rastreros, brezos, tojos, arándanos. Echarren procuraba ceñir su paso a las formas de las rocas para hacerse menos visible desde los bajos. En una ocasión, al salir de una curva, vieron huir un sarrio brincando de piedra en piedra. Se enredaron en una topografía escabrosa, de altos peñascos, difícil de franquear, pero, al fondo del congosto, sobre el abismo, al abrigo de una pequeña oquedad, apareció un hombre, ataviado con sayuelo y zaragüelles, con dos caballerías apersogadas. Echarren se volvió a Cipriano:
– Pierre nunca me hizo esperar -dijo sonriendo.
Y emitió un silbido modulado que el eco repitió, cada vez más suave, desde las barrancas del lado francés.