Como a la mayoría de las niñas, a Billie le encantaba disfrazarse de mayor cuando era pequeña, así que ahora no iba a dejar pasar la oportunidad de arreglarse para una cena en el palacio de un rey acompañado de su real familia. Además, una de las ventajas de su trabajo era que cada dos años asistía a la Feria Aérea de París, lo que significaba que después de admirar los últimos avances tecnológicos para aviones con sus hermanos, ella se iba de compras a las boutiques más elegantes de la capital francesa.
Ahora se había puesto una de sus adquisiciones más exquisitas, un vestido de noche violeta oscuro que caía elegantemente hasta el suelo. Con unos pasadores se había recogido el pelo hacia atrás, dejando que la melena rubia y ligeramente ondulada cayera en cascada sobre su espalda. En los pies, unas sandalias plateadas de tiras de tacones altísimos la hacían sentirse como una diosa amazona.
– ¿Qué te parece? -preguntó a Muffin, enseñándole dos pendientes diferentes -. Éstos cuelgan más, pero éstos brillan.
Muffin ladró.
– Opino exactamente lo mismo. El brillo es mejor -dijo, y se puso los pendientes más pequeños de circonitas.
Se echó unas gotas de perfume y, satisfecha con el resultado, metió una bolsa de plástico en el bolso y prometió a Muffin traerle alguna exquisitez.
Lo difícil sería trasladar la carne o lo que fuera del plato a su bolsito, pero lo había hecho cientos de veces y casi nunca la habían pillado.
– Bien, pórtate bien. No volveré tarde.
Billie puso el reproductor de DVD en marcha y se dirigió a la puerta.
Al salir al pasillo del hermoso palacio rosa, tuvo la sensación por primera vez de ser casi una princesa.
– Mucho mejor que un disfraz de Halloween – murmuró, echando a andar hacia el ascensor.
Mientras esperaba, oyó una puerta que se cerraba y el sonido de pasos. Segundos más tarde, Jefri caminaba hacia ella.
– Buenas noches -dijo él, impresionante en su esmoquin negro.
Billie suspiró para sus adentros. No se había equivocado. Una cena familiar en círculos reales no significaba que se pudiera asistir en pantalones vaqueros.
Cuando Jefri se detuvo junto a ella, hizo un esfuerzo para no desvanecerse. Casi todos los hombres estaban bien en esmoquin, pero si uno ya era guapo de por sí la diferencia era espectacular. Y Jefri no era una excepción. El pelo negro cepillado hacia atrás marcaba aún más sus angulosas acciones, y el cuello blanco y los puños de la camisa resaltaban el bronceado de su piel.
Por su parte, Billie evitaba el sol en la medida de lo posible. Más que broncearse se quemaba, y no quería llegar a los cincuenta con una piel con aspecto de cuero curtido.
Ser consciente de lo blanca que era ella y lo moreno que era él la hizo estremecer. Y también imaginar a los dos desnudos y entrelazados en una cama, como actores de una película porno.
– Hola -dijo ella, moviendo los dedos-. Estás muy elegante.
Jefri le tomó la mano y se la llevó a los labios. Le besó los nudillos.
– Estás preciosa -dijo él-. La hermosura de mi país palidece comparada con tu belleza.
Sí, claro. Una frase hecha propia de un príncipe. Un poco anticuada, quizá, pero que funcionó. Billie sintió las rodillas de mantequilla y el corazón desbocado.
Las puertas del ascensor se abrieron y Jefri le puso la mano en la espalda para hacerla entrar. El pulgar y el índice cayeron sobre su piel desnuda. Y a ella se le puso la carne de gallina.
– Veo que has dejado a Muffin en la habitación – dijo él.
– Me ha parecido lo mejor. Siempre tengo remordimientos cuando salgo a divertirme sin ella, pero la he dejado viendo una película.
Jefri pulsó el botón de la segunda planta.
– ¿Perdona? -No podía haber oído bien -. ¿Tu perra está viendo una película?
– Sí. Y debo decir que la colección de DVD's que tienes es fantástica. Me ha costado mucho decidir, la verdad, pero al final le he puesto Una rubia muy legal 2 porque le encanta Brusier. Es el perro de la película.
Jefri no dejó de mirarla a la cara ni un momento, pero parpadeó.
– No lo entiendo. Eres la misma mujer que pilota un reactor de caza mejor que nadie -dijo, como si fueran cosas incompatibles.
Las puertas se abrieron y los dos salieron al pasillo.
– Sí, ésa soy yo.
– ¿Y le has puesto una película a tu perra?
– No veo qué relación hay entre las dos cosas.
– Yo tampoco. Por aquí.
Jefri la llevó por un largo pasillo, a cuyos lados había un gran número de puertas y habitaciones.
– Me han dicho que tu hermano no podrá venir esta noche -dijo Jefri.
– Ha llegado el resto del equipo y quería supervisarlo todo. Si quieres mi opinión, no le apetece arreglarse para la cena. Él se lo pierde. Estoy segura de que la comida será exquisita.
– Espero que todo esté a tu gusto.
La voz masculina fue una caricia en su piel, y Billie se sintió rara, inestable. Tenía que controlarse. Con los tacones que llevaba, un paso en falso sería fatídico.
Al final del pasillo giraron a la izquierda y entraron en lo que debía de ser el pequeño comedor informal para las informales cenas familiares. Para ella, era como cenar en las zonas acordonadas del Museo Británico.
En el centro de salón había una inmensa mesa. A juzgar por el número de sillas pegadas a las paredes, allí cabían al menos treinta personas. Dos estatuas antiguas flanqueaban un gran tapiz que mostraban la escena de una mujer joven en una barca. A juzgar por el vestido, la escena debía de pertenecer al siglo XVII.
Tres lámparas de araña iluminaban la mesa, pero en lugar de bombillas tenían velas. A un lado, en una mesa auxiliar, había un cubo de hielo con champán y varias botellas sin abrir de distintos vinos tintos y blancos, así como varias botellas de licor. Dos hombres con sendas bandejas de canapés esperaban en la entrada, y no había ni un gato a la vista.
– Es increíble -dijo Billie.
– Me alegro de que te guste. ¿Champán?
– De acuerdo. Mañana no vuelo hasta última hora de la mañana.
Jefri abrió la botella y sirvió dos copas.
– Por nuevas aventuras -dijo, brindando con su copa-, y los que las comparten.
Billie pensó que no era el momento para su habitual «de un trago», y sonrió antes de beber un sor-bito.
Un hombre alto que Billie no conocía entró en el salón. A juzgar por su atractivo físico y regio porte, Billie imaginó que sería otro de los príncipes de la familia.
«Bingo», se dijo cuando Jefri se lo presentó.
– Mi hermano mayor, el príncipe heredero Murat.
Billie tenía el bolso en una mano y la copa de champán en la otra. Durante un segundo horrible, pensó que quizá tenía que agacharse o hacer una reverencia. No sabía qué se esperaba de ella. Pero entonces Murat se inclinó hacia ella y le dio un suave beso en la mejilla.
– Bienvenida, señorita Van Horn. Mi hermano se ha quejado largo y tendido sobre su dominio de los cielos pero no ha dicho nada de su excepcional belleza.
Cualquiera habría imaginado que el beso del atractivo príncipe heredero que algún día se sentaría en el trono del reino tendría algún efecto en ella. Sin embargo no fue así. Ni se le aceleró el corazón ni le temblaron las rodillas. La reacción era exclusivamente con Jefri, así que no podía ser sólo por el rollo del príncipe guapo, rico y con palacio. Billie decidió archivar la información para analizarla más tarde.
– A los hombres no suele gustarles que les gane una mujer-dijo ella, con una sonrisa-. Es una cuestión de vanidad. No me lo tomo a título personal.
– Billie está convencida de que nunca le ganaré. Pero pronto le demostraré lo contrario.
Murat miró de uno a otro.
– No la veo muy preocupada, hermano. Será mejor que te conformes con superarla en otras cosas.
En ese momento el rey entró en el comedor junto a una mujer embarazada y lo que Billie tomó por otro guapo príncipe de la familia.
– Quizá mi hermano tenga razón y deba buscar otro tipo de victorias contigo -le susurró Jefri al oído.
Sus palabras, combinadas con el cálido aliento en la nuca, la estremeció.
– Venid, os presentaré a nuestro último tesoro -dijo el rey, llevando a la pareja hacia ellos-. Billie, mi hijo Reyhan y su bella esposa Emma.
Ahora Billie tenía el asunto del bolso y la copa de champán bajo control. Tenía el bolso sujeto bajo el brazo, por lo que ahora pudo estrechar sin problema la mano de los dos recién llegados.
– Bienvenida -dijo Reyhan.
– ¿De verdad eres piloto de caza? -preguntó Emma.
– Allá arriba no hay quien la supere -comentó Jefri, respondiendo por ella.
– Increíble- Emma sonrió-. Te había imaginado más… masculina. Pero podrías ser actriz de Hollywood o cantante de pop.
Billie sonrió.
– Gracias. Sólo soy una chica normal y corriente. Durante un tiempo intenté imitar a mis hermanos, pero nunca me gustó y al final decidí cambiar las botas de militar por los tacones.
– Es fácil de imaginar -le susurró Jefri al oído.
Murat volvió con un whisky para su hermano y lo que parecía un vaso de agua con gas para Emma.
– ¿Qué te parece Billie? -preguntó a su hermano-. ¿Verdad que es intrigante?
Jefri dio un paso y se puso entre Billie y Murat.
– Es mi invitada.
Billie sintió un ligero escalofrío. ¿Acaso estaba advirtiendo a su hermano que la consideraba suya? ¿Acaso la veía como algo más que una instructora de vuelo?
Un momento después entró otra pareja, una de las princesas acompañada por una joven rubia que cuando vio a Billie soltó un gritito.
– Eres estadounidense. Sí. Podemos estar juntas mientras estés aquí. Yo me llamo Cleo. De las cuatro mujeres de la familia, soy la única que vive en palacio -explicó, y dio un codazo a Emma-. Tú no estás nunca, ni tampoco Zara y Sabrina.
El acompañante de Cleo, el príncipe Sadik, suspiró.
– Me temo que has confundido y asustado a nuestra invitada.
– ¿Te he asustado? -preguntó Cleo.
Billie se echó a reír.
– No, sólo confundido. ¿Qué mujeres? ¿Quiénes son Zara y Sabrina?
– Será mejor que pasemos a la mesa y lo aclaremos todo -dijo el rey-. Billie, tú puedes sentarte a mi lado.
Y así fue como Billie se encontró junto al rey de Bahania y rodeada de príncipes y princesas.
– Bien, a ver si lo he entendido -dijo, mientras tomaba la sopa-. Sabrina y Zara son princesas por nacimiento.
El rey asintió.
– Pero Zara no supo que era su hija hasta el año pasado. Y Cleo y Emma son estadounidenses casadas con sus hijos.
– Así es.
– Muy complicado -dijo ella, mientras metía discretamente una loncha de carne en la bolsa.
– Pronto aprenderás quién es cada uno -dijo el rey-. Sólo tienes que recordar que mis hijos sienten debilidad por las mujeres estadounidenses.
– Muy interesante.
Billie miró a Jefri, preguntándose si él también entraba en ese mismo grupo.
– He conocido a uno de tus hermanos -dijo el rey-. ¿Cuántos tienes?
– Tres. Yo soy la única chica, y la pequeña.
– Igual que Sabrina -dijo Cleo -. A la pobre sus hermanos le han hecho la vida imposible. ¿Y a ti?
– Mi madre siempre decía que daban muchísimo trabajo.
– ¿Qué opina ella de tu trabajo? -preguntó Jefri.
– Murió cuando yo tenía once años. No sé si le gustaría la vida que llevo, pero sí sé que quería verme feliz.
– ¿Tu padre volvió a casarse? -preguntó el rey.
Billie sacudió negativamente la cabeza.
– Viajamos mucho por motivos de trabajo. De niña yo me quedaba en casa con mi madre, pero cuando ésta murió empecé a viajar con ellos por todo el mundo. Por suerte, eso me procuró una educación de lo más ecléctica.
Y también no tener raíces ni un hogar propiamente dicho.
Si le hubieran preguntado, Billie habría tenido que decir que la familia real no era en absoluto aburrida ni estirada ni arrogante, sino todo lo contrario. Después del completo interrogatorio al que fue sometida, el resto de la velada pasó entre risas, conversaciones y bromas, al igual que en la mayoría de las familias. Cierto que la cubertería era de oro, pero el resto de la cena había sido sorprendentemente normal.
Más tarde, probablemente por el exceso de champán, los nuevos aposentos o una velada perdida en la oscura mirada de Jefri, Billie no podía dormir. Dejó a Muffin roncando suavemente y, poniéndose una bata, salió al salón y abrió la puerta que daba a la terraza. Salió al exterior y se apoyó en la barandilla.
La luna brillaba en el cielo y lanzaba rayos de luz sobre las aguas tranquilas del mar. En el aire flotaban olores y fragancias que le eran desconocidos, pero que siempre le recordarían a Bahania.
– La buena vida-dijo con una sonrisa, apoyándose en la barandilla y contemplando los jardines-. No creo que nada pueda superar esto.
Retazos de sombras aparecían y desaparecían entre los arbustos. «Los gatos», pensó. Sin duda de caza en oscuridad de la noche. ¿Por qué los consideraban aceptables como mascotas? No eran más que fríos asesinos.
– ¿Qué te tiene tan preocupada? -dijo Jefri, saliendo de la oscuridad y apoyándose junto a ella en la barandilla.
La repentina presencia masculina la sobresaltó. Fugazmente recordó que iba en camisón, aunque se dijo que en el traje de noche que había lucido en la cena había enseñado mucho más.
– Los gatos -dijo ella, señalando hacia los jardines.
Jefri se echó a reír.
– Te protegeré de todo el que intente atacarte – dijo, y miró su alrededor-. ¿Dónde está Muffin?
– Durmiendo.
– Bien.
La rozó ligeramente con el hombro.
– ¿Te ha gustado la velada con nosotros? -preguntó.
– Mucho -respondió ella.
Lo miró. Jefri llevaba los mismos pantalones de tela y la camisa blanca de la cena, pero se había quitado la chaqueta y la corbata, y llevaba la camisa remangada.
– Nunca había cenado con una familia real-dijo ella-. Pensé que iba a sentirme más fuera de lugar, pero todos han sido muy agradables conmigo.
– ¿No te han parecido demasiadas preguntas?
– En absoluto. Todos parecían genuinamente interesados.
– ¿Somos como las demás familias?
– Excepto por lo de principesca.
– ¿Así que te ha impresionado?
Ella sonrió.
– No exactamente.
Él arqueó las cejas.
– ¿Por qué no?
– Venga. Cuando sabes que puedes derrotar a cualquiera a los mandos de un reactor a ochocientos kilómetros por hora, el dinero y los títulos impresionan menos.
– Bien dicho. Sin embargo, yo podría impresionarte en otros sentidos.
Oh, sí, ésa era una posibilidad muy real, pensó Billie. Sin dudar del resultado.
– Sólo soy parte del servicio -dijo ella, tratando de hablar con naturalidad -. Dentro de unos meses me habré ido y tú serás también el rey de los cielos.
– ¿Te gusta ese aspecto de tu trabajo? ¿Ir de un lugar a otro? -preguntó él.
– A veces -dijo ella, recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja-. Me gusta conocer el mundo, pero a veces no me importaría tener una base de operaciones permanente. El problema es que todavía tengo que encontrar la manera de combinar un hogar con un trabajo que me encanta.
– Volar.
– Exacto.
– ¿Cómo aprendiste a pilotar? -preguntó él.
– Mi padre siempre me llevaba con él. A los diez años ya sabía pilotar aviones pequeños. Mi madre intentaba retenerme en casa, pero cuando murió me uní definitivamente al equipo. No tardé en pilotar reactores -se volvió hacia él y sonrió-. Tener una minifuerza aérea en la familia ayuda. ¿Y tú?
– Siempre me ha encantado volar. Mi padre me permitió aprender cuando tenía doce años. Entonces seguro que pensó que se me pasaría.
– Pero no se te pasó.
– No. Cuanto más volaba, más me gustaba. Me hubiera gustado alistarme en el ejército aéreo, pero en Bahania no teníamos fuerza aérea y ningún país me dejaba entrenar con ellos. No querían la responsabilidad del hijo de un rey.
– Oh. No pensé que discriminaran contra la realeza.
– Te sorprendería.
– Puede, pero no esperes que sienta lástima por ti.
– No lo espero -dijo ella, y se volvió a mirarla-. No has llevado una vida muy tradicional.
– Lo sé. Y me alegro por lo que he vivido, pero no ha sido gratis. Dentro de unos años cumpliré los treinta. Me gustaría casarme y tener hijos, pero no he conocido a ningún hombre que esté interesado en mí.
Él frunció el ceño.
– ¿A qué te refieres?
– Es por lo de cargármelos en el aire. A la mayoría de los hombres no les gusta, y lo compensan de una de dos maneras. O bien se ponen agresivos conmigo, o me ignoran. Nadie me mira nunca como si fuera una mujer.
Sólo Jefri, pensó ella. Lástima que fuera un príncipe.
– Creo que no te entiendo.
– Lo entiendas o no, ésa es la verdad. Los hombres con los que trabajo no me ven como mujer.
– Quizá no estén dispuestos a enfrentarse a tus hermanos.
Billie lo miró sin comprender.
– ¿Perdona?
– Tus hermanos. Doyle me lo ha dejado muy claro esta tarde. En sus propias palabras, tú eres fruta prohibida.
Billie oyó las palabras, pero no podía creerlas.
– ¿Eso te ha dicho?
– Textualmente.
– Cómo… Yo… Lo… -Billie apretó los labios, mientras trataba de pensar con claridad-. Ese cerdo traidor y manipulador -murmuró.
¿Podría ser que sus hermanos fueran los culpables de que nunca la invitara nadie a cenar o al cine?
– Qué típico de ellos -dijo, furiosa, con los dientes apretados.
Por eso no había tenido una cita en años. ¿Cuántos hombres querrían salir con ella sabiendo que después tenían que aguantar la ira de sus hermanos?
– Me lo van a pagar muy caro.
– Preferiría que no los hicieras sufrir demasiado.
– ¿Por qué?
– Porque han alejado a otros hombres de ti.
– ¿Ah, sí? Ya me dirás qué tiene eso de bueno.
– Que sigues estando libre para mí.
Billie apenas tuvo tiempo para procesar la frase porque mientras Jefri hablaba, la rodeó con los brazos y llevó la boca a la suya.
La besó con una mezcla de ternura y pasión, y la ira de Billie se desvaneció y fue sustituida por el deseo.
Suspiró y se apretó contra él, apoyando los brazos en sus hombros y aspirando su fragancia. Olía a coñac, a noche y a misterio. Jefri la pegó a él hasta que sus cuerpos se tocaron tan íntimamente como sus bocas.
Instintivamente, Billie echó la cabeza hacia atrás, dándole mejor acceso a su boca. El respondió acariciándole el labio inferior con la lengua y ella entreabrió los labios. Pero en lugar de intensificar el beso, Jefri la besó en la mejilla, y después la mandíbula. Cuando llegó a la piel sensible junto al lóbulo de la oreja, la lamió, haciéndola estremecer. Después, mordisqueó el lóbulo ligeramente con los dientes.
Llamas de pasión recorrieron el cuerpo femenino. Los senos se hincharon y los pezones se endurecieron. La ropa la molestaba, y al sentir el calor entre las piernas, quiso frotarse contra él. Y acariciarlo.
Jefri volvió a su boca. Ella volvió a abrir los labios, pero él continuó con el beso casto, apenas sin tocarla, enloqueciéndola.
Por fin, cuando Billie estaba al borde de la histeria, él deslizó la lengua en su boca y la acarició.
Sí, pensó ella, rindiéndose a la exquisita sensación y deseando que el beso no terminara nunca.
Pero terminó cuando él se echó hacia atrás, se separó de ella y la miró.
– Eres una mujer de muchas sorpresas -dijo él, acariciándole la mejilla.
– Lo mismo puedo decir de ti. No lo de mujer- añadió, sintiéndose un poco tonta -. Eres un hombre de muchas sorpresas.
– Gracias.
Jefri le acarició la boca con el pulgar
– Espero con impaciencia lo que nos deparará mañana -dijo él -. Que duermas bien.
– Buenas noches.
Billie esperó a verlo desaparecer en la oscuridad antes de regresar a su habitación. ¿Que durmiera bien? ¿Con el cuerpo en llamas y un torbellino en la mente? Entre el beso y lo que le había dicho de su hermano, no estaba segura de poder volver a conciliar el sueño jamás. Lo que no estaba mal. Así podría pasar la noche preparando la venganza contra los hermanos Van Horn.