Capítulo 7

Aunque Billie tenía que admitir que Jefri la abrazaba como si fuera un objeto delicado, no creía que fuera por su pasado. En los brazos posesivos y en la intensidad del beso había también mucha pasión.

Mientras le acariciaba la espalda con los brazos y le tomaba la boca, ella deseó relajarse contra él y dejarse llevar. Quería decirle que le acariciara no sólo la espalda, y que quizá podrían hacer algo más que besarse.

Hacía mucho tiempo que no había deseado a ningún hombre como lo deseaba a él.

Jefri ladeó la cabeza e intensificó el beso. Cuanto más la acariciaba, más la deseaba. Deseaba explorar las curvas sinuosas de su cuerpo y darle placer de mil maneras diferentes. Hundió los dedos en la rubia y larga melena rizada e imaginó a Billie besándole el pecho desnudo y rozándole el torso con el pelo. Cuando ella le rodeó el cuello con los brazos y pegó los senos contra él, deseó tomarlos en la palma de las manos y después saborear los pezones duros y erectos.

Su propia erección empezaba a ser dolorosa, pero sin embargo no hizo más que besarla, a pesar de la clara invitación de Billie, pidiéndole más.

Para empezar, no estaba seguro de que su hermano no apareciera de un momento a otro. Y por otro, quería asegurarse de que Billie estaba completamente recuperada de la experiencia sufrida. Si todavía quedaban cicatrices y heridas, quería respetar sus límites.

Sin embargo, era muy difícil resistirse a ella cuando la sintió jadear en su boca.

– Eres una tentación -dijo él, echándose hacia atrás y mirándola a los ojos-. Difícil de resistir.

– Lo mismo puedo decir de ti.

– Entonces nos controlaremos juntos -dijo él, sonriendo.

– ¿Es necesario? -preguntó ella, con una mueca.

– De momento.

– ¿Eso es una provocación o una promesa?

– ¿Cuál de las dos quieres que sea?

Billie le tomó la mano y la puso sobre su seno. La curva del pecho le hizo arder hasta el alma y disparó su erección. Le acarició el pezón con el pulgar y los dos contuvieron el aliento.

Jefri fue hacia ella a la vez que ella se inclinaba hacia él. Él empujó la mesa de centro y los dos cayeron al suelo abrazados y empujados por un intenso deseo. Billie se tendió de espaldas y él se apoyó en un codo, sobre ella. Cuando Jefri deslizó la mano bajo la camiseta, ella sonrió.

Un fuerte golpe en la puerta los interrumpió.

Jefri contuvo una maldición.

– Supongo que será tu hermano -dijo-. Tenía la sensación de que vendría a verte.

– ¿Qué? -dijo ella, incorporándose-. Dime que no es verdad.

Un nuevo golpe resonó en el salón.

– Billie, soy Doyle. Vengo a ver qué tal estás.

– Estoy bien. Vete.

– No. Déjame entrar.

Jefri se levantó y tiró de Billie para ponerla en pie.

– Le diré que se vaya -dijo ella.

Jefri sacudió la cabeza.

– Te veré mañana.

– Pero…

Jefri le tomó la mano y le besó los dedos.

– Pronto -prometió él, y salió por la puerta de la terraza.

Billie lo vio marchar y sintió ganas de tirarle la mesa de café a la cabeza. Entendía sus motivos, pero su reacción no le hizo ninguna gracia.

Después de arreglarse la camiseta y el resto de la ropa, fue a la puerta y la abrió.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

Doyle estaba apoyado en el marco de la puerta.

– Verte. La cena ha sido fantástica. Deberías haberte quedado.

– Tú me has echado -dijo ella, furiosa, yendo al centro del salón y cruzando los brazos-. Déjame en paz. Te lo digo en serio.

Doyle entró en la habitación, y se detuvo a medio metro de ella.

– No puedo evitar preocuparme.

– Te lo agradezco, pero ya soy mayorcita, y no sería la primera vez que me acuesto con un hombre.

Tampoco había habido muchas, pero su hermano no tenía que saberlo.

Doyle puso una cara como si lo hubiera abofeteado.

– Dios mío, Billie, no me digas eso.

– ¿Por qué no? ¿No haces esto para proteger mi virtud? ¿No crees que el príncipe tiene muchas mujeres a su disposición? No creo que necesite forzar a ninguna.

Desde luego no a ella, pensó Billie. Estaba más que dispuesta a perderse en sus brazos. Y a juzgar por los besos, seguro que acostarse con él sería espectacular e inolvidable.

– No me preocupa tanto que te fuerce como que te rompa el corazón. Pertenecéis a mundos diferentes.

– Me niego a aceptar lecciones románticas de un hombre que nunca ha tenido una relación seria con ninguna mujer.

Doyle sonrió.

– Corro demasiado para que me pillen.

– Me imagino que la razón es más profunda, pero estoy demasiado cansada para pensarlo ahora. Éste es el trato: seguiré viendo a Jefri mientras los dos estemos interesados, y si continúas espiándome dejaré la empresa y buscaré trabajo en otro sitio.

Los ojos azules de Doyle, del mismo color que los de su hermana, la estudiaron brevemente.

– No hablas en broma, ¿verdad?

– No. Ya es bastante horrible ser la única chica de la familia, pero no permitiré que me trates como a una idiota.

– Esta bien -dijo su hermano, hundiendo los hombros-. Tú ganas. No volveré a seguirte. Te lo prometo.

Doyle era un hombre que siempre cumplía sus promesas, y Billie decidió creerlo.

– Bien, así no tendré que matarte.

Su hermano sonrió, y después sus ojos se dirigieron hacia la mesa de café.

– Qué buena pinta. ¿Me invitas?

– ¿No has cenado en el restaurante?

– Sí, pero ya sabes que siempre tengo sitio para más.


– A la izquierda -dijo Billie, al micrófono-. Después gira. Así, así. Ya te tengo, mutante cabezota.

Oyó la risa a través del auricular.

– Me temo que tanta intensidad tiene que ver con vengarte de tu hermano por lo de hace dos noches.

Como siempre, la agradable voz de Jefri le produjo un suave cosquilleo.

– En parte, sí -reconoció ella, sin apartar la vista del panel de instrumentos donde se marcaba la ruta de los cuatro aviones-. Lo tenemos. Está en las dos miras. Se va a quedar a cuadros.

– Cuando quieras -dijo Jefri.

Segundos más tarde, oyó la maldición de Doyle.

– ¡Billie, maldita seas! ¡Lo has hecho a propósito!

– A Doyle le ha ganado una chica -recitó ella, como una cancioncita infantil -. A Doyle le ha ganado una chica.

El avión desapareció al instante del radar. Segundos más tarde, la puerta del simulador se abrió y la cabeza de su hermano se asomó.

– ¡No vuelvas a decirme eso! -le dijo, esforzándose por parecer furioso.

A Billie no lo impresionó. Al revés, le sacó la lengua.

– Te he derribado en veintisiete segundos. Ridículo, ¿a que sí?

Doyle masculló algo entre dientes y salió.

– Tendré que tener mucho cuidado de no enfadarte mucho -le dijo Jefri a Billie, desde la puer¬ta-. Lo tuyo no es perdonar a tus enemigos.

– A mis hermanos desde luego que no. Me lo van a pagar con creces, por cretinos y entrometidos -respondió ella-. Bueno, esta mañana nos ha ido muy bien.

– Cierto -dijo él-, y he comprobado que prefiero volar contigo que contra ti.

– Muy inteligente por tu parte -sonrió ella.

– He pensado que podemos volver a cenar esta noche. ¿Estás libre?

Estaba tan libre y tan dispuesta que se lo hubiera suplicado de rodillas.

– Puedo intentarlo -dijo, con un guiño.

– Bien. Tengo un plan para evitar a la prensa.

– ¿Qué es?

– Una cena en otro país.


Aquella tarde sobrevolaron el desierto en un lujoso avión privado, aunque ninguno de los dos estaba a los mandos. Billie tomó la copa de champán que Jefri le ofrecía.

– Oh, por esto no pilotamos nosotros -dijo ella.

– ¿Por qué si no?

Billie bebió un sorbo de champán, tratando de ignorar la intensa mirada de Jefri, así como las llamaradas de pasión que recoman su cuerpo.

Todo era exquisito, pensó ella, mirando la lujosa decoración del interior del avión. Demasiado lujo, demasiado hombre y demasiada clase. Jefri estaba increíble con un traje negro a medida, pero ella, tras el último desastre, había decidido ponerse un sencillo vestido negro de cóctel.

– ¿Adonde vamos? -preguntó, más por distraerse que por auténtico interés en su destino.

– A El Bahar.

– Oh. No está muy lejos.

– Cierto, pero allí nadie nos molestará.

– No he estado nunca, pero me han dicho que es precioso. Aunque es una lástima que sea de noche, nos estamos perdiendo el desierto.

– Puedes sobrevolarlo siempre que quieras.

– No todo -dijo ella con una sonrisa-. Hay algunos espacios aéreos restringidos.

En mitad del desierto. Lo comprobó la primera vez que voló sobre Bahania.

– ¿Qué demonios escondéis en mitad del desierto?

– Es un secreto.

– ¿De qué tipo? ¿Un secreto militar?

Jefri sacudió la cabeza.

– Más bien lo consideramos un tesoro.

Billie bebió un sorbo de champán y recordó lo que había leído sobre la legendaria Ciudad de los Ladrones, una ciudad aparentemente inexistente pero que aparecía en muchos libros y documentos antiguos.

¿Una ciudad secreta?

– ¿Es más grande que una panera? -preguntó ella.

– Mucho más -respondió él sonriendo.

– Si fuera en coche en lugar de en avión, ¿la vería?

– ¿Qué te gustaría ver?

– No estoy segura.

– Cuando lo decidas, hablaremos sobre ello.

– No eres exactamente lo que esperaba -dijo Billie-. Pensaba que un príncipe sería diferente.

– ¿En qué sentido?

– No estoy segura.

– Soy un hombre sencillo, como cualquier otro.

– En absoluto -le aseguró ella-. Pero no importa.

Se inclinó hacia él y le rozó los labios con los suyos.

– Me alegro.


A Billie no la sorprendió encontrar una limusina esperándolos en el aeropuerto. Habían aterrizado en una pista privada junto al aeropuerto internacional de la capital de El Bahar, y aunque Jefri le dijo que llevara el pasaporte, el paso de aduanas se limitó a unos saludos por parte de los guardias de seguridad.

La limusina los llevó al centro de la ciudad, donde se detuvo delante de un pequeño restaurante.

– Ni cámaras ni mis hermanos -dijo ella, apeándose-. Esto me gusta mucho más.

– A muchas mujeres les gusta ser el centro de atención -dijo él.

– A mí no. Me pone nerviosa.

En el interior del restaurante fueron conducidos a una mesa en un comedor privado. Jefri pidió una botella de vino y echaron un vistazo a la carta, pero Billie no podía dejar de pensar en lo increíble de la situación. Estaba cenando con un hombre que la había llevado a otro país a pasar la velada porque era un príncipe y la prensa no lo dejaba tranquilo. Y su padre era un rey, un rey con palacio y todo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, cuando se alejó el camarero.

– Acabo de darme cuenta de quién eres en realidad.

– ¿En qué sentido?

– Empecemos con algo más sencillo. Quién soy yo. Mi padre tiene una empresa que nos mantiene, pero no nadamos en millones. Me crié rodeada de aviones y mecánicos, y cursé mis estudios por correspondencia. Sé más de volar a cuatro veces la velocidad del sonido que de bailes de graduación, y en situaciones sociales estresantes suelo meter la pata hasta el cuello.

Jefri se inclinó hacia delante y le tomó la mano.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

Billie se echó a reír.

– A que no entiendo qué haces conmigo. He visto el tipo de mujeres con las que sueles salir en las revistas. Son hermosísimas. Estrellas de cine, divas e hijas de grandes fortunas.

– Entiendo. ¿Y tú no te consideras como ellas?

– No me siento inferior -dijo ella. Bueno, quizá sólo un poco-. Sólo diferente.

Jefri le besó los labios.

– Pues haces muy bien. Estoy encantado contigo y me siento muy honrado con tu presencia.

– Vaya, tú sí que sabes seducir a una chica.

– Dudas de mi sinceridad.

– En absoluto. Sólo intento mantenerme a la altura de las circunstancias.

– Esto no es un concurso, y mi mundo no es como crees. A los nueve años me mandaron a estudiar a un internado británico. A los diecisiete, fui a la universidad en Estados Unidos. Mi hermano Reyhan cometió el error de decir quién era cuando entró en la universidad, y tuvo a la prensa detrás durante los cuatro años -volvió a besarle los dedos-. Yo aprendí de su error y decidí mantener en secreto mi identidad.

– ¿Funcionó?

Jefri asintió.

– Sólo se enteraron unos pocos amigos íntimos y conocí a mujeres que sólo estaban interesadas en mí por mí mismo -dijo, y sonrió-. Fue toda una lección de humildad.

– Lo dudo -dijo ella, segura del atractivo que tenía sobre las mujeres al margen del título principesco.

– Cuando cumplí los veintiún años, vinieron muchas mujeres a Bahania -continuó él -, buscando la oportunidad de casarse con un príncipe. Yo no sabía lo que quería, pero desde luego ellas no lo eran. Sin embargo, algunas jugaron sus cartas muy bien y llegaron a engañarme.

– Es comprensible.

– Me casé con una de ellas -dijo él.

La confesión resultó tan inesperada que si Billie hubiera tenido una copa en la mano se le habría caído al suelo.

– ¿Qué?

– En principio parecía perfecta -dijo él, acariciándole los dedos -. Guapa, educada, con antepasados de la realeza europea en su árbol genealógico, y un padre a la cabeza de bancos multinacionales. Todo el mundo estaba encantado con la elección.

¿Casado? Con cuidado, Billie retiró la mano.

– Ahora no estás casado, ¿verdad?

– No -sonrió él, tomándole la mano de nuevo-. La boda fue una ceremonia de estado pero a los seis meses me di cuenta de que mi esposa tenía el corazón de piedra.

Billie había leído algunas cosas sobre Jefri, pero en ningún artículo se mencionaba su matrimonio.

– ¿Estás divorciado?

Jefri asintió.

– No quería que fuera la madre de mis hijos.

Comprensible, pensó Billie.

– ¿Fue muy duro olvidarla? -preguntó mientras él continuaba acariciándole la palma de la mano con el pulgar-. ¿Te rompió el corazón?

– En absoluto, no estaba enamorado de ella.

El camarero llegó con la botella de vino tinto, lo que dio unos momentos a Billie para superar el efecto de sus palabras. ¿Jefri no estaba enamorado de la mujer con quien se había casado?

– ¿Cómo es eso posible? -preguntó, cuando quedaron de nuevos solos-. Era tu esposa.

– Sí, y habría podido ser la madre de mis hijos. En un matrimonio puede haber respeto y comprensión mutua, pero el amor no es necesario.

– ¿Qué dices? He visto a tus hermanos. Están enamoradísimos de sus mujeres.

– Entre ellos hay pasión -reconoció él-, ¿pero amor? Lo dudo.

– Yo… tú… -Billie sujetó la copa de vino -. ¿Cómo puedes casarte con alguien sin amarlo?

– Un matrimonio real implica ciertos requisitos para ambas partes.

– ¿Y el amor? ¿Y querer tanto a alguien que no puedes pensar en otra cosa?

Jefri asintió, entendiéndola perfectamente.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo. En el fondo, soy un hombre del desierto, de sangre caliente.

Esta vez a Billie sí que casi se le cayó la copa. ¿Cómo habían cambiado tan radicalmente de tema?

– Tú sabes lo que yo quiero -dijo él, bajando la voz-. Dime qué es lo que quieres tú. Si es que te deje en paz, sólo tienes que decirlo.

Pero Billie conocía la respuesta. Lo deseaba a él y la pasión que despertaba en él intensificaba aún más sus sentimientos. Conocía perfectamente los deseos de su corazón, aunque la parte razonable de su cerebro le advertía que la situación no podía terminar bien. Si continuaba adelante con aquella relación, sólo conseguiría que le destrozara el corazón. Sabía quién era él, y también que ella nunca podría entrar a formar parte de su mundo.

Peor aún, era un hombre que se había casado por sentido del deber, no por amor. Pero ella quería un esposo completamente entregado a ella y a sus hijos.

Lo miró a los ojos.

– Nunca he sentido miedo de volar. No hay avión que me asuste, ni barrera que no pueda superar.

Pero su vida personal había quedado a merced de sus hermanos y también incluso de sus propios miedos.

– No quiero que me dejes en paz -continuó, en un susurro.

– ¿Estás segura? Podemos volver o pasar aquí la noche.

Billie miró a su alrededor extrañada.

– ¿Aquí?

– Tengo una casa junto al mar. Allí nadie nos molestará.

Billie sabía lo que quería. Una noche con él sería un recuerdo que siempre llevaría en el corazón.

– Una casa en la playa, ¿eh? -repitió ella-. ¿Quieres que vayamos ahora, o después de cenar?

Jefri la miró durante unos segundos, y después alzó la mano para llamar al camarero.

– La cuenta, por favor.

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