La lluvia negra

El Invencible, crucero de segunda clase — la mayor de las naves con que contaba la base de la constelación de Lira —, surcaba el cuadrante más exterior de esa región del universo. En el túnel de hibernación del puente principal dormían los ochenta y tres tripulantes de la nave. Como la travesía era relativamente corta, no se había recurrido a la hibernación total sino a un sueño profundo en el que la temperatura del cuerpo no bajaba nunca de los diez grados. En la cabina de comando solamente los autómatas estaban activos. Ante ellos, sobre el retículo del visor, se reflejaba el disco de un sol no mucho más cálido que una estrella enana roja. Cuando la circunferencia ocupó la mitad de la pantalla, el reactor dejó de funcionar. Una pesada quietud reinó de pronto en toda la nave. Los climatizadores y las computadoras trabajaban en silencio. La tenue vibración que acompañara la emisión del haz luminoso había cesado también. El torrente de luz, como una espada infinitamente larga hundida en la oscuridad, había impulsado a la nave en la inmensidad del espacio. El Invencible se desplazaba ahora a una velocidad uniforme, inerte, mudo y aparentemente vacío.

Luego, poco a poco, unas luces diminutas empezaron a enviarse guiñadas de consola a consola, envueltas en el purpúreo resplandor del sol distante que asomaba en la Pantalla central. Las cintas magnéticas se pusieron en movimiento. Los programas se deslizaron lentamente en las ranuras de alimentación de una serie de aparatos, los transformadores chisporrotearon y la corriente llegó a los circuitos con un zumbido que nadie oyó. Los motores eléctricos, venciendo la resistencia de los aceites lubricantes solidificados desde hacía mucho tiempo, se pusieron en marcha con un agudo gemido. Las barras de cadmio emergieron de los reactores auxiliares, las bombas magnéticas inyectaron una solución de sodio líquido en la serpentina del enfriador. Un estremecimiento recorrió la popa, y en el interior del casco se oyeron crujidos y cuchicheos, como si una multitud de animales diminutos retozaran en él, arañando las paredes metálicas con pequeñas garras afiladas: los robots reparadores habían iniciado su larga ronda para verificar el estado de cada soldadura, la hermeticidad del casco, la integridad de las estructuras metálicas. La nave toda volvía a la vida, se poblaba de murmullos y movimientos: despertaba. Sólo la tripulación dormía aún.

Por último, un autómata programado transmitió una señal al tablero de comando en el túnel de hibernación. Un gas despertador se mezcló al aire frío. Desde las rejillas de ventilación del piso y entre las hileras de cuchetas, sopló un viento templado. No obstante, no parecía que los hombres tuvieran ganas de despertar. Algunos agitaron los brazos; el vacío de aquel sueño helado se pobló de delirios y pesadillas. Por fin uno, el primero, abrió los ojos. La nave estaba preparada desde hacía varios minutos: el blanquísimo resplandor del día artificial había disipado la oscuridad en los largos pasillos, en los pozos de los ascensores, en las cabinas, en el puesto de comando, en las cámaras de aire. Y mientras el túnel de hibernación se poblaba de rumores, de suspiros y gemidos involuntarios, la nave misma, impaciente, como si no hubiese podido esperar el despertar de los tripulantes, iniciaba la maniobra preliminar de desaceleración. La pantalla central reflejó las estrías de fuego de la proa. Una violenta sacudida turbó la inercia aparente de la nave. Las dieciocho mil toneladas de El Invencible, acrecentadas por la enorme velocidad inicial, se comprimieron bajo el impacto de la inmensa fuerza de retropropulsión de los reactores de proa. En las cámaras cartográficas trepidaron los mapas herméticamente enrollados. Aquí y allá, los objetos sueltos se desplazaron de un lado a otro, como en una danza. Parecía como si de pronto las cosas inanimadas hubiesen cobrado vida. En las cantinas, la vajilla se entrechocaba, repiqueteando. Los respaldos de los sillones vacíos de goma-espuma se inclinaron hacia atrás; las correas y los cables murales de los puentes oscilaron sacudiéndose. Un confuso ruido de vidrios, chapas, láminas plásticas cruzó como una ráfaga por toda la nave, de la proa a la popa. Y desde la cámara de hibernación llegó un murmullo de voces humanas; luego de siete meses de sueño, los hombres de la tripulación renacían a la vida.

La nave seguía perdiendo velocidad. En las pantallas, el planeta ocultaba las estrellas, envuelto en la lana rojiza de las nubes. El espejo convexo del océano que reflejaba el sol, se acercaba cada vez más lentamente. Un continente gris oscuro, perforado por cráteres, apareció de pronto. Desde sus puestos, los hombres nada veían. Abajo, en las profundidades, en las titánicas entrañas del propulsor, crecía un aullido sofocado. Una nube, atrapada en el rayo de desaceleración, se iluminó fugazmente con el brillo inquieto del mercurio. El rugido de los motores se multiplicó por un instante. El disco rojizo se acható para convertirse en suelo. Se veían ya las líneas curvas de las dunas, azotadas por el viento; regueros de lava que se abrían como los rayos de una rueda desde el cráter más próximo. Las toberas del cohete vibraron bajo la acción del calor reflejo, más intenso que el calor del sol.

— Toda la potencia en el eje. Impulso estático.

Ya era visible el sitio donde, soplando verticalmente hacia abajo, el rayo retropropulsor golpeaba el suelo. Una nube de arena roja se levantó en la superficie. Unos relámpagos violetas partieron de la popa, aparentemente silenciosos; los atronadores rugidos de los gases apagaban las detonaciones. La diferencia de potencial se atenuó gradualmente, y los relámpagos fueron desapareciendo.

El tabique de un compartimiento se puso a gemir, el comandante se lo señaló con un gesto al ingeniero jefe: resonancia, habrá que suprimirla.. Pero nadie pronunció una palabra; los transmisores aullaban y la nave descendía serenamente, como una montaña de acero suspendida de hilos invisibles.

— Potencia media en el eje. Ligero impulso estático. En ondas concéntricas, como las olas de un océano, las humeantes láminas de la arena del desierto corrían en todas direcciones. El epicentro, tocado desde cerca por la llama densa de los escapes, había dejado de humear. La arena transformada en un espejo rojo, en un estanque burbujeante de sílice fundido, se evaporó en una columna de explosiones atronadoras. Desnuda como un hueso, la roca basáltica del planeta comenzó a ablandarse.

— Bajar los reactores. Impulso en frío.

Las agujas se desplazaron perezosamente hacia un nuevo sector del cuadrante. La nave, que parecía un volcán invertido en erupción, permaneció suspendida a medio kilómetro de la escarpada superficie de arrecifes rocosos, hundidos en la arena

— Plena potencia en el eje. Reducir impulso estático. El resplandor azul del fuego atómico se extinguió. De las toberas brotaron repentinamente los haces cónicos de los boranos; en un instante, un verde espectral tiñó el desierto, las paredes de los cráteres rocosos, y las nubes que flotaban en el cielo. La plataforma basáltica sobre la que iría a posarse la enorme popa de El Invencible ya no se fundida.

— Reactores en cero. Descenso en frío.

Los corazones de todos los hombres se aceleraron, los ojos observaron los instrumentos, los puños se crisparon apretando unas palmas húmedas. Aquellas palabras sacramentales significaban que ya no habría retorno, que pronto estarían pisando tierra firme. Aunque no fuera nada más que la arena de un planeta desértico; al menos allí habría aurora y crepúsculo, habría horizonte y nubes y viento.

— Aterrizaje puntual en el nadir.

El gemido incesante de las turbinas llenaba la nave. Un haz cónico de luz verde unió el casco a la humeante superficie rocosa. En los puentes centrales, nubes de arena oscurecieron los periscopios; en las pantallas de radar de la cabina de comando, los contornos del paisaje aparecían y desaparecían como bajo la enloquecida furia de un tifón. — Cerrar los contactos.

El fuego comprimido crepitaba bajo la popa, aplastado milímetro a milímetro bajo el peso de la astronave en descenso el infierno verde proyectaba unas lenguas que se hundían en las nubes de arena. El espacio que separaba a la popa de la ardiente roca de basalto parecía ahora un lagarto, una estría de fuego verde.

— Cero cero. Detener todos los motores.

Una campanilla. Un golpe, sólo uno, como si UN gigantesco corazón hubiera estallado. El cohete se había detenido. El ingeniero jefe, de pie, aferraba con ambas manos las palancas de los reactores de emergencia, como temiendo que la roca cediera. Todos esperaban. La aguja del segundero avanzaba con un enervante ritmo de insecto. El comandante observó un instante el indicador de la vertical: la lucecita plateada no se apartaba del Cero rojo.

Todos guardaban silencio. Las toberas enrojecidas empezaron a contraerse, emitiendo unos gemidos roncos. La nube rojiza, levantada a centenares de metros de altura, descendió lentamente. La nariz achatada de la nave apareció primero; luego los flancos chamuscados por la fricción de la atmósfera, ahora del color de la milenaria roca basáltica. El torbellino de arenas rojizas seguía girando alrededor de la popa, pero la nave ya no se movía, como si se hubiese transformado en una parte del planeta y girase junto con él, con un movimiento lánguido que parecía proseguir ininterrumpidamente desde hacía muchos siglos, bajo un cielo violeta tachonado de estrellas brillantes, que sólo se oscurecían en las cercanías del sol rojo.

— ¿Procedimiento normal?

El astronauta, inclinado sobre el libro de bitácora, donde acababa de inscribir en el centro de una página la hora exacta del descenso, junto al nombre del planeta — Regis III —, alzó los ojos.

— No, Rohan. Comenzaremos por el tercer grado. Rohan trató de no mostrarse sorprendido.

— Bueno. Sin embargo… — agregó con la familiaridad que algunas veces Horpach le toleraba- preferiría no ser yo quien tenga que decírselo a los hombres.

El astronauta no respondió, y tomando del brazo al oficial lo llevó hasta la pantalla encendida, como si ésta fuera una ventana. En la arena desplazada hacia ambos lados por el viento del aterrizaje había ahora una depresión chata, circundada por un anillo de móviles dunas. Desde una altura de dieciocho pisos, y a través de la superficie tricromática del ojo estereoscópico, que transmitía un cuadro fiel del mundo exterior, los dos hombres observaron el cono del cráter que se elevaba unos cinco kilómetros. La vertiente occidental desaparecía detrás del horizonte. Sobre la ladera oriental, agrietada y escarpada, se amontonaban unas sombras impenetrables. Los anchos regueros basálticos corrían a través de la arena como ríos de sangre coagulada. Una estrella brillante resplandecía en el cielo, casi en el borde superior de la pantalla estereoscópica. El cataclismo provocado por el descenso de El Invencible ya se había calmado; el viento del desierto, esa violenta masa de aire que circulaba sin cesar desde las zonas ecuatoriales hasta los polos del planeta, agitaba ya las primeras lenguas de arena bajo la popa de la nave, como empeñado en restañar pacientemente la herida infligida por el fuego de las pilas. El astronauta conectó la red de micrófonos exteriores y un aullido lejano y estridente se sumó al chasquido de las ráfagas de arena que azotaban la nave y llenó el vasto espacio de la cabina de mando. Al cabo de un momento el astronauta interrumpió el contacto.

— Bueno — dijo con deliberada lentitud —. Pero El Cóndor nunca volvió, Rohan.

El otro apretó las mandíbulas. No quería discutir. Aunque había recorrido muchos parsecs con el comandante, nunca se había desarrollado entre ellos una amistad. ¿Acaso la diferencia de edad era demasiado grande? ¿O los peligros compartidos demasiado insignificantes? ¡Qué intransigente era ese hombre de cabellos casi tan blancos como su uniforme! Cien hombres o poco menos aguardaban silenciosos en sus puestos; el intenso trabajo que precediera a las últimas maniobras, las trescientas horas de desaceleración de la energía cinética acumulada en cada átomo de El Invencible, la puesta en órbita y el descenso, todo eso había sido obra de ellos: cerca de cien hombres que desde hacía meses no escuchaban el rumor del viento y que habían aprendido a odiar el vacío como sólo puede odiarlo aquel que lo conoce. Pero el comandante no pensaba por cierto en todo eso. Cruzó con paso lento la cabina, y apoyándose en el respaldo de su sillón masculló en voz baja:

— No sabemos qué encontraremos aquí, Rohan. — Y en seguida, bruscamente:- Y ahora, ¿qué espera? Rohan se acercó con paso vivo al tablero de control, conectó los intercomunicadores y con voz temblorosa gritó

— ¡Atención, todos los niveles! Maniobra de descenso concluida. Procedimiento terrestre, tercer grado. Puente número ocho: preparar los ergo-robots. Puente número nueve: encender los reactores blindados. Técnicos de protección: a vuestros puestos. El resto de la tripulación a los puestos habituales. Nada más.

Mientras hablaba, mirando el ojo del amplificador, que vibraba de acuerdo con las modulaciones vocales, le pareció ver los rostros de los hombres alzándose hacia los altoparlantes, paralizados de estupefacción o de fría cólera. Ahora que habían entendido al fin, se oirían las primeras maldiciones.

— Procedimiento de tercer grado en marcha, comandante — dijo, sin mirar al anciano.

El otro lo observó de soslayo, esbozando una vaga sonrisa.

— Esto no es más que el comienzo, Rohan. Quizá haya todavía largas caminatas a la hora del crepúsculo. Quién sabe…

De un pequeño armario empotrado sacó un libro largo y estrecho, lo abrió, y poniéndolo sobre la blanca consola erizada de manivelas se volvió a Rohan:

— ¿Leyó esto? — Sí.

— La última señal registrada del hipertransmisor fue captada hace más de un año por la sonda de baja altura de la base.

— Conozco el texto de memoria: «Aterrizaje en

Regis III concluido. Planeta desértico del tipo subDelta 92. Bajamos a tierra siguiendo el procedimiento número dos, en la zona ecuatorial del continente Evana.»

— Sí, pero esa no fue la última señal.

— Lo sé, comandante. Cuarenta horas más tarde, el hipertransmisor registró una serie de señales que parecían en Morse, pero que no tenían sentido, y luego un rumor de voces extrañas, que se repitió varias veces. Haertel las describió como «maullidos de un gato al que tiran de la cola».

— Sí… — respondió el astronauta, pero era evidente que ya no escuchaba.

Estaba otra vez de pie, frente a la pantalla. En el borde inferior del campo visual, junto a la pared vertical de la nave, se veía la rampa por la que se deslizaban, a intervalos regulares, los ergo-robots, mecanismos de veinte toneladas recubiertos de un blindaje ignífugo de siliconas. Ya cerca del suelo, las corazas se abrían y levantaban, aumentando la envergadura de las máquinas; al salir del plano inclinado, pese a hundirse profundamente en la arena, avanzaban con paso firme, desplazando la duna que el viento había formado ya alrededor de El Invencible. Se encaminaban alternativamente a la derecha y a la izquierda; al cabo de diez minutos, el perímetro de la astronave estaba rodeado por una cadena de tortugas metálicas. Inmovilizándose, cada ergo-robot comenzó a enterrarse metódicamente en la arena hasta desaparecer; ahora, sólo unas pequeñas manchas brillantes, regularmente dispuestas sobre las pendientes rojizas de la duna, indicaban los sitios de donde emergían las cúpulas de los emisores Dirac.

Tapizado de espuma de plástico, el suelo metálico de la cabina de comando trepidó bajo los pies de los dos hombres. Un leve estremecimiento fugaz como un relámpago, pero perceptible, les recorrió los cuerpos contrayéndoles un instante los músculos de las mandíbulas. En seguida, la escena que contemplaban pareció enturbiarse. Renació el silencio, turbado tan sólo por el zumbido lejano que venía de los puentes inferiores, donde acababan de poner los motores en marcha. El desierto, los escombros negro-rojizos de las rocas. las olas de arena que rompían lentamente una tras de otra, reaparecieron en las pantallas, y todo volvió a ser como antes; pero por encima de El Invencible se había cerrado la cúpula invisible de un campo de fuerza que impedía todo acercamiento. Sobre la rampa aparecieron entonces cangrejos metálicos cuyas antenas, semejantes a las aspas de un molino de viento, giraban, ora a la izquierda ora a la derecha. Los inforobots, aunque de mayor tamaño que los emisores de campo, tenían el tronco aplanado y se desplazaban sobre zancos metálicos curvos. Hundiéndose rápidamente en la arena, y extrayendo como a desgano las largas extremidades, los artrópodos de metal se separaron y se colocaron entre los ergorobots.

A medida que los dispositivos de seguridad empezaban a funcionar, en la opaca superficie del tablero de la consola central se encendieron unas luces diminutas. Un resplandor verdoso bañó las esferas de los instrumentos contadores de impulsos, como si varias decenas de luminosos ojos gatunos se clavaran de pronto en los dos hombres. Las agujas de todos los cuadrantes apuntaban al cero. Nada intentaba atravesar el muro invisible del campo de fuerza. Sólo una aguja, la del tablero de la energía eléctrica, trepaba sin pausa hasta más allá de la línea roja de los megavatios.

— Bajaré a comer un bocado, Rohan. Dejo a su cargo por un rato la conducción del programa — dijo Horpach cansadamente, retirándose de la pantalla.

Control remoto?

— Puede enviar a alguien.. o ir usted mismo, si lo prefiere — dijo Horpach mientras abría la puerta corrediza y abandonaba la cabina.

Durante un instante Rohan distinguió aún el perfil del astronauta a la luz tenue del ascensor que descendía en silencio, Observó los cuadrantes del tablero. Cero. En realidad, pensó para sus adentros, hubiéramos tenido que comenzar por la fotogrametría. Circundar el planeta el tiempo suficiente como para tener una serie completa de fotos. Quizá de esa manera hubieran descubierto algo. Las observaciones visuales, efectuadas mientras se encontraban en órbita, no servían de mucho.

Un continente no era como un mar, y un marinero encaramado en la cofa no era lo mismo que un grupo de observadores provistos de largavistas. Pero por otra parte, obtener fotografías completas les habría llevado todo un mes.

El ascensor volvió a subir. Rohan entró y bajó al sexto nivel. Una multitud de tripulantes se apiñaba en la plataforma, frente a la cámara de aire. Nada tenían que hacer allí, pues las cuatro señales que anunciaban la comida principal se repetían incesantemente desde hacía más de un cuarto de hora.

Los hombres de la plataforma se apartaron para abrir paso a Rohan.

— Jordan y Blank, vengan conmigo.

— ¿Escafandras, oficial?

— No, sólo máscaras de oxígeno. Y un robot. Lo mejor sería llevar un arctano, para que no se hunda en esa maldita arena. Y todos ustedes, ¿qué hacen aquí? ¿Han perdido el apetito?

— Nos gustaría salir a dar una vuelta.

— ¿Por qué no podemos bajar?

— Un rato aunque más no fuera. Todos hablaban al mismo tiempo.

— Calma, muchachos, serenidad. Ya llegará la hora de salir a explorar. Por el momento, aplicaremos el procedimiento terrestre, tercer grado.

Los hombres se dispersaron a regañadientes. Entretanto, un montacargas había traído un robot que les llevaba por lo menos una cabeza a los más altos de los hombres. Jordan y Blank, provistos ya de las máscaras de oxígeno, regresaban montados en una carretilla eléctrica. Rohan los esperaba recostado contra la barandilla; ahora que la nave espacial descansaba sobre la popa, el corredor se había transformado en un pozo vertical que descendía hasta la primera sala de máquinas. Rohan sentía arriba y abajo la presencia de las vastas cubiertas metálicas de la nave; en algún lugar, en las entrañas de El Invencible, las correas de transmisión trabajaban en silencio. Alcanzaba a oír el chapotea amortiguado del agua que circulaba por los canales hidráulicos, y desde el fondo del pozo de cuarenta metros, y a intervalos regulares, subían unas bocanadas de aire fresco, purificado, enviadas por los climatizadores de la sala de máquinas.

Los dos hombres que custodiaban la cámara de aire les abrieron la puerta. Rohan, obedeciendo a un antiguo reflejo, verificó la disposición de las correas y la adherencia de las máscaras. Jordan y Blank entraron detrás, seguidos por el robot, cuyos pasos rechinaron sordamente sobre la chapa de acero. Con un silbido exasperante e interminable, el aire penetró violentamente en la cámara. La escotilla exterior se abrió de golpe, y vieron, cuatro pisos más abajo, la rampa de los robots. Un pequeño ascensor, previamente separado del casco de la nave, y cuya cabina era una especie de jaula metálica, estaba aguardándolos. Entraron en el ascensor y bajaron hasta la cresta de la duna de arena. El aire exterior, que penetraba por entre los barrotes de la jaula, era apenas más fresco que el que se respiraba dentro de la nave. Cuando pisaron la plataforma, se soltaron los frenos magnéticos, y los hombres descendieron lentamente los once pisos, pasando frente a todas las secciones del casco, una tras otra. Rohan verificaba mecánicamente el estado de los diferentes sectores. No siempre tiene uno la oportunidad de examinar la nave por fuera, pensó, y nunca más de cerca que desde la cala de carena. Ha soportado muchos avatares, se dijo, observando las estrías del casco producidas por el impacto de los meteoritos. De tanto en tanto, las chapas aparecían deslustradas, como corroídas por un ácido poderoso.

El ascensor llegó a destino y se posó levemente sobre la arena acumulada por el viento. Los hombres saltaron a tierra y se hundieron en la arena hasta más arriba de las rodillas. Sólo el robot, dotado de enormes y absurdos pies planos, concebidos para recorrer grandes extensiones nevadas, se desplazaba con un curioso pero firme paso de ganso. Rohan le dio orden de detenerse, mientras él y los dos hombres se dedicaban a examinar atentamente todos los orificios accesibles de las toberas de popa.

— No les vendría mal una pequeña limpieza — dijo —. Necesitan una purga de aire y una buena mano de barniz.

Cuando salieron de debajo de la popa, observó la sombra gigantesca que proyectaba la astronave. Semejante a un ancho y oscuro camino, se extendía a través de las dunas bañadas por la luz del sol poniente. La perfecta regularidad de las ondulaciones de la arena creaba una extraña atmósfera de calma. Una sombra azulada oscurecía las depresiones, y los rosados resplandores del crepúsculo iluminaban las crestas. Esos matices cálidos y suaves le recordaron las delicadas tonalidades de un libro de imágenes que solía contemplar en su infancia. Sin embargo, la dulzura de aquel fulgor rosado y amarillo era engañosa. Alzó lentamente los ojos y miró las dunas, una tras otra, descubriendo los matices cambiantes de la luz, un rojo cereza ardiente que viraba al grana en la lejanía, entrecortado por bruscos conos de sombra negra. Y más allá, en el horizonte, envueltas en la monotonía de un gris amarillento, las dunas circundaban las cimas amenazantes de las desnudas rocas volcánicas.

Mientras Rohan, inmóvil, contemplaba el paisaje, los dos hombres, sin prisa, con movimientos que eran ya automáticos al cabo de tantos años de práctica, efectuaban las mediciones rutinarias, recogían en pequeñas cajas muestras del aire, la arena y las rocas, y con la ayuda de una sonda portátil (cuya caja era llevada por el arctano) medían la radiactividad del suelo. Rohan no prestaba atención a las actividades que desplegaban los hombres. La máscara de oxígeno sólo le cubría la nariz y la boca. Se había quitado el liviano casco de protección y tenía los ojos y la cabeza al aire libre. Sentía que el viento le despeinaba los cabellos; los granos de arena se le posaban delicadamente sobre la cara y se le deslizaban con un cosquilleo entre los rebordes plásticos de la máscara y las mejillas. Los anchos pantalones del traje del espacio restallaban sacudidos por el viento. El disco del sol, agigantado, y que ahora podía mirar fijamente un instante, empezaba a ocultarse detrás del cohete. El viento silbaba, obstinado. Como el campo de fuerza que envolvía la nave no impedía la libre circulación de los gases, Rohan no alcanzaba a distinguir dónde se alzaba, por encima de la arena, aquella muralla invisible.

El espacio inmenso que se extendía alrededor estaba muerto, como si ningún hombre hubiese puesto allí el pie, como si no hubiera sido este el planeta que había devorado a una nave tan grande como El Invencible, junto con ochenta tripulantes; un enorme crucero del espacio, experimentado, que podía desarrollar en una fracción de segundo una potencia de varios millones de kilovatios, de transformarla en un campo energético que ningún cuerpo material podría atravesar, de concentrarla en rayos destructores a la temperatura de una estrella incandescente y capaces de reducir a cenizas una cadena de montañas o de secar océanos enteros. Y sin embargo, aquí había perecido ese organismo de acero construido en la Tierra, fruto de varios siglos de expansión tecnológica, sin dejar ningún rastro, sin haber lanzado un S.O.S., como si se hubiese desvanecido en ese desierto gris y rojo.

¡Y todo el continente tiene el mismo aspecto! pensó Roban. Recordaba muy bien lo que viera a la distancia: los interminables boquetes de los cráteres, las encaradas vertientes; el único movimiento que jamás se interrumpía era la carrera lenta, incesante de las nubes, arrastrando sombras a través del interminable desierto de dunas.

Actividad? — preguntó, sin volverse.

— Cero, cero dos — respondió Jordan; de rodillas en el suelo, se puso lentamente de pie. Tenía las mejillas encendidas, los ojos brillantes. La máscara de oxígeno le desfiguraba la voz.

Prácticamente, menos que nada, pensó Rohan. Por otro lado, no era posible que los tripulantes de El Cóndor hubiesen muerto a causa de una negligencia tan burda. Aunque nadie se hubiese preocupado por efectuar los controles de rutina, los detectores automáticos habrían dado la alarma.

— Azoe, setenta y ocho por ciento; argón, dos por ciento; anhídrido carbónico, cero; metano, cuatro por ciento; el resto es oxígeno.

— ¿Dieciséis por ciento de oxígeno? ¿Está seguro?

— No hay posibilidad de error.

— ¿Radiactividad del aire?

— Prácticamente nula.

Era extraño que hubiese tanto oxígeno. Rohan estaba perplejo. Se aproximó al robot, que le tendió inmediatamente el estuche de instrumentos.

Quizá hayan intentado prescindir de las máscaras de oxígeno, se dijo, lo que era obviamente absurdo. De tanto en tanto, sí, algún hombre, más consumido que los otros por el deseo de volver a la Tierra, se quitaba la máscara pese a las prohibiciones, pues la atmósfera parecía tan pura, tan fresca… y moría asfixiado. Esto habría podido sucederle a uno, acaso a dos hombres a lo sumo.

— ¿Han terminado con todo? — preguntó.

— Sí.

— Vuelvan a la nave, entonces.

— ¿Y usted, oficial?

— Yo me quedaré un rato más. Vuelvan a la nave — repitió Rohan con impaciencia.

Quería estar solo. Blank se echó al hombro la correa que sujetaba las asas de los recipientes; Jordan le tendió la sonda al robot, y los dos se marcharon arrastrando penosamente los pies, seguidos por el arctano que parecía un hombre disfrazado.

Rohan se encaminó a la duna más próxima. Ya allí alcanzó a ver, emergiendo de la arena, un orificio de boca ensanchada: uno de los emisores que creaban el campo energético protector. No tanto para corroborar la presencia del campo magnético como movido por un impulso infantil, levantó un puñado de arena y lo arrojó a lo lejos. La arena se desplegó en una larga cinta, y luego, como si chocara con un muro invisible e inclinado, cayó verticalmente para desparramarse por el suelo.

Las manos le escocían de deseos de quitarse la máscara. No era una sensación nueva para él, la había experimentado muchas veces: escupir el tapón de caucho, arrancar las correas, llenarse de aire los pulmones, hasta el último alvéolo…

Me estoy dejando llevar por mis impulsos, se dijo. Giró lentamente sobre sus talones y se encaminó a la astronave. La cabina del ascensor lo esperaba, vacía, la plataforma ligeramente hundida en la duna; habían pasado unos pocos minutos, y ya el viento había tapizado los revestimientos con una fina capa de arena.

En el corredor del quinto nivel echó una ojeada al panel del muro. El comandante estaba en la cabina de observación estelar. Rohan subió hasta allí.

— En una palabra, un mundo idílico — comentó Horpach cuando le hubo comunicado sus observaciones —. No hay radiactividad, no hay vestigios de esporos, bacterias, moho; ningún virus, nada… nada excepto ese oxígeno. En todo caso, habrá que preparar cultivos con las muestras.

— Ya están en el laboratorio. Quizá haya vida en otros continentes del planeta — acotó Rohan sin mucha convicción.

— Lo dudo. No me parece que haya irradiación solar suficiente más allá de la zona ecuatorial. ¿No reparó en los casquetes de los polos? Estoy seguro de que el manto glacial tiene allí de ocho a diez mil metros de altura. Me parece más verosímil que encontremos vida en el océano, quizá algas o plantas acuáticas… Pero, ¿por que la vida no habrá pasado del agua a la tierra firme?

— Tendremos que estudiar ese océano detenidamente — dijo Rohan.

— Es demasiado pronto para. pedir a nuestros hombres datos más definidos, pero me parece que este es un planeta muy viejo. Yo diría que ha de tener varios miles de millones de años. El sol mismo alcanzó su máximo esplendor en épocas ya remotas. Ahora es apenas algo más que una estrella roja enana. Sí, esta ausencia total de vida en tierra es inquietante. Quizá una especie particular de evolución que no puede soportar la sequía; eso ha de ser. Lo cual explicaría la presencia de oxígeno, pero no la desaparición de El Cóndor.

— Tal vez ciertas formas de vida, criaturas que viven sumergidas en las profundidades del océano, y que han creado una civilización en los fondos abisales — sugirió Rohan.

Los dos hombres estudiaron un enorme mapa del planeta, relevado de acuerdo con la proyección de Mercator, y por lo demás inexacto, pues había sido trazado de acuerdo con las coordenadas obtenidas por las sondas automáticas, un siglo atrás. Sólo señalaba los contornos de los principales continentes y océanos, la extensión aproximada de los casquetes polares y los cráteres más importantes. Un punto rodeado de un círculo rojo se destacaba en la red cuadriculada de los paralelos y meridianos, a los 8° de latitud norte, el lugar donde ellos habían descendido. El astronauta apartó el mapa con un ademán de impaciencia.

— ¿Cómo puede usted creer tamaño disparate? — replicó —. Tressor no era más tonto que nosotros, no es posible que se haya rendido ante unas cuantas bestias submarinas. ¡Es absurdo! Además, aun suponiendo que aquí existieran criaturas marinas inteligentes, lo primero que habrían hecho sería adueñarse de la tierra firme. Utilizando, por ejemplo, escafandras de agua oceánica. Absurdo, descabellado — insistió, no para desahuciar de manera definitiva la hipótesis de Rohan, sino sencillamente porque ya estaba pensando en otra cosa —. Permaneceremos aquí algún tiempo — decidió por último. Tocó el borde inferior del mapa, que con un ligero zumbido se enrolló sobre sí mismo y desapareció en un casillero del archivo —. Wait and see.

— ¿Y si nada sucede? — inquirió Rohan con cautela.

— Saldremos a buscarlo?

— Rohan, sea racional. Seis años estelares y semejante…

El astronauta buscó la expresión adecuada, y la reemplazó por un movimiento displicente de la mano.

— Este planeta — prosiguió- es tan grande como Marte. ¿Cómo los buscaríamos? O mejor dicho, ¿como localizaríamos a El Cóndor?

— Es cierto — admitió Rohan a regañadientes —, el suelo es aquí muy ferruginoso.

Era verdad; los análisis habían revelado que el suelo contenía un alto porcentaje de óxidos ferrosos, lo cual tornaba inutilizables los índices de inducción ferromagnética. Sin saber qué decir. Roban optó por guardar silencio. Estaba convencido de que el comandante terminaría por encontrar una solución. Sea como fuere, no podían volver con las manos vacías. Esperó, mientras observaba las tupidas cejas de Horpach erizadas de pelillos blancos.

— Para serle franco, no estoy tan seguro de que estas cuarenta y ocho horas de espera den algún resultado positivo, pero el reglamento lo exige — confesó repentinamente el astronauta —. ¡Siéntese, Rohan! Plantado ahí, parece la viva encarnación de mi conciencia. Regis es el lugar más estúpido que se pueda imaginar. El súmmum de la idiotez. Vaya uno a saber por qué nos mandaron aquí en busca de El Cóndor… Poco importa, por lo demás, desde el momento en que las cosas son como son.

Se interrumpió. Estaba de mal humor y como siempre en estos casos hablaba demasiado y discutía con facilidad, lo cual no dejaba de entrañar un peligro, pues en cualquier momento podía ocurrírsele alguna salida maligna.

— Vayamos al grano. En el peor de los casos, algo tendremos que hacer. ¿Quiere que le diga lo que yo propongo? Poner algunos fotoobservadores en órbita ecuatorial. Pero es preciso que la órbita sea perfectamente circular y a escasa altura. A una distancia de unos setenta kilómetros.

— Pero estaríamos todavía en la banda de la ionosfera — objetó Rohan —. Al cabo de una treintena de revoluciones los aparatos estarán completamente consumidos.

— Que se consuman. Pero antes, habrán tomado una serie de fotografías. Hasta le aconsejaría que se arriesgara a colocarlos a sesenta kilómetros. Probablemente se consumirán a la décima revolución, pero sólo las fotos tomadas a esta altura pueden proporcionarnos datos relativamente útiles. ¿Sabe usted cómo se ve un cohete observado desde una distancia de cien kilómetros, incluso con el mejor teleobjetivo? ¡Una cabeza de alfiler sería un macizo montañoso comparado con ese cohete! Empiece ahora mismo… ¡Rohan!

Al oír el llamado imperioso del comandante, Rohan. que estaba va cerca de la puerta, dio media vuelta

Horpach arrojó sobre la mesa una hoja de papel, el informe sobre el resultado de los análisis.

— ¿Qué significa esto? ¿Qué quiere decir este nuevo disparate? ¿Quién escribió este informe?

— El autómata. ¿Qué pasa? — preguntó Rohan, tratando de conservar la calma.

Ahora se va a desquitar conmigo, pensó, acercándose con paso deliberadamente lento.

— Lea. Aquí. Sí, aquí.

— Metano, cuatro por ciento — leyó Rohan —. ¡Cuatro por ciento! — repitió, perplejo.

— Sí, cuatro por ciento de metano. Eso dice. Y dieciséis por ciento de oxígeno. ¿Sabe lo que esto significa? ¡Una mezcla detonante! ¡A ver si se digna explicarme cómo es que no estalló toda la atmósfera cuando aterrizamos aquí con los reactores de borano!

— En verdad… no entiendo absolutamente nada — balbuceó Rohan.

Se precipitó al panel de control, hizo entrar por las rejillas de ventilación un poco de aire atmosférico del planeta, y en tanto el astronauta se paseaba nerviosamente por la cabina en un silencio ominoso, se puso a observar los analizadores que hacían tintinear con diligencia los utensilios de vidrio.

— Bueno, ¿y qué?

— El mismo resultado: metano cuatro por ciento, oxígeno dieciséis por ciento — anunció Rohan.

Aunque no comprendía absolutamente nada, sentía cierta satisfacción: por lo menos ahora Horpach no tendría nada que reprocharle.

— ¡A ver, muéstreme eso! Metano cuatro por ciento. Maldita sea, tiene usted razón. Está bien, Rohan, las sondas en órbita, y luego tenga la bondad de venir al pequeño laboratorio. ¿Para qué hemos traído a nuestros hombres de ciencia? ¡Que sean ellos los que se rompan la cabeza!

Rohan bajó por el ascensor, llamó a dos técnicos en cohetes y les transmitió las instrucciones del astronauta. Luego volvió al segundo nivel, donde se encontraban los laboratorios y las cabinas de los científicos. Pasó de largo frente a una serie de puertas, provistas todas ellas de placas metálicas con dos iniciales: «I.P.», «F.P.», «T.P.», «B.P.», y muchas otras. Las puertas del laboratorio pequeño estaban abiertas de par en par; la voz grave del astronauta se superponía de tanto en tanto a las frases monótonas de los expertos. Todos los «jefes» se encontraban allí reunidos: el ingeniero jefe, el jefe del laboratorio biológico, el jefe del departamento de física, el médico jefe y todos los técnicos de la sala de máquinas. El astronauta estaba sentado en el sillón más alejado, junto al programador electrónico de la computadora auxiliar. Frente a él, Moderon, frotándose las manos atezadas y delgadas, casi femeninas, decía en ese momento.

— No soy especialista en la química de los gases, pero no creo, sin embargo, que se trate de simple metano. La energía de los enlaces químicos es diferente, aunque la diferencia sólo aparezca en el centésimo decimal. Sólo reacciona con el oxígeno en presencia de un agente catalizador, y aun en esos casos, con bastantes dificultades.

— ¿De dónde procede este metano? — preguntó Horpach, apretándose las articulaciones de los dedos.

— El carbono, en todo caso, es de origen orgánico. No hay mucho, pero no cabe ninguna duda…

— ¿Isótopos? Este metano es viejo. ¿Qué edad podrá tener?

— Entre dos y quince millones de años.

— ¡Se concede usted un amplio margen de error!

— Hemos tenido sólo media hora. No puedo decirle nada más.

— ¡Doctor Quastler! ¿De qué origen es este metano?

— No lo sé.

Horpach miró, uno tras otro, a todos los especialistas. Por un instante pareció que iba a estallar en un acceso de cólera; pero de pronto sonrió.

— Sin embargo, señores, todos ustedes son gente experimentada. Hace mucho tiempo que volamos juntos. Lo que pido es la opinión de ustedes. ¿Qué debemos hacer en estas circunstancias? ¿Por dónde empezar?

Como ninguno parecía dispuesto a responder, el biólogo Joppe, uno de los pocos que no temía los arranques de ira de Horpach dijo tranquilamente. sin rehuir la mirada del astronauta:

— Este no es un planeta ordinario de la clase subDelta 92. Si lo fuese, El Cóndor no habría desaparecido. Considerando que llevaba a bordo expertos que no eran ni mejores ni peores que nosotros, lo único que cabe suponer es que no supieron cómo evitar la catástrofe. Lo cual nos deja una sola alternativa: atenernos al procedimiento de tercer grado y proceder al estudio de la tierra firme y el océano. Creo que para empezar habría que perforar el suelo y extraer muestras para análisis geológicos, y estudiar a la vez el agua de mar. Cualquier otra cosa sería una mera hipótesis, y dadas las circunstancias no podemos permitirnos ese riesgo.

— De acuerdo. — Horpach apretó fuertemente las mandíbulas. — Una perforación dentro del perímetro del campo de fuerza no es ningún problema. De eso podrá ocuparse el doctor Nowik.

El geólogo jefe asintió con un movimiento de cabeza.

— En cuanto al océano… ¿A qué distancia queda el litoral, Rohan?

— A unos doscientos kilómetros — respondió el navegante. No le sorprendió que Horpach, que le daba la espalda y no podía verlo, supiera que él estaba allí, de pie, en el vano de la puerta.

— Un poco lejos; sin embargo, no vamos a desplazar a El Invencible. Lleve el número de hombres que considere necesario, Rohan, vaya con Fitzpatrick, uno de los oceanógrafos, unos pocos especialistas en biología marina y seis ergo-robots de la reserva. Vaya con este plantel al litoral. Muévase exclusivamente dentro de los límites de la pantalla protectora del campo de fuerza. Nada de expediciones al mar, ninguna zambullida. También le pediré que no desperdicie a los autómatas; no nos sobran. ¿Entendido? Adelante, entonces, puede comenzar ahora mismo. ¡Ah, sí! Un detalle más. La atmósfera del planeta ¿es respirable?

Los médicos cuchichearon entre ellos.

— En principio, sí — respondió el cabo Stormont, sin mucha convicción,

— ¿Qué significa «en principio»? ¿Es o no respirable?

— La proporción de metano es excesiva. Al cabo de algún tiempo saturará la sangre, trastornando al cerebro. Desmayos… pero no antes de una hora, o quizá más.

— ¿Y si utilizáramos filtros de metano?

— No, comandante. No sería práctico. Se necesitarían muchos, y habría que cambiarlos con frecuencia además, el contenido de oxígeno del aire es demasiado bajo. Yo, personalmente, soy partidario de las máscaras de oxígeno.

— Hmm. Y los demás, ¿están de acuerdo?

Witte y Eldjarn inclinaron la cabeza, asintiendo. Horpach se puso de pie.

— Entendido, entonces. ¡Manos a la obra, Rohan! ¿ Qué hay de las sondas?

— Vamos a lanzarlas dentro de un instante. ¿Puedo controlar las órbitas antes de partir?

— Puede.

Rohan dio media vuelta y se alejó con paso rápido del bullicioso laboratorio. Cuando entró en la cabina de control, el sol se ponía en el horizonte, tan sombrío que el sector inflamado del disco delineaba con un púrpura casi violáceo el dentado contorno de un cráter. El cielo, densamente tachonado de estrellas, parecía mucho más profundo en esta región de la galaxia. En el horizonte empezaban a encenderse las grandes constelaciones, mientras el desierto desaparecía en las tinieblas.

Rohan llamó a la rampa de lanzamiento de proa. Se acababa de dar la orden de partida de los dos primeros fotosatélites. Los siguientes serían lanzados una hora más tarde. Dentro de veinticuatro horas, las fotografías diurnas y nocturnas de los dos hemisferios del planeta proporcionarían a los tripulantes de El Invencible una imagen completa de la zona ecuatorial.

— Un minuto, treinta y un segundo… azimut siete. Me remonto — repetía en el altoparlante una voz cantarina.

Rohan bajó el volumen y volvió el sillón hacia el tablero. Jamás lo confesaría. pero el juego de luces que acompañaba a la puesta en órbita de un satélite le parecía siempre fascinante. Primero las luces rojas, blancas y azules del cohete de refuerzo. Luego el canturreo del autómata que daba la orden de partida. En el momento en que el rítmico recuento descendente llegó a cero, un ligero temblor sacudió la estructura de la nave. Al mismo tiempo, un resplandor fosforescente iluminó las pantallas negras. Con un gemido agudo y continuo, el pequeño cohete partió de la rampa de lanzamiento, envolviendo a la nave-madre en un torrente de llamaradas. Los reflejos del cohete de refuerzo, que ya se alejaba, bañaban cada vez más débilmente el flanco de las dunas, y al fin se apagaron. Ahora no se oía ningún ruido, pero un acceso de fiebre luminosa se propagó por todo el tablero. Las pequeñas luces ovales del control balístico surgieron atropellándose en las sombras, saludadas con amistosos parpadeos afirmativos por las lámparas nacaradas de los mandos de control remoto. Luego, como los farolillos multicolores de un árbol de Navidad, las señales que indicaban la expulsión de las pilas calcinadas se encendieron una a una. Finalmente, un rectángulo blanco apareció cubriendo la luz irisada: el satélite acababa de ser puesto en órbita. En el centro de esa superficie nívea asomó una aureola grisácea que fue definiéndose poco a poco hasta formar el número 67, la altura de vuelo.

Rohan verificó rápidamente los parámetros de la órbita, pero tanto el perigeo como el apogeo eran los previstos. Ya no tenía nada que hacer allí. Miró el reloj del puente, que indicaba las dieciocho, y luego el reloj local, que ahora tenía un significado: eran las once de la noche. Cerró un instante los ojos. La perspectiva de aquella expedición a la costa lo entusiasmaba: le agradaba tener cierta libertad de acción. Estaba hambriento y con sueño. Se preguntó si una píldora bastaría para devolverle la lucidez, pero decidió que era preferible cenar. Al levantarse advirtió que estaba muy cansado. La sorpresa de esta comprobación lo reanimó de algún modo. Se encaminó al rancho' donde lo esperaban los otros miembros del equipo: los dos conductores de vehículos sobre colchones de aire, uno de ellos Jarg, hombre de un buen humor imperturbable por quien sentía una viva simpatía. También estaban allí Fitzpaqntrick, el oceanógrafo, y des colegas, Broz y Koechlin. Todos terminaban de cenar cuando Rohan pidió una sopa caliente y fue hasta el distribuidor mural automático en busca de pan y un par de botellas de cerveza sin alcohol. En el momento en que volvía con una bandeja, el suelo se estremeció ligeramente. El Invencible acababa de lanzar el segundo satélite.

El comandante no quiso que partieran de noche. Salieron a las cinco, hora local, poco antes de la salida del sol. Avanzaban en orden y con tanta lentitud que bautizaron a la formación con el nombre de «cortejo fúnebre». A la cabeza de la procesión y también cerrando la retaguardia iban los ergo-robots, que habían levantado alrededor un campo de fuerza elipsoidal que protegía las máquinas: los vehículos que se desplazaban sobre almohadillas de aire, los jeeps que transportaban las instalaciones de radio y de radar, la cocina portátil, las herméticas casas rodantes, y el pequeño tractor-oruga en el que iba el rayo láser, vulgarmente llamado «punzón».

Rohan y los tres científicos se encaramaron en el ergo-robot que encabezaba la marcha: no era, en verdad, un vehículo muy espacioso y confortable para tres pasajeros, pero creaba al menos cierta ilusión de normalidad. Toda la caravana debía adaptarse al ritmo de marcha de estos ergo-robots, las máquinas más lentas del equipo. No era, por cierto, un viaje de placer. Las orugas aullaban y chirriaban en la arena, los motores de turbina zumbaban como mosquitos elefantinos; el aire fresco soplaba a través de las rejillas del climatizador justo detrás de los asientos. El ergo-robot avanzaba como una pesada chalupa sacudida por el oleaje.

Pronto la aguja negra de El Invencible desapareció en el horizonte. Durante algún tiempo avanzaron por un desierto monótono, alumbrados por los rayos horizontales de un sol frío y de color rojo sangre.

Al cabo de un rato, el paisaje empezó a cambiar. La arena era menos espesa ahora, y dejaba al desnudo unas pendientes rocosas que los obligaban a frecuentes desvíos. Las máscaras de oxígeno y el aullido de los motores no invitaban a la conversación. Los tres hombres observaban atentamente el horizonte, pero tropezaban siempre con la misma monotonía: enormes cúmulos de rocas v vastas superficies erosionadas, Por último, el terreno empezó a descender poco a poco, y en el fondo de un valle ancho aunque poco profundo descubrieron un arroyuelo, unos hilos de agua que reflejaban los resplandores rojizos de la aurora. En ambas orillas, la arena que se alzaba en bancos indicaba que el caudal del arroyo era a veces mucho más ancho.

Se detuvieron un momento a analizar el agua. Era perfectamente límpida, aunque bastante dura, y contenía óxidos de hierro y trazas de sulfuros.

Reanudaron la marcha, ahora a un ritmo relativamente más acelerado, pues las orugas se desplazaban con mayor facilidad por la superficie rocosa. Hacia el oeste, vieron unas pequeñas elevaciones. El vehículo que cerraba la caravana se mantenía en contacto permanente con El Invencible, las antenas de los radares giraban, y los observadores, sentados frente a las pantallas, se ajustaban los auriculares mientras mordisqueaban tabletas de alimento concentrado. De tanto en tanto, una piedra saltaba debajo de un aerodeslizador; como levantada por una pequeña tromba de aire volaba hacia los promontorios rocosos.

De pronto, se toparon con una serie de colinas, suaves y desnudas. Sin detenerse, recogieron algunas muestras, y Fitzpatrick le anunció a Rohan, a voz en cuello, que el sílice era de origen orgánico. Cuando el espejo de las aguas apareció al fin ante. ellos como una línea gris, encontraron también algunas formaciones calcáreas.

En medio del estrépito de los vehículos, que avanzaban sobre un suelo de guijarros achatados, descendieron a la costa. El vaho caliente de los motores, el chirrido de las cadenas de las orugas, el aullido de las turbinas, todo calló de golpe cuando el océano, verdoso de cerca v de apariencia perfectamente terrestre, estuvo apenas a cien metros de distancia.

Para proteger al grupo de trabajo con el auxilio del campo de fuerza, era preciso llevar a cabo una maniobra complicada: había que hacer entrar en el agua al ergorobot que encabezaba la columna. La máquina, herméticamente cerrada, dirigida desde lejos por el segundo ergo-robot, se hundió en la rompiente, levantando una cascada de espuma. Al cabo de un momento fue sólo una mancha oscura, apenas visible en las profundidades del océano. Obedeciendo a una señal enviada desde el puente central de transmisión, el coloso sumergido sacó a la superficie un emisor Dirac. Y entonces, una vez establecido el campo, cuyo hemisferio invisible cubría parte de la orilla y de las aguas circundantes, los técnicos iniciaron sus investigaciones.

La salinidad del océano era ligeramente inferior a la de los mares terrestres, pero no había diferencias importantes. Al cabo de dos horas de labor, casi tan a ciegas como al principio, lanzaron mar afuera dos sondas teledirigidas, y siguieron el recorrido en las pantallas. Sólo cuando las sondas se perdieron de vista en el horizonte, llegaron otras informaciones, más interesantes. Había organismos vivos, semejantes a peces, en las aguas del océano. Cada vez que las ondas se les acercaban, las criaturas acuáticas se dispersaban a una velocidad fantástica, buscando refugio en el lecho del mar. Los radares sónicos localizaron los primeros indicios de vida orgánica a ciento cincuenta metros por debajo de la superficie del océano.

Broza insistió en la necesidad de atrapar un pez. En las aguas oscuras, las sondas perseguían a aquellas sombras fugaces con descargas eléctricas, pero la agilidad de las supuestas criaturas era inverosímil. Fueron necesarios muchos intentos antes que consiguieran atrapar un pez entre. las pinzas de la sonda. Inmediatamente lo llevaron a tierra.

Mientras tanto, Koechlin y Fitzpatrick habían lanzado otra sonda mar afuera, recogiendo unas muestras fibrosas. Pensaban que se trataba de un tipo de algas locales. Por último, echaron la sonda hasta el lecho del océano, a doscientos cincuenta metros de profundidad. Allí, las rápidas corrientes dificultaban el control de la sonda. El incesante movimiento de las aguas la desviaba y la hacía tropezar con los guijarros que tapizaban el fondo. Al fin lograron remover algunas de las piedras. Tal como Koechlin lo había sospechado, debajo se escondía toda una colonia de diminutas criaturas ciliadas.

Una vez que las dos sondas regresaron a la base, los biólogos se pusieron a trabajar. Entretanto habían montado ya una de las casetas, donde los hombres podían quitarse las incómodas máscaras de oxígeno. Allí Rohan, Jarg y los otros cinco disfrutaron de la primera comida caliente de la jornada.

Consagraron el resto del día a recoger muestras de minerales, a estudiar la radiactividad del fondo del océano, a medir la insolación y a otra multitud de tareas tediosas pero imprescindibles si querían obtener resultados fidedignos. Al anochecer ya habían terminado. Y cuando Horpach llamó, Rohan pudo acercarse al micrófono con la conciencia tranquila. El océano estaba poblado por seres vivos que evitaban aproximarse a la costa. El organismo del pez que habían disecado no presentaba ninguna particularidad. De acuerdo con los datos que habían recogido, la evolución de la vida en Regis III debía de remontarse a varios centenares de millones de años. Habían encontrado también grandes cantidades de algas verdes, lo que explicaba la presencia de oxígeno en la atmósfera. La división de los organismos vivos en flora y fauna era la típica; también eran típicas las estructuras óseas de los vertebrados. Un solo órgano del espécimen acuático examinado por los biólogos no tenia equivalente en la vida terrestre: era un órgano sensorio que reaccionaba intensamente a las variaciones infinitesimales del campo magnético.

Horpach les dio la orden de regresar inmediatamente a la nave, y antes de poner término a la conversación les comunicó una importante novedad: al parecer, habían logrado localizar los restos de El Cóndor.

Pese a las airadas protestas de los biólogos, quienes insistían en que necesitarían por lo menos varias semanas para completar las investigaciones, levantaron campamento y emprendieron la marcha rumbo al noroeste. Rohan no pudo dar ninguna noticia precisa acerca de El Cóndor ya que tampoco él sabía nada. Quería llegar cuanto antes a la nave, pues suponía que el comandante iba a asignar nuevas tareas, que quizá llevaran a nuevos descubrimientos. Naturalmente, la primera medida consistiría en efectuar un reconocimiento minucioso del lugar donde se suponía que había descendido El Cóndor. Rohan, impaciente, imprimió a las máquinas el máximo de velocidad posible, y viajaron acompañados por el estrépito infernal de las orugas que martillaban las piedras del camino.

Cuando cayó la noche y encendieron los potentes reflectores de las máquinas, el paisaje se tornó fantasmal y hasta amenazante. Los móviles haces de luz arrancaban de la oscuridad gigantescas siluetas informes, aparentemente dotadas de vida, y que eran sólo grandes peñascos, los últimos vestigios de una antigua y desgastada cadena de montañas. En varias ocasiones tropezaron con profundas hendiduras abiertas en el basalto, y tuvieron que esquivarlas mediante lentos y cautelosos rodeos.

Por último, bien pasada la medianoche, avistaron la mole de El Invencible, con todas las luces encendidas como en una noche de fiesta, resplandeciente en la lejanía como una torre de metal. En el perímetro del campo de fuerza se desplegaba una actividad incesante. Caravanas de vehículos se desplazaban en todas direcciones, descargando los víveres y los combustibles; bajo la rampa, a la luz enceguecedora de los reflectores, se apiñaban los tripulantes; los rumores de este hormiguero humano llegaban desde lejos a los oídos de los expedicionarios. Silencioso, envuelto en una aureola de luz clara, se alzaba el casco de la nave. Guiada por el azul parpadeo de los semáforos que acababan de encenderse, la caravana de vehículos, cubiertos de polvo, atravesó la invisible pared protectora y penetró en el hemisferio del campo de fuerza.

Rohan no había saltado todavía a tierra, cuando reconociendo a Blank en uno de los hombres, lo llamó a gritos para preguntarle qué noticias tenían de El Cóndor. Pero Blank no estaba enterado del supuesto descubrimiento, y lo que Rohan pudo saber fue en verdad poco y nada: antes de consumirse por completo en las capas inferiores de la atmósfera, los satélites habían logrado tornar unas once mil fotografías: captadas y retransmitidas por radio, habían sido fijadas en unas placas que se encontraban ahora en la sala de mapas.

Sin perder tiempo, Rohan llamó a su cabina a Erett, el técnico cartógrafo, y mientras se duchaba le pidió que le hablase de los últimos acontecimientos. Erett había examinado las fotografías tomadas por los satélites en busca de rastros de El Cóndor, y era uno de los treinta hombres que había escudriñado el dilatado océano de arena rastreando un diminuto grano de acero. Además de los planetólogos, habían movilizado a los cartógrafos, a los operadores de radar y a todos los pilotos de la nave. Durante veinticuatro horas consecutivas los expertos, organizados en relevos, se habían turnado para examinar el material fotográfico a medida que era recibido, anotando las coordenadas de cada punto sospechoso del planeta. Pero la noticia que el comandante le había transmitido a Rohan era producto de un error. Lo que habían tomado por la nave parecía ser una especie de hongo rocoso, de una altura excepcional, y que proyectaba una sombra de contornos regulares, extrañamente semejante a la de un cohete. La suerte corrida por El Cóndor seguía pues tan envuelta en el misterio como antes.

Rohan quiso presentar su informe al comandante esa misma noche, pero como Horpach ya se había retirado, volvió a la cabina; a pesar del cansancio, tardó muchas horas en dormirse. A la mañana, cuando se levantó, recibió la orden, transmitida por Ballmin, el jefe de los planetólogos, de enviar todo el material recogido al laboratorio principal. A las diez de la mañana, sintiéndose desfallecer, pues aún no había desayunado, bajó al rancho de los operadores de radar en el nivel segundo, y en el momento en que sorbía el café, Erett entró como una tromba.

— ¿Qué, han encontrado a El Cóndor? — preguntó al ver la cara excitada del cartógrafo.

— No, pero hemos descubierto algo mucho más grande. Venga en seguida, el comandante desea verlo. A Rohan le pareció que la caja vidriada del ascensor subía con una lentitud inverosímil. En la cabina a media luz nadie decía una palabra; sólo se oía el zumbido de los transmisores eléctricos. El revelador automático arrojaba sin interrupción nuevas fotografías, húmedas y relucientes. Pero nadie les prestaba atención. Dos técnicos acababan de sacar de un armario mural una especie de epidiáscopo y en el momento en que Rohan abrió la puerta se disponían a apagar el resto de las luces. Rohan alcanzó a ver, entre las cabezas de los otros hombres, la blanca testa del astronauta. Un instante después, la pantalla blanca que acababa de descender del cielo raso se tiñó de plata. En el tenso silencio que reinaba en la cabina, Rohan se acercó a la pantalla tanto como pudo. La imagen distaba de ser perfecta; además de borrosa, era una simple fotografía en negro y blanco. Alrededor de una cantidad de pequeños cráteres dispersos, se alzaba una altiplanicie desnuda; una ladera era recta y vertical, como si un enorme cuchillo hubiera cortado la roca. La línea del litoral sin duda, pues el resto de la foto estaba ocupado por la monótona extensión negra del océano. A cierta distancia de este precipicio, se extendía un mosaico de formas indistintas, oscurecido por ringleras de nubes y sombras. Pero parecía evidente que esta formación singular, de borrosos perfiles, no era de origen geológico.

Una ciudad, pensó Rohan, perplejo. Pero no dijo nada. Todos los demás guardaban silencio. El técnico que manejaba el epidiáscopo intentó en vano enfocar mejor la imagen.

— ¿Hubo algún obstáculo que interfiriera en la recepción? — preguntó de pronto la voz serena del comandante.

— No — respondió desde la oscuridad la voz de Ballmin —. La recepción fue nítida, pero ésta es una de las últimas fotos tomadas por el tercer satélite. Ocho minutos después del lanzamiento, dejó de responder a las señales. Suponemos que la foto fue tomada con objetivos ya deteriorados; la temperatura era cada vez más elevada.

— La altura de la cámara sobre el epicentro no fue en ningún momento superior a los setenta kilómetros — agregó una voz que Rohan reconoció como la de Malta, uno de los planetólogos de más talento —. Y yo, personalmente, la calcularía en unos cincuenta y cinco 0 sesenta kilómetros… Observen…

La silueta de Malta oscureció en parte la pantalla. Aplicó sobre la imagen una matriz cuadriculada de plástico transparente en la que habían sido recortados varios círculos pequeños, desplazándola por la fotografía haciéndola coincidir con los distintos cráteres visibles.

— Son decididamente más grandes que los cráteres de las otras fotos. Lo cual — agregó- no tiene importancia, pues de cualquier manera…

Dejó la frase inconclusa, pero todos habían comprendido lo que quería decir: dentro de poco podrían verificar la exactitud de la fotografía, explorando esa región del planeta. Durante un rato contemplaron todavía la imagen que se reflejaba en la pantalla. Rohan ya no estaba tan seguro de lo que veía. ¿Sería realmente una ciudad o más bien unas ruinas? Las suaves y onduladas siluetas de las dunas de alrededor, como trazadas con un finísimo pincel, parecían testimoniar un largo abandono. Y las arenas del desierto cubrían casi del todo algunas de estas construcciones. Además, la constelación geométrica de las ruinas estaba dividida en dos partes desiguales por una negra línea zigzagueante, que se ensanchaba en la lejanía, una fisura sísmica que había partido en dos algunos de los «edificios» más altos. Uno de ellos, visiblemente desmoronado, se había abierto en forma de puente, y una de las jambas se apoyaba en la otra. vertiente de la hendidura.

— Luz, por favor — dijo la voz del comandante. Cuando se encendieron las lámparas, Horpach miró la esfera del reloj mural.

— Despegamos dentro de dos horas.

Se oyeron voces de descontento; las protestas más enérgicas venían de los hombres del servicio de geología, quienes ya habían perforado pozos de más de doscientos metros para obtener muestras de suelo y de roca. Alzando una mano, Horpach dio a entender que la orden no admitía discusiones.

— Todas las máquinas volverán en seguida a bordo. Los materiales recogidos hasta ahora serán guardados. Se proseguirá con el examen de las fotografías y todos los análisis. ¿Dónde está Rohan? Ah, aquí. Perfecto. ¿Escuchó lo que dije? Todo el mundo en sus puestos dentro de dos horas, listos para el despegue.

La operación de reembarco de las máquinas se hizo de prisa pero con método. Rohan no prestó atención a las súplicas de Ballmin quien insistía en que se le concedieran quince minutos suplementarios para trabajos de perforación.

— Ya han oído lo que dijo el comandante — repetía a diestro y siniestro, mientras acicateaba a los hombres que se encaminaban en montacargas a las zanjas que acababan de cavar.

Uno tras otro, los aparatos de perforación, los torniquetes provisorios, los tanques de combustible fueron desapareciendo por las abiertas escotillas que conducían al pañol. Pronto, no quedaron otros vestigios de la actividad de los hombres que unos montones de tierra removida. Rohan, en compañía de Westergard, el ingeniero-jefe adjunto, hizo una última recorrida del terreno explorado, por mera precaución. Luego los hombres se hundieron una vez más en las profundidades de la nave. Sólo la arena se agitó entonces en el lejano perímetro, mientras los ergo-robots, llamados por radio, regresaban en fila india para ocultarse en las entrañas de la astronave, que por último engulló la rampa inclinada y la osamenta vertical del ascensor. Hubo un instante de inmovilidad total, la calma que precede a la tormenta. Luego, el silbido metálico del aire comprimido que purgaba las toberas acalló el aullido de los vientos. Torbellinos de polvo rojo envolvieron la popa, una luz verde titiló, mezclada con los resplandores bermejos del sol, y con un galope incesante de truenos, que sacudieron el desierto y repercutieron en ecos multiplicados por las paredes rocosas, la nave se elevó lentamente. Dejando tras de sí el círculo de roca incandescente, las dunas vitrificadas y las coladas de condensación, desapareció a una velocidad creciente en el cielo violeta.

Mucho tiempo después, cuando el último reguero blancuzco de la estela de la nave se borró en el aire, y las arenas emprendieron la tarea de abrigar la roca desnuda v rellenar las excavaciones abandonadas. una nube oscura apareció en el horizonte. Volando a escasa altura, se expandió y envolvió como con un brazo extendido el lugar de aterrizaje; durante un tiempo permaneció inmóvil, suspendida en el espacio.

Y luego, cuando el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte, una lluvia negra cayó sobre el desierto.

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