Segunda parte . El método

Domingo, 21 de Abril

«Un efecto mágico es como una seducción. Uno y otra se elaboran con detalles cuidadosamente implantados en la mente de su destinatario.»

Sol Stein.


Capítulo 29

La mañana del domingo fue frustrante, porque la búsqueda de Erick Weir se estancó.

El equipo descubrió que después del incendio de Ohio el ilusionista había permanecido varias semanas en la unidad de quemados de un hospital local, y se había marchado por su cuenta, sin haber recibido el alta oficial. Se sabía también que poco después vendió la casa que tenía en el centro de Las Vegas, pero en ningún registro público había constancia de que hubiese comprado otra. Sin embargo, Rhyme pensó que en una ciudad en la que circulaba tanto dinero en efectivo sería fácil comprar algo pequeño en el desierto y pagarlo con un buen fajo de billetes. Nada de preguntas, nada de documentos públicos.

También consiguieron dar con la madre de su difunta esposa, pero la señora Cosgrove no tenía ni idea del paradero de Weir. Éste jamás habló con sus suegros después del desastre para darles el pésame por la muerte de su hija. Pero eso no le había sorprendido, añadió. Weir era un hombre egoísta y cruel, explicó, que se había obsesionado con su joven hija y que prácticamente la hipnotizó para obligarla a casarse con él. Ninguno de los parientes de Cosgrove había tenido contacto con Weir.

Cooper reunió más información después de buscar datos sobre él en los ordenadores, aunque no encontró muchos. Ningún informe del VICAP ni del NCIC. No había más detalles sobre el sujeto, y los oficiales encargados de rastrear la pista de sus familiares sólo descubrieron que sus padres habían muerto, que era hijo único y que no pudieron localizar a ningún otro allegado.

Avanzada la mañana, Art Loesser, el otro ayudante de Weir, les devolvió la llamada desde Las Vegas. No le extrañó enterarse de que andaban a la busca de su antiguo jefe en relación con un crimen, y les repitió lo que ya sabían: que Weir era uno de los mejores ilusionistas del mundo, pero que se había tomado su profesión demasiado en serio, y que era conocido por sus arriesgados números y su mal genio. Loesser aún tenía pesadillas en las que soñaba que era su aprendiz.

He dicho me parece daño, pero quería haber dicho que se me aparece en sueños. Y se me sigue apareciendo.

– Todos los jóvenes aprendices están influidos por sus mentores -dijo Loesser por el altavoz-. Pero mi terapeuta dice que en el caso de Weir estábamos hipnotizados por él.

Así que los dos hacían terapia.

– Dice que con Weir se había establecido una relación parecida al síndrome de Estocolmo. ¿Sabe lo que es eso?

Rhyme dijo que estaba familiarizado con esa situación en la que los secuestrados establecen vínculos estrechos con sus secuestradores, por quienes llegan incluso a sentir afecto y amor.

– ¿Dónde le vio por última vez? -preguntó Sachs. Como ya había pasado el ejercicio de evaluación, aquel día no llevaba uniforme, sino unos téjanos y una camisa de punto de color verde bosque.

– En el hospital, en la unidad de quemados. Fue hace unos tres años. Al principio iba a visitarlo con regularidad, pero sólo hablaba de vengarse de quien le hubiese perjudicado alguna vez o no aprobase su tipo de magia. Luego desapareció y desde entonces no he vuelto a verle.

Pero, acto seguido, el antiguo ayudante añadió que hacía alrededor de un par de meses que Weir le había llamado inesperadamente. Más o menos en la misma época, pensó Rhyme, en que había llamado a su compañero. Respondió al teléfono la esposa de Loesser.

– No dejó ningún número y dijo que volvería a llamar, pero no lo hizo. Gracias a Dios. No sé si hubiera podido soportarlo.

– ¿Sabe dónde estaba cuando llamó?

– No. Se lo pregunté a Kathy, porque temía que hubiese vuelto a la ciudad, pero me dijo que él no se lo había dicho y que la llamada procedía de fuera de la zona y carecía de identificación del número de origen.

– ¿No le dijo a su esposa por qué llamaba ni le dio ninguna pista sobre el lugar en que se encontraba?

– Me dijo que parecía extraño, agitado. Hablaba en susurros y era difícil entenderle. Recuerdo que eso le pasó a partir del incendio. Sufrió lesiones pulmonares, y eso le hacía aún más temible.

Dímelo a mí, pensó Rhyme.

– Preguntó si sabíamos algo de Edward Kadesky, el productor del espectáculo de Hasbro en el momento del incendio. Eso fue todo.

Loesser no pudo dar ninguna otra información útil y dieron por terminada la conversación.

Thom dejó pasar al laboratorio a dos policías. Sachs las saludó con la cabeza y se las presentó a Rhyme: Diane Franciscovich y Nancy Ausonio.

Recordó que eran las que habían acudido al primer asesinato y que habían recibido el encargo de seguir la pista de las esposas antiguas.

– Hablamos con todos los comerciantes que nos recomendó el director del museo -dijo Franciscovich. A pesar de que llevaban unos uniformes impecables, tanto la morena alta como la rubia más baja parecían agotadas. Daba la impresión de que se habían tomado la misión en serio y que probablemente no habían dormido nada esa noche.

– Las esposas son unas Darby, como usted pensaba -dijo Ausonio-. Son bastante raras, y caras. Pero hemos elaborado una lista de doce personas que…

– ¡Dios mío, mira eso! -dijo Franciscovich mientras señalaba a la pizarra en la que Thom había escrito:

Identidad del agresor: Erick A. Weir.

Ausonio hojeó los papeles que llevaba en la mano.

– Erick Weir pidió unas esposas por correo a Ridgeway Antique Weapons, de Seattle, el mes pasado.

– ¿Dirección? -preguntó Rhyme ansioso.

– Un apartado postal de Denver. Lo hemos comprobado, pero ha vencido el tiempo de alquiler y en los documentos no figura ninguna dirección permanente.

– Y tampoco hay documentos que indiquen que Weir haya vivido alguna vez en Denver.

– ¿Forma de pago? -preguntó Sachs.

– En metálico -respondieron al mismo tiempo Ausonio y Rhyme, que añadió:

– No comete errores tontos. Ni uno. Esta pista no conduce a ninguna parte. Pero al menos hemos confirmado que es nuestro hombre.

Rhyme dio las gracias a las oficiales y Sachs las acompañó hasta la puerta.

El teléfono de Rhyme recibió otra llamada. El código de zona del número le resultaba familiar, pero no logró identificarlo.

– Mando. Responder al teléfono… ¿Sí?

– Habla el teniente Lasing de la policía estatal. Quiero ponerme en contacto con el detective Roland Bell. Me dio este número como puesto de mando provisional.

– Hola, Harv -respondió Bell acercándose al micrófono-. Aquí estoy -y añadió, dirigiéndose a Rhyme-: Es nuestro enlace en el caso Constable, en Canton Falls.

– Hemos recibido las pruebas que nos enviaron esta mañana -continuó Lasing-, y las están estudiando en nuestro departamento forense. Hemos enviado a un par de detectives a hablar con la esposa de Swensen, el pastor al que detuvo tu gente la noche pasada. No ha dicho nada de interés, y mis muchachos no han encontrado en la caravana nada que lo vincule con Constable ni con nadie de la Unión Patriótica.

– ¿Nada? -suspiró Bell-. Mal asunto. Pensé que sería un tipo descuidado y fácil de investigar.

– Quizá los chicos de la Unión Patriótica hayan pasado antes y limpiado a fondo el lugar.

– Eso es más que probable. Tío, creo que en esto nos merecemos un poco más de suerte. Bueno, sigue en ello, Harv. Gracias.

– Si encontramos alguna otra cosa, te lo haré saber, Roland.

Colgaron.

– Este caso Constable se está poniendo tan difícil como el que tenemos entre manos -dijo mirando hacia las pizarras blancas.

Otra llamada a la puerta de la calle.

Provista de una gran taza de café, Kara entró en la habitación; parecía más cansada y demacrada que las dos policías.

Sellitto estaba pronunciando un monólogo sobre nuevas técnicas para perder peso cuando su conferencia a lo Jenny Craig fue interrumpida por una nueva llamada telefónica.

– ¿Lincoln? -Se escuchó la voz entre los ruidos del altavoz-. Soy Bedding. Creo que hemos acotado el origen de la llave a tres hoteles. Nos ha costado tanto porque…

Le interrumpió la voz de su compañero Saul:

– Resulta que hay muchos hoteles que alquilan habitaciones por meses y para estancias largas que también usan llaves de tarjeta.

– Por no hablar de los sitios por horas. Pero eso es otra historia.

– Hemos tenido que comprobarlos todos. El caso es que esto es lo que tenemos. La llave pertenece probablemente, y digo probablemente, al Chelsea Lodge, al Beckman o al… ¿cuál es el otro?

– El Lanham Arms -respondió su compañero.

– Eso es. Son los únicos que usan este color en el Modelo 42. Estamos ahora en el Beckman, en la Treinta y cuatro con la Quinta. Vamos a empezar a probarla.

– ¿Qué significa que vais a empezar a probarla? -preguntó Rhyme.

– ¿Cómo te lo explicaríamos? -preguntó Bedding o Saul-. Las llaves funcionan sólo de una forma, pero no de la otra.

– ¿Cómo es eso? -se interesó Rhyme.

– La llave sólo puede leerla la cerradura de la habitación del hotel. La máquina que tienen en recepción y que graba los códigos de las habitaciones en tarjetas en blanco no puede leer las tarjetas una vez grabadas e indicar a qué habitación pertenecen.

– ¿Por qué? Es absurdo.

– Nadie necesita saber eso.

– Salvo nosotros, claro, que por eso tenemos que ir puerta por puerta hasta probarla en todas.

– Mierda -estalló Rhyme.

– Con esa palabra has resumido también nuestros sentimientos -dijo uno de los detectives.

– Bueno, ¿necesitáis más gente? -preguntó Sellitto.

– No. No hay más remedio que probar las puertas una por una. No hay otro sistema. Y si en una habitación ha entrado un huésped nuevo…

– … la tarjeta ya no sirve. Lo que no contribuye precisamente a mejorar nuestro humor.

– ¿Decían ustedes, caballeros? -dijo Bell por el teléfono.

– Hola, Roland.

– Te hemos conocido por el acento.

– Habéis dicho Lanham Arms. ¿Dónde está eso?

– Setenta y cinco este. Cerca de Lex.

– Me suena el nombre, pero no llego a situarlo -Bell movía la cabeza con un gesto de contrariedad.

– Es el siguiente de nuestra lista.

– Después del Beckman.

– Con sus seiscientas ochenta y dos habitaciones. Será mejor que pongáis manos a la obra.

Dejaron a la pareja entregada a su ardua tarea.

El ordenador de Cooper pitó y él leyó un correo electrónico recién llegado.

– Del laboratorio del FBI en Washington… Por fin han preparado un informe sobre las virutas metálicas que encontramos en la bolsa de deporte del Prestidigitador. Dicen que las marcas pueden corresponder a un mecanismo de relojería.

– Vale, pero evidentemente no es un reloj -dijo Rhyme.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Bell.

– Es un detonador -respondió Sachs con solemnidad.

– Eso diría yo -confirmó Rhyme.

– ¿Una bomba de gasolina? -preguntó Cooper señalando con la cabeza hacia el pañuelo «de recuerdo» que había dejado Weir la noche anterior y que estaba empapado en gasolina.

– Probablemente.

– Ha comprado gasolina y está obsesionado con el fuego. Va a quemar a su próxima víctima.

Como le había pasado a él.

El fuego lo mató, mató a quien fue, y matando a alguien se siente mejor, reduce la ansiedad acumulada por la ira en su interior…

Rhyme observó que se acercaban las doce. Casi mediodía… La siguiente víctima iba a morir pronto. ¿Pero cuándo? ¿A las doce y un minuto, a las cuatro de la tarde? Un estremecimiento de frustración y rabia le brotó en la base del cráneo y se desvaneció en su cuerpo insensible. Tenían tan poco tiempo…

Quizá ninguno.

Pero no podía llegar a conclusión alguna apoyándose en las pruebas de que disponían. Y el día iba avanzando a rastras, lento como un gota a gota intravenoso.

Llegó un fax y Gooper lo leyó.

– Es del laboratorio de documentos de Queens. Han abierto el periódico que encontramos en el Mazda. No había ninguna anotación ni nada encerrado en un círculo. Éstos son los titulares.

Los escribió en la pizarra.


UN CORTE DEL SUMINISTRO

ELÉCTRICO OBLIGA A CERRAR

UNA COMISARÍA DE POLICÍA

DURANTE CASI CUATRO HORAS.

NUEVA YORK ASPIRA

A LA CONVENCIÓN REPUBLICANA.

LOS PADRES SE QUEJAN POR

LA FALTA DE SEGURIDAD

EN UN COLEGIO DE NIÑAS.

EL LUNES EMPIEZA EL JUICIO

CONTRA LA TRAMA CRIMINAL

DE LA MILICIA.

GALA BENÉFICA DE FIN

DE SEMANA EN EL

METROPOLITAN.

ESPECTÁCULOS DE PRIMAVERA

PARA NIÑOS, JÓVENES Y ANCIANOS.

EL GOBERNADOR Y EL ALCALDE

SE REÚNEN PARA DISCUTIR

EL NUEVO PLAN PARA EL WEST SIDE.


– Uno de esos titulares es importante -dijo Rhyme. Pero, ¿cuál? ¿Son los colegios de niñas el objetivo del asesino? ¿La gala? ¿Ha puesto a prueba uno de sus gimmicks especiales haciendo que se fuera la luz en la comisaría? Se sentía aún más frustrado, porque tenía pruebas nuevas pero se le escapaba su significado.

Sonó el teléfono de Sellitto. Mientras respondía la llamada, todos le miraban fijamente esperando un nuevo crimen.

Era la una y tres minutos.

Ya había pasado el mediodía y ya había sonado la hora de matar.

Pero, al parecer, las noticias no eran malas. El detective levantó una ceja en señal de sorpresa agradable y dijo ante el micrófono:

– Estupendo. ¿De veras? Bueno, eso no queda lejos. ¿Podría pasarse por aquí? -le dio la dirección de Rhyme y colgó.

– ¿Quién era?

– Edward Kadesky. El director del circo de Ohio en el que se quemó Weir. Está aquí. Ha recogido el mensaje de su contestador de Chicago y viene a hablar con nosotros.


* * *

EL PRESTIDIGITADOR


Escena del crimen en Escuela de Música

§ Descripción del criminal: Pelo castaño, barba postiza, sin rasgos distintivos especiales, complexión mediana, altura media, edad aproximada 50 años. Dedos anular y meñique de mano izquierda unidos. Cambió de atuendo rápidamente para hacerse pasar por conserje viejo y calvo.

§ Sin móvil aparente.

§ Victima: Svetlana Rasnikov.

s Estudiante de música a tiempo completo.

s Contactando con familiares, amigos, alumnos y compañeros de trabajo para encontrar posibles pistas.

~ No tiene novio ni se le conocen enemigos. Actúa en fiestas de cumpleaños infantiles.

§ Placa de circuitos con un altavoz conectado.

s Enviado al laboratorio del FBI, NY.

~ Grabadora digital, probablemente contiene la voz del criminal. Destruidos todos los datos.

~ La grabadora de voz es un gimmick (accesorio especial). Fabricación casera.

§ Utilizó esposas de hierro antiguas para sujetar a la víctima.

s Las esposas son Darby. Scotland Yard. Se están comprobando en el Museo Houdini de Nueva Orleans, en busca de pistas.

s Vendidas a Erick Weir el mes pasado. Enviadas a un apartado de correos de Denver. No hay más pistas.

§ Reloj de víctima destrozado. Marca las 8.00 horas exactamente.

§ Cuerdas de algodón sujetando sillas. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar su procedencia.

§ Petardo para crear efecto de disparo de arma. Destruido.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Mecha. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Las oficiales que respondieron a la emergencia informaron de que hubo un destello de luz. No se ha recuperado ningún resto de material.

s Se trataba de algodón o papel flash.

~ Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Zapatos del criminal: marca Ecco, talla 43.

§ Fibras de seda, teñidas de gris con un acabado mate.

s Procedentes del atuendo de conserje, al que se cambió rápidamente.

§ Autor del crimen lleva probablemente peluca color castaño.

§ Nogal rojo y liquen Parmelia compersa, ambos se encuentran sobre todo en Central Park.

§ Polvo impregnado con aceite mineral poco común. Enviado al FBI para analizar.

s Aceite Tack-Pure para monturas y cuero.

§ Seda negra, de unos 180 x 120 cm. Utilizada como camuflaje. No se puede averiguar procedencia.

s Los ilusionistas la utilizan con frecuencia.

§ Lleva fundas en los dedos para no dejar huellas.

s Dedos falsos propios de mago.

§ Restos de látex, aceite de ricino, maquillaje.

s Maquillaje teatral.

§ Restos de alginato.

s Utilizado en postizos moldeados en látex.

§ Arma del asesino: cuerda tejida en seda blanca con un núcleo de seda negra.

s La cuerda se usa en trucos de magia. Cambia de color. No se puede averiguar procedencia.

§ Nudo no corriente.

s Enviado a FBI y a Museo Marítimo (sin información).

s Nudos de los números de Houdini, prácticamente imposibles de desatar.

§ Utilizó tinta indeleble para firmar registro de entrada.

Escena del crimen en el East Village

§ Segunda victima: Tony Calvert.

§ Maquillador, compañía teatral.

§ No se le conocen enemigos.

§ Sin conexión aparente con la primera víctima.

§ Sin móvil aparente.

§ Causa de la muerte: Traumatismo craneal por objeto romo, seguido de descuartizamiento post mortem con sierra de través.

§ El asesino se escapó disfrazado de mujer de 70 años. Registro de alrededores para encontrar el disfraz y otras pruebas.

s No se ha recuperado nada hasta el momento.

§ Reloj roto a las 12.00 h. exactamente.

s ¿Sigue alguna pauta? La próxima victima probablemente a las 16.00 h.

§ El asesino se escondió detrás de un espejo. No se puede averiguar procedencia. Huellas enviadas a FBI.

s No se han encontrado coincidencias.

§ Utilizó un gato de juguete («artificio») para atraer a la victima hacia el callejón. No se puede averiguar procedencia del juguete.

§ Encontrado aceite mineral, el mismo que en la primera escena. A la espera de informe FBI.

§ Encontrados látex y maquillaje de fundas de dedos.

§ Encontrado alginato.

§ Dejó en la escena los zapatos Ecco.

§ Encontrados pelos de perro en zapatos, de tres razas diferentes. También excrementos.

s Los excrementos son de caballo, no de perro.


Rio Hudson y Escenas del Crimen relacionadas

§ Victima: Cheryl Marston.

s Abogada.

s Divorciada; marido no sospechoso.

§ Sin móvil.

§ Agresor dijo llamarse «John». Tenía cicatrices en cuello y tórax.

§ Confirmada deformidad en la mano.

§ Agresor cambió disfraz y se transformó en hombre de negocios sin barba, con chinos y camisa de vestir; y después en motero con camisa vaquera con logo de Harley.

§ El coche está en el río Harlem. Se supone que el agresor ha escapado.

§ Mordaza con cinta adhesiva. No se puede averiguar procedencia.

§ Petardos, los mismos que en las escenas anteriores. No se puede averiguar procedencia.

§ Cadenas y cierres. Sin marca. No se puede averiguar procedencia.

§ Cuerda. Sin marca. No se puede averiguar procedencia.

§ Más maquillaje, látex y Tack-Pure.

§ Bolsa de deporte, fabricada en China, no se puede averiguar procedencia. Contenido:

s Restos de droga utilizada por los violadores a conocidos, flunitracepam.

s Cera adhesiva de magos, no se puede averiguar procedencia.

s Virutas de estaño (?). Enviadas a FBI.

~ Podrían corresponder a un mecanismo de relojería, probablemente una bomba.

s Tinta indeleble, negra.

§ Encontrada cazadora azul marino, sin iniciales ni marcas de lavandería. Contenido:

s Pase de prensa de cadena por cable CTN, a nombre de Stanley Saferstein. (No es sospechoso: sin antecedentes en NCIC, VI CAP.)

s Llave de tarjeta de habitación hotel, American Plástic Cards, Akron, Ohio. Modelo APC-42, sin huellas.

~ El director de APC está buscando en registro de ventas.

~ Detectives Bedding y Saul indagando en hoteles.

o Han reducido la búsqueda a Chelsea Lodge, Beckman y Lanham Arms. Todavía están comprobando.

s Factura del restaurante Riverside Inn, Bedford Junction, NY, almuerzo cuatro personas, mesa 12, sábado, dos semanas antes. Pavo, carne mechada, filete, menú especial del día. Refrescos. El personal no sabe quiénes eran los comensales (¿cómplices?).

§ Callejón donde se arrestó al Prestidigitador.

s Forzó la cerradura de las esposas.

s Saliva (ganzúa escondida en la boca).

~ Sin determinar grupo sanguíneo.

s Pequeña cuchilla dentada para cortar ataduras (escondida también en la boca).

s Desconocido paradero del oficial Burke.

~ El cuerpo está en algún lugar del Upper West Side.

§ Escena del río Harlem:

s Sin pruebas, salvo huellas de frenazo en el barro.

s Periódico recuperado del coche. Titulares:

~ UN CORTE DEL SUMINISTRO ELÉCTRICO OBLIGA A CERRAR UNA COMISARIA DE POLICÍA DURANTE CASI 4 HORAS.

~ NUEVA YORK ASPIRA A LA CONVENCIÓN REPUBLICANA.

~ LOS PADRES SE QUEJAN POR LA FALTA DE SEGURIDAD EN UN COLEGIO DE NIÑAS.

~ EL LUNES EMPIEZA EL JUICIO CONTRA LA TRAMA CRIMINAL DE LA MILICIA.

~ GALA BENÉFICA DE FIN DE SEMANA EN EL METROPOLITAN.

~ ESPECTÁCULOS DE PRIMAVERA PARA NIÑOS, JÓVENES Y ANCIANOS.

~ EL GOBERNADOR Y EL ALCALDE SE REÚNEN PARA DISCUTIR EL NUEVO PLAN PARA EL WEST SIDE.

§ Escena del Crimen en Río Harlem:

s No hay pruebas, salvo huellas del frenazo en el barro.


Escena del crimen en la casa de Lincoln Rhyme

§ Víctima: Lincoln Rhyme.

§ Identidad del agresor: Erick A. Weir.

s Última dirección conocida: Las Vegas.

s Sufrió quemaduras en un incendio en Ohio, hace tres años. Circo Hasbro y Keller Brothers. Después desapareció. Quemaduras de tercer grado. El productor era Edward Kadesky.

s Condenado en Nueva Jersey por imprudencia temeraria.

s Obsesionado con el fuego.

s Maníaco. Habla dirigiéndose al «Venerado Público».

s Ejecutaba trucos peligrosos.

s Casado con Marle Cosgrove, muerta en el incendio.

~ Desde el accidente nunca se ha puesto en contacto con la familia de ella.

s Los padres de Weir murieron. No tiene parientes ni allegados.

s No figura en VICAP ni NCIC.

s Se hace llamar «El Mago del Norte».

s Atacó a Rhyme porque tenia que pararle los pies antes del domingo por la tarde (¿siguiente victima?).

s Color de ojos: castaño.

§ Perfil psicológico (según Terry Dobyns, NYPD): Le motiva la venganza, aunque podría no ser consciente. Quiere desquitarse. Siempre airado. Matando alivia algo el dolor que le causó la muerte de su esposa y la pérdida de la capacidad de actuar.

§ Weir se puso recientemente en contacto con sus ayudantes John Keating y Arthur Loesser, de Nevada. Les preguntó por el incendio y por los que habían intervenido en él. Describen a Weir como un hombre enloquecido, arrogante, maníaco y peligroso, pero brillante.

§ Se ha establecido contacto con el director del circo en el momento del Incendio, Edward Kadesky.

§ Mata a sus víctimas por lo que representan, posiblemente momentos felices o traumáticos anteriores al incendio.

§ Pañuelo impregnado de gasolina. No se puede averiguar su procedencia.

§ Zapatos Ecco. No se puede averiguar su procedencia.

Perfil como ilusionista

§ El criminal utilizará la técnica de la desorientación (desvío de la atención) contra las víctimas y para librarse de la policía.

s Desorientación física (para distraer).

s Desorientación psicológica (para borrar sospechas).

§ La huida de la Escuela de Música es parecida a un truco llamado «El hombre evanescente». Demasiado corriente para averiguar procedencia.

§ El criminal es principalmente un ilusionista.

§ Tiene talento para la prestidigitación.

§ Conoce también la magia proteica (transformismo). Utiliza ropa hecha de piezas independientes, de nylon y seda; gorro que parece una calva; fundas para los dedos y otros elementos de látex. Puede ser de cualquier edad, género o raza.

§ La muerte de Calvert = número de Selbit «Mujer serrada en dos mitades».

§ Experto en forzar cerraduras (es posible que en la técnica del «restregado»).

§ Conoce técnicas de escapismo.

§ Experiencia en ilusionismo con animales.

§ Utilizó el mentalismo para sacar información a la víctima.

§ Utilizó la prestidigitación para drogar a la victima.

§ Intentó matar a la tercera víctima mediante un número de Houdinl: «La cámara de tortura acuática».

§ Ventriloquia.

§ Cuchillas de afeitar.

§ Está familiarizado con el número de «El espejo ardiente». Es muy peligroso y ahora casi nunca se hace.


* * *

Era un hombre rechoncho, de mediana estatura. Barba gris y pelo ondulado del mismo tono.

Rhyme, que se había vuelto suspicaz después de la visita de la noche anterior, saludó a Edward Kadesky y acto seguido le pidió que se identificara.

– No se moleste -aclaró Sellitto, que le explicó las recientes complicaciones que habían tenido con alguien que pretendía hacerse pasar por quien no era.

Kadesky, poco habituado a pasar inadvertido y mucho menos a tener que enseñar documentos de identificación, se sintió incómodo, pero obedeció y enseñó a Sellitto su carné de conducir de Illinois. Mel Cooper miró por encima la fotografía y al productor, y dio su conformidad a Rhyme con un gesto de asentimiento con la cabeza. El técnico ya había entrado en contacto por Internet con la Dirección General de Tráfico de Illinois y había obtenido los detalles del carné y una fotografía de Kadesky y verificado todo ello.

– Según su recado, esto tiene que ver con Erick Weir -dijo Kadesky. Su forma de mirar era aguda e imperiosa.

– Exacto.

– Así que sigue vivo.

Que Kadesky hiciera esa pregunta descorazonó a Rhyme, pues significaba probablemente que sabía aún menos que ellos.

– Vivo y coleando -dijo Rhyme-. Es sospechoso de haber cometido varios asesinatos en la ciudad.

– ¡No! ¿A quién ha matado?

– A algunos residentes. Y también a un oficial de la policía -explicó Sellitto-. Esperábamos que usted pudiera proporcionarnos alguna información que nos ayudara a encontrarlo.

– No sé nada de él desde el incendio. ¿Sabían eso?

– Algo sabíamos -dijo Sachs-. Pónganos al tanto.

– Me echaba la culpa de lo que pasó. Fue hace tres años. Weir y sus ayudantes hacían trucos de ilusionismo y transformismo en nuestro espectáculo. Eran muy buenos. Asombrosos. Pero llevábamos varios meses recibiendo quejas, y no sólo del personal, sino también del público. Weir asustaba a la gente. Era una especie de dictador. Y sus ayudantes…, los llamábamos «Los Lunáticos». Les tenía sorbido el seso. Para él la magia era una especie de religión. A veces miembros del personal se hacían daño durante los ensayos o durante el espectáculo, incluso los voluntarios del público, pero a él le daba lo mismo. Creía que la magia funcionaba mejor cuando había algún riesgo. Decía que era como un hierro al rojo: debía marcar el alma. -El productor se rió con tristeza-. Pero en el mundo del espectáculo no podemos admitir esas cosas. Así que hablé con Sidney Keller, el propietario, y decidimos despedirle. Un domingo, antes de la sesión matinal, le dije al director de escena que se lo comunicase.

– ¿Fue el día del incendio? -preguntó Rhyme.

Kadesky asintió.

– El director de escena encontró a Weir instalando en el escenario unos tubos de propano para un truco, «El espejo ardiente». Le dijo lo que habíamos decidido, pero Weir no le hizo ni caso, le empujó escaleras abajo y continuó preparando su número. Bajé yo mismo a hablar con él y me agarró…, no llegamos a pelearnos, sólo a forcejear, pero uno de los tubos de propano se soltó. Caímos sobre unas sillas de metal y, supongo, saltó una chispa que inflamó el gas. Él sufrió quemaduras y su esposa murió. La carpa quedó completamente destruida. Pensamos en demandarle, pero se escabulló del hospital y desapareció.

– Hemos descubierto que fue demandado en Nueva Jersey por imprudencia temeraria. ¿Sabe si fue arrestado en alguna otra ocasión? -preguntó Rhyme.

– No tengo ni idea-respondió Kadesky negando con la cabeza-. No debería haberlo contratado, pero me entendería si hubiese visto su número. Era el mejor. El público salía aterrorizado y a veces maltratado, pero el caso es que compraban entradas para verle. Y tenía que haber oído los aplausos… -El productor miró el reloj. Eran las dos menos cuarto-. Como sabe, mi espectáculo empieza dentro de quince minutos. Creo que sería buena idea que hubiese más coches de la policía ahí enfrente. Con Weir rondando y todo lo que pasó entre nosotros…

– ¿Ahí enfrente? -preguntó Rhyme.

– En mi espectáculo -dijo señalando con la cabeza hacia Central Park.

– ¿Es suyo} ¿Es suyo el Cirque Fantastique?

– Sí. Pensé que lo sabían. Hay un coche de la policía. Como ustedes seguramente saben, el Cirque Fantastique es el antiguo circo Hasbro y Keller Brothers.

– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Sellitto.

Rhyme miró a Kara, que hacía un gesto negativo con la cabeza.

– El señor Balzac no me lo dijo cuando le llamé la noche pasada.

Después del incendio -explicó Kadesky- lo reorganizamos todo. El Cirque du Soleil tenía tanto éxito, que recomendé a Sid Keller copiar lo que ellos hacían. En cuanto cobramos el dinero del seguro, pusimos en marcha el Fantastique.

– No, no, no -murmuraba Rhyme entre dientes mientras miraba la pizarra con las pruebas anotadas.

– ¿Qué dices, Linc? -le preguntó Sellitto.

– Eso es lo que Weir está haciendo aquí -anunció-. Su objetivo es su espectáculo, el Cirque Fantastique.

– ¿Cómo?

Vuelta a examinar las pruebas y a compararlas con su hipótesis.

– ¡Perros! -exclamó Rhyme asintiendo con la cabeza.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

– ¡Malditos perros! Fíjate en la pizarra. Míralo. Los pelos de animal y los excrementos de Central Park eran de la loma de los perros, que está ahí, justo enfrente de la ventana -dijo, moviendo la cabeza con energía hacia la fachada de la casa-. Él no estaba vigilando a Cheryl Marston en el camino de herradura; estaba vigilando el circo. El periódico, el que encontramos en el Mazda…, si te acuerdas de los titulares, uno decía: «Espectáculos para niños, jóvenes y ancianos». Llama al periódico y comprueba si en ese número había información sobre el circo. Thom, llama a Peter, deprisa.

El ayudante era buen amigo de un periodista del Times, un joven que les había ayudado en alguna ocasión en el pasado. Descolgó el teléfono y le llamó. Peter Hoddins trabajaba en la sección de Internacional, pero encontrar la respuesta le costaría menos de un minuto. Transmitió la información a Thom, que anunció:

– El circo era el reportaje central, que incluía detalles en abundancia: horarios, actuaciones, biografías de los artistas y hasta una entradilla sobre medidas de seguridad.

– ¡Mierda! -estalló Rhyme-. Lo que estaba haciendo era investigar… ¿Y el pase de prensa? Lo quería para moverse entre bastidores. -Rhyme entornaba los ojos mientras examinaba la pizarra con las pruebas-. ¡Claro! Ahora lo entiendo. Las víctimas. ¿Qué representaban? Espectáculos circenses. Un maquillador, una amazona. Y la primera víctima…, sí, no era más que una estudiante, pero ¿cómo se ganaba la vida? Cantando y entreteniendo a los niños, como un payaso.

– Y también las formas de asesinato -añadió Sachs-. Todas se basaban en trucos de magia.

– Sin duda va detrás de su espectáculo. Terry Dobyns dijo que en última instancia lo que le movía era la venganza. Ha colocado una bomba de gasolina.

– ¡Dios mío! -exclamó Kadesky-. Hay dos mil personas, y el espectáculo va a empezar dentro de diez minutos.

A las dos de la tarde.

– La sesión matinal del domingo -puntualizó Rhyme-. Como en Ohio hace tres años.

Sellitto tomó su Motorola y llamó a los oficiales que había apostados en el exterior del circo. No obtuvo respuesta. El detective frunció el ceño y llamó por el teléfono con altavoz de Rhyme.

– Al habla el oficial Koslowski -se oyó un momentó después.

Sellitto se identificó y casi ladró:

– ¿Por qué no tiene la radio encendida, oficial?

– ¿Radio? Estamos fuera de servicio, teniente.

– ¿Fuera de servicio? Pero si acaban de entrar en servicio…

– Bueno, detective, nos han dicho que ya no…

– ¿Qué les han dicho qué?

– Hace alrededor de media hora vino un detective y nos dijo que ya no hacía falta que nos quedáramos y que podíamos tomarnos el resto del día libre. Voy camino de la playa de Rockaway con mi familia. Puedo…

– Describa al detective.

– Cincuentón, con barba, pelo castaño.

– ¿Y dónde se fue?

– Ni idea. Llegó andando hasta el coche, enseñó la placa y nos despidió.

Sellitto dio un puñetazo al colgar.

– Ya está liada. ¡Cielo santo, ya está liada! -gritó a Sachs-. Llama a la Sexta y que vayan los de Explosivos. -Acto seguido llamó a la Central y ordenó que fuesen al circo los servicios de emergencia y los bomberos.

Kadesky corrió hacia la puerta.

– Voy a organizar la evacuación de la carpa.

Bell dijo que estaba llamando a los Servicios Médicos de Emergencia para que preparasen varios equipos de quemados en el hospital Columbia Presbyterian.

– Quiero más gente de paisano en el parque -dijo Rhyme-. Muchos. Creo que El Prestidigitador estará allí.

– ¿Que estará allí? -preguntó Sellitto.

– Para ver el incendio. Estará cerca. Recuerdo sus ojos mientras miraba las llamas en mi dormitorio. Le gusta mirar el fuego. No se perdería esto por nada del mundo.

Capítulo 30

A él no le preocupaba tanto el fuego en sí.

Edward Kadesky cubrió a la carrera la corta distancia que separaba el apartamento de Lincoln Rhyme de la carpa del Cirque Fantastique. Iba pensando que, con los nuevos adelantos y retardadores del fuego, incluso los peores incendios de teatros y circos avanzaban muy despacio. Pero no, el verdadero peligro residía en que cundiera el pánico, en las toneladas de músculo humano, en la estampida que te pisotea, te descuartiza, te aplasta y te ahoga. Huesos rotos, pulmones reventados, asfixia…

Salvar a la gente en una catástrofe de un circo significa sacarles del lugar sin que se produzcan escenas de pánico. En el pasado, lo tradicional era que para alertar a los payasos, acróbatas y otros trabajadores de que se había declarado un incendio, el maestro de ceremonias hacía una señal discreta al director de la orquesta, quien daba comienzo a la interpretación de la animada marcha de John Philip Sousa Barras y estrellas para siempre. Los empleados debían entonces ocupar unas posiciones estratégicas y guiar al público hacia unas salidas específicas (por supuesto, aquellos empleados que no se limitaban, sencillamente, a abandonar el barco).

Con el tiempo, la melodía ha sido sustituida por otros procedimientos mucho más eficaces para la evacuación de una carpa circense. Pero… ¿y si explotara una bomba de gasolina, vertiéndose oleadas de llamas por todas partes?

La multitud se lanzaría en tropel hacia las salidas y morirían un millar de personas aplastadas.

Edward Kadesky entró corriendo en la carpa y vio a seiscientas personas esperando con impaciencia a que comenzara el espectáculo.

Su espectáculo.

Eso fue lo que pensó. El espectáculo que él había montado. Kadesky había sido vendedor ambulante en barracas de feria, telonero en teatros de segunda de ciudades de tercera, encargado de las nóminas y vendedor de entradas en inmundos circos regionales. Llevaba años esforzándose por llevar al público espectáculos que fueran más allá del lado chabacano del negocio, el aspecto más carnavalesco de los circos. Ya lo había hecho una vez, con el circo Hasbro and Keller Brothers (que Erick Weir había destrozado). Luego volvió a hacerlo con el Cirque Fantastique, un espectáculo de fama mundial que confería legitimidad e incluso prestigio a una profesión menospreciada a menudo por los asiduos al teatro y la ópera, e ignorada por los espectadores de E! y de MTV [22].

Recordaba la ola de calor abrasador que salía de la carpa del Hasbro en Ohio. Las partículas de ceniza, que parecían nieve gris y mortífera. La crepitación de las llamas, ese ruido infernal y asombroso que producen, mientras su espectáculo se derrumbaba delante de sus ojos.

Aunque había una diferencia: hacía tres años, la carpa estaba vacía. Hoy, millares de hombres, mujeres y niños estarían en mitad del desastre.

La ayudante de Kadesky, Katherine Tunney, una joven morena que había hecho una vertiginosa carrera en la organización de parques Disney antes de trabajar con Kadesky, advirtió la preocupación en su mirada y se puso a su lado al instante. Ésa era una de las muestras de su talento: le adivinaba el pensamiento casi por telepatía.

– ¿Qué pasa? -le susurró.

Kadesky le puso al corriente de lo que le habían contado Lincoln Rhyme y los policías. La joven, al igual que él, empezó a recorrer con los ojos toda la carpa, buscando la bomba y a la vez mirando a las víctimas.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó lacónicamente.

Él se quedó pensando unos instantes y a continuación le dio una serie de instrucciones.

– Después, márchate; sal de aquí -añadió.

– Y tú, ¿vas a quedarte? ¿Qué vas a…?

– ¡Haz lo que te digo! -dijo con firmeza. Luego, apretó la mano de la joven. En un tono de voz más suave, añadió-: Nos encontraremos fuera. Todo irá bien.

A Kadesky le pareció que ella quería abrazarle, pero con la mirada le indicó que no lo hiciera. Se les veía desde la mayoría de los asientos, y no quería que nadie del público pensara ni por un momento que pasaba algo.

– Ve despacio, sonríe. Recuerda que, ante todo, somos artistas.

Katherine asintió con la cabeza y se dirigió primero al encargado de iluminación y después al director de orquesta, para darles las instrucciones de Kadesky. Por último, se colocó en su puesto junto a la entrada principal.

Enderezándose la corbata y abotonándose la chaqueta, Kadesky dirigió una mirada a la orquesta e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se escuchó un redoble de tambor.

Comienza la función, pensó.

Conforme avanzaba pausadamente, sonriendo, hacia el centro de la pista, fue haciéndose el silencio entre el público. Se detuvo en el centro exacto del círculo y el redoble de tambor cesó. Momentos después le iluminaron dos focos blancos. Aunque había dicho a Katherine que diera instrucciones al responsable de iluminación para que dirigiera hacia él los focos principales, no pudo evitar un grito ahogado, al creer por un instante que las luces brillantes procedían de la detonación de la bomba.

Pero la sonrisa no se borró de su boca ni un segundo y se recuperó enseguida. Se llevó a la boca un micrófono inalámbrico y comenzó a hablar.

– Buenas tardes, señoras y señores. Bienvenidos al Cirque Fantastique -tranquilo, agradable, imperioso-. Hoy hemos preparado para todos ustedes un espectáculo maravilloso. Para empezar, voy a pedirles que sean comprensivos. Me temo que vamos a causarles unas pequeñas molestias, pero creo que merecerá la pena. Tenemos una actuación especial fuera de la carpa. Les ruego mil disculpas… Intentamos meter el Hotel Plaza aquí, pero la dirección no nos lo permitió…, dijeron algo así como que los huéspedes no estarían de acuerdo… -una pausa para las risas-. Así que voy a pedirles que no pierdan sus entradas y que salgan a Central Park.

El público empezó a murmurar, preguntándose en qué consistiría el número.

– Colóquense por aquí cerca, donde deseen -decía, sonriendo-. Siempre que vean los edificios de Central Park South, verán también la actuación.

Risas y emoción en las gradas. ¿Qué querría decir con eso? ¿Sería que los acróbatas iban a hacer algún número entre los rascacielos?

– Eso es: las filas de abajo primero, de manera ordenada, por favor. Salgan por la salida que tengan más próxima.

Las luces de la sala se dirigieron hacia arriba. Vio a Katherine Tunney de pie junto a la puerta, sonriente e indicando a la gente por dónde debía salir. Por favor, pensó dirigiéndose a ella, sal ya, ¡vete!

El público iba abandonando sus localidades, charlando en voz alta, Kadesky apenas los distinguía ahora, con esa luz deslumbrante. Miraban a sus acompañantes, se preguntaban quién debería ser el primero en salir y hacia dónde dirigirse. Después llamaban a los niños para que no se separaran de ellos, recogían los bolsos y las bolsas de palomitas, buscaban las entradas…

Kadesky sonreía conforme les observaba levantarse y dirigirse hacia las salidas, hacia un lugar seguro. Pero lo que pensaba era lo siguiente: Chicago, Illinois, diciembre de 1903. En una matinée del famoso vodevil de Eddie Foy en el Teatro Iroquois, un foco fue el origen de un incendio que se extendió rápidamente del escenario al patio de butacas. Las dos mil personas que había dentro corrieron despavoridas hacia las salidas, bloqueándolas de tal manera que no permitían la entrada a los bomberos. Fue una muerte terrible para más de seiscientas personas.

Hartford, Connecticut, julio de 1944. Otra matinée; en el Circo Ringling Brothers & Bailey. Justo cuando la popular familia Wallenda comenzaba su famoso número de equilibrismo se declaró un pequeño incendio en la parte sureste de la carpa, que no tardó en devorarla por completo, pues había sido impermeabilizada con gasolina y parafina. En cuestión de minutos, más de ciento cincuenta personas murieron quemadas, ahogadas o aplastadas.

Chicago, Hartford, y tantas otras ciudades. Miles de muertes horribles en incendios declarados en teatros y circos a lo largo de los años. ¿Pasaría lo mismo allí? ¿De ese modo pasaría a la historia su espectáculo, el Cirque Fantastique?

La carpa iba vaciándose con fluidez. Aun así, el precio por evitar que cundiera el pánico era que el proceso de salida fuera lento. Todavía quedaba mucha gente en el interior, algunos de los cuales, al parecer, permanecían sentados porque preferían no salir a ver la actuación del exterior. Cuando hubiera salido la mayor parte del público, él mismo tendría que informarles de lo que pasaba en realidad.

¿Para cuándo estaba programada la explosión de la bomba? Era probable que no fuera algo inmediato. Weir daría una oportunidad a los que llegaran tarde para que entraran y tomaran asiento, y así causar más daño. En ese momento eran las dos y diez. Tal vez lo había programado para una hora exacta, como las dos y cuarto o las dos y media.

¿Y dónde estaba?

No se le ocurría dónde podía colocarse una bomba para que causara el mayor daño posible.

Recorrió la carpa con la mirada hasta llegar a la multitud que se aglomeraba en la puerta principal, y allí vio la silueta de Katherine: la joven le hacía gestos con la mano para que abandonara el lugar.

Pero iba a quedarse. Haría todo lo que fuera necesario para evacuar la carpa, incluso llevar a la gente de la mano y conducirles hasta la puerta, o empujarles si fuera necesario; y luego volvería a por más, aunque la carpa estuviera viniéndose abajo en trozos candentes. Él sería la última persona en salir.

Con una amplia sonrisa le hizo un gesto negativo con la cabeza a Katherine, se puso el micrófono en la boca y siguió hablándole al público del precioso número que les esperaba fuera. De repente le interrumpió una música a un volumen muy alto. Se volvió hacia el lugar destinado a la orquesta. Los músicos, siguiendo sus propias instrucciones, se habían ido, pero el director estaba allí, ante la consola desde la que controlaba la música grabada que utilizaban a veces. Sus miradas se encontraron, y Kadesky le hizo un gesto con la cabeza que indicaba su aprobación. El director, un veterano de la vida circense, había puesto una cinta y subido el volumen. El tema era Barras y estrellas para siempre.


* * *

Amelia Sachs se abrió paso entre la multitud que salía del Cirque Fantastique y se dirigió corriendo al centro de la pista, desde donde se oía la marcha atronadora y en donde, micrófono en mano, se encontraba Edward Kadesky instando con entusiasmo a todo el mundo a que saliera a ver el número especial (Sachs dedujo que era para evitar que cundiera el pánico).

Una idea brillante, pensó, imaginando el espantoso tumulto que podía organizarse si todas las personas que cabían allí se apresuraban a salir al mismo tiempo.

Sachs fue la primera oficial de policía en llegar. El sonido cada vez más cercano de sirenas le hizo pensar que no tardarían en presentarse otros equipos de emergencias de rescate, pero no esperó a que llegara nadie; se puso a buscar sin perder un segundo. Miró alrededor, intentando imaginar cuál sería el mejor lugar para colocar una bomba. Para que el número de víctimas fuera el mayor posible, supuso que la habría colocado debajo de alguna tribuna descubierta, al lado de una entrada.

El dispositivo (o dispositivos) sería voluminoso. A diferencia de los explosivos de dinamita o plástico, las bombas de gasolina tienen que ser grandes para que causen un daño significativo. Podía estar escondida en un contenedor para el transporte de mercancías o en una caja de cartón grande. Tal vez en un bidón de aceite. Vio un contenedor de plástico para basura -grande, con una capacidad de unos doscientos litros-, calculó que estaba justo a un lado de la salida principal. Por él pasaban, lentamente, docenas de personas que salían al exterior. En el interior de la carpa había veinte o veinticinco contenedores verde oscuro como aquél, y eran el lugar perfecto para esconder bombas.

Sachs se dirigió corriendo hasta el más próximo. No podía ver lo que había en el interior, ya que la tapadera tenía forma de cono, con una portilla de vaivén. Pero Sachs sabía que dicha puerta no se habría utilizado como detonador (el estaño les había servido para deducir que estaba empleando un temporizador). Se sacó una pequeña linterna del bolsillo trasero y enfocó con ella el interior del bidón, sucio y maloliente. Los papeles, envoltorios de alimentos y los vasos vacíos lo llenaban ya hasta más de la mitad de su capacidad; no se veía el fondo. Sachs lo sacudió un poco: pesaba tan poco que no podría contener ni siquiera cuatro litros de gasolina.

Otra mirada por la carpa. Aún había cientos de personas dentro, caminando lentamente hacia las puertas.

Y docenas de contenedores que comprobar. Se dirigió hacia el siguiente.

De repente se paró y entrecerró los ojos. Debajo de la tribuna principal y muy cerca de la salida sur de la carpa había un objeto de medio metro cuadrado, aproximadamente, cubierto por una lona negra. Sachs se acordó de inmediato del truco de Weir en el que había usado un trapo para esconderse. Hubiera lo que hubiese debajo de la lona, era prácticamente invisible y lo suficientemente grande como para que cupieran allí cientos de litros de combustible.

Y a pocos metros de allí las personas se contaban por docenas.

Fuera del circo, el sonido de las sirenas fue aumentando, y después, apagándose conforme los vehículos de emergencia iban aparcando cerca de la carpa. Empezaron a entrar bomberos y agentes de policía. Sachs enseñó su placa al que estaba más cerca.

– ¿Ha llegado ya la Brigada de Explosivos?

– Tardarán cinco o seis minutos aún.

Sachs asintió y le indicó que registraran con esmero los contenedores de basura. Ella se dirigió a la caja tapada con la lona.

Y, entonces, sucedió.

No la explosión de la bomba, sino el pánico, que pareció estallar tan rápido como la detonación.

Sachs no estaba segura de qué lo había provocado; seguramente la presencia en el exterior de vehículos de emergencia y de bomberos, que se abrían paso hacia el interior, hizo que algunos clientes se alarmaran. Sachs oyó una serie de estallidos en la puerta principal. Reconoció en ellos el mismo sonido que había escuchado el día anterior: la enorme bandera con el Arlequín ondeando al viento. Pero las personas que salían por aquella puerta debieron de creer que eran disparos, y se volvieron, presas del pánico, intentando buscar otras salidas. De repente, la carpa se vio invadida por una atronadora voz colectiva, como un suspiro hacia adentro provocado por el miedo. Un gran susurro, un rugido.

Acto seguido, la ola rompió.

Chillando y dando alaridos, la gente se dirigió en estampida hacia las puertas. Sachs recibió un empujón por la espalda y se dio en el pómulo contra el hombro de un señor que estaba delante de ella; el golpe la dejó atontada. El griterío aumentó; se escuchaban alaridos y chillidos sobre fuego, sobre bombas y sobre terroristas.

– ¡No empujen! -gritó Sachs.

Pero nadie la oyó. De todas maneras, sería imposible detener aquella marea de gente. Un millar de individuos se habían convertido en una única entidad. Algunas personas intentaron valerse por sí mismas y no integrarse en la marabunta, pero la fuerza que les empujaba desde atrás se lo impedía y acababan formando parte de la bestia, que se dirigía dando bandazos hacia la luz de la puerta.

Sachs sacó de un tirón el brazo, que se le había quedado atrapado entre dos adolescentes de caras rubicundas y desencajadas por el miedo. Le dieron otro empellón en la cabeza y vio un trozo de piel rasgada sobre el suelo de la carpa. Sachs dio un grito ahogado, al creer que estaban pisoteando a un crío, pero no, se trataba de un globo. Un biberón, un trozo de tela verde, palomitas, una máscara de Arlequín, un Discman…, todo destrozado bajo el enorme peso de los pies. Si alguien se caía, moriría en unos segundos. Ella misma sentía que perdía el equilibrio y que no tenia control sobre sí, parecía que podía caerse al suelo en cualquier momento, sin poder evitarlo.

Entonces sintió que la levantaban literalmente del suelo, quedaba encajonada entre dos cuerpos sudorosos, el de un hombre corpulento con una camisa de Izod, que llevaba en brazos a un niño llorando, y el de una mujer que parecía ir desmayada. Los gritos, tanto de niños como de adultos, aumentaron y alimentaron el pánico. El calor la envolvió, en unos pocos instantes era casi imposible respirar. La presión que sentía en el pecho amenazaba con aplastarle el corazón. La claustrofobia, el mayor miedo de Sachs, la estrechaba entre sus brazos y se sintió tragada por una insoportable sensación de reclusión.

Si te mueves no pueden cogerte…

Pero ella no se movía en absoluto. Estaba atrapada en una masa asfixiante de cuerpos fuertes y húmedos, que ya habían dejado de ser humanos para convertirse en una colección de músculos, sudor, puños, saliva y pies que se empujaban entre sí.

¡Por favor, no! ¡Por favor, dejadme salir! ¡Dejadme que saque una mano! ¡Dejadme tomar una bocanada de aire!

Le pareció ver sangre. Le pareció que veía trozos de carne.

Tal vez fueran suyos.

Por terror, tanto como por dolor y asfixia, Amelia Sachs sintió que perdía el conocimiento.

¡No! ¡No te caigas debajo de todos estos pies! ¡No te caigas!

¡Por favor!

No podía respirar. No le entraba en los pulmones ni un milímetro cúbico de aire. Entonces vio una rodilla a muy poca distancia de sus ojos. Se clavó en su pecho y permaneció allí, como si estuviera anclada. Olía a vaqueros sucios; vio una bota raspada delante de sus ojos, a pocos centímetros.

¡Por favor, que no me caiga!

Entonces, se dio cuenta de que tal vez ya se hubiera caído.

Capítulo 31

Vestido con un uniforme de botones casi idéntico al del personal del Hotel Lanham Arms, en el Upper East Side de Manhattan, Malerick avanzaba por el pasillo del piso decimoquinto del hotel. Llevaba una pesada bandeja del servicio de habitaciones, en la que se veía una tapadera plateada y un florero con un enorme tulipán rojo.

Todo en él estaba en armonía con el entorno, de forma que no despertaba la menor sospecha. El propio Malerick parecía el prototipo de botones amable y respetuoso: mirada huidiza, media sonrisa, caminar discreto, bandeja impoluta.

Sólo una cosa le diferenciaba del resto de los botones del hotel: bajo la tapadera metálica no llevaba un plato de huevos Benedictine o un sándwich de dos pisos, sino una Beretta automática, cargada y provista de un silenciador del tamaño de una salchicha, además de una bolsa de cuero con ganzúas y otras herramientas.

– ¿Están disfrutando de su estancia aquí? -le preguntó a una pareja.

Sí, sí estaban disfrutando, y le deseaban una feliz tarde.

Siguió saludando y sonriendo a los huéspedes que volvían a sus habitaciones tras el brunch del domingo o a los que se dirigían a hacer una visita turística en una tarde primaveral tan hermosa como aquélla.

Pasó por una ventana, en la que vio un trozo de césped: Central Park. Se preguntaba qué tipo de emoción se estaría viviendo allí en ese momento, dentro de la carpa blanca del Cirque Fantastique, el lugar hacia el que había estado orientando a la policía durante los últimos días con las pistas que había ido dejando en los lugares donde había cometido los otros crímenes.

Aunque él diría, más bien, desorientando.

La desorientación y las artimañas eran las claves para el éxito del ilusionismo, y en eso no había quien superara a Malerick, el hombre de las mil caras, el hombre que aparecía como caído del cielo y desaparecía como el humo.

El hombre que se escamoteó a sí mismo.

La policía estaría desesperada, por supuesto, buscando la bomba de gasolina que pensaban que iba a estallar en cualquier momento. Pero no había ninguna bomba; las dos mil personas que había en el Cirque Fantastique no corrían ningún peligro (a no ser el de quedar atrapados si cundía el pánico).

Al final del pasillo, Malerick volvió la cabeza y observó que estaba solo. Con toda rapidez, colocó la bandeja en el suelo, cerca de una puerta, y levantó la tapadera. Cogió la pistola negra y se la metió en un bolsillo con cremallera que había en su uniforme de botones. Abrió la bolsa de cuero, extrajo un destornillador y se metió la bolsa también en el bolsillo.

Con movimientos rápidos, desatornilló el seguro metálico que permitía que la ventana sólo pudiera abrirse unos pocos centímetros (en verdad, parecía como si el ser humano aprovechara cualquier oportunidad para suicidarse, reflexionó) y abrió la ventana por completo. Volvió a colocar con esmero el destornillador en el lugar que le correspondía de la bolsa de cuero, y cerró la cremallera. Valiéndose de sus fuertes brazos, se encaramó con gran habilidad al alféizar y, con suma cautela, puso los pies sobre la cornisa, a cuarenta y cinco metros de altura.

La cornisa medía cincuenta centímetros de ancho -Malerick la había medido en la ventana de la habitación que había ocupado hacía pocos días en ese mismo hotel-, y, aunque no había hecho muchos ejercicios acrobáticos en su vida, tenía el equilibrio excepcional que tienen todos los ilusionistas. Avanzaba por el saliente de caliza como si paseara por un camino. Tras caminar apenas cinco metros, llegó a la esquina del hotel y se detuvo, con la mirada puesta en el edificio de al lado.

Era un bloque de apartamentos en la calle Setenta y cinco este, que no tenía cornisa, pero sí una salida de incendios a menos de dos metros de donde él se hallaba en ese momento, dominando un respiradero por donde se oía el incesante traqueteo de los acondicionadores de aire. Malerick cogió carrerilla a una distancia no muy larga y saltó sobre el espacio que separaba ambos edificios, alcanzando sin dificultad la salida de incendios y saltando la barandilla.

Subió dos tramos de escalera y se detuvo ante una ventana del piso diecisiete. Miró al interior. El pasillo estaba vacío. Dejó el arma y la bolsa sobre el alféizar y luego se quitó de un tirón el falso uniforme de botones, bajo el cual llevaba un sencillo traje gris, una camisa blanca y una corbata. Se metió la pistola en el cinturón y volvió a emplear las herramientas para abrir el pestillo de la ventana. Un salto y ya estaba dentro.

Se quedó de pie sin moverse, conteniendo la respiración. Acto seguido, avanzó por el pasillo hacia el apartamento que estaba buscando. Se paró ante la puerta, se arrodilló y abrió de nuevo la bolsa de herramientas. Introdujo en el ojo de la cerradura una barra de tensión y, sobre la misma, la ganzúa. En tres segundos había abierto el tope. En cinco, la cerradura. Empujó la puerta sólo lo necesario para poder ver los goznes, que engrasó con un pequeño pulverizador, parecido a los esprays bucales, para que no hicieran ruido. Instantes después ya estaba en el interior del largo y oscuro pasillo del apartamento. Malerick cerró la puerta con cuidado.

Intentó averiguar dónde se hallaba exactamente y miró alrededor de la entrada.

Colgadas de la pared había algunas de esas reproducciones en serie de paisajes surrealistas de Salvador Dalí, así como retratos de familia y, destacando entre todo ello, una torpe acuarela de Nueva York realizada por una mano infantil (la firma del artista era Chrissy). Cerca de la puerta había una mesa barata, en la que, para equilibrar una de las patas, más corta que las otras, habían utilizado un trozo de papel oficial. En una esquina del pasillo había un único esquí, tristemente apoyado en la pared y con la fijación rota. El papel de la pared era antiguo y tenía manchas.

Malerick se encaminó hacia el sonido de la televisión procedente del cuarto de estar, pero se desvió momentáneamente para entrar en una pequeña habitación oscura dominada por un piano de media cola Kawai. Sobre él, abierto, había un libro de música con instrucciones anotadas en el margen. También en él estaba escrito, en la portada, el nombre Chrissy. Los conocimientos que tenía Malerick de música eran muy rudimentarios, pero al hojear el libro advirtió que las piezas parecían muy difíciles.

Decidió que la muchacha podía ser una mala artista, pero tenía mucho talento, sí señor, esta Christine Grady, hija del fiscal adjunto del distrito de Nueva York, Charles Grady.

El hombre a quien pertenecía aquel apartamento. El hombre por cuyo asesinato recibiría Malerick cien mil dólares.


* * *

Amelia Sachs se sentó sobre el césped que rodeaba el Cirque Fantastique, con el rostro crispado por el dolor que sentía en el riñón derecho. Había salvado a decenas de personas de quedar aplastadas, y se había parado un rato para recuperar el aliento.

Mirándola desde la enorme bandera blanca y negra que ondeaba ruidosamente sobre su cabeza estaba Arlequín, extraño e inquietante ayer, pero en ese momento, tras el pánico que había provocado, repulsivo y grotesco.

Se había librado de morir pisoteada; la rodilla y la bota que se le habían clavado pertenecían a un hombre que había trepado por los hombros y las cabezas de la multitud para apartarlos de su camino hacia la puerta.

Todavía sentía un dolor punzante en la espalda, las costillas y la cara. Llevaba ahí sentada casi quince minutos, desfallecida y asqueada, en parte por la aglomeración y en parte por la terrorífica claustrofobia. En general, no tenía problemas con los lugares pequeños, incluso los ascensores, pero sentirse totalmente atrapada e incapaz de moverse la ponía enferma físicamente y la llenaba de pánico.

A su alrededor había heridos recibiendo atención. No había pasado nada grave, según le dijo el jefe de los servicios médicos; la mayor parte eran esguinces y cortes, además de unos cuantos huesos dislocados y un brazo roto.

Tanto Sachs como las personas que tenía a su alrededor habían salido despedidas por la salida sur de la carpa. Una vez fuera, la oficial se había puesto de rodillas sobre el césped y se había alejado de la multitud gateando. Ya liberados del espacio cerrado con una amenaza de bomba o con un terrorista armado, los espectadores se volvieron mejores samaritanos y ayudaron a los que estaban aturdidos o heridos.

Sachs le hizo señas a un oficial de la Brigada de Explosivos para que se acercara a ella y, mirándole de arriba abajo desde el césped, le enseñó la placa y le informó sobre el objeto cubierto con una lona que había debajo de los asientos de la puerta sur. El oficial volvió al interior del circo con sus compañeros.

La música metálica que salía de la carpa cesó y por la puerta se vio salir a Edward Kadesky.

Al ver a la Brigada de Explosivos en acción, algunas personas se dieron cuenta de que había habido una amenaza real y de que la rápida decisión de Kadesky les había salvado de un peligro aún peor; le ofrecieron un aplauso improvisado, que él recibió modestamente, mientras iba de unos a otros comprobando el estado de sus empleados y del público. Otros, heridos o no, se mostraron menos generosos y, con gestos de indignación en los rostros, le exigían una explicación de lo sucedido y se quejaban de cómo había evacuado el circo.

Entre tanto, la Brigada de Explosivos y una docena de bomberos habían registrado la carpa sin encontrar ningún dispositivo. La caja tapada con lona resultó ser una pila de cajas de papel higiénico. La búsqueda había incluido las caravanas y camiones de suministro, pero tampoco allí encontraron nada los oficiales.

Sachs frunció el ceño. ¿Se habían equivocado? ¿Cómo podía ser?, se preguntó. Las pruebas eran tan claras… Rhyme era audaz al hacer suposiciones sobre las pruebas y a veces se equivocaba, desde luego. Pero en el caso de El Prestidigitador parecía que todas las pruebas habían convergido en un punto y señalaban directamente al Cirque Fantastique como objetivo.

¿Estaría enterado Rhyme de que no habían encontrado ninguna bomba?, se preguntaba Sachs. Se incorporó, vacilante, y se dirigió a buscar a alguien que le pudiera prestar el radiotransmisor; su Motorola, reducido a pedazos que debían de estar esparcidos por la entrada sur de la carpa, había sido, al parecer, la única baja del desastre.


* * *

Malerick salió silenciosamente de la sala de música del apartamento de Grady a la oscuridad del pasillo y se detuvo un momento a escuchar las voces procedentes del cuarto de estar y de la cocina.

Se preguntaba si resultaría muy peligrosa aquella misión.

Había tomado medidas para reducir las posibilidades de que los guardaespaldas de Grady se asustaran y le dispararan. En el almuerzo que compartió en el Riverside Inn de Bedford Junction, hacía dos semanas, con Jeddy Barnes y otros paramilitares del norte del estado de Nueva York, Malerick había expuesto su plan. Decidió que lo mejor sería que alguien atentara contra la vida del fiscal adjunto antes de que él entrara en el apartamento de Grady ese día. El consenso en la elección de algún tipo sin escrúpulos fue total: un clérigo pervertido de Canton Falls llamado Ralph Swensen. Aunque Barnes tenía cierto poder sobre él por una cuenta pendiente, le explicó a Malerick que no confiaba por completo en él; así que, después de su escapada del río Hudson el día anterior, el ilusionista se había puesto el disfraz de conserje y siguió al reverendo cuando éste salió del hotel de mala muerte en el que se hospedaba en Greenwich Village, sólo para asegurarse de que aquel fracasado no se echara atrás en el último momento.

El plan de Malerick exigía que el atentado de Swensen fracasara (el arma que le dio Barnes tenía una clavija rota en el disparador). Malerick les explicó que, al haber atrapado a un asesino, los guardaespaldas de Grady se relajarían y bajarían la guardia, con lo que era probable que no reaccionaran de forma tan violenta cuando se encontraran con un segundo asesino.

Bueno; ésa era la teoría, reflexionó Malerick inquieto. Había que ver si se correspondía con la práctica.

Fue avanzando por el pasillo, dejando atrás más muestras de arte malo, más retratos de familia, algunas pilas de revistas, revistas jurídicas, ejemplares de Vague y de The New Yorker, y roñosas antigüedades que los Grady habían comprado en mercadillos con la intención de repararlas, aunque ahora seguían igual, como testimonio permanente de que el día no tiene horas suficientes para tales menesteres.

Malerick conocía el recorrido que tenia que hacer en el apartamento; ya había estado allí con anterioridad, aunque por poco tiempo -disfrazado de encargado de mantenimiento-; aquélla no fue más que una visita de reconocimiento para ver la disposición del espacio, las vías de entrada y de salida. No dedicó tiempo a fijarse en el lado personal de la vida familiar: diplomas de Grady y de su mujer, que también era fiscal; fotos de boda; fotos de familiares… y fotos y fotos de su rubia hija de nueve años, tantas como para montar una exposición.

Malerick se acordó de la reunión que había mantenido con Barnes y sus socios. Aquellos fanáticos habían acabado inmersos en una discusión sobre si tenía o no sentido matar también a la mujer y a la hija de Grady. De acuerdo con el plan de Malerick, el sacrificio de Swensen tenía sentido, pero ¿para qué servía matar a la familia de Grady? Había planteado esa pregunta a Barnes y a los otros entre unos exquisitos bocados de pavo asado.

«Bueno, señor Weir, vamos a ver», le había dicho Jeddy Barnes a Malerick. «Es una buena pregunta. Yo diría que usted tiene que matarlos sólo porque sí».

Y Malerick había asentido con la cabeza, adoptando una expresión reflexiva; sabía de sobra que uno nunca debía mostrar una actitud condescendiente con el público o con los colegas de profesión.

«Vale; a mí no me importa matarles», había explicado. «Pero… ¿no sería más lógico dejarles vivos a no ser que entrañen un riesgo, como el de identificarme? ¿O, pongamos por caso, si la niña coge el teléfono para llamar a la policía? Seguramente algunos de los tuyos se opongan a matar a mujeres y niños.»

«Bueno, es su plan, señor Weir», había dicho Barnes. «Nosotros aceptaremos lo que piense usted». Aunque la idea de la moderación parecía dejarle ligeramente insatisfecho.

En ese momento, Malerick se detuvo ante el cuarto de estar de los Grady y se colocó una placa falsa del NYPD, la misma que había enseñado a los agentes que montaban guardia en el exterior del Cirque Fantastique cuando les dijo que tenian el día libre y podían marcharse a casa. Se miró en un espejo comprado seguramente en un rastrillo y que necesitaba una segunda capa de barniz.

Sí, estaba en su papel: el de detective que había acudido para proteger al fiscal adjunto de las atroces amenazas de muerte que se cernían sobre él.

Respiró profundamente. No estaba nervioso.

Y ahora, Venerado Público, luces, arriba el telón.

El auténtico espectáculo está a punto de comenzar…

Con los brazos y las manos en una posición totalmente natural, Malerick dobló el recodo del pasillo y entró en el cuarto de estar.

Capítulo 32

– ¡Hola!, ¿cómo va eso? -preguntó el hombre del traje gris, causando un sobresalto al callado y corpulento detective Luis Martínez, que trabajaba para Roland Bell.

El guardaespaldas estaba sentado en el sofá situado frente al televisor con el dominical del New York Times en el regazo.

– Tío, qué susto me has dado -le saludó con la cabeza, miró la placa y la tarjeta de identificación del recién llegado, y luego le estudió atentamente la cara-. ¿Vienes a relevarme?

– Exacto.

– ¿Cómo has entrado? ¿Te han dado una llave?

– Me dieron una en la Central -hablaba en un tono de voz ronco y bajo, como si estuviera resfriado.

– ¡Pues qué suerte tienes! -comentó Luis-. Nosotros tenemos que compartir una, y es un coñazo.

– ¿Dónde está el señor Grady?

– En la cocina, con su mujer y Chrissy. ¿Y cómo es que llegas antes de la hora?

– No sé -respondió-. Yo soy un mandado, y me dijeron a esta hora.

– Siempre la misma historia… -dijo Luis, adoptando una expresión de contrariedad-. Creo que no te conozco…

– Me llamo Joe David. Suelo trabajar en Brooklyn.

– Ah, sí -dijo Luis, asintiendo con la cabeza-. Allí es donde empecé yo, en la Setenta.

– Esta es la primera rotación de puesto que hago. En el grupo de escolta, quiero decir.

En la televisión estaban dando un anuncio en un volumen muy alto.

– Perdona -dijo Luis-, no te he oído; ¿has dicho que es tu primera rotación?

– Así es.

– Vale -dijo el corpulento detective-. ¿Y qué te parece si fuera también la última? -Luis dejó caer el periódico y se levantó de un salto del sofá, sacando con toda facilidad su Glock y apuntando con ella al hombre que él sabía era Erick Weir. Aunque habitualmente Luis era un tipo tranquilo, en ese momento gritó ante su micrófono:

– ¡Está aquí! ¡Ha entrado… al cuarto de estar!

Los otros oficiales que habían estado esperando en la cocina, el detective Bell y ese teniente gordo, Lon Sellito, entraron por otra puerta, ambos con cara de asombro. Agarraron a Weir de los brazos y le sacaron la pistola con silenciador que llevaba en el cinturón.

– ¡Al suelo! ¡Ya, ya, ya! -gritó Sellitto con una voz cruda y tensa mientras aplastaba su pistola contra la cara del asesino.

¡Y qué expresión tenía!, pensó Luis. Él había visto a lo largo de los años a muchos asesinos sorprendidos, pero ése se llevaba la palma. Estaba jadeando, incapaz de decir nada. Pero Luis supuso que los policías estaban tan sorprendidos como él.

– ¿Por dónde coño ha entrado? -preguntó Sellitto sin aliento. Bell se limitó a hacer un gesto negativo, de consternación, con la cabeza.

Mientras Luis le ponía a Weir, sin ninguna delicadeza, unas esposas dobles, Sellitto se inclinó sobre el criminal y le dijo:

– ¿Estás solo? ¿O tienes refuerzos fuera?

– No.

– ¡No nos vengas con sandeces!

– ¡Los brazos, me hace daño en los brazos! -dijo Weir entrecortadamente.

– ¿Hay alguien contigo?

– No, no; lo juro.

Bell estaba llamando a los demás por su transmisor.

– ¡Oh, cielos!… No me preguntes cómo, pero logró entrar.

Dos oficiales uniformados asignados al equipo SWAT se apresuraron a entrar en el apartamento desde el pasillo, donde habían estado escondidos, cerca del ascensor.

– Al parecer, apalancó la ventana de esta planta -dijo uno de ellos-; ¿sabes?, la que está al lado de la salida de incendios.

Bell miró a Weir y comprendió.

– ¿La cornisa del Lanham? ¿Saltaste?

Weir no dijo nada, pero tenía que haber sido así. Había agentes apostados en el callejón que formaban los edificios del Hotel Lanham y el bloque de Grady, así como en los tejados de ambos. Pero no se les había pasado por la cabeza que recorrería la cornisa y saltaría por el respiradero.

– ¿Y no hay señales de que haya alguien más? -preguntó Bell a los oficiales.

– No. Parece que está solo.

Sellitto se puso unos guantes de látex y le cacheó. El resultado fueron unas herramientas propias de ladrones, y varios accesorios y artículos de magia. Y, lo más extraño, los falsos dedos que llevaba bien pegados a los suyos de verdad. Sellitto se los quitó y los metió en una bolsa de plástico para pruebas. Si la situación no fuera tan desconcertante, que un asesino a sueldo hubiera logrado entrar en el apartamento de una familia a la que estaban dando protección, la imagen de las diez fundas de dedos metidas en una bolsa hubiera resultado cómica.

Examinaban a su presa mientras Sellitto seguía registrándole. Weir era musculoso, y su condición física excelente, a pesar de que el fuego le hubiera producido algunos daños; de hecho, tenía cicatrices por todas partes.

– ¿Alguna identificación? -preguntó Bell.

Sellitto negó con la cabeza.

– E A. O. Schwarz [23] -dijo, lo cual significaba «placa y tarjeta de identificación del NYPD falsos y de mala calidad. No mucho mejores que los de juguete».

Weir miró en dirección a la cocina y vio que estaba vacía. Frunció el ceño.

– ¡Ah! Los Gradys no están aquí -dijo Bell, como si fuera algo obvio.

El agresor cerró los ojos y posó la cabeza en la alfombra raída.

– Pero, ¿cómo? ¿Cómo lo habían averiguado?

Sellitto le dio la respuesta, si se podía calificar de tal:

– Bueno, ¿sabes una cosa? Hay alguien a quien le encantaría responder a esa pregunta. ¡Venga, que nos vamos de paseo!


* * *

Lincoln Rhyme examinó al asesino esposado que había en la puerta del laboratorio, y le dijo:

– ¡Bienvenido de nuevo!

– Pero… el fuego… -desconcertado, el hombre miró hacia la escalera que conducía al dormitorio.

– Discúlpenos por haberle estropeado su actuación -dijo Rhyme con frialdad-. Supongo que no ha logrado escapar de mí, después de todo, ¿verdad, Weir?

Weir volvió la mirada hacia el criminalista y dijo entre dientes:

– Yo ya no me llamo así.

– ¿Te has cambiado de nombre?

– Legalmente, no; pero Weir pertenece a quien yo fui en tiempos. Ahora he cambiado de tercio.

Rhyme se acordó de la observación del psicólogo Terry Dobny referente a que el fuego había «matado» al antiguo Weir y éste se había convertido en otra persona.

El asesino estaba examinando en ese momento el cuerpo de Rhyme.

– Usted comprende a lo que me refiero, ¿no? A usted también le gustaría olvidar el pasado y convertirse en otra persona, imagino.

– ¿Y cómo te llamas ahora?

– Eso es algo entre mi público y yo.

– ¡Ah!, sí, tu venerado público.

Weir, amarrado con esposas dobles, perplejo y empequeñecido, llevaba puesto un traje gris de ejecutivo. Ya no lucía la peluca que se había puesto la noche anterior, sino su pelo auténtico, que era abundante, largo y rubio oscuro. A la luz del día Rhyme podía ver mejor las cicatrices del cuello: tenían un aspecto impresionante.

– ¿Cómo dieron conmigo? -preguntó Weir con su voz sibilante-. Mis orientaciones les guiaron hacia…

– ¿Hacia el Cirque Fantastique? Sí que lo hiciste. -Cuando Rhyme había vencido a un asesino, su humor mejoraba notablemente y le gustaba conversar-. Bueno, en realidad lo que quieres decir no es que nos orientaste, sino que nos desorientaste… ¿Lo ves?, estaba mirando las pruebas y me di cuenta de que el caso en conjunto parecía un poco demasiado fácil.

– ¿Fácil? -dijo, y tosió.

– En el trabajo con escenas de crímenes hay dos tipos de pruebas. Están las pistas que el criminal deja sin darse cuenta, y están las pruebas colocadas, aquéllas que deja intencionadamente para despistarnos.

»Después de que todo el mundo se marchara apresuradamente para buscar las bombas en el circo, yo tuve esa sensación de que algunas de las pistas estaban "colocadas". Era evidente: los zapatos que dejaste en el apartamento de la segunda víctima tenían pelos de perro, excrementos y restos que conducían a Central Park. Se me ocurrió que un asesino listo podía haber puesto esa porquería y esos pelos de perro en los zapatos a propósito, y que luego los habría dejado en la escena para que los encontráramos y pensáramos en la zona que hay para perros cerca del circo. Y todas esas alusiones al fuego que hiciste ayer por la noche, cuando viniste a verme…

Miró a Kara:

– Eso es desorientación verbal, ¿no, Kara?

La mirada agitada de Weir recorrió a la joven de arriba abajo.

– Sí -respondió ella, mientras se echaba más azúcar al café.

– Pero mi intención era matarle -dijo Weir casi sin aliento-. Si le hubiera dicho todas esas cosas para despistarle sería señal de que quería que estuviera vivo.

Rhyme soltó una carcajada.

– No intentaste matarme en absoluto. Nunca fue tu intención. Querías que pareciera eso para dar credibilidad a tus palabras. Lo primero que hiciste después de prender fuego a mi apartamento fue salir corriendo y llamar al 911 desde un teléfono público. Lo comprobé con la centralita. La persona que llamó dijo que podía ver las llamas desde la cabina. Pero la cabina está en la esquina, y desde allí no se ve mi dormitorio. A propósito, fue Thom quien lo comprobó. Gracias, Thom -Rhyme llamó a su ayudante que, por casualidad, pasaba en ese momento por la puerta del dormitorio.

Nada [24]-fue la lacónica respuesta.

Weir cerró los ojos, moviendo la cabeza en sentido negativo al darse cuenta de la proporción de su error.

Rhyme entrecerró los ojos para ver la pizarra con las pruebas.

– Todas las víctimas tenían profesiones o intereses relacionados con los artistas de circo: intérprete de música, maquillador, amazona. Y las técnicas de los asesinatos eran trucos de magia también. Pero si el motivo que te movía realmente era destruir a Kadesky, nos habrías conducido hacia cualquier otra cosa que no fuera el Cirque Fantastique, no hacia éste directamente. Y eso significa que procurabas apartarnos de otra cosa. ¿De qué? Miré otra vez la pizarra con las pruebas. En la tercera escena, junto al río, te sorprendimos: no tuviste tiempo de llevarte la chaqueta, con el pase de prensa y la llave de tarjeta del hotel en el bolsillo, lo que significaba que no eran pistas colocadas a propósito. Tenían cierta conexión legítima con lo que estabas tramando realmente.

»La llave del hotel pertenecía a uno entre tres hoteles, uno de ellos era el Lanham Arms, que al detective Bell le resultaba familiar, así que consultó su registro. Daba la casualidad de que hacía una semana que él había estado tomando café con Charles Grady en el bar de ese hotel para hablar de la escolta para su familia. Roland me dijo que el Lanham estaba justo al lado del apartamento de Grady. ¿Y qué pasaba con el pase de prensa? Yo llamé al periodista a quien se lo robaste. Estaba encargado de cubrir el proceso de Andrew Constable y había entrevistado a Charles Grady varias veces… Encontramos algunas virutas metálicas y nos temimos lo peor: que procedían del temporizador de una bomba; aunque podían haber sido de una llave o de una herramienta.

Sachs le relevó en el relato de los hechos.

– Y luego, ¿qué me dices de la página de The New York Times que encontramos en el coche, en el río? Pues que tenía un artículo sobre el circo, sí. Pero había también otro artículo sobre el proceso de Constable.

Señaló con la cabeza la pizarra con las pruebas.


EL LUNES EMPIEZA EL JUICIO

CONTRA LA TRAMA CRIMINAL

DE LA MILICIA.


Continuó Rhyme:

– Y también está la factura del restaurante. Deberías haberla tirado.

– ¿Qué factura? -dijo Weir con un gesto de extrañeza.

– La que estaba en tu chaqueta, de hace dos sábados.

– Pero ese fin de semana yo estuve… -Se interrumpió de súbito.

– Fuera de la ciudad, ¿es eso lo que ibas a decir? -preguntó Sachs-. Sí, ya lo sabemos. La factura es de un restaurante de Bedford Junction.

– No sé de lo que está hablando…

– Un agente de Canton Falls que está investigando el grupo llamado Unión Patriótica llamó a mi teléfono preguntando por Roland -dijo Rhyme-. Reconocí la zona gracias al localizador de llamadas: tenía el mismo código que la factura del restaurante.

Los ojos de Weir estaban cada vez más inmóviles. Rhyme prosiguió:

– Y resulta que Bedford Junction es la ciudad más próxima a Canton Falls, que es donde vive Constable.

– ¿Quién es el tal Constable del que no deja de hablar? -preguntó con interés. Pero Rhyme podía ver en sus ojos señales que delataban que le conocía.

Esta vez fue Sellitto quien le relevó:

– ¿Fue Barnes una de las personas con las que almorzaste? ¿Jeddy Barnes?

– No sé a quién se refiere.

– Pero tú conoces la Unión Patriótica, ¿no?

– Sólo por lo que he leído en los periódicos.

– No te creemos -dijo Sellitto.

– Créanse lo que les parezca -les espetó Weir. Rhyme advirtió la intensa ira que había en sus ojos, la ira que había predicho Dobyns. Tras una pausa continuó-: ¿Y cómo se han enterado de mi nombre auténtico?

Nadie contestó, pero Weir dirigió la mirada hacia las últimas anotaciones sobre él que figuraban en la pizarra de pruebas. Su cara fue ensombreciéndose, y dijo, entrecortadamente:

– Alguien me ha traicionado, ¿no? Les han contado lo del incendio y lo de Kadesky. ¿Quién ha sido? -una sonrisa depravada al desviar su mirada de Sachs a Kara y, finalmente, posarla en Rhyme-. ¿Fue John Keating? Les dijo que le había llamado, ¿no? ¡Cobarde de mierda! Nunca me hizo frente. ¿Y también Art Loesser, no? Son todos unos malditos judas. No les olvidaré; yo nunca me olvido de la gente que me traiciona. -Tuvo un golpe de tos. Cuando se le pasó, Weir dirigió la mirada hacia el otro extremo de la habitación-. Kara…, ¿es así como ha dicho que te llamas? ¿Quién eres tú?

– Soy una ilusionista -respondió ella, desafiante.

– Una de los nuestros -dijo Weir burlón, mirándola de arriba abajo-. Una chica ilusionista… ¿Y de qué haces, de asesora o algo así? Tal vez cuando me suelten vaya a hacerte una visita…, tal vez te haga desaparecer.

– ¡Ah! No creo que le suelten, al menos en esta vida, Weir -le espetó.

La risa ahogada de El Prestidigitador era heladora.

– Entonces, ¿qué te parece «cuando me escape»? Los muros no son más que una ilusión, después de todo.

– No creo que vayas a tener tampoco muchas posibilidades de escapar -añadió Sellitto.

– Bueno -dijo Rhyme-, yo ya te he dado respuesta al «cómo», Weir o comoquiera que te llames. ¿Qué te parece si tú me respondes al «porqué»? Nosotros pensamos que se trataba de una venganza contra Kadesky, pero ahora resulta que andas detrás de Grady. ¿Qué eres, una especie de sicario ilusionista?

– ¿Venganza? -preguntó Weir, furioso-. ¿Y para qué coño sirve la venganza? ¿Va a quitarme las cicatrices y a arreglarme los pulmones? ¿A devolverme a mi mujer?… No entiende ni un carajo. Lo único en mi vida, lo único que ha significado algo para mí es actuar. El ilusionismo, la magia. Mi maestro estuvo preparándome para la profesión toda mi vida. Y el fuego me lo arrebató. No tengo fuerzas para salir al escenario. Tengo una mano deformada, la voz estropeada…, ¿quién iba a venir a verme? No puedo hacer lo único para lo que Dios me ha dado talento. Si la única forma de que pueda actuar es violando la ley, pues eso es lo que haré.

El síndrome del fantasma de la ópera.

Volvió a mirar el cuerpo de Rhyme.

– ¿Cómo se sintió usted después del accidente, al pensar que no podría volver a ser poli?

Rhyme permaneció en silencio, pero las palabras del asesino hicieron mella en él. ¿Cómo se había sentido? Con la misma furia que impelía a Erick Weir, sí. Y, efectivamente, tras el accidente, los conceptos del bien y del mal se esfumaron por completo. ¿Por qué no ser un criminal?, había pensado, inmerso en la locura de la ira y la depresión: «Yo soy capaz de encontrar pruebas mejor que cualquier otro ser humano en la faz de la Tierra. Y eso significa que también puedo manipularlas. Podría cometer el crimen perfecto…».

Al final, desde luego, gracias a personas como Terry Dobyns, a otros médicos y a compañeros de la policía, así como a su propio espíritu, esos pensamientos se fueron apagando hasta desvanecerse. Pero, en efecto, él sabía exactamente a lo que Weir se refería; aunque ni en los momentos más sombríos y amargos se había planteado comenzar una nueva vida, salvo, por supuesto, la suya propia.

– ¿Así que vendiste tu talento como un mercenario?

Weir pareció darse cuenta de que había perdido el control por unos momentos y había hablado demasiado. Se negó a decir nada más.

La ira que sentía Sachs hizo que saliera lo mejor que había en ella. Se acercó a la pizarra, arrancó varias fotografías de las primeras dos víctimas y se las puso violentamente a Weir delante de los ojos, bramando:

– ¿Mataste a estas personas sólo por diversión? ¿No significaban nada más para ti?

Weir le mantuvo la mirada, displicente. Acto seguido miró a su alrededor y soltó una carcajada.

– ¿De verdad creen que pueden mantenerme en la cárcel? ¿No saben lo que consiguió Harry Houdini, a quien desnudaron y pusieron en una celda para presos condenados a muerte en Washington D.C.? Escapó de allí tan deprisa que tuvo tiempo de abrir todas las puertas de la galería y de intercambiar a los condenados antes de que volviera de almorzar el jurado encargado de evaluar aquel desafío.

– Sí, bueno, eso fue hace mucho tiempo -dijo Sellitto-. Ahora estamos un poquito más avanzados… -Se volvió para dirigirse a Rhyme y Sachs-. Me lo voy a llevar a la central, a ver si quiere compartir con nosotros algunas cositas más.

Pero, conforme se dirigían a la puerta, Rhyme les dijo:

– Un momento. -Estaba mirando la pizarra con las pruebas.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sellitto.

– Cuando se libró de Larry Burke tras dejar la feria de artesanía, se quitó las esposas.

– Exacto.

– Encontramos saliva, ¿recordáis? Mírale la boca y comprueba que no tenga una ganzúa o una llave escondidas ahí.

– No -dijo Weir-. De veras.

Sellitto se puso los guantes de látex que le ofreció Mel Cooper.

– Abre. Como me muerdas, lo que van a desaparecer son tus huevos, ¿entendido? Un mordisco y ya no habrá huevos.

– Comprendido -El Prestidigitador abrió la boca y Sellitto la iluminó con la linterna, recorriendo el interior con el haz de luz-. Nada.

Rhyme añadió:

– Hay otro sitio en el que tenemos que mirar.

– Linc, ya me aseguraré de que lo hacen los de la Central -dijo Sellitto-. Hay cosas que yo no hago por el dinero que me pagan.

Conforme el detective conducía a Weir hacia la puerta, Kara dijo:

– Esperen. Examinen sus dientes. Muévanlos un poco, sobre todo las muelas.

Weir se puso tenso al ver acercársele a Sellitto.

– No puede hacer eso.

– Abre -estalló el corpulento detective-. ¡Ah! y lo que te dije de los huevos sigue en pie.

El Prestidigitador suspiró.

– A la derecha, en el molar superior. Me refiero a mi derecha.

Sellitto echó una mirada a Rhyme, introdujo los dedos en la boca de Weir y tiró con suavidad. Al salir, los dedos sostenían un diente falso, dentro del cual había una pequeña pieza de metal doblado. El detective lo volcó sobre un panel de examen y le volvió a colocar el diente.

– Es muy pequeño. ¿De verdad le sirve para algo? -preguntó Sellitto.

– Oh -dijo Kara examinándolo-; con eso, sería capaz de abrir un par de esposas reglamentarias en unos cuatro segundos.

– Eres demasiado, Weir. ¡Venga!

A Rhyme se le ocurrió otra cosa:

– Oye, Lon: cuando nos ha ayudado a encontrar la ganzúa en el diente, ¿no te ha dado la impresión de que podía tratarse de una pequeña «desorientación»?

– Tiene razón -asintió Kara.

Weir pareció indignarse cuando vio que Sellitto se disponía a buscar de nuevo. Esta vez, el detective comprobó todos y cada uno de los dientes. Encontró una segunda ganzúa en otro diente falso parecido al primero, en la fila inferior izquierda.

– Voy a asegurarme de que te ponen en un lugar realmente especial -dijo el detective en tono amenazante. A continuación llamó a otro oficial para que entrara en el cuarto y le colocara unos grilletes dobles en los tobillos.

– Así no puedo andar -se quejó Weir casi sin aliento.

– Anda a pasitos -dijo Sellitto con frialdad-. No tienes más que andar pasito a pasito.

Capítulo 33

El mensaje se lo dieron en una cafetería de la Ruta 244, el lugar en el que hacía y recibía llamadas, puesto que no disponía de teléfono en su caravana: no quería tener uno, no se fiaba de ellos.

A veces pasaban unos cuantos días hasta que iba a recoger los mensajes, pero en aquel momento estaba esperando una llamada importante, así que se dirigió a toda velocidad (la mayor velocidad a la que nunca había ido) a Elma's Diner nada más salir de la catequesis.

Hobbs Wentworth era un hombre del tamaño de un oso, con una fina barba rojiza entre la que sobresalía un mechón rizado de color más claro que el resto. «Carrera» era una palabra que nadie en Canton Falls, Nueva York, habría asociado jamás con Hobbs, aunque no por ello se podía negar que trabajara como una muía. Ponía a disposición de cualquiera que quisiera emplearle todo lo que podía dar de sí, siempre que el trabajo fuera al aire libre, que no exigiese hacer muchos cálculos y que el jefe fuera blanco y cristiano.

Hobbs estaba casado con una mujer callada y gris, llamada Cindy, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupándose de enseñar a sus hijos, cocinar, coser y hacer visitas a otras mujeres que se dedicaban a lo mismo. Hobbs, por su parte, dedicaba también la mayor parte de su tiempo a trabajar, cazar y salir con los amigotes para beber y discutir (aunque a casi todas esas «discusiones» debería llamárseles «acuerdos», ya que él y sus colegas pensaban todos prácticamente lo mismo).

Llevaba toda su vida residiendo en Canton Falls, cosa que le gustaba. Tres buenos cazaderos eran más que suficientes, y ninguno de ellos era coto. La gente de la localidad era sólida, bondadosa y sabía dónde tenían la cabeza (de casi todos los habitantes de Canton Falls podría decirse que tenían «ideas afines» entre sí). Hobbs contaba con numerosas oportunidades de hacer lo que a él le gustaba, y enseñar en la escuela dominical era lo que más. Un birrete de graduación robado, aunque sin los conocimientos que ello justificaba, le sirvió para pasar el octavo curso, así que para él era un regalo caído del cielo que se le permitiera dar clases.

Pero resultaba que se le daban muy bien los niños en la catequesis. No les hacía rezar, ni les impartía orientación religiosa, ni aprendían canciones sobre lo mucho que nos ama Jesucristo… No. Lo único que hacía era contar a los chavales historias de la Biblia. Pero el éxito que consiguió entre ellos fue inmediato, debido sobre todo a su negativa a avenirse a las normas. Por ejemplo, en su versión, Jesús no daba de comer a una multitud con dos peces y unos cuantos panes, no. Lo que contaba Hobbs era que el Hijo de Dios salió de caza con un arco, mató a un ciervo desde una distancia de casi cien metros, lo destripó y descuartizó en la misma plaza del pueblo, y con ello dio de comer a la gente. (Para ilustrar la historia, Hobbs se llevaba a la clase su arco compuesto Clearwater MX Flex y, ¡fíup!, lanzaba con él una flecha con un botón en la punta, que se insertaba seis centímetros en un muro de hormigón ligero, para alegría de los crios.)

Precisamente, tras acabar una de esas clases, se dirigió a la cafetería de Elma. Se le acercó la camarera:

– ¡Hola, Hobbs! ¿Qué va a ser, un trozo de pastel?

– No; que sea un Vernors y una tortilla de queso. Con ración doble de Kraft. Oye, ¿he recibido alguna llam…?

Antes de que pudiera terminar la frase, la chica le dio un trozo de papel. En él había escritas las palabras: «Llámame. JB».

– ¿Se trata de Jeddy? -preguntó la camarera-. Me pareció su voz. Desde que la poli ha estado rondando por aquí, los federales, quiero decir, no le he visto el pelo.

Hobbs no hizo caso a la pregunta y se limitó a decir:

– No me sirvas aún.

Según caminaba hacia el teléfono, buscándose monedas en los bolsillos del pantalón vaquero, su mente retrocedió directamente al almuerzo que habían compartido hacía dos semanas en el Riverside Inn, en Bedford Junction. Estuvieron él, Frank Stemple y Jeddy Barnes, de Canton Falls, y luego un hombre llamado Erick Weir, a quien Jeddy Barnes empezó a llamar, pasado un rato, «El Hombre Mágico», ya que era (¿a quién se le había ocurrido?) nada menos que un mago profesional.

Barnes se había deshecho en elogios con Hobbs, ya que cuando éste llegó, se puso en pie, sonriendo, y le había dicho a Weir: «Señor, aquí tiene al mejor tirador que tenemos en todo el país, y eso sin mencionar la caza con arco. Un tipo listo de verdad».

Hobbs se había sentado ante la elegante comida de tan elegante restaurante, orgulloso, aunque también nervioso (él jamás había soñado siquiera con la posibilidad de comer en el Riverside) y, mientras le hincaba el tenedor al menú especial del día, fue escuchando el relato de Barnes y Stemple sobre cómo habían conocido a Weir. Era una especie de soldado mercenario, categoría sobre la que Hobbs lo sabía todo puesto que estaba suscrito a Soldier of Fortune. También advirtió las cicatrices que tenía el hombre en el cuello, y sus dedos deformes. Se preguntó en qué tipo de lucha habría participado para quedar así. Napalm, tal vez.

Al principio, Barnes no se había mostrado partidario siquiera de tener un encuentro con Weir, puesto que pensaba que era una trampa, por supuesto. Pero El Hombre Mágico les tranquilizó al decirles que escucharan las noticias un determinado día. El suceso principal fue el asesinato de un jardinero mexicano, inmigrante ilegal, que trabajaba para una familia adinerada en una población cercana. Weir le llevó a Barnes el monedero del hombre asesinado. Un trofeo, como la cornamenta de un ciervo.

Weir dio en el clavo desde el principio. Les había dicho que escogió al mexicano por las ideas que tenía Barnes sobre los inmigrantes, pero que él personalmente no creía en esas causas extremistas: su único interés era ganar dinero con su talento, lo cual complació a todo el mundo. Weir, El Hombre Mágico, expuso su plan sobre Charles Grady durante el almuerzo, luego estrechó las manos de todos ellos y se marchó. Hacía unos cuantos días que Barnes y Stemple habían enviado a Nueva York al cobarde reverendo Swensen, ese pervertido, con instrucciones para matar a Grady el sábado por la noche. Y, como era de esperar, lo había echado todo a perder.

Se suponía que Hobbs debía estar «localizable» por teléfono, según dijo el señor Weir, «por si acaso lo necesitamos».

Y parecía que ese momento había llegado. Marcó el número del móvil que utilizaba Barnes, con otro nombre, y escuchó un abrupto «¿Sí?».

– Soy yo.

Ya que la policía estatal estaba buscando a Barnes por todo el país, habían acordado reducir al mínimo las conversaciones telefónicas.

– Tienes que hacer lo que dijimos en el almuerzo -dijo Barnes.

– Vale. Ir al lago.

– Correcto.

– ¿Ir al lago y llevarme los aparejos de pesca?

– Exacto.

– Sí, señor. ¿Cuándo?

– Ahora. En este mismo instante.

– Entonces, a ello.

Barnes colgó bruscamente y Hobbs cambió la tortilla por un café con un sándwich de bacon y huevo, con doble de Kraft, para llevar. Cuando Jeddy Barnes decía «Ahora, en este mismo instante», era entonces y en ese mismo instante cuando uno tenía que hacer lo que quiera que fuese.

Cuando le prepararon la comida, salió del local, arrancó su camioneta descubierta y se dirigió a toda velocidad a la autovía. Tenía que hacer una parada: su caravana. Recogería la vieja Dodge, que tenía matriculada a nombre de una persona inexistente, y se encaminaría a toda velocidad hacia el «lago», que no era tal, sino un lugar concreto en la ciudad de Nueva York.

Tampoco «los aparejos de pesca» que tenía que llevar consigo al «lago» eran, desde luego, una caña y un carrete.


* * *

De vuelta a Las Tumbas.

A un lado de la mesa atornillada al suelo estaba sentado, con expresión lúgubre, Joe Roth, el rechoncho abogado de Andrew Constable.

Al otro lado se hallaba Charles Grady y, junto a él, su segundo, Roland Bell. Amelia Sachs estaba de pie: la cruda sala de interrogatorios, con sus ventanas ictéricas y lechosas, renovaban su claustrofobia, que se había ido aplacando lenta, muy lentamente tras el terrible pánico vivido en el Cirque Fantastique. Se movía, inquieta, hacia adelante y hacia atrás.

La puerta se abrió y el guardia de Constable condujo al detenido hacia el interior de la sala y le esposó las manos por delante. Después, cerró la puerta y volvió al pasillo.

– No ha salido bien -fue lo primero que le dijo Grady.

La voz tranquila, extrañamente desapasionada, pensó Sachs, teniendo en cuenta que casi liquidan a su familia.

– ¿Qué es lo que no ha salido bien? -comenzó diciendo Constable-. ¿Se refiere a ese loco de Ralph Swensen?

– No; me refiero a Erick Weir -dijo Grady.

– ¿A quién? -La cara del hombre reflejó una expresión de extrañeza que parecía sincera.

El fiscal adjunto continuó, y le explicó los detalles del atentado contra la vida de su familia cometido por el ex ilusionista, reconvertido en asesino a sueldo.

– ¡No, no, no!… Yo no tuve nada que ver con lo de Swensen, y no tengo nada que ver con esto. -El hombre miró con impotencia la superficie de la mesa, que estaba llena de marcas. Había inscripciones rayadas en la pintura gris, muy cerca de donde él tenía las manos. Parecía una a, luego una c y, a continuación, parte de una k-. Ya se lo he contado todo, Charles. Hay algunos tipos que yo conocí hace años, y que se han pasado más de la cuenta. Consideran que usted y el Estado son «el enemigo», porque trabajan con judíos, o afroamericanos o con quien sea, y no hacen más que malinterpretar lo que yo digo y utilizarme como excusa para ir a por usted. A continuación, en voz más baja, añadió-: Se lo repito: le prometo que no tengo nada que ver con esto.

– Vamos a dejar ya de jugar, Charles -le dijo Roth al fiscal adjunto-. Lo único que está haciendo usted es lanzar el sedal por si cae algo. Si tiene algo que relacione a mi cliente con el asalto a su apartamento, entonces…

– Weir mató a dos personas ayer, y a un agente de policía. Eso lo convierte en un delito sancionado con la pena de muerte.

Constable se estremeció. Su abogado añadió con rotundidad:

– Bueno, lamento que sea así. Pero, según veo, usted no ha acusado a mi cliente. Porque no tiene ninguna prueba que le relacione con Weir, ¿verdad?

Grady no prestó atención a sus palabras y continuó:

– En este momento estamos negociando con Weir para que aporte pruebas contra los demás.

Constable miró a Sachs de arriba abajo. Parecía desamparado, y la mirada sugería que de alguna manera le estaba implorando ayuda. Tal vez esperaba que aportara la voz de la razón femenina. Pero ella permaneció callada, como Bell. No era de la incumbencia de ninguno de ellos discutir con los sospechosos. El detective estaba ahí para cuidar a Grady y para ver si se enteraba de más cosas sobre el atentado contra la vida del fiscal adjunto, el ya cometido y otros que pudieran producirse en el futuro. Sachs había ido por si podía recabar más información sobre Constable y sus socios para consolidar el caso contra Weir.

Además, ella sentía curiosidad por aquel hombre del que había oído decir que era un auténtico demonio, aunque la impresión que causaba era la de una persona razonable, comprensiva y sinceramente preocupada por los recientes acontecimientos. Rhyme se conformaba con examinar las pruebas; no tenía paciencia para estudiar la mente o el alma de un delincuente. Pero Sachs sentía fascinación por las cuestiones del bien y del mal. ¿Estaba en ese momento ante un hombre inocente o ante un nuevo Adolf Hitler?

Constable hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Mire, para mí no tiene sentido matarle. El Estado pondría a otro fiscal adjunto, el juicio continuaría, sólo que yo llevaría a la espalda una acusación por homicidio. ¿Para qué iba a querer yo hacer eso? ¿Qué motivo podría tener para matarle?

– Porque es un fanático, un asesino, un…

Constable le interrumpió, acalorado:

– Escuche. Ya he aguantado muchas cosas, señor. He sido arrestado, humillado delante de mi familia, insultado aquí y en la prensa… ¿y sabe cuál es el único delito que he cometido? -Alzó su mirada hasta encontrarse con la de Grady-: Hacer preguntas comprometidas.

– Andrew. -Roth le tocó el brazo, pero Andrew se liberó de él con una sonora sacudida. Estaba indignado y no había quien lo parara-. Aquí, aquí mismo, en esta habitación y ahora, voy a cometer los únicos crímenes de los que se me puede culpar. Primer delito: le estoy preguntando si no está de acuerdo en que cuando un gobierno se hace muy grande, pierde contacto con la gente. Cuando pasa eso, los polis acaban teniendo poder para meterle a un preso negro el mango de una fregona por el recto, un preso inocente, por cierto.

– Los atraparon -le rebatió Grady con apatía.

– Pero que a ellos les metan en la cárcel no le devuelve la dignidad a ese pobre hombre, ¿no le parece? ¿Y cuántos hay que no atrapan?… Mire lo que ha pasado en Washington. Se permite la entrada en nuestro país de terroristas que intentan matarnos, pero nosotros no nos atrevemos a ofenderles prohibiéndoles la entrada u obligándoles a que dejen las huellas digitales o a que lleven tarjetas de identificación… ¿Y qué me dice de otro delito? Permítame preguntarle: ¿por qué no admitimos todos que hay diferencias entre las razas y las culturas? Yo nunca he dicho que una raza sea mejor o peor que cualquier otra. Pero lo que sí digo es que si se mezclan, acabaremos lamentándolo.

– Hace ya unos años que acabamos con la segregación -dijo Bell-. Constituye un delito, ¿sabe?

– También era un delito vender alcohol, detective. Y era un delito trabajar en domingo. Y era legal que un niño de diez años trabajara en una fábrica. Pero la gente evolucionó y cambió esas leyes, porque no eran una muestra de la naturaleza humana.

Se inclinó hacia adelante y desvió la vista de Bell a Sachs.

– Amigos policías aquí presentes: permítanme hacerles una pregunta comprometida. Supongan que les avisan de que un hombre puede haber cometido un crimen, y ese sujeto es negro o hispano. Se lo encuentran en un callejón. Bien, pues ¿no tendrían el dedo en el gatillo un poco más listo para disparar que si el hombre fuera blanco? ¿Y si es blanco y tiene buena pinta: es decir, si no le falta ningún diente y lleva una ropa que no huele a demonios? En tal caso, ¿tendrían el dedo tan dispuesto como antes en el gatillo? ¿Le cachearían con algo más de cuidado?

El prisionero se echó hacia atrás en la silla e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– He ahí mis crímenes. Nada más. Hacer preguntas como ésas.

– Bien traído, Andrew -dijo Grady con cinismo-. Pero antes de que juegue a la carta de la persecución por sus ideas, ¿cómo explica el hecho de que Erick Weir almorzara con otras tres personas en el Riverside Inn de Bedford Junction hace dos semanas? Eso está a dos pasos de la sala de reuniones de la Unión Patriótica en Canton Falls, y como a cinco de su casa.

– ¿El Riverside Inn? -dijo Constable parpadeando. Miró por la ventana, que estaba tan mugrienta que resultaba imposible saber si el cielo estaba azul, amarillo por la contaminación o nublado y gris.

Grady entrecerró los ojos:

– ¿Cómo, sabe algo de ese sitio?

– Yo… -Su abogado le tocó en el brazo para que no siguiera hablando. Cuchichearon entre sí unos momentos.

Grady no pudo evitar seguir insistiendo.

– ¿Conoce a alguien que sea cliente habitual allí?

Constable miró a Roth, que hizo un gesto negativo con la cabeza. El detenido permaneció en silencio.

– ¿Qué tal es su celda, Andrew? -preguntó Grady al cabo de unos momentos.

– Mi…

– Sí, su celda aquí en el Centro de Detención.

– No me gusta demasiado, como supongo que ya sabe.

– Peor es en la cárcel. Y a usted le pondrán solo, ya que a los reclusos de color les encantaría…

– ¡Vamos, Charles! -dijo Roth cansinamente-. No hay necesidad de eso.

– Bueno, Joe -dijo el fiscal adjunto-. Aquí estamos, casi al final de la película, y yo no he oído más que «yo no he hecho esto» y «yo no he hecho aquello». Y que hay alguien que le está tendiendo una trampa y utilizándole. Vale, pues si ése es el caso -se volvió hacia Constable-, levante el culo de ahí y demuéstremelo. Demuéstreme que no tuvo nada que ver con el intento de matarme a mí y a mi familia; y facilíteme los nombres de las personas que lo hicieron. Entonces hablaremos.

Más cuchicheos de consulta entre abogado y cliente.

– Mi cliente va a hacer algunas llamadas telefónicas -dijo al fin Roth-. En función de lo que averigüemos, tal vez esté dispuesto a cooperar.

– Con eso no basta. Quiero algunos nombres ahora.

Preocupado, Constable le dijo directamente a Grady:

– Así tiene que ser. Necesito estar seguro de esto.

– ¿Teme tener que delatar a algunos de sus amigos? -preguntó con frialdad el fiscal adjunto-. Bueno, dijo que le gusta hacer preguntas comprometidas…, pues déjeme hacerle una: ¿qué clase de amigos son esos que no les importa enviarle a la cárcel para el resto de su vida? -Grady se puso en pie-. Si no he tenido noticias suyas antes de las nueve de esta noche, mañana vamos a juicio, como estaba previsto.

Capítulo 34

No tenía mucho aspecto de escenario.

Cuando David Balzac se jubiló de los círculos de magia hacía diez años y compró Smoke & Mirrors, tiró la parte trasera del establecimiento para instalar allí un pequeño teatro. Balzac no disponía de licencia, por lo que no podía cobrar por la entrada, pero aun así seguía ofreciendo actuaciones todos los domingos por la tarde y los jueves por la noche para que sus alumnos pudieran subirse a un escenario y sentir lo que era actuar.

Y lo diferente que era.

Kara sabía que de practicar en casa a actuar en un escenario mediaba una distancia como de la noche al día. Cuando uno se ponía delante de la gente sucedía algo inexplicable. Trucos imposibles en los que se fallaba una y otra vez en casa salían perfectos en escena, debido a alguna misteriosa adrenalina espiritual que se apoderaba de las manos y proclamaba: «Éste no lo vas a joder».

En cambio, en el escenario se podía echar a perder un truco de segunda, como el del torniquete, un pase tan sencillo que a uno ni siquiera se le ocurría tener una alternativa preparada por si salía mal.

El teatro estaba separado de la parte comercial del establecimiento por una cortina negra, alta y ancha. De cuando en cuando la mecía la corriente originada por la apertura o el cierre de la puerta principal, a lo que seguía el ligero «mic-mic» de Correcaminos producido por la alarma que había a un lado del umbral.

Se acercaban las cuatro de la tarde del domingo, la gente entraba en el teatro y se acomodaba en sus asientos, comenzando siempre por la fila de atrás (en las actuaciones de magia e ilusionismo nadie quiere sentarse en la primera fila, pues temen que les pidan que salgan al escenario como «voluntarios»).

Kara miraba el escenario desde detrás de un telón de fondo. En las monótonas paredes negras se veían raspaduras y chorretones, y el suelo de roble, arqueado, estaba cubierto de docenas de fragmentos de cinta adhesiva protectora, utilizada por los artistas para fijar sus movimientos durante los ensayos. El telón de fondo no era más que un raído mantón color burdeos. Y la plataforma en su conjunto era pequeña: tres por cuatro metros, aproximadamente.

Aun así, a Kara le parecía el Carnegie Hall o el mismísimo MGM Grand, y estaba dispuesta a ofrecer a su público todo lo que tenía.

Como los artistas de vodevil o los magos de salón, la mayoría de los ilusionistas se limitan a ofrecer una serie de números uno tras otro. Podían ir dosificando los trucos cuidadosamente de manera que converjan en un final emocionante, pero en opinión de Kara, esa forma de actuar era como asistir a un espectáculo de fuegos artificiales: cada estampido puede resultar más o menos espectacular, pero, en conjunto, le deja a uno insatisfecho porque no hay un tema, una continuidad que ligue entre sí las explosiones de luz. Para ella, la actuación de un ilusionista tenía que narrar una historia; todos los trucos debían tener un vínculo y ser continuación uno del otro. Y en el acto final deberían recuperarse uno o más de los trucos anteriores para ofrecer al público ese golpe certero que le dejara sin aliento; al menos eso era lo que Kara esperaba.

En ese momento iba aumentando el número de personas que acudían al teatro. Kara se preguntaba si habría mucha gente en la velada, aunque en realidad a ella no le importaba. Le encantaba una historia que se contaba de Robert Houdin: una noche salió al escenario y vio que sólo había tres personas en la sala. Les ofreció el mismo espectáculo que si hubiera habido lleno total, salvo que varió ligeramente el final: una vez concluida la función, invitó al público a cenar a su casa.

Kara se sentía segura de su actuación: el señor Balzac la obligaba a ensayar durante semanas incluso para aquellas funciones pequeñas. Y en ese preciso instante, cuando sólo faltaban unos minutos para que se levantara el telón, no pensaba en los trucos, sino en que estaba mirando al público y disfrutando de un instante de paz mental. Suponía que no debería sentirse así de contenta, y tenía muchas razones para no estarlo: el empeoramiento de la salud de su madre; los cada vez más acuciantes problemas monetarios; su lenta evolución a ojos del señor Balzac; el tipo con el que había tomado el brunch en la cama, ese día hacía ya tres semanas, y que se había marchado prometiéndole que la llamaría. Seguro. Te lo prometo.

Pero el truco de «El novio desaparecido», como el de «El dinero evaporado» o el de «La madre deteriorada» no la afectaban en el lugar donde se encontraba en ese momento.

No cuando estaba en el escenario.

No le importaba nada, salvo el reto de conseguir que apareciera una cierta expresión en el rostro de los miembros del público. Kara lo podía ver con toda claridad: una ligera sonrisa, los ojos abiertos por la sorpresa, las cejas estrechándose, y, dibujada en ellas, la pregunta más imperiosa en toda actuación de ilusionismo: ¿Cómo han hecho esto?

En la magia de cerca hay pases conocidos como de «quitar y poner». El mago crea el efecto de que convierte un objeto en otro «quitando» sutilmente el original y «poniendo» otro en su lugar, aunque lo que ve el público es que un objeto se transforma en otro. Y ésa era precisamente la filosofía de Kara con respecto a la actuación: quitar la tristeza, el aburrimiento o el enojo y poner en su lugar la felicidad, la fascinación y la serenidad, transformando a su público en personas con euforia en sus corazones, aunque fuera momentánea.

Casi era la hora de dar comienzo a la función. Se asomó por la cortina otra vez.

Estaban prácticamente todos los asientos ocupados, lo cual le sorprendió. En días tan hermosos como aquél solía acudir muy poco público. Se alegró al ver que había venido Jaynene, la enfermera de la residencia, que bloqueó por unos momentos con su enorme figura la entrada trasera. Venía acompañada de algunas otras enfermeras de Stuyvesant Manor. Entraron y se acomodaron en sus asientos. También habían acudido unos cuantos amigos de Kara, de la revista y del bloque de apartamentos de Greenwich Street.

Justo después de dar las cuatro, el telón del fondo se levantó y entró un rezagado del público, alguien que Kara no hubiera imaginado ni por asomo que acudiría a ver su actuación.


* * *

– El acceso es cómodo -comentó Lincoln Rhyme con ironía mientras conducía su silla Storm Arrow por el pasillo de Smoke & Mirrors y la aparcaba más o menos hacia la mitad-. Hoy no hará falta invocar la Ley de Protección a los Discapacitados.

Hacía una hora que el criminalista había sorprendido a Sachs y a Thom con la propuesta de ir a la tienda de magia en su furgoneta, una Rollx provista de rampa, para ver la actuación de Kara.

Luego, añadió:

– Aunque es una lástima desperdiciar una hermosa tarde primaveral como ésta en un sitio cerrado.

Al ver que se quedaban mirándole -incluso antes del accidente era raro que pasara una hermosa tarde primaveral al aire libre-, les dijo:

– Es broma. ¿Puedes traer la furgoneta, Thom, por favor?

– ¡Un «por favor», nada menos! -se admiró el ayudante.

Al recorrer con la mirada el destartalado teatro, notó que se fijaba en él una mujer negra fornida. La mujer se levantó y fue a sentarse al lado de Sachs, a quien estrechó la mano, al tiempo que saludaba con la cabeza a Rhyme. Le preguntó si eran ellos los oficiales de policía de los que le había hablado Kara. Él dijo que sí y procedieron a las presentaciones.

Resultó que se llamaba Jaynene y que era una enfermera que trabajaba en la residencia para la tercera edad donde vivía la madre de Kara.

La mujer miró con complicidad a Rhyme, quien le había echado una mirada llena de ironía cuando ella le dio esa denominación. Dijo:

– ¡Uf! ¿Lo he llamado así? Lo que quería decir es «hogar de ancianos».

– Pues yo estoy licenciado en un CAET -dijo el criminalista.

La mujer frunció el ceño y, después, movió la cabeza en sentido negativo.

– No conozco ese sitio.

– Centro de Alivio de Episodios Traumáticos -dijo Thom.

– Yo lo llamo «La posada de los cojos» -dijo Rhyme.

– Porque es un provocador nato -añadió Thom.

– Yo he trabajado en unidades de espina dorsal. Y los pacientes que más nos gustaban eran los que nos daban caña; los tranquilitos y joviales nos daban miedo.

Y eso era así, reflexionó Rhyme, porque tenían amigos que les echaban a hurtadillas una dosis generosa de barbitúricos en el vaso. O los que, si tenían movilidad en una mano, vertían agua en los hornillos de la cocina y abrían el gas a toda marcha.

Se llamaba «muerte de los cuatro quemadores».

– ¿Lo tuyo es un C4? -le preguntó Jaynene a Rhyme.

– Exacto.

– ¡Y sin pulmón artificial, qué suerte!

– ¿Ha venido la madre de Kara? -preguntó Sachs mirando a su alrededor.

Jaynene frunció ligeramente el ceño y dijo:

– Estooo…, no.

– ¿Viene a verla alguna vez?

– Su madre no sigue muy de cerca su carrera -dijo la enfermera con prudencia.

– Kara me dijo que estaba enferma. ¿Va mejor? -preguntó Rhyme.

– Un poco, sí.

Rhyme se dio cuenta de que había una historia detrás de sus palabras, pero el tono de la enfermera revelaba que no iba a aventurarse a hacer confidencias a extraños.

Entonces comenzaron a apagarse las luces y el público guardó silencio.

Subió al escenario un hombre de pelo cano. A pesar de la edad y de las señales de haber llevado una vida dura -nariz de bebedor y barba teñida por el tabaco- su mirada era aguda; su postura, erguida y tendía a colocarse en el centro del escenario, con esa presencia propia de los artistas. Se colocó cerca del único accesorio que había en la plataforma: una falsa columna romana de madera. Aunque el decorado era pobre, el hombre iba bien vestido, como si siguiera una norma no escrita en virtud de la cual siempre que uno se subiera a un escenario debía presentarse ante el público con el mejor de los aspectos.

¡Ah!, ése debe de ser el maestro, David Balzac, dedujo Rhyme. El hombre no se identificó, pero estudió al público unos instantes, deteniéndose en Rhyme más que en el resto. Sin embargo, fuera lo que fuera lo que estaba pensando, no lo expresó y desvió la mirada.

– Hoy, señoras y señores, tengo el placer de presentarles a una de las mejores promesas entre mi alumnado. Kara lleva estudiando conmigo más de un año. Va a ofrecerles algunas de las ilusiones más esotéricas de nuestra profesión, tanto de mi repertorio como del suyo. No se sorprendan -lanzó una mirada demoníaca que pareció dirigida al propio Rhyme-, ni se espanten ante nada de lo que vean hoy. Y ahora, señoras y señores…, les presento a… Kara.

Rhyme había decidido ejercer de científico durante la hora que pasara allí. Disfrutaría del desafío de descubrir los métodos que usaba para sus trucos, averiguando cómo los hacía, cómo retenía en las manos las monedas y las cartas, y dónde escondía los disfraces para el transformismo. Kara seguía estando por delante en ese juego de «pillar el truco», al que ella sin duda no sabía que estaban jugando.

La joven salió al escenario vestida con un ajustado maillot negro que llevaba un adorno en forma de media luna en el pecho y, sobre él, una capa brillante y transparenté parecida a una toga romana translúcida. Nunca había pensado que Kara fuera atractiva, y mucho menos sexy, pero el ceñido conjunto resultaba muy sensual. Se movía como una bailarina, esbelta y con desenvoltura. Hubo una larga pausa en la que se dedicó a examinar lentamente al público. Parecía que se detenía a mirar a cada uno de los asistentes. Se empezó a crear un ambiente tenso. Por fin, con una voz teatral, dijo:

– El cambio. Ah, el cambio… cómo nos fascina. La alquimia: convertir el plomo y el estaño en oro… -Levantó una moneda de plata, la encerró en su mano y, un segundo después, la abrió para que los presentes vieran una moneda de oro, que hizo desaparecer en el aire y se transformó en una lluvia de confetti dorado.

Aplausos del público y murmullos de placer.

– La noche… -la iluminación disminuyó de repente hasta hacerse oscuridad y, un instante después, no más de unos segundos, volvió-… se convierte en día. -Kara vestía ahora un traje similar, brillante, pero esta vez dorado, y el adorno que llevaba en la frente semejaba una lluvia de estrellas. Rhyme no pudo más que reírse ante la rapidez del cambio de ropa-. La vida… -en su mano apareció una rosa roja-… se convierte en muerte… -tapó la rosa con sus manos y se transformó en una flor seca amarilla-… se convierte en vida. -Un ramo de flores frescas había sustituido al tallo muerto. Se lo arrojó a una mujer del público, que pareció estar encantada. Rhyme oyó un murmullo de sorpresa: «¡Pero si son de verdad!».

Kara bajó los brazos y recorrió con la mirada al público con una expresión seria.

– Hay un libro -dijo con una voz que llenaba la sala-, un libro escrito hace dos mil años por el escritor romano Ovidio, que se llama Las metamorfosis. En él una oruga se convierte en… -Abrió la mano y de ella salió una mariposa que desapareció por detrás del escenario.

Rhyme había estudiado latín durante cuatro años. Recordaba los esfuerzos que exigía la traducción de los libros de Ovidio. Se acordaba de que eran una serie de catorce o quince mitos cortos escritos en verso. ¿Qué pretendía Kara? Estaba dando una clase sobre literatura clásica a un público integrado por madres de abogados y niños que tenían la mente puesta en sus Xboxes y Nintendos (aunque había advertido que el vestido entallado mantenía la atención de todos los adolescentes que había entre la concurrencia).

Las metamorfosis… -continuó- es un libro sobre los cambios, sobre las personas que se convierten en otras personas, animales, árboles, objetos inanimados. Algunas de las historias de Ovidio son trágicas, otras son fascinantes, pero todas ellas tienen algo en común. -Una pausa, y luego, en voz alta-: ¡La magia! -Una explosión de luz y una nube de humo, y Kara había desaparecido.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos Kara cautivó al público con una serie de trucos y juegos de manos basados en unos cuantos poemas del libro. En cuanto a su intento de averiguar el secreto de los trucos, Rhyme renunció por completo. En efecto, enseguida se entregó al aspecto dramático de las historias que ella contaba. Ni siquiera cuando intentó recuperarse del hechizo de Kara y concentrarse en sus manos, fue capaz de descubrir el método ni una sola vez. Tras una larga ovación y un bis, durante el cual se transformó en una viejecita y luego volvió a recuperar su aspecto anterior («Lo joven en viejo…, lo viejo en joven»), Kara salió del escenario. Transcurridos cinco minutos, volvió a salir vestida con unos vaqueros y una camisa blanca y se dirigió a la zona del público para saludar a los amigos.

Un dependiente de la tienda preparó una mesa con jarras de vino, café, refrescos y galletas.

– ¿No hay whisky? -preguntó Rhyme echando una mirada a los baratos productos que se ofrecían.

– Lo siento, caballero -respondió el joven con barba.

Sachs, copa de vino en mano, hizo una señal a Kara, que se les unió.

– ¡Eh! ¡Qué estupendo! Nunca imaginé que les vería por aquí.

– ¿Qué quieres que te diga? -comentó Sachs-. ¡Fantástico!

– Excelente -le dijo Rhyme y, acto seguido, se volvió hacia el bar-. Tal vez hay algo de whisky por ahí, Thom.

Thom hizo un gesto afirmativo a Rhyme y le dijo a Kara:

– ¿Serías capaz de transformar personalidades? -Cogió dos vasos de Chardonnay, metió en uno de ellos una pajita y se lo ofreció a su jefe-. O esto o nada, Lincoln.

Rhyme dio un sorbo, y dijo:

– Me gustó el final, con lo de «joven-viejo». No me lo esperaba. Temía que acabaras transformándote en mariposa. Un cliché, ¿sabes?

– Se supone que debía temerlo. En mi caso hay que esperar lo inesperado. Juegos de la mente, ¿recuerda?

– Kara -dijo Sachs-, tienes que intentar trabajar para el Cirque Fantastique.

La joven se rió, pero no dijo nada.

– No, lo digo en serio: eres una gran profesional -insistió Sachs.

Rhyme se dio cuenta de que Kara no deseaba darle más vueltas al asunto. La joven dijo, quitándole importancia:

– Estoy donde me corresponde; no hay prisa. Hay mucha gente que comete el error de dar el salto demasiado rápido.

– Vamos a comer algo -sugirió Thom-, me muero de hambre. Jaynene, ¿te vienes?

La mujerona dijo que estaría encantada y propuso un sitio nuevo que había cerca del Jefferson Market, entre la Sexta y la Décima.

Pero Kara dijo que no podía, ya que, al parecer, tenía que quedarse para practicar algunos de los números en los que se había equivocado durante la actuación.

– ¡Pero chica! No puede ser -protestó la enfermera, con expresión de extrañeza-. ¿Qué tienes que trabajar?

– Sólo serán un par de horas, porque el amigo del señor Balzac va a ofrecer una función privada esta noche, así que mi jefe va a cerrar pronto para ir a verle.

Kara le dio un abrazo a Sachs y se despidió. Intercambiaron sus números de teléfono y prometieron que se mantendrían en contacto. Rhyme le dio las gracias de nuevo por su ayuda en el caso Weir.

– No podríamos haberle cogido sin ti -dijo Rhyme.

– Ya iremos a verte a Las Vegas -gritó Thom.

Rhyme empezó a conducir la Storm Arrow hacia la parte delantera del establecimiento. Conforme lo hacía, miró hacia su izquierda y se encontró con los ojos inmóviles de Balzac, que le contemplaban desde otra habitación. El ilusionista desvió la mirada hacia Kara, que se le aproximaba en ese momento. En presencia de Balzac, la chica se transformó de inmediato en una mujer muy diferente, tímida e insegura.

Metamorfosis, pensó Rhyme, y vio cómo cerraba Balzac la puerta lentamente, separando al resto del mundo del brujo y su aprendiza.

Capítulo 35

– Lo diré otra vez: puedes contratar a un abogado; necesitas uno.

– Lo comprendo -masculló Erick Weir con un susurro sibilante.

Se encontraban en la oficina que tenía Lon Sellitto en el número uno de Police Plaza. Era una habitación pequeña, gris en su mayor parte, decorada, como un detective lo habría escrito en un informe, con «foto de bebé, foto de niño, foto de mujer adulta, foto de un paisaje con lago en localización indeterminada, una planta (muerta)».

Sellitto había interrogado a cientos de sospechosos en su vida. La única diferencia entre éstos y el que tenía delante en ese momento era que Weir estaba sujeto con una cadena doble a la silla, y a su espalda había un agente de patrulla armado.

– ¿Lo has entendido?

– Ya he dicho que sí -dijo Weir.

Y así comenzó el interrogatorio.

A diferencia de Rhyme, que estaba especializado en investigación forense, el detective de primer grado Lon Sellitto era un policía que cubría todos los servicios. Era un detective en el verdadero sentido de la palabra: «detectaba» la verdad utilizando todos los recursos que ofrecían el NYPD y el resto de agencias oficiales, además de su propia experiencia callejera y su tenacidad. Era el mejor empleo del mundo, solía decir. Aquel trabajo le exigía ser actor, político, ajedrecista y, a veces, pistolero y tacle [25].

Y una de las mejores partes era el juego del interrogatorio, hacer que los sospechosos confesaran o revelaran los nombres de sus compinches y el lugar donde se encontraba el botín o los cuerpos de las víctimas.

Pero estaba claro desde el principio que aquel gilipollas no iba a soltar gran cosa.

– Vamos a ver, Erick, ¿qué sabes de la Unión Patriótica?

– Como ya he dicho, sólo lo que he leído sobre ellos -respondió Weir, rascándose la barbilla con el hombro lo mejor que podía-. ¿Querría quitarme las esposas un momento?

– No, no querría. Así que, sólo has leído cosas de la Unión Patriótica.

– Exacto -Weir tosió.

– ¿Dónde?

– En la revista Time, creo.

– Tú eres una persona educada, hablas bien… No me cabe en la cabeza que estés de acuerdo con su filosofía…

– Desde luego que no -dijo, respirando con dificultad-. Para mí son fanáticos rabiosos.

– Bueno, pues si no crees en su política, la única razón para matar a Charles Grady para ellos es por dinero. Lo cual admitiste en casa de Rhyme. Así que me gustaría saber quién te contrató exactamente.

– Pero si yo no iba a matarle -susurró el detenido-. Me entendieron mal.

– ¿Y qué es lo que entendimos mal exactamente? Entraste en su apartamento con un arma cargada.

– Mire, a mí me gustan los retos, ver si consigo entrar en sitios en los que nadie más puede. Yo nunca he hecho daño a nadie -lanzó aquella afirmación en parte para Sellitto y en parte para una maltrecha cámara de vídeo enfocada hacia su cara.

– Bueno, ¿y cómo estaba la carne mechada? ¿O lo que tú tomaste fue pavo asado?

– ¿El qué?

– En Bedford Junction, en el Riverside Inn. Yo diría que tú pediste el pavo, y el filete y el menú especial lo tomaron los chicos de Constable. ¿Qué tomó Jeddy?

– ¿Quién? Ah, ¿ese hombre sobre el que me preguntaron? Barnes. ¿Se refiere a la factura, no? -dijo Weir respirando con dificultad-. La verdad es que me la encontré. Necesitaba un papel para anotar algo y cogí ese trozo de papel.

¿La verdad?, reflexionó Sellitto. Bueno…

– Necesitabas anotar algo…

Esforzándose por respirar, Weir asintió con la cabeza.

– ¿Y dónde estabas cuando necesitaste el papel? -insistió un Lon Sellitto cada vez más aburrido.

– No lo sé. En un Starbucks.

– ¿En cuál?

Weir entrecerró los ojos.

– No me acuerdo.

Últimamente, los criminales habían empezado a citar mucho Starbucks al presentar coartadas. Sellitto decidió que se debía a que había tantos establecimientos de esa firma, y tan parecidos entre sí, que los delincuentes podían justificar su confusión sobre en cuál de ellos habían estado en un momento determinado.

– ¿Y por qué estaba en blanco? -continuó Sellitto.

– ¿Qué estaba en blanco?

– El dorso de la factura. Si lo cogiste para escribir en él, ¿por qué no había nada escrito?

– ¡Ah! Me parece que no pude encontrar un bolígrafo.

– En Starbucks tienen bolígrafos. La gente utiliza mucho la tarjeta de crédito para pagar allí. Y se necesita un bolígrafo para firmar los recibos.

– La camarera estaba muy ocupada; no quería molestarla.

– ¿Y qué era lo que querías escribir?

– Estoooo… -se oyó el silbido de su respiración-, los horarios de una película.

– ¿Dónde está el cuerpo de Larry Burke?

– ¿Quién?

– El oficial de policía que te arrestó en la calle Ochenta y ocho. Anoche le dijiste a Lincoln Rhyme que tú le habías matado y que el cuerpo estaba en algún lugar del West Side.

– Yo sólo estaba intentando hacerle creer que iba a atentar contra el circo, despistarle, darle información falsa.

– Y cuando admitiste haber matado a las otras víctimas, ¿eso también era información falsa?

– Exacto. Yo no he matado a nadie. Lo ha hecho otra persona que quiere cargarme a mí el muerto.

¡Ah, la excusa más antigua para defenderse! Y la más pobre. La más embarazosa.

Aunque, por supuesto, de vez en cuando funcionaba, como bien sabía Sellitto: dependía de la credulidad del jurado.

– ¿Quién querría incriminarte?

– No lo sé. Pero alguien que me conoce, está claro.

– Porque tiene acceso a tu ropa, a tus fibras, a pelos y cosas para colocarlas en las escenas del crimen…

– Exactamente.

– Bien, entonces la lista será corta. Dame algunos nombres.

Weir cerró los ojos.

– No me acuerdo de ninguno -dejó caer la cabeza-. Es realmente frustrante.

Sellitto no habría podido encontrar otras palabras que lo definieran con mayor exactitud.

Pasaron media hora más entretenidos con este juego. Al final, el detective renunció. Estaba enfadado; pensaba que él no tardaría en volver a casa, con su novia, que estaba preparando la cena: pavo, ¡qué ironía!, igual que el menú del Riverside Inn de Bedford Junction, mientras que el oficial Larry Burke jamás volvería a casa con su mujer. Abandonó la actitud de interrogador amable aunque persistente y masculló entre dientes:

– Lárgate de mi vista.

Sellitto y el resto de los oficiales se llevaron al detenido dos manzanas más allá, al Centro de Detención de Manhattan, donde le ficharon por todos los cargos posibles: asesinato, intento de asesinato, agresión e incendio. El detective advirtió a los oficiales del Centro de las habilidades que tenía el detenido para escaparse, y ellos le garantizaron que llevarían a Weir a Detenciones Especiales, un edificio del que era prácticamente imposible escapar.

– ¡Ah, detective Sellito…! -le llamó Weir en un susurro gutural.

El detective se volvió.

– Le juro por Dios que yo no lo hice -dijo entrecortadamente con una voz que reflejaba lo que parecía arrepentimiento sincero-. Tal vez cuando descanse un poco pueda recordar algunas cosas que le ayudarán a encontrar al verdadero asesino. Yo quiero ayudar, de veras.


* * *

Abajo, en Las Tumbas, los dos oficiales que llevaban al detenido fuertemente agarrado por los brazos, dejaron que fuera arrastrando los pies hasta el puesto de registro.

A mí no me parece tan peligroso, pensó Linda Welles, oficial del Departamento de Correctivos. Sí que estaba fuerte, según veía, pero no como algunas de esas bestias que procesaban allí, esos chavales de Alphabet City o Harlem con unos cuerpos perfectos que ni siquiera habían conseguido estropear las enormes cantidades de crack, caballo y licor de malta que se metían.

No; la verdad es que no se explicaba por qué estaban montando tanto alboroto con este tipo viejo y flaco, Weir, Erick A.

«No le sueltes, no le pierdas de vista las manos, no le quites los grilletes», habían sido las advertencias del detective Sellitto. Pero la única impresión que causaba el sospechoso era la de tristeza y cansancio; además, respiraba con dificultad. Se preguntó qué le habría pasado en la mano y en el cuello, las cicatrices. Un incendio o aceite hirviendo. Sólo de pensar en el dolor la oficial se estremeció.

Welles recordó lo que Weir le dijo al detective Sellitto en la puerta de Admisión: «Yo quiero ayudar, de veras». Tenía el aspecto de un escolar que hubiera decepcionado a sus padres.

A pesar de la preocupación que había mostrado Sellitto, el proceso de toma de huellas dactilares y las fotos para el archivo policial transcurrieron sin incidentes, y no tardaron en volver a ponerle las dobles esposas y grilletes. Welles y Hank Gersham, un corpulento oficial del Departamento de Correctivos, le cogieron de un brazo cada uno y se dirigieron por el largo pasillo hacia el puesto de admisión.

Welles había llevado hasta allí a miles de criminales y pensaba que era inmune a sus ruegos, protestas y lágrimas. Pero había algo en la triste promesa que le hizo Weir al detective Sellitto que la conmovía. Tal vez fuera verdad que era inocente. No tenía aspecto de asesino.

Weir hizo un gesto de dolor, y Welles aflojó ligeramente los dedos, que tenía agarrados al brazo como tenazas.

Un momento después, el detenido emitió un gemido y se desplomó hacia el lado de la oficial. Tenía la cara contraída de dolor.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Hank.

– Un calambre -dijo Weir, jadeante-. Me duele… ¡Aaayyy, Dios mío! -dio un grito ahogado-. ¡Los grilletes!

Tenía la pierna izquierda rígida, temblorosa, dura como una roca.

– ¿Se los quito? -le preguntó el oficial a Welles.

Welles se quedó dubitativa unos instantes y, a continuación, dijo:

– No. Weir: ponte de lado, yo lo arreglaré.

Como corredora, Welles sabía qué hacer en caso de calambres. Seguramente no era fingido, ya que parecía que el dolor era auténtico y el músculo estaba durísimo.

– ¡Ay, Dios! -gritó Weir lleno de dolor-. ¡Los grilletes!

– Tenemos que quitárselos -le dijo Hank a su compañera.

– No -repitió con decisión Welles-. Colócale en el suelo, yo me encargaré.

Colocaron con cuidado a Weir en el suelo y Welles comenzó a masajearle la pierna rígida. Hank se quedó de pie, mirando cómo lo hacía. Mientras se ocupaba de la pierna, hubo un momento en que Welles dirigió la mirada hacia arriba y vio que las manos esposadas de Weir, aún a la espalda, se habían deslizado hacia un lado, y que tenía los pantalones unos centímetros más abajo.

Se acercó para mirar más de cerca. Vio que a Weir se le había desprendido una tirita en la cadera. ¿Qué demonios era eso? Se dio cuenta de que era un corte en la piel.

Fue entonces cuando él le sacudió con la palma de la mano un golpe que le dio de lleno en la nariz y le rompió el cartílago. Su cara reflejó un dolor inmenso, que le cortó la respiración.

¡Una llave! ¡Llevaba una llave o una ganzúa escondida en el pequeño corte en la piel debajo del esparadrapo!

Su compañero alargó el brazo enseguida, pero Weir se levantó con mayor rapidez y le dio un codazo en la garganta. El oficial cayó al suelo, jadeando y rodeándose el cuello con la mano, tosiendo e intentando recobrar la respiración. Weir trató de sacar, con una mano, la pistola de Welles de la funda, pero ella se resistía, sujetándola con ambas manos y con todas sus fuerzas. La oficial intentó gritar, pero la sangre que le salía de la nariz se le iba a la garganta y comenzó a atragantarse.

Sin soltar el arma de Welles, el preso alargó la mano izquierda hacia abajo y, en cuestión de segundos, se quitó los grilletes de las piernas. Acto seguido, empezó a tirar, con ambas manos, de la Glock de Welles.

– ¡Socorro! -gritó, tosiendo sangre-. ¡Que alguien me ayude!

Weir consiguió finalmente sacar el arma de la funda, pero Welles, pensando en sus hijos, le agarró con fuerza de la muñeca. El cañón de la pistola se quedó apuntando hacia el pasillo vacío, tras pasar por las manos y piernas de Hank, que luchaba por recobrar el aliento entre múltiples arcadas.

– ¡Socorro! ¡Oficial herido! ¡Ayuda! -gritó Welles.

Vio que algo se movía al final del pasillo: se había abierto una puerta y alguien se acercaba corriendo. Pero parecía que aquel corredor tenía kilómetros de largo y Weir se estaba haciendo con la pistola. Los dos cayeron rodando al suelo: la desesperación de los ojos de Weir, a sólo centímetros de los ojos de ella; el cañón de la pistola volviéndose poco a poco en dirección a Welles acabó entre medias de ambos. Jadeante, Weir intentó introducir el índice en el gatillo.

– ¡No, por favor, no, no! -gimoteó ella. El detenido sonrió con crueldad al verla mirar fijamente el ojo negro del arma, a unos centímetros de su cara, a la espera de que disparara en cualquier momento.

Veía a sus hijos, a su madre.

No hay escapatoria, ¡joder!, pensó Welles, furiosa. Puso el pie contra la pared y empujó con fuerza. Weir se cayó de espaldas y ella acabó cayendo encima de él.

El arma se disparó, produciendo una enorme explosión que la ensordeció, y recibió un fuerte culatazo en la muñeca.

La pared quedó salpicada de sangre.

¡No, no, no!

Por favor, que Hank esté bien, rezaba.

Welles vio entonces que su compañero estaba intentando ponerse de pie. No estaba herido. Entonces se dio cuenta de que ya no luchaba por recuperar el arma, sobre la que sólo estaba su mano, no la de Weir. Temblorosa, se puso en pie de un salto y retrocedió, alejándose de él.

¡Oh, Dios mío!…

La bala le había dado al detenido directamente en un lado de la cabeza y había dejado una herida horrorosa. La pared que había junto a él estaba salpicada de sangre, masa cerebral y trozos de hueso. Weir estaba tendido de espaldas, con los ojos vidriosos dirigidos al techo, la sangre goteando al suelo desde la sien.

Temblando, Welles aulló:

– ¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho? ¡Joder…! ¡Ayúdenle, que venga alguien a ayudarle!

Cuando llegaron a la escena una docena de oficiales más, Welles se volvió para mirarlos y vio que se quedaban inmóviles un instante y se ponían a la defensiva contra ella.

Welles dio un grito ahogado. ¿Habría otro criminal detrás de ella? Se dio la vuelta y vio que el pasillo estaba vacío. Volvió la cabeza y vio que los otros agentes seguían a la defensiva, agachados y apuntando con sus armas. Gritaban, pero el disparo la había dejado sorda y no entendía lo que decían.

Por fin logró entender algo:

– ¡Por Dios, Linda, el arma! Métela en la funda y mira adonde apuntas.

Se dio cuenta de que, presa del pánico, había estado moviendo su Glock de un lado para otro y apuntando al techo, al suelo, a los oficiales…, como un niño con una pistola de juguete.

Soltó una risa frenética por su descuido. Al introducir la pistola en la funda, sintió algo duro en el cinturón y tiró de ello. Examinó el trozo de hueso sanguinolento del cráneo de Weir. «Oh», dijo, lo tiró y se rió como se reía su hija en una buena sesión de cosquillas. Se escupió en la mano y empezó a limpiarse la palma contra el pantalón. Fue restregándose cada vez con más desesperación hasta que la risa cesó de repente y cayó de rodillas, devorada por un llanto desgarrador.

Capítulo 36

– ¡Tendrías que haberlo visto, mamá! Creo que les volví locos.

Kara estaba sentada en el borde de la silla, meciendo la taza tibia de Starbucks entre las manos: el calor del cartón se correspondía perfectamente con la temperatura de la piel humana, la de su madre, por ejemplo, aún rosada, aún tersa.

– El escenario fue sólo mío durante cuarenta y cinco minutos, ¿qué te parece?

– ¿Qué…?

Esa palabra no formaba parte de un diálogo imaginario. La mujer estaba despierta y había hecho la pregunta con una voz firme.

Qué.

Aunque Kara no tenía ni idea de lo que su madre quería decir.

Podía ser: ¿Qué acabas de decir?

O bien: ¿Qué haces aquí tú? ¿Por qué has entrado en mi habitación y estás ahí sentada como si nos conociéramos?

O bien: Oí la palabra «qué» una vez, pero no sé lo que significa y no me atrevo a preguntar. Es importante, ya lo sé, pero no me acuerdo. Qué, qué, qué…

Entonces, su madre miró por la ventana, a la hiedra trepadora, y dijo:

– Todo ha salido de maravilla. Nos salió muy bien.

Kara sabía que sería frustrante intentar mantener una conversación con ella cuando estaba en ese estado mental. Ninguna frase tendría conexión con la anterior. Había veces que incluso perdía el hilo en mitad de una frase y su voz se perdía en un silencio de confusión.

Así que Kara se limitó a divagar sobre la actuación de Las metamorfosis que acababa de ofrecer. Y, a continuación, con mayor entusiasmo incluso, le contó a su madre que había ayudado a la policía a atrapar a un asesino.

Por un momento la madre arqueó la ceja, como si hubiera comprendido, y a Kara se le aceleró el corazón. Se inclinó hacia adelante y dijo:

– He encontrado la lata. Pensé que nunca la encontraría.

La cabeza volvió a la almohada.

Kara cerró los puños con fuerza, comenzó a respirar más deprisa.

– Soy yo, mamá, yo, «Su Real Descendiente». ¿No me ves?

– ¿Qué…?

¡Maldita sea!, dijo para sí Kara, enfurecida, dirigiéndose al demonio que había poseído a la pobre mujer, tapándole el alma. ¡Déjala en paz!, ¡devuélvemela!

– ¡Eh, hola! -dijo desde la puerta una voz de mujer que sobresaltó a Kara. Antes de volver la cabeza se limpió varias lágrimas de la mejilla, tan sutilmente como si estuviera realizando un pase de torniquete.

– ¡Hola! -le dijo a Amelia Sachs-. Me has encontrado.

– Soy poli; a eso nos dedicamos. -Entró en la habitación con dos tazas de Starbucks. Vio la que Kara tenía en la mano-. Lo siento: un regalo repetido.

Kara apartó bruscamente la que tenía en la mano (tirándola casi) y cogió la que le ofrecía Sachs con un gesto de gratitud.

– La cafeína nunca se desperdicia si yo ando cerca. -Comenzó a dar sorbos-. Gracias. ¿Os habéis divertido?

– Desde luego. Esa mujer, Jaynene, es graciosísima. Thom se ha enamorado de ella. Y consiguió hacer reír a Lincoln.

– Tiene ese don con la gente. Y es una persona estupenda.

– Balzac se apoderó de ti rápidamente al acabar el espectáculo. Yo quería haberte dado las gracias otra vez y decirte que deberías pasarnos una factura por el tiempo que nos has dedicado.

– Ni hablar. Gracias a vosotros, ahora conozco el café cubano. Eso ya salda todas las cuentas.

– No, cóbranos algo. Envíame la factura a mí y yo te garantizo que la pasaré a la Central.

– He desempeñado un papel en el caso -dijo Kara-. Ya tengo algo que contarles a mis nietos… ¡Oye!, tengo libre el resto de la noche. El señor Balzac se ha marchado con su amigo. Y pensaba ir a reunirme con algunos amigos al Soho, ¿te vienes?

– Claro -dijo la agente-. Podríamos… -Levantó la vista por encima del hombro de Kara-. ¡Hola!

Kara volvió la cabeza y vio a su madre, que miraba con curiosidad a la oficial. Analizó esa mirada y dijo:

– Ahora mismo no está realmente con nosotras.

– Fue en el verano -dijo la anciana-. En junio, estoy prácticamente segura. -Cerró los ojos y se recostó.

– ¿Se encuentra bien?

– Es algo pasajero. Volverá pronto. La mente se le vuelve un poco rara a veces -Kara le acarició el brazo a su madre y luego le preguntó a Sachs-: ¿Y tus padres?

– Te resultará familiar, presiento. Mi padre murió. Mi madre vive cerca de mi casa, en Brooklyn. Peligrosamente cerca, pero hemos llegado a un… acuerdo.

Kara sabía que esos acuerdos entre madre e hija podrían ser tan complejos como un tratado internacional, así que no le pidió a Amelia que entrara en detalles, al menos por el momento. Ya tendrían tiempo en el futuro.

Un pitido penetrante inundó la habitación, y ambas mujeres se echaron mano al cinturón para coger sus buscas. Ganó Amelia.

– Apagué el móvil al entrar aquí porque había un letrero en la entrada que decía que no se pueden usar. ¿Te importa? -señaló con un gesto al teléfono que había sobre la mesa.

– No, adelante.

Cogió el auricular y marcó. Kara se levantó para estirar las mantas de la cama de su madre.

– ¿Te acuerdas de la pensión en la que nos quedamos en Warwick, mamá?, ¿cerca del castillo?

¿Te acuerdas? ¡Dime que te acuerdas!

– ¿Rhyme? Soy yo -se oyó decir a Amelia.

Kara interrumpió su monólogo unos segundos más tarde, cuando oyó que la oficial preguntaba secamente:

– ¿Qué? ¿Cuándo?

Kara frunció el ceño y se volvió hacia la agente. Amelia estaba mirándola y hacía un gesto negativo con la cabeza.

– Iré enseguida para allá… Estoy con ella ahora. Se lo diré. -Colgó el teléfono.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kara.

– Creo que no podré ir a conocer a tus amigos… Debimos olvidarnos de una ganzúa o una llave. Weir se soltó de las esposas en el Centro de Detención e intentó hacerse con el arma de un agente. Lo han matado.

– ¡Oh, Dios mío!

Amelia se dirigió a la puerta.

– Tengo que hacerme cargo de esa escena. -Se detuvo y miró a Kara-. ¿Sabes?, a mí me preocupaba tenerlo bajo custodia durante el proceso. Era un hombre demasiado escurridizo. Pero supongo que a veces se hace justicia. ¡Ah!, y respecto a la factura, lo que pensaras cargar, ponle el doble.


* * *

– Constable tiene cierta información -dijo con resolución una voz de hombre.

– Ha estado jugando a los detectives, ¿no? -le preguntó Charles Grady al abogado irónicamente.

Irónicamente, no sarcásticamente. El fiscal adjunto no tenía nada contra Joseph Roth que, aunque representaba a la escoria, era un abogado defensor que se las arreglaba para pasar por encima del rastro cenagoso que dejaban sus clientes y que trataba a los fiscales y a los policías con franqueza y respeto. Grady le correspondía.

– Sí, sí que ha estado. Ha hecho algunas llamadas a Canton Falls y ha asustado a un par de tipos de la Unión Patriótica. Hicieron comprobaciones, y parece que algunos de los antiguos miembros se han vuelto unos granujas.

– ¿Quiénes? ¿Barnes? ¿Stemple?

– No hemos profundizado. Lo único que sé es que él está muy disgustado. No hacía más que decir: «Judas, Judas, Judas», una y otra vez.

Lo cual no logró despertar mucha compasión en Grady. Como decía el refrán, dos que duermen en el mismo colchón… Le dijo al abogado:

– Él sabe que yo no voy a permitir que salga impune.

– Y lo comprende, Charles.

– ¿Sabes que Weir ha muerto?

– Sí… Debo decirte que Andrew se alegró al enterarse. Yo creo realmente que él no tuvo nada que ver en el intento de matarte, Charles.

Grady no estaba interesado en absoluto en las opiniones de los abogados defensores, ni siquiera en las de los honestos, como Roth.

– ¿Y tiene información fiable?

– La tiene, sí.

Grady le creyó. Roth era un hombre a quien no se podía engañar fácilmente; si él pensaba que Constable iba a delatar a algunos de los suyos, es que iba a pasar. El éxito que fuera a tener el caso al final era otra cosa, desde luego. Pero si Constable proporcionaba información relevante, y si los federales hacían un trabajo medianamente decente con la investigación y el arresto, él estaba seguro de que encerraría a los malhechores. Grady se aseguraría también de que la investigación forense la supervisara Rhyme.

Los sentimientos del fiscal respecto a la muerte de Weir eran confusos. Mientras que en público había expresado su preocupación porque le hubieran disparado y había prometido que se llevaría a cabo una investigación oficial, en privado estaba encantado de que hubieran liquidado a ese cabrón. Aún estaba sorprendido y furioso porque un asesino hubiera entrado al apartamento donde vivían su mujer y su hija, y porque hubiese intentado matarlas, además.

Grady miró la botella de vino golosamente, pero se dijo que una de las consecuencias de esa llamada telefónica era que el alcohol quedaba excluido por el momento. El caso Constable era tan importante que necesitaba estar con los cinco sentidos alerta.

– Quiere reunirse contigo cara a cara -le dijo Roth.

El vino era un Grgich Hills Cabernet Sauvignon. Nada menos que un 1997. Un gran viñedo y una gran cosecha.

– ¿Cuánto tardarías en llegar al Centro de Detención? -continuó Roth.

– Media hora. Me voy ya.

Grady colgó y le dijo a su mujer:

– La buena noticia es que no habrá juicio.

Luis, el guardaespaldas de mirada serena, dijo:

– Voy con usted.

Tras la muerte de Weir, Lon Sellitto había reducido la escolta a un oficial.

– No, tú quédate aquí con mi familia, Luis. Yo me quedo más tranquilo.

Su mujer preguntó con prudencia:

– Si ésa es la buena noticia, cariño, ¿cuál es la mala?

– Que no vendré a cenar -dijo el fiscal adjunto llevándose un puñado de galletitas a la boga y regándolas con un trago muy largo de un vino muy bueno. Al carajo, ¿por qué no celebrarlo?, pensó.


* * *

El Camaro SS amarillo de Sachs, que parecía que había sobrevivido a varias guerras, se detuvo frente al número 100 de Centre Street. Arrojó la placa del NYPD al salpicadero y salió. Saludó con un gesto al equipo de la escena del crimen, que estaba junto a su Vehículo de Respuesta Rápida.

– ¿Dónde está la escena?

– Primera planta, al final. Por el pasillo de Admisión.

– ¿Está sellada?

– Sí.

– ¿De quién era el arma?

– De Linda Welles, oficial del Departamento de Correctivos. Está muy afectada. El cabrón le ha roto la nariz.

Sachs cogió uno de los maletines y lo colocó en un carrito, dirigiéndose después a la puerta principal del edificio del Juzgado de lo Penal. El resto de los técnicos de Escena del Crimen hizo lo mismo y se fueron detrás de ella.

Aquella escena tenía unas características muy especiales, desde luego. ¿Un disparo accidental por parte de una oficial y un sospechoso que intentaba escaparse?

Mero trámite. Aun así, se trataba de un homicidio, lo que exigía un informe completo de la escena del crimen para la Junta constituida para el caso y cualesquiera investigaciones y pleitos posteriores. Amelia Sachs se esmeraría con esa escena tanto como con cualquier otra.

Tras comprobar las tarjetas de identificación, un guardia les condujo por una serie de pasillos que conducían al sótano. Por fin llegaron a una puerta cerrada y atravesada por la cinta amarilla de la línea policial. Había un detective que hablaba con una oficial de uniforme con la nariz llena de pañuelos de papel y vendas.

Sachs se presentó y explicó que ella era la encargada de recopilar información de la escena. El detective se apartó y Sachs le preguntó a Linda Welles por lo sucedido.

Con una voz titubeante y nasal, la oficial le explicó que en el recorrido que hicieron desde que le tomaron las huellas dactilares hasta el puesto de Admisión, el sospechoso se las había arreglado de alguna forma para liberarse de las esposas.

– Tardaría unos dos o tres segundos. Esposas y grilletes. Así, sin más: abiertos. Y no cogió mi llave. -Se señaló el bolsillo de la blusa donde se suponía que estaba-. Tenía una ganzúa o una llave o algo en la cadera.

– ¿En el bolsillo? -preguntó Sachs con un gesto de incredulidad. Recordó que le habían registrado meticulosamente.

– No, en la pierna. Ya lo verás. -Señaló con la cabeza hacia el pasillo donde estaba el cuerpo de Weir-. Tiene un corte en la piel, cubierto por una tirita. ¡Todo ha sucedido tan deprisa!

Sachs supuso que él mismo se había hecho el corte para tener un sitio donde esconder cosas. Un pensamiento repugnante.

– Entonces me agarró el arma y comenzamos a forcejear. Y se disparó, sencillamente. Yo no quería apretar el gatillo, y no lo hice, de verdad, pero… Intenté mantener el control pero no pude. Sencillamente, se disparó.

Control…, se disparó. Los términos, jerga policial, eran tal vez un intento de desligarla del sentimiento de culpa. Eso no tenía nada que ver con el hecho de que había muerto un asesino, ni con que la vida de ella hubiera estado en peligro, ni con que el sujeto hubiera engañado a una docena más de agentes; no, con lo que tenía que ver era con que esa mujer había tenido un tropiezo. Para las mujeres del NYPD el listón estaba muy alto, y las caídas eran siempre más duras que para los hombres.

– Nosotros le arrestamos y le registramos allí mismo -dijo Sachs con amabilidad-. Y tampoco vimos la llave.

– Sí -dijo la oficial entre dientes-. Pero acabará saliendo.

Al investigar el incidente de los disparos, quería decir. Y, en efecto, saldría.

Bien, pues Sachs se emplearía a fondo en su informe para dar a aquella oficial el mayor respaldo posible.

Welles se tocó la nariz con mucha delicadeza.

– ¡Ay!, cómo me duele. -Le caían lágrimas por las mejillas-. ¿Qué van a decir mis hijos? Siempre me están preguntando si hago cosas peligrosas, y yo les digo que no. Pues mira esto…

Sachs se puso los guantes de látex y pidió la Glock a la oficial. La cogió, bajó el bloqueo y sacó el cañón de la cámara. Lo metió todo en una bolsa de plástico para pruebas.

Adoptando el papel de sargento, Sachs le dijo a Welles:

– Puedes tomarte un permiso, ¿sabes?

Welles ni siquiera la oyó.

– Simplemente, se disparó -decía la mujer con voz apagada-. Yo no quería. Yo no quería matar a nadie.

– Linda -la llamó Sachs-. Puedes tomarte un permiso, de una semana o diez días.

– ¿Puedo?

– Habla con tu superior.

– Claro, sí. Podría tomármelo. -Welles se levantó y se dirigió, medio aturdida, hasta el médico que estaba atendiendo a su colega, quien se había hecho un horrible cardenal en el cuello, aunque al parecer no pasaba de eso.

El equipo de Escena del Crimen se estableció fuera de la puerta que daba al pasillo donde se había producido el disparo. Abrieron los maletines y colocaron todos los equipos de recopilación de pruebas, los dispositivos para las crestas papilares de las huellas y las cámaras de vídeo y de fotografía fija. Sachs se puso el mono de tyvek y las bandas de goma en los pies.

Se colocó el micrófono de diadema y solicitó una conexión de comunicación por radio con el teléfono de Rhyme. Mientras arrancaba la cinta policial y abría la puerta, pensó: ¿un corte en la piel para esconder ganzúas y llaves para esposas? De todos los malhechores a los que se habían enfrentado Lincoln y ella, El Prestidigitador era…

– ¡Oh, maldita sea! -soltó.

– Hola a ti también, Sachs -dijo Lincoln, mordaz, por el auricular-. Al menos creo que eres tú, porque hay muchas interferencias.

– ¡Estoy que no me lo creo, Rhyme! Los de la Unidad Médica se han llevado el cuerpo antes de que yo pudiera procesarlo. -Sachs estaba mirando hacia el pasillo, ensangrentado y vacío.

– ¿Cómo? ¿Quién lo ha autorizado?

Las normas en una Escena del Crimen dictaban que el personal de emergencias médicas podía entrar en una escena para salvar a los heridos, pero, en caso de homicidio, el cadáver tenía que permanecer intacto, ni siquiera el médico de guardia de la oficina de Exámenes Médicos podía tocarlo antes de que alguien del Departamento Forense procesara el cadáver. Era una labor policial fundamental, y la carrera del que hubiera autorizado levantar el cadáver de El Prestidigitador estaba en peligro.

– ¿Hay algún problema, Amelia? -gritó uno de los técnicos desde la puerta.

– Mira -dijo, enojada, señalando hacia el pasillo-. El equipo médico se ha llevado el cuerpo antes de que lo procesáramos. ¿Cómo es eso?

El joven técnico, que llevaba el pelo cortado al rape, frunció el ceño, miró a su compañera y dijo:

– Uhmmm, bueno, el médico está ahí afuera. Era con el que estábamos hablando cuando tú llegaste, el que daba de comer a las palomas… Estaba esperando a que termináramos para trasladar el cadáver.

– ¿Qué pasa? -gruñó Rhyme-. Oigo voces, Sachs.

– Hay un equipo de la oficina de Exámenes Médicos afuera, Rhyme. Parece que no son ellos los que se han llevado el cuerpo. ¿Qué…? ¡Oh, por Dios bendito, no! -El escalofrío le llegó directamente al alma-. Rhyme, no te vas a…

– ¿Qué ves Sachs? -ladró-. ¿Qué aspecto tienen las salpicaduras de sangre?

Sachs fue corriendo al lugar en el que se había producido el disparo y estudió las manchas de sangre que había en la pared.

– ¡Oh, no! No parecen las manchas normales de un disparo, Rhyme.

– ¿Hay masa cerebral o hueso?

– Masa gris, sí. Pero tampoco tiene el aspecto habitual. Hay algunos fragmentos de hueso, aunque no muchos para haber sido un disparo desde tan cerca.

– Haz un análisis de sangre como presunta prueba, eso tendrá el carácter oficial suficiente.

Volvió corriendo a la puerta.

– ¿Pero qué está pas…? -preguntó uno de los técnicos, que se calló al verla revolver frenéticamente entre los maletines.

Sachs cogió el equipo de análisis de sangre catalítico Kastle-Meyer, volvió al pasillo y tomó una muestra de la pared. La trató con fenolftaleína y, momentos después, ya tenía el resultado.

– No sé lo que es pero, definitivamente, no es sangre. -Miró las manchas rojizas que había en el suelo que, en cambio, parecían auténticas. Analizó una muestra y dio positivo. En la esquina encontró una hoja de navaja de afeitar ensangrentada-. ¡Por el amor de Dios, Rhyme, el disparo no le alcanzó de verdad, lo ha representado todo! Se cortó en alguna parte para sangrar de verdad y engañó a los guardias.

– Avisa a los de seguridad.

– Se trata de una fuga, ¡que cierren todas las salidas! -gritó Sachs.

El detective llegó en ese momento al pasillo y se quedó mirando al suelo. Linda Welles se le unió, con los ojos como platos. El alivio momentáneo que sintió por no haber participado en realidad en la muerte de un hombre se desvaneció al darse cuenta de que las implicaciones de lo que había sucedido eran mucho peores.

– ¡No! Pero si estaba ahí…, con los ojos abiertos. Tenía el aspecto de estar muerto -su voz era aguda, frenética-. Pero si…, o sea…, la cabeza… estaba toda ensangrentada. Yo vi…, yo vi la herida.

Viste la ilusión de una herida, pensó Sachs con amargura.

El detective gritó:

– Han avisado a los guardias en todas las salidas. Pero, por Dios bendito, este pasillo no es una zona de alta seguridad. En cuanto cerramos las puertas aquí, él pudo haberse levantado e ido a cualquier parte. Seguramente esté robando un coche en este momento, o en el metro hacia Queens.

Amelia Sachs comenzó a dar órdenes. Cualquiera que fuera el rango del detective, estaba tan impresionado por la huida que no puso en duda la autoridad de la oficial.

– Haz un comunicado sobre la fuga y transmítelo -dijo-. A todas las agencias del área metropolitana. Federales y estatales. No olvides la Empresa Municipal de Transporte. El nombre es Erick Weir. Varón, blanco. Cincuenta y pocos años. Tienes la foto del archivo policial.

– ¿Cómo va vestido? -preguntó el detective a Welles y a su compañero. Ambos se esforzaron por recordarlo y le dieron una descripción general.

Sin embargo, Sachs estaba pensando que apenas importaba, ya que en ese momento ya llevaría un atuendo diferente. Miró hacia los cinco tentáculos de pasillos oscuros que abarcaba con la vista desde esa posición y vio las siluetas de decenas de personas: guardias, conserjes, polis…

O tal vez alguna era la de El Prestidigitador disfrazado de uno de ellos.

Pero, por el momento, dejó en otras manos el asunto de la persecución y volvió a su ámbito de especialización: la escena del crimen, cuya investigación iba a ser un mero formalismo pero era ahora una cuestión de vida o muerte.

Capítulo 37

Según avanzaba con cautela por el sótano del Centro de Detención de Manhattan, Malerick iba reflexionando sobre su fuga mientras ofrecía un monólogo silencioso a su venerado público.

Permítanme compartir con ustedes un truco de los ilusionistas.

Para engañar de verdad a la gente no basta con desorientarles durante el truco. El motivo estriba en que, ante un fenómeno que desafía a la lógica, el cerebro humano sigue representando la escena posteriormente para tratar de comprender lo sucedido. Nosotros, los ilusionistas, lo llamamos «reconstrucción», y salvo que efectuemos el truco de manera inteligente, un público listo y suspicaz resultará engañado sólo por un tiempo; una vez finalizada la función, descubrirá el método que hemos empleado.

Así pues, ¿cómo engañamos a públicos de ese tipo?

Utilizamos el método más inverosímil posible, además de ridiculamente sencillo o abrumadoramente complejo.

He aquí un ejemplo: un famoso ilusionista simula que traspasa un pañuelo con una pluma de pavo real entera. Es raro que el público pueda imaginar qué tipo de sortilegio realiza el artista para que parezca verdad lo que hace. ¿Cuál es elmétodo?

Que en realidad traspasa el pañuelo. ¡El pañuelo tiene un agujero! El público piensa en esta posibilidad en un principio, pero invariablemente decide que es demasiado simple para un mago tan extraordinario. Tiende a pensar que lo que está haciendo es mucho más complicado.

Otro: un ilusionista está cenando con unos amigos en un restaurante y alguien le pide que les haga algunos trucos. Al principio se niega pero luego accede. Coge un mantel, lo extiende delante de una mesa cercana, cubriendo a una pareja de novios que había cenando y, en un segundo, hace que desaparezcan la pareja y la mesa. Los amigos se quedan atónitos. ¿Cómo lo ha hecho? Nunca se les ocurrió que, en previsión de que se le pidiera que actuara, el ilusionista había acordado con el maître que hubiera preparada una mesa plegable, y además contrató a dos actores para que hicieran el papel de pareja. Cuando el ilusionista levantó el mantel, ellos acababan de desaparecer en ese preciso instante.

Al reconstruir lo que acababan de ver, los comensales rechazaron la respuesta verdadera por demasiado improbable para una actuación tan aparentemente improvisada como ésta.

Y esto es lo que ha ocurrido con el acto de ilusionismo que acaban de presenciar, lo que yo llamo «El prisionero disparado».

Reconstrucción. Muchos ilusionistas pasan por alto este proceso psicológico. Pero a Malerick no se le olvidaba nunca, y lo tuvo en cuenta minuciosamente al planear su huida del Centro de Detención. Los oficiales que le escoltaban por el pasillo que conducía al calabozo creyeron ver que el detenido se liberaba de las esposas, se hacía con un arma y acababa recibiendo un disparo que terminaba con su vida justo delante de ellos.

Hubo sorpresa, hubo consternación, hubo horror.

Pero incluso en momentos clave como esos, la mente hace lo que debe hacer, y antes de que el humo se desvaneciera, los oficiales ya estaban analizando los acontecimientos, considerando las diferentes opciones y medidas que debían adoptarse. Como cualquier otro público, se entregaron a la reconstrucción y, como sabían que Erick Weir era un experto ilusionista, se preguntaron sin duda si el disparo había sido falso.

Pero ellos habían oído con sus propios oídos que una pistola de verdad disparaba una bala de verdad.

Y habían visto con sus propios ojos que la cabeza explotaba con el impacto y, un momento después, un cuerpo inerte y sin vida, sangre, cerebro, hueso y unos ojos vidriosos.

La reconstrucción les hizo llegar a la conclusión de que era demasiado inverosímil que un hombre llegara tan lejos para fingir un disparo. Así que, confiados en que estaba muerto, le dejaron solo y sin esposar en el pasillo mientras ellos se iban frenéticos a hacer sus llamadas por radio o por teléfono.

¿Y mi método, Venerado Público?

Conforme avanzaban por el pasillo, Malerick se quitó la tirita que llevaba en la cadera y sacó una llave universal para esposas de un pequeño corte que se había hecho en la piel. Una vez liberado de las esposas, golpeó a la oficial en la cara y a su compañero en la garganta, y sacó el arma de la funda. Un forcejeo… y, finalmente, él apuntó con el arma detrás de su cabeza y apretó el gatillo. Al mismo tiempo, dio un golpecito en el circuito de activación de un petardo diminuto que se había pegado con cinta adhesiva al cuero cabelludo y que quedaba oculto por el pelo, y que hizo que explotara una pequeña bolsa con sangre falsa, trocitos de goma gris y fragmentos de hueso de ternera. Para aumentar la credibilidad del número, había usado una hoja de navaja de afeitar, oculta en la cadera con la llave, para cortarse el cuero cabelludo, una zona del cuerpo que sangra profusamente sin causar mucho dolor.

Luego, se quedó tendido como un muñeco de trapo, respirando lo más superficialmente que pudo. Mantenía los ojos abiertos, ya que se había echado un colirio muy viscoso que producía un aspecto lechoso y le ayudaba no parpadear.

¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho? ¡Joder…! ¡Ayúdenle, que venga alguien a ayudarle!

¡Ah, oficial Welles!, ya era demasiado tarde para ayudarme.

Estaba tan muerto como un gato en mitad de una autopista.

En ese momento avanzaba por los sinuosos pasillos de los sótanos interconectados de los edificios gubernamentales, hasta que llegó al almacén de suministros, en el que había escondido hacía unos cuantos días un nuevo disfraz. En el interior del cuartito se quitó la ropa y escondió detrás de unas cajas el vendaje, la ropa que acababa de quitarse y los zapatos. Se puso el disfraz y se maquilló, de forma que en menos de diez segundos ya estaba en su nuevo papel.

Un vistazo antes de salir del cuarto. El pasillo estaba vacío. Salió y fue apresuradamente hacia la escalera. Ya casi era la hora de la apoteosis final.


* * *

– Fue una escapatoria -dijo Kara.

Hacía unos minutos que se habían llevado rápidamente a la joven otra vez a la casa de Rhyme desde Stuyvesant Manor.

– ¿Una escapatoria? -preguntó el criminalista-. ¿En qué sentido?

– Es un plan alternativo. Todos los buenos ilusionistas tienen uno o dos actos de reserva para cada número. Si metes la pata o el público te descubre, tienes que tener preparado un plan de escapatoria para salvar el truco. Él debió de pensar que cabía la posibilidad de que le cogieran, así que pergeñó una escapatoria que le permitiera huir.

– ¿Cómo lo hizo?

– Tenía un petardo escondido en el pelo, debajo de una bolsa con sangre. ¿El disparo? Pudo ser un arma falsa -sugirió-. Se emplean en la mayoría de los trucos con bala. Tienen un segundo cañón. O son armas de verdad cargadas con balas de fogueo. Debió de intercambiar las pistolas entre él y la oficial que le llevó a la celda.

– Lo dudo -dijo Rhyme mirando a Sellitto.

– Sí -aceptó el arrugado detective-. Yo tampoco creo que pudiera cambiar una pipa reglamentaria. Ni descargarla y volver a cargarla con balas de mentira.

– Bueno, pudo fingir que se disparaba a sí mismo -admitió Kara-. Haber jugado con el ángulo visual.

– ¿Y qué pasa con los ojos? -preguntó Rhyme-. Los testigos afirman que los tenía abiertos, que no parpadeaba. Y parecían vidriosos.

– Hay docenas de artilugios para que un hombre finja estar muerto. Pudo haber empleado un colirio que lubrica la superficie. Te permite mantener los ojos abiertos durante diez o quince minutos. Y hay también lentillas autolubricantes. Dan a los ojos un aspecto vidrioso y uno parece un zombie.

Zombies y sangre falsa… ¡Cielo santo!, vaya lío.

– ¿Y cómo logró pasar por el maldito detector de metales?

– Aún no estaban en la zona de seguridad -explicó Sellitto-. Iban de camino hacia allí.

Rhyme suspiró y luego soltó:

– ¿Dónde demonios están las pruebas? -Recorrió la mirada desde la puerta hasta Mel Cooper, como si el delgado técnico pudiera hacer aparecer a su antojo el paquete del Centro de Detención. Resultó que había dos Escenas del Crimen: una era el pasillo donde había tenido lugar el falso disparo. La otra estaba en el sótano del Tribunal: en el cuarto del conserje. Uno de los equipos de investigación había encontrado allí, escondido en una bolsa, el esparadrapo, la ropa y algunas otras cosas.

Se oyó el timbre de la puerta y Thom acudió a abrirla. Un momento después entraba apresuradamente al laboratorio Roland Bell.

– No puedo creérmelo -dijo, sin aliento; una mata de pelo sudoroso le caía por la frente-. ¿Está confirmado? ¿Se ha escapado?

– Desde luego -respondió Rhyme sombríamente-. La Unidad de Servicios de Emergencia está barriendo la zona. Amelia está allí también. Pero no han encontrado ninguna pista.

– Puede que esté ya en el quinto pino -masculló Bell con su acento característico-, pero pienso que ya es hora de que nos llevemos a Charles y a su familia a un lugar seguro hasta que sepamos a qué atenernos.

– Completamente de acuerdo -dijo Sellitto.

El detective sacó su teléfono móvil e hizo una llamada.

– ¿Luis? Soy Roland. Escucha, Weir se ha escapado… No, no, no estaba muerto en absoluto. Fue todo una farsa. Quiero que lleves a Grady y a su familia a un piso franco hasta que hayamos atrapado al tipo. Voy a enviar un… ¿Cómo?

Al oír esta palabra de sorpresa la atención de todo el mundo se dirigió hacia Bell.

– ¿Y quién está con él?… ¿Solo? ¿Pero qué me estás diciendo?

Rhyme estaba mirando la cara de Bell, con un gesto oscuro y críptico en su semblante, de natural displicente. De nuevo, como había pasado en aquel caso con bastante frecuencia, Rhyme tuvo la sensación de que nuevos acontecimientos que parecían imprevisibles, aunque habían sido planeados hacía tiempo, estaban empezando a salir a la luz.

Bell se volvió hacia Sellitto.

– Luis dice que tú has llamado y dado orden de que le retiren la escolta.

– ¿Llamado a quién?

– A la casa de Grady. Que tú le has dicho a Luis que se quede él pero que mande a los demás a casa.

– ¿Y por qué iba a hacer yo eso? -preguntó Sellitto-. ¡Joder, lo ha vuelto a hacer! Como con los guardias del circo, que también los mandó para casa.

– Esto se está poniendo peor -dijo Bell dirigiéndose a todo el equipo-. Grady está de camino al Centro, y va solo. Allí se va a reunir con Constable para no sé qué negociación entre el fiscal y la defensa -le explicó después, dirigiéndose al teléfono, dijo-: Luis, procura que todos los miembros de la familia estén juntos. Y llama al resto de los escoltas y diles que vuelvan de inmediato. No permitas que nadie entre en el apartamento, a menos que le conozcas. Intentaré localizar a Charles. -Colgó y marcó otro número. Se quedó escuchando un buen rato-. No contestan. -Dejó un mensaje-. Charles, soy Roland. Weir se ha escapado y no sabemos dónde está ni lo que está tramando. En cuando oigas esto, busca un oficial armado al que conozcas personalmente y no te separes de él, y luego llámame.

Le dio el número y acto seguido hizo otra llamada, esta vez a Bo Haumann, jefe de los Servicios de Emergencia. Le avisó de que Grady se dirigía hacia el Centro de Detención sin protección alguna.

El hombre con dos pistolas colgó y negó con la cabeza.

– Ésta sí que se me ha escapado -se quedó mirando la pizarra de las pruebas-. Entonces, ¿qué estará tramando nuestro hombre?

– Lo que sí sé es que no se ha ido de la ciudad, que se lo está pasando bien aquí -dijo Rhyme.

Lo único que ha significado algo para mí en la vida es actuar. El ilusionismo, la magia…


* * *

– Gracias señor, gracias.

El guardia se quedó algo confuso ante las delicadas palabras que le dirigía el hombre -Andrew Constable- al que estaba conduciendo a la sala de interrogatorios, por encima de Las Tumbas, en el sur de Manhattan.

El detenido sonreía como lo haría un predicador al agradecer las limosnas a sus feligreses.

Constable venía con las manos esposadas a la espalda, y el guardia se las cambió al frente

– ¿Ha venido ya el señor Roth, señor?

– Siéntese y cállese.

– No tema… -Constable se sentó.

– Cállese.

Eso también lo hizo.

El guardia salió y, solo en el cuarto, el detenido miró la ciudad por la grasienta ventana. Aunque era un hombre del campo hasta la médula, sabía apreciar Nueva York. El once de septiembre le dejó atónito e iracundo hasta decir basta. Si a él y a la Unión Patriótica les hubieran dejado actuar a su albedrío, aquel suceso no habría ocurrido nunca, ya que la gente que deseaba acabar con el estilo de vida americano habría sido arrancada de raíz y desenmascarada.

Preguntas comprometidas…

Un momento después se abrió la pesada puerta de metal y el guardia dejó pasar a Joseph Roth.

– ¿Qué hay, Joe? ¿Ha accedido Grady a la negociación?

– Sí. Llegará dentro de unos diez minutos, supongo. Aunque va a necesitar que le digas algo sustancioso, Andrew.

– No te preocupes que se lo diré -suspiró-. Me he enterado de más cosas desde que hablé contigo la última vez. Te diré, Joseph, que estoy muy afectado por lo que ha ocurrido en Canton Falls. Y ha estado pasando delante de mis narices un año o así. La historia a la que Grady no hacía más que referirse, sobre matar a esos federales, ¿recuerdas…? Yo pensé que eran bobadas, pero no; había unos tipos que lo estaban planeando de verdad.

– ¿Tienes nombres?

– Descuida, que los tengo. Amigos míos, buenos amigos. Al menos lo eran. ¿Y qué me dices del almuerzo en el Riverside Inn? Algunos de ellos contrataron a Weir para que matara a Grady. Tengo los nombres, las fechas, los lugares, los números de teléfono. Y voy a tener más cosas. Hay muchísimos patriotas que van a cooperar incondicionalmente, no te preocupes.

– Eso está bien -dijo Roth, que pareció aliviado ante esas palabras-. Será difícil al principio negociar con Grady. Es su estilo. Pero creo que las cosas van a salir bien.

– Gracias, Joe. -Constable miró fijamente a su abogado-. Me alegro de haberte contratado.

– Debo decirte, Andrew, que al principio me sorprendió un poco que contrataras a un abogado judío; ya sabes, por lo que se dice de ti…

– Pero luego me has conocido.

– Luego te he conocido.

– Eso me recuerda, Joe, que hay algo que he querido preguntarte…, ¿cuándo es la Pascua?

– ¿Cómo?

– Esa fiesta que tenéis vosotros, ¿cuándo es?

– Fue hace un mes, más o menos. ¿Te acuerdas de una noche que yo me fui pronto?

– Sí -asintió-. ¿Y qué conmemora la Pascua?

– Que cuando mataron a los primogénitos de los egipcios, Dios pasó por alto las casas de los judíos, así que perdonó a sus hijos.

– ¡Ah!, pensé que era algo que tenía que ver con el paso del Mar Rojo.

– Bueno, podría ser, pero no -se rió Roth.

– De todas formas, discúlpame por no haberte felicitado la fiesta entonces.

– Te lo agradezco, Andrew. -Le miró a los ojos-. Si las cosas salen como espero que salgan, tal vez tú y tu mujer podríais venir a nuestro Seder [26] el año que viene. Es una cena, una celebración. Vienen como quince personas, no todas judías. Lo pasamos bien.

– Puedes considerar aceptada la invitación. -Los hombres se estrecharon la mano-. Un incentivo más para sacarme de aquí. Así que, pongámonos a trabajar. Infórmame otra vez sobre los cargos y sobre lo que tú crees que Grady aceptará.

Constable se estiró. Era agradable tener las manos por delante y las piernas sin grilletes. Tan bien se sentía, de hecho, que le pareció gracioso oír leer a su abogado la lista de razones por las que la gente del Estado de Nueva York consideraba que debía ser apartado de la sociedad. Pero el monólogo fue interrumpido un momento después, cuando se acercó el guardia a la puerta. Indicó a Roth con un gesto que saliera.

Al volver, la cara del abogado reflejaba preocupación.

– Se supone que tenemos que quedarnos aquí sentaditos esperando todavía un rato. Weir se ha escapado.

– ¡No! ¿Está a salvo Grady?

– No lo sé. Supongo que tendrá guardaespaldas que le protejan.

El detenido suspiró, indignado.

– ¿Sabes quién va a cargar con la culpa al final? Yo. Ya basta, yo estoy harto y cansado de toda esta basura. Voy a enterarme de dónde está Weir y lo que pretende.

– ¿Tú?, ¿cómo?

– Pondré a toda la gente que pueda reunir en Canton Falls a seguirle la pista a Jeddy Barnes. Tal vez puedan convencerle de que nos diga dónde está Weir y lo que está haciendo.

– Espera, Andrew -dijo Roth, inquieto-. No harán nada que no sea legal, ¿eh?

– No, me aseguraré de ello.

– Seguro que Grady lo agradecerá.

– Entre tú y yo, Joe, a mí Grady me importa un bledo. Esto lo hago por mí. Si les entrego a Weir y les sirvo la cabeza de Jeddy en bandeja, tal vez todo el mundo crea que estoy intentando ir por el buen camino. Ahora, hagamos algunas llamadas de teléfono y vayamos al fondo de todo este lío.

Capítulo 38

Hobbs Wentworth no salía de Canton Falls muy a menudo.

Vestido de conserje, con un carrito en donde llevaba escobas, fregonas y sus «aparejos de pesca» (es decir, su fusil de asalto Cok AR-15 semiautomático), Hobbs Wentworth se dio cuenta de que la vida en la gran ciudad había cambiado bastante en los últimos veinte años que hacía que no había estado allí.

Y advirtió que todo lo que había oído sobre el lento cáncer que iba devorando a la raza blanca era verdad.

¡Señor que cuidas de nuestros campos, mira qué espectáculo!: había más japoneses, o chinos o lo que fueran (¿qué diferencia había?), que en Tokio. Y los hispanos estaban en todas partes en esa zona de Nueva York, como mosquitos. Y también los del turbante: no comprendía por qué no hacían una redada y los mataban a todos después de lo de las Torres Gemelas. Vio a una mujer vestida con uno de esos trajes musulmanes, toda cubierta hasta los ojos, cruzando la calle. Sintió unos deseos irresistibles de matarla, ya que tal vez ella conociera a alguien que conocía a alguien que había atentado contra su país.

También indios y paquistaníes, a quienes deberían enviar de vuelta a su casa, porque él no entendía qué coño decían, y eso sin contar que no eran cristianos.

Hobbs estaba furioso con lo que había hecho el Gobierno: abrir las fronteras y permitir que entraran todos esos animales, esquilmar el país y obligar a las personas decentes a concentrarse en pequeñas islas de seguridad, en lugares como Canton Falls, que cada día se hacían más y más pequeños.

Pero Dios le había guiñado un ojo a Hobbs Wentworth, un tipo listo, y le había concedido la bendita misión de luchar por la libertad. Porque Jeddy Barnes y sus amigos sabían que Hobbs tenía otra cualidad, aparte de enseñar la Biblia a los niños a base de historias. Él mataba a la gente. Y lo hacía muy pero que muy bien. Había veces en que su aparejo de pesca era un cuchillo Ka-Bar; otras en las que era un instrumento de hierro para estrangular; otras, la dulce Colt y otras el arco compuesto. La docena aproximadamente de misiones que había cumplido en los últimos años habían salido a la perfección. Un hispano en Massachusetts, un político izquierdista en Albany, un negro en Burlington y un médico asesino de niños en Pennsylvania.

Y ahora añadiría a la lista un fiscal adjunto.

Iba empujando el carrito por un aparcamiento subterráneo casi vacío en Centre Street, y se quedó parado en una de las puertas, esperando. Parecía un empleado desganado ante la perspectiva de comenzar su turno de noche como conserje. Pasados unos minutos, la puerta se abrió y él saludó amablemente a una mujer que salía del vestíbulo inferior, una mujer madura que llevaba un maletín y vestía vaqueros y blusa blanca. Ella le sonrió, pero cerró la puerta tras de sí con decisión y le dijo que lo sentía pero que no le podía dejar pasar, que tal y como estaba la cuestión de la seguridad debía de entenderlo.

Él dijo que desde luego, que lo entendía, y le devolvió la sonrisa.

Un minuto después, Hobbs echaba el cuerpo de la mujer, que daba sacudidas, en el carro y le quitaba la tarjeta de identificación que llevaba colgada del cuello. La pasó por el lector electrónico y la puerta se abrió.

Tomó el ascensor hasta la tercera planta, empujando el carrito delante de él, con el cuerpo de la mujer medio oculto entre bolsas de basura. Hobbs encontró la oficina que, según decidió el señor Weir, era la mejor que podían usar. Ofrecía una buena vista de la calle y, puesto que pertenecía al Departamento de Estadística sobre Autovías, no era muy probable que hubiera emergencias que precisaran la presencia de empleados en ella un domingo por la noche. La puerta estaba cerrada, pero el hombretón no tuvo más que darle una patada para entrar (el señor Weir había dicho que no había tiempo para enseñarle cómo forzar la cerradura).

Ya en el interior, Hobbs cogió el arma del carro, montó la mira y apuntó hacia la calle que había debajo. Un tiro fácil perfecto. No podía fallar.

Aunque, a decir verdad, estaba nervioso.

En realidad, lo que le preocupaba no era matar a Grady; para él ése sería un trofeo fácil, sin problemas. Lo que le preocupaba más bien era cómo escapar después. Le gustaba la vida que llevaba en Canton Falls, le gustaba contarles las historias de la Biblia a los crios, le gustaba cazar, pescar y reunirse con sus amigos, que tenían ideas afines a las suyas. Incluso se lo pasaba bien con Cindy algunas noches, siempre que hubiera la iluminación adecuada y un poco de alcohol por medio.

Pero el plan de Weir, El Hombre Mágico, había previsto su escapatoria.

Cuando Grady apareciera, Hobbs le dispararía cinco veces, una inmediatamente después de la otra, desde la ventana cerrada. La primera bala haría añicos el cristal, y tal vez se desviara, pero las demás acabarían con la vida del fiscal adjunto. A continuación, había explicado el señor Weir, Hobbs debía abrir una puerta de incendios, aunque no saldría por ella. Eso «desorientaría» a la policía, que pensaría que ésa había sido la vía de escape. En cambio, lo que debía hacer era volver al aparcamiento, poner la vieja Dodge en una plaza reservada para discapacitados y meterse en el maletero. En algún momento, seguramente esa misma noche, aunque era más probable que fuera al día siguiente, la grúa se llevaría el vehículo al depósito municipal.

A los equipos de las grúas les estaba prohibido abrir las puertas cerradas o los maleteros de los coches que retiraban, de manera que se llevarían el vehículo al depósito, pasando por las barreras correspondientes, sin advertir que en el interior iba un pasajero. Cuando resultara seguro, Hobbs abriría el maletero desde dentro y volvería a Canton Falls. En el maletero había suficiente agua y comida, además de un bote vacío por si quería orinar.

Era un plan inteligente.

Y Hobbs, como tipo listo a quien Dios había guiñado un ojo, intentaría hacerlo lo mejor posible para que tuviera éxito.

Poniendo en el punto de mira a transeúntes al azar para ir acostumbrándose al campo de matanza, Hobbs pensaba que el señor Weir debía de ofrecer unos espectáculos de magia estupendos. Se preguntaba si, una vez que todo eso hubiera pasado, podría volver a Canton Falls a ofrecer una función en la escuela dominical.

En cualquier caso, Hobbs decidió que, como mínimo, él inventaría algunas historias en las que Jesús sería un mago que utilizaba sus trucos para hacer desaparecer a los romanos y a los paganos.


* * *

Sudor.

Escalofríos producidos por el sudor frío que le bajaba a Amelia Sachs por los costados y la espalda.

Escalofríos producidos también por el miedo.

Investiga a fondo…

Avanzaba por otro pasillo oscuro del edificio del Tribunal de lo Penal con la mano en el arma.

… pero cúbrete las espaldas.

Lo procuraré, Rhyme, lo procuraré. Me encantaría. Pero, ¿cúbretelas de quién? ¿De un hombre de cara delgada y unos cincuenta años, que puede llevar barba o no? ¿De una ancianita con el uniforme de una camarera de una cafetería? ¿De un obrero, un guardia del Departamento de Correctivos, un conserje poli, médico, un cocinero, un bombero, una enfermera? Cualquiera de las docenas de personas que estaban allí legítimamente en domingo.

¿Quién, quién, quién?

Oyó que su radio se activaba. Era Sellitto.

– Estoy en la tercera planta, Amelia. Nada.

– Yo estoy en el sótano. He visto a una docena de personas y todas las tarjetas de identificación coincidían, pero, joder, quién sabe si ha estado semanas planeando esto y lleva una placa falsa.

– Voy a subir a la cuarta.

Finalizaron la transmisión y ella prosiguió la búsqueda. Más pasillos. Docenas de puertas. Todas cerradas.

Pero, por supuesto, esas sencillas cerraduras no significaban nada para él. Podía abrir una cualquiera en pocos segundos y esconderse en un almacén oscuro. Podía colarse en el despacho de un juez y quedarse allí escondido hasta el lunes. Podía deslizarse por una de las rejillas con candado que conducían a los túneles por donde iban las conducciones de gas, electricidad y demás servicios, que además le darían acceso a la mitad de los edificios del centro de Manhattan, así como al metro.

Dobló un recodo y siguió avanzando por otro oscuro pasillo. Iba comprobando los pomos de las puertas por las que pasaba, y encontró una abierta.

Si él estaba en ese cuarto, la habría oído, por el clic del picaporte más que por las pisadas, así que lo mejor sería entrar lo más rápidamente posible. Empujó la puerta, que se abría hacia adentro, y alumbró con la linterna, lista para saltar hacia su izquierda si veía un arma que apuntara hacia ella (recordaba que los tiradores diestros tienden a desviar el arma hacia la izquierda en el caos de un tiroteo, lo cual envía la bala hacia la derecha del blanco).

Con las rodillas artríticas gritando por la postura que mantenía, ligeramente acuclillada, Sachs recorrió el cuarto con el rayo de luz halógena. Unas cuantas cajas y archivadores. Nada más. Pero, según se volvía para marcharse, recordó que él se había escondido empleando simplemente un trapo negro. Volvió a mirar el cuarto con más detenimiento, explorando con la linterna.

Conforme lo hacía, sintió que le tocaban en el cuello.

Un grito ahogado y se dio la vuelta de inmediato, con el arma bien alta, apuntando al centro de la telaraña llena de polvo que le había acariciado la piel.

De vuelta al pasillo.

Más puertas cerradas. Más callejones sin salida.

Pasos que se acercaban. Se cruzó con un hombre calvo, de unos sesenta años, vestido con el uniforme de guardia y con su correspondiente tarjeta de identificación. La saludó con un gesto al pasar. Era más alto que Weir, así que le dejó pasar, apenas devolviéndole la mirada.

Pero acto seguido pensó que debería de haber algún modo de que un transformista cambiara de estatura.

Se volvió con toda rapidez.

El hombre ya no estaba; sólo vio el pasillo vacío. O un pasillo en apariencia vacío. Recordó de nuevo la seda bajo la que se había escondido El Prestidigitador para matar a Svetlana Rasnikov, el espejo para matar a Tony Calvert. Con el cuerpo hecho un nudo por la tensión, desenfundó el arma y se dirigió hacia donde el guardia -el guardia en apariencia- había desaparecido.


* * *

¿Dónde? ¿Dónde estaba Weir?

Avanzando deprisa por Centre Street, Roland Bell estudiaba el paisaje que tenía delante. Coches, camiones, vendedores de perritos calientes ante las humeantes planchas metálicas de sus carros, jóvenes que habían estado trabajando en sus oficinas de asesoría jurídica o sus bancos de inversión, otros un poco alegres ya por las jarras de cerveza que se estaban tomando en South Street Seaport, personas paseando a sus perros, gente de compras, docenas de ciudadanos de Manhattan que se echaban a la calle en días hermosos y en días grises, simplemente porque la energía de la ciudad les arrastraba a salir.

¿Dónde?

Bell solía pensar a menudo que la vida era como «clavar un clavo» (tirar, en su lengua vernácula). El había crecido en la zona de Albemarle Sound, en Carolina del Norte, donde las armas eran una necesidad, no un fetiche, y a él le habían enseñado a respetarlas. Eso requería, en parte, concentración. Incluso los disparos sencillos, como a un blanco de papel, a una serpiente o víbora, o a un ciervo, podían desviarse y resultar peligrosos si uno no estaba centrado en el objetivo.

Bueno; así era la vida. Y Bell sabía que fuera lo que fuera lo que estuviese pasando en ese momento en Las Tumbas, él tenía que mantenerse centrado en una sola tarea: proteger a Charles Grady.

Recibió una llamada de Amelia Sachs, quien le informó de que estaba comprobando a todo ser humano con el que se encontraba en el edificio del Tribunal de lo Penal, de cualquier edad, raza o estatura (acababa de encontrarse con un guardia, al que había solicitado la tarjeta de identificación, calvo, mucho más alto que Weir y con un aspecto completamente distinto al del asesino, y que había logrado pasar la inspección sólo porque resultaba que había conocido al padre de Amelia). Sachs había terminado un ala del sótano y se disponía a empezar con la otra.

Los equipos, a las órdenes de Sellitto y Bo Haumann, estaban registrando aún las plantas superiores del edificio. Por extraño que pareciera, a la búsqueda se había unido nada menos que el mismísimo Andrew Constable, que estaba intentando descubrir pistas que le condujeran a Weir en el norte del Estado de Nueva York. Eso sí que sería una buena, pensó Bell…, que resultara que el hombre acusado de intento de asesinato, para empezar, fuera el que averiguara el paradero del sospechoso verdadero.

Iba mirando el interior de los coches por los que pasaba, miraba los camiones que había en la calzada, los callejones…, con las armas listas, aunque sin desenfundar. Bell había decidido que lo más lógico para ellos sería atacar a Grady antes de que entrara en el edificio, en la calle, donde las posibilidades de escapar con vida eran mayores. Dudaba de que fueran tipos suicidas: no se ajustaba al perfil. El asesino dispararía a Grady en el recorrido que éste hiciera desde que aparcara y saliera de su coche hasta que pasara bajo las puertas inmensas del mugriento edificio del Tribunal de lo Penal. Un disparo fácil, ya que era casi imposible cubrirse en esa zona.

¿Dónde estaba Weir?

E, igualmente importante, ¿dónde estaba Grady?

Su mujer dijo que se había llevado el coche particular, no el oficial. Bell había dispuesto un localizador de vehículos de emergencia para encontrar el Volvo del ayudante del fiscal, pero nadie había dado con él.

Bell se volvió lentamente, analizando la escena, dando vueltas como un faro. Levantó la vista hacia el edificio de la acera de enfrente, un edificio oficial, nuevo, con docenas de ventanas que daban a Centre Street. Bell había participado en un episodio breve con rehenes en ese mismo edificio, y sabía que a aquellas horas de un domingo estaría prácticamente desierto. Un lugar perfecto para esconderse y esperar a Grady.

Pero también la calle era una excelente posición estratégica, por ejemplo, para aproximarse a él en otro coche.

¿Dónde?, ¿dónde?

Roland Bell recordó una ocasión en que se había ido de caza con su padre a un pantano en Carolina del Sur, el Great Dismal Swamp. Un oso se abalanzó sobre ellos y el disparo de su padre no logró más que rozar al animal, que desapareció en la espesura. Su padre suspiró y dijo: «Tenemos que ir por él. Nunca dejes a un animal herido».

«Pero él ha intentado atacarnos», había protestado el chaval.

«Bueno, hijo, pero somos nosotros los que hemos entrado en su mundo. Él no se ha metido en el nuestro. Pero no se trata de aquí o allá; no es cuestión de que sea justo o no, sino de que tenemos que encontrarle aunque nos lleve todo el día. No está bien dejarlo así, no es humano, y ahora es el doble de peligroso si se cruza con alguien.»

Mirando a su alrededor, hacia la maraña de matorrales, juncos, hierbas pantanosas y pinos, que se extendía kilómetros y kilómetros, el joven Roland dijo: «Pero puede haberse ido a cualquier sitio, papá».

Su padre se rió con tristeza. «Ah, no te preocupes sobre si le encontraremos o no. Él nos encontrará. No despegues el pulgar del seguro, hijo. Puede que tengas que disparar de repente. ¿Qué te parece, te gusta?»

«Sí, señor, me gusta.»

Bell volvió a recorrer con la mirada las furgonetas, los callejones cercanos, los edificios próximos al del Tribunal de lo Penal, los contiguos y los que había en la acera de enfrente.

Nada.

Ni rastro de Charles Grady.

Ni rastro de Erick Weir. Y ni rastro de ninguno de los compinches del asesino.

Bell dio unos golpecitos en la culata de su arma.

Ah, no te preocupes sobre si le encontraremos o no. Él nos encontrará…

Capítulo 39

– Voy puerta por puerta, Rhyme. La última ala del sótano.

– Que se ocupe de ello la Unidad de Servicios de Emergencia. -Se dio cuenta de repente de que mientras hablaba ante el micrófono, tenía el cuello tenso, estirado hacia adelante.

– Necesitamos a todo el mundo -susurró Sachs-. Es un edificio condenadamente grande -se hallaba en ese momento en Las Tumbas, avanzando por los pasillos-. Y fantasmagórico, como la Escuela de música.

Cada vez es más misterioso…

– Algún día deberías añadir un capítulo a tu libro que trate sobre la investigación de Escenas del Crimen en lugares fantasmagóricos -bromeó, aunque estaba demasiado nerviosa para bromas-. Bueno, Rhyme, ahora voy a avanzar en silencio. Te llamaré luego.

Rhyme y Cooper volvieron a las pruebas. En el pasillo que conducía a Admisión, en Las Tumbas, Sachs había recuperado la hoja de la navaja de afeitar y algunos fragmentos de hueso de ternera y de esponja gris -que simulaban trozos de cráneo y masa cerebral-, así como muestras de la sangre falsa: sirope y colorante rojo utilizado para guisar. Weir había empleado su chaqueta o su camisa para limpiar todo lo que pudo los restos de su sangre auténtica que había en el suelo y en las esposas, pero Sachs había examinado la escena de manera tan metódica como solía hacerlo, así que había recuperado una cantidad suficiente como muestra para análisis. Weir se había llevado la llave o la ganzúa que utilizó para abrir las esposas. En la escena del pasillo no hallaron ninguna otra prueba de utilidad.

En el cuarto del conserje del piso inferior, el que Weir usó para cambiarse de ropa, se encontraron más pruebas: una bolsa de papel en la que había escondido el petardo ensangrentado, la bolsa para la sangre falsa y la ropa que llevaba puesta cuando lo atraparon en el apartamento de Grady, es decir, un traje gris, la camisa blanca con la que limpió su sangre y un par de zapatos de vestir con cordones. Cooper había encontrado suficientes pistas en tales artículos: más látex y maquillaje, trocitos de cera adhesiva de mago, rayas de tinta similares a las halladas previamente, fibras gruesas de nylon y manchas secas de sangre falsa.

Las fibras resultaron ser moqueta gris marengo. La sangre falsa era pintura. Las bases de datos a las que ellos tenían acceso no ofrecieron información sobre ninguno de los dos materiales, así que envió el análisis de la composición química y las fotografías al FBI, con una solicitud de prioridad.

Entonces, a Rhyme se le ocurrió una idea.

– Kara -llamó a la muchacha, que estaba sentada al lado de Cooper, deslizando por sus dedos una moneda de cuarto de dólar mientras miraba la imagen de una fibra en la pantalla del ordenador-. ¿Puedes ayudarnos en una cosa?

– Claro.

– ¿Podrías acercarte al Cirque Fantastique y buscar a Kadesky? Cuéntale lo de la huida y pregúntale si recuerda algo más de Weir. Si había algún truco que le gustara en particular, personajes o disfraces que utilizara con más frecuencia o si repetía unos números más que otros… Cualquier cosa que nos dé una idea de qué aspecto puede tener ahora.

– Quizá tenga algunos recortes de prensa o fotografías antiguas de Weir disfrazado -propuso Kara mientras se ponía en bandolera el bolso blanco y negro.

Rhyme le dijo que era una buena idea y volvió a mirar la pizarra con las pruebas, que continuaba siendo un testimonio de las conclusiones a las que había ido llegando: cuanto más tenían, menos sabían.


* * *

EL PRESTIDIGITADOR

Escena del crimen en Escuela de Música

§ Descripción del criminal: Pelo castaño, barba postiza, sin rasgos distintivos especiales, complexión mediana, altura media, edad aproximada 50 años. Dedos anular y meñique de mano izquierda unidos. Cambió de atuendo rápidamente para hacerse pasar por conserje viejo y calvo.

§ Sin móvil aparente.

§ Victima: Svetlana Rasnikov.

s Estudiante de música a tiempo completo.

s Contactando con familiares, amigos, alumnos y compañeros de trabajo para encontrar posibles pistas.

~ No tiene novio ni se le conocen enemigos. Actúa en fiestas de cumpleaños infantiles.

§ Placa de circuitos con un altavoz conectado.

s Enviado al laboratorio del FBI, NY.

~ Grabadora digital, probablemente contiene la voz del criminal. Destruidos todos los datos.

~ La grabadora de voz es un gimmick (accesorio especial). Fabricación casera.

§ Utilizó esposas de hierro antiguas para sujetar a la víctima.

s Las esposas son Darby. Scotland Yard. Se están comprobando en el Museo Houdini de Nueva Orleans, en busca de pistas.

s Vendidas a Erick Weir el mes pasado. Enviadas a un apartado de correos de Denver. No hay más pistas.

§ Reloj de víctima destrozado. Marca las 8.00 horas exactamente.

§ Cuerdas de algodón sujetando sillas. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar su procedencia.

§ Petardo para crear efecto de disparo de arma. Destruido.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Mecha. Sin marca.

s Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Las oficiales que respondieron a la emergencia informaron de que hubo un destello de luz. No se ha recuperado ningún resto de material.

s Se trataba de algodón o papel flash.

~ Demasiadas fuentes para averiguar procedencia.

§ Zapatos del criminal: marca Ecco, talla 43.

§ Fibras de seda, teñidas de gris con un acabado mate.

s Procedentes del atuendo de conserje, al que se cambió rápidamente.

§ Autor del crimen lleva probablemente peluca color castaño.

§ Nogal rojo y liquen Parmelia compersa, ambos se encuentran sobre todo en Central Park.

§ Polvo impregnado con aceite mineral poco común. Enviado al FBI para analizar.

s Aceite Tack-Pure para monturas y cuero.

§ Seda negra, de unos 180 x 120 cm. Utilizada como camuflaje. No se puede averiguar procedencia.

s Los ilusionistas la utilizan con frecuencia.

§ Lleva fundas en los dedos para no dejar huellas.

s Dedos falsos propios de mago.

§ Restos de látex, aceite de ricino, maquillaje.

s Maquillaje teatral.

§ Restos de alginato.

s Utilizado en postizos moldeados en látex.

§ Arma del asesino: cuerda tejida en seda blanca con un núcleo de seda negra.

s La cuerda se usa en trucos de magia. Cambia de color. No se puede averiguar procedencia.

§ Nudo no corriente.

s Enviado a FBI y a Museo Marítimo (sin información).

s Nudos de los números de Houdini, prácticamente imposibles de desatar.

§ Utilizó tinta indeleble para firmar registro de entrada.

Escena del crimen en el East Village

§ Segunda victima: Tony Calvert.

§ Maquillador, compañía teatral.

§ No se le conocen enemigos.

§ Sin conexión aparente con la primera víctima.

§ Sin móvil aparente.

§ Causa de la muerte: Traumatismo craneal por objeto romo, seguido de descuartizamiento post mortem con sierra de través.

§ El asesino se escapó disfrazado de mujer de 70 años. Registro de alrededores para encontrar el disfraz y otras pruebas.

s No se ha recuperado nada hasta el momento.

§ Reloj roto a las 12.00 h. exactamente.

s ¿Sigue alguna pauta? La próxima victima probablemente a las 16.00 h.

§ El asesino se escondió detrás de un espejo. No se puede averiguar procedencia. Huellas enviadas a FBI.

s No se han encontrado coincidencias.

§ Utilizó un gato de juguete («artificio») para atraer a la victima hacia el callejón. No se puede averiguar procedencia del juguete.

§ Encontrado aceite mineral, el mismo que en la primera escena. A la espera de informe FBI.

§ Encontrados látex y maquillaje de fundas de dedos.

§ Encontrado alginato.

§ Dejó en la escena los zapatos Ecco.

§ Encontrados pelos de perro en zapatos, de tres razas diferentes. También excrementos.

s Los excrementos son de caballo, no de perro.

Rio Hudson y Escenas del Crimen relacionadas

§ Victima: Cheryl Marston.

s Abogada.

s Divorciada; marido no sospechoso.

§ Sin móvil.

§ Agresor dijo llamarse «John». Tenía cicatrices en cuello y tórax.

§ Confirmada deformidad en la mano.

§ Agresor cambió disfraz y se transformó en hombre de negocios sin barba, con chinos y camisa de vestir; y después en motero con camisa vaquera con logo de Harley.

§ El coche está en el río Harlem. Se supone que el agresor ha escapado.

§ Mordaza con cinta adhesiva. No se puede averiguar procedencia.

§ Petardos, los mismos que en las escenas anteriores. No se puede averiguar procedencia.

§ Cadenas y cierres. Sin marca. No se puede averiguar procedencia.

§ Cuerda. Sin marca. No se puede averiguar procedencia.

§ Más maquillaje, látex y Tack-Pure.

§ Bolsa de deporte, fabricada en China, no se puede averiguar procedencia. Contenido:

s Restos de droga utilizada por los violadores a conocidos, flunitracepam.

s Cera adhesiva de magos, no se puede averiguar procedencia.

s Virutas de estaño (?). Enviadas a FBI.

~ Podrían corresponder a un mecanismo de relojería, probablemente una bomba.

s Tinta indeleble, negra.

§ Encontrada cazadora azul marino, sin iniciales ni marcas de lavandería. Contenido:

s Pase de prensa de cadena por cable CTN, a nombre de Stanley Saferstein. (No es sospechoso: sin antecedentes en NCIC, VI CAP.)

s Llave de tarjeta de habitación hotel, American Plástic Cards, Akron, Ohio. Modelo APC-42, sin huellas.

~ El director de APC está buscando en registro de ventas.

~ Detectives Bedding y Saul indagando en hoteles.

o Han reducido la búsqueda a Chelsea Lodge, Beckman y Lanham Arms. Todavía están comprobando.

ú El hotel es el Lanham Arms.

s Factura del restaurante Riverside Inn, Bedford Junction, NY, almuerzo cuatro personas, mesa 12, sábado, dos semanas antes. Pavo, carne mechada, filete, menú especial del día. Refrescos. El personal no sabe quiénes eran los comensales (¿cómplices?).

§ Callejón donde se arrestó al Prestidigitador.

s Forzó la cerradura de las esposas.

s Saliva (ganzúa escondida en la boca).

~ Sin determinar grupo sanguíneo.

s Pequeña cuchilla dentada para cortar ataduras (escondida también en la boca).

s Desconocido paradero del oficial Burke.

~ El cuerpo está en algún lugar del Upper West Side.

§ Escena del río Harlem:

s Sin pruebas, salvo huellas de frenazo en el barro.

s Periódico recuperado del coche. Titulares:

~ UN CORTE DEL SUMINISTRO ELÉCTRICO OBLIGA A CERRAR UNA COMISARIA DE POLICÍA DURANTE CASI 4 HORAS.

~ NUEVA YORK ASPIRA A LA CONVENCIÓN REPUBLICANA.

~ LOS PADRES SE QUEJAN POR LA FALTA DE SEGURIDAD EN UN COLEGIO DE NIÑAS.

~ EL LUNES EMPIEZA EL JUICIO CONTRA LA TRAMA CRIMINAL DE LA MILICIA.

~ GALA BENÉFICA DE FIN DE SEMANA EN EL METROPOLITAN.

~ ESPECTÁCULOS DE PRIMAVERA PARA NIÑOS, JÓVENES Y ANCIANOS.

~ EL GOBERNADOR Y EL ALCALDE SE REÚNEN PARA DISCUTIR EL NUEVO PLAN PARA EL WEST SIDE.

§ Escena del Crimen en Río Harlem:

s No hay pruebas, salvo huellas del frenazo en el barro.


Escena del crimen en la casa de Lincoln Rhyme

§ Víctima: Lincoln Rhyme.

§ Identidad del agresor: Erick A. Weir.

s Última dirección conocida: Las Vegas.

s Sufrió quemaduras en un incendio en Ohio, hace tres años. Circo Hasbro y Keller Brothers. Después desapareció. Quemaduras de tercer grado. El productor era Edward Kadesky.

s Condenado en Nueva Jersey por imprudencia temeraria.

s Obsesionado con el fuego.

s Maníaco. Habla dirigiéndose al «Venerado Público».

s Ejecutaba trucos peligrosos.

s Casado con Marle Cosgrove, muerta en el incendio.

~ Desde el accidente nunca se ha puesto en contacto con la familia de ella.

s Los padres de Weir murieron. No tiene parientes ni allegados.

s No figura en VICAP ni NCIC.

s Se hace llamar «El Mago del Norte».

s Atacó a Rhyme porque tenia que pararle los pies antes del domingo por la tarde (¿siguiente victima?).

s Color de ojos: castaño.

§ Perfil psicológico (según Terry Dobyns, NYPD): Le motiva la venganza, aunque podría no ser consciente. Quiere desquitarse. Siempre airado. Matando alivia algo el dolor que le causó la muerte de su esposa y la pérdida de la capacidad de actuar.

§ Weir se puso recientemente en contacto con sus ayudantes John Keating y Arthur Loesser, de Nevada. Les preguntó por el incendio y por los que habían intervenido en él. Describen a Weir como un hombre enloquecido, arrogante, maníaco y peligroso, pero brillante.

§ Se ha establecido contacto con el director del circo en el momento del Incendio, Edward Kadesky.

§ Mata a sus víctimas por lo que representan, posiblemente momentos felices o traumáticos anteriores al incendio.

§ Pañuelo impregnado de gasolina. No se puede averiguar su procedencia.

§ Zapatos Ecco. No se puede averiguar su procedencia.

Escenas de la fuga del Centro de Detención

§ Petardos y bolsa para sangre falsa (fabricación casera, no puede averiguarse procedencia).

§ Sangre artificial (sirope + colorante rojo), fragmentos de hueso de vaca, esponja gris para simular cerebro, sangre auténtica, cuchilla de navaja de afeitar.

§ Glock de la oficial del Departamento de Correctivos.

§ Esposas.

§ Intento fallido de limpiar la sangre.

§ Más fragmentos de látex y maquillaje, como en las escenas anteriores.

§ Cera adhesiva.

§ Tinta indeleble, negra, similar a la encontrada anteriormente.

§ Sangre seca artificial (pintura), enviada al FBI.

§ Fibras de moqueta, enviadas al FBI.

Perfil como ilusionista

§ El criminal utilizará la técnica de la desorientación (desvío de la atención) contra las víctimas y para librarse de la policía.

s Desorientación física (para distraer).

s Desorientación psicológica (para borrar sospechas).

§ La huida de la Escuela de Música es parecida a un truco llamado «El hombre evanescente». Demasiado corriente para averiguar procedencia.

§ El criminal es principalmente un ilusionista.

§ Tiene talento para la prestidigitación.

§ Conoce también la magia proteica (transformismo). Utiliza ropa hecha de piezas independientes, de nylon y seda; gorro que parece una calva; fundas para los dedos y otros elementos de látex. Puede ser de cualquier edad, género o raza.

§ La muerte de Calvert = número de Selbit «Mujer serrada en dos mitades».

§ Experto en forzar cerraduras (es posible que en la técnica del «restregado»).

§ Conoce técnicas de escapismo.

§ Experiencia en ilusionismo con animales.

§ Utilizó el mentalismo para sacar información a la víctima.

§ Utilizó la prestidigitación para drogar a la victima.

§ Intentó matar a la tercera víctima mediante un número de Houdinl: «La cámara de tortura acuática».

§ Ventriloquia.

§ Cuchillas de afeitar.

§ Está familiarizado con el número de «El espejo ardiente». Es muy peligroso y ahora casi nunca se hace.


* * *

El Cirque Fantastique estaba empezando a bullir a esa hora, una antes de que comenzara la función.

Kara pasó por delante de la bandera de Arlequín y advirtió que había un coche de policía que, siguiendo órdenes de Lincoln Rhyme, permanecía allí tras los acontecimientos de esa misma tarde. Como había estado desempeñando un papel en el caso, se sintió como una camarada de los policías, así que sonrió y saludó con la mano a los agentes que, a su vez, le devolvieron el saludo a pesar de que no la conocían.

Como no había nadie aún sacando entradas, Kara deambuló por el interior y se dirigió después a los bastidores. Vio a un joven que transportaba una especie de pizarra. En el cinturón llevaba un pase de empleado, en la misma posición que el arma de Amelia.

– Disculpe -dijo Kara.

– Dígame -contestó él con un fuerte acento francés, de Francia o de Canadá.

– Estoy buscando al señor Kadesky.

– No está aquí. Yo soy uno de sus ayudantes.

– ¿Dónde está?

– Aquí no. ¿Quién es usted?

– Estoy trabajando con la policía. El señor Kadesky ya ha estado con ellos antes. Quieren hacerle más preguntas.

El joven le miró el pecho, suponía (aunque no con seguridad) que para ver si llevaba alguna identificación.

– Ahá, ya veo. La policía. Bueno, pues el señor Kadesky se ha ido a cenar. No tardará en volver.

– ¿Sabe dónde está cenando?

– No. Tendrá que marcharse. No puede estar aquí.

– Sólo quiero verle…

– ¿Tiene entrada?

– No. Yo…

– Entonces, no puede esperar aquí. Debe irse. Él no ha dejado nada dicho sobre la policía.

– Bien, pues yo necesito verle, de verdad -insistió con decisión al apuesto joven galo de maneras frías.

– De verdad, debe irse. Puede esperarle fuera.

– Puede que no le vea entrar.

– Tendré que llamar a un agente -la amenazó con su fuerte acento-. Y lo haré…

– Voy a comprar una entrada.

– Están agotadas. E incluso si comprara una, no podría volver aquí. La acompañaré afuera.

La condujo hasta la salida principal, en la que ya estaban los porteros. Una vez fuera, Kara se detuvo y señaló a una caravana con un letrero donde se leía: «TAQUILLA».

– ¿Es ahí donde se compran las entradas?

El joven hizo un gesto un poco burlón.

– Una taquilla es para eso, pero, como le he dicho, no quedan entradas. Si necesita preguntar algo al señor Kadesky, puede usted llamar a la compañía.

El joven se marchó, y Kara esperó uno o dos minutos antes de proceder a rodear la carpa y dirigirse a la entrada posterior. Sonrió al vigilante y él le devolvió la sonrisa, mirándole sólo de soslayo el cinturón, de donde en ese momento colgaba el pase del empleado francocanadiense, que ella le había birlado con la mayor facilidad mientras señalaba la taquilla y le hacía la pregunta estúpida, pero muy desorientadora, sobre las entradas.

Y ahora hay una regla que no debes olvidar, reflexionó Kara para sí: nunca folles con nadie que sepa hacer juegos de manos.

En la parte de la carpa donde estaban los bastidores, se metió el pase en un bolsillo y encontró a una empleada un poco más simpática. La mujer, Katherine Tunney, asentía amablemente mientras Kara le explicaba a qué había ido allí: le contó que se había identificado a un antiguo ilusionista perseguido por asesinato como alguien que había trabajado para el señor Kadesky hacía ya mucho tiempo. La mujer había oído hablar de los asesinatos e invitó a Kara a que esperara hasta que el productor volviera de cenar. Katherine le dio un pase para que se sentara en uno de los palcos de honor, y se fue a hacer un recado, aunque le prometió que informaría a los vigilantes para que le dijeran al señor Kadesky que fuera a verla nada más volver.

De camino hacia el palco le sonó el busca. El pitido era de urgencia.

Al ver el número no pudo evitar un grito ahogado. Se dirigió apresuradamente al grupo de cabinas de teléfono y, con mano temblorosa, marcó el número.

– Stuyvesant Manor -se oyó la voz.

– Jaynene Williams, por favor.

Una larga espera.

– ¿Sí?

– Soy yo, Kara. ¿Está bien mamá?

– Sí, está bien, chiquilla. Sólo quería decirte una cosa; aunque… no te hagas ilusiones. Puede que no sea nada, pero hace unos minutos se ha despertado y ha preguntado por ti. Sabe que es domingo por la tarde y recuerda que tú sueles llegar antes.

– Pero ¿ese «por mí» se refiere a mí de verdad?

– Sí, ha dicho tu nombre auténtico. Luego, ha fruncido un poco el ceño y ha dicho: «A menos que sólo responda a ese nombre artístico absurdo que se ha puesto: Kara».

– Dios mío…, ¿es posible que haya vuelto?

– A mí me reconocía y preguntó dónde estabas. Dijo que quería decirte algo.

El corazón de Kara se aceleró.

Decirme algo…

– Será mejor que te vengas por aquí pronto, cielo. Puede que dure, pero puede que no. Ya sabes cómo son estas cosas.

– Ahora mismo estoy en mitad de un asunto, Jaynene. Pero iré en cuanto pueda.

Colgaron, y Kara, desesperada, volvió a su asiento. La tensión era insoportable. En ese preciso instante tal vez su madre estuviera preguntando dónde estaba su hija. Con el ceño fruncido y decepcionada porque la muchacha no estuviera allí.

¡Por favor!, rezó sin quitarle ojo a la puerta por si entraba Kadesky.

Nada.

Hubiera deseado tener una varita mágica y poder dar un golpecito con ella en la desgastada barandilla que tenía enfrente, señalar hacia la puerta de entrada y que apareciera allí el productor.

¡Por favor!, volvió a pensar, dirigiendo la varita imaginaria hacia la puerta. Por favor…

Nada durante unos momentos. Después entraron varias figuras. Aunque ninguna de ellas era la de Kadesky.

Eran tres mujeres vestidas con trajes medievales y con unas máscaras de expresiones tristes que no se correspondían con el optimismo y el brío con el que andaban las actrices, a punto de comenzar su actuación de esa tarde.


* * *

Roland Bell se encontraba en uno de los «cañones» del sur de Manhattan: en Centre Street, entre el mugriento e imponente edificio del Tribunal de lo Penal, coronado por el Puente de los Suspiros, y el anodino edificio de oficinas que había en la acera de enfrente.

Ni rastro, todavía, del Volvo de Charles Grady.

El faro volvía a dar la vuelta. ¿Dónde, dónde, dónde?

Un claxon cercano, en dirección a la entrada del puente. Un grito.

Bell se dio la vuelta y se acercó apresuradamente hacia el lugar de donde venían los sonidos al tiempo que se preguntaba: ¿Será una desorientación?

Pero no, sólo se trataba de una discusión de tráfico.

Se volvió hacia la entrada del edificio del Tribunal de lo Penal y vio a Charles Grady, paseando tranquilamente por la calle a una manzana de donde estaba él. El fiscal adjunto iba con la cabeza agachada, inmerso en sus pensamientos. El detective corrió hacia él, llamándole:

– ¡Charles, agáchate! ¡Weir se ha escapado!

Grady se detuvo, con el ceño fruncido.

– ¡Agáchate! -gritó Bell jadeando.

El hombre, alarmado, se acuclilló en la acera entre dos coches aparcados.

– ¿Qué ha pasado? -gritó-. ¡Mi familia!

– He puesto agentes con ella -dijo el detective. A continuación, dirigiéndose a los transeúntes-: ¡Eh, ustedes! ¡Policía! ¡Despejen la calle!

La gente se dispersó al instante.

– ¡Mi familia! -gritó Grady desesperado-. ¿Estás seguro?

– Se encuentran bien…

– Pero Weir…

– El disparo del Centro de Detención era falso. Se ha escapado y no anda muy lejos de aquí. Está ya en camino un furgón blindado.

Se volvió otra vez y, con los ojos entrecerrados, escudriñó a su alrededor.

Roland Bell llegó por fin a donde estaba Grady y se puso de pie a su lado, con la espalda hacia las ventanas oscuras del edificio oficial que había en la acera de enfrente.

– Tú quédate donde estás y no te muevas, Charles -dijo Bell-. Saldremos de ésta bien parados. -Sacó su transmisor del cinturón.


* * *

¿Qué era eso?

Hobbs Wentworth observó su blanco, el fiscal adjunto, que estaba agachado en la acera detrás de un hombre con una cazadora, sin duda un poli.

La retícula del objetivo de Hobbs recorría la espalda del oficial buscando infructuosamente alguna zona desprotegida del cuerpo de Grady.

El fiscal adjunto estaba abajo; el policía, arriba, de pie. A Hobbs le pareció que si disparaba a través de la parte inferior de la espalda del poli, seguramente acertaría a Grady en la parte superior del pecho, ya que éste estaba acuclillado. Pero corría el riesgo de que el disparo se desviara y Grady sólo resultara herido, puesto que se metería de inmediato debajo de un coche.

Bueno; pues tenía que hacer algo cuanto antes. El poli estaba hablando por su radiotransmisor. No tardarían en llegar cientos de ellos. ¡Vamos, tipo listo!, dijo para sí, ¿qué vas a hacer?

Allí abajo, el poli seguía mirando a su alrededor y cubriendo a Grady, que estaba acuclillado como una perra perdiguera meando.

Bueno, pues lo que iba a hacer era disparar al poli en la parte superior de la pierna, en el muslo. Así, lo más probable era que el agente se cayera de espaldas, dejando al ayudante del fiscal al descubierto. La Colt era semiautomática, de modo que podía disparar cinco veces en dos segundos. No era lo ideal, pero sí lo mejor que se le ocurría a Hobbs.

Concedería al poli uno o dos segundos más para echarse a un lado o quitarse de enmedio.

Ahí estaba, con los dos ojos abiertos, el derecho clavado en la mira, pintando la espalda del detective con la retícula del objetivo, y pensando que cuando volviera a Canton Falls les contaría a los niños una historia bíblica sobre esto. Jesús representaría un papel en el que iría armado con un arco compuesto muy potente, dispuesto a tenderles una emboscada a un grupo de soldados romanos que habían estado torturando a los cristianos. Julio César estaría escondido detrás de uno de los soldados, creyéndose a salvo, pero la flecha de Jesús atravesaría al soldado y mataría a ese hijo de puta.

Una buena historia. A los crios les encantaría.

El poli estaba aún acurrucado sobre el fiscal adjunto.

Bueno, ya está, pensó Hobbs, soltando el seguro de su enorme Colt. Ya no queda tiempo. Arded en azufre, romanos, asesinos de cristianos.

Centró la cruceta en la parte posterior del muslo del agente y empezó a apretar lentamente el gatillo, pensando que lo único que lamentaba era que el oficial fuese blanco, no negro.

Pero una de las cosas que Hobbs Wentworth había aprendido en la vida era que había que enfrentarse al objetivo en el que ibas a hacer blanco tal y como se presentara.

Capítulo 40

A Roland Bell le llegó el olor característico, mezcla de plástico, sudor y metal, del transmisor Motorola conforme lo aproximaba a su cara.

– Unidad de Emergencia Cuatro, ¿estáis preparados? Cambio -dijo ante el micro.

– Comprendido, cambio -fue la respuesta.

– Vale, ahora…

Y, en ese preciso momento, los sordos estallidos de múltiples disparos resonaron por el cañón que formaban las calles.

Bell dio un salto.

– ¡Disparos! -gritó Charles Grady-. ¡He oído disparos! ¿Te han herido?

– Tú quédate agachado -dijo Bell acuclillándose. Se dio la vuelta con el arma en alto y los ojos entornados en dirección a los pisos del edificio oficial que había en la acera de enfrente.

Los iba contando lleno de furia.

– Ya lo tengo localizado -gritó por radio-. Creo que es en la tercera planta, oficina quinta por el extremo Norte del edificio. -Bell examinó la ventana-. ¡Ay!

– Repita, cambio -gritó uno de los oficiales.

– He dicho «ay».

– Ah, comprendido. Corto.

Grady, tendido en la acera, dijo:

– ¿Qué pasa? -empezó a levantarse.

– Quédate sentado ahí -le dijo el detective, poniéndose en pie con precaución. Dejó de mirar hacia la ventana y dirigió su atención hacia el espacio de acera que les rodeaba. Cabía la posibilidad de que hubiera más tiradores por allí cerca. Un segundo después llegó un furgón blindado de los Servicios de Emergencia y antes de cinco segundos Bell y Grady estaban en su interior y se alejaban de allí a la velocidad del rayo, libres ya del intento de asesinato y con la espalda de Grady a buen recaudo camino del Upper East Side y de su familia.

Bell volvió la vista atrás para ver si veía riadas de federales de las unidades de emergencia entrando en el edificio que estaba enfrente del Tribunal.

No te preocupes… Él nos encontrará.

Y no cabía duda de que lo había hecho.

Bell había llegado a la conclusión de que la mejor manera de disparar a Grady era desde el edificio de la acera de enfrente. Lo más seguro era que el asesino hubiera entrado en una de las oficinas inferiores que daban a la calle. El tejado era un lugar improbable, ya que estaba controlado por docenas de cámaras de circuito cerrado. Bell había permanecido expuesto, como cebo, debido a un detalle que sabía sobre ese edificio concreto desde que se había hecho cargo de un caso que tuvo lugar en él: que las ventanas, como sucedía en muchos de los centros oficiales más nuevos de aquella zona, no podían abrirse y estaban hechas de vidrio a prueba de bombas.

Había corrido el pequeño riesgo, suponía Bell, de que el asesino utilizara balas antiblindaje capaces de traspasar ese vidrio de más de dos centímetros de espesor. Pero se había acordado de una expresión que oyó durante un caso hacía un par de años: «Dios no promete nada».

Se había arriesgado a forzar al francotirador a que disparara, porque esperaba que la bala quebrara el cristal de la ventana y revelara así la posición del asesino.

Y su idea había funcionado, aunque con una variación, como Bell había mencionado al equipo de emergencia. Ay…

– Unidad de Emergencia Cuatro a Bell. Aquí Haumann. Tenías razón, cambio.

– Adelante, cambio.

– Estamos en el interior -continuó el comandante táctico-. La escena es segura. Sólo que…, ¿cómo se llaman esos…? ¿Los Premios Darwin? Ya sabes, cuando los criminales hacen cosas estúpidas… Cambio.

– Comprendo -respondió Bell-. ¿Y dónde fue a parar su propia bala? Cambio.

Bell había descubierto la posición del francotirador no por la ventana rota, sino por una gran mancha de sangre que vio en el cristal. El jefe de la Unidad de Emergencia explicó que las balas recubiertas de cobre que el asesino había disparado hacia Bell habían rebotado en el cristal, se habían fragmentado e hirieron al francotirador en media docena de sitios, el más importante de los cuales era la ingle, donde al parecer habían roto una gran arteria o vena. Cuando llegó el equipo de emergencia a la oficina, el hombre ya se había desangrado.

– Dime que es Weir, cambio -dijo Bell.

– No, lo siento. Es un tal Hobbs Wentworth. Con residencia en Canton Falls.

Bell hizo un gesto de enfado. Así que Weir, y tal vez otros que trabajaban con él, seguían rondando por ahí.

– ¿Habéis averiguado algo que nos dé una pista sobre lo que está tramando Weir o sobre dónde está? -preguntó Bell.

– Negativo. -Se oyó la voz áspera del comandante-. Sólo su tarjeta de identidad y, ¡figúrate!, un libro con historias bíblicas para niños. -Hubo un silencio-. Odio tener que decirte esto, Roland, pero tenemos otra víctima. Parece que mató a una mujer para poder entrar en el edificio… Bueno, vamos a rodear la zona y a seguir buscando a Weir. Corto.

El detective hizo un gesto negativo con la cabeza y le dijo a Grady:

– Ni rastro de él.

Y, desde luego, eso era lo más problemático. Tal vez habían encontrado muchos rastros de Weir; puede que incluso se hubieran cruzado con el mismísimo Weir: como otro poli, como un técnico del equipo médico, como un oficial de las Unidades de Emergencia, como un detective de paisano, como un transeúnte o como un mendigo…, sólo que no lo sabían.


* * *

A través de la amarillenta ventana de la sala de interrogatorios, Andrew Constable vio el rostro sombrío de un corpulento guardia negro que le escudriñaba desde el otro lado. El hombre se retiró y la cara desapareció.

Constable se levantó de la mesa metálica y dio unos pasos hasta la ventana, dejando atrás a su abogado. Vio a dos guardias en el vestíbulo que hablaban con seriedad.

Bueno; pues ahora te vas a enterar.

– ¿Qué dices? -le preguntó Joseph Roth a su cliente.

– Nada -respondió Constable-. Yo no he dicho nada.

– ¡Ah!, me pareció que decías algo.

– No.

Aunque dudaba de si lo había hecho. Si había comentado algo, rezado una oración.

Volvió a la mesa. Su abogado levantó la vista de un montón de hojas amarillas en las que figuraban media docena de nombres y números de teléfono, facilitados por los amigos de Constable en Canton Falls en respuesta a las preguntas que éste y su abogado les habían hecho sobre qué podía haber tramado Weir y dónde podía estar.

Roth parecía nervioso. Acababan de enterarse de que hacía unos minutos un hombre armado con un fusil había intentado matar a Grady enfrente de ese mismo edificio. Pero no había sido Weir, que andaba aún desaparecido.

– Me preocupa que Grady esté demasiado asustado para negociar con nosotros. Creo que deberíamos llamarle a su casa y decirle lo que hemos averiguado -dijo el abogado dando unos golpecitos a los papeles-. O, al menos, entregárselo a ese detective…, ¿cómo se llama? ¿Bell, no?

– Eso es -dijo Constable.

Pasando su rechoncho dedo por la hoja con los nombres y los números, Roth continuó:

– ¿Tú crees que alguno de estos sabe algo concreto sobre Weir? Eso es lo que ellos quieren, algo concreto.

Constable se inclinó y miró la lista. Después miró al reloj de su abogado. Negó lentamente con la cabeza.

– Lo dudo.

– ¿Lo…, lo dudas? -dijo Roth.

– Sí. ¿Ves este primer número?

– Sí.

– Es la tintorería de Harrison Street en Canton Falls. Y el que está debajo, el IGA [27]. El siguiente es el de la iglesia baptista. ¿Y esos nombres? ¿Ed Davis, Brett Samuels, Joe James Watkins?

– Ya veo -dijo Roth-. Son colegas de Jeddy Barnes.

Constable se rió entre dientes.

– No, coño. Son inventados.

– ¿Cómo? -dijo Roth con el ceño fruncido.

Acercándose aún más a su abogado, el detenido se quedó mirándole fijamente.

– Te digo que esos nombres y números son falsos.

– No comprendo.

Constable suspiró.

– Desde luego que no comprendes, judío de mierda; eres patético -y le dio un puñetazo en la cara al sorprendido abogado antes de que pudiera levantar las manos para protegerse.

Capítulo 41

Andrew Constable era un hombre fuerte; era fuerte por caminar largas distancias hasta zonas lejanas de caza y pesca, por descuartizar ciervos y serrar huesos, por cortar madera.

El regordete Joe Roth no podía competir con él. El abogado intentó levantarse y pedir ayuda, pero Constable le dio un golpe fuerte en la garganta. El grito del abogado se convirtió en un gorgoteo.

El preso le tiró al suelo y empezó a darle una paliza con los puños que en unos minutos dejó al hombre sangrando, inconsciente y con la cara hinchada como un melón. Constable le arrastró hasta la mesa y le colocó sobre ella, de espaldas a la puerta. Si uno de los guardias miraba por casualidad hacia el interior de la sala, parecería que estaba leyendo los papeles, con la cabeza inclinada. Constable se agachó, le quitó los zapatos y los calcetines a su abogado y limpió con éstos lo mejor que pudo la sangre que había en la mesa, cubriendo el resto con documentos y blocs. Ya mataría al abogado después. De momento, al menos durante unos pocos minutos, necesitaba componer este cuadro de apariencia inocente.

Unos pocos minutos…, hasta que estuviera libre.

Libertad…

Que era precisamente el plan de Erick Weir.

El mejor amigo de Constable, Jeddy Barnes, el segundo en la jerarquía de la Unión Patriótica, había contratado a Weir no para matar a Grady, sino para sacar al preso del Centro de Detención de Manhattan, famoso por su seguridad, llevarle hacia la libertad atravesando el Puente de los Suspiros y, por fin, a la espesura del bosque, donde la Unión podría reanudar su misión de hacerle la guerra a los impuros, los sucios, los ignorantes. Limpiar la tierra de negros, maricas, judíos, hispanos, extranjeros…, de «ellos», los mismos contra los que arremetía Constable en sus arengas semanales de la Unión Patriótica y en los sitios web secretos cuyos suscriptores eran los cientos de ciudadanos de derechas de todo el país.

Constable se levantó, fue hasta la puerta y se asomó a mirar otra vez. Los guardias no habían advertido lo que acababa de pasar en la sala de interrogatorios.

El detenido pensó que debería tener un arma de cualquier tipo, así que le sacó a su abogado un lápiz metálico que llevaba en la ensangrentada camisa y utilizó un calcetín para protegerse la palma de la mano del extremo del lápiz por el que lo empuñaría. Sería un buen objeto con el que apuñalar.

Luego, se echó hacia atrás en la silla, enfrente de Roth, y esperó, acordándose del plan tramado por Weir, o el «Hombre Mágico», como le llamaba Barnes. Era una pieza maestra en la que se empleaban docenas de trucos de ilusionismo. Manipulaciones y dobles manipulaciones, escrupulosos cronometrajes, desviaciones inteligentes.

De la primera fase del plan se encargó Weir, que extendió entre la policía la idea de que había una conspiración para matar a Grady. El reverendo Ralph Swensen fue el encargado de los trabajos preliminares, que incluían un intento de matar al fiscal adjunto. El fallido asesinato reforzaría la idea de los polis de que había una trama para matar al fiscal adjunto, y así dejarían de preocuparse de otros crímenes, como la fuga de la prisión.

El propio Weir se dejaría atrapar durante un segundo intento de matar a Grady y sería detenido.

Entre tanto, Constable se encargaría de llevar a cabo algunos actos para desorientarles. Desarmaría a los que le habían capturado aparentando ser la voz de la razón, alegando inocencia, ganándose simpatías y atrayendo a Grady al Tribunal esa misma tarde con el pretexto de que iba a incriminar a Barnes y a otros conspiradores. Constable trataría incluso de ayudar a encontrar al ilusionista, lo que desarmaría aún más a la policía y le daría la oportunidad de enviar un mensaje cifrado sobre su localización exacta en el Centro de Detención, que Barnes se ocuparía de pasar a Weir.

Cuando llegara Grady, Hobbs Wentworth intentaría matar al fiscal adjunto, pero si lo lograba o no, no importaba; lo que importaba era que Hobbs desviara a la policía del Centro. Entonces, Weir, que deambulaba en libertad por el edificio tras fingir su propia muerte, se presentaría allí disfrazado, mataría a los guardias y liberaría a Constable.

Pero había otra parte del plan: un aspecto que Constable llevaba semanas esperando con ansiedad. Jeddy Barnes le había dicho a Constable que, justo antes de que Weir llegara a la sala de interrogatorios, «tenía que ocuparse de su abogado».

«¿Qué significa eso?»

«Weir ha dicho que depende de ti. Sólo dijo que se supone que tú tienes que ocuparte de él, de quitar a Roth de en medio.»

Y en ese momento, mientras veía la sangre que salía por los ojos y la boca del abogado, pensó: «Bueno, los judíos se encargarán de él».

Constable se estaba preguntando cómo se las arreglaría Weir para matar a los guardias, qué tipo de disfraces llevaría y por dónde escaparían, cuando, en el instante programado, oyó el pitido característico de la puerta exterior.

¡Ah!, su cuadriga hacia la libertad había llegado.

Constable cogió a Roth y lo arrastró desde el banco hasta una esquina de la sala. Pensó en matarle en ese mismo momento, dándole un pisotón en la tráquea, pero suponía que Weir traería un arma con silenciador. O un cuchillo. Podría emplearlos.

Oyó el clic de la llave que entraba en la cerradura de la sala de interrogatorios.

La puerta se abrió.

Por una fracción de segundo pensó: ¡Es sorprendente, Weir se las ha arreglado para disfrazarse de mujer!

Pero entonces se acordó de ella; era la oficial pelirroja que había ido con Bell el día anterior.

– ¡Hay un herido! -gritó al ver a Roth-. ¡Llamen a los Servicios Médicos de Emergencia!

Detrás de ella, uno de los guardias cogió un teléfono y el otro pulsó un botón rojo que había en la pared, lo que disparó una alarma que retumbó en todo el pasillo.

¿Qué estaba pasando? Constable no lo entendía. ¿Dónde estaba Weir?

Se volvió hacia la mujer y vio que tenía en la mano un pulverizador de gas pimienta, la única arma permitida en el Centro de Detención. Consideró la situación todo lo rápidamente que pudo y se puso a proferir gemidos de dolor mientras se sujetaba el vientre.

– ¡Alguien ha entrado aquí! Era otro preso. ¡Y ha intentado matarnos! -Escondiendo el lápiz, con las manos ensangrentadas se asió con fuerza la tripa-. ¡Estoy herido, me han apuñalado!

Una mirada hacia el exterior: no había aún ni rastro del Hombre Mágico.

La mujer frunció el ceño y recorrió con la mirada la celda, mientras Constable se desplomaba sobre el suelo y pensaba: «Cuando se acerque a mí, le clavaré el lápiz en la cara. Tal vez en el ojo. Podía apartar el pulverizador y rociarle con él los ojos o la boca. Quizá ponerle el lápiz en la espalda: los guardias pensarían que era un arma y le abrirían la puerta. Weir debía de estar cerca…, tal vez estaba ya en las puertas de seguridad».

Vamos, preciosa, acércate un poco más. Puede que llevara un chaleco antibalas, se dijo a sí mismo; apunta hacia esa cara bonita.

– ¿Y su abogado? -le preguntó ella inclinándose sobre Roth-. ¿También le han apuñalado?

– Sí. Era un preso negro. Dijo que yo era un racista. Dijo que quería darme una lección. -Tenía la cabeza agachada, pero podía sentir que ella se estaba acercando-. Joe está malherido. ¡Tenemos que ayudarle!

Sólo unos pocos centímetros más…

O si es un hombre blanco con buena pinta, no le falta ningún diente y va vestido con ropa que no huele a demonios…, entonces… ¿no tendrían el dedo en el gatillo un poco menos dispuesto para disparar?

Constable gimió.

La sentía muy cerca.

– Déjeme ver la herida, a ver si es grave -dijo ella.

Agarró el lápiz con fuerza. Se preparó para saltar. Miró hacia arriba para ver la posición exacta de su blanco.

Pero lo que vio fue la boquilla del pulverizador a dos palmos de sus ojos.

Ella apretó con el índice y el chorro de vapor le dio en plena cara. Un centenar de agujas calientes que le perforaron la boca, la nariz y los ojos.

Constable chillaba mientras la oficial le arrebataba el lápiz y le tumbaba de espaldas.

– ¿Por qué hace eso? -gritó, incorporándose sobre un codo-. ¿Por qué?

Su respuesta fue quedarse pensando unos instantes y, acto seguido, rociarle por segunda vez con el pulverizador.

Capítulo 42

Amelia Sachs retiró el pulverizador.

A la sargento en potencia que había en ella le preocupó un poco esa segunda rociada innecesaria que le había lanzado a Constable en plena cara. Pero cuando vio el cuchillo de catorce quilates que le asomaba por la mano, la dura agente de la calle que había en Sachs disfrutó verdaderamente oyendo a ese fanático despiadado chillar como un cerdo mientras volvía a rociarle. Se apartó del preso y los dos guardias le sacaron a rastras de la sala.

– ¡Un médico! ¡Llamen a un médico! ¡Mis ojos! ¡Tengo derecho a un médico!

– ¡Que te calles, te he dicho!

Los guardias le llevaban a rastras por el pasillo, pero Constable empezó a patalear, así que se detuvieron para ponerle grilletes en los tobillos y continuaron tirando de él hasta que desaparecieron al doblar el recodo que hacía el pasillo.

Sachs y otros dos guardias se quedaron examinando a Joseph Roth. Respiraba, aunque estaba inconsciente y malherido. Sachs había decidido que era mejor no moverle. El equipo del Servicio Médico de Emergencia no tardó en llegar. Una vez que Sachs comprobó sus tarjetas de identificación, comenzaron a atender al abogado: le limpiaron las vías respiratorias, le pusieron un collarín, le sujetaron con correas a un tablero y lo pusieron sobre una camilla. Finalmente, lo sacaron de la zona de seguridad para llevarlo al hospital.

Sachs se quedó allí de pie, examinando la habitación y el vestíbulo, para asegurarse de que Weir no se había colado sin que se dieran cuenta. No, no estaba segura de que no lo hubiera hecho ya. Después salió y se dirigió al mostrador de la entrada: sólo cuando le devolvieron su Glock comenzó a sentirse más tranquila. Llamó a Rhyme para contarle lo sucedido. Y después añadió:

– Constable le estaba esperando, Rhyme.

– ¿Esperando a Weir?

– Creo que sí. Se sorprendió al verme cuando aparecí por la puerta. Intentó que no se le notara, pero yo me di cuenta de que estaba esperando a alguien.

– Así que eso es lo que está tramando Weir ahora: sacar a Constable de ahí…

– Así lo veo yo.

– Malditas desorientaciones -dijo entre dientes-. Nos ha tenido centrados en el asesinato de Grady y… nunca pensé que estaban tramando una fuga. A menos que la fuga sea para despistar y la verdadera misión de Weir sea matar a Grady.

– Eso también sería posible -dijo Sachs tras reflexionar un poco.

– ¿Y no hay rastro de Weir, en ninguna parte?

– Ninguno.

– Vale. Yo sigo con lo que encontraste en el Centro de Detención, Sachs. Vente para acá y lo examinamos.

– No puedo, Rhyme -le dijo, con los ojos puestos en la docena de curiosos que miraban hacia la zona de seguridad del vestíbulo, donde debía de estar sucediendo algo emocionante, sin duda-. Tiene que estar aquí, en algún sitio. Voy a seguir buscando.


* * *

El método Suzuki para que los niños aprendan piano consiste en trabajar con una serie de libros de música cada vez más difíciles, que contienen aproximadamente una docena de piezas cada uno. Cuando un estudiante supera un libro, los padres suelen dar una pequeña fiesta a los amigos, la familia y el profesor de música, y el alumno ofrece un breve recital.

Estaba previsto que Christine Grady finalizara el Volumen Tercero del método Suzuki en el plazo de una semana a partir de esa noche, así que estaba ensayando intensamente para el miniconcierto. Estaba sentada en la sala «pía» del apartamento familiar, tocando los últimos acordes de El jinete salvaje de Schumann.

La sala «pía» era oscura y pequeña, pero a Chrissy le encantaba. Sólo tenía unas cuantas sillas, unos estantes con partituras y un piano reluciente de media cola (de ahí su nombre).

Tocó, con alguna dificultad, el movimiento andante de la Sonatina en C de Clementi y luego se premió con la Sonatina de Mozart, una de sus favoritas. Ahora bien, no creía que le estuviera saliendo muy bien. Estaba distraída con los policías que pululaban por el apartamento. Todos ellos, hombres y mujeres, eran muy amables y le hablaban, alegres y con una amplia sonrisa en la cara, de La guerra de las galaxias, Harry Potter o de los videojuegos Xbox. Pero Chrissy sabía que, en el fondo, no sonreían; sólo lo hacían para que ella se sintiera segura. Y lo que conseguían las sonrisas falsas en realidad era asustarla aún más.

Porque, aunque no lo dijeran, el hecho de que la policía estuviera ahí significaba que había alguien que quería hacerle daño a su padre. A ella no le preocupaba que hubiera alguien que intentara hacerle daño a ella. Lo que le asustaba era que algún hombre malvado se llevara a su padre de su lado. Deseaba que dejara el trabajo que tenía en los tribunales. Una vez se armó de valor y se lo pidió, pero él le contestó:

– ¿A ti te gusta mucho tocar el piano, cielo?

– Un montón.

– Bueno, pues eso es también lo que a mí me gusta: hacer mi trabajo.

– Ah, pues, vale -le había dicho, a pesar de que no valía en absoluto. Porque tocar un instrumento no hacía que la gente te odiara y quisiera matarte.

Christine entrecerró los ojos e intentó concentrarse. Hubo un pasaje que le salió mal, así que lo repitió.

Y ahora, según le habían dicho, tendrían que irse a vivir a otro sitio durante algún tiempo. Sólo uno o dos días, le dijo su madre. Pero ¿y si luego era más tiempo? ¿Y si tenían que suspender la fiesta de aquel libro de Suzuki? Disgustada, dejó de tocar, cerró el libro de música y fue a meterlo en su cartera.

¡Eh, mira lo que hay aquí!

Sobre el atril había un caramelo de menta y chocolate, y no de los pequeños, sino de los enormes, de los que venden en las cajas del Food Emporium. Se preguntó quién podría haberlo dejado ahí. A su madre no le gustaba que nadie comiera en esa sala, y a Chrissy no le estaba permitido tomar dulces ni nada pringoso mientras tocaba.

Quizá fuera cosa de su padre. Sabía que él se sentía mal por ella, por todos los policías que había en la casa y porque no había podido ir al recital que había dado la noche anterior en Neighborhood School.

Eso era, entonces. Un regalito secreto de su padre.

Chrissy miró por la grieta que había en la puerta. Vio gente que iba de acá para allá. Oyó la voz tranquila de ese policía tan simpático de Carolina del Norte que tenía dos hijos a los que le iban a presentar algún día. Su madre sacó una maleta del dormitorio. Tenía cara de disgusto y decía: «Esto es una locura. ¿Por qué no pueden encontrarle? Él es uno, y ustedes son cientos. No lo entiendo».

Chrissy se echó para atrás en su silla, abrió la envoltura del caramelo y empezó a comérselo lentamente. Cuando lo acabó se miró los dedos con atención. En efecto, se los había manchado de chocolate. Iría al baño y se lavaría las manos. Además, tiraría el envoltorio por el retrete para que su madre no lo encontrara. Eso se llamaba «deshacerse de las pruebas», según se decía en ese programa de televisión sobre investigación de Escenas del Crimen que sus padres no le dejaban ver, aunque ella se las arreglaba para poder ver alguno de vez en cuando.


* * *

Roland Bell había vuelto con Charles Grady, sanos y salvos, al apartamento de este último, en el que se encontraron a la familia haciendo las maletas para marcharse a una casa segura del NYPD en otra zona de la ciudad, en Murray Hill. Bell echó las persianas y les dijo a los miembros de la familia que se mantuvieran lejos de las ventanas. Advirtió que esa recomendación les puso más nerviosos, pero su trabajo no era mimar el espíritu, precisamente, sino evitar que les matara un asesino muy inteligente.

Le sonó el móvil. Era Rhyme.

– ¿Está todo seguro allí? -le preguntó el criminalista.

– Tan seguro como un bebé en la cuna, descuida -contestó Bell.

– Constable está en una celda de seguridad.

– ¿Y conocemos a los que le custodian, no? -preguntó Bell.

– Amelia ha dicho que aunque Weir es un maestro, ella duda de que se pueda disfrazar de dos dobles de Shaquille O'Neal [28].

– Vale. ¿Cómo está el abogado?

– ¿Roth? Vivirá, aunque le sacudieron de lo lindo. Est… -Rhyme dejó de hablar cuando alguien en la habitación comenzó a hacerlo. A Bell le pareció oír la suave voz de Mel Cooper. A continuación, prosiguió-: Estoy aún analizando lo que encontró Amelia en las escenas del Centro de Detención. Todavía no dispongo de pistas concretas, pero tengo algo que me gustaría comentarte. Bedding y Saul han averiguado por fin a qué habitación del Lanham Arms pertenecía la llave de tarjeta.

– ¿A nombre de quién estaba?

– Un nombre y una dirección falsos -explicó Rhyme-. Pero en recepción dijeron que la descripción de Weir coincidía a la perfección con el huésped. El equipo de Escena del Crimen no ha conseguido mucho, pero encontraron una jeringuilla desechable detrás del tocador. No sabemos si fue Weir quien la dejó, pero de momento contaré con que sí. Mel ha encontrado restos de chocolate y sacarosa en la aguja.

– Sacarosa…, ¿eso es azúcar?

– Exacto. Y en el cilindro, arsénico.

– Así que ha inyectado veneno en algún dulce -dijo Bell.

– Eso parece. Pregunta a los Grady si alguien les ha enviado dulces últimamente.

Bell les hizo la pregunta al fiscal adjunto y a su mujer, que negaron con la cabeza, consternados sólo por oír una pregunta semejante.

– No, no tenemos dulces en la casa -dijo la esposa del fiscal.

El criminalista le preguntó entonces a Bell:

– Dijiste que te había sorprendido que entrara en el propio apartamento de Grady esta tarde.

– Exacto. Pensábamos que lo atraparíamos en el portal, en el sótano o en el tejado. No nos esperábamos que fuera a entrar por la puerta principal.

– Y, una vez que entró, ¿adónde se dirigió?

– Se presentó en el cuarto de estar. Nos dio un susto a todos.

– Entonces, tal vez tuviera tiempo de dejar algún caramelo en la cocina.

– No, no es posible que estuviera en la cocina -le explicó Bell-. Lon y yo estábamos allí.

– ¿En qué otras habitaciones pudo entrar?

Bell se lo preguntó a Grady y a su esposa.

– ¿Qué pasa, Roland? -preguntó a su vez el fiscal adjunto.

– Lincoln acaba de encontrar más pruebas y cree que Weir puede haber dejado algún veneno en la casa. Al parecer, tal vez sea en algún caramelo. No estamos seguros, pero…

– ¿Caramelo? -se oyó una voz suave y aguda detrás de ellos.

Bell, los Grady y dos de los policías de la escolta se volvieron: allí estaba la hija del fiscal, mirando fijamente al detective, con el miedo reflejado en los ojos.

– Chrissy, ¿qué pasa? -le preguntó su madre.

– ¿Caramelo? -susurró otra vez la niña.

Dejó caer el envoltorio plateado que llevaba en la mano y empezó a llorar.


* * *

Con las manos sudorosas, Bell miró a los transeúntes que pasaban por la acera de enfrente del apartamento de Charles Grady.

Docenas de personas.

¿Sería Weir alguna de ellas?

¿O algún otro de esa maldita Unión Patriótica?

Llegó la ambulancia y de ella saltaron dos sanitarios. Antes de que entraran por la puerta principal, el detective comprobó detenidamente sus tarjetas de identificación.

– ¿Pero a qué viene todo esto? -dijo uno de ellos, ofendido.

Bell no le prestó ninguna atención y se puso a examinar los coches que había en la calle, a los viandantes, las ventanas de los edificios cercanos. Cuando vio que no había peligro, silbó y Luis Martínez, el tranquilo guardaespaldas, salió apresuradamente con la niña y la metió en la ambulancia, acompañada de su madre.

Chrissy no mostraba síntomas de envenenamiento aún, aunque estaba pálida y el llanto le hacía temblar. La niña se había comido un caramelo de menta que había aparecido misteriosamente en el cuarto del piano. Para Bell, hacer daño a los niños era un tipo de maldad que no tenía nombre y, aunque Constable le había embaucado por un momento con su dulce charla, aquel incidente dejaba clara la absoluta depravación de los miembros de la Unión Patriótica.

¿Diferencias entre culturas? ¿Entre razas? No señor. Sólo hay una diferencia. En un lado está el bien y la decencia, y en el otro la maldad.

Si la niña moría, Bell consideraría un asunto personal encargarse de que Weir y Constable recibieran el castigo correspondiente a lo que le habían hecho a Chrissy: una inyección letal.

– No te preocupes, cielo -le dijo a la niña mientras uno de los médicos le tomaba la tensión-. Te vas a poner bien.

Como respuesta sólo recibió el llanto silencioso de la niña. Miró a la madre de Chrissy, cuya tierna mirada no podía esconder del todo una furia mucho mayor que la que sentía Bell.

El detective llamó por radio a la Central y le pasaron con los Servicios de Emergencia del hospital al que se dirigían.

– Llegaremos dentro de unos minutos al mostrador de urgencias -le dijo al supervisor-. Ahora, escúcheme: quiero que despejen de gente esa zona y todo el recorrido hasta el centro de toxicología. No quiero ver ni un alma allí, salvo que lleven una tarjeta de identificación con fotografía.

– Un momento, detective; no podemos hacer eso -dijo la voz de mujer-. Es una zona del hospital que suele estar llena.

– Con esto voy a ser como una mula, señora.

– ¿Qué va a ser qué?

– Muy testarudo. Hay un asesino armado que va detrás de esta niña y de su familia. Así que si veo que alguien se cruza con nosotros y no lleva identificación, le vamos a esposar de inmediato, y no con muy buenos modales, me temo.

– Esto es el centro de emergencias de un hospital, detective -respondió la mujer, irritada-. ¿Se puede usted imaginar a cuánta gente estoy viendo yo ahora mismo desde aquí?

– No, señora, no me lo imagino. Pero imagíneselos a todos boca abajo y atados de pies y manos. Que es como van a estar si no se han marchado antes de que lleguemos allí. Y, por cierto, faltan sólo dos minutos para que eso ocurra.

Capítulo 43

– Los casos cambian de color.

Charles Grady estaba sentado en una silla de plástico naranja de la sala de espera del centro de urgencias, encorvado y con la mirada fija en el linóleo verde arañado por miles de pies desesperados.

– Me refiero a los casos criminales.

Roland Bell estaba sentado a su lado. La silueta vigilante de Luis se recortaba en el umbral de una de las puertas y, cerca de allí, en la entrada a un pasillo lleno de gente, se encontraba Graham Wilson, otro de los oficiales del SWAT de Bell, un detective guapo, duro, de mirada aguda y severa, y con un talento especial para detectar a personas con armas, como si tuviera rayos X en los ojos.

La mujer de Grady había pasado con Chrissy a que la examinaran, acompañadas de dos miembros de la escolta.

– Yo tuve un profesor en la facultad de Derecho -continuó Grady, tieso como una estaca- que fue fiscal y después juez. Una vez nos dijo en clase que en todos sus años de ejercicio de la profesión nunca se le había presentado un caso en que todo fuera blanco y negro nada más verlo. Todos tenían diferentes tonos de gris. Había grises bastante oscuros y grises bastante claros, pero no dejaban de ser todos grises.

Bell miró hacia el pasillo, a la improvisada sala de espera que la enfermera de turno había organizado para los heridos que llegaban por accidentes de bicicleta o monopatín. Tal y como había insistido Bell, esa zona del hospital había sido desalojada.

– Pero, luego, una vez que te metías en el caso, cambiaba de color. Se volvía blanco y negro. Tanto si eras el abogado de la defensa como el de la acusación, los grises desaparecían. El lado en el que tú estabas era bueno en un cien por cien. El otro, cien por cien malo. Correcto o equivocado. Mi profesor decía que había que guardarse de eso. Que uno no debe dejar de recordarse a sí mismo que los casos son grises en realidad.

Bell vio a un camillero. El joven latino parecía inofensivo, pero el detective hizo una señal a Wilson, que le paró y comprobó su identificación. Le hizo un gesto a Bell de que todo estaba en orden.

Chrissy llevaba quince minutos en un quirófano. ¿Por qué no podía venir alguien a informar de cómo iba todo?

– Pero ¿sabes una cosa, Roland? -continuó Grady-. Todos estos meses que han pasado desde que averiguamos que había una conspiración en Canton Falls, yo he seguido viendo el caso de Constable tan blanco y negro como al principio. Nunca lo he visto gris. Yo fui a por él con todo lo que tenía. -Soltó una risa triste. Volvió a mirar hacia el pasillo otra vez; la sonrisa se le iba desdibujando de la cara-. ¿Cuándo demonios va a venir el médico?

Volvió a bajar la cabeza.

– Pero tal vez si hubiera visto más grises, quizá si no hubiera ido a por él con toda la artillería, si me hubiera comprometido más…, puede que no hubiera contratado a Weir. Puede que no hubier… -Hizo un gesto en dirección al lugar en el que se encontraba su hija en ese momento. Se atragantó y lloró en silencio unos instantes.

– Yo creo que tu profesor estaba equivocado, Charles -dijo Bell-. Al menos, con gente como Constable. Cualquiera que haga lo que él ha hecho…, bueno, no hay gris que valga con gente así.

Grady se limpió la cara.

– Roland, ¿tus hijos… han estado en el hospital alguna vez?

Lo primero que pensó el detective fue: «le hicieron una visita a su madre cuando ya estaba en las últimas», pero no dijo nada sobre el asunto.

– Algunas veces, pero nada grave: sólo por las heridas que puede hacer una pelota en la frente o en el meñique, o las que te pueda hacer un defensa que se abalanza sobre ti armado con una de esas pelotas.

– ¡Uf!, pues es algo que quita el aliento -dijo Grady. Otra mirada al pasillo desierto-. Te lo quita del todo.

Unos minutos después, el detective notó cierto movimiento en el pasillo. Un médico con una bata verde divisó a Grady y se encaminó lentamente hacia ellos.

– Charles -dijo el detective con suavidad.

Pero, aunque tenía la cabeza agachada, Grady ya estaba mirando al hombre que se acercaba.

– Blanco y negro -susurró-. ¡Dios mío! -Se levantó para recibir al médico.


* * *

Lincoln Rhyme estaba mirando el cielo del atardecer por la ventana cuando sonó el teléfono.

– Mando. Contestar teléfono.

Clic.

– ¿Sí?

– ¿Lincoln? Soy Roland.

Mel Cooper se volvió con gravedad y le miró. Sabían que Bell estaba en el hospital con Christine Grady y su familia.

– Dilo.

– La niña está bien.

Cooper cerró los ojos un instante: si alguna vez un protestante ha estado a punto de bendecirse a sí mismo, fue en ese momento. También Rhyme sintió un profundo alivio.

– ¿No había veneno?

– Nada. Sólo era caramelo. Ni una pizca de productos tóxicos.

– Entonces, eso también era una desorientación -caviló el criminalista.

– Eso parece.

– Pero, ¿qué demonios significa? -dijo Rhyme en una voz apenas audible; una pregunta que, más que a Bell, iba dirigida a sí mismo.

– Para mí -propuso el detective-, que Weir nos esté señalando a Grady significa que aún va a intentar hacer algo más para ayudar a Constable a fugarse de la comisaría. Debe de estar en algún sitio en el Tribunal.

– ¿Estás de camino hacia la nueva casa de los Grady?

– Sí. Toda la familia. Nos quedaremos allí hasta que atrapéis a ese tipo.

¿Hasta?

¿Qué me dices de «si»?

Después de colgar, Rhyme se alejó de la ventana y se acercó en la silla hasta la pizarra con las pruebas.

La mano es más rápida que el ojo.

Sólo que no lo es.

¿Qué tenía en mente el maestro del ilusionismo ErickWeir?

Sentía los músculos del cuello al borde de la contractura. Miró hacia la ventana otra vez mientras reflexionaba sobre el enigma al que se enfrentaban.

Hobbs Wentworth, el asesino a sueldo, estaba muerto, y Grady y su familia se encontraban a salvo. Estaba claro que Constable se había estado preparando para escapar de la sala de interrogatorios de Las Tumbas, aunque no había habido un intento manifiesto por parte de Weir para liberarle. De modo que daba la impresión de que los planes de Weir se estaban descabalando.

Pero Rhyme no podía aceptar una conclusión tan obvia. Con el supuesto atentado contra Christine Grady, Weir había hecho que apartaran su atención de las dependencias policiales, así que Rhyme se inclinaba ahora hacia la conclusión de Bell de que no tardaría en producirse otro intento de rescatar a Constable.

¿O había más cosas: tal vez un atentado para matar a Constable y evitar así que testificara?

Le consumía la frustración. Rhyme había aceptado ya hacía tiempo que en sus condiciones él nunca sería capaz de capturar a un malhechor. La contrapartida era la fortaleza de una mente inteligente. Aun así, sentado e inmóvil, desde la silla o la cama, podía al menos adelantarse a los pensamientos de los criminales a los que perseguía.

Salvo con Erick Weir, El Prestidigitador, con quien no podía. Era un hombre que había consagrado su alma al engaño.

Rhyme pensó si quedaba algo por hacer para encontrar respuestas a las preguntas imposibles que planteaba el caso.

Sachs, Sellitto y los de la Unidad de Servicios de Emergencia estaban registrando de arriba abajo el Centro de Detención y los Tribunales. Kara estaba en el Cirque Fantastique esperando a Kadesky. Thom estaba llamando a Keating y Loesser, los antiguos ayudantes del asesino, para averiguar si éste se había puesto en contacto con ellos el día anterior, o para ver si recordaban alguna información adicional que pudiera ayudarles. Un Equipo de Respuesta a Pruebas Físicas, prestado por el FBI, estaba investigando la escena del edificio de oficinas en el que Hobbs Wentworth se había pegado un tiro y, en Washington, los técnicos seguían analizando las fibras y la pintura que simulaba sangre que había encontrado Sachs en el Centro de Detención.

¿Qué más podía hacer Rhyme para saber qué tenía en mente Weir?

Sólo una cosa.

Decidió intentar algo que llevaba años sin hacer.

Rhyme comenzó a recorrer por sí mismo algunas cuadrículas. Empezó la investigación por la sangrienta escena de fuga del Centro de Detención, donde recorrió pasillos en zigzag, iluminados con luces fluorescentes color verde alga; dobló recodos desgastados por los años de roce con los carros de suministro y los pallets; entró en cuartos de servicio y de calderas… en un intento de seguir los pasos, y desentrañar los pensamientos de Erick Weir. El recorrido lo hizo, desde luego, con los ojos cerrados, y tuvo lugar exclusivamente en su mente. Aun así, no resultaba del todo extraño que participara en una persecución en vivo totalmente imaginaria, puesto que la presa a la que perseguía era un hombre «evanescente».


* * *

El semáforo cambió a verde y Malerick aceleró poco a poco.

Iba pensando en Andrew Constable, un «conjurador» por derecho propio, en palabras de Jeddy Barnes. Como si fuera un mentalista, Constable podía evaluar a un hombre en cuestión de segundos y componer un semblante que le colocaba al instante en una situación cómoda y relajada, en la que era capaz de humor, inteligencia y comprensión, y de adoptar posiciones racionales y cordiales.

Hacía que los crédulos se tragaran el anzuelo.

Y había muchos, por supuesto. Se suele considerar que la gente se da cuenta de lo que lanzan en realidad grupos como la Unión Patriótica. Pero, como ya advirtió el gran empresario del gremio de Malerick, P. T. Barnum, cada minuto nace un imbécil.

Conforme avanzaba cuidadosamente entre el tráfico de la tarde del domingo, Malerick se divertía pensando en el total desconcierto que debía de estar sintiendo Constable en ese momento. Parte del plan de fuga exigía que Constable incapacitara a su abogado. Jeddy Barnes le había dicho hacía dos semanas, en el restaurante de Bedford Junction: «Bueno, señor Weir, la cosa es que Roth es judío. Andrew disfrutará mucho haciéndole daño».

«A mí me da lo mismo», había contestado Malerick. «Que lo mate, si quiere. Eso no afecta a mis planes. Lo único que yo quiero es que se ocupe de él, que le quite de en medio.»

Asintiendo, Barnes había dicho: «Sospecho que van a ser buenas noticias para el señor Constable».

Se imaginaba la consternación y el miedo que irían apoderándose de Constable, allí sentado junto al cuerpo cada vez más frío de su abogado, mientras esperaba a que apareciera Weir con armas y disfraces para sacarle del edificio, algo que, por supuesto, no iba a pasar.

La puerta de la prisión se abriría y una docena de guardias se echarían sobre él y lo llevarían de nuevo a su celda. El juicio continuaría, y Andrew Constable, tan confundido como Barnes, Wentworth y todos los demás miembros de esa tribu de neandertales del norte del Estado de Nueva York, nunca sabrían cómo les habían utilizado.

Parado en otro semáforo, Malerick se preguntaba cómo se estaría desarrollando la otra desorientación que les había hecho seguir. El número de «La niña envenenada» (Malerick lo consideró melodramático, casi un tópico evidente, pero sus años de profesión le habían enseñado que el público responde a lo obvio). Desde luego, no había sido la mejor desorientación del mundo: no estaba seguro siquiera de si ya habían descubierto la jeringuilla en el Lanham. Tampoco tenía la certeza de si la niña o cualquier otra persona se habría comido el caramelo. Pero Rhyme y su gente eran tan buenos que cabía la posibilidad, suponía, de que llegaran directamente a la terrible conclusión de que se trataba de otro atentado contra la vida del fiscal y su familia. Y después averiguarían que, al final, no había veneno alguno en el caramelo.

¿Qué sacarían en claro de todo aquello?

¿Habría otro caramelo envenenado?

¿O se trataba de una desorientación, para alejarles del Centro de Detención de Manhattan, en el que tal vez Malerick estuviera planeando liberar a Constable de alguna otra manera?

En resumen: la policía estaría también flotando en un mar de dudas y sin idea de lo que estaba pasando de verdad.

Bien: pues lo que ha sucedido en los dos últimos días, Venerado Público, es una actuación sublime en la que se representa una combinación perfecta de desorientación física y psicológica.

La física, que lleva a dirigir la atención de la policía tanto hacia el apartamento de Charles Grady como al Centro de Detención.

La psicológica desvía las sospechas de lo que Malerick estaba haciendo en realidad y centrándolas en un motivo muy creíble, que Lincoln Rhyme pensaba que había descubierto: la muerte de Grady por un asesino a sueldo y la organización de la fuga de Andrew Constable. Una vez que la policía dedujera estos supuestos, sus mentes dejarían de buscar cualquier otra explicación para entender qué es lo que se traía entre manos realmente.

Lo cual no tenía absolutamente nada que ver con el caso Constable. Todas las pistas que había dejado tan a la vista (las agresiones basadas en trucos de ilusionismo en las tres primeras víctimas, representantes de ciertos aspectos del mundo del circo; el zapato con pelos de perro y estiércol que conducía a Central Park; las referencias al fuego de Ohio y la conexión con el Cirque Fantastique) habían convencido a la policía de que su intención no podía ser en realidad vengarse de Kadesky, porque era, como Lincoln Rhyme le había dicho, demasiado obvio. Tenía que estar preparando algo más.

Pero no era así.

En ese momento, vestido con el uniforme de camillero, disminuyó la velocidad de la ambulancia que iba conduciendo y pasó por la entrada de servicio de la carpa que albergaba al «Famoso en el mundo entero, Anunciado internacionalmente, Aclamado por la crítica: El Cirque Fantastique».

Aparcó debajo del andamiaje de los asientos, se bajó del vehículo y cerró la puerta. Ni los tramoyistas, ni la policía ni los muchos guardias de seguridad prestaron atención ni a la ambulancia ni a él. Tras la amenaza de bomba que había habido ese mismo día, era absolutamente normal que hubiera aparcado un vehículo de emergencias en ese lugar; absolutamente natural, como señalaría un ilusionista.

Observen, Venerado Público: he aquí su ilusionista, en el centro de la pista, aunque aún es completamente invisible.

Se trata de «El hombre evanescente», presente aunque oculto.

Nadie miró siquiera el vehículo, que no era precisamente una ambulancia corriente, sino falsa. En lugar de equipos médicos lo que había en su interior era media docena de bidones de plástico, que contenían en total más de dos mil seiscientos litros de gasolina, con un sencillo dispositivo de detonación que no tardaría en hacer que el líquido cobrara vida y se convirtiera en un torrente mortal que entraría en erupción y alcanzaría las tribunas descubiertas, la lona, las más de dos mil personas que formaban el público.

Y, entre ellas, Edward Kadesky.

¿Lo ve, señor Rhyme, lo que ya hablamos? Mis palabras eran sólo cháchara. Kadesky y el Cirque Fantastique destrozaron mi vida y mi amor, y yo voy a destruirlos. La venganza es la clave de todo esto.

Sin que nadie advirtiera su presencia, el ilusionista salió en ese momento de la carpa y se adentró en Central Park. Se quitaría el uniforme de conductor de ambulancia, se pondría otro disfraz y, amparado por la oscuridad de la noche, volvería a entrar, se convertiría, para variar, en un miembro del público y contemplaría la apoteosis final de su espectáculo desde un lugar privilegiado.

Capítulo 44

Familias, grupos de amigos, niños…, todos iban entrando en la carpa, buscando sus asientos, ocupando las localidades, transformándose poco a poco de personas en esa criatura llamada público, un todo muy distinto de las partes que lo componían.

La metamorfosis…

Kara dejó de mirar hacia la puerta y paró a un guardia de seguridad.

– Llevo ya un rato esperando. ¿Tiene usted idea de cuándo volverá el señor Kadesky? Es muy importante.

No, él no sabía, como tampoco lo sabían otras dos personas a las que preguntó.

Otra mirada al reloj. Se sentía abatida. Le vino una imagen de su madre tendida en su habitación de la residencia, recorriendo con la mirada la habitación, inundada de lucidez y preguntándose dónde estaba su hija. Kara sentía ganas de llorar por la frustración de verse atrapada. Sabía que tenía que quedarse y hacer todo lo posible por detener a Weir, pero deseaba desesperadamente estar al lado de su madre.

Volvió al iluminado interior de la carpa. Los artistas estaban esperando en los bastidores, preparándose para el primer número, con sus inquietantes máscaras de la comedia del arte. Los niños del público llevaban también máscaras, que habían adquirido en los puestos del exterior a precios desorbitados. Narices chatas y puntiagudas, picos. Miraban a su alrededor, emocionados y aturdidos la mayoría, aunque, según advirtió Kara, algunos parecían nerviosos. Seguramente las máscaras y la decoración con motivos fantásticos convertían el circo, a sus ojos, en una escena de película de terror. A Kara le encantaba actuar para los niños, pero sabía que había que tener cuidado: su realidad era diferente de la de los adultos, y un ilusionista podía destruir con facilidad el frágil sentido del bienestar de los más jóvenes. En sus actuaciones infantiles, Kara sólo hacía números divertidos y, a menudo, les reunía al final para contarles el truco.

Contemplaba toda la magia que la rodeaba en ese momento, la emoción, la expectación… Le sudaban las palmas de las manos como si fuera ella quien estuviera a punto de salir a la pista… Oh, lo que daría por estar en la carpa en la que se preparaban las actuaciones… Contenta, segura de sí, aunque también excitada y con el corazón acelerado por la expectación conforme se fuera acercando la hora de la función… No había otra sensación igual en el mundo.

Se rió para sí con tristeza. Bueno, pues allí estaba: había logrado llegar al Cirque Fantastique.

Pero como chica de los recados.

Se preguntaba: ¿seré lo suficientemente buena? A pesar de lo que decía David Balzac, ella pensaba a veces que lo era. Al menos tan buena como, por ejemplo, Harry Houdini en sus comienzos: los únicos «escapistas» entonces eran los miembros del público que se salían a los pasillos, aburridos o sintiendo vergüenza ajena al verle fallar en trucos sencillos. Y Robert-Houdin se sentía tan incómodo en sus primeras actuaciones que acababa ofreciendo al público unos autómatas de cuerda, como un turco que jugaba al ajedrez.

Pero, al mirar a los bastidores, a los cientos de artistas que llevaban en la profesión desde su infancia, la voz firme de Balzac se coló entre sus pensamientos: Aún no, aún no, aún no… Escuchó esas palabras con desilusión, aunque también con consuelo. Él estaba en lo cierto, decidió Kara tajante. Él era el experto; ella, la aprendiza. Debía tener confianza en él. Un año o dos. Merecía la pena esperar.

Además, estaba su madre…

Que tal vez se hallaba sentada en la cama en ese mismo momento, charlando con Jaynene y preguntándose dónde estaba su hija, la hija que la había abandonado la noche en que debería haber estado allí.

La ayudante de Kadesky, Katherine Tunney, apareció en lo alto de unas escaleras y le hizo una señal.

¿Había llegado ya Kadesky? Por favor…

Pero lo que dijo la mujer fue:

– Acaba de llamar. Tenía una entrevista en la radio después de la cena y se retrasará. Vendrá pronto. Ahí enfrente está su palco. ¿Por qué no esperas allí?

Kara asintió y, descorazonada, se encaminó hacia el lugar que había señalado Katherine, se sentó y volvió a mirar a la carpa. Comprobó que la transformación mágica era completa, al fin; todos las localidades estaban ocupadas. Niños, hombres y mujeres formaban ahora un público.

Un ruido sordo.

Kara se sobresaltó al oír el redoble alto y hueco de un tambor, que resonó por toda la carpa.

La luces fueron apagándose hasta que el lugar se quedó totalmente a oscuras; una oscuridad que sólo perturbaban las luces rojas de las salidas.

Un ruido sordo.

La multitud se quedó muda al instante.

Un ruido sordo… Un ruido sordo… Un ruido sordo.

El redoble de tambor sonaba lento. Se sentía en el corazón, al mismo compás.

Un ruido sordo… Un ruido sordo…

Un foco de luz brillante iluminó el centro de la pista, donde un actor representaba a Arlequín, vestido con el clásico traje de rombos blancos y negros, y con su correspondiente máscara. La mano levantada, sujetando un cetro, miraba a su alrededor en actitud traviesa.

Un ruido sordo…

Dio un paso adelante y comenzó a caminar por la pista mientras que, detrás de él, aparecía un desfile de artistas: otros personajes de la comedia del arte, acompañados de espíritus, hadas, princesas, príncipes y magos. Algunos caminaban, otros bailaban, otros daban volteretas lentamente, como si estuvieran debajo del agua; otros caminaban sobre unos altos zancos con tanta gracia o más que la gente que se puede ver paseando por la acera, algunos iban en cuadrigas o carros decorados con tules y plumas y encajes y pequeñas lucecillas brillantes.

Todos se movían en perfecta armonía con el tambor.

Un ruido sordo… Un ruido sordo…

Caras enmascaradas, caras pintadas de blanco y negro, o de oro y plata, caras salpicadas de purpurina. Manos que hacían juegos malabares con pelotas brillantes, manos que llevaban cuerpos celestes, llamas o faroles, manos que arrojaban confetti como si fueran relumbrantes copos de nieve.

Solemne, majestuoso, juguetón, grotesco.

Un ruido sordo…

Medieval y futurista, el desfile era hipnótico. Y su mensaje no dejaba lugar a dudas: todo lo que existía fuera de la carpa no tenía validez. Uno podía olvidarse de todo lo que había aprendido sobre la vida, sobre la naturaleza humana, sobre las mismísimas leyes de la física. El corazón latía entonces no a su propio ritmo, sino al del nítido redoble de tambor, y el alma ya no era la de uno, sino que había sido atrapada por ese desfile sobrenatural que se abría paso deliberadamente hacia el mundo de la ilusión.

Capítulo 45

Hemos llegado al final de nuestro espectáculo, Venerado Público.

Ha llegado la hora de presentar nuestro más célebre, y controvertido, acto de ilusionismo. Una variante del número de infausta memoria «El espejo ardiente».

Durante nuestro espectáculo del fín de semana han presenciado números del repertorio de maestros como Harry Houdini, P T. Selbity Howard Thurston. Pero ni ellos se atreverían con un número como «El espejo ardiente».

Nuestro artista, atrapado en una suerte de infierno, rodeado de llamas que se van cerrando sobre él inexorablemente, sólo cuenta con una vía de escape: una puerta diminuta protegida por un verdadero muro de fuego.

Aunque, por supuesto, la puerta puede no ser en absoluto una vía de escape.

Tal vez sea sólo una ilusión.

Debo advertirles, Venerado Público, que la última vez que se intentó representar este truco todo acabó en tragedia.

Yo lo sé porque estaba allí.

Así que, les ruego que, por su propio bien, dediquen unos momentos a mirar la carpa y pensar qué deberían hacer si se produjera una catástrofe…

Pero, pensándolo bien…, no, es demasiado tarde para eso. Quizá lo mejor que pueden hacer es rezar, simplemente.


* * *

Malerick había vuelto a Central Park y se encontraba en ese momento bajo un árbol a unos metros de la carpa blanca del Cirque Fantastique.

Lucía nuevamente un rostro barbado; se había vestido con atuendo deportivo y una camiseta de punto de cuello alto. Llevaba una gorra de la Maratón Benéfica de Manhattan, de la que sobresalían algunos mechones sudorosos. Sudor falso, de bote, que daba fe de su recién adoptado personaje: un ejecutivo financiero de segunda empleado en un banco de primera, que había salido a dar su carrerita nocturna del domingo. Se había parado a descansar y miraba distraído la carpa del circo.

Perfectamente natural.

Se sorprendió de sentirse tan tranquilo. Tal serenidad le recordó al instante que siguió al incendio del circo Hasbro en Ohio, antes de que se aclararan todas las implicaciones del desastre. Aunque debería haber estado chillando, él se sorprendió paralizado. En un coma emocional. Y ahora, en ese momento, sentía lo mismo mientras escuchaba la música, las notas bajas resaltadas por la tirante lona de la carpa. Los aplausos lejanos, las risas, los gritos ahogados por la estupefacción.

En todos sus años de profesión, raramente sintió el miedo escénico. Si uno se sabía bien el número, si había ensayado suficientes veces, ¿por qué iba a tener que estar nervioso? Eso era lo que sentía en ese momento. Todo había sido planeado con tanto esmero que sabía que su espectáculo se desarrollaría según lo previsto.

Examinando la carpa durante sus últimos minutos en la Tierra, vio a dos figuras junto a la gran puerta de servicio por la que no hacía mucho había entrado con la ambulancia. Un hombre y una joven. Hablaban entre sí, con el oído de uno cerca de la boca del otro para poder oírse a pesar del volumen de la música.

¡Sí! Una de ellas era Kadesky. Le había preocupado pensar que tal vez el productor no estuviera presente en el momento de la explosión. La otra era Kara.

Kadesky señaló algún lugar del interior de la carpa, y ambos se dirigieron hacia allí. Malerick calculó que debían de encontrarse a no más de tres metros de la ambulancia.

Una mirada al reloj. Era casi la hora.

Y ahora, amigos míos, mi Venerado Público…

A las nueve de la noche exactamente salió una lengua de fuego por la puerta de la carpa. Un instante después, la silueta de las altas llamaradas del interior se reflejaba en la brillante lona, devorando las tribunas, al público, los decorados… La música cesó de repente y en su lugar se oían gritos. Por la parte superior de la carpa comenzaron a salir espirales de humo oscuro.

Malerick se inclinó hacia adelante, cautivado por el horror de la visión que estaba contemplando.

Más humo, más gritos.

Luchando por no mostrar una sonrisa no natural, pronunció una oración de agradecimiento. No había una deidad en la que Malerick creyera, así que ofreció sus palabras de gratitud al alma de Harry Houdini, su tocayo e ídolo, además de patrón de los magos.

Jadeos y chillidos de los que pasaban corriendo junto a él por esa parte aislada del parque, para ayudar o para quedarse boquiabiertos, con la mirada fija en el espectáculo. Malerick esperó unos cuantos minutos más, pero sabía que la policía no tardaría en llenar el parque. Con cara de preocupación, con el móvil en la mano fingiendo que llamaba a los bomberos, se encaminó hacia la acera. No pudo evitar detenerse otra vez. Se volvió y vio, medio ocultas por el humo, las enormes banderas que había delante de la carpa. En una de ellas, el enmascarado Arlequín extendía los brazos y ofrecía las palmas de las manos desnudas.

Miren, Venerado Público, no tengo nada en las manos.

Salvo que, como buen prestidigitador, el personaje sí tenía algo, perfectamente oculto a la vista, en el dorso de un dedo.

Y sólo Malerick sabía lo que era.

Lo que el esquivo Arlequín tenía era la muerte.

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