El grupo de Rohan

La columna capitaneada por Rohan consistía en dos grandes ergo-robots, cuatro tractores oruga y un pequeño anfibio. Rohan viajaba en este último, en compañía de Jarg, el conductor, y Terner. Avanzaban de acuerdo con el procedimiento de alarma de tercer grado. A la cabeza de la columna iba un ergo-robot, seguido por el anfibio de Rohan, y a continuación cuatro vehículos, cada uno tripulado por dos hombres. Un segundo ergo-robot cerraba la marcha; junto con el primero protegía al grupo levantando un campo de fuerza.

Rohan decidió organizar esta expedición, pues mientras se encontraban todavía en el cráter los «sabuesos eléctricos», habían descubierto huellas de los hombres de Regnar. Era evidente que si no los encontraban, irían de un lado a otro extraviados entre los laberintos de piedra, desvalidos como niños de pecho, condenados a perecer de hambre y de sed.

Recorrieron los primeros kilómetros dejándose guiar por las señales de los detectores. A la entrada de una de las muchas gargantas, anchas y planas en esta región, a eso de las siete de la tarde, impresas en el lecho fangoso de un arroyo casi seco, descubrieron huellas nítidas de pasos. Había tres rastros distintos, perfectamente conservados en el suelo blando, que durante el día había perdido muy poca humedad. El agua que corría suavemente entre las rocas había borrado casi del todo una cuarta huella. Las marcas eran inconfundibles: pertenecían a las pesadas botas de los hombres de Regnar y se encaminaban al fondo de la garganta. Un poco más lejos desaparecían sobre las rocas, pero Rohan no se desanimó, porque había notado que las paredes de la garganta eran cada vez más abruptas. Parecía improbable por lo tanto que los fugitivos atacados de amnesia hubiesen logrado escalar esa escarpada pendiente. Rohan confiaba en descubrirlos de un momento a otro, ocultos detrás de algún recodo. Luego de deliberar brevemente, reanudaron la marcha. La columna llegó muy pronto a un paraje en el que crecían a ambos lados matorrales metálicos muy espesos. Las extrañas «plantas» parecían cepillos tupidos, y tenían de un metro a un metro y medio de altura. Esa vegetación brotaba de las fisuras de la roca, llenas de una especie de arcilla negruzca. En un principio, los matorrales eran grupos aislados, y luego se cerraban en una espesura homogénea que cubría las dos vertientes del barranco, casi hasta el fondo del valle, con una especie de estera herrumbrosa erizada de púas. Abajo, a lo lejos, oculto entre las grandes lajas, serpenteaba un hilo de agua.

De tanto en tanto se abrían, entre los «matorrales», las bocas de las grutas. De algunas manaban riachos, otras parecían secas. Los hombres de Rohan trataron de explorar las que no estaban muy lejos del suelo, iluminándolas con los poderosos reflectores. En una de esas cuevas encontraron una cantidad considerable de pequeños cristales triangulares, sumergidos en parte en el agua que goteaba de la bóveda. Rohan recogió un puñado y se lo puso en el bolsillo.

Durante media hora, remontaron el barranco cada vez más escarpado. Hasta ese momento, los vehículos oruga habían trepado por la pendiente sin dificultad. Habían descubierto nuevas huellas de pasos en otros dos lugares del barro del arroyo, y tenían la certeza de encontrarse en la buena pista. Al dejar atrás un recodo, el contacto con el supercóptero comenzó a debilitarse; Rohan atribuyó el fenómeno a la interferencia del matorral metálico. A ambos lados de la garganta, de unos veinte metros de ancho en las cimas y aproximadamente doce en el fondo, se elevaban paredes a veces casi verticales, cubiertas de un material semejante a una piel negra y rígida: la masa de los alambres del bosquecillo. Esos matorrales densos se elevaban hasta las crestas como un revestimiento espeso e ininterrumpido.

La columna de vehículos franqueó dos anchas puertas rocosas; esto les llevó algún tiempo, pues los técnicos tuvieron que reducir el alcance del campo. No querían tocar las rocas, agrietadas por la erosión y a punto de desmoronarse; un choque del campo energético contra los pilares rocosos hubiera podido provocar una avalancha de piedras. No era por ellos mismos por quienes temían, sino por los hombres extraviados. que quizá no estaban muy lejos.

Había pasado una hora desde que se interrumpiera el contacto radial, cuando una sucesión de relámpagos cruzó las pantallas magnéticas de los detectores. Al parecer, los aparatos se habían averiado, pues localizaban el origen de esos impulsos en todos los puntos del horizonte. Sólo con el auxilio de los contadores de intensidad y polarización pudieron descubrir la causa de las oscilaciones magnéticas: los montes que cubrían las vertientes de la garganta. Advirtieron entonces que el aspecto de los matorrales era ahora diferente; ya no estaban cubiertos de un sedimento de herrumbre; los zarzales eran aquí más altos, más grandes v parecían más negros a causa de las extrañas excrecencias nodulares que se adherían a las ramas. Rohan no permitió que las examinasen más de cerca; no quería correr el riesgo de abrir el campo protector.

Reanudaron la marcha a un ritmo más acelerado, mientras los impulsómetros y los detectores magnéticos revelaban actividades cada vez más variadas. Cuando los hombres levantaban la cabeza notaban que por encima de la maleza oscura el aire ondulaba como si estuviese recalentado. Detrás de la segunda puerta rocosa vieron unas finas estelas, como torbellinos de humo que se disipaban girando en espirales detrás de las zarzas. Pero esto ocurría a tal altura que no pudieron identificar el fenómeno, ni siquiera con el auxilio de anteojos binoculares. A pesar de todo, Jarg, que guiaba el vehículo de Rohan, y que tenía una vista de lince, aseguró que esas «humareda?' parecían enjambres de insectos diminutos.

Rohan se sentía cada vez más angustiado; la expedición se prolongaba demasiado y todavía no veían la salida de aquella sinuosa garganta. Sin embargo, ahora podían avanzar más de prisa, pues los montones de piedras que antes encontraran en el lecho del torrente habían desaparecido. En cuanto al río, era por así decirlo inexistente, pues estaba profundamente escondido bajo los guijarros, y sólo cuando los vehículos se detenían podía oírse, en el silencio, el murmullo del agua oculta.

Detrás del recodo siguiente, apareció una puerta rocosa más estrecha que las anteriores. Luego de medir la abertura, los técnicos comprobaron que no podrían atravesarla manteniendo el campo de fuerza. Se sabe que las formas que puede adoptar un campo de fuerza se limitan a las variantes de un cuerpo giratorio, o sea una esfera, un elipsoide y un hiperboloide. Hasta ese momento, habían logrado franquear los estrechamientos de la garganta reduciendo el campo a las dimensiones de un globo estratosférico aplastado, por supuesto invisible.

Ahora, ninguna maniobra les hubiera permitido realizar semejante hazaña. Rohan celebró una breve consulta con el físico Tomman y los dos técnicos del campo. Decidieron, de común acuerdo, arriesgarse a pasar desconectando momentánea y sólo parcialmente el campo. Un ergo-robot no tripulado cruzaría el desfiladero, con el emisor de campo desconectado. Una vez franqueado el obstáculo, encendería otra vez el emisor, protegiendo la vanguardia. Los hombres de los cuatro vehículos y el pequeño anfibio de Rohan carecerían de techo protector mientras atravesaban el desfiladero. El ergo-robot de cola conectaría la semiesfera protectora con el campo de la vanguardia en seguida de haber cruzado el estrecho.

Todo se desarrollaba de acuerdo con este plan y el último de los cuatro vehículos oruga estaba pasando entre las columnas de piedra cuando una sacudida extraña estremeció el aire; no un ruido sino una sacudida, como si una roca se hubiese desmoronado en las cercanías; las paredes espinosas del barranco empezaron a humear, emitiendo de pronto una espesa nube negra que se lanzó sobre la caravana.

Rohan, que había decidido ir detrás de los grandes vehículos, se encontraba detenido esperando a que el último transporte terminase de pasar. De pronto, vio que las laderas de la garganta exhalaban un vapor negro y que un inmenso relámpago estallaba en la cabecera de la columna; el primer ergo-robot, que ya había cruzado el desfiladero, acababa de restablecer el campo. Algunas de las volutas nubosas que atacaban la caravana se estrellaron contra la superficie del campo, ardiendo brillantemente, pero la mayor parte se elevó por encima del fuego y se precipitó simultáneamente sobre todas las máquinas.

Rohan le ordenó a Jarg a voz en cuello que llamara inmediatamente al ergo-robot de cola, y que conectara los dos campos: el peligro de un desmoronamiento ya no contaba. Jarg intentó cumplir la orden, pero no logró conectar el campo. Sin duda, como lo explicara más tarde el ingeniero jefe, los clistrones del circuito electrónico se habían recalentado. Si el técnico hubiese mantenido el circuito unos segundos más, el campo habría llegado a formarse. Pero Jarg perdió la cabeza, y en lugar de insistir saltó del vehículo. Rohan lo sujetó por la manga, pero Jarg, enloquecido de miedo, consiguió zafarse y echó a correr cuesta abajo. Cuando Rohan alcanzó las palancas de mando, era demasiado tarde.

Los hombres, sorprendidos dentro de los vehículos, saltaban a tierra y huían en todas direcciones, perdiéndose entre los torbellinos de la nube burbujeante. El espectáculo era tan inverosímil que Rohan, paralizado, ni siquiera intentó intervenir. Ya no tenía sentido restablecer el campo; corría el riesgo de matar a todos sus hombres, que hasta trepaban por las laderas como si quisieran buscar refugio en los bosques de metal. Rohan se quedó sentado en el vehículo inmóvil, esperando.

Detrás, Terner, asomando el busto por la torrecilla de tiro, disparó al azar con la ayuda de los lasers de aire comprimido, pero ese fuego no sirvió de nada, pues la mayor parte de la nube se encontraba ya demasiado cerca. Sesenta metros apenas separaban a Rohan del resto de la columna. En ese trecho rodaban por el suelo y se debatían las desdichadas víctimas de las llamas negras. Debían de gritar sin duda, pero sus gritos, al igual que todos los demás ruidos, incluso el del ergo-robot que encabezaba la caravana, eran ahogados por el silbido ronco e interminable de la nube.

Rohan siguió inmóvil, medio cuerpo asomado por encima del anfibio, sin tratar de esconderse, no por un coraje nacido de la desesperación — como explicaría luego- sino simplemente porque no se le había ocurrido. Había perdido la capacidad de pensar.

Esa escena que nunca olvidaría — esos hombres bajo la avalancha negra- cambió bruscamente. Las víctimas dejaron de rodar por las piedras, de trepar hacia los matorrales de alambre, huyendo. Poco a poco, los hombres empezaron a ponerse de pie o a sentarse, y la nube, dividida ahora en una serie de embudos, alzó por encima de cada uno de ellos una especie de torbellino localizado, rozó apenas los torsos o las cabezas y trepó, siempre efervescente, con un rugido cada vez más atronador, entre las paredes de la garganta, hasta interceptar la luminosidad del cielo de la noche. Luego, amortiguando poco a poco su bramido, se deslizó entre las rocas, se hundió en la jungla negra y desapareció. Los únicos vestigios de la nube eran ahora una que otra pequeña mancha negra entre los cuerpos tendidos de los hombres.

Rohan, sin creer aún del todo que se había salvado, e incapaz de explicarse ese milagro, buscó con la mirada a Terner. Pero la torrecilla de tiro estaba desierta; sin duda había saltado también él, inútil preguntarse cuándo ni cómo. Entonces lo vio, tendido no lejos de allí, apretando aún contra el pecho la cruceta de los lasers y mirando al cielo con ojos muertos.

Rohan se apeó del anfibio y corrió de uno a otro hombre. No lo reconocieron. Ninguno le habló. La mayor parte parecían tranquilos; estaban acostados sobre las piedras, o sentados, pero dos o tres se levantaron, y acercándose a las máquinas, les palparon lentamente los flancos, con desmañados movimientos de ciegos. Vio a Genlis, un excelente radarista amigo de Jarg. Con la boca entreabierta, como un salvaje que viera una máquina por primera vez en su vida, trataba de mover la manija de una puerta.

Un instante después, Rohan comprendió el significado del orificio redondo de bordes chamuscados que viera en un tabique de la cabina de comando de El Cóndor: se había arrodillado junto al doctor Ballmin, y tomándolo por los hombros lo sacudía con la fuerza de la desesperación, tratando de volver a la normalidad, cuando de pronto oyó un disparo seco y una llama violeta pasó junto a él como una flecha. Uno de los hombres, sentado un poco más lejos, había sacado el lanzallamas e involuntariamente había apretado el disparador. Rohan lo llamó, pero el hombre no le hizo caso. Parecía fascinado, como un niño que mira unos fuegos de artificio, y al fin se puso a disparar sin ton ni son el arma atómica, hasta descargarla por completo. El intenso calor estremecía el aire y Rohan se echó al suelo, y se arrastró buscando refugio entre las rocas.

En ese momento oyó pasos rápidos que se acercaban y en un recodo apareció Jarg, con el rostro transpirado, sin aliento. Corría en línea recta hacia el loco que jugaba con el lanzallamas.

— ¡Deténte! ¡Tírate al suelo, Jarg! ¡Cuerpo a tierra! — gritó. Rohan.

Pero antes que Jarg, aturdido, pudiera detenerse, una terrible llamarada le estalló en el hombro izquierdo. Rohan alcanzó a verle la cara en el momento en que el brazo le volaba por los aires y la sangre le manó a borbotones de la espantosa herida. El francotirador demente no pareció darse cuenta de nada. Jarg contempló un instante, con indecible extrañeza, la sangre del muñón, el brazo mutilado; luego giró sobre sí mismo, trastabilló y cayó al suelo.

El hombre del lanzallamas se levantó. La incesante cascada de fuego que brotaba del arma arrancaba chispas de las piedras y las rocas. El aire olía a sílice quemado. Avanzó, tambaleándose, con los movimientos de un niño que empuñase una matraca. La llama rasgó el espacio entre los hombres sentados, que ni siquiera cerraban los ojos para protegerse de la luz enceguecedora. Un segundo más y recibirían la descarga en pleno rostro. Sin detenerse a pensar, en un puro acto reflejo, Rohan sacó su propio lanzallamas y disparó, una sola vez. El hombre se golpeó violentamente el pecho con los puños crispados, el arma repicó al caer contra las rocas, y luego también él se desplomó, de cara al suelo.

Rohan se puso de pie. Caía la noche. Había que transportar a todos los hombres a la base lo antes posible. Sólo le quedaba su vehículo, el pequeño anfibio. Cuando intentó utilizar uno de los transportes, comprobó que dos de ellos habían chocado en la parte más estrecha del desfiladero, y que sin una grúa seria imposible separarlos. Quedaba el ergo-robot de cola, que no podía transportar más de cinco hombres; los que aún estaban con vida, aunque inconscientes, eran nueve. Se dijo que lo mejor sería reunirlos a todos, atarlos para que no pudiesen huir o hacerse daño, poner en funcionamiento los campos de los dos ergo-robots, y regresar él solo a la base, en busca de auxilio.

Era ya noche cerrada cuando concluyó con la horrenda tarea. Los hombres se habían dejado atar sin resistirse. Movió el ergo-robot de cola para abrir un pasaje en el campo, preparó los dos emisores, los encendió desde lejos, y dejando a los hombres bajo la protección de la cúpula, emprendió el camino de vuelta.

A los veintisiete días de haber llegado a Regis III, casi la mitad de la tripulación de El Invencible estaba ya fuera de combate.

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