Capítulo IX

1

Boardman se había preparado un confortable nidito en el campamento de la zona F. A su edad, no pedía excusas. Nunca había sido un espartano, y el precio que cobraba por sus peligrosos y agotadores viajes era la posibilidad de llevar consigo sus placeres. Los robots habían traído sus pertenencias de la nave. Bajo la curva blanco lechosa de la cúpula tensada a presión, había arreglado un sector privado con calefacción radiante, cortinas fosforescentes, un supresor de gravedad y hasta una consola de licores. El café y otras delicias nunca estaban muy lejos. Dormía en un cómodo colchón inflable, cubierto por una gruesa manta roja rellena de fibras precalentadas. Sabía que los demás integrantes del campamento, que se las arreglaban con mucho menos, no le guardaban rencor; sabían que Charles Boardman lo pasaba bien estuviera donde estuviera.

Greenfield entró.

— Hemos perdido otro robot, señor — dijo secamente —. Ahora sólo quedan tres en las zonas interiores.

Boardman colocó la cabeza de ignición en la punta de su puro. Inhaló el humo durante unos momentos, cruzó y descruzó las piernas, exhaló el humo y sonrió.

— ¿Muller también va a cazar esos tres?

— Creo que sí. Conoce las rutas de acceso mejor que nosotros. Y las cubre todas.

— ¿Y no han enviado robots por rutas que no hayamos explorado?

— Dos, señor. Fueron destruidos.

— Hummn. Será mejor enviar una buena cantidad de sondas al mismo tiempo y confiar en que una, por lo menos, podrá evitar a Muller. Ese chico está un poco harto de estar en la jaula. Por favor, cambie el programa. El cerebro es capaz de cambiar las tácticas si se le indica. Digamos que veinte sondas que entren simultáneamente.

— No tenemos más que tres — dijo Greenfield.

Boardman mordió convulsivamente su puro.

— ¿Tres aquí, en el campamento, o tres en total?

— Tres en el campamento. Y cinco más fuera del laberinto que están entrando ahora.

— ¿Y quién permitió que sucediera esto? ¡Llame a Hosteen! ¡Ponga en funcionamiento a esos patrones! ¡Quiero que mañana por la mañana haya cincuenta sondas! ¡Qué estupidez, Greenfield!

— Sí, señor.

— ¡Váyase!

— Sí, señor.

Boardman chupó el cigarro, furioso. Marcó, pidiendo coñac, ese producto rico, espeso y viscoso que destilaban los padres prolepticalistas en Deneb XIII.

La situación se estaba poniendo exasperante. Vació de un golpe la mitad del coñac que había en su copa, jadeó y volvió a llenarla. Sabía que estaba a punto de perder la perspectiva… y ése era el peor de los pecados. La complejidad de la misión le estaba agotando. Todos los pasos cautelosos, las pequeñas complicaciones, los esmerados acercamientos a la finalidad propuesta. Rawlings en la jaula. Rawlings y sus conflictos morales. Muller y su visión neurótica del mundo. Animalitos que te mordisqueaban los talones mientras contemplaban pensativos tu garganta. Las trampas que habían construido esos demonios. Y los extragalácticos que aguardaban, con sus ojos como platos y sus sentidos radiales; para ellos, alguien como Charles Boardman no era más que un vegetal muerto. La sentencia de muerte suspendida sobre la humanidad. Boardman sacudió la ceniza de su puro y miró asombrado lo que quedaba de él. La cabeza de ignición no funcionaba. Se inclinó hacia adelante, extrajo un rayo de infrarrojos del generador portátil y volvió a encenderlo, chupando enérgicamente para asegurar la combustión. Con un gesto petulante de la mano, reactivó la comunicación con Ned Rawlings.

La pantalla mostró el claro de luna, los barrotes y unos hocicos peludos llenos de dientes.

— ¿Ned? — dijo —. Soy Charles. Ya te hemos enviado las sondas. Te sacaremos de esa estúpida jaula dentro de cinco minutos, ¿lo oyes? ¡cinco minutos!

2

Rawlings estaba muy ocupado.

Casi resultaba gracioso. El flujo de pequeños animales era muy abundante. Llegaban y olfateaban entre los barrotes, en grupos de dos y de tres, comadrejas, hurones, visones o lo que fueran, todos dientes y ojos. Pero eran comedores de carroña, no cazadores. Sólo Dios sabía por qué se acercaban a la jaula. Se amontonaban alrededor de Rawlings, rozándole los tobillos con sus pieles toscas, lo arañaban, lo pateaban, le clavaban las garras, mordisqueaban sus tobillos.

Pisoteaba. Aprendió rápidamente que una bota apoyada justo detrás de la cabeza podía partir una columna vertebral rápida y eficazmente. Luego con una veloz patada enviaba a su víctima a un rincón de la jaula, donde los demás lo devoraban prontamente. Rawlings trabajaba siguiendo un ritmo: vuélvete, pisa, patea. Vuélvete, pisa, patea. Vuélvete, pisa, patea.

Pero, con todo, lo estaban lastimando mucho.

Durante los primeros cinco minutos apenas si tuvo tiempo de tomar aliento. Vuélvete, pisa, patea. En ese tiempo mató a unos veinte. En el fondo de la jaula había un montón de cadáveres alrededor de los cuales sus camaradas se disputaban los bocados más tiernos. Llegó un momento en que todos los animales que habían entrado en la jaula estaban ocupados con sus congéneres fallecidos y no se veían refuerzos en el exterior. Rawlings tuvo un respiro. Se agarró a los barrotes con una mano y levantó la pierna izquierda para examinar la miscelánea de cortes, mordiscos y arañazos. «¿Te darán una medalla estelar póstuma si mueres de rabia?» Su pierna estaba ensangrentada de la rodilla hasta el pie y las heridas, aunque no eran profundas, ardían y eran dolorosas. De golpe, comprendió por qué habían ido allí los comedores de carroña. Mientras descansaba tuvo tiempo de respirar hondo y olfateó el penetrante olor de la carne podrida. Casi podía verlo: el enorme cadáver de una bestia, abierto en la panza, exhibiendo los pegajosos órganos internos, unas grandes moscas negras girando por encima y quizá uno o dos gusanos circunnavegando el Monte de carne…

Allí no había nada podrido. Los animales muertos no habían tenido tiempo de descomponerse y, de todos modos, ya no quedaban más que unos pocos huesos roídos.

Rawlings comprendió que se trataba de una ilusión olfativa; una trampa creada por la jaula, evidentemente. La jaula transmitía olor a podrido. ¿Por qué? Obviamente, para atraer a las comadrejas. Una refinada forma de tortura. Se preguntó si Muller no habría sido el responsable, yendo al centro de control cercano a conectar el olor.

No tuvo más tiempo para la contemplación. Un batallón de refresco atravesaba la plaza a toda velocidad en hacia la jaula. Parecían un poco mayores, aunque no tanto como para no pasar entre los barrotes, y sus colmillos tenían un brillo de sable a la luz de las lunas. Apresuradamente, Rawlings desnucó a tres de los saciados caníbales que estaban en su jaula y, en un maravilloso rapto de inspiración, los hizo pasar entre los barrotes y los arrojó a ocho o diez metros de la jaula. Muy bien. Los recién llegados se detuvieron, resbalando, y comenzaron inmediatamente a devorar los cuerpos agonizantes que se retorcían delante de ellos. Sólo unos pocos se molestaron en entrar en la jaula, y llegaron lo suficientemente espaciados como para que Rawlings tuviera la posibilidad de atraparlos por turno y arrojarlos fuera para alimentar a la nueva horda. «A este ritmo — pensó —, si no llegan otros podré deshacerme de todos. »

Afortunadamente, dejaron de llegar. A esas alturas, había matado setenta u ochenta animales. El tufo de la matanza cubría el hedor sintético de la jaula; a causa de la batalla le dolían las piernas y su cabeza giraba como la de un borracho. Pero, por fin, la noche se había vuelto pacífica. Algunos cuerpos, que conservaban la piel, y otros, que no eran más que un armazón de huesos, yacían en un amplio círculo frente a la jaula. Un charco espeso y oscuro de sangres mezcladas manchaba una docena de metros cuadrados. Los pocos sobrevivientes se marcharon lentamente, su glotonería ya saciada, sin intentar siquiera amenazar al ocupante de la jaula. Cansado, sin fuerzas, a punto de reír o de llorar, Rawlings se aferró a los barrotes sin mirar sus piernas que latían bañadas en sangre, las sentía febriles. Se imaginó a unos extraños microorganismos soltando sus valiosos cargamentos en su torrente. Por la mañana sería un cadáver púrpura e hinchado, un mártir del exceso de astucia, del extravío de Charles Boardman ¡Qué idiotez había sido meterse en esa jaula! ¡Qué forma tan estúpida de ganar la confianza de Muller! Pero la jaula tenía alguna utilidad, comprendió súbitamente Rawlings.

Tres enormes bestias se encaminaban hacia él desde tres direcciones diferentes. Andaban como leones, pero tenían el aspecto de jabalíes: eran criaturas alargadas, con lomos fuertes, de unos cien kilos de peso. Sus cabezas eran piramidales; sus bocas estrechas soltaban babas y tenían dos juegos de dos ojos estrábicos y pequeños, a ambos lados de la cabeza, debajo de sus orejas caídas. Unos colmillos curvados hacia abajo interceptaban los caninos más pequeños y filosos que nacían en sus poderosas mandíbulas.

Los tres monstruos se inspeccionaron uno a otro con aire desconfiado y realizaron una compleja serie de evoluciones circulares que mostraban con toda claridad el problema de los tres predadores, mientras trotaban e intentaban demarcar sus respectivos territorios. Rozaron un momento el montón de cadáveres, pero era evidente que no comían carroña; estaban buscando carne viva y su desdén por los cuerpos deshechos y semidevorados era evidente. Cuando dieron por terminada su inspección se volvieron para contemplar a Rawlings, parados de tres cuartos de perfil, de modo que cada uno lo miraba fijamente con un par de ojos. Rawlings se alegró de contar con la protección de la jaula. No le hubiera gustado estar fuera, agotado y sin protección, con aquellos tipos recorriendo la ciudad en busca de la cena.

Y, por supuesto, en ese momento los barrotes de la jaula comenzaron a retirarse.

3

Muller, que llegó justo en ese momento, observó la totalidad de la escena. Se detuvo brevemente para admirar la seductora desaparición de los barrotes en los agujeros del suelo. Contempló a los tres cerdos hambrientos y el perfil aturdido y ensangrentado de Rawlings de pie frente a ellos, súbitamente indefenso.

— ¡Agáchate! — gritó Muller.

Rawlings se agachó: corrió cuatro pasos hacia la izquierda, resbaló en el pavimento cubierto de sangre y aterrizó sobre un montón de pequeños cadáveres que estaban tirados en la calle. En ese mismo momento, Muller disparó sin molestarse en conectar el visor manual; aquellos animales no eran comestibles. Tres rápidos golpes tumbaron a los jabalíes; no volvieron a moverse. Muller se dirigió hacia Rawlings, pero, en ese momento, uno de los robots del campamento de la zona F apareció, deslizándose alegremente hacia ellos. Muller maldijo en voz baja. Sacó el globo destructor del bolsillo y dirigió la abertura hacia el robot. La sonda volvió su inexpresivo cabeza a Muller mientras éste disparaba.

El robot se desintegró. Rawlings había logrado ponerse de pie.

— No debía haberlo destruido — dijo, ofuscado —. Venía a ayudarme.

— No necesitabas ayuda — dijo Muller —. ¿Puedes andar?

— Creo que sí.

— ¿Estás malherido?

— Me han mordisqueado; eso es todo. No estoy tan mal como parece.

— Ven conmigo — dijo Muller. Ya había más comedores de carroña en la plaza, que habían sido convocados por el misterioso telégrafo de la sangre. Unos bichos pequeños y llenos de dientes estaban realizando un trabajo concienzudo en los tres jabalíes. Rawlings se tambaleaba y parecía hablar solo. Olvidando su emanación, Muller lo tomó del brazo; Rawlings dio un respingo y se soltó, pero luego, como si se arrepintiera de haber sido grosero, dio el brazo a Muller. Cruzaron la plaza juntos. Rawlings temblaba y Muller no supo si se sentía mal a causa de su aventura o por la ruidosa proximidad de una mente al desnudo.

— Aquí — dijo Muller secamente.

Entraron en la celda hexagonal donde guardaba su diagnosticador. Muller selló la puerta y Rawlings se dejó caer pesadamente en el suelo desnudo. Sus cabellos rubios estaban pegados a su frente por el sudor. Su mirada era inquieta y tenía las pupilas dilatadas.

— ¿Cuánto tiempo duró el ataque? — preguntó Muller.

— Quince, veinte minutos. No lo sé. Eran cincuenta, o cien. Les rompía la nuca. Hacían un ruido cascado, ¿sabe?, como cuando uno rompe una ramita. Y luego la jaula se retiró — Rawlings rió histéricamente —. Esa fue la parte mejor. Justo había terminado de liquidar a esos pequeños bastardos y estaba recuperando el aliento y entonces llegaron los tres monstruos y, claro, la jaula se desvaneció y…

— Tranquilo — dijo Muller —. Hablas tan rápido que no te entiendo. ¿Puedes quitarte las botas?

— Lo que queda de ellas.

— Sí. Quítatelas y remendaremos tus piernas. En Lemnos hay una gran abundancia de bacterias infecciosas. Y protozoarios, y algas y tripanosomas, por lo que sé.

Rawlings trató de abrir los corchetes.

— ¿Puede ayudarme? Me parece que no puedo…

— Si me acerco no te gustará — advirtió Muller.

— ¡Al diablo con eso!

Muller se encogió de hombros. Se aproximó a Rawlings y manipuló los cierres de resorte de las botas. Los refuerzos metálicos estaban llenos de marcas de dientecitos, las botas y las piernas también. En unos momentos, Rawlings fue despojado de botas y polainas. Yacía en el suelo haciendo muecas y tratando de parecer heroico. Sus piernas estaban en mal estado, aunque ninguna de las heridas parecía grave; lo malo era que había muchas. Muller puso en marcha el diagnosticador. Las lámparas brillaron y el canal receptor indicó que el paciente debía acercarse.

— Es un modelo antiguo — dijo Rawlings —. No sé cómo se usa.

— Coloca las piernas frente al examinador.

Rawlings giró sobre sí mismo. Una luz azul se movió sobre sus heridas. Las entrañas del diagnosticador crujieron y chirriaron. Apareció una esponja, en el extremo de un brazo articulado, que corrió suave y hábilmente sobre su pierna izquierda hasta un punto situado justo encima de la rodilla. La máquina tragó la esponja y empezó a digerirla, reduciéndola a sus elementos constitutivos, mientras otra esponja limpiaba la pierna derecha. Rawlings se mordió el labio. Le estaban aplicando un coagulante y un desinfectante, de modo que cuando las esponjas terminaron su trabajo la sangre desapareció y los estrechos surcos y mordidas quedaron a la vista. Tenían mal aspecto, pensó Muller, pero no tanto como antes.

El diagnosticador generó un nódulo ultrasónico e inyectó un líquido dorado en la rabadilla de Rawlings. Un sedante, supuso Muller. Una segunda inyección, color ámbar, era, probablemente, un antibiótico de espectro amplio, para evitar infecciones. Era evidente que Rawlings estaba más tranquilo. Una variedad de brazos brotó de varios sectores del aparato, inspeccionando con detalle las lesiones de Rawlings y realizando las reparaciones necesarias. Se oyó un zumbido y tres chasquidos. Luego el diagnosticador empezó a cerrar las heridas, asegurándolas firmemente.

— Quédate quieto — le dijo Muller —. Dentro de un par de minutos te sentirás bien.

— No tendría que hacer esto — dijo Rawlings —. En el campamento tenemos suministros médicos y a usted no deben sobrarle. Hubiese sido suficiente con dejar que la sonda me llevara hasta el campamento y…

— No quiero que esos robots anden arrastrándose por aquí. Y el diagnosticador tiene reservas para cincuenta años más. Yo no enfermo con frecuencia. Puede sintetizar la mayor parte de las cosas que necesita para tratarme. Mientras le suministre protoplasma de vez en cuando, hace el resto.

— Pero necesitará reemplazar los medicamentos especiales.

— No necesariamente. No quiero favores. ¡Ah! Ya ha acabado contigo. Lo más probable es que no queden cicatrices.

La máquina soltó a Rawlings, que se apartó de ella y miró a Muller. El rostro del muchacho estaba en calma. Muller se apoyaba contra la pared y frotaba sus omóplatos en el sitio donde se juntaban dos caras del hexágono.

— No imaginé que serías atacado por esos animales — dijo —. No te hubiese dejado solo tanto tiempo. ¿No llevas arma?

— No.

— Esos animales nunca atacan a seres vivos. ¿Por qué te atacaron a ti?

— Fue la jaula — explicó Rawlings —. Empezó a emitir olor a carne podrida. Un señuelo. De golpe, se me echaron encima. Creí que iban a comerme vivo.

Muller sonrió.

— Muy interesante. De modo que la jaula está programada como trampa, además. Hemos obtenido información útil de este pequeño incidente. No te imaginas qué interesado estoy en esas jaulas. En cada una de las partes de este maravilloso lugar. El acueducto. Los calendarios. El aparato que limpia las calles. Te estoy muy agradecido por ayudarme a saber un poco más.

— Conozco otra persona con la misma actitud — dijo Rawlings. — No le preocupa el riesgo o el precio, siempre que la experiencia sirva para saber un poco más. Board…

Cortó la palabra con un gesto brusco.

— ¿Quién?

— Bordoni — dijo Rawlings —. Emili Bordoni, mi profesor de epistemología en la universidad. Nos dio un curso maravilloso. En realidad era hermeneútica aplicada, un curso sobre el arte de aprender.

— Eso es heurística — corrigió Muller.

— ¿Está seguro? A mí me parece que…

— Te equivocas — dijo Muller —. Estás hablando con un experto. La hermeneútica es el arte de la interpretación. Originalmente se aplicaba a las escrituras, pero ahora se usa para todas las formas de comunicación. Tu padre lo hubiera sabido. Mi misión ante los hidranos fue un experimento de hermeneútica aplicada. No tuvo éxito.

— Heurística. Hermenéutica. — Rawlings rió —. Bueno, de todos modos me alegro de haberle ayudado a aprender algo sobre las jaulas. Mi buena obra heurística. Espero haber cubierto el cupo por el momento.

— Supongo que sí — dijo Muller. De algún modo sentía una extraña sensación de bienestar. Casi había olvidado que era muy agradable poder ayudar a otra persona. O poder charlar, sin prisas, de cosas sin importancia —. ¿Bebes, Ned? — preguntó.

— ¿Bebidas alcohólicas?

— Eso quise decir.

— Moderadamente.

— Este es nuestro licor local — dijo Muller —. Lo producen unos gnomos, en las entrañas del planeta.

Extrajo un frasco muy delicado y dos copas de boca ancha. Cuidadosamente sirvió unos veinte centilitros en cada copa.

— Esto lo consigo en la zona C — explicó, mientras le alcanzaba su copa a Rawlings —. Brota de una fuente. En realidad, tendría que llamarse bebeme, supongo.

Cautelosamente, Rawlings lo probó.

— ¡Es fuerte!

— Sí. Alrededor de un sesenta por ciento de alcohol. Dios sabe qué es el resto, o cómo lo sintetizan, o por qué. Yo me limito a aceptarlo. Me gusta su sabor dulce y picante al mismo tiempo. Por supuesto, es muy fuerte. Supongo que pretende ser otra trampa. Te emborrachas, muy feliz, y entonces el laberinto te liquida — Alzó su copa con gesto amistoso —. ¡Salud!

Los dos rieron del brindis arcaico y bebieron.

«Cuidado, Dick — se dijo Muller —. Te estás poniendo muy sociable con este chico. Recuerda quién eres. Y por qué. ¿Qué clase de ogro eres, para actuar así?»

— ¿Podría llevar un poco de esto al campamento? — preguntó Rawlings.

— Supongo que sí. ¿Por qué?

— Hay un tipo allí que lo apreciaría. Es una especie de gourmet. Viaja con una consola llena de licores que sirve unas cien bebidas de cuarenta mundos diferentes. Ni siquiera recuerdo sus nombres.

— ¿Tiene algo de Marduk? — preguntó Muller —. ¿De los mundos de Deneb? ¿De Rigel?

— No estoy seguro. Quiero decir que me gusta beber una copa de vez en cuando, pero no soy un entendido.

— Si tu amigo estuviese dispuesto a hacer un trueque… — Muller se interrumpió —. No. No. Olvídalo. No voy a entrar en tratos.

— Pueda volver al campamento conmigo — dijo Rawlings —. Estoy seguro de que le dejaría usar libremente la consola.

— Eres muy sutil. No. — Muller miró ceñudo su copa —. No vas a convencerme, Ned. No quiero tener que ver con los otros.

— Lamento que piense así.

— ¿Otra copa?

— No — Tengo que volver al campamento. Es muy tarde. No estaba previsto que pasara el día aquí y me van a echar una bronca por no haber hecho mi parte del trabajo.

— Estuviste casi todo el día en la jaula. No pueden culparte por eso.

— Ayer se quejaron, creo que no quieren que venga a visitarle.

Muller sintió que algo se endurecía en su interior.

Rawlings continuó:

— Hoy no hice nada en todo el día; no me sorprendería que mañana no me dejaran venir. Se ponen muy tontos, a veces. Quiero decir que como usted no parece muy deseoso de cooperar, consideran que pierdo el tiempo viniendo a verle, en vez de controlar la maquinaria en E o en F.

Rawlings terminó su copa y se puso en pie, con un gemido. Miró sus piernas desnudas. El diagnosticador había cubierto las heridas con una espuma nutritiva color carne; era casi imposible darse cuenta de que su piel había sufrido heridas. Con dificultad volvió a ponerse las estropeadas polainas.

— No me pondré las botas — dijo —. Están rotas y no seria agradable intentar caminar. Supongo que podré volver descalzo hasta el campamento.

— El pasto es muy liso — dijo Muller.

— ¿Me dará un poco de ese licor para mi amigo?

En silencio, Muller le dio el frasco, lleno hasta la mitad.

Rawlings lo metió en su cinturón.

— Fue un día muy interesante. Espero poder volver.

4

Mientras Rawlings cojeaba, dirigiéndose hacia la zona E, Boardman preguntó:

— ¿Cómo están tus piernas?

— Cansadas. Están curando muy rápido. Estoy bien.

— Ten cuidado. No dejes caer el frasco.

— No se preocupe, Charles. Lo tengo bien sujeto. No le privaría de esa experiencia.

— Escucha, Ned. Tratamos de que los robots llegaran hasta la jaula. Vi todo lo que sucedió cuando esos animales horribles te atacaron. Pero no podíamos hacer nada. Muller interceptaba las sondas y las destruía.

— Está bien — dijo Rawlings.

— Es evidente que no está en sus cabales. No quería que una sonda entrara en las zonas interiores.

— Está bien, Charles. No estoy muerto.

Pero Boardman no podía dar por terminado el tema.

— Se me ocurrió que si no hubiésemos intentado enviar las sondas hubiese sido mejor, Ned. Las sondas mantuvieron ocupado a Muller durante mucho rato. Si no, hubiese vuelto a la jaula. Te hubiera ayudado. O hubiese matado a los animales. El…

Deteniéndose, Boardman contrajo los labios y se reprochó interiormente el ponerse a divagar. Un síntoma de vejez. Sintió los pliegues de carne en su estómago. Necesitaba otra reforma. Adelantar su edad exterior hasta los sesenta años, más o menos, corrigiendo el deterioro fisiológico hasta volver a los cincuenta. Más viejo por fuera que por dentro. Una frase astuta para ocultar la astucia.

Después de un rato, dijo:

— Parece que Muller y tú ya sois buenos amigos. Me alegro. Ya es hora de que le tientes para que salga.

— ¿Y cómo lo lograré?

— Prométele una cura.

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