Capítulo XIII

1

Pasó tres semanas asimilando todo lo que se sabía de los gigantescos seres extragalácticos. Insistió en no ir a la Tierra y en que su retorno no se hiciera público. Le alojaron en un búnker en la Luna y vivió discretamente a la sombra de Copérnico, moviéndose como un robot por unos corredores de acero gris, alumbrados por cálidas antorchas. Le mostraron todos los cubos. Proyectaron muchas reconstrucciones en módulos sensoriales. Muller escuchaba. Absorbía. Dijo muy poco.

Se mantenían a distancia, como habían hecho en el viaje desde Lemnos. Pasaban días enteros sin que viese a un ser humano. Cuando llegaban hasta él, se mantenían a más de diez metros de distancia.

No se quejó.

La excepción era Boardman, que lo visitaba tres veces por semana e insistía en estar dentro de la zona del dolor. A Muller eso le parecía despreciable. Boardman parecía tratarlo con condescendencia, con su voluntaria y totalmente innecesaria sumisión al sufrimiento.

— Preferiría que no vinieses — le dijo durante su quinta visita —. Podemos hablar por la pantalla o podrías quedarte en la puerta.

— No me importa estar cerca.

— Pero a mí sí — replicó Muller —. ¿Nunca se te ha ocurrido que estoy empezando a encontrar tan odiosa a la humanidad como la humanidad me encuentra a mí? El tufo de tu cuerpo carnoso, Charles, se me clava en la nariz. Y no es sólo el tuyo, es el de todos. Desagradable. Nauseabundo. Hasta la expresión de vuestras caras. Los poros. Sus estúpidas bocas abiertas. Las orejas. Mira de cerca una oreja, Charles. ¿Has visto alguna vez algo más repulsivo que esa tacita rosada y arrugada? ¡Me dais asco, todos!

— Lamento que pienses así — dijo Boardman. Las sesiones informativas continuaron. Después de una semana, Muller estuvo listo para emprender su misión; pero no: primero tenían que alimentarlo con todas las informaciones del banco. Absorbió la información con impaciencia creciente. Todavía perduraba una sombra de su antigua personalidad, que consideraba la misión como un desafío fascinante, digno de ser aceptado. Iría. Serviría, como antes. Cumpliría su obligación.

Eventualmente, dijeron que podía partir.

Desde la Luna lo llevaron por impulso hasta un punto situado fuera de la órbita de Marte, donde lo trasladaron a una nave hiperespacial, ya programada para despedirlo hasta el exterior de la galaxia. Solo. En aquel viaje no tendría que preocuparse por las molestias que su presencia pudiera causar a la tripulación. Había varias razones para esto: la más importante era que, oficialmente, se consideraba una misión suicida, y puesto que la nave podía hacer el viaje sin necesidad de tripulación hubiese sido temerario arriesgar vidas…, además de la suya, por supuesto. Pero él era un voluntario. Además había pedido hacer el viaje solo.

No vio a Boardman durante las cinco semanas anteriores a la partida ni había visto más a Ned Rawlings desde su vuelta de Lemnos. Muller no lamentaba la ausencia de Boardman, pero a veces deseaba poder pasar otra hora con Rawlings. Era un chico que prometía. Tras la incoherencia y la confusa ingenuidad, Muller vislumbraba las simientes de la madurez.

Desde la cabina de su pequeña y esbelta nave vio a los técnicos flotando en el espacio y disponiéndose a cortar las comunicaciones. Estaban volviendo a su propia nave. Escuchó un mensaje de Boardman, un Boardman muy especial. «Ve y cumple con tu deber. La humanidad… », etcétera, etcétera. Muller agradeció amablemente sus palabras.

El canal de comunicación quedó cortado.

Unos instantes más tarde, Muller entró en el hiperespacio.

2

Los seres gigantescos se habían apoderado de tres sistemas situados en los márgenes de la galaxia; cada estrella tenía dos planetas colonizados por la Tierra. La nave de Muller se dirigía hacia una estrella verdosa cuyos mundos habían sido colonizados sólo cincuenta años antes. El quinto planeta, seco como el hierro, pertenecía a una sociedad colonizadora del Asia Central, que estaba tratando de establecer una serie de culturas nómadas donde se pudieran practicar las virtudes pastorales. El sexto, que presentaba una mezcla de culturas y ambientes más parecidos a los de la tierra, estaba ocupado por representantes de media docena de sociedades colonizadoras, cada una en un continente. Las relaciones entre esos grupos, a menudo complicadas y difíciles, habían dejado de tener importancia en los últimos doce meses, ya que ambos planetas estaban bajo el control de supervisores extragalácticos.

Muller salió de la trayectoria hiperespacial a veinte segundos luz del sexto planeta. Automáticamente.

Su nave se estacionó en una órbita de observación y los aparatos comenzaron a informas. Las pantallas mostraban la imagen de la superficie. Las placas de superposición le permitían comparar la configuración de las instalaciones que había abajo con la que habían tenido antes de ser conquistadas por los Extragalácticos. Las imágenes ampliadas eran muy interesantes, las imágenes originales a en la pantalla de color violeta; las ampliaciones recientes en rojo. Muller observó que, alrededor de cada una de las colonias, y sin tener en cuenta su planta original, había surgido una red de calles angulares y avenidas zigzagueantes. Instintivamente notó que aquella geometría era totalmente extranjera. Lo que observaba trajo a su memoria el lívido recuerdo del laberinto, y aunque aquellos esquemas no se parecían a los del laberinto tenían en común su falta de una pauta predecible. Rechazó la posibilidad de que el laberinto de Lemnos hubiese sido construido por los seres radiales. Lo que captaba era la similitud entre diferencias totales. Los seres extraños construían de maneras extrañas.

A siete mil kilómetros de distancia del planeta, estaba en órbita una cápsula resplandeciente, con un eje más grande que el otro, que tenía, aproximadamente, la masa de una gran nave de transporte interestelar. Muller descubrió una cápsula similar alrededor del quinto mundo. Los supervisores.

Para él era imposible comunicarse con cualquiera de las cápsulas ni con los planetas; todos los canales estaban bloqueados. Empujó caprichosamente los controles durante más de una hora, ignorando las advertencias del cerebro de la nave, que le repetía que era inútil. Finalmente se rindió a la evidencia.

Acercó su nave a la cápsula más próxima. Le sorprendió que la nave siguiera estando bajo su control. Los proyectiles destructores que se habían acercado a los supervisores habían sido desviados por éstos, pero él podía maniobrar. ¿Un signo esperanzador?

¿Estaba siendo observado? ¿El ser podía distinguirlo de un arma destructora? ¿O lo estaría ignorando?

Desde una distancia de un millón de kilómetros ajustó su velocidad con la del satélite y puso su nave en una órbita de estacionamiento alrededor de él. Entró en la cápsula de lanzamiento. Se lanzó al vacío y entró en la oscuridad.

3

El extragaláctico se apoderó de él. No había duda. La cápsula de lanzamiento estaba programada para una órbita que lo acercara al satélite a su debido tiempo, y Muller descubrió rápidamente que se estaba desviando de dicha órbita. Las desviaciones nunca son accidentales. Su cápsula estaba acelerando más velozmente de lo programado; eso quería decir que había sido atrapada y estaba siendo atraída. Lo aceptó. Mantenía una calma helada; no esperaba nada y estaba preparado para todo. La cápsula empezó a bajar. Vio el bulto brillante del satélite.

Piel contra, piel metálica, los vehículos se encontraron, se tocaron, se unieron.

Se abrió una escotilla.

La cápsula se deslizó hacia adentro.

Su cápsula se detuvo en una plataforma situada en una inmensa habitación cavernosa, de cientos de metros de longitud, altura y profundidad. Llevando su traje espacial, Muller salió. Activó sus cojinetes gravitatorios, ya que, como había supuesto, la gravedad en el satélite era casi nula e imperceptible. En la oscuridad sólo vio un tenue resplandor púrpura. En el silencio total oyó un sonido profundo y resonante, como un suspiro enormemente ampliado que temblaba entre las columnas y las vigas del satélite. A pesar de los cojinetes de gravedad, se sintió mareado; el suelo se movía bajo sus pies. Por su mente pasó una imagen parecida al ruido del mar: grandes olas se estrellaban en playas, agua que se agitaba y resonaba en su cavidad global, el mundo se estremecía a causa de ello. Muller sintió un escalofrío que su traje no pudo contrarrestar. Una fuerza irresistible lo atraía. Se movió, inseguro, y sintió alivio y sorpresa al ver que sus miembros todavía obedecían sus órdenes, aunque no los controlaba por completo. La conciencia de que allí cerca había algo vasto, algo que pesaba y latía y suspiraba, seguía acompañándolo.

Anduvo por una avenida en tinieblas. Llegó a una barandilla baja, una luz roja y opaca en la profunda oscuridad, y apretó su pierna contra ella, manteniendo el contacto mientras avanzaba. En un momento resbaló, y al golpear la barandilla con el codo sintió que el ruido del metal recorría la enorme estructura. Ecos borrosos volvieron hasta él. Como si estuviera andando por el laberinto, pasó por pasillos y compuertas, atravesó compartimientos relacionados, cruzó puentes que se alzaban sobre oscuros abismos, bajó por rampas ondulantes que desembocaban en impresionantes cámaras cuyos techos eran apenas visibles. Se movía con confianza ciega; no sentía ningún temor. Apenas podía ver. No comprendía la estructura total del satélite. Apenas podía la imaginar la finalidad de aquellas divisiones internas.

Desde la invisible presencia gigantesca llegaban ondas silenciosas, cuya fuerza se iba intensificando. Muller tembló sintiendo que lo aferraban. Pero siguió avanzando hasta que llegó a una especie de galería central, y en un resplandor azul apagado pudo ver unos niveles que descendían delante de él, y muy por debajo de su balcón un amplio tanque y, dentro del tanque, algo que centelleaba, algo enorme.

— Aquí estoy — dijo —. Richard Muller. De la Tierra.

Se aferró a la baranda y miró hacia abajo, esperando que sucediera alguna cosa. ¿Acaso la enorme bestia se agitó y cambió de posición? ¿Gruñó? ¿Se dirigió a él en un lenguaje que entendía? No nada. Pero sintió muchas cosas: lenta, sutilmente, tomó conciencia de un contacto, de una mezcla, de una sumersión.

Sintió que su alma escapaba por sus poros, la absorción era incesante. Pero Muller prefirió no resistirse, cedió, dio la bienvenida, se entregó libremente. Abajo, en el pozo, el monstruo perforaba su espíritu, abría compuertas de energía neural, pedía más.

— Sigue — dijo Muller, y los ecos de su voz danzaron a su alrededor, resonando y reverberando —. ¡Bebe! ¿Cómo es? Una bebida amarga ¿eh? ¡Bebe, bebe!

Sus rodillas se doblaron y cayó hacia adelante apretando la frente contra la fría barandilla mientras sus últimas reservas eran extinguidas.

Se rindió de buena gana, en gotas brillantes. Entregó el primer amor y el primer desengaño. La lluvia de abril, la fiebre y el dolor. Orgullo y esperanza, calor y frío, dulce y ácido. El olor del sudor y el roce de la piel, el trueno de la música, la música del trueno, cabellos sedosos anudados en sus dedos, líneas dibujadas en la arena. Montar un caballo, brillantes manadas de pececillos, las torres de Novísima Chicago, los burdeles de Nueva Orleáns. Nieve. Sangre. Vino. Hambre. Fuego. Dolor. Sueño. Penas. Manzanas. Amanecer. Lágrimas. Bach. El ruido del tocino al freírse. La risa de los ancianos. El Sol en el horizonte, la luna en el mar, la luz de las estrellas, el humo de los cohetes, flores de verano en la ladera de un glaciar. Padre. Madre. Jesús. Tristeza. Júbilo. Lo dio todo y aguardó una respuesta. No recibió ninguna. Y cuando estuvo totalmente vacío, apoyó la cara en el suelo, desnudo, hueco, mirando sin ver hacia el abismo.

4

Cuando pudo marcharse, se marchó. La compuerta se abrió para dar paso a su cápsula, que se elevó rumbo de la nave. Poco después estaba en trayectoria hiperespacial. Durmió durante la mayor parte del viaje. En las cercanías de Antares conectó los controles manuales, se hizo cargo de la nave y pidió un cambio de rumbo. No había necesidad de volver a la Tierra. La estación de control recibió su solicitud, hizo una comprobación rutinaria para ver si el canal estaba libre y le autorizó a dirigirse inmediatamente a Lemnos. Instantáneamente, Muller volvió a entrar en trayectoria hiperespacial.

Cuando surgió, no lejos de Lemnos, encontró otra nave en órbita esperándole. Decidió ignorarla, pero la otra nave insistió en entrar en contacto. Muller aceptó la comunicación.

— Soy Ned Rawlings — dijo una voz extrañamente serena —. ¿Por qué ha cambiado su plan de vuelo?

— ¿A quién le importa? Ya he hecho mi trabajo.

— Pero no ha hecho un informe.

— Entonces informaré ahora. Visité al extragaláctico. Tuvimos una charla agradable y amistosa. Luego me permitió partir. Ahora casi estoy en casa. No sé qué consecuencias tendrá mi visita en el futuro de la humanidad. Fin del informe.

— ¿Qué va a hacer ahora?

— Te lo dije; irme a casa. Esta es mi casa.

— ¿Lemnos?

— Lemnos.

— Dick, déjeme ir a su nave. Diez minutos… cara a cara. Por favor, no se niegue.

— No me niego — dijo Muller.

Una pequeña embarcación se separó de la otra nave y ajustó su velocidad a la suya. Pacientemente, Muller permitió el acoplamiento. Rawlings entró en su nave y se quitó el casco. Estaba pálido y tenso; parecía mayor. Sus ojos tenían una expresión distinta. Durante un momento se miraron en silencio.

Luego Rawlings avanzó y tomó la muñeca de Muller, saludándole.

— Nunca pensé que volvería a verle, Dick — Comenzó —, y quiero decirle…

Calló bruscamente.

— ¿Sí? — preguntó Muller.

— No lo siento — dijo Rawlings — ¡No lo siento!

— ¿Qué?

— Usted. Su campo mental. Mire, estoy a su lado. No siento nada. La fealdad, el dolor, la degradación…, ¡no llega nada!

— El monstruo lo devoró — dijo Muller con calma —. No me sorprende. Mi alma dejó mi cuerpo. Y no toda volvió a entrar.

— ¿De qué está hablando?

— Sentí que absorbía todo lo que había en mi interior. Sabía que estaba modificándome, No fue deliberado. Fue solo un subproducto.

— Entonces, lo sabía — dijo Rawlings lentamente —. Antes de que yo viniera.

— Pero esto lo confirma.

— Y sin embargo, quiere volver al laberinto. ¿Por qué?

— Es mi hogar.

— La Tierra es su hogar, Dick. No hay razones para que no vuelva. Está curado.

— Si — dijo Muller —. Un fin feliz para mi lamentable historia. Ahora puedo volver a convivir con la humanidad. Es mi recompensa por haber arriesgado noblemente la vida por segunda vez ante seres extraños. ¡Perfecto! Pero la humanidad, ¿es digna de convivir conmigo?

— No vaya a Lemnos, Dick. Está siendo irracional Charles me envió a buscarle. Está enormemente orgulloso de usted. Todos lo estamos. Sería un error volver a encerrarse en el laberinto.

— Vuelve a tu nave, Ned — dijo Muller.

— Si usted vuelve al laberinto yo también iré.

— Si lo haces, te mataré. Quiero que me dejen en paz, Ned. ¿Lo comprendes? He hecho mi trabajo. Mi último trabajo. Ahora me retiro, purgado de mis pesadillas. — Muller se esforzó por sonreír —. No me sigas, Ned. Yo confié en ti y tú me hubieras traicionado. Todo lo demás es incidental. Ahora, vete de mi nave. Creo que ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir, excepto adiós.

— Dick…

— Adiós, Ned. Dale recuerdos a Charles. Y a todos los demás.

— ¡No haga eso!

— Hay algo allí abajo que no quiero perder — dijo Muller —. Ahora voy a reclamarlo. Manteneos a distancia. Todos vosotros. Manteneos a distancia. Ya sé la verdad sobre la humanidad. ¿Te irás ahora?

En silencio, Rawlings ajustó su traje y se dirigió a la compuerta. Cuando la atravesó, Muller dijo:

— Despídeme de todos, Ned. Me alegro de que tú hayas sido el último hombre que veré. De algún modo lo hace más fácil.

Rawlings desapareció por la compuerta.

Poco después, Muller programó su nave para una órbita hiperbólica diferida en veinte minutos, entró en la cápsula y se preparó para descender hasta Lemnos. Fue un lanzamiento rápido y un buen aterrizaje. Bajó justo en el área de impacto, a dos kilómetros del portal del laberinto. El sol estaba alto y brillante. Muller caminó velozmente hacia el laberinto.

Había hecho lo que querían que hiciera.

Y ahora se iba a casa.

5

— Sigue haciendo gestos — dijo Boardman —. Ya saldrá de allí.

— No lo creo — replicó Rawlings —. Pensaba lo que decía.

— ¿Estuviste a su lado y no sentiste nada?

— Nada. Ya no lo tiene.

— ¿Y él lo sabe?

— Sí.

— Entonces saldrá — dijo Boardman —. Le vigilaremos, y cuando pida que le saquen de Lemnos lo haremos. Más pronto o más tarde, volverá a necesitar de los demás. Le han pasado tantas cosas que necesita pensar en todo, y cree que el laberinto es el mejor sitio para eso. Todavía no está preparado para volver a emprender una vida normal. Dale dos años, tres, cuatro. Saldrá. Los dos grupos de seres extraterrestres se han anulado mutuamente y es apto para volver a la sociedad humana.

— Creo que no — dijo Rawlings en voz baja —. No creo que se hayan anulado con tanta exactitud. Charles, creo que él ya… no es humano.

Boardman rió.

— ¿Quieres que apostemos? Te doy cinco a uno a que Muller saldrá voluntariamente del laberinto antes de cinco años.

— Bueno…

— Apostado, entonces.

Rawlings salió de la oficina del anciano. Ya era noche. Cruzó el puente que había fuera del edificio. Dentro de una hora estaría cenando con una persona cálida y más dispuesta, que estaba totalmente deslumbrada por su relación con el famoso Ned Rawlings. Era una buena oyente que le estimulaba a contar historias de hechos audaces y asentía gravemente cuando hablaba de los desafíos del futuro. Además, era buena en la cama.

Se detuvo en el puente para mirar las estrellas.

Un millón de millones de resplandecientes puntos luminosos brillaban en el cielo. Allá estaban Lemnos y Beta Hydri IV y los mundos ocupados por los seres radiales y todos los dominios del hombre y hasta la galaxia de los otros, invisible, pero real. Allá había un laberinto en una ancha llanura y un bosque de árboles esponjosos de centenares de metros de altura y mil planetas donde estaban sembradas las jóvenes ciudades de los terrestres y un extraño tanque en órbita alrededor de un mundo sojuzgado. En el tanque yacía algo insoportablemente extraño. En los mil planetas vivían hombres preocupados que temían al futuro. Bajo los árboles esponjosos andaban gráciles criaturas silenciosas con muchos brazos. En el laberinto, reposaba un… hombre.

«Quizá — pensó Rawlings —, dentro de un año o dos iré a visitar a Muller. »

Era muy pronto para predecir el rumbo que tomarían los acontecimientos. Nadie sabía cómo estaban reaccionando los seres radiales, si es que llegaban reaccionar, a las cosas que habían aprendido de Richard Muller. El papel de los hidranos, los esfuerzos del hombre por defenderse, la salida de Muller del laberinto, eran misterios, incógnitas variables. Era excitante y causaba un poco de temor pensar que viviría los tiempos difíciles que se aproximaban.

Atravesó el puente. Vio las naves espaciales que perturbaban la oscuridad. Se quedó inmóvil, sintiendo la atracción de las estrellas. Todo el universo tiraba de él, cada estrella ejercía un poder finito. El resplandor del cielo le deslumbraba. Había senderos abiertos que le atraían Pensó en el hombre del laberinto. También pensó en la chica esbelta y apasionada, de ojos oscuros, cuyo cuerpo le aguardaba.

Súbitamente fue Dick Muller, cuando tenía veinticuatro años y la galaxia podía ser suya si se lo proponía. «¿Eras tan diferente de mí? — se preguntó —. ¿Que sentías cuando levantabas la vista y mirabas las estrellas? ¿Dónde te golpeaban? Aquí. Aquí. Donde me golpean a mí. Y fuiste allá. Y encontraste. Y perdiste. Y encontraste otra cosa. ¿Recuerdas, Dick, cómo sentías entonces? ¿En qué pensarás esta noche, en tu ventoso laberinto? ¿Recuerdas? ¿Por qué te alejaste de nosotros, Dick? ¿En qué te has transformado?»

Se apresuró al encuentro de la chica que aguardaba. Bebieron vino nuevo, picante, eléctrico. Sonrieron a la luz de una vela que vacilaba. Más tarde ella se entregó suavemente, y más tarde aún estuvieron en un balcón, muy juntos, mirando la mayor de las ciudades humanas. Las luces se estiraban hasta el infinito, se alzaban hasta encontrarse con esas otras luces de arriba. Deslizó su brazo alrededor de ella y apoyó la mano en su piel desnuda y la apretó contra sí.

— ¿Cuánto tiempo te quedarás esta vez? — preguntó ella.

— Cuatro días más.

— ¿Y cuándo volverás?

— Cuando termine mi trabajo.

— Ned, ¿nunca vas a descansar? ¿Nunca vas a decir, ya basta, no saldré más, elegiré un planeta y me quedaré en él?

— Sí — respondió vagamente —. Supongo que algún día. Dentro de un tiempo.

— No lo piensas en serio. Lo dices. Ninguno de vosotros se asienta nunca.

— No podemos — murmuró él —. Seguimos adelante. Siempre hay más mundos…, nuevos soles…

— Eres demasiado. Quieres todo el universo. Eso no está bien, Ned. Hay que aceptar un limite.

— Sí — dijo él —. Tienes razón. Sé que tienes razón.

Sus dedos viajaron sobre una piel suave como la seda. Ella se estremeció. Él dijo:

— Hacemos lo que tenemos que hacer. Tratamos de aprender de los errores ajenos. Servimos nuestra causa. Intentamos ser honestos con nosotros mismos. ¿De qué otro modo podría ser?

— El hombre que volvió al laberinto…

— …Es feliz — dijo Rawlings. — Está siguiendo el caminó que él mismo eligió.

— ¿Cómo puede ser?

— No puedo explicarlo.

— Debe de odiarnos mucho a todos para volver la espalda al universo de esa forma.

— Está más allá del odio — dijo Rawlings —. De alguna manera. Está en paz. Sea lo que sea.

— ¿Sea lo que sea?

— Si — dijo él dulcemente.

Sintió el frío de la medianoche y la llevó dentro. Se quedaron junto a la cama. La vela estaba casi totalmente consumida. La besó solemnemente y pensó nuevamente en Dick Muller y se preguntó qué laberinto le estaba aguardando al final de su propio sendero. La tomó en sus brazos y sintió la presión de su cuerpo contra su propia piel. Se acostaron. Las manos de Ned buscaron, aferraron, acariciaron. La respiración de ella se transformó en un jadeo.

«Dick, cuando le vea nuevamente tendré mucho que decirle», pensó.

— ¿Por qué volvió a encerrarse en el laberinto? — preguntó ella.

— Por la misma razón que fue a ver a seres extraños. Por la razón que sucedió todo.

— ¿Y cuál era esa razón?

— Amaba a la humanidad — dijo Rawlings.

Era un epitafio tan bueno como otro cualquiera. Apretó con fuerza a la joven. Pero se marchó antes del amanecer.


FIN
Загрузка...