Primera parte . El efecto

Sábado, 20 de abril

«El mago experimentado trata de engañar a la mente, más que al ojo».

Marvin Kaye,

The Creative Magician's Handbook.


Capítulo 1

Saludos, Venerado Público. Bienvenidos.

Bienvenidos a nuestro espectáculo.

Les tenemos reservadas unas cuantas emociones para los próximos dos días durante los cuales nuestros ilusionistas, nuestros magos, nuestros prestidigitadores irán entrelazando sus sortilegios para deleitarles y cautivarles.

Nuestro primer número pertenece al repertorio de un artista que todo el mundo conoce: Harry Houdini, el mejor escapista de Norteamérica, por no decir del mundo entero; un hombre que actuó ante testas coronadas y presidentes de Estados Unidos. Algunos de sus actos de escapismo son tan difíciles que nadie se ha atrevido a repetirlos en todos los años transcurridos desde su prematura muerte.

Hoy, vamos a volver a representar un número en el que Houdini corría el riesgo de asfixiarse, un número conocido como «El ahorcado perezoso».

Es un truco en el que nuestro artista está tendido boca abajo, las manos sujetas a la espalda con las famosas esposas Darby, los tobillos atados, el cuello rodeado por otro trozo de cuerda, como si fuera una soga, y ésta a su vez atada a los tobillos… Como las piernas tienden a estirarse, la soga se tensa, y así da comienzo el terrible proceso de asfixia.

¿Que por qué se llama «El ahorcado perezoso»? Porque el condenado se ejecuta a sí mismo.

En muchos de los números del señor Houdini había ayudantes provistos de cuchillos y llaves, dispuestos a liberarle en caso de que él no fuera capaz; incluso solían tener un médico a mano.

Hoy no tomaremos ninguna de estas precauciones. Si no logra escapar en cuatro minutos, el artista morirá.

Empezaremos enseguida… pero, primero, permítanme un consejo: No olviden en ningún momento que al entrar en nuestro espectáculo abandonan la realidad.

Aquello que creen estar viendo tal vez no exista en absoluto. Lo que les parece sólo ilusión puede convertirse en la más cruda realidad.

Su acompañante puede volverse un completo desconocido. Es posible que haya un hombre o una mujer entre el público que les conozca demasiado bien.

Lo que parece seguro puede ser mortal. Y los peligros de los que se protegen pueden no ser más que distracciones que les conduzcan a otros riesgos mayores.

En nuestro espectáculo, se preguntarán, ¿en qué se puede creer?, ¿en quién pueden confiar?

Bien, Venerado Público, la respuesta es que no deberían ustedes creer nada.

Y tampoco deberían confiar en nadie. En nadie en absoluto.

Ahora, el telón se levanta, las luces van haciéndose más tenues, el volumen de la música baja poco a poco, y sólo queda el sublime sonido de los corazones latiendo expectantes.

Y damos comienzo al espectáculo…


* * *

A juzgar por su aspecto, aquel edificio parecía haber albergado unos cuantos fantasmas.

De estilo gótico, cubierto de hollín, oscuro…, encajonado entre dos torres del Upper West Side, lo coronaba una azotea y tenía muchas de las persianas bajadas. Construido en época victoriana, había sido un internado durante algún tiempo y, más tarde, un sanatorio donde los delincuentes mentalmente perturbados pasaban el resto de sus desquiciadas vidas.

La Escuela de Música y Artes Escénicas de Manhattan podía haber estado habitada por decenas de espíritus.

Pero ninguno tan cercano como el que quizá estuviera rondando por allí en ese momento, por encima del cuerpo aún caliente de la joven tendida boca abajo en la oscuridad del vestíbulo de una pequeña sala de conciertos. Tenía los ojos inmóviles y abiertos, pero aún no estaban vidriosos, y la sangre de la mejilla todavía no era marrón.

La cara de la muchacha había adquirido un color ciruela oscuro debido a la opresión de una soga tirante que le unía el cuello a los tobillos.

Desperdigadas a su alrededor había una funda de flauta, unas partituras y una gran taza de Starbucks, volcada; el café que contenía le había manchado los vaqueros y la camisa verde de Izod, y había dibujado una coma de líquido oscuro en el mármol del suelo.

El hombre que la había matado también estaba allí, inclinado sobre ella, examinándola con atención. Actuaba con calma, no sentía prisa alguna por salir corriendo del edificio. Era sábado, temprano. Se había informado de que en la escuela no había clases los fines de semana. Los estudiantes utilizaban las salas de prácticas, pero éstas se hallaban en un ala distinta del edificio. Se acercó un poco más a la joven, entornando los ojos e intentando ver alguna esencia o algún espíritu que saliera del cuerpo. No vio nada.

Se incorporó, cavilando qué otra cosa podía hacer con la figura inmóvil que tenía ante sí.


* * *

– ¿Está seguro de que fue un chillido?

– Sí…, no -dijo el vigilante-. Tal vez no fuera un chillido, ¿sabe? Fue un grito. Un grito de disgusto. Duró sólo un segundo o dos. Luego cesó.

La oficial Diane Franciscovich, una agente de los Servicios de Patrulla de la Comisaría Veinte, continuó:

– ¿Alguien más oyó algo?

El fornido vigilante, que respiraba con dificultad, miró a la agente alta y morena, hizo un gesto negativo con la cabeza y luego cerró y volvió a abrir sus enormes manos. Se limpió las palmas oscuras en los pantalones azules.

– ¿Pido refuerzos? -preguntó Nancy Ausonio, otra joven agente de patrulla, de estatura más baja que su colega, y rubia.

Franciscovich no creía que fuera necesario, aunque no estaba segura. Los agentes que patrullaban en aquella parte del Upper West Side se ocupaban sobre todo de accidentes de tráfico, hurtos en establecimientos comerciales y robos de vehículos (además de consolar a las angustiadas víctimas de los atracos). Aquel suceso era una novedad para ambas: el vigilante había visto en la acera a las dos agentes, que se hallaban de servicio esa mañana de sábado, y les hizo señas para que se acercaran y le ayudaran a investigar la causa de los chillidos. O mejor, de los gritos.

– Esperemos un poco -dijo la tranquila Franciscovich-. Veamos qué pasa.

El vigilante dijo:

– Sonaron como si vinieran de por aquí. No sé.

– Un lugar fantasmagórico -comentó Ausonio con una inquietud impropia de ella; era el tipo de compañera que no dudaba en mediar en una pelea, aunque los contendientes tuvieran el doble de su tamaño.

– Los gritos, digo. Es difícil saber. ¿Sabe a lo que me refiero?, a de dónde procedían.

Franciscovich estaba pensando en lo que había dicho su colega. «Maldito lugar fantasmagórico», añadió para sí.

Después de recorrer lo que parecieron kilómetros de oscuros pasillos y sin haber encontrado nada especial, el vigilante se detuvo.

Franciscovich señaló con la cabeza a una puerta que había ante ellos.

– ¿Qué hay ahí detrás?

– Los estudiantes no tienen por qué estar aquí. Sólo se trata de…

Franciscovich empujó la puerta.

Daba a un pequeño vestíbulo que conducía a otra puerta con un letrero en el que se leía «Sala de conciertos A». Y cerca de esa puerta estaba el cuerpo de una joven, atada, con una soga al cuello y las manos esposadas. Tenía los ojos abiertos, de muerta. Acuclillado a su lado había un hombre con barba y pelo castaño, de poco más de cincuenta años. Levantó la mirada, sorprendido al verlos entrar.

– ¡No! -gritó Ausonio.

– ¡Cielo santo! -dijo jadeante el guarda de seguridad.

Las agentes desenfundaron sus armas y Franciscovich apuntó al hombre, con una firmeza en la mano que a ella misma le sorprendió.

– ¡No se mueva! Levántese lentamente, apártese de ella y levante las manos. -La firmeza de su voz era mucho menor que la de los dedos que apretaban la pistola Glock.

El hombre obedeció.

– Túmbese boca abajo en el suelo. ¡Y las manos bien visibles!

Ausonio se encaminó hacia donde estaba la muchacha.

En ese momento, Franciscovich advirtió que el puño de la mano derecha del hombre, levantada sobre la cabeza, estaba cerrado.

– ¡Abra el…

Pop…

Quedó cegada por el repentino destello de luz que inundó la habitación. Parecía proceder directamente de la mano del sospechoso y transcurrieron unos momentos antes de que se extinguiera. Ausonio se quedó paralizada y Franciscovich se acuclilló, retrocediendo como pudo y entornando los ojos mientras movía el arma de un lado a otro. Estaba presa del pánico; sabía que el asesino habría cerrado los ojos cuando se produjo el destello y estaría apuntándoles con un arma o abalanzándose sobre ellas cuchillo en mano.

– ¿Dónde, dónde, dónde? -gritó.

Entonces vio, con imprecisión, pues el resplandor le había deslumbrado y aún no se había disipado el humo, al asesino, que corría hacia la sala de conciertos. Cerró la puerta violentamente tras de sí. Se oyó un ruido sordo en el interior, como si arrastrara una silla o mesa para bloquear la entrada.

Ausonio se arrodilló delante de la muchacha. Con una navaja multiuso cortó la cuerda que le rodeaba el cuello, la puso boca arriba y, con una boquilla desechable, comenzó a practicarle la respiración artificial.

– ¿Hay otras salidas? -le gritó Franciscovich al vigilante.

– Sólo una; en la parte de atrás, a la vuelta de la esquina. A la derecha.

– ¿Y ventanas?

– No.

– ¡Oye! -le gritó a Ausonio mientras se echaba a correr-. ¡No pierdas de vista esta puerta!

– Entendido -le respondió la agente rubia, tras lo cual volvió a expulsar otra bocanada de aire en los labios de la víctima.

Se oyeron más golpes secos procedentes del otro lado, donde el asesino reforzaba su barricada. Franciscovich dobló corriendo la esquina hacia la salida que había mencionado el vigilante; iba pidiendo refuerzos por su Motorola. Miró hacia adelante y vio que había alguien de pie al final del pasillo. Franciscovich se detuvo de golpe, apuntó al pecho del hombre y le alumbró con un haz de luz brillante procedente de su linterna halógena.

– ¡Santo Cielo! -dijo con voz ronca el viejo conserje al tiempo que se le caía la escoba que tenía en las manos.

Franciscovich dio gracias a Dios por haber mantenido el dedo fuera del guardamonte de su Glock.

– ¿Ha visto usted salir a alguien por esa puerta?

– ¿Pero qué es lo que pasa?

– ¿Ha visto a alguien? -le gritó Franciscovich.

– No, señora.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– No sé; diez minutos quizá.

Se oyó otro golpe seco en el interior de la sala producido por los muebles con los que el asesino seguía bloqueando la puerta. Franciscovich envió al conserje al pasillo principal con el guarda de seguridad, y a continuación se dirigió con más calma a la puerta lateral. Mientras mantenía el arma en alto, a la altura de los ojos, comprobó suavemente el picaporte de la puerta. No estaba cerrada. Se apartó hacia un lado para que no le alcanzaran las balas del criminal si éste disparaba hacia la puerta. Un truco que recordaba haber visto en la serie de televisión Policías de Nueva York, aunque también era posible que lo hubiera mencionado algún instructor en la Academia.

Otro ruido sordo en la sala.

– Nancy, ¿estás ahí? -susurró Franciscovich ante su transmisor de mano.

Se oyó la voz de Ausonio que, temblorosa, replicó:

– Está muerta, Diane. Lo he intentado, pero está muerta.

– El hombre no ha salido por aquí. Está todavía dentro. Le estoy oyendo. -Silencio.

– Lo he intentado, Diane. Lo he intentado.

– ¡Olvídalo ya, venga!, ¿estás a lo que estás o no?

– Sí; estoy serena. De veras. -La voz de la agente se endureció-. Vamos por él.

– No -dijo Franciscovich-, lo mantendremos ahí hasta que venga la Unidad de Servicios de Emergencia. Eso es lo único que tenemos que hacer nosotras, esperar a ver qué pasa. Mantenernos lejos de la puerta, y esperar.

Fue entonces cuando oyó al hombre gritar desde el otro lado:

– Tengo un rehén. Tengo a una muchacha aquí conmigo. ¡Si intentan entrar, la mataré!

¡Cielo santo!…

– ¡Eh, el de ahí adentro! -vociferó Franciscovich-. No vamos a hacer nada, no se preocupe. Pero no haga daño a nadie más. -¿Era aquél el procedimiento adecuado?, se preguntó. Ni las series de la tele ni la formación que había recibido en la Academia le eran entonces de ayuda. Oyó que Ausonio llamaba a la Central e informaba de cómo estaba la situación en aquel momento: barricada y rehén.

Franciscovich gritó al asesino:

– Cálmese. Puede…

Un disparo estruendoso en la sala. Franciscovich dio un respingo.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Has sido tú? -gritó dirigiéndose al radiotransmisor.

– No -respondió su colega-. Yo pensé que habías sido tú.

– No. Ha sido él. ¿Tú estás bien?

– Sí. Dijo que tenía una rehén. ¿Crees que la habrá matado?

– No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Mientras tanto, Franciscovich pensaba: ¿dónde demonios están los refuerzos?

– Diane -susurró Ausonio un momento después-, tenemos que entrar. Tal vez no se encuentre bien. Tal vez le haya herido. -A continuación, dijo gritando-: ¡Eh, el de ahí adentro!

No hubo respuesta.

– ¡Eh, usted!

Nada.

– Quizá se ha suicidado -sugirió Franciscovich-. O tal vez ha disparado para que creamos que se ha suicidado, cuando en realidad está esperando ahí adentro, apuntando hacia la parte superior de la puerta.

En ese momento le volvió a la mente la terrible imagen: la tétrica puerta de entrada a la sala de conciertos abriéndose, proyectando una luz pálida sobre la víctima, que tenía la cara azul y fría como el viento invernal. Impedir que la gente hiciera cosas como ésa fue lo primero que la impulsó a hacerse policía.

– Tenemos que entrar ahí, Diane -murmuró Ausonio.

– Eso es lo que yo creo. De acuerdo. Entraremos -dijo en un tono ligeramente enloquecido, pensando tanto en su familia como en la forma correcta de colocar la mano izquierda sobre la derecha cuando se dispara una pistola automática en un tiroteo-. Dile al vigilante que necesitaremos que esté encendida la luz en la sala.

Un minuto después, Ausonio dijo:

– El interruptor está aquí afuera. Que se encargue de encenderlo cuando yo se lo indique.

Franciscovich oyó la respiración honda a través del micrófono. Entonces, Ausonio anunció:

– Listo. A la de tres. Tú cuentas.

– Perfecto. Una… Espera. Yo voy a entrar por tu derecha. No me dispares.

– De acuerdo. Por mi derecha. Yo estaré…

– Tú estarás a mi izquierda.

– Sigue.

– Una -Franciscovich agarró el pomo con la mano izquierda-. Dos.

Esa vez deslizó el dedo en el seguro del arma y acarició con suavidad el segundo dispositivo de seguridad (el del gatillo en las pistolas Glock).

– ¡Y tres! -gritó Franciscovich, tan alto que tuvo la certeza de que su compañera la habría oído sin necesidad del radiotransmisor. Cruzó el umbral tras dar un empujón a la puerta y entró en la gran sala rectangular justo cuando se encendieron las luces cegadoras.

– ¡Alto! -gritó en la sala vacía.

Agachada y con la piel sudorosa por la tensión, apuntaba con el arma a derecha e izquierda, recorriendo el lugar con la mirada, centímetro a centímetro.

Ni rastro del asesino, ni rastro de la rehén.

Miró hacia la izquierda, hacia la otra puerta, donde se encontraba Nancy Ausonio quien, a su vez, escudriñaba la sala frenéticamente.

– ¿Dónde? -preguntó en un susurro.

Franciscovich hizo un movimiento negativo con la cabeza. Advirtió que había unas cincuenta sillas plegables de madera ordenadamente dispuestas en filas. Cuatro o cinco estaban apoyadas en el respaldo o en el lateral.

Pero no parecía que formaran una barricada; se notaba que no habían sido derribadas intencionadamente. A su derecha había un escenario bajo y, sobre él, un amplificador y dos altavoces. Y un maltrecho piano de cola.

Las dos oficiales podían ver prácticamente todo lo que había en la habitación.

Salvo al autor del crimen.

– ¿Qué ha pasado, Nancy? Dime lo que ha pasado.

Ausonio no contestó; al igual que su compañera, miraba a su alrededor con desesperación, dando un giro de trescientos sesenta grados, explorando todas las zonas de sombra, todos los muebles, aunque estaba claro que el hombre no se encontraba allí.

Fantasmagórico…

La sala era básicamente un cubo cerrado. No había ventanas. Los conductos de ventilación para el aire acondicionado y la calefacción medían sólo unos quince centímetros. El techo era de madera, no de baldosas antirruido. No se veía ninguna trampilla. Ni otros accesos que no fueran el que había empleado Ausonio y la puerta de incendios por la que había entrado Franciscovich.

– ¿Dónde? -musitó Franciscovich.

Su compañera murmuró algo como respuesta. La agente no pudo descifrarlo, pero el mensaje se leía en su cara: no tengo ni la menor idea.

– ¡Hola! -se oyó una voz enérgica desde la puerta. Ambas se volvieron en esa dirección, apuntando con sus armas a la sala vacía-. Acaban de llegar la ambulancia y más agentes -dijo la voz. Era el vigilante, que estaba escondido.

Franciscovich, con el corazón acelerado por el susto, le gritó que entrara.

El vigilante preguntó:

– ¿Ya han…, esto…, ya lo han atrapado?

– No está aquí -respondió Ausonio con voz temblorosa.

– ¿Cómo? -El hombre miró con cautela hacia el interior de la sala.

Franciscovich oyó las voces de los agentes y técnicos del Servicio Médico de Emergencias que llegaban en ese momento. El sonido metálico de los equipos. Pero las mujeres no eran capaces de reunirse con sus compañeros. Estaban paralizadas en mitad de la sala de conciertos, muy nerviosas y desconcertadas, intentando en vano imaginar cómo se había escapado el asesino de una habitación de la que no había posibilidad de escapar.

Capítulo 2

– Está escuchando música.

– Yo no estoy escuchando música. Sólo da la casualidad de que la música está sonando. Pero sólo eso.

– ¿Música, eh? -dijo entre dientes Lon Sellitto al entrar en el dormitorio de Lincoln Rhyme-. ¡Qué coincidencia!

– Le está tomando gusto al jazz -le explicó Thom al detective barrigón-. Me ha sorprendido, debo confesarlo.

– Como ya he dicho -prosiguió Lincoln Rhyme con petulancia-, yo estoy trabajando y da la casualidad de que se escucha una música de fondo. ¿Qué quieres decir con «coincidencia»?

El ayudante, delgado y joven, vestido con una camisa blanca, pantalones de sport color tostado y una corbata morada lisa, señalando con la cabeza al monitor plano que había delante de la cama Flexicair de Rhyme dijo:

– No, no está trabajando. A no ser que quedarse mirando fijamente la misma página una hora sea trabajar. ¡Ya me gustaría a mí trabajar así, pero no me dejan!

– «Comando. Pasar página.» -El ordenador reconoció la voz de Rhyme y obedeció la orden, presentando otra página de la Revista forense en el monitor. Rhyme le preguntó con mordacidad a Thom-: A ver, dime, ¿quieres hacerme alguna pregunta sobre lo que he estado mirando fijamente? ¿La composición de las cinco toxinas exóticas más importantes halladas recientemente en laboratorios terroristas de Europa? ¿Y qué te parece si nos apostamos algo sobre las respuestas?

– No. Tenemos otras cosas que hacer -respondió el ayudante, refiriéndose a las diversas funciones corporales de las que los cuidadores deben ocuparse varias veces al día, en el caso de que sus pacientes sean tetrapléjicos como Lincoln Rhyme.

– Enseguida nos ponemos con eso -dijo el criminalista, disfrutando de un riff de trompeta especialmente enérgico.

– Nos ponemos con ello ahora. Si nos disculpas un momento, Lon.

– Sí, claro. -El corpulento y arrugado Sellitto salió al pasillo al que daba el dormitorio de Rhyme, situado en la segunda planta de la casa que éste tenía en Central Park West. Cerró la puerta tras de sí.

Conforme Thom cumplía con mano experta con sus obligaciones, Lincoln Rhyme escuchaba la música y seguía dándole vueltas a «¿lo de la coincidencia?».

Cinco minutos más tarde, Thom permitió a Sellitto que entrara otra vez en el dormitorio.

– ¿Quieres un café?

– Pues sí, no me vendría mal. Es demasiado temprano para trabajar en sábado.

El ayudante se marchó.

– Entonces… ¿cómo me ves, Linc? -preguntó Sellitto, haciendo piruetas; el detective de mediana edad llevaba un traje gris típico de su vestuario (en el que sólo parecían tener cabida las telas permanentemente arrugadas).

– ¿En un pase de modelos? -contestó Rhyme.

¿Coincidencia?

En ese momento volvió a concentrarse en el CD. ¿Cómo demonios podía alguien tocar la trompeta con tanta suavidad? ¿Cómo se podía sacar ese tipo de sonido de un instrumento metálico?

El detective continuó:

– He perdido casi siete kilos y medio. Rachel me ha puesto a régimen. El problema está en las grasas. Si uno deja de tomar grasas, es sorprendente lo que se puede adelgazar.

– Las grasas, sí. Creo que eso ya lo sabemos, Lon. ¿Entonces…? -preguntó, aunque lo que quería decir en verdad era: ve al grano.

– Estamos ante un caso incomprensible. Se ha encontrado un cadáver hace media hora en una Escuela de Música que está en esta calle, un poco más arriba. Yo soy el oficial encargado del caso, y no nos vendría mal una ayudita.

«Escuela de música. Y yo estoy escuchando música. ¡Vaya coincidencia más burda!»

Sellitto repasó algunos de los hechos: estudiante asesinada, casi pescan al autor del crimen, pero se escapó por alguna especie de trampilla que nadie había logrado encontrar.

La música era matemática. Hasta ahí estaba claro para Rhyme, un científico. Era lógica, estaba perfectamente estructurada. Era también infinita, reflexionó. Se podía escribir un número ilimitado de melodías. Uno no podía aburrirse nunca escribiendo música. Se preguntaba cómo era posible acometerlo. Rhyme no se tenía por una persona creativa. Cuando tenía once o doce años, había recibido clases de piano, pero, aunque se había enamorado perdidamente de la señorita Osborne, las lecciones en sí fueron un fracaso. Sus recuerdos más tiernos de aquel instrumento se remontaban a una ocasión en la que tomó fotografías estroboscópicas de las cuerdas resonantes para un proyecto científico.

– ¿Me sigues, Linc?

– Un caso, estabas diciendo. Incomprensible.

Sellitto le dio más detalles, atrapando lentamente la atención de Rhyme.

– Tiene que haber algún modo de salir de la sala. Pero no hay nadie, ni de la escuela ni de los de nuestro equipo, que lo haya encontrado.

– ¿Cómo es la escena del crimen?

– Aún está muy virgen. ¿No podría encargarse de ella Amelia?

Rhyme miró al reloj.

– Estará ocupada otros veinte minutos más, aproximadamente.

– Eso no importa -dijo Sellitto, dándose golpecitos en el vientre como si estuviera buscando los kilos perdidos-. Le enviaré un mensaje al busca.

– Mejor que no la distraigamos aún.

– ¿Por qué, qué está haciendo?

– ¡Uy, algo peligroso! -dijo Rhyme, concentrándose de nuevo en la voz sedosa de la trompeta-. ¿Qué más?


* * *

La mujer olió el ladrillo húmedo del muro del bloque de pisos contra su cara.

Le sudaban las palmas de las manos y, por debajo del pelo, de un vivo color rojo, que se había recogido con la polvorienta gorra reglamentaria, sentía un picor tremendo en el cráneo. Aún así, permaneció completamente inmóvil cuando un agente uniformado se deslizó a su lado y plantó también la cara contra el muro.

– Veamos, la situación es ésta -dijo el hombre, señalando con la cabeza hacia la izquierda. Le explicó que justo a la vuelta de la esquina de aquel edificio había un solar, en mitad del cual se hallaba el coche utilizado para la fuga, que hacía unos minutos se había estrellado tras una persecución a gran velocidad.

– ¿Funciona todavía?

– No. Chocó contra un contenedor y se ha estropeado. Tres ocupantes. Conseguimos atrapar a uno. Hay otro dentro del coche con una especie de rifle de caza descomunal. Ha herido a un policía.

– ¿Está grave?

– No, la herida es superficial.

– ¿Lo tenéis?

– No. Está fuera de la zona acordonada. En un edificio al oeste de aquí.

– ¿Y el tercer sospechoso? -preguntó ella.

El agente suspiró.

– ¡Joder!, consiguió llegar al primer piso de este edificio de aquí. -Señaló con la cabeza la casa a la que estaban pegados-. Hay una barricada. Tiene un rehén. Una mujer embarazada.

Sachs fue asimilando la avalancha de información mientras se apoyaba en el otro pie para así aliviar el dolor de la artritis que sufría en las articulaciones. ¡Cómo dolían las condenadas! Leyó el nombre de su compañero en la placa que llevaba en el pecho.

– ¿Qué arma tiene el que ha cogido a la rehén, Wilkins?

– Un revólver. De tipo desconocido.

– ¿Dónde están los nuestros?

El joven señaló a dos agentes que había detrás de un muro en la parte posterior del solar.

– Y otros dos que hay en la parte frontal del edificio, en la que se encuentra el hombre que tiene un rehén.

– ¿Alguien ha avisado a la Unidad de Servicios de Emergencia?

– No lo sé. He perdido el transmisor cuando empezó el tiroteo.

– ¿Estás en los blindados?

– Negativo. Estaba de guardia de tráfico… ¿Qué coño vamos a hacer?

La mujer pulsó el Motorola para ponerlo en una determinada frecuencia, y dijo:

– Escena del crimen Cinco Ocho Ocho Cinco a Supervisor.

Un momento más tarde se escuchó:

– Aquí capitán Siete Cuatro. Continúe.

– Las diez trece. Solar al este del Seis Cero Cinco de Delancey. Agente herido. Necesitamos refuerzos inmediatamente, un autobús del Servicio Médico de Emergencias y una Unidad de Servicios de Emergencia. Dos sujetos, ambos armados. Uno con rehén; necesitaremos un negociador.

– Comprendido, Cinco Ocho Ocho Cinco. ¿Un helicóptero para observación?

– Negativo, Siete Cuatro. Uno de los sospechosos tiene un rifle de gran potencia. Y están deseando hacer blanco en algún poli.

– Enviaremos refuerzos tan pronto como podamos. Pero los Servicios Secretos han cerrado la mitad del sur de la ciudad por la llegada del vicepresidente desde el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Nos retrasaremos. Dejo la situación a tu criterio. Corto.

– Comprendido. Corto.

«Vicepresidente: acabas de perder mi voto», pensó la oficial.

Wilkins negó con la cabeza.

– ¡Pero no podemos colocar a un negociador cerca del apartamento! Al menos mientras el del arma siga en el coche.

– En eso estoy-respondió Sachs.

Volvió a asomarse por la esquina del edificio y miró desde allí al coche, un modelo barato con el morro empotrado en un contenedor, las puertas abiertas y, tras ellas, un hombre delgado empuñando un rifle.

Lo tengo en cuenta

Sachs gritó:

– ¡Eh, el del coche! ¡Está rodeado! ¡Si no tira el arma, abriremos fuego! ¡Tírela ahora mismo!

El hombre se agachó y apuntó hacia ella. Sachs se escondió para cubrirse. Llamó por el Motorola a los dos agentes que había en la parte posterior del solar.

– ¿Hay rehenes en el coche?

– Ninguno.

– ¿Estás seguro?

– Totalmente -fue la respuesta del agente-. Lo comprobamos bien antes de que comenzara a disparar.

– Perfecto. ¿Tenéis un buen blanco?

– Es probable que a través de la puerta.

– No, no disparéis a ciegas. Buscad la posición adecuada. Y, en cualquier caso, hacedlo sólo si estáis protegidos en todo momento.

– Comprendido.

Vio que los agentes se colocaban a ambos lados. Pasado un momento, uno de ellos dijo:

– Tengo un blanco perfecto para matarle. ¿Lo aprovecho?

– Mantente alerta -dijo, y a continuación gritó-: ¡Eh, el del coche, el del rifle! ¡Tiene diez segundos antes de que abramos fuego! ¡Tire el arma! ¿Me entiende? -repitió esto último también en español.

– Que te den por culo.

Sachs lo interpretó como una respuesta afirmativa.

– ¡Diez segundos! -gritó-. ¡Y ya ha comenzado la cuenta!

Se dirigió a los dos agentes por radio y les dijo:

– Concededle veinte. A partir de entonces, tenéis luz verde.

Casi cuando el recuento iba por diez segundos, el hombre tiró el rifle y se levantó con las manos en alto.

– ¡No disparen, no disparen!

– Mantenga las manos en alto y no las baje ni un momento. Camine hacia la esquina del edificio este. Si baja las manos le dispararemos.

Cuando llegó a la esquina, Wilkins le esposó y le registró. Sachs continuaba agachada, y le dijo al sospechoso:

– El tipo que está ahí dentro, su colega, ¿quién es?

– No tengo por qué decírselo…

– Ya, ya sé que no tiene por qué. Lo que pasa es que si lo cogemos, que es lo que vamos a hacer, a usted se le acusará de asesinato. Y… ¿merece el hombre que está ahí dentro los cuarenta y cinco años en Ossining?

El hombre suspiró.

– ¡Venga ya! -insistió ella con brusquedad-. Nombre, dirección, familia, qué le gusta cenar, nombre de pila de su madre, si tiene parientes en el sistema… Apuesto a que sabe un montón de cosas sobre él.

El hombre suspiró y comenzó a hablar; Sachs iba anotando apresuradamente los detalles.

El Motorola emitió un ruido. El negociador de rehenes y el equipo de emergencia acababan de llegar y se encontraban delante del edificio. Sachs le pasó las notas a Wilkins.

– Dáselas al negociador.

La agente le leyó al hombre del rifle sus derechos, mientras pensaba: ¿había llevado la situación lo mejor que había podido?, ¿había puesto en peligro innecesariamente algunas vidas?, ¿debería haberse ocupado ella misma del agente herido?

Cinco minutos más tarde, el capitán supervisor aparecía caminando por la esquina del edificio. Iba sonriendo.

– El secuestrador ha liberado a la mujer. Nadie ha resultado herido. Hemos atrapado a tres. El agente se pondrá bien, sólo son rasguños.

Se les unió una mujer policía con el pelo rubio y corto, que le asomaba por debajo de su gorra reglamentaria.

– Oye, mira esto. Tenemos un extra. -Levantó una gran bolsa de plástico llena de polvo blanco, y otra que contenía pipas y demás parafernalia para fumar droga.

Conforme el capitán inspeccionaba el material requisado, asintiendo en señal de aprobación, Sachs preguntó:

– ¿Estaba eso en el coche?

– No. Lo he encontrado en un Ford que había al otro lado de la calle. Estaba interrogando a su propietario por haber presenciado los hechos, y comenzó a sudar y a ponerse todo nervioso, así que registré el coche.

– ¿Dónde estaba aparcado? -preguntó Sachs.

– En su garaje.

– ¿Solicitaste una orden de registro?

– No, como te he dicho, estaba hecho un manojo de nervios y, desde la acera, yo podía ver una esquinita que asomaba de la bolsa. Eso es una causa probable.

– No, no, no… -Sachs negaba con la cabeza-. Es un registro ilegal.

– ¿Ilegal? La semana pasada paramos a un tipo por exceso de velocidad y vimos que llevaba un kilo de chocolate en la parte de atrás. Le trincamos sin problemas.

– En la calle es diferente. En un vehículo que circula por una vía pública la privacidad que se espera es menor. Para realizar un arresto en tales circunstancias, sólo se necesita una causa probable. Pero cuando el coche está en una propiedad privada, aunque se vea que hay drogas en el interior, es preciso tener una orden de registro.

– Eso es un disparate -replicó la mujer policía a la defensiva-. Tenía casi trescientos gramos de coca pura. Es un traficante de cojones. Los del Departamento de Narcóticos pueden tardar meses hasta echarle el guante a alguien como éste.

– ¿Está segura de lo que dice, oficial? -le preguntó el capitán a Sachs.

– Totalmente.

– ¿Qué recomienda?

– Confiscar el material, asustar de muerte a su dueño y facilitar su número de matrícula y demás datos a Narcóticos -dijo Sachs, dirigiendo acto seguido la mirada hacia la mujer policía-. Y tú, será mejor que te apuntes a algún curso para que te refresquen tus conocimientos sobre allanamiento de morada.

La agente comenzó a rebatir sus argumentos, pero Sachs no le prestó atención. Estaba inspeccionando el solar donde se hallaba el coche del malhechor empotrado en el contenedor. Entrecerró los ojos para mirar el vehículo.

– Oficial… -empezó a decir el capitán.

Sachs no le hizo caso y le dijo a Wilkins:

– ¿Has dicho que había tres delincuentes?

– Exacto.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Eso decía el informe de la joyería que atracaron.

Sachs entró en el solar lleno de escombros y sacó su Glock.

– Mira el coche con el que huyeron -dijo con brusquedad.

– ¡Dios mío! -dijo Wilkins.

Todas las puertas estaban abiertas. Cuatro hombres habían huido.

La mujer se puso en cuclillas, examinó el solar y apuntó con su pistola al único escondite posible en las cercanías: un callejón corto y sin salida que había detrás del contenedor.

– ¡Va armado! -gritó casi antes de ver que algo se movía.

Todos los de alrededor se volvieron y vieron a un hombre corpulento, vestido con camiseta y armado con una escopeta, que se dirigía a la salida del solar hacia la calle.

La Glock de Sachs estaba apuntando directamente al pecho del hombre cuando éste salió al descubierto.

– ¡Tire el arma! -le ordenó.

Él dudo un instante y luego sonrió, apuntando con ella a los agentes.

Sachs empujó su Glock hacia delante. Y, con una voz alegre, dijo:

– ¡Pum, pum!… Muerto.

El hombre de la escopeta se detuvo y soltó una carcajada. Sacudió la cabeza con un gesto de admiración.

– Maldita sea, yo pensé que ya me había escapado.

Con el arma pequeña y gruesa al hombro, se dirigió caminando pausadamente hacia el grupo de compañeros policías que había junto al edificio. El otro «sospechoso», el hombre que había estado en el coche, se volvió de espaldas para que pudieran quitarle las esposas. Wilkins se encargó de ello.

La rehén, papel que había desempeñado Latina, una agente que Sachs conocía desde hacía años y que, desde luego, no estaba embarazada, se unió también a ellos. Le dio unas palmaditas a Sachs en la espalda:

– Buen trabajo, Amelia, me has salvado el pellejo.

Sachs mantuvo un gesto de solemnidad en el rostro, aunque estaba satisfecha. Se sentía como un estudiante que acabara de conseguir la mejor nota en un examen importante.

Y, en realidad, eso era exactamente lo que había pasado.

Amelia Sachs iba tras un nuevo objetivo. Su padre, Herman, había sido un agente de patrulla, un poli que hizo rondas por las calles en la División de Servicios de Patrullas, durante toda su vida. Sachs tenía ahora ese mismo rango y podría haberse contentado con permanecer allí unos cuantos años antes de intentar ascender en el departamento, pero después de los ataques del 11 de septiembre decidió que deseaba hacer algo más por su ciudad. Así que presentó los papeles para su promoción a sargento detective.

Ningún cuerpo de policía había combatido el crimen como los detectives del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD). Su prestigio se remontaba al duro y brillante inspector Thomas Byrnes, elegido para dirigir la joven agencia de detectives en la década de 1880. El arsenal de Byrnes incluía amenazas, golpes en la cabeza y sutiles deducciones: una vez desarticuló una importante red de ladrones siguiendo la pista que le brindó una diminuta fibra encontrada en la escena del crimen. Guiados por el extravagante Byrnes, los detectives de la agencia se ganaron el sobrenombre de «Los inmortales», puesto que redujeron drásticamente la tasa de criminalidad en una ciudad tan peligrosa entonces como el Lejano Oeste.

El oficial Herman Sachs era un coleccionista de objetos del Departamento de Policía. Poco antes de morir le dio a su hija uno de sus objetos favoritos: una maltrecha agenda que fue la que usó el propio Byrnes para tomar notas de las investigaciones. Cuando Sachs era joven, y su madre no les veía, su padre le leía en alto los fragmentos más legibles, y los dos inventaban historias basándose en ellos.

Doce de octubre de 1883. ¡Han encontrado la otra pierna! Carbonera de Slaggardy, Five Points [1]. A la espera de confesión de Cotton Williams en breve.

Dado el prestigio de su posición (y el lucrativo sueldo por hacer cumplir la ley), resultaba irónico que las mujeres encontraran más oportunidades en la Agencia de Detectives que en cualquier otra división del NYPD. Si Thomas Byrnes era el icono de detective masculino, Mary Shanley lo era del femenino (y era también una de las heroínas particulares de Sachs). Shanley, que había luchado contra el crimen durante todo el decenio de 1930, era una agente temperamental e intransigente que dijo en una ocasión: «El arma está para utilizarla, así que, utilízala». Ella, de hecho, lo hacía con cierta frecuencia. Después de años de combatir el crimen en el Midtown, se jubiló como detective de primer grado.

Sachs, sin embargo, deseaba ser algo más que una detective, que no dejaba de ser una especialidad dentro de un trabajo. Ella quería también un rango. En el NYDP, como en la mayoría de los cuerpos policiales, uno se hacía detective a partir de los méritos y la experiencia. Ahora bien, para ser sargento, el aspirante debía pasar una terna de exámenes muy arduos: escrito, oral y un tercero, al que Sachs acababa de someterse: un ejercicio práctico que consistía en un simulacro para comprobar las aptitudes prácticas del aspirante en cuanto a gestión de personal, sensibilidad en las relaciones con la ciudadanía y buen criterio en situaciones extremas.

El capitán, un veterano de voz suave que se parecía al actor Laurence Fishburne, era el principal juez del ejercicio y había estado tomando notas sobre el comportamiento de Sachs.

– De acuerdo, agente. Escribiremos nuestros informes y los adjuntaremos a su examen. Pero permítame decirle una cosa extraoficialmente. -El capitán consultó sus notas-. Su valoración de riesgo amenaza respecto a los civiles y los agentes fue perfecta. Ha solicitado refuerzos oportunamente y cuando era apropiado. El despliegue que ha hecho de personal eliminaba cualquier posibilidad de que los sospechosos escaparan al rodeo al que les han sometido, al tiempo que la exposición por la parte policial era mínima. También ha actuado correctamente en lo que se refiere al registro ilegal por drogas. Y recabar información personal de uno de los sospechosos para entregársela al negociador ha sido un detalle simpático. No habíamos pensado meter esa parte en la valoración final. Pero ahora lo haremos. Y luego, por último…, bueno, francamente, no se nos había ocurrido que usted decidiera que había otro delincuente escondido. Habíamos planeado que el sospechoso disparara al agente Wilkins; nosotros observaríamos entonces cómo se enfrentaba usted a una situación en la que hay un agente herido y cómo organizaba la detención de una persona que ha cometido un delito grave y que se da a la fuga.

El capitán dio por concluida la explicación formal y sonrió:

– Pero trincó a ese bastardo.

Pum, pum.

– Ya ha hecho la parte oral y escrita, ¿verdad? -le preguntó a continuación a Sachs.

– Sí, señor. Sabré los resultados uno de estos días.

– Mi grupo completará nuestro informe y lo enviará al tribunal con nuestras observaciones. Ahora, puede retirarse.

– Sí, señor.

El policía que había interpretado al último de «los malos» (el de la escopeta) se acercó hasta ella. Era un italiano guapo, con media generación fuera de los muelles de Brooklyn, según sus cálculos, y con unos músculos de boxeador. Una barba de tres días le cubría las mejillas y la barbilla. Llevaba una automática cromada de gran calibre, bien alta en su esbelta cadera, y una sonrisa chulesca ante la que Sachs estuvo a punto de sugerirle que tal vez podía emplear el arma como un espejo para afeitarse.

– Tengo que decirte que… he hecho una docena de ejercicios, y éste ha sido el mejor que he visto, ricura.

Ella se rió, sorprendida por la palabra. No había duda de que quedaban aún cavernícolas en el Departamento (desde los Servicios de Patrulla a las lujosas oficinas de Pólice Plaza), pero se esforzaban por ser más condescendientes que declaradamente sexistas. Hacía al menos un año que Sachs no escuchaba un «ricura» o un «cariño» de un policía.

– Vamos a seguir utilizando «oficial», si no te importa.

– ¡No, no, no! -dijo él, riendo-. Puedes relajarte ya. El examen ya ha terminado.

– ¿Y eso qué significa?

– Que cuando te he llamado «ricura» no ha sido como parte del ejercicio. No tienes que…, ya sabes, reaccionar de forma oficial ni nada por el estilo. Sólo lo he dicho porque estaba impresionado. Y porque eres…, ya sabes. -Él le sonrió mirándola a los ojos, y su encanto resplandecía tanto como su pistola-. Yo no suelo hacer cumplidos. Viniendo de mí, quiere decir algo.

Porque eres…, ya sabes.

– ¡Oye!, ¿no te habrás molestado o algo así?

– No estoy molesta en absoluto. Pero sigue siendo «oficial». Así debes dirigirte a mí y yo a ti.

Al menos en tu cara.

– ¡Un momento! No era mi intención ofenderte ni nada parecido. Eres una chica guapa. Y yo soy un tío. Ya sabes lo que eso significa… Así que…

– Así que… -repitió Amelia, y comenzó a alejarse.

El joven se colocó delante de ella frunciendo el ceño.

– ¡Oye, espera un momento! Parece que esto no va muy bien. Escucha, deja que te invite a un café. Te gustaré cuando me conozcas.

– No apuestes por ello -bromeó uno de sus colegas, riéndose.

El hombre-ricura le hizo un corte de mangas y se volvió otra vez hacia Sachs.

Y en ese instante sonó el localizador de la joven; miró la pantalla y vio el número de Lincoln Rhyme, al que seguía la palabra «URGENTE».

– Tengo que irme.

– Entonces, ¿no tienes tiempo de tomarte ese café? -le preguntó él, con un falso mohín de disgusto en su cara bonita.

– No tengo tiempo.

– Bueno, ¿y qué me dices de un número de teléfono?

Con el pulgar y el índice, Sachs imitó una pistola, que apuntó hacia él.

– Pum, pum -dijo, y se fue apresuradamente a su Camaro amarillo.

Capítulo 3

¿Es esto una escuela?

Amelia Sachs caminaba por el oscuro pasillo, arrastrando una gran maleta negra de ruedas en la que llevaba todo lo que había recogido en la escena del crimen. Olía a moho y a madera vieja. Cerca del alto techo había telarañas polvorientas que parecían petrificadas, y las escamas de pintura verde formaban volutas que colgaban de las paredes. ¿Cómo se podía estudiar música ahí? Parecía el decorado ideal para una de aquellas novelas de Anne Rice que leía la madre de Sachs.

– Fantasmagórico -había mascullado entre dientes una de las agentes que respondieron a la emergencia, bromeando sólo a medias.

Eso lo decía todo.

Media docena de policías, cuatro de ellos agentes de patrulla y dos de paisano, se hallaban de pie junto a una entrada de doble puerta que había al final de la sala. Lon Sellitto, despeinado, cabizbajo y apretando con una mano uno de sus blocs de notas, hablaba con un guardia. Al igual que las paredes y el suelo, el traje del agente estaba polvoriento y lleno de manchas.

Sachs vio que tras la puerta, abierta, había otra estancia oscura en medio de la cual se distinguía la forma de color claro. La víctima.

– Necesitaremos luces. Un par de juegos -le dijo Sachs al técnico del Departamento de Escena del Crimen que iba caminando a su lado. El joven asintió con la cabeza y se volvió hacia el Vehículo de Respuesta Rápida de Escena del Crimen, una camioneta repleta de equipos para la recogida de pruebas forenses. Lo había dejado aparcado de manera que invadía parte de la acera, tras haber hecho un recorrido hasta el lugar a una velocidad probablemente inferior a la que había alcanzado Sachs con su Camaro SS de 1969, cuya media en carretera fue de 113 kilómetros por hora desde el lugar del examen hasta la Escuela de Música.

Sachs estudió a la joven rubia, tendida boca arriba a tres metros de ella, con el vientre arqueado ya que tenía las manos atadas a la espalda. Incluso en la oscuridad del vestíbulo, sus rápidos ojos advirtieron las profundas marcas que las ligaduras habían dejado en su cuello, y la sangre que tenía en los labios y la barbilla; probablemente por haberse mordido la lengua, una circunstancia habitual en los estrangulamientos.

De forma automática advirtió también otros detalles: pendientes de aro color esmeralda, zapatillas de deporte raídas. No había signos aparentes de robo, abuso sexual o mutilaciones. No llevaba anillo de casada.

– ¿Quién era el oficial al mando?

Una mujer alta y morena, de pelo corto, con una etiqueta de identificación en la que se leía «D. FRANCISCOVICH», dijo:

– Nosotras. -Hizo una indicación con la cabeza que señalaba a su compañera rubia, N. AUSONIO. Sus miradas reflejaban preocupación, y Franciscovich jugueteó con los dedos sobre la pistolera, como si tocara una breve melodía. Ausonio no le quitaba ojo al cadáver. Sachs pensó que aquél era el primer caso de homicidio al que se enfrentaban.

Las dos agentes de patrulla explicaron su versión de lo sucedido. El encuentro con el criminal, el destello de luz, su desaparición, la barricada. Y, después, sencillamente ya no estaba allí.

– ¿Dijisteis que él afirmaba tener un rehén?

– Eso fue lo que dijo -informó Ausonio-. Pero se ha hecho un recuento de todas las personas que había en la escuela. Estamos seguras de que nos quería engañar.

– ¿Y la víctima?

– Svetlana Rasnikov -contestó Ausonio-. Veinticuatro años, estudiante.

Sellitto se alejó del vigilante y le dijo a Sachs:

– Bedding y Saul están interrogando a todos los que han estado aquí, en el edificio, esta mañana.

Sachs señaló con la cabeza hacia la escena:

– ¿Quién ha estado dentro?

– Las oficiales que respondieron a la emergencia -respondió Sellitto indicando con un gesto que se refería a las dos mujeres-. También dos médicos y dos miembros de la Unidad de Servicios de Emergencia. Se retiraron en cuanto desalojaron. El escenario sigue estando aún bastante despejado.

– El vigilante también estaba dentro -dijo Ausonio-. Pero fue sólo un minuto. Le sacamos de allí enseguida.

– Bien hecho -aprobó Sachs-. ¿Testigos?

– Había un conserje fuera de la habitación cuando nosotras llegamos -dijo Ausonio.

– No vio nada -añadió Franciscovich.

– Todavía tengo que ver las suelas de sus zapatos, para compararlas con otras. ¿Podríais una de las dos ir a buscarle?

– Desde luego. -Ausonio se retiró.

Sachs sacó de una de las maletas negras una funda de plástico claro con cremallera. La abrió y extrajo de ella un mono de tyvek. Se lo puso y se colocó la capucha. A continuación los guantes. Aquél era un atuendo habitual para todos los técnicos forenses del NYPD; impedía que de su cuerpo se desprendieran sustancias como residuos, cabellos, células epiteliales y cuerpos extraños, y contaminaran la escena del crimen. El traje incluía una especie de botitas, pero Sachs seguía haciendo lo que Rhyme siempre había aconsejado: colocarse tiras de goma en los pies para poder distinguir sus huellas de las de la víctima y del asesino.

Se colocó los auriculares, se ajustó el micrófono de diadema y activó el Motorola. Estableció conexión con una línea terrestre y, transcurridos unos instantes, un complicado sistema de comunicaciones llevó hasta su oído la voz grave de Lincoln Rhyme.

– Sachs, ¿estás ahí?

– Sí. Ha sido tal y como dijiste: le acorralaron y desapareció.

Rhyme se rió entre dientes.

– Y ahora lo que quieren es que lo encontremos. ¿Es que tenemos que arreglar los desaguisados de todo el mundo? Espera un momento. «Comando. Bajar volumen…, más bajo.» -La música de fondo fue disminuyendo.

El técnico que había acompañado a Sachs por el sombrío pasillo volvió con unas altas lámparas dispuestas sobre unos trípodes. Ella las colocó en el vestíbulo y las encendió.

La cuestión de cómo abordar correctamente la escena de un crimen siempre ha sido motivo de polémica. Por regla general, los especialistas coinciden en que menos es más, aunque la mayoría de los departamentos siguen utilizando equipos de investigación que registran la escena del crimen. Ahora bien, antes de su accidente, Lincoln Rhyme se había ocupado de la investigación de la mayoría de los casos en solitario, e insistía en que Amelia Sachs procediera de igual manera. En su opinión, cuantas más personas investiguen, uno tiende a distraerse y a prestar menos atención, ya que siente (aunque sólo de manera subconsciente) que su compañero encontrará lo que a él se le pase por alto.

Pero había otra razón para hacer aquel trabajo en solitario. Rhyme sostenía que los actos criminales tenían una trascendencia macabra. Un investigador que trabajara solo en la escena de un crimen tenía mayor capacidad para establecer una relación mental con la víctima y con el asesino, para darse cuenta de qué pruebas eran importantes y de dónde podía encontrarlas.

Amelia Sachs cayó en esa especie de trance mientras miraba el cuerpo de la joven, tendido en el suelo junto a una mesa con tablero de contrachapado.

Cerca del cadáver había una taza de café volcada, partituras, una funda de instrumento musical y una pieza de la flauta de plata de la chica, quien, al parecer, la estaba montando en el momento en que el asesino le rodeó el cuello con la cuerda. Mientras luchaba con la muerte, la joven agarró con fuerza otro de los cilindros del instrumento. ¿Había intentado utilizarlo como un arma?

¿O quizá, en su desesperación, sólo deseaba sentir en sus dedos el tacto de un objeto familiar y reconfortante mientras moría?

– Estoy junto al cuerpo, Rhyme -le dijo sin dejar de tomar fotografías digitales del cadáver.

– Continúa.

– Está boca arriba, aunque las agentes que respondieron a la emergencia la encontraron boca abajo. Le dieron la vuelta para practicarle la respiración artificial. Las heridas pueden ser consecuencia del estrangulamiento. -En ese momento, Sachs dio la vuelta al cuerpo con delicadeza hasta colocarlo boca abajo-. En las manos tiene una especie de esposas antiguas. Yo no las había visto antes. El reloj está roto. Está parado exactamente en las ocho de la mañana. No parece que sea por accidente. -Rodeó con su mano enguantada la estrecha muñeca de la joven. Estaba hecho añicos-. En efecto, Rhyme, lo pisoteó. Y era bonito…, un Seiko. ¿Por qué tenía que romperlo? ¿Por qué no lo robó?

– Buena pregunta, Sachs… Puede que eso sea una pista, o puede que no signifique nada.

Una consigna tan buena para la ciencia forense como para cualquier otra, pensó Sachs.

– Una de las agentes cortó la cuerda que le rodeaba el cuello, aunque no por la parte del nudo.

Ante una víctima de estrangulamiento, los policías no debían nunca cortar la cuerda por la parte del nudo, ya que eso puede proporcionar mucha información sobre la persona que lo ató.

Sachs utilizó entonces cinta adhesiva para recoger rastros que pudieran constituir alguna prueba; según las últimas técnicas forenses, no era adecuado usar los aspiradores portátiles del tipo Dustbuster, ya que absorbían demasiados residuos. La mayoría de los equipos de investigación empleaban ahora rodillos parecidos a los que sirven para quitarles pelo a los perros. Introdujo las muestras en una bolsa y usó los instrumentos que sacó de un botiquín para tomar muestras de pelo y uñas del cuerpo de la mujer.

– Voy a recorrer la cuadrícula -anunció Sachs.

La frase, acuñada por Lincoln Rhyme, procedía de sus preferencias a la hora de investigar la escena de un crimen. El sistema de cuadrícula era el método más exhaustivo: avanzar hacia delante y hacia atrás en una misma dirección, y después proceder en sentido perpendicular cubriendo el mismo espacio de nuevo, sin olvidar nunca examinar el techo y las paredes, con la misma atención que se empleaba para el suelo o el pavimento.

Sachs comenzó la investigación, buscando objetos desechados o caídos, pasando el rodillo para encontrar posibles restos, recogiendo electrostáticamente huellas de pisadas y tomando fotografías digitales. El equipo fotográfico se encargaría de hacer una grabación completa, en vídeo y con imágenes fijas, de la escena, pero pasaría un tiempo hasta que se pudiera disponer de ese material, y Rhyme siempre insistía en que era preciso tener algunas fotografías de inmediato.

– Oficial -la llamó Sellitto.

Sachs se volvió.

– Me preguntaba si… ya que no sabemos dónde se ha metido ese mamón, ¿quieres que pidamos refuerzos?

– No -dijo Sachs, agradeciendo en silencio a Sellitto que le recordara que había un asesino suelto al que se había visto por última vez no muy lejos de allí. Otro de los aforismos de Lincoln Rhyme sobre las escenas del crimen: «investiga a fondo, pero cúbrete las espaldas».

Dio unos golpecitos al extremo de su Glock para recordarse a sí misma el lugar exacto en el que se encontraba, por si acaso necesitaba sacar el arma a toda prisa (la funda quedaba ligeramente más alta cuando llevaba puesto un mono de tyvek) y prosiguió con la búsqueda.

– Bien, pues aquí tengo algo -le informó a Rhyme un momento después-. En el vestíbulo. Aproximadamente a tres metros de la víctima. Un trozo de tela blanca. Seda. Es decir, parece que es seda. Está encima de una de las piezas de la flauta de la víctima, así que tiene que ser de ésta o de él.

– Interesante -caviló Rhyme-. Me pregunto qué significará.

El vestíbulo no arrojó ninguna otra pista, así que Sachs se dirigió al escenario sin apartar la mano del extremo de su Glock. Se relajó unos instantes al ver que, en efecto, no había ningún lugar en absoluto donde pudiera haberse escondido el malhechor, ni tampoco ninguna puerta o salida secretas. Pero conforme empezó a recorrer la cuadrícula en ese lugar, fue apoderándose de ella una sensación de inquietud cada vez más fuerte.

Fantasmagórico…

– Rhyme, esto es extraño…

– No te oigo, Sachs.

Se dio cuenta de que el nerviosismo le había hecho hablar en un susurro.

– Hay una cuerda quemada atada a las sillas que están volcadas en el suelo. También hay mechas, o eso parecen. Huele a residuos de nitrato y azufre. El informe dice que disparó una vez. Pero el olor no es el de esa pólvora que no produce humo. Es otra cosa. ¡Ah!, veamos… Es un petardo gris. Tal vez fue lo que produjo la detonación que oyeron… Un momento…, hay algo más… debajo de una silla. Es una pequeña placa de circuito verde a la que está conectado un altavoz.

– ¿Pequeña? -preguntó Rhyme con mordacidad-. Un centímetro es pequeño en comparación con un metro. Y un metro es pequeño comparado con un kilómetro, Sachs.

– Perdón. Mide aproximadamente nueve centímetros por trece.

– Eso es grande en comparación con una moneda de un céntimo, ¿no crees?

Comprendida la lección, muchas gracias, replicó ella para sí.

Sachs metió todo en bolsas y salió por la segunda puerta, la de incendios. Fotografió y recogió electrostáticamente las huellas de todas las pisadas que encontró allí. Por último, tomó muestras de control para poder compararlas con los restos hallados en la víctima y en los lugares por los que había pisado el asesino.

– Ya lo tengo todo, Rhyme. Llegaré dentro de media hora.

– ¿Y qué hay de las trampillas, de los pasadizos secretos de los que habla todo el mundo?

– Yo no he visto ninguno.

– Muy bien, pues vuelve a casa, Sachs.

Regresó al vestíbulo y dejó que los del Departamento de Fotografía y Huellas se encargaran de la escena. Se encontró con Franciscovich y Ausonio junto a la puerta.

– ¿Han encontrado al conserje? -preguntó-. Necesito ver sus zapatos.

Ausonio negó con la cabeza.

– Le dijo al vigilante que tenía que llevar a su mujer al trabajo. He dejado un mensaje a los de mantenimiento para que nos llame.

Su compañera añadió con solemnidad:

– Oiga, oficial, hemos estado hablando, Nancy y yo…, que no queremos que este cerdo se escape. Si hay algo más que nosotras podamos hacer, ya sabe, para continuar con la investigación…, no tiene más que decírnoslo.

Sachs entendía perfectamente cómo se sentían.

– Veré lo que puedo hacer -les dijo.

La radio de Sellitto emitió un ruido, y éste respondió a la llamada. Se quedó escuchando unos momentos.

– Son los Hardy Boys. Que han terminado de entrevistar a los testigos y están en el vestíbulo principal.

Sachs, Sellitto y las dos patrulleras volvieron a la parte delantera de la escuela. Allí se reunieron con Bedding y Saul: uno alto, el otro bajo; uno pecoso, el otro de tez clara. Eran detectives de la Central, especialistas en interrogar a los testigos después de un crimen.

– Hemos hablado con las siete personas que había aquí esta mañana.

– Y con el vigilante.

– No había profesores…

– … sólo alumnos.

Conocidos también como «los gemelos», a pesar de lo diferente de su aspecto, eran un dúo con una gran habilidad para formar equipo, tanto con sospechosos como con testigos. Resultaba demasiado complicado atenderles por separado. Era mucho más fácil si se les consideraba como una unidad, una sola persona.

– La información no fue muy esclarecedora.

– Para empezar, todo el mundo estaba alucinando.

– Y el lugar no ayuda mucho. -Señaló con un gesto un montón de telarañas que colgaban del techo, oscuro y con goteras.

– Nadie conocía muy bien a la víctima. Cuando entró aquí esta mañana, se dirigió a la sala de recitales acompañada de un amigo. Ella…

– El amigo.

– … no vio a nadie dentro. Estuvieron en el vestíbulo durante cinco o diez minutos, hablando. El amigo se marchó hacia las ocho.

– Entonces -dijo Rhyme, que lo había escuchado todo por el radiotransmisor-, él estaba en el vestíbulo esperándola.

– La víctima -dijo el más bajo de los dos detectives de pelo pajizo- había venido aquí, desde Georgia…

– La Georgia rusa, no la nuestra, la de Estados Unidos.

– … hace cosa de dos meses. Parece que era algo solitaria.

– El consulado está intentado ponerse en contacto con su familia.

– El resto de los estudiantes estaban hoy en otras aulas de prácticas y ninguno de ellos oyó nada ni vio a ningún desconocido.

– ¿Por qué Svetlana no estaba en un aula de prácticas? -preguntó Sachs.

– Su amigo dijo que Svetlana prefería la acústica de esa sala.

– ¿Tiene marido, novio, novia? -preguntó Sachs, pensando en la regla número uno de las investigaciones de homicidio: el autor suele conocer a la víctima.

– No, que los otros alumnos sepan.

– ¿Cómo entró él en el edificio? -preguntó Rhyme, y Sachs transmitió la pregunta.

El vigilante dijo:

– La única puerta abierta es la principal. Tenemos salidas de incendios, desde luego, pero no se pueden abrir desde fuera.

– Y él tuvo que pasar entonces por delante de usted, ¿no?

– Y firmar el registro. Y dejar que la cámara le sacara una foto.

Sachs levantó la vista.

– Hay una cámara de seguridad, Rhyme, pero da la impresión de que no han limpiado el objetivo desde hace meses.

Se agruparon detrás del mostrador de recepción. El vigilante pulsó algunas teclas y puso la cinta. Bedding y Saul habían interrogado a siete personas. Pero coincidieron en que había una, un hombre mayor de pelo castaño y con barba, vestido con vaqueros y una chaqueta gruesa que no estaba entre ellas.

– Ése es -señaló Franciscovich-. Ése es el asesino.

Nancy Ausonio asintió con la cabeza.

En la borrosa imagen de la cinta se le veía firmar el libro de registro y, a continuación, caminar hacia el interior. Mientras escribía, el vigilante había mirado al libro, no a la cara del hombre.

– ¿No le miró usted? -preguntó Sachs.

– No presté atención -contestó a la defensiva-. Si firman, les dejo entrar; eso es todo lo que tengo que hacer. Ése es mi trabajo. Yo estoy aquí sobre todo para que la gente no se lleve materiales del centro.

– Por lo menos tenemos su firma, Rhyme. Y un nombre. Serán falsos, pero al menos es una muestra de su letra. ¿En qué línea firmó? -preguntó Sachs levantando el libro de registro con sus dedos enfundados en látex.

Hicieron avanzar la cinta rápidamente desde el comienzo. El asesino fue la cuarta persona que firmó el registro. Pero en el cuarto espacio figuraba el nombre de una mujer.

– Contad cuántas personas firmaron -vociferó Rhyme.

Sachs le transmitió al vigilante la orden. Observaron que fueron nueve las personas que escribieron sus nombres: ocho estudiantes, incluida la víctima, y el asesino.

– Firmaron nueve personas, Rhyme. Pero sólo hay ocho nombres en la lista.

– ¿Cómo puede ser? -preguntó Sellitto.

– Pregúntale al vigilante si está seguro de que el autor del crimen firmó. Tal vez fingió que lo hacía -dijo Rhyme.

Sachs le hizo la pregunta al hombre.

– Sí, sí que lo hizo. Que no siempre les mire a la cara no significa que no me asegure de que firman.

Eso es todo lo que tengo que hacer. Ese es mi trabajo.

Sachs hizo un gesto negativo con la cabeza y se retiró hacia atrás la cutícula del pulgar con la uña de otro dedo.

– Bien; pues tráeme el libro de registro y todo lo demás. Le echaremos un vistazo aquí -dijo Rhyme.

En una esquina de la estancia había una joven asiática, de pie, rodeándose a sí misma con los brazos y mirando por el irregular cristal emplomado. Se volvió y dirigió la mirada hacia Sachs.

– La he oído hablar. Ha dicho usted…, bueno, lo que quiero decir es que… ha sonado como si no supiera usted si ese hombre había salido del edificio después de…, después. ¿Cree que sigue aquí?

– No, no lo creo -dijo Sachs-. Me refería a que no estamos seguros de cómo ha escapado.

– Pero, si no saben eso, significa que podría estar aquí escondido, en alguna parte. Esperando a otra persona. Y no tienen idea de dónde está.

Sachs le ofreció una sonrisa tranquilizadora.

– Dejaremos a muchos oficiales por aquí hasta que averigüemos todo lo que ha sucedido. No tiene por qué preocuparse.

Aunque lo que estaba pensando era que aquella muchacha tenía toda la razón: sí, puede que estuviera allí, esperando a otra persona. Y no, no tenían ni la más mínima idea de quién era ni de dónde estaba.

Capítulo 4

Y ahora, Venerado Público, haremos un breve intermedio. Disfruten recordando «El ahorcado perezoso»… y saboreen de antemano lo que no tardarán en ver.

Relájense.

Enseguida va a comenzar nuestra próxima actuación…

El hombre iba caminando por Broadway, en el Upper West Side de Manhattan. Al llegar a una esquina se detuvo, como si se hubiera olvidado de algo, y se puso en la sombra que proyectaba un edificio. Sacó el teléfono móvil de su cinturón y se lo colocó en la oreja. Conforme hablaba sonreía de cuando de cuando, como suelen hacer las personas que van hablando por un móvil, y miraba a su alrededor con indiferencia, una actitud también habitual entre los usuarios de ese tipo de teléfonos.

Sin embargo, en realidad no había hecho ninguna llamada. Lo que estaba haciendo era comprobar si le habían seguido desde la Escuela de Música.

El aspecto de Malerick en ese momento era muy diferente del que ofrecía aquella misma mañana, cuando se escapó de la escuela. Ahora era un hombre rubio y sin barba que vestía ropa de deporte, con una camiseta de cuello alto. Si los transeúntes con los que se fue cruzando se hubieran fijado en él, habrían advertido unas cuantas cosas raras en su físico: por fuera de la camiseta, rodeándole el cuello, asomaba un trozo de piel cicatrizado, y tenía los dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos.

Pero nadie estaba mirando. Porqué sus gestos y expresiones eran naturales, y, como sabía cualquier ilusionista, actuar con naturalidad le hace a uno invisible. Satisfecho finalmente al comprobar que nadie le había seguido, volvió a caminar de forma despreocupada, tomó una calle transversal y continuó andando por una acera arbolada hacia su apartamento. Sólo se cruzó con unas cuantas personas que iban haciendo jogging, y con dos o tres vecinos que volvían a sus casas con el Times y unas bolsas de Zabar, deseosos de tomarse una taza de café, de pasar una hora leyendo tranquilamente el periódico y, tal vez, de echar sin prisas uno de esos polvos de mañana de fin de semana.

Malerick subió andando las escaleras hasta el apartamento que había alquilado hacía unos pocos meses. Estaba en un edificio oscuro y tranquilo, muy diferente de la casa y el taller que tenía en el desierto cerca de Las Vegas. Se dirigió al apartamento del fondo.

Como les decía, nuestra próxima actuación comenzará enseguida.

Mientras tanto, Venerado Público, pueden ustedes comentar entre sí la ilusión que acaban de ver; entablen conversación con los que les rodean e intenten adivinar qué vendrá ahora en el programa.

Nuestro segundo número requerirá unas habilidades muy diferentes que pondrán a prueba a nuestro artista, aunque será, se lo garantizo, tan impactante como «El ahorcado perezoso».

Ésas y decenas de palabras más serpenteaban automáticamente por la mente de Malerick. Venerado Público… Se dirigía sin cesar a aquella imaginaria concurrencia (a veces escuchaba sus aplausos y carcajadas, y en algún que otro caso, sus gritos ahogados de espanto). Un murmullo constante de frases con ese marcado tono teatral e histriónico que emplearía un maquillado maestro de ceremonias, o un ilusionista de la época victoriana. Palabrería, así se llamaba: un monólogo dirigido al público con el fin de darle la información que necesitaba saber para hacer que un truco funcionara, para compenetrarse con los espectadores. Y también para desarmarles y distraerles.

Después del incendio, Malerick suprimió prácticamente cualquier contacto con los seres humanos, a quienes fue sustituyendo poco a poco por su imaginario y venerado público, hasta que éste se convirtió en su compañero inseparable. La palabrería no tardó en llenar sus pensamientos, tanto en la vigilia como en el sueño, y, según creía él a veces, amenazaba con volverle completamente loco. Sin embargo, al mismo tiempo, le servía de intenso consuelo saber que no se había quedado totalmente solo en la vida después de la tragedia ocurrida hacía tres años. Su venerado público estaba siempre con él.

El apartamento olía a barniz barato, y el papel de las paredes y el suelo desprendía un curioso tufillo a carne. Estaba decorado con unos pocos muebles: sillones y sofás baratos, y una funcional mesa de comedor, que en ese momento estaba preparada para un comensal. Los dormitorios, en la otra parte de la casa, estaban abarrotados de las herramientas de trabajo de un ilusionista: accesorios teatrales, atuendos, cuerdas, disfraces, equipos para moldear con látex, pelucas, rollos de tela, una máquina de coser, pinturas, petardos, maquillaje, placas de circuitos, alambres, pilas, papel y algodón flash, rollos de hilo fusibles, herramientas de carpintería… y mil cosas más.

Se preparó un té de hierbas y se sentó a la mesa. Fue dando sorbitos a la suave bebida mientras comía algo de fruta y una granola baja en calorías. El ilusionismo es un arte físico, y la actuación de un artista será tan buena como buena sea la condición física en que se encuentre. Tomar alimentos sanos y hacer ejercicio eran elementos vitales para el éxito.

Estaba contento con su actuación de esa mañana. Había matado a la primera artista con facilidad; recordaba con un placer estremecedor la rigidez de la joven cuando él la sorprendió por detrás y deslizó la cuerda alrededor de su cuello. Ni una pista de que llevaba esperando media hora en el rincón, debajo de la seda negra.

La irrupción por sorpresa de la policía…, bueno, eso sí le había sobresaltado. Pero, como todos los buenos ilusionistas, Malerick había preparado una escapatoria, y la había ejecutado a la perfección. Terminó el desayuno y llevó la taza a la cocina, la lavó con cuidado y la dejó en un escurridor. Era meticuloso en todo lo que hacía; su maestro, un ilusionista entregado, obsesivo y sin sentido del humor, le había inculcado el sentido de la disciplina. Malerick se dirigió después al mayor de los dormitorios y puso la cinta de vídeo que él mismo había tomado del lugar de su siguiente actuación. La había visto ya una docena de veces y, aunque casi se la sabía de memoria, se disponía ahora a analizarla de nuevo (su maestro le había impuesto también -a veces literalmente- la importancia de la regla del uno por cien: cada minuto en el escenario son cien minutos de ensayo).

Mientras veía la cinta, acercó hacia sí una mesa cubierta con terciopelo, de las que utilizaba en las actuaciones. Sin mirarse las manos, Malerick practicó varios ejercicios simples con las cartas: «El falso revoloteo del milano», «El falso corte de los tres montones», seguidos de otros algo más difíciles: «El deslizamiento a la inversa», «El planeo y la fuerza en el reparto». Ensayó también algunos trucos realmente complicados, como el de «Las cartas fantasmas», de Stanley Palm, el famoso «Misterio de las seis cartas», de Maído, y otros muchos del célebre maestro de las cartas y actor Ricky Jay, también algunos de Cardini.

Malerick hizo también algunos de los trucos de cartas del primer repertorio de Harry Houdini. La mayor parte de la gente conocía a Houdini en su faceta de escapista, pero en realidad fue un mago polifacético que no sólo ofrecía números de ilusionismo -trucos a gran escala, como hacer desaparecer del escenario a sus ayudantes o a elefantes- sino también magia de salón. Houdini, de hecho, había ejercido una influencia importante en su vida. Cuando empezó a actuar, en la adolescencia, Malerick utilizó como nombre artístico el de Houdini el Joven. La terminación «erick» de su nombre actual era tanto un recuerdo de su vida anterior -la vida antes del incendio- como un homenaje al propio Houdini, cuyo verdadero nombre era Ehrich Weisz. Y por lo que se refería al prefijo «Mal», cualquier mago podría pensar que lo tomó de otro artista de fama mundial, Max Breit, cuyo nombre artístico era Malini. Sin embargo, Malerick había escogido las tres letras de la voz latina «malum», lo que reflejaba la oscura naturaleza del tipo de magia que realizaba.

Siguió estudiando la cinta, midiendo ángulos, tomando nota de las ventanas y de la posición de posibles testigos que le bloquearan la salida, como hace todo buen artista. Y mientras observaba, movía los naipes entre sus dedos a tal velocidad que silbaban como serpientes. Reyes, jotas, reinas y comodines, así como el resto de las cartas se deslizaban sobre el terciopelo negro y después, en lo que parecía un desafío a la ley de la gravedad, saltaban otra vez a sus poderosas manos, donde desaparecían de la vista. Ante una actuación magistral como aquélla, el público haría gestos de incredulidad, medio convencido de que la realidad había dejado paso a la ilusión, de que no era posible que un ser humano hiciera lo que estaban viendo.

Pero la verdad era justo lo contrario: los trucos de cartas que estaba haciendo Malerick distraídamente sobre el tapete negro no podían considerarse en absoluto milagrosos; no eran más que ejercicios, ensayados con sumo cuidado, de destreza y percepción, regulados por las terrenales normas de la física.

Sí, sí, Venerado Público, lo que acaban de ver y lo que van a ver en un instante es muy real.

Tan real como la carne abrasada por el fuego.

Tan real como una cuerda anudada al blanco cuello de una muchacha.

Tan real como el recorrido de las manecillas del reloj, que se mueven lentamente hacia los horrores que está a punto de sufrir nuestro próximo artista.


* * *

– ¡Eh! ¡Oye!

La joven estaba sentada junto a la cama en la que se hallaba su madre tendida. Por la ventana, en el cuidado patio, se veía un roble alto por cuyo tronco se elevaba un tentáculo de hiedra, con una forma que ella ya había interpretado de distintas maneras en los últimos meses. Aquel día, la anémica enredadera no era ni un dragón ni una bandada de pájaros ni un soldado. Era sólo una planta de ciudad luchando por su supervivencia.

– Veamos, ¿cómo te sientes, Mat? -preguntó Kara.

El nombre procedía de una de las muchas vacaciones de la familia; de la vez que fueron a Inglaterra. Kara había puesto motes a todos: «Su Regia Paternidad» y «Su Majestuosa Maternidad» para sus padres. Ella, por su parte, era «Su Real Descendiente».

– Bien, cielo. ¿Y cómo te va a ti la vida?

– Mejor que a algunos y no tan bien como a otros. ¡Oye!, ¿te gustan? -Kara extendió la mano para mostrarle a su madre las uñas, cortas, bien limadas y negras como un piano de cola.

– Preciosas, cariño. Ya estaba un poco cansada del rosa. Ahora se ve en todas partes. Tremendamente convencional.

Kara se levantó y acomodó a su madre la cabeza sobre la almohada. Se sentó otra vez y dio un sorbo a la gran taza de Starbucks; el café era su única droga, aunque su adicción era intensa, y no digamos cara. Esa mañana iba ya por la tercera taza.

Llevaba el pelo cortado como un chico y, en aquella ocasión, teñido de color caoba-púrpura (había pasado ya por todos los colores del espectro durante los años que pasó en Nueva York). Algunos decían de aquel peinado que «parecía el de un duende», una descripción que Kara odiaba; a ella le parecía «sencillamente cómodo». Le permitía estar lista para salir de casa minutos después de ducharse, una auténtica ventaja para alguien que no solía acostarse antes de las tres de la mañana y que, definitivamente, no era una persona diurna.

Aquel día iba vestida con unos pantalones elásticos negros y, aunque no llegaba al metro sesenta de estatura, llevaba calzado bajo. Debajo del top violeta oscuro y sin mangas se veían unos músculos tersos y bien perfilados. Kara había ido a una universidad donde el arte y la política tenían preferencia sobre el culto al físico, pero tras su graduación en el Sarah Lawrence College, se había apuntado al Gold's Gym y ahora era habitual verla levantar pesas y correr en la cinta del gimnasio. Aunque lo que cabía esperar de una persona que había vivido ocho años en el bohemio Greenwich Village y que ronda los veintimuchos, era que coqueteara con el culto al decorado del cuerpo o que al menos luciera un pendiente, unos aros, pero en la blanca piel de Kara no se veían tatuajes ni perforaciones.

– Mamá, a ver qué te parece esto: tengo una actuación mañana. Una de las pequeñeces del señor Balzac, ya sabes.

– Me acuerdo.

– Pero esta vez es diferente. Esta vez me va a dejar que actúe yo sola. Hago de telonera y también la actuación principal.

– ¿De verdad, cielo?

– De verdad de la buena.

Vieron pasar al señor Geldter por delante de la puerta.

– Hola, ¿qué tal?

Kara le saludó con la cabeza. Se acordó de que cuando su madre llegó a Stuyvesant Manor, uno de los mejores centros para la tercera edad, la mujer y el viudo habían causado un gran revuelo.

«Se creen que nos hemos arrejuntado», le había dicho a su hija en un susurro.

«¿Y es verdad?», había preguntado Kara, que pensaba que ya iba siendo hora de que su madre comenzara una relación con un hombre tras cinco años de viudedad.

«¡Desde luego que no!», contestó su madre entre dientes, enfadada de veras. «¡Menuda sugerencia!» (Aquel incidente definía a la mujer perfectamente: una insinuación subida de tono podía pasar, pero había una línea muy clara, aunque establecida de forma arbitraria, pasada la cual uno se convertía en El Enemigo, aun siendo de su misma sangre.)

Kara prosiguió su relato, echándose hacia adelante con excitación y contándole muy animada a su madre lo que tenía planeado para el día siguiente. Conforme hablaba, estaba estudiando detenidamente a su progenitora, que tenía una piel, por extraño que pareciera, muy tersa para una mujer de setenta y tantos años, y de un saludable color rosa como el de un bebé; el pelo era casi todo cano, aunque alternado con unos desafiantes mechones negros. El personal de peluquería se lo había peinado recogido en un estiloso moño.

– Lo que te decía, mamá. Irán algunos amigos, y estaría muy bien que pudieras venir tú también.

– Lo intentaré.

Kara, sentada ahora en el borde del sillón, se dio cuenta de repente de que tenía los puños cerrados y el cuerpo tenso como un nudo. La respiración entrecortada y sibilante.

Lo intentaré…

Kara cerró los ojos, que se le estaban llenando de lágrimas. ¡Maldita sea!

Lo intentaré…

«No, no, no, así no puede ser», pensó enfadada. Su madre no solía decir «Lo intentaré». No era su manera de dialogar. Podría haber dicho: «Allí estaré, querida. En la primera fila». O bien habría podido decir con frialdad: «Mañana no puedo. Tendrías que habérmelo dicho antes».

O cualquier otra cosa parecida, pero nunca «Lo intentaré». Algo como «Yo lo doy todo por ti, pero ¡ay de ti si no estoy de tu lado!».

Pero ahora no; ahora la mujer era apenas un ser humano. Como mucho, un niño durmiendo con los ojos abiertos.

La conversación que acababa de mantener Kara con su madre sólo había ocurrido en la optimista imaginación de la muchacha. Bueno, la parte de Kara había sido real. Pero la de su madre, desde «Bien, cielo. ¿Y cómo te va a ti la vida?», hasta el inconveniente de «Lo intentaré» habían sido pura invención de Kara.

No, su madre no había dicho ni una sola palabra ese día ni durante la visita de ayer. Ni en la anterior. Se había mantenido tendida junto a la ventana con la hiedra, en una especie de coma en vigilia. Había días que estaba así. Otros, podía estar completamente despierta, pero balbuceando unos disparates que daban miedo y que sólo confirmaban el éxito del ejército invisible que se movía sin cesar por su cerebro, arrasando la memoria y la razón.

Pero había una parte más perniciosa de aquella tragedia. De vez en cuando, aunque muy raramente, tenía un momento frágil de claridad que, por breve que fuera, negaba perfectamente su desesperación. Justo cuando Kara había logrado aceptar lo peor -que la madre que ella conocía se había perdido para siempre-, la mujer volvía a ser como antes de que tuviera la hemorragia cerebral. Y Kara se quedaba sin defensas, como se queda una mujer maltratada que perdona los golpes al marido ante una mínima muestra de arrepentimiento. En momentos como ése, Kara se convencía a sí misma de que su madre estaba mejorando.

Desde luego, los médicos dijeron que prácticamente no había esperanza de que así fuese. Aun así, ellos no habían estado al lado de su madre cuando, hacía varios meses, la mujer se despertó y se volvió de repente hacia Kara:

– Hola, cielo. Me comí las galletas que me trajiste ayer. Les pusiste más nueces, como a mí me gusta. ¡Al diablo con las calorías! -Una sonrisa de niña-. ¡Oh!, me alegro de que estés aquí. Quería contarte lo que hizo la señora Brandon anoche… con el mando a distancia.

Kara parpadeó, estupefacta. Porque, vaya, ella le había llevado a su madre el día anterior unas galletas y, en efecto, les había puesto más nueces. Y también la chalada de la señora Brandon, la del quinto piso, se había hecho con un mando a distancia, había desviado la señal por la ventana que estaba junto a la sala de enfermeras, con lo que los canales y el volumen se trastocaron como si se tratara de poltergeist, sembrando la confusión entre los residentes durante media hora.

¡Ahí estaba! ¿Qué mejor prueba que ésa de que su radiante madre, su madre de verdad, seguía ahí, dentro del armazón herido de su cuerpo, y algún día podría escapar?

Pero al día siguiente Kara se encontró con que su madre se quedaba mirándola fijamente, con desconfianza, y le preguntaba que qué hacía allí y que qué quería. Que si venía por lo de la factura de la luz de veintidós dólares con quince centavos, que ya la había pagado y, además, tenía el comprobante del cheque. Desde el episodio de las galletas de nuez y el mando a distancia, no se había vuelto a producir una situación semejante.

Kara estaba ahora acariciando el brazo de su madre, cálido, sin arrugas y rosado como el de un bebé. Sentía lo mismo que en todas sus visitas diarias: la terrible paradoja de desear llena de compasión que su madre se muriera, desear al mismo tiempo que volviera a ser la mujer vibrante que fue, y desear, en fin, que ella misma, Kara, pudiera escapar del terrible dilema de desear ambas opciones irreconciliables.

Una mirada al reloj. Tarde a la oficina, como siempre. Al señor Balzac no le gustaría. Los sábados eran los días que más trabajo tenían. Apuró la taza de café, la tiró y se dirigió caminando al pasillo.

Una mujerona negra de uniforme la saludó con la mano.

– ¡Kara! ¿Desde hace cuánto tiempo que estás aquí? -una amplia sonrisa en una cara amplia.

– Veinte minutos.

– Si lo sé, me hubiera pasado a haceros una visita -dijo Jaynene-. ¿Está despierta todavía?

– No. Ya estaba ausente cuando he llegado.

– Oh, lo siento.

– ¿Ha estado hablando antes? -preguntó Kara.

– Sí. Pero sólo ha dicho pequeñas cosas. No podría decir si estaba aquí o no. Parecía que sí… Qué día más hermoso, ¿no? Sephie y yo la vamos a llevar de paseo al patio un poco más tarde si está despierta. A ella le gusta. Siempre se siente mejor después.

– Tengo que irme a trabajar -le dijo Kara a la enfermera-. Oye, tengo una actuación mañana. En los almacenes. ¿Te acuerdas de dónde están?

– Claro. ¿A qué hora?

– A las cuatro. Pásate a verme.

– Mañana salgo pronto. Allí estaré. Después podemos tomarnos unas de esas margaritas de melocotón. Como la otra vez.

– Eso estará bien -contestó Kara-. ¡Tráete a Pete!

La mujer frunció el ceño.

– Muchacha, no es nada personal, pero la única manera de que ese hombre fuera a verte un domingo sería si actuaras en el intermedio del partido de los Knicks o los Lakers, y lo dan por la televisión.

– Pues no se hable más -replicó Kara.

Capítulo 5

Hace cien años, un financiero medianamente próspero podría haber llamado hogar a aquel sitio.

O el propietario de una tienda de ropa de caballero en el lujoso barrio comercial de la calle Catorce.

O tal vez algún político relacionado con Tammany Hall [2], astuto en el eterno arte de hacerse rico con un cargo público.

El actual propietario de la casa de Central Park West, sin embargo, no conocía o no le importaba, su procedencia. Tampoco el mobiliario de época victoriana o los objetos artísticos fin de siécle que en un tiempo adornaron aquellas salas tenían el mínimo atractivo para Lincoln Rhyme. A él le gustaba lo que tenía en ese momento a su alrededor: un caos de sólidas mesas, taburetes giratorios, ordenadores, aparatos científicos -un densímetro, un cromatógrafo de gases y un espectrómetro de masas-, microscopios, cajas de plástico de mil colores, probetas, tarros, termómetros, tanques de propano, anteojos, cajas cerradas negras o grises de formas extrañas que hacían pensar que contenían instrumentos musicales esotéricos.

Y alambres.

Alambres y cables por todas partes que ocupaban gran parte del limitado espacio de la habitación; algunos de ellos ordenadamente enrollados conectaban piezas de maquinaria contiguas, otros que desaparecían por unos agujeros irregulares, abiertos vergonzosamente en la homogeneidad de las paredes centenarias de listones y yeso.

El mismo Lincoln Rhyme se encontraba, en gran medida, sin cables. Los adelantos en la tecnología de infrarrojos y radio habían hecho posible la conexión entre el micrófono de su silla de ruedas y de la cama del piso superior y unidades de control ambiental y ordenadores. Rhyme dirigía su Storm Arrow manejando con el dedo anular de la mano izquierda un teclado MKIV, pero al resto de los comandos, desde las llamadas telefónicas, el correo electrónico, el traslado de imágenes procedentes de su microscopio compuesto a monitores de ordenador, podía acceder utilizando su voz.

También podía controlar su receptor Harmon Kardon 8000, que inundaba en ese momento todo el laboratorio con un agradable solo de jazz.

– «Comando. Apagar estéreo» -ordenó Rhyme de mala gana al oír el portazo con el que se cerraba la puerta principal.

La música cesó, y la sustituyó el sonido irregular de unas pisadas procedentes del vestíbulo y el salón. Una de las visitas era Amelia Sachs, Rhyme lo sabía. Para ser una mujer alta, tenía unas pisadas decididamente ligeras.

Luego, oyó el característico ruido de fuertes pisadas de los pies grandes y desviados hacia afuera de Lon Sellitto.

– Sachs -masculló al verla entrar en la habitación-, ¿era una escena grande? ¿Era enorme?

– No tan grande -contestó ella con el ceño fruncido-. ¿Por qué?

Rhyme tenía la mirada puesta en las cajas de leche grises que llevaban, donde estaban las pruebas recogidas por Sachs y por otros oficiales.

– Bueno, sólo me lo estaba preguntando, ya que parece que te ha llevado mucho tiempo investigar la escena y volver aquí. Tú puedes utilizar la sirena del coche, para eso están hechas, ¿sabes? También están permitidas las luces de destellos intermitentes. -Cuando Rhyme estaba aburrido se volvía irritable. El aburrimiento era el mayor mal en su vida.

Sachs, sin embargo, era impermeable a su amargura. Estaba de un humor excelente, por lo que se limitó a decir:

– Aquí tenemos algunos misterios, Rhyme.

Rhyme recordó que Sellitto había empleado la palabra «incomprensible» refiriéndose al crimen.

– Descríbeme el escenario. ¿Qué pasó?

Sachs le dio una versión probable de los hechos, que terminó con la huida del autor del crimen desde la sala de conciertos.

– Las oficiales que respondieron a la emergencia escucharon un disparo dentro de la sala y, dando una patada a la puerta, entraron al mismo tiempo por las únicas dos puertas que hay en la sala. Ni rastro de él.

Sellitto consultó sus notas.

– Las oficiales de patrulla le sitúan cerca de la cincuentena, de estatura media, complexión mediana y ningún otro rasgo distintivo salvo que lleva barba y que tiene el pelo castaño. Había un conserje que afirma no haber visto a nadie que entrara o saliera de la sala. Pero puede que tenga «testiguitis», ¿sabes? La escuela nos llamará para darnos su teléfono y su nombre. A ver si yo puedo refrescarle la memoria.

– ¿Y qué hay de la víctima? ¿Cuál ha sido el motivo?

– No ha habido agresión sexual ni robo -dijo Sachs.

– Acabo de hablar con los gemelos -añadió Sellitto-. La víctima no tenía novio, ni ahora ni últimamente. Y no hay nadie en su pasado que pueda ser problemático.

– ¿Se dedicaba sólo a estudiar? -preguntó Rhyme-. ¿O también trabajaba?

– Sólo estudiaba. Pero parece ser que hacía algunas actuaciones para sacarse un extra. Están investigando dónde.

Rhyme solicitó a su ayudante Thom que le hiciera de escribiente, como tenía por costumbre, y fuera anotando las pruebas, con esa letra tan elegante que tenía, en una de las pizarras del laboratorio. El ayudante tomó un rotulador y comenzó a escribir.

Se oyó que llamaban a la puerta, y Thom desapareció durante unos instantes del laboratorio.

– ¡Visita va! -vociferó desde el vestíbulo.

– ¿Visita? -preguntó Rhyme, a quien no le apetecía mucho la compañía. Pero el ayudante sólo estaba bromeando. Quien entró en la habitación fue Mel Cooper, el técnico de laboratorio, un hombre delgado que se estaba quedando calvo, a quien Rhyme había conocido hacía algunos años, cuando era jefe del Departamento Forense de la Policía de Nueva York, investigando un caso de robo y secuestro en colaboración con el Departamento de Policía del Norte del Estado de Nueva York. Cooper había cuestionado el análisis que había hecho Rhyme de un tipo de suelo especial, y estaba en lo cierto, según se supo al final. Impresionado, Rhyme había investigado las referencias del técnico y se enteró de que, al igual que él, se trataba de un miembro activo y respetado de la Asociación Internacional de Identificación, que estaba formada por expertos en identificar individuos a partir de las crestas papilares, el ADN, la reconstrucción forense y los restos dentales. Licenciado en matemáticas, física y química orgánica, Cooper era también uno de los mejores analistas de pruebas materiales.

Rhyme hizo todo lo posible para que el analista volviera a su ciudad natal, y al final éste aceptó. El técnico forense y campeón de baile de voz suave trabajaba en el laboratorio de investigación criminal del NYPD de Queens, pero solía colaborar con Rhyme cuando el criminalista necesitaba asesoramiento sobre algún caso sin resolver.

Tras saludar a los presentes, Cooper se encajó las gruesas gafas de Harry Potter en lo alto de la nariz y escudriñó con ojo crítico los cajones de pruebas, como un jugador de ajedrez que midiera la categoría de su adversario.

– ¿Qué es lo que tenemos aquí?

– Misterios -dijo Rhyme-, para emplear el término que ha utilizado Sachs en su valoración. Misterios.

– Bueno, pues veamos si podemos hacerlos un poco menos misteriosos.

Sellitto repasó el escenario del crimen para Cooper, mientras éste se ponía unos guantes de látex y comenzaba a examinar las bolsas y los tarros. Rhyme se aproximó a él en su silla de ruedas.

– Mira.

Cooper hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– ¿Qué es eso? -Estaba mirando la placa de circuitos verde conectada al altavoz.

– La placa que encontré en la sala de conciertos -dijo Sachs-. No tengo ni idea de lo que es. Sólo sé que el autor del crimen lo puso allí; lo sé por las huellas de sus zapatos.

Parecía que procedía de un ordenador, cosa que no sorprendió a Rhyme; los criminales siempre han estado a la vanguardia del desarrollo tecnológico. Los asaltantes de bancos ya iban armados con las famosas pistolas Colt 1911 de calibre 45 semiautomáticas a los pocos días de su aparición, aunque estaba prohibida su tenencia a cualquiera que no fuera un militar. Radios, teléfonos codificados, ametralladoras, visores láser, GPS, móviles, equipos de vigilancia y sistemas de cifrado informático… Todas esas cosas solían acabar formando parte del arsenal de los delincuentes antes incluso de que las utilizaran las fuerzas del orden.

Rhyme era el primero en admitir que algunas cuestiones se escapaban al ámbito de su experiencia. Cuando las pistas eran ordenadores, teléfonos móviles o curiosos dispositivos como aquél -«pruebas NASDAQ» [3], las llamaba él-, lo que hacía era enviarlas a los expertos.

– Envíala a la Central. A Tobe Geller -ordenó.

En la oficina de delitos informáticos que el FBI tenía en Nueva York había un joven con mucho talento: Geller. Había colaborado con Rhyme en el pasado, y éste sabía que si había alguien que pudiera decirles qué era aquel dispositivo y de dónde podía proceder, ése era Geller.

Sachs le pasó la bolsa a Sellitto quien, a su vez, se la pasó a un agente uniformado para que la llevara a la Central. Pero la candidata a sargento Amelia Sachs le detuvo. Quería asegurarse de que antes cumplimentaba la ficha de custodia, en la que quedaba constancia de todas las personas que habían manejado cada una de las pruebas, desde la escena del crimen hasta el juicio. Inspeccionó la ficha detenidamente y le dejó marchar.

– ¿Cómo te fue en el ejercicio práctico, Sachs? -preguntó Rhyme.

– Bueno -dijo. Vaciló un poco-. Creo que lo he pasado.

A Rhyme le sorprendió la respuesta. Amelia Sachs no solía aceptar bien los halagos ajenos, y casi nunca se los dedicaba a ella misma.

– No me cabía la menor duda -dijo Rhyme.

Sargento Sachs -sopesó Lon Sellitto-. Suena bien.

Se colocaron junto a los artículos pirotécnicos que habían encontrado en la Escuela de Música: las mechas y el petardo.

Sachs había resuelto uno de los misterios, al menos. El asesino, según explicó, había echado algunas de las sillas hacia atrás y las había dejado en equilibrio sobre dos patas utilizando unas cuerdas delgadas de algodón. Había atado las mechas en el centro de las cuerdas y las había encendido. Transcurrido un minuto, más o menos, la llama de las mechas alcanzó las cuerdas y las fue quemando. Las sillas cayeron al suelo y el ruido que hicieron al caer hizo creer que el asesino estaba todavía allí. También había encendido otra mecha que, finalmente, hizo explotar el petardo cuya entonación ellos interpretaron como un disparo.

– ¿Tienes datos sobre el origen de alguna de estas pruebas? -preguntó Sellitto.

– Es una mecha normal, imposible averiguar su origen; y el petardo está destrozado. No se ve el nombre del fabricante ni nada. -Cooper hizo un gesto negativo con la cabeza.

Así que todo lo que tenían, por lo que Rhyme podía ver, eran unas pequeñas tiras de papel pegadas a los restos de una mecha. Las cuerdas eran hilos estrechos de algodón cien por cien y sin marca determinada; imposible, pues, averiguar su procedencia.

– También hubo un destello -dijo Sachs repasando sus notas-. Cuando las oficiales le vieron con la víctima, él levantó la mano y se produjo una luz brillante, como un resplandor. Las cegó a las dos.

– ¿Ha quedado algún resto?

– Yo no he encontrado nada. Dicen que se evaporó en el aire.

Bueno, Lon, entonces tú lo has dicho: incomprensible.

– Prosigamos. ¿Huellas?

Cooper se conectó a la base de datos del NYPD sobre huellas de suelas de zapatos, una versión digitalizada del archivo en papel que Rhyme había recopilado en su época de director del Departamento Forense del NYPD. Después de unos minutos de examen, dijo:

– Los zapatos son negros, marca Ecco, y no llevan cordones. Parece que son del cuarenta y tres.

– ¿Hay restos? -preguntó Rhyme.

Sachs cogió varias bolsas de plástico de una de las cajas de leche. En su interior había tiras de cinta adhesiva, que habían sido arrancadas del rodillo.

– Estas son de los sitios por los que anduvo el asesino y de los alrededores del cuerpo.

Cooper cogió las bolsas de plástico y sacó uno por uno los rectángulos de cinta adhesiva, colocándolos en diferentes bandejas para evitar que se mezclaran. La mayor parte de los restos adheridos a los rectángulos eran de polvo que coincidía con las muestras de control de Sachs, lo que significaba que no procedían ni del asesino ni de la víctima, sino que se encontraban de forma natural en la escena del crimen. Pero en algunos de los trozos de cinta aparecieron fibras que Sachs había encontrado sólo en los sitios por los que había caminado el criminal o en los objetos que éste había tocado.

– Examinémoslos en el microscopio.

El técnico los levantó con unas tenacillas, los montó en el portaobjetos del microscopio binocular estéreo -el instrumento más valorado para el análisis de fibras- y pulsó un botón. La imagen que él veía a través del ocular apareció en la gran pantalla plana del monitor para que todos pudieran verla.

Las fibras tenían el aspecto de hebras gruesas de color grisáceo.

Las fibras son pistas importantes para un forense, puesto que hay en abundancia, prácticamente saltan de una fuente a otra y pueden clasificarse con facilidad. Se dividen en dos categorías: naturales y artificiales. Rhyme advirtió de inmediato que aquéllas no tenían la viscosidad del rayón ni estaban hechas de polímeros y, por consiguiente, tenían que ser naturales.

– ¿Pero de qué tipo en concreto? -se preguntó Cooper en voz alta.

– Fíjate en la estructura celular. Aseguraría que es excrementicia.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Sellitto-. ¿Excremento? ¿Como la mierda?

– Excremento, como la seda. La seda procede del tubo digestivo de los gusanos. Teñida de gris. Y con un acabado mate. ¿Qué más hay en el portaobjetos, Mel?

El técnico pasó el resto de las muestras por el microscopio y vieron que se trataba de fibras idénticas.

– ¿Llevaba algo gris el asesino?

– No -informó Sellitto.

– Y la víctima tampoco -dijo Sachs.

Más misterios.

– ¡Vaya! -exclamó Cooper mirando por el ocular-. Puede que tengamos un pelo, aquí.

En la pantalla apareció una hebra larga de pelo castaño.

– Pelo humano -gritó Rhyme al advertir que tenía cientos de escamas. El de un animal tendría docenas, como máximo-. Pero es falso.

– ¿Falso? -preguntó Sellitto.

– Bueno -replicó con impaciencia-, es pelo auténtico, pero es de una peluca. Es obvio. Mirad… en el extremo. Eso no es un bulbo. Es pegamento. Puede que no sea de él, evidentemente, pero merece la pena anotarlo en la pizarra.

– ¿Que no tiene el pelo castaño? -preguntó Thom.

– Los hechos son lo único que nos importa -dijo Rhyme lacónicamente-. Escribe que es posible que el asesino llevara una peluca de color castaño.

– Sí, bwana.

Cooper siguió con su examen y encontró que en dos de los rectángulos de cinta adhesiva había una cantidad minúscula de polvo y cierto material vegetal.

– Amplía primero el vegetal, Mel.

Cuando analizaba escenas de crímenes en Nueva York, Lincoln Rhyme siempre había otorgado una gran importancia a las pruebas geológicas, vegetales y animales, ya que sólo una octava parte de la ciudad está realmente en el continente; el resto son islas. Eso significaba que los minerales, la flora y la fauna solían ser más o menos homogéneos en distritos concretos, e incluso en barrios dentro de los mismos, lo cual facilitaba la asignación de ciertas substancias a determinados lugares.

Acto seguido apareció en la pantalla una imagen más bien artística de una ramita rojiza y un trocito de hoja.

– Bien -comentó Rhyme.

– ¿Y por qué «bien»? -preguntó Thom.

– Porque es raro. Es un nogal americano rojo. Es difícil encontrarlos en la ciudad. En los únicos sitios, que yo sepa, en que se pueden ver son Central Parky Riverside Park. Y… ¡eh, fijaos en eso! ¿Veis esa pequeña mota azul verdoso?

– ¿Dónde? -preguntó Sachs.

– ¿No la ves? Está justo ahí -dijo con un sentimiento de profunda frustración por no poder levantarse de un salto de la silla y señalarlo en la pantalla-. En la esquina inferior derecha. Si la ramita fuera Italia, la mota sería Sicilia.

– Ya lo veo.

– ¿Tú qué crees, Mel? Liquen, ¿no? Y yo apostaría por Parmelia conspersa.

– Podría ser -dijo el técnico con cautela-. Pero hay muchos líquenes.

– Sí, pero no hay muchos líquenes azul verdosos y grises -replicó Rhyme secamente-. De hecho, apenas hay. Y éste es el que más abunda en Central Park… Tenemos dos vínculos con el parque. Bien. Ahora echemos un vistazo al polvo.

Cooper montó otra muestra en el portaobjetos. La imagen que arrojaba el microscopio -motas de polvo que parecían asteroides- no era muy reveladora desde el punto de vista forense, y Rhyme dijo:

– Pon una muestra en el CG/EM.

En el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masas se unen dos instrumentos de análisis químico, el primero de los cuales descompone una sustancia desconocida en sus componentes, mientras que el segundo determina lo que es cada uno de ellos. Por ejemplo, un polvo blanco que en apariencia es uniforme puede estar compuesto de una docena de compuestos químicos diferentes: bicarbonato de soda, arsénico, polvos de talco, fenol y cocaína.

Se ha comparado el cromatógrafo con una carrera de caballos: las substancias empiezan moviéndose por el instrumento juntas, pero avanzan a ritmos distintos y acaban separándose. En la meta, el espectrómetro de masas compara cada una de ellas con las substancias conocidas que forman parte de una enorme base de datos para poder identificarlas.

Los resultados del análisis de Cooper mostraron que el polvo que Sachs había recogido estaba impregnado de aceite. Ahora bien, la única información que proporcionó la base de datos fue que se trataba de aceite de origen mineral, no vegetal ni animal, aunque no podía identificarlo de forma más específica.

– Envíalo al FBI -ordenó Rhyme-. Comprueba si los del laboratorio lo han visto alguna vez. -Entornó los ojos para fijarse bien en una de las bolsas de plástico-. ¿Es ésa la tela negra que encontraste?

Puede que sea una pista, o puede que no signifique nada…

Sachs asintió.

– Estaba en el rincón del vestíbulo donde fue estrangulada la víctima.

– ¿Era de ella? -preguntó Cooper.

– Tal vez -dijo Rhyme-. Pero, por el momento, consideremos que es del asesino.

Cooper levantó con cuidado el trozo de tela y lo examinó.

– Seda. Con el bajo cosido a mano.

Rhyme observó que aunque podía doblarse hasta convertirse en un minúsculo trocito de tela, desplegado era bastante grande, de unos 180 x 120 centímetros.

– Sabemos por el cronometraje del vídeo que él la estuvo esperando en el vestíbulo -dijo Rhyme-. Yo creo que lo que hizo fue esto: se escondió en el rincón y se cubrió con el trozo de tela. Así era invisible. Si no llegan a aparecer las oficiales que le hicieron descubrirse apresuradamente, es probable que se lo hubiera llevado. ¡Imaginad qué debió de sentir la pobre chica cuando el asesino apareció como por arte de magia, la esposó y le enrolló la cuerda en el cuello!

Cooper encontró varias partículas adheridas a la tela negra. Las montó en el portaobjetos. No tardó en aparecer una imagen en la pantalla: ampliadas, las partículas parecían trozos desiguales de lechuga de color carne. Tocó una de ellas con una fina sonda. El material era elástico.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Sellitto.

– Algún tipo de goma -sugirió Rhyme-. Un trozo de globo… No, demasiado grueso para que sea eso. Y fíjate en el portaobjetos: algo ha quedado impregnado ahí. De color carne también. Ponló en el cromatógrafo de gases.

Mientras esperaban el resultado se oyó que llamaban a la puerta.

Thom fue a abrir y volvió con un sobre.

– Es del Departamento de Huellas -anunció.

– ¡Ah, qué bien! -dijo Rhyme-. Ya están de vuelta. Envíalas al AFIS, Mel.

AFIS eran las siglas de «sistema automático de identificación dactilar». Los potentes servidores de este sistema del FBI, que se encontraban en West Virginia, se encargarían de buscar imágenes digitalizadas de crestas papilares de fricción -huellas dactilares- por todo el país y de enviar los resultados, en cuestión de horas e incluso de minutos, si el equipo de especialistas encontraba huellas que fueran buenas y claras.

– ¿Cómo son?

– Bastante nítidas.

Sachs levantó las fotografías para que él las viera. Algunas eran sólo parciales, pero había una buena huella de toda la mano izquierda del asesino. Lo primero que advirtió Rhyme fue que éste tenía dos dedos deformes en dicha mano, el anular y el meñique. Estaban unidos, según parecía, y terminaban con una piel lisa, sin huellas dactilares. Rhyme tenía conocimientos profesionales de patología forense, pero no sabía si estaba ante un defecto congénito o si era consecuencia de una lesión.

«Qué ironía», pensó Rhyme mientras contemplaba la fotografía; «el asesino tiene mal el dedo anular izquierdo; en mi caso, es la única parte del cuerpo, del cuello para abajo, que puedo mover». Frunció el ceño.

– Espera un instante, Mel… Acércate, Sachs. Quiero verlo más de cerca.

Amelia se acercó a Rhyme, y éste examinó de nuevo las huellas.

– ¿Notas algo raro en ellas?

– No, la verdad… Eh, espera un momento… -Se echó a reír-. ¡Son iguales! -Pasaba rápidamente de una fotografía a otra-. ¡Tiene todos los dedos iguales! Esa pequeña cicatriz está en la misma posición en todos ellos.

– Debe de llevar puestos algún tipo de guantes -dijo Cooper- que tengan crestas papilares falsas. En mi vida he visto algo parecido.

– ¿Quién coño puede ser este asesino?

Los resultados del CG/EM aparecieron en la pantalla de un ordenador.

– Vale, aquí tengo puro látex y… ¿qué es esto? -Se quedó pensativo-. Es algo que el ordenador ha identificado como una fibra de alginato. Nunca he oído…

– Dientes.

– ¿Cómo? -le preguntó Cooper a Rhyme.

– Son unos polvos que se mezclan con agua para hacer moldes. Los dentistas lo usan para hacer coronas y otros arreglos dentales. Tal vez nuestro hombre acababa de estar en el dentista.

Cooper siguió examinando la pantalla del ordenador.

– Después tenemos restos diminutos de aceite de ricino, propilenglicol, alcohol cetílico, mica, óxido de hierro, dióxido de titanio, brea y algunos pigmentos neutros.

– Algunos de esos elementos se encuentran en el maquillaje -dijo Rhyme, recordando un caso en el que había identificado al asesino después de que éste escribiera mensajes obscenos en el espejo de la víctima con un corrector de maquillaje, del cual se hallaron restos en la manga del sujeto. Mientras llevaba el caso hizo un estudio sobre cosméticos.

– ¿De ella? -le preguntó Cooper a Sachs.

– No -contestó la oficial-. Tomé muestras de piel y no llevaba maquillaje.

– Bueno; escríbelo en la pizarra. Luego veremos si significa algo.

Volviéndose hacia la cuerda, el arma del asesino, Mel Cooper se inclinó para estudiarla sobre un panel de porcelana.

– Es una cuerda blanca que rodea un núcleo de cuerda negra. Ambas están hechas de seda trenzada, muy ligera y fina, y por eso es por lo que no da la impresión de ser más gruesa que una cuerda normal, aunque en realidad son dos unidas.

– ¿Qué sentido tiene? ¿La cuerda interior la hace más fuerte? -preguntó Rhyme-. ¿La hace más fácil de desatar? ¿O más difícil? ¿Qué?

– Ni idea.

– Cada vez es más misterioso -dijo Sachs con un tono dramático que hubiera irritado a Rhyme de no ser porque estaba de acuerdo con ella.

– Sí -confirmó desconcertado-. Esto es nuevo para mí. Pero sigamos. Quiero encontrar algo familiar, algo que nos sirva.

– ¿Y el nudo?

– El que lo ha atado es un experto, pero no lo reconozco -dijo Cooper.

– Manda una fotografía del nudo a la agencia. Y… ¿no conocemos a nadie en el Museo Marítimo?

– Nos han ayudado a veces con algunos nudos -convino Sachs-. Les enviaré una foto a ellos también.

Recibieron una llamada de teléfono. Era Tobe Geller, de la Unidad de Delitos Informáticos, en la sede del FBI en Nueva York.

– Esto tiene gracia, Lincoln.

– Me alegro de que te estemos divirtiendo -murmuró Rhyme-. ¿Tienes algo útil que decirnos sobre nuestro juguete?

Geller, un joven de pelo rizado, se mostró impasible ante el tono incisivo de Rhyme, sobre todo porque de lo que estaban hablando era de un producto informático.

– Es una grabadora digital de audio. Un aparatito fascinante. Vuestro sospechoso grabó algo en ella, almacenó los sonidos en un disco duro y luego lo programó para que volviera a sonar pasado algún tiempo. No sabemos qué sonido será, porque incorporó un programa que borra todos los datos.

– Era su voz -dijo Rhyme entre dientes-. Cuando dijo que tenía un rehén, no era más que una grabación. Como el ruido de las sillas. Era para hacernos creer que seguía en la habitación.

– Eso tiene sentido. Utilizó un altavoz especial; pequeño, pero excelente para los tonos bajos y medios. Capaz de imitar bastante bien la voz humana.

– ¿No queda nada en el disco?

– No. Borrado para siempre.

– ¡Maldita sea! Me hubiera gustado tener la voz como una prueba.

– Lo siento. No queda nada.

Rhyme suspiró con frustración y se dirigió otra vez a las bandejas de examen; Sachs se encargaría de transmitirle a Geller lo mucho que le agradecían la ayuda prestada.

El equipo examinó a continuación el reloj de la víctima, destrozado por motivos que ninguno de ellos alcanzaba a entender. No aportó ninguna prueba, salvo la hora en que lo rompieron. Los asesinos destrozaban en ocasiones los relojes de pulsera o de pared de las escenas del crimen después de ponerlos a una hora que no era la real para así confundir a los investigadores. Pero aquél lo habían parado casi a la hora en que se produjo la muerte. ¿Qué conclusiones podían sacar de ello?

Cada vez más misterioso…

Conforme el ayudante iba anotando las observaciones en la pizarra, Rhyme inspeccionó la bolsa que contenía el libro de registro.

– El nombre que falta en el libro… -Reflexionó-. Firmaron nueve personas, pero sólo hay ocho nombres en el registro… Creo que aquí necesitamos un experto. -Rhyme dio la orden por el micrófono: «Comando. Teléfono. Llamar a Kincaid coma Parker».

Capítulo 6

En la pantalla se veía el código de área 703, Virginia, seguido del número que se estaba marcando.

Un timbre de teléfono. Y una voz de niña que respondía: «Residencia de los Kincaid».

– Esteee… sí. ¿Está Parker? Tu padre, quiero decir.

– ¿De parte de quién?

– De Lincoln Rhyme, de Nueva York.

– Espere, por favor.

Un momento después se escuchó al otro lado de la línea la relajada voz de uno de los principales expertos en documentos del país.

– ¡Hola, Lincoln! Hace un mes o dos desde la última vez, ¿no?

– He estado ocupado -comentó Rhyme-. ¿Y tú, Parker, en qué andas metido?

– ¡Oh! En líos. Casi provoco un incidente internacional. La Sociedad Cultural Británica de Washington quería que corroborara la autenticidad de un cuaderno de notas del rey Eduardo que habían comprado a un coleccionista particular. Y fíjate en el tiempo del verbo, Lincoln.

– Ya lo habían pagado.

– Seiscientos mil.

– Algo carito. ¿Tanto les interesaba?

– ¡Ah! Es que contenía algunos comentarios realmente jugosos sobre Churchill y Chamberlain. Bueno, no en ese sentido, desde luego.

– Desde luego que no. -Como era habitual en Rhyme, intentó mostrarse paciente con alguien de quien pretendía obtener ayuda.

– Yo lo examiné y, ¿qué podía hacer? Tuve que poner en duda su autenticidad.

Un verbo tan inofensivo como ése en boca de un investigador tan respetado como Kincaid equivalía a tachar el diario de «falsificación grosera».

– Bueno, pero lo superarán -continuó-. Aunque, figúrate, a mí no me han pagado la factura aún… No, cielo, el glaseado no se puede hacer hasta que el pastel se enfríe… Porque lo digo yo.

Kincaid, que ahora ejercía de padre soltero, había sido jefe del Departamento de Documentos del FBI. Había dejado la agencia para establecerse por su cuenta y así poder pasar más tiempo con sus hijos, Robby y Stephanie.

– ¿Qué tal está Margaret? -preguntó Sachs acercándose al micrófono.

– ¿Eres Amelia?

– Sí.

– Está bien. Hace días que no la veo. El miércoles llevamos a los niños a Planet Play, y yo estaba a punto de ganarla a uno de esos juegos de ordenador, el Láser Tag, cuando sonó su localizador. Resulta que tenía que salir pitando para dar una patada a la puerta de no sé quiénes y arrestarles. Eran de Panamá o de Ecuador, o de algún país por el estilo. Ella nunca me cuenta los detalles. Bueno, entonces, ¿qué pasa?

– Estamos con un caso y necesito ayuda. Te expongo la situación: vieron que el asesino escribía su nombre en un libro de registro que hay en la recepción, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Y necesitas que analice la letra.

– El problema está en que no tenemos letra.

– ¿Ha desaparecido?

– Sí.

– ¿Y estás seguro de que el sospechoso no estaba haciendo como que escribía?

– Completamente. Había un vigilante que vio que la tinta quedaba en el papel; no hay duda.

– ¿Y ahora se ve algo?

– Nada.

Se escuchó la irónica risa de Kincaid.

– ¡Qué inteligente! Así que no ha quedado constancia de que el asesino entrara en el edificio. Y luego, otra persona escribió su nombre en el espacio en blanco, alterando cualquier impresión que pudiera haber quedado de su firma.

– Correcto.

– ¿Hay algo en la hoja de debajo?

Rhyme miró a Cooper, que dirigió un foco en ángulo agudo sobre la segunda hoja del registro. Aquél era un método mejor que cubrir la página con lápiz, para que quedara visible la impresión. Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Nada -le dijo Rhyme al investigador-. Entonces, ¿cómo lo hizo?

– Con Ex-Lax [4] -informó Kincaid.

– ¿Y eso qué es? -gritó Sellitto.

– Usó tinta que desaparece al poco tiempo. Lo llamamos así en la profesión. El antiguo Ex-Lax contenía fenolftaleína. Antes de que fuera prohibido por la FDA [5]. Se disolvía una pastilla en alcohol y salía tinta azul. Tenía un pH alcalino. De modo que, si se escribía algo con ella, transcurrido un tiempo, la exposición al aire hacía que desapareciera el azul.

– Claro -dijo Rhyme recordando sus conocimientos básicos de química-. El dióxido de carbono en contacto con el aire hace que la tinta se vuelva acida, y eso neutraliza el color.

– Exacto. Ya no es fácil encontrar fenolftaleína. Pero puedes hacer lo mismo con timolftaleína indicador e hidróxido de sodio.

– ¿Y se pueden comprar este tipo de cosas en algún sitio en particular?

– Uuuhhhmmm. -Kincaid se quedó pensativo-. Bueno… Espera un instante, cariño; papá está al teléfono… No, están bien. Todas las tartas parecen torcidas cuando están en el horno. No tardo… ¿Lincoln? Lo que iba a decirte es que, en teoría, es un buen invento, pero cuando yo estaba en la agencia ningún asesino ni espía lo utilizó. Es algo reciente, ¿sabes? Se utiliza en el mundo del espectáculo.

Espectáculo, pensó Rhyme con pesimismo mientras miraba el panel al que estaban sujetas las fotografías de la pobre Svetlana Rasnikov.

– ¿Dónde podría haber encontrado nuestro sospechoso tinta como ésa?

– Lo más probable es que lo hiciera en una tienda de juguetes o de artículos de magia.

Interesante…

– Muy bien, pues… eso nos es de ayuda, Parker.

– Ven a hacerme una visita alguna vez -dijo Sachs-. Y tráete a los niños.

Rhyme hizo una mueca al escuchar la invitación. Le susurró a Sachs:

– ¿Y por qué no invitas también a todos sus amiguitos? ¿A todo el colegio?…

Riéndose, le hizo un gesto para que se callara.

Tras desconectar la llamada, Rhyme dijo gruñendo:

– Cuanto más aprendemos, menos sabemos.

Bedding y Saul llamaron para informar de que Svetlana parecía ser una persona apreciada en la Escuela de Música, que no tenía enemigos allí. Tampoco parecía probable que de sus trabajos esporádicos pudiera salir algún acosador: actuaba en fiestas de cumpleaños infantiles.

Llegó un paquete de la oficina de exámenes médicos. En su interior había una bolsa de plástico para pruebas que contenía las esposas antiguas que tenía puestas la víctima. Estaban cerradas, según había ordenado Rhyme. Había dado instrucciones al experto médico para que sacara las esposas de las manos de la víctima comprimiendo éstas todo lo que fuera necesario, ya que si se taladraba la cerradura podrían perderse pistas muy valiosas.

– Nunca había visto nada parecido -dijo Cooper alzando las esposas-, salvo en el cine.

Rhyme se mostró de acuerdo. Eran unas esposas antiguas, pesadas, y estaban hechas de hierro forjado de manera irregular.

Cooper las cepilló y dio golpecitos por todo el contorno de la cerradura, pero no encontró señales significativas. Sin embargo, el hecho de que fueran antiguas era positivo, ya que reducía las posibles fuentes de procedencia. Rhyme le dijo a Cooper que hiciera unas fotografías de las esposas para poder mostrarlas en los establecimientos del ramo.

Sellitto recibió otra llamada de teléfono. Se quedó escuchando unos momentos, y luego, perplejo, dijo:

– ¡Imposible!… ¿Estás seguro?… Sí, sí, vale. Gracias. -El detective colgó y miró a Rhyme-. No lo entiendo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rhyme, que no estaba de humor para más misterios.

– Era el administrador de la Escuela de Música. Dice que no tienen conserje.

– Pero las agentes le vieron -señaló Sachs.

– El personal de limpieza no trabaja los sábados, sólo los días de diario por la tarde. Y ninguno de los empleados se parece al tipo que vieron las agentes que respondieron a la emergencia.

¿No había conserje?

Sellitto consultó sus notas.

– Estaba justo al lado de la segunda puerta, barriendo. Est…

– ¡Maldita sea! -interrumpió Rhyme con brusquedad-. ¡Era él! -Miró al detective-. El conserje no se parecía nada al asesino, ¿verdad?

Sellitto volvió a consultar sus notas.

– Tendría unos sesenta años, calvo, sin barba y llevaba un mono gris.

– ¡Un mono gris! -dijo Rhyme gritando.

– Sí.

– Ahí está la fibra de seda. Era un disfraz.

– ¿Se puede saber de qué estás hablando? -preguntó Cooper.

– Nuestro sospechoso mató a la estudiante. Cuando fue sorprendido por las agentes, las cegó con una luz y se fue corriendo al escenario, conectó las mechas y la grabadora digital para hacerles creer que todavía seguía allí, se puso el uniforme de conserje y salió corriendo por la segunda puerta.

– Pero no se quitaría la ropa y se desharía de ella así como así, Linc, como si fuera un ratero del metro… -señaló el voluminoso policía-. ¿Cómo coño pudo hacerlo? Le perdieron de vista…, digamos…, durante sesenta segundos, ¿no?

– Vale, pues si tú tienes una explicación en la que no haya intervención divina, soy todo oídos.

– Pero hombre…, es que no es posible, joder.

– ¿No es posible? -reflexionó Rhyme con cinismo mientras acercaba la silla de ruedas a la pizarra donde Thom había colocado las impresiones de las fotos digitales que había hecho Sachs de las huellas de zapato-. Entonces, ¿qué me dices de algunas de las pruebas? -Examinó las pisadas del asesino y después las que Sachs había recogido en el pasillo, cerca del lugar donde habían encontrado al conserje.

– Zapatos -informó.

– ¿Son los mismos? -preguntó el detective.

– Sí -dijo Sachs dirigiéndose a la pizarra-. Marca Ecco, del cuarenta y tres.

– ¡Cielo santo! -murmuró Sellitto.

– Vale; entonces, ¿qué es lo que tenemos? -preguntó Rhyme-. Un asesino de sesenta y pocos años, de complexión mediana, altura media y sin barba, con dos dedos deformes, es posible que tenga antecedentes y por eso oculta sus huellas… y eso es todo lo que sabemos, ¡maldita sea! -Rhyme frunció el ceño-. ¡No! -Masculló misteriosamente-. Eso no es todo. Hay algo más. Él llevaba ropa para cambiarse, armas… Es un delincuente organizado. -Miró a Sellitto-. Va a volver a hacerlo.

Sachs expresó su acuerdo asintiendo sombríamente.

Rhyme miró la fluida letra de Thom, con la que estaban escritas las pruebas en las pizarras, y se preguntó ¿cuál sería el nexo de unión de todo aquello?

La seda negra, el maquillaje, el cambio de atuendo, los disfraces, los destellos de luz y los objetos pirotécnicos.

La tinta indeleble.

– Estoy pensando que nuestro hombre tiene conocimientos de magia -dijo Rhyme con lentitud.

– Eso encaja -coincidió Sachs.

– Vale. Puede ser. Pero, ¿qué hacemos ahora?

– A mí me parece evidente -dijo Rhyme-. Buscarnos uno.

– ¿Un qué? -preguntó Sellitto.

– Un mago, desde luego.


* * *

– Hazlo otra vez.

Lo había hecho ya seis veces.

– ¿Otra?

El hombre le indicó que sí con la cabeza.

Así que Kara volvió a hacerlo.

El número de «El triple pañuelo», obra del famoso mago y profesor Harlan Tarbell, es infalible para agradar al público. Consiste en separar tres trozos de seda de diferentes colores que parecen estar atados. Es un truco difícil de realizar con soltura, pero Kara se sintió satisfecha de cómo le había salido.

Aunque David Balzac no opinaba lo mismo.

– Se te ha visto el truco -suspiró Balzac.

Una dura crítica que significaba que lo había realizado de forma torpe y evidente. El fornido anciano de melena cana y perilla manchada de tabaco negó con la cabeza expresando su exasperación. Se quitó las gruesas gafas que llevaba puestas, se frotó los ojos y volvió a ponérselas.

– Yo creo que ha estado bien -protestó ella-. A mí me parece que no se notó.

– Pero tú no te has visto. El que te ha visto he sido yo. Repítelo.

Estaban en un pequeño escenario de la trastienda de Smoke & Mirrors, el establecimiento que Balzac había comprado tras retirarse de los círculos internacionales de magia e ilusionismo hacía diez años. En el sórdido establecimiento se vendían artículos de magia, se alquilaban disfraces y accesorios, y se ofrecían espectáculos de magia gratuitos, realizados por aficionados, a los clientes y vecinos. Hacía un año y medio que Kara, que trabajaba entonces como editora free-lance para la revista Self, se había armado de valor finalmente para subirse a un escenario (llevaba meses intimidada por la fama de Balzac). El anciano mago la había observado durante su actuación y después la llamó a su despacho. El Gran Balzac le había dicho, con su voz áspera aunque sedosa, que tenía aptitudes. Podría llegar a ser una gran ilusionista, si se entrenaba adecuadamente, y le propuso que trabajara en la tienda: él sería su mentor y su profesor.

Kara se había trasladado a vivir a Nueva York desde el Medio Oeste hacía algunos años y se desenvolvía bastante bien en la vida urbana; se dio cuenta de inmediato de lo que podía significar «mentor», sobre todo teniendo en cuenta que él se había divorciado cuatro veces y ella era una mujer atractiva cuarenta años más joven. Pero Balzac era un renombrado mago, colaborador asiduo del programa de Johnny Carson [6] y primera figura en los escenarios de Las Vegas durante muchos años. Había recorrido el mundo docenas de veces y conocía a casi todos los principales ilusionistas vivos. La magia era la pasión de Kara y aquélla era la oportunidad de su vida. No dudó un momento en aceptar.

En la primera sesión estuvo en guardia y lista para repeler cualquier impertinencia. En efecto, la lección resultó realmente terrible para ella, aunque por un motivo muy diferente.

Él la hizo trizas.

Después de una hora de criticar prácticamente todos los aspectos de su técnica, Balzac miró la cara pálida y llorosa de Kara, y le espetó:

– Te dije que tenías aptitudes, no que fueras buena. Si lo que quieres es a alguien que te dore la píldora, te has equivocado de sitio. Y ahora, ¿te vas a marchar llorando a casa con tu mamá, o vas a volver a ensayar?

Se pusieron a trabajar otra vez.

Así comenzaron los dieciocho meses de amor y odio entre mentor y aprendiza, una relación que la mantenía levantada hasta altas horas de la madrugada, seis o siete días a la semana, practicando, practicando, practicando. Aunque Balzac había tenido muchos ayudantes en sus años en activo, había sido mentor sólo de dos aprendices, y en ambos casos, al parecer, los jóvenes le habían defraudado. Y Balzac no iba a permitir que pasara lo mismo con Kara.

Los amigos de la chica le preguntaban a veces de dónde le venía el amor (y la obsesión) por el ilusionismo. Con toda probabilidad, la respuesta que esperaban era la historia de una infancia atormentada, marcada por los malos tratos de padres y profesores o, al menos, la de una niñita que escapaba de las crueles garras de los matones de su colegio para refugiarse en el mundo de la fantasía. En cambio, su respuesta seguía el patrón de cualquier chica normal: una estudiante alegre y aplicada, a quien le gustaba el deporte, hacer dulces y cantar en el coro escolar; que se decidió por la senda del espectáculo de una manera muy poco dramática: acudió con sus abuelos a una actuación de Penn y Teller en Cleveland y, por casualidad, un mes más tarde la familia estuvo en Las Vegas, con motivo de uno de los viajes de su padre a una convención de fabricantes de turbinas, y ese viaje le hizo sentir la emoción de estar volando ante tigres y de intensas ilusiones: la excitación de lo mágico.

Bastó sólo con eso. A los trece años fundó un club de magia en el Instituto JFK y no tardó mucho en gastarse todo el dinero que ganaba cuidando niños en revistas de magia, vídeos de formación y artículos para hacer trucos. Más tarde amplió su campo de actuación y empezó a hacer trabajos de jardinería y a retirar nieve a cambio de que la acercaran al Big Apple Circus y al Cirque du Soleil siempre que actuaran en un radio de ochenta kilómetros.

Todo esto no quería decir que no hubiera un motivo importante que la colocara (y la mantuviera) en aquella senda. No; lo que movía a Kara podía encontrarse fácilmente en los gestos de deleite y sorpresa reflejados en las caras del público, ya estuviera éste compuesto por dos docenas de familiares en una comida de Acción de Gracias (un espectáculo que completaba con un número de transformismo y otro en el que hacía levitar a un gato, aunque sin la trampilla porque su padre no le había dejado perforar el suelo del salón) o por los alumnos y padres de alumnos en la función en que los estudiantes con más talento del instituto demostraban sus habilidades (Kara tuvo que hacer dos bises ante un público que la aplaudía en pie).

La vida con David Balzac, sin embargo, distaba mucho de esa sucesión de triunfos; durante el último año y medio, había sentido a veces que, si alguna vez tuvo talento, lo había perdido.

Pero siempre que estuvo a punto de abandonar, él asentía con la cabeza y le ofrecía la más ligera de las sonrisas. Algunas veces, incluso llegó a decir: «Eso ha sido un truco contundente».

En momentos como esos su mundo era perfecto.

Pero el resto de su vida, en su mayor parte, se iba disipando como polvo a medida que pasaba más tiempo en la tienda, encargada de la contabilidad, el control de existencias, las nóminas y la página web del establecimiento. Como Balzac no le pagaba mucho, necesitaba otros empleos, así que aceptaba otros trabajos qué fueran, al menos ligeramente, compatibles con su licenciatura en lengua, como escribir contenidos para otras páginas web de magia y teatro. Además, hacía aproximadamente un año que su madre había empezado a empeorar y Kara, como hija única, pasaba el poco tiempo que le quedaba libre con ella.

Una vida agotadora.

Pero, de momento, se las arreglaba. Dentro de pocos años, Balzac la declararía apta para actuar y, con su bendición y los contactos que tenía con productores de todo el mundo, ella ya podría emprender el vuelo.

«Agárrate fuerte, muchacha», como diría Jaynene, «y mantente a lomos del caballo mientras galopa».

Kara terminó otra vez el truco de Tarbell con los tres trozos de seda. Apagando la colilla del cigarro en el suelo, Balzac frunció el ceño.

– El dedo índice de la mano izquierda tiene que estar un poco más arriba.

– ¿Ha visto el nudo?

– Si no lo hubiera visto -le espetó enfadado-, ¿por qué iba a pedirte que levantaras el dedo? Prueba de nuevo.

Otra vez.

El maldito dedo índice un poco más arriba.

Y… abracadabra…, los trozos de seda, que estaban atados, se separaron y se agitaron en el aire como banderas triunfantes.

– ¡Vaya! -dijo Balzac. Un gesto de aprobación casi imperceptible con la cabeza.

No fue lo que suele entenderse por un elogio exactamente. Pero Kara había aprendido a conformarse con sus «¡Vaya!».

Dejó el truco y se puso detrás del mostrador, en medio del desorden que reinaba en esa zona de la tienda, para registrar la mercancía que había llegado con la remesa del viernes por la tarde.

Balzac volvió al ordenador, en el que estaba escribiendo un artículo para la web del establecimiento sobre Jasper Maskelyne, el mago británico que había formado una unidad militar especial en la Segunda Guerra Mundial que utilizaba técnicas de ilusionismo contra los alemanes en el norte de África. Lo escribía de memoria, sin consultar notas ni documentación; ésa era una de las cosas que tenía David Balzac: su conocimiento de la magia era tan profundo como inestable y fiero su temperamento.

– ¿Se ha enterado de que está aquí el Cirque Fantastique? -gritó Kara-. Hoy empieza.

El viejo ilusionista gruñó. Se estaba cambiando las gafas por las lentillas; Balzac consideraba muy importante el aspecto de un artista y siempre se engalanaba para presentarse ante cualquier público, aunque sólo fueran sus clientes.

– ¿Va a ir? -insistió ella-. Creo que deberíamos.

El Cirque Fantastique, un competidor del más antiguo y más grande Cirque du Soleil, formaba parte de la última generación de espectáculos circenses. En él se mezclaban números de circo tradicionales con la estética de la commedia dell'arte, la música y la danza modernas, las actuaciones vanguardistas y la magia callejera.

Pero David Balzac era de la vieja escuela: Las Vegas, Atlantic City, The Late Show. «¿Por qué cambiar algo que funciona?», refunfuñaba.

En cambio, Kara adoraba el Cirque Fantastique y estaba decidida a llevarle a la función. Pero antes de que empezara a tender hilos para convencerle de que la acompañara, la puerta de la tienda se abrió y apareció en ella una atractiva y pelirroja agente de policía que preguntaba por el dueño.

– Soy yo. Me llamo David Balzac. ¿En qué puedo servirla?

– Estamos investigando un caso en el que puede estar involucrada una persona con conocimientos de magia -dijo la oficial-. Estamos visitando algunos establecimientos de artículos de magia de la ciudad y confiamos en que usted pudiera ayudarnos.

– ¿Quiere decir que alguien ha hecho algún timo o algo así? -preguntó Balzac. Parecía a la defensiva, y Kara compartía esa sensación. En el pasado, la magia solía asociarse con los pillos; así, se consideraba que los prestidigitadores eran carteristas, por ejemplo, y que los charlatanes sin escrúpulos empleaban técnicas de ilusionismo para convencer a los desconsolados familiares de algún difunto de que los espíritus de sus parientes se comunicaban con ellos.

Pero la visita de la oficial de policía, según comprobaron enseguida, se debía a otras razones.

– En realidad -dijo mirando a Kara y después a Balzac-, se trata de un homicidio.

Capítulo 7

– Tengo una lista con algunos de los objetos que hemos encontrado en la escena de un crimen -le dijo Amelia Sachs al propietario-. Y quería saber si usted los vende.

Balzac cogió la hoja que ella le tendió y la leyó mientras Sachs inspeccionaba Smoke & Mirrors. La tienda, que parecía más bien una caverna pintada de negro, estaba en el barrio de las galerías de arte, en la zona de Chelsea, en Manhattan. Olía a moho y productos químicos, y también a plástico: el olor petroquímico que desprendían los centenares de disfraces que colgaban como una multitud mustia de los percheros. Los mugrientos mostradores de cristal -la mitad de ellos rotos y pegados con cinta adhesiva- estaban llenos de barajas y varitas mágicas, monedas falsas y cajas polvorientas de trucos de magia. Había una reproducción a tamaño natural de la criatura de Alien, y junto a ella un disfraz, con máscara incluida, de Diana de Gales (en la tarjeta se leía: ¡CONVIÉRTETE EN LA PRINCESA DE LA FIESTA!, como si nadie en la tienda se hubiera enterado de que había muerto).

Balzac le dio unos golpecitos al papel y después señaló con la cabeza a los mostradores.

– No creo que yo le pueda ayudar. Desde luego, nosotros vendemos algunas de estas cosas, pero también se venden en cualquier tienda de artículos de magia del país. Y también en muchas tiendas de juguetes.

Sachs advirtió que no había dedicado ni cinco segundos a leer la hoja.

– ¿Y qué me dice de esto? -Sachs le mostró la fotografía de las esposas antiguas.

Él las miró rápidamente.

– Yo no sé nada de escapismo.

¿Era una respuesta?

– Entonces, ¿quiere decir que no las reconoce?

– No.

– Es muy importante -insistió Sachs.

La joven, que tenia unos asombrosos ojos azules y llevaba las uñas pintadas de negro, miró la fotografía.

– Son Darbys -dijo.

El hombre la miró con frialdad. Ella se mantuvo en silencio un momento y luego añadió:

– Las esposas reglamentarias de Scotland Yard del siglo XIX. Muchos escapistas las usan. Eran las favoritas de Houdini.

– ¿De dónde pueden haber salido?

Balzac se estremeció de impaciencia en su silla de oficina.

– No lo sabemos. Como ya le he dicho, es un campo en el que no tenemos experiencia.

La mujer asintió.

– Es probable que haya museos sobre el arte de la evasión en alguna parte con los que usted pudiera ponerse en contacto.

– Y después de que hayas hecho la provisión de existencias -le dijo Balzac a su ayudante-, necesito que des curso a esos pedidos. Llegó una docena anoche, después de que te marcharas. -Encendió un cigarrillo.

Sachs volvió a ofrecerle la lista.

– Me ha dicho que ustedes venden algunos de estos artículos. ¿Tienen un registro de clientes?

– Lo que yo quería decir es «artículos de ese tipo». Y no, no llevamos un registro de clientes.

Tras algunas preguntas más, Sachs logró finalmente que Balzac admitiera que tenía un registro reciente de pedidos por correo y de ventas por Internet. Sin embargo, la joven verificó esa documentación y comprobó que nadie había comprado ninguno de los artículos que figuraban en la lista.

– Lo siento -dijo Balzac-. Me gustaría poder ser de más ayuda.

– Y a mí también me gustaría, ¿sabe? -dijo Sachs inclinándose hacia delante-. Porque, ya ve, este sujeto mató a una mujer y se escapó utilizando trucos de magia. Y tememos que vuelva a hacerlo.

Frunciendo el ceño con preocupación, Balzac dijo:

– Terrible… ¿Sabe?, puede usted probar en East Side Magic y en Theatrical. Son establecimientos más grandes que éste.

– Tenemos a otro oficial allí en este momento.

– ¡Vaya! Eso está bien.

Sachs dejó que pasaran unos instantes en silencio, tras los cuales dijo:

– Bien, pues si se les ocurre algo, les agradecería que me llamaran. -Les ofreció una sonrisa de funcionaría competente, de cordial sargento de la policía de Nueva York («Recordad: las relaciones con la ciudadanía son tan importantes como la investigación criminal»).

– Buena suerte, oficial -dijo Balzac.

– Gracias.

Apático hijo de puta.

Hizo un gesto de despedida a la joven y miró la taza de cartón de la que estaba bebiendo algo.

– Oigan, ¿hay algún sitio por aquí donde tengan un café decente?

– En la Quinta con la Diecinueve -respondió la joven.

– Y las rosquillas son buenas también -dijo Balzac, mostrándose repentinamente solícito, ya que eso no le suponía ningún riesgo ni esfuerzo.

Una vez fuera, Sachs se dirigió hacia la Quinta Avenida y encontró la cafetería que le habían recomendado. Entró y pidió un cappuccino. Se quedó en la barra, una barra estrecha de caoba, situada delante de una ventana, y fue dando sorbos a la bebida caliente mientras observaba a las gentes que poblaban el barrio de Chelsea un sábado por la mañana: dependientes de las tiendas de ropa de la zona, fotógrafos comerciales con sus ayudantes, yuppies ricos que vivían en inmensos lofts, artistas pobres, amantes jóvenes y amantes viejos, uno o dos escritores chalados de segunda fila tomando notas.

Y una dependienta de tienda de magia que entraba en aquel momento en la cafetería.

– ¡Hola! -dijo la joven de pelo corto y rojizo-púrpura. Llevaba en bandolera un bolso de imitación de piel de cebra muy estropeado por el uso. Pidió una taza grande de café, la llenó de azúcar y se sentó junto a Sachs en la barra.

Cuando estaba en Smoke & Mirrors, la policía había preguntado por algún café de la zona porque la ayudante de Balzac le había lanzado una mirada de complicidad. Al parecer, quería decirle algo sin que estuviera presente su jefe.

Mientras se tomaba el café con avidez, dijo:

– Lo que pasa con David es que…

– ¿Que no coopera?

La joven frunció el ceño, pensativa.

– Sí. Lo ha expresado muy bien. Ante cualquier cosa que se sale de su mundo, desconfía y hace lo posible por mantenerse al margen. Él temía que tuviéramos que testificar o algo parecido. Se supone que yo no tengo que distraerme.

– ¿De qué?

– De la profesión.

– ¿La magia?

– Exacto. ¿Sabe?, él es una especie de mentor para mí, más que jefe.

– ¿Cómo te llamas?

– Kara. Es mi nombre artístico, pero es el que utilizo casi siempre. -Sonrió con pena-. Mejor que el que mis padres tuvieron la amabilidad de ponerme.

Sachs enarcó una ceja, curiosa.

– Lo mantendremos en secreto -añadió.

– Bueno, pues… -dijo Sachs-, ¿por qué me dirigiste esa mirada en la tienda?

– David tiene razón en lo que dice de la lista. Esos artículos se pueden comprar en cualquier parte, en cualquier tienda. Y en Internet hay cientos de sitios. Pero por lo que se refiere a las Darbys, a las esposas…, ésas son raras. Debería llamar al Museo Houdini de Escapismo que hay en Nueva Orleans. Es el mejor del mundo. El escapismo es una de las cosas que yo hago, aunque a él no se lo digo -dijo pronunciando reverencialmente el pronombre de tercera persona-. David es un tanto dogmático… ¿Puede contarme lo que ha pasado? Me refiero al asesinato.

Sachs, que solía mostrarse cauta al hablar de un caso mientras éste estuviera pendiente, sabía que necesitaban ayuda, así que le hizo a Kara un resumen del asesinato y la huida.

– ¡Oh! Pero eso es terrible -susurró la joven.

– Sí -contestó Sachs con suavidad-. Sí lo es.

– ¿Y la forma en que desapareció? Hay algo que debe saber, oficial… Espere, ¿la llamo oficial, o es usted detective o algo así?

– Amelia está bien. -Disfrutó recordando por un instante lo bien que había superado el examen.

Pum, pum…

Kara dio otro sorbo al café y decidió que no estaba suficientemente dulce, así que desenroscó la tapa del azucarero y se echó más. Sachs se fijó en la habilidad que la joven tenía en las manos; agachó la vista para mirarse las suyas y comprobó que tenía dos uñas rotas, con la cutícula sanguinolenta. La joven, en cambio, llevaba las uñas perfectamente limadas, y en el esmalte negro brillante se reflejaban en perfectas miniaturas las luces que había en lo alto. Amelia Sachs sintió por un momento una punzada de celos -de las uñas y el autocontrol que las conservaba en estado tan perfecto-, pero no tardó en apartarla de su pensamiento.

– Pues, bien, Amelia, ¿sabes lo que es el ilusionismo? -preguntó Kara.

– David Copperfield -respondió Sachs encogiendo los hombros-. Houdini.

– Copperfield, sí. Houdini, no; Houidini era escapista. Una cosa es el ilusionismo y otra los juegos de manos o magia de cerca, como la llamamos nosotros. Es decir… -Kara cogió con los dedos una moneda de veinticinco centavos de las que les habían dado como vuelta del café. Cerró la mano, y cuando la abrió otra vez la moneda no estaba.

Sachs soltó una carcajada. ¿Dónde demonios se había ido?

– Es un juego de manos. El ilusionismo consiste en hacer trucos con objetos grandes, personas o animales. Y lo que acabas de contarme, lo que ha hecho ese asesino, es un truco clásico de ilusionismo. Se llama «El hombre evanescente».

– ¿El escamoteador?

– No, «El hombre evanescente». En magia empleamos el término «escamotear» en el sentido de «hacer desaparecer». Por ejemplo, yo acabo de escamotear una moneda.

– Continúa.

– La forma de hacer ese número suele ser un poco distinta de la descripción que has dado, pero básicamente se trata de que el ilusionista se escape de una habitación cerrada. El público le ve entrar en un pequeño recinto que hay en el escenario, del cual ven también la parte de atrás, puesto que allí se coloca un gran espejo; le oyen golpear las paredes. Poco después, los ayudantes derriban esas paredes y él no está. Uno de los ayudantes se vuelve hacia el público y resulta que es el propio ilusionista.

– ¿Y cómo lo hace?

– Hay una puerta en la parte trasera de la caja. El ilusionista se tapa con una gran pieza de seda negra para que el público no le vea en el espejo, y sale por esa puerta nada más entrar. En una de las paredes hay un altavoz que hace parecer que él permanece en el interior todo el tiempo, y hay también un dispositivo que suena como si él estuviera dando golpes. Una vez que el ilusionista sale, se cambia rápidamente debajo de la tela de seda y sale vestido como un ayudante.

– Ahí está, ahí lo tenemos -dijo Sachs asintiendo con la cabeza-. ¿Podríamos conseguir una lista de las personas que hacen ese número?

– No, lo siento…, es muy corriente.

El hombre evanescente…

Sachs se acordó en ese momento de que el asesino se había cambiado de disfraz rápidamente y se había convertido en un hombre mayor; se acordó también de lo poco colaborador que se había mostrado Balzac y de la mirada fría que había en sus ojos (casi sádica) cuando hablaba con Kara.

– Necesito hacerte una pregunta: ¿dónde ha estado él esta mañana? -preguntó Sachs.

– ¿Quién?

– El señor Balzac.

– Aquí; quiero decir, en el edificio. Él vive allí, encima de la tienda… Espera…, ¿no estarás pensando que tiene algo que ver?

– Son preguntas que tenemos que hacer -le dijo Sachs sin comprometerse. Aunque la pregunta pareció divertir más que enojar a la joven, que soltó una carcajada.

– Mira, ya sé que es brusco y que tiene este…, supongo que tú lo llamarías «pronto», mal carácter. Pero nunca le haría daño a nadie.

Sachs asintió, pero añadió:

– Aun así, ¿sabes dónde estaba a las ocho de esta mañana?

Kara movió la cabeza en sentido afirmativo.

– Sí; estaba en la tienda. Fue allí temprano porque hay un amigo suyo que está actuando en la ciudad y necesitaba que le prestara algunas cosas. Yo le llamé para decirle que llegaría un poco tarde.

Sachs volvió a asentir. Y acto seguido preguntó:

– ¿Puedes escaparte un rato del trabajo?

– ¿Yo? ¡Ni pensarlo! -Soltó una risa nerviosa-. Ya es bastante que esté aquí ahora. Hay miles de cosas que hacer en la tienda. Después he de ensayar tres o cuatro horas con David para una actuación que hago mañana. No me deja descansar el día anterior a una función. Yo…

Sachs se quedó mirando fijamente a ojos de la joven, de un azul intenso.

– Tenemos motivos para temer que esta persona vuelva a matar a alguien.

Los ojos de Kara recorrieron la pringosa barra de caoba.

– Por favor. Sólo serán unas pocas horas. Para que repases las pruebas con nosotros. Y para que cada uno proponga las ideas que se le vayan ocurriendo.

– No me va a dejar. No sabes cómo es David.

– Lo que sé es que no voy a dejar que hagan daño a nadie más si yo encuentro un medio de impedirlo.

Kara se terminó el café y se puso a jugar distraídamente con la taza.

– ¡Mira que usar nuestros trucos para matar a la gente! -susurró consternada.

Sachs no dijo nada y dejó que su silencio argumentara por ella.

Finalmente, la joven hizo una mueca.

– Tengo a mi madre en una residencia. Ha estado entrando y saliendo del hospital, y el señor Balzac lo sabe. Supongo que podría decirle que he de ir a ver cómo está.

– Tu ayuda podría sernos muy útil.

– ¡Puf! La excusa de la madre enferma… Dios va a castigarme por esto.

Sachs volvió a mirar las uñas negras, perfectas de Kara.

– ¡Oye! Una cosa: ¿dónde fue a parar la moneda?

– Mira debajo de tu taza de café.

Imposible.

– No puede ser.

Sachs levantó la taza. Allí estaba la moneda. La perpleja oficial preguntó:

– ¿Cómo lo has hecho?

Kara respondió con una sonrisa enigmática. Señaló con la cabeza a las tazas.

– Vamos a llevarnos otras dos para el camino. -Cogió la moneda-. Si sale cara pagas tú; si sale cruz, yo. Dos de tres. -La lanzó al aire.

Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Trato hecho.

La muchacha recogió la moneda y se miró la palma de la mano cerrada. Levantó la vista.

– ¿Habíamos dicho dos de tres, verdad?

Sachs asintió.

Kara abrió la mano. Dentro había dos monedas de diez centavos y una de cinco. Las de diez estaban con la cara hacia arriba. Ni rastro de la moneda de veinticinco.

– Creo que te toca invitar.

Capítulo 8

– Lincoln, te presento a Kara.

Rhyme supo que habían advertido a la joven; aun así, ésta parpadeó sorprendida y le miró con La Mirada. Con ésa que él tan bien conocía. Acompañada de La Sonrisa.

Era la típica mirada de «no le mires el cuerpo», acompañada de la sonrisa «¡ah! así que eres minusválido; ¡pues no me había dado cuenta!».

Y Rhyme sabía que ella estaría contando los minutos para perderle de vista.

La joven, con aspecto de duendecillo, siguió avanzando por el laboratorio de la casa de Rhyme.

– Hola, encantada de conocerle. -Tenía los ojos clavados en los de él. Al menos la chica no había hecho ademán de inclinarse para darle la mano, para acto seguido tener que retroceder espantada al darse cuenta de que acababa de meter la pata.

Vale, Kara, no te preocupes. En cuanto le digas a este tullido lo que tengas que decirle podrás marcharte y así le perderás de vista.

Rhyme le ofreció una sonrisa superficial que se correspondía centímetro a centímetro con la de ella, y le comunicó lo encantado que estaba también él de conocerla.

Lo cual no era, al menos desde el punto de vista profesional, en absoluto sardónico: Kara era el único punto de conexión que habían logrado con los magos; ninguno de los empleados del resto de las tiendas de magia les había resultado de ayuda, y todos tenían coartadas para la hora del crimen.

Le presentaron a Lon Sellitto y Mel Cooper. Thom hizo un gesto con la cabeza seguido de una de las cosas por las que era conocido, lo aprobara Rhyme o no: le ofreció algo de beber.

– No somos las hermanitas de la caridad, Thom -susurró Rhyme.

Kara dijo que no, que no quería nada, pero Thom dijo que sí, que insistía.

– ¿Un café, quizá? -preguntó ella.

– Marchando.

– Solo. Con azúcar. ¿Puede ser con dos terrones?

– En realidad nosotros… -empezó a decir Rhyme.

– Muy bien: para todos los presentes -anunció el ayudante-. Haré una cafetera. Y traeré también rosquillas.

– ¿Rosquillas? -preguntó Sellitto.

– Podrías abrir un restaurante en tus ratos libres -le espetó Rhyme a su ayudante-. Así te sacarías esa espinita.

– ¿Qué tiempo libre? -fue la rápida respuesta que se le ocurrió al estilizado y rubio joven. Se fue hacia la cocina.

– La oficial Sachs -continúo Rhyme, dirigiéndose a Kara- nos ha dicho que tienes información que crees que puede ayudarnos.

– Eso espero. -Otro detenido escrutinio de la cara de Rhyme. Otra vez La Mirada, esta vez más cerca. «¡Oh! Por el amor de Dios, di algo. Pregúntame cómo pasó, pregúntame si me duele, pregúntame qué se siente al orinar por un tubo.»

– ¡Escuchad! ¿Cómo vamos a llamarle? -Sellitto dio unos golpes en la pizarra donde estaban escritas las pruebas. Hasta que no conocían la identidad del autor del crimen, muchos policías ponían motes a los sospechosos, o «sujetos desconocidos»-. ¿Qué os parece «El Mago»?

– No; eso es demasiado insulso -dijo Rhyme mirando las fotografías de la víctima-. ¿Qué tal «El Prestidigitador»? -propuso, sorprendido de su propio acierto.

– A mí me parece que funciona.

Con una letra que distaba mucho de la elegancia que tenía la de Thom, el detective escribió las palabras en lo alto de la pizarra.

El Prestidigitador…

– Pues a ver si podemos hacer un conjuro para que aparezca -dijo Rhyme.

– Cuéntales lo de «El hombre evanescente» -le dijo Sachs a Kara.

La joven se frotaba la mano contra el pelo de muchacho que llevaba, mientras describía un truco de ilusionista que sonaba casi idéntico a lo que El Prestidigitador había hecho en la Escuela de Música.

Pero al final añadió el descorazonador comentario de que la mayoría de los ilusionistas sabían hacerlo.

– Danos alguna idea sobre cómo se hacen los trucos -le pidió Rhyme-. Las técnicas. Así sabremos qué esperar de él si intenta hacer lo mismo con otra persona.

– ¿Me está pidiendo que descubra el pastel?

– ¿Que descubras el pastel?

– Sí -dijo Kara, y pasó a explicarlo-. Miren, todos los trucos de magia se componen de un efecto y un método. El efecto es lo que ve el público; ya saben: la chica que levita, las monedas que caen y traspasan una mesa maciza… El método es el mecanismo que emplea el mago: mantener a la chica suspendida de unos cables, sujetar las monedas en la palma de la mano y dejar caer otras idénticas que hay en un agujero perforado en la mesa.

Efecto y método, reflexionó Rhyme. Es como lo que yo hago: el efecto es atrapar al criminal cuando parece que es imposible. El método es la ciencia y la lógica que empleamos para hacerlo.

– Descubrir el pastel -continuó Kara- significa revelar el secreto de un truco. Como acabo de hacer al explicarles en qué consiste «El hombre evanescente». Es una cuestión delicada; el señor Balzac, mi mentor, critica siempre a los magos que revelan el truco ante el público y cuentan los métodos de otros.

Thom entró en la habitación con una bandeja. Sirvió café a los que se lo habían pedido. Kara se echó azúcar y se apresuró a darle un trago, aunque para Rhyme parecía estar aún demasiado caliente. El criminalista le echó una mirada al whisky de malta Macallan de dieciocho años que había en un estante al otro lado de la habitación. A Thom no le pasó inadvertido ese gesto así que le dijo:

– Es media mañana; ni se te pase por la cabeza.

La misma mirada de concupiscencia lanzó Sellitto a las rosquillas. Se permitió sólo media. Y sin crema de queso. Parecía sufrir con cada bocado.

Repasaron todas y cada una de las pruebas con Kara, que las estudió con atención y les ofreció su descorazonadora opinión de que había cientos de fuentes para la mayoría de los puntos. La cuerda era de un tipo especial utilizado en trucos de magia, que cambiaba de color y que se vendía en F. A. O. Schwarz [7] y en cualquier tienda de magia del país. El nudo era uno de los que empleaba Houdini en los números en los que su intención era cortar la cuerda para escapar; era prácticamente imposible de desatar para un artista amarrado.

– Incluso sin las esposas -dijo Kara con suavidad-, esa chica no tenía ninguna posibilidad de huir.

– ¿Es raro? El nudo, quiero decir.

Kara les explicó que no, que cualquiera que tuviera unos conocimientos básicos de los números de Houdini lo conocía.

El aceite de ricino en el maquillaje, continuó Kara, significaba que el asesino empleaba cosméticos teatrales muy realistas y duraderos, y era probable que el látex procediera, como había sospechado Rhyme, de las fundas falsas para los dedos, herramientas muy habituales también entre los magos. La fibra de alginato, insinuó Kara, no se debía a la labor de un dentista, sino que se utilizaba para hacer moldes de látex, probablemente para los dedos falsos o para el gorro que había hecho parecer calvo al conserje. La tinta indeleble era algo en realidad bastante novedoso, aunque ciertos ilusionistas la usaban en algunos números.

Sólo había un par de cosas que se salían de lo corriente, explicó Kara: por ejemplo, la placa de circuitos (que era un gimmick, dijo, un accesorio especial que la audiencia no puede ver). Pero las había fabricado el mismo sospechoso. Las esposas Darby eran también poco comunes. Rhyme ordenó que mandaran a alguien al Museo de Escapismo de Nueva Orleans del que había hablado Kara. Sachs propuso que fueran las oficiales Franciscovich y Ausonio, puesto que se habían ofrecido para ayudar. Era el tipo de misión perfecta para una pareja de jóvenes oficiales deseosas de trabajar. Rhyme accedió y Sellitto lo organizó todo a través del jefe de la División de Servicios de Patrulla.

– ¿Y qué nos dices de su huida? -preguntó Sellitto-. ¿Y de que se cambiara de ropa tan deprisa para vestirse de conserje?

– Se llama «magia proteica» -dijo Kara-. Transformismo. Es una de las cosas que llevo años estudiando. En mi caso, sólo es una parte de mi repertorio, pero hay gente que se dedica exclusivamente a eso. Puede resultar asombroso; hace algunos años vi a Arturo Brachetti, que llegaba a cambiarse tres o cuatro docenas de veces en una sola función, y a veces en menos de tres segundos.

– ¿Tres segundos?

– Sí. Además, los verdaderos transformistas no se limitan a cambiarse de ropa. También son actores. Caminan de forma diferente, tienen una forma de estar distinta, hablan de otra manera. Lo que hacen es prepararlo todo de antemano. La ropa está hecha de piezas que se sujetan con tiras de velero. El transformismo consiste sobre todo en quitarse la ropa con la mayor rapidez. Y los tejidos suelen ser de nylon o de seda, muy finos, para así poder llevar varias prendas superpuestas. Hay veces en que yo llevo cinco trajes debajo del que ve el público.

– ¿Seda? -preguntó Rhyme-. Nosotros hemos encontrado fibras de seda gris. Las oficiales que estuvieron en la escena del crimen dijeron que el conserje llevaba un uniforme gris. Las fibras estaban desgastadas, como con un acabado mate.

– Así que no brillaban, sino que tenían el aspecto de ser algodón o lino… -dijo Kara asintiendo con la cabeza-. También utilizamos sombreros, paraguas y maletas plegables, fundas para cubrir los zapatos…, todo tipo de accesorios que podamos esconder en nuestro propio cuerpo. Y pelucas, por supuesto. Para hacer que cambie la cara, lo más importante son las cejas. Si se cambian las cejas, la cara es diferente en un sesenta o setenta por ciento. Y también se pueden añadir algunas prótesis, nosotros los llamamos «postizos»: tiras y piezas de relleno de látex que se pegan con un adhesivo especial. Los transformistas estudian los rasgos faciales básicos de distintas etnias, así como los de los géneros. Un buen artista proteico conoce las proporciones de la cara de una mujer y las de un hombre, y puede aparentar un cambio de sexo en cuestión de segundos. Nosotros estudiamos las reacciones psicológicas ante las caras y las posturas, de manera que podemos convertirnos en alguien guapo o feo, aterrador, simpático o desvalido…, en lo que sea.

La parte oculta de la magia le resultaba interesante a Rhyme, pero lo que él quería eran datos más específicos.

– ¿Hay algo en concreto que puedas decirnos que nos ayude a encontrarle?

Kara negó con la cabeza.

– No se me ocurre nada que les lleve a un establecimiento en particular ni a ningún otro sitio. Lo que sí puedo es ofrecerle mi impresión general.

– Adelante.

– Bueno, el hecho de que el criminal utilizara una cuerda de color cambiante y dedos falsos me hace pensar que está familiarizado con la prestidigitación. Eso significa que debe de ser bueno robando carteras, escondiendo armas o cuchillos y cosas por el estilo…, como quitarle las llaves a la gente, o los carnés de identidad. También conoce el transformismo, y está claro que eso les va a plantear a ustedes un problema. Pero, lo más importante es que el número de «El hombre evanescente», las mechas y los petardos, la tinta indeleble, la seda negra…, todo eso me hace pensar que es un ilusionista con formación clásica.

Kara explicó la diferencia entre un prestidigitador y un verdadero ilusionista, en cuyos números participaban personas u objetos grandes.

– ¿Y qué importancia tiene eso para nosotros?

– Les conviene saber que la ilusión es algo más que una simple técnica física. Los ilusionistas estudian la psicología de los espectadores y elaboran actuaciones completas para engañarles; no sólo a sus ojos, sino también a sus mentes. Lo que pretenden no es hacer reír al público con la desaparición de una moneda, sino hacerles creer de veras que todo lo que ven y creen es de una manera, cuando en realidad es lo contrario. Hay una cosa que deben recordar en todo momento y no olvidarse de ella nunca.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Lo que se conoce como misdirection, que es el término en inglés; es decir, desorientación, desvío de la atención… Él señor Balzac dice que es el corazón y el alma de la ilusión. ¿Conocen la expresión «la mano es más rápida que el ojo»? Pues no es cierta. El ojo es siempre más rápido. Así que lo que hacen los ilusionistas es engañar al ojo para que no advierta lo que hace la mano.

– ¿Te refieres a cosas como despistar o distraer al público? -preguntó Sellitto.

– En parte sí. Desorientación consiste en dirigir la atención del público hacia donde uno desee, y alejarla de donde uno no quiere que esté. Hay muchas reglas que he aprendido a base de que Balzac las repitiera, como, por ejemplo, que la gente no se fija en lo que le es familiar, sino que les atrae la novedad. No reparan en una serie de cosas similares, sino que les llama la atención la que es diferente. No prestan atención a los objetos o las personas que permanecen quietos, sino a lo que se mueve. ¿Queremos que algo se haga invisible? Lo repetimos cuatro o cinco veces y el público no tardará en aburrirse y en desviar la atención hacia otras cosas. Pueden estar mirándote las manos sin quitar ojo y no ver lo que estás haciendo. Entonces es cuando les dejas boquiabiertos… Así pues, el sospechoso ha utilizado esta técnica de dos maneras. En primer lugar, la física. Observen. -Kara se colocó junto a Sachs y miró fijamente su propia mano derecha, que fue levantando con lentitud mientras señalaba la pared. De repente, dejó caer el brazo-. ¿Lo ven? Han mirado a mi brazo y al lugar que señalaba con la mano. Una reacción totalmente natural. Pero es probable que no se hayan dado cuenta de que con la mano izquierda he cogido el arma de Amelia.

Sachs dio un ligero respingo al mirar hacia abajo y comprobar que, no cabía la menor duda, Kara había levantado con los dedos su Glock, sacándola en parte de la pistolera.

– ¡Cuidado con eso! -dijo Sachs volviendo a colocar el arma en su funda.

– Y ahora, miren aquel rincón. -Kara señaló de nuevo con la mano derecha, aunque esta vez tanto Rhyme como el resto de las personas que había en la habitación miraron, como era lógico, a la mano izquierda de Kara.

– ¿No han perdido de vista mi mano izquierda, verdad? -rió-. Pero no han estado pendientes de mi pie, con el que he empujado esa cosa blanca que hay detrás de la mesa.

– Es una cuña -dijo Rhyme mordaz, irritado porque le habían vuelto a engañar, aunque sentía que se había apuntado uno o dos tantos al mencionar la naturaleza tan poco delicada del objeto que ella había empujado.

– ¿De verdad? -preguntó Kara imperturbable-. Bueno, no sólo es una cuña; también es una desorientación. Porque mientras la estaban mirando hace un instante, yo he cogido esto con la otra mano. Aquí está…, ¿es algo importante? -Le devolvió a Sachs un bote Mace, un aerosol para defensa personal.

La agente frunció el ceño y se miró el cinturón del uniforme para comprobar si le faltaba algo más mientras volvía a colocarse el bote.

– Bien, pues esa desorientación es la física. Es muy fácil. El segundo tipo es la psicológica, que es más difícil. El público no es estúpido, sabe que vas a engañarle. En realidad, para eso han venido al espectáculo, ¿no? Lo que nosotros intentamos es reducir o eliminar la desconfianza del público. Lo más importante de la desorientación psicológica es actuar con naturalidad. Te comportas y dices cosas que se correspondan con lo que el público espera. Pero, detrás de lo que se ve, lo que haces es salirte con… -Fue interrumpiendo poco a poco la frase, al darse cuenta de que estaba describiendo la situación en la que había acabado la joven estudiante esa misma mañana.

Kara prosiguió.

– En cuanto haces algo sin naturalidad, el público no te quita ojo. Veamos: si digo que voy a leerles el pensamiento, hago lo siguiente. -Kara puso las manos en las sienes de Sachs y le cerró los ojos unos momentos.

Se apartó un poco de ella y acto seguido le devolvió el pendiente que acababa de quitarle de la oreja izquierda.

– No he sentido nada.

– Pero el público sabría inmediatamente cómo lo he hecho, ya que no es natural tocar a alguien mientras estás haciendo que le lees la mente (algo en lo que la gente no cree, de todas maneras). Pero si yo anuncio que el truco consiste en parte en que yo pronuncie una palabra tan bajo que nadie más pueda oírla… -Se acercó al oído de Sachs, tapándose la boca con su mano derecha-. ¿Ven? Este gesto es natural.

– No has podido hacerte con el otro pendiente -dijo Sachs riendo; se había tapado la oreja con una mano cuando vio a Kara aproximarse a ella.

– Pero he hecho desaparecer tu collar. Ya no está.

Incluso Rhyme no pudo evitar sentirse impresionado, y divertido, al ver a Sachs palparse el cuello y el escote, sonriendo, aunque algo inquieta por no dejar de perder alhajas. Sellitto se reía como si fuera un niño, y Mel Cooper dejó de ocuparse de las pruebas para ver el espectáculo. La oficial miró a su alrededor para ver si encontraba el collar, y después miró a Kara, que le ofreció su mano derecha, vacía.

– Ha desaparecido -repitió.

– Pero… -apuntó Rhyme desconfiado-. Lo que sí he notado es que tienes el puño de la mano izquierda cerrado y detrás de la espalda. Lo cual es, por cierto, una postura bastante poco natural. Así que me figuro que el collar está ahí.

– ¡Ah! Es usted bueno… -dijo Kara, y después se rió-. Aunque no para observar movimientos, me temo. -Abrió la mano izquierda y estaba vacía, como la otra.

Rhyme frunció el ceño.

– ¿Mantener el puño cerrado y fuera de la vista? Ésa fue la desorientación más importante de todas. Lo he hecho porque sabía que se daría cuenta y su atención se centraría en mi mano izquierda. Lo llamamos «forzaje». Yo le he forzado a pensar que había averiguado mi método. Y, en cuanto se dio cuenta, su mente se cerró y usted dejó de pensar en otras explicaciones de lo sucedido. Y mientras no perdía detalle, usted y todos los demás, de lo que yo hacía con la mano izquierda, aproveché para deslizar el collar en el bolsillo de Amelia.

Sachs se metió la mano en el bolsillo y sacó la cadena.

Cooper aplaudió. Rhyme emitió un gruñido entre dientes, aunque reflejaba que estaba impresionado.

Kara señaló con la cabeza la pizarra con las pruebas.

– Entonces, eso es lo que el asesino va a hacer. Desorientación. Ustedes se creerán que han averiguado lo que se trae entre manos, pero eso ya está en sus planes. Como acabo de hacer yo, él conseguirá que sus sospechas, y su inteligencia, se vuelvan contra ustedes. De hecho, necesita sus sospechas y su inteligencia para que funcionen sus trucos. El señor Balzac dice que los mejores ilusionistas presentan el truco tan bien que pueden aludir directamente al método que están empleando, a lo que van a hacer de verdad. Pero la gente no les cree y miran hacia el lado opuesto. Cuando pasa eso, ya está: tú has perdido y ellos han ganado. -La alusión a su mentor pareció perturbarla; miró al reloj y esbozó una ligera sonrisa-. Ahora sí que he de irme. Ya ha pasado mucho tiempo desde que me fui.

Sachs le dio las gracias, y Sellitto dijo:

– Pediré un coche para que te lleven a la tienda.

– Será mejor que me dejen cerca, pero que no me lleven hasta allí. No quiero que sepa dónde he estado… ¡Ah!, hay una cosa que quizá les interese. Hay un circo en la ciudad, el Cirque Fantastique. Sé que uno de los números es de transformismo. Tal vez les venga bien verlo.

Sachs asintió con la cabeza.

– Lo han montado justo al otro lado de la calle, en Central Park.

El parque era el lugar donde en primavera y verano solían celebrarse grandes conciertos al aire libre y otros espectáculos. Rhyme y Sachs habían «asistido» en una ocasión a un concierto de Paul Simón… desde la ventana del dormitorio del criminalista.

– ¡Ah!, ya veo -dijo burlón Rhyme-. Entonces, ¿de ahí venía esa espantosa música que ha estado sonando toda la noche?

– ¿No te gusta el circo? -preguntó Sellitto.

– Desde luego que no me gusta el circo -le espetó-. ¿Cómo va a gustarme? Comida mala, payasos, acróbatas que se juegan la vida delante de tus niños… Pero -se volvió hacia Kara-, es una buena idea. Gracias… Aunque se nos tenía que haber ocurrido a alguno de nosotros -dijo mordaz, mirando al resto del equipo.

Rhyme miró la fea bandolera blanca y negra de Kara. Huía de él, escapaba hacia un mundo sin lisiados y se llevaba con ella La Mirada y La Sonrisa.

No te preocupes. En cuanto le digas a este tullido lo que tengas que decirle puedes marcharte y así le perderás de vista.

Kara se detuvo un momento ante la pizarra donde estaban escritas las pruebas, con una sombra en el azul intenso de sus ojos, y luego continuó hacia la puerta.

– Espera -le dijo Rhyme.

Ella se volvió.

– Me gustaría que te quedaras.

– ¿Cómo?

– Que trabajaras con nosotros en este caso. Al menos hoy. Podrías ir con Lon o con Amelia a hablar con la gente del circo. Así, es posible que descubramos más pruebas sobre magia.

– ¡Uy, no! De verdad, no puedo. Bastante me ha costado escaparme ahora; no puedo quedarme más.

– Nos podrías ser de gran ayuda. Con un tipo así, lo único que hemos hecho es arañar la superficie -insistió Rhyme.

– Ya has visto al señor Balzac -le dijo Kara a Sachs.

In nomine patri…

– Linc, ya sabes… -intervino Sellitto, inquieto-. No conviene que haya muchos civiles en un caso. Hay normas al respecto.

– ¿No utilizaste tú a una vidente en una ocasión? -preguntó Rhyme con sequedad.

– ¡Y un cuerno! No fui yo, fue alguien de la sede central.

– Y también tuviste un perro rastreador y…

– ¡Eso, sigue refiriéndote a mí! Pues no, yo no contrato a civiles. Salvo a ti, y con eso, ya me meto bastante en la mierda.

– Bueno, siendo policía, uno nunca toca fondo en esa mierda, Lon. -Miró a Kara-. Por favor, es muy importante.

La joven dudó.

– ¿De verdad creen que va a matar a otra persona?

– Sí, así es.

Asintiendo finalmente, la muchacha dijo:

– En fin, si me despide, al menos será por una causa justa. -Acto seguido se echó a reír-. ¿Sabe que Robert-Houdin hizo lo mismo?

– ¿Quién es ése?

– Un famoso ilusionista y mago francés. Él también ayudó a la policía; bueno, al ejército francés. No recuerdo exactamente la fecha, pero hacia 1880, los marabutos, unos extremistas argelinos, estaban intentando que las tribus locales se levantaran contra los franceses y, como decían que tenían poderes mágicos, el gobierno francés envió a Houdin a Argelia para librar una especie de duelo mágico. Para que mostrara a las tribus que la magia de los franceses era mejor, ya saben, que tenían más poder. Y funcionó. Los trucos de Robert-Houdin eran mucho mejores que los de los marabutos -frunció el ceño-; aunque creo recordar que casi le matan.

– No te preocupes -la tranquilizó Sachs-. Ya me ocuparé yo de que a ti no te pase eso.

Entonces Kara observó la pizarra con las pruebas.

– ¿Hacen esto con todos los casos? ¿Poner por escrito todas las pistas y todo lo que saben?

– Exacto -confirmó Sachs.

– Pues aquí tienen una idea: la mayoría de los magos se especializan en algo. El Prestidigitador parece un transformista y también un ilusionista de primera. No es lo habitual. Vamos a escribir las técnicas que utiliza. Tal vez eso ayude a reducir el número de sospechosos.

– Bien -dijo Sellitto-. Un perfil; me parece bien.

La joven hizo una mueca.

– Y yo tengo que encontrar a alguien que me sustituya en la tienda. El señor Balzac pensaba salir con ese amigo suyo… ¡Madre mía! No le va a gustar en absoluto que yo no vaya… -Recorrió la mirada por la habitación-. ¿Puedo usar un teléfono, uno de esos, ya sabes, especiales?

– ¿Especiales? -preguntó Thom.

– Sí, que pueda hablar en privado, para que así nadie me oiga mentir al jefe.

– ¡Ah! Ese tipo de teléfono… -dijo el ayudante rodeando con su brazo los hombros de la joven y guiándola hacia la puerta-. El que yo utilizo para eso está en el pasillo.


EL PRESTIDIGITADOR

Escena del crimen en Escuela de Música

§ Descripción del criminal: Pelo castaño, barba postiza, sin rasgos distintivos especiales, complexión mediana, altura media, edad aproximada 50 años. Dedos anular y meñique de mano izquierda unidos. Cambió de atuendo rápidamente para hacerse pasar por conserje viejo y calvo.

§ Sin móvil aparente.

§ Victima: Svetlana Rasnikov.

s Estudiante de música a tiempo completo.

s Contactando con familiares, amigos, alumnos y compañeros de trabajo para encontrar posibles pistas.

~ No tiene novio ni se le conocen enemigos. Actúa en fiestas de cumpleaños infantiles.

§ Placa de circuitos con un altavoz conectado.

s Enviado al laboratorio del FBI, NY.

~ Grabadora digital, probablemente contiene la voz del criminal. Destruidos todos los datos.

~ La grabadora de voz es un gimmick (accesorio especial). Fabricación casera.

§ Utilizó esposas de hierro antiguas para sujetar a la víctima.

s Las esposas son Darby. Scotland Yard. Se están comprobando en el Museo Houdini de Nueva Orleans, en busca de pistas.

§ Reloj de víctima destrozado. Marca las 8.00 horas exactamente.

§ Cuerdas de algodón sujetando sillas. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar su procedencia.

§ Petardo para crear efecto de disparo de arma. Destruido.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Mecha. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Las oficiales que respondieron a la emergencia informaron de que hubo un destello de luz. No se ha recuperado ningún resto de material.

s Se trataba de algodón o papel flash.

~ Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Zapatos del criminal: marca Ecco, talla 43.

§ Fibras de seda, teñidas de gris con un acabado mate.

s Procedentes del atuendo de conserje, al que se cambió rápidamente.

§ Autor del crimen lleva probablemente peluca color castaño.

§ Nogal rojo y liquen Parmelia compersa, ambos se encuentran sobre todo en Central Park.

§ Polvo impregnado con aceite mineral poco común. Enviado al FBI para analizar.

§ Seda negra, de unos 180 x 120 cm. Utilizada como camuflaje. No se puede averiguar procedencia.

s Los ilusionistas la utilizan con frecuencia.

§ Lleva fundas en los dedos para no dejar huellas.

s Dedos falsos propios de mago.

§ Restos de látex, aceite de ricino, maquillaje.

s Maquillaje teatral.

§ Restos de alginato.

s Utilizado en postizos moldeados en látex.

§ Arma del asesino: cuerda tejida en seda blanca con un núcleo de seda negra.

s La cuerda se usa en trucos de magia. Cambia de color. No se puede averiguar procedencia.

§ Nudo no corriente.

s Enviado a FBI y a Museo Marítimo (sin información).

s Nudos de los números de Houdini, prácticamente imposibles de desatar.

§ Utilizó tinta indeleble para firmar registro de entrada.

Perfil como ilusionista

§ El criminal utilizará la técnica de la desorientación (desvío de la atención) contra las víctimas y para librarse de la policía.

s Desorientación física (para distraer).

s Desorientación psicológica (para borrar sospechas).

§ La huida de la Escuela de Música es parecida a un truco llamado «El hombre evanescente». Demasiado corriente para averiguar procedencia.

§ El criminal es principalmente un ilusionista.

§ Tiene talento para la prestidigitación.

§ Conoce también la magia proteica (transformismo). Utiliza ropa hecha de piezas independientes, de nylon y seda; gorro que parece una calva; fundas para los dedos y otros elementos de látex. Puede ser de cualquier edad, género o raza.

Capítulo 9

Percibieron muchos olores conforme iban caminando: el de los lilos en flor, el humo de los carritos de los vendedores de pretzel [8], el humo de las barbacoas familiares de pollo y chuletas, y el de los bronceadores.

Sachs y Kara se dirigían a la enorme carpa blanca del Cirque Fantastique a través de la hierba húmeda de Central Park.

Al ver a dos amantes besándose en un banco, Kara preguntó:

– Así que él es algo más que tu jefe, ¿no?

– ¿Lincoln? Pues sí.

– Me he dado cuenta… ¿Cómo os conocisteis?

– En un caso. Un asesino en serie. Hace ya unos cuantos años.

– ¿Y resulta difícil, estando él como está?

– No, no es difícil. -Se limitó a responder Sachs, lo cual era completamente cierto.

– ¿Y no pueden hacer nada?, los médicos, quiero decir…

– Le han propuesto una operación, y se lo ha estado pensando. Entraña ciertos riesgos y lo más probable es que no funcione. El año pasado decidió que no y desde entonces no lo ha vuelto a mencionar. Así que el asunto está en el aire. Puede que cambie de opinión en algún momento, pero ya veremos.

– No parece que estés a favor.

– Y no lo estoy. Supone muchos riesgos para una mejoría que es bastante relativa. Para mí es una cuestión de sopesar riesgos. Pongamos que estás deseando atrapar a un asesino y tienes todos los papeles, ¿no? Me refiero a las órdenes de registro y todo eso. Sabes que está en un apartamento determinado. Bien, pues ¿qué haces?: ¿vas allí y derribas la puerta, aunque no sabes si está durmiendo o si está con sus compinches apuntándote con dos MP5? ¿O esperas hasta que vengan los refuerzos, arriesgándote a que huyan? Hay veces que merece la pena correr el riesgo y veces que no. Pero si él quiere seguir adelante con la operación, yo le apoyaré. Así es cómo funcionamos.

A continuación, Sachs le explicó que Rhyme había estado sometido a ciertos tratamientos que incluían estimulación electrónica de los músculos y una serie de ejercicios de los que se habían ocupado Thom y algunos fisioterapeutas (los mismos que había realizado el actor Christopher Reeve con unos resultados notables).

– Reeve es un hombre increíble -dijo Sachs-. Tiene una voluntad asombrosa. Y Lincoln es igual. No habla mucho de ello, pero a veces desaparece, sencillamente, y eso se debe a que pide a Thom y a los fisioterapeutas que trabajen con él los ejercicios. Pueden pasar algunos días sin que tenga noticias suyas.

– ¿Como una especie de «hombre evanescente», no? -preguntó la joven.

– Exacto -respondió Sachs sonriendo-. Permanecieron un momento en silencio, y Amelia se preguntó si Kara esperaba que le contara más cosas de su relación con Rhyme. Historias de perseverancia para superar los obstáculos evidentes, algunos detalles sobre los aspectos más complicados de la vida con un tetrapléjico. La reacción de la gente cuando estaban en público, e incluso alguna referencia a la naturaleza de su vida íntima. Pero, a decir verdad, si sentía curiosidad, no lo demostraba. De hecho, lo que detectaba Sachs sobre todo era envidia.

– Yo no he tenido mucha suerte últimamente en asuntos de hombres -continuó Kara.

– ¿No sales con nadie?

– No estoy segura -respondió pensativa Kara-. La última vez que nos vimos fue ante unas tostadas y unas mimosas. En mi casa. Estábamos tomando un brunch en la cama. Muy romántico. Dijo que me llamaría al día siguiente.

– Y no llamó.

– No llamó. ¡Ah!, y tal vez debería añadir que hace ya tres semanas de ese brunch.

– ¿Le has llamado tú?

– No, yo no le llamo -dijo con decisión-. Ahora le toca a él.

– Mejor para ti. -El orgullo y el poder eran inseparables, como bien sabía Sachs.

Kara soltó una carcajada.

– Hay un antiguo número de un mago llamado William Ellsworth Robinson, que fue muy popular. Se llamaba «Cómo deshacerse de su mujer» o «La máquina del divorcio». -Otra carcajada-. Pues ésa es mi historia. Soy más rápida que nadie para hacer que desaparezcan los novios.

– Bueno, pero ellos ya son bastante buenos en desaparecer solitos, ¿no? -apuntó Sachs.

– La mayoría de los tíos que conocí en mi anterior trabajo, la revista, o los de la tienda, sólo están interesados en dos cosas: un revolcón de una noche, o bien justo lo contrario: un noviazgo como es debido y luego echar raíces en algún barrio residencial… ¿Has tenido pretendientes así alguna vez?

– Ya lo creo. Puede resultar asqueroso. Todo depende del tipo, desde luego.

– Ahí está, compañera. O revolcón o noviazgo y sentar la cabeza…, las dos opciones son un problema para mí. No me gusta ninguna. Aunque, bueno, un revolcón de vez en cuando no viene mal, seamos realistas.

– ¿Y qué pasa con tus compañeros de profesión?

– ¡Vaya!, ya te has dado cuenta de que los he excluido de la ecuación revolcón-noviazgo. Otros artistas…, no, no me apetece. Demasiados conflictos de intereses. Suelen decir que les gustan las mujeres fuertes, pero la verdad es que la mayoría no son en absoluto partidarios de que nos dediquemos a esta profesión. La proporción entre hombres y mujeres es alrededor de cien a uno. Ahora, la situación ha mejorado. Oh, hay incluso algunas ilusionistas famosas. La Princesa Tenko, una maga asiática…, es brillante. Y hay otras cuantas. Pero esto es reciente. Hace veinte o treinta años no había ninguna mujer que fuera la estrella de la función, sólo eran ayudantes. -Dirigió una mirada a Sachs-. Algo parecido a lo que pasa en la policía, ¿no?

– Ya no está tan mal como antes. Al menos en mi generación. En los años sesenta y setenta, ahí sí que las mujeres estaban rompiendo el hielo. Esos eran los tiempos duros. Pero yo ya he hecho lo mío. Yo fui patrullera antes de dedicarme a investigar escenas de crímenes, y…

– ¿Que fuiste qué?

– Ser agente de patrulla móvil significa hacer rondas. Si teníamos que trabajar en el barrio de Hell's Kitchen, ponían a una mujer como pareja de un policía veterano. A veces me tocó en suerte algún pelmazo que odiaba la compañía de las mujeres. Así de simple, lo odiaba. No me dirigía la palabra en toda la jornada. Ocho horas recorriendo a pie las calles y el tío no soltaba prenda. Luego, íbamos a comer, y allí estaba yo intentando ser agradable, pero él se sentaba a un metro y se ponía a leer la sección de deportes, suspirando de vez en cuando porque tenía que perder el tiempo con una mujer. -Le volvieron algunos recuerdos a la memoria-. Yo trabajaba entonces en la casa Siete Cinco…

– ¿La qué?

– La comisaría del distrito -explicó Sachs-. Las llamamos «casas». Y la mayoría de los polis no dicen «Setenta y Cinco». Cuando las nombramos por el número, decimos siempre «Siete Cinco». Como cuando se dice que Macy's está en la calle Tres Cuatro.

– Entiendo.

– Bueno, pues el supervisor habitual estaba fuera y teníamos a un sargento suplente que era de la vieja escuela. Así que, en uno de mis primeros días en la Siete

Cinco, siendo yo la única mujer en aquel servicio de vigilancia en particular, me dirijo a la sala de reuniones donde pasaban lista, y me encuentro con una docena de compresas pegadas en el atril.

– ¡No!

– Te lo juro. El supervisor habitual no habría permitido que se salieran con la suya. Pero los polis son como niños en muchos aspectos. Siguen y siguen hasta que un adulto les para los pies.

– Pero no es como en las películas…

– Las películas las hacen en Hollywood, no en la Siete Cinco.

– ¿Y qué hiciste? Con las compresas, quiero decir.

– Me dirigí a la primera fila y le pregunté al policía que estaba sentado enfrente del atril si me dejaba su asiento, que era donde iba sentarme de todas formas. Estaban todos riéndose tanto que me extraña que alguno no se meara en los pantalones. Bien, pues me senté y me puse a tomar notas de lo que el sargento nos decía…, ya sabes, sobre las principales órdenes judiciales, las relaciones con el vecindario, las esquinas donde se sabía que había tráfico de drogas, etcétera. Y pasados unos dos minutos ya nadie se reía. La situación se volvió embarazosa; pero no para mí, sino para ellos.

– ¿Y sabes quién lo hizo?

– Claro.

– ¿Y no diste parte?

– No. ¿Sabes?, ésa es la peor parte de ser mujer policía. Tienes que trabajar con gente así. Necesitas que estén detrás de ti, cubriéndote las espaldas. Puedes plantarles cara cada vez que te provoquen. Pero si lo haces estás perdida. La parte más dura no es tener los huevos para luchar, sino saber cuándo hay que luchar y cuándo hay que dejar que pase el temporal.

Orgullo y poder…

– Como nosotros, supongo. En mi profesión. Pero si eres buena, si atraes al público, los programadores te contratan. Aunque es un círculo vicioso. Una no puede probar que va a atraer al público si no la contratan, y no te contratan si no puedes mostrarles las entradas vendidas.

Estaban llegando ya a la enorme y brillante carpa, y Sachs advirtió que los ojos de la joven se iluminaban al mirarla.

– ¿Éste es el tipo de sitio en el que te gustaría trabajar?

– ¡Ah! Y no veas cómo. Esto para mí es el cielo. El Cirque Fantastique y los especiales de televisión.

Tras un momento de silencio en que miró a su alrededor, añadió:

– El señor Balzac me ha hecho aprender todos los números antiguos, y eso es importante. Hay que sabérselos al dedillo. Pero -señaló la carpa con la cabeza-, ésta es la dirección en la que va la magia. David Copperfield, David Blaine…, arte del espectáculo, magia callejera. Magia sexy.

– Deberías pedir que te hagan una prueba.

– ¿Yo? No sabes lo que dices. No estoy preparada, ni mucho menos. La actuación tiene que ser perfecta. Hay que ser la mejor.

– ¿Quieres decir, mejor que un hombre?

– No, mejor que cualquier otro, hombre o mujer.

– ¿Por qué?

– Para el público -explicó Kara-. El señor Balzac es como un disco rallado: «Te debes al público». Cada vez que respiras estando en el escenario es para el público. La ilusión no puede estar bien, simplemente. No puedes limitarte a satisfacer a los allí presentes; tienes que estremecerles. Si una persona del público se da cuenta de tus movimientos, has fracasado. Si dudas un instante más de lo que debes y el efecto resulta torpe, has fracasado. Si ves que hay alguien que bosteza o mira al reloj, has fracasado.

– Pero no se puede estar al cien por cien todo el tiempo, pienso yo -apuntó Sachs.

– Pues tienes que estar -dijo Kara con sencillez, como sorprendida de que alguien no lo viera del mismo modo.

Llegaron al Cirque Fantastique, donde se ensayaba para la sesión de estreno de esa misma noche. Docenas de artistas iban de un lado para otro, algunos con sus trajes puestos, otros en pantalón corto o vaquero y camiseta.

– ¡Qué… bárbaro! -se oyó una voz entrecortada. Era la de Kara. Su rostro parecía el de una niña, abarcando con la mirada la lona blanca y brillante de la gran carpa.

Sachs se sobresaltó al oír un fuerte golpeteo detrás de ella, por encima de su cabeza. Miró hacia arriba y vio dos enormes banderas, a más de doce metros de alto, ondeando al viento y brillantes bajo el sol. En una de ellas se leía el nombre CIRQUE FANTASTIQUE.

En la otra había un enorme dibujo de un hombre delgado vestido con un traje de cuadros negros y blancos. Tenía los brazos abiertos, con las palmas hacia arriba, como invitando a los transeúntes a entrar a ver el espectáculo.

Llevaba una máscara negra que le cubría la mitad superior de la cara, con la nariz puntiaguda y las facciones grotescas. Era una imagen inquietante. Le recordó de inmediato al Prestidigitador, oculto por máscaras.

Con unos motivos y planes ocultos también.

Kara advirtió que Sachs la estaba mirando.

– Es Arlecchino. Arlequín. ¿Conoces la comedia del arte?

– No -respondió Sachs.

– Es teatro italiano. Duró desde…, no sé…, el siglo XVI hasta unos doscientos años después. El Cirque Fantastique lo utiliza como tema. -Señaló unas banderas más pequeñas que se hallaban a los lados de la carpa y donde había representadas otras máscaras. Las narices ganchudas o de pico de ave, las cejas arqueadas y los pómulos altos y serpenteantes les daban un aspecto inquietante, de seres de otro mundo. Kara prosiguió-. Había una docena más o menos de personajes fijos que representaban todas las compañías de comedia del arte en sus obras. Llevaban máscaras para que se viera a quién interpretaban.

– ¿Comedia? -preguntó Sachs, arqueando una ceja mientras miraba una máscara especialmente demoníaca.

– Nosotros lo llamaríamos comedia negra, supongo. Arlequín no era lo que se dice una figura heroica. Carecía completamente de moral. Lo único que le importaba era la comida y las mujeres. Y era un personaje que aparecía y desaparecía delante de tus ojos, sin que uno se diera cuenta. Había otro, Polichinela, que era muy sádico. Hacía a la gente auténticas diabluras, incluso a sus amantes. Luego había un médico que envenenaba a las personas. La única que tenía dos dedos de frente era esta mujer, Colombina -añadió Kara-. Una de las cosas que me gustan de la comedia del arte es que el papel de Colombina lo representaba una mujer. No como en Inglaterra, donde a las mujeres no les estaba permitido actuar.

La bandera volvió a ondear. Los ojos de Arlequín parecían mirar ligeramente detrás de ellas, como si El Prestidigitador estuviera merodeando, cómo un eco de la persecución en la Escuela de Música aquella misma mañana.

No, no tenemos ni la más mínima idea de quién es ni de dónde está…

Sachs se volvió y vio a un guardia acercándose, que miraba con extrañeza su uniforme.

– ¿Puedo ayudarla en algo, oficial?

Sachs le preguntó si podía ver al gerente. El hombre le explicó que no estaba, pero que podían hablar con su ayudante si lo deseaban.

Sachs dijo que sí, y un momento después apareció una mujer menuda y atribulada, de aspecto agitanado.

– ¿Sí? ¿En qué puedo servirles? -preguntó con un acento inidentificable.

Después de presentarse, Sachs dijo:

– Estamos investigando una serie de crímenes cometidos en esta zona. Queremos saber si en su espectáculo aparecen ilusionistas o transformistas.

La cara de la mujer reflejó preocupación.

– Desde luego que tenemos ese tipo de artistas, claro. Irina y Vlad Klodoya.

– Deletree los nombres, por favor.

Kara asentía con la cabeza conforme Sachs iba escribiendo los nombres.

– Los conozco. Vinieron con el Circo de Moscú hace unos años.

– Eso es -confirmó la ayudante.

– ¿Han estado aquí toda la mañana?

– Sí. Han estado ensayando hasta hace veinte minutos aproximadamente. Ahora han salido a comprar.

– ¿Está segura de que no han salido hasta ahora?

– Sí. Yo misma me encargo de supervisar dónde está cada uno.

– ¿Hay alguien más? -preguntó Sachs-. ¿Tal vez hay alguien que esté aprendiendo ilusionismo o magia, aunque no actúe?

– No, nadie. Sólo las dos personas que le he dicho.

– Muy bien -dijo Sachs-. Lo que vamos a hacer es que dos oficiales de policía se queden fuera en el coche. Llegarán dentro de unos quince minutos. Si se entera usted de que alguien molesta a sus empleados o al público, alguien que levante sospechas, informe inmediatamente a los agentes. -Aquélla había sido una recomendación de Rhyme.

– Se lo diré a todo el mundo, descuide. Pero, ¿sería tan amable de decirme qué es lo que pasa?

– Un hombre que sabe de ilusionismo está involucrado en un homicidio cometido hoy por la mañana. No hay ninguna relación con su espectáculo, que sepamos, pero queremos curarnos en salud.

Le dieron las gracias a la ayudante, que se despidió con aire de preocupación y probablemente arrepentida de haber preguntado el motivo de la visita.

Una vez fuera, Sachs preguntó:

– ¿Y cuál es la historia de esos artistas?

– ¿Los ucranianos?

– Sí. ¿Son de fiar?

– Son marido y mujer, forman un equipo. Tienen un par de crios que viajan con ellos. Son dos de los mejores transformistas del mundo. No creo que tengan nada que ver con los asesinatos. -Se echó a reír-. ¿Lo ves? Ésos son los que consiguen trabajo en el Cirque Fantastique: artistas que han sido profesionales desde los cinco o seis años.

Sachs llamó por teléfono a Rhyme. Se puso Thom. Le informó de los nombres de los artistas ucranianos y de lo que había averiguado.

– Encárgate de que Mel o alguien se pasen por el NCIC [9] y por el Departamento de Estado.

– Así lo haré.

Sachs desconectó la llamada y continuaron caminando, ya pasado el parque, en dirección oeste, hacia una franja de nubes lívidas, como estrías amoratadas, que destacaban en un cielo radiante.

Oyó otro ruido seco detrás de ella: otra vez las banderas, flameando en la brisa, con un Arlequín juguetón que seguía haciendo señas a los viandantes para que entraran en su reino del más allá.


* * *

¿Han descansado, Venerado Público?

¿Están relajados?

Mejor, porque ya ha llegado la hora de comenzar nuestro segundo número.

Puede que no conozcan el nombre P. T. Selbit, pero si han estado alguna vez en un espectáculo de magia o han visto a algún ilusionista actuar en la televisión, es posible que les resulten conocidos algunos de los trucos de este inglés que se hizo famoso a principios del siglo XX.

Selbit comenzó su carrera actuando con su nombre auténtico, Percy Thomas Tibbles, pero no tardó en darse cuenta de que un nombre tan anodino no se ajustaba bien a un artista cuyo fuerte no eran los trucos de cartas, las palomas que desaparecían ni los niños que levitaban, sino los números sadomasoquistas que escandalizaban, y por tanto, atraían, a multitudes de todo el mundo.

Selbit -en efecto: su nombre artístico era su apellido al revés- fue quien inventó el famoso número de El Alfiletero Viviente, en el que, aparentemente, ensartaba en una muchacha ochenta y cuatro pinchos puntiagudos como agujas. Otra de sus creaciones era La Cuarta Dimensión , un número donde el público observaba horrorizado cómo una joven era aplastada, aparentemente, por una inmensa caja. Uno de mis preferidos es el número que presentó Selbit en 1922. El nombre lo dice todo, Venerado Público: El ídolo de Sangre, o La Destrucción de una Muchacha.

Hoy, tengo el placer de ofrecerles una variante actualizada del número más famoso de Selbit, que él mismo presentó en docenas de países y que fue invitado a representar en el Royal Command Variety Performance del hipódromo de Londres.

Conocido como…

¡Ah!, mejor no.

No, Venerado Público. Creo que mantendré la intriga y me cuidaré por el momento de mencionar el nombre de este efecto de ilusionismo. Pero les daré una pista: cuando Selbit realizaba este número, daba orden a sus ayudantes de que vertieran sangre falsa en las alcantarillas que había delante del teatro, para así tentar a los transeúntes a que compraran entradas. Y, naturalmente, eso es lo que hacían.

Disfruten de nuestro próximo número.

Espero que así sea.

Aunque se de una persona que, con certeza, no disfrutará.

Capítulo 10

«¿Cuántas horas de sueño?», se preguntaba el joven.

La obra había acabado a media noche y luego se habían ido a tomar una copa al White Horse hasta no se sabe cuándo; llegó a casa hacia las tres, tres cuartos de hora de teléfono con Bragg (no, tal vez una hora)… Y a las 8.30 había comenzado el ridículo golpeteo de las cañerías.

¿Cuántas horas de sueño eran, entonces? Las matemáticas se le escapaban en ese momento a Tony Calvert, que decidió que lo mejor era, probablemente, no pensar demasiado en lo exhausto que se sentía. Al menos trabajaba en Broadway y no en publicidad, donde uno empezaba a veces a las (¡que el cielo nos asista!) seis de la mañana. Su actuación vespertina en el Gielgud Theater compensaba con mucho el hecho de tener que trabajar los sábados y domingos.

Examinó los utensilios de su profesión, y decidió que necesitaba aplicarse una dosis mayor del producto para ocultar tatuajes: El muchacho de barbilla cincelada era el suplente aquel día, y las señoras de Teaneek y Garden City podrían dudar de la credibilidad de un primer actor que se suponía debía arder en deseos por la ingenua actriz joven, mientras que en sus generosos bíceps se leía: «Amor eterno a Robert».

Calvert cerró el gran maletín de maquillaje amarillo y se miró al espejo que había junto a la puerta. Su aspecto era mejor que su estado, tuvo que admitir. Su cutis conservaba aún un poco del moreno con el que había vuelto del glorioso viaje a St. Thomas que había hecho en marzo. Y su esbelta figura desmentía la pesadez que sentía en el estómago. (¡Por el amor de Dios, rebaja a cuatro las cervezas! ¿Vale? ¿Podemos soportarlo?) Los ojos, en cambio, sí; sí que estaban bastante rojos. Pero eso se arreglaba enseguida. Un estilista conoce mil maneras de hacer que los viejos parezcan jóvenes; los poco agraciados, bellos y los cansados, despiertos. Comenzó con unas cuantas gotas de colirio, seguidas por el golpe de gracia: unos cuantos retoques con un corrector de ojeras.

Calvert se puso la chaqueta de cuero, cerró la puerta y se dirigió al pasillo de su apartamento del East Village, tranquilo a esas horas, poco antes del mediodía. La mayor parte de la gente, suponía, había salido a disfrutar del primer fin de semana realmente primaveral del año, o estaban aún durmiendo para recuperarse de sus excesos nocturnos.

Salió por la puerta trasera, como hacía siempre, hacia el callejón que había detrás del edificio. Conforme avanzaba por la acera, a unos cuantos metros, le pareció ver algo: algo se movía por una de las callejuelas sin salida que daban al callejón.

Se detuvo y entornó los ojos en la penumbra. Un animal. ¡Cielos!, ¿sería una rata?

Pues no: era un gato, y parecía herido. Miró alrededor, pero el callejón estaba totalmente desierto, ni rastro del dueño.

¡Oh! ¡Pobre animalito!

A Calvert no le gustaban especialmente los animales de compañía, pero el año anterior había cuidado al Norwich terrier de un vecino, y recordó que el hombre le había dicho que si lo necesitaba, el veterinario de Bilbo estaba justo en la esquina de St. Marks. Dejaría el gato allí de camino del metro. Tal vez quisiera quedarse con él su hermana. Ella adoptaba niños, así que, ¿por qué no gatos?

Deambular por los callejones de un barrio como aquél no era una buena idea, pero Calvert comprobó que seguía estando completamente solo. Avanzó con lentitud por la acera para no asustar al animal. Estaba echado sobre un costado, maullando débilmente.

¿Lo podría coger? ¿Intentaría arañarle? Recordaba haber visto algo en Prevention sobre la fiebre producida por arañazo de gato. Pero el animal parecía demasiado débil para atacarle.

– ¡Oye!, ¿qué es lo que te pasa, hombre? -preguntó en tono tranquilizador-. ¿Estás herido?

Acuclillándose, dejó su maletín de maquillaje sobre los adoquines de la acera y extendió el brazo con mucho cuidado, por si el animal intentaba atacarle. Le tocó, pero retiró la mano de inmediato, desconcertado. El animal estaba helado y escuálido. Se le notaban los huesos duros bajo la piel. ¿Tal vez se acababa de morir? No, movía una pata todavía. Y emitió otro maullido débil.

Volvió a tocarlo. Y… un momento…, no eran huesos lo que tenía debajo de la piel. Eran varillas, y en el interior del cuerpo lo que había era una caja metálica.

¿Qué coño era eso?

¿Sería una cámara oculta? ¿O sólo se trataba de algún imbécil que intentaba tomarle el pelo?

Miró hacia arriba y vio que había alguien a pocos metros. Calvert dio un grito ahogado y retrocedió. Había un hombre acuclillado…

Pero… no, no. Se dio cuenta de que era su propia imagen reflejada en un espejo de cuerpo entero que había en la esquina, al final del oscuro callejón. Calvert vio su cara: una cara de horror, con los ojos espantados y paralizada por un momento. Empezó a relajarse y se rió. Pero acto seguido le hizo fruncir el ceño verse a sí mismo inclinarse hacia adelante: el espejo se venció y terminó hecho añicos sobre los adoquines.

El hombre maduro y con barba que estaba escondido a sus espaldas se abalanzó sobre él, amenazándole con un trozo largo de tubería que llevaba en la mano.

– ¡No! ¡Socorro! -gritó el joven, retrocediendo penosamente-. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

La tubería giró, describiendo un arco muy pronunciado que apuntaba directamente a la cabeza de Calvert.

Pero él se apresuró a coger el maletín de maquillaje y se lo lanzó al agresor, desviando el golpe. Se puso en pie con dificultad y echó a correr. El agresor corrió tras él, pero los adoquines estaban resbaladizos y se cayó con todo el peso sobre una rodilla.

– ¡Tome la cartera! ¡Llévesela! -Se sacó la billetera del bolsillo y la arrojó a sus espaldas. El hombre no le prestó ninguna atención, se incorporó y volvió a correr tras él. Estaba entre Calvert y la calle; la única posibilidad de escape era volver al edificio.

¡Cielo santo, Dios mío!

– ¡Socorro, auxilio, socorro!

«Las llaves», pensó. «Necesito coger las llaves ahora mismo». Se metió la mano en el bolsillo del pantalón vaquero y las sacó, mientras volvía la cabeza un instante. El hombre estaba a pocos metros. «Si no abro la puerta a la primera no hay más que hacer…, soy hombre muerto.»

Calvert ni siquiera redujo la velocidad. Se estampó contra la puerta metálica y, ¡milagro!, logró introducir la llave y girarla a toda velocidad. Al abrirse el pestillo, volvió a sacar la llave, cruzó el umbral de un salto y cerró la puerta de acero tras de sí de un portazo. Se cerró automáticamente.

El corazón le latía apresuradamente y jadeaba atemorizado; descansó unos momentos. Pensaba: ¿Será un atracador? ¿Uno de esos tipos que dan palizas a los gays? ¿Un drogata? En realidad no importaba. «No voy a dejar que este gilipollas se salga con la suya.» Echó a correr pasillo adelante hacia su apartamento. También abrió la puerta de éste a la primera. Entró de un salto, cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo.

Se dirigió corriendo a la cocina, cogió el teléfono y marcó el 911. No tardó en escuchar una voz de mujer que decía: «Policía y emergencias de incendio».

– ¡Hay un hombre!, ¡me acaba de atacar! Está fuera.

– ¿Está herido?

– No, ¡pero tiene que enviar a la policía! ¡Deprisa!

– ¿Está ahí con usted?

– No, él no ha entrado aquí. He cerrado las puertas. Pero puede que siga aún en el callejón. ¡Dése prisa!

¿Qué era eso? Calvert caviló. Había sentido una brisa suave en la cara. La sensación le resultaba familiar, y pronto advirtió que era la corriente de aire que se formaba al abrir la puerta de entrada del apartamento.

La telefonista del 911 preguntó: «Oiga, señor, ¿sigue usted ahí? ¿Puede…?».

Calvert se dirigió hacia la puerta dando tumbos y dio un grito al ver que el hombre de la barba con el trozo de tubería estaba sólo a unos metros de él, y que desconectaba pausadamente la conexión telefónica de la pared. ¡Las puertas! ¿Cómo había abierto las cerraduras?

Calvert retrocedió todo lo que pudo: hasta el frigorífico; no había otro sitio más lejos.

– ¿Qué? -murmuró al advertir las cicatrices que tenía el hombre en el cuello y la mano deforme-. ¿Qué es lo que quiere?

Durante algunos momentos, el agresor no le prestó ninguna atención y se limitó a mirar a su alrededor, primero a la mesa de la cocina, y después a la gran mesa de madera del comedor. Hubo algo en esta última que pareció agradarle. Se volvió, y cuando lanzó la tubería contra los brazos levantados de Calvert, pareció que el golpe más bien obedecía a un cambio de opinión.


* * *

Se aproximaron en silencio.

Eran dos coches patrulla, con dos oficiales en cada uno.

El sargento se bajó del primero antes incluso de que éste se hubiera detenido del todo. Habían pasado sólo seis minutos desde que recibieron la llamada del 911. Aunque se había interrumpido, la Central sabía desde qué bloque y apartamento se había realizado, gracias a la tecnología de localización de llamadas.

Seis minutos… Si tenían suerte, encontrarían a la víctima viva y coleando. Si no tenían tanta suerte, por lo menos el agresor estaría aún en el apartamento, rebuscando entre las pertenencias de la víctima.

El sargento hizo una llamada desde su Motorola.

– Cuatro Cinco Tres Uno a Central. Aquí Diez Ochenta y Cuatro en la escena de la agresión en la calle Nueve. Cambio.

– Comprendido, Cuatro Cinco Tres Uno. Ya está en camino una ambulancia. ¿Hay algún herido? Cambio.

– No lo sé todavía. Corto.

– Comprendido, Cuatro Cinco Tres Uno. Corto.

Envió a uno de sus hombres a la parte posterior del edificio para que cubriera la puerta de servicio y las ventanas traseras, mientras ordenaba a otro que se quedara en la entrada principal. Un tercer oficial acompañó al sargento al portal.

Si tenían suerte, el agresor saldría por una ventana y se rompería la rodilla. El sargento no estaba de humor para perseguir gilipollas en un día tan hermoso como aquél.

Se encontraban en la Alphabet City, llamada así por los nombres de las avenidas que corrían de Norte a Sur en esa zona: la A, la B, la C…, me voy a preparar un chute porque necesito ponerme cuanto antes… Aunque había ido mejorando poco a poco, seguía siendo uno de los barrios más peligrosos de Manhattan. Los dos policías habían sacado ya sus armas cuando llegaron a la puerta.

Si tenían suerte, sólo llevaría un cuchillo, o algo parecido a lo que aquel otro idiota hasta arriba de crack había utilizado para amenazarle la semana anterior: un palillo de comida china y la tapadera de un cubo de basura a modo de escudo.

Bueno, por lo menos ahí tenían un respiro: no era necesario que encontraran a alguien que les abriera la puerta de seguridad. Vieron que iba a salir del portal una ancianita, cargada con un bolso de la compra del que sobresalía una enorme piña. Parpadeando por la sorpresa que le causó encontrarse con los agentes, abrió la puerta y la sujetó para cederles el paso. Ellos entraron a toda prisa y como respuesta a la pregunta de la mujer sobre el motivo de su presencia, dijeron:

– No hay por qué preocuparse, señora.

Si tenemos suerte…

El apartamento 1J estaba en la planta baja, en la parte posterior. El sargento se colocó a la izquierda de la puerta. El otro oficial se puso al otro lado, miró a su compañero y asintió con la cabeza. El sargento llamó enérgicamente a la puerta con sus poderosos nudillos.

– ¡Policía! ¡Abra la puerta! ¡Ábrala ahora mismo!

No hubo respuesta alguna desde dentro.

– ¡Policía!

Comprobó el picaporte. Más suerte. No estaba cerrada. El sargento empujó la puerta y ambos hombres se quedaron en su posición, sin entrar, a la espera. Pasados unos instantes, el sargento se asomó.

– ¡Por el amor de Dios! -susurró al ver lo que había en el centro del salón.

La palabra «suerte» desapareció de su mente por completo.


* * *

El secreto del éxito de la magia proteica, o transformismo, consiste en hacer cambios, claros pero sencillos, en el aspecto y en la conducta, al tiempo que se distrae al público mediante la desorientación.

Y no había un cambio más claro que transformarse en una mujer de setenta y cinco años con la cesta de la compra.

Malerick sabía que la policía no tardaría en llegar. Así que, tras su breve actuación en el apartamento de Tony Calvert, se cambió rápidamente y se puso uno de los atuendos que utilizaba para sus números de escapismo: un vestido azul de cuello alto y una peluca blanca. Se recogió los vaqueros elásticos hasta que quedaron ocultos por debajo del dobladillo del vestido, y dejó al descubierto unos calcetines elásticos. Se quitó la barba y se aplicó el colorete de color rojo chillón que llevan algunas viejas chaladas. También se pintó bastante las cejas. Varias docenas de toques con un lápiz color siena le imprimieron las arrugas propias de una septuagenaria. Y se cambió de zapatos.

Y en cuanto a la desorientación, había encontrado en el apartamento un cesto de la compra, que rellenó de papel de periódico -y, oculto entre las hojas, metió el trozo de tubería y la otra arma que había utilizado para su «número»-, sobre el que colocó una gran piña fresca que encontró en la cocina de Calvert. Si se encontraba con alguien antes de salir del edificio, era posible que repararan en él, pero con certeza en lo que se fijarían era en la enorme piña, que fue precisamente lo que pasó cuando sujetó la puerta para cederles el paso a los policías.

Después, a unos cuatrocientos metros del edificio y todavía vestido de mujer, se detuvo y se apoyó en el muro de un bloque como si estuviera intentando recuperar el aliento. Luego se metió en un callejón oscuro. De un tirón se quitó el vestido, cuyas costuras eran diminutas tiras de velero. Metió el traje y la peluca en una correa elástica de treinta centímetros de ancho que llevaba alrededor de la cintura y que comprimía las prendas de modo que no se notaban bajo la camisa.

Volvió a bajarse la parte inferior de las perneras, y procedió a desmaquillarse con toallitas que llevaba en el bolsillo, hasta que el colorete, las arrugas y la pintura para las cejas desaparecieron, como comprobó en un pequeño espejo que llevaba. Tiró las toallitas en la cesta de la compra, y metió la piña en una bolsa verde de basura. Se fijó en un coche mal aparcado que había cerca, así que forzó la cerradura del maletero y arrojó allí la bolsa. A la policía nunca se le ocurriría registrar los maleteros de los coches aparcados y, de todas formas, lo más posible era que la grúa se llevara aquel coche antes de que su dueño volviera.

Salió de nuevo a la calle principal, y dirigió sus pasos hacia una de las bocas de metro del West Side.

¿Qué les ha parecido nuestra segunda actuación, Venerado Público?

A él le parecía que todo había ido bien, teniendo en cuenta que había resbalado en la maldita acera, lo que había dado al artista cierta ventaja y le había permitido echar el cerrojo a dos puertas.

Sin embargo, Malerick ya tenía a mano sus herramientas para forzar cerraduras cuando llegó a la puerta trasera del bloque de Calvert.

Había pasado años estudiando la técnica de abrir cerraduras. Era una de las primeras habilidades que le enseñó su mentor. Una persona que fuerza cerraduras emplea dos herramientas: una llave de gancho, que se inserta en la cerradura y se gira para ejercer presión sobre las clavijas de cierre que hay dentro, y el gancho propiamente dicho, que retira las clavijas para que el cierre quede abierto.

Retirar las clavijas una por una puede llevar mucho tiempo, así que Malerick había llegado a dominar una técnica muy difícil llamada «restregado» que permitía desplazar el gancho hacia adelante y hacia atrás con toda rapidez, lo que apartaba las clavijas. El restregado sólo funciona cuando la persona que lo está haciendo nota el punto exacto en que han de combinarse el par de torsión del cilindro y la presión de las clavijas. Con unas herramientas de sólo unos cuantos centímetros de largo, a Malerick no le llevó más de treinta segundos abrir las cerraduras de la puerta trasera y del apartamento de Calvert.

¿Les parece imposible, Venerado Público?

Pero eso es lo que hacen los ilusionistas, ¿saben?: hacer realidad lo imposible.

Un poco antes de llegar a la boca de metro se detuvo a comprar un ejemplar del New York Times, que hojeó mientras estudiaba a los viandantes. De nuevo, parecía que nadie le había seguido. Bajó corriendo las escaleras para coger el metro. Un artista precavido de verdad habría esperado un poco más para cerciorarse de que no le habían seguido. Pero Malerick no disponía de mucho tiempo. El próximo sería un número difícil -era un reto bastante importante que él mismo se había fijado-, y tenía que hacer algunos preparativos.

No se atrevía a correr el riesgo de defraudar a su público.

Capítulo 11

– Esto es un horror, Rhyme.

Amelia Sachs pronunció esas palabras ante el micrófono de diadema. Se hallaba de pie en la puerta de entrada al apartamento 1J, en el corazón de Alphabet City.

Esa misma mañana, Lon Sellitto había ordenado a todos los agentes de la Central encargados de transmitir avisos que le notificaran de inmediato cualquier información sobre homicidios en Nueva York. Cuando llegó un informe sobre aquel asesinato, llegaron a la conclusión de que era obra de El Prestidigitador: la forma misteriosa en que el asesino había conseguido entrar al apartamento del joven era una pista. Pero el factor decisivo fue que había destrozado el reloj de la víctima, como había hecho con el de la estudiante en su primer asesinato esa misma mañana.

Una de las diferencias entre ambos casos era la causa de la muerte. Y eso fue lo que provocó el comentario que Sachs le hizo a Rhyme. Mientras Sellitto daba órdenes a los detectives y los agentes de patrulla en el pasillo, Sachs estudió a la pobre víctima: un hombre joven llamado Anthony Calvert. Estaba tendido boca arriba en mitad de la mesa del comedor, brazos y piernas extendidos, y las manos y los pies atados a las patas de la mesa. Tenía el abdomen completamente cortado, hasta la columna.

Sachs estaba describiendo la herida a Rhyme.

– Bueno -dijo el criminalista sin demostrar emoción alguna-. Tiene lógica.

– ¿Lógica?

– Yo diría que sigue con el tema de la magia. Utilizó cuerdas en el primer asesinato. Y ahora parte a su víctima en dos.

Sachs le oyó decir en voz más alta, probablemente dirigiéndose a Kara:

– ¿Eso es un truco de magia, no? ¿Partir a alguien en dos mitades?

Se produjo un silencio, tras el cual volvió a dirigirse a Sachs:

– Dice que es un truco clásico de ilusionismo.

Rhyme tenía razón, pensó Amelia; ella se había quedado impresionada con la escena y no había relacionado los dos asesinatos.

Un truco de ilusionismo…

Aunque «mutilación macabra» sería una definición más adecuada.

«Procura que no te afecte», se dijo a sí misma. Un sargento se mantendría distanciado.

Pero, de pronto, reparó en algo que no se le había ocurrido.

– Rhyme, ¿tú crees…?

– ¿Qué?

– ¿Tú crees que estaba vivo cuando el asesino empezó a cortarle? Tiene las manos atadas a las patas de la mesa.

– ¿Te refieres a que tal vez nos haya dejado alguna señal, alguna pista sobre la identidad del asesino? Eso está bien…

– No -dijo ella con suavidad-. Me refiero al dolor.

– ¡Ah, a eso!

¡Ah, a eso!

– Los análisis de sangre nos lo dirán.

Entonces, Sachs advirtió un traumatismo producido por un objeto romo y grande en la sien de Calvert. Era una herida que no había sangrado mucho, lo que indicaba que el corazón se había parado poco después de que le rompieran el cráneo.

– No, Rhyme. Parece que el corte fue postmortem.

Oyó la voz lejana del criminalista, que se dirigía a su ayudante para decirle que lo escribiera en la pizarra con las pruebas. Dijo alguna otra cosa, pero Sachs no le estaba prestando atención alguna. La imagen de la víctima se había apoderado de ella con fuerza y no podía apartarla de su mente. Pero eso era precisamente lo que quería. Sí, podía olvidarse de la muerte -como tenían que hacer todos los policías de escenas del crimen-, y lo haría en unos momentos. Sin embargo, en su opinión, la muerte se merecía unos instantes de quietud. No por ningún motivo que tuviera que ver con la espiritualidad o con un respeto abstracto por los muertos. No, lo hizo para ella, para que su corazón resistiera el endurecimiento hasta hacerse como de piedra, un proceso al que tenía que someterse con demasiada frecuencia en su profesión.

Se dio cuenta de que Rhyme estaba diciéndole algo.

– ¿Qué? -le preguntó.

– Estaba pensando… ¿hay armas?

– No se ha encontrado ninguna. Pero yo no he empezado a registrar todavía.

Un sargento y un oficial de uniforme se unieron a Sellitto en la puerta.

– He estado hablando con los vecinos -dijo uno de ellos. Señaló con la cabeza el cadáver, se volvió y, con toda rapidez, volvió a girar la cabeza hacia la víctima. Sachs supuso que aún no había visto la carnicería de cerca.

– La víctima era un tipo amable y tranquilo. Le gustaba a todo el mundo. Era homosexual, pero no de la sección dura ni nada por el estilo. Llevaba ya un tiempo sin salir con nadie.

Sachs asintió y luego dijo ante su micro:

– No parece que conociera al asesino, Rhyme.

– Bueno, tampoco pensábamos que fuera probable, ¿no? -dijo el criminalista-. El Prestidigitador tiene otros planes, sean los que sean.

– ¿A qué se dedicaba? -les preguntó Sachs a los oficiales.

– Maquillador y estilista en uno de los teatros de Broadway. Encontramos su maletín en el callejón. Ya sabes: laca, maquillaje, brochas.

Sachs pensó si Calvert habría trabajado alguna vez para fotógrafos de moda, en cuyo caso, tal vez la había maquillado a ella cuando trabajó para la agencia de modelos Chantelle, en Madison Avenue. A diferencia de muchos fotógrafos y de los ejecutivos, los maquilladores trataban a las modelos como si fueran seres humanos. Un ejecutivo financiero podría hacer el siguiente comentario respecto a una modelo: «Bueno, pues vamos a pintarla y veremos cómo queda». A lo que el maquillador respondía: «Disculpe, pero no sabía que la chica fuera una valla».

Un detective asiático-americano de la Comisaría Novena, a la que correspondía esa zona de la ciudad, se acercó a la puerta mientras colgaba su teléfono móvil.

– ¿Qué os parece, eh? -preguntó jovialmente.

– Qué os parece -murmuró Sellitto-. ¿Tienes idea de cómo se escapó? La propia víctima llamó al 911. Los agentes que respondieron a la llamada debieron de tardar en llegar diez minutos.

– Seis -precisó el detective.

Uno de los sargentos dijo:

– Nos aproximamos en silencio y cubrimos todas las puertas y ventanas. Cuando entramos en la casa, el cuerpo estaba todavía caliente. Estoy hablando de un 98,6. Fuimos puerta por puerta, pero ni rastro del autor.

– ¿Algún testigo?

El sargento asintió.

– La única persona con la que nos encontramos en el portal fue a una señora mayor. Fue ella quien nos abrió la puerta. Cuando vuelva habláremos con ella. Tal vez le viera.

– ¿La señora se marchó?

– Sí.

Rhyme lo oyó, y dijo:

– ¿Sabes quién era, no?

– ¡Joder! -exclamó bruscamente Sachs.

– No -dijo el detective-. Pero no importa, hemos echado tarjetas por debajo de todas las puertas. Nos llamará.

– No, no nos llamará -dijo la oficial con un suspiro-. Era el asesino.

– ¿Ella? -preguntó el sargento elevando la voz. Soltó una carcajada.

– No era «ella» -le explicó Sachs-. Era una ancianita sólo en apariencia.

– ¡Un momento, oficial! -le interrumpió Sellitto-. No nos volvamos tan paranoicos. Ese tipo no puede hacer operaciones de cambio de sexo ni cosas por el estilo.

– Sí, sí que puede. Recuerda lo que nos dijo Kara. Era ella, teniente. ¿Qué te apuestas?

Oyó la voz de Rhyme en su oído:

– Yo no apuesto esta vez, Sachs.

– Pero esa mujer tenía como… setenta años o algo así -dijo el sargento a la defensiva-. Y llevaba una gran bolsa con verduras. Había una piña que…

– Mirad -dijo Sachs señalando a la encimera de la cocina, sobre la cual había dos hojas puntiagudas. Junto a ellas había una pequeña tarjeta con una gomita, cortesía de los establecimientos Dole, en la que figuraban algunas sabrosas recetas para hacer con piña fresca.

¡Joder! ¡Y lo habían tenido delante, a unos cuantos centímetros!

– Además -continuó Rhyme-, el arma asesina estaba probablemente en la cesta de la compra.

Sachs repitió estas palabras al cada vez más sombrío detective de la Novena.

– No le viste la cara, ¿verdad? -le preguntó al sargento.

– En realidad, no. Sólo la miré de refilón. Iba…, iba toda maquillada, toda llena de…, ¿cómo se llama eso? Mi abuela lo usaba…

– ¿Colorete? -le preguntó Sachs.

– Eso es. Y llevaba las cejas pintadas. Bueno, ahora la…, le encontraremos. No puede haber ido muy lejos.

– Se ha vuelto a cambiar de ropa, Sachs -dijo Rhyme-; es probable que haya tirado la que llevaba puesta en algún lugar de los alrededores.

Sachs le dijo al detective asiático:

– Ahora va vestido con otra ropa. Pero el sargento puede darte una descripción de las prendas. Deberías mandar a algunos agentes para que busquen en los contenedores y los callejones cercanos.

El detective frunció el ceño con frialdad y miró a Sachs de arriba abajo. Una mirada de advertencia que le lanzó Sellitto le recordó a la oficial que una parte importante del proceso de llegar a ser sargento era no actuar como tal hasta que uno lo fuera realmente. Acto seguido, él mismo autorizó la búsqueda, así que el detective recogió su transmisor y realizó la llamada.

Sachs se puso el mono de tyvek y recorrió la cuadrícula en el portal y el callejón (donde encontró la prueba más rara con la que jamás se había cruzado: un gato negro de juguete). A continuación hizo lo mismo en la horripilante escena del apartamento del joven, examinó el cadáver y recopiló las pruebas.

Se dirigía a su coche cuando Sellitto la detuvo.

– ¡Eh, oficial! Espera un momento. -Colgó el teléfono. A juzgar por el ceño fruncido que lucía, la conversación que acababa de mantener había debido de ser difícil-. Tengo que reunirme con el capitán y con el comisario para tratar el caso de El Prestidigitador. Pero necesito que hagas algo por mí. Vamos a añadir a alguien al equipo y quiero que le recojas.

– Vale. Pero, ¿por qué otra persona?

– Porque nos hemos encontrado con dos cadáveres en cuatro horas y no tenemos a ningún sospechoso, ¡me cago en la leche! -le soltó-. Y eso significa que los mandamases no están contentos, precisamente. He aquí tu primera lección sobre cómo ser una sargento: cuando los de arriba no están contentos, uno no está contento.


* * *

El Puente de los Suspiros.

Era la pasarela elevada que conectaba las dos gigantescas torres del Centro de Detención de Manhattan, situado en Centre Street, en el centro de Manhattan.

El Puente de los Suspiros: un camino que había sido recorrido por los más grandes mafiosos con sus cien sicarios; por jóvenes aterrorizados que lo único que habían hecho era sacudir con un bate de béisbol al gilipollas que había dejado embarazada a su hermana o a su prima; por majaderos con los nervios a flor de piel que habían matado a un turista por cuarenta y dos dólares, porque necesitaba el crack, lo necesitaba, tío, lo necesitaba…

Amelia Sachs iba cruzando el puente en ese momento de camino hacia el Centro, cuyo nombre oficial era Complejo Bernard B. Kerik, aunque de manera informal se le llamaba «Las Tumbas», denominación heredada de la antigua cárcel de la ciudad, que se hallaba al otro lado de la calle. Allí, en los dominios del poder policial de la ciudad, Sachs le dijo su nombre a un guardia, entregó su Glock (el arma extraoficial, una navaja automática, la había dejado en el Camaro) y entró en el seguro vestíbulo que había al otro lado de una ruidosa puerta eléctrica que se cerró con un crujido.

Unos minutos más tarde, el hombre a quien había venido a recoger salió de una sala de interrogatorio de detenidos que había cerca. Esbelto, de treinta y muchos años, con un pelo castaño que estaba empezando a ralear y una ligera sonrisa dibujada en su cara de buena gente. Llevaba americana, camisa azul de vestir y vaqueros.

– ¡Amelia, eh, oye! -chilló con acento sureño-. ¿Vas llevarme a casa de Lincoln?

– ¡Hola, Rol! Claro que sí.

El detective Roland Bell se desabrochó la chaqueta y Amelia le miró de reojo el cinturón. Al igual que ella, y en cumplimiento de las normas, no iba armado, aunque advirtió que llevaba dos fundas vacías a la altura del estómago. Recordó que en la época en que trabajaron juntos solían comparar historias de cómo «clavar los clavos» (expresión típica del sur que se usa para referirse al tiro), una afición para él y un deporte de competición para ella.

Se les unieron dos hombres que habían estado también en la sala de interrogatorios. Uno iba de traje; era un detective que ella ya conocía de antes: Luis Martínez, un hombre callado, con el pelo cortado al rape y unos ojos vivos y prudentes.

El segundo iba vestido con ropa de ejecutivo en fin de semana: pantalones de sport color caqui, una camisa negra de Izod y una cazadora descolorida. Se lo presentaron a Sachs como Charles Grady, aunque ella ya lo conocía de vista: era el fiscal adjunto del distrito, una celebridad entre las fuerzas del orden de Nueva York. Aquel hombre enjuto, de mediana edad y licenciado en Derecho por la Universidad de Harvard, había seguido en la oficina del fiscal del distrito mucho después de que la mayoría de sus colegas se hubieran trasladado a puestos más lucrativos. «Pitbull» y «tenaz» eran dos de los muchos clichés con los que solía referirse a él la prensa. Se le comparaba (comparación de la que él salía mejor parado) con Rudolph Giuliani, pero, a diferencia del antiguo alcalde, Grady no tenía ambiciones políticas. Estaba contento en la oficina del fiscal, dedicado a lo que para él era una pasión y que describía simplemente como «meter a tipos malos en la cárcel».

Y resultaba que lo hacía a las mil maravillas; su historial de condenas era uno de los mejores en los anales de la ciudad.

Bell estaba allí debido al caso que ocupaba a Grady en aquel momento. El Estado había interpuesto una acción judicial contra un agente de seguros de cuarenta y cinco años que vivía en una ciudad rural del norte del Estado de Nueva York. Sin embargo, más que por redactar pólizas de propiedad inmobiliaria, a Andrew Constable se le conocía por dirigir una milicia local, la Unión Patriótica. Se le acusó de conspiración de asesinato y delitos de xenofobia, y el caso fue trasladado a la sede central a raíz de una moción de cambio de jurisdicción.

Conforme se aproximaba la fecha del juicio, Grady empezó a recibir amenazas de muerte, y hacía unos días que le habían llamado de la oficina de Fred Dellray, un agente del FBI que solía trabajar con Rhyme y Sellitto. Dellray se hallaba en aquel momento en algún lugar desconocido, cumpliendo una misión clasificada relacionada con el antiterrorismo, pero sus compañeros sabían que parecía inminente un atentado grave contra la vida de Grady. El jueves por la noche o el viernes de madrugada habían entrado a robar en la oficina del fiscal adjunto. Fue entonces cuando se tomó la decisión de llamar a Roland Bell.

La misión oficial de aquel agente de voz suave oriundo de Carolina del Norte era trabajar en Homicidios y otros delitos graves junto a Sellitto. Pero también dirigía una división extraoficial de detectives del NYPD conocida por las siglas SWAT, que no tenían nada que ver con Cops, como pensaría cualquier seguidor de dicha serie; a algún agente guasón se le había ocurrido rebautizarlo como: «Equipo de Salvación del Culo de los Testigos» [10].

Bell tenía, como él mismo solía explicar, «una habilidad especial para mantener vivas a personas que otros deseaban que estuvieran muertas».

Como consecuencia, además de su trabajo habitual de investigación con Sellitto y Rhyme, Bell prolongaba su jornada laboral dirigiendo ese destacamento de protección.

Pero ahora, Grady tenía sus guardaespaldas, y los mandamases de la Central -los descontentos mandamases- habían decidido dar un mayor empuje a las acciones para atrapar al Prestidigitador. Se necesitaba más músculo en el equipo de Rhyme y Sellitto, y Bell era la elección lógica.

– Ya has visto a Andrew Constable -le dijo Grady a Bell indicándole con la cabeza el grasiento cristal de la ventana que daba a la sala de interrogatorios.

Sachs se acercó a la ventana y vio que el detenido era un hombre delgado, de aspecto bastante distinguido, que vestía un mono de color naranja. Estaba sentado ante una mesa, tenía la cabeza agachada y asentía lentamente con la cabeza.

– ¿Te esperabas que fuera así? -continuó Grady.

– Creo que no -contestó Bell con su acento sureño-. Yo pensaba que tendría un aspecto más pueblerino, que se parecería más uno de esos fanáticos de manual, ¿sabes a los que me refiero? Pero ese tipo tiene unos modales bastante notables. El meollo de la cuestión, Charles, es que él no se siente culpable.

– Desde luego que no. -Grady hizo una mueca-. Va a ser difícil condenarle. -Soltó una risa irónica-. Pero para eso me dan los buenos billetitos que gano. -Grady ganaba menos que un abogado recién incorporado a un bufete de Wall Street.

– ¿Se sabe algo más del robo en tu oficina? -preguntó Bell-. ¿Está preparado ya el informe preliminar? Necesito verlo.

– Están en ello. Nos encargaremos de que te envíen una copia.

– Y hay otro asunto del que tenemos que ocuparnos -siguió Bell-. Dejaré a mis chicos y chicas contigo y con tu familia, pero no tienes más que llamarme por teléfono para que me presente donde tú me digas.

– Gracias, detective. Mi hija te envía recuerdos. A ver si organizamos una reunión con ella y tus chicos. Y a ver si conocemos también a tu amiga…, ¿dónde me dijiste que vive?

– Lucy está en Carolina del Norte.

– ¿Es también policía, verdad?

– Sí. Es jefa interina del Departamento del Sheriff. En la gran metrópolis de Tanner's Corner [11].

Luis Martínez advirtió que Grady hacía ademán de dirigirse a la puerta y se acercó de inmediato al fiscal adjunto.

– ¿Puede esperarme aquí un momento, Charles? -El guardaespaldas abandonó la zona de seguridad y fue a recuperar su arma del guardia que la tenía en custodia y que vigilaba atentamente la pasarela y el puente.

Fue entonces cuando oyeron una suave voz a sus espaldas.

– ¡Hola, señorita!

Sachs detectó en esas palabras una cadencia especial, modulada a partir de una amplia experiencia en el sector servicios y en contacto con el público. Se volvió y vio a Andrew Constable, que estaba de pie junto a un enorme guardia. El detenido era bastante alto, y se mantenía en una postura totalmente erguida. Tenía el pelo salpicado de canas, ondulado y abundante. Junto a él estaba su abogado, bajito y gordo.

– ¿Forma parte del equipo que cuida del señor Grady?

– Andrew -le advirtió su abogado.

El detenido asintió, pero mantuvo una ceja levantada mientras miraba a Sachs.

– Yo no estoy en este caso -explicó ella, eximiéndose de todo compromiso.

– ¡Ah!, ¿no? Iba a contarle ahora precisamente lo que le acabo de contar al detective Bell. Con franqueza, no sé nada de esas amenazas al señor Grady. -Se volvió hacia Bell, quien le devolvió la mirada. El policía de Tarheel podía parecer tímido y reservado a veces, pero nunca se mostraba así cuando se enfrentaba a un sospechoso. En aquella ocasión, lanzó al acusado una mirada impasible como respuesta.

– Usted tiene que hacer su trabajo, yo lo entiendo. Pero créame, yo no le haría daño al señor Grady. Una de las cosas que ha hecho grande a este país es el juego limpio. -Una risa-. Yo le ganaré en el juicio. Y lo haré gracias a mi brillante amigo. -Señaló a su abogado. Luego miró con curiosidad a Bell-. Hay una cosa que me gustaría mencionar, detective. Me pregunto si le interesaría a usted saber lo que han estado haciendo mis Patriotas en Canton Falls.

– ¿A mí?

– Bueno, no me refiero a esa tontería de la conspiración, que no tiene ningún sentido. A lo que me refiero es a lo que realmente nos mueve.

– Vamos, Andrew, es mejor que mantengas la boca cerrada -le advirtió el abogado.

– Pero si sólo estamos conversando, Joe. -Lanzó otra mirada a Bell-. ¿Qué opina usted?

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó Bell con frialdad.

A pesar de la evidente alusión al racismo y las raíces sureñas del detective, éste no entró al trapo.

– Los derechos de los Estados, los trabajadores, el gobierno local frente al federal… Debería consultar nuestro sitio web, detective. -Se rió-. La gente cree que se va a encontrar con esvásticas y todo eso, pero con lo que se encuentra es con Thomas Jefferson y George Masón. -Al quedarse callado Bell, un espeso silencio llenó el pesado ambiente que les rodeaba. El detenido hizo un gesto negativo con la cabeza, se rió y luego pareció avergonzado-. ¡Señor, Señor!, disculpe… a veces no puedo controlarme y me pongo a lanzar discursos de la manera más ridícula. Sólo necesito que haya unas cuantas personas ante mí para…, en fin, que abuso de su hospitalidad.

– Vámonos -dijo el guardia.

– Vale -respondió el preso. Saludó con la cabeza a Sachs, luego a Bell. Avanzó por el pasillo arrastrando los pies, con el suave tintineo de las cadenas que llevaba en los tobillos.

Su abogado saludó con la cabeza al fiscal adjunto -dos adversarios que se respetaban mutuamente, aunque también recelaban el uno del otro- y abandonó la zona de seguridad.

Acto seguido salieron también Grady, Bell y Sachs, a los que se unió Martínez.

– No parece que sea un monstruo -dijo la oficial-. ¿De qué se le acusa exactamente?

– Un tipo de ATF [12] que trabaja de forma clandestina contra la posesión ilegal de armas en la zona norte del Estado descubrió el complot, y pensamos que Constable está detrás -dijo Grady-. Algunos de sus secuaces iban a atraer a agentes de policía hacia lugares remotos del condado, haciendo llamadas al 911. Si alguno de los que acudía era negro, pensaban secuestrarle, desnudarle y lincharle. ¡Ah!, también se habló de castración.

Sachs, que se había enfrentado a muchos crímenes terribles en los años que llevaba en el cuerpo, parpadeó horrorizada al oír tal información.

– ¿Lo dices en serio?

– Y eso sólo era el principio -asintió Grady-. Los linchamientos eran, al parecer, parte de un plan más amplio. Ellos esperaban que si mataban a bastantes policías y los medios de comunicación ofrecían imágenes de las ejecuciones, eso incitaría a los negros a sublevarse. Y eso sería una ocasión para que los blancos del condado tomaran represalias y los aniquilaran. Esperaban que los hispanos y los asiáticos se unieran a los negros, con lo cual la revolución blanca podría eliminarlos a ellos también.

– ¿Pero en qué siglo se creen que viven?

– Pufff…, si tú supieras lo que hay por ahí.

– Ahora está bajo tu protección -le dijo Bell a Luis-. No te alejes mucho.

– Descuide -respondió el detective. Grady y su delgado guardaespaldas abandonaron el vestíbulo de la sala de detenciones, y Sachs y Bell fueron a recoger sus armas del mostrador de control de entradas. Al volver a la parte del edificio del Tribunal de lo Penal correspondiente a los juzgados, mientras caminaban por el Puente de los Suspiros, Sachs le contó a Bell el caso de El Prestidigitador y sus víctimas.

Bell se estremeció al escuchar la horripilante muerte que tuvo Anthony Calvert.

– ¿Y el móvil?

– No lo sé.

– ¿Sigue alguna pauta?

Ídem de ídem.

– ¿Qué aspecto tiene el asesino?

– Eso también es un poco incierto.

– ¿Nada de nada?

– Creemos que es varón, blanco y de constitución mediana.

– Entonces, ¿nadie le ha visto?

– En realidad le ha visto mucha gente. La primera vez que le vieron, era un hombre de pelo moreno, con barba y en la cincuentena. La vez siguiente era un conserje calvo de unos sesenta años. La tercera era una mujer de más de setenta años.

Bell esperó a que ella se riera, puesto que eso confirmaría que era una broma. Pero al ver que la expresión de Sachs seguía siendo sombría, preguntó:

– ¿No me estás tomando el pelo?

– Me temo que no, Roland.

– Yo soy bueno con esto -dijo Bell meneando la cabeza y palpándose la pistola automática que llevaba en la cadera derecha-. Pero necesito un blanco.

«Ya tienes algo por lo que rezar», pensó Amelia Sachs.

Capítulo 12

Habían recibido las pruebas de la segunda escena del crimen, y Mel Cooper estaba organizando las bolsas y los frascos en unas mesas de examen que había en el salón de la casa de Rhyme.

Sellitto acababa de volver de una tensa reunión que se había celebrado en la Central sobre El Prestidigitador. El comisario y el alcalde querían detalles de los avances efectuados en un caso en el que los detalles eran escasos y los avances nulos.

A Rhyme le habían pasado el informe sobre los ilusionistas ucranianos del Cirque Fantastique, y no tenían antecedentes. Los dos oficiales de policía estacionados en la entrada de la carpa habían registrado también el circo e informaron de que no habían encontrado ninguna pista ni actividad sospechosa.

Un momento más tarde, Sachs entró resueltamente en la habitación, acompañada del equilibrado Roland Bell. Cuando a Sellitto le ordenaron que añadiera otro detective al equipo, Rhyme había propuesto a Bell al instante; le gustaba la idea de contar con un policía astuto, un tirador de primera que podría respaldar a Sachs sobre el terreno.

Saludos y presentaciones entre unos y otros. A Bell no le habían hablado de Kara, así que ésta contestó a su mirada inquisitiva con un:

– Yo soy como él -señaló con la cabeza en dirección a Rhyme-, una especie de asesora.

– Encantado de conocerte -dijo Bell, atónito al ver que Kara, distraídamente, hacía rodar tres monedas a la vez sobre sus nudillos.

Cuando Sachs se fue con Cooper a examinar las pruebas, Rhyme preguntó:

– ¿Quién era el joven? La víctima, quiero decir.

– Se llamaba Anthony Calvert. Treinta y dos años. Soltero. Bueno, sin compañero en su caso.

– ¿Hay alguna relación con la estudiante de música?

– No parece -contestó Sellitto-. Bedding y Saul lo han comprobado.

– ¿En qué trabajaba? -preguntó Cooper.

– Estilista maquillador en Broadway.

Y la primera había sido una intérprete y estudiante de música, reflexionó Rhyme. Una mujer heterosexual y un gay. Vivían y trabajaban en barrios distintos. ¿Qué vínculos había entre los crímenes?

– ¿Algo que os haga pensar en que obtiene algún tipo de placer? -preguntó Rhyme.

Sin embargo, puesto que el primer asesinato no tenía un carácter sexual, a Rhyme no le sorprendió que Sachs dijera:

– No. No, salvo que se lleve recuerdos a su casa y se los meta en la cama con él… Pero esto le pone. -Se aproximó a la pizarra y señaló las fotos digitales del cadáver.

Rhyme acercó la silla y estudió las horripilantes imágenes.

– ¡Enfermo hijo de puta! -fue la apática observación que les ofreció Sellitto.

– ¿Y qué arma usó? -preguntó Roland Bell.

– Parece que fue una sierra de través -dijo Cooper mientras examinaba unas imágenes ampliadas de las heridas.

Bell, que ya había visto bastantes matanzas cuando trabajaba de policía en Carolina del Norte y después en Nueva York, movió la cabeza negativamente:

– Bien, pues tenemos un hueso duro de roer.

Mientras Rhyme continuaba examinando las fotografías, advirtió de pronto un ruido raro, un sonido sibilante e irregular que procedía de algún lugar cercano. Se volvió y vio que Kara estaba detrás de él. El sonido lo producía su respiración frenética. La joven estaba delante de las fotos del cuerpo de Calvert y, mientras las miraba fijamente, como petrificada, se pasaba la mano de forma compulsiva por el pelo corto; los ojos espantados e inundados de lágrimas. Le temblaba la mandíbula. Se apartó de la pizarra.

– ¿Te encuentras…? -comenzó a decir Sachs.

Kara levantó una mano, cerró los ojos, respirando con dificultad.

Rhyme se dio cuenta en ese momento, al ver el dolor que reflejaba su rostro, que el caso se había acabado para ella. Había llegado al límite. La vida de Rhyme, su trabajo en escenas de crímenes, incluía aquel tipo de horrores; la de ella, no. Los riesgos y peligros de la profesión de Kara eran, desde luego, ilusorios, y hubiera sido demasiado pedir que un civil se enfrentara a cosas tan repugnantes como aquélla de forma voluntaria. Era una auténtica pena, porque necesitaban su ayuda desesperadamente. Pero al ver el horror pintado en su cara, supo que no podían someterla a más violencia de este tipo. Pensó que tal vez acabara por vomitar.

Sachs iba a acercarse a la joven, pero se detuvo al ver que Rhyme le hacía un gesto negativo con la cabeza. El mensaje era que ya sabía que iban a perder a la chica, y que tenían que dejar que se marchara.

Sólo que se había equivocado.

Kara tomó aire profundamente, como hace un nadador en el trampolín antes de tirarse al agua desde una gran altura, y volvió a acercarse a las imágenes, con una mirada resuelta. Sólo había estado armándose de valor para enfrentarse de nuevo a las fotografías. Las estudió con detenimiento, y finalmente dijo, asintiendo con la cabeza:

– P. T. Selbit -dijo, secándose sus ojos azules.

– ¿Es una persona? -dijo Sachs.

Kara asintió.

– El señor Balzac solía hacer algunos de sus números. Era un ilusionista del siglo pasado. Hacía ése que se llama «Mujer serrada en dos mitades». Y esto es lo mismo: atado, con los miembros extendidos. Y la sierra. La única diferencia es que escogió a un hombre como protagonista del número -parpadeó al escucharse decir algo tan inofensivo-; perdón, del asesinato.

Rhyme volvió a preguntar:

– ¿Y esto sólo lo conocen un número limitado de personas?

– No. Es un truco famoso, más aún que el de «El hombre evanescente». Cualquiera que tenga unas nociones mínimas de historia de la magia lo conoce.

Aunque se esperaba una respuesta tan descorazonada como aquélla, Rhyme dijo:

– De todas formas, anótalo en el perfil, Thom. -Acto seguido se dirigió a Sachs-. Bueno, pues cuéntanos qué pasó en casa de Calvert.

– Al parecer, la víctima salió del edificio por la puerta trasera, de camino al trabajo, como hacía siempre, según los vecinos. Pasó por un callejón y vio esto. -Señaló al gato negro de juguete que había metido en una bolsa de plástico-. Un gato de juguete.

Kara lo examinó.

– Es un autómata. Como un robot. Nosotros lo llamamos un «artificio».

– ¿Un…?

– Un artificio. Un accesorio que el público piensa que es real. Como un cuchillo falso con una hoja que desaparece al introducirse en la empuñadura o como una taza de café con doble pared. -Conectó un interruptor y, de repente, el gato empezó a moverse, a maullar de forma bastante real-. La víctima debió de ver al animal y lo pisó, o tal vez pensó que estaba herido. Así es cómo El Prestidigitador lo atrajo hacia el callejón sin salida.

– ¿Procedencia? -le preguntó Rhyme a Cooper.

– Sing-Lu, fabricado en Hong-Kong. He consultado la web, y el juguete puede comprarse en cientos de tiendas de todo el país.

Rhyme suspiró.

– Demasiado corriente para averiguar su procedencia. -Parecía ser el lema de aquel caso.

– Entonces -continuó Sachs-, Calvert se acercó al gato, se acuclilló para comprobar qué le pasaba. El asesino estaba escondido en alguna parte y…

– El espejo -le interrumpió Rhyme. Miró a Kara, que asentía con la cabeza.

– Los ilusionistas utilizan mucho los espejos. Atraes la atención hacia ellos, y puedes hacer desaparecer completamente algo o a alguien que esté detrás.

Rhyme se acordó de que el nombre de la tienda en la que trabajaba Kara era Smoke & Mirrors [13].

– Pero algo salió mal y la víctima consiguió escapar -continuó Sellitto-. Y ahora viene la parte más extraña: comprobamos la cinta grabada en el 911. Calvert entró en el edificio y en su apartamento, y entonces llamó al teléfono de emergencias. Les dijo que el agresor estaba fuera del edificio y que las puertas estaban cerradas. Y entonces la comunicación se interrumpió. El Prestidigitador consiguió entrar de alguna manera.

– Tal vez por la ventana. Sachs, ¿comprobaste la salida de incendios?

– No. La ventana estaba cerrada desde el interior.

– En cualquier caso, deberías haberlo comprobado -dijo Rhyme cortante.

– Pero no entró por ahí. No tuvo tiempo.

– Bueno, entonces debía de tener las llaves de la víctima -dijo el criminalista.

– No dejó huellas en las llaves -refutó Sachs-. Sólo encontramos las de la víctima.

– Pero debía de tenerlas -insistió Rhyme.

– No -intervino Kara-. Forzó la cerradura.

– Imposible -dijo Rhyme-. O tal vez él había entrado antes e hizo una copia de las llaves. Sachs, deberías volver y comprobar si…

– Forzó la cerradura -insistió la joven con firmeza-. Se lo garantizo.

Rhyme hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Tardó sesenta segundos en forzar dos puertas? No es posible hacerlo.

– Lo siento -suspiró Kara-, pero así es. En sesenta segundos forzó dos puertas, y es posible que incluso le llevara menos tiempo.

– Bueno, pongamos que no lo consiguió -dijo Rhyme desdeñando su propuesta-. Ahora…

– Supongamos que lo consiguió -le espetó la joven-. Mire, no podemos ignorarlo. Es algo que nos da información sobre él, algo importante: que las puertas cerradas ni siquiera reducen la velocidad a la que trabaja.

Rhyme miró a Sellitto, y éste dijo:

– Tengo que decir que cuando trabajé en Larceny trinqué a una docena de ladrones y ninguno de ellos podía abrir cerraduras a esa velocidad.

– El señor Balzac me hizo practicar esa técnica diez horas por semana -dijo Kara-. No llevo encima mi equipo, pero si lo tuviera, podría abrir la puerta principal de esta casa en treinta segundos, y el cerrojo en sesenta. Y yo no sé cómo se restriega una cerradura. Si El Prestidigitador sabe hacerlo, podría reducir ese tiempo a la mitad. Bueno, sé que a ustedes les gusta todo esto de las pruebas. Pero harían perder el tiempo a Amelia si la hacen ir allí en busca de algo que no va a estar.

– ¿Estás segura? -le preguntó Sellitto.

– Si no se fían de mi opinión, ¿por qué quieren que les ayude?

Sachs miró a Rhyme y éste aceptó la versión de Kara a regañadientes, expresando su asentimiento con un glacial movimiento de cabeza (aunque en su interior le alegraba ver que la joven había demostrado tener agallas; aquella intervención compensó enormemente La Mirada y La Sonrisa).

– Vale -le dijo a Thom-, pues anota en la pizarra que nuestro chico es también un maestro en forzar cerraduras.

Sachs continuó.

– No hay pistas de lo que usó El Prestidigitador para dejarle sin sentido. Hay un traumatismo producido por un objeto romo. Parece que fue una tubería, probablemente. Pero también se la llevó.

El informe del Departamento de Huellas ya había llegado. Ochenta y nueve huellas independientes tomadas de zonas de la escena del crimen próximas a la víctima y de lugares que era probable que El Prestidigitador hubiera tocado. Pero Rhyme advirtió de inmediato que algunas tenían un aspecto raro y, examinándolas más de cerca, pudo comprobar que procedían de las fundas de los dedos. No se molestó en inspeccionar las otras.

Volviendo a las pruebas que había recogido Sachs en la escena del crimen, descubrieron unas cantidades minúsculas del mismo aceite mineral que habían encontrado en la Escuela de Música aquella misma mañana, así como de látex, maquillaje y fibras de alginato.

Entró una llamada del detective Kuan, de la Comisaría Novena, quien informó de que tras buscar en los contenedores de basura de los alrededores del bloque donde vivía Calvert, no habían encontrado el atuendo que empleó el asesino para disfrazarse, ni las armas que utilizó. Rhyme le dio las gracias y le pidió que continuaran con ello. El detective dijo que sí, pero con tan poco entusiasmo que Rhyme se dio cuenta de que la búsqueda había finalizado.

– ¿Dijiste que rompió el reloj de Calvert? -le preguntó el criminalista a Sachs.

– Sí. A las doce del mediodía exactamente; pasados unos segundos.

– Y la otra víctima fue a las ocho. Sigue un horario, al parecer. Y es probable que tenga a otra persona preparada para las cuatro de la tarde.

Quedaban menos de tres horas.

– No ha habido suerte con el espejo -continuó Cooper-. No aparece el nombre del fabricante. Debía de estar en el marco, pero él lo raspó. Hay unas cuantas huellas de verdad, pero sobre ellas están las de los dedos falsos, así que supongo que pertenecen al dependiente que le vendió el espejo, o al fabricante. De todas formas, las mandaré al AFIS.

– Tengo unos zapatos -dijo Sachs levantando una bolsa que sacó de una caja de cartón.

– ¿Son suyos?

– Casi con seguridad. Son de la misma marca, Ecco, que los que encontramos en la Escuela de Música; y del mismo tamaño.

– Los dejó intencionadamente. ¿Por qué? -se preguntó Sellitto.

– Es probable -sugirió Rhyme- que pensara que ya sabemos que los que llevaba en el primer crimen eran unos Ecco, y temía que los agentes que respondieron a la llamada se dieran cuenta de que una anciana llevaba esos zapatos.

Al examinarlos, Mel Cooper dijo:

– Tenemos unos buenos restos en la hendidura que hay delante del talón y entre la suela y la parte de arriba. -Abrió una bolsa y raspó esos materiales-. El cuerno de la abundancia -bromeó distraído, y se inclinó sobre los restos de tierra.

No se podía afirmar que fuera una cornucopia, pero los residuos eran, desde el punto de vista forense, tan grandes como una montaña, y podían revelar muchísima información.

– Ponló en el microscopio, Mel -ordenó Rhyme-; veamos lo que hay.

El microscopio sigue siendo un aparato fundamental en un laboratorio forense y, aunque ha habido muchos avances a lo largo de los años, la teoría que rige el instrumento no difiere de la del humilde instrumento que inventó en el siglo XVI Antonie van Leeuvenhoek en los Países Bajos.

Además de un prehistórico microscopio electrónico que apenas utilizaba, Rhyme tenía otros dos aparatos en su laboratorio casero. Uno era un microscopio compuesto Leitz Orthoplan, un modelo antiguo pero en el que confiaba a ojos cerrados. Tenía tres oculares: dos para el operario y otro en el centro que era una cámara.

El segundo, el que estaba preparando en ese momento Cooper, era un microscopio estereoscópico, el mismo que había utilizado el técnico para examinar las fibras de la primera escena del crimen. Estos instrumentos tienen una capacidad de ampliación relativamente reducida y se emplean para analizar objetos tridimensionales, como insectos y material vegetal.

La imagen apareció en la pantalla del ordenador para que pudieran verla Rhyme y todos los demás.

Los estudiantes de primer año que se preparan para criminalistas invariablemente examinan las pruebas aplicando la máxima potencia que les ofrece el microscopio. Pero, en realidad, la ampliación más adecuada para pruebas forenses suele ser bastante baja. Cooper comenzó con cuatro aumentos, y luego subió a treinta.

– ¡Eh! Enfoca, enfoca -gritó Rhyme.

Cooper ajustó el grueso enfoque de alta precisión del objetivo de manera que la imagen del material podía verse con total claridad.

– Vale. Ahora, recorrámoslo -dijo Rhyme.

El técnico fue cambiando el punto de vista con giros imperceptibles de los controles. Conforme lo hacía, iban pasando por la pantalla cientos de formas, algunas negras, otras rojas o verdes, otras traslúcidas. Rhyme se sintió, como le pasaba siempre que miraba por el ocular de un microscopio, un voyeur que espiaba un mundo sobre el que no tenemos conciencia al que estaban sometiendo a examen.

Y un mundo que también podía desvelar muchas cosas.

– Pelo -dijo Rhyme estudiando una larga hebra-, de animal. -Lo sabía por el número de escamas.

– ¿De qué tipo? -preguntó Sachs.

– Un perro, diría yo -sugirió Cooper, y Rhyme se mostró de acuerdo. El técnico conectó el ordenador a Internet y, un momento más tarde, las imágenes estaban pasando por una base de datos del NYPD sobre pelo animal-. Hay dos razas; no, tres. Parece que se trata de una raza con pelaje de longitud mediana. Pastor alemán o Malinois. Y hay pelos de dos razas con pelaje más largo. Perro pastor inglés y briard.

Cooper detuvo la imagen de la pantalla. Lo que se veía en ella era una masa de granos de color marrón, palitos planos y tubos.

– ¿Qué son esas cosas largas? -preguntó Sellitto.

– ¿Fibras? -sugirió Sachs.

Rhyme las miró.

– Hierba seca, yo diría, o algún tipo de vegetación. Pero no reconozco ese otro material. Pásalo por el cromatógrafo, Mel.

El cromatógrafo-espectrómetro no tardó en escupir sus datos. Apareció una tabla en el monitor en la que se veían los resultados del análisis: pigmentos de bilis, estercobilina, urobilina, indol, nitratos, escatol, mercaptanos, sulfuro de hidrógeno.

– ¡Vaya!

– ¿Vaya? -preguntó Sellitto-. ¿Y qué quieres decir con «¡Vaya!»?

– «Mando. Microscopio uno» -ordenó Rhyme. La imagen volvió a aparecer en la pantalla del ordenador, y él le contestó al detective-. Pues está claro: sustancia bacteriana muerta, fibra y paja a medio digerir. En otras palabras: mierda. ¡Oh! Disculpadme por mi falta de delicadeza -dijo Rhyme con sarcasmo-. Es caca de perro. Nuestro asesino pisó donde no debía.

Resultaba esperanzador: los pelos y la sustancia fecal eran pruebas muy buenas y, si encontraban restos similares en un sospechoso, en un lugar en concreto o en un coche, cobraría bastante fuerza la presunción de que el sujeto en cuestión era El Prestidigitador o había estado en contacto con él.

Llegó el informe del AFIS sobre las huellas que había en los fragmentos de espejo encontrados en el callejón. Era negativo lo cual no sorprendió a nadie.

– ¿Qué más tenemos de la escena? -preguntó Rhyme.

– Nada más -dijo Sachs-. Eso es todo.

Rhyme estaba estudiando los cuadros con las pruebas cuando sonó el timbre de la puerta. Thom fue a abrir y, momentos después, volvió acompañado de un oficial uniformado. Como sucedía con muchos agentes jóvenes cuando entraban por primera vez en el estudio del legendario Lincoln Rhyme, el recién llegado se quedó tímidamente en el umbral.

– Busco al detective Bell. Me han dicho que está aquí.

– Soy yo -dijo Bell.

– Traigo el informe de la escena del crimen, el del robo en la oficina de Charles Grady.

– Gracias, hijo. -El detective cogió el sobre e hizo un gesto de despedida con la cabeza al joven, quien, intimidado, dirigió una breve mirada a Lincoln Rhyme, se dio la vuelta y se fue.

Bell leyó el contenido del documento y se encogió de hombros.

– Yo no soy experto en esto. Oye, Lincoln, ¿te importaría echarle un vistazo?

– Claro, Roland -dijo Rhyme-. Quítale las grapas y móntalo en el atril giratorio que hay ahí. Thom lo hará. ¿De qué va la historia? ¿Es el caso de Andrew Constable?

– Ese mismo. -Le contó a Rhyme el robo en la oficina de Charles Grady. Cuando el ayudante terminó de montar el informe, Rhyme se colocó en posición. Leyó atentamente la primera página. Luego, dijo: «Mando. Pasar página», y siguió leyendo.

El ladrón había entrado de una forma sencilla: rompiendo una esquina del cristal de la puerta que daba al pasillo, y abriendo ésta desde el interior (la puerta que había entre la oficina exterior de la secretaria y el despacho del fiscal adjunto tenía cerradura doble y era de madera gruesa; el ladrón no había podido con ella).

Los investigadores de la escena habían encontrado, según advirtió Rhyme, algo interesante: sobre la mesa de la secretaria y en torno a la mesa había diversas fibras. En el informe sólo se indicaba el color -en su mayoría blancas, algunas negras y una sola roja-, pero nada más. También habían encontrado dos motas diminutas de lámina metálica dorada.

El equipo de investigadores descubrió que el robo se había producido después de que el servicio de limpieza pasara por la oficina, de manera que las fibras encontradas no pertenecían ni a la secretaria de Grady ni a ninguna otra persona con autorización para entrar allí durante el día. Lo más probable era que pertenecieran al intruso.

Rhyme llegó a la última página.

– ¿Eso es todo?

– Supongo que sí -respondió Bell.

El criminalista gruñó, y luego dijo: «Mando. Teléfono. Llamar Peretti coma Vincent».

Rhyme había contratado a Peretti como policía de Escena del Crimen hacía algunos años, y éste demostró tener talento forense. Sin embargo, destacó sobre todo en el mucho más sutil arte de la política del departamento policial, que a Peretti, al contrario que a Rhyme, le gustaba mucho más que el trabajo en sí de investigación de las escenas. Había llegado a jefe de la División de Investigación y Recursos (IRD) del NYPD, que supervisaba la unidad de Escena del Crimen.

Cuando finalmente le pasaron la llamada a Rhyme, el hombre le preguntó:

– Lincoln, ¿qué tal estás?

– Bien, Vince. Yo…

– ¿Estás en este caso de El Prestidigitador, no? ¿Cómo va?

– Va. Escucha te llamo por otro asunto. Está aquí conmigo Roland Bell. Tengo el informe del robo en la oficina de Grady…

– ¡Ah!, ¿te refieres al asunto ese de Andrew Constable?, ¿al de las amenazas que ha recibido Grady? Bueno, ¿en qué puedo ayudarte?

– Estoy echándole un vistazo al informe ahora mismo, aunque sólo tiene carácter preliminar. Necesito más datos. Los de Escena del Crimen han encontrado algunas fibras. Necesito saber la composición exacta de cada una de ellas, la longitud, el diámetro, la temperatura del color, los tintes utilizados y en qué medida se ha producido desgaste.

– Espera, voy por un bolígrafo. -Se ausentó del teléfono unos segundos-. Continúa.

– Necesito también impresiones electrostáticas de todas las huellas de pisadas y fotografías de las marcas que dejaron en el suelo. Y quiero saber todo lo que había en el escritorio de la secretaria, el armario y las estanterías. Y cualquier cosa que hubiera en cualquier superficie, en un cajón, en la pared. Y el lugar exacto que ocupaba.

– ¿Todo lo que tocara el intruso? Vale, supongo. Nos pondr…

– No, Vince. Todo lo que había en la oficina. Todo. Clips, fotografías de los niños de la secretaria, moho en el cajón superior; no me importa si él lo tocó o no.

Algo enfurruñado ahora, Peretti dijo:

– Me aseguraré de que alguien se encargue de hacerlo.

Rhyme no comprendía por qué no lo hacía el mismo Peretti, que es lo que él hubiera hecho aun siendo jefe de la División de Recursos e Investigación, para garantizar que el trabajo se hacía de inmediato.

Pero en su posición de asesor, la influencia era limitada.

– Cuanto antes, mejor. Gracias, Vince.

– De nada -dijo Peretti con frialdad.

Colgaron. Rhyme le dijo a Bell:

– No puedo hacer mucho más, Roland, hasta que consigamos los datos.

Echó una mirada al informe del robo. Unas cuantas fibras y un grupo paramilitar de provincias…

Misterios… Pero, por el momento, no había más remedio que lo fueran para otros. Rhyme ya tenía sus propios enigmas que descifrar y no disponía de mucho tiempo: las notas que había en la pizarra sobre los relojes rotos le recordaron que contaban con menos de tres horas para detener al Prestidigitador antes de que se encontrara con su siguiente víctima.


EL PRESTIDIGITADOR

Escena del crimen en Escuela de Música

§ Descripción del criminal: Pelo castaño, barba postiza, sin rasgos distintivos especiales, complexión mediana, altura media, edad aproximada 50 años. Dedos anular y meñique de mano izquierda unidos. Cambió de atuendo rápidamente para hacerse pasar por conserje viejo y calvo.

§ Sin móvil aparente.

§ Victima: Svetlana Rasnikov.

s Estudiante de música a tiempo completo.

s Contactando con familiares, amigos, alumnos y compañeros de trabajo para encontrar posibles pistas.

~ No tiene novio ni se le conocen enemigos. Actúa en fiestas de cumpleaños infantiles.

§ Placa de circuitos con un altavoz conectado.

s Enviado al laboratorio del FBI, NY.

~ Grabadora digital, probablemente contiene la voz del criminal. Destruidos todos los datos.

~ La grabadora de voz es un gimmick (accesorio especial). Fabricación casera.

§ Utilizó esposas de hierro antiguas para sujetar a la víctima.

s Las esposas son Darby. Scotland Yard. Se están comprobando en el Museo Houdini de Nueva Orleans, en busca de pistas.

§ Reloj de víctima destrozado. Marca las 8.00 horas exactamente.

§ Cuerdas de algodón sujetando sillas. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar su procedencia.

§ Petardo para crear efecto de disparo de arma. Destruido.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Mecha. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Las oficiales que respondieron a la emergencia informaron de que hubo un destello de luz. No se ha recuperado ningún resto de material.

s Se trataba de algodón o papel flash.

~ Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Zapatos del criminal: marca Ecco, talla 43.

§ Fibras de seda, teñidas de gris con un acabado mate.

s Procedentes del atuendo de conserje, al que se cambió rápidamente.

§ Autor del crimen lleva probablemente peluca color castaño.

§ Nogal rojo y liquen Parmelia compersa, ambos se encuentran sobre todo en Central Park.

§ Polvo impregnado con aceite mineral poco común. Enviado al FBI para analizar.

§ Seda negra, de unos 180 x 120 cm. Utilizada como camuflaje. No se puede averiguar procedencia.

s Los ilusionistas la utilizan con frecuencia.

§ Lleva fundas en los dedos para no dejar huellas.

s Dedos falsos propios de mago.

§ Restos de látex, aceite de ricino, maquillaje.

s Maquillaje teatral.

§ Restos de alginato.

s Utilizado en postizos moldeados en látex.

§ Arma del asesino: cuerda tejida en seda blanca con un núcleo de seda negra.

s La cuerda se usa en trucos de magia. Cambia de color. No se puede averiguar procedencia.

§ Nudo no corriente.

s Enviado a FBI y a Museo Marítimo (sin información).

s Nudos de los números de Houdini, prácticamente imposibles de desatar.

§ Utilizó tinta indeleble para firmar registro de entrada.

Escena del crimen en el East Village

§ Segunda victima: Tony Calvert.

§ Maquillador, compañía teatral.

§ No se le conocen enemigos.

§ Sin conexión aparente con la primera víctima.

§ Sin móvil aparente.

§ Causa de la muerte: Traumatismo craneal por objeto romo, seguido de descuartizamiento post mortem con sierra de través.

§ El asesino se escapó disfrazado de mujer de 70 años. Registro de alrededores para encontrar el disfraz y otras pruebas.

s No se ha recuperado nada hasta el momento.

§ Reloj roto a las 12.00 h. exactamente.

s ¿Sigue alguna pauta? La próxima victima probablemente a las 16.00 h.

§ El asesino se escondió detrás de un espejo. No se puede averiguar procedencia. Huellas enviadas a FBI.

s No se han encontrado coincidencias.

§ Utilizó un gato de juguete («artificio») para atraer a la victima hacia el callejón. No se puede averiguar procedencia del juguete.

§ Encontrado aceite mineral, el mismo que en la primera escena. A la espera de informe FBI.

§ Encontrados látex y maquillaje de fundas de dedos.

§ Encontrado alginato.

§ Dejó en la escena los zapatos Ecco.

§ Encontrados pelos de perro en zapatos, de tres razas diferentes. También excrementos.

Perfil como ilusionista

§ El criminal utilizará la técnica de la desorientación (desvío de la atención) contra las víctimas y para librarse de la policía.

s Desorientación física (para distraer).

s Desorientación psicológica (para borrar sospechas).

§ La huida de la Escuela de Música es parecida a un truco llamado «El hombre evanescente». Demasiado corriente para averiguar procedencia.

§ El criminal es principalmente un ilusionista.

§ Tiene talento para la prestidigitación.

§ Conoce también la magia proteica (transformismo). Utiliza ropa hecha de piezas independientes, de nylon y seda; gorro que parece una calva; fundas para los dedos y otros elementos de látex. Puede ser de cualquier edad, género o raza.

§ La muerte de Calvert = número de Selbit «Mujer serrada en dos mitades».

§ Experto en forzar cerraduras (es posible que en la técnica del «restregado»).

Capítulo 13

En 1900, el número de caballos que había en Manhattan superaba los 100.000 y, como el espacio era un bien preciado incluso en aquellos años, las cuadras de muchos de esos animales estaban dispuestas en torres, al menos así se debieron de considerar las caballerizas de dos o tres plantas que había entonces.

Aún hoy se conserva una de esas caballerizas, en la famosa Academia de Equitación de Hammerstead, en el Upper West Side. La academia, construida en 1885, conserva todavía su estructura original, con cientos de esas cuadras elevadas, y en ella se imparten clases privadas de equitación y se ofrecen espectáculos ecuestres. Una cuadra tan grande y con tanto ajetreo como ésta parece una reliquia en una ciudad como Manhattan y en pleno siglo XXI, pero hay que tener en cuenta que, a sólo unas manzanas, están los más de nueve kilómetros de caminos de herradura bien cuidados de Central Park.

La academia alberga a noventa caballos, algunos de los cuales son propiedad de particulares, y otros de alquiler. Una adolescente pelirroja que trabajaba como moza de cuadra montaba en ese momento un caballo, por la rampa de salida de su cuadra, para entregárselo a una amazona que la estaba esperando.

Cheryl Marston sentía todos los sábados la misma emoción en ese momento del día, cuando veía al alto y juguetón ejemplar de grupa moteada, característica de los appaloosas [14].

– ¡Hola, Don Juanito! -le gritó. Era el nombre cariñoso que le había puesto al caballo, que en realidad se llamaba Don Juan di Middleburg. Un auténtico donjuán, como solía decir Marston. Era una broma, pero no dejaba de tener su motivo: con un jinete encima, el animal se asustaba, relinchaba y no obedecía órdenes. Pero con Marston se mostraba siempre dócil.

– Hasta dentro de una hora -le dijo a la moza de cuadra mientras se subía a Don Juanito y asía con fuerza las riendas flexibles y suaves, sintiendo los poderosos músculos del animal debajo de ella.

Unas palmaditas en el costado, y se pusieron en camino. Salieron a la calle Ochenta y seis y se dirigieron lentamente hacia el Este, hacia Central Park. El ruido que producían las herraduras al chocar contra el asfalto atraía la atención de todos los que se cruzaban en su camino, que se quedaban contemplando tanto al precioso animal como a la amazona que lo montaba: seria, de cara delgada y vestida con pantalones de montar, chaqueta roja y sombrerete de terciopelo negro, del que asomaba un larga trenza rubia.

Mientras atravesaban Central Park, Marston miró hacia el sur y vio a lo lejos el edificio de oficinas del Midtown donde ella pasaba cincuenta horas a la semana ejerciendo como abogada corporativa. Había miles de pensamientos que podrían haberla abrumado entonces sobre cuestiones del trabajo, proyectos «para antesdeayer», como los llamaba uno de sus compañeros con una frecuencia irritante. Pero ninguno de esos pensamientos la importunaba en aquel instante. Nada podía molestarla. Cuando iba sentada ahí, en una de las creaciones divinas más espléndidas, era invulnerable a todo: sentía la calidez del sol y el viento le daba en la cara y le llevaba el aroma a tierra mojada, mientras Don Juanito trotaba por el oscuro sendero del parque, bordeado de los primeros junquillos, forsitias y lilas.

El primer día hermoso de aquella primavera.

Durante la primera media hora se dedicó a dar vueltas, lentamente, alrededor del estanque, embelesada por ese vínculo único entre dos animales diferentes y complementarios a la vez, cada uno poderoso y elegante a su manera. Disfrutó unos momentos de un medio galope, que redujo a trote al aproximarse a las curvas más pronunciadas que tenía el camino en la solitaria zona norte del parque, cerca de Harlem.

Una paz absoluta.

Hasta que pasó lo peor.

No estaba segura de cómo ocurrió exactamente. Había reducido la marcha para pasar por un paso estrecho entre dos grupos de matorrales, cuando llegó volando una paloma y se chocó directamente contra la cara de Don Juanito. El animal empezó a relinchar y fue derrapando hasta pararse en seco tan de repente que casi tiró a Marston. Acto seguido se encabritó y casi la hizo resbalar por la grupa hacia atrás.

La mujer lo agarró por las crines y se sujetó al borde delantero de la montura para no caer desde esa distancia, casi dos metros y medio, sobre el suelo pedregoso.

– ¡Soooo, Don Juanito! -le gritó, intentando darle unas palmaditas en el cuello-. ¡Ya está, chico! ¡Uf!

Aun así, el animal seguía empinado sobre las patas traseras, enloquecido. ¿Le habría hecho alguna herida en los ojos la paloma? En realidad, su preocupación por el caballo se mezclaba con su propio miedo. Del camino, a uno y otro lado de donde ellos se encontraban, sobresalían unas rocas muy afiladas. Si Don Juanito seguía encabritado podría perder el equilibrio a consecuencia de lo irregular del terreno, y acabar en el suelo, seguramente con ella debajo. Casi todas las heridas graves sufridas por sus compañeros no se habían producido por caídas del caballo, sino por quedar atrapados entre el animal y el suelo.

– ¡Don Juanito! -gritó sin aliento. Pero él volvió a encabritarse y mantuvo esa postura, bailando aterrorizado sobre las patas traseras y acercándose cada vez más a las rocas.

– ¡Dios mío! -dijo Marston, jadeando-. ¡No, no…!

Se dio cuenta en ese momento de que no se haría con él. Las pezuñas golpeaban contra las piedras, y sentía sus enormes músculos estremecidos de miedo al ver que iba perdiendo el equilibrio. El caballo relinchó con todas sus fuerzas.

Sabía que se rompería la pierna por una docena de sitios. Y quizá también el pecho.

Casi masticaba el miedo. Sentía también el miedo del caballo.

– ¡Ay, Don Juanito!…

Entonces, no se sabe cómo, salió de los matorrales un hombre vestido con un chándal. No dejaba de mirar al caballo, con unos ojos como platos. Dio un salto hacia adelante y cogió el bocado y la brida.

– ¡No, no se acerque! -gritó Marston-. ¡Está desbocado! ¡Podría darle un golpe en la cabeza! ¡Apártese de…!

Pero… ¿qué estaba pasando?

El hombre no la miraba a ella, sino directamente a los ojos marrones del animal. Le decía cosas que ella no podía oír. De forma milagrosa, el appaloosa se fue calmando. Dejó de encabritarse y volvió a posar las cuatro patas en el suelo. Estaba inquieto y todavía temblaba, como el corazón de Marston, pero parecía que lo peor había pasado. El hombre tiró de la cabeza del caballo hasta colocarla cerca de la suya y le dijo unas cuantas palabras más.

Por fin, se apartó del animal, le echó un último vistazo de aprobación y se volvió hacia ella.

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí. -Marston tomó una profunda bocanada de aire, con la mano en el pecho-. Yo…, todo ha sido tan rápido…

– ¿Qué ha pasado?

– Un pájaro le asustó. Llegó volando y se chocó contra su cara. Puede que le haya hecho alguna herida en los ojos.

El hombre los examinó detenidamente.

– A mí me parece que están bien. Tal vez quiera que lo examine un veterinario, pero yo no veo ningún corte.

– ¿Qué es lo que le hizo usted? -preguntó la joven-. ¿Es usted…?

– ¿Un hombre que susurra a los caballos? -contestó, riendo y apartando la mirada de los ojos de Marston con timidez. Parecía sentirse más cómodo mirando al caballo-. ¡Qué más quisiera yo! Pero monto mucho a caballo. Supongo que tengo el poder de calmarlos.

– Pensé que el caballo se caía.

El hombre le sonrió, indeciso.

– Me gustaría poder decirle algo que la calmara a usted.

– Lo que sirve para mi caballo sirve para mí. No sé cómo agradecérselo.

Se acercaba otro jinete, y el hombre de barba condujo a Don Juanito a un lado para dejar pasar al zaino.

El desconocido examinaba de cerca al caballo.

– ¿Como se llama?

Don Juan.

– ¿Lo alquila en Hammerstead, o es suyo?

– De Hammerstead, pero yo lo considero mío. Lo monto todas las semanas.

– Yo también alquilo a veces. ¡Qué hermosura de animal!

Tranquila ya, Marston estudió al hombre con más detenimiento. Era guapo, de poco más de cincuenta años. Llevaba la barba recortada y tenía las cejas pobladas de manera que se unían por encima del puente de la nariz. En el cuello, y también en el pecho, se podían ver lo que parecían cicatrices, y tenía la mano izquierda deforme. Aunque a ella no le importaba nada de eso, teniendo en cuenta su rasgo principal: le gustaban los caballos. Cheryl Marston, divorciada durante los últimos cuatro de sus treinta y ocho años, advirtió que ambos se estaban estudiando con detenimiento.

El hombre se rió débilmente y desvió la mirada.

– Iba a…, yo… -empezó, pero acabó por callarse y llenó el silencio con unas palmaditas en las paletillas tensas de Don Juanito.

– ¿Qué iba a decir? -dijo Marston, arqueando una ceja y animándole a que lo hiciera.

– Bueno, pues… que como se va a ir usted cabalgando hacia poniente, tal vez no vuelva a verla… -La timidez le hacía atragantarse, pero al final logró decidirse-. Me preguntaba si no sería un atrevimiento pedirle que tomáramos un café.

– No es atrevimiento en absoluto -respondió ella, complacida de la franqueza con que le había hecho la propuesta. Aunque para que él fuera conociéndola añadió-: Pero voy a completar la hora de alquiler; me quedan veinte minutos… Tengo que subirme otra vez al caballo, por así decirlo. ¿Le viene mal?

– Veinte minutos es perfecto. Nos vemos en las cuadras.

– Vale -dijo Cheryl-. ¡Ah!, se me olvidaba preguntarle: ¿monta al estilo inglés o continental?

– Sobre todo a pelo. Yo fui profesional.

– ¿De verdad? ¿Dónde?

– Pues no sé si va a creerme -dijo con timidez-, pero montaba en el circo.

Capítulo 14

Un débil sonido, como el de una campanilla, que se escuchó en el ordenador de Cooper avisaba de que se había recibido un correo electrónico.

– Es una nota de nuestros amigos de la Novena y de Pensilvania. -Procedió a descifrar el mensaje del laboratorio del FBI y, pasados unos instantes, anunció-: Son los resultados del aceite. Es un producto que se comercializa con la marca Tack-Pure y que se emplea para monturas, riendas, bolsas de cuero para el forraje y otros productos relacionados con la equitación.

Caballos…

Rhyme hizo girar su silla de ruedas hasta quedarse frente a la pizarra con las pruebas.

– No, no, no…

– ¿Qué pasa? -preguntó Sachs.

– El excremento de los zapatos de El Prestidigitador.

– ¿Qué pasa con eso?

– Que no es de perro; ¡es de caballo! Mira las partículas vegetales. ¿Dónde demonios tenía yo la cabeza? Los perros son carnívoros, no comen hierba ni heno… Está bien, pensemos. La tierra, el estiércol y el resto de las pruebas sitúan al criminal en Central Park. Y los pelos…, ¿conoces esa zona que se llama «La loma de los perros»? Está también en el parque.

– Está justo cruzando la calle -señaló Sellitto-. Allí es donde todo el mundo lleva a pasear a su perrito.

– Kara -dijo con energía-, ¿hay caballos en el Cirque Fantastique?

– No. No tienen números con animales.

– Bueno, pues eso elimina el circo… ¿Qué otra cosa puede estar tramando? La loma de los perros está cerca del camino de herradura que hay en el parque, ¿no? Es una probabilidad remota, pero tal vez monta a caballo o ha estado buscando a alguien que monte. Puede que su objetivo sea uno de ellos; tal vez no su próximo objetivo, pero asumamos que sí, ya que es la única línea de investigación en la que tenemos algo, ¡maldita sea!

– Hay unas cuadras por aquí cerca, ¿no? -preguntó Sellitto.

– Sí, yo las he visto -dijo Sachs-. Creo que están entre las calles Ochenta y Noventa.

– Entérate -dijo Rhyme-. Y manda a alguien allí.

Sachs miró el reloj: eran las 13.35.

– Vale; tenemos tiempo aún. Quedan dos horas y media hasta la próxima víctima.

– Bien -dijo Sellitto-. Enviaré equipos de vigilancia al parque y a las cercanías de las cuadras. Si están allí hacia las dos y media, tendremos aún mucho tiempo para dar con él.

Rhyme advirtió que Kara fruncía el ceño.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

– ¿Sabe una cosa? Yo no estoy tan segura de que dispongan de tanto tiempo.

– ¿Por qué?

– Se acuerda de lo que les dije sobre la desorientación, ¿no?

– Sí, lo recuerdo.

– Bueno, pues también la hay de carácter «temporal», que consiste en engañar al público y hacerle creer que algo va a pasar en un momento determinado, cuando en realidad sucede en otro. Por ejemplo, un ilusionista repite una acción cada cierto tiempo. El público, de forma subconsciente, llega a pensar que, haga lo que haga el artista, tiene que pasar sólo en esos momentos. Pero lo que hace el mago entonces es acortar los intervalos de tiempo entre una y otra acción. El público no presta atención y no se fija en absoluto en lo que hace. Es posible detectar un truco de desorientación temporal, ya que el ilusionista permite siempre que el público sepa cuánto dura el intervalo.

– ¿Por ejemplo, rompiendo los relojes? -preguntó Sachs.

– Exacto.

– Entonces, ¿tú crees que no tenemos hasta las cuatro?

– Puede que sí -dijo Kara tras encogerse de hombros-. Tal vez ha planeado matar a tres personas dejando pasar cuatro horas entre una y otra, y luego matará a la cuarta cuando haya transcurrido sólo una hora. No lo sé.

– No sabemos nada -dijo Rhyme con decisión-. ¿Qué piensas tú, Kara? ¿Tú qué harías?

La joven soltó una risa que reflejaba su inquietud, ya que lo que le estaban pidiendo era que se pusiera en el lugar de un asesino. Tras unos momentos de profunda reflexión, dijo:

– Él sabe que han encontrado ya los relojes. Y sabe que son ustedes inteligentes. Ya no necesita insistir en ese punto. Si yo fuera él, mataría a la siguiente víctima antes de las cuatro. Intentaría hacerlo ya.

– Pues no digas más -dijo Rhyme-. Olvidémonos de la vigilancia y de los de paisano. Lon, llama a Haumann y que envíen unidades de emergencia al parque. Muchas.

– Pero eso puede ahuyentarle, Linc…, si está disfrazado y vigilando por su parte…

– Creo que tenemos que arriesgarnos. Informa a las unidades de emergencia de que a quien buscamos es a… ¿a quién demonios estamos buscando? Dales una descripción general; apáñatelas lo mejor que puedas.

Asesino de cincuenta años, conserje de sesenta años, ancianita de setenta años con un cesto de la compra…

Cooper levantó la vista del ordenador y dijo:

– Ya tengo la cuadra. Academia de Equitación de Hammerstead.

Bell, Sellitto y Sachs se pusieron en marcha al instante.

– Yo también quiero ir -pidió Kara.

– No -dijo Rhyme.

– Puede que haya algo de lo que yo me dé cuenta, algún truco o algún cambio de ropa que realice alguien en una multitud. Yo podría advertirlo -insistió. Y añadió, señalando esta vez a los otros policías-: tal vez ellos no.

– No. Es demasiado peligroso. No debe haber civiles en una operación táctica. Ésas son las normas.

– A mí las normas no me importan -replicó la joven, inclinándose desafiante sobre él-. Yo puedo ayudarles.

– Kara…

Pero la joven le hizo callar dirigiendo primero la mirada hacia las fotografías de las escenas del crimen de Tony Calvert y Svetlana Rasnikov, y después, con una expresión fría en los ojos, de nuevo hacia Lincoln Rhyme. Con un gesto tan simple, le recordó que había sido él quien le había pedido que se quedara, quien la había introducido en ese mundo y quien había convertido a una joven inocente en alguien que podía ver tales horrores sin pestañear.

– De acuerdo -dijo Rhyme. Y añadió, señalando con la cabeza a Sachs-: Pero no te separes de ella.


* * *

Ella actuaba con cautela, observó Malerick, como correspondía a una mujer a quien había abordado un hombre en Manhattan. Aunque se tratara de un desconocido tímido, amable y capaz de calmar a los caballos encabritados.

Aun así, Cheryl Marston se iba tranquilizando poco a poco y empezaba a disfrutar de las historias que él le contaba sobre los tiempos en que montaba a pelo en el circo, historias bastante adornadas para mantenerla entretenida y hacer que bajara la guardia.

Una vez que la moza de cuadra y el veterinario de guardia en Hammerstead hubieron examinado a Don Juanito y declarado que su estado de salud era bueno, Malerick y su próxima artista involuntaria se fueron paseando desde las caballerizas hacia un restaurante, justo en el extremo de Riverside Drive.

La mujer conversaba amablemente con John (el personaje que había escogido para esta cita) y le contaba su vida en la ciudad, su amor por los caballos desde pequeña, los que había tenido o montado, su ilusión por comprarse una casita de verano en Middleburg, en Virginia. Él le respondía de vez en cuando con alguna que otra observación que ponía de manifiesto sus conocimientos equinos (que había sacado de los comentarios que hacía ella, de lo que sabía del circo y del mundo de la magia). Los animales habían sido siempre una parte importante de la profesión: se les hipnotizaba, se les hacía desaparecer, se les convertía en ejemplares de otras especies… Hubo un ilusionista hacia 1800 que inventó un número muy popular en el que un pollo quedaba convertido en pato en cuestión de segundos (el método no podía ser más sencillo: el pato aparecía en escena disfrazado de pollo). Y, en otros tiempos menos políticamente correctos, era muy corriente matar y resucitar animales, aunque rara vez se les hacía daño en realidad; después de todo, un ilusionista sería bastante inepto si tuviera que matar de verdad a un animal para hacer creer que está muerto. Además, saldría caro.

Para la actuación que había empezado en Central Park tendiendo una trampa a Cheryl Marston, Malerick se había inspirado en el repertorio de Howard Thurston, un célebre ilusionista de principios del siglo XX, especializado en números con animales. El truco que hizo Malerick, sin embargo, no habría contado con la aprobación de su creador; el famoso mago trataba a los animales en la función como si fueran ayudantes humanos, casi como si fueran miembros de su familia. Malerick había mostrado menos humanidad. Había cazado una paloma con sus propias manos, la había colocado boca arriba, acariciándole lentamente el cuello y los costados hasta que quedó hipnotizada, una técnica que los magos llevaban años utilizado para hacer creer que el pájaro estaba muerto. Cuando vio aparecer a Cheryl Marston subida al caballo, lanzó con fuerza la paloma hacia la cara del animal. El encabritamiento de Don Juanito a causa del dolor y el susto, sin embargo, no tuvieron nada que ver con la paloma, sino con un generador de ultrasonidos ajustado a una frecuencia que hería profundamente el oído del caballo. Al salir de los matorrales para «rescatar» a Cheryl, Malerick desconectó el generador, de manera que cuando se hizo con la brida ya había dado tiempo de que el caballo se calmara.

Y ahora, poco a poco, la amazona iba abandonando su cautela conforme se daba cuenta de lo mucho que tenían en común.

O parecían tener.

Tal ilusión se debía al empleo que hacía Malerick del mentalismo, una habilidad en la que no destacaba especialmente, pero demostraba cierta competencia. El mentalismo no tiene nada que ver con averiguar telepáticamente los pensamientos de una persona, ni mucho menos. Es una mezcla de técnicas mecánicas y psicológicas a partir de las cuales se deducen ciertos hechos. Y Malerick estaba haciendo en ese momento lo que hacían los mejores mentalistas: leer el cuerpo; así se denominaba, en oposición a leer la mente. Estaba advirtiendo unos cambios muy sutiles en las poses, las expresiones faciales y los gestos que Cheryl le ofrecía en respuesta a sus comentarios. Algunos delataban que se estaba apartando de los pensamientos de ella; otros, que estaba dando en el clavo.

Mencionó, por ejemplo, que tenía un amigo que acababa de divorciarse, y este comentario le permitió deducir que ella también lo había hecho recientemente y que había sido la víctima. Entonces, haciendo muecas de dolor, le dijo que él también estaba divorciado, que su mujer tuvo una aventura amorosa y le abandonó. Le dejó destrozado, pero ahora estaba recuperándose.

– Yo renuncié a un barco -dijo ella con acritud-, sólo para perder de vista a ese hijo de puta. Un velero de más de siete metros.

Malerick empleó también la llamada «sentencia Barnum» para hacerle creer que tenían más cosas en común de las que en realidad tenían. El ejemplo típico de tal aseveración sería la de un mentalista que tras evaluar el tema de conversación, dijera con gravedad: «Me parece que suele ser usted extrovertida, aunque a veces se muestra bastante tímida».

Tras la aparente perspicacia de la frase, no deja de ser una afirmación que, sin duda, podría aplicarse a cualquier ser que haya sobre la Tierra.

Ni el supuesto John ni Cheryl tenían hijos. Ambos tenían gatos, padres divorciados y pasión por el tenis. ¡Cuántas coincidencias! Hechos el uno para el otro…

Casi había llegado la hora, pensó Malerick. Pero no había ninguna prisa. Aunque la policía tuviera algunas pistas de lo que estaba tramando, pensarían que hasta las cuatro no iba a matar a nadie; y acababan de dar las dos.

Es posible que piensen ustedes, Venerado Público, que el mundo de la ilusión nunca se cruza con el mundo real, pero eso es sólo una verdad a medias.

Estoy pensando en John Mulholland, el famoso mago y editor de la revista de magia La esfinge. En los años cincuenta anunció de repente que se retiraba anticipadamente de la magia y del periodismo.

Nadie se explicaba el motivo. Pero, entonces, comenzaron los rumores: rumores de que se había puesto al servicio de la inteligencia de Estados Unidos afín de enseñar a los espías a utilizar técnicas de magia para administrar drogas de manera tan sutil que ni el comunista más paranoico sabría que le estaban dando gato por liebre.

¿Qué ven en mis manos, Venerado Público? Fíjense bien en mis dedos. Nada, ¿no? Parece que están vacíos. Aun así, como habrán adivinado, no lo están…

Y en ese momento, valiéndose de una de las técnicas más refinadas para drogar a alguien sin que éste lo advierta, Malerick cogió su cucharilla con la mano izquierda y dio con ella unos golpecitos sobre el mantel, distraídamente. Cheryl se fijó en ello. Fue cuestión de una fracción de segundo, pero le dio a Malerick el tiempo suficiente para, con la otra mano, que alargó simultáneamente para coger el azucarero, volcar una diminuta cápsula de polvos insípidos en el café de la mujer.

John Mulholland se habría sentido orgulloso.

Transcurridos unos momentos, Malerick comprobó que la droga estaba haciendo efecto; Cheryl tenía la mirada ligeramente perdida y se tambaleaba en su asiento. Aun así, la mujer no era consciente de que algo fuera mal. Eso era lo bueno del flunitracepam, el principio activo del famoso fármaco Rohypnol, empleado por los agresores sexuales que actúan con personas de su entorno: la víctima no se da cuenta de que la han drogado.

Al menos hasta la mañana siguiente. Y, en el caso de Cheryl Marston, eso no supondría ningún problema.

Malerick la miró y sonrió.

– ¡Oye! ¿Quieres ver algo divertido?

– ¿Divertido? -contestó amodorrada. Parpadeó y le mostró una amplia sonrisa.

Él pagó la cuenta y le dijo:

– Acabo de comprar un barco.

– ¿Un barco? -dijo ella, riendo entusiasmada-. ¡Un barco! Me encantan los barcos. ¿De qué tipo es?

– Un velero. De once metros. Mi mujer y yo teníamos uno -añadió con tristeza Malerick-. Le tocó a ella en el reparto de bienes.

– ¡John, no puede ser! Me estás tomando el pelo… -dijo ella, riendo aturdida-. ¡Mi marido y yo teníamos uno! Él se lo quedó tras el divorcio.

– ¿De verdad? -Soltó una carcajada y se puso en pie-. Vayamos dando un paseo hasta el río. Desde ahí se puede ver.

– Me encantará. -Se levantó vacilante y le agarró del brazo.

Él la condujo hasta la puerta. Parecía que la dosis era la apropiada. Se mostraba sumisa, pero no se desmayaría hasta que llegaran a los matorrales que había junto al Hudson.

Se encaminaron hacia Riverside Park.

– Estabas hablando de los barcos -dijo ella como borracha.

– Cierto.

– Mi marido y yo teníamos uno -continuó.

– Ya lo sé -dijo Malerick-. Me lo acabas de decir.

– ¡Ah! ¿Sí? -rió Cheryl.

– Espera un momento. Tengo que coger una cosa.

Se detuvo delante de su coche, un Mazda robado, sacó del asiento trasero una pesada bolsa de deporte y volvió a cerrarlo. En el interior de la bolsa se oyó un fuerte sonido metálico. Cheryl lo miró, empezó a decir algo pero pareció que se le había olvidado de repente.

– Vamos por aquí.

Malerick la condujo al final de la calle y allí atravesaron un puente peatonal que cruzaba el paseo. Luego bajaron a una zona desierta y cubierta de maleza que había a la orilla del río.

Hizo que Cheryl le soltara el brazo y la agarró con firmeza, pasando el brazo por la espalda hasta que llegó a palparle el pecho con los dedos, mientras ella dejaba caer la cabeza sobre él.

– ¡Mira! -dijo ella, tambaleante, señalando al Hudson, donde había docenas de veleros y yates de motor balanceándose en el fulgor de las aguas azul oscuro.

– Mi barco está ahí abajo -dijo Malerick.

– Me gustan los barcos.

– A mí también -dijo él con suavidad.

– ¿De verdad? -preguntó ella, riendo, y añadió en un susurro-: ¿sabes una cosa?, ella y su ex marido tenían uno, pero él se lo llevó tras el divorcio.

Capítulo 15

La academia de equitación parecía sacada directamente de la antigua Nueva York.

Asaltada por un penetrante olor a establo, Amelia Sachs se asomó por un arco al interior de la vieja cuadra de madera donde estaban los caballos y, sobre ellos, los jinetes y amazonas, con ese aspecto señorial que les daban los pantalones color tostado, las chaquetas negras o rojas y los cascos de terciopelo.

Había media docena de agentes uniformados de la cercana comisaría Veinte, de pie, repartidos entre el vestíbulo y el exterior. Había más oficiales en el parque, a las órdenes de Lon Sellitto, desplegados por el camino de herradura, en busca de la escurridiza presa.

Sachs y Bell se dirigieron a la oficina, donde el detective enseñó su placa dorada a la mujer que había detrás del mostrador. Ésta miró por encima del hombro del detective hacia el resto de los policías que había fuera y preguntó con inquietud:

– ¿Sí? ¿Hay algún problema?

– Señora, ¿utilizan aquí Tack-Pure para las monturas y el cuero?

La mujer miró a una ayudante que estaba cerca, y ésta asintió.

– Sí, señor. Lo usamos. Lo usamos mucho.

– Hemos encontrado restos de ese producto -continuó Bell-, así como de excrementos de caballo, en la escena de un homicidio ocurrido hoy mismo. Creemos que el sospechoso puede trabajar aquí o andar detrás de alguno de sus empleados o clientes.

– ¡No! ¿Quién?

– Eso no lo sabemos con seguridad, lamento decírselo. Y tampoco sabemos qué aspecto tiene el sospechoso. La única certeza que tenemos es que se trata de un hombre de complexión mediana, unos cincuenta años y blanco. Puede que lleve barba y que tenga el pelo castaño, pero no estamos seguros. Puede que tenga los dedos de la mano izquierda deformes. Lo que necesitamos es que hable usted con sus empleados, y también con los clientes habituales, si hubiera alguno por aquí cerca, y compruebe si alguien ha visto a un hombre que responda a esa descripción. O a un desconocido con aspecto amenazador.

– Desde luego -dijo la mujer con tono vacilante-. Haré todo lo que pueda. No se preocupe.

Bell escogió a algunos de los oficiales de patrulla y desapareció por una vieja puerta que conducía al picadero, lleno de serrín que desprendía un fuerte olor acre.

– Vamos a empezar a registrar -le gritó a Sachs mientras se alejaba.

La agente hizo un gesto de asentimiento y miró por la ventana, vigilando a Kara, que se había quedado sola en el coche de Sellitto, un vehículo sin distintivo aparcado en la acera junto al Camaro amarillo intenso de Sachs. A la joven no le había hecho mucha gracia que la dejaran encerrada, pero Amelia había insistido en que se quedara allí, sin correr ningún peligro.

Los trucos de Robert-Houdin eran mejores que los de los marabutos, aunque creo que casi le matan.

No te preocupes. Ya me ocuparé yo de que a ti no te pase eso.

Sachs consultó el reloj: las dos de la tarde. Llamó por radio a la Central y desde allí le pusieron en comunicación con el teléfono de Rhyme. No tardó en escucharse la voz del criminalista al otro lado de la línea.

– Sachs, los equipos de Lon no han encontrado nada en Central Park. ¿Has tenido más suerte tú?

– La directora está interrogando al personal y a los clientes que hay en la academia. Roland y su equipo están registrando las cuadras.

Sachs vio en ese momento a la directora, que se dirigía a un grupo de empleados. En sus rostros se reflejaba toda una gama de ceños fruncidos y miradas de preocupación. Una muchacha, una pelirroja de cara redonda, se llevó de repente la mano a la boca, horrorizada. Empezó a asentir con la cabeza.

– Espera un momento, Rhyme. Tal vez haya algo.

La directora hizo un gesto a Sachs para que se acercara, y la chica dijo:

– No sé si será… como…, si será importante, pero… puede que haya una cosa…

– ¿Cómo te llamas?

– ¿Tracey? -La chica contestaba como si fuera ella quien estuviera preguntando-. Soy moza de cuadra.

– Continúa.

– Vale. Pues, lo que pasa es que hay una amazona, una que viene todos los sábados, Cheryl Marston…

Sachs escuchó a Rhyme gritar:

– ¿A la misma hora? Pregúntale si va todas las semanas a la misma hora.

Sachs le comunicó la pregunta.

– Sí, sí, a la misma -dijo la muchacha-. Es como…, ¿no sabe?…, como un reloj. Lleva años viniendo aquí.

El criminalista apuntó:

– Las personas con hábitos regulares son los objetivos más fáciles. Dile que siga.

– ¿Y qué pasa con ella, Tracey?

– Hoy…, eehh…, pues que ha vuelto de montar a caballo, hace cosa de media hora. Y eso, que me ha pasado a Don Juan, que es como su caballo favorito, y me ha pedido que yo y el veterinario le hiciéramos una revisión porque de repente había llegado un pájaro volando que se había chocado contra la cara del animal y le había asustado. Así que nos ponemos a examinarle, y ella me cuenta lo de ese tipo que había aparecido y que había conseguido que Juanito se calmara. Le decimos que el caballo está bien, pero ella sigue con lo del tipo ese, dale que te pego, y que qué interesante es y lo emocionada que está ella porque va a ir a tomar café con él, y que puede que sea un verdadero hombre que susurra a los caballos. Yo le he visto abajo, mientras la estaba esperando. Y lo que pasa es que…, bueno, estooo…, ¿qué le pasa en la mano? Porque me ha dado la impresión de que la escondía, ¿no sabe? Me ha parecido que sólo tenía tres dedos.

– ¡Es él! -dijo Sachs-. ¿Sabes dónde iban?

La chica señaló hacia el oeste, en la dirección opuesta al parque.

– Creo que por ahí. No me ha dicho dónde exactamente.

– Que te dé una descripción -gritó Rhyme.

La muchacha explicó que el hombre tenía barba y unas cejas raras: «Como si hubieran crecido y fueran una sola».

Para hacer que cambie la cara, lo más importante son las cejas. Si se cambian las cejas, la cara es diferente en un sesenta o setenta por ciento.

– ¿Cómo va vestido?

– Con cazadora. Los zapatos y el pantalón, de deporte.

– ¿De qué color?

– La cazadora y los pantalones son oscuros, azules o negros. La camisa no se la he visto.

Bell y sus agentes volvieron en ese momento.

– Ni rastro -dijo entre dientes.

– Aquí tenemos una pista que seguir -le contó lo de la amazona y el hombre con barba, y luego preguntó a la moza:

– ¿Y estás completamente segura de que ella no conocía a ese tipo?

– Imposible. La señora Marston y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, y me había dicho que hacía siglos que no quedaba con nadie. No se fía de los hombres. Su ex la engañaba y después, con el divorcio, se llevó el barco de vela. Todavía le dura el cabreo…


* * *

Los mejores ilusionistas, queridos amigos, recurren a una práctica que consiste en la minuciosa planificación y medida del ritmo de sus movimientos, para hacer la actuación lo más intensa posible.

Para nuestro tercer número de hoy hemos visto, en primer lugar, nuestra ilusión animal, protagonizada por el maravilloso Don Juanito en Central Park. Luego redujimos el ritmo con algunos trucos de prestidigitación clásicos, combinados con un toque de mentalismo.

Y ahora volvemos al escapismo.

Vamos a ver el que tal vez sea el más famoso número de escapismo de Harry Houdini. Lo inventó él, y consistía en que se le ataba, se le colgaba por los talones y se le sumergía en un estrecho tanque lleno de agua. Contaba sólo con unos minutos para intentar doblar el cuerpo, de cintura para arriba, desatarse los tobillos y abrir la cerradura de la tapadera con la que estaba cerrado el tanque; si no le daba tiempo a hacerlo, se ahogaba.

El tanque estaba, por supuesto, «preparado». Los barrotes, que en apariencia servían para evitar que los cristales estallaran, eran en realidad asideros que le permitían incorporarse y llegar a los tobillos. Los cierres de éstos y de la tapadera del tanque tenían pestillos ocultos que los soltaban de inmediato.

Huelga decir que en nuestra representación de la popular hazaña del famoso escapista no hemos incluido tales detalles. Nuestra artista sólo contará con sus propios medios. Y yo, por mi parte, he añadido unas cuantas variantes. Todo pensando en ustedes, desde luego, en su entretenimiento.

Y ahora, por gentileza del señor Houdini, «La celda de tortura acuática».

Sin barba, vestido con chinos, y camiseta y camisa blancas, Malerick empezó a rodear a Cheryl Marston con unas cadenas bien prietas. Primero los tobillos y después el pecho y los brazos.

Se detuvo un momento y miró a su alrededor, pero comprobó que los espesos matorrales les seguían ocultando a la vista de la carretera y del río.

Se encontraban junto al Hudson, al lado de una charca de agua estancada que debió de ser en otros tiempos una pequeña vía de entrada para botes. Los vertidos y residuos arrojados allí la habían sellado hacía ya tiempo, creando aquel fétido estanque de unos tres metros de diámetro. En uno de los lados había un embarcadero podrido, en mitad del cual se elevaba una grúa oxidada, empleada para sacar los botes del agua. Malerick lanzó un cabo sobre la grúa, agarró uno de los extremos y empezó a atarlo a las cadenas con que había sujetado los pies de Cheryl.

Los escapistas adoran las cadenas. Tienen un aspecto impresionante, además de dar un maravilloso toque sádico, e imponen más que la seda o las cuerdas. Y son pesadas: justo lo que se necesita para mantener bajo el agua a un artista que esté atado.

– No…, no, nooooo -susurró la mujer, completamente aturdida.

Malerick le acarició el pelo mientras comprobaba las cadenas. Sencillas y apretadas. Houdini escribió: «Por extraño que parezca, he descubierto que cuanto más espectaculares le parecen al público las ataduras, más fácil es escapar de ellas».

Y estaba en lo cierto, según sabía Malerick por experiencia. Aunque resulta impresionante contemplar a un ilusionista cubierto por montones de cadenas enormes y gruesas cuerdas, de las que tiene que liberarse, esa fachada oculta en realidad una tarea fácil. Es mucho más difícil liberarse de unas ataduras más simples y en menor número. Como las que estaba utilizando, por ejemplo.

– Nooooo… -volvió a susurrar Cheryl aturdida-. Me duele. Por favor… ¿Qué estás…?

Malerick le tapó la boca con cinta adhesiva. Después, tras respirar hondo, afianzó bien su posición, agarró el cabo con fuerza y tiró de él hacia abajo, lo que hizo que los pies de la lloriqueante abogada fueran elevándose poco a poco, arrastrando el cuerpo hacia las desagradables aguas.


* * *

En una hermosa tarde primaveral como aquélla, con la gran plaza central del West Side College, situado entre las calles Setenta y nueve y Ochenta, en pleno bullicio por la feria de artesanía que se estaba celebrando, sería prácticamente imposible encontrar al asesino y a su víctima entre el gentío.

En una hermosa tarde primaveral como ésa, los restaurantes y cafés cercanos estaban abarrotados de clientes y, en ese mismo momento, El Prestidigitador podría hallarse en cualquiera de ellos proponiéndole a Cheryl Marston dar una vuelta en coche o que fueran al apartamento de ella.

En una hermosa tarde primaveral como aquélla, los cincuenta callejones que había entre los bloques de la zona ofrecían, con sus sombras y su aislamiento, un lugar perfecto para el crimen.

Sachs, Bell y Kara recorrían las calles de arriba abajo, buscando en la feria de artesanía, los restaurantes y los callejones. Y en cualquier otro lugar en el que se les ocurriera que podían dar con algo.

No encontraron nada.

Hasta que, pasados unos minutos desesperantes, se tomaron un descanso.

Los dos policías y Kara entraron en el Café Ely, cerca de Riverside Drive, sin dejar de escudriñar entre la multitud. Sachs agarró el brazo de Bell y le hizo un gesto con la cabeza indicando en dirección a la caja registradora, junto a la cual había un casco de terciopelo negro de montar a caballo y una fusta de cuero manchada.

Sachs se dirigió corriendo al gerente del establecimiento, un oriental de tez morena, y le dijo:

– ¿Eso se lo ha dejado una mujer?

– Sí. Hará cosa de diez minutos. La sen…

– ¿Iba acompañada de un hombre?

– Sí.

– ¿Con barba y chándal?

– Ésos son. Ella se dejó el gorro y ese látigo en el suelo, debajo de la mesa.

– ¿Sabe dónde han ido? -preguntó Bell.

– Pero, ¿qué pasa? ¿Es que…?

– ¿Dónde? -insistió Sachs.

– Bueno, pues… le oí decir a él que le iba a enseñar su barco; pero espero que se la llevara a casa.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sachs.

– Que la mujer… parecía enferma. Supongo que por eso se dejó sus cosas.

– ¿Enferma?

– Apenas se tenía en pie, ¿sabe lo que digo? Parecía que estaba borracha, aunque lo único que bebieron fue café. Y ella estaba bien cuando entraron aquí.

– La ha drogado -le dijo Sachs a Bell entre dientes.

– ¿Drogado? -preguntó el gerente-. ¡Oiga!, ¿qué pasa aquí?

– ¿En qué mesa estuvieron? -preguntó Sachs.

El gerente señaló una mesa donde había sentadas en ese momento cuatro mujeres, que comían y hablaban con gran alboroto.

– Disculpen -les dijo Sachs mientras examinaba rápidamente el sitio. No vio ninguna pista clara sobre la mesa ni debajo de ésta.

– Tenemos que buscar a la mujer -le dijo a Bell.

– Si ha dicho que un barco, dirijámonos al oeste, al Hudson.

Sachs señaló con la cabeza el sitio donde se habían sentado El Prestidigitador y Cheryl:

– Eso es la escena de un crimen: no barra ni friegue ni limpie nada. Y siente a esas señoras en otra mesa -gritó, señalando a las cuatro mujeres, que tenían los ojos como platos y se habían quedado en silencio por un momento.

Corrió hacia la puerta y se perdió en la deslumbrante luz del sol.

Capítulo 16

Vio a su marido llorando.

Lágrimas de pesar porque «el matrimonio» se había acabado.

El matrimonio se había acabado.

Como se acaba el papel higiénico.

O se lava el coche.

¡Era nuestro maldito matrimonio, no era una cosa!

Pero Roy no sentía lo mismo. Roy quería a una analista del mercado de valores en lugar de a ella, y punto.

Otro golpe nauseabundo de agua caliente y pegajosa que se le metía por la nariz.

Aire, aire, aire… ¡Déjame respirar!

En ese momento Cheryl Marston vio a sus padres en unas Navidades ya muy lejanas, enseñándole con nerviosa timidez la bicicleta que le había traído Papá Noel del Polo Norte. «Mira, cielo, Papá Noel te ha traído incluso un casco rosa para que protejas esa linda cabecita…»

– Ahhhhh…

Tosiendo y atragantándose, sujeta por las apretadas cadenas, Cheryl salió de las aguas opacas de la grasienta charca, cabeza abajo, girando perezosamente, sujeta de un cabo amarrado a una grúa metálica que sobresalía del agua.

Sentía un dolor punzante en el cráneo por la sangre que iba acumulándose en su cabeza.

«¡Basta, basta, basta!», gritó en silencio. ¿Qué estaba pasando? Recordó a Don Juanito encabritado; a la persona que le calmó, un hombre agradable; el café en un restaurante griego; la conversación, algo sobre barcos; luego, el mundo que se convertía en un torbellino mareante, y la risa tonta.

Después, las cadenas. Y el horror del agua.

Y ahora, aquel hombre que la estudiaba con una expresión de agradable curiosidad en la cara mientras ella se moría.

¿Quién es? ¿Por qué me está haciendo esto? ¿Por qué?

Por efecto de la inercia comenzó a girar lentamente, por lo que él ya no podía ver sus ojos suplicantes, ante los que se iba haciendo visible el perfil brumoso de Nueva Jersey, a varios kilómetros al otro lado del Hudson.

Poco a poco fue girando en sentido contrario hasta que lo que tuvo enfrente fueron las zarzas y los lilos.

Y a él.

El hombre, a su vez, bajó la mirada hacia ella, asintió y, acto seguido, aflojó el cabo, haciendo que se sumergiera de nuevo en la asquerosa charca.

Cheryl se doblaba por la cintura con todas sus fuerzas en un intento desesperado de no llegar a tocar la superficie del agua, como si ésta estuviera hirviendo. Pero su propio peso y el de las cadenas tiraban de ella hacia abajo y la sumergían por debajo de la superficie. Conteniendo la respiración, sintió un estremecimiento violento y sacudió la cabeza, luchando en vano por liberarse del inquebrantable metal.

Y allí estaba otra vez el marido de Cheryl, delante de ella, dando explicaciones, explicaciones, explicaciones de por qué el divorcio era lo mejor que le podía haber pasado a ella. Roy levantó la vista, se limpió sus lágrimas de cocodrilo y le dijo que era por su bien. Ella sería más feliz así. Mira, aquí tenía algo para ella. Roy abrió una puerta y allí estaba la reluciente bicicleta Schwinn, con sus banderines en el manillar y las ruedecitas traseras para que aprendiera a montar. Y un casco; un casco rosa para proteger su cabecita.

Cheryl se dio por vencida. Tú ganas, tú ganas. Llévate el maldito barco y vete con tu maldita novia. Pero deja que me marche en paz, déjame en paz. Aspiró por la nariz para dejar que la muerte tranquilizadora entrara en sus pulmones.


* * *

– ¡Allí! -gritó Amelia Sachs.

Se le unió Bell, y juntos atravesaron corriendo el sendero peatonal y se dirigieron a la zona de espesos matorrales y árboles que había a la orilla del río Hudson. De pie sobre el podrido embarcadero, que al parecer había sido un muelle hacía años, antes de que se taponara el acceso al río, había un hombre. Era una zona cubierta de maleza, llena de basura y apestosa por el agua estancada.

El hombre, que vestía chinos y camisa blanca, estaba sujetando un cabo enganchado a una grúa oxidada. El otro extremo del cabo se perdía debajo de la superficie del agua.

– ¡Eh! -gritó Bell-. ¡Oiga!

El hombre tenía el pelo castaño, sí, pero su atuendo era diferente. Tampoco tenía barba. Y no era cejijunto. Desde donde estaba, Sachs no veía si tenía los dedos de la mano izquierda unidos.

Aun así, ¿eso qué significaba?

El Prestidigitador podía ser un hombre o podía ser una mujer.

El Prestidigitador podía ser invisible.

Conforme se acercaban corriendo, el hombre levantó la vista, aparentemente tranquilizado por su presencia.

– ¡Aquí! -gritó-. ¡Ayúdenme, aquí! ¡Hay una mujer en el agua!

Bell y Sachs dejaron a Kara junto al paso elevado y corrieron por los matorrales que rodeaban la insalubre charca.

– No te fíes de él -le dijo Sachs, casi sin aliento, mientras corrían.

– Estoy contigo, Amelia.

El hombre tiró con más fuerza: primero salieron los pies; después, las piernas, con unos pantalones de sport, seguidas del tronco y la cabeza de una mujer. Estaba cubierta de cadenas.

¡Pobrecilla!, pensó Sachs. Por favor, que esté viva.

No tardaron mucho en llegar. Bell iba llamando por el transmisor para pedir refuerzos y una ambulancia. En el lado este del puente peatonal se estaba congregando un grupo de personas, alarmadas por lo que estaba pasando.

– ¡Ayúdenme! ¡Yo no puedo levantarla solo! -les gritó a Bell y Sachs el salvador. La voz era entrecortada y jadeaba por el esfuerzo-. ¡Un hombre la ató y la tiró al agua! ¡Intentó matarla!

Sachs sacó el arma y apuntó al hombre.

– ¡Oiga!, ¿pero qué hace? -dijo sorprendido-. ¡Estoy intentando salvarla! -Miró hacia el teléfono móvil que llevaba en el cinturón-. ¡He sido yo quien ha llamado al nueve uno uno!

Sachs no podía ver todavía la mano izquierda del hombre, que quedaba tapada por la derecha.

– Mantenga las manos en la cuerda, señor -dijo Sachs-, que yo pueda verlas.

– ¡Pero si yo no he hecho nada! -Su respiración producía un sonido sibilante, un sonido extraño. Tal vez no fuera por el esfuerzo, sino por asma.

Manteniéndose fuera de la línea de fuego de Sachs, Bell agarró la grúa y la hizo girar hacia la embarrada orilla. Cuando el cuerpo de la mujer estuvo al alcance de la mano, tiró de él mientras que el hombre que sujetaba el cabo fue aflojando la tensión hasta que la mujer quedó tendida en el suelo, sobre la hierba, fláccida y cianótica. El detective le retiró la cinta de la boca, desenganchó las cadenas y empezó a hacerle la respiración artificial.

Sachs gritó a la docena de personas que se habían congregado en las cercanías, atraídas por el alboroto:

– ¿Hay algún médico entre ustedes?

Nadie contestó. Volvió la mirada hacia la víctima y vio que se movía… Entonces empezó a toser y a escupir agua. ¡Sí!, habían llegado a tiempo. Dentro de unos minutos, la mujer podría confirmar la identidad del hombre. Advirtió que, algo lejos de allí, había unas prendas azul marino en un montón. Identificó una cremallera y una manga. Podría ser la parte superior del chándal que él se había quitado.

Los ojos del hombre siguieron los de ella, y también lo vio.

¿Era una reacción, un ligero gesto de indignación? Sachs creía que sí, pero no estaba segura.

– Señor -le gritó con voz firme-. Hasta que aclaremos todo lo que ha pasado, le voy a esposar. Acerque las manos…

De repente se escuchó la voz de un hombre que gritaba:

– ¡Eh, cuidado con el del chándal, a su derecha!, ¡al suelo!

Se oyeron gritos entre los curiosos, que se echaron al suelo. Sachs se acuclilló y giró hacia la derecha, apuntando en busca de un objetivo.

– ¡Roland, ten cuidado!

Bell también se echó al suelo, junto a la mujer, y miró en la misma dirección que Sachs con su Sig en la mano.

Pero Amelia no vio a nadie con un chándal.

¡Oh, no!, pensó. ¡No! Furiosa consigo misma, comprendió lo que había pasado: aquel tipo había simulado la voz del otro hombre: ventriloquia.

Se volvió con rapidez y vio una bola de fuego brillante que explotaba en la mano del «salvador». El resplandor permaneció en el aire, cegándola.

– ¡Amelia! -gritó Bell-. ¡No veo nada! ¿Dónde está ese hombre?

– No lo…

Se oyeron unos disparos procedentes del sitio donde había estado El Prestidigitador. Los curiosos huyeron presas del pánico cuando Sachs apuntó al lugar de donde procedían los disparos. Bell también apuntó. Ambos escudriñaban el lugar buscando un objetivo, pero el asesino había desaparecido ya cuando recobraron la visión. Sachs se dio cuenta de que estaba apuntando a una débil nube de humo, que había sido provocada por más petardos.

A continuación Sachs vio al Prestidigitador al otro lado del paseo, en dirección este. Empezó a caminar por mitad de la calle, pero al ver que se acercaba a toda velocidad un coche patrulla, con gran despliegue de luces y sirenas, subió por la ancha escalinata de entrada al West Side College y desapareció en la feria de artesanía, como una aguja en un pajar.

Capítulo 17

Los había por todas partes…

Docenas de policías.

Y todos buscándole a él.

Jadeante por la carrera, sintiendo punzadas en los pulmones y con los músculos del costado como si fueran de fuego, Malerick se apoyó en el fresco muro de caliza de uno de los edificios del centro universitario.

Delante de él había una feria que ocupaba la plaza y bullía de gente. Miró hacia atrás, en dirección oeste, por donde había llegado hasta allí. La policía ya había cortado esa entrada. En los lados norte y sur de la plaza se levantaban unos altos edificios de hormigón. Las ventanas estaban condenadas y no había puertas. Su única salida era por el este, al otro lado del rectángulo de tamaño parecido al de un estadio de fútbol que ahora ocupaban casetas de feria y un enorme gentío.

Se encaminó en esa dirección, pero sin correr.

Porque los ilusionistas saben que la velocidad atrae la atención.

La lentitud le hace a uno invisible.

Miró los productos expuestos a la venta, puso cara de satisfacción ante la actuación de un guitarrista callejero y rió al ver a un payaso con globos. Hizo lo que hacían todos los demás.

Porque lo singular atrae la atención.

Lo corriente le hace a uno invisible.

Fue caminando relajadamente en dirección este. Se preguntaba cómo había podido localizarle la policía. Desde luego, él esperaba que antes o después encontrarían el cuerpo de la abogada ahogada. Pero habían actuado demasiado deprisa: era como si hubieran previsto que secuestraría a alguien en esa zona de la ciudad, incluso en la misma academia de equitación. ¿Cómo?

Continuó en la misma dirección.

Dejó atrás las casetas, la zona de la cafetería, y un grupo de jazz que estaba tocando sobre un escenario adornado con telas de color rojo, blanco y azul. Un poco más allá estaba la salida, la escalinata que salía de la plaza y conducía a Broadway. Sólo veinte más para la libertad; tal vez mil menos…

Diez.

Pero, de repente, vio los destellos de las luces. Casi resplandecían tanto como el algodón flash que había utilizado para escapar de la oficial pelirroja. Las luces procedían de cuatro coches patrulla que se detuvieron junto a la escalinata con un chirriante frenazo. De ellos salieron precipitadamente media docena de agentes uniformados. Inspeccionaron las escaleras y permanecieron junto a los coches. Entre tanto iban llegando otros oficiales, vestidos de paisano. Subieron la escalinata y se mezclaron con la multitud, examinando a los hombres que había en el mercado de artesanía.

Al verse acorralado, Malerick se dio la vuelta y se dirigió otra vez hacia el centro de la plaza.

Los agentes de paisano iban avanzando lentamente en dirección oeste. Paraban a los hombres de cincuenta años de edad aproximadamente, sin barba y vestidos con camisa clara y pantalones de sport de color tostado. Justo como iba él.

Pero también estaban parando a los cincuentones con barba y vestidos de otra manera. Lo que significaba que sabían que utilizaba técnicas de transformismo.

Entonces vio lo que había estado temiendo: la oficial de mirada dura y cabello de un rojo encendido que intentó arrestarle en la charca apareció en lo alto de la escalinata del lado oeste de la feria. Se mezcló con la multitud.

Malerick se dio la vuelta y bajó la cabeza mientras examinaba una escultura de cerámica bastante mala.

¿Qué hacer?, pensó con desesperación. Le quedaba aún un disfraz debajo de lo que llevaba puesto en ese momento. Pero, después de eso, se le acabarían las reservas.

La oficial pelirroja se fijó en alguien de complexión y atuendo similares a los suyos. La agente examinó al hombre detenidamente. Pero, pasados unos instantes, se volvió y continuó escudriñando a la gente.

El esbelto policía de pelo castaño que había hecho la respiración artificial a Cheryl Marston apareció en ese momento en lo alto de la escalinata y se unió a su colega entre la muchedumbre. Conversaron unos instantes. Había otra mujer con ellos, y no parecía policía. Tenía unos radiantes ojos azules; el pelo, de color rojizo tirando a púrpura, lo llevaba corto, y era bastante delgada. La joven miró entre la multitud y susurró algo a la oficial, que cambió de dirección. Ella se quedó con el policía y juntos siguieron caminando entre la gente.

Malerick sabía que antes o después darían con él. Tenía que salir de la feria ya, antes de que llegaran más policías. Se dirigió a los servicios públicos, y en una de las cabinas de fibra de vidrio se cambió de ropa. En treinta segundos estaba fuera otra vez, sujetando la puerta para que entrara una mujer de mediana edad. Tras dudar un instante, la mujer decidió marcharse y esperar a que quedara libre otro servicio que no fuera el que había utilizado un motero con coleta, barriga de bebedor de cerveza, gorra de Pennzoil, camisa vaquera Harley-Davidson de manga larga llena de grasa, y unos sucios vaqueros negros.

Tomó un periódico, lo enrolló y lo cogió con la mano izquierda para ocultar los dedos. Se dirigió de nuevo hacia el lado este de la plaza, mirando los objetos de vidrios de colores, las tazas y los platos; los juguetes hechos a mano, las piezas de cristal y los discos compactos. Un policía dirigió su mirada hacia él, pero la retiró inmediatamente y giró la cabeza hacia otro lado.

Malerick volvió al extremo este de la feria.

La escalinata que conducía a Broadway tenía unos veintisiete metros de ancho, cerrados ahora prácticamente por un cordón de policías uniformados. Estaban parando a todos los adultos, hombres y mujeres, que abandonaban la feria, a quienes solicitaban un documento de identidad.

Malerick vio que el detective y la joven de pelo púrpura estaban cerca, junto a la cafetería. Ella le estaba diciendo algo en voz baja. ¿Se habría fijado en él?

Le invadió un arrebato de furia incontrolable. Había planeado la actuación con tanto esmero: cada uno de los números, cada uno de los trucos diseñados para conducir a la apoteosis del día siguiente. Se suponía que aquel fin de semana iba a representar la ilusión más perfecta de todos los tiempos. Y todo se estaba viniendo abajo. Pensó en lo disgustado que estaría su maestro. Pensó en lo defraudado que se sentiría su venerado público… Se dio cuenta de que su mano, la que en ese momento sujetaba una pequeña pintura al óleo de la Estatua de la Libertad, estaba empezando a temblar.

¡No se puede consentir!, bramó.

Dejó el cuadro y se volvió.

Pero se detuvo de inmediato, dando un repentino grito ahogado.

La oficial pelirroja estaba ahí, a sólo unos metros de él, mirando hacia otro lado. Malerick se puso a mirar, muy interesado, un joyero, y preguntó al vendedor, con un fuerte acento de Brooklyn, el precio de un par de pendientes.

Por el rabillo del ojo vio que la oficial le miraba, pero no le prestaba atención y procedía a realizar una llamada por su radiotransmisor.

– Cinco Ocho Ocho Cinco. Solicito una conexión terrestre con Lincoln Rhyme. -Pasados unos minutos, continuó-: Rhyme, estamos en la feria. Tiene que estar por aquí… No puede haber salido de aquí antes de que cerráramos las salidas. Le encontraremos. Aunque tengamos que registrar a todo el mundo.

Malerick se mezcló con la multitud, paseando relajadamente. ¿Qué posibilidades tenía?

La desorientación: esa parecía la única solución. Hacer algo que distrajera a los agentes y le diera cinco segundos para colarse por el cordón policial y perderse entre los viandantes de Broadway.

Pero, ¿qué podría desorientarles el tiempo suficiente para que pudiera escapar?

Ya no le quedaban petardos para simular disparos. ¿Prender fuego a una de las casetas? Eso provocaría un tipo de pánico que en ese momento no le beneficiaba.

La rabia y el miedo hicieron presa en él otra vez.

Pero entonces oyó, procedente del pasado, la voz de su maestro, cuando era un chaval y había cometido una equivocación en el escenario que casi le estropea un número. El demoníaco y barbado ilusionista había llevado aparte al chico después de la actuación. Al borde de las lágrimas, el muchacho miraba fijamente al suelo mientras el hombre le preguntaba: «¿Qué es la ilusión?».

«Ciencia y lógica», le había respondido Malerick al instante (el maestro había grabado a fuego en el cerebro de sus aprendices un centenar de respuestas como ésa).

«Ciencia y lógica, sí. En caso de que suceda algún percance, ya sea por culpa tuya, de tu ayudante o de Dios mismo, la ciencia y la lógica sirven para hacerse cargo de la situación instantáneamente. No debe transcurrir ni un solo segundo entre el error y tu reacción. Sé audaz. Interpreta al público. Convierte el desastre en ovación.»

Al oír esas palabras en su mente, Malerick se tranquilizó. Se echó hacia atrás la coleta de motero y aprovechó para mirar a su alrededor, pensando qué podía hacer.

Sé audaz. Interpreta al público.

Convierte el desastre en ovación.


* * *

Sachs examinó otra vez a la gente que la rodeaba: dos niños aburridos, con su madre y su padre; una pareja mayor, un motero con una camiseta de Harley, dos jóvenes europeas regateando con un vendedor el precio de unas joyas.

Vio a Bell al otro lado de la plaza, cerca de la cafetería. Pero, ¿dónde estaba Kara? Se suponía que tenía que permanecer junto a alguno de los dos policías. Sachs levantó el brazo y empezó a hacer señas al detective, pero un grupo de personas se interpuso entre ellos y le perdió de vista. Se encaminó hacia donde estaba su compañero, girando la cabeza a uno y otro lado para examinar bien a las personas que se cruzaban con ella.

Se dio cuenta de que se sentía tan inquieta como por la mañana en la Escuela de Música, a pesar de que lucía un sol espléndido y el cielo estaba despejado, un marco bastante diferente al del escenario gótico del primer crimen. Fantasmagórico…

Sachs sabía cuál era el problema.

La conexión.

Al hacer las rondas, o conectabas o no conectabas. «Estar conectado» significaba, en el argot policial, que uno se relacionaba con el vecindario. La cuestión no se reducía a conocer a la gente y la geografía del barrio; se trataba de discernir qué tipo de energía les impulsaba, qué tipo de agresores cabía esperar, si eran muy peligrosos o no, cómo habían llegado a sus víctimas… y a uno.

Si no conectabas con el vecindario, mal negocio a la hora de hacer las rondas.

Con El Prestidigitador -comprendía Sachs al fin- estaba desconectada por completo. Ahora mismo, podría ir en un autobús número 9 hacia el centro o hallarse a un metro de ella; sencillamente, no lo sabía.

De hecho, justo en ese momento pasó alguien a su lado. Sintió en la nuca como una respiración o el roce de una tela, y se volvió con toda rapidez, temblando de miedo, con la mano ya en el extremo del arma, puesto que recordó la facilidad con la que Kara la había distraído para sacársela de la funda.

Había media docena de personas a su alrededor, pero ninguna parecía haber hecho que el aire se moviera en su nuca.

¿O sí?

Vio alejarse a un hombre que cojeaba al andar, así que no podía ser El Prestidigitador.

¿O sí?

El Prestidigitador podía convertirse en otra persona en cuestión de segundos, ¿recuerdas?

Las personas que había a su alrededor eran una pareja mayor, el motero de la coleta, tres adolescentes y un hombretón con uniforme de ConEd [15]. Estaba confundida, frustrada y asustada por sí misma y por todos los que la rodeaban.

No había conexión…

Se escuchó entonces bien claro el grito de una mujer.

Se oyó una voz que gritaba:

– ¡Miren, ahí! ¡Dios mío, hay alguien herido!

Sachs sacó el arma y se dirigió hacia la aglomeración de gente.

– ¡Llamen a un médico!

– ¿Qué pasa?

– ¡Cielo santo! ¡No mires, cielito!

Se había congregado una muchedumbre cerca del extremo este de la plaza, no muy lejos de la cafetería. Miraban hacia abajo con expresiones de horror, a alguien tendido sobre los ladrillos que había a sus pies.

Sachs cogió el Motorola para llamar al equipo médico y se abrió paso entre el gentío.

– Abran paso, déjenme p…

Se detuvo al llegar al círculo que habían dejado los curiosos y dio un grito ahogado.

– ¡No! -dijo en un susurro, estremecida de consternación por lo que estaba viendo.

Amelia Sachs estaba frente a la última víctima de El Prestidigitador.

Allí estaba Kara, tendida en el suelo; la sangre le cubría la blusa morada y descendía hasta los ladrillos del suelo. Tenía la cabeza echada hacia atrás y sus ojos muertos miraban fijamente el cielo azul.

Capítulo 18

Petrificada, Sachs se llevó la mano a la boca.

Oh, Dios mío, no…

Los trucos de Robert-Houdin eran mejores que los de los marabutos, aunque creo que casi le matan.

No te preocupes. Ya me ocuparé yo de que a ti no te pase eso.

Pero no lo había hecho. Había estado tan pendiente de El Prestidigitador que descuidó a la muchacha.

No, no Rhyme, algunos muertos no pueden dejarte indiferente. Aquella tragedia la acompañaría para siempre.

Pero entonces pensó: «Ya habrá tiempo para el duelo, ya habrá tiempo para las recriminaciones y las consecuencias. Pero ahora, comienza a pensar como un maldito policía. El Prestidigitador está por aquí cerca. Y no va a escapar. Esto es una escena del crimen y sabes lo que tienes que hacer».

Primer paso: bloquea las salidas.

Segundo paso: acordona el recinto.

Tercer paso: identifica, protege e interroga a los testigos.

Se volvió hacia dos compañeros de patrulla para delegar en ellos algunas de estas tareas. Pero conforme empezó a hablar, se oyó una voz entre las interferencias que emitía su radiotransmisor: «Patrulla Móvil Remota Cuatro Siete a todos los oficiales disponibles en la escena Diez Dos Cuatro cerca del río. El sospechoso acaba de romper el cerco por el lado este de la feria. Se encuentra ahora en el West End y se aproxima a la calle Siete Ocho, en dirección Norte, y va a pie… Lleva vaqueros, camisa azul con un logotipo de Harley Davidson. Tiene el pelo oscuro recogido en una coleta, y lleva una gorra de béisbol. No se le ven armas… Le estoy perdiendo entre la multitud… Todos los agentes y patrullas disponibles: respondan».

¡El motero! Se había deshecho de su atuendo de hombre de negocios y se había disfrazado otra vez. Había apuñalado a Kara para desorientar a la policía y así romper el cerco policial cuando los agentes acudieron hacia donde estaba la muchacha.

¡Y ella había estado a un metro de él!

Otros oficiales realizaron llamadas dando parte de lo que sabían, y se unieron en la búsqueda, aunque parecía que el asesino llevaba ya una buena ventaja. Sachs vio a Roland Bell, que estaba mirando a Kara con el ceño fruncido mientras se acercaba al oído el auricular de su Motorola, por el que escuchaba la misma transmisión que ella. Sus miradas se encontraron, y él señaló con la cabeza en la dirección donde debían dirigir la búsqueda. Sachs gritó una serie de órdenes a un agente de patrulla que andaba cerca para que acordonara la escena del crimen de Kara, llamara a una ambulancia y localizara testigos.

– Pero… -dijo el joven de calvicie incipiente, a modo de protesta, no demasiado feliz, al parecer, de recibir órdenes de una compañera de igual rango y edad.

– ¡No hay pero que valga! -dijo Sachs, que no estaba de humor para perder el tiempo con cuestiones tales como en cuántos días o semanas de antigüedad superaba el uno al otro-. Ya te quejarás de esto a tu superior más tarde.

Si el joven le respondió algo, Sachs ya no lo oyó. Dejando a un lado los dolores de la artritis, bajó los escalones de dos en dos detrás de Roland Bell y comenzaron la persecución del hombre que les había matado a una amiga.


* * *

Es rápido.

Pero yo soy más rápido.

El oficial de patrulla Lawrence Burke, que llevaba seis años en el Cuerpo, atravesó corriendo Riverside Park y se encaminó hacia la Avenida West End, apenas a seis metros del agresor, un motero cabrón con una camiseta de Harley.

Esquivando a los peatones, zigzagueando, exactamente igual a como solía hacerlo en el instituto cuando iba tras el receptor.

Y, como entonces, Larry El Piernas iba acortando la distancia.

Iba de camino al río Hudson para ayudar a controlar una escena de crimen Diez Veinticuatro, cuando escuchó la llamada de aviso posterior y, al dar media vuelta, se dio de bruces con el agresor, un andrajoso motero.

– ¡Eh, tú! ¡Alto!

Pero el hombre no se detuvo. Esquivó a Burke y siguió corriendo en dirección norte, presa del pánico. Y tal como sucedió en el partido de comienzo de curso del Instituto Woodrow Wilson, cuando fue corriendo casi setenta metros detrás de Chris Broderick (y consiguió derribarle con un golpazo que le dejó sin aliento, a apenas medio metro de la meta), El Piernas metió la directa y salió corriendo tras el asesino.

Burke no sacó el arma. A menos que el agresor que estés persiguiendo vaya armado y exista un peligro inmediato de que vaya a disparar -a ti o a los transeúntes-, no puedes utilizar un arma mortífera para detenerle. Y disparar a alguien por la espalda está muy mal visto en las investigaciones sobre incidentes, y no digamos ya en las comisiones de promoción y en la prensa.

– ¡Eh, tú, hijo de puta! -dijo Burke sin aliento.

El motero giró hacia el este por una calle perpendicular, mirando de cuando en cuando hacia atrás, con los ojos como platos al ver que El Piernas acortaba cada vez más la distancia entre ambos.

El tipo derrapó en un giro a la izquierda y se metió en un callejón. El policía tomó la curva con más suavidad que el Señor Harley, y se colocó justo detrás de él. Algunos departamentos de policía disponían de redes o de armas que aturdían a los malhechores que se daban a la fuga, pero el NYPD no estaba tan a la última en tecnología. Además, no importaba, al menos no en aquel caso. Larry Burke tenía más recursos que sus veloces piernas. Por ejemplo, enfrentarse a él.

Cuando estaba a un metro de distancia, se lanzó hacia el motero, recordando que debía apuntar hacia lo alto y aterrizar sobre el cuerpo del tipo para amortiguar el golpe al caer.

– ¡Cielos! -dijo entrecortadamente el motorista cuando ambos se estrellaron sobre el adoquinado y resbalaron hasta ir a dar sobre un montón de basura que había cerca.

– ¡Maldita sea! -murmuró Burke al sentir que se le rasgaba la piel del codo-. ¡Hijo de la gran puta!

– ¡Yo no he hecho nada! -dijo jadeando el motorista-. ¿Por qué me persigue?

– Cierra el pico.

Burke le esposó y, como el tipo era un puñetero atleta, le ató también un plástico alrededor de los tobillos. Así me gusta: bien puesto y ceñidito. Se miró la sangre del codo.

– ¡Maldita sea! Menudo raspazo. ¡Ay, qué dolor! ¡Menudo cabrón!

– ¡Yo no he hecho nada! Estar en la feria, eso es lo único que he hecho. Yo sol…

Burk escupió en el suelo y tomó aire unas cuantas veces. Le dijo murmurando:

– ¿Qué parte de «Cierra el pico» no has logrado entender? No voy a decírtelo otra vez… ¡Mierda, cómo escuece esto!

Cacheó al hombre minuciosamente y encontró una cartera. No contenía ningún documento de identidad, sólo dinero. Curioso. Y tampoco llevaba armas ni drogas, lo cual era bastante extraño en un motero.

– Puede amenazarme todo lo que desee, pero yo quiero un abogado. ¡Le voy a demandar! Si cree que he hecho algo, está muy equivocado, señor.

Pero, en ese momento, Burke levantó al tipo por la camisa y parpadeó. Tenía unas cicatrices horrorosas en el pecho y en el vientre. Daba dentera verlas. Aunque aún más extraña era la bolsa que llevaba alrededor de la cintura, como esos cinturones que usaban su mujer y él cuando se fueron de vacaciones a Europa. Burke esperaba encontrar allí un tesoro, pero no, lo que escondía el tipo no era más que unos pantalones de deporte, un suéter de cuello vuelto, unos chinos, una camisa blanca y un teléfono móvil. Y, lo más extraño de todo, un bote de maquillaje. Y también una tonelada de papel higiénico hecho un rebuño, como si intentara aparentar que estaba gordo.

Bastante insólito…

Burke volvió a respirar hondo, con la mala suerte de que del callejón le llegó una vaharada a basura y orines. Pulsó el botón del Motorola.

– Agente móvil Cinco Dos Uno Dos a Central… Tengo bajo mi custodia al agresor de la Diez Dos Cuatro. Cambio.

– ¿Heridos?

– Negativo.

Sin contar el maldito dolor de codo.

– ¿Localización?

– A una manzana y media del West End, cambio. Espera un momento, que voy a mirar en qué calle desemboca.

Burke fue caminando hasta la entrada del callejón para buscar el letrero con el nombre y esperar la llegada de sus compañeros. Sólo entonces comenzaron a bajarle los niveles de adrenalina, que dejaron a su paso una deliciosa sensación de euforia. No había habido ni un tiro. Sólo un tonto del culo que, en la caída, había aterrizado boca abajo… ¡Señor, Señor, qué bien se sentía! Casi tanto como en aquel partido de hacía doce años en el que había derribado a Chris Broderick, quien había soltado un gritito, como el de una niña, cuando se estrelló con fuerza muy cerca de la meta, después de recorrer todo el campo sin advertir que Larry El Piernas había estado a un palmo detrás de él todo el tiempo.


* * *

– ¡Eh! ¿Te encuentras bien?

Bell tocó a Amelia Sachs en el brazo. Estaba tan afectada por la muerte de Kara que no era capaz de contestar. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, jadeando por la profunda pena que sentía.

Sin prestar atención al dolor que sentía en las rodillas por la reciente carrera, Sachs y el detective continuaron a toda prisa por el West End hacia el lugar desde el que había llamado por radio el oficial de patrulla Burke informando de que había atrapado al asesino.

Se preguntaba si Kara tendría hermanos. ¡Ay, Dios!, tendremos que decírselo a su familia.

No, nosotros no.

Seré yo quien tenga que decírselo. Ha sido culpa mía. Yo iré a decírselo.

Angustiada por la pena, intentaba apresurarse para llegar al callejón. Bell volvió a mirarla, respirando hondo para recuperar el aliento.

Al menos habían atrapado al Prestidigitador.

Pero, en su fuero interno, lamentaba no haber sido ella la que le hubiera arrestado. Deseaba haber sido ella la que se hubiera enfrentado a solas en el callejón con El Prestidigitador, con un arma en la mano. Quizá hubiera utilizado su Glock antes que el Motorola, disparándole al hombro una sola vez. En las películas, los disparos en el hombro no eran más que heridas superficiales, pequeños inconvenientes, y los héroes sobrevivían sólo con ponerse el brazo en cabestrillo. Ahora bien, en el mundo real incluso la más pequeña herida de bala te cambiaba la vida durante mucho, mucho tiempo. A veces para siempre.

Pero habían atrapado al asesino y Sachs tendría que conformarse con la condena por asesinatos múltiples.

No te preocupes, no te preocupes, no te preocupes…

Kara…

Sachs se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba de verdad.

Es mi nombre artístico. Pero es el que yo utilizo casi siempre. Mejor que el que mis padres tuvieron la amabilidad de ponerme.

La ignorancia de aquel dato hizo que casi se le saltaran las lágrimas.

Advirtió que Bell le estaba diciendo algo.

– Estoooo…, Amelia, ¿estás aquí?

Cortante, asintió con la cabeza por toda respuesta.

Giraron en la esquina hacia la calle Ochenta y ocho, donde el oficial de patrulla había atrapado al asesino. Había coches patrulla cortando ambos extremos de la calle. Bell entornó los ojos y vio que de esa manzana salía un callejón.

– Ahí -señaló. Hizo señas a varios agentes, vestidos tanto de uniforme como de paisano, para que les siguieran.

– Bueno, pues vamos a ver si acabamos con esta historia -murmuró Sachs-. Tío, espero que Grady vaya a por todas.

Se detuvieron y miraron hacia el interior del oscuro callejón. Estaba vacío.

– ¿No era éste? -preguntó Bell.

– Dijo «Ocho Ocho», ¿no? -preguntó Sachs-. A una manzana y media al este del West End. Estoy segura de que eso fue lo que dijo.

– Yo también -aseveró un detective.

– Tiene que ser éste el sitio -dijo Sachs mirando arriba y abajo de la calle-. No hay otros callejones.

Se unieron al grupo otros tres oficiales.

– Pero, ¿le entendimos bien? -preguntó uno de ellos mirando a su alrededor-. ¿Es éste el sitio o no?

Bell llamó por el Motorola.

– Agente móvil Cinco Dos Uno Dos, responda, cambio.

No hubo respuesta.

– Agente móvil Cinco Dos, ¿en qué calle se encuentra?, cambio.

Sachs miró hacia el fondo del callejón, entornando los ojos.

– ¡Oh, no! -Se le cayó el alma a los pies.

Fue corriendo hasta llegar a un montón de basura, junto al cual encontró, sobre el adoquinado, unas esposas abiertas. No muy lejos vio un trozo de plástico atado a modo de esposas, y también roto. Bell se acercó hasta ella corriendo.

– Se ha soltado de las malditas esposas y de las ataduras que le hizo con un plástico -Sachs miró alrededor.

– Entonces, ¿dónde están? -preguntó uno de los oficiales uniformados.

– ¿Dónde está Larry? -gritó otro.

– ¿Le estará persiguiendo? -propuso otro de ellos-. Tal vez esté en una zona sin cobertura.

– Puede ser -dijo Bell, arrastrando las palabras y en un tono que reflejaba preocupación, puesto que era muy raro que los resistentes Motorolas se estropearan, y la cobertura con la que contaban en la ciudad era mejor que la de cualquier otro teléfono móvil.

Bell informó a través de su radiotransmisor de que estaban ante un código Diez Treinta y nueve, que el sospechoso había huido y un oficial estaba desaparecido o persiguiéndole. Preguntó al agente que retransmitía los avisos si habían recibido alguno relativo a Burke, pero le dijo que no. Tampoco había llamado nadie para dar parte de tiroteos en la zona.

Sachs recorrió todo el callejón en busca de algo que pudiera darles una pista sobre dónde había ido el asesino o dónde podría haber arrojado el cuerpo del oficial, en caso de que se hubiera hecho con el arma de Burke y le hubiera matado. Pero ni ella ni Bell encontraron señal alguna del oficial ni del asesino. Sachs volvió junto al grupo de agentes que había a la entrada del callejón.

¡Qué día más horroroso! Dos muertos en una mañana. Y después Kara.

Y ahora, además, un oficial desaparecido.

Cogió el micrófono de su radiotransmisor SP-50 y se lo sacó por el hombro. Ya era hora de hablar con Rhyme. ¡Madre mía!, qué pocas ganas tenía de hacer esa llamada. Llamó a la Central para que le pusieran en comunicación con él. Mientras esperaba conexión, sintió que alguien le daba un tirón de la manga.

Se volvió. La impresión casi la dejó sin respiración; el micrófono se le escurrió de la mano y se quedó colgando en el costado, balanceándose como si fuera un péndulo.

Había dos personas delante de ella: una era el oficial medio calvo a quien Sachs había dado órdenes en la feria hacía unos diez minutos.

La otra era Kara, que llevaba puesta una cazadora del NYPD. La joven, con el ceño fruncido, miró arriba y abajo del callejón y preguntó:

– Entonces, ¿dónde está?

Capítulo 19

– ¿Bien? Sí, sí que estoy bien. -Kara se fijó en la mirada de asombro de Sachs-. Entonces, ¿es que no te has enterado?

El oficial le dijo a Sachs:

– Intenté decírtelo, pero saliste disparada antes de que me diera tiempo a empezar a hablar.

– ¿Decírmelo…? -a Sachs no le salía la voz; estaba tan atónita (y tan aliviada al mismo tiempo) que no era capaz de articular palabra.

– ¿Pensaste que estaba herida de verdad? -dijo Kara-. ¡Cielo santo!

Bell se acercó y saludó con la cabeza a Kara.

– Amelia no se había enterado -le dijo la joven.

– ¿De qué?

– De nuestro plan: el falso acuchillamiento.

Por la expresión de su rostro, Bell era la imagen misma del shock.

– ¡Pero, por Dios!, ¿creías que estaba muerta de verdad?

El oficial de patrulla le repitió a Bell lo que ya había dicho a Sachs:

– Yo intenté decírselo, pero, primero no daba con ella, y después, cuando ya la encontré, me dijo que acordonara la zona y que llamara a una ambulancia. Y acto seguido se marchó.

– Roland y yo estuvimos conversando -explicó Kara-. Pensamos que El Prestidigitador iba a atacar de alguna manera, tal vez decidiera prenderle fuego a algo…, disparara o acuchillara a alguien, no sé, para desorientarnos, ¿sabes? Eso le permitiría escapar. De modo que tramamos nuestro propio plan para desorientarle a él.

– Para hacerle salir de todo ese follón -añadió Bell-. Kara cogió un bote de ketchup en la cafetería, se echó un chorro por encima, dio un grito y luego se dejó caer sobre el suelo.

Kara se abrió la cazadora y le enseñó la mancha roja que tenía en la camiseta.

– Me preocupaba -continuó el detective- que fuera una escena cruda para algunos visitantes de la feria…

– Ya lo creo…

– … pero pensábamos que eso era mejor que encontrarnos con una persona atacada o acuchillada de verdad por El Prestidigitador -añadió Bell con orgullo-. Fue idea suya, no es broma…

– Es que estoy empezando a comprender su modo de pensar -dijo la joven.

– ¡Dios santo! -murmuró Sachs temblorosa-. ¡Parecía tan real!

– Hace muy bien de muerta -alabó Bell.

Sachs le dio un abrazo a Kara, y añadió con dureza:

– Pero, a partir de ahora no te separes de mí. Por lo menos, no te alejes mucho. Soy demasiado joven para que me dé un ataque al corazón.

Esperaron un rato, pero no recibieron ninguna información de que se hubiera visto al sospechoso en la zona. Por fin, Bell dijo:

– Amelia, tú investiga esta escena que yo voy a interrogar a la mujer de la charca para ver si puede decirnos algo. Nos vemos más tarde en la feria.

En la calle Ochenta y ocho había un autobús policial de Escena del Crimen, así que Sachs se dirigió a él y recogió el equipo necesario para proceder a investigar. De repente, se sobresaltó al oír una voz que salía del transmisor que llevaba colgando. Se sacó del cinturón los auriculares y se los colocó.

– Cinco Ocho Ocho Cinco. Repita. Cambio.

– Sachs, ¿qué coño está pasando? Me he enterado de que lo tenías pero se te ha escapado.

Sachs le contó a Rhyme lo que había sucedido y cómo le habían hecho salir de la feria.

– ¿Idea de Kara? ¿Hacerse la muerta? ¡Umm!

Este último sonido, apenas un gruñido, en boca de Lincoln Rhyme era todo un halago.

– Pero ha desaparecido -añadió Sachs-. Y tampoco encontramos al oficial. Tal vez esté persiguiéndole, pero no sabemos. Roland está interrogando a la mujer que rescatamos en la charca, para ver si le puede dar alguna pista.

– Vale, Sachs, pues ponte con la investigación de la escena.

– «Las escenas», en plural -le corrigió agriamente-: el restaurante, la charca y el callejón. Demasiadas, ¡maldita sea!

– En absoluto demasiadas -contestó Rhyme-. Así se multiplican por tres las oportunidades de encontrar buenas pruebas.


* * *

Rhyme estaba en lo cierto.

De las tres escenas se habían conseguido muchas pruebas.

El trabajo con ellas había resultado difícil, aunque por un motivo insólito: El Prestidigitador había estado presente en todas ellas, o al menos su espíritu. Rondando por los alrededores. Haciendo que Sachs se parara cada dos por tres para palpar la empuñadura de su Glock, para mirar hacia atrás y asegurarse de que el asesino no se hubiera encarnado en algo que estuviera detrás de ella.

Investiga a fondo, pero cúbrete las espaldas.

En realidad, nunca había visto a nadie siguiéndola. Sin embargo, tampoco Svetlana Rasnikov vio a su asesino cuando éste retiró la tela negra que le había mantenido oculto y, amparado por las sombras, se había acercado sigilosamente a ella por detrás.

Tampoco Tony Calvert le vio escondido tras el espejo del callejón cuando se acercó al gato de mentira.

Ni siquiera Cheryl Marston había visto de verdad al Prestidigitador, aunque se sentó y conversó con él. Ella vio a otra persona completamente diferente, de quien jamás sospechó que hubiera planeado una muerte tan terrible para ella.

Sachs recorrió la cuadrícula en varios sitios, tomó fotografías digitales y dejó las escenas en manos del Departamento de Huellas y Fotografía. Luego, volvió a la feria, donde se encontró con Roland Bell, que había interrogado a Cheryl Marston en el hospital. Desde luego, aunque no podían confiar en nada de lo que le había dicho a la abogada («Un montón de mentiras», como lo había resumido con amargura Marston), ésta recordaba algunos pormenores de lo sucedido antes de que los efectos de la droga hubieran llegado a su punto máximo. Les dio una buena descripción del asesino, incluidos detalles sobre las cicatrices. También les informó de que él se había detenido en un coche, del que recordaba la marca y las primeras letras de la matrícula. Eran unas noticias estupendas. Hay cientos de formas de relacionar un coche con un delincuente o testigo. Lincoln Rhyme llamaba a los coches «fábricas de pruebas».

La Dirección de Tráfico informó de que hacía una semana habían robado un coche en el aeropuerto de White Plains que coincidía con la descripción, un Mazda 626 color tabaco, de 2001. Sellitto envió una solicitud de localización urgente de vehículos a todos los cuerpos de seguridad metropolitanos y mandó a algunos oficiales a que registraran los edificios de la zona donde se había producido la agresión para ver si encontraban el coche, aunque ninguno de los agentes confiaba mucho en que siguiera allí.

Bell estaba acabando de contar a Sachs la terrible experiencia por la que había pasado Cheryl Marston, cuando les interrumpió un oficial de patrulla que les traía una llamada por un radiotransmisor.

– Detective Bell, ¿sería tan amable de repetirme qué coche era el que conducía el asesino?

– Un Mazda color tabaco. Seis dos seis. Matrícula Efe-E-Te dos tres siete.

– Es ése -dijo ante su micrófono el oficial-. Acabo de recibir un informe: un coche patrulla lo ha visto en la zona oeste de Central Park. Le siguieron, pero, ¡fíjense!, se subió al bordillo y se metió con coche y todo en el parque. El coche patrulla intentó seguirle, pero se quedó atascado en un desnivel.

– ¿En Central Park Oeste y qué más, exactamente?

– Hacia la Noventa y dos.

– Probablemente saltó del coche en marcha -dijo Bell.

– Seguro que acabará saltando -dijo Sachs-, aunque primero va a conseguir algo de ventaja. -Señaló con la cabeza a los cajones con las pruebas-. Lleva todo esto a casa de Rhyme.

Diez segundos más tarde ya estaba sentada en su Camaro, con el potente motor rugiendo, y ciñéndose el cinturón de seguridad.

– ¡Amelia, espera! -gritó Bell-. Ya está en camino una Unidad de Servicios de Emergencia.

Pero la única respuesta a las palabras de Bell fueron el chirrido y la nube de humo azul que dejaron los neumáticos Goodyear.

Derrapando por Central Park Oeste en dirección norte, Sachs procuraba concentrarse en esquivar peatones, coches lentos, ciclistas y patinadores.

Y también a las personas que iban paseando a sus bebés, que las había por miles. ¡Joder!, ¿por qué no estarían esos crios en sus casas echándose una siestecita?

Colocó la lámpara giratoria azul en el salpicadero y la conectó al enchufe del encendedor. La luz brillante comenzó a girar y, según avanzaba a toda velocidad, Sachs se sorprendió al comprobar que, con cada destello de luz, automáticamente ella tocaba el claxon.

Un reflejo gris delante de ella.

¡Mierda!… Al frenar bruscamente para no chocar contra el vehículo que cambiaba de sentido, el Camaro se quedó a unos cincuenta centímetros escasos del lateral de un coche que valía lo que ella ganaba en dos años. Después, pisó el acelerador de nuevo y los caballos de General Motors respondieron al instante. Logró no pasar de ochenta hasta que el tráfico se hizo más fluido, cerca de la calle Noventa, y luego pisó el acelerador a fondo.

En unos cuantos segundos se puso a más de ciento diez kilómetros por hora.

Se oyó un ruido procedente de los auriculares de su Motorola, que estaban en el asiento del copiloto. Los cogió con una mano y se los colocó.

– ¿Sí? -gritó, prescindiendo siquiera de hacer el intento de cumplir con los códigos de radiotransmisión policial.

– ¿Amelia?, soy Roland -dijo Bell, quien también había renunciado a los protocolos de comunicación establecidos.

– Dime.

– Ya tenemos coches que van para allá.

– ¿Dónde está él? -gritó para que se la oyera por encima del motor del coche.

– Un momento… Pues siguió conduciendo por Central Park hasta salir por el lado norte. Rozó el lateral de un camión y continuó.

– ¿En qué dirección?

– Pueeeessss… ha sido hace apenas un minuto…, se dirige hacia el norte.

– Recibido.

¿Hacia el norte en Harlem?, se preguntó Sachs. Había varias rutas de salida de la ciudad desde esa zona, pero ella dudaba de que tomara alguna: en todas había algún puente y en la mayoría había que pasar por controles de entrada a las autopistas, donde sería presa fácil.

Era más probable que hubiera abandonado el coche en un barrio relativamente tranquilo y hubiera robado otro.

Se oyó otra voz por los auriculares:

– Sachs, ¡lo tenemos!

– ¿Dónde, Rhyme?

– Ha girado hacia el Oeste en la calle ciento veinticinco -explicó el criminalista-. Cerca de la Quinta Avenida.

– Yo estoy al lado de la confluencia entre la ciento veinticinco y Adam Clayton Powell. Intentaré bloquearle el paso, pero intenta conseguirme refuerzos -gritó.

– Ya estamos en ello, Sachs. Y ahora, dime: ¿a qué velocidad vas?

– No estoy mirando el cuentakilómetros.

– Casi mejor. Procura ir pendiente de la carretera.

Sachs fue tocando el claxon para abrirse camino en el congestionado tráfico hacia la intersección con la calle ciento veinticinco. Aparcó de forma que el coche quedó atravesado en la calle, bloqueando con ello los carriles en dirección oeste. Salió del Camaro de un salto con la Glock en la mano. En los carriles bloqueados había ya dos coches parados. Sachs les gritó a los conductores:

– ¡Salgan! ¡Policía! Salgan de los coches y protéjanse.

Los conductores, un repartidor y una mujer vestida con el uniforme de McDonald's, obedecieron de inmediato.

En ese momento ya estaban bloqueados todos los carriles de la calle ciento veinticinco.

– ¡Protéjanse, todo el mundo! -gritó Sachs-. ¡Ahora mismo!

– ¡Y una mierda!

– ¡Eh!

Sachs miró hacia su derecha y vio a cuatro tipos con pinta de matones, apoyados en una valla de tela metálica, que miraban con interés el arma austriaca, el coche de Detroit y a la pelirroja dueña.

La mayoría de la gente que había en la calle se había refugiado en algún sitio, pero aquellos cuatro adolescentes se quedaron donde estaban, con un aire de no darle mayor importancia a la situación. ¿Por qué iban a esconderse? No era muy habitual que llegara a su barrio una película de Wesley Snipes [16] en vivo y en directo.

Sachs distinguió el Mazda a lo lejos, que zigzagueaba frenéticamente entre los coches en dirección oeste, hacia el improvisado control de carretera que había montado. El Prestidigitador no advirtió que la carretera estaba cortada hasta que no pasó la calle por la que podría haberse desviado para no encontrarse con ella. Detuvo el vehículo después de dar un clamoroso frenazo. El camión de la basura que había tras él paró en seco después de hacer un giro brusco. El conductor y los basureros advirtieron lo que estaba pasando y dejaron el camión de manera que le bloqueara el paso por la parte posterior.

Sachs volvió a mirar a los adolescentes.

– ¡Agachaos! -les gritó.

Desdeñosos, hicieron como si no la hubiesen oído.

Sachs se encogió de hombros, se inclinó sobre el capó del Camaro y centró la mira apoyándose en el limpia-parabrisas.

De modo que ahí estaba, al fin, El Prestidigitador. Ya le veía la cara, la camiseta con el logotipo de Harley. Bajo la gorra negra que llevaba, veía la falsa coleta, que iba de un lado a otro, obedeciendo a los movimientos desesperados que hacía su dueño por buscar alguna vía de escape.

Pero no había ninguna.

– ¡Eh, oiga, el del Mazda! ¡Salga del coche y échese en el suelo boca abajo!

No hubo respuesta.

– ¿Sachs? -Se oyó la voz de Rhyme por los auriculares-. ¿Puedes…?

Amelia se quitó los auriculares de un manotazo y volvió a centrar el punto de mira en la silueta de la cabeza del asesino.

Tienes el arma para utilizarla, así que puedes utilizarla…

Al escuchar las palabras de la detective Mary Shanley dando vueltas en su cabeza, Sachs tomó aire y mantuvo firme el arma, un poco alta y ligeramente hacia la izquierda para compensar la gravedad y la agradable brisa de abril.

Cuando uno dispara no existe nada más que uno mismo y el objetivo, conectados entre sí por un cable invisible, como la silenciosa energía de la luz. La habilidad para dar en el blanco depende exclusivamente de dónde se origine tal energía. Si procede de tu cerebro, es posible que aciertes a dar a lo que estás apuntando. Pero si es de tu corazón, casi siempre aciertas. Las víctimas de El Prestidigitador -Tony Calvert, Svetlana Rasnikov, Cheryl Marston, el oficial Larry Burke- asentaban ahora firmemente esa energía, y Sachs sabía que no podía fallar.

¡Vamos, hijo de puta!, pensó. ¡Pon el maldito coche en marcha! Hazlo por mí.

¡Venga!

Dame una excusa…

El coche fue avanzando. El dedo de Sachs se deslizó por el seguro del gatillo.

Como si lo hubiera sentido, El Prestidigitador frenó.

– ¡Vamos! -se sorprendió susurrando Sachs.

Pensaba en cómo enfrentarse a la situación: si él optaba por escaparse, ella sacaría las palas del ventilador, o un neumático, e intentaría capturarle vivo. Pero si intentaba atropellada o se iba hacia la acera, poniendo en peligro a otras personas, le dejaría.

– ¡Eh! -gritó uno de los adolescentes que estaban en la acera.

– ¡Dispara a ese hijo de puta!

– ¡Machácale el culo, zorra!

No hace falta que me lo digáis, ricuras. Estoy preparada, deseando hacerlo y lo voy a hacer…

Decidió que si él se acercaba a una distancia de tres metros, a cualquier velocidad, le atraparía. El motor del coche color esparadrapo aceleró, y Sachs vio, o creyó ver, que el vehículo daba una sacudida.

Tres metros, eso es lo único que pido.

Otro gruñido del motor. ¡Vamos, hazlo!, imploró en silencio.

Entonces, Sachs vio una masa amarilla que avanzaba lentamente detrás del Mazda.

Un autobús escolar de la Iglesia del Tabernáculo Profético de Sión, lleno de niños, había abandonado la acera para integrarse en el tráfico de la calle. El conductor no había advertido lo que estaba pasando. Al poco, se detuvo entre el Mazda y el camión de la basura, en sentido perpendicular a éstos.

No…

Aunque el disparo fuera directo, podría no parar la bala, con lo que ésta se introduciría a toda velocidad en el autobús después de atravesar el objetivo.

Con el dedo fuera del gatillo y la boca del arma apuntando a lugar seguro, Sachs miró hacia el limpiaparabrisas del Mazda. Detrás del cristal distinguía los movimientos de cabeza que hacía El Prestidigitador, que miró hacia arriba y hacia su derecha, ajustando el espejo retrovisor de manera que podía ver el autobús.

Acto seguido, El Prestidigitador volvió a mirar en dirección a Sachs, y ella tuvo la impresión de que le sonreía, pues se había dado cuenta de que no podía dispararle en ese momento.

El cortante chirrido de las ruedas delanteras del Mazda inundó la calle cuando su conductor pisó el acelerador a fondo y se dirigió hacia Sachs a treinta, sesenta, ochenta kilómetros por hora. Fue directamente contra la oficial de policía y su Camaro, de un amarillo mucho más brillante que el del autobús de catequistas, cuya presencia había propiciado la bendición y protección sagrada para El Prestidigitador.

Capítulo 20

Conforme el Mazda se acercaba directamente hacia ella, Sachs salió corriendo hacia la acera para intentar establecer un fuego cruzado.

Levantando su Glock, apuntó a la forma oscura de la cabeza del Prestidigitador. Le llevaba una ventaja de entre noventa y ciento veinte centímetros. Pero detrás de él había docenas de escaparates, apartamentos y personas de cuclillas en la acera. En resumidas cuentas, no había forma de disparar una sola vez con cierta seguridad.

A los miembros del coro eso no les importaba en absoluto.

– ¡Tú, zorra, veamos si te cargas a ese hijo de la gran puta!

– ¿A qué coño esperas?

Sachs bajó el arma, y abatió los hombros al ver que el Mazda se dirigía hacia el Camaro.

Oh, el coche no…, ¡no!

Se acordó de cuando su padre le compró el potente vehículo del 69, un trasto viejo; de cómo habían reconstruido juntos la mayor parte del motor y de la suspensión, añadido una transmisión nueva y desarmado todo el mecanismo para espolear a los caballos y que pudieran subir hasta el cielo. Aquel coche y el amor por las fuerzas del orden fueron el legado principal que dejó a su hija.

A unos nueve metros del Camaro, El Prestidigitador giró abruptamente el volante a la izquierda, hacia donde se encontraba Sachs acuclillada. La oficial se apartó de un salto, y él pegó otro volantazo hacia el otro lado, de nuevo hacia el Chevy. El Mazda patinó y se desplazó en diagonal hacia la acera. Golpeó con violencia la puerta del copiloto y el guardabarros frontal derecho del Camaro, que comenzó a girar y recorrió así dos de los carriles de la calle, hasta que fue a parar a la acera e hizo que, finalmente, los cuatro muchachos se dignaran a hacer acopio de energías y se dispersaran.

Sachs se tiró sobre el pavimento y cayó de rodillas, lanzando un grito ahogado por el dolor que el choque le causó en sus artríticas articulaciones. El Camaro se paró al fin, no muy lejos de ella, con las ruedas traseras en el aire, ya que había rodado sobre un destrozado cubo de basura metálico de color naranja.

El Mazda se fue hasta la acera de enfrente y luego volvió a la calzada, giró hacia la derecha y se encaminó hacia el norte. Sachs se puso en pie de inmediato, pero ni siquiera se preocupó de apuntar con su arma en aquella dirección: no sería un disparo seguro. Echó una mirada al Camaro. El lateral estaba hecho una pena, como lo estaba también la parte frontal, pero el guardabarros, aunque torcido, no rozaba las ruedas. Sí, probablemente podría alcanzarle. Se subió de un salto y puso en marcha el motor. Metió primera. Un rugido. El tacómetro subió hasta cinco mil y Sachs soltó el embrague.

Pero no se movió ni un centímetro. ¿Qué pasaba? ¿Estaría estropeada la transmisión?

Miró por la ventanilla y vio que las ruedas traseras, las de tracción, no tocaban el suelo porque el cubo de basura se lo impedía. Suspiró frustrada y dio un fuerte puñetazo al volante. ¡Maldita sea! Vio el Mazda a unas tres manzanas. El Prestidigitador no se escapaba tan deprisa, al fin y al cabo; la colisión también le había pasado factura a él. Todavía tenía una posibilidad de atraparle.

Pero no con un coche que parecía que estaba en la plataforma de reparación, joder.

Tendría que…

El Camaro empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.

Miró por el retrovisor y vio que tres de los cuatro adolescentes se habían quitado las guerreras y estaban sudando la gota gorda mientras intentaban volver a colocar el coche en el suelo. El cuarto, más corpulento que los demás y jefe de la banda, se acercó caminando pausadamente a la ventanilla. Se agachó y, al hacerlo, le brilló un diente de oro que contrastaba con su tez morena.

– ¡Eh, tú!

Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le mantuvo la mirada.

El chico se volvió hacia sus colegas y les dijo:

– ¡Vosotros, negros, empujar el puto coche! Porque lo que parece es que os estáis haciendo una paja con él.

– ¡Vete a tomar por culo! -contestaron, resoplando.

Volvió a agacharse.

– Hermanita, vamos a sacarte de aquí. ¿Con qué vas a disparar a ese hijo de la gran puta?

– Con una Glock del cuarenta.

Él echó una mirada a la funda.

– Genial. Debe de ser del veintitrés. ¿Es la pequeña?

– No, la grande.

– Es una buena pistola. Yo tengo una Smith pequeña. -Se levantó la sudadera y, entre desafiante y orgulloso, le mostró la reluciente empuñadura plateada de una Smith and Wesson automática-. Pero me voy a hacer con una Glock como la tuya.

Bueno, reflexionó Sachs: aquí tenemos a un adolescente armado. ¿Qué haría un sargento en una situación así?

El coche rebotó sobre el cubo de basura y terminó parándose en el suelo, con las ruedas traseras listas para rodar.

En fin, fuera lo que fuera lo que se suponía que un sargento debía hacer, decidió, no importaba en aquellas circunstancias. Ella optó simplemente por hacerle un solemne gesto de asentimiento con la cabeza.

– Gracias, ricuras. -Y, acto seguido, añadió en un tono de advertencia-: No dispares a nadie, no sea que tenga que venir a buscarte, ¿lo coges?

Una amplia sonrisa dorada.

A continuación un chasquido, primera y los potentes neumáticos se aferraron al asfalto para emprender una carrera de vértigo. En unos segundos, Amelia se puso en casi cien kilómetros por hora.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -dijo para sí misma, sin perder de vista la difusa mancha de color tostado claro que distinguía a lo lejos. El Chevy se bamboleaba como loco, pero mantenía la dirección más o menos recta.

Intentó, no sin dificultad, colocarse los auriculares del Motorola. Llamó a la central para informar de la persecución y para que desviaran los refuerzos hacia esa zona.

Acelerones, frenazos…; las calles del abarrotado Harlem no estaban hechas para persecuciones a toda velocidad. En cualquier caso, El Prestidigitador estaba atrapado en el mismo atasco que ella, y como conductor no le llegaba ni a la suela del zapato. Poco a poco, Sachs fue acortando la distancia que les separaba, pero entonces él giró hacia el patio de un colegio en el que había unos niños jugando al baloncesto y lanzando pelotas a jugadores imaginarios fuera del perímetro. No había muchas personas en el patio; las puertas estaban cerradas con un candado y cualquiera que quisiera entrar a jugar tenía que meterse por el estrecho espacio que quedaba entre ellas, como si fuera un contorsionista, o bien arriesgarse a escalar una valla metálica de seis metros de altura.

El Prestidigitador, sin embargo, se limitó a pisar a fondo el acelerador y atravesar la puerta. Aunque los chiquillos se dispersaron y por poco no atropella a alguno al acelerar otra vez para arremeter contra otra puerta que había al fondo.

Sachs dudó un instante, pero decidió no seguirle, puesto que el coche en el que iba no tenía estabilidad y había niños alrededor. Rodeó a toda prisa el bloque, rezando para encontrarse con él al otro lado. Derrapó al girar en la esquina y se detuvo.

Ni rastro de él.

No se podía explicar cómo se había escapado. Sólo le había perdido de vista diez segundos aproximadamente, el tiempo que le llevó salir del patio y rodear el edificio.

Y la única vía de escape alternativa era una calle corta y sin salida que terminaba en un muro de matorrales y árboles jóvenes. Más allá, Sachs sólo podía ver el paso elevado de Harlem River, detrás del cual no había más que la enfangada orilla que descendía hasta las aguas.

Así que se había escapado… Y la única prueba que podría presentar de la persecución sería la factura de los cinco mil dólares que le iba a costar reparar la carrocería. ¡Joder!…

Entonces se oyó una voz: «Todas las unidades que se encuentren en las inmediaciones de Frederick Douglass y la calle Uno Cinco Tres, estén preparadas para un código Diez Cinco Cuatro».

Accidente de coche con posibles heridos.

«El vehículo ha caído al río Harlem. Repito, tenemos un coche en el agua.»

¿Sería él?, se preguntó Amelia.

– Escena de crimen Cinco Ocho Ocho Cinco. En relación con la Diez Cinco Cuatro. ¿Saben la marca del coche? Cambio.

– Mazda o Toyota. Modelo nuevo. Beis.

– Correcto, Central. Creo que es el vehículo de la persecución de Central Park. Yo soy código Diez Ocho Cuatro y estoy en la escena. Corto.

– Comprendido, Cinco Ocho Ocho Cinco. Corto.

Sachs recorrió con el Camaro a toda velocidad la calle sin salida y aparcó junto a la acera. En el momento en que salía del vehículo llegaban una ambulancia y una Unidad de Servicios de Emergencia, que se internaron en la maleza por la parte que había aplastado a su paso el veloz Mazda. Sachs fue detrás de ellos, caminando con cuidado por los escombros. Conforme salían de los matorrales, Sachs vio un grupo de chabolas y cobertizos decrépitos. Había docenas de mendigos, la mayoría hombres. Era un sitio embarrado, lleno de maleza, basura, electrodomésticos rotos y coches oxidados y desvencijados.

Al parecer, El Conjurado había atravesado la zona de los matorrales a toda velocidad porque esperaba encontrar una carretera al otro lado. Sachs vio las huellas de los patinazos que debió de dar por el pánico, al ver que el coche se deslizaba sin control por el fango resbaladizo; al intentar esquivar a gran velocidad una de las casuchas, la partió en dos y atravesó un embarcadero podrido para acabar cayendo en el río.

Dos oficiales de las Unidades de Emergencia ayudaron a los habitantes de la chabola, que no estaban heridos, a salir de entre las ruinas, mientras que otros inspeccionaron el río para encontrar cualquier rastro del conductor. Sachs llamó por radio a Rhyme y Sellitto, y les contó lo sucedido. Le pidió al detective que solicitara con carácter prioritario un autobús de respuesta rápida.

– ¿Lo han cogido, Amelia? -le preguntó Sellitto-. Dime que lo han cogido.

Con los ojos puestos en la mancha de aceite y gasolina que flotaba sobre la rugosa superficie del agua, ella contestó:

– Ni rastro.

Sachs pasó por delante de una taza de váter destrozada y una bolsa de basura que olía a demonios, de camino a un grupo de hombres que hablaban en español y parecían muy nerviosos. Tenían cañas de pescar, tal vez porque aquel era un lugar muy popular para utilizar larvas de mosquito y cebo cortado para pescar. Habían bebido, pero estaban lo bastante sobrios como para hacer un relato coherente de lo sucedido. El coche había pasado por los matorrales a toda velocidad y se fue derechito al río. Todos ellos vieron a un hombre en el asiento del conductor y estaban seguros de que no había saltado del coche antes de que éste se cayera al río.

Sachs conversó brevemente con Carlos y su amigo, los dos mendigos que vivían en la chabola destruida. Los dos estaban colocados y, puesto que se hallaban dentro de la casucha cuando el Mazda se estrelló contra ella, no habían visto nada que pudiera servirle de ayuda. Carlos se mostraba beligerante, como si pensara que la ciudad le debía alguna compensación por aquella pérdida. Otros dos testigos, que a la hora del accidente estaban abriendo bolsas de basura para coger los cascos y recipientes por los que pudieran darles algún dinero, confirmaron la historia de los pescadores.

Llegaron más coches de policía, y también equipos de televisión que comenzaron a grabar con sus cámaras lo que quedaba de la chabola así como la lancha policial, junto a cuya popa había dos buzos con sus trajes impermeables que se metían en el agua en ese momento.

Cuando Amelia Sachs vio que las medidas de emergencia se habían centrado en el propio río, decidió ocuparse de las operaciones en tierra. En el Camaro no tenía muchos medios para investigar la escena, pero sí había cinta amarilla en abundancia con la que acordonó una extensa zona de la orilla del río. Cuando terminó de hacerlo, ya había llegado el vehículo de respuesta rápida.

Colocándose los auriculares, llamó a la Central, desde donde volvieron a establecer comunicación con Rhyme.

– Estamos al tanto, Sachs. ¿Han encontrado ya algo los buzos?

– No creo.

– ¿Saltó del coche en marcha?

– Según los testigos, no. Voy a ocuparme de esta escena de la orilla del río, Rhyme. Traerá buena suerte.

– ¿Suerte?

– Claro; ya que voy a tomarme la molestia de examinar la escena, seguro que los buzos encuentran el cuerpo, con lo cual mi trabajo será una pérdida de tiempo.

– Aun así, tendrá que haber una investigación y…

– Era una broma, Rhyme.

– Ya…, bueno, este asesino en particular no es que me haga mucha gracia. Continúa y recorre la cuadrícula.

Llevó a la zona acordonada uno de los maletines de Escenas de Crimen y cuando se disponía a abrirlo escuchó una voz con un acento especial que gritaba en tono apremiante:

– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Está todo el mundo bien?

Cerca de las cámaras de televisión vio a un latino repeinado, con vaqueros y chaqueta de sport, que se abría paso entre la multitud. Entrecerró los ojos, alarmado, al ver la chabola destrozada, y se dirigió corriendo hacia ella.

– ¡Oiga! -gritó Sachs. Pero él no la oyó.

El hombre pasó por debajo de la cinta amarilla y se dirigió directamente a la chabola, pisoteando las huellas de los neumáticos del Mazda y destruyendo seguramente cualquier cosa que El Prestidigitador hubiera arrojado desde el coche o que pudiera habérsele caído; incluso borrando las huellas de los zapatos del asesino, en el caso de que éste hubiera saltado del coche en marcha, a pesar de lo que habían declarado los pescadores.

Desconfiando ya de todo el mundo, Amelia le examinó la mano izquierda y comprobó que no tenía unidos el anular y el meñique. Así que él no era El Prestidigitador, pero entonces, ¿quién demonios era? Sachs se quedó pensativa. ¿Y qué hacía en su escena del crimen?

El hombre estaba ahora revolviendo entre las ruinas de la chabola, sacando tablones, planchas de madera y chapas metálicas onduladas, que luego tiraba por encima del hombro.

– ¡Eh, oiga! -gritó Sachs-. ¡Largo de aquí!

– ¡Puede que haya alguien ahí dentro! -gritó el hombre sin volverse.

Enfadada, le espetó:

– ¡Esto es una escena de un crimen! ¡No puede estar aquí!

– Puede haber alguien dentro -repitió.

– No, no, no. Ya ha salido todo el mundo. Están bien. ¡Eh!, ¿me está oyendo? Perdone, amigo, ¿oye lo que le estoy diciendo?

Si la oía o no, al parecer no importaba, al menos a él. Continuó escarbando febrilmente. ¿Qué pretendía? El hombre iba bien vestido y llevaba un Rolex; seguro que Carlos, el adicto al crack, no era pariente suyo.

Recitando para sí misma la famosa oración policial, «Líbranos, Señor, de los ciudadanos que se inmiscuyen en nuestro trabajo», les hizo una señal a dos oficiales de patrulla que andaban cerca.

– Sacadle de aquí.

– ¡Necesitamos más médicos! -gritaba el hombre-. Podría haber niños dentro.

Sachs contempló indignada cómo se sumaban las pisadas de los oficiales a los destrozos de su escena del crimen, que se iba deteriorando poco a poco. Agarraron al intruso de los brazos y lo levantaron hasta que se quedó de pie. El hombre se soltó de las manos de los oficiales, gritó con altanería su nombre a Sachs, como si fuera algún mafioso a quien todo el mundo debiera conocer, y comenzó a largarle un discurso sobre el vergonzoso trato que daba la policía a la marginada población latina que vivía en aquel lugar.

– Señora, ¿tiene usted idea de…?

– ¡Esposadle! Y luego, sacadle de aquí de una puñetera vez -ordenó Sachs, tras decidir que la parte del Manual del Sargento correspondiente a las relaciones con el vecindario ocupaba en ese caso un segundo lugar con respecto a las investigaciones criminales.

Los oficiales esposaron al acalorado ciudadano y le sacaron, entre bufidos e improperios, de la escena del crimen.

– ¿Quieres que lo fichemos? -preguntó uno de los oficiales.

– No; mantenedle bajo custodia un rato -gritó Sachs, provocando risas entre algunos de los presentes. Vio que le introducían en la parte trasera de uno de los coches patrulla; otro obstáculo más en la ya imposible, al parecer, búsqueda de aquel escurridizo asesino.

A continuación Sachs se puso el mono de tyvek y, provista de una cámara, bolsas para las pruebas y bandas de goma (al menos en los pies), se dispuso a recorrer la escena, comenzando por las ruinas de la destrozada «mansión» de Carlos. Lo hacía sin prisas y con mucho cuidado. Después de una persecución tan larga y angustiosa como la de ese día, Amelia Sachs ya no admitía nada. Era cierto que El Prestidigitador podía estar sumergido a quince metros de profundidad en esas aguas grisáceas. Pero lo mismo podía estar ya a salvo, trepando por alguna zona cercana de la orilla del río.

Ni siquiera le habría sorprendido enterarse de que el asesino se encontraba a muchos kilómetros de distancia, con otro disfraz y acechando a su siguiente víctima.


* * *

El reverendo Ralph Swensen llevaba ya varios días en la ciudad -era su primera visita a Nueva York-, y había decidido que nunca lograría acostumbrarse a un sitio como aquél.

Delgado, con una calvicie incipiente y un tanto tímido, el pastor se ocupaba de las almas de una ciudad mil veces más pequeña que Manhattan y a años luz de ésta.

Mientras que en su pueblo podía asomarse a la ventana de su iglesia y ver, hasta donde alcanzaba la vista, campos en los que pastaba plácidamente el ganado, lo que veía tras las rejas de la ventana de aquella habitación barata de un hotel cerca de Chinatown era un muro de ladrillo en el que había un garabato, hecho con spray veteado, que formaba parte de una pintada obscena.

Mientras que en casa, cuando él iba por la calle, la gente le decía «Hola, reverendo» o «Buen sermón, Ralph», allí le decían «Dame un dólar» o «Tengo Sida» o, sencillamente, «Chúpamela».

Aun así, el reverendo Swensen había ido para poco tiempo, de modo que suponía que podría sobrevivir a aquel pequeño choque cultural.

Llevaba ya algunas horas tratando de leer la antigua y deshecha Biblia que había en el hotel. Pero, finalmente, renunció a seguir intentándolo. El Evangelio según San Mateo, a pesar de ser una historia tan absorbente, no podía competir con los ruidos producidos por un chapero y su cliente, dale que te pego a lo que fuera que se traían entre manos y aullando de dolor o de placer o, lo más seguro, de ambas cosas a la vez.

El pastor sabía que debía considerar un honor haber sido elegido para aquella misión en Nueva York, pero se sentía como el apóstol San Pablo en uno de sus viajes entre los no creyentes de Grecia y Asia Menor, que le recibieron con escarnio y desdén.

Aahh, aaahhh, ahhhh… Así, así…, sí…, ahí… Oohhhhh…, sí, sí…, así, sigue, sigue…

Bueno, pues ya estaba bien. Ni siquiera San Pablo tuvo que aguantar tal nivel de depravación. Faltaban varias horas para que comenzara el concierto, pero el reverendo Swensen decidió marcharse antes. Se peinó, cogió las gafas y metió en su maletín una Biblia, un mapa de la ciudad y un sermón que estaba preparando. Bajó las escaleras que conducían al vestíbulo, donde se encontró con otra prostituta que estaba allí sentada. Era, o al menos lo parecía, una mujer.

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea…

Con un nudo en la garganta por la tensión, pasó apresuradamente delante de ella con la mirada clavada en el suelo, temiendo que le hiciera una proposición. Pero ella, o él, o lo que fuera, se limitó a sonreír y decir:

– ¡Qué tiempo más bueno tenemos, padre!, ¿verdad?

El reverendo Swensen le guiñó un ojo y le devolvió la sonrisa.

– Verdad -dijo, reprimiéndose para no añadir «hija mía», algo que no había hecho jamás en todo su sacerdocio. Se decidió por decir-: Muy buenos días.

Y salió a las duras calles del Lower East Side de Nueva York.

Se detuvo en la acera, delante del hotel: taxis que pasaban pausadamente; jóvenes asiáticos y latinos que caminaban con aire resuelto; autobuses que despedían gases calientes, metálicos; repartidores chinos en bicicletas que invadían la acera. Todo era tan agotador… Con los nervios a flor de piel y triste, el reverendo decidió que un paseo hasta el colegio donde iba a celebrarse el concierto le calmaría los nervios. Consultó el mapa y vio que estaba muy lejos, pero necesitaba hacer algo para calmar esa demencial ansiedad. Miraría escaparates, se pararía a cenar algo y se concentraría en su sermón.

Conforme se orientaba para emprender su paseo, sintió que alguien le observaba. Miró a su izquierda, hacia el callejón que había al lado del hotel. Vio a un hombre medio escondido detrás de un contenedor de basura, un hombre enjuto de pelo castaño vestido con un mono, que llevaba una pequeña caja de herramientas. Miraba al eclesiástico de arriba abajo, de una manera que parecía intencionada. De pronto, como si le hubieran pillado, se dio la vuelta y se adentró en el callejón.

El reverendo Swensen apretó con más fuerza su maletín, pensando si no habría cometido un error al no quedarse en el hotel -por muy inmundo y ruidoso que fuera- sin correr peligro hasta que hubiera llegado la hora de ir al concierto. Pero soltó una ligera carcajada. Calma, se dijo. El hombre no sería más que un conserje o alguien de mantenimiento, quizá empleado en el propio hotel, sorprendido al ver salir a un ministro del Señor de un lugar tan sórdido como ése.

Además, reflexionó según emprendía camino hacia el norte, él era un clérigo, una profesión que tenía que darle, sin duda, cierto nivel de inmunidad, incluso ahí, en aquella Sodoma actual.

Capítulo 21

¿Lo ves? Pues ya no lo ves.

No era posible que la bola roja pasara de estar en la mano derecha extendida de Kara a aparecer detrás de su oreja.

Pero así era.

Y después de que Kara cogiera de nuevo la esfera roja y la lanzara al aire, no podía esfumarse de pronto y terminar en el pliegue de su codo izquierdo.

Pero también así había sido. ¿Cómo?, se preguntaba Rhyme.

Kara y el criminalista estaban en el laboratorio que Rhyme tenía en el piso de abajo de su casa, esperando a Amelia Sachs y a Roland Bell. Mientras Mel Cooper colocaba las pruebas sobre las mesas de examen y con música de jazz como telón de fondo, Rhyme asistía a una función de prestidigitación exclusiva para él.

Kara estaba delante de una ventana y llevaba una de las camisetas negras que Sachs guardaba en el armario del piso de arriba. En aquel momento, Thom estaba lavándole la camiseta para quitarle la mancha de color sangre, hecha con Heinz 57, con la que había improvisado una actuación de ilusionismo en la feria de artesanía.

– ¿De dónde las has sacado? -le preguntó Rhyme, señalando con la cabeza a las bolas. No había visto que Kara las sacara de su bolso ni de sus bolsillos.

La chica, con una sonrisa, dijo que las había «hecho aparecer» (otro truco que encantaba a los magos, según había observado Rhyme, era el de convertir verbos intransitivos en transitivos).

– ¿Dónde vives? -le preguntó.

– En el Village.

Rhyme hizo un movimiento con la cabeza, ya que le venían a la mente algunos recuerdos.

– Cuando estábamos juntos mi mujer y yo, la mayoría de nuestros amigos vivían allí. Y en el Soho, y en TriBeCa.

– Yo no suelo pasar más allá de la Veintitrés -dijo ella.

Carcajada del criminalista.

– En mi época, la «zona desmilitarizada» empezaba en la Catorce.

– Parece qué van ganando los nuestros -bromeó Kara mientras que las bolas aparecían y desaparecían, de una mano a la otra, y luego recorrían el aire en un improvisado acto de malabarismo.

– ¿Y tu acento? -le preguntó Rhyme.

– ¿Tengo acento?

– Bueno, entonación, inflexión…, deje.

– Probablemente de Ohio, del Medio Oeste.

– Yo también soy de allí, de Illinois -dijo Rhyme.

– Pero llevo aquí desde los dieciocho. Fui al colegio en Bronxville.

– Sarah Lawrence, arte dramático -dedujo Rhyme.

– Inglés.

– Te gustó y te quedaste.

– Bueno, me gustó en su momento, y luego salí de los suburbios y me fui al centro. Después, tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó aquí para estar cerca de mí.

Hija de viuda…, como Sachs, reflexionó Rhyme. Se preguntó si Kara tendría los mismos problemas que había tenido Amelia con su madre. Hacía pocos años que habían llegado a un acuerdo, pero cuando Sachs era adolescente, su madre había sido una mujer tempestuosa, de humor variable e impredecible. Rose no entendía por qué su marido no quería ser nada más que un poli, y por qué su hija quería ser todo menos lo que su madre quería que fuese. Naturalmente, eso condujo a que padre e hija se aliaran, lo que empeoró aún más la situación. Sachs le dijo a su padre que podían utilizar el garaje como refugio en los días malos, y allí encontraron un universo cómodo y previsible; cuando un carburador no funcionaba, se debía a que se había infringido una regla simple y justa del mundo físico: la tolerancia de los aparatos era inapropiada o una junta se había cortado mal. Los motores, la suspensión y la transmisión no te sumergían en estados de ánimo melodramáticos ni en diatribas crípticas y ni en el peor de los casos te echaban la culpa de sus propios fracasos.

Rhyme había coincidido con Rose Sachs en varias ocasiones y le pareció una mujer encantadora, charlatana, excéntrica y orgullosa de su hija. Pero él sabía que donde más presente está el pasado es entre padres e hijos.

– ¿Y funciona eso de que esté cerca de ti? -le preguntó Rhyme con escepticismo.

– Suena a infierno familiar, ¿no? Pero no, mamá es una maravilla; es… como…, ¿sabes?…, una madre. Tienen algo especial. Y nunca lo pierden.

– ¿Dónde vive?

– Está en una residencia, en el Upper East Side.

– ¿Está muy enferma?

– Nada grave. Se pondrá bien. -Distraída, Kara hizo rodar las bolas por sus nudillos y se las puso finalmente en la palma de la mano-. En cuanto mejore, vamos a irnos a Inglaterra, las dos juntas. Londres, Stratford, los Cotswolds. Ya estuve una vez allí con mis padres. Fueron las mejores vacaciones de todas. Esta vez, voy a conducir por la izquierda y a beber cerveza caliente. La última vez no me dejaron. Claro que entonces tenía trece años. ¿Ha estado allí alguna vez?

– Claro. Trabajaba con Scotland Yard de vez en cuando. Y he dado conferencias allí. No he vuelto a ir desde…, bueno, desde hace algunos años.

– La magia y el ilusionismo han gozado siempre de mayor popularidad en Inglaterra que aquí. ¡Tienen tanta historia! Quiero enseñarle a mamá la Sala Egipcia en Londres. Ése era el centro del universo para los magos de hace cien años. Para mí es una especie de peregrinaje, ¿sabe?

Rhyme miró hacia la puerta. Ni rastro de Thom.

– Hazme un favor…

– Claro.

– Necesito una medicina.

Kara vio que había algunos tarros con pastillas apoyados contra la pared.

– No, ahí, en la estantería.

– ¡Ah!, entiendo. ¿Cuál de ellas?

– La del extremo. Macallan, de dieciocho años -pidió Rhyme en un susurro-. Y ten en cuenta que cuanto menos ruido hagas al servirlo, mejor.

– ¡Se lo ha pedido a la persona adecuada! Robert-Houdin decía que había tres habilidades que uno tenía que dominar para ser un ilusionista de éxito: destreza, destreza y destreza. -En cuestión de segundos había vertido en el vaso una dosis generosa del whisky humeante, y en verdad lo hizo de forma silenciosa y casi imperceptible. Thom podría haber estado cerca y no lo habría advertido. Kara deslizó la pajita en el vaso y colocó éste en el orificio de la silla de ruedas.

– Sírvete si quieres.

Kara negó con la cabeza y luego hizo un gesto señalando la cafetera, cuyo contenido había vaciado prácticamente ella sólita.

– Ése es mi veneno.

Rhyme dio un sorbo al whisky escocés. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el escozor impregnara lentamente el fondo de su boca y luego desapareciera. Mientras tanto, observaba las manos de Kara y el imposible comportamiento de las bolas entre sus dedos. Otro trago largo.

– Me gusta.

– ¿El qué?

– Esta idea del ilusionismo. -«No te pongas sensiblero, joder», se dijo. «Te pones así cuando estás bebido.» Pero aquella aseveración sobre sí mismo no le impidió beber otro sorbito de whisky y continuar diciendo:

– A veces, la realidad puede ser un poco dura, ¿sabes? -tampoco pudo evitar echar una mirada incómoda a su cuerpo inmóvil.

Se arrepintió instantáneamente del comentario y de la mirada, y cambió de tema. Pero Kara no le mostró ni un ápice de lástima fingida:

– ¿Sabe?, yo no estoy segura de que haya mucha realidad.

Rhyme frunció el ceño; no comprendía lo que quería decir.

– ¿No es una ilusión la mayor parte de nuestras vidas? -continuó Kara.

– ¿Cómo?

– Bueno, todo lo pasado son recuerdos, ¿no?

– Sí.

– Y todo lo futuro es imaginación. Tanto una cosa como la otra son ilusiones. Los recuerdos no son fiables, y sobre el futuro no podemos más que especular. Lo único que es por completo real es el preciso instante del presente, y éste pasa constantemente de la imaginación al recuerdo. ¿Lo ve? La mayor parte de nuestra vida es ilusoria.

Rhyme se rió suavemente ante tal planteamiento. Como persona lógica, como científico, él quería abrir un agujero en la teoría de Kara. Pero no pudo. Ella tenía razón, concluyó. Él pasaba la mayor parte de su tiempo entre recuerdos del Antes, antes del accidente, y pensando lo mucho que había cambiado su vida Después.

¿Y el futuro? Oh, sí, él solía habitar allí. Sin que nadie se hubiera enterado, salvo Sachs y Thom, Rhyme pasaba al menos una hora casi todos los días trabajando: ejercicios de recuperación de la movilidad manual, ejercicios de aguaterapia en un hospital cercano, o montando en la bicicleta de estimulación electrónica que guardaba en un dormitorio del piso de arriba. Aquel régimen de ejercicios lo hacía en parte para recuperar ciertas funciones nerviosas y motrices, mejorar la capacidad de resistencia y prevenir los problemas de salud colaterales que pueden multiplicarse en los tetrapléjicos. Pero la razón principal de tales esfuerzos era mantener los músculos en forma para el día en que existiera una cura.

Aplicó también la teoría de Kara a su profesión: cuando trabajaba en un caso, no dejaba de volver una y otra vez a sus recuerdos para extraer datos sobre investigaciones forenses y crímenes pasados, al mismo tiempo que preveía dónde podía estar el sospechoso y qué iba a hacer éste a continuación.

Todo lo pasado son recuerdos y todo lo futuro es imaginación…

– Ya que hemos roto el hielo -dijo Kara, añadiendo un azucarillo al café-, tengo que hacerle una confesión.

Otro trago.

– Dime.

– Guando le vi por primera vez, pensé lo que voy a decirle…

Oh, sí, Rhyme lo recordaba. La Mirada. La famosa mirada «aléjate de los lisiados». Acompañada de La Sonrisa. Sólo había algo peor, y era lo que se avecinaba en ese momento: la siempre incómoda disculpa por La Mirada y La Sonrisa.

Kara se quedó dubitativa, se sentía violenta, pero continuó:

– Lo que pensé fue que usted podría ser un magnificó ilusionista.

– ¿Yo? -preguntó Rhyme, sorprendido.

Kara asintió con la cabeza.

– En usted todo es percepción y realidad. La gente le mira y ve que es minusválido…, ¿así lo llama usted?

– Los políticamente correctos dicen «discapacitado». Yo, por mi parte, lo que digo es que estoy jodido.

Kara rió y continuó hablando:

– La gente ve que usted no puede moverse. Es probable que piensen que tiene problemas mentales o que es algo retrasado, ¿verdad?

Era cierto. Las personas que no le conocían solían hablarle más despacio y más alto, explicaban cosas obvias de forma simple. (A Thom le indignaba que Rhyme, a veces, contestara murmurando frases incoherentes o fingiendo tener el síndrome de Tourette, lo que espantaba a las horrorizadas visitas.)

– El público se formaría al instante una opinión con respecto a usted, y estarían convencidos de la imposibilidad de que estuviera detrás de los números de ilusionismo. La mitad de los asistentes no dejaría de pensar en su condición, y la otra mitad no se atrevería siquiera a mirarle. Entonces sería el momento de engañarles… En fin, el caso es que le vi en esta silla de ruedas… y está claro que ha pasado por momentos muy duros. Y, para ser sincera, yo no me mostré compasiva, no le pregunté qué tal estaba. Ni siquiera dije «Lo siento». Lo único que pensé fue «Qué gran mago sería». Fue bastante grosero por mi parte y tuve la sensación de que usted se dio cuenta.

Aquella confesión inundó a Rhyme de satisfacción. Enseguida la tranquilizó:

– Créeme, yo no me llevo bien con la compasión ni con la delicadeza. La grosería me merece muchísimo más respeto.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

Kara levantó la taza de café.

– Por el famoso ilusionista, El Hombre Inmovilizado.

– Los juegos de manos serían un problema para mí -señaló Rhyme.

– Como dice siempre el señor Balzac: la mejor de las destrezas son los juegos de mente.

Oyeron que se abría la puerta principal y, acto seguido, las voces de Sachs y Sellitto, que se acercaban por el pasillo. Rhyme arqueó una ceja y se inclinó sobre la pajita que había en el vaso. Dijo en voz muy baja:

– Observa esto. Es un número que yo llamo «Cómo escamotear las pruebas comprometedoras».

Lon Sellitto preguntó:

– En primer lugar: ¿podemos creer que está muerto?, ¿que está durmiendo entre los peces?

Sachs y Rhyme se miraron entre sí y dijeron al unísono:

– No.

El corpulento detective continuó:

– ¿Sabéis lo peligrosas que son esas aguas del Harlem? Los niños que se lanzan a nadar en él desaparecen para siempre.

– Tráeme el cadáver -dijo Rhyme-, y te creeré.

Ahora bien, le animaba una cosa: que no tenían noticia de que se hubiera producido ningún homicidio o desaparición. La casi captura y la zambullida en el río probablemente habrían asustado al asesino; tal vez ahora que sabía que la policía le seguía los talones, renunciaría a cometer más agresiones o, al menos, dejaría de actuar por algún tiempo, lo que daría a Rhyme y a su equipo una oportunidad de encontrar su escondite.

– ¿Y qué pasa con Larry Burke? -preguntó Rhyme.

Sellitto hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Tenemos a docenas de agentes buscándole. Y a muchos voluntarios; también a militares y bomberos fuera de servicio, ¿sabes? El alcalde ha ofrecido una recompensa… Pero permitidme que os diga que no tiene buena pinta. Yo pienso que tal vez está en el maletero del Mazda.

– ¿Aún no lo han sacado?

– Aún no lo han encontrado. Las aguas en esa zona son negras como el azabache y, según me dijo uno de los buzos, la corriente podría haber arrastrado el coche más de un kilómetro antes de que se hundiera.

– Debemos tener en cuenta -señaló Rhyme- que el asesino tiene el arma y la radio de Burke. Lon, deberíamos cambiar de frecuencia para que no pueda oír lo que tramamos.

– Claro. -El detective llamó a la Central e hizo que cambiaran todas las transmisiones relativas al caso del Prestidigitador a una frecuencia especial de operaciones especiales que cubría toda la ciudad.

– Volvamos a las pruebas. ¿Qué tenemos, Sachs?

– No hay nada en el restaurante griego -contestó ella haciendo una mueca-. Le dije al gerente que no tocara la escena, pero parece que no lo entendió del todo. O no quiso entenderlo. Cuando volvimos allí, el personal había limpiado la mesa y barrido el suelo.

– ¿Y qué pasa con la charca donde le visteis?

– Allí encontramos algunas cosas -dijo Sachs-. Nos cegó otra vez con ese algodón flash y lanzó varios petardos. Al principio pensamos que estaba disparando.

Cooper inspeccionó los residuos quemados:

– Como en el caso de los otros, no puede averiguarse el origen.

– Vale -suspiró Rhyme-. ¿Qué más hay?

– Cadenas. Dos trozos.

El asesino había rodeado con aquellas cadenas a Cheryl Marston por el tórax, los brazos y los tobillos, asegurándolas después con cierres automáticos, como los que se utilizaban en las correas de los perros. Cooper y Rhyme examinaron con detenimiento todos esos artículos. No había marcas de fábrica en ninguno de ellos. Y lo mismo sucedía con la cuerda y con la cinta adhesiva con la que amordazó a la chica.

La bolsa de deporte que el asesino recogió del coche y en la que probablemente llevaba las cadenas y la cuerda tampoco tenía marca y estaba fabricada en China. Si se disponía de los recursos humanos suficientes, a veces era posible averiguar la procedencia de objetos tan comunes como aquél preguntando en los establecimientos comerciales de saldos y a vendedores ambulantes. Pero ante una bolsa de deporte como aquélla, barata y producida en serie, una búsqueda de tal magnitud resultaba imposible.

Cooper la vació sobre una bandeja de porcelana para análisis de pruebas y golpeó varias veces el fondo para sacar todo su contenido. Cayó un poquito de polvo blanco. El técnico realizó un análisis químico que reveló que la sustancia era flunitracepam.

– Es la droga que utilizan los agresores sexuales cuyas víctimas son personas a quienes conocen -le dijo Sachs a Kara.

La bolsa contenía también pequeñas bolitas de un material pegajoso y translúcido, parecido a otra sustancia alojada en la cremallera y en el asa.

– No lo reconozco -dijo Cooper.

Kara las examinó, las olió y dijo:

– Es la cera adhesiva que se emplea en magia. La usamos para pegar cosas provisionalmente, mientras estamos en escena. Tal vez él tenía una cápsula de droga pegada a la palma de la mano, preparada para dejarla caer en el vaso de la chica en el momento oportuno.

– ¿Y esa cera se encuentra en…? -preguntó Rhyme con cinismo-…, déjame pensar…, en cualquier tienda de magia del mundo occidental, ¿no?

– Lo lamento -dijo Kara, asintiendo con la cabeza.

Dentro de la bolsa, Cooper encontró también unas virutas metálicas y una marca negra circular, parecida a la huella dejada por un bote de pintura pequeño.

Al examinarlo por el microscopio comprobó que el metal era probablemente estaño, y que en él había unas marcas especiales de fabricación a máquina, pero a Rhyme se le escapaban las deducciones que pudieran hacerse a partir de esa información.

– Envía algunas instantáneas a nuestros amigos de la agencia.

Cooper tomó las fotografías, las comprimió y las envió a Washington a través de un correo electrónico cifrado.

Las manchas negras resultaron ser tinta indeleble, no pintura. Pero la base de datos no pudo identificar la clase en particular; no había marcadores para aislarlas.

– ¿Qué es eso? -preguntó Rhyme mirando una bolsa de plástico que contenía una tela de color azul marino.

– Ahí sí tuvimos suerte -dijo Sachs-. Es la cazadora que llevaba el asesino cuando conoció a Marston. No tuvo ocasión de cogerla cuando salió corriendo.

– ¿Algún rasgo característico? -preguntó Rhyme con la esperanza de que hubiera iniciales o marcas de la lavandería.

Después de un detenido examen de la prenda, Cooper anunció:

– No. Y no queda ni una etiqueta.

– Pero encontramos algunas cosas en los bolsillos -dijo Sachs.

Lo primero que examinaron fue un pase de prensa de una de las principales cadenas de televisión por cable. El periodista de la CTN se llamaba Stanley Saferstein, y en la fotografía del pase aparecía como un hombre delgado, de pelo castaño y con barba. Sellitto llamó a la cadena y habló con el responsable de seguridad. Resultó que Saferstein era uno de sus periodistas más veteranos, que llevaba años trabajando en la sección metropolitana. Le habían robado el pase la semana anterior: desapareció durante o después de la celebración de una conferencia de prensa en el sur de la ciudad. Aunque el ladrón había tenido que cortar el cordón para llevarse el pase, el periodista afirmó no haber notado nada en absoluto.

Quien había robado la tarjeta a Saferstein era el Prestidigitador, pensó Rhyme, ya que el periodista se le parecía ligeramente: unos cincuenta años, cara alargada y pelo oscuro.

El pase robado se había anulado, según explicó el jefe de seguridad, «pero quien se lo hubiera llevado podía seguir pasando por los controles de muchos sitios; los guardas y policías no comprueban a fondo si ven nuestro logotipo».

Después de que Cooper colgara el teléfono, Rhyme le dijo:

– Comprueba el nombre «Saferstein» en las bases del VICAP [17] y del NCIC [18].

– ¿Seguro?, ¿porqué?

– Por si acaso, sólo -contestó Rhyme.

No le sorprendió que el resultado fuera negativo. De hecho, no había pensado que el periodista tuviera ninguna relación con El Prestidigitador, pero con un criminal como aquél no quería arriesgarse.

En la cazadora se había encontrado también una tarjeta de plástico gris correspondiente a la llave de un hotel. Rhyme se puso contentísimo con ese hallazgo. Aunque no figurara en ella el nombre del establecimiento -sólo tenía el dibujo de una llave y una flecha, para indicar al cliente el extremo por el que tenía que insertar la tarjeta en la cerradura-, suponía que habría códigos en la banda magnética que les darían información sobre el hotel y la habitación a la que pertenecía.

Cooper encontró el nombre del fabricante en unas letras muy pequeñas al dorso de la tarjeta: APC INC, AKRON, OHIO. Según comprobó en una base de datos de marcas comerciales, eran las siglas de American Plastic Cards, una empresa que fabricaba cientos de tarjetas de identidad y de cerraduras.

No pasaron ni cinco minutos cuando el equipo ya estaba en comunicación, a través del teléfono con altavoz, con el mismísimo presidente de la APC, un director general, según imaginaba Rhyme, en mangas de camisa, que no tenía inconveniente alguno en trabajar un sábado o en coger él mismo el teléfono. Rhyme le explicó la situación, le dio una descripción de la llave y le preguntó a cuántos hoteles de la zona metropolitana de Nueva York se vendía.

– ¡Ah, sí! Esa es la APC-42. Es nuestro modelo más demandado. La fabricamos para los grandes sistemas de cierre: Ilco, Saflok, Tesa, Ving, Sargent y todos los demás.

– ¿Alguna sugerencia que nos permita adjudicarla a un hotel en concreto?

– Me temo que van a tener que empezar a llamar a los hoteles y preguntar cuál de ellos utiliza APC-42 de color gris. Nosotros tenemos esa información aquí, pero yo no sabría encontrarla. Intentaré localizar a mi director de ventas o a su ayudante. Pero eso puede tardar un día o dos.

– ¡Puf. -dijo Sellitto.

Sí, «puf».

Después de colgar, Rhyme decidió que no quería esperar la respuesta de APC, así que le pidió a Sellitto que enviara la llave a Bedding y Saul, y que les diera instrucciones para que comenzaran a indagar en los hoteles de Manhattan a fin de averiguar cuál de ellos utilizaba la maldita APC-42. También ordenó que se analizaran las huellas dactilares del pase de prensa y de la llave de tarjeta. Pero los resultados también fueron negativos: sólo revelaron algunas manchas y más huellas de fundas de dedos.

Roland Bell volvió de las escenas del crimen correspondientes al West Side, y Cooper le puso al tanto de lo que el equipo sabía hasta el momento. Después volvieron a las pruebas y averiguaron que la cazadora del Prestidigitador contenía algo más: la factura de un restaurante llamado Riverside Inn, en Bedford Junction, Nueva York. De esa factura se deducía que fueron cuatro personas las que almorzaron en la mesa 12, el sábado 6 de abril, es decir, hacía dos semanas. Comieron pavo, carne mechada, un filete y un menú especial. Nadie bebió alcohol, sólo refrescos.

Sachs hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Dónde coño está Bedford Junction?

– Creo que hacia el norte del Estado -dijo Mel Cooper.

– Hay un número de teléfono en la factura -dijo Bell, arrastrando las palabras con su característico acento-. Llámales. Pregunta a Debby o a Tanya o como quiera que se llame la encantadora camarera de turno si en la mesa… -echó un vistazo a la factura-… doce se sientan clientes habituales. O, al menos, si recuerda quiénes pidieron esa comida. Ya ha pasado algún tiempo, pero nunca se sabe.

– Dime el número -preguntó Sellitto.

Bell se lo dijo.

En efecto: hacía ya un tiempo, demasiado, como se temía Rhyme. Ni el gerente ni los camareros tenían idea de quién había estado allí ese sábado.

– Es un «sitio con mucho movimiento» -dijo Sellitto con cara de resignación-. Y no son palabras mías.

– No me gusta -intervino Sachs.

– ¿El qué?

– ¿Qué hace comiendo con otras tres personas?

– Ésa es una buena observación -dijo Bell-. ¿Crees que está trabajando con alguien?

– No -respondió Sellitto-, no creo. Los asesinos en serie casi siempre son seres solitarios.

– Yo no estoy tan segura -discrepó Kara-. Los magos de cerca o los magos de salón, por ejemplo, trabajan en solitario. Pero éste es un ilusionista, ¿recuerda?, y los ilusionistas trabajan siempre con más gente: piden voluntarios entre los asistentes, tienen ayudantes en el escenario que el público sabe que están compinchados con el mago… Y luego están también los cómplices, es decir, esas personas que trabajan para el ilusionista sin que el público lo sepa. Puede que estén disfrazados de tramoyistas o que estén entre el público y se ofrezcan como voluntarios… En una buena función, uno nunca está seguro de quién es quién.

¡Cielo santo!, pensó Rhyme. ¡Qué horror de asesino, con su habilidad para el transformismo, el escapismo y el ilusionismo! Y si trabajaba con ayudantes se convertía en un peligro cien veces mayor.

– Anótalo, Thom -ladró Rhyme-. Veamos qué habéis encontrado en el callejón donde le atrapó Burke.

De lo primero que se ocuparon fue de las esposas del oficial.

– Se las quitó en cuestión de segundos. Tenía que tener una llave -dijo Sachs. Para desesperación de la mayoría de los policías del país, casi todas las esposas se podían abrir con llaves genéricas, que se adquirían por unos cuantos dólares en establecimientos de artículos para los cuerpos de seguridad.

Rhyme acercó su silla a la mesa de análisis y examinó detenidamente las esposas.

– Dales la vuelta… Levántalas… El asesino podía haber utilizado una llave, es cierto, pero yo veo arañazos recientes en el orificio. Yo diría que forzó la cerradura.

– Pero Burke le habría cacheado antes… -señaló Sachs-. ¿De dónde sacó una ganzúa?

– Podía tenerla escondida en cualquier sitio -sugirió Kara-. En el pelo, en la boca…

– ¿En la boca? -dijo en voz baja Rhyme-. Coloca las esposas bajo el foco de luz especial, Mel.

Cooper se puso unas gafas protectoras, encendió el foco y dirigió el haz hacia las esposas.

– En efecto; aquí tenemos unas diminutas manchas y puntitos, alrededor del ojo de la cerradura.

Rhyme le explicó a Kara que eso significaba que había restos de fluidos corporales; saliva, lo más seguro.

– Houdini lo hacía continuamente. A veces dejaba que alguien del público comprobara si tenía algo en la boca. Pero luego, justo antes de empezar, su mujer le daba un beso; según decía él, para que le diera buena suerte, pero en realidad lo que hacía ella era pasarle una llave con la boca.

– Pero el asesino estaría esposado por la espalda -dijo Sellitto-. ¿Cómo podía entonces llevarse las manos a la boca?

– ¡Vaya! -dijo Kara con una carcajada-. Cualquier escapista puede pasar de tener las manos esposadas a la espalda a tenerlas en la parte delantera en cuestión de tres o cuatro segundos.

Cooper examinó los restos de saliva. Hay personas que segregan anticuerpos a través de todos los fluidos corporales, lo que permite a los investigadores determinar el grupo sanguíneo. Pero El Prestidigitador no era uno de ellos.

Sachs había encontrado también un trocito de metal con el borde dentado.

– Sí, eso también es de él -dijo Kara-. Ésa es otra herramienta de los escapistas. Una cuchilla de sierra. Con eso es con lo que seguramente cortó los plásticos con que le ataron los tobillos.

– ¿Se habría metido eso en la boca también? ¿No es demasiado peligroso?

– Oh, es muy común en la profesión esconder agujas o cuchillas de afeitar en la boca como parte de una actuación. Teniendo práctica resulta muy seguro.

Al examinar la última de las pruebas recogidas en la escena del callejón encontraron más trozos de látex y restos de maquillaje idénticos a los que ya habían identificado por la mañana. Y también más aceite Tack-Pure.

– Y en la orilla del río, Sachs, ¿encontraste algo?

– Sólo unas huellas de los patinazos del coche. -Sachs colgó las fotografías digitales que Cooper había sacado de la impresora-. Un ciudadano deseoso de colaborar se las arregló para arruinar la escena. Pero aun así pasé media hora examinando el barro. Estoy bastante segura de que no dejó ningún resto y de que no saltó del coche en marcha.

– ¿Y qué pasa con la víctima, la señora Marston? -le preguntó Sellitto a Bell-. ¿Ha dicho algo?

El detective de Tarheel hizo un resumen de su entrevista con la mujer.

Una abogada, reflexionó Rhyme. ¿Por qué la escogió? ¿Qué pauta seguía El Prestidigitador para seleccionar a sus víctimas? Una estudiante de música, un maquillador y una abogada.

– Está divorciada -añadió Bell-. El marido está en California. No es que fuera el divorcio más amistoso del mundo, pero no creo que él tenga nada que ver. He ordenado que los del LAPD [19] hagan algunas llamadas y esperan que comparezca hoy. Y no tiene antecedentes ni en el NCIC ni en el VICAP.

Cheryl Marston había descrito al Prestidigitador como un hombre delgado, fuerte, con barba y con cicatrices en el cuello y en el pecho.

– ¡Ah!, y confirmó que tenía los dedos deformados, como habíamos pensado. «Fundidos», dijo. Él no mencionó el barrio en el que vivía y escogió el alias «John». Ahí tenéis un chico listo.

Una información que no sirve de nada, reflexionó Rhyme.

Bell explicó a continuación que él había sido quien sacó a la mujer del agua y todo lo que pasó después.

– ¿Hay algo que te resulte familiar? -le preguntó Rhyme a Kara.

– Es posible que él hipnotizara a una paloma o a una gaviota, la lanzara contra el caballo y luego utilizara algún tipo de gimmick, de aparato para que el caballo siguiera estando nervioso.

– ¿De qué tipo? -preguntó Rhyme-. ¿Tú conoces a algún fabricante de artilugios como esos?

– No; seguramente también sea de fabricación casera. Los magos, antes, para lograr que los leones rugieran en el momento oportuno empleaban electrodos, o les pinchaban, cosas por el estilo. Pero los defensores de los derechos de los animales no permitirían que ahora se hiciera algo así.

Bell continuó describiendo lo que había pasado cuando Marston y El Prestidigitador se fueron a tomar café.

– Hay una cosa que dijo Marston que sí me resultó rara: que parecía como si él pudiera leerle el pensamiento.

Bell describió lo que Marston le había contado, lo que le sorprendía que El Prestidigitador pareciera saber tantas cosas sobre ella.

– Lectura del cuerpo -dijo Kara-. Él dice algo y luego observa con atención cómo reacciona ella. Eso le da mucha información. Hacer eso con alguien se llama «venderles la moto». Un mentalista realmente bueno puede averiguar todo tipo de cosas a partir de una conversación inocente con alguien.

– Después, cuando ella ya estaba más relajada, él la drogó y la llevó a la charca. Allí la colgó cabeza abajo.

– Es una variante del número «La cámara de tortura acuática» -explicó Kara-. De Houdini, una de sus más famosas creaciones.

– ¿Y qué me dices de que se escapara de la charca? -le preguntó Rhyme a Sachs.

– Al principio, yo no estaba segura de si era él, puesto que había cambiado de aspecto. Iba vestido de otra manera y -echó una mirada a Kara- tenía las cejas diferentes; tampoco podía verle los dedos de la mano. Después me distrajo hablando como un ventrílocuo. Y eso que yo le estaba mirando directamente a la cara; la verdad, no vi que moviera los labios.

– Apuesto a que escogió palabras que no tienen las letras b, m ni p. Y, seguramente, tampoco la f ni la v.

– Tienes razón… creo que lo que dijo fue algo como: «¡Eh, cuidado con el del chándal, a su derecha, al suelo!» -Sachs hizo un gesto de rabia-. Yo miré en la dirección en que él miró, como hizo todo el mundo, y fue entonces cuando soltó el algodón flash y me cegó. Lanzó varios petardos, y me hizo pensar que estaba disparando. Me pilló desprevenida.

Rhyme vio reflejada en su cara la indignación que sentía. Sin embargo, Amelia Sachs se guardaba su peor ira para sí misma.

En cambio, Kara dijo:

– No te lo tomes tan mal. Engañar a través del oído es lo más fácil. Nosotros no empleamos mucho las ilusiones de sonido en los espectáculos. Es un truco barato.

Sachs recibió esas palabras reconfortantes encogiéndose de hombros; acto seguido continuó:

– Mientras que Roland y yo seguíamos cegados por la luz, él desapareció y se metió en la feria de artesanía -otro gesto de rabia-. Y, quince minutos después, vi a ese motero con una camiseta de Harley. ¡Por Dios bendito!, ¡le tuve delante de mí!

– ¿Sabes? -dijo Kara, haciendo un gesto negativo con la cabeza-, definitivamente, sus monedas no le cantan.

– ¿Y eso que significa? -preguntó Rhyme-. ¿Monedas que cantan?

– Oh, es una expresión que utilizan los ilusionistas. Literalmente significa que no se oye el ruido que hacen las monedas cuando se realizan pases con ellas, pero lo usamos en sentido general cuando alguien es realmente bueno. También decimos que sus trucos son «contundentes».

La chica se dirigió a la pizarra en la que figuraba el perfil del mago, cogió un rotulador y añadió la frase.

– De modo que El Prestidigitador hace magia de cerca, mentalismo e incluso ventriloquia. Y trucos con animales. Sabemos también que sabe forzar cerraduras, como hizo en el segundo asesinato, y ahora sabemos que además es un escapista. ¿Qué tipo de magia no hace?

Rhyme echó la cabeza hacia atrás mientras observaba a Kara escribir en la pizarra. En ese momento entró Thom en la habitación con un sobre grande y se lo entregó a Bell.

– Es para ti.

– ¿Qué es esto? -preguntó el detective de Tarheel mientras sacaba unos papeles y los leía, asintiendo lentamente con la cabeza-. Es el informe del seguimiento que se ha hecho sobre el asunto de la oficina de Grady, el que le pediste a Peretti. Lincoln, ¿te importa echarle un vistazo?

La nota del tribunal que había en la parte superior del papel decía: LR -en respuesta a su petición-. VP.

Rhyme leyó detenidamente el informe mientras Thom pasaba las páginas cuando él se lo indicaba con un movimiento de cabeza. Los técnicos de Escena del Crimen habían elaborado un inventario exhaustivo de todo lo que hallaron en el despacho de la secretaria, y también habían identificado y clasificado todas las huellas de las pisadas en la habitación, tal y como pidió Rhyme. Lo leyó varias veces con suma atención, cerrando los ojos e imaginándose la escena.

A continuación volvió al análisis completo de las fibras encontradas. La mayoría de las de color blanco eran una mezcla de poliéster y rayón. Algunas estaban unidas a una fibra gruesa de algodón, blanca también. Casi todas estaban sin brillo y sucias. Las negras eran de lana.

– Mel, ¿qué opinas de las negras?

El técnico se bajó de su taburete y examinó las imágenes.

– El trabajo fotográfico no es de los mejores que he visto -dijo, y al poco concluyó-: de algún tejido prieto; tela de sarga.

– ¿Una gabardina? -preguntó Rhyme.

– No puedo decirlo con seguridad sin una muestra más grande donde se vea la trama diagonal. Pero yo apostaría a que es gabardina.

Rhyme leyó el resto de la página, en la que se decía que la única fibra roja que se había encontrado en la oficina era satén.

– Bueno, bueno… -Estaba pensando, con los ojos cerrados, asimilando todo lo que había leído.

– ¿Qué sabes de telas y tejidos, Mel? -le preguntó el criminalista a Cooper.

– No mucho; pero si me permites que te cite, Lincoln, lo que importa no es «¿Qué sabes de esto o de lo otro?», sino «¿Sabes dónde encontrar información sobre esto o lo otro?». Y la respuesta a esto último es: «Sí».


EL PRESTIDIGITADOR

Escena del crimen en Escuela de Música

§ Descripción del criminal: Pelo castaño, barba postiza, sin rasgos distintivos especiales, complexión mediana, altura media, edad aproximada 50 años. Dedos anular y meñique de mano izquierda unidos. Cambió de atuendo rápidamente para hacerse pasar por conserje viejo y calvo.

§ Sin móvil aparente.

§ Victima: Svetlana Rasnikov.

s Estudiante de música a tiempo completo.

s Contactando con familiares, amigos, alumnos y compañeros de trabajo para encontrar posibles pistas.

~ No tiene novio ni se le conocen enemigos. Actúa en fiestas de cumpleaños infantiles.

§ Placa de circuitos con un altavoz conectado.

s Enviado al laboratorio del FBI, NY.

~ Grabadora digital, probablemente contiene la voz del criminal. Destruidos todos los datos.

~ La grabadora de voz es un gimmick (accesorio especial). Fabricación casera.

§ Utilizó esposas de hierro antiguas para sujetar a la víctima.

s Las esposas son Darby. Scotland Yard. Se están comprobando en el Museo Houdini de Nueva Orleans, en busca de pistas.

§ Reloj de víctima destrozado. Marca las 8.00 horas exactamente.

§ Cuerdas de algodón sujetando sillas. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar su procedencia.

§ Petardo para crear efecto de disparo de arma. Destruido.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Mecha. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Las oficiales que respondieron a la emergencia informaron de que hubo un destello de luz. No se ha recuperado ningún resto de material.

s Se trataba de algodón o papel flash.

~ Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Zapatos del criminal: marca Ecco, talla 43.

§ Fibras de seda, teñidas de gris con un acabado mate.

s Procedentes del atuendo de conserje, al que se cambió rápidamente.

§ Autor del crimen lleva probablemente peluca color castaño.

§ Nogal rojo y liquen Parmelia compersa, ambos se encuentran sobre todo en Central Park.

§ Polvo impregnado con aceite mineral poco común. Enviado al FBI para analizar.

§ Seda negra, de unos 180 x 120 cm. Utilizada como camuflaje. No se puede averiguar procedencia.

s Los ilusionistas la utilizan con frecuencia.

§ Lleva fundas en los dedos para no dejar huellas.

s Dedos falsos propios de mago.

§ Restos de látex, aceite de ricino, maquillaje.

s Maquillaje teatral.

§ Restos de alginato.

s Utilizado en postizos moldeados en látex.

§ Arma del asesino: cuerda tejida en seda blanca con un núcleo de seda negra.

s La cuerda se usa en trucos de magia. Cambia de color. No se puede averiguar procedencia.

§ Nudo no corriente.

s Enviado a FBI y a Museo Marítimo (sin información).

s Nudos de los números de Houdini, prácticamente imposibles de desatar.

§ Utilizó tinta indeleble para firmar registro de entrada.

Escena del crimen en el East Village

§ Segunda victima: Tony Calvert.

§ Maquillador, compañía teatral.

§ No se le conocen enemigos.

§ Sin conexión aparente con la primera víctima.

§ Sin móvil aparente.

§ Causa de la muerte: Traumatismo craneal por objeto romo, seguido de descuartizamiento post mortem con sierra de través.

§ El asesino se escapó disfrazado de mujer de 70 años. Registro de alrededores para encontrar el disfraz y otras pruebas.

s No se ha recuperado nada hasta el momento.

§ Reloj roto a las 12.00 h. exactamente.

s ¿Sigue alguna pauta? La próxima victima probablemente a las 16.00 h.

§ El asesino se escondió detrás de un espejo. No se puede averiguar procedencia. Huellas enviadas a FBI.

s No se han encontrado coincidencias.

§ Utilizó un gato de juguete («artificio») para atraer a la victima hacia el callejón. No se puede averiguar procedencia del juguete.

§ Encontrado aceite mineral, el mismo que en la primera escena. A la espera de informe FBI.

§ Encontrados látex y maquillaje de fundas de dedos.

§ Encontrado alginato.

§ Dejó en la escena los zapatos Ecco.

§ Encontrados pelos de perro en zapatos, de tres razas diferentes. También excrementos.


Rio Hudson y Escenas del Crimen relacionadas

§ Victima: Cheryl Marston.

s Abogada.

s Divorciada; marido no sospechoso.

§ Sin móvil.

§ Agresor dijo llamarse «John». Tenía cicatrices en cuello y tórax.

§ Confirmada deformidad en la mano.

§ Agresor cambió disfraz y se transformó en hombre de negocios sin barba, con chinos y camisa de vestir; y después en motero con camisa vaquera con logo de Harley.

§ El coche está en el río Harlem. Se supone que el agresor ha escapado.

§ Mordaza con cinta adhesiva. No se puede averiguar procedencia.

§ Petardos, los mismos que en las escenas anteriores. No se puede averiguar procedencia.

§ Cadenas y cierres. Sin marca. No se puede averiguar procedencia.

§ Cuerda. Sin marca. No se puede averiguar procedencia.

§ Más maquillaje, látex y Tack-Pure.

§ Bolsa de deporte, fabricada en China, no se puede averiguar procedencia. Contenido:

s Restos de droga utilizada por los violadores a conocidos, flunitracepam.

s Cera adhesiva de magos, no se puede averiguar procedencia.

s Virutas de estaño (?). Enviadas a FBI.

s Tinta indeleble, negra.

§ Encontrada cazadora azul marino, sin iniciales ni marcas de lavandería. Contenido:

s Pase de prensa de cadena por cable CTN, a nombre de Stanley Saferstein. (No es sospechoso: sin antecedentes en NCIC, VI CAP.)

s Llave de tarjeta de habitación hotel, American Plástic Cards, Akron, Ohio. Modelo APC-42, sin huellas.

~ El director de APC está buscando en registro de ventas.

~ Detectives Bedding y Saul indagando en hoteles.

s Factura del restaurante Riverside Inn, Bedford Junction, NY, almuerzo cuatro personas, mesa 12, sábado, dos semanas antes. Pavo, carne mechada, filete, menú especial del día. Refrescos. El personal no sabe quiénes eran los comensales (¿cómplices?).

§ Callejón donde se arrestó al Prestidigitador.

s Forzó la cerradura de las esposas.

s Saliva (ganzúa escondida en la boca).

~ Sin determinar grupo sanguíneo.

s Pequeña cuchilla dentada para cortar ataduras (escondida también en la boca).

s Desconocido paradero del oficial Burke.

§ Escena del río Harlem:

s Sin pruebas, salvo huellas de frenazo en el barro.

§ Escena del Crimen en Río Harlem:

s No hay pruebas, salvo huellas del frenazo en el barro.

Perfil como ilusionista

§ El criminal utilizará la técnica de la desorientación (desvío de la atención) contra las víctimas y para librarse de la policía.

s Desorientación física (para distraer).

s Desorientación psicológica (para borrar sospechas).

§ La huida de la Escuela de Música es parecida a un truco llamado «El hombre evanescente». Demasiado corriente para averiguar procedencia.

§ El criminal es principalmente un ilusionista.

§ Tiene talento para la prestidigitación.

§ Conoce también la magia proteica (transformismo). Utiliza ropa hecha de piezas independientes, de nylon y seda; gorro que parece una calva; fundas para los dedos y otros elementos de látex. Puede ser de cualquier edad, género o raza.

§ La muerte de Calvert = número de Selbit «Mujer serrada en dos mitades».

§ Experto en forzar cerraduras (es posible que en la técnica del «restregado»).

§ Conoce técnicas de escapismo.

§ Experiencia en ilusionismo con animales.

§ Utilizó el mentalismo para sacar información a la víctima.

§ Utilizó la prestidigitación para drogar a la victima.

§ Intentó matar a la tercera víctima mediante un número de Houdinl: «La cámara de tortura acuática».

§ Ventriloquia.

Capítulo 22

Harry Houdini alcanzó la fama como escapista, pero en realidad hubo grandes escapistas anteriores a él y otros muchos contemporáneos.

Lo que hacía sobresalir a Houdini entre todos los demás era un simple complemento que añadía a sus funciones: el desafío. Una parte importante del espectáculo comprendía la invitación que extendía a cualquier habitante de la ciudad en la que actuaba a que le desafiara a escapar de un artefacto o un lugar que propusiera el propio retador, y que podía tratarse, por ejemplo, de las esposas de un policía municipal o de una celda en la cárcel local.

Era ese componente competitivo, ese elemento que convertía la actuación en un reto del hombre frente al hombre lo que hacía grande a Houdini. Esos desafíos le entusiasmaban.

«Y a mí también», pensaba en ese momento Malerick, mientras se dirigía a su apartamento tras haber escapado del río Harlem y haber realizado unas cuantas maniobras de reconocimiento. Pero aún estaba muy afectado por los acontecimientos de aquella tarde. En la época en que actuaba con regularidad, antes del incendio, solía incorporar un elemento de riesgo en sus números.

Peligro real. Su maestro le había insistido hasta la saciedad en que si no había riesgo, ¿cómo iba uno a atrapar la atención del público? Para Malerick no había peor pecado que aburrir a las personas que habían acudido al espectáculo a que se las entretuviera. Sin embargo, ¡cuántos desafíos había entrañado al final esa última representación! La policía era mucho mejor de lo que él esperaba. ¿Cómo sabían que iba a ir a por la mujer de la academia de equitación? ¿Y cómo habían localizado dónde pensaba ahogarla? Le habían tendido una trampa en la feria de artesanía, luego dieron con él en el Mazda, le persiguieron y se acercaron tanto que tuvo que lanzar el coche al río y saltar con un margen de tiempo muy estrecho. Aunque los desafíos estaban muy bien, él se sentía un tanto paranoico. Quería seguir preparando su próximo número, pero decidió quedarse en el apartamento hasta el último momento.

Además, necesitaba hacer otra cosa. Algo para él mismo, no para su Venerado Público. Bajó las persianas del apartamento y colocó una vela sobre la repisa de la chimenea, junto a una cajita de madera con incrustaciones. Encendió una cerilla y, con ella, la vela. A continuación se sentó en el barato sofá del salón, sintiendo la aspereza del tapizado. Comenzó a controlar la respiración: inspiraba lentamente, luego espiraba…

Lentamente, lentamente, lentamente…

Concentrándose en la llama, fue cayendo poco a poco en un estado de meditación.

A lo largo de su historia, el arte de la magia se había dividido en dos escuelas. En primer lugar estaban los prestidigitadores, los malabaristas, los ilusionistas, personas que entretienen al público con su destreza y habilidades físicas.

La segunda escuela de magia ha sido mucho más controvertida: se centra en la práctica de lo oculto. Incluso en una era científica como la actual, algunos magos sostienen que en verdad tienen poderes sobrenaturales para leer el pensamiento, mover objetos con la mente, predecir el futuro y comunicarse con los espíritus.

Durante miles de años, los videntes charlatanes y médiums han aumentado sus riquezas por asignarse el poder de convocar a los espíritus de los muertos para consolar a sus atribulados seres queridos. Antes de que el Gobierno empezara a tomar medidas enérgicas contra tales engaños, había magos honrados que protegían a los crédulos revelando públicamente los métodos que escondían los supuestos efectos ocultos. (Incluso hoy en día, el brillante mago James Randi emplea gran parte de su tiempo en desenmascarar a los farsantes.) El propio Harry Houdini dedicó gran parte de su vida y de su fortuna a desafiar a los falsos médiums. Sin embargo, no deja de ser irónico que una de las razones por las que abanderó esa causa fuera que él mismo estaba buscando desesperadamente un médium que pudiera ponerse en contacto con el espíritu de su madre, cuya muerte nunca superó por completo.

Malerick estaba mirando fijamente a la vela, a la llama. Observaba, rezaba para que el espíritu de su alma gemela apareciera y acariciara ese cono amarillo de iluminación, para que le enviara una señal. Empleaba la vela como medio de comunicación porque había sido el fuego el que le había arrebatado a su amor: fue el fuego el que había cambiado la vida de Malerick para siempre.

Un momento, ¿no había parpadeado la llama? Sí; tal vez no. No estaba seguro.

Las dos escuelas de magia rivalizaban en el interior de Malerick. Como experto ilusionista, desde luego sabía que sus números no eran más que física, química y psicología aplicadas. Pero, con todo, en su mente quedaba un resquicio de duda, pensaba que tal vez la magia abría en verdad la puerta a lo sobrenatural: Dios actuando como ilusionista haría desaparecer nuestros deteriorados cuerpos, escamoteando las almas de nuestros seres queridos, y transformándolas nos las devolvería; a nosotros, su triste y esperanzado público.

No era algo descabellado, se dijo Malerick. De hecho…

Un momento: ¡la vela había parpadeado! Sí, lo había visto.

La llama se había desplazado un milímetro hacia la caja de madera. Era muy posible que fuera una señal de que el alma de su difunta amada andaba rondando cerca de él, convocada no por un método, sino por el tenue hilo de conexión que puede revelar la magia si lograba permanecer receptivo.

– ¿Estás ahí? -susurró-. ¿Estás?

Respiraba muy, muy lentamente, temeroso de que su aliento alcanzara la vela y la hiciera estremecerse. Malerick quería una prueba contundente de que no estaba solo.

Al cabo de un rato, la vela se consumió y Malerick se quedó sentado un largo rato en su estado de meditación, contemplando las volutas que formaba el humo gris, que ascendían hasta el techo y allí desaparecían.

Miró el reloj: no podía esperar más. Cogió los disfraces y los accesorios necesarios, y luego se vistió con cuidado. También se maquilló.

El espejo le dijo que estaba «en su papel».

Se dirigió al portal. Un vistazo por el cristal. La calle estaba vacía.

Y, luego, al exterior, a la tarde primaveral en la que haría un número que resultaría, sí, incluso más desafiante que los anteriores.

El fuego y la ilusión son almas gemelas.

Estallidos de pólvora, velas, llamas de propano… sobre los que penden los escapistas…

El fuego, Venerado Público, es el juguete del diablo, y al diablo se le ha relacionado siempre con la magia. El fuego ilumina y el fuego oscurece, destruye y crea.

El fuego transforma.

Y constituye el núcleo de nuestro próximo número, que yo llamo «El hombre carbonizado».


* * *

El colegio Neighborhood School, situado cerca de la Quinta Avenida, en Greenwich Village, es un edificio construido con una extraña piedra caliza y cuyo aspecto es tan modesto como su nombre [20]. Uno nunca se imaginaría que los hijos de algunas de las familias más adineradas y mejor relacionadas con las esferas políticas de Nueva York aprendían a leer, a escribir y a contar en ese lugar.

Era conocido no sólo como institución educativa de calidad (si se puede llamar así un colegio de enseñanza primaria), sino también como centro donde se celebraban importantes actos culturales en aquella parte de la ciudad.

Como, por ejemplo, el recital de música de los sábados a las ocho de la tarde hacia el cual se encaminaba en ese momento el reverendo Ralph Swensen.

Había sobrevivido a su largo y pesado paseo por Chinatown y Little Italy, hasta Greenwich Village, sin que le ocurriera nada digno de mención, excepción hecha del inevitable y continuo acoso por parte de los pordioseros, ante los cuales se mostraba ya casi indiferente. Había parado en un pequeño restaurante italiano para comerse un plato de espaguetis, que, junto con los raviolis, era lo único que le sonaba del menú. Y, puesto que no iba acompañado de su esposa, pidió un vaso de vino tinto. La comida era estupenda, y se quedó en el restaurante un buen rato, dando sorbitos a la bebida prohibida y disfrutando al ver a los niños jugar en las calles de aquel bullicioso barrio que congregaba tantas etnias.

Tras pagar la cuenta, no sin cierto sentido de culpa por destinar fondos de la iglesia para el alcohol, continuó en dirección norte, hacia el Village, por un camino que le hizo pasar por Washington Square. Al principio le pareció una pequeña Sodoma con todas las de la ley, pero cuando se internó en el corazón de la caótica plaza, el reverendo vio que los únicos pecados que allí se cometían eran que los jóvenes tocaran la música a volumen muy alto y que la gente bebiera cerveza y vino en recipientes metidos en bolsas de papel. Aunque él creía en un sistema moral por el que ciertos transgresores iban directamente al infierno (como los escandalosos chaperos que no le dejaban dormir), los atentados contra la moral que presenció en aquel lugar no eran de los que le garantizaban a uno un billete sólo de ida al gran horno.

Pero a mitad de la plaza empezó a sentirse inquieto. Se le vino a la cabeza el hombre que le había estado espiando, el del mono y la caja de herramientas que había visto junto al hotel. El reverendo estaba seguro de que le había vuelto a ver, reflejado en el escaparate de una tienda, al poco de salir del hotel. Y en aquel momento había tenido la misma sensación de que le estaban observando. Se volvió de súbito y miró. Bien; no había ningún obrero. Pero sí se fijó en un hombre esbelto, vestido con un traje de sport oscuro, que estaba mirándole. El desconocido apartó la mirada con indiferencia y cambió de dirección, encaminándose hacia unos servicios públicos.

¿Paranoia?

Tenía que ser eso. El hombre no se parecía en absoluto al obrero que había visto, pero, cuando el reverendo cruzó la plaza y siguió caminando en dirección Norte por la Quinta Avenida, esquivando a los cientos de paseantes que había en la acera, tuvo de nuevo la sensación de que le estaban siguiendo. Otra mirada hacia atrás. Esta vez vio a un hombre rubio que llevaba unas gafas gruesas, traje de sport marrón y camiseta, que estaba mirando hacia donde él estaba. El reverendo Swensen notó también que ese hombre cruzaba, igual que acababa de hacer él, de una acera a otra.

Entonces sí tuvo la certeza de que estaba paranoico. No era posible que le siguieran tres hombres diferentes.

Calma, pensó, y continuó por la Quinta Avenida hacia el Neighborhood School, por calles abarrotadas de gente que disfrutaba de aquella hermosa tarde primaveral.

El reverendo Swensen llegó al Neighborhood School a las siete en punto de la tarde, media hora antes de que se abriera la puerta. Dejó el maletín en el suelo y se cruzó de brazos. Entonces pensó que no, que sería mejor no perder de vista el maletín, y volvió a cogerlo. Se apoyó en la verja de hierro forjado de un jardín que había al lado del colegio, y dirigió una mirada llena de inquietud hacia la dirección por donde había llegado.

No, ninguno de ellos. Ni el obrero con su caja de herramientas. Ni los desconocidos vestidos con trajes de sport. Era…

– Disculpe, padre…

Sobresaltado, se volvió con rapidez y se encontró ante un hombre corpulento, de tez morena con una barba de dos días.

– Eeehhh… ¿sí?

– ¿Ha venido usted por lo del recital? -El hombre señaló con la cabeza el colegio.

– Así es -contestó, intentando que no le temblara la voz por los nervios.

– ¿A qué hora empieza?

– A las ocho. Abren a las siete y media.

– Gracias, padre.

– De nada.

El hombre le sonrió y se alejó caminando en dirección al colegio. El reverendo Swensen volvió a ponerse alerta, apretando nervioso el asa de su maletín. Una mirada al reloj. Las 7.15.

Al final, tras cinco minutos interminables, vio aquello que había estado esperando, y por lo que había recorrido tantos kilómetros: la limusina Lincoln con la matrícula oficial. Fue reduciendo velocidad hasta detenerse a una manzana del Neighborhood School. El pastor entornó los ojos en la penumbra del atardecer para ver bien el número de la matrícula. Era el vehículo correcto…, ¡gracias a Dios!

De la parte delantera del coche bajaron dos hombres jóvenes vestidos con trajes oscuros. Echaron un vistazo de arriba abajo a la acera, en la que le incluyeron a él, y al parecer quedaron satisfechos de la seguridad que ofrecía la calle.

Uno de ellos se agachó y se puso a hablar con alguien a través de la ventanilla trasera, que estaba abierta.

El reverendo sabía con quién estaba hablando: con el fiscal adjunto del distrito, Charles Grady, el hombre que llevaba la acusación en el caso contra Andrew Constable. Grady había acudido con su esposa al recital, en el que participaba su hija. Era el fiscal, de hecho, quien estaba en el corazón de aquella misión suya a Sodoma ese fin de semana. Como San Pablo, el reverendo Swensen había entrado en el mundo de los no creyentes para mostrarles lo errado que era el camino que habían escogido y para llevarles la verdad. Aunque su intención era hacerlo de una manera algo más firme que la que hubiera empleado un apóstol: nada menos que matando a Charles Grady con la pesada pistola que descansaba en ese momento en su maletín, apretado contra su pecho como si fuera la mismísima Arca de la Alianza.

Capítulo 23

Analizaba la escena que se desarrollaba ante él.

Observaba con sumo cuidado todos los ángulos, las vías de escape, el número de transeúntes que había en la acera, la densidad del tráfico que circulaba por la Quinta Avenida… No podía permitirse fracasar. Había mucho en juego en el éxito de aquella empresa; tenía un interés personal en garantizar que Charles Grady moriría.

Cerca de la media noche del martes anterior, Jeddy Barnes, un integrante de la milicia local, había aparecido de repente ante la puerta de la casa que servía como vivienda iglesia del reverendo Swensen. Tras las redadas policiales a escala estatal realizadas hacía pocos meses contra la Unión Patriótica de Andrew Constable, se decía que Barnes estaba escondido en una caravana en lo más profundo del bosque de la zona de Canton Falls.

– Hazme un café -le había ordenado Barnes al horrorizado reverendo, dirigiéndole su fiera mirada de fanático.

En medio del sonido entrecortado que producía la lluvia al caer sobre el tejado de chapa metálica, Barnes, un rudo y aterrador solitario con el pelo cortado al rape y cara angulosa, dijo echándose hacia adelante:

– Necesito que hagas algo por mí, Ralph.

– ¿Qué es?

Barnes había estirado los pies y había dirigido la mirada hacia el altar de contrachapado, impregnado de barniz, que se había fabricado el propio reverendo.

– Hay un hombre que va a por nosotros, que nos persigue; es uno de ellos.

Swensen sabía que con «ellos» Barnes se refería a una difusa alianza mal definida, integrada por los gobiernos federal y estatal, los medios de comunicación, los no cristianos, los miembros de cualquier partido político organizado y los intelectuales, para empezar. («Nosotros» comprendía a cualquiera que no perteneciera a las categorías anteriores, siempre que fuera blanco.) Aunque el reverendo no era tan fanático como Barnes y sus colegas paramilitares, que le asustaban más que el mismísimo demonio, también era cierto que él creía que lo que proclamaban tenía algo de fundamento.

– Necesitamos pararle los pies.

– ¿A quién?

– A un fiscal adjunto de Nueva York.

– ¡Ah! ¿El que va contra Andrew?

– Ese mismo. Charles Grady.

– ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? -había preguntado el reverendo Swensen, imaginándose que se trataría tal vez de una campaña en la que tuviera que escribir muchas cartas, o de un exaltado sermón.

– Matarle -había dicho, simplemente, Barnes.

– ¿Cómo?

– Quiero que vayas a Nueva York y le mates.

– ¡Dios mío! Pero… yo no puedo hacer eso. -El reverendo intentaba dar una apariencia de firmeza, aunque le temblaban tanto las manos que vertió el café sobre un libro de himnos-. En primer lugar, ¿qué se gana con ello? A Andrew no le va a servir de ayuda. ¡Qué demonios, si se enteran de que él está detrás de esto, incluso empeorarán las cosas para él!

– Constable no tiene nada que ver con esto. Está fuera de este juego. Aquí hay peces más gordos. Tenemos que hacer una declaración, ya sabes, lo que están diciendo siempre todos esos gilipollas de Washington en las conferencias de prensa: «Enviar un mensaje».

– Oh, olvídate de eso, Jeddy. Yo no puedo hacerlo. Es una locura.

– Pues yo creo que sí puedes.

– ¡Pero si soy un ministro del Señor!

– Tú vas a cazar todos los domingos, y eso es matar, digas lo que digas. Y estuviste en Vietnam. Tienes incluso cabelleras, si es verdad lo que cuentas.

– Eso fue hace treinta años -dijo en un susurro desesperado, intentando evitar tanto la mirada de su interlocutor como el hecho de tener que admitir que, en efecto, las historias de guerra no eran ciertas-. Yo no pienso matar a nadie.

– Me apuesto a que a Clara Sampson le gustaría que lo hicieras. -Unos momentos de silencio sepulcral-. Tienes que pagar las consecuencias, Ralph.

¡Señor, señor, señor!…

El año anterior, Jeddy Barnes había conseguido evitar que Wayne Sampson, el de la granja lechera, fuera a la policía tras haber encontrado al reverendo con su hija de trece años en el patio que él había construido detrás de la iglesia.

En ese momento a Swensen se le ocurrió que tal vez Barnes había intercedido con el único fin de ganar cierto poder sobre él.

– Por favor, mira…

– Clara escribió una bonita carta, y da la casualidad de que la tengo en mi poder. ¿Te dije que fui yo quien le pidió que lo hiciera el año pasado? De todas maneras, ella se puso a describir tus partes con más detalles de los que a mí me hubiera gustado leer, pero estoy seguro de que un jurado sabrá apreciarlos en su justo valor.

– No puedes hacer esto… No, no, no…

– No quiero discutirlo contigo, Ralph. Así están las cosas. Si no accedes, el mes que viene tú estarás haciendo a los negros de la cárcel lo que le dijiste a Clara Sampson que te hiciera a ti. Bueno, entonces, ¿qué decides?

– ¡Mierda!

– Lo tomaré como un «sí». Y ahora, déjame que te informe de lo que hemos planeado.

Y, tras darle un arma, la dirección de un hotel y la situación de la oficina de Grady, Barnes le puso rumbo a Nueva York.

En cuanto llegó, hacía ya unos cuantos días, el reverendo Swensen pasó varias jornadas haciendo labores de reconocimiento: el jueves, ya avanzada la tarde, fue al edificio del gobierno estatal y, con su aire de ligero desconcierto y su atuendo eclesiástico, recorrió los pasillos sin que nadie le pusiera ningún impedimento; en un pasillo desierto, encontró un armario para los artículos de limpieza en el que se quedó escondido hasta la medianoche. Después, entró en la oficina de la secretaria de Grady y allí averiguó que el fiscal adjunto y su familia asistirían al concierto del Neighborhood School esa noche; la hija de Grady era una de las jóvenes intérpretes.

En ese momento, armado y con los nervios a flor de piel, el reverendo estaba delante del colegio observando cómo hablaban los guardaespaldas con Grady, que estaba sentado en el asiento trasero. El plan consistía en matar al fiscal adjunto y a sus guardaespaldas con la pistola provista de silenciador; acto seguido, echarse al suelo y gritar, presa del pánico, que acababa de pasar un coche en el que iba un hombre que había disparado. En medio de la confusión, el pastor tendría que arreglárselas para escapar de allí.

Tendría que…

Estaba intentando rezar una oración, pero, aunque Charles Grady era un instrumento del diablo, pedir ayuda a Dios nuestro Señor para matar a un cristiano blanco y desarmado era algo que preocupaba considerablemente al reverendo Swensen. Así que se dispuso a recitar en silencio un pasaje de la Biblia.

Vi otro ángel que bajaba del Cielo con gran poder, a cuya claridad quedó la Tierra iluminada…

El reverendo Swensen se balanceó sobre los pies, pensando que ya no podía esperar más. ¡Qué nervios, qué nervios!… Estaba deseando volver con sus ovejas, sus tierras, su iglesia y a sus siempre concurridos sermones.

También a Clara Sampson, que ya estaba cerca de los quince y, a efectos prácticos, se podía considerar un blanco legítimo.

El ángel gritó con poderosa voz, diciendo: Cayó, cayó la gran Babilonia, y quedó convertida en morada de demonios y guarida de todo espíritu inmundo…

El reverendo pensó en la familia de Grady. La mujer del fiscal no había hecho nada malo. No era lo mismo estar casada con un pecador que ser un pecador o elegir trabajar para un pecador. No; no le haría nada a la señora Grady.

Salvo que ella le viera disparar.

Y, por lo que se refería a la hija a la que Barnes se había referido, Chrissy…, se preguntaba cuántos años y qué aspecto tendría.

Los frutos sabrosos a tu apetito te han faltado, y todas las cosas más exquisitas y delicadas perecieron para ti y ya no serán halladas juntas…

No, pensó. Hazlo. Vamos, vamos, vamos.

Y un ángel poderoso levantó una piedra como una rueda grande de molino y la arrojó al mar, diciendo: Con tal ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada…

Pensaba: la piedra que yo tengo como castigo, Grady, es una pistola suiza bien fabricada, y el mensajero no es un ángel del cielo, sino un representante de toda la gente de bien de Estados Unidos.

Comenzó a caminar.

Los guardaespaldas seguían sin mirarle.

Abrió el maletín, sacó una guía Rand McNally y la pesada arma. Ocultó la pistola con el colorido mapa y se dirigió paseando tranquilamente hacia el coche. Los guardaespaldas de Grady se hallaban en ese momento juntos, de pie en la acera, de espaldas al reverendo. Uno de ellos extendió la mano para abrirle la puerta al fiscal adjunto.

A seis metros…

El reverendo Swensen dijo para sí, pensando en Grady, «Que Dios se apiade de…».

Y, entonces, la rueda de molino aterrizó directamente en sus hombros.

– ¡Al suelo, al suelo, vamos, vamos, vamos, vamos!

Media docena de hombres y mujeres, un centenar de demonios, cogieron al reverendo Swensen de los brazos y le arrojaron con violencia sobre la acera.

– ¡Ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto!

Uno cogió el arma, otro le arrebató el maletín, otro le apretó la nuca como si fuera la fuerza del peso de los pecados de la ciudad. Los restregones contra el pavimento le estaban arañando la cara, sintió dolor en las muñecas y en los hombros cuando le pusieron las esposas y le vaciaron los bolsillos, dejando los forros hacia afuera.

Aplastado contra el pavimento, el reverendo Swensen vio que se abría la puerta del coche de Grady y que saltaban de él tres policías que llevaban casco y chalecos antibala.

– ¡Ahí abajo, quieto! ¡La cabeza hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo!

¡Jesucristo nuestro Señor!…

Vio unos pies de hombre que se acercaban a él. A diferencia de la agresividad de los otros oficiales, éste se mostró bastante educado. Dijo, con acento sureño:

– Ahora, señor, vamos a darle la vuelta y le vamos a leer sus derechos. Dígame si los entiende.

Varios policías le dieron la vuelta y le levantaron.

El reverendo dio un respingo debido a la impresión.

El que le estaba hablando era el hombre que había visto con un traje oscuro en Washington Square, el mismo del que pensó que le estaba siguiendo. A su lado estaba el hombre rubio con gafas, quien al parecer le relevó en su labor de vigilancia. El tercero, el de tez morena que le había preguntado la hora de comienzo del concierto estaba un poco más allá.

– Señor, me llamo detective Bell, y voy a leerle sus derechos ahora mismo. ¿Listo? Bien. Allá va.


* * *

Bell examinó el contenido del maletín de Swensen.

Munición extra para la pistola H &K. Un bloc amarillo donde estaba escrito lo que parecía ser un sermón malísimo. Una guía: Nueva York con cincuenta dólares al día. Había también una Biblia con el sello de THE ADELPHI HOTEL, 232 BOWERY, NEW YORK, NEW YORK.

Aja, pensó Bell con ironía, parece que podemos añadir a los cargos el robo de una Biblia.

Sin embargo, no encontró nada que sugiriese que existía una conexión directa entre aquel atentado contra la vida de Grady y Andrew Constable. Desanimado, le dio a un agente las pruebas para que las registraran, y llamó a Rhyme para decirle que la improvisada operación del SWAT había sido un éxito.

Una hora antes, Lincoln continuaba enfrascado en el informe ampliado de la escena del crimen, mientras que Mel Cooper había investigado ya las fibras encontradas por el equipo de Escenas del Crimen en la oficina de Grady. Al final, Rhyme había hecho algunas deducciones preocupantes. El análisis de las huellas de calzado de la oficina reveló que el intruso había permanecido en un mismo sitio algunos minutos: la esquina delantera derecha del escritorio de la secretaria. El inventario de la oficina mostraba que en esa parte del mueble había sólo una cosa: la agenda de la secretaria. Y la única nota para aquel fin de semana era el recital de Chrissy Grady en Neighborhood School.

Lo cual significaba que la persona que entró en la oficina sin duda tomó nota de esa circunstancia. Por lo que respectaba al intruso, Rhyme había aventurado la sugerencia de que tal vez fuera disfrazado de pastor o de sacerdote. Con la ayuda de una base de datos del FBI, Cooper consiguió averiguar la procedencia de las fibras negras y el tinte: un fabricante especializado de tejidos de Minnesota, según comprobaron Cooper y Rhyme por su página web, en tela negra de gabardina para los establecimientos dedicados a la ropa clerical. Rhyme advirtió también que varias de las fibras blancas que encontraron los de Escena del Crimen eran de poliéster, pegadas con algodón almidonado, lo que indicaba que podían proceder de una camisa ligera con un alzacuellos.

La única fibra de satén rojo podía proceder de la cinta de registro de un libro antiguo, como también la hoja dorada. Una Biblia, por ejemplo. Rhyme había llevado un caso hacía años en el que un traficante había escondido la droga en una Biblia hueca; el equipo de Escena del Crimen de aquel caso había encontrado restos similares en la oficina del sujeto en cuestión.

Bell había ordenado a Grady y su familia que no asistieran al recital de su hija. En su lugar, los que irían al colegio en el coche oficial de Grady serían agentes de la Unidad de Servicios de Emergencia. Había equipos aparcados al norte del colegio, en la Quinta Avenida y en los cruces con la Sexta, al oeste; University Place, al este; y Washington Square Park al sur.

En efecto, Bell, que fue por el parque, había visto a un clérigo que caminaba nervioso hacia el colegio. Comenzó a seguirle, pero el pastor lo vio, así que se retiró. Otro oficial del SWAT le relevó y siguió al pastor hasta el colegio. Un tercer detective del equipo le abordó y le hizo preguntas sobre el concierto, comprobando visualmente si llevaba armas, pero no vio ninguna y, por tanto, no tuvo ninguna causa que justificara la detención y el cacheo.

Aun así, mantuvieron al sospechoso estrechamente vigilado, y en cuanto vieron que sacaba el arma del maletín y se dirigía a los señuelos, lo atraparon.

Como esperaban que no fuera un clérigo de verdad, se sorprendieron al comprobar que sí lo era, como confirmó el contenido de la billetera de Swensen (a pesar del testimonio en contra que constituía la calidad verdaderamente mala del sermón). Bell señaló con la cabeza la H &K automática:

– Un arma bastante grande para un sacerdote -dijo.

– Soy pastor.

– Lo que significa…

– Que he sido ordenado.

– Mejor para usted. Y ahora voy a leerle esos derechos. ¿Desea renunciar a su derecho a permanecer en silencio? Le digo, señor, que si admite lo que acaba de hacer, todo será mucho más fácil para usted. Díganos quién quería que matara usted al señor Grady.

– Dios.

– Uhhmmm… Bien, ¿y qué me dice de alguna otra persona?

– Eso es lo único que voy a decirle a usted o a quienquiera que sea. Ésa es mi respuesta: Dios.

– Bueno, perfecto. Ahora vamos a llevarle a la Central; veamos si Él está dispuesto a sacarle del apuro.

Capítulo 24

¿Y a esto lo llaman música?

Un redoble sordo de percusión seguido del sonido destemplado de un instrumento de viento que repetía una serie de compases breves invadió el salón de Rhyme. Procedía del Cirque Fantastique instalado en el parque, al otro lado de la calle. Las notas eran discordantes, y el tono chillón y áspero. Trató de no prestarle atención y de volver a la conversación telefónica con Charles Grady, que le estaba agradeciendo el esfuerzo realizado para capturar al pastor que había ido a la ciudad para matarle.

Bell acababa de interrogar a Constable en el Centro de Detención. El detenido afirmó que conocía a Swensen, pero que lo había expulsado con deshonor de la Unión Patriótica hacía un año a consecuencia del insano interés que había mostrado por las hijas de algunos miembros de su parroquia. Constable no había tenido ninguna relación con ese personaje desde entonces aunque, según se rumoreaba, éste se había juntado con algunos milicianos de la zona. El prisionero afirmó categóricamente que no sabía nada del intento de asesinato.

Grady se las había arreglado para hacer llegar a Rhyme una caja con pruebas tomadas de la Escena del Crimen de Neighborhood School, y otra de la habitación de hotel de Swensen. Rhyme las examinó rápidamente, pero no encontró ninguna relación evidente con Constable. Se lo comentó a Grady y añadió:

– Tenemos que enviar a alguien de la oficina del forense a… ¿cómo se llama ese sitio?

– Canton Falls.

– Podrán hacer comparaciones de suelos o de restos. Quizá haya algo que vincule a Swensen con Constable, pero aquí no lo tenemos.

– Gracias por comprobarlo, Lincoln. Enviaré a alguien lo antes posible.

– Si quieres que redacte un dictamen de experto sobre los resultados, lo haré encantado -añadió el criminalista, aunque tuvo que repetir el ofrecimiento, porque la segunda parte quedó acallada por un solo de trompa particularmente áspero.

Desde luego, yo podría componer mejor música que esa, pensó.

Thom decretó un descanso y le tomó a Rhyme la tensión, que resultó estar bastante alta.

– No me gusta esto -declaró.

– Que conste que hay un montón de cosas que a mí no me gustan -respondió Rhyme desafiante, frustrado por la lentitud con que avanzaba el caso. Un técnico del FBI de Washington había llamado para decir que tendrían que esperar al menos hasta el día siguiente para disponer de un informe sobre los fragmentos de metal encontrados en la bolsa del Prestidigitador. Bedding y Saul habían visitado más de cincuenta hoteles de Manhattan, pero ninguno de ellos utilizaba tarjetas APC similares a la encontrada en la cazadora deportiva del asesino. Por su parte, Sellitto llamó al relevo que vigilaba el exterior del Cirque Fantastique -a los dos oficiales apostados allí desde por la mañana les habían sustituido otros-, pero no habían visto nada sospechoso.

Y lo más inquietante era que no habían tenido suerte en la búsqueda de Larry Burke, el oficial de patrulla que había detenido al Prestidigitador cerca de la feria de artesanía. Docenas de policías estaban buscando por el West Side, pero no encontraron testigos ni pruebas de su posible paradero. Sin embargo, sí se había producido un hecho esperanzador: el cuerpo no estaba en el Mazda robado. Aún no habían sacado el coche, pero un submarinista que había desafiado la corriente afirmó que no había ningún cuerpo dentro del vehículo ni en el maletero.

– ¿Dónde está la comida? -preguntó Sellitto mirando por la ventana. Sachs y Kara habían bajado a la calle, a un restaurante cubano de la zona, para subir unos platos preparados (la joven ilusionista estaba menos interesada por la comida que por la perspectiva de su primer café cubano, que Thom describió como «mitad expreso, mitad leche condensada y mitad azúcar», algo que, pese a las imposibles proporciones, le intrigó enseguida).

El voluminoso detective se volvió hacia Rhyme y Thom, y comentó:

– ¿Nunca habéis probado los sandwiches cubanos? Son los mejores.

Pero ni la comida ni el caso importaban al ayudante.

– Es hora de irse a la cama.

– Sólo son las diez menos veinte -subrayó Rhyme-. Es prácticamente por la tarde. Así que no-es-hora-de-ir-a-la-cama. -Logró dar a su pronunciación monótona una inflexión a un tiempo jovial y amenazadora-. Tenemos a un jodido asesino suelto que anda cambiando de idea sobre la frecuencia con que pretende matar a la gente. Cada cuatro horas, cada dos… -Echó una ojeada al reloj-. Y en este mismo momento podría estar cometiendo su crimen de las diez menos veinte. Comprendo que no te guste, pero tengo trabajo que hacer.

– No, no lo tienes. Si quieres empeñarte en que no es de noche, estupendo. Pero vamos a ir al piso de arriba a atender algunas cosas y vas a dormir un par de horas.

– Ya. Lo que tú esperas es que me quede dormido hasta mañana. Pues no. Voy a quedarme despierto toda la noche.

El ayudante miró hacia el cielo, implorando paciencia, y anunció a los demás con voz firme:

– Lincoln pasará algunas horas en el piso de arriba.

– ¿Quieres quedarte sin trabajo? -amenazó Rhyme.

– ¿Quieres entrar en coma? -le espetó Thom.

– Esto es abusar de un lisiado -murmuró. Pero ya estaba cediendo. Conocía el peligro. Cuando un tetrapléjico permanece mucho tiempo en la misma postura o tiene las extremidades sujetas o, como a Rhyme le gustaba señalar sin la menor delicadeza en presencia de desconocidos, cuando tenía que mear o cagar y se contenía corría peligro de sufrir disreflexia autonómica, un aumento rápido de la tensión que podía desencadenar un ictus que a su vez culmina en una parálisis todavía más grave o en la muerte. La disreflexia es rara, pero te envía al hospital o a la tumba en un santiamén, por lo que Rhyme se resignó a subir al piso de arriba para atender sus necesidades personales y descansar. Eran esas cosas, estas alteraciones de la vida «normal», lo que más le enfurecía de su discapacidad. Lo que más le enfurecía y, aunque se negara a admitirlo, lo que más le deprimía.

En el dormitorio del piso superior Thom se ocupó de los detalles fisiológicos necesarios.

– Estupendo. Ahora dos horas de descanso. Duerme un poco.

– Una hora -gruñó Rhyme.

El ayudante iba a contestarle, pero miró a su jefe a la cara y, aunque vio rabia y una mirada de desafío, cosas que no le hubieran afectado lo más mínimo, también observó la sincera preocupación del criminalista por las siguientes víctimas de la lista del Prestidigitador. Así que cedió:

– Una hora. Si duermes.

– Una hora -repitió Rhyme. Y añadió, irónico-: Tendré los más dulces sueños. Por cierto, que un trago ayudaría, ya sabes.

El ayudante respondió a la alambicada indirecta con un gesto de debilidad sobre el que Rhyme se abalanzó como un tiburón sobre una molécula de sangre.

– Sólo uno -añadió el criminalista.

– Vale. -Vertió un poco del Macallan añejo, en uno de los vasos bajos de Rhyme, colocó la pajita y se lo acercó a la boca.

El criminalista dio un sorbo largo.

– Ahh, delicioso… -Miró el vaso vacío y añadió-: Algún día te enseñaré a servir una copa de verdad.

– Volveré dentro de una hora -replicó Thom.

– Mando. Despertador -dijo Rhyme secamente. En la pantalla plana apareció la esfera de un reloj, y él dio de viva voz las instrucciones para que sonase una hora después.

– Ya te habría despertado yo -rezongó el ayudante.

– Bueno, pero es por si acaso estás ocupado y te olvidas -respondió Rhyme con afectación-. Ahora estoy seguro de que me despertaré, ¿vale?

El ayudante salió y cerró la puerta detrás de él, y la mirada de Rhyme se dirigió hacia la ventana, donde se posaban los halcones peregrinos que se cernían sobre la ciudad girando la cabeza de esa forma tan peculiar, brusca y elegante al mismo tiempo. Uno de ellos, la hembra, la mejor cazadora, se volvió rápidamente hacia él haciendo parpadear las estrechas ranuras de sus ojos, como si hubiese sentido su mirada. Alzó la cabeza y volvió a observar el barullo del circo instalado en Central Park.

Rhyme cerró los ojos, aunque su mente seguía repasando las pruebas y trataba de dilucidar su significado: las virutas de estaño, la llave del hotel, el pase de prensa, la tinta. Cada vez más misterioso. Al cabo, abrió los ojos por completo. Era absurdo. No tenía ni pizca de cansancio. Quería bajar inmediatamente al piso inferior y volver al trabajo. El sueño estaba descartado.

Notó una corriente de aire en la mejilla y maldijo a Thom por haber dejado puesto el acondicionador. Cuando un tetrapléjico se acatarra, necesita tener a alguien cerca para que le limpie los mocos. Activó el panel de control del climatizador mientras pensaba en decirle a Thom que había intentado dormir, pero que la habitación estaba demasiado fría. Pero una mirada a la pantalla le hizo saber que el acondicionador estaba apagado.

¿De dónde venía la corriente?

La puerta seguía cerrada.

Volvió a notarla, una inequívoca corriente de aire sobre la otra mejilla, la derecha. Giró la cabeza rápidamente. ¿Venía de la ventana? No, también estaba cerrada. Así que probablemente era…

Y entonces reparó en la puerta.

Oh, no… El corazón se le paralizó. La puerta de su dormitorio tenía un pestillo que sólo podía cerrarse desde dentro, no desde fuera.

Estaba cerrado.

Otra vez el aire en la piel. Esta vez caliente. Muy cercano. También escuchó un débil jadeo.

– ¿Dónde estás? -murmuró Rhyme.

Boqueó sin aliento cuando una mano apareció súbitamente ante su cara, con dos dedos deformes, soldados. La mano sujetaba una cuchilla de afeitar con el filo ante los ojos de Rhyme.

– Si pide ayuda -dijo El Prestidigitador en un susurro apremiante-, si hace un solo ruido, le dejo ciego. ¿Entendido?

Lincoln Rhyme asintió.

Capítulo 25

La cuchilla que sostenía El Prestidigitador se esfumó.

No la retiró ni la ocultó. Un momento antes, el rectángulo metálico estaba entre sus dedos, apuntando a la cara de Rhyme, y un momento después había desaparecido.

El hombre -pelo castaño, sin barba, con uniforme de policía- caminaba por la habitación examinando los libros, los CDs, los carteles. Pareció mirar algo con aprobación. Estudiaba un objeto curioso, un pequeño relicario rojo con una imagen del dios chino de la guerra y los detectives, Guan Di. El Prestidigitador no parecía asombrarse de la incongruencia de una cosa así en el dormitorio de un científico forense.

Se volvió hacia Rhyme.

– Bueno -dijo en su susurro gutural mientras miraba la cama Flexicair-. No es usted como yo esperaba.

– El coche -dijo Rhyme-, el que cayó al río. ¿Cómo se las arregló?

– ¿Eso? -respondió quitándole importancia-. ¿El truco de «El coche sumergido»? No iba dentro. Salté entre unos arbustos que había al final de la calle. El truco es sencillo: la ventanilla cerrada, para que los testigos vean sobre todo un reflejo, y el sombrero en el reposacabezas. Fue la imaginación de los testigos la que me vio. Houdini nunca estuvo dentro de algunos de los baúles y barriles de los que presumía haber escapado.

– Así que no había huellas de frenada -dijo Rhyme-. Las huellas las habían dejado los neumáticos al acelerar. -Le irritaba haber pasado eso por alto-. Usted puso un ladrillo en el acelerador.

– Un ladrillo hubiese llamado la atención cuando rescataron el coche; lo apreté haciendo cuña con un zapato. -El Prestidigitador miró a Rhyme más de cerca y le dijo con su voz susurrante y en un tono que no era de pregunta-: Pero usted nunca creyó que yo estuviese muerto…

– ¿Cómo entró en la habitación sin que le oyese?

– Ya estaba aquí. Subí por la escalera hace diez minutos sin que nadie me viera. También estuve en el piso de abajo, en su salón o como lo llame, y nadie se dio cuenta.

– ¿Fue usted quien trajo unas pruebas? -Rhyme recordó vagamente a los dos agentes de patrulla que habían llevado las cajas con las pruebas de Neighborhood School y la habitación del hotel del reverendo Swensen.

– Exacto. Estaba esperando en la acera, llegó un poli con dos cajas, le saludé y me ofrecí a ayudarle. Nadie te detiene si llevas uniforme y da la impresión de que tienes algo que hacer.

– Y se ha escondido aquí, con una pieza de seda del color de las paredes.

– Veo que se ha aprendido ese truco.

Rhyme frunció el ceño mientras miraba el uniforme. Parecía auténtico, no de imitación. Pero, en contra del reglamento, le faltaba en el pecho la placa con el nombre. De repente, el corazón le dio un vuelco, pues comprendió de dónde lo había sacado.

– Usted lo mató…, a Larry Burke. Lo mató y le quitó la ropa.

El Prestidigitador bajó la mirada hacia el uniforme y se encogió de hombros.

– Fue al revés. Primero le quité el uniforme -afirmó la voz susurrante e incorpórea-. Le convencí de que se desnudase para darme una oportunidad de escapar. Me ahorró el esfuerzo de tener que hacerlo yo después. Luego le disparé.

Asqueado, Rhyme recordó que había pensado en el peligro de que El Prestidigitador tuviese la radio y el arma, pero nunca se le había ocurrido pensar que pudiese utilizar el uniforme para cambiarse rápidamente y atacar a sus perseguidores. Le preguntó en un susurro:

– ¿Dónde está el cuerpo?

– En el West Side.

– ¿Dónde?

– Creo que eso voy a guardármelo para mí. Alguien lo encontrará en un día o dos. Lo olerá. Ya va haciendo calor.

– Hijo de puta -soltó el criminalista. Aunque entonces era un civil, en el fondo de su corazón Rhyme siempre sería un poli, y no hay lazos tan estrechos como los que unen a los policías.

Ya va haciendo calor…

Pero se esforzó por mantener la calma y preguntó, como sin darle importancia:

– ¿Cómo me ha encontrado?

– En la feria de artesanía. Me acerqué a su compañera, la policía pelirroja. Me acerqué mucho, tanto como ahora me acerco a usted. También le eché el aliento en el cuello, y no sabría decir con cuál de los dos he disfrutado más. El caso es que le oí hablar con usted por el radiotransmisor. Dijo su nombre, y sólo tuve que investigar un poco para encontrarle. Sale en los periódicos; ya sabe, es usted famoso.

– ¿Famoso? ¿Un monstruo como yo?

– Eso parece.

Rhyme movió la cabeza en sentido negativo y dijo despacio:

– Yo soy ya una noticia pasada. Hace mucho que dejé de formar parte de la cadena de mando.

La palabra «mando» saltó de los labios de Rhyme al micrófono montado en la cabecera de la cama, que lo envió al programa de reconocimiento de voz. Ésa era la palabra clave que preparaba al ordenador para recibir instrucciones. En el monitor se abrió una ventana que veía Rhyme, pero no El Prestidigitador. ¿Instrucciones?, preguntaba en silencio.

– ¿Cadena de mando? -dijo El Prestidigitador-. ¿Qué quiere decir?

– Estaba a cargo del departamento. Ahora, hay veces en que los funcionarios jóvenes ni siquiera me devuelven las llamadas de teléfono.

El ordenador captó las tres últimas palabras de la frase, y respondió: ¿A quién quiere llamar?

– Le contaré algo -dijo Rhyme tras un suspiro-. El otro día tuve que ponerme en contacto con un oficial, el teniente Lon Sellitto.

El ordenador confirmó: Llamando a Lon Sellitto.

– Y le dije…

De repente, El Prestidigitador frunció el ceño.

Dio un rápido paso adelante y apartó el monitor de la vista de Rhyme mientras le miraba; el asesino arrancó enfurecido el cable del teléfono de la pared y desenchufó el ordenador, que emitió un débil sonido y enmudeció.

Mientras su adversario le miraba a unos centímetros de distancia, Rhyme hundió la cabeza en la almohada y esperó la reaparición de la cuchilla atroz. Pero El Prestidigitador retrocedió e inspiró profundamente con su silbido asmático. Parecía más impresionado que airado por lo que había intentado el criminalista.

– ¿Sabe lo que ha hecho, verdad? -preguntó, sonriendo fríamente-. Puro ilusionismo. Me distrajo con su cháchara y a continuación recurrió a la desorientación verbal clásica. Artimañas, lo llamamos. Buen ardid. Lo que decía sonaba muy natural, hasta que pronunció el nombre. El hombre lo estropeó todo; me hizo ver que no era algo natural, y empecé a sospechar. Pero hasta entonces estuvo muy bien.

El hombre inmovilizado.

– Pero yo también soy bueno. -El Prestidigitador extendió la mano, con la palma abierta y vacía. Rhyme se encogió mientras los dedos le pasaban cerca de los ojos. Notó un roce contra la oreja. Cuando la mano del Prestidigitador reapareció un segundo más tarde, sujetaba cuatro cuchillas de doble filo entre los dedos. La cerró y las cuatro hojas se redujeron a una, que de nuevo sujetaba entre el índice y el pulgar.

Por favor, no…

Más que el dolor, Rhyme temía verse privado de otro sentido más. El asesino le acercó lentamente el filo a los ojos y lo movió hacia adelante y hacia atrás.

A continuación retrocedió con una sonrisa. Miró hacia las sombras de la pared del otro extremo de la habitación.

– Ahora, Venerado Público, empecemos la actuación con un poco de prestidigitación. Para realizar este número contaré con los servicios de un ayudante -declamó en un tono inquietante y teatral.

Alzó la mano y exhibió la deslumbrante hoja de la cuchilla. Con un gesto suave, El Prestidigitador tiró del elástico del pantalón de chándal y los calzoncillos de Rhyme y lanzó la hoja como un disco de frisbee hacia las ingles desnudas.

El criminalista se contrajo espantado.

– ¿Qué estará pensando? -preguntó El Prestidigitador dirigiéndose a su público imaginario-. Sabe que tiene una cuchilla apoyada en su piel, quizá cortándole la piel, los genitales o una vena o una arteria. ¡Y no siente nada!

Rhyme miraba con los ojos desorbitados hacia el borde de sus pantalones, esperando ver brotar la sangre.

El Prestidigitador sonrió.

– Pero quizá la hoja no esté ahí, sino en algún otro sitio. Aquí, por ejemplo. -Se llevó la mano a la boca y extrajo el pequeño rectángulo de acero. Lo sostuvo así y frunció el ceño-. Un momento. -Se sacó otra cuchilla de la boca y luego otras más. De nuevo tenía las cuatro en la mano. Las colocó formado un abanico y las lanzó al aire por encima de Rhyme, que dio un grito ahogado y se encogió mientras esperaba que cayesen sobre él. Pero no pasó nada. Habían desaparecido.

Notó el pulso agitado, ahora con más fuerza, en el cuello y las sienes, y el sudor le goteaba por la frente y las sienes. Miró de reojo al reloj. Le parecía que habían transcurrido varias horas; pero hacía sólo quince minutos que se había marchado Thom.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó-. ¿Por qué ha matado a esas personas, para qué?

– No todas están muertas -puntualizó airado-. Usted estropeó mi número con la amazona junto al río Hudson.

– Vale, digamos que las atacó. ¿Por qué?

– Nada personal -contestó, antes de sufrir un acceso de tos.

– ¿Nada personal? -le espetó Rhyme, incrédulo.

– Digamos que ha sido más por lo que representaban que por lo que eran.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué representaban? Explíquemelo.

– No, no pienso hacerlo -murmuró El Prestidigitador mientras se movía despacio alrededor de la cama de Rhyme, jadeando-. ¿Sabe usted lo que pasa por la cabeza del público durante una representación? Algunos esperan que el ilusionista no logre escapar a tiempo y se ahogue, se caiga sobre las púas o muera abrasado o aplastado. Hay un truco llamado «El espejo ardiente», mi preferido. Empieza con un ilusionista vanidoso mirándose al espejo; de repente ve una hermosa mujer al otro lado del cristal. Ella le pide por señas que se acerque, y él cede a la tentación y atraviesa el espejo. Los dos han intercambiado sus posiciones, y ahora es ella la que está delante del espejo. Pero surge una columna de humo, ella se cambia rápidamente y se convierte en Satán.

»El ilusionista se ve atrapado en el infierno y encadenado al suelo, del que brotan llamaradas que le envuelven. El muro de fuego se va acercando. Justo cuando está a punto de ser devorado por las llamas se libera de las cadenas, atraviesa el fuego, salta al otro lado del espejo y queda a salvo. El demonio corre hacia el ilusionista, da un salto en el aire y se desvanece. El mago rompe el espejo con un martillo, cruza el escenario, hace una pausa, chasquea los dedos, se produce un destello luminoso y, seguro que ya lo ha adivinado, se convierte a su vez en el demonio… ¡Ah, al público le encanta!… Pero sé que en un rincón de su mente todos ansían que gane el fuego y muera el artista. Y -en ese momento hizo una pausa- eso es lo que ocurre de vez en cuando.

– ¿Quién es usted? -murmuró Rhyme, ya sin esperanza.

– ¿Yo? -El Prestidigitador se inclinó hacia adelante y continuó con voz áspera y apasionada-. Yo soy el Mago del Norte, el mayor ilusionista de todos los tiempos. Soy Houdini. Soy el hombre capaz de escapar del espejo en llamas. De esposas, cadenas, habitaciones cerradas, grilletes, cuerdas, lo que sea. -Miró a Rhyme de cerca-. Salvo de usted. Temía que usted fuese la única cosa de la que no pudiera escapar. Es demasiado bueno, y tenía que detenerle antes de mañana por la tarde.

– ¿Por qué? ¿Qué va a pasar mañana por la tarde?

El Prestidigitador no respondió. Miró hacia la penumbra.

– Ahora, Venerado Público, nuestro número principal: «El hombre carbonizado». Fíjense en nuestro protagonista; no está sujeto por cadenas, esposas o cuerdas, pero seguro que no puede escapar. Su situación es aún más difícil que la del primer número de huida del mundo, el de San Pedro. Arrojado a una celda, cargado de grilletes y vigilado…, pero logró escapar. Claro que tenía un cómplice importante: Dios. Nuestro protagonista de esta noche, sin embargo, está solo.

Un pequeño objeto gris apareció en la mano del Prestidigitador, que se inclinó hacia adelante como un rayo, antes de que Rhyme pudiese volver la cabeza. El asesino le tapó la boca con un trozo de cinta adhesiva.

A continuación apagó todas las luces de la habitación, salvo una pequeña lamparita de noche. Volvió junto a la cama de Rhyme, levantó el dedo índice, frotó contra él el pulgar e hizo brotar una llama de varios centímetros.

El Prestidigitador movió el dedo hacia adelante y hacia atrás.

– Veo que está sudando -mantenía la llama cerca del rostro de Rhyme-. Fuego… ¿No es fascinante? Probablemente se trata de la imagen más sugestiva del ilusionismo. El fuego es la desorientación perfecta; todo el mundo mira hacia las llamas y jamás dirigen la vista hacia otro punto del escenario. Yo podría hacer cualquier cosa con la otra mano, y usted jamás lo vería. Por ejemplo…

En la otra mano apareció entonces la botella de whisky de Rhyme. Mantuvo la llama bajo el recipiente durante bastante rato; a continuación tomó un sorbito de licor y colocó la llama ante sus labios, mirando directamente al criminalista, que trató de encogerse. Pero El Prestidigitador sonrió, se dio la vuelta y lanzó la llamarada hacia arriba, retrocediendo un poco mientras el chorro de fuego se desvanecía en la oscuridad del techo.

Rhyme parpadeó y desvió la vista hacia un rincón de la habitación.

El Prestidigitador rompió a reír.

– ¿Busca el detector de humo? Yo lo encontré antes, y se ha quedado sin pilas -lanzó otra llamarada hacia el techo y dejó la botella.

De repente apareció un pañuelo blanco que colocó bajo la nariz de Rhyme. Estaba empapado en gasolina. El olor pungente le irritó los ojos y la nariz. El Prestidigitador retorció el pañuelo hasta formar una cuerda, le rasgó la parte superior de la chaqueta del pijama y se lo arrolló al cuello, como una corbata.

Caminó hacia la puerta, abrió en silencio el pestillo y miró hacia afuera.

Rhyme detectó otro olor mezclado con el de la gasolina. ¿Qué era? Un aroma intenso y ahumado…, el whisky. El asesino debía de haber dejado la botella abierta.

Pero el nuevo aroma pronto se impuso al olor a gasolina. Había whisky por todas partes, y Rhyme comprendió abatido lo que estaba haciendo: había vertido un reguero de licor desde la puerta hasta la cama, como una mecha. El Prestidigitador chasqueó los dedos y una bola blanca de fuego saltó desde la mano hasta el charco de malta.

El licor ardió y una llama azul recorrió el suelo. Enseguida hizo presa en una pila de revistas y una caja de cartón que había junto a la cama y alcanzó también una de las sillas de caña.

El fuego subiría pronto por la ropa de la cama y empezaría a devorar el cuerpo de Rhyme sin causarle dolor ninguno, y luego la cara y la cabeza, causándole un dolor atroz. Se volvió hacia El Prestidigitador, pero ya había salido y cerrado la puerta. El humo empezó a irritarle los ojos y a entrarle por la nariz. El fuego se iba acercando, quemando cajas y libros y carteles y fundiendo CDs.

Pronto las llamas azules y amarillas empezaron a lamer las mantas a los pies de la cama de Lincoln Rhyme.

Capítulo 26

Un diligente oficial del NYPD, que quizá había oído un ruido raro o visto una puerta sin cerrar, se adentró en un callejón del West Side. Quince segundos más tarde salía de allí otro hombre, vestido con un jersey ligero de cuello vuelto de color marrón, unos vaqueros ceñidos y una gorra de béisbol.

Liberado ya del papel del policía Larry Burke, Malerick empezó a caminar con aire desenvuelto por Broadway. Quien se fijase en él y en los aires donjuanescos con que miraba a su alrededor pensaría que andaba a la busca de algún bar del West Side en el que dar rienda suelta a su ego y a su libido, que a la edad ya mediana que aparentaba debían de estar un tanto abandonados.

Se detuvo ante un bar de cócteles instalado en un sótano, miró al interior y decidió que podía convenirle para ocultarse durante un rato antes de volver a casa de Lincoln Rhyme a comprobar los daños causados por el fuego.

Encontró un taburete libre al final de la barra, cerca de la cocina, y pidió un Sprite y un sándwich de pavo. A su alrededor: una máquina de juegos con música electrónica, una máquina de discos polvorienta, un ambiente lóbrego cargado de humo que olía a sudor, a perfume y a desinfectante, los estallidos de risa provocados por el alcohol y el runrún de conversaciones intrascendentes. Y todo ello le transportó a su juventud, a la ciudad construida en el desierto.

Las Vegas es un espejo rodeado de luces deslumbrantes. Uno puede pasar horas mirándola, pero todo lo que ve es su propia imagen con sus imperfecciones y sus arrugas, con su vanidad, su codicia y su desesperación. Es un lugar polvoriento y difícil en el que la iluminación alegre de la calle principal, del Strip, se desvanece uno o dos bloques más allá de los tubos de neón y no llega al resto de la ciudad, a las caravanas, los ruinosos bungalows, los centros comerciales invadidos por la arena, las tiendas de empeño que venden anillos de compromiso, trajes, brazos ortopédicos y cualquier cosa que pueda transformarse en dinero.

Y, por todas partes, el desierto polvoriento, infinito, parduzco.

En ese mundo nació Malerick.

Su padre, crupier en la mesa de blackjack, y su madre, jefa de comedor en un restaurante (hasta que la obesidad la arrastró fuera de la vista del público, a una sala de recuento de dinero), fueron dos miembros del nutrido ejército de servidores de Las Vegas, tratados como hormigas tanto por la dirección de los casinos como por los clientes. Dos miembros de un ejército que pasaron sus vidas tan sumergidos en el dinero, que eran capaces de detectar en los billetes la tinta, el perfume y el sudor, aunque también sabían que aquella abrumadora marea de riqueza estaba destinada a detenerse apenas un instante entre sus dedos.

Como tantos niños de Las Vegas abandonados a su suerte por padres obligados a trabajar durante turnos largos e irregulares, como tantos niños que en tantos sitios viven en hogares llenos de amargura, se dejó ir hacia un lugar en el que encontraba un poco más de calor.

Y ese lugar fue para él el Strip.

Les hablaba, Venerado Público, de desorientación, de cómo los ilusionistas les distraemos apartando su atención de nuestro método con movimientos, colores, luces, sorpresas, ruido… Pero la desorientación es más que una técnica de magia: es también una parte de la vida. Todos corremos con desesperación hacia el brillo y la luz, y huimos del aburrimiento, de la rutina, de los padres mal avenidos, del calor insoportable, de las horas inmóviles al borde del desierto, de los chicos que se burlan de ti porque eres débil y tímido y te golpean con puños tan duros como el cuerpo de un escorpión…

El Strip era su refugio.

En particular, las tiendas de artículos de magia, que no escaseaban precisamente. Las Vegas es conocida como la capital de la magia, y el niño descubrió que esos lugares eran algo más que simples comercios; eran rincones donde los ilusionistas en ciernes, en activo y retirados se reunían para compartir historias y trucos, y para cotillear.

En una de aquellas tiendas el niño aprendió una cosa importante sobre sí mismo: aunque era débil y tímido, y aunque corría poco, tenía una destreza prodigiosa. Los magos le enseñaban a escamotear y a retirar y a soltar y a ocultar, y él lo aprendía al instante. Uno de esos maestros levantó una ceja y comentó que aquel niño de trece años era un «prestidigitador nato».

La palabra desconcertó al niño, que nunca la había oído.

– La inventó un mago francés en el siglo XIX -explicó el hombre-. «Prestí» significa rápido y «dígito», dedo; el prestidigitador tiene dedos rápidos y manos diestras.

Poco a poco se convenció de que era algo más que un tipo raro que no encajaba en la familia, algo más que una víctima fácil con la que ensañarse.

Todos los días salía del colegio a las tres y diez de la tarde y se dirigía a su tienda preferida, donde pasaba las horas muertas y se iba empapando del método. Mientras estaba en su casa, practicaba constantemente. Alguno de los responsables del establecimiento lo contrataba de vez en cuando para hacer una demostración o para actuar brevemente ante los clientes en la Caverna Mágica que había en la parte trasera del local.

Todavía recordaba con claridad su primera actuación. Desde aquel momento, Houdini el Joven -su primer nombre artístico- aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron de subir a un escenario. ¡Qué satisfacción le proporcionaba hipnotizar al público, entretenerlo, conquistarlo, manipularlo! Y asustarlo, también le gustaba asustarlo.

Hasta que lo pillaron. Fue su madre quien, al caer en la cuenta de que el niño casi nunca estaba en casa, entró en su cuarto para ver si encontraba algo que le diera alguna pista de lo que estaba pasando. Por la noche, en cuanto lo oyó entrar por la puerta trasera, se levantó del comedor, entró torpemente en la cocina y le espetó sin contemplaciones:

– ¿De dónde has sacado este dinero?

– De Abracadabra.

– ¿Y quién es ése?

– La tienda. Es ésa que hay junto al Tropicana. Ya te lo había dicho.

– No quiero verte en el Strip.

– Mamá, no es más que una tienda, una tienda de magia.

– ¿Has estado bebiendo? Échame el aliento.

– No, mamá -respondió mientras retrocedía con repugnancia ante el cuerpo enorme, la camiseta manchada de salsa de tomate y el aliento fétido de su madre.

– Si te cogen en un casino, puedo quedarme sin trabajo, y también tu padre podría irse a la calle.

– Sólo he estado en la tienda. Hago una actuación corta y la gente me da a veces una propina.

– Aquí hay demasiado dinero. Yo nunca vi propinas así cuando era camarera.

– Soy bueno -replicó el niño.

– También yo lo era. Y eso de la actuación, ¿de qué es?

– Magia. -Estaba irritado; se lo había contado ya hacía algunos meses-. Mira -añadió mientras hacía un truco de cartas para ella.

– Esto ha estado bien -respondió su madre-, pero como me has mentido, me quedaré con el dinero.

– ¡No te he mentido!

– No me has dicho lo que estabas haciendo, y eso es igual que mentir.

– ¡Mamá, el dinero es mío!

– Has mentido. Y quien miente, paga.

Con cierta dificultad se metió el dinero en un bolsillo de los pantalones vaqueros herméticamente cerrado por su enorme tripa.

– Vale. Te devuelvo diez… -dijo después de un momento de vacilación- si me dices una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Alguna vez has visto a tu padre con Tiffany Loam?

– No lo sé. ¿Quién es ésa?

– No disimules, sabes perfectamente quién es. Esa camarera del Sands que vino a cenar con su marido hace un par de meses. La que llevaba una blusa amarilla.

– Pues…

– ¿Los has visto o no? Ayer por la tarde, en coche, camino del desierto.

– No los vi.

Le observó de cerca y decidió que estaba diciendo la verdad.

– Si los ves, dímelo.

Y volvió a su plato de espaguetis, que le esperaban apelmazados en una bandeja delante del televisor.

– Mi dinero, mamá.

– Calla, que van a echar el programa ese que tanto me gusta.

Un día, mientras daba un pequeño espectáculo en Abracadabra, le llamó la atención un hombre delgado y serio que entró en la tienda. A medida que avanzaba hacia la Caverna Mágica, los magos y empleados dejaron de hablar. Se trataba de un famoso ilusionista que actuaba en el Tropicana, conocido por tener carácter y por sus números oscuros y aterradores.

Al terminar el espectáculo, el ilusionista hizo una seña al chico y, moviendo la cabeza en dirección al cartel escrito a mano que había en el escenario, le preguntó:

– ¿Te haces llamar Houdini el Joven, no?

– Sí.

– ¿Crees que estás a la altura del nombre?

– No lo sé. Me gusta, simplemente.

– Haz alguna cosa más -pidió mientras miraba hacia la mesa cubierta por un terciopelo negro.

El muchacho obedeció, nervioso ante la mirada de aquella leyenda viva.

Un movimiento de cabeza que parecía un signo de aprobación. Que un chaval de catorce años recibiese un cumplido semejante bastó para que todos los magos que había en la sala enmudeciesen.

– ¿Quieres una lección?

El chico asintió sin palabras, expectante.

– Pásame las monedas.

Se las ofreció en la palma. El ilusionista miró la mano con un gesto de extrañeza.

– ¿Dónde están?

La mano estaba vacía. El ilusionista, riéndose con ganas ante la expresión desconcertada del muchacho, ya le había arrebatado las monedas, que ahora estaban en su propia mano. El joven estaba asombrado: no había notado ni un roce, nada.

– Y ahora voy a suspender ésta en el aire…

El chico miró hacia arriba pero, de repente, cierto instinto le sugirió: «Cierra la mano ahora mismo. Va a devolverte las monedas. Ponló en un aprieto delante de un montón de magos. Gánale por la mano».

Pero al instante, sin bajar la mirada, el ilusionista se detuvo y susurró:

– ¿Estás seguro de que quieres hacer eso?

El aprendiz parpadeó con sorpresa.

– Bueno, yo…

– Piénsalo bien -y bajó la mirada hacia la mano del muchacho.

También Houdini el Joven se miró la palma de la mano, en tensión para atrapar al gran ilusionista. Y vio, anonadado, que éste no le había colocado las monedas, sino cinco cuchillas de afeitar de doble filo. Si hubiese cerrado la mano, habrían tenido que ponerle una docena de puntos.

– Déjame verte las manos -dijo, mientras retiraba las hojas de afeitar, que escamoteó al instante.

Houdini el Joven mantuvo las palmas hacia arriba y el ilusionista las tocó y las frotó con los pulgares. Hizo sentir al muchacho que una corriente eléctrica pasaba entre los dos.

– Con estas manos podrás ser grande -le susurró de modo que nadie más lo oyese-. Tienes la fuerza necesaria y sé que tienes la crueldad, pero no tienes la visión. Todavía no -volvió a aparecer una cuchilla, con la que cortó una hoja de papel que empezó a sangrar. La arrugó y la abrió de nuevo, ahora sin corte ninguno y sin sangre. Se lo pasó al joven, que reparó en una dirección escrita en tinta roja.

Mientras la reducida concurrencia aplaudía con admiración genuina, o con celos, el ilusionista se inclinó hasta rozar con los labios el oído de Houdini el Joven y le susurró:

– Ven a verme. Tienes mucho que aprender, y yo mucho que enseñar.

El chico conservó la dirección del ilusionista, pero era incapaz de reunir el valor necesario para ir a verle. Poco tiempo después, mientras celebraban su decimoquinto cumpleaños, su madre cambió para siempre el curso de la vida del muchacho cuando lanzó contra su marido una prolongada diatriba y una mente de fettuccini como respuesta a cierta información sobre la famosa señora Loam. Volaron las botellas, saltaron por los aires los objetos decorativos, llegó la policía.

El muchacho decidió que ya estaba bien. Al día siguiente fue a ver al ilusionista, que aceptó ser su mentor. Había llegado en el momento perfecto. Dos días después empezaba una larga gira por Estados Unidos y necesitaba un ayudante. Houdini el Joven retiró todo el dinero de una cuenta bancaria secreta, e hizo lo mismo que había hecho aquel de quien había tomado el nombre: huir de casa para trabajar de mago. Pero entre ambos había una diferencia importante: mientras que Harry Houdini salió de casa con el único afán de ganar dinero para sacar de la pobreza a su familia y volvió enseguida a reunirse con ella, Malerick jamás volvería a ver a la suya.

– Hola, ¿qué tal?

La áspera voz femenina le sacó de esos recuerdos imborrables y le devolvió a la barra del bar del Upper West Side. Una habitual, pensó. Una cincuentona que intentaba sin éxito simular diez años menos y que había elegido aquel antro como territorio de caza sobre todo por la escasa luz. Se había subido al taburete al lado del suyo y se inclinaba hacia adelante luciendo el canalillo.

– ¿Decía?

– Te preguntaba que qué tal. Creo que no te había visto por aquí antes.

– Sólo estaré en la ciudad uno o dos días.

– Vaya -respondió ella con voz un poco beoda-. Dame fuego -añadió dando la irritante impresión de que debía considerar un privilegio encenderle el cigarrillo.

– Claro -respondió.

Encendió el mechero. Esta llama sí se agitaba visiblemente mientras ella pasaba unos dedos huesudos y rojizos en torno a los suyos para conducir el fuego hacia sus labios.

– Gracias. -Lanzó un delgado hilo de humo hacia el techo. Cuando volvió la cabeza vio que Malerick había pagado y se disponía a abandonar la barra.

Frunció el ceño.

– Tengo que marcharme -sonrió, y añadió-: ¡Ah!, puede quedárselo.

Le dio el pequeño encendedor metálico. Ella lo tomó, parpadeó y arrugó todavía más la frente: era su propio encendedor, que él le había sacado del bolso aprovechando el momento en que ella se inclinó hacia él.

– Creo que, después de todo, no lo necesitaba -murmuró con frialdad Malerick.

La dejó en la barra con dos lágrimas rodando sobre el maquillaje, y pensó que de todos los números sádicos que había perpetrado y planificado para aquel fin de semana -la sangre, la carne cortada, el fuego- ése sería quizá el más satisfactorio.


* * *

Oyó las sirenas cuando estaban a dos manzanas del piso de Rhyme.

La mente de Amelia Sachs dio uno de esos curiosos saltos que da el cerebro a veces: al oír el sonido electrónico de un vehículo de emergencia pensó que parecía venir de la casa de Rhyme.

Por supuesto, no venía de allí, decidió.

Demasiada casualidad.

Pero las luces parpadeantes, rojas y azules, estaban en Central Park West, que era donde vivía él.

Déjalo ya, trató de tranquilizarse, es tu imaginación espoleada por el recuerdo del inquietante arlequín de la bandera situada ante la carpa del Cirque Fantastique, por los artistas enmascarados, por el horror de los asesinatos del Prestidigitador. Se estaba volviendo paranoica.

Fantasmagórico…

Olvídalo.

Se cambió de mano la abultada bolsa, en la que llevaba la comida cubana bien cargada de ajo, y continuó caminando junto a Kara por la concurrida acera, hablando de la familia, del trabajo y del Cirque Fantastique; y también de los hombres.

Pum, pum…

La joven iba dando sorbos al café cubano doble al que, según sus propias palabras, se había vuelto adicta nada más probarlo. No sólo costaba la mitad que en Starbucks, sino que además era el doble de fuerte.

– No sé si se puede calcular así -señaló Kara-, pero me parece que eso lo hace cuatro veces mejor. Me encantan estos descubrimientos, las pequeñas cosas de la vida, ¿no te parece?

Pero Sachs había perdido el hilo de la conversación. Cruzó rauda otra ambulancia y rezó en silencio para que pasase de largo ante la casa de Rhyme.

Pero no pasó. El vehículo frenó bruscamente en la esquina contigua al edificio.

– No -susurró.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kara-, ¿un accidente?

Con el corazón desbocado, Sachs soltó las bolsas de comida y corrió hacia el edificio.

– Lincoln, Lincoln…

Kara la siguió; le salpicó café caliente en la mano y soltó el vaso. Continuó corriendo al ritmo de la oficial.

– ¿Qué pasa?

Al volver la esquina, Sachs contó media docena de coches de bomberos y ambulancias.

Al principio pensó en una crisis de disreflexia, pero era evidente que se trataba de un incendio. Miró hacia el segundo piso y el golpe la dejó paralizada. Salía humo por la ventana del dormitorio de Rhyme.

¡No, Dios mío!

Sachs se agachó para pasar por debajo de la cinta policial y corrió hacia el grupo de bomberos que había en la puerta. Saltó hasta las escaleras, momentáneamente libre de la artritis. Pronto cruzó la puerta, casi patinando sobre el suelo de mármol. El pasillo y el laboratorio parecían intactos, pero en la zona situada al pie de la escalera flotaba una ligera neblina de humo.

Dos bomberos bajaban despacio por la escalera con gesto aparentemente resignado.

– ¡Lincoln! -gritó.

Y corrió hacia la escalera.

– ¡Quieta, Amelia! -la voz áspera de Lon Sellitto atravesó el pasillo.

Se volvió, asustada, pensando que quería evitarle la visión del cadáver carbonizado. Si El Prestidigitador le había arrebatado a Lincoln, lo mataría. Nada en el mundo podría detenerla.

– ¡Lon!

La apartó de las escaleras y la abrazó.

– No está arriba, Amelia.

– ¿Está…?

– No, no. Está bien. Está perfectamente. Thom lo llevó al cuarto de invitados que hay en este mismo piso.

– Gracias a Dios -dijo Kara. Miró a su alrededor descorazonada mientras continuaban bajando bomberos del piso de arriba, hombres y mujeres corpulentos que lo parecían aún más por el volumen de los uniformes y el equipo.

Thom, con el rostro ensombrecido, se les acercó desde el fondo del salón.

– Todo va bien, Amelia. No tiene quemaduras, ha respirado algo de humo y tiene la tensión alta, pero está controlado. Se encuentra bien.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Amelia al detective.

– El Prestidigitador -murmuró Sellitto y después dio un suspiro-. Mató a Larry Burke y le robó el uniforme. Así consiguió entrar aquí. Luego se las arregló para subir a la habitación de Rhyme y encendió un fuego alrededor de la cama. Nosotros ni nos enteramos. Alguien vio el humo desde la calle y llamó a los del 911. Acto seguido me llamaron para darme el aviso. Entre Thom, Mel y yo arreglamos casi todo antes de que llegasen los camiones.

– No tenemos al Prestidigitador, claro -le preguntó la oficial a Sellitto.

– ¿Tú que crees? -respondió con una risa amarga-. Se esfumó. Sin dejar rastro.

Después del accidente que le dejó paralítico, después de superar la etapa de amargura que le hizo perder varios meses deseando que sus piernas volviesen a moverse, renunció a lo imposible y centró su capacidad de concentración y su extraordinaria fuerza de voluntad en una meta más razonable.

Respirar por sí mismo.

Un tetrapléjico como Rhyme, con el cuello roto al nivel de la cuarta vértebra por debajo de la base del cráneo, está a un paso de necesitar un pulmón artificial. Los nervios que van desde el cerebro hasta los músculos del diafragma pueden funcionar o no. En el caso de Rhyme, al principio pareció que los pulmones no trabajaban correctamente, y lo conectaron a una máquina, con un tubo implantado en el pecho. Rhyme detestaba ese aparato, con sus ruidos mecánicos y la extraña sensación de no notar la necesidad de respirar, aunque él sabía que no era así (la máquina tenía además la desagradable costumbre de pararse de vez en cuando).

Pero con el tiempo sus pulmones empezaron a funcionar espontáneamente y quedó libre del artilugio biónico. Los médicos dijeron que la mejora se debió a la estabilización natural del cuerpo después del trauma. Pero Rhyme sabía cuál era la verdadera razón: lo había hecho él. Con fuerza de voluntad. Aspirar aire hacia el interior de los pulmones -inspiraciones débiles al principio pero, en cualquier caso, sus propias inspiraciones- fue uno de los mayores logros de su vida. Ahora estaba esforzándose en hacer unos ejercicios que podrían intensificar las sensaciones del cuerpo e, incluso, devolver el movimiento a los miembros. Pero, por muy buenos resultados que obtuviese, pensaba que la sensación de orgullo jamás igualaría a la que le invadió cuando prescindió por primera vez de la máquina de respirar.

Aquella noche, tendido en la pequeña habitación de invitados, recordaba las nubes de humo que salían de la ropa, los papeles y los plásticos de su dormitorio. Dominado por el pánico, pensaba menos en el riesgo de morir abrasado que en el horror del humo penetrando en sus pulmones como esquirlas de metal y arrebatándole la única victoria que había obtenido en su guerra contra la discapacidad. Daba la impresión de que El Prestidigitador había sabido atacar precisamente su punto más vulnerable.

Cuando Thom, Sellitto y Cooper se abalanzaron al interior de la habitación, su primer pensamiento no fue para los extintores que los dos policías llevaban en la mano, sino para la bombona de oxígeno verde que esgrimía su ayudante. ¡Salva mis pulmones!, pensó.

Antes de que las llamas se extinguiesen, Thom ya le había colocado la mascarilla, y Rhyme inhaló con gula el dulce gas. Lo bajaron al otro piso, donde lo examinaron los médicos del servicio de urgencias y su propio especialista en lesiones de médula, le limpiaron y curaron algunas quemaduras pequeñas y buscaron con atención si tenía cortes de cuchilla (no los tenía, ni tampoco había ninguna hoja escondida en el pijama). El especialista declaró que los pulmones estaban perfectamente, aunque Thom debía darle la vuelta con más frecuencia de lo normal para mantenerlos limpios.

Sólo entonces Rhyme empezó a calmarse. Pero todavía sufría una ansiedad considerable. El asesino había hecho algo mucho más cruel que herirle físicamente. El ataque le había recordado a Rhyme cuan precaria era su vida y cuan incierto su futuro.

Detestaba esa sensación, ese desvalimiento y esa vulnerabilidad insoportables.

– ¡Lincoln! -Sachs entró apresuradamente en la habitación, se sentó en la antigua cama Clinitron, se dejó caer sobre su pecho y lo abrazó con fuerza. Él inclinó la cabeza contra su pelo. Ella estaba llorando; desde que la conocía, no la había visto llorar más que un par de veces.

– Nada de nombres de pila -murmuró-. Mala suerte, recuerda. Hoy la hemos tenido en abundancia.

– ¿Estás bien?

– Sí -respondió con un hilo de voz, atenazado por la idea absurda de que, si hablaba más alto, las partículas de humo le atravesarían y vaciarían los pulmones-. ¿Y los pájaros? -preguntó, rogando por que no les hubiese pasado nada a los halcones peregrinos. No le importaba que se mudasen a otra casa, pero le habría destrozado saber que habían resultado heridos o muertos.

– Thom dice que están bien. Se han pasado a la otra ventana.

Ella lo retuvo durante un momento y luego apareció Thom en la puerta.

– Tengo que darte la vuelta.

La oficial lo abrazó una vez más y se apartó mientras Thom se acercaba a la cama.

– Investiga la escena -le dijo Rhyme-. Algo ha debido dejar. Me colocó un pañuelo alrededor del cuello… y llevaba unas cuantas cuchillas de afeitar.

Sachs dijo que lo haría y salió de la habitación. Thom tomó el control y empezó a limpiarle los pulmones con sus manos expertas.

Veinte minutos después volvió Sachs. Se despojó del mono de tyvek, lo dobló con cuidado y lo guardó en el maletín de investigación de escenas.

– No he encontrado gran cosa -informó-. He recogido el pañuelo y un par de huellas de pisadas; lleva un par de Eccos nuevos, pero no he encontrado ninguna cuchilla, y si se le ha caído alguna otra cosa, se ha evaporado. También había una botella de whisky, pero supongo que sería tuya.

– Era mía -murmuró Rhyme. Normalmente habría hecho un chiste, algo sobre la severidad del castigo que debería imponerse a quien utiliza un single malt de dieciocho años para provocar un incendio. Pero no logró manifestar ningún atisbo de sentido del humor.

Sabía que no quedarían muchas pruebas. Debido a la magnitud de la destrucción que se produce en las escenas de incendio de origen sospechoso, lo único que suelen revelar las pruebas es el lugar y la forma en que se inició el fuego. Pero eso ya lo sabían. Sin embargo, él pensaba que debía haber algo más.

– ¿Qué hay de la cinta adhesiva? Thom la despegó y la tiró.

– No hay rastro de la cinta.

– Mira por detrás del cabecero de la cama. El Prestidigitador anduvo por ahí; quizá…

– Ya he mirado.

– Bueno, pues mira otra vez. Has pasado algo por alto. Tienes que haber pasado algo por alto.

– No -respondió ella.

– ¿Cómo?

– Olvida la Escena del Crimen. Está quemada, por así decir.

– Tenemos que sacar adelante este maldito caso.

– Y vamos a sacarlo adelante, Rhyme. Voy a hablar con el testigo.

– ¿Hay algún testigo? -gruñó-. No me lo habían dicho.

– Pues lo hay.

Se dirigió hacia la puerta y llamó a Lon Sellitto, que estaba en el salón, para que se acercase. Entró sin ninguna prisa, olisqueándose la chaqueta y arrugando la nariz.

– Un traje de doscientos cuarenta dólares y ya es historia, basura. ¿Me llamabas, oficial?

– Voy a entrevistar al testigo, teniente. ¿Tienes la grabadora?

– Por supuesto -la sacó del bolsillo y se la entregó-. ¿Hay un testigo?

– Olvídate de los testigos, Sachs -dijo Rhyme-. Sabes que son muy poco de fiar. Atente a las pruebas.

– No. Tenemos a uno bueno, estoy segura.

Mirada hacia la puerta.

– Bueno, ¿pues dónde demonios está?

– Eres tú -dijo ella mientras acercaba una silla a la cama.

Capítulo 27

– ¿Yo? Eso es ridículo.

– No tiene nada de ridículo.

– Olvídalo y vuelve a recorrer la cuadrícula. Has pasado cosas por alto, has buscado demasiado deprisa, como si fueses una novata.

– No soy ninguna novata. Sé investigar una escena con rapidez y sé cuándo hay que dejar de buscar y hacer algo más productivo. -Examinó la pequeña grabadora de Sellitto, comprobó la cinta y puso el aparato en marcha.

– Habla la oficial de patrulla del NYPD Amelia Sachs, número de placa Cinco Ocho Ocho Cinco, entrevistando a Lincoln Rhyme, testigo de una agresión código Diez Veinticuatro y de un incendio código Diez Veintinueve en el número Tres Cuatro Cinco de Central Parle West. Fecha: sábado 20 de abril -dijo, y colocó la grabadora en la mesilla que había cerca de Rhyme.

Éste miró el aparato como quien mira a una serpiente.

– Y ahora -siguió ella-, la descripción.

– Ya le he dicho a Lon…

– Dímelo a mí.

Mirada sarcástica hacia el techo.

– Varón, de complexión media, entre cincuenta y cincuenta y cinco años, vestido con un uniforme de policía. Esta vez no llevaba barba. Cicatrices y manchas en el cuello y el pecho.

– ¿Llevaba la camisa abierta? ¿Le viste el pecho?

– Disculpe usted -dijo Rhyme con indisimulado sarcasmo-. Cicatrices en la base del cuello que, presumiblemente, se prolongaban hacia el pecho. Dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos. Ojos marrones…, que parecían marrones.

– Bien, Rhyme -comentó ella-. Hasta ahora no sabíamos de qué color tenía los ojos.

– No sabemos si lleva lentillas -replicó él con la sensación de haberse apuntado un tanto-. Probablemente recordaría mejor con un poco de ayuda -añadió mirando a Thom.

– ¿Un poco de ayuda?

– Supongo que guardarás en la cocina alguna botella de Macallan sin quemar.

– Más tarde -dijo Sachs-. Ahora tienes que mantener la cabeza despejada.

– Pero…

– Ahora quiero repasar todo lo que ocurrió -añadió mientras se castigaba el cuero cabelludo con una uña-. ¿Qué dijo él?

– No lo recuerdo muy bien -contestó con impaciencia-. Sobre todo divagaciones un tanto enloquecidas. Y yo no estaba de humor para prestarle atención.

– Quizá te pareciesen enloquecidas a ti, pero yo estoy segura de que podríamos sacar algo aprovechable.

– Sachs -le espetó sardónico-, ¿acaso no puedes entender que tal vez yo estuviese un poco asustado y confundido? Es decir, ¿quizá un poco distraído?

Le tocó en el hombro, donde sí era capaz de percibir el contacto.

– Sé que no confías en los testigos. Pero a veces sí ven cosas. Ésta es mi especialidad, Rhyme.

Amelia Sachs, la poli de la gente.

– Yo te acompañaré, igual que me acompañas tú por la cuadrícula. Entre los dos encontraremos algo importante.

Se levantó, fue hasta la puerta y llamó a Kara.

En efecto, Rhyme desconfiaba de los testigos, incluso de los que se encontraban en puntos de vista privilegiados y no habían participado en el suceso. Quienes habían tenido contacto con el delito y, en particular, las víctimas de actos violentos, no le merecían ninguna confianza. Incluso entonces, pensando en la visita del asesino, todo lo que Rhyme veía era una serie de escenas inconexas: El Prestidigitador detrás de él, de pie, inclinado sobre él, encendiendo el fuego. Las cuchillas de afeitar. El olor del whisky, el humo ardiente. Ni siquiera era capaz de ordenar en el tiempo los actos del criminal.

La memoria, como había dicho Kara, no es más que una ilusión.

Poco después apareció la joven.

– ¿Está bien, Lincoln?

– Estupendamente -murmuró.

Sachs estaba explicando que quería que Kara escuchase, pues podría reconocer algunas de las cosas que había dicho el asesino y dar quizá con algo de valor. La oficial volvió a sentarse y acercó la silla.

– Retrocedamos de nuevo, Rhyme. Dinos lo que ocurrió, a grandes rasgos.

Dudó, miró hacia la grabadora y empezó a relatar los acontecimientos tal como los recordaba. La aparición del Prestidigitador, que reconoció que había robado el uniforme y matado al oficial, sobre cuyo cadáver le hizo algún comentario.

Ya va haciendo calor…

Y luego añadió:

– Se comportaba como si estuviese dando una función y yo fuera un colega. -Mientras escuchaba mentalmente la perorata del asesino, Rhyme continuó-: Hay una cosa de la que sí me acuerdo. Tenía asma o, al menos, parecía que le faltaba el aliento. Jadeaba mucho para respirar y hacía un ruido sibilante.

– Estupendo -dijo Sachs-. A mí se me había olvidado que hacía esos ruidos junto al estanque, después de agredir a Marston. ¿Qué más dijo?

Rhyme miró hacia el techo oscuro de la pequeña habitación de invitados y movió la cabeza en sentido negativo.

– Eso es todo. Lo que hizo fue quemarme o amenazarme con cortarme en rodajas. Por cierto, ¿has encontrado alguna cuchilla en la habitación?

– No.

– Bueno, pues la hay. De eso es de lo que estoy hablando, de pruebas. Sé que dejó caer una cuchilla encima del pantalón del chándal. Los médicos no la han encontrado, pero tiene que haberse caído. Ésas son las cosas que tendrías que estar buscando.

– Seguramente nunca cayó sobre el pantalón -dijo Kara-. Conozco el truco; la escondió en la palma de la mano.

– Vale. Lo que intento decir es que no se suele escuchar con mucha atención a alguien que te está torturando…

– Vamos, Rhyme. Retrocede otra vez. Primeras horas de esta tarde. Kara y yo vamos a por comida. Tú estabas examinando las pruebas. Thom te llevó al piso de arriba. Estabas cansado, ¿no?

– No -dijo el criminalista-, no estaba cansado. Pero me llevó arriba de todos modos.

– Supongo que no te haría mucha gracia.

– Pues no, no me hizo ninguna.

– Así que ahora estás en la habitación de arriba.

Las luces, la silueta de los pájaros, Thom cierra la puerta…

– Todo está en silencio -empezó Sachs.

– Nada de silencio. Está ese maldito circo del otro lado de la calle. De todas formas, puse el despertador…

– ¿Cuánto tiempo tardaría en sonar?

– No sé, una hora. ¿Qué importa eso?

– Un detalle puede abrir el camino a otros dos.

Ceño fruncido.

– ¿De dónde te has sacado eso? ¿De una galleta china de la suerte?

– Si tú lo dices… -sonrió-. Pero suena bien, ¿no crees? Inclúyelo en la próxima edición de tu libro.

– Yo no escribo libros sobre testigos -replicó Rhyme-, yo escribo libros sobre pruebas. -De nuevo sintió que su respuesta había sido un triunfo.

– Y ahora, dime, ¿cómo te diste cuenta de que estaba allí? ¿Oíste algo?

– No. Sentí una corriente de aire. Al principio pensé en el aire acondicionado, pero era él. Me estaba soplando en el cuello y en la cara.

– ¿Para qué?

– Para asustarme, supongo. Y, por cierto, funcionó. -Rhyme cerró los ojos y movió la cabeza en señal de asentimiento mientras recordaba algunas cosas más-. Intenté llamar a Lon por teléfono, pero -mirando a Kara- adivinó mi intención. Amenazó con matarme…, no, con matarme no, con dejarme ciego, si intentaba pedir ayuda. Pensé que iba a hacerlo, pero… parecía impresionado, y eso me chocó. Me felicitó por mi habilidad para desorientarle… -Su voz se fue apagando a medida que los recuerdos se desvanecían en la oscuridad.

– ¿Cómo entró?

– Con el oficial que traía las pruebas del caso Grady.

– Mierda -dijo Sellitto-. A partir de ahora pediremos la identificación a todos los que crucen la jodida puerta. Y quiero decir a todos.

– Así que habla de desorientación -continuó Sachs-. Te felicita. ¿Qué más cosas dice?

– No sé -murmuró Rhyme-. Nada.

– ¿Nada? -preguntó ella con un hilo de voz.

– No-lo-sé -Lincoln Rhyme estaba furioso con Sachs, porque le estaba presionando, porque no le dejaba tomar un trago para aplacar el terror.

Y sobre todo estaba furioso consigo mismo, por decepcionarla.

Pero ella tenía que comprender lo difícil que le resultaba revivir los acontecimientos, las llamas, el humo que le había penetrado por la nariz y había puesto en peligro sus preciosos pulmones.

Un momento. Humo…

– Fuego -dijo Lincoln Rhyme.

– ¿Fuego?

– Creo que fue de lo que más habló. Estaba obsesionado. Mencionó un número. El…, sí, «El espejo ardiente». Todo el escenario en llamas, creo que dijo, y el ilusionista tiene que escapar; se convierte en el demonio o hay alguien que se convierte en el demonio.

Tanto Rhyme como Sachs miraron a Kara, que afirmaba con la cabeza.

– He oído hablar de él, pero es raro. Exige mucha preparación y es un tanto peligroso. En estos tiempos, los propietarios de las salas casi nunca dejan hacer este truco a los ilusionistas.

– Continuó hablando del fuego. Dijo que es algo que no se puede falsificar en escena, que el público ve las llamas y desea secretamente que el ilusionista arda en ellas. Espera. Recuerdo otra cosa. Él…

– Sigue Rhyme, estás inspirado.

– No me interrumpas -le espetó-. ¿Te he dicho ya que se comportaba como si se encontrase en un escenario? Parecía alucinado. Miraba a la pared vacía y hablaba como si se dirigiera a alguien. Algo así como «mi no sé qué público». No recuerdo cómo llamaba al público. Estaba loco.

– Un público imaginario.

– Exacto. Espera… Creo que era «respetado público». Se lo decía directamente: «Mi respetado público».

Sachs miró a Kara, que se encogió de hombros.

– Siempre hablamos al público. Se llama palabrería. Antes, los magos decían cosas como «mi respetado público» o «damas y caballeros». Pero ahora todo el mundo considera eso un tanto impostado y altisonante y se prefiere una cháchara menos formal.

– Sigamos.

– No sé, Sachs. Creo que estoy seco. Todo lo demás se me confunde.

– Seguro que hay más. Es como una prueba diminuta en la escena del crimen. Está ahí y puede ser la clave del caso, pero para encontrarla hay que pensar de otra forma -se inclinó para acercarse más a Rhyme-. Supongamos que éste es tu dormitorio. Estás en la Flexicair. ¿Dónde estaba él?

El criminalista asintió.

– Ahí, a los pies de la cama, mirándome. Y a mi lado izquierdo, el más próximo a la puerta.

– ¿En qué postura?

– ¿En qué postura? No sé…

– Inténtalo.

– Supongo que mirando hacia mí. No paraba de mover las manos, como si estuviese hablando en público.

Sachs se levantó y adoptó la postura descrita.

– ¿Así?

– Más cerca.

Avanzó.

– Ahí.

Al verla así se acordó de algo.

– Otra cosa… Habló de las víctimas. Decía que matarlas no era nada personal.

– Nada personal.

– Las mataba…, sí, ahora me acuerdo, las mataba por lo que representaban.

Sachs asentía mientras garabateaba unas notas para completar la grabación.

– ¿Por lo que representaban? -musitó-. ¿Qué significa eso?

– No tengo ni idea. Una música, una abogada, un maquillador. Diferentes edades, sexos, profesiones, lugares de residencia, sin conexión aparente entre unos y otros. ¿Qué podían representar? Estilos de vida de clase alta o media, residentes urbanos, con estudios superiores. Quizá una de estas cosas sea la clave, el proceso racional que sigue para escogerlos. Quién sabe.

Sachs fruncía el ceño.

– Algo no encaja.

– ¿El qué?

Tardó un poco en decirlo:

– Algo de lo que estás recordando.

– Vale, no es una jodida descripción al pie de la letra. No tenía una taquimecanógrafa a mano.

– No, no me refiero a eso. -Reflexionó durante un rato y asintió con la cabeza-. Has caracterizado lo que dijo. Has estado usando tu lenguaje, no el suyo. «Residentes urbanos», «proceso racional». Quiero sus palabras.

– Pues no recuerdo sus palabras, Sachs. Dijo que no tenía nada personal contra las víctimas. Punto.

Ella movió la cabeza en un gesto de desaprobación.

– No, seguro que no lo dijo así.

– ¿Qué quieres decir?

– Los asesinos nunca piensan en las personas a las que matan como víctimas. Es imposible. Jamás las humanizan. Desde luego, no un asesino en serie, como es El Prestidigitador.

– Eso son las chorradas que enseñan en la academia, en clase de psicología, Sachs.

– No, es la realidad. Nosotros sabemos que son víctimas, pero los asesinos siempre creen que se lo merecían. Piénsalo. No dijo víctimas, ¿verdad?

– Bueno, ¿y qué más da?

– Da, porque dijo que representaban algo y tenemos que averiguar el qué. ¿Cómo se refirió a ellas?

– No me acuerdo.

– Bueno. No dijo víctimas, eso seguro. ¿Habló de alguna de ellas en particular? Svetlana, Tony. ¿Dijo algo de Cheryl Marston? ¿Le llamaba «la rubia»?, ¿«la abogada»? ¿«La de las tetas grandes»? Seguro que no la llamó «residente urbana».

Rhyme cerró los ojos e intentó retroceder en el tiempo. Por último, negó con la cabeza.

– No…

Y en ese momento le vino la palabra.

– Amazona.

– ¿Cómo?

– Tienes razón. La palabra no era «víctima». La llamó «amazona».

– Estupendo.

Rhyme sintió un acceso de orgullo injustificado.

– ¿Y qué me dices de los otros?

– Sólo habló de ella -de eso estaba seguro.

– Así que -intervino Sellitto-, piensa en las víctimas como personas que hacen algo, que puede ser su trabajo o no serlo.

– Exacto -confirmó Rhyme-. Interpretar música, maquillar a la gente, montar a caballo.

– Pero, ¿para qué nos sirve eso a nosotros? -preguntó Sellitto.

Y, como Rhyme le había dicho tantas veces cuando ella hacía esa misma pregunta en relación con las pruebas tomadas en una escena, Amelia respondió:

– Aún no lo sabemos, detective. Pero estamos un paso más cerca de averiguarlo. -La oficial consultó las notas que había tomado-. Vamos a ver. Hizo los trucos de las cuchillas de afeitar, mencionó «El espejo ardiente», habló a su respetado público, estaba obsesionado con el fuego, atrapó a un maquillador, a una intérprete de música y a una amazona para matarlos por lo que representaban, sea eso lo que sea. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

De nuevo cerró los ojos y se esforzó en concentrarse.

Pero seguía viendo las cuchillas, las llamas, oliendo el humo.

– Nada -dijo mirándola-. Creo que es todo.

– Muy bien, Rhyme, muy bien.

Y el criminalista identificó el tono de la voz.

Lo identificó porque era el mismo que solía usar él.

Significaba que ella no lo daba por terminado.

Sachs levantó la vista de las notas y dijo despacio:

– Siempre citas a Locard.

Rhyme asintió al escuchar el nombre del antiguo forense y criminalista francés, autor de un principio que más tarde recibiría su nombre. Según dicho principio, en toda escena de un crimen se produce siempre un intercambio de pruebas, por muy pequeño que sea, entre el asesino y la víctima o el lugar donde se cometió el delito.

– Bueno, pues yo creo que puede haber también un intercambio psicológico comparable al material.

Rhyme se echó a reír ante una idea tan disparatada. Locard era un científico y hubiera rechazado la idea de aplicar su principio a una cosa tan resbaladiza como la psique humana.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– ¿Tuviste todo el tiempo la boca tapada? -continuó ella.

– No, sólo al final.

– Por tanto, tú también comunicaste algo. Participaste en un intercambio.

– ¿Yo?

– ¿No? ¿No le dijiste nada?

– Desde luego, pero qué importa. Lo importante son sus palabras.

– Estoy pensando que quizá dijo algo en respuesta a lo que dijiste tú.

Rhyme observaba a Sachs con atención. Una mancha de hollín en forma de media luna en la mejilla, una gota de sudor sobre su enérgico labio superior. Estaba sentada con el cuerpo inclinado hacia adelante y, aunque hablaba con voz calmada, él percibía en su postura tensión y concentración. Ella no lo sabía, claro, pero parecía sentir exactamente las mismas emociones que sentía él cuando la conducía por una escena situada a varios kilómetros de distancia.

– Piénsalo, Rhyme -dijo-. Imagina que estás solo con un asesino. No necesariamente con El Prestidigitador, sino con cualquiera. ¿Qué le dirías?, ¿qué querrías saber?

Su reacción fue emitir un suspiro de cansancio al que supo dar cierto tono cínico. Pero lo cierto fue que la pregunta despertó algo en su mente.

– Ahora me acuerdo -dijo-. Le pregunté quién era.

– Buena pregunta. ¿Y qué te respondió?

– Dijo que era un mago… No, no un simple mago, sino algo más concreto. -Rhyme parpadeó mientras luchaba por volver a ese lugar tan inhóspito-. Me recordó al Mago de Oz…, «El malvado mago del Oeste», algo así. -Frunció el ceño y al fin dijo-: Sí, ya lo tengo. Dijo que era El Mago del Norte. Seguro.

– ¿Te dice eso algo? -preguntó Sachs a Kara.

– Nada.

– Dijo que era capaz de escapar de cualquier cosa, pero que no estaba seguro de poder huir de nosotros. Bueno, de mí. Temía que le atrapásemos, y por eso había venido aquí. Dijo que tenía que pararme los pies antes de mañana por la tarde, que era cuando pensaba volver a matar.

– Mago del Norte -dijo Sachs mirando las notas-. Ahora…

Rhyme suspiró.

– Creo que ya es suficiente, Sachs. El pozo está seco.

Sachs apagó la grabadora, se inclinó sobre él y le secó el sudor de la frente con un pañuelo de papel.

– Lo imaginaba. Iba a decir que ahora soy yo la que necesita un trago. ¿Qué te parece?

– Sólo si me lo servís Kara o tú -respondió Rhyme-. No permitas que lo haga él -añadió inclinando la cabeza con acritud hacia Thom.

– ¿Quieres tú algo? -preguntó Thom a Kara.

– Seguro que quiere un café irlandés -respondió Rhyme-. ¿Por qué no empiezan a servirlo en Starbucks?

Kara rechazó el licor, pero pidió un Maxwell House o un Folgers solo.

Sellitto preguntó si había alguna posibilidad de comer algo, ya que el sandwich cubano previsto no había sobrevivido al trayecto de vuelta a casa.

Cuando el ayudante desapareció y se fue a la cocina, Sachs pasó a Kara las notas que había tomado y le pidió que anotase en la pizarra del perfil del mago lo que considerase procedente. La joven se levantó y se dirigió al laboratorio.

– Buena entrevista -le dijo Sellitto a Sachs-. No conozco a ningún sargento capaz de hacerlo mejor.

Aceptó el cumplido con un movimiento de cabeza y sin sonreír, pero Rhyme estaba seguro de que le había encantado.

Unos minutos más tarde apareció en la puerta Mel Cooper, también con la cara sucia. Llevaba una bolsa de plástico.

– Aquí están todas las pruebas del Mazda. -La bolsa contenía lo que parecía una hoja del The New York Times doblada en cuatro. Era obvio que Sachs no había estudiado la escena; las pruebas mojadas deben conservarse en bolsas de papel o de fibra, nunca de plástico, pues éste favorece la proliferación de hongos capaces de destruirlas en poco tiempo.

– ¿Es todo lo que han encontrado? -preguntó Rhyme.

– Hasta ahora, sí. Todavía no han podido sacar el coche. Demasiado peligroso.

– ¿Ves la fecha? -le preguntó Rhyme.

Cooper examinó el papel empapado.

– Es de hace dos días.

– Entonces tiene que ser de El Prestidigitador -observó Rhyme-. El coche fue robado antes de esa fecha. ¿Por qué iba alguien a guardar una hoja en lugar del periódico entero? -La pregunta era puramente retórica, como muchas de las que hacía Rhyme, que no esperaba ninguna respuesta-. Porque contiene un artículo importante para él y, por tanto, quizá importante para nosotros. Por supuesto, a lo mejor es un vicioso y le gustan los anuncios de ropa interior de Victoria's Secret, pero hasta eso puede ser información valiosa. ¿Puedes leer algo?

– Nada. Y no quiero desdoblarlo todavía. Está demasiado mojado.

– Vale. Llévalo al laboratorio de documentos. Si no pueden abrirlo, al menos podrán ver los titulares con infrarrojos.

Cooper pidió un mensajero para que llevase la muestra al laboratorio criminal del NYPD en Queens y a continuación llamó a su casa al responsable del análisis de documentos para que lo agilizase. Después desapareció en el laboratorio para depositar el periódico en un envase más apropiado para el transporte.

Thom llegó con las bebidas y una bandeja de sándwiches sobre la que Sellitto se abalanzó rápidamente.

Pocos minutos más tarde volvió Kara y aceptó agradecida la taza de café que le ofreció el ayudante. Mientras echaba el azúcar, le dijo a Sachs:

– Estaba escribiendo en la pizarra los detalles que he encontrado sobre él y he tenido una idea. Así que he hecho una llamada telefónica y creo que he descubierto su verdadero nombre.

– ¿El de quién? -preguntó Rhyme mientras sorbía su delicioso whisky.

– El de El Prestidigitador.

El débil tintineo de la cucharilla revolviendo el azúcar en el café era el único sonido perceptible en la habitación, de repente silenciosa como una tumba.

Capítulo 28

– ¿Has averiguado su nombre? -preguntó Sellitto-. ¿Y quién es?

– Creo que se llama Erick Weir.

– ¿Puedes deletrearlo? -pidió Rhyme.

– W-E-I-R. -Más azúcar en el café antes de continuar-. Trabajó como ilusionista hasta hace unos pocos años. Llamé al señor Balzac (nadie conoce este mundillo como él), le di el perfil y le conté algunas de las cosas que le había dicho a Lincoln esta noche. Se puso un tanto misterioso, además de enfadado, como esta mañana -dijo mirando a Sachs-. Al principio no quiso ayudarme, pero por fin lo tranquilicé y me dijo que debía de ser Weir.

– ¿Por qué? -preguntó Sachs.

– En primer lugar, la edad coincide: poco más de cincuenta años. Weir era, además, conocido por ejecutar números peligrosos, trucos con cuchillas y navajas. También es uno de los pocos que ha hecho «El espejo ardiente». ¿Recuerdan que les dije que los ilusionistas siempre se especializan, que es muy raro encontrar a alguien que sea bueno en tantos terrenos, ilusionismo y escapes, transformismo y juegos de manos, y hasta ventriloquia y mentalismo? Bueno, pues Weir hacía todo eso. Y era experto en Houdini. Algunas de las cosas que ha estado haciendo este fin de semana son números de Houdini o se basan en ellos.

»También está eso que dijo del mago. En el siglo XIX hubo un ilusionista, un tal John Henry Anderson, que se hacía llamar El Mago del Norte. Tenía mucho talento, pero mala suerte con el fuego. Su espectáculo resultó casi completamente destruido en un par de ocasiones, y David me dijo que Weir sufrió quemaduras graves en un incendio que se produjo en un circo.

– Las cicatrices -dijo Rhyme-. La obsesión por el fuego.

– Y quizá la voz no fuese asmática -sugirió Sachs-. El fuego pudo haberle dañado los pulmones o las cuerdas vocales.

– ¿Cuándo ocurrió el accidente de Weir? -preguntó Sellitto.

– Hace tres años. La carpa del circo en el que estaba ensayando fue destruida por el fuego y la esposa de Weir murió. Acababan de casarse. Nadie más sufrió lesiones graves.

Era una buena pista.

– ¡Mel! -gritó Rhyme, olvidando el temor a poner en peligro sus pulmones-. ¡Mel!

Un momento después entraba Cooper en la habitación.

– Ya oigo que estás mejor.

– Búsqueda en Lexis/Nexis [21] y en las bases de datos del VICAP, el NCIC y el Estado. Detalles sobre Erick Weir. W-E-I-R, artista, ilusionista, mago. Podría ser nuestro asesino.

– El nombre se escribe E-R-I-C-K -añadió Kara.

– ¿Has descubierto tú su nombre? -preguntó el técnico, impresionado.

– Lo ha descubierto ella -respondió Rhyme señalando con la cabeza hacia Kara.

– Yo.

Cooper volvió a los pocos minutos con varias hojas impresas. Rebuscó entre ellas mientras se dirigía al equipo.

– No hay gran cosa -dijo-. Da la impresión de que ha tenido a buen recaudo todo lo relativo a su vida. Erick Albert Weir. Nacido en Las Vegas en octubre de 1950. Prácticamente no se sabe nada de sus primeros años. Trabajó como ayudante en distintos circos, casinos y empresas de espectáculos antes de empezar a actuar como ilusionista y transformista. Casado con Marie Cosgrove hace tres años, justo después de debutar en el circo Thomas Hasbro y The Keller Brothers. Durante un ensayo se produjo un incendio; la carpa quedó destruida, él sufrió graves quemaduras de tercer grado y su esposa murió. Desde entonces no se sabe nada más de él.

– Busca algo sobre la familia de Weir.

Sellitto dijo que él se encargaría. Como Bedding y Saul estaban saturados de trabajo, el detective llamó a algunos compañeros de homicidios y los puso manos a la obra.

– Aún hay algo más -dijo Cooper mientras hojeaba las páginas impresas-. Un par de años antes del incendio, Weir fue detenido y condenado en Nueva Jersey…; pasó treinta días en la cárcel por imprudencia temeraria. Un miembro del público sufrió quemaduras graves a consecuencia de algo que salió mal en el escenario. Más tarde, algunos propietarios de distintos locales iniciaron pleitos civiles por daños materiales y lesiones a los empleados, al tiempo que Weir planteó otros por incumplimiento de contrato. En un espectáculo, el propietario descubrió que Weir estaba utilizando una pistola y balas de verdad en su actuación. Weir se negó a cambiar el número y fue despedido. -El técnico siguió leyendo otros datos y continuó-. En un artículo he encontrado los nombres de dos ayudantes que estaban trabajando con él en el momento del incendio, uno de Reno y otro de Las Vegas. La policía del estado de Nevada me ha proporcionado sus nombres.

– Allí aún es pronto -señaló Rhyme mirando el reloj-. Busca el micrófono, Thom.

– No. Después de todo lo que ha pasado esta noche, necesitas descansar.

– Sólo dos llamadas y luego a dormir. Prometido.

El ayudante se resistió.

– Por favor, gracias.

Thom asintió y desapareció. Poco después volvió con el micrófono, lo enchufó y lo colocó en la mesa que había junto a la cama.

– Dentro de diez minutos cortó la electricidad -anunció el ayudante, con un tono tan amenazador que Rhyme le creyó capaz de hacerlo.

– Suficiente.

Sellitto terminó el sandwich y marcó el número del primer ayudante de la lista de Cooper. Respondió la voz grabada de la esposa de Arthur Loesser anunciando que la familia no estaba en casa, pero que dejasen un mensaje. Sellitto lo dejó y marcó a continuación el número del otro ayudante.

John Keating respondió al primer timbrazo y Sellitto le explicó que estaban realizando una investigación y tenía que hacerle algunas preguntas. Tras una pausa, se escuchó una voz áspera y nerviosa en el diminuto altavoz:

– ¿Qué pasa? ¿Es la policía de Nueva York?

– Exacto.

– Bueno, supongo que debo ponerme a su disposición.

– ¿Solía trabajar usted para un hombre llamado Erick Weir? -le preguntó Sellitto.

Tras un momento de silencio, el hombre empezó a hablar de forma rápida y entrecortada.

– ¿Weir? Bueno, bueno. Pues sí. ¿Por qué? -La voz sonaba nerviosa y aguda, como si quien hablaba acabara de tomarse una docena de tazas de café.

– ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar?

– Quisiera saber por qué me pregunta por él.

– Nos gustaría hablar con él como parte de una investigación criminal.

– ¡Dios mío! ¿Sobre qué? ¿De qué quieren hablarle?

– Sólo algunas cuestiones generales -dijo Sellitto-. ¿Ha estado en contacto con él últimamente?

Pausa. Aquél era el momento en que el hombre nervioso podía soltarlo todo o salir corriendo, y Rhyme lo sabía.

– ¿Señor? -insistió Sellitto.

– Tiene gracia. Me pregunta a mí, o sea, me pregunta a mí sobre él. -Las palabras iban cayendo como canicas sobre una pieza de metal-. Pues se lo diré. Llevaba años sin saber nada de Weir. Creí que estaba muerto. Hubo un incendio en Ohio, la última vez que trabajamos juntos. Sufrió quemaduras realmente graves. Desapareció y todos pensamos que había muerto. Pero hace seis o siete semanas me llamó.

– ¿Desde dónde? -preguntó Rhyme.

– No lo sé. No me lo dijo. No se lo pregunté. A nadie se le ocurre preguntar desde dónde llama alguien. No es lo primero que te viene a la cabeza. Uno no piensa en eso. ¿Usted lo ha preguntado en alguna ocasión?

– ¿Qué quería? -siguió Rhyme.

– Vale, vale. Quería saber si seguía en contacto con alguien del circo que se había incendiado. El circo Hasbro. Pero estaba en Ohio y todo ocurrió hace tres años. Y el circo Hasbro ni siquiera continúa funcionando. Después del incendio, el propietario cerró y montó un espectáculo diferente. ¿Por qué iba a seguir en contacto con nadie de allí? Yo vivo en Reno. Le dije que no sabía nada de nadie. Y ahí se descompuso, ya me entiende.

Rhyme volvió a fruncir el ceño.

Entonces probó Sachs:

– ¿Enfadado?

– ¡Y cómo! Ya le digo.

– Continúe -dijo Rhyme, esforzándose por controlar su impaciencia-. Cuéntenos qué más dijo.

– Eso fue todo. Lo que acabo de decirle. Quiero decir, hubo algunas cosas de poca monta. Pero logró clavar las uñas, como en los viejos tiempos. ¿Sabe lo que hizo cuando llamó?

– ¿Qué hizo? -le animó Rhyme.

– Todo lo que dijo fue «Soy Erick». Nada de «Hola». Nada de «Hola John, ¿qué tal te va? ¿Te acuerdas de mí?». Nada de eso. «Soy Erick.» Todos estos años desde que me separé de él, trabajando como camarero para salir adelante…, y parecía que nunca nos hubiéramos alejado. Estoy seguro de que no hice nada mal. Pero él me hablaba como si tuviese la culpa de algo. Es como cuando tomo el pedido de un cliente y luego se lo llevo y me dice que no es lo que había pedido. Lo que pasa es que cambió de idea, pero protestando hace que parezca que tú te has equivocado. Que la culpa es tuya y que tú eres el que tiene problemas.

– ¿Puede decirnos alguna cosa sobre él en general? -continuó Sachs-. Otros amigos, sitios a los que le gustaba ir, aficiones.

– Claro -dijo la voz, cortante-. Todo lo que acaba de decir: ilusionismo.

– ¿Cómo? -preguntó Rhyme.

– Que eso eran sus amigos, los sitios a los que le gustaba ir, las aficiones. ¿Capta lo que le quiero decir? Que no había ninguna otra cosa. Estaba totalmente entregado a su oficio.

Sachs volvió a intentarlo.

– Vale. ¿Y qué nos puede decir de su actitud hacia la gente? ¿De su forma de ser? ¿Qué pensaba de las cosas?

Pausa larga.

– Cincuenta minutos, dos veces a la semana durante tres años llevo tratando de averiguar cómo era y no he sido capaz. Durante tres años. Y todavía me parece. Y… -Keating estalló en una carcajada áspera e inquietante-. ¿Se ha dado cuenta? He dicho «me parece daño», pero lo que quería haber dicho es que se me aparece en sueños. Y se me sigue apareciendo. ¿Qué diría Freud de eso? Bueno, ya tengo algo de qué hablar el próximo lunes a las nueve de la mañana, ¿verdad? Todavía me aterroriza, y sigo sin tener la menor idea de por qué es así.

Rhyme se daba cuenta de que todos los miembros del equipo estaban cada vez más fastidiados con la cháchara de Keating, así que le dijo:

– Hemos sabido que su esposa murió en el incendio. ¿Sabe algo de su familia?

– ¿Marie? No, se habían casado sólo una o dos semanas antes del incendio. Estaban realmente enamorados. Pensábamos que ella le calmaría. Que haría que soñásemos menos con él. Confiábamos en eso. Pero no llegamos a conocerla.

– ¿Puede darnos nombres de personas que pudieran saber algo sobre él?

– Art Loesser era su primer ayudante, y yo el segundo. Eramos sus chicos. Nos llamaba «los chicos de Erick». Todo el mundo nos llamaba así.

– Hemos llamado a Loesser. ¿Alguien más?

– Sólo se me ocurre el director del circo Hasbro en aquella época, Edward Kadesky. Ahora es productor en Chicago, creo.

Sellitto le pidió que deletrease el nombre, y luego le preguntó:

– ¿Volvió a llamarle Weir?

– No. Pero no le hacía falta. Le bastaron cinco minutos para clavar las uñas. Hacer daño y volver a los sueños.

Soy Erick…

– Bueno, tengo que colgar. Debo planchar el uniforme. Trabajo en el turno de mañana del domingo, que es muy ajetreado.

En cuanto colgó, Sachs fue hasta el micrófono para apretar el botón de desconexión.

– ¡Madre mía! -murmuró.

– Necesita más medicación -observó Sellitto.

– Bueno, al menos tenemos una pista -dijo Rhyme-. Localiza a ese Kadesky.

Mel Cooper desapareció durante unos minutos, y cuando volvió traía un listado impreso de una base de datos de compañías de teatro. Kadesky Productions tenía la oficina en South Wells Street, en Chicago. Sellitto llamó y respondió un contestador, cosa nada extraña en un sábado por la noche. Dejó un recado.

– Bueno -dijo Sellitto-, Weir le ha arruinado la vida a su ayudante. Es emocionalmente inestable. Ha causado lesiones a miembros de su público y ahora es un asesino en serie. Pero, ¿qué le hace actuar?

En ese momento Sachs levantó la vista.

– Vamos a llamar a Terry.

Terry Dobyns era psicólogo en el Departamento de Policía de Nueva York. El cuerpo contaba con varios especialistas, pero Dobyns era el único que sabía hacer perfiles de comportamiento, cosa que había aprendido y perfeccionado en el FBI, en Quantico, Virginia. La prensa y la literatura popular han divulgado la técnica de elaboración de perfiles psicológicos, que puede ser muy útil pero, en opinión de Rhyme, sólo ante un tipo de delitos limitado. Por lo general, el funcionamiento de la mente de un asesino no tiene nada de misterioso, pero en las ocasiones en que sus motivaciones constituyen un enigma y resulta difícil anticipar el siguiente objetivo, la elaboración de un perfil puede ser útil. Ayuda a los investigadores a encontrar informadores o individuos que hayan conocido al sospechoso, a anticiparse a sus movimientos, a colocar señuelos en los lugares apropiados, a delimitar el terreno y a buscar delitos similares cometidos en el pasado.

Sellitto pasó las hojas de una guía de teléfonos del NYPD y llamó a Dobyns a su casa.

– Terry.

– Lon. Se oye el eco de un micrófono, así que supongo que también está Lincoln por ahí.

– Exacto -confirmó Rhyme. Sentía afecto por Dobyns, la primera persona a la que vio al despertar después de su accidente. Rhyme recordó que le gustaba el fútbol, la ópera y los misterios de la mente humana más o menos en el mismo grado: apasionadamente.

– Siento llamar tan tarde -se disculpó Sellitto en un tono que no dejaba traslucir ni rastro de arrepentimiento-, pero necesitamos ayuda con un asesino en serie. Tenemos un nombre, pero no mucho más.

– ¿Es el que ha salido en las noticias? ¿El que ha matado a una estudiante de música esta mañana? ¿Y también a un oficial de la policía?

– Ese mismo. También ha asesinado a un maquillador e intentado matar a una amazona. Por lo que representaban, dijo. Dos mujeres heterosexuales y un varón homosexual. Ninguna actividad sexual. Estamos perdidos. Y le ha dicho a Lincoln que mañana por la tarde volverá a actuar.

– ¿Le ha dicho a Lincoln? ¿Por teléfono? ¿Por carta?

– En persona -aclaró Rhyme.

– Mmm. Debe de haber sido una conversación interesante.

– No puedes ni imaginarlo.

Sellitto y Rhyme le pusieron al corriente de los crímenes de Weir y de lo que sabían de él.

Dobyns hizo algunas preguntas, se quedó un momento en silencio y, por último, dijo:

– Veo que en él actúan dos fuerzas que se potencian mutuamente y que conducen al mismo resultado. ¿Sigue actuando?

– No -respondió Kara-. No ha vuelto a actuar desde el incendio. Al menos por lo que sabemos.

– Actuar en público -dijo Dobyns- es una experiencia tan intensa, tan atractiva que, cuando se priva de ella a alguien que la ha vivido con éxito, siente una pérdida profunda. Los actores y los músicos, y supongo que también los magos, tienden a definirse en términos de su carrera artística. Por tanto, en esencia, el incendio destruyó a quien hasta entonces había sido Weir.

El hombre evanescente, pensó Rhyme.

– Esto a su vez significa que ahora no está motivado por la ambición del éxito o por el deseo de agradar al público o por la entrega a su oficio, sino por la ira. Y la segunda fuerza contribuye a empeorar las cosas; en efecto, el fuego le deformó y le dañó los pulmones. Como personaje habituado a moverse en público, es particularmente consciente de sus deformidades, que acrecientan su ira exponencialmente. Podríamos hablar del síndrome del Fantasma de la Ópera. Se ve a sí mismo como un monstruo.

– Así que ahora quiere vengarse.

– Sí, pero no necesariamente en un sentido literal. El fuego lo mató, mató a quien fue, y matando a alguien se siente mejor, reduce la ansiedad acumulada por la ira en su interior.

– ¿Por qué ha elegido a estas víctimas?

– Imposible saberlo. Ha sido más por lo que representaban, te dijo. ¿Puedes repetirme a qué se dedicaban?

– Una estudiante de música, un maquillador y una abogada, aunque hablaba de ella como amazona.

– Hay algo en ellos que conecta con su ira, pero no sé el qué, al menos no todavía, no sin más datos. La respuesta de manual es que cada una de las víctimas dedicó su vida a lo que Weir consideraría momentos decisivos. Tiempos importantes en los que la vida cambia. Quizá su esposa era música o la conoció en un concierto. El maquillador podría tener alguna relación con su madre; a lo mejor, de pequeño sólo era feliz con ella mientras la miraba maquillarse en el cuarto de baño. En cuanto a los caballos, ¿quién sabe? Puede que su padre le haya llevado alguna vez a montar y haya disfrutado. El fuego le arrebató esos momentos de dicha y ahora se revuelve contra la gente que se los recuerda. O al revés: establece asociaciones negativas con lo que las víctimas representan. Has dicho que su esposa murió durante un ensayo; quizá sonaba la música en aquel momento.

– ¿Y se ha tomado tantas molestias en mantener vigiladas a estas personas, y en hacer planes tan elaborados para localizarlos y matarlos? -preguntó Rhyme-. Debe haberle llevado meses.

– La mente tiene que rascarse cuando le pica -dijo Dobyns.

– Otra cosa, Terry. También daba la impresión de dirigirse a un público imaginario. Espera un momento… sí, creo que decía «respetado público». No, no, acabo de acordarme, era «venerado». Hablaba como si realmente hubiese público. «Y ahora, Venerado Público, vamos a hacer esto o aquello.»

– ¿Venerado? -preguntó el psicólogo-. Esto es importante. Después de que le haya sido arrebatada su carrera artística y el objeto de su amor, decidió dedicar su veneración, su amor, al público, a una masa despersonalizada. Las personas que prefieren los grupos a las multitudes pueden maltratar a los individuos e incluso suponer un peligro para ellos. No sólo para los desconocidos, sino también para sus compañeros, esposas, hijos y familiares.

John Keating, reflexionó Rhyme, en verdad parecía un niño maltratado por su padre.

– Y en el caso de Weir -continuó Dobyns- esta estructura mental es aún más peligrosa porque no habla a un público real, sino imaginario. Esto me sugiere que las personas reales carecen de valor para él. No le importa en absoluto matarlas, ni siquiera en gran número. Va a resultar duro.

– Gracias, Terry.

– Si lo atrapas, dímelo. Me gustaría pasar un rato con él.

Después de colgar, Sellitto empezó a decir:

– Quizá podríamos…

– Ir a la cama -continuó Thom.

– ¿Qué? -preguntó el detective.

– Y no digo «podríamos». Digo «vamos». Vas a ir a la cama, Lincoln, y todos los demás se van a marchar. Estás pálido y cansado. No quiero ver episodios cardiovasculares ni neurológicos. Recuerda que hace ya varias horas que quería que te hubieses ido a la cama.

– Vale, vale -concedió Rhyme. De hecho, estaba cansado. Y, aunque no quería admitirlo, el incendio le había aterrorizado.

Los miembros del equipo se dirigieron a sus casas. Kara fue a ponerse su chaqueta y, mientras lo hacía, Rhyme observó que estaba visiblemente alterada.

– ¿Estás bien? -le preguntó Sachs.

Se encogió de hombros, quitándole importancia.

– Tengo que explicarle al señor Balzac por qué he tenido que preguntarle por Weir. Está realmente cabreado. Voy a tener que cumplir penitencia.

– Le escribiremos una nota disculpándote por no haber ido a clase -bromeó Sachs.

La joven sonrió con desgana.

– Nada de notas -terció Rhyme-. De no haber sido por ti no hubiésemos podido averiguar la identidad del asesino. Dile que me llame y le pondré al día.

Kara le dio las gracias débilmente.

– ¿No irás a pasarte ahora por la tienda, verdad? -preguntó Sachs.

– Sólo un rato. El señor Balzac es incapaz de atender los aspectos prácticos y todavía tengo que apuntar los recibos y enseñarle mi número de mañana.

A Rhyme no le extrañaba que la chica fuese a hacer lo que le pidiese el señor Balzac, como lo había llamado en esa ocasión. Otras veces lo llamaba David, pero ahora no. Esto le recordó algo que había escuchado antes: pese a que El Prestidigitador había destruido casi por completo la vida de John Keating, éste se había referido al asesino con el mismo respeto. Así es el poder que ejerce el maestro sobre el discípulo.

– Vete a casa -insistió la oficial-. ¡Recuerda que hoy te han apuñalado y te has muerto!

Otra débil sonrisa acompañada de un encogimiento de hombros.

– No estaré mucho tiempo en la tienda. -Se detuvo en el umbral de la puerta-. Ya saben que actúo por la tarde, pero volveré mañana por la mañana, si quieren.

– Te lo agradecemos -dijo Rhyme-. Aunque trataremos de pillar a Weir antes de la hora de comer para que no tengas que pasar aquí mucho tiempo.

Thom la acompañó por el pasillo hasta la puerta de la calle.

Sachs cruzó la puerta y respiró el aire saturado de humo. Lo expulsó con disgusto y desapareció por las escaleras que conducían al piso de arriba.

– Voy a ducharme -anunció.

Diez minutos más tarde Rhyme la oyó bajar, aunque no se reunió con él en el dormitorio inmediatamente. Escuchó ruidos sordos, crujidos y conversaciones apagadas con Thom procedentes desde distintos puntos de la casa. Por fin volvió al dormitorio de invitados. Llevaba su pijama preferido, una camiseta de algodón negra y un pantalón ancho de seda, más dos accesorios que no solían formar parte de su ropa de dormir: su pistola Glock y el largo tubo negro de la linterna de emergencia.

Colocó las dos cosas en la mesilla.

– Ese tipo entra en los sitios con demasiada facilidad -dijo mientras se metía en la cama a su lado-. He examinado hasta el último rincón de la casa, he apoyado sillas contra todas las puertas y le he dicho a Thom que grite si oye algo, pero que se quede quieto. Tengo ganas de disparar a alguien, pero preferiría que no fuese a él.

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