SEGUNDA PARTE

Libia, 15 de abril de 1986

El ataque aéreo no sólo reducirá la capacidad del coronel Gadafi para exportar terror, le proporcionará además incentivos y razones para modificar su conducta criminal.

Presidente Ronald Reagan

Es un tiempo de confrontación, de guerra. Coronel Muammar al-Gadafi


CAPÍTULO 13

El teniente Chip Wiggins, oficial de sistemas de armamento de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, permanecía inmóvil y en silencio en el asiento derecho del reactor de ataque F-111F, de nombre cifrado Karma 57. Para ahorrar combustible, el avión volaba a una velocidad de 350 nudos. Wiggins miró a su piloto, el teniente Bill Satherwaite, que estaba sentado a su izquierda.

Desde que despegaron de la base Lakenheath de la Royal Air Forcé en Suffolk, Inglaterra, unas dos horas antes, ninguno de los dos había hablado gran cosa. De todos modos, Satherwaite era callado por naturaleza, pensó Wiggins, nada dado a la charla ociosa. Pero Wiggins quería oír una voz humana, así que dijo:

– Tenemos enfrente Portugal.

– Lo sé -respondió Satherwaite.

– De acuerdo.

Sus voces poseían un timbre metálico ya que las palabras se filtraban a través del interfono de la carlinga, que era el único medio de conexión verbal entre los dos hombres. Wiggins inspiró profundamente, bajo su casco de vuelo, y el flujo incrementado de oxígeno hizo que la conexión del interfono reverberase un momento. Wiggins volvió a inspirar profundamente.

– ¿Te importaría no respirar? -dijo Satherwaite.

– Lo que tú digas, jefe.

Wiggins rebulló un poco en su asiento. Se estaba quedando entumecido después de tantas horas sentado en el incómodo asiento del F-111. El negro cielo se estaba tornando opresivo pero podía ver luces en la lejana costa de Portugal, y eso lo hacía sentirse mejor.

Se dirigían a Libia, pensó Wiggins, con la misión de derramar una lluvia de muerte y destrucción sobre el irritante país de Muammar al-Gadafi como represalia por el ataque terrorista libio que había tenido lugar un par de semanas antes contra una discoteca de Berlín Occidental frecuentada por militares norteamericanos. Wiggins recordaba que el oficial que les había dado las instrucciones tuvo buen cuidado de que supieran por qué estaban arriesgando la vida en aquella difícil misión. Sin demasiados rodeos, les dijo que el ataque libio a la discoteca La Belle, que causó la muerte a un militar norteamericano y heridas a varias docenas más, era sólo el último de una serie de actos de abierta agresión a los que había que responder con una exhibición de decisión y fuerza. «Por lo tanto -dijo el oficial-, vais a hacer saltar en pedazos a los libios.»

Sonaba bien dicho así, en la sala de instrucciones, pero no a todos los aliados de Estados Unidos les parecía buena idea. Los aviones de ataque procedentes de Inglaterra se habían visto obligados a seguir un largo camino para llegar a Libia porque los franceses y los españoles se habían negado a conceder autorización para cruzar su espacio aéreo. Esto había enfurecido a Wiggins, pero a Satherwaite no parecía importarle. Wiggins sabía que el conocimiento que Satherwaite tenía de geopolítica era nulo; la vida de Bill Satherwaite era volar, y volar era su vida. Wiggins pensaba que si a Satherwaite le hubiesen ordenado bombardear París, Satherwaite lo habría hecho sin pararse a pensar ni por un momento por qué estaba atacando a un aliado de la OTAN. Lo terrible, pensó Wiggins, era que Satherwaite haría lo mismo con Washington, D. C, o con Walla Walla, Washington, sin hacer preguntas.

Wiggins prosiguió sus cavilaciones.

– Bill, ¿has oído ese rumor de que uno de nuestros aviones va a tirar una bomba en el patio trasero de la embajada francesa en Trípoli? -le preguntó al cabo de un rato a su compañero.

Satherwaite no contestó.

Wiggins insistió:

– También he oído que uno de nosotros va a soltar la carga en la residencia Al Azziziyah de Gadafi. Se supone que estará allí esta noche.

Satherwaite siguió sin contestar.

Finalmente, Wiggins, irritado y frustrado, dijo:

– Eh, Bill, ¿estás despierto?

– Mira, Chip -respondió Satherwaite-, cuanto menos sepamos tú y yo, mejor para nosotros.

Chip Wiggins se sumió en un hosco silencio. Le agradaba Bill Satherwaite, y le agradaba el hecho de que su piloto tuviera la misma graduación que él y no pudiese ordenarle que se callara. Pero en vuelo, Satherwaite podía ser un taciturno hijo de puta. Era mejor en tierra. De hecho, después de haberse tomado unas copas parecía casi humano.

Wiggins consideraba que quizá Satherwaite estuviera nervioso, lo cual era comprensible. Al fin y al cabo, aquélla era, según la información suministrada al impartirles las instrucciones, la misión de ataque con reactores más larga jamás intentada. La Operación Cañón El Dorado iba a hacer historia, aunque Wiggins no sabía aún de qué clase. Había otros sesenta aviones en alguna parte alrededor de ellos, y su unidad, la 48 Escuadrilla Táctica de Cazas, había aportado cuatro reactores de ala móvil F-l 11F a la misión. La flota de aviones cisterna que volaba con ellos, a menor altura y más atrás, estaba compuesta por los enormes KC-10 y los KC-135, más pequeños; los 10 para aprovisionar a los cazas, y los 135 para aprovisionar a los KC-10. Habría tres maniobras de suministro de combustible a lo largo de la ruta de cuatro mil quinientos kilómetros hasta Libia. El tiempo de vuelo desde Inglaterra hasta la costa libia era de seis horas, el tiempo de vuelo hacia Trípoli en la fase previa al ataque, de media hora, y el tiempo sobré el objetivo duraría diez larguísimos minutos. Y luego regresarían. No todos, pero sí la mayoría.

– Historia -dijo Wiggins-. Estamos volando a la historia.

Satherwaite no respondió.

– Hoy es el último día para la declaración de la renta -dijo Chip-. ¿La has presentado a tiempo?

– No. Pedí una prórroga.

– Hacienda se fija en los que presentan tarde la declaración.

Satherwaite soltó un gruñido a modo de respuesta.

– Si te hacen una inspección, arroja una bomba de napalm sobre la sede central de Hacienda. Se lo pensarán dos veces antes de revisarle la declaración a Bill Satherwaite. -Wiggins soltó una risita.

Satherwaite clavó la vista en los instrumentos.

Wiggins no pudo lograr que su piloto le siguiera la conversación, por lo que volvió a sumirse en sus pensamientos. Consideró el hecho de que aquello era una prueba de resistencia para tripulaciones y material, y él nunca había sido entrenado para realizar una misión semejante.

Pero hasta el momento todo iba bien. El F-l 11 se comportaba admirablemente. Miró a través del costado transparente de la carlinga. El ala variable estaba extendida en un ángulo de treinta y cinco grados con el fin de dar al avión sus mejores características de crucero para el largo vuelo en formación. Más tarde, retraerían hidráulicamente las alas a fin de situarlas inclinadas hacia la cola en posición aerodinámica para el ataque, y eso señalaría el momento de la fase de combate real de la misión. Combate. Wiggins no podía creer que fuera a entrar realmente en combate.

Aquello era la culminación de todo su período de adiestramiento.

Ni él ni Satherwaite habían intervenido en Vietnam, y ahora estaban volando hacia un territorio desconocido y hostil para atacar a un enemigo cuya potencia antiaérea no era bien conocida. El oficial instructor les había dicho que las defensas aéreas libias se cerraban rutinariamente después de medianoche pero Wiggins no podía creer que los libios fuesen tan estúpidos. Estaba convencido de que su avión sería detectado por el radar libio, que la Fuerza Aérea libia se apresuraría a interceptarlos, que una andanada de misiles tierra-aire se elevaría en el cielo para aniquilarlos y que serían recibidos por la Triple A, que no significaba Asociación Automovilística Americana precisamente, sino Artillería Antiaérea.

– Marco Aurelio.

– ¿Qué?

– El único monumento romano que todavía existe en Trípoli. El Arco de Marco Aurelio. Siglo II antes de Cristo.

Satherwaite sofocó un bostezo.

– Si alguien lo destruye por error se meterá en un buen lío. Es un monumento declarado patrimonio de la humanidad por las Naciones Unidas. ¿Prestaste atención cuando nos daban las instrucciones?

– Chip, ¿por qué no mascas chicle o algo?

– Empezamos el ataque justo al oeste del Arco. Espero poder echarle un vistazo. Esa clase de cosas me interesan.

Satherwaite cerró los ojos y exhaló con exagerada expresión de impaciencia.

Chip Wiggins retornó a sus pensamientos de combate. Sabía que había varios veteranos de Vietnam en aquella misión, pero la mayoría de los que la formaban carecían de experiencia en combate. Además, todo el mundo desde el presidente para abajo estaba observando, esperando y conteniendo el aliento. Después de Vietnam, y después del fiasco del Pueblo y dé la chapucera misión de rescate enviada por Cárter a Irán y de toda una década de fracasos militares sufridos tras la guerra de Vietnam, todos esperaban una gran victoria.

Las luces estaban encendidas en el Pentágono y en la Casa Blanca. Paseaban de un lado a otro y rezaban. Muchachos, tenemos que ganar ésta para el presi. Chip Wiggins no les iba a decepcionar. Esperaba que ellos no le decepcionaran a él. Le habían dicho que la misión podría ser cancelada en cualquier momento, y temía oír crepitar la radio con las palabras en clave que comunicaban la cancelación: «Hierba Verde.» Como las verdes praderas de Norteamérica.

Pero una cierta parte de su ser habría recibido con agrado esas palabras. Se preguntó qué le harían en Libia si se veía obligado a saltar en paracaídas. ¿A qué viene esa idea? Otra vez estaba empezando a pensar cosas malas. Miró a Satherwaite, que se hallaba apuntando algo en su cuaderno de ruta. Satherwaite bostezó de nuevo.

– ¿Cansado? -preguntó Wiggins.

– No.

– ¿Asustado?

– Todavía no.

– ¿Hambriento?

– Cierra el pico, Chip.

– ¿Sediento?

– ¿Por qué no te echas a dormir? -exclamó Satherwaite-. O, mejor aún, yo duermo y tú pilotas.

Wiggins sabía que aquello era una forma no demasiado sutil de recordarle que el oficial de sistemas de armamento no era piloto.

Quedaron de nuevo en silencio. Wiggins consideró la posibilidad de descabezar un sueñecito pero no quería dar a Satherwaite la oportunidad de contar a todo el mundo en Lakenheath que Wiggins se había pasado todo el trayecto hasta Libia durmiendo. Al cabo de una media hora, Chip Wiggins miró su carta de navegación y sus instrumentos. Además de oficial de sistemas de armamento, era también el navegante.

– En las nueve está cabo de Sao Vicente, cabo San Vicente -le dijo a Satherwaite.

– Perfecto. Ahí es donde tiene que estar.

– Es donde el príncipe Enrique el Navegante estableció la primera escuela de navegación marítima del mundo. De ahí su nombre.

– ¿Enrique?

– No. Navegante.

– Ya.

– Los portugueses eran unos marineros extraordinarios.

– ¿Es eso algo que yo necesite saber?

– Desde luego. ¿Juegas al Trivial Pursuit?

– No. Limítate a decirme cuándo tenemos que cambiar de rumbo.

– Dentro de siete minutos, viraremos a cero-nueve-cuatro.

– De acuerdo. Atento al reloj.

Continuaron volando en silencio.

Su F-l 11 estaba en una posición asignada en su formación de crucero pero, debido al silencio de radio, cada avión mantenía su posición por medio de su radar aire-aire. No siempre podían visualizar a los otros tres aparatos de su formación -que ostentaban los nombres en clave de Elton 38, Remit 22 y Remit 61- pero podían verlos en el radar y podían mantener contacto con el jefe de escuadrilla, Terry Waycliff, en Remit 22. Sin embargo, Wiggins tenía que anticipar en cierto modo el plan de vuelo y saber cuándo mirar a la pantalla de radar para ver qué estaba haciendo el avión de cabeza.

– Me gusta el desafío de una misión difícil, Bill, y espero que a ti también.

– Tú la haces más difícil, Chip.

Wiggins rió entre dientes.

Los cuatro F-l 11 comenzaron a virar a babor al unísono. Contornearon el cabo de San Vicente y tomaron rumbo sureste, enfilando hacia el estrecho de Gibraltar.

Una hora después se aproximaban al peñón de Gibraltar, a babor, y el monte Hacho, en la costa africana, a estribor.

– Gibraltar era una de las antiguas Columnas de Hércules -informó Wiggins-. Monte Hacho es la otra. Para las civilizaciones mediterráneas, estos mojones definían los límites occidentales de la navegación. ¿Lo sabías?

– Dame la situación de combustible.

– Excelente. -Wiggins leyó las indicaciones de los contadores y comentó-: Tiempo de vuelo restante, unas dos horas.

– El KC-10 debería aproximarse dentro de unos cuarenta y cinco minutos -dijo Satherwaite, consultando el panel de instrumentos.

– Espero que lo haga -respondió Wiggins, pensando: Si no repostamos a tiempo, tendremos el combustible justo para llegar a Sicilia y quedamos al margen de la acción.

Nunca habían estado demasiado lejos de tierra y, si fuera preciso, podrían arrojar las bombas al mar y aterrizar en algún aeropuerto de Francia o España y explicar con tono despreocupado que estaban realizando un vuelo de entrenamiento y se habían quedado sin combustible. Como el oficial instructor había dicho: «No pronunciéis la palabra "Libia" en vuestra conversación», lo que había provocado grandes risas.

Treinta minutos después seguía sin haber la menor señal de los aviones cisterna.

– ¿Dónde diablos está nuestra estación de servicio volante? -preguntó Wiggins.

Satherwaite estaba leyendo las órdenes de misión y no respondió.

Wiggins se mantuvo atento a la radio, esperando oír la señal en clave que anunciaría la aproximación de los aviones cisterna. Después de todo aquel tiempo volando y de toda la preparación a que se habían sometido, no querían acabar en Sicilia.

Continuaron volando sin pronunciar palabra. En la carlinga sonaba el zumbido de los instrumentos electrónicos y la estructura del aparato vibraba con la potencia de los turborreactores gemelos Pratt y Whitney que propulsaban el F-l 11F a través de la negra noche.

Finalmente, una serie de chasquidos en la radio les indicó que el KC-10 se estaba aproximando. Al cabo de otros diez minutos, Wiggins vio al contacto en su pantalla de radar y. se lo anunció a Satherwaite, que asintió con la cabeza.

Satherwaite disminuyó la velocidad y empezó a separarse de la formación. Ahí, pensó Wiggins, era donde Satherwaite se ganaba el sueldo.

A los pocos minutos, el gigantesco avión cisterna KC-10 cubría ya el cielo sobre ellos. Satherwaite podía hablar con el avión cisterna por el canal privado KAY-28, que podía utilizarse para transmisiones de corta distancia.

– Kilo Diez, aquí Karma Cinco-Siete. Estás a la vista.

– Recibido, Karma Cinco-Siete. Ahí va Dickey.

– Recibido.

El operador de la tubería retráctil del KC-10 guió cuidadosamente la boquilla hasta encajarla en el receptáculo del F-l 11, justo detrás de la carlinga. A los pocos minutos quedó completado el acoplamiento, y el combustible empezó a fluir desde el avión cisterna hasta el caza.

Wiggins vio cómo Satherwaite manipulaba delicadamente la palanca que sujetaba con la mano derecha y accionaba con la izquierda los reguladores de combustible a fin de mantener el caza en la posición exacta para que la tubería continuase conectada. Wiggins sabía que aquélla era una de las ocasiones en que debía guardar silencio.

Después de lo que pareció largo tiempo, se apagó la lucecita verde que brillaba en la parte superior de la tubería del avión cisterna y se encendió una lucecita ámbar adyacente indicadora de desconexión automática.

– Karma Cinco-Siete separándose -comunicó Satherwaite al avión cisterna, y apartó el caza del KC-10 y volvió a ocupar su puesto en la formación.

El piloto del avión cisterna, consciente de que aquél era el último reaprovisionamiento antes del ataque, transmitió:

– Buena suerte. Dios os bendiga. Hasta luego.

– Recibido -respondió Satherwaite y, luego, le dijo a Wiggins-: La suerte y Dios no tienen nada que ver con esto.

Wiggins se sentía un poco irritado por la aparente frialdad y el desapego de Satherwaite.

– ¿No crees en Dios? -le preguntó.

– Claro que sí, Chip. Tú, reza. Yo pilotaré.

Satherwaite se incorporó a la formación mientras otro reactor se separaba de ella para repostar a su vez.

Wiggins no tenía más remedio que reconocer que Bill Satherwaite era un piloto excelente, pero no tenía nada de excelente como persona.

Satherwaite era consciente de que había irritado a Wiggins.

– Eh, armero -dijo, utilizando el afectuoso término de argot para referirse a un oficial de armamento-. Te invito a una cena en el mejor restaurante de Londres.

Wiggins sonrió.

– Yo elijo.

– No, elijo yo. Lo mantendremos en menos de diez libras.

– Hecho.

Satherwaite dejó pasar unos minutos y luego le dijo a Wiggins:

– Va a salir todo perfecto. Tú arrojas las bombas justo sobre el objetivo, y si haces un buen trabajo yo doy una pasada por encima de ese Arco de Augusto para que lo veas de cerca.

– Aurelio.

– Eso.

Wiggins se recostó y cerró los ojos. Sabía que le había arrancado a Satherwaite más palabras ajenas a la misión de las que normalmente pronunciaba y lo consideraba un pequeño triunfo.

Pensó un poco en el futuro inmediato. Pese al pequeño nudo que sentía en el estómago, realmente estaba deseando entrar en su primera misión de combate. Para vencer cualquier escrúpulo que pudiera sentir con respecto al hecho de arrojar las bombas, se recordó a sí mismo que todos los objetivos de la misión, incluido el que él tenía asignado, eran estrictamente militares. De hecho, el oficial instructor de Lakenheath había llamado al recinto de Al Azziziyah «universidad de la yihad», en el sentido de que era un campo de entrenamiento de terroristas. Sin embargo, el oficial instructor había añadido:

– Cabe la posibilidad de que haya algunos civiles dentro del recinto militar de Al Azziziyah.

Wiggins pensó en ello y luego se lo quitó de la cabeza.

CAPÍTULO 14

Asad Jalil luchaba contra dos instintos, el sexual y el de supervivencia.

Se paseaba impacientemente de un lado a otro de la azotea. Su padre le había puesto por nombre Asad -el león-, y parecía como si, consciente o inconscientemente, hubiera adoptado las características propias de ese animal, incluida la costumbre de pasear en círculos. De pronto se detuvo y clavó la vista en la noche.

El ghabli -el fuerte y cálido viento del sur procedente del inmenso Sahara- soplaba a través de Libia en dirección al mar Mediterráneo. El cielo nocturno parecía brumoso pero, en realidad, la distorsión de la luna y las estrellas estaba originada por la arena transportada por el viento.

Jalil miró la esfera luminosa de su reloj y observó que era la 1.46 de la mañana. Bahira, la hija del capitán Habib Nadir, debía llegar exactamente a las dos en punto. Se preguntó si acudiría. Se preguntó si la habrían descubierto. Y si así fuera, si confesaría adonde se dirigía y con quién iba a reunirse. Esta última posibilidad preocupaba enormemente a Asad Jalil. A sus dieciséis años, estaba quizá a treinta minutos de su primera experiencia sexual… o a unas horas de ser decapitado. A su mente acudió una imagen de sí mismo arrodillado y con la cabeza inclinada mientras el corpulento verdugo oficial, conocido solamente como Sulaman, descargaba la gigantesca cimitarra sobre su cuello. Jalil notó cómo se le tensaba el cuerpo y una línea de sudor se le formaba en la frente y se enfriaba en el aire nocturno.

Se dirigió hacia el pequeño cobertizo de hojalata que se alzaba en la azotea. No tenía puerta, y miró hacia abajo, a la escalera, esperando ver a Bahira o a su padre, acompañado por guardias armados, que acudía a prenderlo. Aquello era una locura.

Jalil se acercó al borde norte de la azotea. La superficie de cemento se hallaba rodeada por un parapeto almenado de piedra y estuco que le llegaba al hombro. El edificio tenía una estructura de dos pisos construida por los italianos cuando dominaban Libia. El edificio era entonces, al igual que ahora, un almacén de municiones, y por razones de seguridad, estaba alejado del complejo militar conocido como Al Azziziyah. El antiguo fuerte italiano era ahora el cuartel general militar y, ocasionalmente, residencia del Gran Líder, el coronel Muammar al-Gadafi, que aquella misma noche había llegado a Al Azziziyah. Jalil sabía, como todo el mundo en Libia, que el Gran Líder acostumbraba cambiar de alojamiento con frecuencia y que sus erráticos movimientos constituían un medio de protegerse contra un asesinato o contra una acción militar norteamericana. Pero no era buena idea comentar ninguna de ambas posibilidades.

En cualquier caso, la inesperada presencia de Gadafi había hecho que su guardia personal estuviera excepcionalmente alerta aquella noche, y Jalil estaba preocupado porque parecía que el propio Alá estaba haciendo aquella cita difícil y peligrosa.

Jalil sabía a ciencia cierta que era Satán quien le había inoculado aquel pecaminoso deseo de Bahira, que Satán le había hecho soñar con ella caminando desnuda sobre las arenas del desierto iluminadas por la luz de la luna. Asad Jalil nunca había visto una mujer desnuda pero había visto una revista alemana y sabía qué aspecto tendría Bahira sin el velo y sin la ropa. Se representaba cada curva de su cuerpo como imaginaba que sería, veía sus largos cabellos rozándole los desnudos hombros, recordaba su nariz y su boca tal como las había visto cuando ambos eran niños, antes de que ella adoptara el velo. Sabía que ahora era distinta pero, extrañamente, el rostro infantil subsistía sobre un cuerpo de mujer maravillosamente imaginado. Se representaba sus curvas caderas, su montículo de vello pubiano, sus muslos y piernas desnudos… Sintió que el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho y que se le secaba la boca.

Jalil volvió la vista hacia el norte. Las luces de Trípoli, a veinte kilómetros de distancia, eran lo bastante brillantes como para verse a través del ghabli que continuaba soplando. Más allá de Trípoli se desplegaba la negrura del Mediterráneo. En torno a Al Azziziyah, se extendía la tierra ondulante y árida, varios bosquecillos de olivos, palmeras datileras, unos cuantos refugios de cabreros, algún ocasional pozo de riego.

Asad Jalil escrutó el complejo militar por encima del parapeto. Todo estaba tranquilo allá abajo; no se veían guardias ni vehículos a aquella hora. La única actividad se desarrollaría en torno a la residencia del coronel Gadafi y la zona del cuartel general que albergaba los edificios de mando, control y comunicaciones. No había ninguna alerta especial aquella noche, pero Jalil tenía la impresión de que algo marchaba mal.

Asad Jalil miró de nuevo su reloj. Eran exactamente las dos en punto, y Bahira no había llegado. Se arrodilló en el rincón del parapeto, fuera de la vista de quien estuviera abajo. Había desenrollado allí su sajjada, su alfombra de oración, y había puesto sobre ella un ejemplar del Corán. Si iban a prenderlo, lo encontrarían orando y leyendo el Corán. Eso podría salvarlo. Pero lo más probable era que supusieran correctamente que el Corán era un truco y que su sajjada era para el cuerpo desnudo de Bahira. Si sospechaban eso, entonces su blasfemia recibiría un castigo que le haría desear la decapitación. Y Bahira… a ella muy probablemente la lapidarían.

Pero, sin embargo, no regresaba a casa de su madre. Estaba resuelto a aceptar el destino que le llegase por aquella escalera.

Pensó en cómo se había fijado por primera vez en Bahira en casa del padre de ella. El capitán Habib Nadir, como el propio padre de Jalil, era uno de los favoritos del coronel Gadafi. Las tres familias mantenían una estrecha amistad. El padre de Jalil, como el padre de Bahira, había combatido activamente en la resistencia a la ocupación italiana; el padre de Jalil había trabajado para los británicos durante la segunda guerra mundial, mientras que el padre de Bahira había trabajado para los alemanes. Pero ¿qué importaba eso? Italianos, alemanes, británicos, todos eran infieles, y no se les debía lealtad. Su padre y el padre de Bahira habían bromeado sobre cómo habían ayudado ambos a los cristianos a matarse entre ellos.

Jalil pensó unos momentos en su padre, el capitán Karim Jalil. Hacía ya cinco años que había muerto, asesinado en una calle de París por agentes del Mossad israelí. Las radios occidentales informaron de que el asesinato había sido cometido probablemente por una facción islámica rival o quizá incluso por compatriotas libios en una especie de lucha por el poder político. No se había practicado ninguna detención. Pero el coronel Gadafi, que estaba mucho mejor informado que ninguno de sus enemigos, había explicado a su pueblo que el capitán Karim Jalil había sido asesinado por los israelíes y que todo lo demás era mentira.

Asad Jalil lo creía así. Tenía que creerlo. Echaba de menos a su padre pero le consolaba el hecho de que su padre hubiera tenido la muerte de un mártir a manos de los sionistas. Desde luego, bullían dudas en su cabeza pero el propio Gran Hombre había hablado y eso ponía punto final al asunto.

Jalil movió la cabeza mientras se arrodillaba en el rincón de la azotea. Miró su reloj y volvió luego la vista hacia la pequeña estructura de hojalata que se alzaba a diez metros de distancia. Bahira se retrasaba; o no había podido salir de casa, o se había dormido, o había decidido no arriesgar la vida para estar con él.

O, lo peor de todo, había sido sorprendida y en aquellos momentos estaba delatándolo a la policía militar.

Jalil consideró su especial relación con el Gran Líder. No tenía la menor duda de que el coronel Gadafi los apreciaba a él y a sus hermanos y hermanas. El coronel le había permitido alojarse en su casa en el privilegiado recinto de Al Azziziyah, se había encargado de que su madre recibiese una pensión y de que él y sus hermanos y hermanas recibiesen educación.

– Tú estás destinado a vengar la muerte de tu padre -le había dicho el coronel hacía tan sólo seis meses.

– Estoy preparado para servirte a ti y a Alá -respondió Jalil, orgulloso.

– Nosotros no estamos preparados para ti, Asad -había dicho el coronel con una sonrisa-. Uno o dos años más, y empezaremos a entrenarte para que seas un luchador por la libertad.

Y ahora Asad lo estaba arriesgando todo, su vida, su honor, su familia… ¿por qué? Por una mujer. No tenía sentido pero… Estaba lo otro… Lo que él sabía pero no se resolvía a pensar… Lo de su madre y Muammar al-Gadafi… Sí, había algo allí, y él sabía lo que era, y era lo mismo que lo había llevado hasta la azotea a esperar a Bahira.

Pensó que si la relación entre su madre y el Gran Líder no era un pecado, entonces no toda relación sexual fuera del matrimonio era pecaminosa. Muammar al-Gadafi no haría nada pecaminoso, nada que estuviese fuera de la Sharia, la conducta aceptada. Por lo tanto, si Asad Jalil era apresado, llevaría su caso directamente al Gran Líder y explicaría su confusión con respecto a aquellos asuntos. Explicaría que fue el padre de Bahira quien llevó a casa la revista alemana que mostraba fotos de hombres y mujeres desnudos, y era aquella inmundicia de Occidente lo que lo había corrompido.

Bahira había encontrado la revista escondida en su casa detrás de unos sacos de arroz y se la había enseñado a Jalil. Habían mirado juntos las fotografías, un pecado que les habría reportado una tanda de latigazos si hubieran sido sorprendidos cometiéndolo. Pero, en lugar de hacerles sentir repugnancia y i vergüenza, aquellas fotografías habían sido la causa de que hablaran de lo que estaba prohibido hablar. Ella le había dicho: «Quiero mostrarme a ti como estas mujeres. Quiero mostrarte todo lo que tengo. Quiero verte, Asad, y tocar tu piel.»

Y así, Satán había entrado en ella y a través de ella había entrado en él. Asad había leído la historia de Adán y Eva en el libro hebreo del Génesis, y su mousyed, su maestro espiritual, le había dicho que las mujeres eran débiles y lascivas y habían cometido el pecado original y atraerían a los hombres al pecado si los hombres no eran fuertes.

Y, sin embargo…, pensó, hasta grandes hombres como el coronel podían ser corrompidos por las mujeres. Si lo llevaban preso, explicaría todo aquello al coronel. Quizá no lapidaran a Bahira y los dejaran ir con sólo unos latigazos.

La noche era fría, y Jalil se estremeció. Permaneció arrodillado en la alfombra con el Corán en las manos. A las dos y diez, sonó un ruido en la escalera, y, al levantar los ojos, vio una silueta oscura de pie en la puerta del alpende.

– Alá, ten piedad -musitó.

CAPÍTULO 15

– Tenemos un fuerte viento de costado. Es ese viento sur que sopla del desierto. ¿Cómo se llama? -preguntó el teniente Chip Wiggins.

– Se llama el viento sur que sopla del desierto -respondió el teniente Bill Satherwaite.

– Exacto. De todos modos, será un viento de cola soberbio para largarnos de allí… y con cuatro bombas menos de peso.

Satherwaite masculló una respuesta.

Wiggins miró por el parabrisas a la oscura noche. No tenía ni idea de si vería amanecer. Pero sabía que si llevaban a cabo su misión serían unos héroes… aunque héroes anónimos. Porque aquélla no era una guerra ordinaria, era una guerra contra terroristas internacionales cuyo radio de acción se extendía mucho más allá de Oriente Medio. Por eso, los nombres de los pilotos participantes en la misión no se comunicarían a la prensa ni al público y quedarían clasificados como material de alto secreto. Había en todo aquello algo que irritaba a Wiggins; era el reconocimiento de que los malos podían proyectar su poder hasta el corazón mismo de Norteamérica y vengarse en los pilotos y tripulantes o en sus familias. Por otra parte, aunque no habría desfiles ni ceremonias públicas de homenaje, aquel anonimato lo hacía sentirse un poco más cómodo. Mejor ser un héroe anónimo que un objetivo terrorista con nombre y apellidos.

Continuaban volando en dirección este sobre el Mediterráneo. Wiggins pensó en cuántas guerras se habían librado en torno a aquel antiguo mar y especialmente en las costas de África del Norte… los fenicios, los egipcios, los griegos, los cartagineses, los romanos, los árabes, continuamente durante miles de años hasta la segunda guerra mundial… los italianos, el Afrika Korps alemán, los británicos, los norteamericanos… El mar y las arenas de África del Norte eran una inmensa tumba de soldados, marineros y aviadores. A las costas de Trípoli -se dijo para sus adentros, consciente de que no era el único aviador que esa noche pensaba en aquellas palabras-. Libraremos las batallas de nuestro país…

– ¿Tiempo para virar? -preguntó Satherwaite.

Wiggins salió de sus ensoñaciones y comprobó su posición.

– Doce minutos.

– Atento al reloj.

– De acuerdo.

Doce minutos después, la formación inició un viraje de noventa grados en dirección sur. La escuadrilla entera, con la excepción de los aviones cisterna, volaba rumbo a la costa libia. Satherwaite accionó los reguladores de combustible, y el F-111 aumentó su velocidad.

Bill Satherwaite consultó el reloj y los instrumentos de vuelo. Se estaban aproximando al punto en que comenzarían los preparativos y perfiles dé ataque. Observó que su velocidad en aire era de 480 nudos y su altitud de 7 500 metros. Estaban a menos de 350 kilómetros de la costa y se dirigían en línea recta hacia Trípoli. Oyó en la radio una serie de chasquidos, a los que respondió de la misma manera, y, con el resto de la escuadrilla, inició el descenso.

Satherwaite se sentía inclinado a comenzar ya las listas de comprobación finales pero sabía que era un poco pronto, que cabía la posibilidad de alcanzar la altitud de ataque antes de tiempo, y ésa no era una forma inteligente de entrar en combate. Esperó.

Wiggins carraspeó, lo que por el interfono sonó como un rugido, y ambos se sobresaltaron.

– Ciento cincuenta kilómetros hasta lo seco -dijo Wiggins, utilizando la expresión usada entre aviadores para designar la tierra.

– Recibido.

Ambos miraron la pantalla de radar pero no había nada que saliera de Libia para recibirlos. Al llegar a sólo cien metros sobre el nivel del mar pasaron a vuelo horizontal.

– Ciento veinte kilómetros.

– Muy bien, empecemos la revisión de ataque.

– Listo.

Satherwaite y Wiggins comenzaron la letanía de la lista de comprobación y las revisiones. Justo en el momento en que terminaron, Wiggins levantó los ojos y vio las luces de Trípoli al frente.

– Ahí está.

Satherwaite alzó también la vista y asintió con la cabeza. Movió la palanca hidráulica de posición del ala, y las alas extendidas del F-111 empezaron a inclinarse hacia la cola, como las de un halcón que divisara a su presa en el suelo.

Wiggins notó que se le habían acelerado un poco los latidos del corazón y se dio cuenta de que tenía mucha sed.

Satherwaite volvió a incrementar la velocidad mientras los F-111 se aproximaban en formación a la costa. Volaban ahora a quinientos nudos. Era la una y cincuenta minutos. Pocos minutos después romperían la formación y pondrían rumbo a sus objetivos individuales en Trípoli y sus alrededores.

Wiggins escuchó atentamente el silencio de sus auriculares y luego oyó un gorjeo que indicaba la detección de un radar. Miró rápidamente la pantalla de su radar. Oh, mierda.

– Alerta misil tierra-aire en la una -dijo con la mayor serenidad de que fue capaz.

Satherwaite asintió con la cabeza.

– Supongo que están despiertos.

– Me gustaría darle una patada en los huevos a aquel oficial instructor.

– Él no es el problema, y tampoco lo son estos misiles.

– Cierto…

El F-111 volaba demasiado bajo y a demasiada velocidad para que los misiles pudieran hacer blanco pero, a cien metros de altitud ahora, estaban de lleno en el objetivo de los cañones antiaéreos.

Wiggins vio cómo dos misiles se elevaban en su pantalla de radar y esperó que aquellos trastos de fabricación soviética no pudiesen localizarlos a la velocidad y altura que llevaban. Pocos segundos después, Wiggins divisó por estribor a los dos misiles, que ascendían hacia el cielo nocturno con sus ardientes colas de llamas rojas y anaranjadas.

– Un derroche de costoso combustible para cohetes -comentó Satherwaite con sequedad.

Ahora le correspondió a Wiggins guardar silencio. Se había quedado sin habla. En absoluto contraste con él, Satherwaite se mostraba locuaz y continuó hablando de la forma del litoral y de la ciudad de Trípoli y de otras cuestiones triviales. Wiggins sentía deseos de decirle que se callara y pilotase el aparato.

Sobrevolaron la costa, y bajo ellos yacía Trípoli. Satherwaite observó que, a pesar de la incursión aérea, el alumbrado público continuaba encendido.

– Idiotas. -Tuvo un atisbo del Arco de Marco Aurelio y dijo a Wiggins-: Ahí está tu arco. En las nueve.

Pero Wiggins había perdido interés por la historia, y toda su atención se centraba en el presente.

– Vira.

Satherwaite se separó de la formación y puso rumbo hacia Al Azziziyah.

– ¿Cómo dijiste esa palabra?

– ¿Cuál?

– El sitio adónde vamos.

Wiggins sintió que el cuello se le cubría de sudor mientras repartía su atención entre los instrumentos, el radar y las observaciones visuales directas a través del parabrisas.

– ¡Mierda! ¡Triple A!

– ¿Estás seguro? Creía que era Al y algo.

A Wiggins no le agradó el súbito humor de Satherwaite.

– Al Azziziyah -replicó-. ¿Qué carajo importa eso ahora?

– Tienes razón -respondió Satherwaite-. Mañana lo llamarán ruinas. -Y soltó una carcajada.

Wiggins rió también, pese a que estaba tremendamente asustado. Arcos de balas trazadoras disparadas por la artillería rasgaban la negrura de la noche muy cerca de su avión. No podía creer que realmente le estuvieran disparando. Era horrible. Pero resultaba excitante también.

– Al Azziziyah, eso es. Listos.

– Ruinas -respondió Wiggins-. Ruinas, cascotes, sangre y destrucción. Listo para lanzar. Que te jodan, Muammar.

CAPÍTULO 16

– Asad.

A Asad Jalil casi se le paró el corazón.

– Sí… sí, por aquí. ¿Estás sola? -preguntó en un susurro.

– Claro. -Bahira caminó en dirección al lugar de donde provenía su voz y lo vio arrodillado sobre la alfombra de oración.

– Agáchate -murmuró él roncamente.

Bahira se encorvó bajo el parapeto mientras avanzaba hacia él. Luego, se arrodilló a su vez en la alfombra de oración, enfrente de Asad.

– ¿Va todo bien?

– Sí. Pero te has retrasado.

– He tenido que eludir a los guardias. El Gran Líder…

– Sí, lo sé.

Asad Jalil miró a Bahira bajo la luz de la luna. Llevaba la flotante túnica blanca que era el atuendo habitual de una joven al anochecer, y también llevaba velo y echarpe. Era tres años mayor que él y había llegado a una edad en que la mayoría de las mujeres de Libia ya estaban casadas o prometidas. Pero su padre había rechazado a numerosos pretendientes, y los más ardientes de ellos habían sido exiliados de Trípoli. Asad sabía que si su propio padre viviera, las dos familias habrían accedido sin duda alguna a la boda entre él y Bahira. Pero, aunque su padre era un héroe y un mártir, el hecho era que estaba muerto y que la familia Jalil no gozaba de una posición elevada, salvo como pensionistas privilegiados del Gran Líder. Por supuesto, había una relación entre el Gran Líder y la madre de Asad pero se trataba de un pecado y no servía.

Permanecieron arrodillados uno frente a otro en silencio. Los ojos de Bahira se posaron en el Corán que reposaba en el ángulo de la alfombra, y luego pareció reparar en la alfombra misma. Miró a Asad, cuya expresión parecía decir: «Si vamos a cometer el pecado de fornicación, ¿qué importa que cometamos además una blasfemia?»

Bahira asintió con la cabeza en silencio.

Fue ella quien tomó la iniciativa y apartó a un lado el velo que le cubría la cara. Sonreía pero Jalil pensó que se trataba de una sonrisa de azoramiento por estar sin velo a menos de un metro de distancia de un hombre.

Se quitó el echarpe de la cabeza y se soltó los cabellos, que cayeron en largas hebras rizadas sobre sus hombros.

Asad Jalil inspiró profundamente y la miró fijamente a los ojos. Era hermosa, pensó, aunque tenía poco con que comparar. Carraspeó.

– Eres muy hermosa -dijo.

Ella sonrió, extendió los brazos y le tomó las manos en las suyas.

Jalil nunca había cogido las manos de una mujer y le sorprendió lo pequeñas y suaves que eran las de Bahira. Su piel era cálida, más cálida que la suya, probablemente como consecuencia del ejercicio realizado al recorrer los trescientos metros que separaban su casa de aquel lugar. Observó también que las manos de Bahira estaban secas y las suyas, en cambio, húmedas. Se acercó más, siempre de rodillas, y percibió el aroma de flores que emanaba de ella. Al moverse, descubrió que estaba completamente excitado.

Ninguno de los dos parecía saber qué hacer después. Finalmente, Bahira le soltó las manos y empezó a acariciarle la cara. Él la imitó. Ella se acercó más y sus cuerpos se tocaron; luego se abrazaron, y él notó sus pechos bajo su túnica. Asad Jalil estaba loco de deseo pero una parte de su cerebro se encontraba en otro lugar, un instinto primitivo le estaba diciendo que se mantuviese alerta.

Antes de que Asad advirtiera lo que sucedía, Bahira había retrocedido y se estaba desabrochando la túnica.

Jalil la miró y aguzó los oídos en busca de alguna señal de peligro. Si eran descubiertos entonces, podían darse por muertos.

– ¿Qué esperas, Asad? -la oyó decir.

La miró mientras se arrodillaba ante él. Ahora estaba completamente desnuda, y miró fijamente sus pechos, luego su vello pubiano, luego sus muslos y finalmente de nuevo la cara.

– Asad.

Él se sacó la blusa por la cabeza; luego dejó deslizarse hasta los tobillos el pantalón y el calzoncillo y los apartó con el pie.

Ella lo miró a la cara, evitando posar los ojos sobre su erecto pene, pero luego los bajó a lo largo de su cuerpo.

Asad no sabía muy bien qué hacer. Había creído que lo sabría, conocía la postura que adoptarían, pero no estaba seguro de cómo llegar hasta ella.

De nuevo Bahira tomó la iniciativa y se tendió de espaldas sobre la alfombra de oración, apoyando la cabeza en sus ropas.

Asad se abalanzó hacia adelante y se encontró encima de ella y sintió sus firmes pechos y su cálida piel bajo la suya propia. Advirtió que las piernas de Bahira se separaban y notó que la punta de su pene tocaba carne húmeda y caliente. En un instante estuvo a medias dentro de ella. Bahira lanzó un leve grito de dolor. Él empujó más, venció la resistencia y la penetró completamente. Antes de que pudiera moverse, notó que las caderas de Bahira se elevaban y descendían, se elevaban y descendían, y súbitamente descargó dentro de ella.

Permaneció inmóvil, tratando de recobrar el aliento, pero ella continuó alzando y descendiendo las caderas, aunque Asad no sabía por qué lo hacía después de que él había quedado ya satisfecho. Bahira empezó a gemir y a respirar pesadamente; luego comenzó a decir su nombre:

– Asad, Asad, Asad…

Rodó a un lado y quedó tendido boca arriba, mirando al cielo nocturno. La media luna se estaba poniendo por el oeste, las estrellas tenían un resplandor mortecino sobre el recinto iluminado, en pálido remedo de las brillantes estrellas que fulgían en el desierto.

– Asad.

Él no respondió. Su mente no podía comprender aún lo que acababa de hacer.

Bahira se acercó más a él, de modo que sus hombros y sus piernas se tocaban, pero el deseo había huido de Asad.

– ¿Estás enfadado? -preguntó ella.

– No. -Se incorporó hasta quedar sentado-. Deberíamos vestirnos.

Ella se incorporó también y apoyó la cabeza en su hombro.

Asad deseaba apartarse de ella pero no lo hizo. En su mente comenzaban a brotar ideas preocupantes. ¿Y si se quedaba embarazada? ¿Y si quería repetir aquello? La próxima vez seguro que los pillaban o ella se quedaba embarazada. En cualquiera de ambos casos podría morir uno de los dos, o los dos. La ley no estaba clara en algunos puntos, y eran generalmente las familias quienes decidían cómo había que actuar ante la deshonra. Conociendo al padre de Bahira, no podía imaginar clemencia para ninguno de los dos. Por alguna razón que no podía comprender, exclamó:

– Mi madre ha estado con el Gran Líder.

Bahira no respondió.

Jalil se enfureció consigo mismo por revelar aquel secreto. No sabía por qué lo había hecho ni sabía tampoco qué sentía por aquella mujer. Era vagamente consciente de que volvería a nacer su deseo hacia ella y por eso sabía que debía mostrarse cortés. Sin embargo, hubiera deseado encontrarse en cualquier sitio menos allí. Vio sus ropas en el extremo de la alfombra de oración. Advirtió también una mancha oscura en la parte de la alfombra donde ella había estado tendida.

Bahira lo rodeó con un brazo y con la otra mano le acarició el muslo.

– ¿Crees que nos permitirían casarnos? -preguntó.

– Tal vez.

Pero no lo creía. Miró la mano de ella sobre su muslo y advirtió entonces la sangre que tenía en el pene. Comprendió que debería haber llevado agua para lavarse.

– ¿Hablarás con mi padre? -preguntó ella.

– Sí -respondió, aunque no sabía si lo haría.

Casarse con Bahira Nadir, hija del capitán Habib Nadir, sería una buena cosa pero podría resultar peligroso pedirlo. Se preguntó si las viejas la examinarían y descubrirían que había perdido la virginidad. Se preguntó si estaría embarazada. Se preguntó muchas cosas, y no era la menos importante si quedaría impune el pecado que había cometido.

– Debemos irnos -dijo.

Pero ella no hizo ademán de separarse.

Continuaron sentados juntos. Jalil estaba empezando a ponerse nervioso.

Bahira comenzó a hablar pero Jalil la hizo callar. Tenía la inquietante sensación de que estaba sucediendo algo que él necesitaba conocer.

Su madre le había dicho una vez que, al igual que su tocayo, el león, había sido bendecido con un sexto sentido, o segunda vista, como lo llamaban las viejas. Él había dado por supuesto que, sin necesidad de ver ni oír nada, todo el mundo podía percibir el peligro o la proximidad de un enemigo. Pero había acabado comprendiendo que esta sensibilidad era un don especial y ahora se daba cuenta de que lo que había estado percibiendo toda la noche no tenía nada que ver con Bahira, ni con la policía militar ni con la posibilidad de ser sorprendido en fornicación; guardaba relación con algo distinto pero aún no sabía de qué se trataba. Lo único que sabía con seguridad era que algo marchaba mal allá fuera.

Chip Wiggins trató de ignorar las líneas que las balas trazadoras dibujaban ante su carlinga. No tenía, ni en su vida ni en todo su período de instrucción militar, ningún punto de referencia para lo que estaba sucediendo. La escena que se desarrollaba a su alrededor era tan irreal que no podía interpretarla como un peligro mortal. Se concentró en las pantallas de los instrumentos que componían la consola de vuelo que tenía delante. Carraspeó y se dirigió a Satherwaite:

– Estamos llegando.

Satherwaite se dio por enterado con voz carente de inflexiones.

– Menos de dos minutos para el objetivo -dijo Wiggins.

– Recibido.

Satherwaite sabía que ahora debía activar los quemadores adicionales para incrementar la velocidad pero ello produciría una estela muy larga y muy visible de gases tras el aparato, lo que atraería hacia él las bocas de todos los cañones. No se esperaba que hubiera tanto fuego antiaéreo, pero lo había y debía tomar una decisión.

– Quemadores adicionales, Bill -dijo Wiggins.

Satherwaite vaciló. El plan de ataque exigía la mayor velocidad que proporcionarían los quemadores adicionales. Si no, corría el peligro de que su compañero de escuadrilla -Remit 22-, que estaba a sólo treinta segundos por detrás de él, lo embistiera por la cola.

– Bill…

– Está bien.

Satherwaite activó los quemadores adicionales, y el F-111 saltó hacia adelante. Tiró de la palanca, y el morro del aparato se alzó. Satherwaite miró un instante por encima del panel de vuelo y vio una complicada maraña de letales trayectorias pasar de largo por el costado de babor.

– Esos gilipollas no saben apuntar.

Wiggins no estaba tan seguro.

– Sobre el objetivo, treinta segundos para lanzar.

Bahira cogió del brazo a su amante.

– ¿Qué ocurre, Asad?

– Calla.

Escuchó atentamente y le pareció oír gritar a alguien a lo lejos. Un vehículo se puso en marcha cerca de ellos. Gateó hasta su ropa y se puso la blusa. Luego se irguió y atisbo por encima del parapeto. Sus ojos escrutaron el terreno del recinto cercado. Después, algo en el horizonte atrajo su atención, y miró al norte y al este, en dirección a Trípoli.

Bahira estaba ahora a su lado, tapándose los pechos con la ropa.

– ¿Qué pasa? -preguntó insistentemente.

– No lo sé. Estate callada.

Algo marchaba terriblemente mal pero, fuera lo que fuese, no se podía ver ni oír aún, aunque él lo sentía ahora con extraordinaria intensidad. Clavó la vista en la noche y escuchó.

Bahira atisbo también por encima del parapeto.

– ¿Guardias?

– No. Algo… por allí…

Entonces lo vio, incandescentes regueros de brillante fuego elevándose desde el resplandor de la ciudad de Trípoli hacia el oscuro firmamento que se extendía sobre el Mediterráneo.

Bahira los vio también.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Misiles. -En nombre de Alá, el misericordioso…-. Misiles y fuego antiaéreo.

Bahira le apretó el brazo.

– Asad…, ¿qué está pasando?

– Ataque enemigo.

– ¡No! ¡No! Oh, por favor… -Se dejó caer al suelo y empezó a vestirse-: Debemos ir a los refugios.

– Sí. -Se puso el pantalón y los zapatos, olvidando el calzoncillo.

De pronto, el estridente aullido de una sirena de alarma aérea rasgó la noche. Varios hombres empezaron a gritar y a salir corriendo de los edificios circundantes, se oyó un estruendo de motores que se ponían en marcha, las calles se llenaron de ruido.

Bahira empezó a correr descalza hacia la escalera pero Jalil la alcanzó y la hizo agacharse.

– ¡Espera! No puedes dejar que te vean salir de este edificio. Espera a que los demás lleguen antes a los refugios.

Ella lo miró y asintió con la cabeza.

Seguro de que se quedaría donde estaba, Jalil volvió al parapeto y miró hacia la ciudad.

– En nombre de Alá…

Brotaban grandes llamaradas en Trípoli, y ahora podía ver y sentir las distantes explosiones, semejantes al retumbante trueno del desierto.

Luego, sus ojos captaron algo; y vio una sombra borrosa que se abalanzaba hacia él, recortándose sobre las luces y los incendios de Trípoli. De la sombra emergía un enorme penacho rojo y blanco, y Jalil comprendió que estaba mirando los gases de los tubos de escape de un reactor que volaba en línea recta hacia él. Se quedó inmóvil, paralizado por el terror, y ni un solo grito pudo brotar de su garganta.

Bill Satherwaite apartó de nuevo los ojos de las pantallas electrónicas y echó otro rápido vistazo a través del parabrisas. Delante de ellos pudo reconocer en la oscuridad la vista aérea de Al Azziziyah que había contemplado cien veces en fotos tomadas por satélite.

– Preparado -dijo Wiggins.

Satherwaite volvió nuevamente su atención a las pantallas y se concentró en la tarea de pilotar el avión y en la pauta de lanzamiento de bombas que ejecutaría pocos segundos después.

– Tres, dos, uno, ya -dijo Wiggins.

Satherwaite sintió inmediatamente que el avión se tornaba más ligero y pugnó por controlarlo mientras daba comienzo a las maniobras evasivas a gran velocidad que les permitirían largarse de allí a toda prisa.

Wiggins estaba accionando los mandos que guiaban mediante rayos láser las bombas de mil kilos, haciéndoles seguir sus trayectorias hasta los objetivos previamente asignados.

– Buscando… -dijo-, buena imagen… lo tengo… avanzando… avanzando… ¡impacto! Una, dos, tres, cuatro. ¡Precioso!

No pudieron oír las detonaciones de las cuatro bombas en el interior del complejo de Al Azziziyah, pero ambos podían imaginar el estruendo y las llamaradas de las explosiones.

– Larguémonos de aquí -dijo Satherwaite.

– Adiós, señor árabe -añadió Wiggins.

Asad no podía dejar de mirar la increíble cosa que avanzaba hacia él dejando una estela de fuego tras de sí.

De pronto, el reactor atacante se elevó en el cielo nocturno y su rugido lo ahogó todo, excepto el grito de Bahira Nadir.

El reactor desapareció y el estruendo amainó, pero Bahira continuó gritando y gritando.

– ¡Cállate! -ordenó Jalil. Bajó la vista hacia la calle y vio que dos soldados miraban en su dirección. Se agazapó bajo el parapeto. Bahira estaba sollozando ahora.

Mientras pensaba qué hacer a continuación, la azotea saltó bajo sus pies y lo arrojó violentamente al suelo. Al instante, una enorme explosión sonó cerca de él. Luego hubo otra explosión, y otra, y otra. Se tapó los oídos con las manos. La tierra tembló, sintió el cambio de presión, le chasquearon los oídos y su boca se abrió en un grito silencioso. Una oleada de calor se abatió sobre él, el firmamento se tiñó de un color rojo sangre y trozos de piedras, cascotes y tierra empezaron a caer del cielo. Ten misericordia, Alá. Sálvame… El mundo estaba siendo destruido a su alrededor. No tenía aire en los pulmones y pugnó por tomar aliento. Todo se hallaba extrañamente silencioso, y se dio cuenta de que estaba sordo. También se dio cuenta de que se había orinado encima.

Poco a poco, fue recuperando la audición, y advirtió que Bahira estaba gritando de nuevo en un estallido de puro y absoluto terror. La muchacha se puso en pie, avanzó tambaleándose hasta el parapeto del otro extremo y empezó a gritar hacia el patio que se extendía abajo.

– ¡Calla!

Corrió hasta ella y la agarró del brazo, pero Bahira se desasió y empezó a correr por todo el perímetro del parapeto, sembrado de cascotes, gritando con todas sus fuerzas.

Cuatro explosiones más resonaron en el extremo este del complejo.

Jalil vio en la azotea contigua a varios hombres que montaban una ametralladora antiaérea. Bahira los vio también y extendió los brazos hacia ellos, gritando:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Ellos la vieron pero continuaron montando la ametralladora.

– ¡Ayudadme! ¡Socorro!

Jalil la agarró por detrás y la tiró al suelo.

– ¡Cállate!

Bahira luchó contra él, y Jalil se sintió asombrado de su fuerza. Continuó gritando, se desasió de sus brazos y le clavó las uñas en la cara, abriéndole largos arañazos en las mejillas y en el cuello.

De pronto, la ametralladora instalada en el edificio contiguo abrió fuego, y el tableteo sonó mezclado con el aullido de la sirena y el fragor de explosiones lejanas. Balas trazadoras rojas brotaban de la ametralladora, y esto hizo que Bahira gritara de nuevo.

Jalil le tapó la boca con la mano pero ella le mordió un dedo. Luego le dio un rodillazo en la ingle, y él retrocedió tambaleándose.

Bahira estaba completamente histérica, y no veía cómo podría calmarla.

Pero había una manera.

Le rodeó el cuello con las manos y apretó.

El F-111 se alejó en dirección sur sobre el desierto, luego Satherwaite inclinó el avión a estribor y le hizo describir un cerrado giro de ciento cincuenta grados que los llevaría de nuevo a la costa, a cien kilómetros al oeste de Trípoli.

– Un vuelo perfecto, jefe -dijo Wiggins.

Satherwaite no hizo ningún comentario al respecto, pero pidió:

– Atento a ver si aparece la fuerza aérea libia, Chip.

Wiggins manipuló los mandos de su pantalla de radar.

– Cielos despejados. Los pilotos de Gadafi ahora están lavándose la ropa interior.

– Esperemos. -El F-111 no tenía misiles aire-aire, y los idiotas que lo diseñaron ni siquiera lo habían equipado con una ametralladora Gatling, de modo que su única defensa contra otro reactor era la velocidad y la agilidad de maniobra-. Esperemos -repitió, y transmitió una señal de radio indicando que Karma 57 figuraba entre los vivos.

Permanecieron en silencio aguardando las otras señales. Y finalmente empezaron a llegar: Remit 22, con Terry Waycliff a los mandos y Bill Hambrecht como oficial de sistemas de armamento; Remit 61, con Bob Callum y Steve Cox; Elton 38, con Paul Grey y Jim McCoy.

Toda su escuadrilla había salido ilesa.

– Espero que los demás estén bien -dijo Wiggins.

Satherwaite asintió con la cabeza. Hasta el momento, la misión se desarrollaba perfectamente y eso lo hacía sentirse bien. Le gustaba que todo saliese conforme a lo planeado. Aparte de los misiles y la Triple A, que de todos modos no le habían causado ningún daño ni a él ni a sus compañeros, ésta podría haber sido una misión de entrenamiento con bombas reales en el desierto del Mojave. «Una perita en dulce», anotó Satherwaite en su cuaderno de ruta,

– Coser y cantar -convino Wiggins.

Asad Jalil continuó apretando, y finalmente Bahira dejó de gritar. Lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos. Apretó con más fuerza, y ella empezó a retorcerse y a agitarse. Volvió a apretar con más fuerza aún, y los movimientos se convirtieron en espasmos musculares. Luego, incluso éstos cesaron. Mantuvo la presión sobre la garganta de Bahira y miró sus ojos, completamente abiertos y fijos ya.

Contó hasta sesenta y retiró las manos. Había resuelto el problema del presente y todos los problemas del futuro con un acto relativamente sencillo.

Se puso en pie, depositó el Corán sobre la alfombra de oración, que seguidamente enrolló, ató y se echó al hombro, y, bajando la escalera del edificio, salió a la calle.

Todas las luces del complejo militar estaban apagadas, y atravesó la oscuridad en dirección a su casa. Con cada paso que se alejaba del edificio en cuya azotea yacía muerta Bahira, se alejaba también, física y mentalmente, de cualquier implicación con la muchacha muerta.

Delante de él había un edificio en ruinas, y a la luz de las llamas que envolvían la estructura vio soldados muertos por todo su alrededor. La cara de un hombre lo miraba fijamente, con la blanca piel enrojecida por el reflejo de las llamas. Los ojos habían reventado, y le brotaba sangre de las cuencas, de la nariz, de los oídos, de la boca. Jalil luchó por reprimir la náusea que le levantaba el estómago pero le llegó una vaharada de carne quemada, y vomitó.

Descansó un momento y luego continuó, llevando todavía su alfombra de oración.

Deseaba rezar pero el Corán prohibía específicamente que un hombre rezase después de haber copulado con una mujer, a menos que antes se lavara la cara y las manos.

Vio una cisterna rota que vertía agua por el costado de un edificio, y se detuvo para lavarse la cara y las manos; luego se lavó la sangre y la orina de sus genitales.

Continuó andando, recitando largos pasajes del Corán, orando por la seguridad de su madre, sus hermanas y sus hermanos.

Vio hogueras que llameaban en la dirección hacia donde él se encaminaba, y echó a correr.

Aquella noche, pensó, había comenzado en pecado y terminado en infierno. La lujuria conducía al pecado, el pecado conducía a la muerte. Las llamas del averno crepitaban a su alrededor. El Gran Satán mismo los había castigado a él y a Bahira. Pero Alá el misericordioso le había perdonado la vida, y mientras corría rogaba porque Alá hubiera salvado también a su familia.

También rogó por la familia de Bahira y por el Gran Líder.

Mientras corría a través de las ruinas de Al Azziziyah, Asad Jalil, de dieciséis años de edad, comprendió que había sido puesto a prueba por Satán y por Alá, y que de aquella noche de pecado, muerte y fuego emergería convertido en un hombre.

CAPÍTULO 17

Asad Jalil continuó corriendo hacia su casa. Había más personas en aquella zona del distrito, soldados, mujeres, unos cuantos niños, y todos corrían o caminaban lentamente, como aturdidos; se dio cuenta de que algunos estaban de rodillas, rezando.

Jalil dobló una esquina y se paró en seco. La hilera de casas de estuco adosadas en que vivía parecía extrañamente diferente.

Advirtió luego que no había postigos en las ventanas y reparó en los escombros desparramados por la plaza situada ante las casas. Pero más extraño aún era el hecho de que la luz de la luna penetraba a través de las ventanas y las puertas abiertas. Se dio cuenta de pronto de que los tejados se habían hundido en el interior de los edificios y habían hecho saltar puertas, ventanas y postigos. Alá, te lo ruego, por favor, no…

Sintió como si estuviera a punto de desmayarse. Inspiró profundamente y corrió hacia su casa, tropezando con pedazos de cemento y dejando caer la alfombra de oración, hasta llegar finalmente a la puerta de entrada. Titubeó un momento y luego se precipitó al interior, en dirección a lo que había sido la estancia delantera.

Toda la azotea se había desplomado sobre la estancia, cubriendo el suelo embaldosado, las alfombras y los muebles de losas de cemento rotas, vigas de madera y estuco. Levantó la vista hacia el firmamento despejado. En nombre del misericordioso…

Cogió aire nuevamente y trató de dominarse. En la pared del fondo estaba el armario de madera y ladrillo que había construido su padre. Jalil avanzó por encima de los cascotes hasta el armario, cuyas puertas estaban abiertas. Encontró dentro la linterna y la encendió.

Paseó por la habitación el fino y potente haz luminoso y entonces pudo ver toda la amplitud de los daños producidos. De la pared colgaba aún una fotografía enmarcada del Gran Líder, y esto le tranquilizó en cierto modo.

Sabía que tenía que entrar en los dormitorios, pero no se decidía a enfrentarse a lo que podría haber allí.

Finalmente, se dijo a sí mismo: Tienes que ser un hombre. Debes ver si están muertos o vivos.

Avanzó hacia una abertura arqueada que conducía a los aposentos posteriores de la casa. La cocina y el comedor habían sufrido los mismos daños que la estancia delantera. Observó que todos los platos y cuencos de cerámica de su madre habían caído de sus anaqueles.

Atravesó aquella escena de destrucción hasta llegar a un pequeño patio interior, en el que se abrían tres puertas que daban a los tres dormitorios. Empujó la puerta de la habitación que había compartido con sus dos hermanos, Esam, de cinco años, y Qadir, de catorce. Esam era hijo póstumo de su padre, siempre enfermizo y mimado por sus hermanas y su madre. El propio Gran Líder había mandado llamar una vez a un médico europeo para que lo examinara durante una de sus enfermedades. Qadir, sólo dos años menor que Asad, estaba muy desarrollado para su edad, y a veces lo tomaban por gemelo suyo. Asad Jalil albergaba la esperanza y el sueño de que Qadir y él ingresaran juntos en el ejército, se hicieran grandes guerreros y se convirtieran finalmente en comandantes del ejército y ayudantes del Gran Líder.

Asad Jalil se aferraba a esta imagen mientras empujaba la puerta, que ofrecía cierta resistencia. Empujó con más fuerza y finalmente logró introducirse por la estrecha abertura y penetrar en el cuarto.

En la pequeña habitación había tres camas individuales, la suya, que estaba aplastada bajo una losa de cemento, la cama de Qadir, sepultada también bajo cascotes de cemento, y la cama de Esam, sobre la que Asad pudo ver una enorme viga.

Jalil trepó sobre los escombros hasta la cama de Esam y se arrodilló a su lado. El pesado madero había caído longitudinalmente encima del lecho, y debajo del madero, debajo de la manta, yacía el cuerpo aplastado y sin vida de Esam. Jalil se cubrió la cara con las manos y lloró.

Cuando consiguió calmarse un poco, se volvió hacia la cama de Qadir. Todo el lecho se hallaba sepultado bajo un trozo del techo de cemento y estuco. Alumbró con la linterna el montón de cascotes y vio una mano y un brazo que asomaban bajo los pedazos de cemento. Se inclinó y agarró la mano pero al instante soltó la carne muerta.

Lanzó un largo y quejumbroso gemido y se arrojó sobre el montón de cascotes que cubría la cama de Qadir. Lloró durante uno o dos minutos, pero luego comprendió que debía encontrar a los demás. No sin esfuerzo, se puso en pie.

Antes de salir de la habitación, se volvió, proyectó de nuevo el haz de la linterna sobre su cama y miró como hipnotizado la losa de cemento bajo la que yacía aplastado el lecho en el que él había estado tendido hacía solamente unas horas.

Jalil cruzó el pequeño patio y empujó la astillada puerta de la habitación de sus hermanas. La puerta se había salido de sus goznes y cayó hacia adentro.

Sus hermanas, Adara, de nueve años, y Lina, de once, compartían una cama doble. Adara era una niña alegre por la que Jalil sentía una predilección especial, y se comportaba con ella más como un padre que como un hermano mayor. Lina era seria y estudiosa, una delicia para sus maestros.

Jalil no podía resolverse a dirigir sobre la cama la luz de la linterna, ni siquiera a mirarla. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, luego los abrió y proyectó el haz luminoso sobre la amplia cama. Dejó escapar una exclamación entrecortada. La cama estaba volcada y parecía como si la habitación entera hubiera sido sacudida por un gigante. Jalil vio entonces que la pared trasera exterior se había desplomado hacia adentro, y percibió un potente y acre olor a explosivos. Comprendió que la bomba había detonado no lejos de allí, y la onda expansiva había derrumbado la pared y había llenado la habitación de fuego y humo. Todo estaba carbonizado, zarandeado y reducido a fragmentos irreconocibles.

Pasó sobre los escombros amontonados junto a la puerta, dio unos pasos y se detuvo, petrificado, con una pierna delante de la otra. En el extremo del haz luminoso de la linterna había una cabeza cortada, de rostro carbonizado y ennegrecido y el pelo casi completamente quemado. Jalil no podía distinguir si era Lina o Adara.

Dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, tropezó, cayó, trepó a cuatro patas sobre los escombros y sintió que su mano tocaba un cuerpo inerte.

Se encontró tendido en el pequeño patio, encogido sobre sí mismo, sin poder ni querer moverse.

A lo lejos oía sirenas, vehículos, gritos y, más cerca, lamentos de mujeres. Jalil comprendió que habría muchos funerales en los próximos días y sería preciso excavar muchas tumbas, rezar muchas oraciones y consolar a muchos supervivientes.

Permaneció allí tendido, paralizado de dolor por la pérdida de sus dos hermanos y sus dos hermanas. Finalmente, trató de incorporarse pero sólo consiguió arrastrarse hacia la habitación de su madre. Observó que la puerta había desaparecido sin dejar rastro.

Se puso en pie y entró en la habitación. El suelo estaba relativamente limpio de escombros, y vio que el techo había resistido, aunque todo lo que había en la habitación, incluida la cama, parecía que hubiera sido arrastrado hacia la pared del fondo. Jalil vio que las cortinas y los postigos habían sido arrancados de las estrechas ventanas y comprendió que la onda expansiva había penetrado por aquellas ventanas y había llenado la estancia con una violenta explosión.

Corrió a la cama de su madre, que había sido arrojada contra la pared, y la vio allí tendida, despojada de su manta y su almohada y con el camisón y las sábanas cubiertas de polvo gris.

Al principio pensó que estaba dormida o que la violencia del choque contra la pared la había dejado inconsciente. Pero luego reparó en la sangre que tenía alrededor de la boca y en la que le había salido de los oídos. Recordó cómo a él casi le habían estallado los oídos y los pulmones a consecuencia de las explosiones y supo lo que le había sucedido a su madre.

La sacudió.

– ¡Madre! ¡Madre! -Continuó sacudiéndola-. ¡Madre!

Faridah Jalil abrió los ojos y trató de fijar la vista en su hijo mayor. Empezó a hablar pero tosió y escupió una espuma sanguinolenta.

– ¡Madre! ¡Soy Asad!

Ella movió levemente la cabeza.

– Madre, voy a buscar ayuda…

Ella le agarró el brazo con sorprendente fuerza y sacudió la cabeza. Le estiró del brazo, y Asad comprendió que quería que se acercase.

Asad Jalil se inclinó sobre ella de tal modo que su rostro quedó a unos centímetros del de su madre.

Ésta intentó hablar de nuevo pero volvió a escupir sangre, cuyo olor llegó ahora hasta Jalil.

– Te pondrás bien, madre. Voy a buscar a un médico.

– ¡No! -replicó ella.

Le sorprendió oír su voz, que no se parecía en nada a la voz de su madre. Le preocupaba la posibilidad de que tuviese lesiones internas que le produjeran hemorragias. Pensó que tal vez pudiera salvarla si la llevaba al hospital del distrito. Pero ella no le dejaba irse. Sabía que se estaba muriendo y quería tenerlo a su lado cuando exhalase su último aliento.

La mujer le susurró al oído:

– ¿Qadir… Esam… Lina… Adara…?

– Sí… Están bien. Están… Estarán… -Asad se encontró sollozando tan intensamente que no pudo continuar.

– Mis pobres hijos… mi pobre familia… -susurró Faridah.

Asad lanzó un largo gemido y luego clamó:

– Alá, ¿por qué nos has abandonado?

Lloró sobre el pecho de su madre, sintió bajo su mejilla los latidos de su corazón y oyó su susurro:

– Mi pobre familia…

Luego, su corazón se detuvo, y Asad Jalil permaneció muy quieto, aguzando el oído, esperando que su pecho se elevara y descendiera de nuevo. Esperó.

Continuó largo tiempo apoyado sobre sus pechos, luego se levantó y salió de la habitación. Vagó en estado de trance por entre los escombros de su hogar, y se encontró fuera, delante de la casa. Quedó allí contemplando la escena de caos que lo rodeaba. Cerca, alguien gritó:

– ¡Toda la familia Atiyeh está muerta!

Los hombres maldecían, las mujeres lloraban, los niños gritaban, llegaban ambulancias, las camillas se llevaban heridos, pasó un camión lleno de cadáveres envueltos en sudarios blancos.

Oyó a un hombre decir que la cercana casa del Gran Líder había sido alcanzada por una bomba. El Gran Líder se había salvado pero habían muerto varios miembros de su familia.

Asad Jalil permanecía de pie y escuchaba todo cuanto se decía a su alrededor. Percibía algo de lo que estaba sucediendo pero todo parecía muy lejano.

Empezó a andar sin rumbo y a punto estuvo de ser atropellado por un coche de bomberos que pasó a toda velocidad. Continuó andando y se encontró cerca del almacén de municiones en cuya azotea yacía muerta Bahira. Se preguntó si su familia habría sobrevivido. En cualquier caso, quien la buscase lo haría entre los escombros de la zona de viviendas. Pasarían días o semanas antes de que fuese encontrada en la azotea, y para entonces el cuerpo estaría… Se daría por supuesto que había muerto por efecto de la onda expansiva.

Asad Jalil advirtió con asombro que, a pesar de su dolor, todavía pensaba con claridad respecto a ciertas cosas.

Se alejó rápidamente del almacén de municiones. No quería tener ninguna relación más con aquel lugar.

Caminó a solas con su pensamiento, solo en el mundo. Todos mis familiares son mártires del islam -se dijo-. Yo he sucumbido a una tentación fuera de la Sharia, y debido a ello no estaba en mi cama y me he salvado de la suerte que ha corrido mi familia. Pero Bahira sucumbió a la misma tentación y ha sufrido una suerte distinta. Trató de extraer algún sentido de todo aquello y pidió a Alá que le ayudase a comprender el significado de aquella noche.

El ghabli silbaba a través del campamento, levantando polvo y arena. La noche era más fría ahora y la luna se había puesto, dejando el oscurecido campamento sumido en tinieblas. Nunca se había sentido tan solo, tan asustado, tan desvalido.

– Alá, te lo ruego, hazme entender…

Se prosternó en la negra carretera, mirando hacia La Meca. Oró, pidió una señal, pidió orientación, trató de pensar con claridad.

No tenía la, menor duda de quién era el que había arrojado sobre ellos toda aquella destrucción. Circulaban desde hacía meses rumores de que el loco, Reagan, los iba a atacar, y ya había sucedido. Acudió a su mente la imagen de su madre hablándole. «Mi pobre familia debe ser vengada.» Sí, eso era lo que había dicho, o lo que iba a decir.

De pronto, comprendió que él había sido elegido para vengar no sólo a su familia, sino también a su nación, a su religión y al Gran Líder. Él sería instrumento de Alá para la venganza. Él, Asad Jalil, ya no tenía nada que perder ni tampoco nada por lo que vivir, a menos que emprendiera la yihad y llevara la guerra santa hasta las costas del enemigo.

La mente del joven Asad Jalil estaba ahora centrada en la venganza y el castigo. Iría a América y degollaría a todos los que habían tomado parte en aquel cobarde ataque. Ojo por ojo, diente por diente. Ésta era la lucha a muerte árabe, la lucha de sangre, más antigua aún que el Corán o la yihad, tan antigua como el ghabli.

– Juro ante Alá que vengaré esta noche -dijo Asad en voz alta.

– ¿Todas en el blanco? -preguntó el teniente Bill Satherwaite a su oficial de armamento.

– Sí -respondió Chip Wiggins-. Bueno, una de ellas tal vez se haya desviado… -añadió-. Pero ha dado en algo. Una fila de pequeños edificios…

– Estupendo. Siempre que no le hayas dado al Arco de Mario.

– Marco.

– Es igual. Me debes una cena, Chip.

– No, tú me debes a mí una cena.

– Has fallado un blanco. Tú pagas.

– De acuerdo, te pago una cena si vuelas otra vez sobre el Arco de Marco Aurelio.

– Ya he pasado sobre el Arco al venir. Si no te has fijado -añadió Satherwaite-, ya lo verás cuando vuelvas como turista.

Chip Wiggins no tenía intención de volver jamás a Libia, como no fuese a bordo de un caza.

Sobrevolaron el desierto y de pronto apareció bajo ellos la costa, y se encontraron sobre el Mediterráneo. Ya no necesitaban mantener la radio en silencio, y Satherwaite transmitió:

– Sobrevolando el mar.

Pusieron rumbo al punto de reunión con el resto de la escuadrilla.

– No volveremos a tener noticias de Muammar durante algún tiempo -comentó Wiggins-. Quizá nunca más -añadió.

Satherwaite se encogió de hombros. No ignoraba que aquellos ataques quirúrgicos tenían su propia finalidad, aparte de poner a prueba su pericia como piloto. Sabía que surgirían problemas políticos y diplomáticos después de aquello. Pero le interesaban más las conversaciones de los vestuarios en Lakenhead. Estaba deseando informar del desarrollo de la misión. Pensó fugazmente en las cuatro bombas de mil kilos guiadas por láser que habían lanzado, y confió en que todo el mundo allá abajo hubiera tenido tiempo de acudir a los refugios. Realmente, él no quería causar daño a nadie.

Wiggins interrumpió sus pensamientos.

– Al amanecer, Radio Libia informará de que hemos alcanzado seis hospitales, siete orfanatos y diez mezquitas -dijo.

Satherwaite no respondió.

– Dos mil civiles muertos… mujeres y niños todos ellos.

– ¿Cómo andamos de combustible?

– Unas dos horas.

– Excelente. ¿Te has divertido?

– Sí, hasta la Triple A.

– Tú no querías bombardear un objetivo indefenso, ¿no?

Wiggins se echó a reír y dijo:

– Ahora ya somos veteranos de combate.

– Es cierto.

Wiggins permaneció unos momentos en silencio y luego observó:

– Me pregunto si habrá represalias. -Y añadió-: Quiero decir que ellos nos joden, nosotros los jodemos, ellos nos joden, nosotros los jodemos… ¿dónde termina la cosa?

Загрузка...