«Para ser un gran mago hay que ser capaz de presentar un número de ilusionismo de manera que no sólo desconcierte al público, sino que lo conmueva profundamente.»
S. H. Sharp.
El Camaro de Amelia Sachs alcanzó los ciento cincuenta kilómetros por hora en la carretera del West Side hacia Central Park.
A diferencia de la autovía FDR, de vía rápida y acceso controlado, esta ruta estaba salpicada de semáforos y, en la calle Catorce, hacía un giro brusco que hizo derrapar peligrosamente el destartalado Chevrolet, lo que acabó en un beso chispeante entre su plancha de acero y el hormigón de la valla protectora.
Así que el asesino les había vuelto a engañar con otro toque genial. El objetivo de Weir no era ni la muerte de Charles Grady ni la fuga de Andrew Constable: no habían sido más que las desorientaciones finales. El asesino perseguía hacer lo que ellos habían descartado el día anterior por ser demasiado obvio: el Cirque Fantastique.
Mientras Sachs estaba a punto de dar una patada a la puerta de uno de los últimos sitios en los que podía haberse ocultado Weir en el sótano del Centro de Detenciones, con la Glock en alto, Rhyme la había llamado para informarla de la situación. Lon Sellitto y Roland Bell se dirigían al circo, y Mel Cooper iba a acercarse hasta allí para echar una mano. También iban de camino Bo Haumann y varios equipos de emergencia. Se necesitaban todas las manos y Rhyme quería las de ella cuanto antes.
– Voy para allá -dijo, y apagó el teléfono. Se dio la vuelta y comenzó a correr por el sótano hacia la salida. Pero de repente se paró, volvió a la puerta que había estado a punto de derribar y le dio una patada.
Sólo por si acaso.
El cuarto estaba completamente vacío, completamente silencioso, salvo por el sonido de la risa burlona del asesino que ella oía resonar en su imaginación.
Cinco minutos más tarde estaba en el Camaro, pisando a fondo el acelerador.
El semáforo de la Veintitrés estaba en rojo, pero el tráfico no era muy denso, así que se lo saltó con rapidez, confiando más en el volante que en los frenos o en la conciencia de los ciudadanos para ceder el paso a la parpadeante luz azul.
Una vez atravesado el cruce, una rápida reducción de marcha, el pedal pisado a fondo y el traqueteante motor la llevaron a toda velocidad hasta la Ochenta. Cogió el Motorola y llamó a Rhyme para informarle de dónde se encontraba y saber qué era exactamente lo que quería que hiciese.
Malerick salió caminando lentamente del parque, empujado por las personas que corrían en dirección opuesta, hacia el incendio.
– ¿Pero, qué es lo que pasa?
– ¡Dios bendito!
– La policía…, ¿ha avisado alguien a la policía?
– ¿Oyes los gritos? ¿Los oyes?
En la esquina de Central Park West con una de las calles transversales, se chocó con una joven asiática que miraba preocupada en dirección al parque. Le preguntó:
– ¿Sabe usted qué ha pasado?
Malerick pensó: «Sí, desde luego que lo sé: el hombre y el circo que destrozaron mi vida se están muriendo». Pero frunció el ceño y le dijo con gravedad:
– No lo sé, pero parece bastante serio.
Continuó en dirección oeste y comenzó lo que iba a ser un tortuoso camino de vuelta a su apartamento, de una media hora, en el transcurso de la cual se cambió varias veces de atuendo y aspecto, y se cercioró de que no le seguía nadie.
Sus planes eran permanecer en su apartamento esa noche, y por la mañana, partir hacia Europa donde, tras varios meses de práctica, volvería a actuar con su nuevo nombre. Aparte de su Venerado Público, nadie conocía a «Malerick», y así se llamaría a partir de entonces para el mundo. Había algo que lamentaba: que no podría representar su número preferido, «El espejo ardiente»; mucha gente lo asociaría con él. De hecho, tendría que recortar gran parte del material. Renunciaría a la ventriloquia, al mentalismo y a muchos de los trucos de cerca que había hecho. Tener un repertorio tan amplio podría, como había pasado ese fin de semana, desvelar su auténtica identidad.
Malerick prosiguió hacia Broadway y luego volvió sobre sus pasos para llegar a su apartamento. No dejaba de inspeccionar las calles que iba dejando atrás y las que le rodeaban. No vio a nadie que le siguiera.
Entró al portal y se quedó allí cinco minutos estudiando la calle. Vio a un viejecito, a quien reconoció como vecino del edificio de enfrente, que paseaba a su caniche. Vio a un chaval con patines. A dos adolescentes con helados. Y a nadie más. La calle estaba desierta: el día siguiente era lunes, día de trabajo y de escuela. La gente estaba en sus casas planchando, ayudando a sus hijos con los deberes… y pegados al televisor viendo el informativo de la CNN sobre la terrible tragedia de Central Park.
Subió deprisa al apartamento y apagó todas las luces.
Y ahora, Venerado Público, el espectáculo llega a su fin, como sucede siempre.
Pero la naturaleza de nuestro arte es que lo que resulta manido para los espectadores de hoy será nuevo e ingenioso para otros que lo presencien en otros lugares, mañana y pasado mañana.
¿Sabían, amigos míos, que cuando el artista sale al escenario una vez concluida la actuación no es para recibir el agradecimiento de los asistentes, sino para tener la oportunidad de darle las gracias a su público, esas personas que tuvieron la amabilidad de prestarle atención mientras actuaba?
Así que permítanme que yo les aplauda ahora por haberme honrado con su presencia durante estos modestos números. Espero haberles proporcionado emoción y alegría. Espero haber llevado el asombro a sus corazones mientras me han acompañado en este mundo infernal donde la vida se transforma en muerte, la muerte en vida y lo real en irreal.
Me inclino ante ustedes, Venerado Público…
Encendió una vela y se sentó en el sofá. No quitaba los ojos de la llama. Aquella noche, sabía que la llama oscilaría, que él recibiría un mensaje.
Sentado, inclinado hacia adelante, inmerso en la satisfacción de la venganza cumplida, meciéndose atrás y adelante de forma hipnótica, respirando con lentitud.
La llama osciló. ¡Sí!
Hablame.
Oscila otra vez…
Y, en efecto, un instante después volvió a hacerlo.
Pero la oscilación no era un mensaje del espíritu sobrenatural de una persona amada desaparecida hacía ya tiempo, sino que lo había producido una ráfaga del frío viento vespertino de abril que llenó la habitación cuando media docena de policías antidisturbios derribaron la puerta con un ariete. Tiraron al jadeante ilusionista al suelo, y uno de ellos, la oficial pelirroja que recordaba del apartamento de Lincoln Rhyme, le colocó una pistola contra la nuca y le fue enumerando sus derechos como una letanía.
Con los brazos temblorosos por el peso de Lincoln Rhyme y de su silla de ruedas, dos sudorosos oficiales de los Servicios de Emergencia subían su carga por la escalera que conducía a la entrada del edificio, y dejaban al criminalista en el portal. Él tomó entonces el mando de la silla, que condujo hasta el apartamento de El Prestidigitador y aparcó junto a Amelia Sachs.
Mientras los oficiales de los Servicios de Emergencia despejaban las habitaciones, Rhyme se quedó mirando cómo Bell y Sellitto cacheaban al estupefacto asesino. Rhyme había aconsejado que solicitaran la ayuda de un médico de la oficina de Exámenes Médicos, el cual llegó algo después e hizo lo que le pidieron. Resultó haber sido una buena idea, pues el especialista encontró varios cortes en la piel de Weir, que parecían pequeñas cicatrices, pero que se podían abrir. En su interior había herramientas metálicas minúsculas.
– Hacedle una radiografía en la enfermería del Centro de Detención -dijo Rhyme-. ¡Un momento, esperad! Hacedle una resonancia magnética de cada centímetro cuadrado.
Una vez que pusieron al Prestidigitador unas esposas triples y dobles grilletes, dos oficiales le sentaron en el suelo. El criminalista estaba estudiando un dormitorio en el que había una enorme colección de instrumentos y accesorios de mago. Las máscaras, las manos falsas y los dispositivos de látex daban a la estancia un aspecto fantasmagórico, desde luego, pero lo que Rhyme percibió sobre todo fue soledad: le angustiaba ver objetos como ésos ahí almacenados para los horrorosos propósitos del asesino, cuando en realidad estaban hechos para formar parte de un espectáculo que podría entretener a millares de personas.
– ¿Cómo? -susurró El Prestidigitador.
Rhyme advirtió la mirada de perplejidad. De consternación, también. El criminalista saboreó esa sensación. Los cazadores dicen que la mejor parte del juego es la búsqueda en sí de la presa. Pero un cazador no es realmente bueno si no siente que el placer llega a su punto máximo cuando finalmente abate a la presa.
– ¿Cómo lo han averiguado? -repitió el hombre con su susurro sibilante de asmático.
– ¿Que lo que intentabas era atacar el circo? -Rhyme miró a Sachs.
– Aunque no había muchos indicios -dijo Sachs-, todo apuntaba…
– ¿«Apuntaba»? Sachs, yo diría más bien «empujaba».
– Apuntaba -continuó ella haciendo caso omiso del comentario de Rhyme- hacia lo que iba a hacer en realidad. En el cuarto que hay en el sótano del edificio del Tribunal encontramos la bolsa con la ropa que utilizó para fingir que estaba herido.
– ¿Encontró la bolsa?
– Había pintura roja en los zapatos y en el traje -continuó ella-. Y fibras de moqueta.
– Creí que la pintura era sangre falsa. -Rhyme hizo un gesto negativo con la cabeza, enfadado consigo mismo-. Era lógico llegar a ese razonamiento, pero yo debería haber tenido en cuenta otras fuentes. Resultó que la base de datos que tiene el FBI la identificó como una pintura utilizada en automoción: Jenkin Manufacturing. El tono es el rojo anaranjado que se emplea exclusivamente para vehículos de emergencia. Es una fórmula, en concreto, que se vende en latas pequeñas, para retoques. Las fibras también eran del campo de la automoción: procedían de la moqueta resistente que han llevado las ambulancias GMC hasta hace ocho años.
– Así que Lincoln dedujo -continuó Sachs- que había comprado o robado hacía poco una vieja ambulancia y la había reparado. Podría haberle servido para escapar o para realizar otro atentado contra la vida de Charles Grady. Pero entonces Rhyme recordó las virutas de estaño: ¿qué pasaba si procedían realmente de un temporizador como habíamos pensado en un principio? Y, ya que utilizó gasolina en el pañuelo del apartamento de Lincoln…, bueno, pues eso significaba seguramente que iba a esconder una bomba de gasolina en una ambulancia que no era tal.
– Y, a partir de eso, me limité a usar la lógica -intervino Rhyme.
– Lo que quiere decir es que se dejó llevar por la intuición -le reprendió Bell.
– La intuición es una bobada -soltó Rhyme-. Mientras que la lógica no lo es. La lógica es la espina dorsal de la ciencia, y la investigación criminal es ciencia pura.
Sellitto miró a Bell e hizo un gesto de «ya tenemos aquí el sermón».
Pero la insubordinación en las filas no iba a apagar el entusiasmo de Rhyme.
– La lógica, como iba diciendo. Kara nos contó en qué consistía dirigir la atención de los espectadores hacia donde no quiere uno que miren.
Los mejores ilusionistas presentan el truco tan bien que pueden aludir directamente al método que están empleando, a lo que van a hacer de verdad. Pero la gente no les cree, y miran hacia el lado opuesto. Cuando pasa eso, ya está: tú has perdido y ellos han ganado.
– Eso es lo que hiciste tú. Y he de decir que la idea era brillante. Y yo no suelo hacer halagos, ¿verdad, Sachs?… Querías vengarte de Kadesky por el incendio que te arruinó la vida, así que te inventaste un número que te permitiera hacerlo y escapar después, como si se tratara de un acto de ilusionismo que elaboraras para representar en un escenario, con varias capas de desorientaciones. -Rhyme entrecerró los ojos y reflexionó-. La primera de ellas la «forzaste». Kara nos dijo que así lo llaman los ilusionistas, ¿verdad?
El asesino permaneció callado.
– Estoy seguro de que fue ésa la palabra que empleó. Primero, nos «forzaste» a creer que ibas a destruir el circo por venganza. Pero yo no me lo creí: era demasiado obvio. Y nuestra sospecha condujo a la segunda desorientación: dejaste el artículo de periódico sobre Grady, la factura del restaurante, el pase de prensa y la llave del hotel para que nosotros llegáramos a la conclusión de que ibas a matarle… Ah, ¿y la chaqueta del chándal cerca del río Hudson? Ibas a dejarla allí en la escena a propósito, ¿no? Eran pruebas que dejaste porque querías que las encontráramos.
– Sí, iba a dejarla -asintió El Prestidigitador-. Pero al final resultó mejor, ya que, como sus oficiales me sorprendieron, parecía más natural que yo me dejara la chaqueta al huir.
– Fue entonces -continuó el criminalista- cuando pensamos que eras un asesino a sueldo que estaba utilizando la magia para acercarse a Charles Grady y matarle… Comprendimos lo que te traías entre manos. Por ahí iban nuestras sospechas… hasta cierto punto.
– Cierto punto… -El Prestidigitador esbozó una ligera sonrisa-. ¿Lo ve? Cuando sé emplea la desorientación para engañar a las personas, personas listas, éstas siguen desconfiando.
– Y ahí entra la desorientación número tres. Para mantener nuestra atención lejos del circo, nos haces creer que te dejas arrestar para entrar en el Centro de Detención, y no para matar a Grady, sino para ayudar a Constable a fugarse. Para entonces, nosotros nos hemos olvidado ya por completo del circo y de Kadesky. Pero la verdad es que tanto Constable como Grady te importaban poco.
– Eran accesorios, desorientaciones para engañarles… -admitió.
– Pues a los de la Unión Patriótica no va a gustarles mucho eso… -murmuró Sellitto entre dientes.
– Yo diría -dijo El Prestidigitador señalando con un gesto a los grilletes- que ésa no es precisamente mi mayor preocupación ahora, ¿no cree?
Pero Rhyme no estaba tan seguro, teniendo en cuenta lo que les había hecho a Constable y al resto de los miembros de la Unión.
Bell señaló con un gesto al Prestidigitador y le preguntó a Rhyme:
– ¿Pero por qué se tomó la molestia de hacer que Constable se preparara para la falsa huida?
– Está claro -fue Sellitto quien contestó-, ¿no crees? para desviar nuestra atención del circo de forma que fuera más fácil para él llevar la bomba allí.
– En realidad no, Lon -le contradijo lentamente Rhyme-. Había otra razón.
Al oír estas palabras, o tal vez fuera el tono críptico de la voz de Rhyme, el asesino se volvió hacia el criminalista, que vio cautela en los ojos de El Prestidigitador; verdadera cautela, si no miedo, por vez primera esa noche.
Ya te tengo, pensó Rhyme.
– ¿Ves? Había una cuarta desorientación.
– ¿Una cuarta? -dijo Sellitto.
– Así es… Él no es Erick Weir -anunció Rhyme en un tono que incluso él mismo tuvo que admitir que resultó excesivamente teatral.
El asesino suspiró, se reclinó en la silla, apoyándola sobre una de las patas, y cerró los ojos.
– ¿Que no es Weir? -preguntó Sellitto.
– Sobre eso giraba todo lo que ha hecho este fin de semana -continuó Rhyme-. Él quería vengarse de Kadesky y del circo Hasbro, que es ahora el Cirque Fantastique. Y nada más fácil que vengarse cuando a uno no le preocupa la huida. Pero -un gesto hacia El Prestidigitador-; él quería irse: no ir a la cárcel, sino seguir actuando. Así que hizo un número de transformismo de identidad. Se convirtió en Erick Weir, se dejó arrestar esta tarde, le tomaron las huellas dactilares y luego se escapó.
– Ya -asintió Sellitto-. Entonces, después de matar a Kadesky y de prender fuego al circo, todo el mundo buscaría a Weir y no a quien es él realmente -frunció el ceño-. ¿Y quién demonios es?
– Arthur Loesser, el protegido de Weir.
El asesino dio un grito ahogado y lento al ver desvanecerse la última brizna de anonimato, y de esperanza de escapar.
– Pero si Loesser nos llamó -señaló Sellitto-. Estaba en el Oeste, en Nevada.
– No, no estaba en Nevada. Comprobé las llamadas telefónicas. En mi teléfono, la suya figuraba como «Número desconocido», ya que la realizó a través de una cuenta de pago por adelantado de conferencias. Llamaba desde una cabina de la calle Ochenta y siete oeste. No está casado. El mensaje de su buzón de voz en Las Vegas era falso.
– Y lo mismo hizo con el otro ayudante al que telefoneó, el tal Keating, haciéndose pasar por Weir, ¿no? -preguntó Sellitto.
– Eso es, preguntando por el incendio de Ohio con un tono misterioso y amenazante. Lo cual respalda lo que nosotros pensamos: que Weir estaba en Nueva York para vengarse de Kadesky. Tenía que dejar huellas de que Weir había resurgido; como encargar unas esposas Darby a su nombre, o, también, el arma que compró.
Rhyme examinó al asesino.
– ¿Qué tal va esa voz? -le preguntó, sardónico-. ¿Ya están mejor los pulmones?
– Sabe que están bien -le espetó Loesser. Los sonidos sibilantes y la voz baja habían desaparecido. No tenía nada en los pulmones. Sólo había sido otra estratagema para hacerles creer que era Weir.
Rhyme señaló con la cabeza el dormitorio.
– He visto algunos dibujos para carteles publicitarios ahí. Supongo que los has mandado hacer tú. El nombre que figura en ellos es «Malerick». ¿Eres tú, no?
El asesino asintió.
– Lo que le he dicho antes es verdad. Yo odiaba mi nombre anterior, odio cualquier cosa mía de la época anterior al incendio. Era demasiado duro el recuerdo de esos tiempos. Como me veo ahora es como Malerick… ¿Cómo lo averiguó?
– Después de que acordonaran el pasillo del Centro de Detención, usaste tu camisa para limpiar el suelo y las esposas -explicó Rhyme-. Pero, cuando me detuve a pensarlo, no comprendí el motivo. ¿Para limpiar la sangre? Eso no tenía ningún sentido. No. La única respuesta que se me ocurrió fue que querías deshacerte de tus huellas digitales. Pero te las acababan de tomar, así que, ¿por qué te preocupaba dejarlas en el pasillo? -Rhyme se encogió de hombros, con lo que daba a entender que la respuesta era bastante clara-. Porque tus huellas verdaderas eran diferentes de las que habían quedado recogidas en la ficha del Centro.
– ¿Y cómo coño se las arregló? -preguntó Sellitto.
– Amelia encontró restos de tinta fresca en la escena. Procedían de esta noche, cuando le tomaron las huellas. No eran pruebas importantes por sí mismas, pero lo que sí era significativo era que coincidían con la tinta que encontramos en la bolsa de deporte en el caso de Marston. Eso significaba que ha estado en contacto con tinta para huellas dactilares antes de hoy. Supongo que robó una ficha en blanco y estampó las huellas verdaderas de Erick Weir en casa. Y se la escondió en el forro de la chaqueta, utilizando esa cera adhesiva -nosotros buscábamos armas o llaves, no trozos de cartón- y, después, una vez que le hubieron tomado las huellas, distrajo a los técnicos e intercambió las fichas. De las nuevas, seguramente, se deshizo tirándolas en alguna parte o arrojándolas por el retrete.
Loesser hizo una mueca de enojo, lo que confirmaba la deducción de Rhyme.
– El Departamento de Correctivos envió la ficha que tenían ellos, y Mel la ha procesado. Las huellas eran las de Weir, pero las impresiones latentes eran las de Loesser. Lo tenían en la base del AFIS de la época en que le arrestaron con Weir por esos cargos de imprudencia temeraria que le imputaron en Nueva Jersey. También comprobamos la Glock de la oficial del Departamento de Correctivos, quien se quedó con el arma, lo que no le permitió a Loesser limpiarla. Esas huellas coincidían también con las de Loesser. ¡Ah!, y tenemos una huella parcial de la hoja de la navaja de afeitar. -Rhyme miró a la pequeña venda que llevaba Loesser en la sien-. Te olvidaste de llevártela.
– ¡No la encontraba! -estalló el asesino-. No tenía tiempo de ponerme a buscar.
– Pero sería más joven que Weir -le hizo notar Sellitto a Rhyme.
– Y lo es; es más joven que Weir -señaló con la cabeza la cara de Loesser-. Las arrugas están hechas con látex. Al igual que las cicatrices: todas falsas. Weir nació en 1950. Loesser es veinte años más joven, así que tenía que aparentar ser mayor -y añadió entre dientes-: ¡Ah!, ésa se me ha pasado. Debí pensarlo mejor. ¿Y respecto a los trocitos de látex cubiertos de maquillaje que encontró Amelia en las escenas? Yo supuse que eran de los dedos falsos que llevaba, pero no tenía sentido. Nadie lleva maquillaje en los dedos, se desprendería. No, procedía de los otros postizos. -Rhyme examinó las mejillas y la frente del asesino-. El látex no debe de resultar muy cómodo.
– Uno se acostumbra…
– Sachs, veamos qué aspecto tiene en realidad.
Con cierta dificultad, Amelia le quitó la barba y las zonas de arrugas que llevaba en torno a los ojos y la barbilla. El rostro que había debajo, aunque manchado de pegamento, era claramente mucho más joven. Y la estructura de la cara era diferente también. No se parecía en absoluto al hombre que había sido.
– No es como las máscaras de Misión imposible, ¿eh?, que se las quitan y se las ponen con toda facilidad.
– No. Los postizos auténticos no son ni parecidos.
– También los dedos. -Rhyme señaló con un gesto a la mano izquierda del asesino.
Para hacer creíble la unión de los dedos, se los había atado con un vendaje y después los había cubierto con una gruesa capa de látex. Así, ambos dedos estaban arrugados, flaccidos y casi blancos, pero, por lo demás, eran dedos normales. Sachs los examinó.
– Le estaba preguntando precisamente a Rhyme por qué no se los destapó en la feria de artesanía, ya que estábamos buscando a un hombre con la mano izquierda deformada. Pero los dos dedos tenían su propia apariencia de deformidad y le habrían descubierto.
Rhyme examinó al asesino y dijo:
– Muy cerca del crimen perfecto: un criminal que se asegura de que culparán a otra persona. Sabríamos que Weir era culpable, tendríamos la identidad con certeza. Pero entonces desaparecería. Loesser seguiría viviendo su vida, y el fugitivo, Weir, habría desaparecido para siempre. El hombre evanescente.
Y aunque Loesser había escogido a sus víctimas el día anterior no para satisfacer una necesidad psicológica profunda, sino para desorientar a la policía, el diagnóstico final de Terry Dobyns encajaba a la perfección: venganza por el fuego que había destruido al ser amado. La diferencia estaba en que la tragedia no había supuesto el fin de la carrera profesional de Weir y la muerte de su esposa, sino la pérdida para Loesser de su mentor, el propio Weir.
– Pero hay un problema -señaló Sellitto-. Lo único que hizo al intercambiar las fichas con las huellas era garantizar que iríamos tras el verdadero Weir. ¿Por qué iba a hacerle eso a su maestro?
– ¿Por qué crees que he hecho que esos dos robustos oficiales me subieran por las escaleras hasta este lugar de acceso tan difícil, Lon? -dijo Rhyme, mirando a su alrededor-. Quería recorrer la cuadrícula yo mismo. ¡Ah!, perdón, debería decir «ir en silla por la cuadrícula». -Avanzó por la habitación manejando con mano maestra la silla de ruedas con el controlador táctil. Se detuvo junto a la chimenea y miró hacia arriba.
– Creo que he encontrado a nuestro malhechor, Lon. -Miró a la repisa, en la que había una caja de madera taraceada y una vela-. Ése es Erick Weir, ¿no? Sus cenizas.
– Correcto -dijo Loesser con suavidad-. Él sabía que no le quedaba mucho tiempo. Quería salir de la unidad de quemados de Ohio y volver a Las Vegas antes de morir. Yo le saqué de allí una noche y le llevé a su casa. Vivió unas cuantas semanas más. Soborné a un empleado del turno de noche en el depósito para que le incinerara.
– ¿Y las huellas? -preguntó Rhyme-. ¿Le tomaste las huellas después de muerto para poder falsificar con ellas la ficha?
Gesto de asentimiento.
– Entonces, ¿llevas años planeando esto?
– ¡Sí! -dijo Loesser con pasión-. La muerte de Weir… es como una quemadura que no deja de doler.
– ¿Y has arriesgado todo por venganza? ¿Por tu jefe? -preguntó Bell.
– ¿Jefe? Él era más que mi jefe -escupió Loesser enloquecido-. No lo entienden. Yo pienso en mi padre un par de veces al año, y eso que aún está vivo. Pero en el señor Weir pienso todas las horas del día. Desde el día en que entró en la tienda de Las Vegas en la que yo estaba actuando…, Houdini el Joven, ése era yo…, tenía catorce años entonces. ¡Qué día aquél! Me dijo que me daría la amplitud de miras para llegar a ser grande. El día en que cumplí quince años me escapé de casa para irme con él -la voz se le quebró ligeramente y se calló. Pasados unos momentos continuó-: Puede que el señor Weir me pegara, me gritara y me amargara la vida a veces, pero vio lo que había dentro de mí. Me cuidó. Me enseñó a ser ilusionista… -La cara se le ensombreció-. Y entonces se lo llevaron. Por culpa de Kadesky. Él y su maldito negocio mataron al señor Weir… Y a mí también. Arthur Loesser murió en ese incendio. -Miró a la caja de madera, y en su cara había una expresión de pesar y de esperanza, y de un amor tan extraño que Rhyme sintió un escalofrío que le fue bajando por el cuello hasta que se perdió en la insensibilidad de su cuerpo.
Loesser se volvió hacia Rhyme y soltó una carcajada fría.
– Bueno, puede que me haya atrapado, pero el señor Weir y yo hemos ganado. No nos ha parado usted a tiempo. Ya no hay circo, ya no hay Kadesky. Y si no se ha muerto, su carrera sí que lo ha hecho.
– Ah, sí, el Cirque Fantastique, el incendio. -Rhyme hizo un gesto negativo con la cabeza-. Aún así…
Loesser hizo un gesto de extrañeza, recorrió la habitación con la mirada, en un intento de entender lo que el criminalista quería decir.
– ¿Qué? ¿Qué quiere decir?
– Retrocede un poco en el tiempo y piensa. Vuelve atrás esta misma noche. Estás en Central Park, mirando las llamas, el humo, la destrucción, escuchando los gritos… Piensas que será mejor irse de allí, pues no tardaremos en ir a buscarte. Y vuelves a casa. Por el camino, alguien -una joven, una mujer asiática con un chándal- se choca contigo. Intercambiáis algunas palabras sobre lo que está pasando. Y luego cada uno se va por su lado.
– ¿De qué coño habla? -soltó Loesser.
– Mírate el dorso de la correa del reloj -dijo Rhyme.
Giró la muñeca, haciendo un ruido metálico con las esposas, y vio que en la correa había un pequeño disco negro. Sachs se lo quitó.
– Un rastreador GPS. Lo usamos para seguirte hasta aquí. ¿No te sorprendió que nos presentáramos de repente?
– Pero… ¿quién…? ¡Un momento! Era la ilusionista, esa chica… ¡Kara! No la reconocí.
– Bueno, eso es precisamente la ilusión, ¿no? -dijo Rhyme con ironía-. Te vimos en el parque, pero temíamos que te escaparas. Porque tienes tendencia a hacerlo, ¿sabes? Y supusimos que volverías a tu casa dando un complicado rodeo, así que le pedí a Kara que hiciera un pequeño disfraz. ¡Qué buena es, esa chica! Casi no la reconocía ni yo mismo. Cuando se tropezó contigo, te colocó el sensor en el reloj.
– Tal vez podríamos haberle atrapado en la calle -continuó Sachs-, pero ha demostrado ser bastante bueno para las escapadas. De todas maneras, queríamos encontrar su escondrijo.
– ¡Pero eso significa que ustedes lo sabían antes del incendio!
– ¡Oh! -dijo Rhyme con desdén-, ¿la ambulancia? La Brigada de Explosivos dio con ella y la desactivó en cuestión de sesenta segundos. Se la llevaron de allí y la sustituyeron por otra, para que no pensaras que lo habíamos descubierto. Sabíamos que querrías contemplar el incendio. Enviamos al parque a todos los agentes de la policía secreta que pudimos para que buscaran a un hombre de tu constitución que estuviera mirando el fuego, pero que no tardara en irse al poco de comenzar éste. Un par de agentes te vieron y mandamos a Kara a que te pusiera el chip. Y… ¡magia potagia! -Rhyme se rió por las palabras escogidas-, aquí estamos.
– Pero el fuego… ¡yo lo vi!
– ¿Ves lo que siempre digo yo sobre las pruebas y los testigos? -le dijo Rhyme a Sachs-. Él vio el fuego, así que tenía que ser real -se dirigió a continuación a Loesser-. Pero no lo era, ¿ves?
– Lo que vio -dijo Sachs- era el humo que salía de un par de granadas de la Guardia Nacional que habíamos montado en lo alto de la carpa con una grúa. ¿Las llamas? Ah, sí: procedían de un quemador de propano que había en la puerta donde se hallaba la ambulancia. Y también encendieron un par de quemadores más en la pista de manera que las sombras de las llamas se proyectaran sobre el lateral de la carpa.
– Y oí gritos… -dijo Loesser en un susurro.
– ¿Los gritos? Fue idea de Kara. Pensó que podíamos decir a Kadesky que informara al público de que iba a haber un descanso para que un estudio cinematográfico rodara una escena en la carpa, precisamente una escena sobre el incendio de un circo. E hizo que todo el público gritara en el momento oportuno. Estaban encantados, de repente eran extras en una peli.
– No -murmuró El Prestidigitador-. Fue…
– … una ilusión -le dijo Rhyme-. Fue una ilusión.
Algunos pases mentales realizados por «El hombre inmovilizado».
– Será mejor que me encargue de esta escena -dijo Sachs, señalando con la cabeza la habitación y frunciendo el ceño.
– Claro, claro, Sachs. ¿En qué estaría yo pensando? Aquí estamos, sentaditos, charlando y contaminando una escena del crimen…
Con sus múltiples esposas y grilletes, y con un agente a cada lado, el asesino fue conducido fuera de la habitación, mucho menos insolente que la última vez que le llevaron al Centro de Detención.
Y en el momento en que dos oficiales de los Servicios de Emergencia estaban a punto de transportar de nuevo a Rhyme, sonó el teléfono de Lon Sellitto.
– Aquí la tengo… -miró a Sachs-. ¿Quieres hablar con ella? -Le hizo un gesto negativo a Sachs con la cabeza y siguió escuchando con un gesto serio en la cara-. De acuerdo, se lo digo ahora. -Colgó el teléfono-. Era Marlow -le informó.
El jefe de los Servicios de Patrulla. ¿Qué pasaría?, se preguntó el criminalista mirando la cara de preocupación de Sellitto.
El arrugado detective continuó hablando con Sachs.
– Quiere que te pases mañana por allí a las diez. Es sobre tu promoción. -Sellitto puso un gesto de extrañeza-. Y ha habido otra cosa que me ha dicho que te diga, algo sobre tu nota en el examen, ¿qué era? -Movió la cabeza en sentido negativo, miró hacia el techo, con gesto de preocupación-. ¿Qué era?
Sachs lo miraba impávida, aunque Rhyme observó que una de las uñas emprendía un breve ataque a la cutícula de su pulgar.
Entonces, el detective chascó los dedos.
– ¡Ah, sí!…, ya me acuerdo. Me ha dicho que has conseguido la tercera puntuación más alta en la historia del departamento. -Arrugó la cara y miró a Rhyme-. Sabes lo que eso significa, ¿verdad? ¡Que el Señor se apiade de nosotros!: ahora ya no habrá quien la aguante.
Corría, sin aliento.
El pasillo tenía casi dos kilómetros de largo.
Kara iba corriendo sobre el linóleo gris con una única cosa en la mente, y no era el difunto Erick Weir, ni su psicótico ayudante Art Loesser, ni el brillante número de ilusionismo con fuego en el Cirque Fantastique. No. Ella sólo pensaba: ¿voy a llegar a tiempo?
Avanzaba por el oscuro pasillo…, las pisadas resonaban en el suelo.
Dejaba atrás puertas cerradas y puertas abiertas. Le llegaban fragmentos de programas televisivos y de música; escuchaba retazos de conversaciones de despedida de las familias, que se disponían a marcharse tras pasar allí las horas de visita del domingo.
Escuchaba sus propias pisadas huecas.
Se detuvo al llegar ante la puerta de la habitación. Respiró hondo una docena de veces para recobrar firmeza en la voz y, más nerviosa que en cualquier otra ocasión antes de salir al escenario, entró en la estancia.
Una pausa. Y luego dijo:
– ¡Hola, mamá!
Su madre desvió la vista del televisor, parpadeó con sorpresa y sonrió.
– ¡Oh!, mira quién ha venido. Hola, cariño.
Dios mío, pensó Kara, mirándola a sus ojos vivos. ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto de verdad!
Se acercó a ella, la abrazó y aproximó la silla.
– ¿Qué tal estás?
– Bien. Esta noche hace un poco de frío.
– Voy a cerrar la ventana -Kara se levantó y la cerró.
– Pensé que no llegarías a tiempo, cielo.
– He tenido una noche muy ajetreada. Tengo que contarte lo que me ha pasado, mamá. No te lo vas a creer.
– Soy toda oídos.
– ¿Quieres un té o algo? -le preguntó Kara llena de excitación. Sentía una tremenda necesidad de contarle todo lo acaecido en su vida en los últimos seis meses, hasta el más pequeño detalle. Pero se dijo a sí misma que sería mejor calmarse; le pareció que demasiada efusión podría abrumar a su madre, que tenía un aspecto tremendamente frágil.
– No, no quiero nada, cielo… ¿Podrías apagar el televisor? Prefiero charlar contigo. No sé qué pasa con el mando, pero no consigo que funcione. A veces incluso pienso que hay alguien que entra y cambia los botones.
– Me alegro de haber venido antes de que te acostaras.
– Me hubiera quedado levantada para charlar contigo.
Kara le sonrió. Su madre dijo:
– Cielo, he estado pensando en tu tío, mi hermano.
Kara asintió. El difunto hermano de su madre había sido la oveja negra de la familia. La madre y los abuelos de Kara se habían negado a hablar de él, y estaba prohibido mencionar su nombre en las reuniones familiares. Pero, desde luego, los rumores volaban: era homosexual, era heterosexual y estaba casado, pero había tenido una aventura amorosa con una gitana rumana, había disparado a un hombre por una mujer, nunca se había casado y era un músico de jazz alcohólico…
Kara había deseado siempre saber la verdad sobre él.
– ¿Qué pasa con el tío, mamá?
– ¿Quieres saberlo?
– Oh, por supuesto; cuéntamelo -le dijo, inclinándose hacia adelante y poniendo la mano sobre el brazo de su madre.
– Bien, veamos, pues: ¿cuándo sería eso? Calculo que en mayo del setenta, tal vez del setenta y uno, no estoy segura del año -qué cabeza tengo-, pero estoy segura de que era mayo. Tu tío y algunos de sus compañeros del ejército habían vuelto de Vietnam.
– ¿Fue soldado? No lo sabía.
– Oh, estaba muy guapo con el uniforme… Bueno, pues lo habían pasado fatal allí. -Su tono se hizo más serio-. Al mejor amigo de tu tío lo mataron justo a su lado; murió en sus brazos. Un tipo negro y grandote. Bien, pues a Tom y a otro soldado se les metió en la cabeza que iban a poner un negocio para ayudar a la familia de su amigo muerto; y lo que hicieron fue irse al Sur y comprar un barco. ¿Te imaginas a tu tío en un barco? Yo pensé que era la cosa más extraña del mundo. Montaron un negocio de gambas y Tom hizo una fortuna.
– Mamá -dijo Kara suavemente.
Su madre sonrió al acordarse de algo, y movió la cabeza negativamente.
– Un barco… Bien, pues la empresa marchaba de maravilla, y la gente estaba sorprendida, porque…, bueno…, porque Tom nunca había sido muy brillante. -Los ojos de la madre se iluminaron-. Pero, ¿sabes lo que él solía decirles?
– ¿Qué, mamá?
– Que las apariencias engañan.
– Eso está bien -susurró Kara.
– Ay, a ti te hubiera encantado ese hombre, Jenny. ¿Sabías que una vez estuvo con el presidente de los Estados Unidos? ¿Y que jugó al ping-pong en China?
Sin advertir el silencioso llanto de su hija, la anciana continuó contándole a Kara el resto de la historia de Forrest Gump, la película que acababa de ver en la televisión. El tío de Kara se llamaba Gil, pero en la fantasía de su madre era Tom, seguramente por el nombre del actor, Tom Hanks. La propia Kara se había convertido en Jenny, la novia de Forrest.
No, no, no, pensó Kara llena de desesperación. No he llegado a tiempo, después de todo.
El alma de su madre había vuelto, y se había ido otra vez, dejando sólo ilusión.
El cuento de la mujer se fue convirtiendo en un torrente embrollado que iba del barco de gambas en el Golfo a otro barco atunero en el Atlántico Norte al que sorprendió algo parecido a una «tormenta perfecta», y de ahí a un transatlántico que se hundió mientras su hermano, vestido de esmoquin, tocaba el violín en cubierta. Pensamientos, recuerdos e imágenes procedentes de una docena de películas o libros se mezclaban con los recuerdos verdaderos. Pronto, el «tío» de Kara, como cualquier otro rastro de coherencia, se desvanecieron completamente.
– Está ahí afuera -dijo la anciana con resolución-. Yo sé que está afuera -cerró los ojos.
Kara se inclinó hacia adelante en la silla, apoyando con delicadeza la mano en el suave brazo de su madre, hasta que la mujer se quedó dormida. Pensaba: «Pero hace un rato ha estado en sus cabales; si no, Jaynene no me habría llamado al busca».
Y si había sucedido una vez, pensó desafiante, podría pasar otra.
Por fin, Kara se levantó y se dirigió al oscuro pasillo, mientras pensaba en que, por mucho talento que tuviera como artista, era incapaz de hacer lo que tan desesperadamente deseaba: transportar por arte de magia a su madre a ese lugar en el que los corazones alimentados por el afecto se consumían cálidamente durante el resto de los años que Dios les tenía concedidos; en el que las mentes retienen a la perfección todos los capítulos de la rica historia familiar; en el que los abismos aparentes que separan a los seres queridos se convierten, al final, en meros efectos, en ilusiones temporales.
Gerald Marlow, un hombre de pelo abundante y crespo, era el jefe de la División de Servicios de Patrulla del NYPD. Su actitud resuelta la había forjado durante sus veinte años de rondas, y la había templado durante otros quince en los que desempeñó otro puesto, mucho más arriesgado: supervisar a los agentes que hacían rondas parecidas.
En ese momento, la mañana del lunes, Amelia Sachs estaba más o menos firme ante él, deseando que sus rodillas no advirtieran las navajas afiladas que les clavaba la artritis. Estaban en el amplio despacho de Marlow, en uno de los pisos altos del Gran Edificio del número uno de Police Plaza, en el sur de la ciudad.
Marlow levantó la vista del informe que había leído y observó el impecable planchado del uniforme azul marino que vestía Sachs.
– Ah, siéntese, oficial. Discúlpeme. Tome asiento… Así que… hija de Hermán Sachs…
Sentada, notó cierta vacilación en las últimas palabras de la frase. ¿Había sustituido en el último momento la palabra «chica»?
– Exacto.
– Yo estuve en el entierro.
– Lo recuerdo.
– Fue un buen entierro.
Si los entierros pueden serlo.
Con los ojos clavados en ella y una postura erguida, Marlow continuó:
– Muy bien, oficial, vayamos al grano: tiene algunos problemas.
Sachs sintió esas palabras como si fueran un puñetazo.
– Disculpe, señor…
– Una Escena del Crimen el sábado, cerca del río Harlem. El coche que se metió en el agua. ¿Se encargó usted de eso?
Allí fue donde el Mazda de El Prestidigitador se llevó por delante la chabola de Carlos antes de ir a darse un baño.
– Sí, exacto.
– Arrestó a alguien en esa escena -dijo Marlow.
– ¡Ah!, es eso. No fue en realidad un arresto. Ese tipo se coló en la zona acordonada y se puso a cavar. Hice que lo escoltaran y que lo detuvieran.
– Detenido, arrestado…, el asunto es que estuvo bajo custodia durante algún tiempo.
– Claro. Necesitaba que no me molestara. La escena estaba aún en curso.
Sachs estaba empezando a recuperarse. Ese detestable ciudadano había puesto una denuncia. Sucedía todos los días. Nadie prestaba atención a ese tipo de sandeces. Así que empezó a relajarse.
– Bueno, pues el tipo era Víctor Ramos.
– Sí, creo que me lo dijo.
– Víctor Ramos, miembro del Congreso.
La relajación se esfumó.
El capitán abrió un ejemplar del Daily News de New York.
– Veamos…, veamos…, ah, aquí. Levantó el periódico y mostró las páginas centrales, en las que aparecía una gran fotografía del hombre en cuestión esposado en la escena del crimen. El titular decía: «Víctor, detenido».
– ¿Les dijo a los agentes de la escena que le detuvieran?
– Él estaba…
– ¿Lo hizo?
– Creo que sí, señor, sí.
– Él alega que estaba buscando supervivientes -comentó Marlow.
– ¿Supervivientes? -exclamó ella soltando una carcajada-. Era una chabola de tres metros cuadrados, ocupada ilegalmente, contra la que chocó el coche del asesino de camino al río. Parte de un muro se derrumbó y…
– Me parece que se está acalorando un poco usted, oficial.
– …y creo que una bolsa de envases vacíos se rajó… Ésos fueron los únicos daños. Los del equipo médico desalojaron la chabola y yo la cerré. Los únicos seres vivos que había dentro dignos de rescate eran los piojos.
– Ahá -dijo Marlow sin alterarse, incómodo por el genio que mostraba ella-. Ramos dijo que sólo estaba comprobando que todos los que vivían allí estaban a salvo.
– Los propietarios de la vivienda -dijo ella con incontrolada ironía- salieron por su propio pie. No hubo heridos, aunque creo que uno de ellos se hizo después un cardenal en la mejilla cuando ofreció resistencia al arresto.
– ¿Arresto?
– Intentó robarle la linterna a un bombero, y luego se orinó en él.
– Oh, cielo santo…
– Estaban ilesos, estaban drogados y eran unos capullos -masculló Sachs-. ¿Son esos los ciudadanos por los que se preocupa Ramos?
La mueca del capitán, que tenía algo de cautela y algo de afinidad con lo expresado por Amelia, se desvaneció. La emoción fue sustituida enseguida por una fachada burocrática.
– ¿Sabe con certeza si Ramos destruyó pruebas que hubieran sido relevantes para atrapar al sospechoso?
– Si las había o no da completamente igual, señor. Lo que importa es el procedimiento. -Sachs luchaba por mantenerse tranquila, por suavizar el tono de voz. Después de todo, Marlow era el jefe del jefe de su jefe.
– Lo que estamos tratando de hacer aquí es arreglar las cosas, oficial Sachs -dijo con dureza. Luego, repitió-: ¿Sabe con certeza si se destruyeron pruebas?
Amelia suspiró.
– No.
– Entonces, su presencia en la escena era irrelevante.
– ¿Cómo dice?
– Irrelevante…
– Señor -carraspeó-. Estábamos persiguiendo al asesino de un policía, capitán. ¿Eso cuenta para algo? -preguntó con amargura.
– Para mí, para mucha gente, sí. Para Ramos, no.
– De acuerdo. ¿Qué tipo de tormenta se me avecina?
– Había equipos de televisión, oficial. ¿Vio las noticias esa noche?
No, pensó Sachs: estaba muy ocupada intentando atrapar a un criminal. Pero optó por dar otra respuesta:
– No, señor.
– Pues dedicaron prioridad a Ramos mientras le sacaban de allí esposado.
– Usted sabe que, para empezar, el único motivo de que estuviera en la escena era que le filmaran arriesgando su vida para buscar supervivientes… Tengo curiosidad por una cosa, señor: ¿se presenta Ramos a las próximas elecciones?
Sólo confirmar rumores de ese tipo le puede costar a uno la jubilación anticipada. O la ausencia de jubilación. Marlow no dijo nada.
– Entonces, ¿que va a…?
– ¿… pasar? -Marlow apretó los labios-. Lo siento, oficial. Ha suspendido. Ramos ha hecho averiguaciones, y se enteró de lo de su examen para sargento. Ha tirado de ciertos hilos y hecho que la suspendan.
– ¿Que ha hecho qué?
– Que la suspendan. Habló con los oficiales del tribunal.
– Mi examen tiene la tercera nota más alta en la historia del departamento -dijo Sachs riendo con amargura-, ¿no es verdad?
– Sí, en la parte de preguntas de respuesta alternativa y en el oral. Pero es necesario superar también el ejercicio de valoración.
– Lo hice bien.
– Los resultados preliminares eran buenos, pero en el informe final suspendió.
– Imposible. ¿Qué ha pasado?
– Uno de los oficiales no ha querido aprobarla.
– ¿Que no quería? Pero si… -Se le fue apagando la voz conforme recordaba al guapo oficial que salió de detrás del contenedor con el arma. Al que dio calabazas.
Pum, pum…
El capitán leyó de una hoja de papel lo siguiente:
– Ha dicho que usted, y cito: «no demostró el debido respeto por las personas que desempeñaban una función de supervisión. Y mostró una actitud irrespetuosa con sus iguales lo que condujo a situaciones que entrañaban peligro».
– Así que Ramos dio con alguien que quería hacerme daño y le pasó esas frases. Lo siento, capitán, pero, ¿usted cree de verdad que un poli habla así? ¿«Situaciones que entrañaban peligro»? ¡Hombre, por Dios!
Bueno, papá, pensó Sachs dirigiéndose a su padre, ¿qué te parece lo que hacen para sacarla a una de quicio? Se sentía abatida. Miró detenidamente a Marlow.
– ¿Qué más, señor? Porque hay algo más, ¿no?
Marlow tuvo el loable gesto de mantenerle la mirada cuando contestó:
– Sí, oficial, lo hay. Y es peor, me temo.
Escuchemos en qué puede, exactamente, ser peor, papá.
– Ramos está intentando que la separen del cargo.
– ¡Que me separen del cargo! ¡Menuda sandez!
– Quiere que se abra una investigación.
– ¡Qué vengativo! -Omitió «el gilipollas» porque percibió en la mirada de Marlow que era ese tipo de actitud lo que principalmente la había metido en líos.
– Debo decirle -añadió Marlow- que está lo bastante enfadado como para… Bueno, lo que quiere es que la suspendan de empleo y sueldo. -Era un castigo que se solía aplicar a los oficiales acusados de algún delito.
– ¿Por qué?
Marlow no respondió. Pero tampoco era necesario, desde luego. Sachs lo sabía: para reforzar su credibilidad, Ramos tenía que demostrar que la mujer que le había detenido y puesto en una situación tan embarazosa era una chalada.
Y la segunda razón: Ramos era un gilipollas vengativo.
– ¿Cuáles serán las alegaciones?
– Insubordinación, incompetencia.
– No puedo perder mi placa, señor. -Intentaba no sonar desesperada.
– Yo no puedo hacer nada respecto a que le hayan suspendido el examen, Amelia. Eso está en manos del Consejo y ellos ya han tomado la decisión. Pero lucharé contra la suspensión de empleo y sueldo. Aunque no puedo prometer nada. Ramos tiene contactos. Por toda la ciudad.
Sachs se echó mano al cuero cabelludo y se rascó hasta hacerse daño. Bajó la mano y sintió resbalar la sangre.
– ¿Puedo hablar con libertad, señor?
Marlow se dejó caer ligeramente en su butaca.
– ¡Por Dios, oficial, desde luego! Sepa usted que todo esto hace que me sienta mal. Diga lo que quiera. Y no tiene que mantenerse firme. No estamos en el ejército, ¿sabe?
Sachs carraspeó.
– Si Ramos intenta la suspensión, señor, mi próximo paso serán los abogados de la ABPP. Iré por ese camino, y tan lejos como sea necesario.
Y lo haría. Aunque sabía bien que los polis sin rango que luchaban contra la discriminación o las suspensiones a través de la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla quedaban extraoficialmente marcados. Muchos de ellos habían visto sus carreras relegadas de forma permanente, aunque consiguieron victorias técnicas.
Marlow mantuvo la mirada firme de Sachs y dijo:
– Tomo nota, oficial.
Bien, pues había llegado la hora de luchar con los puños.
Era una expresión de su padre. Sobre ser policía.
Amie, tienes que entenderlo: a veces es emocionante, a veces ves que lo que haces sirve para algo y a veces es un aburrimiento. Y otras veces, no demasiado a menudo, gracias a Dios, es cuestión de luchar con los puños. Puño contra puño. Uno está sólito y desamparado, sin nadie que le ayude. Y no me refiero sólo a los malhechores; a veces serás tú contra tu jefe. Otras será contra los jefes de tu jefe. También puede ser contra tus compañeros. Vas a ser policía…; pues bien, tienes que estar preparada para hacerlo sola. No hay más vuelta de hoja.
– Bueno, por el momento sigue usted en activo.
– Sí, señor. ¿Cuándo me lo notificarán?
– Uno o dos días.
Se dirigió a la puerta.
Se detuvo y se volvió:
– ¿Señor?
Marlow levantó la mirada, como sorprendido de que aún estuviera allí.
– Ramos estaba en medio de mi escena del crimen. Si hubiera sido usted, o el alcalde o el mismísimo presidente, yo habría hecho exactamente lo mismo.
– Por eso es usted hija de su padre, oficial, y por eso él estaría orgulloso de usted. -Marlow levantó el auricular del teléfono-. Esperemos que la suerte nos acompañe.
Thom hizo pasar a Lon Sellitto al pasillo, donde estaba Lincoln Rhyme sentado en su silla, de un rojo como el de las manzanas de caramelo, refunfuñando ante los albañiles para que tuvieran cuidado con la carpintería mientras transportaban escaleras abajo escombros procedentes de las reparaciones que estaban haciendo en el dormitorio dañado por el fuego.
De camino a la cocina para preparar el almuerzo, Thom contestó a sus gruñidos:
– Déjales en paz, Lincoln. A ti no te importa en absoluto el estado de la carpintería.
– Es una cuestión de principios -replicó el criminalista, tenso-. Las puertas son mías, y la torpeza suya.
– Siempre se pone así cuando acaba un caso -le dijo el ayudante a Sellitto-. ¿No tendrías para él algún robo o asesinato realmente peliagudo? ¿Una especie de chupete que le calme de verdad?
– No necesito un chupete -soltó Rhyme mientras el ayudante desaparecía-. ¡Lo que necesito es que la gente tenga cuidado con las paredes!
– Oye, Linc -dijo Sellitto-. Tenemos que hablar.
El criminalista advirtió el tono de voz y la mirada que había en los ojos de su colega. Llevaban años trabajando juntos y podía leer todas las emociones que expresaba el poli, sobre todo cuando había algo que le preocupaba. ¿Y ahora, qué pasará?, se preguntaba.
– Acabo de tener noticias del jefe de Patrullas. Se trata de Amelia. -Sellitto carraspeó.
El corazón de Rhyme dio un inconfundible redoble en su pecho. Él nunca lo notaba, desde luego, aunque sí una oleada de sangre en el cuello, la cabeza y la cara.
Sus pensamientos: bala, accidente de coche.
Sin alterarse, dijo en voz baja:
– Dime.
– Ha suspendido. El examen para sargento.
– ¿Cómo?
– Sí.
El intenso alivio se convirtió al instante en un sincero pesar por ella.
– Todavía no es oficial -continuó el detective-. Pero lo sé.
– ¿Dónde lo has oído?
– Por el radar de la policía…, me lo ha dicho un pajarito…, yo qué sé. Sachs es una estrella. Cuando pasa algo así, sobran las palabras…
– ¿Y la nota que sacó?
– A pesar de la nota que sacó.
Rhyme acercó la silla al laboratorio. El detective, que estaba especialmente arrugado ese día, le siguió.
Resultó que la causa era Sachs y nada más que Sachs. Había mandado que alguien saliera de la escena de un crimen que se estaba investigando y, como no obedeció, le esposó.
– ¡Mala suerte, porque resulta que el tipo en cuestión era Víctor Ramos!
– El congresista. -Lincoln Rhyme apenas sentía interés por la política local, pero conocía a Ramos: un tipo oportunista que había tenido abandonados a sus electores latinos en el Harlem hispano hasta hacía poco tiempo, cuando el clima de corrección política, y el volumen del electorado, significaban que si se ganaba sus simpatías podría hacerle optar por Albany o por un escaño en Washington.
– ¿Pueden suspenderla?
– ¡Vamos, Linc! Esos cabrones pueden hacer lo que quieran. Incluso están hablando de suspenderla de empleo y sueldo.
– Puede luchar. Ella luchará contra eso.
– Ya sabes lo que les pasa a los polis de a pie que se enfrentan a los de arriba… Las probabilidades son que, incluso si gana ella, la envíen al este de Nueva York. Qué coño, incluso peor, la pondrán detrás de un escritorio en el este de Nueva York.
– ¡Joder! -soltó el criminalista.
Sellitto caminaba de un lado a otro de la habitación, saltando por encima de los cables y echando miradas a las pizarras del caso de El Prestidigitador. El detective acabó por sentarse en una silla, que crujió bajo su peso. Se masajeó un michelín que se le formó debajo de la cintura; aquél último caso había afectado seriamente a su régimen.
– Una cosa… -empezó a decir en un tono suave y con cierto aire de conspiración.
– ¿Sí?
– Hay un tipo; ese tipo que yo conozco…, el que acabó con la corrupción de la Dieciocho.
– ¿Donde desaparecían continuamente crack y caballo del armario de las pruebas, hace unos pocos años?
– Sí, ése. Tiene grandes contactos en todo el Gran Edificio. El inspector le escuchará a él, y él me escuchará a mí. Está en deuda conmigo. -Hizo un gesto despectivo con el brazo dirigido a las pizarras con las pruebas-. ¡Y mira lo que acabamos de hacer, joder! Hemos atrapado a un asesino de primera. Déjame que le llame, que toque algunos resortes para ayudarla.
Los ojos de Rhyme recorrieron también las pizarras, los equipos, las mesas de examen, los libros, todo dedicado a la ciencia de analizar las pruebas que Sachs había logrado conseguir, a base de ingenio o de fuerza física, de Escenas de Crímenes a lo largo de los últimos años en que habían estado juntos.
– No sé -dijo Rhyme.
– ¿Qué pasa?
– Si se convirtiera en sargento por esos medios, no sería gracias a su propio esfuerzo.
– Tú sabes lo que significa para ella esta promoción, Linc.
Sí, lo sabía.
– Mira, lo que estamos haciendo es jugar según las reglas de Ramos. Lo que quiere es asegurarse de que nosotros hagamos lo mismo. Que equilibremos la partida, vaya. -A Sellitto le agradó su idea-. Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado. Y lo hará.
Tú sabes lo que significa para ella esta promoción…
– Entonces, ¿qué piensas? -preguntó el detective.
Rhyme guardó silencio un momento. Buscaba la respuesta en los callados equipos de investigación forense que le rodeaban y, después, en la neblina verde de los brotes primaverales que coronaban los árboles de Central Park.
Habían reparado todas las rozaduras de la carpintería y habían «escamoteado» todos los rastros del fuego, según lo expresó Thom (con mucho ingenio, en opinión de Rhyme). Aún quedaba cierto olor a humo, pero eso le recordaba al criminalista a un buen whisky escocés y, por tanto, no suponía problema alguno.
En ese momento, medianoche, con la habitación a oscuras, Rhyme estaba tendido en su cama Flexicair mirando por la ventana. Afuera se oyó el revoloteo de un halcón, una de las más elegantes criaturas de Dios, que se posó en la cornisa. En función de la luz y de su grado de alerta, los pájaros parecían encoger o aumentar de tamaño. Esa noche parecían más grandes que durante el día, con unas formas espléndidas. Aunque también amenazadoras: no les gustaba el ruido que llegaba del Cirque Fantastique de Central Park.
Bueno, tampoco puede decirse que Rhyme estuviera muy contento al respecto. Hacía diez minutos que se había quedado dormido y un estallido de aplausos procedente de la carpa le había despertado.
– Deberían imponer un toque de queda para eso -se quejó Rhyme a Sachs, tendida junto a él en la cama.
– Yo podría disparar al generador -respondió con una voz nítida. Al parecer, ella no se había dormido. Tenía la cabeza sobre la almohada, junto a la de él; los labios rozándole el cuello, en el que Rhyme sentía el ligero cosquilleo de su pelo y la fresca y tersa suavidad de su piel. Y más cosas: los pechos de ella contra el pecho de él, el vientre contra la cadera, la pierna sobre la pierna. Rhyme lo sabía sólo porque lo veía, por supuesto; no tenía una prueba sensorial del contacto. Pero saboreaba igual esa proximidad.
Sachs obedecía siempre la regla de Rhyme en virtud de la cual los encargados de recorrer una cuadrícula no llevaran perfume, ya que podían pasar por alto pruebas olfativas de la escena. Pero en ese momento no estaba de servicio, y él detectó en su piel un agradable y complejo olor que asoció con el jazmín, las gardenias y el aceite sintético de motor.
Estaban solos en el apartamento. Habían mandado a Thom al cine con su amigo Peter, y habían pasado la noche con unos CD nuevos, cien gramos de caviar sevruga, galletitas Ritz y abundante Móet, a pesar de la dificultad que le suponía beber champán con pajita. En ese momento, en la oscuridad, Rhyme pensaba de nuevo en la música, en cómo un sistema tan puramente mecánico de tonos y ritmo podía arrebatarle a uno por completo. Era algo que le fascinaba. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que la cuestión no debía de ser tan misteriosa como parecía. La música estaba, después de todo, fuertemente enraizada en su mundo: ciencia, lógica y matemáticas.
¿Cómo se acometería la composición de una melodía? Si la terapia de ejercicios que estaba realizando surtiera efecto al final…, ¿podría apretar los dedos contra un teclado? Mientras pensaba esto, advirtió que Sachs levantaba los ojos y le miraba a la cara en la penumbra.
– ¿Te has enterado de lo del examen para sargento?
Un instante de duda.
– Sí -respondió. Toda la noche había evitado escrupulosamente sacar el tema; ya se encargaría Sachs de ello cuando estuviera preparada. Hasta entonces, la cuestión no se había suscitado.
– ¿Sabes lo que pasó?
– Todos los detalles, no. Supongo que pertenece a la categoría de «funcionario del Estado casi corrupto y que actúa por interés propio contra poli encargada de Escena del Crimen, heroica y que trabaja demasiadas horas». ¿Algo así?
Una carcajada.
– Muy parecido.
– Yo también he estado en esa situación, Sachs.
La música procedente del circo continuaba con su sonido machacón, y producía respuestas dispares. Por una parte, uno sentía que debería estar irritado, pero por otra era inevitable disfrutar del ritmo.
– ¿Te habló Lon de tocar algunas teclas para ayudarme? ¿De hacer algunas llamadas al Ayuntamiento? -le preguntó Sachs.
Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado…
Rhyme se rió entre dientes.
– Sí, lo hizo. Ya conoces a Lon.
La música cesó y los aplausos llenaron la noche. A continuación se oyó la voz, lejana y evocadora, del maestro de ceremonias.
– He oído que él podría conseguir que todo esto se quedara en agua de borrajas, saltándose a Ramos.
– Es probable. Tiene buenas agarraderas.
– ¿Y tú qué opinas de eso?
– ¿Tú qué crees?
– Soy yo la que pregunta.
– Yo diría que no. No le dejaría hacerlo.
– ¿No?
– No. Le dije que tú te harías con el cargo por ti misma; si no, no.
– ¡Maldita sea! -farfulló.
Rhyme la miró, alarmado por un instante. ¿La habría juzgado mal?
– Me revienta incluso que se le haya pasado por la cabeza.
– Él lo hacía con buena intención.
Le pareció que el brazo que ella tenía rodeándole el pecho le estrechaba aún más.
– Lo que tú le has dicho, Rhyme, para mí significa más que cualquier otra cosa.
– Lo sé.
– La cosa puede ponerse fea. Ramos quiere la suspensión. Doce meses sin empleo ni sueldo. No sé qué haré.
– Asesorar. Conmigo.
– Un civil no puede recorrer la cuadrícula, Rhyme. Tendría que quedarme sentadita…, me volveré loca.
Si te mueves no pueden cogerte…
– Lo superaremos.
– Te quiero -susurró ella. La respuesta que él le dio fue inhalar su perfume Quaker State y decirle que él también la quería.
– Tío, hay demasiada luz. -Sachs miró hacia la ventana, invadida por el resplandor de los focos del circo-. ¿Dónde están las persianas?
– Se quemaron, ¿recuerdas?
– Creí que Thom había encargado otras.
– Iba a hacerlo, pero armaba demasiado lío tomando medidas y todo eso. Le eché y le dije que lo hiciera más tarde.
Sachs se bajó de la cama, buscó una sábana y la colocó sobre la ventana, lo que redujo la luz considerablemente. Volvió a la cama, se enroscó en el cuerpo de él y no tardó en quedarse dormida.
No así Lincoln Rhyme. Mientras escuchaba tendido la música y la críptica voz del maestro de ceremonias, comenzaron a formarse algunas ideas en su mente, y las oportunidades que le daba al sueño iban y venían. Pronto estuvo completamente despierto, perdido en sus pensamientos.
Que se perdían, no es de extrañar, en el circo.
Al día siguiente, ya avanzada la mañana, Thom entró en el dormitorio y se encontró con que Rhyme tenía visita.
– ¡Hola! -le dijo a Jaynene Williams, que estaba sentada junto a la cama en una de las butacas nuevas.
– Thom. -Le estrechó la mano.
El ayudante, que venía de hacer unas compras, estaba verdaderamente sorprendido de encontrar a alguien allí. Gracias al ordenador, las unidades de control ambiental y el circuito cerrado de televisión, Rhyme era muy capaz, desde luego, de llamar a alguien, invitarle a la casa y dejarle pasar.
– No es necesario que te muestres tan conmocionado -dijo Rhyme con mordacidad-. No es la primera vez que invito a alguien, ¿sabes?
– De pascuas a ramos.
– Tal vez contrate a Jaynene para que te sustituya.
– ¿Por qué no la contratas a ella también? Seríamos dos personas para compartir tus groserías -una sonrisa a Jaynene-:… aunque yo no sería capaz de hacerte eso.
– Me he visto en casos peores.
– ¿Eres mujer de café o mujer de té?
– Lo siento -dijo Rhyme-. ¿Qué fue de mi educación? Debería tener ya el agua hirviendo.
– Tomaré un café.
– Para mí un escocés -dijo Rhyme. Cuando Thom miró al reloj, el criminalista añadió-: Sólo un traguito terapéutico…
– Café para todos -dijo el ayudante, tras lo cual desapareció.
Una vez que se quedaron solos, Rhyme y Jaynene hablaron de generalidades sobre los pacientes con lesiones espinales y de los ejercicios que él hacía con todo su ahínco. De repente, tan impaciente como siempre, Rhyme decidió que ya había hecho el papel de anfitrión educado el tiempo suficiente y bajó la voz para decirle:
– Hay un problema, algo que me preocupa. Creo que puedes ayudarme. Espero que puedas.
Ella le miró, cautelosa.
– Tal vez.
– ¿Podrías cerrar?
La mujerona miró hacia la puerta, se levantó e hizo lo que le había indicado. Volvió a su butaca.
– ¿Hace cuánto tiempo que conoces a Kara? -le preguntó.
– ¿A Kara? Poco más de un año. Desde que su madre llegó a Stuyvesant.
– ¿Ese sitio es caro, no?
– Carísimo. Es horroroso lo que cobran allí. Pero en todos los sitios de ese estilo cobran más o menos lo mismo.
– ¿La madre tiene un seguro?
– Sólo Medicare [29]. Kara paga la mayor parte -añadió-. Como buenamente puede. Ahora está al día, pero suele retrasarse en el pago.
Rhyme asintió lentamente.
– Voy a hacerte otra pregunta. Piensa en ella antes de responder. Y necesito que seas totalmente sincera.
– Bueno… -dijo la enfermera con aire vacilante mirando hacia el suelo recién barnizado-. Haré todo lo que pueda.
Esa tarde, Roland Bell se hallaba en el cuarto de estar de Rhyme. El delicado piano de jazz de Dave Brubeck sonaba como música de fondo de la conversación que mantenían sobre las pruebas del caso Andrew Constable.
Charles Grady y el propio Fiscal General del Estado habían decidido retrasar el juicio para poder incluir otros cargos contra ese fanático: tentativa de asesinato de su propio abogado, conspiración de asesinato y delito mayor. Relacionar a Constable con Barnes y los otros conspiradores de la Unión Patriótica no sería fácil, pero si había alguien que podía conseguir que le condenaran ése era Grady. Iba también a por la pena de muerte para Arthur Loesser por el asesinato del oficial de patrulla Larry Burke, cuyo cuerpo se encontró en un callejón del Upper West Side. Lon Sellitto se encontraba en ese momento en el solemne entierro que habían dado al oficial en Queens.
Amelia Sachs entró por la puerta con aspecto de agotamiento, tras pasar todo el día reunida con los abogados que le habían asignado en la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla para tratar de su posible suspensión. Se suponía que tenía que haber estado de vuelta hacía ya algunas horas y, por lo que Rhyme pudo advertir en su expresión, los resultados de la sesión no debían de ser muy buenos.
Él mismo tenía algunas novedades -su reunión con Jaynene y lo que había sucedido después de la misma-, por lo que había intentado localizarla, aunque sin éxito. Pero en ese momento no había tiempo para informarla porque apareció otra visita.
Thom hizo pasar a la habitación a Edward Kadesky.
– Señor Rhyme -le dijo acompañando sus palabras con una inclinación de la cabeza. No recordaba el nombre de Sachs, pero la saludó también con otra inclinación. A Roland Bell le estrechó la mano-. Recibí su mensaje. Decía que había novedades respecto al caso.
Rhyme hizo un gesto con la cabeza.
– Esta mañana he estado recabando información y estudiando algunos cabos sueltos.
– ¿Qué cabos sueltos? -preguntó Sachs.
– Cabos que yo no sabía que estaban sueltos. Cabos sueltos desconocidos.
Sachs frunció el ceño. La preocupación también se reflejó en el rostro del empresario circense.
– El ayudante de Weir…, Loesser…, ¡no se habrá escapado!, ¿verdad?
– No, no, está todavía en el Centro de Detención.
Se oyó el timbre. Thom salió y, un momento después, apareció Kara en la puerta. Miró a su alrededor, revolviéndose con la mano su pelo corto, que había perdido el brillo púrpura y era ahora rojizo como una peca.
– ¿Qué hay? -dijo dirigiéndose al grupo; la sorpresa de ver a Kadesky la hizo parpadear.
– ¿A alguien le apetece tomar algo? -preguntó Thom.
– Si no te importara dejarnos un momento, Thom. Por favor.
El ayudante miró a Rhyme y, advirtiendo el tono firme y preocupado que tenía su voz, asintió con la cabeza y abandonó la habitación. El criminalista le dijo a Kara:
– Gracias por venir. Necesito investigar unas cuantas cosas sobre el caso.
– Claro -dijo ella.
Cabos sueltos…
– Quiero que me des más detalles -le explicó Rhyme- sobre la noche en que El Prestidigitador metió la ambulancia en el circo.
La joven asintió, frotándose las uñas negras.
– Si puedo ayudar en lo que sea, estaré encantada de hacerlo.
– Se suponía que el espectáculo empezaba a las ocho, ¿verdad? -le preguntó Rhyme a Kadesky.
– Exacto.
– Cuando Loesser aparcó la ambulancia en la puerta, usted no había regresado aún de la cena y la entrevista en la radio, ¿no?
– No, no había regresado.
Rhyme se volvió hacia Kara.
– ¿Y tú estabas allí?
– Sí. Vi cómo entraba la ambulancia. En ese momento no le di importancia.
– ¿Dónde aparcó Loesser exactamente?
– Debajo del andamiaje de los asientos de palco -dijo ella.
– ¿Pero no debajo de las localidades más caras, verdad? -le preguntó Rhyme a Kadesky.
– No -dijo el productor.
– Así que estaba cerca de la salida principal de incendios, la que usaría la mayoría de la gente en caso de siniestro.
– Exacto.
– Lincoln, ¿adonde quieres llegar con todo esto? -le preguntó Bell.
– A donde quiero llegar es a que Loesser aparcó la ambulancia de forma que causara el mayor daño, aunque dando la oportunidad de escapar a unas cuantas personas que ocupaban las localidades de palco. ¿Cómo sabía él dónde tenía que aparcar exactamente?
– No lo sé -respondió Kadesky-. Es probable que lo verificara con anterioridad y llegara a la conclusión de que ése era el mejor lugar…, es decir, el mejor desde su punto de vista; el peor desde el nuestro.
– Pudo haberlo verificado con anterioridad -caviló Rhyme-. Pero tampoco desearía que le vieran merodeando por el circo, ya que teníamos oficiales apostados allí.
– Cierto.
– Entonces, ¿no sería posible que alguien de dentro le hubiera dicho que aparcara allí?
– ¿De dentro? -preguntó Kadesky con extrañeza-. ¿Quiere decir que alguien le estaba ayudando? No, ninguno de mis empleados haría algo así.
– Rhyme, ¿adonde quieres llegar con todo esto? -le preguntó Sachs.
Sin responder a la pregunta, se volvió hacia Kara otra vez.
– ¿Cuándo te envié al circo para que buscaras al señor Kadesky?
– Calculo que serían como las siete y cuarto.
– ¿Y estuviste en la zona de los palcos? -Kara asintió-. ¿Cerca de la fila próxima a la salida?
Incómoda, la joven paseó la mirada por la habitación.
– Supongo que sí. Sí. -Miró a Sachs-. ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Qué pasa?
– Te lo pregunto -contestó Rhyme-, porque recuerdo algo que nos contaste, Kara. Sobre las personas que participan en un acto de ilusionismo. Primero está el ayudante, es decir, la persona que sabemos que trabaja con el ilusionista; luego está el voluntario que sale entre los espectadores; y, después, hay otra persona más: el cómplice. Los cómplices son personas que trabajan con el mago, aunque no parecen tener nada que ver con él. Aparentan ser tramoyistas o voluntarios.
– Exacto, muchos magos utilizan cómplices -dijo Kadesky.
Rhyme se volvió hacia Kara y dijo con dureza:
– Y eso es lo que tú has sido todo el tiempo, ¿verdad?
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Bell, con un acento más pronunciado que de costumbre debido a la sorpresa.
La joven ahogó un grito y negó con la cabeza.
– Ella ha estado trabajando con Loesser desde el principio -le dijo Rhyme a Sachs.
– ¡No! -exclamó Kadesky-. ¿Ella?
– Necesita dinero desesperadamente -continuó Rhyme-, y Loesser le pagó cincuenta mil por ayudarle.
– ¡Pero si Loesser y yo ni siquiera nos habíamos conocido hasta hoy! -dijo Kara, desesperada.
– No era necesario que le vieras en persona. Balzac era el intermediario. El también está metido en esto.
– ¿Kara? -dijo Sachs en un murmullo-. No. No me lo creo. ¡No sería capaz de hacer una cosa así!
– ¿Que no? ¿Tú qué sabes de ella? Ni siquiera sabes su verdadero nombre.
– Yo… -Consternada, Sachs se volvió hacia la joven-. No, nunca me lo ha dicho -susurró.
Con lágrimas en los ojos, la joven negaba con la cabeza. Por fin, admitió:
– Amelia, lo siento… Pero es que tú no lo entiendes… El señor Balzac y Weir eran amigos. Pasaron años actuando juntos, y él se quedó destrozado cuando Weir murió en el incendio. Loesser le dijo al señor Balzac lo que iba a hacer y me obligaron a ayudarle. Pero, tienes que creerme, yo no sabía que iban a hacer daño a nadie. El señor Balzac dijo que sólo se trataba de una extorsión, para vengarse de Kadesky. Cuando me di cuenta de que Loesser estaba matando a la gente era ya demasiado tarde. Me dijeron que si no seguía ayudándoles me entregarían a la policía. A la cárcel de por vida. Y el señor Balzac también… -Se secó la cara-. Yo no podía hacerle eso.
– A tu venerado maestro -dijo con amargura Rhyme.
Con una mirada de pánico reflejada en sus brillantes ojos azules, la joven se abrió paso entre Sachs y Kadesky y se abalanzó hacia la puerta.
– ¡Detenla, Roland! -gritó Rhyme.
Bell salió corriendo tras ella y se produjo un forcejeo. Fueron a caer en el rincón de la habitación. Ella era fuerte, pero Bell logró esposarla. Se puso en pie, jadeando por el esfuerzo, sacó su Motorola del cinturón y solicitó efectivos para trasladar a un preso al Centro de Detención.
Indignado, volvió a guardar el radiotransmisor y le leyó a Kara sus derechos.
Rhyme suspiró.
– Intenté decírtelo antes, Sachs. Pero no logré dar contigo por teléfono. Me gustaría que no fuera verdad, pero así son las cosas. Ella y Balzac han estado todo el tiempo con Loesser. Nos embaucaron como si fuéramos su público.
En un susurro, la oficial de policía dijo:
– Es que yo… No sé cómo lo hizo.
– Ella manipuló las pruebas, nos mintió, dejó pistas falsas… -le explicó Rhyme a Bell-. Roland, acércate a las pizarras, te enseñaré algo.
– ¿Que Kara dejó pruebas? -preguntó Sachs, atónita.
– ¡Ah!, ya lo creo. Y lo hizo muy bien, además. Desde la primera escena, antes incluso de que la conocieras. Me dijiste que ella te hizo una seña para que os encontrarais en la cafetería. Estaba todo pensado desde el principio.
Bell estaba junto a las pizarras y, conforme señalaba aspectos de las pruebas, Rhyme iba explicando cómo las había manipulado Kara.
Momentos después se oyó la voz de Thom desde lejos:
– Ha venido un oficial.
– Hazle pasar -dijo Rhyme.
En la puerta apareció una oficial de policía, que se unió a Sachs, Bell y Kadesky, y les observó a través de unas elegantes gafas, con expresión de curiosidad. Saludó con un gesto a Rhyme y, con acento hispano, le preguntó a Bell:
– ¿Ha solicitado usted el traslado de un preso, detective?
Bell señaló con la cabeza hacia el rincón de la habitación.
– Ahí está. Ya le he leído sus derechos.
La mujer miró hacia la esquina, donde se hallaba Kara boca abajo, y dijo:
– Muy bien, pues me la llevo. -Dudó un instante-. Pero antes me gustaría hacer una pregunta.
– ¿Una pregunta? -dijo Rhyme frunciendo el ceño.
– ¿Pero qué dice, oficial? -preguntó Bell.
Haciendo caso omiso del detective, la oficial examinó a Kadesky.
– ¿Podría enseñarme algún documento de identificación, señor?
– ¿Yo? -preguntó el empresario circense.
– Sí, señor. Necesito ver su permiso de conducir.
– ¿Quiere mi carné otra vez? Ya se lo enseñé el otro día.
– Señor, se lo ruego…
De mala gana, el hombre se echó mano al bolsillo y sacó la cartera.
Pero esa cartera no era la suya.
Kadesky se quedó mirando la gastada billetera de piel de cebra.
– Un momento, yo…, yo no sé qué es esto.
– ¿No es suya? -le preguntó la agente.
– No -dijo él, preocupado. Empezó a palparse los bolsillos-. No sé…
– ¿Ve? Eso es lo que me temía -dijo la agente-. Lo siento, señor. Queda arrestado por carterista. Tiene derecho a permanecer en silencio…
– ¡Menuda gilipollez! -dijo Kadesky entre dientes-. Debe de haber algún error. -Abrió la billetera y se quedó mirándola unos instantes. Acto seguido soltó una carcajada de asombro y mostró a todos el carné de conducir: era el de Kara.
En el interior había una nota manuscrita. Se cayó al suelo. La recogió.
– Dice «Has caído en la trampa» -leyó Kadesky, entornando los ojos y estudiando atentamente a la agente primero, y después el permiso de conducir.
– Espere un poco; ¿no es ésta?
La «oficial» se rió y se quitó las gafas. A continuación, la gorra de policía y la peluca morena que llevaba debajo, dejando al descubierto de nuevo el pelo rojizo y corto. Con una toalla que le ofreció Roland Bell -que ahora se reía abiertamente-, la joven se limpió el maquillaje de color moreno, se quitó las pobladas cejas y las uñas rojas postizas que tapaban las suyas, de un negro brillante. Le quitó al atónito Kadesky su cartera y le devolvió la suya, que había cogido cuando se abrió paso entre él y Sachs en su «huida» hacia la puerta.
Sachs negaba con la cabeza, demasiado sorprendida para reaccionar. Tanto ella como Kadesky tenían la mirada fija en el cuerpo que había tendido en el suelo.
La joven ilusionista se acercó al rincón y levantó «el cuerpo»: un armazón ligero con la forma de una persona tendida boca abajo. La parte de la cabeza estaba cubierta por pelo corto de color rojizo-púrpura, y la parte del tronco tenía ropa parecida a los vaqueros y la cazadora que vestía Kara cuando Bell la había esposado. Los brazos del atuendo terminaban en lo que resultaron ser unas manos de látex, unidas por las esposas de Bell, de las que Kara había sacado sus propias manos para luego sustituirlas por otras falsas.
– «Es un artificio» -anunció Rhyme a los presentes, señalando con la cabeza al armazón-. Una falsa Kara.
Cuando Sachs y los demás habían vuelto la cabeza para mirar la pizarra, obedeciendo a la desorientación de Rhyme, Kara había aprovechado para liberarse de las esposas, desplegar la estructura en forma de cuerpo humano, deslizarse en silencio hacia la puerta y disfrazarse a toda velocidad en el pasillo.
Kara empezó a plegar la muñeca, que quedaba reducida a un paquete del tamaño de una almohada pequeña (cuando llegó lo llevaba escondido debajo de la chaqueta). El artificio no hubiera pasado un examen de cerca, pero en la penumbra y con un público que no sospechaba nada y al que habían desorientado, nadie se dio cuenta de que no era en realidad la joven.
Kadesky estaba haciendo gestos negativos con la cabeza.
– ¿Has hecho todo el número de escapismo y de transformismo en menos de un minuto?
– En cuarenta segundos.
– ¿Cómo?
– El efecto ya lo ha visto -le dijo Kara-. Creo que me guardaré el método para mí.
– Entonces, supongo que todo este montaje se debe a que quieres que te haga una prueba -dijo Kadesky con cinismo.
Kara dudó unos instantes y Rhyme lanzó a la joven una mirada punzante.
– No. Todo este montaje ha sido la prueba. Quiero un empleo.
Kadesky la estudió con atención.
– Esto sólo ha sido un truco. ¿Tienes más?
– Muchos.
– ¿Cuántas veces te has llegado a cambiar en una sola función?
– Cuarenta y dos. Treinta personajes. Durante un número de treinta minutos.
– ¿Cuarenta y dos en media hora? -preguntó el productor, las cejas arqueadas.
– Así es.
Kadesky deliberó sólo unos cuantos segundos.
– Ven a verme la próxima semana. No pienso acortar las actuaciones de los artistas que están trabajando ahora. Pero sí podrían utilizar una ayudante y suplente. Y tal vez puedas hacer algunas actuaciones en nuestro campamento de invierno en Florida.
Rhyme y Kara intercambiaron miradas. Él hizo un enérgico gesto afirmativo con la cabeza.
– De acuerdo -le dijo la joven a Kadesky. Le estrechó la mano.
Kadesky miró la silueta de resortes y alambres que les había engañado.
– ¿La has hecho tú?
– Sí.
– Seguro que querrás patentarla…
– No se me ha ocurrido, gracias. Lo pensaré.
Kadesky volvió a examinarla.
– Cuarenta y dos en treinta minutos…
Hizo un gesto de despedida con la cabeza y salió de la habitación. Parecía que tanto él como Kara hubieran comprado un bonito coche deportivo a muy bajo precio. Sachs soltó una carcajada.
– ¡Maldita sea! Me has tomado el pelo. -Miró a Rhyme-. Los dos.
– ¡Eh, un momentito! -intervino Bell fingiéndose dolido-. Yo también he participado. Yo soy el que la ató de pies y manos.
Sachs volvió a sacudir la cabeza, sorprendida.
– ¿Y cuándo planeasteis todo esto?
Todo había empezado la noche anterior, según explicó Rhyme, mientras él estaba tendido en la cama escuchando la música que llegaba del Cirque Fantastique, la voz apagada del maestro de ceremonias, los aplausos y las risas del público. Sus pensamientos habían girado hacia Kara, hacia su excelente actuación en Smoke & Mirrors. Recordó la falta de confianza en sí misma de la que adolecía la joven y el influjo que ejercía sobre ella Balzac.
Recordó también lo que Sachs le había contado sobre el avanzado estado de senilidad de la madre de Kara, lo que le movió a invitar a Jaynene la mañana siguiente.
«Voy a hacerte otra pregunta», le había dicho Rhyme a la enfermera. «Piensa en ella antes de responder. Y necesito que seas totalmente sincera.»
La pregunta era: ¿hay alguna posibilidad de que la madre de Kara recupere su estado normal alguna vez?
Jaynene había dicho:
«¿Que si recobrará la razón, es eso lo que quiere decir?»
«Exacto. ¿Se recuperará?»
«No.»
«¿Así que Kara no se la va llevar a Inglaterra?»
«No, no, no», había dicho con una risa triste. «Esa mujer no va a ir a ningún sitio.»
«Kara dijo que no podía dejar el trabajo porque necesita el dinero para que su madre siga en la residencia.»
«Ella necesita cuidados, desde luego, pero no en nuestro centro. Kara paga rehabilitación, actividades de recreo y atención médica. Cuidados a corto plazo. La madre de Kara ni siquiera sabe en qué año vive. Podría estar en cualquier otro sitio. Lamento decirlo así, pero lo único que ella necesita en este momento es mantenimiento.»
«¿Qué pasará si va a una residencia para una estancia a largo plazo?»
«Que iría empeorando hasta que le llegara la hora. Lo mismo que si se quedara con nosotros, sólo que no arruinaría a Kara.»
Después de la conversación, Jaynene y Thom se habían ido a comer juntos, y, por supuesto, a compartir batallitas sobre las personas que cuidaban. Luego, Rhyme había llamado a Kara. Ella había acudido a verle y habían hablado. La conversación fue incómoda: a él nunca se le habían dado bien las cuestiones personales. Enfrentarse a un asesino sin corazón era fácil en comparación con inmiscuirse en la delicada alma de la vida de una persona.
«Yo no conozco muy bien tu profesión», le había dicho Rhyme. «Pero cuando te vi actuar en la tienda el domingo, me quedé impresionado. Y no me impresiono con facilidad. Lo hiciste condenadamente bien.»
«Para ser una estudiante…», le había respondido, quitándose importancia.
«No», dijo Rhyme con firmeza. «Para ser una artista. Deberías actuar en un escenario.»
«Todavía no estoy preparada. Ya llegará.»
«El problema de esa actitud», dijo Rhyme tras un espeso silencio, «es que a veces no llega». Bajó los ojos hacia su propio cuerpo. «A veces, las cosas… intervienen. Y ahí está…, se aplaza algo importante y uno se lo pierde para siempre.»
«Pero el señor Balzac…»
«… te tiene sometida. Está claro.»
«Él sólo piensa en lo que más me conviene.»
«No, no es cierto. Yo no sé en qué piensa, pero desde luego no es en ti. Fíjate en Weir y Loesser. Y en Keating. Los mentores pueden hechizarte. Agradécele a Balzac lo que ha hecho, conserva su amistad, envíale entradas de palco de tu primera actuación en el Carnegie Hall. Pero apártate de él ahora; ahora, ahora que puedes.»
«Yo no estoy hechizada», dijo Kara riendo.
Rhyme no había contestado, y se dio cuenta de que ella estaba pensando hasta qué punto la tenía dominada.
«Hemos conseguido contactar con Kadesky», prosiguió Rhyme, «nos debe una, después de todo lo que hemos hecho. Amelia me ha contado lo mucho que te gusta el Cirque Fantastique. Creo que deberías solicitar que te hicieran una prueba».
«Aunque lo hiciera, mi situación personal…, mi…»
«Madre», le interrumpió Rhyme.
«Exacto.»
«He estado hablando con Jaynene.»
La joven se quedó callada.
«Déjame que te cuente una historia», dijo Rhyme.
«¿Una historia?»
«Yo fui el jefe del Departamento de Investigaciones Forenses de Nueva York. El trabajo tenía una parte que era la típica mierda administrativa, ya puedes figurarte. Pero a mí lo que más me gustaba, lo que mejor se me daba, era encargarme de las Escenas de Crímenes, y por eso, incluso después de ascender de categoría, yo seguía acudiendo a los trabajos sobre el terreno siempre que me era posible. Bueno, pues hace unos años tuvimos un violador en serie que actuaba en el Bronx. No voy a entrar en detalles, pero la situación era bastante fea y yo quería atrapar a ese hombre. Lo deseaba desesperadamente. Me llamó una patrulla para informarme de que se acababa de producir otra agresión, hacía apenas media hora, y al parecer las pruebas eran buenas. Me fui allí a encargarme personalmente de la escena.
»Nada más llegar me encontré con que a mi subordinado, y buen amigo mío, le había dado un infarto. Y uno de los fuertes. Una impresión tremenda. Era un tipo joven, que se mantenía en forma. En todo caso, estaba preguntando por mí. -Rhyme espantó un recuerdo duro, y luego continuó-. Pero me quedé allí para investigar la escena, rellené las fichas para la cadena de custodia y luego me fui al hospital. Fui tan rápido como pude, pero llegué demasiado tarde. Había muerto hacía media hora. No me sentí orgulloso de eso; todavía me duele después de todos estos años. Pero volvería a hacer lo mismo.»
«Entonces, lo que quiere decirme es que yo debería mandar a mi madre a una de esas residencias horribles», dijo con amargura. «Una más barata. Sólo así podré ser feliz.»
«Desde luego que no. Llévala a algún sitio en el que le den lo que necesita: cuidados y compañía. No lo que tú necesitas. No a un centro de rehabilitación que te va a llevar a la ruina… ¿Lo que quiero decirte? Que si hay algo que tú sabes que tienes que hacer en la vida, eso tiene que tener prioridad con respecto a todo lo demás. Consigue un trabajo en el Cirque Fantastique. O en otro espectáculo. Pero tienes que seguir adelante.»
«¿Sabe cómo son algunas de esas residencias?»
«Bueno, entonces lo que tienes que hacer es encontrar una que os satisfaga a las dos. Perdona que sea tan brusco, pero ya te he dicho que la delicadeza y yo no hacemos muy buenas migas.»
Kara movió la cabeza en sentido negativo.
«Mire, Lincoln, aunque me decidiera, ¿sabe cuánta gente se moriría por un empleo en el Cirque Fantastique? Reciben cien currículos todas las semanas.»
Rhyme sonrió por fin.
«Bien, pues… he estado pensando en ello. "El hombre inmovilizado" tiene una idea para un número que creo que podríamos intentar.»
Rhyme acabó de contarle la historia a Sachs.
– Pensamos que llamaríamos al truco «El sospechoso se escapa» -añadió Kara-. Voy a añadirlo a mi repertorio.
Sachs se volvió hacia Rhyme.
– ¿Y la razón de no habérmelo dicho antes es…?
– Lo siento. Estabas ocupada, no podía localizarte.
– Bueno; podría haber salido mejor si me lo hubieras dicho. Podrías haberme dejado un mensaje.
– Lo. Siento. Te. Digo. He pedido disculpas. No es algo que haga muy a menudo, ¿sabes? Creo que deberías saber apreciarlo. Aunque, ahora que lo mencionas, no veo cómo podría haber salido mejor. La cara que has puesto no tenía precio. Ha contribuido a darle credibilidad.
– ¿Y Balzac? -preguntó Sachs-. ¿No conocía a Weir? ¿No estaba involucrado de verdad?
Rhyme hizo un gesto con la cabeza a Kara.
– Pura ficción. Nosotros escribimos el guión, nosotros dos.
Sachs miró a la joven.
– Primero te acuchillan hasta matarte cuando se supone que estás a mi cargo. Luego te conviertes en una sospechosa de asesinato. -La oficial dio un suspiro de exasperación-. Esta amistad puede ser de las difíciles.
Kara se ofreció para salir a comprar más café cubano, ya que el otro día no les había sido posible, aunque Rhyme sospechaba que era sólo una excusa que ponía Kara para tomarse otro de los viscosos cafés del restaurante. Pero antes de que decidieran qué pedir, les interrumpió el teléfono de Rhyme.
– Comando. Contestar teléfono.
Un instante después, se escuchó en el altavoz del teléfono la voz de Sellitto.
– Linc, ¿estás ocupado?
– Depende -refunfuñó-. ¿Qué pasa?
– Los malvados no descansan… Volvemos a necesitar tu ayuda. Tenemos un homicidio enigmático.
– El último fue «incomprensible», si no recuerdo mal. Me parece que tú dices cosas así para picarme.
– No; de veras. Este no podemos descifrarlo.
– Está bien, está bien -gruñó el criminalista-. Cuéntame los detalles.
Aunque la traducción de la brusca respuesta de Lincoln Rhyme era sencillamente que estaba encantado de poder mantener el aburrimiento a raya un poco más.
Kara estaba parada delante de Smoke & Mirrors observando cosas que no había advertido en el año y medio que llevaba trabajando allí. Un agujero en la esquina superior izquierda del cristal producido por un perdigón de plomo o una bola. Un pequeño trazo ondulado de un graffiti en la puerta. Un libro polvoriento de Houdini en el escaparate, abierto por la página en la que se describía el tipo de cordeles que le gustaba usar en sus números.
Vio un resplandor en el interior del establecimiento: era el señor Balzac, que se había encendido un cigarrillo.
Tomó aire. Vamos allá, pensó y empujó la puerta.
Balzac estaba junto al mostrador con ese amigo suyo que había estado en la ciudad el fin de semana, un ilusionista de California. Su jefe la presentó como una estudiante, y el hombre, de mediana edad, le estrechó la mano. Hablaron de generalidades: de cómo había ido su función la noche anterior, de las actuaciones que había en ese momento…, los típicos chismes por los que se interesan los artistas de cualquier parte. Por fin, el hombre recogió su maletín. Iba de camino al aeropuerto Kennedy a tomar el vuelo de regreso a casa, y se había detenido en la tienda para devolver los accesorios que había pedido prestados. Dio un abrazo a Balzac, saludó con la cabeza a Kara y se marchó.
– Llegas tarde -le dijo el mago con brusquedad. Entonces se dio cuenta de que ella no había dejado el bolso detrás del mostrador como solía hacer. Le miró las manos: no llevaba una taza de café. Eso fue, desde luego, lo que la delató.
– ¿Qué? -preguntó con un gesto de contrariedad, dando una calada al cigarrillo-. Dime.
– Me voy.
– ¿Que te…?
– He hablado con Ed Kadesky. Tengo trabajo en el Cirque Fantastique.
– ¿Con ellos? ¿Con Kadesky? No, no, no…, es un error por tu parte. Eso no es magia; eso es…
– Eso es lo que yo quiero hacer.
– Ya hemos comentado esto docenas de veces. Todavía no estás preparada. Eres buena, pero no excelente.
– No importa -dijo ella con firmeza-. Lo que importa es subirse a un escenario. Actuar.
– Si te apresuras…
– ¿Apresurarme, David? ¿Apresurarme? ¿Cuándo estaré preparada? ¿El año que viene? ¿Dentro de cinco años? -Habitualmente a Kara le costaba mantenerle la mirada; pero aquel día no apartó la vista de sus ojos al decirle-: ¿Me dejaría marchar alguna vez?
Un silencio mientras Balzac ordenaba papeles, los arrojaba sobre el mostrador lleno de manchas y rajaduras.
– Kadesky -dijo en tono burlón-. ¿Y en qué vas a trabajar para él?
– Primero como ayudante. Luego, alguna actuación en solitario en las funciones de invierno en Florida. Y después, quién sabe…
– Es un error -le dijo tras apagar el cigarrillo-. Malgastarás el talento que tienes. A lo que él se dedica no es al tipo de ilusionismo que yo te he enseñado.
– He conseguido el trabajo gracias a lo que usted me ha enseñado.
– Kadesky -volvió a decir con desdén-. La nueva magia.
– Exacto. Pero también haré los números que me ha enseñado usted. La metamorfosis, ¿se acuerda?: lo viejo se convierte en nuevo.
Aunque Balzac no sonrió, Kara advirtió que la referencia a su número le había complacido.
– David, yo quiero seguir estudiando con usted. Cuando vuelva a la ciudad desearía que me diera clases. Le pagaré.
– No creo que eso funcione. No se pueden tener dos maestros -dijo entre dientes. Al ver que Kara permanecía en silencio, accedió a regañadientes-: Tendríamos que ver… Probablemente no tenga tiempo, es lo más seguro.
Kara se subió la correa del bolso en el hombro, que se le estaba cayendo.
– ¿Y… ahora mismo? ¿Te vas ya? -le preguntó Balzac.
– Sí. Creo que es lo mejor.
Él asintió.
– Bueno, pues… -dijo Kara.
– Adiós, entonces. -Fue la despedida formal del ilusionista, que se colocó detrás del mostrador y no dio pie a nada más.
Luchando por contener las lágrimas, Kara se dirigió hacia la puerta.
– ¡Espera! -le gritó cuando ya casi estaba fuera. Balzac se metió en la parte trasera de la tienda y volvió hasta donde estaba Kara. Llevaba algo en la mano y lo dejó bruscamente en las de ella. Era la caja de puros que contenía los pañuelos de seda de colores de Tarbell.
– Toma, toma esto… Me gustó cómo te salió. Fue un truco contundente.
Ella recordó la ovación que recibió. Ah…
Kara se acercó a él y le dio un abrazo rápido. Pensó que era el primer contacto físico que habían tenido desde que le estrechó la mano al conocerle, hacía dieciocho meses.
Él le contestó con un abrazo torpe y envarado, tras el que se apartó de ella.
Kara salió de la tienda, se detuvo y se volvió para decir adiós a Balzac con la mano. Pero había desaparecido en la penumbra de algún rincón del establecimiento. Metió la caja con los pañuelos en el bolso y se dirigió hacia la Sexta Avenida, que la llevaría hasta el sur, hasta su apartamento.
El homicidio era, en efecto, enigmático.
Un doble asesinato en una zona desierta de Roosevelt Island, esa franja estrecha de apartamentos, hospitales y ruinas fantasmales en el East River. Ya que el tranvía deja a los residentes cerca del edificio de Naciones Unidas en Manhattan, muchos diplomáticos y empleados de la ONU vivían en esa isla.
Y fue a dos de esos vecinos, dos subdelegados de los Balcanes, a los que se encontró asesinados, con dos disparos cada uno en la nuca y las manos atadas.
Había unas cuantas cosas curiosas que Amelia Sachs había localizado al investigar la Escena del Crimen. Había encontrado ceniza procedente de un tipo de cigarrillo que no figuraba en las bases de datos de tabaco, ni federales ni estatales; restos de una planta que no pertenecía a la flora autóctona, y huellas de una maleta pesada que, según los indicios, habían colocado y abierto junto a las víctimas, después de haberles disparado.
Y lo más extraño de todo era el hecho de que a cada uno de ellos le faltaba el zapato derecho. No los pudieron encontrar por ninguna parte.
– El zapato derecho a ambos, Sachs -dijo Rhyme mirando a la pizarra con las pruebas, frente a la cual se hallaban, él sentado y ella paseando de un lado a otro de la habitación-. ¿Qué conclusión podemos sacar de eso?
Pero la pregunta se quedó en el aire, ya que el móvil de Sachs comenzó a sonar. Era la secretaria del capitán Marlow, que preguntaba si Sachs podía acudir a una reunión. Ya habían transcurrido varios días desde que cerraron el caso del Prestidigitador, y otros cuantos desde que se había enterado de las acciones que había emprendido Víctor Ramos contra ella. No había tenido ninguna otra noticia sobre su suspensión de empleo y sueldo.
– ¿Cuándo? -preguntó Sachs.
– Bueno, pues ahora -respondió la mujer.
Sachs desconectó y, lanzando una mirada y una sonrisa hermética a Rhyme, dijo:
– Aquí está. Tengo que ir.
Se quedaron mirándose el uno al otro unos instantes; luego, Rhyme le hizo un gesto con la cabeza y ella se dirigió a la puerta.
Media hora después, Sachs estaba en el despacho del capitán Gerald Marlow, sentada al otro lado de la mesa, mientras él leía uno de sus expedientes escritos en papel Manila.
– Un segundo, oficial. -Continuó revisando fuera lo que fuese que tanto le absorbía, haciendo de vez en cuando alguna anotación.
Sachs comenzó a sentirse inquieta. Se hurgaba las cutículas, las uñas… Transcurrieron dos minutos interminables. Oh, por Dios bendito, pensó ella, y acto seguido dijo al fin:
– Bueno, señor, ¿qué ha pasado con él? ¿Se ha echado para atrás?
Marlow hizo una marca en la hoja que estaba leyendo y levantó la vista.
– ¿Quién?
– Ramos. Me refiero al examen para sargento.
Y también a ese otro gilipollas vengativo, al poli libidinoso del ejercicio de valoración.
– ¿Echarse para atrás? -preguntó Marlow. Le sorprendió la ingenuidad de Sachs-. Bueno, oficial, eso no ha estado nunca entre las posibilidades.
En cuyo caso, sólo había un motivo para aquel encuentro cara a cara, y Sachs lo comprendió de pronto con la cruda claridad del primer disparo de pistola en un campo de tiro al aire libre. Ese primer tiro… antes de que los disparos repetidos entumezcan los músculos, las orejas y la piel. Sólo había una razón para que la hubieran convocado. Marlow iba a reclamar a Sachs el arma y la placa. Ya estaba suspendida.
Mierdamierdamierda…
Se mordió la parte interior del labio.
Cerrando la carpeta con cuidado, Marlow lanzó a Sachs una mirada paternal que la incomodó; era como si el castigo que le habían impuesto fuera tan severo que era necesario amortiguarlo con un poco de amabilidad.
– A las personas como Ramos, oficial, no se les vence. No en su territorio. Usted ganó la batalla al esposarle en la Escena del Crimen. Pero él ha ganado la guerra. La gente así siempre gana la guerra.
– ¿Se refiere a los estúpidos? ¿A los mezquinos? ¿A los codiciosos?
De nuevo, la experiencia acumulada como oficial de carrera le impidió siquiera darse por enterado de la pregunta.
– Mire este escritorio -dijo, mirándolo él mismo. Estaba rebosante de papeles. Pilas y montones de carpetas e informes-. Recuerdo que yo solía quejarme de todo el papeleo cuando era un agente de patrulla. -Revolvió entre una de las pilas, buscando algo, al parecer. Renunció. Lo intentó con otra. Al final sacó varios documentos, que tampoco eran los que quería y, con toda parsimonia, se puso a organizados de nuevo, tras lo cual reanudó la búsqueda.
Ay, papá, nunca pensé que la suspensión saliera adelante.
Acto seguido, el pesar y la desilusión que sentía por dentro formaron una roca. Y pensó: «Vale, así es como quieren jugar, ¿no? Tal vez yo salga malparada, pero ellos lo van a pasar mal. Ramos y todos esos gilipollas como él van a lamerse la sangre».
Hora de apretar los puños…
– Aquí está -dijo el capitán, finalmente, cuando encontró lo que buscaba: un sobre grande al que había grapado un trozo de papel. Lo leyó rápidamente. Consultó un reloj en forma de timón-. ¡Caray, qué tarde es! A ver si acabamos con esto, oficial. Déjeme su placa.
Abatida, se buscó en el bolsillo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Un año, oficial -dijo Marlow-. Lo siento.
¡Un año de suspensión!, pensó desesperada. Ella había imaginado que serían tres meses como máximo.
– Es lo mínimo que he podido conseguir. Un año. La placa, le decía. -Marlow negó con la cabeza-. Discúlpeme por las prisas, pero tengo otra reunión ahora. ¡Reuniones!…, me vuelven loco. Ésta va a ser sobre seguros. La gente se cree que sólo nos dedicamos a atrapar malhechores. Incluso peor, piensan que lo que hacemos es no atrapar a los malhechores. ¡Puf! La mitad del trabajo no es más que llenar el tiempo. ¿Sabe usted cómo llamaba mi padre a los negocios? Ocupabobos. Estuvo treinta y nueve años trabajando para la American Standard. Representante de ventas. Ocupado en bobadas. Pues eso también puede decirse de nuestra profesión. -Extendió la mano hacia Sachs.
La desolación la rodeaba, la invadía. Le dio la gastada funda de cuero en la que guardaba la placa de plata y la tarjeta de identificación.
Placa número Cinco Ocho Ocho Cinco…
¿Qué podría hacer? ¿Convertirse en una maldita guarda jurado?
Sonó el teléfono que había a espaldas del capitán, quien se volvió para cogerlo.
– Aquí Marlow… Sí, señor… Ya hemos tomado las medidas de seguridad para eso. -Y, mientras seguía hablando sobre, al parecer, el juicio de Andrew Constable, el capitán dejó el sobre en su regazo. Sujetó el auricular entre el mentón y el hombro, se volvió de cara a Sachs y continuó su conversación mientras desataba el cordón rojo que había enroscado a los cierres que mantenían el sobre sellado.
Y hablaba y hablaba sobre el juicio, sobre los nuevos cargos contra Constable y otros miembros de la Unión Patriótica, sobre las redadas en Canton Fails. Sachs advirtió el tono perfectamente matizado y respetuoso que empleaba el capitán, lo bien que le bailaba el agua a su interlocutor. Tal vez estaba hablando con el alcalde o con el gobernador.
Tal vez con el miembro del Congreso Ramos.
Bailar el agua, jugar a la política…, ¿era eso lo que significaba ser policía? Estaba tan lejos de su carácter, que se preguntó si le merecía la pena tener tal ocupación.
Ocupabobos.
Ese pensamiento la desgarró. Ay, Rhyme, ¿qué vamos a hacer?
Lo superaremos, diría él. Pero la vida no es cuestión de superaciones. Superar es perder.
Marlow, que todavía sujetaba el auricular entre el cuello y la oreja, seguía divagando sin cesar con la jerga oficial. Por fin abrió el sobre y echó la placa de Sachs en su interior.
A continuación introdujo la mano y sacó algo que estaba envuelto en papel de seda.
– … No tengo tiempo para una ceremonia. Ya haremos algo más adelante. -Este último mensaje lo dijo en un susurro, y a Sachs le pareció que se estaba dirigiendo a ella.
¿Ceremonia?
Una mirada hacia Sachs. Otra vez en voz baja, con la mano tapando el auricular.
– Estos líos con los seguros…, ¿quién los entiende? Tengo que conocer al dedillo todo lo referente a índices de mortalidad, anualidades, dobles indemnizaciones…
Marlow retiró el papel de seda bajo el cual había una placa de oro del NYPD.
Volvió a su voz normal mientras decía delante del auricular:
– Sí, señor; mantendremos la situación controlada… También tenemos efectivos en Bedford Junction. Y en Harrisonburg, un poco más arriba. Nos adelantamos por completo a los acontecimientos.
– Le he mantenido el mismo número, oficial -dijo dirigiéndose de nuevo a ella en voz baja y enseñándole la placa, de un amarillo brillante que deslumbraba. Los números eran los mismos que los de su placa de agente de patrulla: 5885. Marlow introdujo la placa en la funda de cuero y después buscó otra cosa en el sobre amarillo: una tarjeta de identificación provisional, que también metió en la funda. Luego se la devolvió a Sachs.
La tarjeta la identificaba como Amelia Sachs, detective de tercer grado.
– Sí, señor, ya nos hemos enterado, y nuestra evaluación sobre la amenaza es que la situación se puede manejar… Bien, señor. -Marlow colgó y negó con la cabeza-. Prefiero mil veces el juicio de un fanático que mantener reuniones sobre seguros. Bueno, oficial, pues tendrá que hacerse una fotografía para la tarjeta definitiva. -Se quedó pensando algo, y luego añadió cautelosamente-: Lo que voy a decirle no es un comentario machista, así que no se lo tome a mal, pero prefieren a las mujeres que llevan el pelo recogido hacia atrás. No suelto y todo eso, ya sabe; bueno, suelto. Supongo que así el aspecto es más duro. ¿Tiene usted algún inconveniente con eso?
– Pero ¿no me habían suspendido?
– ¿Suspendida? No, aprobó para detective. ¿No la llamaron? Se supone que tenía que hacerlo O'Connor. O su ayudante o no sé quién.
Dan O'Connor, el jefe de la Agencia de Detectives.
– No me ha llamado nadie, salvo su secretaria.
– Ah, bien, pues se supone que tendrían que haberlo hecho.
– ¿Qué pasó?
– Ya le dije que haría todo lo que pudiera. Y lo he hecho. Es decir, digamos las cosas claras: yo no iba a consentir que le suspendieran de empleo y sueldo. No puedo permitirme perderla. -Dudó por un instante, miró a la serie de archivos-. Eso sin contar que habría sido una pesadilla ir en su contra en un pleito o arbitraje con la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla. Hubiera estado muy feo.
Pensaba: ¡Oh!, sí señor, sí que lo habría estado. Muy, muy feo.
– Entonces, ¿el año? Usted ha dicho algo de un año…
– Me refería al examen para sargento. No puede presentarse de nuevo hasta el próximo mes de abril. Son funcionarios y no he podido hacer nada al respecto. Pero reasignarla a la Agencia de Detectives, eso es discrecional. Ramos no pudo pararlo. Su superior será Lon Sellitto.
Sachs se quedó mirando la placa dorada.
– No sé qué decir.
– Puede decir: «Muchas gracias, capitán Marlow. Ha sido un placer para mí trabajar con usted en los Servicios de Patrulla todos estos años. Y lamento que no volveré a dedicarme a eso».
– Yo…
– Es una broma, oficial. Yo tengo mi sentido del humor, a pesar de lo que haya oído. Ah, tiene usted el tercer grado, no sé si se ha dado cuenta…
– Sí, señor -se esforzaba para borrar de su cara la sonrisa entrecortada-. Yo…
– Si quiere llegar hasta el primer grado y ser sargento, yo me lo pensaría dos veces antes de arrestar, o detener, a alguien en las Escenas del Crimen. Y también debe cuidar cómo habla y ante quién. Sólo es un consejo.
– Tomo nota, señor.
– Ahora, si me disculpa, oficial…, es decir, detective. Tengo unos cinco minutos para aprenderme todo lo que hay que saber sobre seguros.
Afuera, en Centre Street, Amelia Sachs dio un rodeo alrededor de su Camaro y examinó los daños producidos en el lateral y en la parte delantera a consecuencia del choque con el Mazda de Loesser en Harlem.
Volver a poner en forma al pobre vehículo precisaría una reparación en profundidad.
Los coches eran su fuerte, desde luego. Era una entendida: conocía la posición así como la forma, la longitud y el par de torsión de cada uno de los tornillos y pernos que había en el automóvil. Y era probable que en su garaje de Brooklyn tuviera los reparadores de abolladuras, los martillos redondeados, las rectificadoras y cualquier otra herramienta que le hiciera falta para reparar ella misma casi todos los daños.
Pero a Sachs no le gustaba el trabajo físico. Lo consideraba aburrido -como también había sido aburrido, de alguna manera, el trabajo como modelo o salir con policías guapos, creídos y hábiles con las armas-. No se trataba de una interpretación psicoanalítica del asunto, pero tal vez había algo en ella que la hacía desconfiar de lo aparente, de lo superficial. Para Amelia Sachs la sustancia de los coches estaba en sus corazones y en sus almas calientes: en el furioso redoble de las varillas y los pistones, en el gruñido de las correas, en el beso perfecto de los engranajes que convertían una tonelada de metal, cuero y plástico en pura velocidad.
Decidió que llevaría el coche a un taller de Astoria, en Queens. Ya había acudido a él con anterioridad: los mecánicos que trabajaban allí tenían talento, eran más o menos honrados y veneraban los coches potentes como éste.
Se acomodó en el asiento delantero y puso en marcha el motor, cuyo traqueteo atrajo la atención de media docena de policías, abogados y empresarios que andaban por allí. Conforme se alejaba de la zona policial tomó otra decisión. Hacía algunos años, después de unos arreglos de zonas oxidadas, había decidido cambiar el color negro que el coche traía de fábrica y lo había pintado de un amarillo muy vivo. La elección había obedecido a un impulso, pero, ¿por qué no? ¿No debían reservarse los caprichos para las decisiones acerca del color con el que una iba a pintarse las uñas de los pies, el pelo o el coche?
Pero ahora pensó que, puesto que el taller tendría que sustituir una cuarta parte de la chapa metálica -que de todas formas habría que pintar otra vez- elegiría un tono diferente. El que se le ocurrió al instante fue un rojo como el de los coches de bomberos. Era una tonalidad que tenía un doble significado para ella. No sólo era el color que su padre siempre había pensado que era el adecuado para los coches potentes, sino que haría juego con el deportivo de Rhyme: la silla de ruedas Storm Arrow.
Era el tipo de sentimentalismo ante el que el criminalista mostraría la más absoluta indiferencia, aunque en el fondo le encantaría sobremanera.
Definitivamente, pensó Sachs, optaría por el rojo.
Pensó que iría derecha a dejar el automóvil en el taller, pero lo pensó mejor y decidió esperar. Podía llevar ese coche destartalado unos cuantos días más; era algo que había hecho frecuentemente en su adolescencia. Lo que deseaba en ese momento era volver a casa, a la casa de Lincoln Rhyme, para compartir con él la noticia de la alquimia que había convertido su placa de plateada en dorada… y ponerse a trabajar de nuevo para desentrañar los espinosos misterios que les esperaban: dos diplomáticos asesinados, vegetación foránea, unas huellas curiosas en un suelo embarrado y un par de zapatos desaparecidos.
Los dos del pie derecho.