El príncipe Jasim bin Hamid al Rais frunció el ceño cuando su ayudante le dijo que la esposa de su hermano estaba esperando para hablar con él.
– Tendrías que habérmelo dicho antes. Mi familia siempre tiene prioridad -lo amonestó.
Jasim era conocido en los círculos empresariales por ser un hombre de negocios astuto y rápido que representaba a las mil maravillas los intereses del imperio Rais. Sus empleados lo respetaban profundamente a pesar de que era un jefe duro que ponía objetivos muy altos y no quería más que resultados excelentes.
Se trataba de un hombre alto, fuerte, de treinta y pocos años y belleza singular que las mujeres sabían apreciar bien.
Su cuñada Yaminah, que era francesa de nacimiento, era una mujer menuda de pelo castaño y expresión facial seria. Jasim se dio cuenta de que estaba alterada, así que la saludó con afecto. Para hablar con ella estaba haciendo esperar a un ministro, pero estaba tan acostumbrado a hacer ver que todo iba bien, que estaba seguro de que Yaminah no se daría cuenta.
– ¿Estáis bien en Woodrow Court? -le preguntó refiriéndose a la casa de campo de su propiedad que su hermano mayor, el príncipe heredero Murad, y su familia estaban utilizando en aquellos momentos mientras les terminaban la suya.
– Oh, sí, es un lugar maravilloso y nos tratan estupendamente, pero no era nuestra intención echarte de tu propia casa -contestó Yaminah-. ¿Por qué no vienes este fin de semana a vernos?
– Iré encantado, pero ten presente que no me habéis echado en absoluto. Estoy muy a gusto en mi piso de la ciudad -contestó Jasim-. Creo que no has venido a verme para hablar de esto, ¿verdad? Te noto preocupada.
Yaminah apretó los labios y se le saltaron las lágrimas. Se apresuró a disculparse y a sacar un pañuelo de tela del bolso para enjugárselas
– No quiero molestarte, pero…
– Nunca me has molestado -la tranquilizó Jasim sentándose frente a ella y tomándola de las manos-. ¿Qué ocurre?
Yaminah tomó aire profundamente y lo soltó lentamente.
– Es por… es por la niñera -contestó.
– Si la niñera que ha contratado mi personal de servicio no te gusta, despídela -la autorizó Jasim con firmeza.
– Ojalá fuera tan sencillo… -suspiró Yaminah-. Es una niñera muy buena y Zahrah la adora. Me temo que el problema es… Murad.
Jasim tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dar un respingo. Su hermano era un ligón empedernido y no sería la primera vez que sus dotes seductoras causaban problemas. Aquella debilidad no era una buena cualidad para el futuro monarca de un pequeño país petrolero y conservador como Quaram.
Esperaba que no hubiera caído tan bajo como para intentar seducir a un miembro del servicio.
– No puedo despedirla. No quiero que Murad se enfade. Creo que, de momento, no es más que un flirteo sin importancia, pero es una chica muy guapa, Jasim. Además, si se va de casa y se le ocurre hablar, todo el mundo se enteraría y tu hermano no se puede permitir otro escándalo.
– Tienes razón. A mi padre se le está terminando la paciencia.
Por no decir que, tal vez, su delicado corazón no pudiera soportar otro escándalo de su primogénito.
¿Cuándo iba a aprender su hermano a tener un poco de sentido común y a anteponer su familia a sus deseos? Murad no parecía dispuesto a dejar de seducir a mujeres jóvenes y guapas ni aun estando casado y siendo padre.
Esa vez, Jasim se sentía responsable en alguna medida, pues había sido su personal de servicio quien había contratado a la niñera. ¿Cómo no se le había ocurrido decirles que no contrataran a mujeres jóvenes y guapas?
– ¡Ayúdame, Jasim, por favor! -le rogó Yaminah con ojos implorantes.
– No creo que Murad quiera escucharme.
– No, pero puedes ayudarme de todas maneras -insistió Yaminah.
Jasim frunció el ceño. Su cuñada sobreestimaba la influencia que tenía sobre su hermano mayor. Murad llevaba cincuenta años siendo el heredero al trono de Quaram y sabía de su importancia. A pesar de que lo quería mucho, tenía que reconocer que a su hermano le gustaba salirse con la suya y hacer siempre lo que le viniera en gana… aunque eso significara pisar a otros.
– ¿Cómo?
Yaminah se mordió el labio inferior.
– Si tú mostraras interés por la niñera, el problema se solucionaría -declaró en un repentino arrebato de entusiasmo-. Tú eres más joven y estás soltero y Murad es ya un hombre de mediana edad y está casado. Seguro que la chica te prefiere a ti…
A Jasim no le hizo ninguna gracia aquella idea.
– Yaminah, por favor… sé razonable.
– Lo estoy siendo. Estoy convencida de que, si tu hermano, creyera que te gusta la chica, la dejaría en paz -declaró Yaminah con mucha seguridad-. Se pasa el día diciendo que está deseando que conozcas a una mujer…
– Sí, pero no una que le guste a él.
– No, te equivocas. Desde que… tuviste aquella relación con… aquella chica inglesa hace unos años, Murad está muy preocupado porque ve que no te casas. Ayer mismo me lo dijo. ¡Por eso sé que, si tú mostraras interés en Elinor Tempest, él se olvidaría de ella! -declaró su cuñada desesperada.
Jasim estaba tenso. De hecho, había palidecido, pues no le gustaba recordar el episodio al que había hecho referencia Yaminah. Cuando la prensa amarilla había sacado tres años atrás la vida licenciosa de la mujer con la que pensaba casarse, había sufrido una humillación y una rabia que no quería ni mentar.
Desde entonces, había decidido permanecer soltero y sólo buscaba mujeres para que le calentaran la cama.
«Cuanto menos espera uno, mejor», se dijo.
Aunque no le había gustado nada la idea de Yaminah, sentía curiosidad por saber algo más sobre la chica que le estaba dando a su cuñada tantos quebraderos de cabeza, así que le indicó a su ayudante que la investigara.
El informe le llegó aquella misma mañana. Jasim frunció el ceño mientras estudiaba la fotografía de Elinor Tempest. Era pelirroja y tenía el cabello largo y brillante, el rostro ovalado, la piel clara y los ojos verdes.
Desde luego, aunque a él nunca le habían gustado especialmente las pelirrojas, tenía que admitir que la niñera de su hermano era una belleza fuera de lo normal.
Lo que le llamó poderosamente la atención fue que aquella chica no había hecho entrevista previa para el trabajo en la agencia de empleo que se había contratado para el caso. De haber sido así, lo más seguro habría sido que no la hubieran incluido en la lista de niñeras recomendadas, pues tenía veinte años recién cumplidos y poca experiencia laboral. Era evidente que el propio Murad había intervenido en el proceso de selección.
Aquello hizo sospechar a Jasim. Estaba muy enfadado con su hermano. ¿Cómo era capaz de tener a su amante bajo su propio techo? ¿Y qué tipo de chica aceptaba que un hombre casado le hiciera ese tipo de propuestas? ¿Estaría Yaminah equivocada y su esposo ya se habría acostado con la niñera de su hija?
Jasim sintió repugnancia. Sus fuertes principios no podían soportar que su cuñada y su sobrina tuvieran que vivir una situación tan sórdida.
Sabía por experiencia propia que tanto su hermano como él gustaban mucho a las cazafortunas. No sólo por ser miembros de la familia real, sino por la inmensa fortuna que tenían gracias al petróleo. De hecho, Murad ya había sufrido varios intentos de soborno que habían requerido intervención policial y, aun así, su hermano se volvía a arriesgar y ponía en peligro a su familia y a la monarquía.
Así que Jasim tomó una decisión. Cuando surgía una crisis, le gustaba atajarla cuanto antes. Sí, iba a pasar el fin de semana en Woodrow Court para ver con sus propios ojos lo que estaba pasando.
Estaba decidido a librar a Yaminah de aquella cazafortunas que amenazaba con destrozar lo que él más quería.
– Madre mía, ¿qué te ha pasado? -le preguntó Louise mirando a Elinor-. Pero si antes vestías como una abuela.
Elinor hizo una mueca de disgusto ante aquella crítica. Suponía que nunca había querido seguir la moda porque su padre siempre la había regañado cuando se le había ocurrido ponerse algo que marcara mínimamente sus curvas o que dejara al descubierto las rodillas.
Ernest Tempest era un catedrático de universidad y un esnob intelectual y pedante que siempre se había mostrado despiadadamente crítico con su única hija. Elinor había tenido que irse de casa para poder vivir su vida, pero, para ser sincera consigo misma, no se habría comprado aquel vestido si no hubiera sido porque la dependienta le había insistido mucho.
Elinor recordó el reflejo que le había devuelto el espejo unas horas antes. Se trataba de un vestido que marcaba su figura y dejaba al descubierto sus piernas bien torneadas. Elinor se llevó la mano al escote ante la mirada crítica de su amiga.
– Me encantó y me lo compré.
Louise puso los ojos en blanco.
– Claro, como ahora debes de ganar una fortuna… ¿Qué tal se vive con los reyes? ¿Ya tienes cuenta en Suiza?
– Claro que no -contestó Elinor-. En cualquier caso, me gano hasta el último centavo. Trabajo muchísimo.
– ¡Sí, ya! ¡Pero si sólo tienes que cuidar de una niña y va a la guardería! -protestó Louise poniéndole a Elinor una copa en la mano-. ¡Anda, bebe! ¡No seas aguafiestas, que cumples veintiún años!
Elinor probó el brebaje dulzón, que no le gustó nada. No quería que Louise, que tenía un genio endemoniado, se enfadara con ella y sabía que la gente que no bebía no le gustaba y no paraba hasta que conseguía que bebiera.
Se habían conocido haciendo la formación de cuidadoras infantiles y habían seguido siendo amigas después, pero Elinor era consciente de que su amiga estaba picajosa y sabía que era porque a Louise le había costado meses encontrar un trabajo decente y tenía celos de que ella hubiera tenido más suerte.
– ¿Qué tal el trabajo? -le preguntó Louise de repente.
– El príncipe y su mujer viajan mucho. A veces se van al extranjero o pasan los fines de semana en Londres, así que yo me tengo que quedar con Zahrah y apenas tengo tiempo libre. A veces, me siento más su madre que su niñera. Incluso voy yo a las cosas del colegio…
– ¡Algo tendría que tener de malo ese trabajo tan bueno! -le espetó Louise.
– En esta vida, nada es perfecto -contestó Elinor, encogiéndose de hombros-. Los demás miembros del servicio son de Quaram y sólo hablan su idioma, así que me siento un poco sola. ¿Nos vamos? Nos está esperando el coche.
Cuando el príncipe Murad se había enterado de que era su cumpleaños, había insistido en regalarle entradas para la discoteca más de moda de Londres y había puesto una limusina con chófer a su disposición para que pudiera volver a Woodrow Court a la hora que le diera la gana.
– Sólo se cumplen veintiún años una vez en la vida. Disfruta y pásatelo bien -le había dicho el padre de Zahrah-. El tiempo pasa muy rápido. Recuerdo que, cuando yo cumplí tu edad, mi padre me llevó a cazar con halcón al desierto y me instruyó sobre lo que no debía olvidar jamás cuando fuera rey. Nunca pensé que treinta años después todavía seguiría esperando -había añadido con amargura-. Por supuesto, si mi padre así lo cree conveniente, tendrá sus razones, pues es un hombre de gran sabiduría.
Elinor tenía al príncipe por un hombre benevolente que creía en el amor, en la confianza y en la lealtad. Desde que había perdido a su madre con diez años, Elinor había carecido de todo aquello y todavía lo echaba de menos. ¡Ojalá su padre hubiera sido la mitad de benevolente que el príncipe!
Mientras Louise gritaba de júbilo al ver la limusina, Elinor pensaba en el poco interés que su padre había mostrado siempre en ella. Por mucho que se había esforzado y había estudiado, sus notas nunca le habían parecido lo suficientemente buenas. Y nunca había dudado en hacérselo saber y en decirle lo estúpida que era y lo avergonzado que se sentía de ella. Su decisión de trabajar como cuidadora infantil lo había sacado de sus casillas.
– ¡No vas a ser más que una sirvienta!
La crueldad de su padre la había marcado profundamente. Elinor había pasado años sinceramente oscuros y tristes. Se sentía como si no tuviera familia. Sobre todo, porque su padre se había vuelto a casar y ni siquiera la había invitado a la boda.
– Hace poco he leído un artículo sobre el príncipe Murad en una revista -comentó Louise-. Por lo visto, le gustan mucho las mujeres y ha tenido muchas relaciones. ¡Ya puedes tener cuidado con él!
Elinor frunció el ceño.
– Conmigo no tiene esa actitud en absoluto. Se muestra, más bien… paternal.
– No seas ingenua. A todos los hombres mayores les gustamos las jovencitas -protestó Louise-. Y como le recuerdes a tu madre…
– No creo porque ella era menuda, rubia y con los ojos azules -contestó Elinor.
– Ya… ¿y si no fue por eso por qué te dio el trabajo sin conocerte de nada?
– No fue tan fácil -se defendió Elinor-. Es cierto que me recomendó, pero tuve que pasar el mismo proceso de selección que las demás. Me dijo que quería ayudarme porque en el pasado mi madre significó mucho para él. No olvides que su mujer sólo habla árabe y francés y yo hablo francés, así que eso jugó a mi favor. Estoy de acuerdo en que tuve mucha suerte de que me dieran este trabajo, pero todo fue limpio, no hubo nada turbio en ello.
– ¿Y te acostarías con él si te lo pidiera?
– ¡Claro que no! ¡Por Dios, pero si podría ser mi padre! -exclamó Elinor.
– Si te lo propusiera su hermano, el príncipe Jasim, a lo mejor te haría más gracia -insistió Louise-. Había una foto suya en el mismo artículo y es para caerse de espaldas. Es altísimo y muy guapo.
– ¿De verdad? No lo conozco -contestó Elinor mirando por la ventana.
Las insinuaciones de la que se suponía su amiga le estaban molestando mucho. ¿Por qué había gente tan malpensada? Si hubiera detectado la más mínima insinuación sexual por parte del príncipe Murad, jamás habría aceptado el trabajo. Sobre todo, porque en otro trabajo había sufrido acoso por parte de su jefe y le había resultado espantoso.
– Es una pena que el hermano que será rey algún día sea bajito, calvo y gordo -comentó Louise con desprecio-. Claro que eso a algunas no les importaría…
– Para mí el hecho de que esté casado sería más que suficiente -contestó Elinor muy seria.
– No debe de ser feliz en su matrimonio porque después de tantos años sólo tienen una hija… -insistió Louise-. Me sorprende que no se haya divorciado de su mujer por no haberle dado un heredero varón.
– Ya hay heredero -contestó Elinor-. El hermano pequeño del príncipe.
– Entonces deberías ir mejor a por ése -comentó Louise-, pero llevas tres meses en este trabajo y todavía no lo has conocido y eso que vives en su casa y con su familia. No lo estás haciendo demasiado bien, la verdad.
Elinor ni se molestó en comentar que a su madre no le había ido nada bien enamorarse de un príncipe árabe. Rose había conocido a Murad en la universidad y se habían enamorado perdidamente. Elinor seguía teniendo el anillo de compromiso que Murad le había entregado a su madre. Sin embargo, el compromiso no había durado porque a Murad lo habían amenazado con desheredarlo y exiliarlo si se casaba con una extranjera. Él había terminado volviendo a Quaram para cumplir con sus responsabilidades y ella había terminado casándose con Ernest Tempest. Por supuesto, aquel matrimonio había sido nefasto.
– Tampoco estás viajando nada -comentó Louise-. A mí, por lo menos, me han llevado a Chipre diez días.
– No te creas que me emociona viajar -mintió Elinor, a quien los comentarios malintencionados de Louise estaban molestando sobremanera.
¿Por qué se esforzaba en mantener aquella amistad que tan poco le aportaba?
En la exclusiva discoteca les dieron bebidas gracias a las invitaciones del príncipe. Menos mal porque eran carísimas y no habrían podido pagarlas.
Elinor se recordó que era su cumpleaños e intentó olvidarse de la sensación de decepción que la llevaba acompañando toda la semana. Se sentía sola. Su trabajo era muy solitario y echaba de menos tener adultos con los que hablar, así que se dijo que debía aprovechar.
Woodrow Court era un lugar precioso, pero estaba aislado de todo, en mitad de la nada. Los padres de Zahrah viajaban mucho y dejaban a su hija en casa para que no perdiera días de colegio, así que Elinor se veía obligada a prescindir de su libertad ya que, cuando ellos se iban, esperaban que la niñera se hiciera cargo de su hija las veinticuatro horas del día.
Elinor iba a tener que volver a dormir a Woodrow Court porque el príncipe no quería que su hija quedara a cargo de ninguna otra persona de servicio. Claro que, después de los comentarios de Louise, ya no le importaba tanto no quedarse a dormir con ella.
– Ya te han echado el ojo -comentó su amiga con envidia.
Elinor no miró en la dirección indicada por Louise. Le solía resultar difícil relacionarse con el sexo opuesto. Sobre todo, porque era extraordinariamente alta para ser mujer. Siempre les sacaba Ia cabeza a los chicos. Normalmente, no había problema mientras estaban sentados charlando, pero, cuando se ponían en pie y veían lo alta que era, salían corriendo. En su experiencia, había visto que los hombres preferían mujeres más bajitas que ellos a lasque pudieran mirar desde arriba.
Elinor era consciente de que tenía un rostro agraciado y una linda figura, pero los hombres no solían acercarse a ella si la veían de pie.
Unas horas después, Elinor se despidió de Louise, que había ligado y se iba a casa con su admirador. Ella, por el contrario, había pasado una vergüenza terrible cuando un chico se había acercado a ella para invitarla a bailar y, al verla ponerse en pie, había cambiado de parecer porque apenas le llegaba al hombro.
A partir de ese momento, sus amigos y él habían estado mirándola y comentando como si fuera un monstruo de feria. Para poder hacer como si nada de todo aquello le importara, había bebido de más.
Suspiró aliviada cuando la limusina enfiló el camino de entrada de Woodrow Court, avanzó a través de las imponentes verjas de hierro y se paró ante la preciosa casa estilo Tudor.
Le extrañó que hubiera encendidas más luces que de costumbre. Al salir del vehículo, inhaló profundamente para despejar la mente e intentó caminar recto hacia la puerta, que se estaba abriendo.
Estaba cruzando el vestíbulo con paso indeciso cuando un hombre joven salió de la biblioteca, lo que atrapó su atención. No lo conocía de nada, pero era muy guapo, tan guapo que Elinor se quedó sin aire y tuvo que parar para inhalar de nuevo. El desconocido tenía el pelo negro y lo llevaba peinado hacia atrás, pómulos altos, nariz recta y arrogante y mentón agresivo. Tenía unos rasgos muy atractivos y unos preciosos ojos oscuros de mirada profunda. Mientras avanzaba hacia ella, Elinor percibió su brillo y sintió que el corazón comenzaba a latirle aceleradamente.
Jasim no estaba de buen humor. No le había hecho ninguna gracia llegar a pasar el fin de semana y enterarse de que su hermano y su cuñada se habían ido y estaban ilocalizables, lo que daba al traste con su excusa para pasar un par de días en Woodrow Court y ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.
– ¿Es usted la señorita Tempest?
– Eh… sí -contestó Elinor alargando el brazo para apoyarse en la barandilla de madera de las escaleras-. ¿Y usted quién es? -añadió sin poder apartar la mirada de aquel rostro tan bello.
– Soy Jasim, el hermano del príncipe Murad -contestó el aludido, ocultando el interés que sentía por ella.
¿Miraría a su hermano como lo estaba mirando a él? Desde luego, cualquier hombre se sentiría halagado si una mujer lo mirara así, como si fuera un superhombre. Elinor Tempest era al natural mucho más peligrosa que en fotografía. Llevaba un vestido que marcaba las sensuales curvas de sus pechos y dejaba al descubierto unas piernas interminables.
Era guapísima.
El pelo le caía en una cascada ondulante sobre la espalda. Tenía unos ojos verdes impresionantes, sólo comparables a las esmeraldas. Con aquel pelo rojo, aquellos ojos y aquella boquita de piñón era, literalmente, la fantasía hecha realidad de cualquier hombre.
A pesar de que era un hombre de gran autocontrol, Jasim tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la compostura.
– Parece usted algo bebida -comentó con desprecio al tiempo que sentía una potente erección.
Elinor se sonrojó de pies a cabeza.
– Un poco… puede que un poco, sí -contestó, incómoda-. No suelo beber, pero hoy era un día especial.
A Jasim le estaba costando mantener la atención porque, al hablar, Elinor había tomado aire varias veces, lo que había hecho que se le moviera el pecho.
– Si trabajara usted para mí, no le consentiría este comportamiento -le espetó.
– Pues menos mal que no trabajo para usted -contestó Elinor-. Además, en estos momentos, no estoy de servicio. Es mi noche libre.
– Aun así, mientras viva usted bajo este techo, considero su comportamiento inaceptable.
Elinor se dio cuenta de que se había acercado mientras le hablaba y que tenía que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos. Era mucho más alto que su hermano. Lo cierto era que no se parecían en nada, pues Jasim tenía la espalda ancha y era fuerte y no tenía ni una pizca de grasa. Claro que sólo eran hermanos por parte de padre.
– ¿Qué pasaría si Zahrah se despertara y la viera así? -le preguntó mirándola a los ojos y dándose cuenta de que su cuerpo estaba reaccionando de manera inequívoca a la presencia de aquella mujer.
Si miraba a su hermano igual, entendía perfectamente que Murad se sintiera tentado. Ya sólo el contorno y el volumen de sus labios eran invitación más que suficiente.
– La enfermera que lleva con Zahrah desde que nació duerme en la habitación contigua a la de la niña, así que no hay por qué preocuparse. No hay necesidad de mostrarse tan intransigente.
A Jasim le sorprendió que le contestara así. Aquella chica era una desvergonzada. No le había pasado desapercibido que disponía de una limusina a su disposición. Eso demostraba el trato de favor de su hermano hacia ella, lo que demostraba que los miedos de Yaminah tenían fundamento.
– ¿A mi hermano también le habla así?
– Su hermano, que sí que es mi jefe, es mucho más agradable. Yo no trabajo para usted y, además, tengo derecho a tener vida social -contestó Elinor, elevando el mentón en actitud desafiante-. Ahora, si no le importa, me gustaría acostarme.
Jasim supo en aquel mismo instante que la deseaba a pesar de lo descarada que era. Quería tenerla desnuda, tumbada ante él en la cama, quería hacerle el amor hasta que le suplicara. Él, que normalmente sabía mantener a raya sus pasiones, estaba sorprendido ante la intensidad de lo que estaba sintiendo.
Ninguna mujer se le había resistido jamás.
Ninguna mujer le había hecho perder jamás la cordura. Ni siquiera aquélla con la que había tenido intención de casarse.
Sin embargo, mientras observaba a Elinor Tempest subiendo las escaleras como podía para no caerse, supo que no iba a parar hasta que hubiera conseguido acostarse con ella.
Elinor llevaba unas delicadas sandalias y una de ellas se le resbaló, y se encontró perdiendo el equilibrio y gritando cuando su cuerpo se balanceó peligrosamente hacia atrás.
Menos mal que pudo agarrarse a la barandilla.
– No es seguro beber tanto -puntualizó Jasim, agarrándola con fuerza de la cintura para que no se cayera.
– No necesito que me ayude -le dijo ella furiosa-. Odio a la gente que va por la vida dando sermones a los demás. Seguro que es usted de los que dicen «ya te lo dije» -añadió, quitándose las sandalias para evitar otros tropiezos.
El olor de su pelo y de su piel embriagó a Jasim. Aquella mujer olía a melocotón y le evocó el calor del verano y el calor del sexo. Seguro que era una buena amante. Por cómo vestía y por cómo se comportaba, era evidente que no tenía nada de ingenua.
No podía dejar a Murad solo ante el peligro. Su hermano no sabía controlarse y aquella chica era una vampiresa. Era evidente que tenía que vigilarla. Para empezar, le urgió para que subiera las escaleras.
– Ya está… a partir de aquí ya puedo yo solita -murmuró Elinor cuando llegaron a su habitación-. Ha sido usted la guinda del pastel. Qué cumpleaños tan horrible -se quejó con amargura-. Por favor, me gustaría que me dejara a solas.
Jasim la miró desde la puerta y decidió que, en cuanto consiguiera llevársela a la cama, Murad se olvidaría de ella. No iba a decir que fuera a ser un sacrificio acostarse con aquella belleza. Al imaginársela con la melena desparramada sobre la almohada, mirándolo con aquellos ojos verdes y con la boca entreabierta, esperando su penetración, se dijo que aquel encuentro iba a ser mucho más agradable de lo que había previsto.
Jasim llevaba mucho tiempo sin cortejar a nadie en Quaram y echaba de menos la excitación. Le apetecía jugar con aquella gatita, a la que seguro que conseguiría llevarse a la cama porque nunca ninguna mujer le había dicho que no.