En la villa de Valladolid, a veintiocho días del mes de mayo de mil quinientos cincuenta y nueve, estando los señores inquisidores don Teodoro Romo y don Mauricio Labrador en su audiencia de la tarde, ordenaron comparecer ante sí a Minervina Capa, de cincuenta y seis años, natural de Santovenia de Pisuerga y vecina de Tudela, que juró en forma debida decir la verdad.
Preguntada por la razón de su presencia en el quemadero en la tarde del 21 de mayo de 1559 y su relación con el relajado Cipriano Salcedo, la atestante manifestó que el interfecto había sido “su niño”, desde la muerte de su madre en 1517, que le había criado a sus pechos y le había atendido en sus necesidades. Manifestó asimismo que, terminada la crianza, esta testigo quedó al servicio de don Bernardo Salcedo, viudo y padre de la criatura, hasta que decidió internar al niño en el Hospital de Niños Expósitos para su formación, determinación que dolió mucho a la declarante.
Preguntada por el hecho de haber conducido la borriquilla hasta el palo, la atestante declaró que el reo iba muy enfermo de los ojos y las piernas, y que la idea de que ella le condujera partió del tío y tutor del interfecto don Ignacio Salcedo, presidente de la Real Chancillería, que había ordenado buscarla por todos los pueblos del alfoz mediante PREGONES, y hallóla, al fin, en Tudela de Duero donde residía desde su matrimonio con el labrantín Isabelino Ortega, al cual había dado dos hijos, ya mozos. Y que el dicho don Ignacio Salcedo al pedirle que acompañara a la hoguera a su sobrino, le hizo saber que de otro modo éste se iba a encontrar muy solo en esa tarde tan triste, momento en que esta declarante aceptó acompañarle como hubiera accedido -dijo- a morir en su lugar si así se lo hubiesen pedido.
Preguntada por las personas que hablaron con el reo en el palo, o si se le encomendó algún encargo para cuando el mismo falleciera, o si vio u oyó alguna cosa tocante a la herejía de la que debe dar cuenta al Santo Oficio, la atestante juró en forma de derecho que el día de autos no advirtió ni vio nada en el quemadero fuera de lo que a continuación iba a decir. O sea el gran número de religiosos y colegiales de la Santa Cruz que rodeaban al penitente más grueso, un fraile de mejillas sonrosadas al que decían fray Domingo, que al decir de ellos iba pertinaz. Pero que fue solamente el llamado padre Tablares el que le exhortó y convenció. Y que una vez terminada la asistencia, el mismo padre Tablares acudió al palo de “su niño” y le dijo: Hermano Cipriano, aún es tiempo. Reducíos y afirmad vuestra fe en la Iglesia Romana , pero que “su niño” abrió un poco los ojos enfermos y le dijo: Creo en la Santa Iglesia de Cristo y de los Apóstoles. Asegura esta declarante que el llamado padre Tablares porfió para que el penitente pronunciara la palabra “romana” a lo que el penitente respondió que si la Romana era la de los Apóstoles, como debía ser, creía en ella. Dijo asimismo que algo más debió de decirle el fraile a “su niño” puesto que estuvieron un rato con los rostros juntos pero que no guardaba memoria de lo que le dijo o tal vez no alcanzó a oírlo porque era mucho el jolgorio y la confusión que había en el quemadero.
Preguntada finalmente la atestante si vio u oyó alguna otra cosa que, por una razón o por otra, considerase que debe declarar al Santo Oficio, la atestante manifestó que, en todo caso, de lo que vio aquella tarde, lo que más la conmovió fue el coraje con que murió “su niño”, que aguantó las llamas tan tieso y determinado, que no movió un pelo, ni dio una queja, ni derramó una lágrima, que a la vista de sus arrestos, ella diría que Nuestro Señor le quiso hacer un favor ese día. Preguntada la atestante si ella creía de buena fe que Dios Nuestro Señor podía hacer favor a un hereje, respondió que el ojo de Nuestro Señor no era de la misma condición que el de los humanos, que el ojo de Nuestro Señor no reparaba en las apariencias sino que iba directamente al corazón de los hombres, razón por la que nunca se equivocaba. Por lo demás, terminó la declarante, no advirtió ni vio, ni oyó nada que su memoria guarde, aparte de lo transcrito.
Fuela encargado el secreto so pena de excomunión.
Fui presente yo, Julián Acebes, escribano.
(Declaración de Minervina Capa, de Santovenia de Pisuerga, en el informe de las personas que asistieron a las ejecuciones del día 21 de mayo de 1559.)