Libro III El auto de fe

XV

A instancias de Cipriano, el Doctor se avino a que Beatriz Cazalla sustituyera a su hermana Constanza en las lecturas de los conventículos. Hacía siete meses que Salcedo había regresado de Alemania y esta noche, apenas iniciado el mes de mayo, Beatriz había leído unas páginas de “La libertad del cristiano”, con la misma sonrisa dentona, la misma entonación y el discreto ceceo que acompañaban a las comunicaciones de doña Leonor. Había sido como resucitar a ésta. En las pausas, Cipriano admiraba el hermoso perfil de Ana Enríquez, tan luminoso y atractivo bajo el rojo turbante que achicaba su cabeza, sus manos largas y enjoyadas sobre el larguero del banco. Acto seguido el Doctor glosó las páginas leídas por su hermana Beatriz, con fervor, con la misma convicción que cuando su madre le acompañaba.


Desde el regreso de Cipriano, con libros, informes y buenas noticias, don Agustín Cazalla parecía otro.


Su posición religiosa se había afirmado y había recuperado su entusiasmo proselitista. Pero, apenas acababa de abrir el coloquio final, cuando en la calle se oyeron los zapatazos de un caballo en plena carrera, los cascos percutiendo en el empedrado, cada vez más próximos. Era tal el silencio de la sala que, cuando el caballo se detuvo, se oyó al jinete apearse y dar tres pasos hacia la puerta de la casa. Sonaron dos secos aldabonazos y, cuando Juan Sánchez se apresuró hacia las escaleras, el silencio del cenáculo se había hecho de hielo. Unos segundos después, don Carlos de Seso, con improvisado atuendo de caballista, desmelenado, la gorra en la mano, penetró presuroso en el oratorio, se encaramó de un salto en la tarima del Doctor, cuchicheó nerviosamente con éste y, una vez obtenida su anuencia, se dirigió hacia el auditorio con un deje de alarma:


– Cristóbal de Padilla -dijo- ha sido detenido anteayer en Zamora. Pedro Sotelo y su esposa Antonia de Melo lo han denunciado al Santo Oficio con motivo del “edicto anual”. Está preso en la cárcel secreta de la Inquisición y no es fácil que se produzcan otras detenciones en tanto Padilla no sea interrogado. No obstante, me considero en la obligación de comunicarlo a vuesas mercedes para que tomen las medidas oportunas, se deshagan de documentos comprometedores y huyan si consideran su vida en peligro. Nuestro Señor nos acompañe.


Se produjo la estampida. Todos querían ser los primeros en abandonar la casa del Doctor y Juan Sánchez encontraba serias dificultades para que los asistentes se avinieran a hacerlo ordenadamente, de dos en dos, con breves pausas de un minuto, como venían haciéndolo.


Se oían los pasos apresurados de los que marchaban sin las precauciones habituales. Daba la impresión de que el hecho de alejarse de la casa madre les alejaba asimismo de los riesgos de su detención.


Cipriano vio salir a Ana Enríquez y se dirigió al Doctor y a don Carlos quienes, desde el estrado, se consideraban en el deber de organizar la evacuación. Don Agustín había empalidecido y con sus manos blancas y finas tamborileaba mecánicamente sobre el tablero de la mesa. Había perdido el dominio de sí mismo. Estos cambios de ánimo súbitos, justificados o no, eran habituales en el Doctor.


Intentó hablar con Cipriano Salcedo pero las palabras se le amontonaban en los labios y no acertaba a ordenarlas. Fue don Carlos de Seso quien le dio las oportunas instrucciones:


– Vuesa merced debe huir inmediatamente -le dijo-. El Emperador, desde Yuste, ha instado al inquisidor Valdés para un “pronto y terrible escarmiento”. Huya.


Vuesa merced ha sido un miembro destacado en la secta desde su ingreso y su reciente viaje a Alemania y su entrevista con Melanchton le hacen especialmente vulnerable en esta hora. Ponga tierra por medio. El camino de Pamplona ya lo conoce. También conoce Cilveti y la casa de Pablo Echarren. Póngase en sus manos y en unos días estará fuera de España.


Las lágrimas asomaron a los ojos del Doctor cuando estrechó su mano. Cipriano, en cambio, se sentía resuelto y decidido, capaz de todo. No notaba cansancio y, al llegar a su casa, se encerró en el despacho y abrió la gran librería.


Parecía imposible que en apenas tres años hubiera podido almacenar aquella cantidad de papeles: fichas, avisos, resúmenes, consejos, pequeñas esquelas, anuncios de conventículos, correspondencia variada con el Doctor, Pedro Cazalla, Carlos de Seso, Domingo de Rojas, Beatriz Cazalla y Ana Enríquez. Carpetas llenas de proyectos. Fascículos y opúsculos de su paso por Francia y Alemania. Mapas e itinerarios. Direcciones de personas y centros en el extranjero y libros, muchos libros, entre ellos los diecisiete ejemplares de “El beneficio de Cristo”, restos de la edición de Agustín Becerril que aún conservaba. Amontonó leña en la chimenea y le prendió fuego.


Primero se deshizo de los papeles que se consumían rápidamente, después de caracolear unos segundos entre las llamas; luego de los opúsculos, de los papeles de mayor entidad y, finalmente, de las carpetas y de los libros, uno a uno, pacientemente, sin prisas. Algunos tenían encuadernaciones duras, de piel o de tela, con cantoneras para darles firmeza, y los restos tardaban en arder. A medida que iban desapareciendo las pilas de papeles y las hileras de libros de los estantes, Cipriano se sentía liberado de un peso como después de una confesión. A las cuatro de la madrugada, se acostó. No sólo había quemado todo lo que pudiera comprometerle a él y al grupo, sino que se había deshecho de las cenizas del hogar. A las ocho se incorporó, desayunó frugalmente y ordenó a Vicente que aparejase a “Pispás” lo más rápidamente posible. Una hora más tarde, vestido ya de campo y con un mínimo equipaje, se disponía a partir, cuando Constanza le anunció la visita de Ana Enríquez. Cipriano se dijo que ella era lo único que echaba en falta en esos momentos. Ana acababa de llegar de La Confluencia y venía a pedir disculpas por la defección de su criado, por su negativa a adoptar las normas de prudencia que tan insistentemente se le habían recomendado. Otro criado, recién llegado de Toro, no creía que la gran redada fuera inminente. A juicio de los inquisidores, Cristóbal de Padilla, con sus conciliábulos y los contactos y visitas en la prisión, había “espantado la caza”.


Había que darse prisa, le dijo doña Ana, cogiéndole de las manos y sentándose a su lado en el sofá del salón. Cipriano se sentía conmovido por la solicitud de la muchacha, por su celo para ponerle a salvo. Su padre, el marqués, le imploraba que pasara a Francia.


Él no se consideraba comprometido y la posición de la marquesa en la Corte operaría en su favor. Pero Cipriano debía huir, insistía doña Ana. Le entregaba una nota con una dirección en Montpellier: Madame Barbouse le atenderá como si fuera yo misma, le dijo. Volvía a oprimir su pequeña mano peluda entre las suyas impacientes. Barbouse, no lo olvide. Pero a Cipriano le atenazaba una preocupación: ¿Y ella? ¿Qué iba a ser de ella en tan difíciles circunstancias? Ana Enríquez sonreía con sus labios carnosos, se le formaban dos hoyuelos en las mejillas. En estas situaciones las mujeres nos defendemos mejor que los hombres -dijo-.


Un hombre, aunque tenga faldas, se compadece de una mujer; los tribunales de hombres con mayor motivo, puesto que los unos hacen fuerza sobre los otros. ¿Cómo admitir que el Santo Oficio pueda dictar una sentencia rigurosa contra las monjitas del convento de Belén? Se miraban a los ojos, se quitaban la palabra de la boca, sus rostros casi se rozaban. Vuesa merced sí está en peligro, añadía. Ha echado últimamente sobre sí todas las responsabilidades del grupo, ha viajado a Alemania en su nombre, ¿cómo justificar esta actitud? Felipe II no será menos inflexible que Carlos V. Valdés ha pedido mayores atribuciones al Papa y Pablo IV no ha vacilado en concedérselas. Se prepara un gran escarmiento, créame. Cipriano se dio cuenta de que estaba dejándose convencer de algo de lo que ya estaba convencido. Pero le agradaba la insistencia de Ana, verla inquieta por su suerte, su empeño por ponerle a salvo. ¿Es que significaba algo para ella? Pero cuando la muchacha se levantó, le tomó de las manos y tiró de él hacia arriba, obligándole a incorporarse, Cipriano reconoció que estaba dispuesto a marcharse. Al oírlo, Ana, súbitamente, sin nada que lo anunciara, se inclinó hacia él y le besó suavemente en la mejilla. Huya, dijo con un hilo de voz. No pierda un minuto más y que Nuestro Señor le acompañe.


Camino de Burgos, Cipriano pensaba en ella mientras espoleaba a “Pispás”. Viajaría el tiempo que pudiera a “caballo reventado” y, cuando fuera necesario, cambiaría de montura. Lo haría furtivamente en las casas de postas y dejaría unas monedas como compensación cuando considerase haber ganado en el trueque. Pretendía reposar de día y cabalgar de noche.


Nadie podría decirle ya si Padilla había cantado o permanecía en silencio, pero parecía obvio que la Inquisición se decidiría a emplazar patrullas en los caminos en cualquier momento. Se llevó la mano a la mejilla izquierda. El dulce tacto de los labios de Ana Enríquez permanecía allí, con su discreto perfume. ¿Era posible que aquella bella muchacha hubiera llegado a interesarse por él? Recordó sus votos de unos meses antes, su decisión libre de repartir sus bienes y vivir en castidad. Al Doctor se lo había confiado una tarde, a su regreso de Alemania, en el gabinete de doña Leonor. No se precipite; vuesa merced está todavía bajo la impresión del fallecimiento de su esposa; aún se siente responsable. Cipriano le preguntó si creía que aquel sentimiento de culpa se desvanecería algún día y el Doctor no dudó que, con el tiempo, así ocurriría y entonces se vería en la dura disyuntiva de ser fiel a su palabra o amar a una mujer. Salcedo le hizo ver que su decisión había sido espontánea y meditada, anterior a la muerte de su esposa, que más de la mitad de sus bienes ya no le pertenecían, y que Nuestro Señor había sonreído al aceptarlo. Se apresuró a añadir que ya sabía que las obras no eran indispensables para salvarse y aclaró que, con su gesto, no buscaba la salvación sino una manera de resarcir a Teo de su desapego. El Doctor le escuchaba impasible, con la cabeza ladeada, como si el cuello fuera incapaz de sostener su peso. Hablaron un rato y Cipriano confesó ingenuamente que Nuestro Señor había bajado a su lado, complacido de su desprendimiento. El Doctor sonreía. La quimera era indicio de debilidad mental, le advirtió; la hora de los portentos había pasado. Cipriano volvía a disfrutar de la palabra del Doctor, un hombre lúcido, inteligente, que había logrado superar la muerte de su madre. A su regreso de Alemania, le había encontrado distinto, en realidad, había encontrado a un Doctor que nunca había conocido, consciente de su primacía intelectual, de la importancia de su jerarquía en el grupo. Aquella astenia, un poco femenina, que mostró unos meses antes, parecía no haber existido nunca. Cipriano Salcedo le había alentado. No mintió respecto a los pormenores de su viaje, pero sí exageró algunos pasajes, los adornó. Melanchton sabía de él -le dijo-; varios españoles emigrados le habían hablado de su persona y del foco luterano que encabezaba en Valladolid. Al Doctor, estos informes le enardecían, le imbuían seguridad. Cipriano Salcedo no reparaba en cuánto había también de fatuo en esta actitud. En realidad, el cambio del Doctor se había operado antes de que Cipriano iniciara su viaje. Fue como si una extraña presión le impidiera respirar y, de repente, con su decisión, alguien le hubiera quitado el obstáculo de encima. Los meses de ausencia de Salcedo no dejó de pensar en él.


Y los dos largos correos que le envió desde Alemania le exaltaron hasta límites increíbles, según comunicó a Cipriano a su regreso.


A raíz de ellos el Doctor terminó de olvidar las zozobras sufridas tras el entierro de su madre, se creció, volvió a la antigua actividad en la secta, a sus sermones ambiguos, a los conventículos. A Cipriano le estimulaba escucharle.


De nuevo se hallaban en el buen camino. El Doctor se interesaba por la vida de Cipriano, le desconcertaba su desprendimiento pecuniario, su largueza. Habían hablado mucho durante los últimos meses, tanto que Cipriano empezó a descubrir en Cazalla un hombre nuevo, sobrio y santo sí, pero con una sombra de presunción en sus móviles. El Doctor se vanagloriaba de lo que era y de lo que representaba. Si sus actos hubieran sido secretos tal vez su comportamiento hubiera sido distinto. Y no es que Cipriano atribuyera doblez al Doctor, no creía que actuara buscando el aplauso, pero tampoco que fuese indiferente al elogio y la admiración.


Se desvió del camino en Quintana del Puente. Al fondo, a la izquierda, en la falda de la colina, se iniciaba la moheda y, en los bajos, un mar de cereal, todavía fresco, cabeceaba suavemente con la brisa. En algunos puntos clareaban las cebadas y, al pie del cerro, antes de alcanzar el monte, divisó una pequeña braña, fresca, de un verde tierno. El agua transparente manaba en abundancia del venero y se derramaba por el prado. Acercó a “Pispás” y le dejó beber hasta saciarse. El agua iba borrando las espumas blancas de sus belfos mientras su lomo dejaba de temblar.


Cuando le vio satisfecho se internó con él en la espesura. Los gazapillos de las camadas de primavera correteaban alarmados en todas direcciones y desaparecían en los vivares. A media ladera, Cipriano descabalgó, quitó la silla a “Pispás” y lo dejó pastando libre, en el claro. Su criado Vicente adiestraba bien a los caballos.


Tanto “Relámpago” como ahora “Pispás” tenían un comportamiento más propio de perros que de équidos. Jamás perdían de vista al amo aunque se alejasen y acudían a su encuentro en cuanto le oían silbar.


Esto daba al animal una gran libertad de movimientos e infundía tranquilidad al jinete. Cipriano sacó del fardillo una enorme hogaza abierta, con carne y salchichas en su interior y una botija de vino.


Desde su posición dominaba la gran nava, donde ondulaba el cereal, hasta las colinas grises de enfrente, las aguas del Arlanzón fluyendo hacia Quintana y el camino, paralelo al río. El tiempo estaba quedo. Buscó un abrigo a la solisombra de una carrasca, se tendió y en pocos minutos quedó dormido.


Cuando despertó, ya puesto el sol, lo primero que vio fue la cabeza de “Pispás”, alarmado, a dos pasos de donde estaba, mirándole.


Relinchó alegremente al verle levantarse y se dejó ensillar dócilmente. Cipriano bajó al camino de Burgos entre dos luces, picó espuelas y reanudó el viaje. La oscuridad le iba envolviendo sin advertirlo, sin lograr apagar del todo la leve fosforescencia de la carrera. De este modo sus ojos se iban habituando a la oscuridad y podía correr sin riesgo. Algún arriero se apartaba al sentir el galope de “Pispás”, pero de ordinario el camino estaba desierto.


Como una exhalación, Cipriano franqueó la ciudad de Burgos y cogió el camino de Logroño, un poco más angosto, de tierra rosada.


Llevaba la mente concentrada en la carrera, pensando en los obstáculos que podrían aparecer, y únicamente, de vez en cuando, pensaba en Cristóbal de Padilla, si habría sido interrogado, si los habría delatado ya. A cada minuto que transcurría se sentía más seguro, más alejado de las fuerzas de la Inquisición que se pondrían en movimiento tan pronto el detenido hablase. Antes de Santo Domingo de la Calzada, Cipriano Salcedo determinó cambiar de caballo. Las espumas del belfo de “Pispás” fosforecían en las tinieblas y de cuando en cuando le agarraba en las ancas un agitado temblor. El animal se hallaba extenuado. Cipriano había pensado hacer con él veinticuatro leguas y había hecho más de veintisiete.


Entró en Santo Domingo al trote cochinero. A orilla de la carrera divisó la Casa de Postas y se detuvo frente a ella. La lucecita de una candela brillaba en la segunda ventana y temió que alguien velase a aquella hora. Se apeó de “Pispás” y rodeó la casa de postas por el acceso embarrado. Al fondo estaba el establo y, en el patio anterior, pernoctaban dos caballerías. Avanzaba pegado al edificio, la espalda contra él, para evitar ser visto si alguien se asomaba.


Medio a ciegas eligió el caballo y lo sacó hasta el patio, lo observó con mayor detenimiento. Era un jamelgo de cabeza grande pero parecía fuerte y descansado. Cambió la silla y encerró a “Pispás” en el establo con una bolsita con dos ducados al cuello y una nota en la que decía: No le pago el caballo sino el favor. Le pareció oír ruido en una de las ventanas que se abría al camino y se aplastó contra el muro. Era el miedo el causante, la casa dormía. Propinó al caballo unas afectuosas palmadas en el cuello y lo montó. En las medias tinieblas parecía un bicho ruano de cabeza moruna y largas crines. Poco obediente a las espuelas, partió hacia Logroño a un galope regular.


Cipriano recorrió otras ocho leguas antes de amanecer pero no a “caballo reventado”, como había hecho con “Pispás”, sino al ritmo uniforme que “Cansino” marcaba, ajeno por completo a sus estímulos.


Ya con el sol en el cielo, rodeado de viñas con hojas tiernas, Cipriano tomó una senda a la derecha hasta alcanzar el soto del río Iregua. Ahí se apeó, ató las manos al caballo, almorzó y se tumbó al sol cálido de la mañana. Despertó a media tarde, volvió a comer y echó una ojeada a “Cansino”, tumbado unos metros más allá, mordisqueando las hierbas a su alcance. Ahora se daba cuenta de la falta de clase de la cabalgadura.


Únicamente había visto en su vida un penco más desangelado que aquél:


el “Obstinado” de Teo, su mujer, el vergonzoso acompañante de su tornaboda. Esperó al lubricán para salir de nuevo al camino. “Cansino” adoptó el paso uniforme de la víspera y lo sostuvo a lo largo de toda la noche. Era su forma de galopar, había que resignarse. En la posta de El Aldea, entre Logroño y Pamplona, lo cambió por otro. En esta ocasión, Cipriano depositó cinco ducados en la bolsita y pedía disculpas por el cambio.


El nuevo caballo era un bridón con estilo, cuya arrogancia se mostraba especialmente en el galope. No era desde luego “Pispás” pero tampoco “Cansino”; esta vez había ganado en el cambio. Cabalgó toda la noche y al amanecer se internó en un sardón de roble a un par de leguas de Pamplona. El fin de su viaje estaba a la vista y pensó que, al día siguiente, tendría que esperar al crepúsculo para entrar en Cilveti y entrevistarse con Echarren.


Cuando le asaltó el pensamiento de sus hermanos en Valladolid tuvo clara conciencia de que Padilla había hablado. Cipriano, tras varias experiencias al respecto, creía en la transmisión de pensamiento. La redada ha comenzado, se dijo. Trató de imaginar quiénes habrían intentado escapar y, al momento, pensó en don Carlos de Seso como seguro. Don Carlos podía estar ya en Francia, pero ¿quién más? Del cura Alonso Pérez presumía que no y tampoco de los Cazalla: don Agustín estaba demasiado entregado y a Pedro le consideraba incapaz de correr una aventura semejante. ¿Quién, entonces? Desconocía los arrestos de los Rojas, fray Domingo y su sobrino Luis, y descartaba al joyero Juan García, excesivamente pusilánime. ¿Pedro Sarmiento tal vez?


¿El bachiller Herrezuelo? De nuevo le vino a la cabeza la figura de Ana Enríquez. Podría haber huido con él. Quizá en ese momento el alguacil de la Inquisición estuviera deteniéndola en la finca de La Confluencia. Ana no era una mujer para ingresar en la cárcel secreta de Pedro Barrueco, aquel caseretón destartalado y lóbrego que imponía con sólo mirarlo. En cualquier caso, la cárcel secreta resultaría insuficiente para albergar a los presuntos sesenta herejes de la villa. La ley imponía el aislamiento de los reos, pero la cárcel de la calle Pedro Barrueco no disponía de sesenta celdas individuales. ¿Qué determinación tomaría el Santo Oficio? Hacía tiempo había comenzado la construcción de una nueva Casa de la Inquisición frente a la iglesia de San Pedro, pero por mucho que se acelerasen las obras no podrían terminar antes de un año. Posiblemente los encerrasen por parejas o por grupos poco afines. Las autoridades inquisitoriales, por grande que fuese su poder, no conseguirían esta vez la total incomunicación de los presos. El recuerdo de Ana Enríquez le indujo a acariciarse la mejilla izquierda. Después de tres días de viaje su barba había crecido pero aún creía notar la huella de sus labios. ¿Qué había querido decirle al darle la paz en el rostro? ¿Tal vez que le esperaba? ¿Manifestarle su alegría ante su decisión de huir? ¿Una simple prueba de fraternidad? Dio media vuelta entre la hojarasca y vio al caballo saltar con las manos trincadas. No le venía el sueño como los días anteriores pero cerró los ojos e intentó reconciliarse con Nuestro Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su belleza y su coraje, pero su decisión de conservarse puro estaba por encima de estas debilidades.


Se hallaba solo, el silencio del campo, salvo el lejano graznar de los cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal vez la luz era excesiva?


¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio de debilidad mental? ¿Padecería alucinaciones?


Caía el sol cuando despertó. El caballo, de salto en salto, había puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el cangilón de una noria, al borde del arcabuco. Lo ensilló y buscó el camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta. Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para entrar en Cilveti. El pueblo parecía desierto y, sin embargo, la puerta de Echarren, la de su casa, se encontraba abierta. También la trasera. Le llamó la atención el número de mulas que se juntaban en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos de cualquier asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles de la Inquisición que uno de los hombres que buscaban se encontraba en este momento en Cilveti?


Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer de Echarren, con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya conocía. Oyó rumores de conversaciones, de cuchicheos en la habitación vecina y, de improviso, entró un hombre con el blasón de la Orden de Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos arcabuceros detrás, apuntándole con sus armas.


Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:


– En nombre de la Inquisición, daos preso -dijo el alguacil.


No ofreció resistencia. Acató la orden de sentarse ante el oficial, los dos arcabuceros tras él.


Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en compañía del secretario, que se sentó junto al alguacil con unos papeles blancos sobre la mesa. El oficial miró a Echarren, a su lado, de pie:


– ¿Éste es el hombre?


– Él es, sí señor.


Desde el otro lado de la mesa, el alguacil miraba la cabeza reducida y proporcionada, las manitas peludas de Cipriano:


– Lo recordaba usted bien -dijo como para sí, sonriendo levemente.


Tenía las melenas lacias y sucias y bizqueaba ligeramente al fijar los ojos en él. Le sometió a un interrogatorio de urgencia. Cipriano venía de Valladolid, ¿no era así? Cipriano asintió. Meses atrás, en abril de 1557 había pasado a Francia por los Pirineos acompañado de Pablo Echarren ¿estaba bien informado? El alguacil bizqueó de satisfacción cuando Cipriano reconoció que así era, pero se desconcertó cuando añadió que había viajado varias veces al extranjero por exigencias de sus negocios. ¿Negocios? ¿Qué negocios?


El alguacil no conocía su profesión y el secretario, a su lado, tomaba nota. Le preguntó por sus negocios, si no era impertinencia, y Cipriano, a su pesar, se vio obligado a mencionar el zamarro y las ropillas aforradas. Del zamarro había oído hablar el alguacil, claro, todo el mundo conocía la gran revolución del zamarro, el zamarro de Cipriano, ¿no es así?


– Cipriano soy yo -dijo Salcedo.


El alguacil acogió con interés la revelación del detenido. El presumible dinero del preso suavizó el interrogatorio. El secretario anotaba sus declaraciones. Cipriano tenía relación comercial con Flandes y los Países Bajos. Los mercaderes de Anvers eran los distribuidores de zamarros y ropillas en el norte y centro de Europa.


Ahora era el bizco el que asentía satisfecho y complacido. Pero su contacto más importante había sido con el celebérrimo Bonterfoesen, el comerciante más acreditado del siglo. El alguacil prosiguió la instrucción en otro tono. Había salido de Valladolid hacía tres días y medio. ¿Estaba enterado de la detención de Cristóbal de Padilla? Y ¿de la de todo el grupo luterano de Valladolid? Cipriano lo ignoraba. Esto debía haber ocurrido después de su partida, dijo.


El secretario escribía y escribía.


De pronto, Cipriano cerró la boca, empezó a responder con evasivas. ¿Conoce al Doctor Cazalla?


Prefiero no contestar a esa pregunta, dijo. El alguacil prolongó el interrogatorio unos minutos más.


Señaló a Pablo Echarren: y ¿a este hombre? Naturalmente Cipriano le conocía, sabía de su destreza, de su sentido de la orientación. ¿Quién se lo recomendó?


Salcedo miró a Echarren y advirtió que estaba esposado. Para un comerciante que viaja a Europa con frecuencia, el señor Echarren no necesitaba presentación, dijo. Le maniataron también al acabar. Luego se oyó ruido de gente en el patio y, cuando salió, le introdujeron con Echarren y dos arcabuceros en un carruaje de dos caballos.


Detrás, dándoles escolta, el alguacil y el secretario, montados en sendas mulas, y dos familiares de la Inquisición.


Llegaron a Pamplona a altas horas de la noche y Vidal, el interrogador, entregó los presos al encargado de la cárcel santa. Se hallaba casi vacía. Fueron introducidos en dos celdas y, una vez tendido en su camastro, Cipriano trató de serenarse. Le habían detenido. Todo había sido demasiado rápido e imprevisto. Su celda era pequeña, apenas el petate, una mesa, una silla y un gigantesco orinal con tapadera en un rincón. Oía pasos en el piso alto, pasos marciales, firmes, como de soldados.


Transcurrieron así dos días con dos noches. Al tercer día, al anochecer, se oyó arriba ruido como de carreras. A través del guardián que le traía la comida y por Genaro, que limpiaba a diario los orinales, supo Cipriano que había otros dos detenidos: don Carlos de Seso y fray Domingo de Rojas.


Los habían prendido, según el guardián, en la frontera navarra y Seso había dicho que lo suyo no era una fuga, que no tenía intención de huir, sino que iba a Italia, a Verona, donde acababan de morir su madre y su hermano. Por su parte, fray Domingo de Rojas admitió que se dirigía a encontrarse con el arzobispo Carranza, que en Castilla se encontraba incómodo y que, sobre todo, pretendía evitar la deshonra que su posible detención acarrearía sobre la Orden.


Habían estado presos tres días en la casa del comisario de la Inquisición, hasta que el obispo de Pamplona, don Álvaro de Moscoso, ordenó su traslado a la cárcel secreta. A don Álvaro le chocó el atuendo del fraile, un vestido de raso verde con sombrero de plumas y cadena de oro al cuello. Otro hábito es éste que el que llevó vuestra paternidad al Concilio, le dijo irónicamente el obispo, a lo que fray Domingo de Rojas respondió: reverencia, mi hábito lo llevo en el corazón. Luego aludió Rojas a la actitud de Carranza, el arzobispo de Toledo, en cuya busca iba, pero don Álvaro de Moscoso le advirtió que olvidase ese nombre, que el arzobispo nada tenía que ver en este pleito. Fray Domingo aclaró que el virrey de Navarra les había facilitado salvoconductos para pasar a Bearne pues llevaban cartas de recomendación para la Princesa y que la intromisión del Santo Oficio había sido injustificada. Andaba con ellos un señor grueso, al que llamaban Herrera, alcalde de Sacas de Logroño, también preso, quien les había dado favor para que emigraran a Francia. Admitió la acusación pero hizo constar que nada sabía de que la Inquisición tuviera cargos contra los dos detenidos.


Don Carlos de Seso conservaba su apostura y dignidad. Cipriano le vio pasar hacia los calabozos por la mirilla con su gallardía habitual, ropas sueltas, vigorosos ademanes, rostro arrogante y altivo. Encerrado en la celda contigua, Salcedo le oía pasear, cuatro pasos a un lado y cuatro a otro.


De ordinario el carcelero no les visitaba y tanto el intendente como Genaro, el encargado de la limpieza, aparecían de tarde en tarde y a horas fijas y, fuera de ellas, transitaban por el pasillo tan sólo ocasionalmente. Al segundo día del encierro de Seso y Rojas y aprovechando el eco del sótano, Cipriano llamó por el buco de la puerta al primero. Don Carlos no tardó en oírle y se sorprendió de tenerlo tan cerca. Sí, el virrey le había comunicado que en Valladolid había habido una gran redada de presos, que no cabían en la cárcel secreta, que habían empezado los procesos y que el Doctor era el centro de ellos. Por su parte, Cipriano le contó su fuga, cabalgando de noche y descansando de día, hasta su prendimiento en Cilveti en casa de su recomendado Pablo Echarren, detenido también.


Don Carlos le advirtió que no iniciarían el traslado a Valladolid hasta que detuvieran a Juan Sánchez, criado de los Cazalla, el único de los fugados que había logrado refugiarse en Francia.


Juan Sánchez llegó a la cárcel secreta de Pamplona cuatro días más tarde y, al siguiente, viernes, la comitiva se puso en camino hacia Valladolid. Abrían marcha, a caballo, el bizco Vidal y los otros tres alguaciles enviados a prenderlos; detrás iba el grupo de presos a pie, maniatados, fray Domingo de Rojas con su sombrero de plumas en la cabeza, flanqueados por familiares de la Inquisición y, velando la retaguardia, doce arcabuceros curiosamente uniformados, con ropillas, calzas-bragas, sombreros de visera y zapatos picados. Era un grupo heterogéneo y extravagante, de poco más de dos docenas de personas, acogido en los pueblos y aldeas que atravesaban con denuestos y amenazas. Vidal, el alguacil que prendió a Cipriano en Cilveti, parecía comandar el destacamento. El plan era recorrer cinco o seis leguas diarias, almorzar en el campo y dormir en casas o pajares previamente apalabrados por emisarios de la Inquisición. En principio, Cipriano acogió la luz del sol con agrado, el paisaje, la actividad, pero, poco habituado al ejercicio, la primera noche llegó a Puente la Reina fatigado. Al día siguiente, a las siete de la mañana, después de comer un mendrugo con queso, ya estaban de nuevo en camino. Con un concepto primario del orden, Vidal, el alguacil bizco, los distribuyó en dos parejas, Juan Sánchez y él, que eran los de menor estatura, primero, y el dominico y don Carlos de Seso detrás. La norma de silencio, que se respetaba durante la primera hora de marcha, se relajaba después, cuando los arcabuceros empezaban con sus cuentos y chascarrillos, momento que aprovechaba Juan Sánchez para hacer partícipe a Cipriano Salcedo de pormenores de su vida y de su aventura desde la salida de Valladolid hasta su prendimiento en Turlinger. El sol apretaba de firme y, a mediodía, los emisarios les esperaban en algún sombrajo próximo al camino, generalmente en el soto de los ríos, en cuyas aguas, los miembros de la escolta se bañaban desnudos, turnándose en la vigilancia de los presos, mientras éstos sumergían sus pies en la corriente con gran alivio del dominico. Luego almorzaban, los reos con las manos atadas, en grupo aparte, a la vista de los guardianes, y terminada la comida, sesteaban, mientras el fuego del sol arrasaba los campos y los cuatro detenidos podían cambiar impresiones o leer papeles comprometidos. A las dos, cuando mayor era el bochorno, reanudaban la marcha en la misma disposición: los cuatro alguaciles a caballo, abriendo marcha, los presos, flanqueados por familiares detrás y, en retaguardia, los doce arcabuceros armados. Al discurrir por los pueblos, las mujeres y los mozos les insultaban y, a veces, les tiraban cubos de agua desde las ventanas.


Un día, ya en tierras de La Rioja, los campesinos que andaban excavando las viñas interrumpieron la faena para quemar dos muñecos de sarmientos a la orilla del camino, mientras les llamaban herejes y apestados. El campo allí se arrugaba en unas lomillas de tonos rosados y el verde suave de las cepas les imprimía una atractiva plasticidad. Sobre las siete concluían la etapa diaria, cenaban en el pueblo escogido por los emisarios y pernoctaban en casas de la Inquisición o en los pajares de las afueras, olvidando por unas horas los ardores del sol y el escozor de sus pies lastimados.


El emparejamiento con Juan Sánchez dio ocasión a Cipriano de conocer superficialmente al criado de los Cazalla. Le hablaba de Astudillo, el pueblo de Palencia donde había nacido, de don Andrés Ibáñez, el cura a quien hacía de monaguillo, de sus trabajos en el pastoreo y la siega. Ya de mozo, sirvió de fámulo al comendador griego Hernán Núñez, quien le enseñó a leer y escribir, y dos años más tarde sintió la llamada de Dios. Quiso hacerse fraile pero fray Juan de Villagarcía, su confesor, le sacó la idea de la cabeza. Después marchó a Valladolid donde sirvió a los Cazalla y otros amos y asumió la doctrina luterana.


Otros días, Juan Sánchez le hablaba de su huida a Castro Urdiales “a caballo reventado” tan pronto se conoció la detención de Padilla. En las postas robaba monturas sin preocuparse de gratificar a los venteros. Ya en la costa entró en contacto con un holandés, mercader de una “zabra”, que le llevó a Flandes por diez ducados. Cuando los sabuesos de la Inquisición llegaron al puerto, Juan Sánchez llevaba treinta y ocho horas navegando en alta mar. En el barco escribió a una devota suya, doña Catalina de Ortega, luterana también y a cuyo servicio había estado, contándole su peripecia, y a Beatriz Cazalla, de la que siempre estuvo enamorado, y a la que daba cuenta de la furiosa tempestad que estuvo a punto de hacer zozobrar a la “zabra” pero que él soportó todo encomendándose a Nuestro Señor, porque estaba aparejado a vivir y morir como cristiano.


Al concluir le declaraba su amor que había ocultado durante seis años.


Fray Domingo de Rojas, que había escuchado palabras sueltas del relato de Sánchez, le preguntó intempestivamente durante la siesta cómo se había dejado prender una vez en el extranjero, que eso no le habría ocurrido a él ni a nadie con dos dedos de frente.


– El alcalde de corte de Turlinger ordenó detenerme y me entregó al capitán Pedro Menéndez que había salido en mi busca -respondió Juan humildemente.


De pronto, el dominico se enzarzó con el criado, echándole en cara sus insensatas prédicas que habían perdido al grupo. Le culpó de haber engañado a las monjas de Santa Catalina y a su hermana María y, ante tamaña acusación, Juan Sánchez perdió los estribos y empezó a despotricar y a dar tan grandes voces que tuvieron que venir dos oficiales del Santo Oficio para poner orden. Cuando reanudaron el viaje, Juan confió a Cipriano que el cura le odiaba porque tenía pujos aristocráticos y nunca se fió de la eficacia misionera de la plebe.


Pero, de ordinario, caminaban en silencio. Sánchez y Salcedo oían, detrás de ellos, el arrastrar de pies de fray Domingo y los pasos firmes de don Carlos de Seso, que muy raramente cambiaban una palabra entre ellos. El dominico estaba convencido de que únicamente ahorrando hasta la última gota de saliva podría llegar vivo a Valladolid. Era de complexión fuerte, pero blando, se quejaba de los juanetes y, cada vez que la cuerda se detenía, se manoseaba impúdicamente los pies. Molestias aparte, su gran preocupación, como la de sus compañeros, era el porvenir. ¿Qué les aguardaba? Sin duda un proceso y, tras él, un castigo. Pero ¿qué clase de castigo? Don Carlos de Seso conocía la carta del inquisidor Valdés a Carlos V, retirado en Yuste, en la que rogaba que “se atajase tan gran mal y que los culpados fueran punidos y castigados con el mayor rigor sin excepción de ninguna clase”. Seso interpretaba esto en el sentido de que se preparaba un escarmiento ejemplar, sin precedentes en España. El corregidor de Toro disponía de una gran habilidad para hacer amigos y hablaba con unos y otros sin distinción, tanto con los oficiales como con los soldados y, si se terciaba, con los familiares de la Inquisición. Estaba al día de todo.


Sabía todo. Temía tanto a Felipe II como a Carlos V, y tenía el convencimiento de que antes de 1558 los castigos hubieran sido más leves, pero hoy Pablo IV no cejaba, decía. En los descansos de la tarde les informaba de estos asuntos, de la carta del inquisidor Valdés al Emperador, de las de éste a su hija, la gobernadora en ausencia de su hermano, y a Felipe II, pidiendo “prisa, rigor y recio castigo”. Muchos no saldremos de ésta, decía y llegó a tramar un plan para fugarse pero no encontró ocasión de llevarlo a cabo.


En general era lo inesperado, los incidentes de cada día, lo que daba contenido a sus preocupaciones y a sus breves charlas de sobremesa. Un día, todavía en Navarra, un pueblo bien organizado atacó con piedras a los presos. Eran hombres y mozos armados con hondas que surgían de las bocacalles y los apedreaban, sin compasión. Los cuatro oficiales los perseguían a caballo, pero, tan pronto desaparecían, otro grupo surgía en la encrucijada siguiente con nuevos bríos y pedruscos de mayor tamaño. Un soldado fue herido en la frente y cayó desvanecido y, entonces, sus compañeros dispararon sus arcabuces “tirando a las piernas”, como voceaba el bizco Vidal desde su caballo.


Las hostilidades se endurecían por momentos. Las mujeres arrojaban desde los balcones herradas de agua hirviendo y llamaban cabrones, herejes hijos de puta a los presos.


Cipriano, en un movimiento instintivo, había arrastrado a Juan Sánchez contra un muro de piedra y ahora veían caer ante ellos cortinas de agua humeante. Entonces el vecindario empezó a vocear: ¡Quemarlos aquí! ¡Quemarlos aquí!, cercándoles en la plaza de tal modo que los soldados tuvieron que disparar de nuevo sus arcabuces. Cayó un mozo herido en el muslo y, al ver la sangre, el pueblo se encorajinó todavía más y atacó con mayor denuedo al piquete. Un segundo herido les convenció, segundos después, de la inutilidad de sus esfuerzos y la carga de los caballos de los oficiales, por último, acabó dispersándolos.


En otra ocasión, próximos a Saldaña de Burgos, los mozos prendieron fuego al pajar donde dormían. Un arcabucero dio la voz de alarma y gracias a él pudieron salir indemnes. Pero, en derredor, y a lo largo del camino, se quemaban peleles de paja y, a la luz de las pacas incendiadas, penduleaban los espantajos colgados de las ramas de los olmos. El pueblo enardecido exigía el auto de fe, los calificaba de luteranos, leprosos, hijos de Satanás y algunos, en plena exaltación patriótica, gritaban ¡Viva el rey! Tuvieron que salir del pueblo a las tres de la madrugada y el amanecer les sorprendió en el campo. En Revilla Vallejera, cuadrillas de braceros, con sus asnos y sus botijos, segaban ya las cebadas que blanqueaban entre el amarillo tostado de los trigos. Era una estampa bucólica que contrastaba con el ruido y la furia de los campesinos. El bizco Vidal ordenó hacer a las once el alto de mediodía y el destacamento acampó bajo una arboleda, a orillas del Arlanzón. En un gesto de humanidad, el bizco Vidal autorizó a bañarse a los presos sin apartarse de la orilla pues con las manos atadas podrían ahogarse. Fray Domingo no se bañó. Se sentó a la orilla del río y dejó que la corriente acariciase sus lastimados pies, tan blancos, que las bogas acudían en pequeños bancos a mordisquear las yemas de sus dedos creyéndolos comestibles. Para Cipriano, el baño, el hecho de sentir las aguas tibias sobre la piel, fue como despojarse del viejo cuerpo cansado, como si la fatiga, los piojos, el calor y los nervios del camino no hubieran existido nunca.


Después de cinco semanas sin bañarse, aquello era como una resurrección. Nadaba de espaldas, impulsándose con los pies, como una rana, iba y venía, preocupado únicamente de sus guardianes, de no alejarse y provocar una reacción contra él.


A partir de Burgos, a medida que se iban aproximando a Valladolid, el recibimiento de los pueblos era cada vez más hostil. Grandes hogueras, como anticipo de su suerte, humeaban al atardecer en las parcelas segadas aprovechando las morenas y la paja seca de los rastrojos. Los campesinos mostraban una animosidad despiadada, les insultaban, les arrojaban hortalizas y huevos. Cipriano, empero, cada vez que dejaba atrás un pueblo se reconciliaba con la situación, recreaba sus ojos en los extensos campos de trigo mecidos por la brisa, reconocía el camino recorrido en su fuga con “Pispás”, los pequeños accidentes del paisaje, la jugosa braña donde el primer día dio de beber al caballo. Era ya terreno familiar el que pisaba y, a la altura de Magaz, cuando se desató el furioso nublado de agua y granizo, apersogó a los caballos e hizo tender a todos en el barro para conjurar el riesgo de las exhalaciones.


La última noche la pasaron en una amplia casa de Cohorcos, lejos del pueblo, a orillas del Pisuerga, a cuatro leguas de la villa.


Por la tarde llegó un enviado de la Inquisición ordenándoles que no entraran en Valladolid hasta pasada la medianoche. Las turbas andaban alborotadas y temían un linchamiento. Retrasaron la hora de partida y sobre las cinco de la tarde acamparon en el Cabildo, a media legua de Valladolid, junto al río.


Había que esperar otras ocho horas. Fray Domingo de Rojas murmuraba que, a pesar de todo, le matarían. Temía a su familia, a los miembros más exaltados de ella.


No sólo le reprochaban su condición de renegado sino el haber pervertido a su sobrino Luis, marqués de Poza, que desde muy joven se había incorporado a la secta. A medianoche, después de ordenar a los reos que se lavasen y acicalasen, el bizco Vidal dio la orden de partida. Los alguaciles habían enjaezado a sus caballos y los doce arcabuceros se esforzaron por uniformar sus harapos. Al atravesar el Puente Mayor, lo único que se oía era el golpear de los cascos de los caballos sobre el empedrado.


Había media luna y se veían las calles desiertas. La torre de Santa María de la Antigua, bajo el resplandor violáceo, semejaba una aparición. Tras ella, las eternas obras de la iglesia Mayor, que nunca se terminaban. Los caballos abocaron a la calle de Pedro Barrueco, donde se alzaba la cárcel secreta. La idea del regreso, la proximidad de los miembros del grupo, de doña Ana Enríquez, se imponían ahora a la fatiga de Cipriano. Pensó un momento en el fracaso de su fuga, en que su situación era ahora pareja o peor que la de los que se habían quedado, en la inutilidad de tantas penalidades padecidas. El bizco Vidal dio la voz de alto ante el viejo caserón.


A su aldabonazo respondió un soldado, Vidal preguntaba por el alcaide. Cuando éste salió, con su capotillo de dos haldas, los ojos cargados de sueño, el bizco Vidal le hizo entrega de los cuatro reos en nombre del Santo Oficio: fray Domingo de Rojas, don Carlos de Seso, don Cipriano Salcedo y Juan Sánchez, nombres que el alcaide anotó en un cuaderno a la luz de un candil, y luego firmó.


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XVI

A Cipriano Salcedo le correspondió compartir celda con fray Domingo de Rojas. Hubiera preferido un compañero menos adusto, más abierto, pero nadie le dio a elegir. Fray Domingo continuaba con su grotesco vestido de lego y lo único que había suprimido de su disfraz era el estrambótico sombrero de plumas. Paulatinamente, Cipriano fue informándose de la situación del resto de los presos.


Don Carlos de Seso había sido emparejado con Juan Sánchez, enfrente se hallaba la cija del Doctor, más al fondo, en una celda grande, convivían cinco de las monjas del convento de Belén, y Ana Enríquez compartía calabozo con la sexta, Catalina de Reinoso. Como Salcedo había presagiado, los emparejamientos fueron inevitables.


La cárcel secreta de Pedro Barrueco, suficiente para una situación normal, para una esporádica redada de judaizantes o moriscos, se quedó pequeña para la afluencia de luteranos en la primavera de 1558. Las detenciones, el alto número de éstas, habían sorprendido al Santo Oficio con un penal de no más de veinticinco celdas disponibles y el edificio en construcción del barrio de San Pedro, apenas con los cimientos. Valdés no tuvo otro recurso que olvidarse de la incomunicación, encerrar a los reos de dos en dos, de tres en tres y, en el caso de las religiosas de Belén, hasta cinco en una misma celda. Sin embargo Valdés, siempre perspicaz, exigió que en los emparejamientos se tuvieran en cuenta el diverso rango social e intelectual de los encerrados y el grado de su relación anterior. Éstos eran los casos, por ejemplo, de don Carlos de Seso con Juan Sánchez y el de Salcedo con fray Domingo de Rojas.


Afinada su capacidad de adaptación, Salcedo no tardó en acomodarse a las condiciones del nuevo cautiverio. La celda, doble que la de Pamplona, tenía solamente dos huecos en sus muros de piedra: un ventano enrejado a tres varas del suelo, que se abría a un corral interior, y el de la puerta, una pieza maciza de roble, de un palmo de ancha, cuyos cerrojos y cerraduras chirriaban agudamente cada vez que se abrían o se cerraban. Los catres se extendían paralelos a ambos lados de la celda, el del dominico bajo el ventano y, en el ángulo opuesto, en la penumbra, el de Cipriano. Con los petates, en un suelo de frías losas de piedra, apenas había una pequeña mesa de pino con dos banquetas, el aguamanil con un jarro de agua para el aseo y dos cubetas cubiertas para los excrementos. La medida del tiempo se la facilitaba a Cipriano el ritmo de las visitas obligadas:


la del ayudante de carcelero Mamerto a horas fijas, para las comidas, y la del otro ayudante, Dato de nombre, de sucia melena albina y calzones hasta la rodilla, que, al atardecer, vaciaba los recipientes de inmundicias y baldeaba sucintamente la estancia las tardes de los sábados.


Mamerto era un muchacho desabrido, imperturbable que, tres veces cada día, depositaba sobre la mesa las escasas raciones en sendas bandejas de hierro que recogía vacías en la visita siguiente. Dada la época del año, vestía únicamente jubón, calzas abotonadas de tela ligera y calzado de cuerda. Nunca daba los buenos días ni las buenas noches pero no podía decirse que su trato fuera duro. Simplemente traía o se llevaba las bandejas sin hacer comentarios sobre el buen o mal apetito de los reclusos. Por su parte, Dato no se sometía a las normas carcelarias con la misma rigidez. Cada vez que sacaba las letrinas o las devolvía a su sitio, lo hacía tarareando una canción frívola como si, en lugar de heces, transportase ramos de flores. Su boca se abría en una boba sonrisa desdentada, inalterable, que no se borraba de su rostro ni las tardes de los sábados durante el baldeo.


Aunque la Regla prohibía cambiar impresiones con los reclusos, a Salcedo, más accesible que su compañero, le daba las buenas tardes y le llevaba noticias o informes vagos que no le servían al prisionero de gran cosa. Menos atildado que Mamerto, vestía un capotillo de dos haldas, de cordilla, del que únicamente se despojaba los sábados para baldear la celda. Quedaba, entonces, en jubón y calzones, descalzo, sin que el hecho de aligerar su abrigo se tradujera en una mayor laboriosidad.


Fray Domingo soportaba mal las confianzas de Dato, aceptaba el ir y venir lacónico de Mamerto, pero la oficiosidad del otro, su sonrisa boba y desdentada, sus greñas de pelo albino cayéndole por los hombros, le sacaban de quicio. Cipriano, en cambio, le trataba con paciencia y dilección, le sonsacaba, pues siempre esperaba conseguir alguna noticia de la estolidez del funcionario. Le preguntaba por los ocupantes de las celdas contiguas y, a pesar de las señas imprecisas que Dato facilitaba, llegó a la conclusión de que, a su izquierda, estaban instalados Pedro Cazalla y el bachiller Herrezuelo, a su derecha, Juan García, el joyero, y Cristóbal de Padilla, el causante de sus males, y, enfrente, como le habían indicado, en una cija sin compañía, el Doctor. Los muros y tabiques de la cárcel eran tan gruesos que, a través de ellos, no se filtraba el menor signo de vida de las celdas colindantes.


Corpulento, papudo, envuelto en sus ropajes verdes y una estrafalaria loba doctoral, tumbado en el catre, bajo el ventano enrejado, el dominico leía. Al día siguiente de llegar pidió libros, pluma y papel.


Ese mismo día, por la tarde, le trajeron varias vidas de santos, el “Tratado de las letras” de Gaspar de Tejada, un tomito de Virgilio, un tintero y dos plumas. Fray Domingo conocía los derechos del reo y los ejercitaba con normalidad.


El contenido de los libros no parecía importarle demasiado. Leía compulsivamente, con la misma concentración, un libro de caballería que a San Juan Clímaco, como si fuera una pura fascinación mecánica lo que las letras ejercían sobre él.


Conocedor de los entresijos de la Inquisición, su organización y métodos, cada tarde, al despertar de la siesta, aleccionaba a Cipriano sobre el particular, le informaba sobre sus posibilidades de futuro. Había penas y penas. No había que confundir al reo relajado, con el relapso o el reconciliado. El primero y el último solían ser entregados al brazo secular para morir en garrote antes de que sus cuerpos fueran entregados a las llamas. Los relapsos, reincidentes o pertinaces, por el contrario, eran quemados vivos en el palo.


Esta última pena había sido rara en España hasta el día, pero el fraile sospechaba que, a partir de este momento, se haría habitual.


Le hablaba de los sambenitos, de llamas y diablos para los relapsos y con las aspas de San Andrés para los reconciliados. Las penas tenían distintos grados y matices pero las sentencias solían mostrarse muy precisas. Entre ellas había que distinguir la de cárcel perpetua, la confiscación de bienes, el destierro, la privación de hábitos o de los honores de caballero, muchas de las cuales eran complementarias de otras penas más severas.


Fray Domingo le ilustraba igualmente sobre la estructura y funcionamiento del aparato inquisitorial o de los derechos de los reclusos. Se comunicaban de catre a catre, el fraile con su habitual voz henchida, elaborada en la laringe, Cipriano, con su humilde tono inquisitivo, el mismo que empleara en tiempos con el ayo don Álvaro Cabeza de Vaca con tan pobres resultados. Estas tertulias se habían hecho imprescindibles, pero, fuera de ellas, uno y otro hacían vidas separadas, se ignoraban, pues la compañía obligada podía llegar a ser insoportable, el peor de los suplicios carcelarios en opinión del fraile.


Fray Domingo de Rojas conservaba un alto concepto de sí mismo, se consideraba un hombre y un religioso importante. Seguramente de tan alta autoestima derivaban las plumas del sombrero con que se adornó durante su fuga. No tenía empacho en hablar de su persona, de su participación en la secta, pero se mostraba despiadado con algunos compañeros como Juan Sánchez, pervertidor de las monjas de Belén, decía, y de su incauta hermana María, y ambiguo con otros, como el arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, a quien “nadie se atreve a echar el lazo”, solía decir.


Otras veces afirmaba que Carranza no era luterano, pero su lenguaje sí que lo era. Hombre inestable, hablaba a Cipriano de su vocación, de su ingreso en los dominicos, como miembro de una familia fervientemente católica. Su relación con la secta, como la de Cipriano, había sido breve, apenas se había iniciado cuatro años atrás. Ardiente proselitista, había llevado al protestantismo a un hermano y a varios sobrinos suyos. En Pamplona, al ser detenido, no lo había ocultado. Al contrario, se vanaglorió de ser un religioso moderno, abierto a las nuevas corrientes.


Pero, bien iniciara sus confidencias por un lado o por otro, siempre concluía en Bartolomé de Carranza, su bestia negra. Que el teólogo gozara de libertad mientras sus discípulos, como él decía, se pudrían en las mazmorras, le irritaba sobremanera. Pero también le llegaría su hora. Valdés le odiaba y terminaría procesándolo. De momento, el fraile se acogía a su patrocinio por si su alta jerarquía pudiera servirle de algo.


Aparte sus charlas con fray Domingo, Cipriano Salcedo, muy abrigado pese a lo caluroso del verano, permanecía solo, aislado en la penumbra, inquieto por su situación. Dedicaba parte de las mañanas a habituarse a andar con grilletes, arrastrando las cadenas, pero sus rozaduras en los tobillos le martirizaban, le deshollaban las canillas. Por eso, el catre, tumbado en él, o sentado en la banqueta, apoyando la nuca en el húmedo muro, eran sus posturas habituales.


Leía algún rato por las tardes, sin provecho, y, a menudo, evocaba a Cristo para reconciliarse con él o pedirle luz para enfrentarse con el Tribunal. No pretendía exaltar su pasado ni renegar del presente únicamente por miedo. Aspiraba a ser sincero, de acuerdo con su creencia, pues a Dios no era fácil engañarle. Con los ojos entrecerrados, en cuyos párpados comenzaba a sentir un insidioso escozor, se lo decía así a Nuestro Señor, intentando concentrarse, olvidar donde se encontraba. Ninguno de los pasos que había dado le parecía ligero o irreflexivo. Había asumido la doctrina del beneficio de Cristo de buena fe. No hubo soberbia, ni vanidad, ni codicia en su toma de postura. Creyó sencillamente que la pasión y muerte de Jesús era algo tan importante que bastaba para redimir al género humano. Encogido en su fervor, ensimismado, esperaba en vano la visita de Nuestro Señor, un gesto suyo, por pequeño que fuese, que le orientara. Muéstrame el camino, Señor, gemía, pero el Señor permanecía ajeno, en silencio. Nuestro Señor no puede tomar partido, se decía, soy yo quien debe decidir, en aras de mi libertad. Pero le faltaba determinación, claridad, la lucidez necesaria. Y en esta espera impaciente permanecía, hasta que un comentario de fray Domingo o el agudo chirrido de los cerrojos, anunciando la visita de Dato, le sacaban de su ensimismamiento.


Entonces se quedaba mirando al carcelero sin moverse, su melenilla lisa y desflecada asomando bajo su gorro rojo de lana, sus desaseados calzones cubriéndole media pierna.


El hechizo se había roto y la mente de Cipriano se incorporaba a su rutinaria vida sin resistencia.


Una tarde, Dato, antes de dirigirse a la letrina, pasó por su lado y, sin mirarle, depositó en su mano un papel doblado en mil pliegues. Cipriano se sorprendió. No hizo el menor ademán, sin embargo.


Sabía que la compañía de fray Domingo no le obligaba a compartir con él las novedades, a comunicarle la venalidad del carcelero. Por eso quedó inmóvil hasta que Dato realizó el cambio de recipientes.


Entonces desdobló el papel y, en la penumbra, forzando los ojos, leyó:


Confesión de doña Beatriz Cazalla


Ante el tribunal del Santo Oficio, doña Beatriz de Cazalla declaró ayer, 5 de agosto de 1558, en el juicio que se le sigue, que ella había engañado al propio fray Domingo de Rojas. A su vez, Cristóbal de Padilla, de Zamora, fue engañado por don Carlos de Seso, mientras su hermano, don Agustín de Cazalla, había sido víctima del mismo don Carlos de Seso y de su hermano Pedro, párroco de Pedrosa. Juan de Cazalla había pervertido a su mujer y el Doctor a su madre, doña Leonor, con lo que prácticamente toda la familia Cazalla -Constanza vendría luego- quedaba adscrita a la secta luterana. Prosiguiendo con su sincera exposición, la declarante afirmó que doña Catalina Ortega había catequizado a Juan Sánchez y, entre los dos, al joyero Juan García. Por su parte, fray Domingo de Rojas pervirtió a su hermana María, aunque él lo niegue, y a buena parte de su familia. Cristóbal de Padilla, por su lado, al pequeño grupo de Zamora y su hermano Pedro, con don Carlos de Seso, al propietario de Pedrosa don Cipriano Salcedo.


Permaneció inmóvil, desconcertado, agarrotado por un extraño frío interior. Notaba en el estómago como la mordedura de una alimaña. Nunca tan pocos renglones podían haber causado tan hondos estragos. El desánimo le invadía.


Cipriano Salcedo había imaginado todo menos la delación dentro del grupo. La fraternidad en que había soñado se resquebrajaba, resultaba una pura entelequia, nunca había existido, ni era posible que existiera. Pensó en los conventículos, en el solemne juramento final de los congregados, prometiendo que jamás delatarían a sus hermanos en tiempos de tribulación. ¿Sería cierto lo que decía aquella nota?


¿Era posible que la dulce Beatriz denunciara a tantas personas, empezando por sus propios hermanos, sin una vacilación? ¿Valía tanto la vida para ella como para incurrir en perjurio y enviar a su familia y amigos a la hoguera con tal de salvar su piel? Las lágrimas afloraban a sus ojos blandos cuando releía el papel. Luego pensó en Dato. Fray Domingo ya le había anticipado que la venalidad y la corrupción tenían asiento en los mandos subalternos carcelarios, pero el escrito del ayudante no podía ser obra de un carcelario, ni siquiera del alcaide, sino de algún miembro del Tribunal, tal vez el secretario o, con mayor probabilidad, el escribano. Vio abierta una vía de comunicación con la que, en principio, no había contado pero, después de breve reflexión, decidió no mostrar la confesión de Beatriz Cazalla a fray Domingo. ¿Para qué encrespar aún más los ánimos?


¿Qué ganaba el fraile sabiendo que Beatriz le había delatado a él y prácticamente a todos los del grupo?


A la tarde siguiente esperó la llegada de Dato tendido en el catre. Llegaba canturreando, como de costumbre, pero, al acercarse al camastro, Cipriano le consultó a media voz qué le debía. La respuesta de Dato no le sorprendió:


la voluntad, dijo. Cipriano depositó en su mano un ducado que él miró y remiró, por un lado y por otro, con ojos de codicia. Luego le preguntó si le interesaría más información y Cipriano asintió.


No ignoraba que había establecido un precio pero no lo consideró excesivo ni mal empleado. Desde que el dominico le hablara de las penas utilizadas contra los herejes, había intuido que su patrimonio sería confiscado algún día. Entonces pensó que Nuestro Señor le había inspirado la decisión de repartir sus bienes con sus colaboradores.


En todo caso, su dinero en la cárcel no era mucho. Sorprendentemente, en Cilveti, apenas le registraron por encima buscando un arma.


Al bizco Vidal, fuera de las armas y los papeles, nada le interesaba. Respetó su dinero. Su misión consistía en trasladarle sin daño de Pamplona a Valladolid y es lo que había hecho: aquí estaba, a disposición del Tribunal.


Concluía agosto y aún no había sido llamado a la Sala de Audiencias, en la parte alta del edificio, ni tampoco fray Domingo, su compañero de celda. El día 27, sin embargo, recibió una sorpresa.


Don Gumersindo, el alcaide, acompañado del carcelero mayor, le anunció una visita. Aséese, le dijo, volveré por vuesa merced dentro de quince minutos. Cipriano no salía de su asombro: ¿quién podía preocuparse por él en estas circunstancias?


Cipriano entró en la sala de visitas deslumbrado, los pies ligeros, sin grillos. Después de casi cuatro meses viviendo en la húmeda penumbra de la celda, la luz del sol le dañaba los ojos, le ofuscaba. Ya en la escalera, por precaución, había entornado los párpados pero, al entrar en la pequeña sala, el sol brillando en los cristales le obligó a cerrarlos del todo.


Era como si tuviera tierra dentro de ellos, como los del cadáver de “el Perulero” al ser desenterrado.


Había oído cerrar la puerta y el silencio ahora era total. Poco a poco entreabrió los párpados y, entonces, divisó ante sí a su tío Ignacio. Sintió un sobresalto análogo al que experimentó de adolescente cuando su tío le visitó en el colegio. No le esperaba; su tío siempre le sorprendía. Ambos vacilaron, pero, finalmente, se abrazaron y se dieron la paz en el rostro. Se sentaron después, frente a frente, y su tío le preguntó si tenía los ojos enfermos. Vivía en la oscuridad, dijo, pero inmediatamente precisó, casi en la oscuridad, y la falta de luz y la humedad le lastimaban la vista. Tenía los bordes de los párpados enrojecidos e hinchados y su tío le prometió enviarle un remedio a través del alcaide. Luego le dio una buena nueva: le habían ascendido a presidente de la Chancillería, cosa esperada pues era el más antiguo de los diecisiete oidores. La Chancillería y el Santo Oficio tenían buena relación y había sido autorizado para visitarle. Cipriano posaba en él sus ojillos pitañosos, sonriente, cuando le felicitó. Esperaba de su tío una regañina, incluso no se había movido de la postura en que quedó al sentarse, a la expectativa, pero su tío Ignacio no parecía reparar en su situación.


Le habló como si conversaran en su casa, como si nada hubiera cambiado desde la última vez que se vieron.


Se había desplazado a Pedrosa y había encontrado a Martín Martín animado y con la labranza organizada. De momento, los labrantines y pegujaleros de los pueblos próximos no habían levantado el gallo lo que probaba que la fórmula utilizada para repartir la hacienda y subir los salarios a los jornaleros era civilizada y no perjudicaba a terceros. Tenía a su disposición su parte de la cosecha de cereales que había sido óptima y se esperaba, asimismo, de la viña un rendimiento superior al normal. Cipriano continuaba mirándole embobado, los ojos cobardes. Le conmovían las cortinas, los visillos, el pañito de encaje en que reposaba el candelabro, el feo cuadro de la Asunción de María sobre el sofá. Era como si hubiera abierto los ojos en un mundo distinto, menos hostil e inhumano. Su tío proseguía hablándole sin pausas, como si tuviera tasados los minutos de la visita.


Ahora le contaba del almacén y del taller. Visitaba la Judería con alguna frecuencia, un par de veces al mes. El nuevo Maluenda le parecía, en efecto, trabajador y solvente. Se carteaba con Dionisio Manrique y en su última carta le decía que la flotilla de primavera, con su escolta, había llegado a Amsterdam sin novedad. En lo tocante al taller, Fermín Gutiérrez, el sastre, aparte su habilidad para el corte, había resultado un buen organizador, y los tramperos, pellejeros, curtidores, costureras y acemileros estaban satisfechos con los nuevos contratos.


Cambió de conversación de improviso para decirle que la regla penitenciaria no imponía los andrajos como uniforme y que por el alcaide le enviaría también ropa nueva. A Cipriano le emocionaba su preocupación. Intentó darle las gracias pero su voz se quebró y sus ojos se llenaron de agua. Deseaba pedirle perdón antes de que se marchara, convencerle de su buena fe al unirse a la secta, pero cuando abrió la boca apenas se le entendió una palabra: “religión”. Al oírla su tío extendió el brazo y le puso una mano efusiva en el hombro:


– Ése es el rincón más íntimo del alma -dijo-. Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás.


Con esa medida seremos juzgados.


De nuevo en su celda, la visita de su tío le dejó una sensación de irrealidad, como de algo ensoñado.


No obstante, la llegada de ropa interior, un jubón, un sayo, unas calzas y el remedio para los ojos, le convenció de que su tío era algo real y tangible, como lo eran los visillos de la ventana, las cortinas, el pañito de encaje de la sala, o el cuadro de la Asunción.


Esa misma tarde, Dato le entregó disimuladamente otro papel plegado. Al desdoblarlo experimentó un almadiamiento y hubo de sentarse en la banqueta para afirmar las piernas. Era un extracto de la confesión de Ana Enríquez ante el Tribunal del Santo Oficio.


Mientras leía, le era fácil adivinar su sufrimiento, el mar de dudas en que durante meses se habría debatido aquella niña:


Vine a esta villa desde Toro para la Conversión de San Pablo -decía aquel informe- y conocí a Beatriz Cazalla que me habló de nuestra salvación, de que ésta se produciría por los solos méritos de Cristo, que toda mi vida pasada era cosa perdida porque las obras, por sí mismas, para nada servían. Y yo entonces le dije:

– ¿Qué es eso que dicen que hay herejes?.

Y ella contestó:

– La Iglesia y los santos lo son.

Y, entonces, yo dije:

– ¿Y el papa?.


Y ella me dijo:

– El papa le tenemos cada uno en el Espíritu Santo.

Y luego me sugirió que lo que debía hacer era confesarme a Dios de toda mi vida pasada porque los hombres no tenían potestad para absolver.


Y yo, asustada, le pregunté:


– Y ¿entonces el purgatorio y la penitencia?.

Y ella me dijo:

– No hay purgatorio; sólo nos vale la fe en Jesucristo.


Pero yo me confesé con un fraile, como hacía antes, sólo por cumplimiento, pero nada le dije de estas conversaciones.


Otro día Beatriz Cazalla me dijo que los curas sólo nos daban en la comunión la mitad de Cristo, el cuerpo pero no la sangre, que la Comunión verdadera constaba de pan y vino.


Pasé semanas de angustia, hasta que con motivo de la Cuaresma llegó a casa fray Domingo de Rojas, buen amigo de mis padres, y así que le pregunté y me confirmó lo que Beatriz me había dicho, quedé tranquila y lo creí así realmente. En aquellos días, fray Domingo me dijo que Lutero era santísimo, que se había expuesto a todos los peligros del mundo solamente por decir la verdad. También me dijo otras cosas, como que sólo había dos sacramentos, el bautismo y la eucaristía, que adorar al crucifijo era idolatría y que, después de la Redención, habíamos quedado libres de toda servidumbre; y no teníamos que ayunar ni hacer voto de castidad sólo por obligación, ni otras muchas cosas como oír misa, porque en la misa se sacrificaba a Cristo por dinero y que, _si no fuera por el escándalo que provocaría, él mismo se quitaría los hábitos y dejaría de rezarla.


Cipriano cerró los ojos. Lo primero que pensó no fue en la delación sino en la amargura que aquellas palabras habrían producido en el espíritu de doña Ana. Luego pensó en las plumas del sombrero de fray Domingo al disfrazarse para la huida. Sintió hacia él, de pronto, una cierta aversión, tan engreído, tan pagado de sí mismo, tan sesgo. Su crueldad para con doña Ana no había sido precisamente un acto cristiano. El dominico se había comportado brutalmente con la niña, había destruido su armazón espiritual sin miramientos. Volvió los ojos hacia el ventano y lo vio emperezado, tumbado en el petate, leyendo un libro aprovechando la última luz de la tarde, y experimentó antipatía hacia él. Únicamente después, Cipriano deploró las denuncias de Ana Enríquez, la delación de Beatriz Cazalla y del dominico, su espontáneo perjurio.


Notaba encogido el ánimo, acrecentada la sensación de soledad, la angustia agazapada en la boca del estómago, un vivo malestar.


Pero las horas rodaban deprisa aquellos días en la cárcel secreta.


El carcelero le visitó poco después para anunciar su comparecencia ante el Tribunal a las diez de la mañana del día siguiente. Ya en las escaleras, sin grilletes en los pies, casi volaba, mas, a medida que se alejaba de los sótanos y aumentaba la luz, los ojos le escocían, se veía obligado a entornarlos para procurarse un alivio. Y, antes de entrar en la Sala de Audiencias, descubrió la pequeña puerta de la habitación donde se había entrevistado con su tío.


Luego oyó una voz, cuya procedencia ignoraba, que dijo: Adelante el reo, y alguien le empujó hacia la puerta de nogal labrado que tenía ante sí. Andaba con desconfianza. El sol posado en las vidrieras le cegaba y el artesonado del techo y los largos cortinones rojos se imponían. El carcelero, que le conducía del brazo, le sentó en una silla. Entonces divisó al Tribunal ante él, tras la mesa larga, sobre la tarima, allí donde terminaba la alfombra granate que cubría el pasillo desde la puerta.


La escena se ajustaba, punto por punto, a lo que le había ido anunciando fray Domingo, el inquisidor en el centro, envuelto en sotana negra, la cabeza cubierta por un bonete de cuatro puntas, el rostro alargado y grave. A su derecha el secretario, religioso y ensotanado también, asimismo circunspecto y lóbrego y, a la izquierda, envuelto en una severa loba negra, el escribano, un hombre civil, de bastantes años menos que los dos clérigos.


Apenas le dio tiempo de distinguir, antes de que sonara la campanilla, que las orejas del inquisidor eran traslúcidas y despegadas.


Inmediatamente se inclinó hacia adelante y experimentó una rara sensación, como si su cuerpo se desdoblase, y una mitad de él escuchase las respuestas que daba la otra mitad a las preguntas del eclesiástico. Mas, a poco de empezar, se esfumaron las siluetas del estrado, el artesonado, la alfombra y los cortinones, y únicamente permaneció la voz opaca del inquisidor, una voz acusadora, intimidatoria, y las respuestas escuetas, precipitadas, de su otro yo en un peloteo verbal picado, sin interrupciones, como si la premura en la formulación de las preguntas garantizase la veracidad de las respuestas. Sin embargo aquella voz dura y bien timbrada no parecía afectar a la lucidez de las réplicas de su otro yo, de su yo desdoblado:


– ¿Quién pervirtió a vuesa merced?


– D… disculpe su eminencia pero no puedo responder a esa pregunta; lo he jurado.


– ¿Es cierto que vuesa merced posee una hacienda importante en Pedrosa?


– Es cierto, señoría.


– ¿No conoció ahí a don Pedro Cazalla, párroco del pueblo?


– Le conocí y nos tratamos.


Ambos somos aficionados al campo y paseábamos juntos y él me hacía curiosas observaciones sobre los pájaros.


– ¿Le hablaba de pájaros su paternidad?


– No sólo de pájaros, señoría.


Otras veces me hablaba de sapos.


Ahora recuerdo una conversación que mantuvimos sobre sapos en las salinas del Cenagal. Es un naturalista perspicaz.


– Y ¿don Carlos de Seso?


¿Participaba el señor de Seso de esas divagaciones?


– A don Carlos apenas lo traté. En una ocasión le encontramos en el camino de Toro, pero no hablamos de pájaros ni de sapos. Iba a ser nombrado corregidor de la villa y había acudido allí a visitar a unos amigos.


– ¿Había amistad entre don Carlos de Seso y Pedro Cazalla?


– Se conocían, conversaban.


Ahora bien, si había amistad entre ellos no puedo decírselo, ni tampoco el grado de la misma.


– ¿Nunca le habló don Pedro de religión en sus paseos?


– Hablábamos de los más diversos temas; con seguridad la religión sería uno de ellos.


– ¿Considera vuesa merced la religión un tema importante?


– La religión pertenece al rincón más íntimo del alma -dijo Cipriano recordando la expresión de su tío.


– Creyéndolo así, ¿es posible que no recuerde ninguna conversación sobre religión con don Pedro Cazalla? ¿Cómo es posible que recuerde lo referente a los sapos y no lo que decía de Dios?


– El hombre es un animal muy complejo, eminencia.


– Y ¿con don Carlos de Seso?


– ¿Con don Carlos de Seso, qué?


– ¿Hablaron alguna vez de religión?


– Le conocí, como le he dicho, en el camino de Toro, él iba cabalgando y nosotros a pie. Montaba un pura sangre de mucho nervio; me interesó más la montura que el caballero, ésta es la verdad.


– ¿Le gustan a vuesa merced los caballos?


– Los caballos de raza me producen verdadera fascinación.


– ¿No hizo vuesa merced un viaje a Francia en 1557 con su caballo “Pispás”?


– Así fue, señoría.


– ¿Quién le ayudó a pasar el Pirineo?


– El guía Pablo Echarren, un navarro. Era el mejor conocedor de la montaña y supongo que lo sigue siendo.


– ¿Quién se lo recomendó?


– Entre la gente que visita Francia con frecuencia, Echarren es un personaje familiar. Le diría más: es una institución.


– ¿Llegó vuesa merced hasta Alemania en ese viaje?


– Estuve en varias ciudades alemanas, señoría.


– ¿Quién le indujo a visitar Alemania?


– Soy comerciante, eminencia, el creador del “zamarro de Cipriano” del que quizás haya oído hablar. Tengo amigos y corresponsales en el extranjero con los que estoy en relación permanente.


– ¿No había motivos religiosos en ese viaje?


– Me parece que lo que vuestra paternidad desea saber es cuál es mi fe. ¿No es así? Si le digo que la doctrina del beneficio de Cristo me cautivó podemos ahorrarnos algunas palabras. Y si uno acepta esa doctrina forzosamente tiene que aceptar otras cosas que derivan de ella.


– ¿Reconoce entonces vuesa merced que en los últimos años ha vivido en el error?


– Error no es la palabra apropiada, señoría. Creo en lo que creo de buena fe.


– ¿Cree en lo que predica?


– Nunca fui proselitista, señoría. Simplemente he procurado ser fiel a mi creencia.


– ¿Es cierto que mensualmente se reunían en conventículos en casa de doña Leonor de Vivero, madre de los Cazalla?


– Conocí a esta señora y al Doctor a través de mi amigo Pedro Cazalla, hijo y hermano, respectivamente, de los citados.


De pronto se abrió una pausa y el escribano levantó los ojos por primera vez. Estaba sometido a una prueba de resistencia. Cipriano escuchaba las respuestas de su doble, con los ojos cerrados, complacidamente. Era lo que respondería él si se le diera la oportunidad de reflexionar. Su doble no acusaba, no mentía, no delataba, pero no por ello desatendía las preguntas de su eminencia, aunque a éste no parecieran agradarle sus respuestas.


Su voz se hizo aún más opaca cuando le dijo:


– Vuesa merced trata de eludir mis preguntas aunque no ignore que dispongo de sistemas eficaces para desatar las lenguas. ¿Ha oído hablar del tormento?


– Desgraciadamente, señoría.


– Y ¿del purgatorio?


– También, señoría.


– ¿Cree en él?


– Si tengo fe y admito que Cristo sufrió y murió por mí, huelga toda pena temporal. Otra cosa sería desconfiar de su sacrificio.


– Y en la Iglesia Romana, ¿cree?


– Creo firmemente en la Iglesia de los Apóstoles.


– ¿No se arrepiente de haber abrazado la nueva doctrina?


– Yo no la acepté por soberbia, codicia o vanidad, señoría. Simplemente me encontré con ella. Pero no me resistiría a apostatar si vuestra reverencia me convenciera de mi error, aunque nunca lo haría por salvar la vida.


– ¿No sintió escrúpulos al asumirla?


– Antes los tuve, eminencia, en mi juventud. En ese sentido, la nueva doctrina aquietó mi espíritu.


– ¿Tan ciego es que no ve los excesos de Lutero?


– Vuestra eminencia y un servidor buscamos a un mismo Dios por distintos caminos pero en toda interpretación humana del hecho religioso supongo que se cometen errores.


– Por última vez, señor Salcedo, antes de apelar a procedimientos más persuasivos, ¿tendría la bondad de responderme a estas dos sencillas preguntas?


Primera:

¿Quién le pervirtió?


Segunda:

¿Quién le indujo a viajar a Alemania en abril de 1557?


– Tropecé con la nueva doctrina, señoría, como se tropieza con una mujer que mañana será nuestra esposa, casualmente. En lo que atañe a su segunda pregunta, le repito que un hombre de negocios tiene el deber de viajar al extranjero de vez en cuando. Los mercaderes de Anvers son unos de mis corresponsales a quienes visité en ese viaje. Si su eminencia lo duda puede dirigirse a ellos.


En el lecho, tendido y sosegado, los brazos estirados a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, Cipriano volvió a encontrarse consigo mismo. Ahora notaba en la cabeza el esfuerzo de la concentración, el reconcomio pasado ante el Tribunal. Fray Domingo, arrastrando los hierros, se había aproximado a él al regresar a la celda y sonrió cuando Cipriano le dijo que todo había sido tal y como él se lo había anunciado. No pormenorizó el coloquio cuando el dominico inquirió detalles. Simplemente le dijo que los juzgadores eran tres, aunque únicamente preguntaba el inquisidor, los otros dos tomaban notas.


La voz del presidente dominaba todo, pero mi reserva mental, dijo, no pareció irritarle.


Tres días después, muy de mañana, el alcaide y el carcelero le recogieron en su celda. No le prepararon, ni le explicaron, ni le dijeron más que una sola palabra:


síganos. Y él los siguió por las húmedas losas del zaguán, por el corredor permeable y bajo de techo.


Cipriano temía por sus ojos, pero esta vez el alcaide tomó el camino de los sótanos a través de una escalera de piedra de peldaños desiguales. Allí le esperaban ya el inquisidor, con su bonete de cuatro puntas y sus orejas traslúcidas, el secretario y el escribano sentado a una mesa ante un rimero de papeles blancos. Próximos a ellos, de pie, había otras dos personas y Cipriano dedujo, conforme a las explicaciones de fray Domingo, que el hombre de la loba oscura era el médico, y, el verdugo, el del pecho descubierto y los calzones cortos, de tela basta. Ante ellos, en una mazmorra amplia, tímidamente alumbrada por dos candiles, bailaban una serie de extraños artilugios, como los aparatos de un circo.


Antes de que el verdugo entrara en acción, el inquisidor volvió a preguntarle quién le pervirtió y quién le ordenó viajar a Alemania en abril de 1557. Cipriano Salcedo, que agradecía la penumbra del lugar, dijo suavemente que tres días antes, en el interrogatorio de la sala, había dicho sobre el particular lo que sabía. Entonces, el inquisidor ordenó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba del techo. Cipriano temía más los preparativos del suplicio que el suplicio mismo. Ante la vida había temido siempre más al amago que a la realidad por muy cruel y exigente que ésta fuera. Pero cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le dejó suspendido en el aire, tuvo el convencimiento de que, en su caso, la garrucha resultaría ineficaz. Le habían desnudado de la cintura para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la desproporcionada musculatura del reo. El objetivo de la garrucha era desarticular al torturado en virtud de su propio peso, pero el verdugo no contaba con que el cuerpo de Cipriano era liviano, y nervudas sus extremidades de modo que la suspensión, al ser capaz de flexionar fácilmente sus brazos, no produjo efecto alguno. El verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin demora. Tornó luego a suspenderlo en el vacío de manera que Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. El inquisidor sentía frío y torcía la boca; experimentaba una rara frustración:


– El potro -dijo lacónicamente.


El verdugo le desató de la garrucha y le ató por las cuatro extremidades a una especie de bastidor, donde cuatro tambores de hierro permitían, girándolos, tensar a voluntad el cuerpo del torturado.


Durante las primeras vueltas Cipriano casi sintió placer. Aquel aparato le ayudaba a estirar sus miembros y, de este modo, salía del agarrotamiento en que había vivido los últimos meses. Pero el verdugo, que no buscaba su placer, seguía girando el husillo hasta que el estiramiento de brazos y piernas alcanzó un punto doloroso. En ese momento, el inquisidor interrumpió la tortura:


– Por última vez -dijo- ¿puede decirme vuesa merced quién le convirtió a la maldita secta de Lutero?


Cipriano guardó silencio. Aún lo repitió otra vez el inquisidor, pero, en vista de su mutismo, hizo un leve gesto con la cabeza al verdugo. El hombre de la loba se aproximó al torturado, mientras el verdugo daba vueltas a los husillos, atirantaba el cuerpo del reo.


La única ventaja de esta forma de tortura, pensó Cipriano, era la manera paulatina en que se entraba en él, de forma que entre cada vuelta de tambor se producía en el cuerpo una especie de descanso, de habituamiento. Pero cuando la tensión aumentó, Cipriano sintió un dolor agudísimo en axilas e ingles.


Era como si una fuerza abrumadora, lenta y creciente, intentara sacar las apófisis de los huesos de sus respectivas cavidades, un descoyuntamiento. Pero, conforme con su vieja filosofía, se metió de golpe en el dolor, lo aceptó. Creía que una vez dentro de él, el dolor, por intenso que fuese, devendría en algo ajeno, se haría más fútil y soportable. Pero, al violento dolor inicial, se fueron añadiendo otros en el espinazo, codos y rótulas, en las cabezas de músculos y nervios. Entreabrió los párpados cuando el verdugo interrumpió el suplicio para dar ocasión al inquisidor de formular de nuevo su pregunta pero, ante su silencio obstinado, aquél volvió a girar las tuercas, de forma que la suma de todos los dolores se fue convirtiendo en un único dolor, su columna dorsal se rompía, estaba siendo descuartizado. Y la tensión de los nervios, al confluir en el cerebro, le provocaron una horrible punzadura, que gradualmente fue creciendo en intensidad, hasta alcanzar un punto insoportable. Cipriano, en ese momento, perdió el control de su voluntad, emitió un terrible alarido y su cabeza cayó sobre el pecho.


Más tarde, ya en el catre, bajo las atenciones del médico, recuperó el conocimiento, experimentó la extraña sensación de que todos los huesos de su cuerpo estaban descoyuntados, fuera de sitio. Cada movimiento, por leve que fuera, se traducía en un sordo dolor, por lo que Salcedo extremó la inmovilidad que venía a transformar el dolor en algo más llevadero, una sensación de cansancio infinito.


Fray Domingo mostró en los días siguientes una sensibilidad que Salcedo no sospechaba. Se sentaba en la banqueta, a la cabecera de la cama, y trataba de convencerle de la sinrazón de su resistencia, de que el Santo Oficio conocía de sobra que habían sido Pedro Cazalla y don Carlos de Seso quienes le incorporaron al grupo. Le advertía que el tormento no era un recurso aislado, que en un principio lo fue, pero que la Inquisición había inventado la figura de la suspensión, según la cual la tortura podía reanudarse una vez que el reo se hubiera recuperado. Entonces, decía, ¿quién ha salido beneficiado del silencio de vuesa merced? ¿Por qué callar?


Una tarde en que Rojas insistía en estos argumentos, Cipriano le dijo con muy poca voz:


– Y… y ¿no cree vuestra paternidad que el perjurio, aparte un fracaso personal, es un grave pecado?


Fray Domingo no lo entendía así, le molestaban las grandes palabras, enseguida procuraba escapar de su influencia. El hombre debía adaptarse a las circunstancias, decía, evitar el tono heroico, imbuirse el convencimiento de que el hecho de aceptar que alguien atentase contra nuestra integridad era una falta más grave que el mismo perjurio. Cipriano apelaba a los mártires y el dominico le decía que los tiempos del testimonio habían pasado. El cristianismo estaba firmemente asentado en el mundo, no precisaba ya de sacrificios personales.


Dos semanas después de la tortura, Dato, el ayudante de carcelero, le pasó un billete directo de doña Ana Enríquez:


Muy apreciado amigo -le decía-. Voy a pedirle una gran merced. Sé que le han dado tormento por no revelar el nombre de sus pervertidores. Por favor, no sea obstinado. Poner en riesgo la vida que Nuestro Señor nos ha regalado revela una actitud desdeñosa hacia el Creador. Satisfacer en algo a los inquisidores, pronunciar una palabra que les sea grata y les haga sentirse momentáneamente victoriosos, no significa doblegarse. Téngalo presente, pues su vida, sin que usted lo sospeche, puede un día ser necesaria para alguien.


›Recuerdo su visita a La Confluencia, la finca de mi padre, con ocasión de las ligerezas de Cristóbal de Padilla que tan caras estamos pagando todos. Aquellos minutos felices de un otoño dorado, paseando en su amable compañía por el jardín, me han dejado honda huella.


¿Nos darán ocasión de revivir aquellas horas algún día? Cuídese, piense en que únicamente dispone de una vida y está obligado a guardarla. Le saluda con respeto y estima Ana Enríquez.


Cipriano se animó al leer la carta cuyo contenido disipó el acre sabor a ceniza que el tormento le había dejado. ¿Qué quería decir Ana Enríquez con aquello de que su vida podía ser algún día necesaria para alguien? ¿A quién se refería? Disponía de papel y pluma y su primer impulso fue contestarla, pero el intento resultó fallido, las palabras precisas no acudían a su mente o se enredaban entre sí, carecía de la necesaria lucidez para redactar una frase coherente.


Días después, dueño de sí mismo, se sintió capaz de hilvanar unas líneas. Las releyó varias veces antes de confiarlas a Dato:


Muy apreciada amiga -decía-.


Gracias por su interés, por la merced que me hace al preocuparse por mi salud. También yo recuerdo con emoción aquel paseo otoñal por los jardines de La Confluencia, como recuerdo su perfil en los conventículos, su fervor, su entrega, aquella mano blanca levantada pidiendo vez para intervenir en los coloquios, y, muy en particular, vuestra presencia en mi casa el día de la huida, vuestra despedida, aquel gesto imprevisto y efusivo con que me dijo adiós.


Créame que aquel instante me ha confortado mucho, me ha entonado en los dolorosos momentos por los que he atravesado. ¿Pasará todo esto algún día? De momento le encarezco que no sufra por mí. Cumplir lo que estimamos nuestro deber ya encierra en sí mismo una recompensa. Os saluda con respeto y estima Cipriano Salcedo.


El otoño vino muy frío y Cipriano, cada vez más debilitado, pasaba los días tendido en el catre, cubierto con la manta cuartelera. El alcaide no había ido en su busca y Cipriano pensaba si en la interrupción del tormento no tendría su tío algo que ver. A primeros de noviembre recibió de su parte un zamarro forrado de piel de jineta y una capa segoviana. Sin embargo, el tío Ignacio no se dejó ver. Seguramente la frecuencia de las visitas a un inculpado de herejía representaría un demérito en su carrera. Por su parte, fray Domingo seguía leyendo libros que le facilitaba la Inquisición. A mediados de diciembre fue llamado a la Sala de Audiencias y regresó tres horas más tarde, sin ganas de contarle las incidencias del juicio. Lo esperado, decía, lo de siempre. Se tendió en el catre y reanudó sus lecturas como si nada hubiera ocurrido.


En vísperas de Navidad, cuando ya no lo esperaba, Dato le entregó unas líneas de Ana Enríquez felicitándole la Pascua. Era una misiva halagüeña en su primera parte, donde subrayaba su probidad, su inteligencia, el hecho de haber echado sobre sus hombros, sin pedir nada a cambio, la seguridad del grupo. En esa hora, decía, me di cuenta de que vuesa merced no me era indiferente. El corazón de Cipriano se aceleraba, amagaba con desbocarse. Aquello era demasiado, no era precisamente una declaración de amor, pero sí la constatación de haberlo distinguido entre los demás miembros de la secta. Mas, por si cupiera aún alguna duda, en el párrafo siguiente porfiaba: Ahora quizá comprenda mejor vuesa merced mi interés por su suerte. Cipriano Salcedo se conmovió. Por vez primera, a los cuarenta y un años, estaba viviendo una experiencia amorosa propia de la adolescencia.


Evocaba detalles de la figura de Ana, su collar de perlas, su turbante rojo, su blanca mano enjoyada levantándose como un pájaro en los conventículos, su voz cálida, como inflamada. ¿Sería posible, Señor, que aquella singular criatura hubiera puesto sus ojos en él? Le contestó escuetamente, deseándole felicidad y suerte, diciéndole que aquellas Pascuas, pese a todo, quedarían en su vida como un hito inolvidable. Su carta, decía, rezuma esperanza, vos sentís, señora, la ilusión de que algo nace.


Desgraciadamente no podía compartir su optimismo: La idea de que algo concluye prevalece en mí, decía. Mas también reconocía que nunca había sido insensible a su presencia. Admiré siempre vuestra sagacidad, vuestra discreción, vuestro aplomo y, ¡cómo no!, vuestra belleza, añadía en un impulso de sinceridad. Y en su despedida, le confirmaba su respeto y cariño.


Dato se convirtió en el correo interior entre doña Ana Enríquez y Cipriano Salcedo. Las misivas se cruzaban entre ellos cada vez con mayor frecuencia y ponían un punto de luz y esperanza en la sordidez de las mazmorras. Ana iba siempre por delante en efusividad y confianza. Catalina de Reinoso, una de las monjas de Belén, compañera de celda, aduce la diferencia de edad como un obstáculo entre nosotros, decía doña Ana Enríquez en carta de 6 de febrero. Y agregaba: Pero yo digo, ¿qué importa la edad en estos negocios de los sentimientos? ¿Tienen las almas edad?. Sus mensajes contenían, de una manera o de otra, una nota de optimismo: Algún día nos dejarán ser felices, decía. O bien: Nuestro paseo por el jardín de La Confluencia será el primer peldaño de nuestra historia en común.


Cipriano Salcedo se mostraba más cauto. A su entusiasmo inicial vino a poner sordina su promesa un tanto olvidada. La conciencia empezó a reprocharle su flaqueza, el hecho de que se dejara llevar por un fácil sentimiento animando a Ana Enríquez a construir castillos en el aire. Esta vez demoró la respuesta, guardó silencio. No tenía derecho a alentar los proyectos de la muchacha cuando él sabía cuál iba a ser el desenlace. Las cosas estaban planteadas de tal manera que ante su futuro no cabía alternativa. La Inquisición nunca aceptaría su silencio pero tampoco él estaba dispuesto a romperlo porque le favoreciese. Preparó borrador tras borrador, pero uno detrás de otro los rompía. Fray Domingo le miraba desde su cama:


– ¿Prepara vuesa merced su testamento?


Cipriano no respondió a la broma del reverendo. Al fin y al cabo lo que trataba de escribir guardaba bastante semejanza con un testamento. Por eso, tras la pregunta del dominico, resolvió hablar claro, como si fuera -¿lo era tal vez?- su última voluntad. La amaba, esto era esencial. La amaba por encima de todas las cosas. Y, sin embargo, entre ambos se levantaban dos obstáculos insalvables: el voto de castidad ofrecido espontáneamente por él a Nuestro Señor hacía más de un año y su resolución de no incurrir en perjurio delatando a quienes le habían acristianado.


Esta actitud suya nunca sería disculpada por el Santo Oficio.


Como si fuera respuesta a su mensaje, Dato le trajo esa tarde un informe de procedencia imprevisible:


El emperador Carlos V acaba de fallecer en el Monasterio de Yuste, lamentando no haber dado muerte a Lutero cuando le tuvo en sus manos en Worms. En el codicilo de su testamento exige con autoridad de padre a su hijo Felipe que castigue a los herejes con todo rigor y conforme a sus culpas, sin excepción ni respeto para persona alguna.


Por su parte, el nuevo rey Felipe II ha bendecido el “santo celo” de su padre.


A partir de este momento, y como si Dato hubiera ido almacenando la correspondencia en espera de que la crisis amorosa de Cipriano se resolviera, empezaron a llegar papeles de toda laya, declaraciones, noticias, informes, mensajes en torno a los procesos de los hermanos Cazalla, don Carlos de Seso, su vecino de celda, fray Domingo, un informe del arzobispo de Toledo y varias comunicaciones más que Cipriano ordenó cronológicamente antes de tumbarse en el petate y cubrirse con su capa segoviana. Habituado a la delación, poco podían impresionarle ya las declaraciones de sus compañeros.


Leyó descorazonado la confesión de su amigo Pedro Cazalla:


Un día, encontróme don Carlos de Seso, corregidor de Toro, en Pedrosa, a la puerta de la iglesia de donde soy párroco, pensando en el beneficio de Cristo y me dijo de pronto que no había purgatorio y que podía demostrármelo. Y tal maña se dio que me dejó convencido de ello aunque con el espíritu lleno de zozobra y ansiedad (el reo contó aquí el episodio de la visita de Seso a Carranza en el Colegio de San Gregorio, escena que no repetimos por ser sobradamente conocida de todos).


Hablé luego de ello con el bachiller Herrezuelo, no para que yo le enseñara sino que fue él quien me transmitió lo de la justificación por la fe sin necesidad de las obras e insistió en la inexistencia del purgatorio. Igualmente, Cristóbal de Padilla pasó tres veces por mi casa en Pedrosa y me habló de la misma materia y yo le encarecí que no volviera a hacerlo.


Del mismo negocio trató también conmigo un criado que yo tenía, Juan Sánchez de nombre, pero le acogí con aspereza, y él, disgustado, dejó mi servicio y yo me holgué de ello. Por último, hablé de estos asuntos con mi compañero de estudios fray Domingo de Rojas y, antes de que yo le apuntara el tema del purgatorio, me salió con ello y estaba en ello.


A Cipriano le rezumaban los ojos enfermos ante tanta mezquindad. Carlos de Seso, en cambio, aunque atribuía al recién nombrado arzobispo Carranza el origen de la secta, trataba de convencer al Tribunal de su inocencia en la cuestión del purgatorio. Disfrazaba la verdad en su provecho:


Mi intención al hablar a alguno de la no existencia del purgatorio no era la de apartarle de la Iglesia sino de aumentar su fe en la Pasión de Jesucristo. Nunca dogmaticé, ni hice juntas ni reuniones sino que si se presentaba la ocasión daba mi opinión sobre el particular. Seso acabó pidiendo misericordia por el escándalo que había dado, puntualizando sus ideas sobre el purgatorio, del que dijo que _no existe para aquellos que mueren unidos a Cristo, sirviéndole y confesando sus pecados. Informó que sus ideas luteranas nacieron en Verona durante su juventud, oyendo hablar a un conocido predicador. En las últimas frases de su declaración expresó su deseo de morir en el seno de la Iglesia .


Sorprendió a Cipriano el tono del corregidor de Toro, su humildad y acatamiento. Su confesión, parte de ella al menos, no marchaba de acuerdo con su conducta. Atribuyó el reblandecimiento de don Carlos a las duras condiciones de la prisión, a la enfermedad de la que daban cuenta los doctores de la cárcel secreta, Bartolomé Gálvez y Miguel Sahagún, en nota aparte:


El doctor Gálvez, médico del Consejo General de la Inquisición, encuentra al reo, don Carlos de Seso, preso en la cárcel secreta de Valladolid, un pulso débil y desigual, con notable flaqueza. En cuanto a las rodillas, de las que se queja el reo, no se observa mudanza exterior pero, al tocarlas, sí las encuentro muy agarrotadas.


Y siendo tan antiguo su sufrimiento, y estando peor cada día por el peso de los grillos, me parece conforme a razón ponerle inmediato remedio.


›El doctor Sahagún precisa:


pulso flaco y ánimo melancólico y triste. Piernas asimismo flacas en relación con el cuerpo que lo tiene gordo. Muy envaradas las cuerdas de las rodillas por lo que estima prudente sacarlo del ruin aposento en que está encerrado.


Doctores Gálvez y Sahagún.


Por su parte el Doctor, don Agustín Cazalla, parecía derrumbarse, su pusilanimidad se imponía a su pretendida fe. Leyendo su declaración, el pesimismo sobre su futuro se acentuaba en Cipriano.


Decía así:


Ante el tormento, el doctor Cazalla prometió confesar y ello le salvó de ser torturado.


Afónico, realizó su confesión por escrito, de puño y letra.


Se declaró luterano pero no dogmatizante. No había hablado con nadie que no conociera de antes las doctrinas reformistas.


Al sugerirle que informara sobre “él y los otros”, respondió que no podía hacerlo sin levantar falsos testimonios. Y se ratificó en lo dicho una vez que se le prometió misericordia. Se comprometió a ser católico ejemplar si el tribunal respetaba su vida y en todo momento mostró inequívocas muestras de arrepentimiento.


Conforme leía informes y confesiones, Cipriano sentía aumentar su desolación. A medida que la primavera se aproximaba, crecía el número de papeles que Dato le ofrecía. Pero estaba tan débil que se sentía incapaz de arrastrar los grilletes y se pasaba los días y las noches tendido en el catre cubierto con la capa. Así iba desestimando documentos que Dato aportaba, generalmente cobardes, falaces o maledicentes. El carcelero había llegado con él a tal grado de confianza, que le permitía leer por encima los papeles que le ofrecía antes de determinar si se quedaba o no con ellos. En el fondo, Cipriano siempre había esperado respuesta de doña Ana a su carta de despedida, pero ésta no llegaba.


Habría acogido con júbilo dos letras suyas, la continuidad, aun en pequeñas dosis, de los dulces mensajes de antaño, pero él mismo, con su inflexibilidad, había dado carpetazo a aquella correspondencia cuya interrupción lamentaba ahora.


Ana Enríquez, siempre delicada con la conciencia ajena, había respetado su promesa y su deseo de no incurrir en perjurio. Aunque Cipriano pensaba en ella con frecuencia, el paso del tiempo y la flaqueza de su memoria hacían cada día más difícil la representación de su imagen: las proporciones de su perfil, la línea de la boca, un poco dura, el nacimiento del pelo, la forma de sus orejas, eran detalles físicos que se le escapaban. En él dominaba la duda de si el silencio de Ana vendría impuesto por el respeto o por el despecho y, ante cualquiera de los dos casos, sus ojos encarnizados se llenaban de lágrimas y él las dejaba fluir mansamente en un íntimo desahogo.


Postrado en el camastro, los párpados entornados, inmóvil, sus ojos buscaban el rayo de sol vespertino que se adentraba oblicuamente por el ventano, en el que flotaban infinidad de corpúsculos.


En esta tesitura llegó Dato, con su gorro rojo, como un gnomo, con la declaración de fray Domingo, tendido también en su petate, ajeno a todo. Cipriano aceptó el informe:


Temperamento inestable -decía el resumen de su declaración-.


Adhesión tardía al luteranismo y afán proselitista. Vanidoso, el declarante se presentó ante este Santo Tribunal como viejo miembro de la secta y partidario de las nuevas corrientes. Atribuyó sus ideas a su “maestro”, el arzobispo de Toledo, don Bartolomé Carranza, luterano tal vez sin saberlo, o mejor dicho, precursor del luteranismo en España. De su epístola “Ad Galathas”, dijo que respondía a un lenguaje luterano y de su “Catecismo” que era duro y recio manjar para los hombres simples, los cuales no tienen dientes para mascarlo ni estómago para digerirlo. Estas cosas, dijo, no deben ponerse en manos de iletrados, sino de licenciados y teólogos.


›Al ser llamado al orden por el inquisidor, insistió en que Bartolomé Carranza podía ser católico pero que oyéndole expresarse no lo parecía. Y, en una pirueta retórica muy de su gusto, fray Domingo afirmó que ése era el jarabe que el arzobispo utilizó para ganarlo a él para la causa. En conjunto dejó al señor arzobispo de Toledo muy mal parado.


›Delató, asimismo, a Juan Sánchez como pervertidor de las religiosas de Belén y de su propia hermana María. A la vista de sus contradicciones, se le amenazó con el tormento, pero una vez en la garrucha, rogó ser muerto antes que torturado. El Santo Tribunal accedió a su deseo a condición de que dijera la verdad. A última hora exoneró de culpa a varios acusados aunque no al arzobispo Carranza.


Cipriano doblaba de nuevo el papel con una sensación de malestar ante la coincidencia de varios declarantes en atribuir a Carranza la paternidad del foco luterano de Valladolid. Implicándole a él, parecían pensar, una autoridad en la Iglesia, ellos, en cierto modo, quedaban libres de culpa. Carranza se erigía entonces como una garantía de vida, la cabeza de turco, el supremo. Sin sus prédicas, sin sus medias palabras, el protestantismo nunca hubiera arraigado en Castilla. Pero por el momento, Carranza parecía contar con influyentes valedores.


Oyó el siseo de fray Domingo y, al volverse, el dominico le dijo si le permitía leer “ese papel”.


Salcedo se sobresaltó y le preguntó si sabía siquiera de qué se trataba. Fray Domingo se mostró expeditivo: Mi declaración, dijo.


¿Qué otra cosa puede ser? Vuesa merced ha mirado dos veces hacia mi lecho antes de empezar a leerlo.


Cipriano se incorporó, tortoléandose, dio dos pasos torpes hacia su catre y le alargó el papel con la mano izquierda:


– Tal vez a vuestra paternidad no le guste lo que dice -dijo.


– Y ¿eso qué importa? Hay que conocer no sólo lo que hacemos sino lo que nos atribuyen.


El dominico leyó el informe en silencio, sin aspavientos ni comentarios. Salcedo, que no cesaba de mirarlo, al verle plegar de nuevo el papel, le preguntó:


– ¿Está de acuerdo vuestra paternidad?


Y el dominico respondió con cierta mordacidad:


– Sí con lo que dice, pero no con lo que calla.


A mediados de abril se desató sobre la ciudad un martilleo fragoroso que se iniciaba con la primera luz del día y no cesaba hasta bien entrada la noche. Era un claveteo en diversos tonos, en cualquier caso seco y brutal, que procedía de la Plaza del Mercado y se difundía, con diferente intensidad, por todos los barrios de la villa.


Aquel golpeteo siniestro pareció activar la vitalidad del penal, acelerar su ritmo. La vida rutinaria de la cárcel secreta se convirtió de pronto en algo ajetreado y activo. Hombres aislados, o en grupo, pasaban y regresaban por el zaguán, por los corredores, ante las celdas, introduciendo o sacando cosas, dando instrucciones a los reos. En cualquier caso, parecía haberse desatado una agitación inusitada que vino a coincidir con la prisa de Dato por facilitarle noticias y mensajes. La primera noche del atronador tamborileo, el carcelero aclaró:


– Están levantando los tablados.


– ¿Para el auto?


– Así es, sí señor, en la plaza, para el auto.


Al día siguiente, Dato le trajo un informe urgente que Cipriano cambió por un ducado. La urgencia estaba justificada:


“Seso se desdice”,


rezaba el titular. Se advertía que estaba escrito apresuradamente, acuciado por las últimas novedades, aunque con letra disciplinada, de escribano, perfectamente legible.


Era evidente que el explotador del “negocio” había tenido prisas por poner el papel en circulación. Cipriano echó atrás la cabeza, buscando el eje de visibilidad entre sus párpados inflamados. La nota era sucinta pero categórica, indicativa, además, de que las sentencias de los reos empezaban a conocerse. Seso había sido condenado a la hoguera y, ante el hecho, hacía ahora una nueva profesión de fe.


Sus excusas, sus circunloquios, sus tergiversaciones, su expreso deseo de morir en el seno de la Iglesia, no le habían servido de nada. Entonces rectificaba. En la nueva nota hablaba ya sin rodeos, convencido de que la sentencia era firme, y no había apelación posible contra ella:


Al ser informado de que sus señorías me han condenado a la hoguera, cosa que nunca creí, para descargar mi conciencia y ayudar a la verdad quiero hacer esta declaración final: La justificación por la fe basta para salvarse. Es, pues, Cristo quien nos salva, no nuestras obras. Para los que mueren en gracia no hay purgatorio ni pena temporal alguna: el cielo es su destino. No sería justo que después de la Pasión de Nuestro Señor, los hombres tuvieran que purgar algo. Esto significa que me desdigo de lo que dije, que existía el purgatorio. Tengo fe y creo en lo mismo que creyeron los apóstoles, y en la Iglesia católica, verdadera esposa de Nuestro Señor Jesucristo, y en la palabra de ésta que son las Sagradas Escrituras.


Cipriano leyó tres veces la breve confesión de don Carlos de Seso. Recordó las razones que en su día le dio en Pedrosa para demostrar que no había purgatorio y cómo él las había aceptado sin disputa. Ahora miró a fray Domingo tendido en su camastro y le dijo con voz apagada:


– Don Carlos de Seso ha sido condenado a la hoguera.


Pero los acontecimientos se encadenaban en una noria sin fin, mientras los martillazos de la plaza atronaban en un sordo tamborileo. A la mañana siguiente, el alcaide en persona anunció una visita para Salcedo, pero Cipriano ya no podía andar, era incapaz de moverse. Sus articulaciones parecían haber criado herrumbre. Le trajeron una palangana de agua tibia con sal, le quitaron los grilletes y le hicieron lavar los pies. No obstante, alrededor de los tobillos tenía dos llagas en carne viva y las pantorrillas hinchadas. Dando tumbos siguió al alcaide, apoyado en el brazo del carcelero. Se bandeaban como dos bueyes uncidos. La luz de la escalera le deslumbró, sintió como un cuerpo extraño dentro de los ojos.


Los cerró y se dejó conducir. Los pies, sin el lastre habitual, se le escapaban, pero las piernas embotadas no aguantaban su peso. Entreabrió los ojos cuando el carcelero se detuvo y, al oír el golpe de la puerta, levantó la cabeza y miró por la estrecha rendija que dejaban sus párpados tumefactos. El tío Ignacio le miraba incrédulo, afligido, al tomarle de las dos manos.


Se le notaba con prisas de hablar, de no callar ni un segundo para evitar que Cipriano le interrogara:


– Esos ojos no han mejorado, Cipriano. ¿Por qué no avisaste al médico?


– Es por la oscuridad, tío, la humedad y el frío. Los párpados están inflamados, es como si tuviera tierra dentro.


– Hay que curarlos -insistió el tío Ignacio-. En la cárcel hay dos médicos. Están para eso.


En seguida se lanzó, se lo dijo, le dijo que el arzobispo Carranza había sido procesado y se pensaba en un juicio largo y apasionado. Seguramente más de cinco años. Cipriano le confió que tanto en la cárcel como fuera de ella había mucha presión contra él. Alzaba la cabeza para ver a su tío, sentado en el sofá monjil, bajo el ingenuo cuadro de la Asunción de la Virgen, acodado en los muslos, las manos con los dedos entrelazados, las uñas muy pulcras. Continuó hablándole de Carranza, estaba dolido con las declaraciones de Seso, Rojas y Pedro Cazalla que, según él, faltaban a la verdad. Le habló de que el Inquisidor General había llegado a Valladolid y había dicho que, de haberse tratado de otra persona, le hubiera prendido sin más miramientos. Cipriano le indicó que el caballo de batalla había sido el encuentro de Seso con Carranza después de convertir aquél a Pedro Cazalla. El tío estaba bien informado y apenas le daba tiempo para responder; resultaba evidente que no quería dejar un resquicio por donde las preguntas de su sobrino pudieran filtrarse. Carranza afirmaba que Seso les había engañado a él y al Santo Oficio, había hecho creer que su interpretación de las cosas provenía del arzobispo. Mas las precauciones del nuevo presidente de la Chancillería fueron insuficientes. Bastó una pausa mínima de su tío para que Cipriano formulara la temida pregunta:


– ¿C… conoce las sentencias, tío?


Don Ignacio Salcedo le miraba desarmado, los ojos blandos, temblándole el labio inferior. Dijo mediante un esfuerzo:


– Me las han enseñado ayer.


Por mi cargo tenían que hacerlo.


Cipriano seguía con la cabeza levantada para que su tío no escapara de su campo visual. Le vio vacilar, empalidecer. No trató por ello de quitar fuerza a su pregunta:


– ¿Cuál ha sido mi suerte?


No respondió inmediatamente Ignacio Salcedo. Se limitó a mirar profunda, compasivamente, sus ojos encarnizados, pero cuando trató de hablar se le anudó dos veces la voz en la garganta. Cipriano acudió en su auxilio:


– ¿La hoguera tal vez? -preguntó.


El tío calló, asintiendo.


– Vas con otros veinte -dijo al fin.


Sonreía Cipriano para aliviar la tirantez de la conversación, para dar a su tío la sensación de que la noticia no le había sorprendido, ni le asustaba; de que no esperaba otra cosa:


– ¿Sería indiscreto preguntarle a vuesa merced quiénes son esos veinte?


Don Ignacio sonrió:


– Ese pequeño favor puedo hacértelo -dijo-. Anota: los Cazalla, incluida su hermana Beatriz y los restos de doña Leonor, fray Domingo de Rojas, don Carlos de Seso, Juan García, tres mujeres de Pedrosa, el bachiller Herrezuelo, Juan Sánchez… ¿quién más?


– Es suficiente, tío.


– En todo caso, la lista no es definitiva. Esta noche os visitará un confesor y mañana, en el auto, aún tendréis oportunidad de cambiar vuestra suerte: la hoguera por el garrote. ¡Ah, otra cosa!, los restos de doña Leonor de Vivero serán desenterrados y el solar de su casa sembrado de sal para escarmiento de las generaciones futuras.


Don Ignacio Salcedo parecía más sosegado. Ahora cargaba el énfasis en lo anecdótico, tratando de desviar la cabeza de Cipriano de la idea fundamental. Pero Cipriano no pensaba en sí mismo. Titubeó. En su vacilación perdió de vista el rostro de su tío y hubo de acomodar de nuevo la cabeza para volver a apresarlo:


– Y… y ¿qué será de doña Ana Enríquez? -preguntó con un hilo de voz.


– Quedará libre tras una pena leve, unos días de ayuno, no recuerdo cuántos. Es una criatura demasiado bella para quemarla.


Cipriano pensó que retener más tiempo a su tío suponía prolongar su suplicio. Se puso en pie tambaleándose. Su tío tenía razón: Ana Enríquez era demasiado hermosa para quemarla. Además había sido engañada, era excesivamente joven cuando Beatriz Cazalla y fray Domingo la pervirtieron. Sonaba el martilleo de los carpinteros en la plaza, un golpeteo ininterrumpido, enloquecedor. Su tío también se había incorporado y le tomó de las manos con aprensión, como a un ciego.


– No quiero hacerle perder más tiempo, tío -dijo Cipriano-. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.


Don Ignacio Salcedo le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le retuvo un momento entre sus brazos:


– Algún día -musitó a su oídoe- estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pide por mí, hijo mío.


Cipriano no pudo comer. Mamerto se llevó intacta su bandeja.


Por la tarde comenzaron las confesiones. Fray Luis de la Cruz, dominico como fray Domingo, recorrió las celdas y llegó a la de Cipriano cuando el sol declinaba, aunque el martilleo unísono de la plaza continuaba sonando con toda intensidad. Fray Domingo rechazó los auxilios de fray Luis de la Cruz cuando éste se acercó servicialmente a su lecho.


– Padre -dijo fray Luis de la Cruz al advertir su gesto-: solamente pido a Dios que muráis en la misma fe en que murió nuestro glorioso Santo Tomás. Estaré en pie toda la noche. Vuestra reverencia puede llamarme a cualquier hora.


Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor.


Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confiaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital. Fray Luis de la Cruz asentía sonriente, le dijo que su confesión general le dignificaba, pero que en este momento, en víspera del auto de fe, esperaba unas palabras de arrepentimiento por su adscripción a la doctrina de Lutero. Cipriano que, en las medias tinieblas, apenas distinguía las facciones del fraile, le respondió que abrazó la teoría del beneficio de Cristo de corazón, con buena fe, es decir, obró en conciencia y ésta, ahora, no se lo reprochaba.


Como sin darle importancia, fray Luis de la Cruz le preguntó entonces quién le había pervertido y Cipriano contestó que no podía decírselo, que así lo había jurado, pero le constaba que tampoco su inductor obró con intención perversa. El fraile, que venía cansado, empezó a dar muestras de acrimonia, le impacientaba la obcecación de Cipriano, le dijo que no podía absolverle pero que aún estaba a tiempo. Desde media noche el padre Tablares, jesuita, seguiría a disposición de los reos. Humildemente ahora le recomendó que reflexionara y, antes de separarse de él, le tuvo cogido por las dos manos un largo rato y le llamó “hermano mío”.


Apenas había abandonado la celda, cuando se produjo en la de enfrente, en la del Doctor, un gran alboroto. Sobre las voces más serenas para acallarlo, entre las que estaban la de fray Luis de la Cruz, sonaban los gritos implorantes del Doctor pidiendo a Dios misericordia, suplicándole que le iluminase con su gracia y le ayudara a alcanzar su salvación. Eran gritos agudos, descompuestos, y, en los breves silencios, se oía la voz pausada de fray Luis de la Cruz, la del carcelero y la del alcaide que habían acudido al oír la algarabía. Pero el Doctor, en trance, no cesaba de proclamar que aceptaba la sentencia como justa y razonable, que moriría de buena gana puesto que no merecía la vida aunque se la dieran, pues estaba convicto que según había desaprovechado la pasada, la que le quedaba no sería distinta.


Había cesado el martilleo de la plaza y las palabras del Doctor, pronunciadas a voz en cuello, con la puerta de la cija abierta, llegaban nítidamente a las celdas próximas y, con ellas, los intentos apaciguadores de los responsables:


el alcaide, los carceleros, el médico. Un clima tenso se palpaba en el primer corredor, cuando el Doctor reanudó su discurso sobre el sambenito que acababan de entregarle, la ropa que vestiría con mayor gusto, decía, porque era la apropiada para confusión de su soberbia y purga de sus pecados. Luego volvió a la idea del arrepentimiento, que renegaba de cualquier perversa y errónea doctrina que hubiera creído, bien fuera contra el dogma o contra la Iglesia, y que persuadiría a todos los reos para que hiciesen lo mismo. El médico de la Inquisición debía de haber tomado alguna medida, porque del tono chillón con que el Doctor inició su peroración, pasó, en pocos segundos, a otro más coloquial y, posteriormente, a un tenue murmullo, para cesar al poco rato.


Cipriano Salcedo no durmió en su última noche carcelaria. Le agobiaba la idea del auto de fe, no su ejecución sino el procedimiento:


la luz, la multitud, el griterío, el calor. Padecía un amortecimiento creciente y un ardor de orina que le obligaba a visitar la cubeta de las heces cada pocos minutos. A la una empezaron a doblar las campanas. Toques lentos, de agonía.


Fray Domingo ya le había hablado de ello. Todos los templos y conventos de la villa, que esa noche no dormía, convocaban a las misas de alma por los condenados. Las campanas habían venido a sustituir a los martillos, voces cambiantes pero igualmente ominosas y terribles. Al cesar su tañido, empezó a oírse el rumor del gentío, los cascos de las caballerías en el empedrado, el rechinar de las ruedas de los carruajes. Todo parecía estar a punto. El “gran día”, aún sin luz, ya había comenzado.


A las cuatro de la madrugada entraron a despertarlos. Mamerto les sirvió un desayuno extraordinario: sopas de ajo, huevos con torreznos y vino de Cigales. Cipriano no probó bocado. Le ardían los ojos, sentía los bultos en las cuencas, y su amortecimiento iba en aumento. En la cárcel reinaba un desorden desacostumbrado. Gentes que entraban y salían, los guardianes repartiendo por las celdas corozas y sambenitos, en tanto los familiares de la Inquisición, con sus altos bombines marrones, esperaban en el patio, charlando en corrillos, a que se organizara la procesión. En el momento de mayor confusión, se presentó Dato en la celda, entregó un papel doblado a Cipriano Salcedo y emitió un silbido al recibir dos ducados por el servicio. El mensaje, como Cipriano presumía, era de Ana Enríquez y no podía ser más lacónico:


Valor, decía solamente y, debajo, traía su firma: Ana.

XVII

El cautiverio de los más de sesenta reclusos de la cárcel secreta de Pedro Barrueco, acusados de pertenecer al foco luterano de Valladolid, concluyó definitivamente en la madrugada del 21 de mayo de 1559, más o menos un año después de haber comenzado. Una mínima parte de los reos sería puesta en libertad tras el auto de fe, en tanto otros muchos pagarían con la muerte en garrote o en la hoguera su desviación religiosa o su pertinacia. Y como suele ocurrir en estas agrupaciones circunstanciales, sometidas a rígidas normas, el primer síntoma de que el final se acercaba fue la quiebra de la disciplina. Familiares de la Inquisición charlaban en pequeños grupos en el patio de la cárcel, cubiertos con capas y bombines de copa alta, en espera de los penitentes, en tanto los carceleros, los ayudantes de carcelero y el propio alcaide, iban y venían, prestaban a aquellos las últimas atenciones y les daban instrucciones para el buen orden de la procesión que partiría de la cárcel una hora antes del alba. Pero, fuera de los indultados, que sacaban fuerzas de flaqueza y confraternizaban festivamente con sus carceleros, el resto de los reos, aplastados por el rigor de la sentencia, tras larga y severa cautividad, se encontraban tan decaídos y exánimes que aguardaban la orden de partida derrumbados en sus camastros, rezando o meditando.


Dato, el tontiloco ayudante de carcelero, se contaba entre los vallisoletanos incapaces de reprimir su júbilo ante el gran festejo que se avecinaba. Reconocido a la generosidad de Cipriano, sentado a los pies de su catre, pasaba con él los últimos minutos de su estancia en prisión, le hablaba de los preliminares del auto con tal entusiasmo como si Salcedo, en lugar de una de las víctimas, fuese un forastero más de visita en la villa. Tanto Dato, como el resto de los carceleros, se había puesto ropa nueva y había sustituido los sucios calzones de paño por unos vistosos zaragüelles.


Para el ayudante de carcelero todo eran novedades dignas de ser conocidas, desde los pregoneros a caballo, apostados en las esquinas, anunciando el auto y encareciendo la asistencia de los mayores de catorce años con la promesa de cuarenta días de indulgencia, hasta la prohibición de andar a caballo y portar armas, blancas o de fuego, durante el tiempo que durase la ceremonia.


Los azules ojos desvaídos de Dato rutilaban y sus lacias guedejas albinas se estremecían bajo el gorro rojo de lana, al dar cuenta de la enorme afluencia de forasteros llegados a la ciudad. Toda Castilla se ha volcado en Valladolid, decía, aunque había también representantes de otras comarcas y nutridos grupos de extranjeros que hablaban lenguas extrañas. Más de doscientas mil almas, se lo juro a vuesa merced, por la bendita memoria de mi madre, decía santiguándose. Tantos eran que ni en pensiones, ventas, posadas y mesones habían encontrado alojamiento, y millares de forasteros habían tenido que pernoctar en aldeas y granjas próximas o, aprovechando la benignidad del clima, al sereno, en las huertas y viñas de los alrededores o en las calles menos concurridas y apartadas de la villa. El Rey nuestro señor se había personado, acompañado de los Príncipes y la Corte, para presidir el acto.


Dato se hacía lenguas sobre la transformación de la Plaza Mayor en un enorme circo de madera, con más de dos mil asientos en las gradas, cuyos precios oscilaban entre diez y veinte reales, y, en torno al cual, se había montado una guardia de alabarderos, reforzada en las horas nocturnas, después de dos intentos de prenderle fuego por parte de elementos subversivos.


Cipriano, con los ojos cerrados, un intenso latido en el párpado superior, encomendaba su alma y pedía luz a Nuestro Señor para distinguir el error de la verdad, mientras escuchaba distraído de labios de Dato las últimas nuevas:


se anunciaba un día sofocante, más propio de agosto que de mayo, y muchos vecinos, que no habían encontrado localidad en las gradas, preparaban su emplazamiento en los tejados bajo toldos de anjeo, preservados por barandillas de madera.


En espera de la llegada del Rey nuestro señor y de los Príncipes, más de dos mil personas velaban en la plaza al resplandor de hachones y luminarias. No vea vuesa merced, parece el juicio final -sentenció Dato en el colmo de la admiración.


En pleno monólogo del carcelero, empezaron a oírse carreras por los corredores, golpes apremiantes en las puertas de las celdas y voces habituadas al mando, gritando:


¡a formar!, ¡a formar! Fray Domingo, serio y circunspecto, con el nuevo sayo, se puso en pie por sí mismo; Cipriano, auxiliado por Dato. Le habían liberado de los grilletes y notaba sueltas las piernas pero no las fuerzas precisas para sostenerse en pie. En el zaguán Dato le encomendó a dos familiares de la Inquisición que vestían sayo de paño bajo la capa, pese al día caluroso que se avecinaba. Allí se concentraban los condenados varones que eran ayudados a vestirse y calzarse por los propios acompañantes. Aquella reunión ocasional era como el envés de los conventículos, los mismos hombres, pero sin el sentimiento de fraternidad que antaño los unía, más bien dominados por el recelo y la desconfianza, cuando no por la hostilidad o el odio. Cipriano levantaba la cabeza, tratando de encontrar el eje de visión. A su derecha, fruncido, transparente, huidizo, encogido sobre sí mismo, descubrió al Doctor y, tras él, a don Carlos de Seso, a quien los malos tratos y un año de prisión habían convertido en un viejo mendigo claudicante. La cabeza indócil, escurrido de carnes, vencido de hombros, se asía al brazo de un familiar como un náufrago a una tabla. Las piernas no soportaban su peso y la antigua gallardía, su aticismo y nobleza se habían venido abajo. Del otro lado, dos familiares embutían al bachiller Herrezuelo en el nuevo sayo y le protegían los pies hinchados con calzado de cuerda. Se hallaba amordazado y maniatado y sus ojos grises, bajo las espesas cejas, miraban enloquecidos a todas partes sin detenerse en ninguna. Cipriano se acercó a Juan García, el joyero, y le preguntó por la razón de la mordaza del bachiller y aquél, que en la penumbra del zaguán apenas advertía quien le hablaba, respondió que se había vuelto loco, que desde que salió de la celda no había hecho otra cosa que blasfemar contra Dios. Las conversaciones se mantenían a medio tono de forma que en el zaguán reinaba un murmullo uniforme, un ronroneo monótono, sin altibajos. Juan Sánchez, desde un rincón, miraba a Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, tanteando desorientado, como un invidente.


Se acercó a él solícito y le dijo si la oscuridad de la celda le había cegado. Cipriano restó importancia a su mal, eran los párpados -dijo-, se habían inflamado y tenía que mirar a través de un resquicio, en línea recta, ya que sólo veía en esa dirección. Se sonreían mutuamente y Cipriano advertía que el criado no había cambiado en el último año: su cabeza grande, su tez de papel viejo, amarilla, arrugada, seguía siendo la misma. Juan Sánchez entró en prisión con cien años y salía con un siglo. Era la ventaja de los hombres magros, momificados, sin belleza.


Apenas tenían de qué hablar, ninguno de los dos deseaba envenenar el ambiente ni sembrar la discordia. Entonces Juan Sánchez, en una de sus salidas intempestivas, señaló el sambenito de Cipriano con un dedo, luego el suyo, y subrayó irónicamente que habían sido facturados al mismo infierno.


Su risa, reprimida e inoportuna, aumentó la tensión. Buena parte de los allí reunidos se habían delatado entre sí, habían perjurado, habían procurado salvarse a costa del prójimo, y rehuían el contacto, las miradas, las explicaciones. Pedro Cazalla también le esquivó. Al ver a Cipriano buscó una zona oscura del zaguán donde poder pasar inadvertido. La declaración de Pedro, como la de su hermana Beatriz, había sido despiadada. Una decena de reos habían sido denunciados por ellos. No obstante, Pedro Cazalla vestía también el sambenito de llamas y diablos, distintivo de los condenados a muerte.


En el oscuro rincón, flanqueado por sus guardadores, estaba solo, cabizbajo, incómodo. Seguramente él y su hermano Agustín, cabezas de la secta, eran, en aquel infierno de prevenciones y sospechas, los más aborrecidos.


Los ojos desorbitados del bachiller Herrezuelo saltaban de uno a otro con infinito desprecio. No podía escupirles ni abofetearles pero su mirada enloquecida lo decía todo. Llevaba las manos atadas a la espalda para evitar que se arrancara la mordaza pero, cada vez que los familiares le colocaban la coroza en la cabeza, él movía ésta violentamente de un lado a otro hasta hacerla caer. Uno de los familiares, más paciente e ingenioso, optó por improvisar un barbuquejo con una cinta para sujetarla bajo la barbilla, pero el bachiller se encolerizó, la emprendió a cabezazos contra el inventor hasta que la coroza se desprendió hecha un gurruño y cayó al suelo. En el forcejeo se soltó también la mordaza y Herrezuelo empezó a insultar a Cazalla y a jurar como un poseído contra Dios y la Virgen hasta que los familiares lograron acallarle echándosele encima.


Las cosas aparentaron serenarse una vez en la calle, cuando los reos, en filas de a dos, acompañados por familiares de la Inquisición, empezaron a formar la comitiva. Delante de Cipriano caminaba don Carlos, esforzándose por avanzar erguido, por no perder la dignidad. Precediéndole, menudo y cargado de espaldas, como si llevara una cruz a cuestas, avanzaba el Doctor y, abriendo marcha, fray Domingo de Rojas, con la misma imperturbable indiferencia con que había vivido el año de prisión.


Eran apenas las cinco de la mañana pero un incierto resplandor lechoso anunciaba el día por encima de los tejados. A la cabeza de la procesión, a caballo, portado por el fiscal del reino, flameaba el estandarte de la Inquisición, con el blasón de Santo Domingo bordado, seguido por los reos reconciliados, con cirios en las manos y sambenitos con el aspa de San Andrés. Y, tras ellos, dos dominicos portando la enseña carmesí del Pontificado y la cruz enlutada de la iglesia del Salvador, precedían a los reos relajados, destinados a la hoguera, con sambenitos de demonios y llamas y corozas decoradas con los mismos motivos. Mezclados con ellos, con atuendos semejantes, atados a altas pértigas, desfilaban los muñecos de los condenados en efigie, burlescas reproducciones de sus modelos, uno de ellos representando a doña Leonor de Vivero, cuyo ataúd, con el cuerpo desenterrado y llevado a hombros en la procesión por cuatro familiares, sería también arrojado al fuego.


El resto de la comitiva, esto es, los condenados a penas menores, iban detrás, encabezados por cuatro lanceros a caballo, anunciando a las comunidades religiosas de la villa y al grupo de cantores, que avanzaba calle arriba entonando a media voz el himno “Vexilla regis”, propio de las solemnidades de Semana Santa.


Aferrado a los brazos de sus acompañantes, Cipriano Salcedo se movía casi a ciegas y, aunque paulatinamente iba insinuándose el día, únicamente veía cuando alzaba la cabeza y sus pupilas enfocaban el objetivo en línea recta. De esta guisa divisó las dos densas murallas humanas que les abrían calle, de ordinario afligidas y silenciosas, aunque nunca faltaba la voz desgarrada de algún mozalbete, que aprovechaba la impunidad de la masa para insultarlos.


Al abandonar la calle Orates, la procesión de los reos hubo de detenerse para ceder el paso al séquito real que subía por la Corredera. La guardia a caballo, con pífanos y tambores, abría marcha y tras ella el Consejo de Castilla y los altos dignatarios de la Corte con las damas ricamente ataviadas pero de riguroso luto, escoltados por dos docenas de maceros y cuatro reyes de armas con dalmáticas de terciopelo. Acto seguido, precediendo al Rey -grave, con capa y botonadura de diamantes- y a los Príncipes, acogidos con aplausos por la multitud, apareció el conde de Oropesa a caballo, con la espada desnuda en la mano. Cerraban el desfile, encabezados por el marqués de Astorga, un nutrido grupo de nobles, los arzobispos de Sevilla y Santiago y el obispo de Ciudad Rodrigo, domeñador de los conquistadores del Perú.


Cipriano, en primera fila, veía desfilar tanta grandeza buscando el ángulo de visión más apropiado, la boca sonriente, sin rencor, como un niño ante una parada militar. Al cabo, la procesión de penitentes reanudó la marcha y entró en la plaza entre dos vallas de altos maderos. La multitud impaciente, que se apretujaba en ella, prorrumpió en voces y gritos destemplados.


Los reos, caminando cansinamente, agobiados, arrastrando los pies, componían una comitiva lastimosa y estrafalaria, los sambenitos torcidos, las corozas ladeadas, siempre a punto de caer. Cipriano tendió la mirada sobre la plaza moviendo también la cabeza para no perder el eje de visión y comprobó que los informes de Dato se habían quedado cortos. La mitad de la plaza se había convertido en un enorme tablado, con graderíos y palcos, recostado en el convento de San Francisco y dando cara al Consistorio adornado con enseñas, doseles y brocados de oro y plata. La otra mitad y las bocacalles adyacentes se veían abarrotadas por un público soliviantado y chillón que coreó con silbidos el desfile de los reos ante el Rey. Frente a los palcos, en la parte baja de los graderíos, se levantaban tres púlpitos, uno para los relatores que leerían las sentencias, el segundo para los penitentes destinatarios, y un tercero para el obispo Melchor Cano que pronunciaría el sermón y cerraría el auto. En un tabladillo, a nivel algo inferior al de los púlpitos, con cuatro bancas en grada, fueron aposentándose los reos en el mismo orden que traían en la procesión, de forma que don Carlos de Seso quedó a la derecha de Cipriano, y Juan García, el joyero, a su izquierda. Transido, angustiado, tenso, Cipriano Salcedo esperaba la llegada de los reos absueltos, miraba obsesivamente las escaleras de acceso al entablado, hasta que vio aparecer a doña Ana Enríquez de la mano del duque de Gandía. Envuelta en parda saya, se movía con la misma gracia natural que en los jardines de La Confluencia. La cárcel no parecía haberla marcado, tal vez había ahilado un poco su figura, subrayado su esbeltez, pero sin mancillar la frescura y esplendor de su rostro.


Subía los peldaños con arrogancia y, al desfilar ante la primera banca de los reos, los miró uno a uno con ansiedad y sus ojos se detuvieron un momento, incrédulos, en los de Cipriano. Pareció dudar, miró al resto de los ocupantes del banco y volvió a él, inmóvil, la pequeña cabeza levantada, los ojos entrecerrados, medio ciegos. Luego siguió adelante y subió hasta la cuarta grada de la tribuna, dejando a Cipriano en la duda de si habría sido reconocido.


La luz cegadora, brutal, que se iba adueñando de la plaza, lastimaba aún más sus ojos. Tras la contemplación de Ana Enríquez, los cerró largo rato para protegerlos.


Un apagado rumor de conversaciones llegaba a sus oídos mientras el obispo de Palencia, Melchor Cano, desgranaba el sermón sobre los falsos profetas y la unidad de la Iglesia. Y, cuando Cipriano volvió a abrirlos, le sobrecogió de nuevo la gran masa que tenía ante sí, una inmensa muchedumbre, tan prieta y enardecida, que había inmovilizado contra las talanqueras dos lujosos coches ocupados por gente de alcurnia.


Durante el sermón el público había guardado silencio aunque la voz un poco rota y fatigada del orador no pareciera llegar hasta ellos, pero, poco después, cuando uno de los relatores tomó juramento al Rey, a los nobles y al pueblo y todos ellos prometieron defender al Santo Oficio y a sus representantes, aun a costa de la vida, un estruendoso vocerío coreó el “amén” final. Luego, retornó el silencio, una vez que el relator hizo comparecer al primer condenado, el doctor Cazalla, que, ayudado de cerca por los auxiliares, a duras penas pudo alcanzar el pulpitillo. Su postración, la palidez de su rostro, las mejillas sumidas, la extrema delgadez de su figura, parecieron predisponer al público en su favor. Cipriano le miraba como a un ser ajeno, desconocido, y, cuando el relator enumeró sus cargos y anunció con voz estentórea la sentencia de muerte en garrote antes de ser arrojado a las llamas, el Doctor rompió a llorar, miró hacia el palco del Rey pretendiendo hablar, pero, inmediatamente, fue rodeado de guardas y alguaciles que se lo impidieron. Ortega y Vergara, los dos relatores, empezaron entonces a leer, alternativamente, las sentencias, en tanto los condenados, por su propio pie o ayudados por los familiares, se relevaban desordenadamente en el púlpito para escucharlas. Era una ceremonia que, aunque escalofriante y atroz, iba degenerando en una tediosa rutina, apenas quebrada por los abucheos o aplausos con que el pueblo despedía a los reos condenados a muerte al reintegrarse al tabladillo:


“Beatriz Cazalla”: confiscación de bienes, muerte en garrote y dada a la hoguera.


”Juan Cazalla”: confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos, con obligación de comulgar las tres Pascuas del año.


”Constanza Cazalla”: confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos.


”Alonso Pérez”: degradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.


”Francisco Cazalla”: degradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.


”Juan Sánchez”: muerte en la hoguera.


”Cristóbal de Padilla”:


confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.


”Isabel de Castilla”: sambenito y cárcel perpetuos y confiscación de bienes.


”Pedro Cazalla”: degradación, confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.


”Ana Enríquez”:


Antes de que la muchacha subiera al púlpito se produjo una vacilación en el relator y un silencio expectante en la muchedumbre. Temiendo un almadiamiento, o simplemente buscando un apoyo a su soledad, había subido la escalera de la mano del duque de Gandía, pero, en contra de lo esperado, una vez arriba se encaró al relator con resolución y mirada retadora. Impávida oyó a Juan Ortega repetir su nombre y la pena simbólica a que era condenada:


Ana Enríquez: saldrá al cadalso con sambenito y vela, ayunará tres días con tres noches, regresará con hábito a la cárcel y, una vez allí, quedará libre.


Una rechifla general subió de la plaza, bajó de los tejados y balcones, se alzó de los graderíos.


El pueblo no podía perdonar la insignificancia de la pena, los aires de superioridad de la penitente, su rango, belleza y suficiencia. Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, los ojos encarnizados, la miraba tembloroso. Le irritaba la reacción de la masa pero no menos la solicitud del duque de Gandía, su aire protector, su proximidad. La vio descender del púlpito con fingida altivez, su mano derecha en la izquierda del de Denia, recogiéndose el halda, aparentemente ajena al abucheo del pueblo. El relator Vergara se apresuró a convocar a un nuevo condenado intentando acallar las protestas de la multitud, que, al observar ahora la mordaza de Herrezuelo, sus manos atadas a la espalda, su indefensión, tornó a un silencio expectante:


“Antonio Herrezuelo” -voceó el relator-: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.


”Juan García”: confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.


”Francisca de Zúñiga”: sambenito y cárcel perpetuos.


”Cipriano Salcedo”:


La rápida sucesión de condenados en el pulpitillo se interrumpió de pronto. Cipriano, la cabeza erguida, el latido en el párpado, fue ayudado a incorporarse por un familiar de la Inquisición. A pesar de que éste le ofrecía su brazo, no acertaba a echar el paso.


Las piernas entumecidas no le pesaban pero tampoco le obedecían.


Una pausa tensa se abrió en la plaza. Ante el agarrotamiento del reo, el familiar miró al alguacil y un segundo familiar se adelantó hasta ellos. Pasivo, ligero de peso, Cipriano Salcedo se dejó alzar del suelo y, en volandas, fue trasladado al púlpito y allí quedó, con la coroza torcida, grotesco e inane, entre los dos familiares tocados con sus bombines de alta copa. Un sol despiadado hería los ojos del penitente que los cerró, apretando visiblemente los párpados. Se bamboleaba, era un hombre destruido y el rumor compasivo de la multitud iba en aumento. El relator encampanó la voz para repetir su nombre:


“Cipriano Salcedo” -dijo-:


confiscación de bienes y muerte en la hoguera.


El rumor de la muchedumbre era ahora creciente y racheado como el bramido del mar. El condenado no parecía afectado por la sentencia.


Daba la impresión de que, aun indultado, ya no sería capaz de volver a la vida. Permaneció inmóvil, los párpados cerrados, apoyado en el brazo de un familiar, desdibujado y nimio. De nuevo se incorporó el segundo familiar y, entre ambos, le izaron sobre la barandilla de la escalera y le transportaron en un vuelo a su lugar en el tablado.


Sus párpados seguían cerrados pero sus ojos cobardes estaban llenos de lágrimas. Se sentía confundido, degradado. Dame ya la muerte, Señor, suplicó. Pero su humillación activó la curiosidad morbosa del pueblo. Eran estos incidentes los que animaban la fiesta y, en realidad, no habían hecho más que empezar. Cipriano oyó llamar a fray Domingo de Rojas y envidió su fuerza, su entereza física. Dijo el relator:


“Fray Domingo de Rojas”:


degradación y muerte en la hoguera.


El público rebullía inquieto y expectante. Paso a paso el auto había entrado en la fase dramática que esperaba. Todavía llamaron los relatores a “Eufrosina Ríos”, condenada a muerte en garrote y a “Catalina de Castilla”, a sambenito y cárcel perpetuos, antes de que le llegara el turno a don Carlos de Seso. El corregidor de Toro, con su voluntad indomable, subió las escaleras del púlpito por sí mismo, laboriosamente a causa de la flaqueza de sus piernas, pero erguido y noble:


“Carlos de Seso” -dijo el relator Vergara-: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.


Don Carlos hizo un ademán de aceptación con una reverencia deferente y simuló retirarse en compañía del familiar, pero, una vez a la altura del palco real, se detuvo, se encaró con el Rey, hizo otra pequeña venia y dijo con una punta de ironía:


– ¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida de vuestro súbdito?


A lo que Su Majestad replicó pronto frunciendo el ceño:


– Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para quemarlo.


Más por sus modales que por sus palabras, que no alcanzaron los oídos de la mayoría, el pueblo, que despreciaba la dignidad, abucheó al preso, le afrentó, en tanto los inquisidores, poco amigos de apostillas y comentarios, le retiraban y reforzaban la guardia de alabarderos ante el palco real para impedir otros excesos. Los relatores continuaban desgranando nombres y penas, pero el pueblo, que ya había cogido gusto a los números fuera de programa, dejó de prestar atención, aplanado por el tedio y la ardentía.


Seguidamente, con un sol cada vez más vivo desplomándose sobre la plaza, el obispo de Palencia procedió a degradar a los clérigos condenados, lo que de nuevo despertó expectación en la masa. Ante el palco de Su Majestad, el obispo, revestido de sobrepelliz, estola y capa pluvial, y tocado de mitra blanca, se aproximó a los cinco reos arrodillados, cubiertos de casullas de terciopelo negro, con cálices y patenas en las manos como si fueran a decir misa, y, uno a uno, los fue despojando de ellos, sustituyendo sus ornamentos por sambenitos de llamas y diablos, mientras decía:


– Por la potestad que me da la Santa Iglesia, borro los signos de tu condición sacerdotal que has deshonrado con el delito de herejía.


Luego procedió a raerles la boca, los dedos y las palmas de las manos con un paño húmedo y ordenó al barbero que les afeitara la cabeza para colocar sobre ellas las corozas. De rodillas como estaba, pálido, flaco y desaseado, con el capirote por sombrero, el doctor Cazalla, sacando fuerzas de flaqueza, gritó de pronto por tres veces:


– ¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, bendito sea Dios! -Y como un alguacil se le acercara y le empujara hacia el tabladillo, el Doctor, llorando y moqueando, continuó gritando:


– ¡Óiganme los cielos y los hombres, alégrese Nuestro Señor y todos sean testigos de que yo, pecador arrepentido, vuelvo a Dios y prometo morir en su fe, ya que me ha hecho la merced de mostrarme el camino verdadero!


Las palabras y lágrimas del Doctor produjeron en el auditorio dos reacciones distintas: los más sensibles sollozaban con él, mientras que los más duros, de pie en las gradas, encolerizados, le insultaban llamándole leproso, y alumbrado. Cuando la reacción amainó, el obispo de Palencia se encaramó de nuevo en el púlpito desde donde había predicado y dijo que, leídas las ejecutorias, degradados los curas sectarios, daba el auto por concluido, siendo las cuatro de la tarde del día 21 de mayo de 1559. Los reos sentenciados a prisión -añadió- serán conducidos en procesión a las cárceles Real y del Santo Oficio para cumplir sus condenas, en tanto los restantes se desplazarán en borriquillos al quemadero, erigido tras la Puerta del Campo, para ser ejecutados.


El pueblo fue abandonando las gradas alborotadamente, los rostros congestionados y sudorosos, comentando a gritos las incidencias del auto, cabizbajas las mujeres, los ojos enrojecidos, los hombres, con pañuelo al cuello, la bota en alto, bebiendo según el rito de las eras.


En el momento de mayor confusión se produjo un altercado en la tribuna de reos, que congregó en torno a numerosos espectadores. El bachiller Herrezuelo, liberado ya de su mordaza, se volvió hacia las gradas superiores, donde se hallaba su esposa, Leonor de Cisneros, con el sambenito de reconciliada, y la increpó con palabras gruesas, llamándola felona, puta e hija de puta, y como nadie reaccionara, subió de tres trancos las gradas que les separaban y la abofeteó por dos veces. Guardas, familiares y alguaciles se interpusieron, al fin, le redujeron, le echaron otra vez la mordaza, en tanto el Doctor Cazalla, ganado de nuevo por la fiebre oratoria, le llamaba a la razón, que reflexionase y le escuchara pues más letras que vos he estudiado -le dijo- y engañado estuve en el mismo error. En estos términos prosiguió aleccionando al irritado bachiller, con voz henchida, que imposible parecía que saliera con tanta fuerza de un cuerpo tan lábil, hasta que Herrezuelo, que aún no había sido maniatado, se arrancó nuevamente la mordaza y le replicó con acento de burla entre el entusiasmo del auditorio:


– Doctor, Doctor, para ahora quisiera yo el ánimo que mostrasteis en otras ocasiones.


Amordazado y esposado el bachiller, los penitentes, divididos en dos grupos, se separaron al pie del tablado, los indultados, formados y flanqueados por familiares de la Inquisición, iniciaron el camino de regreso a la cárcel, entre las vallas, con sambenitos aspados y velas verdes encendidas, mientras los condenados a muerte, con cordeles infamantes al cuello, en señal de menosprecio, iban encaramándose, uno a uno, en borricos preparados al efecto, desde el último descansillo de la escalera para dirigirse al cadalso, por el angosto camino que abrían los soldados entre la multitud, colocando horizontalmente sus alabardas. El primero en subir al asno fue el Doctor, detrás fray Domingo de Rojas y cuando Cipriano Salcedo se disponía a hacerlo divisó a su tío Ignacio enlutado, nervioso, departiendo con familiares y alguaciles al pie de la escalera. Cipriano vaciló al verle tan próximo. Con la cabeza alta, sonriente, quiso darle la paz pero su tío se dirigió al familiar que conducía la borriquilla sin reparar en él, le apartó de la procesión y colocó en su lugar a una mujer de cierta edad, con gracioso tocadillo alemán en la cabeza, sencilla y fina de cuerpo, de agraciado rostro. La mujer se aproximó a Salcedo con los ojos llenos de lágrimas y le acarició la barbada mejilla con ternura:


– Niño mío -dijo-. ¿Qué han hecho contigo?


Cipriano alzó la cabeza, buscó el eje visual y, a pesar del tiempo transcurrido, la reconoció enseguida. No pudo hablar pero trató de cogerle una mano, de mostrarle de alguna manera su cariño, pero una oleada de la multitud los separó.


Dos forzudos auxiliares le subieron a lomos de un borriquillo roano mientras el Doctor y fray Domingo iniciaban la marcha por el angosto pasillo entre los soldados. Un guardia palmeó la grupa del borrico que conducía a Cipriano y éste apretó las rodillas contra su montura, vacilante, y desde su posición preeminente miró con ternura a la dulce figura que le precedía.


Dócilmente, Minervina tiraba del ronzal y lloraba en silencio, tratando de alcanzar a los asnos de fray Domingo y el Doctor. La plaza hervía, era un mar descontrolado. A ambos lados de Cipriano se extendía la multitud, fluctuante e indecisa, hombres acalorados discutiendo con otros que les obstaculizaban el paso, mujeres compasivas y llorosas, niños traveseando entre los puestos de golosinas que se alzaban aquí y allá. El bochorno era tan húmedo, tan agobiante el vaho que despedía la plaza, que hombres y mujeres acalorados, con las axilas húmedas, se despojaban de sus ropas de fiesta, se quedaban en jubón o en camisa incapaces de soportar el sol de la tarde.


Cipriano, mecido por el vaivén del borrico, no sentía el calor.


Viendo a Minervina tirando del ronzal se sentía inusitadamente tranquilo, protegido, como cuando niño. Avanzaba tan gentil y confiada que nadie pensaría que le llevaba al encuentro con la muerte.


Entre los conductores era la única mujer y, a pesar de su edad, era tal la gracia de su figura que rústicos medio bebidos, llegados a la villa para la fiesta, la requebraban, la acosaban con frases soeces.


Pero “la procesión de las borriquillas”, aunque lentamente, discurría sin pausa entre la muchedumbre. Veintiocho asnillos en fila, montados por otros tantos seres estrambóticos, con sambenitos de diablos al pecho y corozas en la cabeza, componían una comitiva grotesca que desfilaba por el estrecho pasillo que abrían los alabarderos.


Pero una vez que Cipriano alcanzó a fray Domingo, entró en la onda de las prédicas del Doctor, que iba delante, de sus voces de arrepentimiento, de sus apelaciones a la compasión. Cipriano miraba su figura vencida y cargada de espaldas, la coroza ladeada, balanceándose en lo alto del pollino y se preguntaba qué tenía en común aquel hombre con aquel otro que pocos meses antes le instruía enfervorizado con motivo de su viaje a Alemania. Oía sus exhortos y súplicas con desconfianza, seco, sin emoción:


– Entended y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible sino visible -decía-. Y ésta es la Iglesia Católica, Romana y Universal. Cristo la fundó con su sangre y pasión y su vicario no es otro que el Sumo Pontífice. Y tened por seguro que aunque en aquella Roma se registraron todos los pecados y abominaciones del mundo, residiendo en ella el Vicario de Cristo, allí estaba el Espíritu Santo.


Le llamaban hereje, pelele, viejo loco, mas él lloraba y, en ocasiones, sonreía al referirse a su destino como a una liberación.


Las mujeres se santiguaban e hipaban y sollozaban con él, pero algunos hombres le escupían y comentaban: ahora tiene miedo, se ha ensuciado los calzones el muy cabrón.


Unos pasos más atrás, Cipriano iba recogiendo los insultos e improperios que las palabras del Doctor despertaban en el pueblo.


De esta manera entraron en la calle de Santiago, donde la masa de gente era más densa aún, casi impenetrable, y los borricos avanzaban al paso, entre los alabarderos.


Grupos de mujeres endomingadas, con vistosos atavíos, se asomaban a las ventanas y balcones para ver pasar la procesión y comentaban los incidentes a voz en grito, de lado a lado de la calle. Los chiquillos lo invadían todo, retozaban, dificultaban la ya difícil circulación, aturdían soplando sus silbatos o los pitos huecos de los albaricoques. Y, en medio de aquella barahúnda, todavía llegaban a oídos de Cipriano frases truncadas del Doctor, palabras sueltas de su interminable soliloquio. Pero su atención, sin apenas advertirlo, iba en otra dirección, su débil cerebro se desplazaba hacia Minervina, hacia su airosa figura, decidida, la soga del ronzal en su mano derecha, abriéndose paso entre la multitud. Se recreaba en su gentileza y, al contemplarla, sus ojos cegatosos se llenaban de agua. Sin duda era Minervina la única persona que le quiso en vida, la única que él había querido, cumpliendo el mandato divino de amaos los unos a los otros. Cerró los ojos acunado por el bamboleo del borrico y evocó los momentos cruciales de su convivencia con ella: su calor ante la helada mirada del padre, sus paseos por el Espolón, la galera de Santovenia, la ternura con que velaba sus sueños, su espontánea entrega a su regreso, en la casa de sus tíos.


Al ser despedida, Mina desapareció de su vida, se esfumó. De nada valieron sus pesquisas para encontrarla. Y ahora, veinte años después, ella reaparecía misteriosamente para acompañarle en los últimos instantes como un ángel tutelar. ¿Sería Mina, en realidad, la única persona que había amado?


Pensó en Ana Enríquez, un proyecto apenas esbozado; su tío Ignacio, esclavo de las convenciones; su gran fracaso con Teo, el ejército de sombras que había cruzado por su vida y que fue desvaneciéndose conforme él creyó haber encontrado la fraternidad de la secta.


Pero ¿qué había quedado de aquella soñada hermandad? ¿Existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo? ¿Quién de entre tantos había seguido siendo su hermano en el momento de la tribulación? No, desde luego, el Doctor, ni Pedro Cazalla, ni Beatriz. ¿Quién?


¿Acaso don Carlos de Seso pese a sus contradicciones? ¿Por qué no Juan Sánchez, el más oscuro, humilde y deteriorado de los hermanos? La idea del perjurio y la fácil delación continuaba atormentándole. Una vida sin calor la mía, se dijo. Por sorprendente que pudiera parecer, la mortecina actividad de su cerebro evitaba la idea de la muerte para detenerse a reflexionar en el tremendo misterio de la limitación humana. Al aceptar el beneficio de Cristo no fue vanidoso ni soberbio, pero tampoco quería serlo a la hora de perseverar. Debería perseverar o volver a la fe de sus mayores, una de dos, pero, en cualquier caso, en la certidumbre de hallarse en la verdad.


Mas ¿dónde encontrar esa certidumbre? Mentalmente pedía a Nuestro Señor una pequeña ayuda: una palabra, un gesto, un ademán. Pero Nuestro Señor permanecía en silencio y, al mostrarse mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia del hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? Él sintió el soplo divino leyendo “El beneficio de Cristo” pero, con el tiempo, todo, empezando por las palabras de los Cazalla, se había venido abajo.


Entonces ¿no valía nada de lo andado? Oh, Señor -se dijo acongojado-, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio de Dios, la taxativa limitación de su cerebro, la terrible necesidad de tener que decidir por sí mismo, solo, la vital cuestión.


Los tumbos del asnillo en aquel mar ondulante le adormecían. Cuando abrió los ojos observó que docenas de sotanas revoloteaban como moscas alrededor de fray Domingo de Rojas, emparejaban su paso al de la borriquilla, se dirigían a él a voces, sorteando las picas de los alabarderos. También ellos trataban de arrancarle una palabra, tal vez sólo un gesto, le acosaban.


Pero ¿qué les movía en realidad?


¿La salvación de su alma o el prestigio de la orden dominicana?


¿Por qué esta alborotada compañía en contraste con la desolación del resto de los condenados? El dominico se mostraba íntegro, no, no, reiteraba la negativa y sus acompañantes, mezclados con los espectadores, se comunicaban la mala nueva: ha dicho que no, sigue pertinaz, pero hay que salvarlo. Y reanudaban sus acechanzas y uno se arrimó hasta tocarle y le instó a morir en la misma fe que “nuestro” glorioso Santo Tomás, pero fray Domingo mostraba una formidable entereza, no, no, repetía, hasta que fray Antonio de Carreras, que había pasado la noche a su lado, le había confesado y le había aupado para montar en el jumento, ahuyentó los moscones, se colocó a su lado y fue protegiéndole, conversando con él hasta el quemadero.


Fuera ya de la Puerta del Campo, la concurrencia era aún mayor pero la extensión del campo abierto permitía una circulación más fluida. Entremezclados con el pueblo se veían carruajes lujosos, mulas enjaezadas portando matrimonios artesanos y hasta una dama oronda, con sombrero de plumas y rebocinos de oro, que arreaba a su borrico para mantenerse a la altura de los reos y poder insultarlos.


Mas a medida que éstos iban llegando al Campo crecían la expectación y el alboroto. El gran broche final de la fiesta se aproximaba.


Damas y mujeres del pueblo, hombres con niños de pocos años al hombro, cabalgaduras y hasta carruajes tomaban posiciones, se desplazaban de palo a palo, preguntando quién era su titular, entretenían los minutos de espera en las casetas de baratijas, “el tiro al pimpampum” o “la pesca del barbo”.


Otros se habían estacionado hacía rato ante los postes y defendían sus puestos con uñas y dientes. En cualquier caso el humo de freír churros y buñuelos se difundía por el quemadero mientras los asnos iban llegando. El último número estaba a punto de comenzar: la quema de los herejes, sus contorsiones y visajes entre las llamas, sus alaridos al sentir el fuego sobre la piel, las patéticas expresiones de sus rostros en los que ya se entreveía el rastro del infierno.


Desde lo alto del borrico, Cipriano divisó las hileras de palos, las cargas de leña, a la vera, las escalerillas, las argollas para amarrar a los reos, las nerviosas idas y venidas de guardas y verdugos al pie. La multitud apiñada prorrumpió en gran vocerío al ver llegar los primeros borriquillos.


Y al oír sus gritos, los que entretenían la espera a alguna distancia echaron a correr desalados hacia los postes más próximos. Uno a uno, los asnillos con los reos se iban dispersando, buscando su sitio. Cipriano divisó inopinadamente a su lado el de Pedro Cazalla, que cabalgaba amordazado, descompuesto por unas bascas tan aparatosas que los alguaciles se apresuraron a bajarle del pollino para darle agua de un botijo. Había que recuperarlo. Por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto. Luego, alzó la cabeza y volvió la vista enloquecida hacia el quemadero. Los palos se levantaban cada veinte varas, los más próximos al barrio de Curtidores para los reconciliados, y, los del otro extremo, para ellos, para los quemados vivos, por un orden previamente establecido:


Carlos de Seso, Juan Sánchez, Cipriano Salcedo, fray Domingo de Rojas y Antonio Herrezuelo.


El de don Carlos era contiguo al del Doctor, que sería agarrotado previamente, y, antes de que el verdugo lo ejecutara, intentó hablar de nuevo al pueblo, pero el gentío, que adivinó su intención, prorrumpió en gritos y silbidos.


Les enojaban los arrepentimientos tardíos, que dilataban o escamoteaban lo más atractivo del espectáculo. En tanto al Doctor le ajustaban al cuello el tornillo del garrote, dos guardas desmontaron del borrico a Cipriano Salcedo y, una vez en el suelo, le sostuvieron por los brazos para evitar que cayera.


No podía tenerse en pie, pero vio a Minervina tan próxima que le dijo en un susurro: ¿Dónde te metiste, Mina, que no pude encontrarte?. Mas ya le habían cogido a peso dos guardas y le llevaban en volandas hasta el palo, donde le ataron. A su lado, en el de fray Domingo, proseguía el revuelo de sotanas, curas que subían y bajaban la escala, que se hablaban entre sí o corrían buscando clérigos más representativos para auxiliarle.


Entonces volvió a comparecer el padre Tablares, jesuita, que subió atropelladamente la escalera y tuvo un largo rato de plática con el penitente. El ajetreo de la muchedumbre no permitía oír sus voces, pero algo importante debió de decirle porque fray Domingo se ablandó, y el padre Tablares, desde lo alto de la escalerilla, encareció a voces a los curas que se encontraban al pie que buscaran sin demora al escribano, quien, al cabo de unos minutos, se presentó montado en una mula negra. Era hombre de media edad y barba corta, que familiarizado con su oficio, extrajo un papel blanco de la escribanía, mientras un fraile muy joven le sostenía el tintero. Fray Domingo miraba a un lado y otro como desorientado, ausente, pero cuando el padre Tablares le habló de nuevo al oído, él asintió y proclamó, con voz llena y bien timbrada, que creía en Cristo y la Iglesia y detestaba públicamente todos sus errores pasados. Los curas y frailecillos acogieron su declaración con gritos y muestras de entusiasmo y se decían unos a otros: ya no es pertinaz, se ha salvado, en tanto el escribano, firme al pie del palo, levantaba acta de todo ello y la multitud enfurecida protestaba de la intervención de aquéllos.


Cipriano, atado a la argolla del palo, los ojos cobardes posados en Minervina, sentía el empuje de la muchedumbre, la actividad de verdugos y alguaciles, sus evoluciones, sus voces. ¿Dónde estaba el suyo, su verdugo? ¿Por qué no comparecía? Le sobrecogió el alarido de la multitud, el golpe sordo del cuerpo agarrotado de fray Domingo al caer sin vida a su lado, la rápida acción del gigantesco verdugo empujándole a las llamas, el chisporroteo inicial. El gentío, defraudado al ver quemar un cuerpo sin vida, trataba ahora de desplazarse a la izquierda, frente a los cuatro reos que esperaban aún la ejecución, pero los ya instalados, al darse cuenta de sus pretensiones, forcejeaban con ellos y armaban pequeñas algaradas. El verdugo, ajeno a sus problemas, acababa de prender la hoguera de Juan Sánchez que ardía furiosamente y desprendía un acre hedor a carne quemada. Mas las llamas consumieron antes sus ligaduras que su cuerpo y Juan Sánchez, al sentirse libre, se agarró al palo y trepó por él, con agilidad de mono, gritando a voz en cuello y pidiendo misericordia. La muchedumbre aplaudía y reía ante su actitud simiesca. Juan Sánchez tenía achicharrado el costado izquierdo, la piel arrugada y gris, y, agarrado al extremo del palo, escuchaba las exhortaciones de un dominico, que por un momento le hicieron vacilar, mas, al volver la cabeza y reparar en la gallardía con que don Carlos de Seso aceptaba el suplicio, se dejaba quemar sin un gesto de protesta, dio un gran salto y se arrojó de nuevo a las llamas donde murió, dando brincos hasta que perdió el conocimiento.


La multitud apostada ante los palos rugía de entusiasmo. Los niños y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el alcohol, reían de las batudas y torsiones de Juan Sánchez, le llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores sus gestos y piruetas. Asimismo despertaron la hilaridad y las lágrimas de los presentes los contoneos y muecas del bachiller Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna, estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó de su garganta una vez que el fuego devoró su mordaza y liberó su boca. Muchas mujeres cerraban los ojos horrorizadas, otras rezaban, las manos juntas, la mirada recogida, pero algunos hombres seguían voceando e insultándole. Cipriano apenas tenía una vaga idea de que había visto morir a Seso, a Juan Sánchez y al bachiller a su lado. Las llamas habían dado rápida cuenta de sus vidas y el pesado hedor de carne quemada se asentaba sobre el campo. Divisó al verdugo encaminándose al palo, la tea humeante en su mano derecha, y, entonces, volvió a cerrar sus ojos encarnizados y a encarecer de Nuestro Señor una señal. Un cura corría ahora hacia el verdugo, la sotana arremangada, suplicándole con violentos ademanes que demorara la ejecución. Era el padre Tablares. Llegó a la escala jadeando, se llevó una mano al pecho y se detuvo en el primer peldaño. Al cabo, subió de un tirón y juntó su rostro compasivo al del falleciente Salcedo. Jadeaba. Todavía aguardó unos minutos para hablar:


– Hermano Cipriano, aún es tiempo -dijo al fin-. Reducíos y afirmad vuestra fe en la Iglesia.


Los hombres silbaban. Cipriano entreabrió sus párpados hinchados y esbozó una tímida sonrisa.


Tenía la boca seca y la mente borrosa. Levantó la cabeza y miró a lo alto:


– C… creo -dijo- en la Santa Iglesia de Cristo y de los Apóstoles.


El padre Tablares aproximó los labios a su mejilla y le dio la paz en el rostro:


– Hermano -suplicó-, decid Romana, solamente eso, os lo pido por la bendita Pasión de Nuestro Señor.


La gente se impacientaba. Sonaban silbidos e imprecaciones.


Cipriano, con la nuca apoyada en el palo, miraba reconocido al padre Tablares. Por nada del mundo quería pecar de engreimiento. El verdugo les miraba impaciente, la tea en la mano derecha, mientras el escribano, pluma en ristre, esperaba al pie del palo la confesión del reo. Cipriano volvió a cerrar los ojos, a pedir una seña a Nuestro Señor. Sintió el latido doloroso en el párpado y murmuró humildemente, como excusándose por su obstinación:


– Si la Romana es la Apostólica, creo en ella con toda mi alma, padre -musitó.


La cólera del pueblo exigiendo la hoguera, la buena disposición del verdugo para complacerle, apremiaban al padre Tablares que, en un impulso paternal, levantó la mano derecha y acarició la mejilla del reo:


– Hijo, hijo, ¿por qué has de poner condiciones en esta hora? -dijo.


La angustia crecía en el pecho de Cipriano. Buscó una nueva fórmula que no le traicionara, que expresara sus sentimientos y, al propio tiempo, diera satisfacción al jesuita; unas tiernas palabras ambiguas:


– Creo en Nuestro Señor Jesucristo y en la Iglesia que lo representa -dijo con un hilo de voz.


El padre Tablares bajó la cabeza desalentado. No había más tiempo. Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban, alzaban los brazos. Los silbatos de los niños aturdían. El humo hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos tranquilamente junto a Minervina. El padre Tablares, consciente de su fracaso, descendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente. Entonces hizo la seña, un leve ademán con la mano derecha señalando la carga de leña, sobre el burrajo.


El verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció de pronto como una amapola, despabiló, humeó, rodeó a Cipriano rugiendo, lo desbordó. La multitud prorrumpió en gritos de júbilo cuando se produjo la deflagración y enormes llamas envolvieron al reo. Señor, acógeme -murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le arrancaran la piel a tiras, en las caras internas de los muslos, en todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas de los dedos.


Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo, resignadamente. El pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el fondo decepcionado, había enmudecido. Entonces rompió el silencio el desgarrado sollozo de Minervina. La cabeza de Cipriano había caído de lado y las puntas de las llamas se cebaban en sus ojos enfermos.

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