Capítulo X

1

Volvieron a encontrarse tres días después, a mediodía, en la zona B. Muller pareció aliviado al verle; era lo que se pretendía. Rawlings entró caminando en diagonal por la pista de baile ovalada (o lo que fuera) que había entre dos torres chatas de color azul oscuro y Muller le saludó con la cabeza.

— ¿Cómo están tus piernas?

— Estupendamente.

— Y a tu amigo…, ¿le gustó el licor?

— Le pareció magnífico — dijo Rawlings, recordando el resplandor de los ojos astutos de Boardman —. Le manda su frasco lleno de un coñac muy especial y espera que usted le envíe otra ronda.

Muller miró el frasco que le tendía Rawlings.

— Que se vaya al infierno — dijo fríamente —. No voy a hacer intercambios. Si me das ese frasco lo romperé.

— ¿Por qué?

— Dámelo y te mostraré. No. Espera. Espera. No lo romperé. Dámelo.

Rawlings se lo entregó. Muller miró el hermoso frasco en sus manos, activó la tapa y la llevó a los labios.

— Sois unos demonios — dijo en voz baja —. ¿Qué es esto? ¿Es del monasterio de Deneb XIII?

— No me lo dijo. Dijo sólo que le gustaría.

— Demonios. Tentaciones. Es un negocio, ¡maldita sea! Pero sólo por esta vez. Si apareces de nuevo por aquí con más licor…, con cualquier cosa… el elixir de los dioses, lo rechazaré. Y, además, ¿dónde has estado toda la semana?

«Me echó de menos — pensó Rawlings. Charles tiene razón; estoy empezando a importarle. ¿Por qué será una persona tan complicada?»

— ¿Dónde están excavando? — preguntó Muller.

— No están excavando. Están usando sondas sonoras en el limite entre las zonas E y F, tratando de determinar la cronología… de saber si todo el laberinto se edificó al mismo tiempo o si fueron ampliándolo progresivamente a partir del centro. ¿Usted qué cree, Dick?

— Vete al diablo. ¡Nada de arqueología gratis! — Y Muller bebió otro trago de coñac —. Estás muy cerca de mí, ¿no?

— Cuatro o cinco metros, supongo.

— Estabas más cerca cuando me diste el coñac. ¿Por qué no te sentiste mal? ¿No te llegó el efecto?

— Sí, me llegó.

— ¿Y ocultaste tu reacción, porque eres un gran estoico?

Encogiéndose de hombros, Rawlings dijo cordialmente:

— Supongo que el efecto pierde impacto con las exposiciones, repetidas. Sigue siendo fuerte, pero no tanto como el primer día. ¿Alguna vez notó que sucediera eso con otra persona?

— No hubo exposiciones repetidas con nadie más — dijo Muller —. Ven aquí, chico. Te mostraré las vistas. Este es mi suministro de agua. Muy elegante. Esta tubería negra corre alrededor de la zona B. Creo que es de ónice. Piedra semipreciosa. Y de todos modos, muy hermosa.

Muller se arrodilló y, acarició el acueducto.

— Hay un sistema de bombeo que trae el agua desde alguna fuente subterránea que quizá esté a mil kilómetros de profundidad. No lo sé. Este planeta no tiene aguas superficiales, ¿no?

— Tiene océanos.

— Aparte de…, bueno, lo que sean. Aquí, como ves, está una de las espitas. Hay una cada cincuenta metros. Por lo que sé, esto trae agua a toda la ciudad, de modo que, quizá, sus constructores no necesitaban mucha. No podía ser muy importante si lo acondicionaron así. No he encontrado tubería. Ni trabajo de fontanería. ¿Tienes sed?

— En realidad, no.

Muller ahuecó la mano debajo de la espita, adornada con grabados que formaban bordes concéntricos. El agua brotó. Muller bebió unos tragos rápidos; el flujo de agua cesó en el momento en que retiró la mano de la zona que estaba debajo de la espita. «Alguna clase de sistema de detección — pensó Rawlings —. Muy inteligente. ¿Cómo puede haber durado tantos millones de años?»

— Bebe — dijo Muller —. Luego tendrás sed.

— Es que no puedo quedarme mucho rato. — Pero bebió, de todos modos. Luego fueron andando hasta la zona A, un agradable paseo. Las jaulas estaban cerradas nuevamente. Rawlings las vio y se estremeció. Hoy no pensaba participar en experimentos. Encontraron bancos: losas de piedra pulida que se curvaban en sus lomos, formando asientos que se enfrentaban, pensados para una especie cuyas posaderas eran mucho mayores que las del hombre.

Rawlings sólo sentía una vaga incomodidad a causa de la emanación de Muller y no se sentía demasiado distante de él.

Muller tenía ganas de conversar.

La conversación fue espasmódica y de vez en cuando evolucionaba hacia una, ácida lucha de ira o autocompasión, pero durante la mayor parte del tiempo, Muller estuvo sereno y hasta agradable. Era un hombre maduro que disfrutaba de la compañía de un muchacho, del intercambio de opiniones y experiencias, mendrugos de filosofía. Muller habló mucho de su carrera pasada, de los planetas que había visitado, de las delicadas negociaciones en defensa de los intereses de la Tierra con los susceptibles mundos coloniales. Mencionó con frecuencia el nombre de Boardman; Rawlings mantuvo cuidadosamente una expresión de indiferencia. La actitud de Muller hacia Boardman parecía combinar una profunda admiración con una furiosa desconfianza. Aparentemente, no podía perdonar a Boardman que hubiese explotado sus debilidades para enviarlo a Hydris. «No es una actitud racional — pensó Rawlings —. Considerando la insaciable curiosidad de Muller, hubiera luchado por obtener esa misión, con Boardman o sin él, con riesgos o sin ellos. »

— ¿Y tú? — preguntó finalmente Muller —. Eres más inteligente de lo que pretendes. La timidez te obstaculiza un poco, pero tienes un buen cerebro, cuidadosamente oculto detrás de tus virtudes de escolar. ¿Qué quieres para ti, Ned? ¿Qué significa para ti la arqueología?

Rawlings le miró a los ojos.

— La posibilidad de recuperar un millón de pasados. Soy tan ambicioso como usted. Quiero saber cómo sucedieron las cosas, cómo llegaron a ser como son ahora. Y no sólo en la tierra y en el sistema. En todas partes.

— ¡Bien dicho!

«Sí, yo creo lo mismo», pensó Rawlings, esperando que Boardman estuviera complacido con su nueva elocuencia.

— Supongo que podría haber elegido la carrera diplomática, como usted — dijo —. En cambio, elegí ésta. Creo que saldré adelante. Hay tanto por descubrir, aquí y en todas partes. Sólo hemos empezado a buscar.

— Veo que quieres consagrarte a tu carrera.

— Supongo que sí.

— Me gusta oírte hablar así. Me recuerda la forma en que yo hablaba antes.

— Para que no piense que soy irremediablemente puro — dijo Rawlings —, debo decirle que lo que me impulsa es la curiosidad personal y no el amor abstracto por la sabiduría.

— Comprensible. Perdonable. En realidad, no somos muy diferentes, salvo por los cuarenta años de diferencia que hay entre nosotros. No te preocupes mucho por tus motivaciones, Ned. Ve a las estrellas, mira cosas, haz cosas. Diviértete. Finalmente la vida te aplastará, tal como me aplastó a mí, pero eso está lejos. Algún día, o nunca…, ¿quién sabe? Olvídate de eso.

— Lo intentaré — dijo Rawlings.

Sintió la calidez de Muller, la simpatía genuina que negaba hasta él. La onda que transmitía las penurias seguía presente, la transmisión interminable desde el fondo cenagoso del alma, atenuada a esa distancia, pero inconfundible. Sintiendo piedad, Rawlings dudó en decir lo que tenía que decir ahora. Boardman le apuró, impaciente:

— ¡Vamos, Ned! ¡Saca el tema!

— Parece que estuvieras muy lejos — dijo Muller.

— Estaba pensando… pensando que es muy triste que usted no confíe en nosotros, que tenga una actitud tan negativa con respecto a la humanidad.

— Soy honesto.

— Pero no necesita pasar el resto de su vida en este laberinto. Hay una, salida.

— Tonterías.

— Escuche — dijo Rawlings. Respiró hondo y desplegó su sonrisa rápida y transparente —. Hablé de su problema con el médico de la expedición. Estudió neurocirugía. Conocía su caso. Dice que ahora hay una forma de curarlo. Un sistema muy nuevo, de los dos últimos años. Se… interrumpe la transmisión. Dick. Me pidió que se lo dijera. Le llevaremos a la tierra, Dick. Para operarle. Existe una cura.

2

La palabra cortante, incisiva, resplandeciente, llegó nadando en medio de un torrente de sonidos blandos y atravesó sus entrañas. ¡Cura! Miró fijamente hacia adelante. Los edificios oscuros que se cernían sobre él reverberaban. Cura. Cura. Cura. Muller sintió la ponzoñosa tentación oyendo su hígado.

— No — dijo —. Eso es una tontería. La cura es imposible.

— ¿Cómo puede estar tan seguro?

— No lo sé.

— La ciencia ha progresado en nueve años. Ahora saben cómo funciona el cerebro, comprenden su naturaleza eléctrica. Lo que hicieron fue construir un enorme simulador en uno de los laboratorios lunares… Oh, fue hace unos años y lo revisaron todo, de la A a la Z. En realidad, estoy seguro de que están encantados por tenerle al alcance de la mano, por que con usted podrían comprobar todas sus teorías. Tal como está ahora. Y si le operan y hacen desaparecer su emisión, podrán demostrar que tenían razón. Lo único que tiene hacer es volver con nosotros.

Metódicamente, Muller hizo chasquear sus nudillos.

— ¿Por qué no mencionaste esto hasta ahora?

— Porque no lo sabía.

— No, claro.

— De verdad. Comprenda que no esperábamos encontrarle aquí. Al principio nadie estaba seguro de quién era usted, ni de por qué estaba aquí. Yo lo expliqué. Y entonces el médico recordó la existencia de este tratamiento. ¿Que pasa, no me cree?

— Tienes un aspecto tan angelical — dijo Muller —. Esos dulces ojos azules, esos cabellos rubios, ¿Qué juego te traes, Ned? ¿Por qué estás soltando todos esos disparates?

Rawlings se sonrojó.

— ¡No son disparates!

— No te creo. Y no creo en esa cura.

— Tiene todo el derecho. Pero saldrá perdiendo si…

— ¡No me amenaces!

— Disculpe.

Hubo un silencio largo y pegajoso.

Muller se debatía en un laberinto de ideas. ¿Dejar Lemnos? ¿No ser más un maldito? ¿Volver a estrechar a una mujer entre sus brazos? ¿Pechos ardientes contra su piel? ¿Labios? ¿Caderas? Reconstruir su carrera. Atravesar nuevamente los cielos. ¿Anular nueve años de angustia? ¿Creer? ¿Marcharse? ¿Someterse?

— No — dijo cuidadosamente —. No hay cura para mi enfermedad.

— No hace más que repetir eso. Pero no puede saberlo.

— No encaja en el modelo. Yo creo en el destino, Ned. En la tragedia que compensa. En la caída de los soberbios. Los dioses no ponen en escena tragedias temporales. No retiran su castigo después de unos pocos años. Edipo no recuperó sus ojos. Ni a su madre. No soltaron a Prometeo de su roca. Ellos…

— Esto no es una tragedia griega — le interrumpir Rawlings —. Este es el mundo real. Los modelos no son perfectos. Quizá los dioses han decidido que usted ya ha sufrido bastante. Y, ya que estamos manteniendo una discusión literaria… ¿A Orestes le perdonaron o no? De modo que nueve años pueden ser suficientes para usted.

— Pero ¿hay una cura?

— El médico dice que sí.

— Ned, creo que estás mintiendo.

Rawlings desvió la mirada.

— ¿Y qué ganaría con mentirle?

— No lo sé.

— Está bien. Estoy mintiendo — dijo bruscamente Rawlings —. No existe ninguna forma de ayudarle. Hablemos de otra cosa. ¿Por qué no me enseña la fuente donde brota ese licor?

— Esta en la zona C. Ahora no tengo ganas de ir hasta allí. ¿Por qué me dijiste eso si no era cierto?

— Dije que era mejor cambiar de tema.

— Supongamos por un momento que es cierto — insistió Muller —. Que si vuelvo a la tierra podré curarme. Quiero que sepas que no me interesa, ni siquiera si me ofrecen una garantía. Sé cómo son los terráqueos. Me golpearon cuando caí. No son deportivos, Ned. Hieden. Tienen un vaho desagradable. Disfrutaron mucho con lo que me sucedió.

— ¡Eso no es cierto!

— ¿Tú qué sabes? Eras un niño. Más niño aún que ahora. Me trataron como si fuera basura porque les mostraba lo que había en su interior. Era un espejo para sus sucias almas. ¿Por qué tendría que volver ahora? ¿Para qué los necesito? Cerdos. Los vi tal como son durante esos pocos meses que estuve en la tierra, después de Beta Hydri IV. La forma en que me miraban, la sonrisa nerviosa mientras retrocedían. «Sí, señor Muller. » «Claro, señor Muller. » «Por favor, señor Muller, no se acerque tanto. » Ven por aquí alguna noche y te enseñaré las constelaciones de Lemnos, chico. Yo mismo las he bautizado. La Daga, larga y afilada. Está a punto de clavarse en la espalda. Y la Saeta. Y también puedes ver el Mono y el Sapo; están mezcladas. La misma estrella está en la frente del Sapo y en el ojo izquierdo del Mono, Esa estrella, amigo mío, es el Sol. Una estrellita amarilla y fea, color vómito. Cuyos planetas están poblados por unas gentecitas feas que se han esparcido por el universo como si fueran gotas de orina.

— ¿Puedo decir algo que podría ofenderle? — preguntó Rawlings.

— No puedes ofenderme. Pero puedes intentarlo.

— Creo que su punto de vista está distorsionado. Después de tantos años aquí, ha perdido la perspectiva.

— No. Por primera vez he visto con claridad.

— Usted culpa a la humanidad por ser humana, pero no es fácil aceptar a alguien como usted. Si usted estuviera sentado aquí, en mi lugar, y yo en el suyo, lo comprendería. Duele estar cerca de usted. Duele. En este mismo momento siento que cada uno de mis nervios me hace daño. Si me acercara más, sentiría ganas de llorar. No puede pretender que la gente se adapte rápidamente a una cosa así. Ni siquiera sus seres queridos…

— No tenía seres queridos.

— ¿No estaba casado?

— Terminado.

— Un vínculo, entonces.

— Cuando volví, no podía soportarme.

— ¿Amigos?

— Huyeron — dijo Muller —. Huyeron a toda velocidad sobre sus seis patas.

— Es que no les dio tiempo.

— Todo el necesario.

— No — persistió Rawlings, que cambiaba de postura, incómodo, en su asiento —. Ahora voy a decir una cosa que no va a gustarle, Dick. Lo siento mucho, pero tengo que hacerlo. Lo que me está diciendo es lo mismo que solía oír en la universidad. Cinismo estudiantil. Usted dice que el mundo es despreciable. Maldad, maldad, maldad. Usted ha visto la verdadera naturaleza de la humanidad y no quiere tener nada más que ver con ella. Todo el mundo dice esas cosas a los dieciocho años. Pero es una etapa que se supera, la confusión de la adolescencia, y descubrimos que el mundo es un lugar bastante decente, que la gente trata de hacer las cosas bien, que no somos perfectos, pero no odiosos…

— Un chico de dieciocho años no tiene derecho a pensar así. Yo llegué a mis odios por el camino más difícil.

— Pero ¿por qué se aferra a ellos? Parece que disfrutara con su propia miseria. ¡Suéltese! ¡Libérese! Vuelva a la Tierra con nosotros y olvide el pasado. O, por lo menos, perdone.

— Ni olvido ni perdón — dijo Muller enfurruñado.

Un temblor de pánico le estremeció. ¿Y si fuera cierto? ¿Una cura genuina? ¿Dejar Lemnos? Se sentía un poco incómodo. El chico había dado en el blanco con esa frase sobre el cinismo estudiantil. Lo era. «¿Soy un misántropo? Una pose. Me forzó a adoptarla. Razones polémicas. Ahora me ahogo en mi propia testarudez. Pero no existe la cura. El chico es transparente; está mintiendo, aunque no sé por qué. Quiere atraparme, meterme dentro de su nave. Pero ¿y si fuera cierto? ¿Por qué no volver?» Muller conocía la respuesta. Lo que le retenía era el miedo. Miedo de ver los millones de habitantes de la Tierra. De entrar en el torrente de la vida. Nueve años en una isla desierta; temía el regreso. Cayó en una profunda depresión, reconociendo algunas verdades desagradables. El hombre que había querido ser un dios no era más que un neurótico patético que se aferraba a su aislamiento y escupía sus desafíos a un posible salvador. «Triste — pensó Muller —. Muy triste. »

— Siento que el tono de sus pensamientos está cambiando — dijo Rawlings.

— ¿Puedes distinguirlo?

— Bueno, no es nada especifico. Pero antes estaba enfadado y amargado. Ahora estoy recibiendo algo… como ansiedad.

— Nadie me dijo nunca que se podían distinguir matices — dijo Muller, maravillado —. Bueno, no me dijo gran cosa. Sólo que era doloroso estar cerca de mí. Desagradable.

— Pero ¿por qué se puso ansioso hace un momento? Si es que lo hizo. ¿Pensó en la Tierra?

Muller quiso remendar a toda prisa las grietas de su armadura. Su rostro se oscureció. Apretó los dientes. Se puso de pie y se acercó deliberadamente a Rawlings observando cómo el muchacho luchaba por ocultar su incomodidad. Muller dijo:

— Creo que será mejor que sigas con tu arqueología, Ned. Tus amigos se enfadarán de nuevo.

— Todavía tengo tiempo.

— No, no lo tienes. ¡Vete!

3

Contrariando las órdenes expresas de Charles Boardman, Rawlings insistió en volver hasta el campamento de la zona F. El pretexto fue que debía entregarle a Boardman el nuevo frasco de licor que, finalmente, había obtenido de Muller. Boardman quería que uno de sus hombres recogiera el frasco, para que Rawlings no tuviera que afrontar las trampas de la zona F. Pero Rawlings necesitaba del contacto personal. Estaba demasiado conmovido y su determinación estaba derrumbándose.

Cuando llegó, Boardman estaba cenando. Una pulida mesa de madera oscura taraceada con maderas más claras, cubierta con un elegante juego de porcelana, sostenía las frutas escarchadas, las verduras al coñac, los extractos de carne y los zumos picantes que estaba bebiendo. Una jarra de vino color verde oliva estaba al alcance de su mano carnosa. Había unas misteriosas píldoras de varios tipos en las concavidades de un bloque oblongo de cristal negro; de cuando en cuando, Boardman tragaba una. Rawlings estuvo un largo rato en la puerta antes de que Boardman pareciera darse cuenta de su presencia.

— Te dije que no vinieras, Ned — dijo finalmente.

— Muller le envía esto. — Rawlings puso el frasco al lado de la jarra de vino.

— Podríamos haber hablado sin necesidad de esta visita.

— Estoy cansado de eso. Necesitaba verle.

Boardman no le dijo que se sentara ni interrumpió su cena.

— Charles, creo que no puedo seguir mintiendo.

— Hoy hiciste un excelente trabajo — dijo Boardman, mientras bebía un sorbo de vino —. Muy convincente.

— Sí. Estoy aprendiendo a decir mentiras. Pero ¿para qué sirven? Usted le oyó. La humanidad le repugna. Aunque le saquemos del laberinto no va a cooperar.

— No es sincero. Tú mismo lo dijiste, Ned. Cinismo barato. Ese hombre ama a la humanidad, por eso está tan amargado, porque su amor se puso agrio en su boca. Pero no se ha convertido en odio. En realidad, no.

— Usted no estaba allí, Charles. Usted no habló con él.

— Miré. Escuché. Y hace más de cuarenta años que conozco a Dick Muller.

— Pero los últimos nueve años son los que cuentan, le han cambiado. — Rawlings se puso en cuclillas para estar al mismo nivel que Boardman. Boardman pescó una pera escarchada con el tenedor y la lanzó con gesto ocioso hacia su boca.

«Me está ignorando a propósito», pensó Rawlings.

— Charles, estoy hablando en serio. He ido allí y le he dicho unas mentiras monstruosas. Le he ofrecido una cura fraudulenta y me la arrojó a la cara.

— Diciendo que no creía en su existencia. Pero si que cree en ella, Ned. Es que teme dejar su escondrijo.

— Por favor, escúcheme. Supongamos que cree lo que le dije. Supongamos que sale del laberinto y se pone en nuestras manos. Y entonces, ¿qué? ¿Quién se encargará de decirle que no hay tal cura, que le hemos engañado desvergonzadamente, que sólo queremos que sea nuestro embajador una vez más, que visite a un grupo de extraterrestres veinte veces más raros y cincuenta veces más peligrosos que los que arruinaron su vida? ¡Yo no voy a comunicarle esas noticias!

— No tendrás que hacerlo, Ned. Lo haré yo.

— ¿Y cómo va a reaccionar? ¿Supone que va a sonreír y decirle, muy inteligente: «Charles, lo has logrado nuevamente»? ¿Que va a ceder y hacer lo que usted quiera? No. Es imposible. Quizá pueda sacarle del laberinto, pero los métodos que está utilizando hacen que sea inconcebible que le sirva para algo cuando esté fuera.

— Eso no tiene por qué ser cierto — dijo Boardman con calma.

— Entonces, explíqueme las tácticas que se propone usar cuando Muller sepa que no existe una cura y que deberá realizar un trabajo muy peligroso.

— Prefiero no discutir ahora mi estrategia futura.

— Entonces, yo renuncio — dijo Rawlings.

4

Boardman había estado esperando algo así. Un gesto noble: un momento de terco desafío, la virtud subiéndose a la cabeza. Dejando de lado su estudiada indiferencia, levantó la mirada, clavando sus ojos en los de Rawlings. Sí, había fuerza en ellos. Y decisión. Pero no engaño. Todavía no.

En voz baja, Boardman dijo:

— ¿Renuncias? ¿Después de todo lo que hablaste acerca de servir a la humanidad? Te necesitamos, Ned. Eres indispensable, eres nuestro vínculo con Muller.

— Mi dedicación a la humanidad incluye la dedicación a Dick Muller — dijo lentamente Rawlings —. Forma parte de la humanidad, lo piense o no. Ya he cometido un grave crimen contra él. Si no va a dejarme participar en el resto del plan, no quiero tener nada más que ver con esto.

— Admiro tus convicciones.

— Mi renuncia sigue en pie.

— y hasta estoy de acuerdo contigo — dijo Boardman —. No me siento orgulloso de lo que tenemos que hacer aquí. Lo veo como parte de una necesidad histórica; no hay más que cometer una bajeza ocasional, por el bien común. Yo también tengo una conciencia, Ned, una conciencia de ochenta años, muy bien desarrollada. No se ha atrofiado con la edad, simplemente, aprendemos a vivir con sus protestas.

— ¿Cómo va a conseguir que Muller coopere? ¿Le va a drogar? ¿Le va a torturar? ¿Le va a lavar el cerebro?

— Nada de eso.

— Y entonces, ¿qué? Hablo en serio, Charles. Mi papel en este asunto termina aquí, a menos que usted me diga qué está planeando.

Boardman tosió, vació su copa de vino, comió un albaricoque y tomó tres píldoras en rápida sucesión. La rebelión de Rawlings había sido inevitable, Y estaba preparado para ella, pero de todos modos le molestaba. Era el momento de los riesgos.

— Entonces, ha llegado el momento de dejar de fingir, Ned. Te diré qué es lo que espera a Dick Muller, pero quiero que lo consideres dentro del contexto del problema con que nos enfrentamos. No olvides que la partida que hemos estado jugando en este planeta no es simplemente un problema de posturas morales privadas. Aun corriendo el riesgo de parecer solemne, debo recordarte que el destino de la humanidad está en juego.

— Le oigo, Charles.

— Muy bien, Dick Muller debe presentarse ante nuestros amigos los extragalácticos y convencerles de que los seres humanos son una especie inteligente. ¿De acuerdo? Sólo él puede hacerlo, a causa de su imposibilidad de ocultar sus pensamientos.

— De acuerdo.

— Por lo tanto, no es necesario convencer a los extragalácticos de que somos gente buena o gente honorable o gente amable. Sólo de que tenemos mentes y podemos pensar. De que tenemos sentimientos y emociones, de que somos algo más que máquinas inteligentes. Para nuestros propósitos no es importante la clase de emociones que irradie Dick Muller, siempre que lo haga.

— Empiezo a entender.

— Por consiguiente, cuando esté fuera del laberinto podremos decirle cuál será su misión. Sin duda se enfadará con nosotros. Pero, por encima de su ira, podrá darse cuenta de cuál es su deber. Espero que sea así. Tú piensas que no. Pero eso no tiene importancia, Ned. En cuanto salga de su refugio no le daremos más que una opción. Le llevaremos ante los extragalácticos y le entregaremos, para que entren en contacto. Ya sé que es brutal. Pero es necesario.

— Entonces no importa que esté dispuesto a cooperar — dijo lentamente Rawlings —. Le tirará allí, como un saco.

— Un saco pensante. Como descubrirán nuestros amigos.

— Yo…

— No, Ned. No digas ahora. Sé lo que estás pensando. El plan te parece odioso. Es lógico. A mí también. Ahora vete y piénsalo. Examínalo desde todos los puntos de vista antes de tomar una decisión. Si mañana sigues queriendo renunciar, hazlo y continuaremos sin tu ayuda, pero prométeme que lo consultarás con la almohada. No es momento de tomar decisiones apresuradas.

El rostro de Rawlings estaba pálido, luego se fue coloreando. Apretó los labios. Boardman sonrió benignamente, Rawlings apretó los puños, bizqueó, se volvió y salió rápidamente.

Un riesgo calculado.

Boardman tomó otra píldora. Luego extendió la mano hacia el frasco que le había enviado Muller. Se sirvió un poco. Dulce, picante, fuerte. Un licor excelente. Lo dejó descansar un momento en la lengua.

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