Billie repasó el armario. Le encantaba comprar, así que tenía un montón de trajes para elegir. Ya sabía que quería algo sexy y sofisticado a la vez, con un toque de elegancia.
– El negro siempre es perfecto-murmuró, sacando un vestido negro con un profundo escote y mangas transparentes-. Pero es tan predecible.
Quizá debía buscar algo de color. Rojo no, era demasiado llamativo.
– Quizá azul -dijo mientras sacaba un vestido azul oscuro que le había costado el salario de casi un mes en París.
La falda cortada al bies le caía justo por encima de las rodillas, y el corpiño sin mangas no era muy escotado, porque su encanto estaba en la tela, completamente transparente de cintura para arriba. Sin embargo, los dibujos que decoraban estratégicamente la tela transparente y el sujetador incorporado tapaban todo lo necesario. ¡Aunque dejaba la promesa de estar desnuda!
– Éste -se dijo, llevando el vestido al cuarto de baño, al que pensaba añadir unas altas sandalias de tacón.
Billie tenía que reconocer que su nerviosismo no se debía tanto al hecho de cenar con un príncipe como a la alegría de saber que Jefri quería seguir viéndola, a pesar de las reiteradas derrotas. Eso no le había ocurrido nunca.
Un golpe en la puerta la sobresaltó. Miró el reloj, pero era demasiado pronto para Jefri.
– ¿Quién es? -preguntó desde el centro del salón.
– Doyle.
Billie se acercó a la puerta y la abrió.
– No te enrolles -dijo ella-. Estoy ocupaba.
Doyle entró y miró a su alrededor.
– Nadie lo diría. Más bien parece que no estás haciendo nada de nada. Necesito tu ayuda con unos aparatos.
– No es mi departamento.
– Billie, lo digo en serio. Los mecánicos quieren hablar contigo sobre uno de los motores que están poniendo a punto. Tú sabes distinguir si algo no está bien por el sonido del motor.
– Sí, es un don del que todos podemos aprovecharnos mañana. Ahora fuera.
Empujó a su hermano hacia la puerta, pero éste apenas se movió, habida cuenta de que medía casi veinte centímetros más que ella y pesaba treinta kilos más.
– ¿Qué te pasa? -preguntó él.
– Ya te lo he dicho. Estoy ocupada.
Doyle cruzó los brazos y arqueó una ceja.
– ¿Con qué?
Billie apoyó las manos en las caderas.
– Tengo una cita.
La expresión de su hermano se endureció.
– ¿Con quién?
– Tengo más de veintiún años y no estoy bajo tu tutela, así que no tengo que decírtelo.
– No me iré hasta que no me des los detalles.
Billie se echó a reír.
– Doyle, no estamos en el siglo XIX. No hay detalles. Un hombre me ha invitado a cenar y he aceptado. Nada más.
– Tienes una responsabilidad con la empresa.
– Oh, por favor. ¿Cuántas veces te he sustituido? ¿Más de mil? Seguro. Creo que tengo derecho a una noche libre de vez en cuando.
– Es el maldito príncipe, ¿verdad?
– Más vale que te ahorres los insultos. Podrían azotarte, o a lo mejor incluso colgarte.
Su hermano maldijo otra vez.
– Billie, sé que estás enfadada por lo que hemos hecho.
– ¿A qué te refieres? ¿A arruinarme la vida amenazando a todos los hombres que querían acercarse a mí? -dijo ella, con ganas de darle un puñetazo.
Claro que no sólo no le haría nada sino que además se arriesgaba a estropearse las uñas recién pintadas.
– Sois unos cerdos-dijo, decantándose por fin por el insulto verbal-. Los cuatro. No teníais ningún derecho.
– Vale, enfádate. Sal si quieres, pero no con él.
– ¿Por qué no con él?
– Porque es un príncipe.
– Eso ya lo sé.
Doyle dejó caer los brazos a los lados.
– Billie, no pertenecéis al mismo mundo.
Billie lo sabía perfectamente. Mucho mejor que su hermano. Ella era una simple empleada y él el príncipe de un reino petrolífero.
– No espero más que una cena, Doyle. No tienes que ponerte histérico.
– ¿Y para eso has pasado cinco horas acicalándote?
– No han sido cinco horas-protestó ella. Poco más de dos -. Además, acicalarse es divertido.
– Esto no se te da bien -insistió él-. No tienes práctica.
– Oh, vale. ¿Y quién tiene la culpa? ¿Hmmm? ¿Tú, por ejemplo?
– Vale, échame la culpa a mí. Pero al menos empieza con algo más fácil. Un tío normal. Puedo presentarte a alguien.
– No, gracias. No me interesa -dijo ella, estremeciéndose sólo de imaginar el tipo de hombre que Doyle podía elegir para ella.
Un blandengue, sin una gota de sangre en las venas y que se echaría a temblar cada vez que viera a sus hermanos, sin duda.
– No es hombre para ti -insistió Doy le.
– Puede, pero me ha invitado a cenar y he aceptado. Te sugiero que lo aceptes tú también -fue hasta la puerta y la abrió-. Ahora tengo que vestirme.
Doyle se detuvo un momento antes de salir.
– Cometes un grave error, hermanita. Te aplastará como a un insecto.
– Agradezco tu preocupación, pero tengo que hacerlo -dijo ella-. Puede que me esté tirando a la piscina sin flotador, pero ya soy mayor. Y sé nadar.
– Nadar no te ayudará si es un tiburón -dijo Doyle y salió.
Billie cerró la puerta de un portazo tras él.
– Hombres -murmuró.
– Los urbanistas municipales querían algo más que una serie de rascacielos en el distrito financiero -explicó Jefri, mientras el coche entraba en el paseo principal-. Aunque los edificios son altos, hay distintos niveles con jardines y museos.
– ¿Ése está hueco? -preguntó Billie, inclinándose hacia la ventana.
– Algunas partes, así. También se tiene la ilusión de que es transparente. Es parte del diseño.
– Son preciosos -dijo ella, admirando las modernas estructuras.
– A finales de los setenta mi padre se dio cuenta de que no podremos contar siempre con nuestras reservas de petróleo. De que dentro de tres o cuatro generaciones los pozos empezarán a secarse, y por eso preparó al país para el futuro. En alianza con el reino de El Bahar, nuestros vecinos, abrió las fronteras a las bolsas y las instituciones financieras.
El sol ya se había puesto en el horizonte y el brillo de las luces nocturnas iluminaba la ciudad. Jefri observó los rasgos femeninos de perfil, y su belleza lo dejó sin aire.
Billie no dejaba de asombrarlo. Que la mujer capaz y segura de sí misma que volaba como si hubiera nacido en un reactor pudiera tener el aspecto de una diosa parecía imposible, y sin embargo era cierto.
Billie se movió ligeramente en el asiento y los suaves rizos rubios aislados se balancearon sobre su espalda. Unos mechones sueltos rozaban las orejas y la garganta, y los ojos azules parecían vibrar con secretos femeninos.
Y el vestido. Jefri tragó saliva y se esforzó por no mirar la tela transparente y las pinceladas de color y pintura que ocultaban las curvas del cuerpo femenino.
Estaba seguro de que no podría comer. ¿Cómo iba a sentarse frente a ella en un lugar público y portarse con naturalidad? Él era el príncipe Jefri de Bahania, y sin embargo con Billie no era más que un hombre.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella-. Si fueras un animal salvaje, habría jurado que estabas acechando a tu presa.
– No andas muy desencaminada -dijo, y le rozó el brazo desnudo -. Eres una presa muy deseable.
Billie se estremeció, pero no apartó la mirada.
– ¿Te he dicho lo bella que estás? -preguntó, para no hacerla suya allí mismo en el coche.
– Lo has mencionado un par de veces, pero, tranquilo, no es un tema de conversación que me aburra -dijo ella, y sonrió-. No me lo dicen muy a menudo.
– Entonces los hombres que conoces están ciegos.
– En eso tiene razón, y agradezco tu amabilidad – dijo ella-. Sólo soy parte del servicio y tú haces que me sienta como una princesa. Sé que normalmente sales con estrellas de cine y herederas.
¿Amabilidad? ¿A ella le parecía amabilidad?
Estaba a punto de decirle que no tenía nada que ver con la amabilidad cuando la limusina se detuvo delante del restaurante. Billie miró hacia la acera.
– Mira cuánta gente. ¿Ocurre algo?
Jefri siguió su mirada, y después maldijo en voz baja.
– ¿Qué? ¿Pasa algo?
– Nada que no se pueda arreglar. Lo siento. Se me olvidó decirle a mi ayudante que hiciera la reserva a otro nombre.
Billie estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo y respirar la fragancia de su perfume. Ambas cosas eran una tentación.
– No lo entiendo.
– Son periodistas.
– ¿De verdad? – Billie se inclinó por delante para mirar por la ventana. Algunas personas se habían acercado a la limusina-. ¿A quién están esperando?
– A nosotros.
Billie se incorporó y lo miró.
– ¿Qué? Oh, claro. Tú eres el príncipe -se apretó el bolsito contra el pecho-. Me temo que se van a llevar un chasco conmigo.
Él sacudió la cabeza.
– Lo dudo mucho.
A Jefri le encantó la reacción de Billie. Normalmente, las mujeres con las que salía estaban encantadas de ser fotografiadas para aparecer en la prensa.
– ¿Y qué hacemos ahora?-preguntó Billie-. ¿Tú entras por aquí y yo por detrás?
Él se tensó.
– Estás conmigo. Entraremos juntos.
Billie miró a la multitud con cierta angustia.
– Esto no es lo mío. Seguro que tropiezo y me caigo.
– ¿Prefieres que volvamos a palacio?
Billie titubeó un momento, y se miró.
– He pasado mucho rato arreglándome. ¿Será así dentro?
– No. A los fotógrafos no les permiten entrar en el restaurante. Nos llevarán a una mesa reservada donde cenaremos como cualquier cliente.
Billie sopesó durante unos momentos la situación.
– Tú decides -dijo por fin-. Haremos lo que tú quieras.
Imposible, pensó él. Lo que él quería no tenía nada que ver con cenar en un restaurante.
– La comida es excelente -dijo él, e hizo un gesto con la cabeza al conductor-. E incluso podemos pedir un plato para Muffin.
Cuando la puerta de la limusina se abrió y Jefri salió, Billie intentó concentrarse en la comida y en Muffin. La explosión de flashes la pilló desprevenida y por un momento la cegó. Armándose de valor, se deslizó por el asiento de cuero para salir.
Alguien le tomó la mano. Al instante supo que era Jefri y se dejó llevar hasta el restaurante. Tenía una extraña sensación de opresión por parte de la gente, que no paraba de hacer preguntas y fotografías.
«Tranquila», se dijo. «Piensa en algo divertido».
No quería verse en la portada de un periódico con cara de animalito asustado.
Por fin lograron entrar en el restaurante. La calma y elegancia del lugar la tranquilizaron.
– Príncipe Jefri -dijo el maitre, con una sonrisa-. Gracias por cenar esta noche con nosotros. Es un honor. Tenemos su mesa preparada.
Jefri le indicó que lo siguiera.
– ¿Qué? -dijo ella, inclinándose hacia el -. ¿No nos van a apuntar en la lista y llamarnos cuando esté la mesa preparada?
– ¿Hacen eso en los restaurantes? -preguntó él, arqueando las cejas.
– Tienes que salir un poco más -le respondió ella, sonriendo.
Él rió y le tomó la mano, entrelazando los dedos con los suyos, y la llevó hacia la mesa que les habían reservado.
– ¿Les parece bien aquí? -preguntó el maítre.
– Bien -dijo Jefri, justo antes de que Billie lo interrumpiera con un suave gritito mientras miraba a la mesa contigua.
– No puede ser -dijo, furiosa y humillada.
Doyle alzó la copa de vino, ofreciéndole un brindis.
– Hola, hermanita. Deberías probar la ensalada de la casa. Está buenísima, y eso que lo mío no son las ensaladas.
Billie no podía creerlo. ¿Qué hacía allí su hermano?
– No tienes ningún derecho a hacerme esto – dijo ella, con cuidado de no alzar el tono de voz.
– ¿Hay algún problema? -preguntó Jefri.
– Sí, él -Billie señaló a su hermano y deseó poder incinerarlo con la mirada-. Nos está espiando.
– Es cierto -dijo Doyle, que parecía más con¬ento que unas castañuelas-. Llamé a tu ayudante para preguntarle dónde ibais a cenar -dejó la copa de vino en la mesa-. Pero para que no lo decapites o algo así, le dije que mi hermana tiene alergia a ciertos alimentos y quería comprobar primero que todo estuviera en orden.
– No tengo alergia nada -exclamó ella, furiosa.
– Lo sé. A veces me gusta usar la imaginación – sonrió Doyle, y señaló la mesa con gesto invitador-. Sentaos. La comida es fantástica y la lista de vinos impresionante. Aunque supongo que tú ya lo sabes, ¿no? -guiñó un ojo a Jefri-. Vienes mucho por aquí.
Billie miró de la mesa de su hermano a la suya. Apenas había medio metro de distancia, y su hermano escucharía toda la conversación, que probablemente era lo que deseaba.
– Podemos pedir otra mesa -dijo Jefri -. ¿O prefieres que nos vayamos?
Billie imaginó a los clientes mirándolos de reojo durante la cena, y ella incapaz de tragar bocado con Doyle tan cerca. Suspiró.
– Prefiero volver al palacio.
Doyle entrecerró los ojos.
– Billie…
Esta lo interrumpió con un movimiento de cabeza.
– No te metas. Ya has hecho bastante.
– Ya sabes por qué.
– Eso no es excusa. Soy una mujer adulta, Doyle. Déjalo ya.
Una hora más tarde Billie y Jefri estaban sentados en el suelo de la suite de invitados donde se alojaba ella, con la espalda apoyada en el sofá, delante de la cena que les habían improvisado con las sobras de la noche anterior.
– ¿Mejor? -dijo él, sirviendo una copa de vino.
Billie estiró las piernas y movió los dedos de los pies. Aunque el vestido había sido fantástico, estaba mucho más cómoda en pantalón corto y camiseta.
– Mucho mejor. Aunque el peinado y el maquillaje son un poco exagerados para la ocasión.
Jefri también se había cambiado de ropa.
– Yo diría que estás perfecta.
Billie sonrió.
– Siempre tienes la frase perfecta. ¿Es algo que les enseñan a los príncipes? ¿A seducir mujeres y tratar con fotógrafos pesados?
– Nos enseñan muchas cosas, entre ellas a ser encantadores.
– Y tú lo eres, desde luego-dijo ella, untando una gamba en la salsa-. ¿La prensa suele seguirte a menudo?
– No tanto como antes. Supongo que hoy la atracción eras tú.
– Lo dudo. Ni siquiera saben quién soy.
– Digamos que les interesa mi última… acompañante.
– Ah.
¿Eso era ella? ¿Una… acompañante? ¿Parecido a una… novia?
– Cuando era joven, la prensa me seguía por todas partes. Aquí mi padre podía controlar algo, pero no cuando estaba en Europa o Estados Unidos. Sólo nos dejaban en paz cuando estábamos estudiando.
– Debe de ser duro ser tan famoso.
– Tiene sus compensaciones.
– Seguro. Como tener a todas las mujeres que quieras a tu disposición, ¿no?
Jefri tomó la copa de vino.
– Exageras mi reputación.
– No lo creo. ¿Me estás diciendo que nunca te ha rechazado ninguna mujer?
Al hacerle la pregunta lo estaba mirando, y Billie vio por una décima de segundo el dolor que cruzó sus ojos. Después Jefri sonrió.
– Nunca te diría eso -dijo.
Interesante. Había algo en su pasado, en su mirada, y quería saber qué era. Tendría que hacer una búsqueda en Internet para averiguar si había habido alguna mujer importante su vida.
– ¿Y tú? -preguntó él-. ¿Cuáles son tus secretos amorosos?
Billie estaba ofreciendo un trozo de pollo a Muffin y se detuvo. La perrita yorkshire prefirió no esperar y de un salto se hizo con la comida.
– ¿Secretos? -repitió ella, tratando de fingir una indiferencia que no sentía-. No tengo muchos.
Los ojos negros de Jefri parecían leerle el alma.
– Tienes que tener alguno. Aunque me gusta la preocupación de tu hermano por ti, creo que sus ansias de protegerte surgen de algo más que del simple amor fraternal. Tengo la sensación de que tiene sus razones para tenerte tan vigilada.
– Yo… No es nada de eso.
Jefri se encogió de hombros.
– Esta noche íbamos a cenar en un restaurante público, delante de un montón de gente, pero Doyle ha creído necesario vigilarte. ¿Por qué lo preocupa tanto tu seguridad?
Billie se debatió entre decirle la verdad o no durante ocho segundos, y después suspiró.
– Cuando era más joven tuve un par de experiencias desagradables -reconoció, sin mirarlo-. Una vez, cuando tenía diecinueve años salí con un grupo de pilotos a los que estábamos formando. Era la primera vez que no venía ninguno de mis hermanos. Todos bebieron mucho, excepto yo. Aunque era mayor de edad, todavía no me gustaban las bebidas alcohólicas. Incluso ahora, lo único que me gusta es un poco de vino, así que ni siquiera llego nunca a marearme un poco.
Jefri le tocó la pierna desnuda.
– Billie, por mucho que me gustan tus anécdotas, prefiero que continúes con lo que me estabas contando.
Billie se recordó que habían pasado casi diez años y que lo había superado. Además, había aprendido a no ponerse en situaciones peligrosas.
– Está bien, sí -dijo, sacudiendo ios hombros para relajarse-. Imagínatelo. Cinco hombres bastante borrachos y yo. Se pusieron cariñosos y cuando intenté detenerlos, no les gustó mucho. Dos de ellos me arrastraron a la parte de atrás de la camioneta e intentaron… Bueno, ya sabes.
Jefri se tensó de rabia y la expresión de su rostro cambió.
– No me violaron -se apresuró a asegurarle ella-. Enseguida aparecieron Doyle y Xander y los dos salieron huyendo. A mí me llevaron de vuelta a la base y todo quedó en un susto.
Jefri se preguntó cuánto no le habría contado. Una violación no era sólo la penetración. ¿La habían herido, marcado, o magullado?
– ¿Qué les hicieron a esos cerdos? -preguntó él, tratando de mantener el control.
– Mis hermanos les dieron una paliza que no olvidarán aunque quieran. Les dejaron la cara llena de cicatrices. Después fueron expulsados del programa.
– Tenían que haber acabado en la cárcel -masculló él, con una indignación que apenas lo dejaba hablar.
– Lo sé. Yo quería denunciarlos, pero estábamos en un país extranjero y las leyes eran diferentes -Billie sacudió la cabeza-. No importa. Ahora estoy mejor.
Jefri le rozó la mejilla con la mano.
– Dime sus nombres. Yo me ocuparé de traerlos aquí para que respondan ante la justicia y tengan el castigo que se merecen.
– ¿Qué castigo?
– Cárcel. Azotes. Quizá la muerte.
– ¿Muerte? -preguntó ella, abriendo mucho los ojos.
– Ningún hombre tiene derecho a abusar de una mujer. Nunca. Aquí ha sido así desde hace trescientos años.
– Una buena razón para vivir aquí -murmuró ella-. Escucha, agradezco tu preocupación, pero estoy bien. Eso fue hace nueve años. Lo he superado.
Jefri oyó las palabras pero no las creyó. Había una fragilidad en los ojos femeninos que hablaba de los fantasmas que todavía continuaban acosándola al bajar la guardia.
– Ahora entiendo la preocupación de tus hermanos.
– Al principio era normal -dijo Billie-. Yo estaba nerviosa y asustada, pero las cosas han cambiado. Ahora puedo cuidarme sola.
Quizá fuera cierto, pero no debería ser necesario.
– ¿Podemos cambiar de tema? -preguntó ella, tomando un poco de arroz.
– Claro. Deberías probar el pescado. Se pesca aquí.
Billie probó un bocado y después ofreció un poco a Muffin, mientras Jefri hacía un esfuerzo para olvidar lo sucedido. Aunque tenía sed de justicia, se dijo que no le correspondía a él impartirla.
Pero quería que le correspondiera, pensó. Quería tener derecho a defenderla con todo el poder de las leyes de su país y de su posición social. Quería protegerla tanto como reclamarla como suya.
Observó sus movimientos, y las largas piernas desnudas y torneadas eran una tentación difícil de resistir. La deseaba intensamente, pero sus planes acababan de cambiar. Necesitaba tiempo para entender el pasado y ver cómo influía en su relación. Tendría que ir mucho más despacio con ella.
¿Cuántos hombres había habido en su vida desde aquella horrible noche? ¿Cuántos amantes?
No muchos, probablemente. A pesar de toda su fuerza y energía, Billie seguía teniendo un cierto halo de inocencia.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella, entrecerrando los ojos-. Dime exactamente qué estás pensando.
Él se encogió de hombros.
– Nada importante.
– ¿Por qué sé que mientes? No tenía que haberte contado nada. Ahora vas a portarte como si fuera del cristal o algo así. ¡Qué típico de los hombres!
– Estás enfadada, pero no entiendo por qué.
Billie dobló las rodillas y lo miró con indignación.
– Ahora ya no vas a querer besarme, ni tocarme, ni nada, ¿verdad? Tenía que haberlo imaginado.
Jefri hizo un esfuerzo para no sonreír.
– ¿Eso es lo que crees?
– Por supuesto. Tienes miedo de que me ponga rara, o que crea que me estás atacando -dijo ella, con los hombros hundidos -. ¡Pues no! Eso pasó hace mucho tiempo y lo he superado por completo.
– Crees saberlo todo sobre mí.
Billie torció los labios.
– No eres tan inescrutable.
– Entonces tendré que demostrarte que te equivocas y mucho.
Y sin darle tiempo a responder, Jefri la abrazó y la besó.