La catástrofe

El relato de Rohan, como tantas veces ocurre con las historias verdaderas, parecía irreal e incoherente. ¿Por qué la nube no los había atacado a Jarg y a él? ¿Por qué tampoco había tocado a Terner, hasta que saltó del anfibio? ¿Por qué razón Jarg, luego de huir sano y salvo, había regresado? Esta última pregunta era relativamente fácil de responder. Había vuelto, sin duda, porque luego de un momento de pánico se había dado cuenta de que estaba a unos cincuenta kilómetros de la base, distancia que no podría recorrer a pie con reservas limitadas de oxígeno.

Los problemas restantes seguían siendo un misterio, y resolverlos era una cuestión de vida o muerte. Pero tenían que actuar, y no había tiempo para hipótesis y conjeturas.

Era más de medianoche cUando Horpach se enteró de la suerte corrida por el grupo de Rohan. Media hora después, la nave estaba pronta para despegar. Era un trabajo ingrato trasladar un crucero cósmico a un sitio que se encontraba apenas a doscientos kilómetros. La nave tenía que desplazarse a una velocidad relativamente reducida, manteniéndose en posición vertical por encima del fuego de las toberas, lo que implicaba un enorme consumo de combustible. Los propulsores, no previstos para este tipo de trabajo, requerían la intervención constante de los autómatas eléctricos, y aun así, el coloso metálico flotaba en la noche con un ligero balanceo, como movido al impulso de una suave marea. Para un espectador que lo contemplase desde la superficie de Regis III, habría sido un espectáculo insólito: el desdibujado contorno de la nave, visible apenas al resplandor de las llamas de las toberas, desplazándose en el cielo nocturno; una oscura silueta posada sobre una columna de fuego.

No fue menuda tarea conservar el rumbo. Tuvieron que elevarse por encima de la estratosfera y descender nuevamente, siempre de popa y en perpendicular al suelo.

Todas estas maniobras absorbieron por completo la atención del astronauta, sobre todo porque el destino de la nave, el cráter, estaba oculto por un ligero velo de nubes. Finalmente, poco antes del amanecer, El Invencible se posó sobre el cráter, a dos kilómetros de la primitiva base de Regnar. El supercóptero, los vehículos y las barracas fueron prontamente descargados e instalados dentro del perímetro de protección de la nave. Un grupo de socorro fuertemente armado trajo de vuelta, alrededor del mediodía, a todos los sobrevivientes del equipo de Rohan, físicamente intactos pero mentalmente incapacitados. Hubo que agregar dos cabinas a la enfermería de El Invencible, totalmente colmada. Sólo cuando hubieron cumplido estas tareas, se abocaron los científicos a sondear el misterio que le salvara la vida a Rohan, y que hubiera salvado a Jarg, de no haber sido por el trágico incidente del lanzallamas.

Era en verdad un misterio. No había nada de particular en la ropa y las armas de los dos hombres. El hecho de que los tres. contando a Terner, hubiesen ocupado el pequeño anfibio, no tenía quizá ningún significado.

Horpach se encontraba, por añadidura, ante el problema de adoptar una decisión. La situación era bastante clara como para que pudiese retornar a la base; lo que ya sabía justificaba el regreso y explicaba al mismo tiempo el trágico fin de El Cóndor. Lo que más intrigaba a los sabios, los seudoinsectos metálicos, la posible simbiosis con las «plantas» metálicas que crecían en las rocas, y en última instancia el problema de la «mente» de la nube (ni siquiera sabían si había una o varias nubes pequeñas capaces de unirse en una gran nube homogénea), nada de todo eso lo habría incitado a quedarse en Regis III una hora más; pero sí el hecho de que no hubiesen encontrado aún a los cuatro hombres del equipo de Regnar, entre ellos el propio Regnar.

Las huellas de los desaparecidos habían llevado al grupo de Rohan hasta la garganta. Parecía evidente que esos hombres desvalidos. aun cuando los habitantes inanimados de Regis III no los atacaran, terminarían por perecer. De modo que era imprescindible explorar a fondo la zona y los alrededores; las víctimas habían perdido la capacidad de actuar racionalmente, y dependían por entero de la ayuda de El Invencible.

Lo único que lograron establecer con cierta aproximación fue el radio de la búsqueda, pues les desaparecidos, en esa comarca de grutas y hondonadas, no habrían podido alejarse más de unos veinte o treinta kilómetros. Ya no les quedaría mucho oxígeno, pero los médicos aseguraban que la atmósfera del planeta no era letal, y que en el estado actual de los hombres, los vértigos provocados por el metano disuelto en la sangre no tendrían mucha importancia.

La zona misma no era muy extensa, pero sí difícil de explorar. Aun en las condiciones más favorables, la exploración minuciosa de todos los recovecos, callejones, criptas y cavernas podía llevarles varias semanas. Bajo las rocas de las hondonadas y los valles, saliendo en la superficie sólo en algunos lugares, se ocultaba un segundo sistema de corredores y grutas. Era posible que los hombres desaparecidos hubieran buscado refugio en esos escondrijos. Por otra parte, la gente de El Invencible ni siquiera sabía si los encontrarían a todos en el mismo lugar. Privados de memoria, eran más desvalidos que niños pequeños, que por lo menos habrían permanecido juntos. Y para colmo, aquél era el sitio donde parecía anidar la nube negra. El poderoso armamento y los recursos técnicos de El Invencible no prestarían mucha ayuda en las búsquedas. Además, la protección más segura — el campo de fuerza- no podía utilizarse en los corredores subterráneos del planeta. La alternativa era partir inmediatamente, lo que equivalía a condenar a los extraviados a una muerte segura. Y no contaban sino con unos pocos días, una semana a lo sumo. Horpach sabía que más allá de ese lapso, sólo podrían encontrar los despojos de los hombres.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el astronauta convocó a los expertos, les expuso la situación y pidió la colaboración de todos. Los científicos habían dedicado casi veinticuatro horas a estudiar el puñado de «insectos metálicos» que había traído Rohan. Horpach quiso saber si era posible tornarlos inofensivos. Una vez más se planteó el interrogante: ¿qué había protegido a Jarg y Rohan del ataque de la «nube»?

Durante la conferencia, los «prisioneros» ocuparon el sitio de honor, en un recipiente de vidrio herméticamente cerrado, en el centro de la mesa. Sólo quedaban unos quince; los restantes habían sido destruidos en los laboratorios. Estas estructuras, de una triple simetría perfecta, tenían la forma de la letra Y, tres brazos que remataban en una punta, unidos en el centro por un espesamiento. A la luz directa eran negros como el carbón, pero a la luz refleja parecían opalescentes, grises y oliváceos, y recordaban les abdómenes de ciertos insectos terrestres: superficies diminutas, multifacéticas, como en un diamante. Examinada al microscopio, la estructura interna era siempre la misma. Los elementos, varios centenares de veces más pequeños que un grano de arena, se ordenaban en una especie de sistema nervioso autónomo, dividido a su vez en sistemas parcialmente independientes.

El sistema más pequeño alojado en los brazos de la Y gobernaba los movimientos del «insecto». En la estructura microcristalina de los brazos había algo así como un acumulador universal, que podía ser a la vez un transformador de energía. De acuerdo con el ordenamiento de los microcristales, desarrollaba un campo eléctrico, o un campo magnético, o campos de fuerza alternados, capaces de elevar la temperatura de la zona central. Cuando así ocurría, el calor acumulado irradiaba hacia afuera. El movimiento de aire así producido, una especie de chorro, permitía que el cristal se elevase. Un cristal aislado no volaba, revoloteaba más bien, y no era capaz — al menos durante las experiencias de laboratorio- de seguir un curso preciso. En cambio, cuando se juntaban acercando los extremos de los brazos, el agregado tenía propiedades aerodinámicas, que aumentaban con el número de los componentes.

Cada uno de esos cristales podía unirse a otros tres, y además entrar en contacto con la parte central de un cuarto por el extremo de una de las jambas; esto hacía posible una estructura de capas múltiples en los sistemas mayores. No era necesario que los cristales se tocaran; bastaba con que los brazos se aproximasen para que apareciera un campo magnético que mantenía en equilibrio todo el sistema. Cuando alcanzaba un número determinado de «insectos», el conjunto mostraba características definidas y reacciones perfectamente observables. Sometido a la influencia de estímulos externos, modificaba la dirección del movimiento, la forma, la frecuencia de los impulsos vibratorios internos; los signos del campo se invertían y los cristales metálicos, en lugar de atraerse, se repelían, descomponiéndose en sus elementos individuales.

Además de este sistema de dirección, cada cristal negro contenía un sistema de comunicación o mejor dicho un fragmento de un sistema más general y complejo. Ese suprasistema, que probablemente necesitaba de una enorme cantidad de elementos, era el verdadero motor que regía las actividades de la nube. Pero allí los conocimientos de los científicos llegaban a un punto muerto. De las posibilidades de crecimiento y de la «inteligencia» de estos centros reguladores nada sabían. Kronotos suponía que el número de elementos variaba de acuerdo con las dificultades que se le presentaban a la nube. Esta hipótesis parecía convincente, pero ni los cibernetistas ni los expertos en teoría de la información conocían ninguna estructura comparable, es decir ningún «cerebro» capaz de crecer a voluntad, adaptando sus propias dimensiones a la magnitud de la meta.

Una parte de los cristales traídos por Rohan estaban deteriorados. En los otros, en cambio, las reacciones eran típicas. Un cristal aislado podía revolotear, elevarse y flotar casi inmóvil, descender, acercarse a la fuente de estímulos, o alejarse. Por lo demás, era absolutamente inofensivo y no emitía energía ni siquiera cuando se veía amenazado; los investigadores trataron de destruirlos por medios químicos, campos de fuerza, calor y radiación. Se dejaba aplastar como el más desvalido escarabajo de la Tierra, aunque el caparazón cristalometálico no se rompía fácilmente. En cambio, cuando se unían en un conglomerado, incluso de reducidas dimensiones, los 'insectos» expuestos a un campo magnético producían otro campo que anulaba al primero sometidos al calor, se defendían emitiendo radiaciones infrarrojas. De todos modos, no fue posible intentar otros experimentos, pues los científicos disponían sólo de un puñado de cristales.

A las preguntas del astronauta, Kronotos respondió en nombre de todos los colegas. Los científicos pedían que se les diese tiempo para continuar investigando, pero necesitaban ante todo procurarse una gran cantidad de esos pequeños cristales. Proponían, por lo tanto, que se enviase una expedición al fondo del barranco; una expedición que buscara a los desaparecidos y recogiera a la vez varias decenas de millares de seudoinsectos.

Horpach aprobó la proposición. Pero no quería arriesgar más vidas humanas, y decidió enviar una máquina que hasta entonces no había participado en ninguna acción: un vehículo automatizado de cuarenta toneladas, que sólo se utilizaba en situaciones de grave contaminación radiactiva, presión elevada o excesiva temperatura. Esta máquina, a la que llamaban el Cíclope, se encontraba en el fondo de la cala del crucero, sólidamente sujeta a las vigas del pañol de carga. En principio, no se la utilizaba en la superficie de los planetas, y El Invencible jamás habla necesitado recurrir al Cíclope. En toda la historia de la flota, las circunstancias en que se había apelado a este recurso extremo se podían contar con los dedos de una mano. Para los navegantes del espacio, enviar al Cíclope a una misión significaba confiar la tarea al diablo en persona. Nadie había tenido nunca noticias de la derrota de un cíclope.

Una grúa puso la máquina en la rampa, al alcance de los técnicos y programadores. El Cíclope, además del sistema común de los Dirac para producir campos de fuerza, llevaba un mortero antimateria esférico que le permitía disparar antiprotones en cualquier dirección y en todas a la vez, y mediante un eyector construido directamente en el vientre blindado podía elevarse unos cuantos metros por encima del suelo, sobre la interferencia de los campos de fuerza. La máquina se desplazaba así por cualquier superficie, y no dependía de ruedas u orugas. En la proa se abría un morro blindado, por donde emergía una especie de «mano» telescópica capaz de perforar el suelo, extraer muestras de minerales y. explorar las cercanías. Aunque disponía de equipos de radio y de televisión, era capaz también de desarrollar actividades independientes guiada por un cerebro electrónico. Los técnicos del grupo operativo del ingeniero Petersen programaron ese cerebro, pues el astronauta preveía que en cuanto el Cíclope se internase en la garganta, perderían todo contacto con él. El programa incluía una serie de operaciones. En primer término, tenía que encontrar y rescatar a los desaparecidos. Ante todo los protegería y se protegería a sí mismo con un campo de fuerza exterior y sólo entonces abriría un pasaje en la envoltura protectora interna. Luego recogería el mayor número posible de cristales atacantes. El mortero antimateria sólo se utilizaría en casos extremos, como la destrucción inminente del campo de fuerza. La actividad del mortero contaminaría toda la región, poniendo en peligro la vida de los hombres extraviados, que quizá no estuviesen lejos del sitio de la batalla.

El Cíclope tenía ocho metros de altura, y era relativamente rechoncho el casco medía cuatro metros de diámetro. Si un desfiladero le parecía infranqueable, podía ensancharlo utilizando la «mano de hierro», o empujando y apartando las rocas con la ayuda del campo de fuerza. Y aun en el caso de que desconectase el campo de fuerza, no corría ningún riesgo, pues el blindaje de cerámica al vanadio era duro como el diamante.

En el interior del Cíclope instalaron un robot que se ocuparía de los hombres una vez rescatados y dispusieron unas camas. Una vez finalizados todos los preparativos, el casco blindado se deslizó ligeramente por la rampa y cruzó la abertura del campo de El Invencible, entre los semáforos azules. Parecía desplazarse en alas de una fuerza invisible. Ni siquiera a velocidad máxima levantaba una sola partícula de polvo. No tardó en desaparecer de la vista de los hombres, agrupados en la popa.

Por espacio de una hora aproximadamente, la comunicación por radio y televisión entre el Cíclope y la cabina de comando fue perfecta. Un alto obelisco, que recordaba el campanario en ruinas de una iglesia, apareció de pronto obstruyendo parcialmente el pasaje entre las paredes rocosas. Rohan reconoció la entrada del barranco donde se había producido el ataque. La velocidad del Cíclope disminuyó considerablemente cuando llegó a los primeros escombros. Los hombres que miraban las pantallas alcanzaban a oír el susurro del arroyo que corría escondido bajo las piedras, tan silencioso era el motor atómico de la máquina.

Los técnicos lograron mantener el contacto hasta las dos y cuarenta de la tarde. A esa hora, después de haber franqueado una parte llana y transitable del barranco, el Cíclope se internó por el laberinto de bosquecillos herrumbrosos. Gracias a los esfuerzos de los radiotécnicos se intercambiaron otros cuatro mensajes; pero el quinto llegó tan deformado que a duras penas pudieron entenderlo; el cerebro electrónico informaba que la marcha del vehículo era normal.

De acuerdo con el plan previo, Horpach envió entonces una sonda volante equipada con una estación satélite de televisión. La sonda se elevó en línea recta hacia el cielo, y desapareció en pocos segundos. Las señales llegaban regularmente, y en la pantalla central como filmado desde una altura de mil quinientos metros, apareció un paisaje pintoresco, de rocas dentadas y cubiertas de matorrales negros y herrumbrados. Al cabo de un minuto vieron con claridad al Cíclope, en el fondo de una profunda garganta, reluciente como un puño de acero. Horpach, Rohan y los jefes de los equipos de expertos seguían frente a las pantallas. La recepción era buena, pero en previsión de un posible deterioro o interrupción, otras sondas aguardaban, listas para partir. El ingeniero jefe estaba convencido de que el contacto con el Cíclope se interrumpiría en caso de ataque, pero que al menos podrían observar las operaciones de la máquina.

Los hombres que miraban la imagen panorámica transmitida por la telesonda observaron que sólo algunos centenares de metros separaban al monstruo de los vehículos que bloqueaban el desfiladero. El Cíclope no podía verlos aún. Una vez cumplidas las otras tareas, los remolcaría de vuelta hasta la base.

Los transportes vacíos, vistos desde lo alto, parecían pequeñas latas verdosas; adelante de uno de ellos yacía un cuerpo parcialmente carbonizado: el cadáver del hombre que Rohan atacara con el lanzallamas.

Justo antes del recodo donde se alzaban las aristas rocosas del desfiladero, el Cíclope se detuvo. Se acercó a una mata de vegetación metálica que llegaba casi al fondo del barranco. Todos seguían atentamente los movimientos del autómata. Había abierto ahora el campo de fuerza, y adelantaba la «mano», una barra metálica terminada en unos dedos ganchudos. Los dedos se cerraron sobre una mata de vegetación mineral, y aparentemente sin esfuerzo, la arrancó del zócalo rocoso. Luego, la máquina volvió a descender, en marcha atrás, hacia el fondo de la garganta.

Toda la operación se había desarrollado perfectamente. La sonda que sobrevolaba la garganta ayudó a restablecer el contacto radial con el cerebro del Cíclope; el cerebro informó que la muestra hormigueante de «insectos» negros había sido encerrada en un recipiente.

El Cíclope había llegado a cien metros del escenario de la catástrofe. Allí, apoyado contra una roca, se encontraba el ergo-robot de cola del grupo de Rohan; en el estrechamiento de la garganta estaban detenidos los dos transportes, y más lejos, delante de ellos, el segundo ergo-robot. El aire se estremecía levemente revelando que los dos ergo-robots seguían emitiendo el campo de fuerza que Rohan había levantado luego de la catástrofe. El Cíclope envió una señal interrumpiendo los Dirac de los ergo-robots; luego, acelerando los reactores, se elevó por los aires, pasó volando sobre las armazones de los vehículos, y se posó por último en las piedras de más allá del desfiladero.

En ese preciso instante, en la cabina de comando de El Invencible — a sesenta kilómetros de la gargantauno de los observadores lanzó un grito de alarma: del negro pelaje de las laderas brotó una especie de humareda que ahora avanzaba en oleadas hacia el Cíclope; el vehículo desapareció en seguida, como envuelto en un manto de hollín negro. Inmediatamente, los múltiples haces luminosos de un relámpago atravesaron la masa negra de la nube agresora. El Cíclope no había utilizado el mortero; el campo de fuerza emitido por la nube había chocado con la envoltura protectora del vehículo. Esa envoltura invisible parecía haberse materializado de pronto, envuelta en una espesa capa de un negro burbujeante, que se inflaba y se encogía como una inmensa bola de lava. Ese juego singular se prolongó un rato. Los observadores tenían la impresión de que la máquina, ahora invisible, trataba de dividir a las fuerzas enemigas, cada vez más numerosas, pues nuevas nubes se precipitaban a cada instante hacia el fondo de la garganta. Tampoco veían ya el brillo de la esfera del campo de fuerza. La fantástica batalla de las dos poderosas fuerzas inorgánicas proseguía en un oscuro silencio. Uno de los hombres que observaba la pantalla suspiró al fin. La temblorosa burbuja negra acababa de desaparecer en un cono de sombra. La nube, transformada en una especie de torbellino, se elevó por encima de las crestas de las rocas más altas. Aferrada abajo al invisible adversario, giraba en lo alto como un inmenso remolino de aguas azulosas. Nadie pronunció una palabra; todos comprendían que la nube trataba de aplastar al vehículo encerrado en la burbuja como una semilla en un carozo.

Rohan advirtió que el astronauta iba a preguntarle al ingeniero jefe si el campo de fuerza resistiría. Pero no dilo nada. No tuvo tiempo.

El torbellino negro, las paredes del barranco, la vegetación, todo desapareció en una fracción de segundo. Era como si un volcán hubiera estallado de pronto en el fondo del precipicio: una fuente de humo y de lava incandescente, fragmentos de rocas y por último una inmensa nube con un séquito de volutas de vapor. La columna se elevó hasta que el vapor — quizá de las hirvientes aguas del arroyo- llegó a los mil quinientos metros, la altura donde planeaba el satélite. El Cíclope había disparado el mortero antimateria.

Ninguno de los hombres se movió ni dijo una sola palabra, pero todos sintieron a la vez cierta satisfacción, como si hubiesen sido vengados. Se hubiera dicho que la nube había encontrado al fin un digno adversario. Desde el comienzo del ataque, toda comunicación directa con el Cíclope había quedado interrumpida. Ahora sólo veían la imagen transmitida por la sonda, a través de setenta kilómetros de atmósfera vibrante. Los hombres que trabajaban fuera de la cabina de mando ya se habían enterado de que se estaba librando un combate. La parte de la tripulación ocupada en desmontar las barracas de aluminio abandonó el trabajo. La línea del horizonte se iluminó al nordeste como si fuese a asomar un segundo sol, mucho más poderoso que el otro sol, ahora en el cenit; luego, una columna de humo que se transformó lentamente en un hongo gigantesco ocultó el resplandor.

Los técnicos que controlaban la sonda tuvieron que retirarla del campo de batalla y hacerla subir a una altura de cuatro mil metros, por encima de las violentas corrientes atmosféricas. Ya nada se veía: ni las rocas que amurallaban el barranco, ni las pendientes tupidas de matorrales, ni la nube negra. Lenguas de fuego burbujeantes y volutas de humo recorrían las pantallas, entrecruzándose con las parábolas de los escombros incandescentes. Los micrófonos acústicos de la sonda transmitían un fragor ininterrumpido, atenuado a ratos, por momentos intenso, como si un terremoto sacudiera la región.

Era asombroso que ese encarnizado combate pareciera no tener fin. Pocos segundos más, y el fondo del barranco y toda la zona que rodeaba al Cíclope alcanzarían el punto de fusión; las rocas se hundían, se desmoronaban, se transformaban en lava. Un torrente escarlata empezó a abrirse paso hacia la desembocadura del barranco, a pocos kilómetros de la zona de combate. Horpach se preguntó por un instante si los interruptores electrónicos del mortero no estarían trabados, pues le parecía inverosímil que la nube continuase resistiendo a semejante poder destructivo. Lo que vio en la pantalla le demostró que se había equivocado; obedeciendo a una nueva orden, la sonda se elevó todavía más alcanzando el límite de la troposfera.

El campo visual abarcaba ahora unos cuarenta kilómetros cuadrados. Todo el terreno socavado del barranco estaba moviéndose. Como filmadas en cámara lenta — efecto óptico causado por la distancia —, unas pendientes rocosas, cubiertas de un flujo negro, asomaban en hendiduras y cavernas. Unas volutas sombrías ascendían verticalmente y se unían para avanzar en línea recta hacia el centro del combate. Durante algunos minutos se tuvo la impresión de que las oscuras avalanchas que se precipitaban sin cesar hacia ese centro, dominarían al fuego atómico, lo sofocarían y lo aniquilarían. Pero Horpach conocía las reservas energéticas del monstruo construido por la mano del hombre.

Un trueno ensordecedor e interminable rugió en los altoparlantes y estremeció la cabina de comando, mientras llamas de tres mil metros de altura fulminaban el cuerpo de la nube agresora y empezaban a girar, como un molino incandescente; el aire vibraba en capas, que se curvaban cuando se movía el centro del calor.

El Cíclope, inexplicablemente, sin interrumpir la lucha ni un solo instante, retrocedía ahora hacia la entrada de la garganta. Quizá el cerebro electrónico había considerado la posibilidad de un desmoronamiento de las paredes de piedra, provocado por las explosiones atómicas. El Cíclope hubiera podido salir indemne de esa nueva calamidad aunque con un poder de maniobra disminuido. Sea como fuere, el Cíclope, sin cejar en la lucha, buscaba un terreno más despejado, y en ese bullente torbellino los observadores ya no podían distinguir entre el fuego del mortero y las columnas de humo, los jirones de nubes, o las crestas rocosas que se desmoronaban.

Al parecer, el cataclismo había llegado a un punto culminante. Un instante después, sin embargo, ocurrió algo inverosímil. La imagen se inflamó. brilló con un resplandor de una blancura enceguecedora, y una erupción de innumerables explosiones cubrió la pantalla. Hubo una nueva descarga de antimateria y alrededor del Cíclope todo fue aniquilado: el aire, los escombros, el vapor, los gases y la humareda; todo se transformó en la más poderosa de las radiaciones: partió en dos el barranco, encerró a la nube, y la proyectó hacia arriba.

El Invencible, posado a setenta kilómetros del epicentro de la explosión, se estremeció de arriba abajo. Las ondas sísmicas recorrieron el desierto desplazando los transportes y los ergo-robots de la expedición, agrupados bajo la rampa. Pocos minutos más tarde un viento huracanado descendió rugiendo, quemó los rostros de los que buscaban refugio bajo las máquinas, y levantando torbellinos de arena invadió la inmensidad del desierto.

Aunque la sonda de televisión se encontraba ahora a trece kilómetros del centro del cataclismo, parecía que algo la había dañado, pues la imagen era muy débil y borrosa. Transcurrió un minuto. Cuando la humareda se hubo disipado, Rohan, con los ojos clavados en la pantalla, alcanzó a ver la etapa siguiente de la lucha.

La batalla no había concluido, como lo creyera un momento antes. Si los agresores hubieran sido seres humanos, la masacre habría obligado a las filas de la retaguardia a detenerse en el umbral de aquel infierno. Pero aquí lo muerto combatía a lo muerto; el fuego atómico no se había extinguido, sólo había cambiado de forma, modificando la dirección del ataque principal.

En ese instante, Rohan comprendió por primera vez cómo podía haber sido el enfrentamiento que había asolado la desértica superficie de Regis III, cuando los robots se aniquilaban entre sí. Creyó entender qué formas había adoptado la evolución de esas especies inanimadas y qué significaban exactamente las palabras de Lauda: los seudoinsectos habían triunfado porque se habían adaptado mejor. Y al mismo tiempo, otra idea le cruzó por la mente: algo semejante debió de ocurrir aquí. La memoria inerte, indestructible, perpetuada gracias a la energía solar en cada uno de los pequeños cristales, la memoria de la nube constituida por miles de millones de elementos, tenía que acumular en esos bancos el recuerdo de enfrentamientos similares. Esas partículas inanimadas, insignificantes al parecer, comparadas con las llamas del aniquilador que devoraban rocas, habían tenido que luchar contra adversarios de esa magnitud (gigantes aislados, fuertemente acorazados, mamuts atómicos de la familia de los robots). Hablan subsistido, habían podido desmenuzar como harapos putrefactos los blindajes de los enormes monstruos, y arrastrarlos a través del desierto junto con los esqueletos de los mecanismos electrónicos otrora indestructibles y hoy enterrados en la arena; y todo esto no hubiera sido posible sino merced a un coraje inverosímil, indescriptible, si se puede atribuir coraje a unos cristales diminutos que forman una nube. Pero ¿qué otro nombre podía darle? De algún modo Rohan admiraba a la nube.

La masacre la había diezmado y la nube continuaba atacando. Ahora, en toda la extensión visible de la altura de la sonda, sólo algunos picos, los de las montañas más altas, asomaban apenas por encima de la masa negra. Todo el resto, toda aquella comarca de gargantas y hondonadas, había desaparecido, ahogada bajo las olas oscuras que afluían concéntricamente desde todos los puntos del horizonte, pata sumirse en las profundidades del embudo de fuego cuyo centro era el Cíclope, invisible bajo la conflagración. Ese avance, ganado a costa de sacrificios inmensos y aparentemente inútiles, tenía no obstante alguna perspectiva de éxito.

Rohan y los hombres ya se habían dado cuenta. Las reservas energéticas del Cíclope eran prácticamente inagotables, pero cuanto más se prolongaba el calor ininterrumpido del aniquilador, más se comunicaba a las armas, a pesar de los poderosos blindajes, a pesar de los espejos reflectores montados en el casco, reteniendo así una pequeña porción de aquellas temperaturas siderales, y recalentando el cuerpo mismo de la máquina. Esto explicaba el encarnizamiento del ataque, ataque desde todos los frentes a la vez; porque cuanto más cerca de la máquina estallaban las descargas del mortero, más se calentaban todos los aparatos. Un ser humano habría sucumbido mucho antes a la temperatura del interior del Cíclope. Quizá la armadura de cerámica era ya de color rojo cereza. Pero los hombres de la cabina sólo veían, bajo el tendal de humo, el pulsátil torbellino azul del fuego que lentamente retrocedía hacia la entrada de la garganta. Al fin, tres kilómetros más al norte, apareció el sitio donde la nube había atacado por primera vez: un suelo calcinado, cubierto de lava y escoria. De las rocas desmoronadas colgaban las cenizas de los matorrales junto a los restos fundidos de los cristales, alcanzados por la explosión nuclear.

Horpach desconectó los micrófonos (los chirridos se oían en toda la cabina de control) y le preguntó a Jason qué ocurriría si la temperatura en el interior del Cíclope superaba la resistencia del cerebro electrónico.

El científico contestó sin vacilación:

— La acción del mortero antimateria cesará automáticamente.

— ¿Y también los campos de fuerza?

— No.

Mientras tanto, el campo de batalla se había trasladado al llano, justo a la entrada de la garganta. El océano de tinta hervía, humeaba, se arremolinaba, y se precipitaba como una legión de demonios al fondo del embudo incandescente.

— Ya no puede tardar — dijo Kronotos en medio del silencio.

Pasó un minuto. Bruscamente, el resplandor del embudo se debilitó. La nube acababa de cubrirlo.

— A sesenta kilómetros de aquí — respondió el técnico de comunicaciones a una pregunta de Horpach.

El astronauta hizo sonar la alarma. Todos los hombres fueron llamados a sus puestos. El Invencible recogió la rampa y el ascensor y cerró todas las escotillas. Un nuevo relámpago apareció en el horizonte. El embudo de fuego había vuelto a emerger. Esta vez la nube no lo atacó; sólo en los bordes fue alcanzada por el fuego. El resto empezó a retroceder hacia la región de las gargantas, internándose en un laberinto de sombras. El Cíclope, aparentemente intacto, apareció en las pantallas una vez más. Seguía retrocediendo, muy lentamente, sin dejar de disparar contra todo: las piedras, la arena, las dunas.

— ¿Por qué no interrumpirá el fuego? — preguntó alguien.

Como en respuesta a estas palabras, la máquina dejó de disparar, giró sobre sí misma, y rodó rápidamente hacia el desierto. La sonda volante la acompañaba desde la altura. De pronto, vieron algo así como un hilo de fuego que subía a una extraordinaria velocidad. Antes que comprendieran que el Cíclope acababa de disparar contra la sonda, y que el hilo de fuego era la estela de las partículas de aire aniquiladas en la trayectoria del proyectil, retrocedieron instintivamente, temblando como si temiesen que la explosión saltara fuera de la pantalla y estallase en el interior de la cabina de comando. Un instante después, la imagen desapareció.

— ¡Ha destruido la sonda! — gritó el técnico que estaba de pie frente al tablero de comando —. ¡Astronauta!

Horpach hizo lanzar una segunda sonda. El Cíclope estaba ya tan cerca de El Invencible que lo vieron cuando la sonda empezó a elevarse. Un nuevo relámpago, y la sonda desapareció en el espacio. Antes que la imagen se borrara, tuvieron tiempo de distinguir a El Invencible en el campo visual de la sonda: el Cíclope estaba a sólo diez kilómetros.

— ¿Qué demonio le pasa? ¿Se habrá vuelto loco? — gritó el segundo técnico frente a la consola de dirección; la voz le temblaba.

Estas palabras parecieron encender una luz en la mente de Rohan. Miró al comandante y comprendió que también él había pensado lo mismo. Tenía la impresión de que un sueño plomizo e insensato le había invadido el cuerpo todo. Pero ya las órdenes habían sido impartidas: el comandante hizo lanzar una tercera sonda, luego una cuarta. El Cíclope las destruyó una tres otra, como un tirador avezado que se divierte probando puntería.

— Necesito máxima potencia — dijo Horpach, sin apartar la vista de la pantalla.

El ingeniero jefe, como un pianista que tocara un acorde, apoyó ambas manos en el teclado del tablero de distribución.

— Potencia de despegue dentro de seis minutos — anunció.

— Necesito máxima potencia — repitió Horpach, siempre en el mismo tono.

Un súbito silencio cayó en la cabina de comando, un silencio tan profundo que ahora se oía el zumbido de los transmisores detrás de los tabiques esmaltados, como si un enjambre de abejas acabase de despertar.

— El revestimiento del reactor está frío — empezó a decir el ingeniero jefe.

Horpach, sin levantar la voz, repitió: — Necesito máxima potencia.

Sin una palabra, el ingeniero extendió el brazo hacia el interruptor principal. En las profundidades de la nave se oyeron los cortos mugidos de la sirena de alarma, y luego, como un tambor lejano, los pasos de los hombres que corrían a los puestos de combate. Horpach miraba de nuevo la pantalla. Nadie decía una palabra, pero todos habían comprendido que lo imposible se había producido: el astronauta se preparaba para combatir a su propio Cíclope.

Las agujas oscilantes de los instrumentos se alineaban como soldados. En el indicador de potencia, los números subieron a cinco y seis cifras. Hubo un chisporroteo en alguna parte del sistema de cables, y el aire olió a ozono. En el fondo de la cabina de control los técnicos se comunicaban por medio de señales, indicándose con los dedos qué sistema de control aplicarían.

La sonda siguiente, antes de ser aniquilada, mostró el morro alargado del Cíclope que se abría un pasaje entre dos hileras de rocas. La pantalla quedó vacía una vez más, encegueciendo a los espectadores con una blancura plateada. De un momento a otro, la máquina iba a aparecer en visión directa. El operador de radar esperaba ya junto al aparato (la telecámara exterior había sido instalada en la proa de la nave), y el técnico de transmisiones lanzó la sonda siguiente. El Cíclope no parecía encaminarse en línea recta hacia El Invencible que esperaba, herméticamente cerrado, listo para el combate, bajo la burbuja del campo de fuerza. Desde la cúpula, a intervalos regulares, partían en vuelo las telesondas.

Rohan sabía que la nave podría resistir el impacto del mortero antimateria, pero perdiendo buena parte de sus reservas de energía. Dada la situación, consideraba que la táctica más razonable era la de poner a la nave en órbita estacionaria. Esperaba oír esa orden de un momento a otro, pero Horpach callaba, como si esperase que milagrosamente el Cíclope volviese a sus cabales. Y en verdad, sin dejar de observar por detrás de los pesados párpados los movimientos de la forma oscura que se movía silenciosa entre las dunas, Horpach preguntó:

— ¿Sigue llamando al Cíclope?

— Sí, pero no hay contacto.

— Envíele orden de detenerse inmediatamente.

Los técnicos se afanaban frente a los tableros. Dos tres, cuatro veces regueros de luz corrieron bajo los dedos de los hombres.

— No responde, comandante.

¿Por qué no despega? se preguntaba Rohan, sin explicarse la tozudez del astronauta. ¿No quiere reconocer una derrota? ¡Horpach! ¡qué absurdo! Ahora se mueve… Ahora va a dar la orden.

Pero el astronauta no había hecho nada más que retroceder un paso.

— ¿Kronotos?

El cibernetista se le acercó. — Aquí estoy, comandante.

— ¿Qué pueden haberle hecho ellos?

Rohan estaba perplejo. Horpach había dicho «ellos», como si en realidad tuvieran que combatir con adversarios pensantes.

— Los circuitos autónomos funcionan con criotrones — empezó a decir Kronotos en un tono de voz que revelaba que lo que iba a decir era meramente hipotético —. La temperatura se ha elevado demasiado y la supraconductibilidad de los circuitos ha disminuido.

— ¿Está seguro de lo que dice o trata de adivinar? — preguntó el astronauta.

¡Extraña conversación! Todos seguían con la mirada fija en la pantalla. El Cíclope podía verse ahora en transmisión directa. Avanzaba con movimientos sueltos y a la vez inseguros. De tanto en tanto se desviaba como si no supiera qué rumbo tomar. Varias veces consecutivas disparó contra la ya inservible telesonda, sin hacer blanco. Luego, los hombres la vieron caer como una bola de fuego.

— Lo único que explicaría esta extraña conducta es la resonancia — dijo el cibernetista tras una breve vacilación —. Si el campo de ellos ha coincidido con el del cerebro…

— ¿Y el campo de fuerza?

— Un campo de fuerza no puede interceptar a un campo electromagnético.

— Mala suerte comentó secamente el astronauta. La tensión fue cediendo paulatinamente en la cabina de comando de El Invencible. Era evidente ya que el Cíclope no venía hacia la nave-madre. La distancia que los separaba, insignificante un momento antes, empezaba a crecer. Liberada del control humano, la máquina se encaminaba hacia la dilatada extensión del desierto septentrional.

— Ingeniero jefe, reléveme por un tiempo — dijo Horpach —. A todos los demás, les pido que me acompañen abajo.

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