La hipótesis de Lauda

El doctor Lauda llamó a la puerta de la cabina del astronauta. Al entrar, vio que Horpach hacía algunas anotaciones en un mapa fotogramétrico.

— ¿Qué pasa? — preguntó el comandante sin levantar la cabeza.

— Quisiera decirle algo.

— ¿Es urgente? Partimos dentro de quince minutos.

— No sé. Me parece que estoy empezando a comprender lo que pasa aquí — dijo Lauda.

El astronauta dejó el compás sobre la mesa. Miró a Lauda. El biólogo no era más joven que el comandante; parecía raro que aún le permitiesen volar. Era evidente que los viajes interplanetarios lo apasionaban. En realidad, tenía más el aspecto de un mecánico veterano que de un hombre de ciencia.

— ¿Qué piensa usted, doctor? Soy todo oídos.

— En el océano hay vida — dijo el biólogo —. Hay vida en el océano, pero no en el continente.

— ¿Qué quiere decir? En el continente también hubo vida; Ballmin halló vestigios.

— Sí. Pero vestigios de hace cinco millones de años. Luego, todo cuanto vivía en tierra firme fue exterminado. Lo que voy a decirle le parecerá fantástico, comandante, y en realidad no tengo prueba alguna, pero es así. Suponga que en tiempos remotos, hace millones de años, aterrizó aquí un cohete que venía de otro sistema. Un cohete que venía, digamos, de la región de una nova.

Ahora hablaba más de prisa, pero siempre con tono calmo y firme.

— Sabemos que antes de la explosión de Zeta de la Lira, el sexto planeta del sistema estaba habitado por seres inteligentes. Tenían una civilización altamente desarrollada, de tipo tecnológico. Supongamos que una nave exploradora enviada por los lirianos hubiese aterrizado aquí y que ocurriera una catástrofe. O algún otro accidente desgraciado a raíz del cual pereció toda la tripulación. Una explosión del reactor, por ejemplo, una reacción en cadena. En suma, a bordo de la nave que aterrizara en Regis III no quedó nadie con vida. Ningún sobreviviente… salvo los autómatas. Y no autómatas como los nuestros. No tenían forma humana. Como tampoco los lirianos, sin duda. Los autómatas, sanos y salvos, abandonaron pues la nave. Eran mecanismos homeostáticos altamente especializados, capaces de subsistir en las condiciones más inverosímiles. Ya no quedaba nadie que pudiera dirigirlos. Quizá algunos de los robots, cuyos procesos intelectuales eran más semejantes a los de sus creadores, intentaran reparar la máquina, aunque hubiera sido inútil. Pero usted sabe cómo están programados los autómatas. Un robot reparador arreglará todo lo que sea necesario. Luego un grupo de robots se independizó de los restantes. Quizá fueron atacados por la fauna local. Reptiles semejantes a saurios habitaban en aquel entonces el planeta; también había bestias depredadoras, y algunas de estas bestias atacan a todo cuanto se mueve. Los autómatas empezaron a combatirlas y ganaron la batalla. Pero tuvieron que adaptarse para esta lucha. Tuvieron que transformarse para adaptarse en lo posible a las condiciones del planeta. La clave de todo, a mi juicio, estriba en que esos autómatas tenían la capacidad de producir otros autómatas, de acuerdo con las necesidades específicas de la situación. Para combatir a los saurios voladores, necesitaban máquinas volantes. Huelga decir que no puedo dar detalles concretos. Hablo de lo que hubiera podido ocurrir en una situación análoga y en condiciones naturales de evolución. Tal vez no hubo aquí saurios voladores, quizá hubo reptiles roedores, que habitaban en cuevas. No lo sé. De cualquier modo, los robots se habrían adaptado perfectamente a las condiciones del medio y habrían logrado exterminar todas las formas de vida animal del planeta. Y también las vegetales.

— ¿Las vegetales también? ¿Cómo lo explica usted?

— No puedo decírselo con exactitud. Podría proponer varias hipótesis diferentes, pero prefiero abstenerme. Además, no he dicho aún lo principal. Pasaron los años, y los descendientes de esos mecanismos, a lo largo de muchas generaciones, dejaron de parecerse a los modelos primitivos, creados por los lirianos. ¿Sigue usted mi razonamiento? Esto significa, que se inició una evolución inorgánica. Una evolución de aparatos mecánicos. ¿Cuál es al fin y al cabo el principio fundamental de un homeostato? Sobrevivir, subsistir en un medio cambiante, incluso en las condiciones más hostiles y desfavorables. El peligro principal, para las formas ulteriores de esta evolución de sistemas metálicos, capaces de autoorganizarse, no eran los animales ni las plantas. Necesitaban procurarse fuentes de energía y materiales, para producir así piezas de repuesto y mecanismos nuevos. Los antepasados remotos, aquellos que habían aterrizado en el planeta a bordo de la hipotética nave, habían sido activados sin duda por una fuente de energía radiactiva. Pero en Regis III no había elementos radiactivos, y por lo tanto esa energía les estaba vedada. Tuvieron que buscar otras. Esta situación debió de provocar una crisis grave en el abastecimiento de energía, y hasta una lucha entre esos mecanismos, una simple lucha por la supervivencia. Sabemos que en eso consiste la evolución. En una selección natural de los más aptos. En esa guerra, los mecanismos «intelectualmente» superiores, pero incapacitados para sobrevivir, pues eran demasiado grandes y necesitaban de cantidades considerables de energía, no pudieron enfrentar la competencia de otros menos desarrollados, pero más económicos y más productivos…

— ¡Espere! Dejemos de lado el aspecto fantástico de la teoría. Pero en la lucha de la evolución, ¿no es siempre el ser que dispone del sistema nervioso más desarrollado el que gana la batalla? En este caso hipotético; se trataría, no de un sistema nervioso, sino de un sistema eléctrico, pero el principio sigue siendo el mismo.

— Así es, comandante, pero sólo en el caso de organismos homogéneos, evolucionados naturalmente en un planeta, y no venidos de otros sistemas.

— No entiendo.

— Es muy sencillo: las condiciones bioquímicas para el adecuado funcionamiento de los seres vivos en la Tierra son y fueron siempre prácticamente invariables. En las algas, las amebas, las plantas, los animales inferiores y superiores las células son casi idénticas, tienen el mismo metabolismo, el de las albúminas. Y por eso, por este punto de partida común, lo que usted ha dicho de las máquinas pasa a ser un factor de diferenciación. No el único factor, pero sin lugar a dudas uno de los más importantes. Aquí las cosas sucedieron de otro modo. Los mecanismos más evolucionados que desembarcaron en Regis III obtenían energía de sus propias reservas radiactivas, pero los mecanismos más simples, los pequeños sistemas reparadores por ejemplo, tenían quizá baterías solares: una enorme ventaja con respecto a los impulsados por energía radiactiva.

— Pero los más complejos podían haber despojado a los otros de esas baterías. Bueno ¿pero a qué nos conduce esta controversia? No vale la pena continuar, Lauda.

— Todo lo contrario; el punto es importante. Aquí se inició una evolución inorgánica, de un carácter muy particular, en condiciones excepcionales. Brevemente, he aquí lo que pienso: en esta evolución, hubo dos tipos de sistemas que ganaron la batalla: en primer término, aquellos que más eficazmente lograron miniaturizarse, y en segundo lugar, los que consiguieron fijarse en un sitio. Los primeros fueron las formas embrionarias de las «nubes negras»: pequeñísimos seudoinsectos que en caso de necesidad, y por el bien común, son capaces de unirse en sistemas de un orden superior. En forma de nubes precisamente. Así habrían evolucionado los mecanismos móviles. Los estacionarios, en cambio, dieron nacimiento a una extraña especie de vegetación metálica: las ruinas que hemos llamado «ciudades»… — Entonces, según usted, ¿no serían ciudades?

— No, claro que no. No son ciudades sino colecciones de mecanismos fijos, estructuras inanimadas, capaces de multiplicarse y absorber energía solar. Supongo que esas losetas triangulares…

— Entonces, según usted, ¿esa «ciudad» sigue teniendo una vida vegetativa?

— No. Tengo la impresión no sé por qué, de que esa «ciudad», o para ser más preciso esa «selva de metal», ha sido derrotada en la batalla por la supervivencia y que ahora es sólo chatarra. Una única forma ha sobrevivido: los sistemas móviles, que dominan en todos los continentes.

— ¿Por qué?

— No puedo contestarle. Es posible que en el curso de los tres últimos millones de años el sol de Regis III se haya enfriado más rápidamente que antes, y que esos grandes «organismos» fijos no pudieran absorber la cantidad necesaria de energía. Pero esto no es más que una conjetura.

— Admitamos que esté usted en lo cierto. ¿Supone que algo controla esas «nubes», desde la superficie o en el interior del planeta?

— No creo que haya nada semejante. Quizá los mismos micromecanismos sean ese centro, un «cerebro inorgánico», cuando se unen de cierto modo. En general, puede que sea mejor para ellos vivir como entidades independientes. De ese modo, organizados en enjambres más o menos dispersos, pueden estar expuestos constantemente a la luz del sol, y hasta perseguir a las nubes tormentosas, pues no es imposible que utilicen también la energía de las descargas atmosféricas. Pero en los momentos de peligro o para ser más precisos: cuando los amenaza un cambio brusco, entonces se unen.

— Sin embargo, algo tiene que provocar esa reacción. ¿Y qué pasa, en los períodos de «enjambres», con esa memoria extraordinariamente compleja que recuerda la estructura de todo el conjunto? Un cerebro electrónico es más «inteligente» que sus elementos, Lauda. Una vez desintegrado el cerebro, las unidades serían capaces de reagruparse. Esto implicaría un plano previo del cerebro…

— No necesariamente. Bastaría que cada elemento recordara los elementos a los que se asocia. Supongamos que una unidad entra en contacto con otras seis en determinados planos. Cada una de ellas «sabe» lo que ha de hacer con respecto a las otras seis. De este modo, la cantidad de información contenida en cada. elemento puede ser mínima, y sólo haría falta algo así como un mecanismo disparador, una especie de señal de atención a la que todos responderían ordenándose y reconstituyendo el «cerebro». Pero esto no es más que un esquema bastante burdo, comandante. Quizá el proceso sea mucho más complicado; los elementos son destruidos con frecuencia, pero esta destrucción no afecta la superestructura.

— Perfecto. Pero no podemos entretenernos en este tipo de disquisiciones. ¿Qué conclusiones concretas y útiles extrae usted de esta. hipótesis, Lauda?

— Conclusiones negativas. Millones de años de evolución mecánica y un fenómeno que desconocíamos hasta ahora. Le ruego que piense un momento en el problema fundamental. Las máquinas que conocemos no se sirven a sí mismas; han sido creadas para servir a otros. Desde el punto de vista del hombre, la existencia de un bosque metálico en Regis III es pues un absurdo, tanto como esa nube de hierro. Claro, usted podría decirme que los cactos de los desiertos terrestres son también absurdos. Pero aquí la clave es que se han adaptado para combatir a las criaturas vivas. Me inclino a pensar que sólo mataban al comienzo, cuando aquí, en el continente, había superabundancia de seres vivos; y que luego comprobaron que despilfarraban energía. Recurrieron entonces a otros métodos, como en la catástrofe de El Cóndor, el accidente de Kertelen, y el exterminio del grupo de Regnar.

— ¿Cuáles serían esos métodos?

— No lo sé exactamente. Sólo puedo darle mi opinión: en el caso de Kertelen, la destrucción de casi toda la información contenida en el cerebro de un hombre. Un organismo incapacitado de este modo está condenado a perecer. El método es simple, rápido y económico. Mi conclusión es por desgracia pesimista. Y quizá llamarla pesimista sea poco decir. Nuestra situación es peor que la de ellos, por muchas razones. Ante todo, es más fácil destruir a una criatura viva que a un mecanismo o una instalación técnica.. En segundo lugar, estas micromáquinas han evolucionado combatiendo a la vez contra seres vivos y contra «hermanos' metálicos: los otros autómatas. Han librado, pues, un combate en dos frentes, luchando contra todos los mecanismos de adaptación de los sistemas vivos, y contra todas las manifestaciones de inteligencia mecánica. En el curso de esas luchas, a lo largo de millones de años, han perfeccionado sin duda un método universal de destrucción. Temo que para vencerlos tendríamos que aniquilarlos a todos, lo que es casi imposible.

— ¿Habla usted en serio?

— Sí. Si concentráramos todos nuestros recursos, correríamos el riesgo de destruir el planeta. Y esto no es nuestra misión. La situación es en verdad única en su género, pues intelectualmente nosotros somos superiores. Estos mecanismos no son seres racionales, pero se han adaptado perfectamente a las condiciones del planeta, destruyendo toda muestra de inteligencia, toda posible forma de vida. Son mecanismos inanimados, y lo que para ellos es inofensivo, puede ser mortal para nosotros. — Pero ¿cómo sabe que no son racionales?

— Podría tratar de esquivar esa pregunta, de decir que no lo sé, pero estoy convencido. ¿ Por qué no son racionales? Bueno, si lo fueran ya nos habrían exterminado hace tiempo. Si usted recuerda todos los incidentes con que hemos tropezado en Regis III, se dará cuenta de que actúan sin el menor plan estratégico. Atacan al azar, de vez en cuando.

— Sin embargo, la forma en que cortaron la comunicación entre Regnar y nosotros, y luego el ataque a los dos planeadores…

— Pero es que no han hecho otra cosa durante miles de años. Los autómatas superiores se comunicaban entre ellos por medio de ondas radiales. Imposibilitar este intercambio de informaciones, cortar las transmisiones ha de haber sido uno de los primeros problemas. La solución era obvia: ¿qué mecanismo de interrupción puede ser más perfecto que una nube metálica? ¿Y ahora? ¿Qué podemos hacer? Protegernos y proteger a nuestros autómatas, nuestras máquinas, que nos son imprescindibles; en cambio ellos tienen absoluta libertad de acción. Disponen aquí, en el planeta, de fuentes de energía prácticamente ilimitadas. Pueden reproducirse si nosotros los destruimos en parte; nuestras armas convencionales no pueden dañarlos. No nos queda otro recurso que atacarlos con el mortero antimateria. Pero no podremos aniquilarlos a todos. ¿Observó usted cómo reaccionan si son atacados? Se dispersan sencillamente. Además, los campos de fuerza reducen nuestra capacidad estratégica, mientras que ellos pueden ir en unidades más pequeñas de aquí para allá. Si logramos derrotarlos en un continente, se trasladarán a otro. De todos modos, no hemos venido aquí con el propósito de aniquilarlos. En mi opinión, tendríamos que irnos.

— ¿ Sí?

— Sí. Teniendo como adversarios a los productos de una evolución ajena a la vida y obviamente desprovistos de inteligencia, no podemos plantearnos el problema como venganza, o represalia por la suerte corrida por El Cóndor. Seria lo mismo que querer castigar al océano por haber devorado un navío.

— Los argumentos de. usted serian irrefutables, si las cosas fuesen realmente así — declaró Horpach incorporándose. Apoyó ambas manos en el mapa entrecruzado de líneas rojas y prosiguió —: Pero todo esto, en definitiva, es sólo una hipótesis. Y no podemos volver a la Tierra con una hipótesis. Necesitamos una certeza. No una venganza, sino una certeza. Un diagnóstico exacto. Hechos. Una vez que los hayamos encontrado, una vez que hayamos encerrado en los depósitos de El Invencible ejemplares de esta… esta fauna mecánica volante, si en verdad existe, entonces, evidentemente, ya no tendremos nada que hacer aquí. Y entonces será la base en la Tierra quien decida sobre nuestros próximos pasos. A propósito, nada asegura que esos «insectos» permanezcan en Regis. Bien puede ocurrir que se multipliquen y amenacen la navegación cósmica en esta región de la galaxia.

— Sí, pero no antes de centenares de miles o quizá millones de años. Me temo, comandante, que usted siga pensando que nos enfrentamos a un adversario dotado de razón. Lo que en otro tiempo fue mero instrumento de seres racionales pasó a ser parte de las fuerzas naturales del planeta. La vida ha subsistido en el océano porque la evolución mecánica no llegó al agua, y porque a los organismos acuáticos les estuvo vedada la tierra firme. Esto explicaría la escasa proporción de oxígeno atmosférico, que es un subproducto de la fotosíntesis de las algas y el plancton marino. Y también explicaría el aspecto de los continentes. Son desérticos, pues estos sistemas no construyen nada, no desarrollan ninguna civilización, no tienen nada fuera de ellos mismos, no crean ningún valor. Y también por eso deberíamos tratarlos como fuerzas naturales. Tampoco la naturaleza crea juicios ni valores. Estas estructuras son sencillamente lo que son, y no tienen otra función que esa: sobrevivir.

— ¿Cómo explica usted la destrucción de los planeadores? Estaban protegidos por un campo de fuerza. — Un campo de fuerza puede ser extinguido con otro campo de fuerza. Además, comandante, para aniquilar en una fracción de segundo la memoria de un hombre, habría que envolverle la cabeza con un campo magnético muy poderoso. Todos los medios de que disponemos a bordo no nos bastarían. Se necesitarían transformadores y electroimanes gigantescos…

— ¿Y usted supone que ellos tienen todo eso?

— ¡De ninguna manera! ¡Ellos no tienen nada! No son más que pequeños ladrillos que se combinan de acuerdo con las circunstancias. Reciben una señal: ¡Peligro! Algo ha aparecido, modificando el campo eléctrico, por ejemplo. Inmediatamente, el enjambre volador se instala en el «cerebro-nube» despertando la memoria colectiva: criaturas como esta ya han estado aquí, han actuado de tal y cual manera, y fueron luego destruidas. Y entonces repiten, simplemente, el mismo procedimiento.

— Está bien — dijo Horpach, quien desde hacía un rato ya no escuchaba las explicaciones del biólogo.

— Retrasaré. la partida. Convocaré a una conferencia; preferiría no hacerlo, pues sé que va a degenerar en una de esas habituales discusiones. Sin embargo, no veo otra salida. Dentro de media hora, en la biblioteca principal, doctor Lauda.

— Si logran convencerme de que estoy equivocado, entonces, astronauta, tendrá usted a bordo a un hombre feliz — dijo con voz pausada el biólogo y salió de la cabina tan tranquilamente como había entrado.

Horpach se acercó al intercomunicador de la pared de enfrente y llamó uno por uno a todos los científicos. La reunión mostró en seguida que la mayoría de los expertos compartían las suposiciones de Lauda, aunque nadie se había atrevido a formularlas en términos tan categóricos. Las discusiones giraron en torno de un solo problema: saber si la «nube» estaba o no dotada de razón. Los cibernetistas tendían en general a considerarla como un sistema pensante, capaz de planeamientos estratégicos. Lauda fue objeto de violentos ataques. Horpach se dio cuenta de que la virulencia de esos ataques se debía menos a la hipótesis del biólogo que al hecho de que en lugar de discutirla con sus colegas la hubiese presentado directamente al comandante. Aunque tenían excelentes relaciones con el resto de la tripulación, los científicos no dejaban de constituir un «estado dentro del estado», y respetaban un código tácito.

Kronotos, el cibernetista jefe, preguntó en qué forma, según Lauda, la «nube» desprovista de inteligencia había aprendido a atacar a los hombres.

— Es muy sencillo — repuso el biólogo —. No ha hecho otra cosa a lo largo de millones de años. Pienso en la lucha contra los habitantes nativos de Regis III. Eran animales con un sistema nervioso central. Aprendieron a atacarlos exactamente como un insecto terrestre ataca a una presa, con la precisión de una avispa que inyecta veneno en el sistema nervioso de un saltamontes o un abejorro. No se requiere inteligencia para ello, sólo instinto.

— ¿Y cómo aprendieron a atacar a los planeadores? Antes no habían visto máquinas aéreas.

— ¿Cómo podemos estar seguros, estimado colega? Ya he dicho que en tiempos remotos combatieron en dos frentes. Contra los habitantes de Regis, tanto los orgánicos como los. inorgánicos, es decir los otros autómatas. Y esos autómatas, forzosamente, se defendían y atacaban recurriendo a todos los medios.

— Pero si no había entre ellos robots volantes…

— Entiendo lo que quiere decir el doctor Lauda — terció Saurahan, el cibernetista adjunto —. Esos grandes autómatas, esos macroautómatas se ayudaban unos a otros comunicándose entre ellos, y era más fácil destruirlos si se los aislaba, bloqueando las transmisiones.

— No importa que la conducta de la «nube» pueda explicarse o no como actividad consciente — respondió Kronotos —; no estamos obligados a recurrir a la «navaja de Occam». No nos interesa por el momento una hipótesis que lo explique todo con los recursos más económicos; lo que necesitamos es una hipótesis que nos permita actuar con el máximo de seguridad. Vale más suponer que la «nube» es inteligente, pues en ese caso seremos más precavidos. Si, al contrario, admitiésemos con Lauda que la nube no es inteligente, podríamos tener que pagar un precio terrible. No estoy hablando como teórico sino ante todo como estratega.

— No sé a quién 'quiere convencer, si a la nube o a mí — respondió Lauda tranquilamente —. No me opongo a la cautela, pero la nube tiene la inteligencia de un insecto, o mejor dicho, la inteligencia de un hormiguero. Si fuese de otra manera, ya habríamos muerto todos.

— ¿Qué pruebas tiene?

— No hemos sido el primer adversario humano; les recuerdo que antes que nosotros llegó aquí El Cóndor. Y bien, para penetrar en el interior del campo de fuerza, a esas «moscas» microscópicas les habría bastado con enterrarse en la arena. Conocen el campo de fuerza de El Cóndor y hubieran podido, por lo tanto, aprender ese método de ataque. Sin embargo, no han hecho nada parecido. Esto quiere decir que la «nube» no es capaz de pensar, y que actúa como por instinto.

Kronotos no quería darse por vencido, pero Horpach intervino y propuso postergar la discusión. Pidió que se hicieran proposiciones concretas, basadas en lo que se habla dicho. Nygren preguntó si sería posible proteger a los hombres con cascos metálicos, aislándolos del campo magnético. Los físicos opinaron que sería inútil, pues un campo muy intenso crearía en el metal corrientes que calentarían los cascos a una temperatura tan elevada que los hombres terminarían por quitárselos.

Había caído la noche. Horpach hablaba, en un rincón de la sala, con Lauda y los médicos. Los cibernetistas formaban un grupo aparte.

— Es curioso, a pesar de todo, que criaturas dotadas de una inteligencia superior, como los macroautómatas, no hayan llevado las de ganar — observó uno de ellos —. Sería una excepción a la norma; la evolución avanza hacia la complejidad, el perfeccionamiento de la homeóstasis… un mejor empleo de la información.

— No fue posible, precisamente porque esos autómatas eran desde el comienzo muy desarrollados y complejos — respondió Saurahan —. No olviden que se trataba de máquinas especializadas, destinadas a ayudar a los constructores, los lirianos. Y cuando éstos desaparecieron, se encontraron como impedidas; como un cuerpo sin cabeza. En cambio, las formas que dieron nacimiento a las «moscas» de hoy (no afirmo de ninguna manera que éstas existiesen ya entonces, pienso que no, que han de haber aparecido más tarde), esas formas, repito, eran relativamente elementales y por esa razón podían evolucionar de muchos modos.

— Quizá haya incluso un factor más importante — agregó el doctor Sax, que acababa de llegar —. Los mecanismos nunca muestran esa tendencia a la autorreparación que poseen los animales: un tejido vivo se regenera por sus propios medios. Un macroautómata, aun cuando pueda reparar a otros, necesita herramientas, y todo un equipo de máquinas. Bastaría quitarle esas herramientas para inutilizarlo. Se convertiría en una presa casi inerme para las criaturas volantes, mucho menos expuestas al deterioro.

— Es extraordinariamente interesante — dijo de pronto Saurahan —. Parece que la construcción de autómatas tendría que ser distinta de la actual. Habría que comenzar con pequeñas piezas elementales, seudocélulas, que podrían intercambiarse.

— No es una idea tan novedosa — observó Sax, con una sonrisa —. La evolución de las formas vivas se produce de esta manera, y no por puro azar. En la nube misma los elementos son intercambiables. Es un problema de material: un macroautómata averiado necesita piezas de repuesto que sólo una industria altamente desarrollada puede producir; en cambio un sistema de cristales, o de otros elementos simples, puede ser destruido sin graves perjuicios, pues será inmediatamente reemplazado por miles de millones de sistemas análogos.

Viendo que no podía esperar mucha ayuda, Horpach dejó' la biblioteca. Los científicos estaban tan enfrascados en la discusión que ni siquiera lo notaron.

El astronauta se encaminó a la cabina de comando. Quería comunicar al equipo de Rohan la hipótesis de la «evolución inorgánica». Era ya noche cerrada cuando El Invencible consiguió establecer contacto con el supercóptero que se encontraba en el cráter. Fue Gaarb quien recibió el mensaje.

— No me quedan más que siete hombres — dijo —, y dos de ellos son los médicos que atienden a los enfermos. Todos duermen en este momento, con excepción del radiooperador que está aquí, a mi lado. Pero Rohan no ha regresado todavía.

— ¿Todavía no ha vuelto? ¿A qué hora partió?

— A eso de las seis de la tarde. Se llevó seis máquinas y a todos los demás hombres. Quedó convenido en que volverían a la puesta del sol. Eso fue hace diez minutos.

— ¿Y están en contacto?

— La comunicación se interrumpió hace una hora.

— ¡Gaarb! ¿Por qué no me informó en seguida? — Rohan me previno que la comunicación quedaría interrumpida un tiempo, pues iban a internarse en una de esas profundas gargantas, usted sabe. comandante… las paredes están cubiertas por esa maldita inmundicia metálica; y los ecos impiden escuchar las señales.

— Haga el favor de informarme en cuanto regrese. Rohan tendrá que dar cuenta de esta negligencia. Corremos el riesgo de perder a esos hombres.

El astronauta no había terminado de hablar cuando fue interrumpido por una exclamación de Gaarb:

— ¡Aquí llegan, comandante! Veo las luces, están subiendo la pendiente, ahí está Rohan. Uno, dos.. no, veo un solo vehículo… dentro de un momento podré informarle.

— Espero.

Gaarb vio las luces de los reflectores que recorrían el suelo, iluminando un instante el campamento, para desaparecer luego en algún repliegue. Tomó un lanzacohetes, y disparó dos veces. El efecto fue inmediato. Todos los hombres dormidos saltaron de las literas y corrieron a sus puestos. El. vehículo describió una curva y el radiooperador que montaba guardia en la cabina de comando abrió un pasaje en el campo de fuerza. El vehículo oruga, cubierto de polvo, se internó entre los semáforos azules y se detuvo frente a la duna donde estaba posado el supercóptero. Horrorizado, Gaarb reconoció el vehículo: era el pequeño anfibio de patrullaje de tres plazas, la unidad de comunicaciones. Junto con todos los otros hombres, se adelantó corriendo. Antes que la máquina se detuviese, un hombre saltó a tierra. El traje protector le colgaba en jirones. Tenía el rostro tan cubierto de costras de barro y sangre que Gaarb no lo reconoció hasta que lo oyó hablar.

— Gaarb — gimió Rohan, apoyándose en el hombro del científico.

Todos se acercaron a sostenerlo, preguntándole a gritos

— ¿Qué pasó? ¿Dónde están los demás?

— No… no queda… nadie… — logró articular Rohan antes de caer desmayado en los brazos de los otros.

A medianoche, los médicos consiguieron reanimarlo. Acostado bajo el tejado de aluminio de la barraca, en una carpa de oxígeno, Rohan narró lo que media hora más tarde Gaarb transmitiría a El Invencible.

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