Capítulo XI

1

A Muller casi le habían gustado los hidranos. Lo que recordaba mejor y con más agrado era la gracia de sus movimientos; parecían flotar. Sus cuerpos eran extraños, pero eso no le había molestado; solía repetir que no había que alejarse mucho de la tierra para encontrar seres grotescos. Jirafas. Langostas. Anémonas de mar. Pulpos. Camellos. Mire objetivamente un camello y pregúntese si es más o menos raro que un hidrano.

Había aterrizado en una zona húmeda y triste del planeta, un poco al norte del ecuador, en un continente con forma de ameba, ocupado por una docena de grandes ciudades que ocupaban varios miles de kilómetros cuadrados cada una. Su sistema de protección vital, diseñado especialmente para aquella misión, era poco más que una delgada capa filtrante que se adhería a él como una segunda piel. Le proporcionaba aire por medio de un millar de placas de diálisis, le permitía moverse con facilidad, aunque no muy cómodamente.

Observó durante una hora, a través de un bosque de enormes árboles que parecían setas venenosas, antes de encontrarse con los nativos. Los árboles tenían muchos cientos de metros de altitud; quizá la gravedad, cinco octavos de la terrestre, tuviera algo que ver con eso. Sus troncos no parecían muy sólidos. Muller sospechaba que una capa leñosa externa, cuyo grosor no superaba la de un dedo, rodeaba un enorme núcleo de pulpa blancuzca. Las copas en forma de bonete se juntaban, formando una especie de dosel continuo que no dejaba llegar la luz al suelo. Como la capa de nubes que rodeaba al planeta no dejaba pasar más que un resplandor grisáceo y aun eso era interceptado por los árboles, una oscuridad pardusca prevalecía al nivel del suelo.

Cuando encontró a los hidranos se sorprendió al descubrir que medían unos tres metros de estatura. Nunca se había sentido tan disminuido desde su infancia; rodeado por ellos, torciendo la cabeza para poder mirarles a los ojos. Había llegado el momento de realizar el ejercicio de hermeneútica aplicada. En voz baja dijo:

— Me llamo Richard Muller. Tengo un mensaje de los pueblos de la Esfera Cultural Terrestre.

Por supuesto, no podían entender eso. Pero se mantuvieron inmóviles. Imaginó que sus expresiones no eran inamistosas.

Dejándose caer de rodillas, Muller dibujó el teorema de Pitágoras en la tierra húmeda y blanda.

Levantó la mirada y sonrió.

— Un concepto básico de geometría. Una forma de pensamiento universal.

Sus narices verticales como tajos parecieron agitarse. Inclinaron sus cabezas. Imaginó que estaban intercambiando miradas pensativas. Con los ojos formando un círculo alrededor de sus cabezas, no necesitaban cambiar de posición para hacerlo.

— Permitidme exhibir otras pruebas de nuestro parentesco — dijo Muller.

Trazó una línea en el suelo. A una corta distancia, trazó dos líneas más. A una distancia mayor trazó tres líneas. Añadió los signos: I + II = III.

— Lo llamamos adición — dijo.

Los brazos articulados se balancearon. Dos miembros de su público se tocaron. Muller recordó cómo habían destruido el ojo espía en cuanto lo descubrieron, sin tomarse la molestia de examinarlo. Estaba preparado para la misma reacción. Pero en cambio, le estaban escuchando. Era un signo prometedor. Se puso de pie y señalo las marcas que había hecho en el suelo.

— Ahora os toca a vosotros — dijo. Hablaba en voz muy alta y sonriendo — Demostradme que habéis entendido. Habladme en el lenguaje universal de las matemáticas.

Al principio no hubo respuesta.

Señaló nuevamente. Indicó sus signos y luego extendió la mano con la palma hacia arriba hacia el hidrano que estaba más cerca.

Después de una larga pausa, uno de los otros hidranos se movió fluidamente hacia adelante y dejó que uno de sus pies zócalo en forma de esfera quedara sobre las líneas del suelo. La pierna se movió ligeramente y las líneas se borraron a medida que el hidrano alisaba el suelo.

— Muy bien — dijo Muller —. Ahora dibuja tú. El hidrano volvió a su sitio en el círculo. — Muy bien — dijo Muller —. Hay otro lenguaje universal, espero que esto no ofenda a vuestros oídos.

Sacó un grabador soprano de su bolsillo y lo puso entre sus labios. Era muy incómodo tocar a través de la capa filtrante. Tomó aliento y tocó una escala diatónica. Los miembros de los hidranos se agitaron levemente. Entonces oían o, al menos, percibían las vibraciones. Tocó otra escala diatónica en tono menor. Luego intentó una escala cromática. Parecieron un poco más agitados. «Buenos chicos — pensó —; sois entendidos. Quizá la escala diatónica armoniza mejor con este planeta brumoso. » Tocó nuevamente las dos y, por si acaso, les hizo escuchar un trozo de Debussy.

— ¿Entendéis? — Preguntó.

Parecían estar discutiendo algo.

Dieron la vuelta y se alejaron.

Trató de seguirles. No podía mantener el mismo ritmo y pronto les perdió de vista en el bosque neblinoso y oscuro, pero perseveró y les encontró agrupados, como si estuvieran aguardándole, un poco más adelante. Cuando se acercó a ellos, echaron a andar de nuevo. De esa forma le guiaron, espasmódicamente, hasta su ciudad.

Subsistió comiendo sintéticos. El análisis químico demostró que no sería prudente comer los productos locales.

Dibujó muchas veces el teorema de Pitágoras. Demostró una variedad de procesos aritméticos. Interpretó a Bach y a Schonnberg. Construyó triángulos equiláteros. Se aventuró en la geometría de los sólidos. Cantó. Habló francés, ruso y mandarín, además de inglés, para mostrarles la diversidad de las lenguas humanas. Les enseñó la tabla de los elementos periódicos. Después de seis meses no sabía más acerca de sus mentes que una hora antes de aterrizar. Toleraban su presencia, pero no le decían nada y menudo se comunicaban entre sí era sobre todo por medio de gestos rápidos y vagos, roces de las manos, temblores de las ranuras olfativas. Aparentemente poseían un lenguaje hablado, Pero era tan suave que no podía ni empezar a distinguir palabras ni sílabas. Grabó todo lo que pudo oír, por supuesto.

En un momento dado se cansaron y fueron por él.

Durmió.

Y no descubrió hasta mucho después lo que le habían hecho mientras dormía.

2

Tenía dieciocho años y estaba desnudo bajo las estrellas de California. El cielo brillaba. Sintió que al alargaba el brazo podría tocar las estrellas y arrancarlas.

Ser un dios. Poseer todo el universo.

Se volvió hacia ella. Su cuerpo era fresco y esbelto; estaba ligeramente tenso. Acarició sus pechos, dejó vagar la mano sobre su vientre plano. Ella se estremeció.

— Dick — dijo —. Oh… «Ser un dios», pensó él. La besó suavemente y luego no tan suavemente.

— Espera — dijo ella —. Aún no estoy lista.

El esperó. La ayudó a estar lista o hizo las cosas que le parecieron adecuadas para eso, y pronto la chica comenzó a jadear. Dijo su nombre nuevamente. ¿Cuántas estrellas puede recorrer un hombre en su vida? Si cada estrella tiene un promedio de veinte planetas y hay cien millones de estrellas dentro de una esfera galáctica de X años luz de diámetro… Ella abrió los muslos. Él cerró los ojos y sintió las agujas secas de los pinos en las rodillas y los codos. Ella no era la primera, pero era la primera que importaba. Cuando el relámpago desgarró su cerebro tuvo conciencia de su respuesta, vacilante primero, vigorosa después. La intensidad de la reacción le asustó, pero sólo durante un momento y cabalgó con ella hasta el final.

Ser un dios debía ser parecido a esto.

Rodaron. Él señaló las estrellas y le dijo sus nombres; la mitad estaban equivocados, pero ella no tenía por qué saberlo. Compartió sus sueños con ella. Después hicieron el amor por segunda vez y fue aún mejor.

Él deseaba que lloviera, para poder bailar bajo la lluvia, pero el cielo estaba despejado. En cambio, fueron a nadar y salieron temblando, riendo. Cuando la llevó a casa, la chica tomó su píldora con Chartreuse y él le dijo que la amaba.

Durante varios años se enviaron tarjetas por Navidad.

3

El octavo mundo de Alfa Centauri B era un gigante gaseoso con un núcleo de poca densidad y una gravedad no mucho más incómoda que la de la tierra. Muller había pasado allí su segunda luna de miel. En parte había sido un viaje de negocios, porque había problemas con los colonizadores del sexto planeta, quienes estaban hablando de instalar un efecto de torbellino que absorbería la mayor parte de la útil atmósfera del octavo mundo para usarla como materia prima.

Las negociaciones de Muller con los nativos fueron bastante fructíferas. Les convenció de que aceptaran un sistema cuotas para sus explotaciones atmosféricas y hasta se ganó sus alabanzas por la pequeña lección de moral interplanetario que les administró. Después, él y Nola fueron invitados por el Gobierno a pasar sus vacaciones en el octavo mundo. A diferencia de Lorayn, a Nola le gustaba viajar. Le acompañaría en muchos de sus viajes.

Llevando trajes botadores, nadaron en un lago de metano helado. Corrieron riendo por costas de amoníaco. Nola era tan alta como él, de piernas fuertes, cabellos rojo oscuro y ojos verdes. Se abrazaron en un cuarto tibio cuyas ventanas colgaban sobre un mar olvidado que se extendía cientos de miles de kilómetros.

— Para siempre — dijo ella.

— Sí. Para siempre.

Antes de que terminara la semana tuvieron una pelea muy dura. Pero era sólo un juego; cuanto más fieramente discutían más apasionada era la reconciliación. Durante un tiempo. Luego ni se molestaban en pelear. Cuando venció la opción matrimonial, ninguno de los dos quiso renovarla. Tiempo después, cuando su fama creció, recibió algunas cartas amistosas de ella. Había intentado verla cuando volvió de Beta Hydri IV a la Tierra. Pensó que Nola le ayudaría. Ella no le volvería la espalda, por los viejos tiempos.

Pero estaba pasando las vacaciones en Vesta, con su séptimo marido. Muller lo supo a través de su quinto marido. Él había sido el tercero. No la llamó. Comprendió que sería inútil.

4

El cirujano dijo:

— Lo siento mucho, señor Muller. No podemos hacer nada por usted. No quiero que albergue esperanzas vanas. Hemos hecho un gráfico de toda su red de neuronas. No podemos encontrar el punto donde se hizo la alteración. Lo siento muchísimo.

5

Había tenido nueve años para aguzar su memoria. Había llenado algunos cubos con recuerdos, pero eso había sido durante los primeros años de su exilio, cuando le preocupaba la posibilidad de que su pasado se desvaneciera, perdido en la niebla. Descubrió que los recuerdos se vuelven más vívidos con la edad. O quizá era el adiestramiento. Podía conjurar visiones, sonidos, sabores, olores. Podía reconstruir conversaciones íntegras de forma convincente. Podía citar los textos completos de varios tratados en cuya negociación había intervenido. Podía nombrar a todos los reyes de Inglaterra, desde el primero al último, desde Guillermo I hasta Guillermo VII. Recordaba los nombres de las mujeres cuyos cuerpos habían sido suyos.

Admitió que, si tenía la oportunidad, volvería. Todo lo demás habían sido pretextos y jactancias. Sabía que no se había engañado a sí mismo ni había engañado a Ned Rawlings. El desprecio que sentía por la humanidad era real, pero no deseaba seguir aislado. Esperó ansiosamente el retorno de Rawlings. Mientras aguardaba, bebió varias copas del licor de la ciudad, cazó nerviosamente, abatiendo animales que no podría comer en un año, y mantuvo complejos diálogos consigo mismo. Soñó con la Tierra.

6

Rawlings corría. Muller, de pie en la zona C, le vio llegar apresuradamente, atravesar la entrada sin aliento, congestionado.

— No debes correr — dijo Muller —, ni siquiera en las zonas más seguras. Nunca se sabe…

Rawlings se dejó caer junto a una especie de bañera de piedra con rebordes, aferrándose a ella y tratando de recuperar el aliento.

— Por favor, deme un trago — dijo, jadeando —. Ese licor suyo…

— ¿Estás bien?

— No.

Muller se acercó a la fuente y llenó un frasco con el fuerte licor. Rawlings no hizo ni un gesto cuando Muller se acercó para darle el frasco. Parecía no darse cuenta de la emanación mental. Ansiosa, torpemente, vació el frasco, dejando que las gotas del brillante líquido chorrearan por su barbilla y su ropa. Luego cerró los ojos un instante.

— Tienes muy mal aspecto — dijo Muller —. Como si te hubieran violado.

— Me violaron.

— ¿Qué sucede?

— Espere. Deje que recupere el aliento. Vine corriendo desde la zona F.

— Tienes suerte de estar vivo. ¿Otra copa?

— No — dijo Rawlings —. Todavía no.

Muller lo observó, perplejo. El cambio era notorio e inquietante y la mera fatiga no daba razón de él.

Rawlings estaba congestionado, con la cara roja e hinchada; sus músculos faciales estaban contraídos, sus ojos se movían al azar, buscado sin encontrar. ¿Borracho? ¿Enfermo? ¿Drogado?

Rawlings guardaba silencio.

Después de un rato Muller dijo, para interrumpir el silencio:

— He pensado mucho en nuestra última conversación. Decidí que me había portado como un idiota. Toda esa misantropía barata que te lancé a la cara. — Muller se arrodilló y trató de mirarle a los ojos —. Mira, Ned, retiro lo dicho. Estoy dispuesto a volver a la Tierra y someterme a un tratamiento. Aun si se trata de una cura experimental; correré el riesgo. Quiero decir que lo peor que puede suceder es que no me cure y…

— No hay tratamiento — dijo Rawlings.

— No hay… tratamiento…

— No lo hay. Ninguno Era una mentira.

— Sí, claro.

— Usted mismo lo dijo — le recordó Rawlings. Usted no creyó una palabra de lo que le dije, ¿recuerda?

— Una mentira.

— Usted no entendía por qué se lo decía, pero dijo que eran tonterías. Usted me dijo que estaba mintiendo. Se preguntaba por qué lo hacia. Yo le mentí Dick.

— Mentiste.

— Pero yo cambié de idea — dijo Muller en voz baja —. Estaba dispuesto a volver a la Tierra.

— No existe cura para su problema — dijo Rawlings.

Se puso de pie, lentamente, y pasó la manó por sus largos cabellos dorados. Arregló sus ropas. Levantó el frasco, fue hasta la fuente Y lo llenó. Al volver, le pasó el frasco a Muller, quien bebió un trago. Rawlings terminó el frasco. Algo pequeño de aspecto voraz pasó corriendo a su lado y se deslizó por el portal que nevaba a la zona D.

— ¿Quieres explicarme esto? — preguntó Muller.

— No somos arqueólogos.

— Continúa.

— Vinimos aquí especialmente para buscarle. No fue un accidente. Siempre supimos que estaba aquí. Lo sabemos desde que partió de la Tierra, hace nueve años.

— Tomé precauciones.

— No sirvieron para nada. Boardman sabía dónde se dirigía e hizo que le espiaran. Lo dejó en paz porque no le servía para nada. Pero cuando le necesitó tuvo que venir a buscarle. Por así decirlo, le tenía en reserva.

— ¿Charles Boardman te envió a buscarme? — preguntó Muller.

— Sí; por eso estamos aquí. Es la única finalidad de la expedición — respondió Rawlings con voz inexpresiva —. Fui elegido para establecer contacto con usted porque conoció a mi padre y podía confiar en mi. Y porque tengo cara de inocente. Boardman estuvo dirigiéndome todo el tiempo, sugiriendo lo que debía decir, controlándome, indicándome hasta los errores que debía cometer para equivocarme correctamente. Me dijo que entrara en la jaula, por ejemplo. Pensó que eso me ayudaría a ganar sus simpatías.

— ¿Boardman está aquí? ¿Aquí en Lemnos?

— En la zona F. Tiene un campamento allí.

— ¿Charles Boardman?

— Sí; está aquí. Sí.

La cara de Muller parecía de piedra. Por dentro, todo era desorden y agitación.

— ¿Por qué hizo todo esto? ¿Qué quiere de mí?

— Usted sabe que hay una tercera raza inteligente en el universo, además de nosotros y los hidranos — dijo Rawlings.

— Sí. Habían sido descubiertos en el momento en que yo me marché. Por eso fui a visitar a los hidranos. Se suponía que iba a proponer una defensiva con ellos, antes de que esta gente, estos extragalácticos, entraran en contacto con nosotros. No tuvo éxito. Pero ¿qué tiene que ver esto con…?

— ¿Qué sabe de los extragalácticos?

— Muy poco — admitió Muller —. Esencialmente, sólo lo que te dije. El día que acepté la misión a Beta Hydri IV fue la primera vez que oí hablar de ellos. Boardman me lo dijo, pero no quiso agregar nada. Todo lo que sé es que son muy inteligentes, «una raza superior», dijo Boardman, y que viven en una nebulosa cercana. Y que poseen un método de propulsión intergaláctica y podrían visitamos.

— Ahora sabemos más — dijo Rawlings.

— Primero dime qué es lo que quiere Boardman de mí.

— Todo en orden; así será más fácil. — Rawlings sonrió; estaba un poco bebido. Se apoyó contra la bañera y estiró las piernas —. En realidad no sabemos mucho acerca de los extragalácticos. Lo que hicimos fue enviar una sonda al hiperespacio, ponerla en trayectoria curva y sacarla de ella a unos miles de años luz de distancia. O a unos millones. No conozco los detalles. De todos modos era una nave robot, con toda clase de ojos. El lugar donde emergió es una de esas galaxias de rayos X, alto secreto, pero he oído que era en Cisne A o en Escorpión II. Descubrimos que un planeta de la galaxia estaba habitado por una raza muy evolucionada de seres extraños, muy extraños.

— ¿Cómo de extraños?

— Pueden ver todo el espectro — dijo Rawlings —. Su campo visual básico está en las frecuencias altas. Ven con la luz de los rayos X. También parecen ser capaces de usar las frecuencias radiales para ver o, por lo menos, para recibir información sensorial. Y reciben la mayoría de las longitudes de onda centrales, pero no se interesan mucho en la zona situada entre el infrarrojo y el ultravioleta. Lo que nosotros llamamos el espectro visible.

— Aguarda un momento. ¿Sentidos radiales? ¿Tienes una idea de la longitud de las ondas de radio? Para obtener información de una onda así necesitarían ojos o receptores o lo que sea de un tamaño gigantesco. ¿Qué tamaño tienen esos seres?

— Podrían desayunar un elefante — dijo Rawlings.

— Las formas de vida inteligente no son tan grandes.

— ¿Por qué no? Ese es un planeta gaseoso gigante. No hay más que océanos; la gravedad es casi inexistente. Flotan. No tienen problemas de masa.

— ¿Y una manada de superalienígenas ha desarrollado una cultura aérea? — preguntó Mulle —. No pretenderás que crea…

— Lo han hecho — dijo Rawlings —. Ya le dije que eran seres muy extraños. Ellos no pueden construir máquinas. Pero tienen esclavos.

— Oh — dijo Muller en voz baja.

— Apenas estamos empezando a entenderlo y, por supuesto, yo no conozco todos los datos, pero, por lo que sé, parece que estos utilizan formas de vida inferiores y las transforman en robots controlados por radio. Usan cualquier cosa que tenga miembros y movilidad. Empezaron con unos animales de su propio planeta, parecidos a delfines, que estaban quizás en el umbral de la inteligencia, y por medio de ellos obtuvieron la propulsión espacial. Entonces fueron a los planetas vecinos (planetas sólidos) y se aseguraron el control de unos pseudoprimates, Protochimpancés, creo. Buscan dedos. La destreza manual es muy importante para ellos. Actualmente su esfera de influencia cubre unos ochenta años luz y parece estar aumentando a un ritmo exponencial.

Muller meneó la cabeza.

— Esto es un disparate aún mayor que lo que me dijiste de la cura. Una transmisión electromagnética tiene una velocidad dada, ¿no? Si controlan a sus lacayos desde ochenta años luz de distancia, cada orden demora ochenta años en llegar a destino. Cada gesto, cada contracción muscular…

— Pueden viajar — le interrumpió Rawlings.

— Pero si son tan grandes…

— Han utilizado a sus esclavos para construir tanques gravitatorios. Y controlan la propulsión estelar. Todas sus colonias son regidas por supervisores que están en órbita a unos pocos miles de kilómetros de origen. Un supervisor es suficiente para cada planeta. Supongo que harán turnos.

Muller cerró los ojos un momento. Le llegó la imagen de esas bestias colosales, inimaginables, extendiéndose por su lejana galaxia, aprisionando toda clase de animales, moldeando una sociedad cautiva y vicariamente tecnológica, flotando en órbita como ballenas espaciales para dirigir y coordinar esa grandiosa e improbable empresa, incapaces del menor acto físico. Masas monstruosas de protoplasma rosa y brillante, recién salido del mar, erizado de sensores funcionando en los dos extremos del espectro. Susurrando entre ellos por medio de rayos X. Enviando órdenes por radio. «No — pensó —. No. »

— Bueno — dijo finalmente —. ¿Y qué? Están en otra galaxia.

— Ya no. Han tropezado con algunas de nuestras colonias más lejanas. ¿Sabe qué hacen cuando encuentran un mundo humano? Ponen en órbita a un supervisor y se apoderan de los colonos. Han descubierto que los humanos son espléndidos esclavos, cosa que no resulta muy sorprendente. En este momento se han apoderado de seis de nuestros mundos. Tenían otro, pero matamos a su supervisor. Ahora resulta mucho más difícil; se apoderan de nuestros misiles cuando van hacia ellos y los envían de vuelta.

— Si estás inventando esto — dijo Muller —, ¡te mataré!

— Es cierto. Lo juro.

— ¿Cuándo empezó?

— El año pasado.

— ¿Y qué sucederá? ¿Se apoderarán de la galaxia y nos convertirán a todos en zombies?

— Boardman cree que hay una posibilidad de evitarlo.

— ¿Cuál?

— Al parecer, estos seres no saben que somos inteligentes. No podemos comunicarnos con ellos, ¿se da cuenta? Funcionan a un nivel no verbal, una especie de telepatía. Hemos tratado de comunicarnos con ellos de muchas maneras, bombardeándolos con mensajes en todas las longitudes de onda, sin obtener ni un signo de que reciben nuestras transmisiones. Boardman cree que si pudiéramos persuadirles de que tenemos… bueno, almas…, quizá nos dejarían en paz. Dios sabe por qué piensa eso. Creo que lo predijo un ordenador. Cree que estos seres se mueven dentro de un esquema moral coherente, que están dispuestos a apoderarse de cualquier animal útil, pero que no molestarían a una especie que está del mismo lado que ellos en la frontera de la inteligencia. Y si de algún modo pudiéramos demostrarles que…

— Pero saben que tenemos ciudades. Y propulsión estelar. ¿No prueba eso que somos inteligentes?

— Los castores construyen diques — replicó Rawlings. — Pero no firmamos tratados con los castores. Ni pagamos una indemnización cuando secamos un pantano. Sabemos que no debemos preocuparnos por sus sentimientos.

— ¿Lo sabemos? ¿O simplemente hemos decidido que los castores no importan? ¿Y qué es eso de la frontera de la inteligencia? Hay un espectro continuo de inteligencia, desde los protozoarios hasta los primates. Sí, somos un poco más inteligentes que los chimpancés, pero ¿es una diferencia cualitativa? ¿Acaso el hecho de que podemos registrar nuestros conocimientos y usarlos nuevamente es tan especial?

— No quiero discutir sobre filosofía con usted — dijo roncamente Rawlings —. Estoy tratando de decirle cuál es la situación, y cómo le afecta.

— Sí. ¿Cómo me afecta?

— Boardman piensa que podríamos lograr que los seres radiales nos dejaran en paz si les demostráramos que estamos más cerca de ellos en materia de inteligencia que sus otros esclavos. Si pudiéramos comunicarles que tenemos emociones, necesidades, ambiciones, sueños.

Muller escupió.

— Un judío, ¿no tiene ojos? Un judío, ¿no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Si nos pincháis, ¿no sangramos?

— Sí; es eso.

— ¿Y cómo nos comunicaremos con ellos si carecen de un lenguaje verbal?

— ¿No lo comprende?

— No. Yo… Sí ¡Por Dios, sí!

— Existe un hombre, entre todos los miles de millones de hombres, que no necesita de las palabras para comunicarse. Transmite sus sentimientos. Su alma. No sabemos qué frecuencia utiliza, pero quizás ellos lo sepan.

— Sí. Sí.

— Y por eso Boardman quería pedirle que hiciera una cosa más por la humanidad. Que fuera a ver a esos seres. Que ellos pudieran recibir su transmisión. Que les demostrara que no somos animales.

— Pero entonces, ¿por qué me hablaste de volver la tierra, de que me mentiste?

— Un truco. Una trampa. Había que sacarle de laberinto, de cualquier forma. Y cuando estuviese fuera podríamos contarle toda la historia y pedirle ayuda.

— ¿Reconociendo que no había cura?

— Sí.

— ¿Y qué te hace pensar que yo iba a mover un dedo para evitar que los mundos humanos fuesen esclavizados?

— Su ayuda no tendría que ser necesariamente voluntaria — dijo Rawlings.

7

Ahora llegó el torrente de odio, de angustia de temor, de celos, de tormento, de amargura, de burla, de desprecio, de ira, de desesperación, de vehemencia, de agitación, de pena, de dolor, de agonía, de fuego, de furor, Rawlings se apartó como si le hubiesen quemado. Muller navegaba en la desesperación más profunda. Una trampa, una trampa, ¡todo había sido una trampa! Nuevamente lo habían usado. Era una herramienta para Boardman. Muller ardía. Sólo dijo unas pocas palabras en voz alta; el resto llegó desde dentro, derramándose por un dique abierto, sin contener nada: un torrente de furia.

Cuando el espasmo pasó, Muller preguntó, de pie entre dos fachadas que sobresalían:

— ¿Boardman me tiraría a las rodillas de esos seres, aunque yo no quisiera ir?

— Sí. Dijo que esto era demasiado importante para permitirle elegir libremente. Sus deseos son irrelevantes. La mayoría contra el individuo.

Con una calma mortal, Muller dijo:

— Tú formas parte de esta conspiración. ¿Por qué me has dicho todo esto?

— Porque renuncié.

— Sí, claro.

— No. En serio. Sí, formé parte de todo. Sí, hice lo que quería. Mentí en todo lo que le dije. Pero no sabía la última parte…, que no podría elegir. Tuve que venir. No podía permitir que le hicieran eso. Tenía que decirle la verdad.

— Muy considerado de tu parte. Ahora tengo dos opciones, ¿eh, Ned? Puedo dejar que me arrastren fuera de aquí para sacarle las castañas del fuego nuevamente, o puedo matarme dentro de un minuto y dejar que la humanidad se vaya al diablo, ¿no?

— No diga eso — dijo Rawlings irritado.

— ¿Por qué no? Son mis opciones. Tuviste la bondad de revelarme la verdadera situación y ahora puedo reaccionar como me parezca. Me has comunicado mi sentencia de muerte, Ned.

— No.

— ¿Qué otra cosa me queda? ¿Dejar que me usen nuevamente?

— Podría… cooperar — dijo Rawlings. — humedeciéndose los labios —. Sé que parece un disparate. Pero podría demostrarle quién es usted. Olvidar toda esta amargura. Poner la otra mejilla. Recordar que Boardman no es toda la humanidad. Hay millones de personas inocentes…

— Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.

— ¡Sí!

— Cada uno de esos millones huiría da de mí si me acercara.

— ¿Y qué? ¡No pueden evitarlo! ¡Pero son su gente!

— Y yo soy la suya. No pensaran en eso cuando me echaron.

— Eso no es racional.

— No, no lo es. Y no pienso ponerme racional ahora. Suponiendo que el destino de la humanidad pudiese ser modificado si yo me convirtiera en embajador ante esos seres radiales (y no pienso hacerlo), sería un gran placer no cumplir con mi deber. Te agradezco tu advertencia. Ahora que, finalmente, sé qué es lo que sucede aquí, tengo la excusa que he estado buscando todos estos años. Conozco un millar de lugares donde la muerte sería rápida y no muy dolorosa. Y que Charles Boardman hable personalmente con esos tipos Yo…

— Por favor, Dick, no te muevas — dijo Boardman desde un punto situado treinta metros detrás de él.

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