CUARTA PARTE

América, el presente

Hemos suscitado entre los cristianos hostilidad y odio hasta el día de la Resurrección… Creyentes, no toméis como amigos a los judíos ni a los cristianos.

El Corán, sura V, «La mesa»


CAPÍTULO 24

El 15 de abril había sido un día horrible, y el 16 de abril no iba a ser mucho mejor.

– Buenos días, señor Corey -dijo Alfred, mi portero, que tenía un taxi esperándome en la puerta.

– Buenos días, Alfred.

– El pronóstico meteorológico es bueno. A La Guardia, ¿verdad? -Abrió la portezuela trasera y le dijo al taxista-: La Guardia.

Subí al taxi y éste arrancó.

– ¿Tiene un periódico? -le pregunté al chófer.

Cogió uno del asiento delantero y me lo tendió. Estaba en ruso o en griego. Se echó a reír.

Ya empezaba a torcerse el día.

– Tengo prisa -le dije al hombre-. Acelere. ¿Capisce? Pedal al metal.

No dio señales de violar la ley, así que saqué mis credenciales de federal y se las puse delante de las narices.

– De prisa.

El taxi aceleró. Si hubiera llevado el arma, le habría puesto el cañón contra la oreja, pero parecía aceptar la situación. Por cierto, no me gusta trabajar de madrugada.

El tráfico era escaso a aquella hora en un domingo por la mañana, y tardamos poco tiempo en recorrer la carretera FDR y cruzar el puente de Triborough. Finalmente llegamos a La Guardia.

– Terminal de US Airways -ordené.

Detuvo el coche en la terminal, le pagué y le devolví el periódico.

– Aquí tiene su propina -le dije.

Bajé y consulté mi reloj. Tenía unos diez minutos hasta la hora de despegue. Andaba muy justo de tiempo pero no llevaba equipaje y tampoco ninguna pistola que declarar.

Fuera de la terminal advertí que dos policías de la Autoridad Portuaria miraban a la gente como si todos fuesen terroristas. Evidentemente, la noticia se había propagado, y yo esperaba que todos tuviesen una foto de Asad Jalil.

Dentro de la terminal, el tipo del mostrador me preguntó si tenía billete o reserva. Tenía montones de reservas acerca de aquel vuelo pero no era momento para hacerse el gracioso.

– Corey, John -dije.

Encontró mi nombre en el ordenador e imprimió mi billete. Me pidió un documento de identificación con fotografía, y le di mi carnet de conducir del estado de Nueva York en lugar de mi credencial de federal, que siempre suscita la cuestión de si lleva uno pistola. Una razón por la que había decidido no llevarla esa mañana era porque iba con retraso y no tenía tiempo para entretenerme rellenando papeles. Además, viajaba con personas armadas que me protegerían. Creo. Por otra parte, siempre que piensas que no necesitas pistola, la necesitas. Pero había otra importante razón por la que había decidido no llevarla. Hablaré de ello más adelante.

El caso es que el tipo del mostrador me preguntó si había despachado yo mismo el equipaje, y le respondí que no llevaba.

– Que tenga un buen viaje -dijo mientras me entregaba el billete.

Si hubiera tenido más tiempo habría contestado: «Que Alá nos dé un buen viento de cola.»

Había también un policía de la Autoridad Portuaria junto al detector de metales, y la cola se movía despacio. Pasé sin que se disparara la alarma.

Mientras me dirigía con paso vivo hacia mi puerta, pensé en las reforzadas medidas de seguridad. Por una parte, muchos policías iban a ganarse un buen sobresueldo en horas extraordinarias durante el mes siguiente o cosa así, y el alcalde tendría un arranque y trataría de sacarle a Washington una subvención federal, explicando que ellos tenían la culpa.

Por otra parte, esas operaciones en la terminal de transporte interior rara vez daban lugar a la detención de la persona que se buscaba, pero había que realizarlas de todos modos. Les dificultaba las cosas a los fugitivos que intentaban moverse por el país. Pero si Asad Jalil tenía dos dedos de frente estaría haciendo lo que la mayoría de los delincuentes hacen cuando huyen, agazaparse en algún sitio hasta que las cosas se enfríen o coger un coche limpio y desaparecer en las autopistas. O, naturalmente, puede que el día anterior mismo hubiera tomado un vuelo de Camel Air con destino a Arenalandia.

Entregué el billete al agente de la puerta, crucé la pasarela y entré en el avión de Washington.

– Por poco no llega a tiempo -dijo la azafata.

– Es mi día de suerte.

– Hay pocos pasajeros. Siéntese donde quiera.

– ¿Qué tal en el asiento de aquel tipo de allí?

– Cualquier asiento vacío, señor. Siéntese, por favor.

Avancé por el pasillo y vi que el avión estaba medio vacío. Me senté solo, lejos de Kate Mayfield y Ted Nash, que estaban juntos, y de Jack Koenig, sentado en la misma fila que ellos, al otro lado del pasillo. Sin embargo, murmuré «Buenos días» mientras me dirigía a la parte de atrás. Envidiaba a George Foster por no tener que tomar aquel vuelo.

No se me había ocurrido coger una revista gratuita en la puerta, y alguien había arramblado con las revistas de las bolsas que tenían en su respaldo los asientos situados delante de mí, así que me quedé leyendo las instrucciones de evacuación en caso de emergencia hasta que despegó el avión.

Hacia la mitad del trayecto, mientras yo dormitaba, Koenig pasó a mi lado, camino del lavabo, y me echó sobre las rodillas el cuadernillo primero del Sunday Times.

Salí de mi sopor y leí el titular: «Trescientos muertos a bordo de un avión en el JFK.» Nada mejor para despabilarse un domingo por la mañana.

Leí la reseña del Times, que era esquemática y un poco inexacta, consecuencia, sin duda, de la escasa información disponible. Se subrayaba el hecho de que la Agencia Federal de Aviación y el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte no daban apenas detalles, salvo para decir que unos gases tóxicos no identificados habían causado la muerte de pasajeros y tripulantes. No se mencionaba la circunstancia de que el avión había aterrizado con el piloto automático conectado, ni se hablaba de asesinatos ni terroristas y, desde luego, tampoco se hacía mención alguna del Club Conquistador. Y, gracias a Dios, tampoco se mencionaba a nadie llamado John Corey.

Pero las noticias del día siguiente serían más concretas. Los detalles se irían suministrando en dosis digeribles, como aceite de hígado de bacalao con un poco de miel, una vez al día, hasta que el público se acostumbrase y acabara desviando su atención hacia alguna otra cosa.

El vuelo, de una hora de duración, se desarrolló sin incidentes, a excepción del pésimo café servido por la azafata. Al llegar al aeropuerto nacional Ronald Reagan, seguimos el curso del río Potomac, y tuve una espectacular panorámica del Memorial Jefferson con todos los cerezos en flor, el Malí, el Capitolio y todos esos otros edificios blancos de piedra que despiden poder, poder y poder. Se me ocurrió por primera vez la idea de que yo trabajaba para algunas de las personas de allí abajo.

Aterrizamos y desembarcamos con puntualidad. Observé que Koenig vestía un traje azul de federal y llevaba una cartera de mano. Nash vestía otro traje de corte continental y llevaba también una cartera, sin duda fabricada a mano con piel de yac por luchadores tibetanos por la libertad en el Himalaya. Kate llevaba también un traje azul, pero a ella le sentaba mejor que a Jack. Portaba igualmente una cartera, y me asaltó la idea de que se esperaba que yo también la llevase. Mi atuendo consistía en un traje gris claro que mi ex me había comprado en Barney's. Con impuestos y propina incluidos, probablemente rondaba los dos mil pavos. Ella tiene dinero para eso y para más. Lo gana defendiendo a traficantes de drogas, asesinos a sueldo, delincuentes de cuello blanco y otros criminales de posición acomodada. ¿Por qué llevo este traje entonces? Lo llevo, creo yo, como una especie de cínica declaración. Además, me sienta bien y se nota que es caro.

Pero, volviendo al aeropuerto, nos recibió un coche con chófer que nos llevó al cuartel general del FBI, también conocido como edificio Edgar Hoover.

No se habló gran cosa en el coche pero finalmente Jack Koenig, que iba sentado delante junto al chófer, se volvió hacia nosotros.

– Les pido excusas si esta reunión les impide la asistencia a sus servicios religiosos.

El FBI, naturalmente, finge respetar los sentimientos religiosos de sus agentes, y quizá no todo es fingido. Yo no podía imaginar a mis antiguos jefes diciendo nada parecido y me quedé sin saber qué contestar.

– Está bien -respondió Kate, sea lo que sea lo que eso signifique.

Nash murmuró algo que sonó como si nos estuviera concediendo dispensa a todos.

– J. Edgar está allí arriba velando por nosotros -dije con sarcasmo.

Koenig me lanzó una mirada desabrida y se volvió de nuevo hacia adelante.

Iba a ser un día largo, muy largo.

CAPÍTULO 25

A las 5.30 de la mañana, Asad Jalil se levantó, cogió del baño una toalla húmeda y la pasó por todas las superficies en las que podría haber dejado huellas dactilares. Se postró en el suelo, rezó sus oraciones matutinas y seguidamente se vistió y salió de la habitación. Puso el maletín en el Mercury y regresó a la recepción del motel, llevando consigo la toalla húmeda.

El joven recepcionista dormía en su silla, y el televisor continuaba encendido.

Jalil dio la vuelta al mostrador, empuñando la Glock, envuelta en la toalla. Apoyó la pistola contra la cabeza del hombre y apretó el gatillo. El joven empleado y la silla salieron proyectados contra el mostrador. Jalil empujó el cuerpo del joven bajo el mostrador y le sacó la cartera del bolsillo del pantalón. Luego cogió el dinero que había en el cajón. Encontró el montoncito de hojas de inscripción y copias de recibos y se lo guardó en el bolsillo. A continuación, limpió la llave con la toalla húmeda y la puso de nuevo en el casillero.

Levantó la vista hacia la cámara de seguridad en la que ya se había fijado antes y que había grabado no sólo su llegada, sino también el asesinato y el robo. Siguió el cable hasta el cuartito trasero, donde encontró la videograbadora. Sacó la cinta y se la guardó en el bolsillo. Después regresó al mostrador, donde encontró un interruptor eléctrico con la indicación: «Rótulo del motel.» Lo apagó, apagó luego las luces de recepción, salió y volvió a su coche.

En el aire flotaba una niebla húmeda que reducía la visibilidad a unos pocos metros. Jalil salió del parking sin faros y no los encendió hasta haber recorrido cincuenta metros por la carretera.

Regresó por la dirección en que había llegado por la noche y se aproximó a la Capital Beltway. Antes de entrar en ella se detuvo en el amplio aparcamiento de un centro comercial, encontró un sumidero de aguas de lluvia e introdujo por la rejilla metálica las tarjetas de inscripción, los recibos y la casete de vídeo. Sacó el dinero de la cartera del recepcionista y la arrojó al sumidero.

Volvió al coche y enfiló la Capital Beltway.

Eran las seis de la mañana, y por el este emergía un débil resplandor que iluminaba la niebla. Había poco tráfico en aquella mañana de domingo, y Jalil tampoco vio ningún coche policial.

Siguió la autopista en dirección sur. Luego, la carretera torcía hacia el oeste y cruzaba el río Potomac y continuaba después en la misma dirección hasta volver hacia el norte y cruzar de nuevo el Potomac. Estaba girando en torno a la ciudad de Washington, como un león, pensó, acechando su presa.

Programó el navegador por satélite con la dirección que necesitaba en Washington y salió de la autopista por la avenida Pennsylvania.

Continuó por ésta, enfilando directamente al corazón de la capital enemiga.

A las siete, subía por Capitol Hill. La niebla había levantado, y el enorme edificio del Capitolio se erguía con su blanca cúpula bajo el sol de la mañana… Dio la vuelta a su alrededor y luego se detuvo y aparcó cerca del ala sureste. Sacó la cámara del maletín y tomó varias fotos del edificio bañado por el sol. Observó que a unos cincuenta metros había un matrimonio joven haciendo lo mismo. Sabía que esta fotografía no era necesaria, y podría haber pasado el tiempo en otro lugar, pero pensó que aquellas fotos divertirían a sus compatriotas en Trípoli.

Se veían varios coches policiales dentro de la zona cercada en torno al edificio del Capitolio pero ninguno en la calle en que él se encontraba.

A las 7.25 montó de nuevo en su coche y avanzó a lo largo de unas cuantas manzanas en dirección a Constitution Avenue. Condujo despacio por la calle de casitas bajas flanqueada de árboles y localizó el número 415. Había un automóvil aparcado en el estrecho camino particular, y vio luz en la ventana del tercer piso. Continuó avanzando, dio la vuelta a la manzana y aparcó a poca distancia.

Se puso las dos Glock en los bolsillos de la chaqueta y esperó, observando la casa.

A las 7.45 salieron por la puerta principal un hombre y una mujer de mediana edad. La mujer iba bien vestida y el hombre llevaba el uniforme azul de un general de las Fuerzas Aéreas. Jalil sonrió.

Le habían dicho en Trípoli que el general Terrance Waycliff era un hombre de costumbres, y su costumbre era asistir todos los domingos por la mañana a los servicios religiosos de la Catedral Nacional. El general asistía casi siempre al servicio de las 8.15 pero se sabía que en ocasiones lo hacía al de las 9.30. Esta mañana iba al servicio de las 8.15, y Jalil se sintió complacido por el hecho de no tener que esperar una hora.

Jalil observó cómo el general acompañaba a su mujer hasta el coche. El hombre era alto y delgado, y, aunque tenía el pelo gris, caminaba como un joven. Jalil sabía que en 1986 el general Waycliff era el capitán Waycliff, y la denominación en clave de su F-l 11 había sido Remit 22. El cazabombardero del capitán Waycliff había sido uno de los cuatro integrantes de la escuadrilla de ataque que bombardeó Al Azziziyah. El oficial de armamento del capitán Waycliff había sido el coronel -entonces capitán- William Hambrecht, que había encontrado su final en Londres, en enero. Ahora, el general Waycliff encontraría un destino similar en Washington.

Jalil contempló cómo el general abría la puerta para que subiese su mujer, daba luego la vuelta al coche, se instalaba ante el volante y, dando marcha atrás, salía del camino particular.

Jalil los habría podido matar allí mismo y en aquel momento, en aquella tranquila mañana de domingo, pero decidió hacerlo de otra manera.

Se arregló la corbata, se apeó y cerró con llave la puerta del coche.

Caminó hasta la puerta delantera de la casa del general y tocó el timbre. Lo oyó sonar en el interior.

Oyó pasos y se apartó de la puerta para que se le pudiera ver la cara por la mirilla. Oyó el roce metálico de lo que supuso que era una cadena de seguridad al ser enganchada, y luego la puerta se entreabrió, dejando ver la cadena y la cara de una joven. Ésta empezó a decir algo pero Jalil golpeó la puerta con el hombro. La cadena saltó y la puerta se abrió, haciendo caer a la mujer al suelo. Jalil entró rápidamente y cerró la puerta a su espalda mientras sacaba su pistola.

– Silencio -ordenó.

La joven yacía sobre el suelo de mármol con una expresión de terror en los ojos.

Le indicó con un gesto que se pusiera en pie, y ella obedeció. Jalil la miró un momento. Era una mujer menuda, vestida con una bata, descalza y de tez morena. Según sus informaciones, era el ama de llaves, y no vivía nadie más en la casa.

– ¿Quién está en casa? -preguntó para asegurarse.

– General en casa -respondió ella, con marcado acento extranjero.

Jalil sonrió,

– No. El general no está en casa. ¿Están los hijos del general en casa?

Ella negó con la cabeza, y Jalil observó que estaba temblando. Percibió olor a café.

– Cocina -le dijo.

La mujer se volvió con movimientos vacilantes y atravesó el largo vestíbulo hasta la cocina, situada al fondo, seguida por Jalil.

Éste recorrió con la vista la amplia cocina y vio dos platillos y dos tazas de café sobre la mesa redonda instalada ante el curvo ventanal de la parte posterior.

– Sótano. Abajo -le dijo Jalil, al tiempo que indicaba con la mano.

Ella señaló una puerta de madera existente en la pared.

– Baja -le ordenó Jalil.

La mujer fue hasta la puerta, la abrió, accionó un interruptor de luz y bajó la escalera del sótano. Jalil la siguió.

El sótano estaba lleno de cajas de madera y de cartón, y Jalil miró a su alrededor. Encontró una puerta y la abrió, dejando al descubierto un pequeño receptáculo que contenía la caldera de calefacción. Indicó con un gesto a la joven que entrara y cuando pasaba junto a él y ponía el pie en el cuarto de la caldera, le pegó un tiro en la nuca, en el punto donde el cráneo se unía a la columna vertebral. Ella cayó hacia adelante, muerta ya antes de llegar al suelo.

Jalil cerró la puerta y subió a la cocina. Encontró una caja de leche en el frigorífico, bebió todo su contenido y la tiró después a un cubo de basura. Encontró también varios botes de yogur, sacó dos, cogió una cucharilla de la mesa y se comió rápidamente los dos. No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que olió comida.

Cruzó de nuevo el vestíbulo hasta la puerta de la calle. Retiró la placa metálica de la cadena y volvió a sujetarla con sus tornillos en el marco de madera del que había sido arrancada. Dejó la puerta cerrada pero sin echar la cadena, a fin de que el general y su mujer pudiesen entrar.

Examinó la planta baja y encontró solamente un amplio comedor contiguo a la cocina, un cuarto de estar al otro lado del vestíbulo y un pequeño lavabo.

Subió la escalera hasta el segundo piso, donde una amplia sala de estar ocupaba toda la superficie, y vio que no había nadie allí. Continuó subiendo la escalera hasta el tercer piso, donde estaban los dormitorios. Los examinó uno a uno. Dos de ellos eran evidentemente para los hijos del general, un chico y una chica, y Jalil se encontró deseando que estuviesen en casa y durmiendo. Pero las habitaciones estaban vacías. La tercera habitación parecía ser para invitados, y la cuarta era el dormitorio principal.

Jalil subió al cuarto piso, que contenía un amplio estudio y un dormitorio muy pequeño, que supuso era el del ama de llaves.

Paseó la vista por el estudio, observando todos los recuerdos militares que pendían de las paredes, revestidas de láminas de madera, o reposaban sobre la mesa escritorio y sobre una mesita auxiliar.

Al extremo de unos hilos de nailon colgaba del techo la maqueta de un F-111, con el morro apuntando hacia abajo y las alas inclinadas hacia atrás como si fuera a iniciar un ataque en picado. Jalil distinguió cuatro bombas plateadas bajo las alas. Arrancó la maqueta de sus hilos, la aplastó y la desgarró con las manos, dejando caer los pedazos al suelo, donde los pisoteó sobre la alfombra.

– Que Dios os mande a todos al infierno.

Se dominó y continuó su examen del estudio. En la pared había una foto en blanco y negro de ocho hombres delante de un cazabombardero F-111. La foto llevaba un pie impreso que decía: «Lakenhead, 13 de abril de 1987.» Jalil lo leyó otra vez. Aquél no era el año correcto del ataque pero luego se dio cuenta de que los nombres de aquellos hombres, así como su misión, eran secretos, y por eso el general falseaba la fecha de su fotografía, incluso allí, en su despacho privado. Evidentemente, pensó Jalil, aquellos cobardes no habían ganado ninguna condecoración por lo que habían hecho.

Jalil se acercó al gran escritorio de caoba y examinó los heterogéneos objetos que cubrían su superficie. Vio el dietario del general y lo abrió por la página del domingo, 16 de abril. El general había apuntado: «Iglesia, 8.15, Nacional.»

Observó que no había más anotaciones para el domingo, así que quizá nadie echara de menos al general hasta que faltase a su trabajo.

Miró la hoja del lunes y vio que el general tenía una reunión a las diez en punto. Para entonces, otro de los compañeros de escuadrilla del general estaría muerto también.

Jalil miró la anotación del 15 de abril, aniversario del ataque, y leyó: «Nueve de la mañana, conferencia telefónica, escuadrilla.»

Jalil movió afirmativamente la cabeza. O sea, que se mantenían en comunicación. Eso podría suponer un problema, especialmente cuando empezaran a morir uno tras otro. Pero ya había esperado que algunos de ellos estuvieran en contacto. Si actuaba con la suficiente rapidez, para cuando comprendiesen que iban muriendo de uno en uno ya estarían todos muertos.

Encontró la agenda telefónica personal del general junto al teléfono y vio los nombres de los demás hombres de la fotografía. Observó con satisfacción que junto al del coronel Hambrecht figuraba la mención «Fallecido». Observó también que la dirección del hombre llamado Chip Wiggins estaba tachada con un signo de interrogación en rojo junto al nombre.

Jalil pensó en llevarse la agenda telefónica, pero la policía detectaría su ausencia y eso plantearía dudas respecto al móvil del asesinato que iba a tener lugar.

Volvió a dejar la agenda telefónica sobre la mesa; luego la frotó con un pañuelo e hizo lo mismo con el dietario.

Abrió los cajones de la mesa. En el central descubrió una pistola automática plateada del calibre 45. Comprobó que tenía lleno el cargador y a continuación deslizó hacia atrás la corredera e introdujo una bala en la recámara. Dejó el seguro quitado y se guardó el arma en la cintura.

Fue hasta la puerta y luego se detuvo, dio media vuelta y recogió cuidadosamente los pedazos de la maqueta del F-l 11 y los echó en una papelera.

Regresó al tercer piso y registró cada uno de los dormitorios, en los que cogió dinero, joyas, relojes e incluso varias de las condecoraciones militares del general. Lo metió todo en una funda de almohada y bajó con ella a la cocina, en el primer piso. Encontró en el frigorífico un cartón de zumo de naranja y se sentó a la mesa de la cocina del general.

El reloj de pared señalaba las nueve menos cinco. El general y su mujer estarían en casa hacia las nueve y media si realmente eran personas puntuales y de costumbres. Hacia las nueve cuarenta y cinco, ambos estarían muertos.

CAPÍTULO 26

Cruzamos el río Potomac por alguno de sus puentes y entramos en la ciudad. No había mucho tráfico a las ocho y media de la mañana de un domingo pero vimos varios ciclistas y unos cuantos individuos haciendo footing, así como algunas familias de turistas en sus vacaciones de primavera; los niños, con aire aturdido al haber sido sacados de la cama a aquellas horas.

Mientras avanzábamos en el coche, asomó delante de nosotros el edificio del Capitolio, y me pregunté si el Congreso habría sido informado ya. Cuando la mierda cae en el ventilador, el Ejecutivo gusta de presentarle al Congreso un hecho consumado y pedirle luego sus bendiciones. Por lo que sabía, ya había aviones militares rumbo a Libia. Pero eso no era problema mío.

Llegamos a la avenida Pennsylvania, donde se halla situado el edificio J. Edgar Hoover, no lejos de su casa matriz, el Departamento de Justicia.

Nos detuvimos delante del edificio Hoover, una horrorosa y lisa estructura de cemento cuya forma y tamaño desafían toda descripción.

Yo había estado allí una vez para asistir a un seminario, y me habían llevado a una visita guiada. Tienes que hacer la visita, especialmente a su querido museo, o no comes.

La fachada del edificio tiene siete pisos, para ajustarse a las limitaciones de altura en la avenida Pennsylvania, pero la parte de atrás tiene once. El edificio contiene unos 225 000 metros cuadrados, más que el cuartel general del antiguo KGB en Moscú, y es probablemente el edificio policial más grande del mundo. Trabajan en él unas ocho mil personas, la mayoría personal de servicio y de laboratorio. Alrededor de mil agentes trabajan también en el edificio, y no los envidio, como tampoco envidiaba a los policías que trabajan en 1 Pólice Plaza. La, felicidad en el trabajo es directamente proporcional a la distancia de la oficina central a que te encuentras.

Paramos delante del edificio y entramos en un pequeño vestíbulo que daba a un patio.

Mientras esperábamos a nuestro anfitrión, yo me acerqué al patio, que tenía una fuente y bancos como los de los parques, y que yo recordaba de la última vez. En la pared que se levantaba detrás de los bancos había grabada una inscripción, una cita de J. Edgar Hoover, que decía: «El arma más eficaz contra el crimen es la cooperación… los esfuerzos de todas las agencias de cumplimiento de la ley con el apoyo y comprensión del pueblo americano.» Buena cita. Mejor que el lema extraoficial del FBI, que era: «Nosotros no podemos hacer nada malo.»

Ya estoy otra vez. Intentaba acomodar mi actitud, pero es cuestión de ego masculino. Demasiados machos alfa en los servicios policiales.

De todos modos, se veían en una pared las fotos habituales: el presidente, el fiscal general, el director del FBI, etcétera. Los fotografiados tenían aire amistoso y estaban agrupados siguiendo el orden de la cadena de mando, de manera que era de esperar que nadie los confundiese con los criminales más buscados de América.

De hecho, había otra entrada, la entrada por donde comenzaban las visitas guiadas, y en ella se exhibían las fotos policiales de los diez más buscados. Increíblemente, tres fugitivos habían sido detenidos al haber sido identificados por los visitantes. Yo no tenía la menor duda de que la foto de Asad Jalil ocupaba ya el primer puesto. Quizá algún visitante dijera: «Eh, yo le alquilé una habitación a ese tío.» Quizá no.

Había ido allí hacía cinco años para participar en un seminario sobre asesinos en serie. Asistían detectives invitados de todo el país, y todos estaban un poco chiflados, igual que yo. Montamos para el FBI un numerito llamado «Asesinos en serie» en el que, jugando con la semejanza de pronunciación entre las palabras serie, serial y cereal, sobre todo si sesea uno al estilo sureño, llevamos varias cajas de cereales que habían sido acuchilladas, tiroteadas, estranguladas y ahogadas. A nosotros nos pareció la mar de gracioso el asunto pero los sicólogos del FBI pensaron que necesitábamos tratamiento siquiátrico.

Volviendo al desdichado presente en el cuartel general del FBI, no era un día laborable, naturalmente, y el edificio parecía casi desierto, pero yo no tenía la menor duda de que la sección antiterrorista andaba cerca. Esperaba que no nos echaran la culpa de haberles jorobado el domingo.

Jack, Kate y Ted declararon sus armas en el mostrador de seguridad, y yo tuve que reconocer que no llevaba ninguna, lo cual no resulta muy aconsejable.

– Mis manos están catalogadas como armas letales -informé al encargado de seguridad.

El hombre miró a Jack, que trató de aparentar que yo no iba con él.

El caso es que, antes de las nueve, fuimos conducidos a una acogedora sala de reuniones situada en el tercer piso, donde se nos ofreció café y nos presentaron a seis hombres y dos mujeres. Los hombres se llamaban todos Bob, Bill y Jim, o quizá es que era así como sonaban sus nombres. Las dos mujeres se llamaban Jane y Jean. Todos iban de azul.

Lo que podía haber sido un día largo y tenso resultó ser peor. No es que nadie se mostrara hostil o expresara reproches de ninguna clase -eran corteses y simpáticos- pero tuve la clara impresión de estar otra vez en la escuela elemental y encontrarme en el despacho del director. «Johnny, ¿crees que la próxima vez que un terrorista venga a Estados Unidos podrás recordar lo que te hemos enseñado?»

Es una suerte que no llevase la pistola; me los habría cargado a todos.

No estuvimos todo el tiempo en la misma sala de reuniones, sino que fuimos pasando por despachos diferentes, en una presentación ambulante de nuestro artículo para auditorios distintos.

Por cierto, que el interior del edificio era tan desolador como el exterior. Las paredes estaban pintadas de blanco, y las puertas eran de un color gris carbón. Alguien me dijo una vez que J. Edgar había prohibido la presencia de cuadros en las paredes, y seguía sin haber ningún cuadro. Todo el que cuelga un cuadro es víctima de una muerte misteriosa.

Como he dicho, el edificio tiene una forma extraña, y la mitad de las veces no resulta fácil saber dónde se encuentra uno. De vez en cuando pasábamos ante una pared de cristal a través de la cual podíamos ver un laboratorio o algún otro sitio donde había gente trabajando. Aunque era domingo había varias personas inclinadas sobre microscopios o terminales de ordenador, o enredando con probetas de cristal. En este lugar, gran parte de lo que parecen ventanas son por el otro lado espejos en los que las personas que estás viendo no pueden verte a ti. Y muchos de los que parecen espejos permiten también que quien esté al otro lado pueda ver cómo te escarbas los dientes.

Toda la mañana consistió básicamente en una serie de sesiones de información en las que nosotros hacíamos casi todo el gasto y los otros movían la cabeza y escuchaban. La mitad del tiempo, yo no sabía a quién estábamos hablando; unas cuantas veces pensé que se nos había conducido a una sala equivocada, porque las personas a las que hablábamos parecían sorprendidas o desconcertadas, como si hubieran ido a la oficina a coger algo y de pronto hubieran irrumpido allí cuatro tipos de Nueva York y se hubieran puesto a hablar de gas venenoso y de un sujeto llamado el León. Bueno, quizá exagero, pero después de tres horas de contar lo mismo a personas diferentes, todo empezaba a volverse borroso.

De vez en cuando, alguien nos hacía una pregunta sobre un punto concreto, y en alguna que otra ocasión se nos pedía que expresáramos opiniones o teorías. Pero ni una sola vez nadie nos dijo algo que ellos supiesen. Eso era para después del almuerzo, nos dijeron, y sólo si nos portábamos bien y nos lo comíamos todo.

CAPÍTULO 27

Asad Jalil oyó cómo se abría la puerta de la entrada y luego las voces de un hombre y una mujer que hablaban.

– Rosa, ya hemos llegado -exclamó la mujer.

Jalil terminó el café que estaba tomando y oyó abrirse y cerrarse la puerta del armario. Luego, las voces fueron aumentando de intensidad a medida que se acercaban por el pasillo.

Jalil se levantó y se situó a un lado de la puerta. Sacó la Colt 45 automática del general y escuchó atentamente. Oyó dos series de pisadas sobre el suelo de mármol que se aproximaban hacia él.

El general y su mujer entraron en la amplia cocina. El general se dirigió al frigorífico y la mujer a la cafetera eléctrica que reposaba en el mostrador. Ambos estaban de espaldas a él, y esperó apoyado en la pared a que lo vieran. Se metió la pistola en el bolsillo de la chaqueta.

La mujer cogió dos tazas del armario y sirvió café para los dos. El general estaba todavía mirando el frigorífico.

– ¿Dónde está la leche? -preguntó.

– Está ahí -respondió la señora Waycliff.

Se volvió para ir a la mesa de la cocina, vio a Jalil, lanzó un grito de sobresalto y dejó caer las dos tazas al suelo.

El general giró en redondo, miró a su mujer, siguió luego la mirada de ella y se encontró ante un hombre alto y trajeado.

– ¿Quién es usted? -exclamó tras coger aliento.

– Soy un mensajero -respondió Jalil.

– ¿Quién lo ha dejado entrar?

– Su criada.

– ¿Dónde está?

– Ha ido a comprar leche.

– Bueno -exclamó el general Waycliff-, lárguese de aquí o llamo a la policía.

– ¿Ha disfrutado con su servicio religioso?

– Haga el favor de marcharse. Si se marcha ahora, no llamaremos a la policía -dijo Gail Waycliff.

Jalil lo ignoró por completo.

– Yo también soy un hombre religioso -dijo-. He estudiado el testamento hebreo, así como el testamento cristiano y, naturalmente, el Corán.

Al oír esta última palabra, el general Waycliff empezó de pronto a comprender quién podría ser aquel intruso.

– ¿Conoce usted el Corán? -continuó Jalil-. ¿No? Pero usted ha leído el testamento hebreo. Entonces, ¿por qué no leen los cristianos la palabra de Dios, que fue revelada al profeta Mahoma?

– Mire… No sé quién es usted…

– Claro que lo sabe.

– Está bien… Sé quién es usted…

– Sí, soy su peor pesadilla. Y en otro tiempo usted fue mi peor pesadilla.

– ¿De qué está hablando?

– Usted es el general Terrance Waycliff, y tengo entendido que trabaja en el Pentágono. ¿Correcto?

– Eso no es asunto suyo. Le estoy diciendo que se vaya. Ahora.

Jalil no respondió. Se limitó a mirar al general, de pie ante él con su uniforme azul.

– Veo que está usted muy condecorado, general -dijo finalmente.

El general Waycliff se volvió hacia su mujer.

– Gail, llama a la policía -le ordenó.

La mujer permaneció petrificada un momento y luego se dirigió a la mesa, junto a la que colgaba un teléfono de la pared.

– No toque ese teléfono -dijo Jalil.

Ella miró a su marido, que repitió:

– Llama a la policía -y avanzó un paso hacia el intruso.

Jalil sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta.

Gail Waycliff contuvo una exclamación.

El general Waycliff emitió un gemido de sorpresa y se detuvo en seco.

– En realidad, ésta es su pistola, general -dijo Jalil. La levantó como si la examinara y continué-: Es muy bonita. Tiene, creo, un baño de níquel o plata, cachas de marfil y su nombre grabado.

El general Waycliff no respondió.

Jalil miró al general.

– Tengo entendido que no se concedieron medallas por la incursión sobre Libia -dijo-. ¿Es cierto?

Miró a Waycliff y por primera vez vio miedo en sus ojos.

– Estoy hablando de la incursión del 15 de abril de 1986. ¿O fue en el 87?

El general miró a su mujer, que tenía la vista fija en él. Ambos sabían adónde iba a parar todo aquello. Gail Waycliff cruzó la cocina y se puso junto a su marido.

Jalil apreció su valor ante la muerte.

Los tres permanecieron en silencio durante todo un minuto. Jalil saboreaba el momento y disfrutaba con la vista de los norteamericanos esperando su muerte.

Pero Asad Jalil no había terminado aún.

– Corríjame si me equivoco, pero usted era Remit Veintidós, ¿verdad? -le preguntó al general.

Waycliff no respondió.

– Su escuadrilla de cuatro aparatos atacó Al Azziziyah. ¿Correcto?

El general continuó en silencio.

– Y se está usted preguntando cómo he descubierto este secreto.

– Sí, así es -respondió el general.

– Si se lo digo, tendré que matarlo -dijo Jalil, sonriendo.

– Es lo que va a hacer de todos modos -logró decir el general.

– Quizá sí, quizá no.

– ¿Dónde está Rosa? -preguntó Gail Waycliff.

– Qué buena señora es usted que se preocupa por su criada.

– ¿Dónde está? -preguntó secamente la señora Waycliff.

– Donde usted cree que está.

– Bastardo.

Asad Jalil no estaba acostumbrado a que nadie le hablara así, y menos una mujer. La habría matado en el acto pero logró dominarse.

– De hecho, no soy un bastardo -dijo-. Tuve una madre y un padre que se casaron. Mi padre fue asesinado por los aliados de ustedes, los israelíes. Mi madre murió en el bombardeo de Al Azziziyah. Y también mis dos hermanos y mis dos hermanas. -Miró a Gail Waycliff y añadió-: Y es muy posible que los matara una de las bombas de su marido, señora Waycliff. ¿Qué tiene usted que decir a eso?

Gail Waycliff respiró profundamente.

– Entonces, todo lo que puedo decir es que lo siento -respondió-. Los dos lo sentimos.

– ¿Sí? Bueno, gracias por su compasión.

El general Waycliff miró directamente a Jalil y exclamó con tono airado:

– Yo no lo siento en absoluto. Su presidente, Gadafi, es un terrorista internacional. Ha asesinado a docenas de hombres, mujeres y niños inocentes. La base de Al Azziziyah era un centro de mando del terrorismo internacional, y fue Gadafi quien puso en peligro la vida de los civiles al alojarlos en un objetivo militar. Y si sabe usted tanto, sabrá también que en toda Libia solamente se bombardearon objetivos militares, y que las bajas civiles fueron accidentales. Usted lo sabe, así que no pretenda que está justificado asesinar a alguien a sangre fría.

Jalil clavó la vista en el general Waycliff y pareció meditar sus palabras.

– ¿Y la bomba que fue arrojada sobre la casa del coronel Gadafi en Al Azziziyah? -dijo finalmente-. Ya sabe, general, la que mató a su hija e hirió a su mujer y a sus dos hijos. ¿Fue eso un accidente? ¿Se despistaron sus bombas inteligentes? Respóndame.

– No tengo nada más que decirle.

Jalil sacudió la cabeza.

– Cierto. -Levantó la pistola y apuntó con ella al general-. No tiene usted idea de cuánto he esperado este momento.

El general se puso delante de su mujer.

– A ella déjela ir.

– Ridículo. Lo único que siento es que sus hijos no estén en casa.

– ¡Bastardo!

El general dio un salto hacia adelante y se abalanzó sobre Jalil.

Éste disparó una sola vez contra las cintas de condecoraciones que lucía en la parte izquierda del pecho.

La fuerza del romo proyectil del 45 detuvo al general y lo levantó en vilo. Cayó con sordo golpe sobre las baldosas del suelo.

Gail Waycliff lanzó un grito y corrió hacia su marido.

Jalil se abstuvo de disparar y la dejó arrodillarse junto a su marido agonizante, al que comenzó a acariciar la frente entre sollozos. Del orificio abierto por la bala brotaba sangre espumeante, y Jalil vio que había fallado al corazón y había alcanzado el pulmón del general, lo que le parecía excelente. El hombre se ahogaría lentamente en su propia sangre.

Gail Waycliff apretó la palma de la mano sobre la herida, y Jalil tuvo la impresión de que sabía reconocer y tratar una herida succionante. Pero quizá, pensó, era simple instinto.

Permaneció medio minuto observando.

El general estaba muy vivo y trataba de hablar, pero se asfixiaba con su sangre.

Jalil se acercó más y lo miró a la cara. Sus ojos se encontraron.

– Habría podido matarlo con un hacha -dijo Jalil-, como maté al coronel Hambrecht. Pero usted ha sido muy valiente, y yo respeto eso. De modo que no sufrirá mucho más tiempo. No puedo prometer lo mismo para sus demás compañeros de escuadrilla.

El general Waycliff trató de hablar pero de su boca brotó un borbotón de sangre rosada y espumosa.

– Gail… -consiguió decir.

Jalil apoyó el cañón de la pistola sobre la cabeza de Gail Waycliff, por encima de la oreja, y disparó una bala que le atravesó el cráneo y el cerebro.

Ella se desplomó sobre su marido.

Jalil se la quedó mirando unos instantes y luego se dirigió al general:

– Ha sufrido mucho menos que mi madre.

El general Waycliff volvió la cabeza y miró a Asad Jalil. Los ojos de Terrance Waycliff estaban desmesuradamente abiertos, y le espumajeaba la sangre en los labios.

– Basta… -Tosió-. Basta de muerte… vuelva…

El general permaneció tendido en el suelo pero no dijo nada más. Su mano encontró la mano de su mujer y la apretó.

Jalil esperó pero el hombre tardaba en morir. Finalmente, se agachó junto a la pareja y le quitó al general el reloj y el anillo de la Academia de Aviación. Luego encontró la cartera en el bolsillo del pantalón. Cogió también el reloj y los anillos de la señora Waycliff y le arrancó el collar de perlas.

Permaneció acuclillado junto a ellos y luego puso los dedos sobre la herida del general, donde la sangre cubría las cintas de las condecoraciones. Retiró la mano y se llevó los dedos a los labios, lamiendo la sangre, saboreando la sangre y el momento.

El general Waycliff movió los ojos y contempló horrorizado cómo el hombre se lamía la sangre de los dedos. Intentó hablar pero empezó a toser de nuevo, escupiendo más sangre.

Jalil mantuvo los ojos fijos en los ojos del general, y se miraron uno a otro. Finalmente, el general comenzó a respirar en breves y acezantes espasmos. Luego, la respiración cesó. Jalil le palpó el corazón y después la muñeca y la arteria del cuello. Seguro de que el general Terrance Waycliff estaba finalmente muerto, Jalil se incorporó y contempló los dos cuerpos.

– Ojalá ardáis en el infierno -dijo.

CAPÍTULO 28

Hacia el mediodía, Kate, Ted y Jack parecían completamente desinflados. De hecho, si hubiéramos estado más desinflados nuestras cabezas no habrían sido más que cavidades vacías. Lo que quiero decir es que esta gente sabe cómo arrancarte hasta la última pizca de información sin recurrir al electroshock.

El caso es que ya era la hora de comer en Hooverlandia, y nos dejaron solos para el almuerzo, gracias a Dios, pero nos aconsejaron que comiésemos en la cafetería de la empresa. No nos dieron vales de comida, así que tuvimos que pagarnos el privilegio, aunque según recuerdo la manduca estaba subvencionada por el gobierno.

El comedor estilo cafetería era bastante agradable, pero había un menú reducido de domingo. Lo que se nos ofreció tendía a lo sano y saludable: un bufet de ensalada, yogur, verduras, zumos de fruta e infusiones de hierbas. Yo tomé una ensalada de atún y una taza de café que sabía a líquido para embalsamar.

Los tipos que nos rodeaban parecían el reparto de una película de instrucción de J. Edgar Hoover titulada Un buen entrenamiento conduce a más detenciones.

En el comedor había sólo unos cuantos negros, que parecían virutas de chocolate en un cuenco de harina. Puede que Washington sea la capital de la diversidad cultural pero en algunas organizaciones el cambio se produce muy despacio. Me pregunté qué pensarían los jefes locales de la BAT de Nueva York, en particular los tipos del Departamento de Policía de Nueva York, que cuando estaban reunidos parecían la escena del bar alienígena de La guerra de las galaxias.

Pero quizá me estaba mostrando poco caritativo con nuestros anfitriones. El FBI era en realidad una agencia policial bastante buena cuyo principal problema lo constituía su imagen. A la gente políticamente correcta no le gustaba, y los medios de comunicación podían inclinarse a un lado u otro, pero el público lo adoraba en su mayor parte. Otras agencias se sentían impresionadas por su trabajo, envidiosas de su poder y su dinero e irritadas por su arrogancia. No resulta fácil ser grande.

Jack Koenig estaba comiendo una ensalada.

– No puedo decir si la BAT va a quedarse en el caso o si nos va a relevar la sección contraterrorista de aquí -dijo.

– Ésta es precisamente la clase de caso para el que hemos sido entrenados -comentó Kate.

Supongo que lo era. Pero a las organizaciones matrices no siempre les agrada su extraña prole. Al ejército, por ejemplo, nunca le han gustado sus propias fuerzas especiales, con sus extravagantes boinas verdes. Al Departamento de Policía de Nueva York nunca le ha gustado su unidad anticrimen compuesta por tipos que visten como vagabundos y atracadores y tienen todo el aspecto de serlo. El sistema, ceremonioso e impecable, nunca confía en sus propias unidades especiales ni las comprende, y les importa un pimiento lo eficaces que sean sus tropas irregulares. Los tipos raros, especialmente cuando son eficaces, constituyen una amenaza para el statu quo.

– Tenemos un buen historial en Nueva York -añadió Kate.

Koenig reflexionó unos instantes y respondió:

– Supongo que depende de dónde está Jalil, o de dónde creen que está -respondió Koenig, tras reflexionar durante unos instantes-. Probablemente nos dejarán trabajar sin interferencias en el área metropolitana de Nueva York. El extranjero será para la CÍA, y el resto del país y Canadá quedarán para Washington.

Ted Nash no dijo nada, y yo tampoco. Sin duda, Nash se estaba guardando un montón de cartas en la manga. Yo no tenía ninguna carta y no tenía ni idea acerca de la manera en que aquella gente distribuía el territorio. Pero sí sabía que los miembros de la BAT, con base en el área metropolitana de Nueva York, eran con frecuencia enviados a diferentes partes del país, o incluso del mundo, cuando un caso comenzaba en Nueva York. De hecho, una de las cosas que Dom Fanelli me dijo cuando me propuso este trabajo era que los de la BAT iban mucho a París a beber vino, a cenar y a seducir francesas y reclutarlas para que espiasen a suspicaces árabes. Yo no me lo creía realmente pero sabía que existía la posibilidad de darle un buen meneo a la cuenta federal de gastos para un viaje a Europa. Pero basta de patriotismo. La cuestión era: si sucede en tu territorio, ¿lo sigues hasta los confines de la tierra? ¿O te detienes en la frontera?

El caso de homicidio más frustrante que recuerdo ocurrió hace tres años, cuando un violador-asesino andaba suelto por el East Side y no podíamos localizarlo. Y entonces va y se marcha una semana a Georgia para ver a un amigo, y unos polis locales lo detienen por conducir bebido y, como tienen un flamante ordenador comprado con fondos federales y sin más razón que la del puro aburrimiento, le pasan al FBI las huellas dactilares del tipo, y, mira por dónde, resulta que coinciden con las encontradas en el lugar de un crimen. Así que conseguimos una orden de extradición, y hubo que ir hasta Maíz Tostado, Georgia, para extraditar al criminal, y tuve que estar veinticuatro horas con el jefe de policía Pan de Borona dándome la murga con toda clase de chorradas, principalmente sobre la ciudad de Nueva York, además de largarme lecciones sobre investigación criminal y de cómo identificar a un asesino y sugerirme que si alguna vez necesitaba ayuda no tenía más que darle un telefonazo.

Pero, volviendo al almuerzo en el cuartel general del FBI, por las meditaciones de Koenig, me daba cuenta de que no estaba seguro de que la BAT se encontrase en buena posición para proseguir o resolver el caso.

– Si Jalil es capturado en Europa -dijo-, dos o tres países querrán hacerse cargo de él antes de que lo apresemos nosotros, a menos que el gobierno de Estados Unidos pueda persuadir a un país amigo de que debe ser extraditado aquí por lo que viene a ser un crimen de asesinato en masa.

Aunque parte de estas cuestiones legales se exponían, al parecer, en deferencia hacia mí, yo ya estaba al tanto de casi todas ellas. He sido policía durante casi veinte años, he enseñado durante cinco en el John Jay y he vivido con un abogado durante casi dos. De hecho, ésa fue la única vez en mi vida que yo conseguí joder a un abogado, pues siempre había sido al revés.

El caso es que la mayor preocupación de Koenig era que habíamos dejado la pelota en la línea de meta y estábamos a punto de ser enviados a las duchas. En realidad, ésa era también mi mayor preocupación.

Para empeorar las cosas, un miembro de nuestro equipo, de nombre Ted Nash, estaba a punto de ser devuelto al equipo en que había comenzado. Y ese equipo tenía más probabilidades de ganar esta clase de juego. Cruzó por mi mente una imagen del jefe de policía Pan de Borona pero ahora tenía la cara de Ted Nash y estaba señalando a un Asad Jalil metido entre rejas y diciéndome: «Mira, Corey. Lo cogí. Permíteme decirte cómo lo hice. Estaba yo en un café de la rué St. Germaine… eso está en París, Corey, hablando con un agente…» Y entonces sacaba la pistola y me lo cargaba.

De hecho, Ted estaba parloteando, y puse la oreja.

– Mañana me voy a París para hablar con la gente de nuestra embajada -decía-. Es una buena idea empezar por donde empezó la cosa y seguir a partir de ahí. -Continuó hablando.

Me pregunté si podría rebanarle la tráquea con el tenedor.

Kate y Jack charlaron un rato sobre jurisdicción, extradición, acusaciones federales y estatales y esas cosas. Paparruchas de abogados. Luego Kate se dirigió a mí.

– Estoy segura de que pasa lo mismo con la policía. Los agentes que empiezan el caso continúan trabajando en él hasta el final, lo cual mantiene intacta la cadena de prueba y hace menos vulnerable el testimonio de los agentes a la acción de la defensa.

Y todo así. Quiero decir que ni siquiera habíamos cogido aún a ese cabrón y ya estaban dando el caso por zanjado. Eso es lo que pasa cuando los abogados se hacen polis. Ésa es la mierda que tenía que soportar cuando trataba con ayudantes e investigadores del fiscal del distrito. El país se está hundiendo en legalismos que supongo que están muy bien cuando tratas con el tipo medio de criminal americano. Quiero decir que hay que estar atento a la Constitución y asegurarse de que nadie se descarría. Pero alguien debería inventar una clase diferente de tribunal con reglas diferentes para alguien como Asad Jalil. El tío no paga impuestos, salvo quizá los indirectos.

Cuando terminó la hora del almuerzo, el señor Koenig nos dijo:

– Todos ustedes han hecho un trabajo excelente esta mañana. Sé que esto no es agradable pero estamos aquí para ayudar y ser útiles. Me siento muy orgulloso de los tres.

Sentí que se me revolvía el atún en el estómago. Pero Kate parecía complacida. A Ted le traía sin cuidado, lo que significaba que por fin teníamos algo en común.

CAPÍTULO 29

Asad Jalil regresó a la carretera de circunvalación y para las diez y cuarto ya circulaba en dirección sur por la interestatal 95, alejándose de la ciudad de Washington. Sabía que no había más peajes en las carreteras y puentes que debía recorrer hasta su punto de destino.

Mientras conducía rebuscó en la funda de almohada y extrajo el dinero suelto que había encontrado en el dormitorio del general, el dinero de su cartera y el del bolso de su mujer, que había cogido en el vestíbulo. En total, había cerca de doscientos dólares. De la recepción del motel había cogido 440 dólares pero parte de ellos eran suyos. La cartera de Gamal Yabbar contenía menos de cien. Hizo un rápido cálculo mental y obtuvo un total de unos 1100 dólares. Sería suficiente para los próximos días.

Al acercarse a un puente que cruzaba un pequeño río, paró el coche en el estrecho arcén y encendió el intermitente. Bajó rápidamente del coche, llevando la funda de almohada, atada a la manera de una bolsa, que contenía la pistola del general y los objetos de valor de su casa. Se acercó a la barandilla del puente, miró a ambos lados, luego miró al río para asegurarse de que no había ninguna embarcación debajo y tiró la bolsa por encima de la barandilla.

Subió de nuevo al coche y continuó. Le habría gustado conservar algunos recuerdos de su visita, especialmente el anillo del general y las fotos de sus hijos. Pero, por su experiencia en Europa, sabía que necesitaba sobrevivir a un posible registro superficial. No tenía intención de permitirlo pero podría ocurrir, y debía estar preparado por si sucedía.

Se desvió por la primera salida que vio, y al bajar la rampa aparecieron ante él tres estaciones de servicio. Fue a la llamada Exxon y se dirigió a la fila de surtidores con el letrero de «Autoservicio». Aquello no era diferente de Europa, le dijeron, y podía utilizar la tarjeta de crédito que llevaba, pero no quería dejar rastro tan al principio de su misión, así que decidió pagar en metálico.

Terminó de repostar y se dirigió luego a una cabina de cristal, donde entregó dos billetes de veinte dólares a través de la pequeña abertura. El empleado lo miró fugazmente, y Jalil pensó que la rápida mirada no era amistosa. El hombre depositó el cambio en el mostrador y anunció el total, al tiempo que se volvía. Asad cogió el cambio y regresó a su coche.

Condujo de nuevo a la interestatal y continuó en dirección sur.

Sabía que aquello era el estado de Virginia, y observó que los árboles eran más frondosos que en Nueva York o en Nueva Jersey. Su termómetro digital exterior señalaba 76 grados Fahrenheit. Pulsó un botón que había en la consola, y la pantalla mostró una temperatura de 25 grados Celsius. Era una temperatura agradable, pensó, pero había demasiada humedad.

Continuó avanzando, manteniendo la misma velocidad con que discurría allí el tráfico, por encima de los 120 kilómetros por hora, mucho más que al norte de Washington y quince kilómetros por hora más que la velocidad máxima permitida. Uno de sus oficiales instructores en Trípoli, Boris, el agente del KGB ruso que había vivido cinco años en Estados Unidos, le había dicho:

– La policía del sur suele parar a los vehículos que llevan placas de matrícula del norte. Especialmente de Nueva York.

Jalil había preguntado por qué, y Boris le había respondido:

– Hubo una gran guerra civil entre el Norte y el Sur, en la que el Sur fue derrotado. Sienten mucha animosidad por eso.

– ¿Cuándo fue esa guerra civil? -había preguntado.

– Hace más de cien años. -Boris le explicó brevemente la guerra y añadió-: Los estadounidenses perdonan en diez años a sus enemigos extranjeros pero entre ellos no se perdonan tan rápidamente. Pero si te mantienes en la carretera interestatal, mejor. Es una ruta muy frecuentada por gente del norte, que suelen ir a Florida de vacaciones. Tu automóvil no llamará la atención.

El ruso le informó, además:

– Muchos habitantes de Nueva York son judíos, y la policía del sur tal vez pare a un coche de Nueva York por esa razón. -Y había añadido, con una carcajada-: Si te paran, diles que a ti tampoco te gustan los judíos.

Jalil reflexionó acerca de todo aquello. Habían intentado quitarle importancia a su paso por el sur pero, evidentemente, sabían de esa zona menos que del territorio comprendido entre Nueva York y Washington. Evidentemente también, aquél era un lugar que podía causarle problemas. Pensó en el empleado de la gasolinera, pensó en sus placas de matrícula de Nueva York y pensó igualmente en su aspecto. Boris también le había dicho:

– No hay muchas razas en el sur; la mayoría de las personas son africanos negros o europeos. Para ellos, tú no pareces ninguna de las dos cosas. Pero cuando llegues a Florida las cosas irán mejor. En Florida hay muchas razas y muchos colores de piel. Pueden creer que eres sudamericano, pero en Florida mucha gente habla español, y tú, no. Así que si necesitas dar explicaciones, di que eres brasileño. En Brasil hablan portugués, y muy pocos norteamericanos hablan ese idioma. Pero si estás hablando con la policía, entonces eres egipcio, como se dice en tu documentación.

Jalil pensó en el consejo de Boris. En Europa había muchos visitantes, hombres de negocios y residentes de países árabes, pero en Estados Unidos, fuera de la zona de Nueva York, su aspecto podría llamar la atención, pese a que Malik había dicho lo contrario.

Jalil había hablado de esto con Malik, que le dijo:

– No dejes que ese estúpido ruso te preocupe. En Estados Unidos no tienes más que sonreír, no parecer sospechoso, mantener las manos fuera de los bolsillos, llevar un periódico o una revista americanos, dar propinas del quince por ciento, no acercarte demasiado al hablar, bañarte a menudo y desearle un buen día a todo el mundo.

Jalil sonrió al recordar a Malik hablándole de los estadounidenses. Malik había concluido su estimación de los americanos diciendo:

– Son como los europeos pero su forma de pensar es más simple. Sé directo, pero no brusco. Tienen un conocimiento limitado de la geografía y de las demás culturas, más limitado que los europeos. De modo que si quieres ser griego, sé griego. Tu italiano es bueno, así que puedes ser de Cerdeña. De todas maneras, jamás han oído hablar de ese lugar.

Jalil volvió de nuevo su atención a la carretera. El tráfico del domingo por la tarde era a ratos intenso, a ratos escaso. Había pocos camiones porque era el Sabbat cristiano. Los paisajes que se extendían a ambos lados de la carretera eran la mayoría de campos y bosques con muchos pinos. Ocasionalmente veía lo que parecía ser una fábrica o un almacén pero, al igual que la Autobahn, aquella carretera no pasaba cerca de las ciudades o zonas de población. Allí resultaba difícil imaginar que en Estados Unidos habitaban más de 250 millones de personas. Su propio país no tenía ni siquiera cinco millones, y, sin embargo, Libia había dado a los estadounidenses muchos quebraderos de cabeza desde que el Gran Líder depusiera años atrás al estúpido rey Idris.,

Finalmente, Jalil dejó volver sus pensamientos a la casa del general Waycliff. Había estado reservándolos, como un postre dulce, para saborearlos debidamente.

Recreó en su mente toda la escena y trató de imaginar cómo habría podido obtener más placer de ella. Quizá, pensó, debería haber hecho que el general suplicara que le perdonase la vida, o que la mujer se postrara de rodillas y le besara los pies. Pero tenía la impresión de que ellos no hubieran suplicado. De hecho, había extraído de ellos todo lo que podía, y cualquier otro intento de obligarlos a pedir piedad habría resultado estéril. Comprendieron que iban a morir en cuanto él reveló el propósito que lo había impulsado a estar allí.

Pensó, sin embargo, que podría haber hecho más dolorosas sus muertes pero le coartaba la necesidad de hacer que los asesinatos pareciesen parte de un robo. Necesitaba tiempo para ultimar su misión antes de que los servicios de inteligencia estadounidenses empezaran a comprender lo que estaba sucediendo.

Asad Jalil sabía que la policía podría estar esperándolo en cualquier punto de sus visitas a los hombres de la escuadrilla de Al Azziziyah. Aceptaba esa posibilidad y se consolaba con lo que ya había realizado en Europa, en el aeropuerto de Nueva York y ahora en la casa del general Waycliff.

Sería estupendo que pudiera completar su lista, pero si no podía, algún otro lo haría. Le gustaría volver a Libia pero carecía de importancia hacerlo o no. Morir en tierra de infieles mientras llevaba a cabo su yihad era un triunfo y un honor. Su lugar en el Paraíso estaba asegurado.

Asad Jalil se sentía en estos momentos mejor de lo que nunca se había sentido después de aquella terrible noche.

Bahira. Estoy haciendo esto por ti también.

Se acercaba a la ciudad de Richmond, y el tráfico se iba tornando más intenso. Tuvo que seguir las señales que lo llevaron en círculo alrededor de la ciudad, por una carretera llamada 1-295 y finalmente de nuevo a la 1-95, otra vez en dirección sur.

A las 13.15 vio un letrero que decía «Bien venido a Carolina del Norte».

Miró a su alrededor pero no encontró gran diferencia con el estado de Virginia. El ruso le había advertido de que la policía de Carolina del Norte era ligeramente más suspicaz que la de Virginia. La policía del siguiente estado, Carolina del Sur, sería más probable que lo hiciese parar sin motivo, y también la de Georgia.

El ruso le había dicho asimismo que los policías del sur patrullaban a veces por parejas, y a veces sacaban sus armas cuando hacían parar un vehículo. Por lo tanto, sería más difícil disparar contra ellos.

Boris le había advertido también de que no intentara sobornar a un policía si lo paraban por una infracción de tráfico. Según el ruso, lo más probable era que lo arrestasen. Lo mismo, reflexionó Jalil, ocurría en Europa pero no en Libia, donde unos pocos dinares bastarían para satisfacer a un policía.

Continuó por la ancha y casi recta carretera interestatal. El vehículo era silencioso y potente y tenía un depósito de combustible de gran capacidad. Pero, según le indicaba el ordenador, tendría que repostar dos veces más antes de llegar a su destino.

Pensó en el hombre a quien visitaría a continuación. Teniente Paul Grey, piloto del F-l 11 conocido como Elton 38.

Habían sido precisos más de diez años y muchos millones de dólares antes de que la inteligencia libia consiguiera tener acceso a esta lista de ocho hombres. Se habían necesitado varios años más para localizar a cada uno de aquellos asesinos. Uno de ellos, el teniente Steven Cox, el oficial de armamento del avión conocido como Remit 61, estaba fuera de su alcance, ya que había resultado muerto en el transcurso de una misión desarrollada en la guerra del Golfo. Jalil no se sentía defraudado. Le complacía saber que el teniente Cox había muerto a manos de combatientes islámicos.

La primera víctima de Asad Jalil, el coronel Hambrecht, había sido enviado en trocitos a Norteamérica en el mes de enero. El cuerpo de su segunda víctima, el general Waycliff, se hallaba todavía caliente, y su sangre estaba dentro del cuerpo de Jalil.

Quedaban cinco.

Para la noche, el teniente Paul Grey se reuniría con sus tres compañeros de escuadrilla en el infierno.

Entonces quedarían cuatro.

Jalil sabía que la inteligencia libia había averiguado los nombres de algunos de los otros pilotos de las demás escuadrillas que habían bombardeado Bengasi y Trípoli pero de esos hombres se ocuparían en otra ocasión. Asad Jalil había sido distinguido con el honor de asestar el primer golpe, de vengar personalmente la muerte de su propia familia, la muerte de la hija del Gran Líder y las heridas sufridas por la esposa e hijos de éste.

Jalil no tenía la menor duda de que los norteamericanos habían olvidado hacía mucho el 15 de abril de 1986. Habían bombardeado tantos lugares desde entonces que no se concedía gran importancia a aquel incidente. En la guerra del Golfo, decenas de miles de iraquíes habían perecido a manos de los norteamericanos y sus aliados, y el líder iraquí, Hussein, había hecho muy poco por vengar la muerte de sus mártires. Pero los libios no eran como los iraquíes. El Gran Líder, Gadafi, nunca olvidaba un insulto, una traición ni la muerte de un mártir.

Se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento el teniente Paul Grey. Se preguntó también si aquel hombre sería uno de los que el general Waycliff había telefoneado el día anterior. Jalil no tenía ni idea de si todos los supervivientes se mantenían en contacto pero, según la agenda del general, el 15 de abril se había celebrado una conferencia telefónica múltiple. Y, en cuanto a la frecuencia de su contacto, habiendo hablado hacía solamente dos días, era improbable que volvieran a hablar a menos que alguien los informase de la muerte del general Waycliff. Ciertamente, la señora Waycliff no se lo iba a comunicar. De hecho, pasarían veinticuatro horas antes de que los cuerpos fuesen descubiertos.

Jalil se preguntó también si la muerte de los Waycliff y su sirvienta sería considerada un robo con homicidio. Pensaba que la policía, como todas las policías, lo consideraría un delito común. Pero si intervenían los servicios de inteligencia, éstos tal vez vieran las cosas de otro modo.

En cualquier caso, aunque así fuera, no tenían ninguna razón para pensar primero en Libia. La carrera del general había sido larga y variada, y su destino en el Pentágono suscitaba muchas otras posibilidades en el supuesto de que alguien sospechara que se trataba de un asesinato político.

La principal baza que tenía Jalil era que casi nadie sabía que aquellos aviadores habían participado en la incursión del 15 de abril. No había referencia alguna a ello ni siquiera en sus expedientes personales, como habían descubierto la inteligencia libia y la soviética. De hecho, no había nada más que una lista, y esa lista estaba clasificada como alto secreto. El secreto había protegido a aquellos hombres durante más de una década. Pero ahora ese mismo secreto hacía muy difícil que las autoridades estableciesen una relación entre lo sucedido en Lakenhead, Inglaterra, Washington, D. C, y, pronto, Daytona Beach, Florida.

Pero ellos sí sabían lo que tenían en común, y eso siempre había sido un problema. Jalil sólo podía rogar porque Dios mantuviera a sus enemigos en la ignorancia. Eso, juntamente con el uso de rapidez y engaño, garantizaría que pudiese matarlos a todos, o al menos a la mayoría.

Malik le había dicho:

– Asad, me dicen que tienes un sexto sentido, que puedes presentir el peligro antes de verlo, olerlo u oírlo. ¿Es cierto?

– Creo que tengo ese don -había respondido Jalil.

Le contó lo sucedido la noche de la incursión aérea pero omitiendo la parte referente a Bahira.

– Estaba en una azotea, orando, y antes de que llegara el primer avión sentí la presencia de peligro. Tuve una visión de monstruosas y terribles aves de presa descendiendo por entre el ghabli sobre nuestro país. Corrí a casa para decírselo a mi familia… pero era demasiado tarde.

– Como sabes, el Gran Líder va a orar al desierto y tiene visiones también -le había dicho Malik.

Jalil lo sabía. Sabía que Muammar al-Gadafi había nacido en el desierto en el seno de una familia nómada. Los nacidos en las familias nómadas del desierto eran dos veces benditos, y muchos de ellos poseían poderes de los que carecían quienes habían nacido en los poblados y ciudades de la costa. Jalil era vagamente consciente de que el misticismo de las gentes del desierto era anterior a la llegada del islam, y de que algunos consideraban blasfemas tales creencias. Por esa razón, Asad Jalil, que había nacido en el oasis Kufra -ni en la costa ni en el desierto-, no solía hablar de su sexto sentido.

Pero Malik estaba enterado de ello.

– Cuando sientas el peligro, no es una cobardía huir. Hasta el león huye del peligro. Por eso, Dios le dio más velocidad de la que necesita para cazar a su presa. Debes prestar atención a tus instintos. Si no lo haces, ese sexto sentido tuyo te abandonará. Si alguna vez sientes que has perdido este poder, debes compensarlo con más astucia y más cautela.

Jalil creía entender lo que Malik decía.

Pero entonces Malik dijo bruscamente:

– Puedes morir en América o puedes huir de América. Pero no puedes ser capturado en América. -Jalil no había respondido. Malik continuó-: Sé que eres valiente y que jamás traicionarías a nuestro país, a nuestro Dios o a nuestro Gran Líder, ni aun bajo tortura. Pero si te cogen vivo, ésa será toda la prueba que necesitarán para tomar represalias contra nuestro país. El propio Gran Líder me ha pedido que te diga que debes quitarte la vida si tu captura se hace inminente.

Jalil recordaba haberse sentido sorprendido ante aquellas palabras. No tenía intención de dejarse capturar, y gustosamente se quitaría la vida si lo consideraba necesario.

Pero había contemplado una situación en la que podría ser capturado vivo. Pensaba que aquello sería aceptable, incluso beneficioso para la causa. Entonces podría decir al mundo quién era, cómo había sufrido y qué había hecho para vengar aquella noche infernal. Aquello excitaría a todo el islam, redimiría el honor de su país y humillaría a los americanos.

Pero Malik había rechazado esa posibilidad, y el propio Gran Líder había prohibido esa forma de poner fin a su yihad.

Jalil pensó en ello. Comprendía por qué el Gran Líder no querría provocar otro ataque aéreo americano. Pero, después de todo, ésa era la naturaleza de la venganza de sangre. Era como un círculo, un círculo de sangre y muerte sin fin. Cuanta más sangre, mejor. Cuantos más mártires, más complacido se sentiría Dios y más unido se volvería el islam.

Jalil apartó de su mente esos pensamientos, consciente de que el Gran Líder tenía una estrategia que sólo los pocos elegidos de su entorno podían comprender. Jalil pensaba que quizá algún día fuese admitido en el círculo dirigente pero por el momento serviría como uno de tantos mujaidines, los luchadores islámicos por la libertad.

Jalil apartó sus pensamientos del pasado y los proyectó sobre el futuro. Cayó en un estado lindante con el trance, lo que no era difícil en aquella carretera rectilínea y desprovista de interés. Proyectó su mente a horas y kilómetros de distancia, a aquel lugar llamado Daytona Beach. Visualizó la casa que había visto en las fotografías y el rostro de aquel hombre llamado Paul Grey. Trató de representarse o percibir algún peligro futuro pero no sentía ningún riesgo que lo acechara, ninguna trampa presta a cerrarse sobre él. De hecho, tuvo una visión de Paul Grey corriendo desnudo por el desierto, cegado por el ghabli, mientras un gigantesco y hambriento león lo perseguía, acortando a cada paso la distancia que los separaba.

Asad Jalil sonrió y alabó a Dios.

CAPÍTULO 30

Después de comer nos dirigimos a una pequeña sala sin ventanas situada en el cuarto piso, donde escuchamos una breve conferencia sobre terrorismo en general y sobre terrorismo de Oriente Medio en particular. Hubo una sesión de diapositivas con mapas, fotos y diagramas de organizaciones terroristas y se nos distribuyó una hoja con una lista de lecturas recomendadas.

Creí que era una broma, pero no lo era.

– ¿Vamos a estar matando el tiempo antes de que suceda algo importante? -le pregunté a nuestro instructor, un tipo llamado Bill, que llevaba un traje azul.

– Esta presentación tenía por objeto reforzar su compromiso y darles una visión global de la red terrorista mundial -me respondió, un tanto desconcertado.

Nos explicó los desafíos a que nos enfrentábamos en el mundo que había seguido a la guerra fría y nos informó de que el terrorismo internacional había llegado para quedarse. Aquello no era exactamente ninguna novedad para mí pero tomé nota en mi cuaderno por si nos ponían un examen más adelante.

A propósito, el FBI está dividido en siete secciones: Derechos Civiles, Drogas, Apoyo a la Investigación, Crimen Organizado, Crimen Violento, Crimen de Guante Blanco y Contraterrorismo, que es una floreciente industria que ni siquiera existía hace veinte años, cuando yo era un poli novato.

Bill no nos estaba explicando todo eso a nosotros. Yo ya lo sabía, y sabía también que la Casa Blanca no era una casa feliz aquella mañana, aunque el resto del país no tenía todavía ni idea de que Estados Unidos había sufrido el peor ataque terrorista desde Oklahoma City. Y, lo que era más importante, ese ataque no procedía de algún indeseable del propio país, sino de los desiertos de África del Norte.

Bill seguía desbarrando sobre la historia del terrorismo de Oriente Medio, y yo tomaba notas en mi cuaderno para acordarme de llamar a Beth Penrose, llamar a mis padres en Florida, llamar a Dom Fanelli, comprar agua de soda, recoger mis trajes en la tintorería, llamar al técnico reparador de televisores, etcétera, etcétera.

Bill seguía hablando. Kate escuchaba; Ted estaba en Babia.

Jack Koenig, que era King Jack en la zona metropolitana de Nueva York, no era rey aquí. De hecho, tan sólo era un principillo más en la capital imperial. Reparé en que los tipos de Washington se referían a Nueva York como un destacamento avanzado, lo que no encajaba muy bien con este neoyorquino concreto.

Finalmente, Bill se marchó y entraron una mujer y un hombre. Ella se llamaba Jane, y el tipo, Jim. Iban de azul.

– Gracias por venir -dijo Jane.

Eso me pareció ya demasiado.

– ¿Teníamos opción? -pregunté.

– Supongo que no -respondió con una sonrisa.

– Usted debe de ser el detective Corey -dijo Jim.

Debo de serlo.

Bueno, pues Jane y Jim formaban un dúo, y la canción se titulaba Libia. Esto era un poco más interesante que el numerito anterior, y prestamos atención. Hablaban de Muammar al-Gadafi, de su relación con Estados Unidos, de su terrorismo de Estado, y de la incursión norteamericana sobre Libia el 15 de abril de 1986.

– Se cree que el supuesto autor del incidente de ayer, Asad Jalil, es libio -dijo Jane-, aunque a veces viaja con pasaportes de otros países de Oriente Medio. -Apareció de pronto una foto de Asad Jalil en la pantalla. Jane continuó-: Ésta es la fotografía que les fue transmitida a ustedes desde París. Tengo otra de más calidad que les entregaré luego. Nosotros también tomamos más instantáneas en París.

Se proyectaron en la pantalla una serie de fotos de Jalil, tomadas evidentemente sin su conocimiento en el interior de un despacho.

– Los agentes del Servicio de Inteligencia de la embajada -continuó Jane- las tomaron en París mientras Jalil prestaba declaración. Lo trataron como a un desertor auténtico porque así fue como él se presentó en la embajada.

– ¿Lo registraron? -pregunté.

– Sólo superficialmente. Le pasaron las manos sobre la ropa y lo sometieron a un detector de metales.

– ¿No lo hicieron desnudarse?

– No -respondió Jane-. No queremos convertir a un informante o desertor en un prisionero hostil.

– Hay personas a quienes les encanta que les miren el culo. Uno nunca sabe hasta que lo pregunta -dije.

Esta vez hasta el viejo Ted soltó una risita.

– Los árabes son muy pudorosos en lo que se refiere a la desnudez -replicó Jane fríamente-, exhibiciones de carne y cosas por el estilo. Se sentirían ultrajados y humillados si se los sometiera a un registro corporal.

– Pero el tipo podría tener píldoras de cianuro escondidas en el culo y habría podido suicidarse o administrarle una dosis letal a alguien de la embajada.

Jane clavó en mí una gélida mirada:

– Los agentes de los servicios de inteligencia no son tan estúpidos como parece usted creer -sentenció.

Y con eso apareció una serie de fotos en la pantalla. Las imágenes mostraban a Jalil en un cuarto de baño. Se lo veía desnudarse, ducharse, sentarse en la taza y cosas así.

– Ésta era una cámara oculta, naturalmente -dijo Jane-. Tenemos también vídeos de las mismas escenas, señor Corey, por si le interesa.

– Creo que podré pasar sin ello.

Miré la foto que estaba en la pantalla en aquel momento. Mostraba un desnudo frontal de Asad Jalil saliendo de la ducha. Era un hombre fornido, de cerca de un metro ochenta de estatura, muy velludo, sin cicatrices ni tatuajes visibles y tan bien dotado como un jumento.

– Haré que le enmarquen ésta -le dije a Jane.

A aquella gente no le iban esa clase de bromas. Se hizo un silencio sepulcral, y pensé que me iban a rogar que esperase en el pasillo.

– Mientras el señor Jalil dormía profundamente -continuó Jane-, por efecto de un sedante casualmente presente en su taza de leche -sonrió con aire conspiratorio-, varios empleados de la embajada obtuvieron fibras de sus ropas. Le tomaron también las huellas dactilares y plantares, le extrajeron células epiteliales de la boca para identificar su ADN, le tomaron muestras capilares e incluso impresiones dentales. -Jane me miró y dijo-: ¿Hemos pasado algo por alto, señor Corey?

– Supongo que no. No sabía que la leche podía surtir ese efecto.

– Les facilitaremos todos los resultados forenses -prosiguió-. Un informe preliminar sobre su atuendo, consistente en un traje gris, camisa, corbata, zapatos negros y ropa interior, indica que todas las prendas habían sido confeccionadas en Estados Unidos, lo cual resulta interesante, ya que las prendas estadounidenses no son frecuentes en Europa ni en Oriente Medio. Sospechamos, por tanto, que Jalil se proponía integrarse en una población urbana estadounidense muy poco después de su llegada.

Eso era lo que yo pensaba.

– Hay una teoría alternativa -prosiguió Jane-, según la cual Jalil, llevando un pasaporte falso procurado por Haddad, se dirigió a la terminal de Llegadas y Salidas Internacionales, donde, en el mostrador de una compañía de Oriente Medio o quizá de cualquier otra compañía, le estaba esperando un billete expedido al nombre que figuraba en su pasaporte falso. O bien Yusef Haddad le dio a Jalil ese billete a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco.

Jane nos miró:

– Tengo entendido que han considerado ustedes ambas teorías: Jalil se quedó, Jalil se marchó. Las dos son plausibles. De lo que estamos seguros es de que Yusef Haddad se quedó. Estamos tratando de establecer su verdadera identidad y determinar cuáles son sus conexiones. Consideren un hombre tan despiadado, me refiero a Jalil, que asesina a su cómplice, mata al hombre que arriesgó su vida por traerlo al país. Piensen en Asad Jalil rompiéndole el cuello a Haddad y permaneciendo luego en un avión lleno de cadáveres en espera de que el piloto automático lo deposite en el aeropuerto. Y entonces, en vez de huir, va al Club Conquistador y da muerte a tres de nuestros agentes. Pero decir que Jalil es despiadado y cruel es definir solamente una parte de su personalidad. Jalil es también increíblemente audaz y osado. Lo mueve algo muy poderoso.

No cabía la menor duda de ello. Yo me considero a mí mismo audaz y osado pero había llegado el momento de reconocer que yo no habría podido hacer lo que había hecho Asad Jalil. Solamente una vez en toda mi carrera había encontrado un adversario a quien considerase que tenía más huevos que yo. Cuando finalmente lo maté, sentí que yo no era digno de haberlo matado; del mismo modo que el cazador que mata a un león con un rifle de gran potencia sabe que el león era el más digno y valiente de los dos.

Jane pulsó el botón del proyector. Apareció en la pantalla una fotografía en color ampliada que mostraba la cara de un hombre de perfil.

– En esta foto ampliada de la mejilla izquierda de Jalil pueden ver tres leves cicatrices paralelas -dijo-. En la mejilla derecha tiene otras tres similares. Nuestro patólogo dice que no son quemaduras ni heridas causadas por metralla ni por un cuchillo. De hecho, son típicas de heridas producidas por uñas humanas o garras animales, laceraciones paralelas y ligeramente dentadas. Son las únicas cicatrices identificadoras existentes en su cuerpo.

– ¿Podemos suponer que esas cicatrices fueron producidas por unas uñas de mujer? -pregunté.

– Puede usted suponer lo que le plazca, señor Corey. Las señalo como características identificadoras en previsión de que haya modificado su aspecto externo.

– Gracias.

– Y, siguiendo esa pauta, los especialistas de París tatuaron tres puntitos en el cuerpo de Jalil. Uno se halla localizado en la parte interior del lóbulo de la oreja derecha… -Nos obsequió con un primer plano-. Otro, entre los dedos primero y segundo de su pie derecho… -De nuevo una extraña foto-. Y el último está junto al ano. En el lado derecho. En el caso de que tengan un sospechoso o se encuentren un cadáver, esto podría facilitar una rápida identificación, que sería preciso complementar con las huellas dactilares o un cotejo de impresiones dentales si llegara el caso.

Ahora le tocaba hablar a Jim.

– El plan de la operación es realmente sencillo cuando se lo considera con atención. Pasar de un país relativamente abierto a otro no es tan difícil. Yusef Haddad volaba en clase business y eso siempre facilita las cosas, incluyendo la posibilidad de llevar una bolsa de ropa y recibir tratamiento médico de oxígeno. Haddad va bien vestido, probablemente habla suficiente francés para entender lo que dicen en De Gaulle y probablemente habla suficiente inglés como para no suponer un engorro para los ayudantes de vuelo de Trans-Continental.

Levanté la mano.

– ¿Puedo hacer una pregunta?

– Por supuesto.

– ¿Cómo sabía Yusef Haddad en qué vuelo iría Asad Jalil?

– Bueno, señor Corey, ésa es la cuestión, ¿verdad?

– Sí, no me la quito de la cabeza.

– Bien, desgraciadamente la respuesta es sencilla. Siempre utilizamos Trans-Continental, nuestra compañía aérea insignia, con la que tenemos un acuerdo de tarifa reducida para la clase business, pero lo más importante es que tenemos un agente de enlace que trabaja con Trans-Continental. Metemos y sacamos gente de los aviones rápidamente y sin llamar la atención. Al parecer, alguien estaba al tanto de este acuerdo, que, por otra parte, no es alto secreto ni mucho menos.

– ¿Pero cómo sabía Haddad que Jalil iría en ese vuelo?

– Un evidente fallo de seguridad en la actuación de Trans-Continental en De Gaulle. En otras palabras, un empleado de Trans-Continental en París, quizá un empleado árabe, de los muchos que hay en París, le dio el soplo a Yusef Haddad. De hecho, si nos remontamos más atrás, Jalil desertó en París y no en otra ciudad porque hubo allí un fallo en el sistema de seguridad. De hecho, por razones de seguridad, en los aviones norteamericanos está prohibido que uno lleve a bordo su propio oxígeno para uso medicinal. Hay que solicitar una reserva de oxígeno, y por un pequeño estipendio lo entregan antes de embarcar. Evidentemente, alguien pensó hace años en este potencial problema de seguridad. En este caso, sin embargo, uno de los empleados de la compañía cambió una de las botellas de oxígeno por una botella de gas venenoso.

– A mí las dos botellas me parecieron iguales -comenté-. Supongo que una de ellas estaría marcada.

– En efecto, la de oxígeno tenía en la pintura un pequeño arañazo en zigzag. La del gas venenoso, no.

Me imaginé a Yusef Haddad diciéndose a sí mismo: «Vamos a ver… la de oxígeno tiene un arañazo, la de gas venenoso, no… ¿o era al revés…?»

– ¿Algo gracioso, señor Corey? -me preguntó Jim.

Expliqué mi estúpida idea pero sólo Nash se rió.

Jim consultó unas notas y luego prosiguió:

– Por lo que se refiere al gas, tenemos un informe preliminar al respecto. No soy un experto pero me dicen que hay cuatro tipos principales de gas tóxico: el asfixiante, el que provoca ampollas, el que ataca a la sangre y el que afecta a los nervios. El gas utilizado en el vuelo Uno-Siete-Cinco era sin duda un agente que actúa sobre la sangre, probablemente un compuesto de cloruro cianhídrico avanzado o modificado. Este tipo de gas es muy volátil y se disipa rápidamente en el aire. Según nuestros expertos químicos, los pasajeros percibieron tal vez un cierto olor a almendras amargas o huesos de melocotón pero, salvo que estuvieran familiarizados con el cianuro, no se sentirían alarmados.

Jim nos miró y vio que todos le estábamos prestando atención. Yo he tenido la misma experiencia en mis clases en el John Jay. En cuanto los alumnos empiezan a distraerse, recurro a algo relacionado con el homicidio o el sexo. Eso atrae la atención general.

– Esto es lo que creemos que sucedió -continuó-. Asad Jalil pidió usar el lavabo. Naturalmente, fue acompañado por Phil Hundry o Peter Gorman. Quienquiera que lo acompañase revisó primero el lavabo, como hacían cada vez que Jalil pedía utilizarlo. Querían estar seguros de que nadie intentaba ser un Michael Corleone… -Nos miró y dijo, innecesariamente-: Ya saben, cuando alguien introduce una pistola en el lavabo. Así que Phil o Peter revisan la papelera… y quizá también revisaron el arma-rito situado bajo la pila, donde se guardan los utensilios de mantenimiento. Pero lo que había allí parecía completamente inocuo y no suscitó ninguna sospecha a Phil ni a Peter. Lo que había era una pequeña botella de oxígeno con su correspondiente mascarilla, como las que pueden encontrarse en los botiquines de todos los aviones del mundo. Se trata de oxígeno terapéutico para pasajeros con dificultades respiratorias. Pero nunca, se pone debajo de la pila. Ahora bien, si uno no conoce los procedimientos de las líneas aéreas, no se daría cuenta de nada. De modo que aunque Phil o Peter hubieran visto la botella de oxígeno, no habrían dado ninguna importancia al hecho.

Jim hizo una pausa para dar mayor efecto a sus palabras y continuó su relato.

– Alguien, muy probablemente una persona del servicio de limpieza o de mantenimiento del aeropuerto De Gaulle puso antes del despegue esa botella de oxígeno debajo de la pila en el lavabo de la sección alta del avión. Cuando Phil o Peter condujeron a Jalil al lavabo, lo dejaron esposado y le dijeron que no echara el pestillo. Procedimiento habitual. Jalil entró en el lavabo, y eso fue la señal para que Haddad liberase el gas contenido en la segunda botella. En algún momento, la gente empezó a mostrar señales de malestar. Pero para cuando alguien se dio cuenta de que estaban en peligro, ya era demasiado tarde. El piloto automático está siempre conectado durante el vuelo, así que el avión continuó volando.

»Jalil, que estaba respirando el oxígeno de la botella dejada bajo la pila, salió del lavabo una vez que tuvo la seguridad de que todo el mundo estaba inconsciente o muerto. Llegados a ese punto, Jalil y Haddad dispusieron de más de dos horas para arreglar las cosas, incluyendo el quitarle las esposas a Jalil, volver a poner en su asiento al escolta federal, dejar el oxígeno medicinal de Haddad en el armario de la ropa y todo lo demás. Jalil sabía que sólo necesitaba unos pocos minutos en tierra para huir poniéndose un mono de mozo de equipajes de Trans-Continental y mezclándose con la gente que subiría al avión en el área de seguridad. Por eso es por lo que quería que todo ofreciese el aspecto más normal posible al personal del Servicio de Emergencia que subiría al aparato, estacionado al extremo de la pista. Jalil necesitaba estar seguro de que el avión no ofrecía el aspecto de que se hubiera cometido un crimen en él y de que sería remolcado hasta el recinto de seguridad, donde se permitiría subir a bordo a personas ajenas al Servicio de Emergencia.

Jim terminó, luego habló de nuevo Jane, luego Jim, luego Jane, y así sucesivamente. Iban a dar las cuatro, y yo necesitaba un descanso.

Ya estábamos en la fase de preguntas y respuestas.

– ¿Cómo sabían Jalil y Haddad que el 747 estaba preprogramado para aterrizar en el JFK? -preguntó Kate.

– La Trans-Continental tiene por norma exigir a los pilotos que antes de despegar programen el ordenador para todo el vuelo -respondió Jim-, y eso incluye la información sobre aterrizaje. Eso no es ningún secreto. Cualquier revista de aviación ha informado de ello. Además, está el fallo de seguridad ocurrido en Trans-Continental en De Gaulle. -Añadió-: En lo que nadie confía jamás que haga un ordenador es en que accione los inversores de dirección, porque si falla y los acciona durante el vuelo, reventarían los motores u otras piezas importantes del avión. Los inversores de dirección deben ser accionados manualmente, con el menor nivel posible de interactuación automática. Es un elemento de seguridad, y quizá lo único que un piloto tiene que hacer, aparte de decir «Bien venidos a Nueva York» y conducir el avión hasta la puerta una vez en tierra. -Agregó jocosamente-: Su pongo que eso también podrían hacerlo los ordenadores. En cualquier caso, cuando el 747 aterrizó en el JFK sin inversores de dirección quedó claro que había problemas.

– Yo creía que las pistas no se asignaban hasta que el avión se hallaba en las proximidades del aeropuerto -dijo Koenig.

– Cierto -respondió Jim-, pero generalmente los pilotos saben qué pistas se están utilizando. La preprogramación no pretende sustituir al aterrizaje que el piloto realiza manualmente y con arreglo a las instrucciones que se le facilitan por radio. Es sólo un procedimiento de apoyo. El piloto con quien he hablado me asegura que aumenta la precisión de los cálculos del ordenador. Y, de hecho, la pista Cuatro-Derecha, la preprogramada, continuaba utilizándose ayer a la hora de llegada del vuelo Uno-Siete-Cinco.

Asombroso, pensé. Absolutamente asombroso. Necesito un ordenador como ése para mi coche y así poder descabezar un sueñecito al volante.

– Les diré qué más sabían los criminales -prosiguió Jim-. Estaban al tanto de la forma de actuar del Servicio de Emergencia en el JFK. Viene a ser muy parecido en todos los aeropuertos norteamericanos. Los procedimientos del JFK son más sofisticados que en muchos de los otros pero eso no es materia de alto secreto. Se han escrito libros sobre Pistolas y Mangueras, y hay numerosos manuales disponibles. Nada de esto es difícil de averiguar. Solamente el área de seguridad para casos de secuestro no es muy conocida pero tampoco constituye alto secreto.

Pensé que Jim y Jane necesitaban verse libres de mí un rato, y cuando Jim terminó Jane dijo:

– Haremos un descanso de quince minutos. Los lavabos y el bar están al final del pasillo.

Nos levantamos todos y salimos rápidamente, antes de que cambiaran de idea.

Ted, Kate, Jack y yo charlamos unos momentos, y descubrí que Jim y Jane se llamaban en realidad Scott y Lisa. Pero para mí siempre serían Jim y Jane. Todo el mundo aquí era Jane y Jim, excepto Bob, Bill y Jean. Y todos iban de azul y jugaban a squash en el sótano y hacían footing a lo largo del Potomac y tenían casas en la Virginia suburbana e iban a la iglesia los domingos, salvo cuando la mierda caía en las turbinas, como hoy. Los casados tenían críos, y los críos eran formidables, y vendían caramelos para recaudar dinero para el equipo de fútbol y todo eso.

En cierto modo, uno tiene que admirar a esta gente. Quiero decir que representan el ideal, o al menos el ideal americano tal como ellos lo ven. Los agentes eran eficaces en su trabajo, tenían una reputación mundial de honradez, sobriedad, lealtad e inteligencia. ¿Qué importaba que la mayoría fuesen abogados? Jack Koenig, por ejemplo, era una buena persona, sólo que daba la casualidad de que tenía la desgracia de ser abogado. Kate también era perfecta para ser abogado. Me gustaba el lápiz de labios que llevaba. Una especie de rosa pálido brillante.

El caso es que quizá sentía un poco de envidia hacia aquella gente orientada a la familia y a la iglesia. En algún lugar en el fondo de mi mente había una casa con una talanquera blanca, una esposa, dos niños y un perro, y un trabajo de nueve a cinco en el que nadie quería matarme.

Volví a pensar en Beth Penrose, allá en Long Island. Pensé en la casita para los fines de semana que se había comprado en el North Fork, cerca del mar y de los viñedos. No me sentía particularmente bien hoy, y no me atrevía a considerar por qué.

CAPÍTULO 31

Asad Jalil miró su indicador de combustible, según el cual le quedaba la cuarta parte del depósito. El reloj del salpicadero señalaba las 14.13. Había recorrido casi quinientos kilómetros desde Washington, y advirtió que aquel potente automóvil consumía más combustible que cuantos había conducido en Europa o Libia.

No tenía hambre ni sed, o quizá sí pero sabía dominar esas sensaciones. Había sido entrenado para resistir largos períodos de tiempo sin comer, dormir ni beber. La sed era la necesidad más difícil de ignorar pero en.cierta ocasión había pasado seis días en el desierto sin agua y sin delirar, así que sabía de qué eran capaces su cuerpo y su mente.

Un descapotable blanco se puso a su altura por el carril izquierdo, y vio que iban en él cuatro chicas. Reían y hablaban, y Jalil observó que todas tenían el pelo claro aunque tenían la piel tostada por el sol. Tres de ellas llevaban camisetas de manga corta pero la cuarta, sentada en el asiento trasero más próximo a él, llevaba solamente la parte de arriba de un biquini rosa. Una vez había visto una playa del sur de Francia donde las mujeres no llevaban prenda alguna en el busto y sus pechos quedaban al aire, a la vista de todo el mundo.

En Libia, eso les habría reportado una condena de latigazos y quizá varios años de cárcel. No podía decir exactamente cuál sería el castigo porque jamás había sucedido una cosa semejante.

La chica del sostén rosa lo miró, sonrió y lo saludó con la mano. Las otras miraron también, agitaron la mano y rieron.

Jalil aceleró.

Ellas aceleraron también, manteniéndose a su altura. Jalil advirtió que iba a 120 por hora. Levantó el pie del acelerador, y su velocidad bajó a cien. Ellas hicieron lo mismo y siguieron agitando la mano en su dirección. Una le gritó algo, pero no pudo oírla.

Jalil no sabía qué hacer. Por primera vez desde su aterrizaje sentía que no controlaba la situación. Volvió a aflojar el acelerador, y ellas lo imitaron.

Pensó en tomar la primera salida pero las chicas podrían seguirlo. Aceleró, y ellas se mantuvieron a su lado, sin dejar de reír y de agitar la mano.

Sabía que estaba llamando la atención, o no tardaría en hacerlo, y notó que la frente se le cubría de sudor.

De pronto apareció un coche policial con dos hombres en su espejo retrovisor izquierdo, y Jalil se dio cuenta de que iba a 128 por hora y que el coche de las chicas continuaba a su lado. «¡Putas asquerosas!»

El coche policial pasó al carril izquierdo, situándose detrás del descapotable, que aceleró. Jalil levantó el pie del acelerador, y el coche policial se puso a su lado. Se llevó la mano derecha al bolsillo de la chaqueta y rodeó con los dedos la culata de la Glock, sin volver la cabeza y con los ojos fijos en la carretera.

El coche policial lo adelantó, pasó a su carril sin hacerle ninguna señal y aceleró en pos del descapotable. Jalil disminuyó aún más la velocidad y observó. El conductor del coche policial parecía estar hablando con las chicas del descapotable. Se saludaron todos con las manos, y el coche policial se alejó.

El descapotable estaba ahora a cien metros por delante, y sus ocupantes parecían haber perdido interés por Jalil. Éste mantuvo una velocidad de cien kilómetros por hora, y la distancia entre ambos coches aumentó. Observó que el coche policial había desaparecido tras un cambio de rasante.

Jalil inspiró profundamente. Reflexionó sobre el incidente pero sólo logró entenderlo vagamente.

Recordó una cosa que le había dicho Boris.

– Amigo mío, muchas americanas te encontrarán atractivo. Las americanas no serán tan abiertas sexualmente como las europeas pero tal vez intenten entablar amistad contigo. Creen que pueden mostrarse amistosas con un hombre sin ser provocativas y sin atraer la atención sobre las evidentes diferencias entre los sexos. En Rusia, como en Europa, eso nos parece una estupidez. ¿Por qué habría uno de querer hablar con una mujer si no es por el sexo? Pero en América, especialmente si se trata de las más jóvenes, hablarán contigo, incluso de cuestiones sexuales, beberán contigo, bailarán contigo, incluso te invitarán a su casa, pero luego te dirán que no quieren tener relaciones sexuales contigo.

A Jalil le costaba creerlo.

– No me relacionaré con mujeres mientras esté llevando a cabo mi misión -le había contestado.

Boris se había reído de él.

– Mi buen amigo musulmán, el sexo forma parte de la misión. Puedes divertirte un poco mientras arriesgas la vida. Seguramente habrás visto películas de James Bond…

Jalil no había visto ninguna.

– Si el KGB hubiera prestado más atención a la misión y menos a las mujeres, tal vez existiera todavía un KGB.

Al ruso no le había gustado esa observación.

– En cualquier caso, las mujeres pueden ser una distracción. Y, aunque tú no las busques, puede que ellas te encuentren. Debes aprender a llevar esa clase de situaciones.

– No tengo intención de meterme en esa clase de situaciones. Mi tiempo en Estados Unidos es limitado, y también mis ocasiones de hablar con americanos.

– Sin embargo, las cosas ocurren.

Jalil asintió para sus adentros. Acababa de producirse una situación parecida, y él no la había llevado bien.

Pensó en las cuatro jóvenes, sucintamente vestidas, del descapotable. Aparte de su desorientación respecto a lo que debía hacer, identificó y admitió un extraño deseo, el de acostarse desnudo con una mujer.

En Trípoli, eso era casi imposible sin correr un grave peligro. En Alemania había prostitutas turcas por todas partes pero no podía resolverse a comprar el cuerpo de una compañera de religión. En Francia se había servido de prostitutas africanas pero sólo cuando le aseguraban que no eran musulmanas. En Italia estaban las refugiadas de la antigua Yugoslavia y Albania pero muchas de estas mujeres eran también musulmanas. Recordó haber estado una vez con una albana que, según descubrió/era musulmana. Le dio una paliza tal que se preguntaba si habría sobrevivido.

Malik le había dicho:

– Cuando vuelvas será el momento adecuado para casarte. Tendrás que elegir entre las hijas de las mejores familias de Libia. -De hecho, Malik había mencionado a una por su nombre, Alima Nadir, la hermana menor de Bahira, que ahora tenía diecinueve años y estaba aún sin marido.

Pensó en Alima; aunque velada, percibía que no era tan hermosa como Bahira pero percibía también en ella la misma audacia que le había agradado y, al mismo tiempo, desagradado en Bahira. Sí, quería y podía casarse con ella. El capitán Nadir, que habría desaprobado sus atenciones con Bahira, acogería ahora de buen grado a Asad Jalil como héroe del islam, orgullo de la patria y muy estimado yerno.

Parpadeó una lucecita en el salpicadero y sonó un campanilleo. Sus ojos escrutaron los instrumentos, y vio que se le estaba acabando el combustible.

En la siguiente salida, tomó la rampa de desvío a una carretera local y entró en una estación de servicio de Shell Oil.

De nuevo decidió no utilizar la tarjeta de crédito y se dirigió a un surtidor con el letrero de «Autoservicio, metálico». Se puso las gafas de sol y bajó del Mercury. Eligió gasolina súper y llenó el depósito, que tenía una cabida de veintidós galones. Trató de convertir esta cantidad a litros y calculó que serían unos cien. Se maravilló de la arrogancia, o quizá la estupidez, de los norteamericanos al ser la última nación de la tierra que no utilizaba el sistema métrico.

Dejó la manguera en su soporte y observó que no había ninguna cabina de cristal donde pagar. Comprendió que tenía que entrar en la pequeña oficina y se maldijo por no haberlo advertido antes.

Echó a andar hacia la oficina de la estación de servicio y entró.

Había un hombre sentado en un taburete detrás de un pequeño mostrador, vestido con vaqueros y camiseta, viendo la televisión y fumando un cigarrillo.

El hombre lo miró, y luego volvió la vista hacia una pantalla digital.

– Son veintiocho con ochenta y cinco -dijo.

Jalil puso dos billetes de veinte dólares sobre el mostrador.

– ¿Necesita algo más? -preguntó el hombre, mientras le daba la vuelta.

– No.

– Tengo bebidas frías en el frigo.

Jalil tenía dificultades para entender su acento.

– No, gracias -respondió.

El hombre contó la vuelta y miró a Jalil.

– ¿De dónde viene, amigo?

– De… Nueva York.

– ¿Sí? Menuda tirada. ¿Adónde se dirige?

– A Atlanta.

– Le vendrá de perlas la 1-20 a este lado de Florence.

Jalil cogió la vuelta.

– Sí, gracias.

Observó que en la televisión estaban dando un partido de béisbol. El hombre lo vio mirar al televisor y dijo:

– Los Bravos van dos a cero por delante de Nueva York, final del segundo. -Y añadió-: Hoy vamos a darle una buena patada a algún culo yankee.

Asad Jalil asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de a qué se refería el hombre. Sintió que la frente se le cubría otra vez de sudor y reparó en que había mucha humedad en el ambiente.

– Que tenga un buen día -dijo. Se volvió, salió de la oficina y se dirigió a su coche.

Montó y volvió la vista hacia el amplio ventanal de la oficina para ver si el hombre lo observaba, pero estaba mirando otra vez la televisión.

Jalil salió rápidamente, aunque no demasiado, de la estación de servicio.

1 Regresó a la 1-95 y continuó en dirección sur.

Comprendió que su mayor peligro era la televisión. Si empezaban a transmitir su foto -y podían hacerlo ya-, no estaría completamente seguro en ningún lugar de Norteamérica. Tenía la seguridad de que la policía de todo el país ya disponía de su fotografía pero no entraba en sus cálculos tener el menor contacto con la policía. Necesitaba, sin embargo, tener contacto con un pequeño número de norteamericanos. Bajó la visera del parabrisas y estudió su rostro, todavía con las gafas puestas, en el espejo. Con el pelo a raya y teñido de gris, el bigote postizo y las gafas, estaba seguro de que no se parecía a ninguna foto suya. Pero en Trípoli le habían mostrado lo que los americanos eran capaces de hacer con un ordenador, añadiendo un bigote o una barba, agregando gafas, haciéndole el pelo más corto, más claro o peinándolo de manera diferente. No creía que una persona corriente fuese tan observadora como para penetrar a través del más superficial de los disfraces. Evidentemente, el empleado de la estación de servicio no lo había reconocido, porque, de haberlo hecho, Jalil lo habría visto inmediatamente en sus ojos, y el hombre estaría ya muerto.

Pero ¿y si la estación de servicio hubiera estado llena de gente?

Jalil miró su imagen una vez más, y de pronto se le ocurrió que no había ninguna fotografía de él sonriendo. Tenía que sonreír. Se lo habían dicho varias veces en Trípoli. Sonríe. Sonrió al espejo, y le sorprendió ver lo distinto que parecía, incluso para sí mismo. Sonrió de nuevo y volvió a subir la visera.

Continuó conduciendo y continuó pensando en su fotografía por televisión. Quizá no fuese un problema.

En Trípoli le habían dicho también que, por alguna razón, los americanos colocaban en todas las oficinas de Correos las fotografías de los fugitivos. Ignoraba por qué elegían las oficinas de Correos para mostrar las fotos de los fugitivos, pero él no tenía nada que hacer en Correos, así que la cuestión le traía sin cuidado.

Pensó también que si él y sus agentes de inteligencia habían razonado y trazado sus planes correctamente, los norteamericanos estarían ahora convencidos de que Asad Jalil había huido del país, directamente desde el aeropuerto de Nueva York. Se había debatido mucho en torno a este punto.

– No importa lo que crean -había dicho Boris, el ruso-. El FBI y la policía local te estarán buscando en Norteamérica, y la CÍA y sus colegas extranjeros te estarán buscando en el resto del mundo. Así que debemos crear la ilusión de que has vuelto a Europa.

Jalil asintió mentalmente. Boris conocía muy bien el juego de intriga. Lo había estado desarrollando con los americanos durante más de veinte años. Pero Boris disponía entonces de recursos ilimitados, y Libia, no. Sin embargo, se mostraron de acuerdo con él y crearon otro Asad Jalil, que cometería algún acto de terrorismo en algún lugar de Europa, probablemente dentro de uno o dos días. Esto podría, o no, engañar a los americanos.

– Los miembros de los servicios de inteligencia norteamericanos de mi generación eran increíblemente ingenuos y carentes de sofisticación -había dicho Malik-. Pero han venido actuando en el mundo durante el tiempo suficiente para desarrollar el cinismo de un árabe, la sofisticación de un europeo y la doblez de un oriental. Han desarrollado también una tecnología propia muy avanzada. No debemos subestimarlos pero tampoco sobrestimarlos. Se los puede engañar pero ellos pueden también fingir que han sido engañados. De modo que, sí, podemos crear otro Asad Jalil en Europa durante una o dos semanas, y ellos fingirán estar buscándolo allí, mientras saben perfectamente que continúa en América. El verdadero Asad Jalil debe contar exclusivamente consigo mismo. Haremos lo que podamos para desviar la atención pero tú, Asad, debes vivir cada momento en Estados Unidos como si estuviesen a cinco minutos de atraparte.

Asad Jalil pensó en Boris y Malik, dos hombres muy distintos. Malik hacía lo que hacía por amor a Dios, al islam, a su país y al Gran Líder, por no mencionar su odio a Occidente. Boris trabajaba por dinero y no odiaba especialmente a los norteamericanos ni a Occidente. Además, Boris no tenía Dios, ni líder ni, en realidad, país. Malik había descrito una vez a Boris como una persona digna de lástima pero Asad lo consideraba más bien lastimoso. Sin embargo, Boris parecía contento; ni resentido ni derrotado. Una vez dijo: «Rusia volverá a levantarse. Es inevitable.»

En cualquier caso, estos dos hombres tan diferentes trabajaban bien juntos, y cada uno de ellos le había enseñado algo que el otro apenas comprendía. Asad prefería a Malik, naturalmente, pero con Boris podía confiarse que dijera toda la verdad.

– Tu Gran Líder no quiere que otra bomba americana caiga sobre su tienda, así que no esperes mucha ayuda si te cogen. Si logras volver aquí, te tratarán bien. Pero si te quedas atrapado en América y no puedes salir, el próximo libio que verás será tu verdugo.

Jalil reflexionó sobre ello pero desechó la idea como propia del viejo pensamiento soviético. Los luchadores islámicos no se traicionaban ni se abandonaban unos a otros. A Dios no le gustaría.

Jalil centró de nuevo su atención a la carretera. Aquél era un gran país, y por ser tan grande y diverso, resultaba fácil ocultarse o mezclarse con la gente, según necesitara uno. Pero sus dimensiones constituían también un problema, y, a diferencia de Europa, no había muchas fronteras que uno pudiera cruzar para huir. Libia estaba muy lejos. Además, Jalil no se había dado cuenta de que el inglés que él conocía no era el inglés que hablaban en el sur. Pero recordó que Boris se lo había mencionado y le había dicho que el inglés de Florida se parecía más a lo que Jalil podía entender.

Pensó de nuevo en el teniente Paul Grey y recordó la fotografía de su casa, una hermosa villa con palmeras. También pensó en la casa del general Waycliff. Aquellos dos asesinos habían regresado a su país y habían llevado en él una vida acomodada con sus mujeres y sus hijos, después de destruir con total indiferencia la vida de Asad Jalil. Si realmente había un infierno, entonces Asad Jalil conocía los nombres de tres de sus moradores: el teniente Steven Cox, muerto en el golfo Pérsico, el coronel William Hambrecht y el general Terrance Waycliff, muertos por Asad Jalil. Si hablaban entre ellos ahora, los dos últimos podrían conversar con el primero sobre la forma en que habían muerto, y los tres podrían preguntarse quién sería el próximo de sus compañeros de escuadrilla que Asad Jalil elegiría para enviarlo con ellos.

– Tengan paciencia, caballeros -dijo Jalil en voz alta-, pronto lo sabrán. Y poco después estarán todos reunidos de nuevo.

CAPÍTULO 32

El descanso había terminado, y regresamos a la sala. Jim y Jane se habían ido, y en su lugar había un caballero de aspecto árabe. Al principio, pensé que aquel tipo se había perdido cuando iba a una mezquita o algo así, o quizá había secuestrado a Jim y a Jane y los retenía como rehenes. Antes de que pudiera echarle mano, el intruso sonrió y se presentó como Abbah Ibn Abdellah, nombre que tuvo el detalle de escribir en la pizarra. Por lo menos no se llamaba Bob, Bill ni Jim. Sin embargo, dijo: «Llámenme Ben», lo que encajaba con el sistema de diminutivos que imperaba en el lugar.

El señor Abdellah -Ben- llevaba un traje de tweed demasiado grueso, y una de esas banderas a cuadros de las carreras de coches en la cabeza. Ésta fue mi primera pista de que quizá no fuese de por aquí cerca.

Ben se sentó con nosotros y sonrió de nuevo. Tenía unos cincuenta años y era más bien rechoncho, con barba, gafas, calvicie incipiente, buenos piños y olía bien. Tres puntos negativos por eso, detective Corey.

Había una cierta sensación de embarazo en la sala. Quiero decir que Jack, Kate y yo éramos sofisticados, refinados y todo eso. Todos habíamos trabajado y alternado con tipos de Oriente Medio pero, por alguna razón, aquella tarde había un poco de tensión en el ambiente.

– Una tragedia terrible -empezó diciendo Ben. Nadie respondió, así que continuó-: Soy agente del FBI por contrato especial.

Eso significaba que, al igual que yo, estaba contratado para alguna especialidad, y me imaginaba que no era la de asesor de moda. Por lo menos, no era abogado.

– El subdirector consideró que podría ser buena idea que yo me pusiera al servicio de ustedes -añadió.

– ¿Para qué servicio? -preguntó Koenig.

El señor Abdellah miró a Koenig.

– Soy profesor de Estudios Políticos sobre Oriente Medio en la Universidad George Washington. El área de mi especialidad es el estudio de diversos grupos que tienen una agenda extremista.

– Grupos terroristas -sugirió Koenig.

– Sí, podríamos llamarlos así.

– ¿Qué tal sicópatas y asesinos? -apunté yo-. A mí me parece más apropiado.

El profesor Abdellah no perdió la compostura. Sabía hablar, parecía inteligente y era de modales sosegados. Nada de lo que había sucedido el día anterior era culpa suya, naturalmente. Pero Ibn Abdellah tenía un trabajo difícil esta tarde.

– Yo soy egipcio, pero conozco bien a los libios -continuó-. Son un pueblo interesante que desciende en parte de los antiguos cartagineses. Después llegaron los romanos, que añadieron sus propias características, y siempre ha habido egipcios en Libia. Después de los romanos llegaron los vándalos, procedentes de España, que a su vez fueron sometidos por los bizantinos, que fueron más tarde dominados por los árabes llegados de la península arábiga y portadores de la religión islámica. Los libios se consideran árabes pero Libia siempre ha tenido una población tan pequeña que cada grupo invasor ha dejado allí sus genes.

El profesor Abdellah pasó a darnos una conferencia sobre los libios, obsequiándonos con toda una serie de datos sobre la cultura, las costumbres libias y todo eso. Tenía un puñado de folletos, entre ellos un glosario de palabras exclusivamente libias por si nos interesaba, además de un glosario sobre gastronomía libia que yo no tenía intención de poner en mi cocina.

– A los libios les encanta la pasta -dijo-. Ése es el resultado de la ocupación italiana.

A mí también me encantaba la pasta, así que quizá me tropezase con Asad Jalil en Giulio's. O quizá no.

Recibimos del profesor una breve biografía de Muammar al-Gadafi y la copia, descargada de Internet, de varias páginas de la Encyclopedia Britannica sobre Libia. Nos obsequió también con un montón de folletos sobre la cultura y la religión islámicas.

– Los orígenes de musulmanes, cristianos y judíos se remontan al profeta y patriarca Abraham -dijo-. El profeta Mahoma desciende del hijo mayor de Abraham, Ismael, y Moisés y Jesús descienden de Isaac -añadió-: Que la paz sea con todos ellos.

La verdad es que yo no sabía si santiguarme, volverme hacia La Meca o llamar a mi amigo Jack Weinstein.

Ben continuó hablando de Jesús, Moisés, María, el arcángel Gabriel, Mahoma, Alá, etcétera, etcétera. Estos tipos se conocían y se apreciaban. Increíble. Resultaba interesante pero todo aquello no servía para llevarme más cerca de Asad Jalil.

– Contrariamente al mito popular -dijo Abdellah, dirigiéndose a Kate-, el islam eleva en realidad el estatus de las mujeres. Los musulmanes no culpan a las mujeres de la violación del Árbol Prohibido, como hacen los cristianos y los judíos. Y tampoco consideran que su sufrimiento en el embarazo y en el parto sea el castigo impuesto por ese acto.

– Ciertamente, ésa es una idea ilustrada -replicó fríamente Kate.

Sin dejarse intimidar por la Reina de Hielo, Ben continuó:

– Las mujeres que se casan con arreglo a la ley islámica pueden conservar su apellido. Pueden poseer y enajenar bienes.

Me recuerda a mi ex. A lo mejor era musulmana…

– Por lo que se refiere al velo de las mujeres -dijo Ben-, se trata de una práctica cultural de algunos países pero no refleja la enseñanza del islam.

– ¿Y qué hay de la lapidación de mujeres sorprendidas en adulterio? -preguntó Kate.

– También es una práctica cultural de algunos países islámicos, pero no de la mayoría.

Miré mis folletos para ver si había una lista de esos países. Es que ¿y si nos enviaban a Kate y a mí a Jordania o a algún sitio así, y nos cogían haciendo cositas en el hotel? ¿Regresaría solo? Pero no pude encontrar ninguna lista, y pensé que más valía no pedirle una al profesor Abdellah.

En cualquier caso, Ben siguió parloteando un rato. Era un hombre muy agradable, muy cortés, muy enterado y realmente sincero. Sin embargo, yo tenía la impresión de haber atravesado uno de esos espejos que son transparentes desde el otro lado. Y de que todo estaba siendo grabado y quizá filmado por los chicos de azul. Aquel lugar era una locura.

Supongo que había una razón para impartir aquella lección sobre el islam, pero tal vez pudiéramos llevar a cabo la misión sin necesidad de ser tan considerados con la otra parte. Traté de imaginarme una escena antes de la invasión del día D en la que un general paracaidista les dijese a sus hombres: «Bien, muchachos, mañana leeremos a Goethe y Schiller. Y no olvidéis que mañana por la noche habrá un concierto de música de Wagner en el Hangar 12. La asistencia es obligatoria. Esta noche tenéis sauerbraten para cenar. Guten appetit.»

Sí, claro.

– Para coger a Asad Jalil será útil comprenderlo -dijo Abdellah-. Empecemos primero por su nombre, Asad, el León. Un nombre islámico no es sólo una convención, es también un elemento definidor de la persona, define a quien lo lleva, aunque sólo sea parcialmente. Muchos hombres y mujeres de países islámicos tratan de emular a sus tocayos.

– Entonces, deberíamos empezar a buscar en los zoos -sugerí.

Esto le pareció gracioso a Ben, que soltó una risita.

– Busquen un hombre a quien le guste matar cebras -dijo me miró a los ojos y añadió-: Un hombre a quien le guste matar. -Nadie dijo nada, y Ben continuó-. Los libios son un pueblo aislado, una nación aislada incluso de otros países islámicos. Su líder, Muammar al-Gadafi, ha asumido poderes casi místicos en la mente de muchos libios. Si Asad Jalil está trabajando directamente para la inteligencia libia, entonces está trabajando directamente para Muammar al-Gadafi. Se le ha encomendado una misión sagrada, y la llevará a cabo con celo religioso.

Ben dejó que nos empapáramos de la idea durante unos momentos y prosiguió:

– Los palestinos, por el contrario, son más sofisticados, más pragmáticos. Son inteligentes, tienen una agenda política, y su principal enemigo es Israel. Los iraquíes, al igual que los iraníes, han perdido la confianza en sus líderes. Los libios, por el contrario, idolatran a Gadafi, y hacen lo que él dice, aunque Gadafi ha cambiado muchas veces de rumbo y de enemigos. De hecho, si ésta es una operación libia, no parece haber razón específica para ella. Aparte de realizar declaraciones antiestadounidenses, Gadafi no se ha mostrado muy activo en el movimiento extremista desde el bombardeo de Libia por parte de los norteamericanos, y de la represalia de Libia, que fue el atentado contra el vuelo Uno-Cero-Tres de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, en 1998. En otras palabras -añadió Ben- Gadafi da por terminada su venganza de sangre contra Estados Unidos. Su honor ha sido reparado, el bombardeo de Libia, que causó la muerte de su hija adoptiva, está vengado. No puedo imaginar por qué habría de querer reanudar la lucha.

Nadie sugirió nada.

– Sin embargo -prosiguió-, los libios tienen una expresión, muy semejante a la expresión francesa, que dice: «La venganza sabe mejor si se sirve fría.» ¿Entienden? -Supongo que entendíamos-. De modo que quizá Gadafi no haya dado definitivamente por zanjada alguna vieja cuestión. Busquen la razón de Gadafi para enviar a Jalil a Norteamérica, y tal vez descubran por qué Jalil hizo lo que hizo y si la querella ha terminado o no.

– La querella acaba de empezar -dijo Kate.

El profesor Abdellah sacudió la cabeza.

– Empezó hace mucho. Una venganza de sangre sólo termina cuando queda en pie el último hombre.

Supongo que aquello significaba que yo tenía trabajo asegurado para el resto de mis días.

– Quizá sea la venganza de Jalil, no de Gadafi -dije.

Ben se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Encuentren a ese hombre, y él estará encantado de decírselo. Aunque no lo encuentren, les acabará diciendo por qué lo hizo. Es importante para Jalil que ustedes lo sepan.

El profesor Abdellah se puso en pie y nos dio una tarjeta suya a cada uno.

– Si puedo servirles de ayuda, no duden en llamarme. Puedo ir a Nueva York si lo desean -dijo.

Jack Koenig se levantó también y respondió:

– En Nueva York también tenemos personas, como usted, a las que acudir en busca de asesoramiento e información cultural. Pero gracias por su tiempo y sus conocimientos.

El profesor Abdellah recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta.

– Tengo acceso a información de alto secreto. No duden en llamarme, si lo desean -dijo, y salió.

Permanecimos en silencio durante uno o dos minutos. Ello se debía en parte a que había micrófonos ocultos pero en parte también a que la sesión con Ibn -llámenme Ben- Abdellah había sido un tanto extraña.

Realmente, el mundo estaba cambiando, el país estaba cambiando. Norteamérica no era ni había sido nunca un país de una sola raza, una sola religión, una sola cultura. Lo único en común que teníamos era en cierta medida el idioma, pero incluso eso resultaba poco firme. Compartíamos también una fe fundamental en la ley y la justicia, la libertad política y la tolerancia religiosa. Una persona como Abbah Ibn Abdellah era o un americano leal y patriota y un valioso agente especial, o era un riesgo para la seguridad. Casi indudablemente, lo primero. Pero, como en un matrimonio, ese uno por ciento de duda se te agiganta en la imaginación. No duden en llamarme si lo desean.

Regresaron Jim y Jane, y me alegró ver que no habían sido secuestrados por Ben. Ahora venían acompañados de otro chico y otra chica que se llamaban Bob y Jean o algo parecido.

Esta sesión se titulaba «¿Y ahora qué?».

Era una sesión encaminada a ofrecer ideas y sugerencias, lo cual siempre es mejor que dedicarse a señalar culpables, y se nos invitó a todos a participar y colaborar. Elucubramos sobre la próxima acción de Asad Jalil, y me sentí complacido al ver que mi teoría iba ganando terreno.

– Nosotros creemos que los supuestos actos terroristas de Asad Jalil en Europa fueron un prólogo de su venida a Norteamérica -resumió Bob-. Observen también que nunca se formuló ninguna petición, ni se dejó ninguna nota, ni se hizo ninguna llamada a los medios de comunicación antes ni después del ataque, y que no ha habido reivindicación alguna por parte de Jalil ni de ninguna organización. Lo único que tenemos es una serie de ataques a personas y lugares que son norteamericanos o, en un caso, británicos. Esto parece encajar en el perfil de un hombre que tiene un agravio privado y personal, y no una misión o agenda política o religiosa, como quiere dar a entender.

Bob trazó todo un perfil de Jalil, comparándolo y contrastándolo con unos cuantos fanáticos norteamericanos que habían llevado a cabo atentados con bombas impulsados por un resentimiento contra su antiguo jefe o contra la tecnología o contra la gente que echaba a perder el medio ambiente y cosas por el estilo.

– El perpetrador no se considera malvado -prosiguió Bob-, se considera un instrumento de la justicia. Cree que lo que hace es moralmente correcto y está justificado.

»En cuanto a Asad Jalil -continuó-, no les hemos mostrado todas las fotos de él en el salón de invitados de la embajada pero hay fotos suyas postrado en el suelo y orando de cara a La Meca. De modo que nos encontramos ante un hombre que es religioso pero que olvida convenientemente las partes de su religión que prohíben matar a personas inocentes. De hecho, es muy probable que Asad Jalil se haya convencido de que está librando un yihad, una guerra santa, y de que el fin justifica los medios.

Bob aludió al decimoquinto aniversario de la incursión aérea norteamericana sobre Libia y dijo:

– Por esta razón, ya que no por otras, creemos que Asad Jalil está trabajando para los libios. Pero tengan en cuenta que el atentado contra el World Trade Center se produjo en el segundo aniversario de la expulsión de Kuwait de las tropas iraquíes por parte de las fuerzas norteamericanas. Y la mayoría de los autores de ese atentado no eran iraquíes. De hecho, la mayoría eran palestinos. De modo que en estos casos debe tenerse en cuenta el panarabismo. Hay muchas diferencias entre las naciones árabes pero lo que mantiene unidos a los extremistas de cada país es su odio hacia Norteamérica e Israel. La fecha del 15 de abril es un indicio de quién estaba detrás del ataque de ayer, pero no es una prueba.

Cierto. Pero si parece un pato, anda como un pato y grazna como un pato, lo más probable es que sea un pato, no una gaviota. No obstante, había que mantener la mente abierta.

– Disculpe, señor -dije-. ¿Tienen algo en común las víctimas de Jalil?

– No realmente. Todavía no, al menos. Ninguna de las personas que se encontraban a bordo de ese avión tenían gran cosa en común, salvo su destino. Pero un tipo inteligente podría crear falsas pistas atentando contra unas cuantas personas carentes de toda relación con sus verdaderos objetivos. Lo hemos visto con nuestros terroristas, que tratan de desorientarnos haciendo estallar un artefacto donde menos lo esperábamos.

Yo no estaba tan seguro de eso.

– Hemos contactado con todos los servicios policiales y de inteligencia en el extranjero, en solicitud de cualquier dato que puedan tener sobre Asad Jalil -continuó Bob-. Hemos enviado sus huellas dactilares, así como fotografías suyas. Pero hasta el momento, y no hemos hecho más que empezar, nadie parece saber nada sobre él, aparte de lo que han leído ustedes en el dossier. Ese hombre parece carecer de contactos en el seno de organizaciones extremistas conocidas, aquí y en cualquier lugar del mundo. Es un lobo solitario pero sabemos que no podría realizar todo esto por sí solo. En consecuencia, creemos que está siendo manejado directamente por los servicios de inteligencia libios, que se hallan fuertemente influidos por el antiguo KGB. Los libios lo entrenaron, lo financiaron, lo enviaron a unas cuantas misiones en Europa para ver su valía y luego urdieron este plan, conforme al cual Asad Jalil se entregaría a la embajada de Estados Unidos en París. Como saben, en febrero hubo una deserción similar, que creemos que fue un simple ensayo.

– La BAT de Nueva York entregó a ese desertor de febrero al FBI y a la CÍA aquí, en Washington, y alguien lo dejó escapar -recordó Koenig.

– No tengo conocimiento de primera mano de eso -respondió Bob-, pero es cierto.

– Si el individuo de febrero no hubiera escapado -insistió Koenig-, el individuo de abril, Jalil, nunca habría llegado como lo hizo.

– Eso es verdad -dijo Bob-. Pero le aseguro que habría llegado de una manera u otra.

– ¿Tiene alguna pista del desertor de febrero? -preguntó Koenig-. Si pudiéramos encontrarlo…

– Está muerto -nos informó Bob-. La policía estatal de Maryland informó de que había sido encontrado un cadáver calcinado y descompuesto en los bosques de las afueras de Sil-ver Spring. No había ningún documento que permitiera identificarlo ni ninguna prenda de ropa, y tenía quemadas las huellas dactilares y la cara. Llamaron a la sección de personas desaparecidas del FBI, donde sabían que la sección contraterrorista tenía un desertor desaparecido. Nuestros tatuajes no resistieron pero pudimos cotejar las impresiones dentales con las que tomamos al hombre mientras era nuestro huésped en París. De modo que ese asunto está zanjado.

Permanecimos todos en silencio durante unos instantes. Luego, Jack dijo:

– Nadie me había hablado de eso.

– Debería comunicarlo al subdirector encargado de operaciones contraterroristas -respondió Bob.

– Gracias.

– Mientras tanto -concluyó Bob-, tenemos aquí y en Europa desertores libios auténticos, y los estamos interrogando sobre cualquier conocimiento que puedan tener de Asad Jalil. Libia es un país de sólo cinco millones de habitantes, así que podemos descubrir algo sobre Jalil, si es que ése es su verdadero apellido. Hasta el momento no hemos obtenido nada acerca de él de emigrantes ni desertores. Sabemos, sin embargo, que un hombre llamado Karim Jalil, un libio que ostentaba el grado de capitán del ejército, fue asesinado en París en 1981. La Sûreté nos dice que Karim Jalil fue asesinado probablemente por sus propios compatriotas, y el gobierno libio trató de endosárselo al Mossad. Los franceses creen que Muammar al-Gadafi era el amante de la esposa del capitán Jalil, Faridah, y que por eso se deshizo de él. -Bob sonrió y añadió-: Pero insisto en que se trata de una explicación francesa. Cherchez la femme.

Reímos todos entre dientes. Esos chiflados franceses. Todo lo relacionaban con el tracatrá.

– Estamos tratando de determinar si Asad Jalil está emparentado con el capitán Karim Jalil -continuó Bob-. Asad es lo bastante mayor para ser hijo de Karim, o quizá sobrino. Pero, aunque podamos establecer un parentesco, tal vez eso carezca de relevancia para este caso.

– ¿Por qué no pedimos a los medios de comunicación que publiquen esa historia sobre el señor Gadafi y la señora Jalil y lo del señor Gadafi librándose de Karim Jalil para hacer más fácil su vida amorosa? -sugerí-. Así, si Asad es hijo de Karim, lo leerá o lo oirá en las noticias, y se volverá a Libia y matará a Gadafi, el asesino de su padre. Es lo que haría un buen árabe. La venganza de sangre, ¿no? ¿No sería estupendo?

Bob reflexionó unos instantes, carraspeó y dijo:

– Pasaré eso por alto.

Ted Nash recogió la pelota, como yo sabía que haría.

– En realidad no es mala idea -dijo.

Esa forma de pensar rebasaba evidentemente la capacidad de comprensión de Bob.

– Averigüemos primero si existe una relación familiar -indicó-. Esta clase de… operación sicológica podría tener un efecto contraproducente. Pero la incluiremos en el orden del día para la próxima reunión de Contraterrorismo.

Tomó la palabra Jean, que se presentó con otro nombre.

– Mi responsabilidad en este tema es revisar todos los casos acontecidos en Europa con los que creemos que pudo estar relacionado Asad Jalil. No queremos duplicar el trabajo de la CÍA -inclinó la cabeza en dirección al superagente Nash-, pero ahora que Asad Jalil está aquí, o ha estado aquí, el FBI necesita familiarizarse con las operaciones de Jalil en el extranjero.

Jean continuó hablando sobre cooperación entre servicios, cooperación internacional y esa clase de cosas.

Evidentemente, Asad Jalil, que no había sido más que un presunto terrorista, era ahora el terrorista más buscado del mundo desde los tiempos de Carlos, el Chacal. Había llegado el León. Yo tenía la seguridad de que toda la atención que se le dispensaba excitaba y halagaba al León. Lo que había hecho en Europa, aunque perverso, no lo convertía en una figura importante en el mundo actual del terrorismo acaparador de titulares. Ciertamente, no había polarizado la atención del público norteamericano. Su nombre nunca había sido mencionado en los noticiarios; tan sólo se había informado de sus acciones, y, que yo recordara, la única que había causado conmoción era el asesinato de los tres niños norteamericanos en Bélgica. Muy pronto, cuando trascendiera la realidad de lo sucedido ayer, la foto de Jalil estaría en todas partes. Eso le haría sumamente difícil la vida fuera de Libia, que era por lo que mucha gente pensaba que había regresado a su país. Pero yo pensaba que nada le gustaría más que derrotarnos en nuestro propio campo.

– Nos mantendremos en estrecho contacto con la BAT en Nueva York -concluyó Jean-. Compartiremos con ustedes toda nuestra información, y ustedes compartirán con nosotros la que tengan. En nuestro oficio, la información es como el oro, todo el mundo lo quiere, y nadie quiere compartirlo. Así que digamos que no la vamos a compartir, nos la iremos prestando, y al final saldaremos las cuentas resultantes.

No pude resistirme a hacer la gracia:

– Señora, tiene usted mi palabra de que si Asad Jalil aparece muerto en el bosque de Central Park se lo haremos saber.

Ted Nash soltó una carcajada. Aquel tipo estaba empezando a caerme bien. En aquel ambiente, teníamos más en común el uno con el otro que con los pulcros y comedidos tipejos del edificio. Es una idea deprimente.

– ¿Alguna pregunta? -inquirió Bob.

– ¿Por dónde suele pasear la gente de Expediente X? -pregunté.

– Ya basta, Corey -saltó Koenig.

– Sí, señor.

De todos modos, eran casi las seis, y me imaginaba que estaríamos terminando, ya que no nos habían dicho que lleváramos cepillo de dientes. Pues no. Pasamos todos a una enorme sala de reuniones con una mesa del tamaño de un campo de fútbol.

Entraron unas treinta personas, con la mayoría de las cuales ya habíamos estado a lo largo del día en diversas estaciones del viacrucis.

Apareció el subdirector de Contraterrorismo, largó un sermón de cinco minutos y luego ascendió a los cielos o cosa parecida.

Pasamos casi dos horas reunidos, la mayor parte del tiempo repasando lo dicho en las diez horas anteriores, intercambiando pepitas de oro, proponiendo un plan de ataque y cosas por el estilo.

Cada uno de nosotros recibió un grueso dossier que contenía fotos, nombres y números de contacto, incluso resúmenes de lo que se había dicho durante el día, todo lo cual debía de haber sido grabado, transcrito, revisado y mecanografiado sobre la marcha. Verdaderamente, aquélla era una organización de categoría.

Kate tuvo el detalle de meter todos mis papeles en su cartera de mano, que ahora abultaba.

– Debes traer una cartera de mano -me aconsejó-. Siempre dan folletos. -Y añadió-: Una cartera de mano es un bien deducible de impuestos.

Finalizó la gran conferencia, y todos salimos al pasillo. Charlamos todavía un poco aquí y allá pero básicamente la cosa había terminado. Casi podía oler el aire de la avenida Pennsylvania. Coche, aeropuerto, avión de las nueve, a las diez en La Guardia, en casa antes de las noticias de las once. Recordé que en la nevera tenía sobras de comida china y traté de determinar su antigüedad.

Justo en ese momento, se nos acercó un tipo con un traje azul llamado Bob o Bill y nos preguntó si teníamos la bondad de seguirlo para ir a ver al subdirector.

Aquello era la proverbial gota que colma el vaso.

– No -respondí con sequedad.

Pero «no» no era una opción.

La buena noticia era que Ted Nash no fue invitado a entrar en el sanctasanctórum, aunque no pareció importarle.

– Tengo que estar en Langley esta noche -dijo.

Nos abrazamos todos, prometimos escribirnos y mantenernos en contacto y nos echamos besos al separarnos. Con un poco de suerte, nunca más volvería a ver a Nash.

Así pues, Jack, Kate y yo, acompañados por nuestro escolta, entramos en el ascensor y subimos al séptimo piso, donde fuimos introducidos en un despacho oscuro y empanelado y con una gran mesa tras la que se sentaba el subdirector de Operaciones Contraterroristas.

El sol había desaparecido del firmamento, y el despacho se hallaba iluminado por una sola lámpara de pantalla verde situada sobre la mesa del subdirector. El efecto de la débil iluminación a la altura de la cintura era que nadie podía verle con claridad la cara a nadie. Resultaba realmente dramático, como una escena de una película de la mafia en la que el padrino decide a quién hay que ajustarle las cuentas.

De todos modos, nos estrechamos la mano -las manos eran fáciles de encontrar cerca de la lámpara- y nos sentamos.

El subdirector nos soltó un discursito sobre ayer y hoy y pasó luego a mañana. Fue breve.

– La BAT de la zona metropolitana de Nueva York se encuentra en una posición excelente para resolver este caso -dijo-. Nosotros no interferiremos ni enviaremos a nadie que ustedes no hayan solicitado. Al menos por ahora. Naturalmente, este departamento asumirá la responsabilidad de todo lo que rebase su área operativa. Los mantendremos bien informados de todo lo que suceda. Procuraremos trabajar en estrecho contacto con la CÍA y les informaremos de eso también. Sugiero que actúen como si Jalil continuara en Nueva York. Vuelvan la ciudad del revés y no dejen agujero por mirar. Recurran a sus fuentes y ofrezcan dinero cuando sea preciso. Autorizaré un presupuesto de cien mil dólares para comprar información. El Departamento de Justicia ofrecerá un millón de dólares de recompensa por la detención de Asad Jalil. Eso suscitará un gran interés hacia él por parte de sus compatriotas en Estados Unidos. ¿Alguna pregunta?

– No, señor -respondió Jack.

– Bien. Ah, una cosa más. -Me miró a mí y luego a Kate-. Piensen en cómo se podría hacer caer a Asad Jalil en una trampa.

– ¿Quiere decir que pensemos en cómo utilizarme a mí como cebo? -dije.

– Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que piensen en la mejor manera de hacer caer a Asad Jalil en una trampa. Ustedes encontrarán la mejor manera de hacerlo.

– John y yo lo discutiremos -dijo Kate.

– Bien. -Se puso en pie-. Gracias por renunciar a su domingo. Jack, quisiera hablar contigo un momento -añadió.

Nos estrechamos de nuevo la mano, y Kate y yo salimos. Fuimos escoltados hasta el ascensor por el tipo del traje azul, y nos deseó buena suerte y buena caza.

Nos recibió en el vestíbulo un guardia de seguridad, que nos invitó a sentarnos. Kate y yo nos sentamos pero no dijimos nada.

Yo no sabía, ni me importaba, de qué estaban hablando Jack y el subdirector, siempre que no fuese de mí, y estaba seguro de que tenían cosas más importantes de que hablar que de mi comportamiento. En realidad, no me había portado tan mal, y había ganado bastantes puntos por haber estado a punto de salvar la partida el día anterior.

Miré a Kate, y ella me miró a mí. Aquí, en el Ministerio del Amor, se percibían hasta los crímenes faciales, así que no revelamos nada más que un firme optimismo. Yo ni siquiera miré las piernas cruzadas de Kate.

Diez minutos después apareció Jack.

– Me quedo aquí esta noche. Ustedes váyanse, los veré mañana. -Y añadió-: Informen a George a primera hora. Yo reuniré a todos los equipos, pondremos a todo el mundo al corriente y veremos si han encontrado alguna pista. Luego decidiremos cómo actuar.

– John y yo nos pasaremos esta noche por Federal Plaza a ver qué está ocurriendo -dijo Kate.

¿Cómo?

– Estupendo -respondió Jack-. Pero no se cansen demasiado. Ésta va a ser una carrera larga, y, como dice el señor Co-rey, «el segundo es sólo el primero de los perdedores». -Nos miró y declaró-: Los dos han actuado muy bien hoy. -Y, volviéndose hacia mí, agregó-: Espero que tenga un mejor concepto del FBI.

– Desde luego -respondí-. Un grupo magnífico de chicos y chicas. De mujeres. Pero no estoy muy seguro de Ben.

– Ben es excelente -repuso Jack-. Es a Ted a quien debe vigilar.

Santo Dios.

Así pues, nos dimos la mano, y Kate y yo, acompañados por el tipo de seguridad, bajamos al garaje del sótano, donde un coche nos llevó al aeropuerto.

– ¿Qué tal lo he hecho? -pregunté, una vez en el coche.

– Tan cerca del límite que casi te pasas.

– Creía haberme portado bien.

– Pues eso no es portarse bien.

– Lo intento pero es difícil.

– El difícil eres tú.

CAPÍTULO 33

Asad Jalil vio un letrero que decía: «Bien venido a Carolina del Sur, el estado del Palmito.»

No entendió qué significaba la última línea pero entendió perfectamente el siguiente letrero, que decía: «Conduzca con cuidado, se exige el cumplimiento estricto de las leyes del Estado.»

Miró el salpicadero y vio que eran las 16.10. La temperatura continuaba siendo de veinticinco grados centígrados.

Cuarenta minutos después vio las salidas a Florence y a la I-20 con dirección a Columbia y Atlanta. Había memorizado partes de un mapa de carreteras del sur, de modo que podía dar destinos falsos pero plausibles a cualquiera que se lo pidiese. Ahora que estaba pasando ante la carretera interestatal que conducía a Columbia y Atlanta, su siguiente falso destino sería Charleston o Savannah.

En cualquier caso, tenía un buen mapa de carreteras en la guantera, y tenía el navegador por satélite, si necesitaba refrescar la memoria.

Jalil observó que el tráfico era más intenso en torno a la ciudad de Florence, y recibió con agrado la presencia de los otros vehículos después de tantos kilómetros de sentirse desprotegido.

No había visto ningún coche policial, a excepción del que apareció en el peor momento posible, cuando las cuatro zorras del descapotable se habían puesto a su lado.

Sabía, sin embargo, que en la carretera había coches policía les sin distintivos, aunque nunca había visto ninguno ocupado por policías.

Había conducido con más aplomo tras haber salido de Nueva Jersey, y podía imitar la forma de conducir de quienes lo rodeaban. Había una sorprendente cantidad de personas mayores al volante, observó, cosa que rara vez se veía en Europa ni en Libia. Los viejos conducían muy mal.

Había asimismo muchos jóvenes con coches, lo que tampoco era frecuente en Europa ni en Libia. También los jóvenes conducían mal, pero de forma diferente que los viejos.

Muchas mujeres conducían también en Estados Unidos. En Europa había mujeres conductoras, pero no tantas como aquí. Increíblemente, había visto mujeres conduciendo coches en los que iban hombres, cosa que rara vez se veía en Europa, y nunca en Libia, donde casi ninguna mujer conducía. Las mujeres conductoras, decidió, eran competentes pero un tanto erráticas a veces y con frecuencia agresivas…, como las putas que lo habían alcanzado en Carolina del Norte.

Jalil creía que los norteamericanos habían perdido el control de sus mujeres. Recordó las palabras del Corán: «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres porque Alá ha hecho a aquéllos superiores a éstas, y porque los hombres gastan su riqueza en mantener a las mujeres. Las buenas mujeres son obedientes. Ocultan sus partes secretas porque Alá las ha ocultado. En cuanto a las mujeres de las que temáis desobediencia, amonestadlas, dejadlas solas en el lecho y pegadles. Después, si os obedecen, no hagáis nada más contra ellas.»

Jalil no podía comprender cómo las mujeres occidentales habían adquirido tanto poder e influencia, invirtiendo el orden natural establecido por Dios y por la naturaleza, pero sospechaba que la democracia tenía algo que ver en ello, porque todos los votos valían lo mismo.

Por alguna razón, sus pensamientos retornaron al avión, al momento en que éste había sido llevado al área de seguridad. Pensó de nuevo en el hombre y la mujer que había visto, ambos con insignias, ambos dando órdenes como si fuesen iguales. Su mente no podía concebir la idea de dos personas de sexo opuesto trabajando en común, hablando la una con la otra, tocándose, quizá incluso comiendo juntas. Y más asombroso aún era el hecho de que la mujer fuese agente de policía y estuviese, indudablemente, armada. Se preguntó cómo habían permitido los padres de esas mujeres que sus hijas fuesen tan desvergonzadas y masculinas.

Recordó su primer viaje a Europa -a París- y rememoró lo sorprendido y ofendido que se había sentido ante la lascivia y la osadía de las mujeres. Con el paso de los años, casi había acabado acostumbrándose a las mujeres europeas, pero cada vez que volvía a Europa -y ahora a Estados Unidos- se sentía nuevamente ofendido e incrédulo.

Las mujeres occidentales caminaban solas, hablaban con hombres desconocidos, trabajaban en tiendas y oficinas, mostraban su carne e incluso discutían con hombres. Jalil recordó las historias, narradas en las escrituras› de Sodoma y Gomorra y Babilonia antes de la llegada del islam. Sabía que estas ciudades habían caído por las iniquidades y la relajación sexual de las mujeres. Sin duda, toda Europa y América sufrirían algún día el mismo destino. ¿Cómo podían sobrevivir sus civilizaciones si las mujeres se comportaban como putas o como esclavas que habían derrocado a sus amos?

Quienquiera que fuese el Dios en que estos pueblos creían, o no creían, los había abandonado, y algún día los destruiría. Pero por el momento, por alguna razón que se le escapaba, estas naciones inmorales eran poderosas. Por consiguiente, le correspondía a él, Asad Jalil, y a otros como él, administrar el castigo de su Dios, hasta que el propio Dios de ellos, el Dios de Abraham e Isaac, administrara la salvación o la muerte.

Jalil siguió conduciendo, haciendo caso omiso de la sensación de sed que se intensificaba por momentos.

Puso la radio y recorrió las frecuencias. Algunas emisoras tenían una música extraña, que uno de los locutores denominó country westem. Muchas emisoras transmitían lo que Jalil identificó como servicios religiosos o música religiosa. Un hombre leía un trozo del testamento cristiano y el testamento hebreo. El acento y la entonación del hombre eran tan extraños que Jalil no habría entendido una sola palabra si no fuera porque reconocía muchos de los pasajes. Escuchó un rato pero el hombre interrumpía con frecuencia la lectura para empezar a hablar sobre la escritura, y Jalil sólo podía entender la mitad de lo que decía. Era interesante pero le desconcertaba. Fue cambiando de emisora hasta encontrar una que solamente radiaba noticias.

El locutor hablaba un inglés inteligible, y Jalil escuchó durante veinte minutos mientras el hombre hablaba de violaciones, atracos y asesinatos, luego de política y más tarde de noticias internacionales.

Finalmente, el hombre dijo: «El Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte y la Administración Federal de Aviación han hecho público un comunicado conjunto en relación con el trágico incidente ocurrido en el aeropuerto John F. Kennedy, de Nueva York. Según el comunicado, no ha habido supervivientes de la tragedia. Los funcionarios federales dicen que quizá los pilotos lograron aterrizar antes de sucumbir a los gases tóxicos, o quizá programaron el ordenador de vuelo del avión para que realizara un aterrizaje automático, cuando se dieron cuenta de que estaban cayendo bajo los efectos de los gases. La AFA no dice si existen grabaciones de transmisiones por radio realizadas por los pilotos pero un funcionario no identificado los ha calificado de héroes por llevar el avión a tierra sin poner en peligro la seguridad de ninguna persona en el aeropuerto ni en sus alrededores. La AFA y el Consejo de Seguridad denominan accidente a la tragedia pero continúa la investigación para determinar las causas. Repito, es ya oficial que no existen supervivientes del vuelo Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental procedente de París, y se calcula en trescientos catorce el número total de muertos entre tripulantes y pasajeros. Seguiremos informando.»

Jalil apagó la radio. Ciertamente, pensó, para entonces los norteamericanos, con su avanzado nivel tecnológico, ya sabían todo lo que había que saber sobre lo sucedido en el vuelo 175. Se preguntó por qué demoraban hacer pública la verdad, y sospechó que obedecía a una cuestión de orgullo nacional, así como a la tendencia natural de los servicios de inteligencia a ocultar sus propios errores.

En cualquier caso, si la radio no estaba informando de un ataque terrorista, entonces su fotografía aún no estaba siendo transmitida por televisión.

Jalil pensó que ojalá hubiera habido una forma más rápida de llegar a Washington y a Florida. Pero aquélla era la más segura.

En Trípoli habían considerado medios alternativos de viaje. Pero ir a Washington por aire habría significado ir al otro aeropuerto de Nueva York, a La Guardia, y para cuando él llegase allí la policía ya habría sido alertada. Y lo mismo si los servicios de inteligencia libios hubieran elegido el tren de alta velocidad. Habría sido preciso internarse en el corazón de la ciudad hasta la estación de Pennsylvania, y para cuando él llegase allí la policía ya estaría alertada. Y, en cualquier caso, el horario del tren no le venía bien.

Por lo que se refería al trayecto de Washington a Florida, era posible hacerlo por aire pero tendría que ser en avión particular. Boris había considerado esa posibilidad, pero decidió que era demasiado peligroso.

– En Washington prestan mucha atención a las cuestiones de seguridad -había dicho-, y los ciudadanos consumen demasiadas noticias. Si tu fotografía aparece en televisión o en los periódicos, podría reconocerte un ciudadano atento o incluso el piloto particular. Dejaremos el avión particular para más adelante, Asad. Debes ir en coche, es la forma más segura, la mejor manera de acostumbrarte al país, y te dará tiempo para valorar la situación. La velocidad es buena pero no quieres caer en una trampa. Confía en mi criterio. Yo he vivido cinco años entre esa gente. No pueden concentrar su atención por mucho tiempo. Confunden la realidad con la ficción. Si te reconocen por una fotografía divulgada por televisión, te confundirán con un actor televisivo, o quizá con Ornar Sharif y te pedirán un autógrafo.

Rieron todos cuando Boris terminó. Evidentemente, Boris sentía un cierto desprecio hacia el pueblo americano, pero procuró dejarle bien claro a Asad Jalil que tenía en muy alta consideración a los servicios de inteligencia americanos, e incluso a la policía local en algunos casos.

De todos modos, Boris, Malik y los otros habían planificado su itinerario con una mezcla de rapidez y de reflexión, de audacia y de cautela, de astucia y de candor. Sin embargo, Boris le había advertido:

– No hay planes alternativos, excepto en el aeropuerto Kennedy, donde hemos situado más de un chófer. El que tenga la mala suerte de ser elegido te conducirá a tu coche de alquiler. -Eso le parecía divertido a Boris pero no se lo parecía a nadie más. De hecho, Boris había hecho caso omiso de los semblantes serios que lo rodeaban en la última reunión-. Teniendo en cuenta lo que les pasará a tus dos primeros compañeros de viaje, Haddad y el taxista, por favor, no me pidas que vaya contigo a ninguna parte.

Tampoco entonces sonrió nadie. Pero a Boris no parecía importarle, y soltó una carcajada. No obstante, Boris no reiría durante mucho tiempo. Pronto estaría muerto.

Jalil cruzó un largo puente que atravesaba el extenso lago Marión. Sabía que a unos ochenta kilómetros al sur vivía William Satherwaite, ex teniente de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos y asesino. Asad Jalil tenía una cita con ese hombre al día siguiente pero, por el momento, William Satherwaite ignoraba lo cerca que estaba de la muerte.

Jalil continuó su marcha y a las siete y cinco vio un letrero que decía: «Bien venido a Georgia, el estado del melocotón.»

Jalil sabía qué eran los melocotones pero no entendía por qué habría de querer un estado identificarse con esa fruta.

Miró el indicador de gasolina y vio que quedaba menos de la cuarta parte. Debatió consigo mismo si parar ya o esperar a que estuviese más oscuro.

Mientras pensaba en eso se dio cuenta de que estaba acercándose a Savannah y que el tráfico se hacía más intenso, lo que significaba que las estaciones de servicio tendrían muchos clientes, así que esperó.

Cuando el sol se aproximaba ya al horizonte occidental, Asad Jalil recitó un versículo del Corán: «Creyentes, no entabléis amistad con hombres no pertenecientes a vuestro pueblo. Os corromperán. Sólo desean vuestra perdición. Su odio es evidente por lo que dicen pero más violento es el odio que alberga su corazón.»

Ésa era la palabra de Dios tal como le fue revelada al profeta Mahoma, pensó Jalil.

A las siete y media, advirtió que le quedaba muy poco combustible pero parecía haber pocas salidas en aquella parte de la autopista.

Finalmente apareció un letrero de salida y se desvió por la rampa. Le sorprendió ver que sólo había una gasolinera, y estaba cerrada. Continuó en dirección oeste por una carretera estrecha hasta llegar a una pequeña ciudad llamada Cox, el mismo nombre que el del piloto que murió en la guerra del Golfo. Jalil se tomó aquello como un presagio, aunque no sabía si se trataba de un presagio bueno o malo.

La pequeña ciudad parecía casi desierta pero vio en las afueras una gasolinera iluminada y se dirigió hacia ella.

Se puso las gafas y salió del Mercury. Advirtió que hacía calor y había mucha humedad en el ambiente, y numerosos insectos revoloteaban en torno a las luces que brillaban sobre los surtidores.

Decidió utilizar su tarjeta de crédito pero vio que no había ranura alguna para introducirla. De hecho, parecía que no se esperaba que se sirviera él mismo la gasolina. Aquellos surtidores parecían más viejos y primitivos que los que estaba acostumbrado a utilizar. Vaciló un momento y luego vio que un hombre alto y delgado vestido con vaqueros y camisa marrón salía de la oficina del pequeño edificio.

– ¿Desea algo, amigo? -le preguntó.

– Necesito repostar. -Jalil recordó lo que se había aconsejado a sí mismo y sonrió.

El hombre alto lo miró, luego miró al Mercury y a la placa de matrícula, y después nuevamente a su cliente.

– ¿Qué le pongo?

– Gasolina.

– ¿Sí? ¿Alguna clase en particular?

– Sí. Súper, por favor.

El hombre cogió la boquilla de una de las mangueras y la introdujo en el depósito del Mercury. Empezó a llenarlo, y Jalil se dio cuenta de que iban a estar juntos largo rato.

– ¿Adonde se dirige? -preguntó el hombre.

– Al centro turístico de Jekyll Island.

– No me diga.

– ¿Perdón?

– Va muy elegante para ir a Jekyll Island.

– Sí. He tenido una reunión de negocios en Atlanta.

– ¿Qué clase de negocios lleva?

– Soy banquero.

– ¿Sí? La verdad es que viste como un banquero.

– Sí.

– ¿De dónde viene?

– De Nueva York.

El hombre rió.

– ¿Sí? No parece usted un maldito yanqui.

A Jalil le estaba costando entender algunas palabras.

– No soy un jugador de béisbol -respondió.

El hombre rió de nuevo.

– Muy bueno. Si llevara un traje a rayas, pensaría que era un banquero yanqui jugador de béisbol.

Jalil sonrió.

– ¿Dónde estaba antes de ir a Nueva York?

– En Cerdeña.

– ¿Dónde diablos está eso?

– Es una isla del Mediterráneo.

– Si usted lo dice. ¿Ha venido por la 1-95?

– Sí.

– ¿Está cerrada la estación de servicio de Phillips?

– Sí.

– Lo imaginaba. Ese idiota no va a ganar mucho si cierra tan temprano. ¿Mucho tráfico en la 95?

– No mucho.

El hombre terminó de llenar el depósito.

– Venía usted casi seco -dijo.

– Sí.

– ¿Le miro el aceite?

– No, gracias.

– ¿Efectivo o tarjeta? Prefiero efectivo.

– Sí, efectivo. -Jalil sacó la cartera.

El hombre miró el surtidor entornando los ojos bajo la débil luz y dijo:

– Veintinueve ochenta y cinco.

Jalil le dio dos billetes de veinte.

– Voy a por cambio -dijo el hombre-. Ahora vuelvo. No se vaya.

Se volvió y echó a andar. Jalil vio que llevaba una pistola en su funda, sujeta por detrás al cinturón. Lo siguió.

Una vez en la pequeña oficina, Jalil preguntó:

– ¿Tiene algo de comer o beber aquí?

– Fuera hay una máquina de refrescos, y aquí tengo varias máquinas expendedoras. ¿Necesita cambio? -dijo el hombre mientras abría la caja registradora.

– Sí.

El hombre le dio la vuelta e incluyó varios dólares en monedas de veinticinco centavos. Jalil se guardó el dinero en el bolsillo lateral de la chaqueta.

– ¿Sabe cómo llegar a Jekyll Island? -preguntó el otro.

– Tengo un mapa con indicaciones.

– ¿Sí? ¿Dónde se va a hospedar?

– En el Holiday Inn.

– No creía que hubiese allí un Holiday Inn.

Ninguno de los dos dijo nada más. Jalil se volvió y se dirigió hacia la máquina expendedora. Metió la mano en el bolsillo, sacó dos monedas de veinticinco centavos y las introdujo en la ranura. Accionó una palanca y cayó en la bandeja una bolsita de cacahuetes salados. Jalil volvió a meterse la mano en el bolsillo.

Había una franja de espejo en la máquina a la altura de los ojos, y Jalil vio que el hombre se llevaba la mano derecha a la espalda.

Jalil sacó la Glock del bolsillo, giró en redondo y le incrustó al hombre una bala entre los ojos, haciendo añicos el cristal que había detrás de él.

El hombre alto dobló las rodillas y cayó de bruces.

Jalil le cogió rápidamente la cartera y vio en su interior una placa en la que ponía «Dep. de Policía – Cox, delegado». Maldijo su mala suerte y sacó todo el dinero que había en la cartera. Hizo luego lo mismo con la caja registradora; unos cien dólares en total solamente.

Recogió el casquillo usado del calibre 40. En Libia le habían dicho que era una bala de un calibre muy poco corriente, utilizada principalmente por agentes federales, por lo que debía tener cuidado de no dejar algo tan interesante a la vista.

Reparó en una puerta entreabierta que daba a un pequeño lavabo. Agarró al hombre por el tobillo izquierdo y lo arrastró hasta el lavabo. Antes de irse, orinó y salió sin tirar de la cadena. Luego cerró la puerta.

– Que tenga un buen día -dijo.

Había un periódico sobre la mesa, y Jalil lo echó en el suelo, encima del charquito de sangre.

Localizó un par de conmutadores, los accionó y dejó la gasolinera sumida en la oscuridad.

Salió de la oficina, cerró la puerta y se acercó a la máquina de refrescos. Introdujo tres monedas de veinticinco centavos y seleccionó una Fanta de naranja, luego se dirigió rápidamente al Mercury.

Montó, puso en marcha el motor y dio la vuelta en dirección a la estrecha carretera que conducía a la interestatal.

Quince minutos después estaba de nuevo rodando hacia el sur por la 1-95. Aceleró hasta 120 kilómetros por hora, a la misma velocidad que los escasos automóviles que circulaban junto a él. Al cabo de una hora vio un gran letrero que decía: «Bien venido a Florida, el estado del sol radiante».

Continuó por la 1-95, y en las proximidades de Jacksonville el tráfico se hizo más intenso. Se desvió por la salida del aeropuerto internacional de Jacksonville y siguió las señales que indicaban la dirección al aeropuerto. Miró su navegador por satélite y se aseguró de que estaba en el camino correcto.

Consultó el reloj del salpicadero. Eran casi las diez de la noche.

Se permitió un minuto para reflexionar acerca del incidente de la gasolinera, en el pueblo llamado Cox. El hombre era policía pero trabajaba en la gasolinera. Eso podría haber significado que era un policía secreto. Pero Jalil creía recordar algo que le habían dicho o que había leído sobre los policías de pequeñas ciudades norteamericanas. Algunos de ellos eran voluntarios y recibían el nombre de delegados. Sí, ahora lo recordaba. Esos hombres llevaban pistola, y trabajaban sin cobrar, y eran más inquisitivos aún que la policía regular. De hecho, aquel hombre era demasiado inquisitivo, y su vida había estado pendiente de un hilo mientras servía la gasolina y hacía demasiadas preguntas. Lo que había estirado el hilo había sido la pistola que llevaba a la cintura. Lo que rompió el hilo fue la última pregunta sobre el Holiday Inn. Hubiera o no echado mano a la pistola, ya había hecho una pregunta de más, y a Asad Jalil se le habían acabado las respuestas acertadas.

CAPÍTULO 34

No íbamos a llegar a tiempo para coger el avión de US Airways de las nueve de la noche, así que fuimos a Delta y tomamos el de las nueve y media a La Guardia. El avión estaba medio lleno si uno es optimista, o medio vacío si tiene uno acciones de Delta. Kate y yo nos instalamos en la parte de atrás.

El 727 despegó, y yo me dediqué a contemplar el panorama de la ciudad. Pude ver el monumento a Washington todo iluminado, el Capitolio, la Casa Blanca, los memoriales Lincoln y Jefferson y todo eso. No pude ver el edificio J. Edgar Hoover pero todavía lo tenía en la cabeza.

– Cuesta un poco acostumbrarse a esto -le dije a Kate.

– ¿Quieres decir que el FBI tiene que acostumbrarse a ti?

Solté una risita.

Se acercó la azafata, también conocida como ayudante de vuelo. Por la lista de pasajeros, sabía que éramos agentes federales, así que no nos ofreció cócteles, sino que preguntó si queríamos un refresco.

– Agua mineral, por favor -dijo Kate.

– ¿Y para usted, señor?

– Un whisky doble. No puedo volar sólo con un ala.

– Lo siento, señor Corey. No está permitido servir alcohol a personas armadas.

Ése era el momento que yo había estado esperando todo el día.

– No voy armado -dije-. Compruebe la lista de pasajeros, o, si lo desea, puede registrarme en el lavabo.

No pareció inclinada a acompañarme al lavabo pero consultó la lista de pasajeros.

– Oh… Es cierto -exclamó.

– Prefiero beber que llevar pistola.

Sonrió y me puso en la bandeja dos botellines de whisky escocés y un vaso de plástico con hielo.

– Invita la casa.

– Invita el avión.

– Es igual.

Una vez que se hubo ido, le ofrecí un whisky a Kate.

– No puedo -respondió ella.

– Oh, no seas tan remilgada. Echa un trago.

– No trates de corromperme, señor Corey.

– Detesto corromperme solo. Te sostendré la pistola.

– Basta. -Bebió su agua.

Vertí los dos whiskies sobre el hielo y tomé un sorbo. Chasqueé los labios.

– Aaaah. Excelente.

– Que te folien -replicó Kate.

Santo Dios.

Permanecimos un rato en silencio, y luego me dijo:

– ¿Arreglaste las cosas con tu amiga de Long Island?

Era una pregunta tendenciosa, y reflexioné antes de responder. John Corey es leal con los amigos y las amantes pero la esencia de la lealtad es la reciprocidad. Y Beth Penrose, a pesar de todo su interés por mí, no había demostrado mucha lealtad. Yo creo que lo que ella quería de mí era lo que las mujeres llaman compromiso, y entonces ella sería leal. Pero los hombres quieren primero lealtad, y luego tal vez piensen en el compromiso. Se trataba de conceptos opuestos, y no era probable que la cuestión se resolviera a menos que una u otra de las partes se sometiera a una operación de cambio de sexo. En cualquier caso, me pregunté por qué habría formulado Kate aquella pregunta. Bueno, la verdad es que no me lo pregunté.

– Dejé un mensaje en su contestador -respondí finalmente.

– ¿Es de las comprensivas?

– No, pero es policía y entiende esta clase de cosas.

– Excelente. Puede que tardes bastante en disponer de tiempo libre.

– Le mandaré un e-mail diciéndoselo.

– Cuando la BAT intervino en el asunto de la explosión de la TWA, estuvieron trabajando veinticuatro horas diarias siete días a la semana.

– Y aquello ni siquiera fue un ataque terrorista -señalé.

Ella no contestó. Nadie contestaba a preguntas sobre la TWA, y todavía quedaban preguntas por responder. Al menos en este caso sabíamos quién, qué, dónde, cuándo y cómo. No estábamos seguros de por qué ni de qué vendría después, pero no tardaríamos en saberlo.

– ¿Qué pasó con tu matrimonio? -me preguntó Kate.

Yo percibía una cierta orientación en estas preguntas pero si crees que el hecho de ser detective te permite conocer mejor a las mujeres, piénsalo dos veces. Sin embargo, yo sospechaba que en las preguntas de la Mayfield había un motivo que iba más allá de la simple curiosidad.

– Ella era abogado -respondí.

Permaneció callada unos instantes y luego dijo:

– ¿Y por eso no resultó?

– Sí.

– ¿No sabías que era abogado antes de casarte con ella?

– Creía que podría reformarla.

Se echó a reír.

Era mi turno.

– ¿Tú has estado casada? -pregunté.

– No.

– ¿Por qué?

– Ésa es una pregunta personal.

Yo creía que eran personales las preguntas que hacíamos. Lo eran, en efecto, cuando se me formulaban a mí. Me negué a seguir el juego y encontré una revista de Delta en la bolsa del respaldo del asiento que tenía delante.

– He vivido mucho -dijo ella.

Estudié el mapa de las rutas mundiales de Delta. Quizá debería irme a Roma cuando todo esto hubiese acabado. A ver al Papa. Vi que Delta no volaba a Libia. Pensé en los tipos de la incursión aérea de 1986 que tripularon aquellos pequeños cazas de reacción desde algún lugar de Inglaterra, contornearon Francia y España, sobrevolaron el Mediterráneo y se internaron en Libia. ¡Jo! Era todo un vuelo según mi mapa. Y sin nadie que les sirviera whisky. ¿Cómo se las arreglaban para mear?

– ¿Me has oído? -inquirió Kate.

– Disculpa, no.

– He dicho que si tienes hijos.

– ¿Hijos? Oh, no. El matrimonio no llegó a consumarse. Ella no creía en el sexo posmatrimonial.

– ¿De veras? Bueno. No resultaría muy duro para una persona de tu edad.

Santo Dios.

– ¿Podemos cambiar de tema? -sugerí.

– ¿De qué te gustaría hablar?

En realidad, de nada. Excepto, quizá, de Kate Mayfield, pero el tema era delicado.

– Deberíamos comentar lo que hemos aprendido hoy -dije.

– Muy bien.

Así que comentamos lo que habíamos aprendido hoy, lo que sucedió ayer y lo que íbamos a hacer mañana.

Nos aproximábamos a Nueva York, y me alegró ver que continuaba allí y que todas las luces estaban encendidas.

Al llegar a La Guardia, Kate me preguntó:

– ¿Vienes conmigo a Federal Plaza?

– Si quieres…

– Sí. Luego podemos ir a cenar.

Miré mi reloj. Eran las diez y media de la noche, y para cuando llegáramos a Federal Plaza y nos fuéramos luego de allí sería casi medianoche.

– Es un poco tarde para cenar -respondí.

– Entonces a tomar una copa.

– Buena idea.

El avión tomó tierra, y, mientras desaceleraba en la pista, me hice la pregunta que todos los hombres se hacen en estas situaciones: «¿Estoy interpretando bien las señales?»

Si no las estaba interpretando bien, podía toparme con problemas profesionales, y si lo hacía podía crearme problemas personales. Pensé que debía esperar a ver cómo evolucionaban las cosas. En otras palabras, cuando se trata de mujeres, yo jugaba sobre seguro.

Desembarcamos, salimos, subimos a un taxi y fuimos a Federal Plaza por la carretera Brooklyn-Queens y el puente de Brooklyn.

– ¿Te gusta Nueva York? -le pregunté mientras cruzábamos el puente de Brooklyn.

– No. ¿Y a ti?

– Por supuesto que sí.

– ¿Por qué? Este lugar es de locos.

– Washington es de locos. Nueva York es excéntrico e interesante.

– Nueva York es un sitio de locos. Me arrepiento de haber aceptado esta misión. A nadie del FBI le gusta. Es demasiado caro, y nuestras dietas apenas si cubren los gastos extras.

– Entonces, ¿por qué aceptaste esta misión?

– Por las mismas razones por las que los militares aceptan misiones duras y se presentan voluntarios para combatir. Es una forma rápida de ascender. Para progresar tienes que hacer Nueva York y Washington por lo menos una vez. Y es todo un desafío -añadió-. Además, aquí suceden cosas extrañas e increíbles. Puedes ir después a cualquiera de los otros cincuenta y cinco puestos del país y tendrás historias de Nueva York que contar durante el resto de tu vida.

– Bueno -dije-, yo creo que Nueva York tiene mala prensa. Mira, yo soy neoyorquino. ¿Soy extraño?

No oí su respuesta, quizá porque el taxista le estaba gritando a un peatón y el peatón le contestaba también a gritos. Hablaban idiomas diferentes, así que la conversación no duró tanto como hubiera sido de esperar.

Llegamos a Federal Plaza, y Kate pagó al taxista. Fuimos a la puerta utilizable fuera de horas, y Kate la abrió introduciendo una clave en el teclado de seguridad. Ella tenía llave del ascensor, y subimos al piso 27, donde estaban algunos de los agentes.

Allí había una docena de personas, todas con aire fatigado, mustio y preocupado. Sonaban los teléfonos, tintineaban los fax y una estúpida voz de ordenador decía a la gente: «¡Tiene correo!» Kate habló con todos, escuchó los mensajes telefónicos que había en su contestador, revisó su correo electrónico y consultó el programa del día. Había un mensaje electrónico de George Foster que decía: «Reunión, convocada por Jack, sala conferencias piso 28, 8.00 horas.» Increíble. Koenig, en Washington, convoca una reunión a las ocho en Nueva York. Aquellos tíos o eran infatigables o estaban mortalmente asustados. Probablemente lo segundo, en cuyo caso tampoco se puede dormir gran cosa.

– ¿Quieres revisar tu mesa? -me preguntó Kate.

Mi mesa estaba en los cubículos del piso de abajo, y no creía que hubiese en ella nada diferente de lo que tenía Kate allí arriba, así que dije:

– La revisaré mañana cuando llegue a las cinco.

Continuó revolviendo un poco más, mientras yo la miraba, sintiéndome casi inútil.

– Me voy a casa -dije.

Ella dejó lo que estaba leyendo.

– No -replicó-, invítame a una copa. -Y añadió-: ¿Quieres coger tus papeles de mi cartera?

– Los cogeré mañana.

– Podemos echarles un vistazo luego si quieres.

Eso sonaba a invitación a pasar una larga noche juntos. Titubeé y respondí:

– De acuerdo.

Ella dejó la cartera de mano debajo de la mesa.

Así pues, salimos y volvimos a encontrarnos en la calle oscura y silenciosa, sin taxi, y esta vez yo iba desarmado. La verdad es que no necesito mi pistola para sentirme a salvo, y Nueva York se ha convertido en una ciudad más segura, pero es agradable llevar algo encima cuando sospechas que un terrorista intenta matarte. Pero Kate sí iba armada.

– Vayamos andando -propuse.

Anduvimos. No hay muchos sitios abiertos a esas horas un domingo por la noche, ni siquiera en la ciudad que nunca duerme, pero Chinatown suele estar medio despierto los domingos por la noche, así que fui en esa dirección.

No íbamos del brazo exactamente pero Kate caminaba cerca de mí, y nuestros hombros se rozaban, y de vez en cuando ella me ponía la mano en el brazo o en el hombro mientras charlábamos. Evidentemente, yo le caía bien pero quizá era sólo que estaba salida. No me gusta que las tías salidas se aprovechen de mí pero a veces ocurre.

Bueno, pues nos fuimos a un sitio de Chinatown que yo conocía. Se llamaba el Nuevo Dragón. Años atrás, cenando con otros policías, yo le había preguntado al señor Chung, el propietario, qué había sido del Viejo Dragón, y él nos confió: «¡Se lo están comiendo ustedes!» Y corrió a la cocina riendo estruendosamente a carcajadas.

El local tenía un pequeño bar que todavía estaba lleno de gente y de humo. Encontramos dos sillas ante una mesita baja. Los clientes parecían los malos de una película de Bruce Lee sin subtítulos.

– ¿Conoces este sitio? -preguntó Kate, echando un vistazo a su alrededor.

– Solía venir aquí.

– Todo el mundo habla en chino.

– Yo, no. Tú, tampoco.

– Todos los demás.

– Creo que son chinos.

– Qué listo eres.

– Gracias.

Se acercó una camarera pero yo no la conocía. Era afable y sonriente, y nos informó de que la cocina estaba abierta todavía. Yo pedí sol mortecino y whisky escocés.

– ¿Qué es sol mortecino? -me preguntó Kate.

– Pues como un… un aperitivo. Pastitas y cosas de ésas.

Kate miró a su alrededor.

– Es muy exótico esto -dijo.

– A ellos no se lo parece.

– A veces me siento como una auténtica provinciana en esta ciudad.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Ocho meses.

Llegaron las bebidas, charlamos, llegaron más bebidas, bostecé. Llegó el sol mortecino, y a Kate pareció encantarle. Llegó una tercera ronda de bebidas, y empecé a verlo todo desenfocado. Kate parecía despierta y vigilante.

Pedí a la camarera que llamara un taxi y pagué la cuenta. Salimos a Pell Street; se agradecía el aire fresco.

– ¿Dónde vives? -le pregunté mientras esperábamos al taxi.

– En la calle Ochenta y Seis Este. Se supone que es un buen barrio.

– Es un barrio excelente.

– Es el apartamento en que vivía el tipo al que sustituí. Él se fue a Dallas. He tenido noticias de él. Dice que echa un poco de menos Nueva York pero que es feliz en Dallas.

– Y a Nueva York le hace feliz que él esté en Dallas.

Se echó a reír.

– Eres gracioso. George me dijo que tenías una lengua neoyorquina.

– En realidad lo que tengo es lengua materna.

Llegó el taxi, y subimos.

– A dos sitios -le dije al chófer-. Primero a… Ochenta y Seis Este.

Kate le dio la dirección y, tras cruzar las pequeñas calles de Chinatown, salimos a Bowery.

Permanecimos casi todo el tiempo en silencio, y al cabo de veinte minutos estábamos delante de la casa de Kate, un alto edificio de apartamentos con portero. Aunque el suyo fuese un apartamento-estudio, resultaba bastante caro incluso teniendo en cuenta el plus por carestía de vida. Pero, según mi experiencia, Wendy Wasp de Wichita elegiría un buen edificio en un buen barrio y reduciría lujos tales como comida y vestido.

Nos quedamos un momento parados en la acera, y finalmente ella dijo:

– ¿Quieres subir?

Los neoyorquinos dicen «subir», la gente del interior dice «entrar». En cualquier caso, mi corazón captó el mensaje y aceleró. Conozco la situación. La miré y pregunté:

– ¿Puedo dejarlo para otro día?

– Desde luego. -Sonrió-. Hasta las cinco.

– Quizá un poco después de las cinco. A las ocho, por ejemplo.

Sonrió de nuevo.

– Buenas noches. -Se volvió, y el portero la saludó mientras sostenía la puerta abierta.

La vi cruzar el vestíbulo y luego me volví y subí al taxi.

– Calle Setenta y Dos Este -dije, y le di el número.

El taxista, un tipo con turbante de cualquiera sabe dónde, me dijo en buen inglés:

– Quizá no sea cosa mía, pero creo que la dama quería que usted subiera con ella.

– ¿Sí?

– Sí.

Miré por la ventanilla mientras bajábamos por la Segunda Avenida. Extraño día. El de mañana sería totalmente desagradable y tenso. Y quizá no llegase a haber siquiera ningún mañana, ni ningún día más. Pensé por un momento en decirle al taxista que diera la vuelta y regresase.

– ¿Es usted un genio? -le pregunté, a propósito de su turbante.

Se echó a reír.

– Sí, y esto es una alfombra mágica y puede usted pedir tres deseos.

– De acuerdo.

Formulé tres deseos para mis adentros.

– Tiene que decírmelos a mí -dijo el genio-, o nunca se cumplirán.

Así que le dije:

– Paz mundial, paz interior y entender a las mujeres.

– Los dos primeros no son problema. -Rió de nuevo-. Si consigue el tercero no deje de llamarme.

Llegamos a mi casa, y le di una buena propina al genio.

– Pídaselo otra vez -me aconsejó, y luego se alejó.

Por alguna razón, Alfred estaba todavía de servicio. Nunca consigo saber los horarios de estos porteros, que son más erráticos aún que los míos.

– Buenas noches, señor Corey -me saludó-. ¿Ha tenido un buen día?

– He tenido un día interesante, Alfred.

Tomé el ascensor al piso 20, abrí la puerta de mi casa y entré tomando precauciones mínimas y, de hecho, esperando recibir un golpe en la cabeza como en las películas y despertarme al mes siguiente.

No consulté el contestador automático, sino que me desnudé y me dejé caer en la cama. Creía estar exhausto pero descubrí que estaba tenso como un muelle de reloj.

Me quedé mirando al techo, reflexionando sobre la vida y la muerte, el amor y el odio, la buena y la mala suerte, el miedo y el valor y cosas así. Pensé en Kate y Ted, Jack y George, los tipos de azul, un genio en una botella y finalmente en Nick Monti y Nancy Tate, a quienes estaba echando de menos. Y en Meg, la agente de servicio, a quien no conocía pero cuyos familiares y amigos echarían en falta. Pensé en Asad Jalil, y me pregunté si tendría la oportunidad de mandarlo derecho al infierno.

Me dormí pero tuve una pesadilla tras otra. Los días y las noches se estaban convirtiendo en una misma cosa.

CAPÍTULO 35

Asad Jalil se encontraba en una concurrida carretera flanqueada de moteles, agencias de alquiler de automóviles y restaurantes de comida rápida. Un enorme avión estaba aterrizando en el cercano aeropuerto.

En Trípoli le habían dicho que buscara un motel próximo al aeropuerto internacional de Jacksonville, donde ni su aspecto ni su placa de matrícula llamarían la atención.

Vio un local de aspecto agradable llamado Sheraton, nombre que conocía de Europa, y entró en su aparcamiento, dirigiéndose luego hacia el letrero que decía: «Hotel de automovilistas, recepción.»

Se ajustó la corbata, se alisó el pelo con los dedos, se puso las gafas y entró.

– Buenas noches -dijo la joven de recepción, sonriendo.

Él sonrió y correspondió al saludo. Vio que varios pasillos salían del vestíbulo y uno de ellos mostraba el rótulo «Bar-Salón-Restaurante». Oyó música y risas a través de la puerta.

– Quisiera una habitación para una noche -dijo a la joven.

– Sí, señor. ¿Normal o extra?

– Extra.

Ella le tendió una hoja de inscripción y una pluma.

– ¿Cómo quiere pagar, señor? -le preguntó.

– American Express. -Sacó la cartera y le entregó la tarjeta de crédito mientras rellenaba la hoja.

Boris le había dicho que cuanto mejor fuese el establecimiento menos problemas habría, especialmente si empleaba la tarjeta de crédito. No había querido dejar una estela de papeles pero Boris le aseguró que si la utilizaba con prudencia estaría a salvo.

La mujer le entregó una tira de papel con la impresión de la tarjeta, al tiempo que le devolvía ésta. Jalil firmó la hojita y se guardó la tarjeta.

Terminó de rellenar el impreso, dejando en blanco los espacios referentes al vehículo, que, según le habían dicho en Trípoli, podía pasar por alto en los mejores establecimientos. También le habían dicho que, a diferencia de lo que ocurría en Europa, en el impreso de inscripción no había ningún espacio para el número del pasaporte y que el empleado ni siquiera pediría verlo. Al parecer, era un insulto que le tomaran a uno por extranjero, por muy extranjero que fuese su aspecto. O quizá, como dijo Boris: «El único pasaporte que necesitas en Estados Unidos es la American Express.»

En cualquier caso, la recepcionista miró el impreso y no le pidió nada más.

– Bien venido a Sheraton, señor…

– Bay-dir -vocalizó él.

– Señor Bay-dir. Aquí tiene su llave electrónica de la habitación 1-19, planta baja, a la derecha según sale del vestíbulo. Ésta es su tarjeta de huésped -continuó con tono monótono-, y en ella figura el número de su habitación. El bar y el restaurante están pasando esa puerta, tenemos gimnasio y piscina, el día de salida hay que dejar libre la habitación antes de las once, el desayuno se sirve en el comedor principal de seis a once de la mañana, el servicio de habitaciones funciona desde las seis de la mañana hasta medianoche, el comedor se cierra dentro de poco para la cena, el bar y el salón están abiertos hasta la una de la mañana y se pueden tomar sandwiches. Hay minibar en la habitación. ¿Quiere que se lo despierte a alguna hora?

Jalil entendía su acento pero apenas si llegó a comprender toda aquella información inútil. Aunque sí captó lo de la llamada para despertarlo.

– Sí, tengo un vuelo a las nueve de la mañana -dijo-, así que rae vendría bien que me llamaran a las seis.

Ella lo estaba mirando, abiertamente, como no lo haría ninguna mujer libia, las cuales evitaban el contacto visual con los hombres. Él le sostuvo la mirada, como le habían dicho que hiciese para no despertar sospechas, pero también para ver si mostraba algún indicio de saber quién era él. Pero la recepcionista parecía completamente ajena a su verdadera identidad.

– Sí, señor -dijo-, llamada a las seis de la mañana. ¿Quiere que le tengamos preparada la cuenta?

Le habían dicho que respondiera afirmativamente si le hacían esta pregunta, pues eso significaba que no tendría que volver a pasar por recepción.

– Sí, por favor -dijo.

– A las siete de la mañana le pasaremos por debajo de la puerta una copia de su factura. ¿Desea alguna otra cosa?

– No, gracias.

– Que tenga una estancia agradable.

– Gracias. -Sonrió, cogió su tarjeta, se volvió y salió del vestíbulo.

Todo había ido bien, mejor que la última vez, cuando se hospedó en el motel de las afueras de Washington y tuvo que matar al empleado de recepción. Sonrió de nuevo.

Montó en su coche y condujo hasta la puerta en que figuraba el número 119, donde había una plaza de aparcamiento vacía. Cogió el maletín, bajó del coche, lo cerró con llave y fue hasta la puerta. Introdujo la tarjeta magnética en la ranura, y la cerradura emitió un zumbido, al tiempo que sonaba un chasquido y se encendía una lucecita verde, todo lo cual le recordó el Club Conquistador.

Entró, cerró la puerta a su espalda y corrió el pestillo.

Inspeccionó la habitación, los armarios y el cuarto de baño, todo limpio y moderno, pero quizá demasiado confortable para su gusto. Prefería ambientes austeros, especialmente para su yihad. Como un hombre religioso le dijo una vez: «Alá te oirá igual de bien si rezas en una mezquita con el estómago lleno que si lo haces en el desierto con el estómago vacío… pero si quieres oír tú a Alá, ve hambriento al desierto.»

A pesar de ese consejo, Jalil estaba hambriento. Había comido muy poco desde el día en que se entregó en la embajada norteamericana en París, hacía ya casi una semana.

Echó un vistazo al menú del servicio de habitaciones pero decidió no arriesgarse a que le viesen otra vez la cara. Muy pocas personas lo habían visto de cerca, y la mayoría de ellas estaban muertas.

Abrió el minibar y encontró una lata de zumo de naranja, una botella de plástico de agua de Vitelle, un bote de frutos secos y una barra de chocolate Toblerone, que le encantaba comer cuando estaba en Europa.

Se sentó en el sillón, de cara a la puerta, completamente vestido aún y con las dos Glock en los bolsillos. Comió y bebió despacio.

Mientras comía, rememoró su breve estancia en la embajada norteamericana en París. Se habían mostrado suspicaces con él pero no hostiles. Al principio lo habían interrogado un oficial del ejército y un hombre de paisano, y al día siguiente otros dos hombres -que se identificaron solamente como Philip y Peter- habían llegado de Estados Unidos y le habían dicho que ellos lo escoltarían para llegar todos sanos y salvos a Washington. Jalil sabía que ambas cosas eran mentira; irían a Nueva York, no a Washington, y ni Philip ni Peter llegarían sanos y salvos.

La noche anterior a su marcha, lo habían drogado, como Boutros dijo que harían, y Jalil lo había permitido para no despertar sospechas. No estaba seguro de qué le habían hecho mientras estaba drogado, pero carecía de importancia. El servicio de inteligencia libio ya lo había drogado en Trípoli y lo había sometido a interrogatorio para ver si podía resistir los efectos de las llamadas drogas de la verdad. Había superado la prueba sin problemas.

Le habían dicho que probablemente los americanos no lo someterían a la prueba del detector de mentiras en la embajada. Los diplomáticos querían que saliera de allí lo antes posible. Pero si le pedían que se sometiera a la prueba, debía negarse y pedir ser llevado a Estados Unidos o quedar en libertad. En cualquier caso, los norteamericanos habían actuado como se preveía y le habían sacado de la embajada y de París lo más rápidamente posible.

Como había dicho Malik: «Te buscan para interrogarte los franceses, los alemanes, los italianos y los británicos. Los americanos lo saben y te quieren para ellos solos. Te sacarán de Europa lo antes posible. Siempre llevan a Nueva York los casos más delicados para poder negar que estén reteniendo en Washington a un desertor o un espía. Y creo que hay otras razones sicológicas, y quizá prácticas, por las que van a Nueva York. Se proponen llevarte finalmente a Washington… pero creo que puedes llegar allí sin su ayuda.»

Todos habían reído la humorada de Malik. Era un hombre muy elocuente y también recurría al humor para explicarse. Jalil no siempre apreciaba el humor de Malik o de Boris pero, como era a costa de los norteamericanos o los europeos, lo toleraba.

Malik había dicho también: «Sin embargo, si nuestro amigo que trabaja para Trans-Continental Airlines en París nos informa de que vas a Washington, entonces Haddad, tu compañero de viaje, que necesita oxígeno, irá en ese vuelo. En el aeropuerto Dulles, el procedimiento será el mismo. Remolcarán el avión hasta una área de seguridad, y tú actuarás como si estuvieras en Nueva York.» Malik le había dado cita en el aeropuerto Dulles, donde encontraría su taxi y su chófer, que lo llevaría hasta su coche alquilado, y desde allí -después de silenciar al chófer- iría a un motel, donde permanecería hospedado hasta el domingo por la mañana. Luego se dirigiría a la ciudad para visitar al general Waycliff antes o después de la función religiosa.

Asad Jalil había quedado impresionado de la profesionalidad y la pericia con que actuaba su servicio de inteligencia. Habían pensado en todo y tenían planes alternativos en previsión de que los americanos hubiesen cambiado sus métodos de trabajo. Y, lo que era más importante, los oficiales operativos libios le habían recalcado que ni aun el mejor de los planes podría llevarse a cabo sin un verdadero luchador islámico por la libertad, como Asad Jalil, ni sin la ayuda de Alá.

Naturalmente, Boris le había dicho que el plan era principalmente suyo y que Alá no tenía nada que ver con el plan ni con su éxito. Pero Boris se había mostrado de acuerdo con que Asad Jalil era un agente excepcional. De hecho, Boris había dicho a los oficiales de la inteligencia libia: «Si tuviesen ustedes más hombres como Asad Jalil, no fracasarían tanto.»

Boris estaba cavando su propia tumba, pensó Jalil, pero estaba seguro de que él ya se había dado cuenta de ello en algún momento, y por eso se emborrachaba tan a menudo.

Boris había necesitado un constante abastecimiento de mujeres y vodka, que le eran suministrados, y de dinero, que se enviaba a una cuenta abierta a nombre de su familia en un banco suizo. El ruso, incluso cuando estaba intoxicado, era muy inteligente y servicial, y lo bastante perspicaz como para saber que no saldría vivo de Trípoli. Una vez le había dicho a Malik: «Si sufro un accidente aquí, prométeme que enviarás mi cadáver a casa.»

Malik había replicado: «No sufrirás ningún accidente aquí, amigo mío. Nosotros cuidaremos de ti.»

A lo que Boris había respondido: «Yob vas», que en ruso significaba «que te jodan» y que Boris utilizaba con demasiada frecuencia.

Jalil finalizó su frugal comida y encendió el televisor mientras tomaba unos sorbos de la botella de Vitelle. Cuando terminó el agua, guardó el envase de plástico vacío en su maletín.

Eran ya casi las once de la noche, y mientras esperaba las noticias de esa hora, fue cambiando de canal con el mando a distancia. En un canal, dos mujeres con los senos desnudos se acariciaban en una pequeña piscina de agua agitada y humeante. Cambió de canal y luego volvió a sintonizarlo para ver a las dos mujeres.

Contempló, petrificado, cómo ambas -una rubia, otra morena- se acariciaban en el agua caliente. Apareció una tercera mujer, una africana, al borde de la piscina. Estaba completamente desnuda, pero alguna especie de distorsión electrónica velaba sus genitales mientras bajaba al agua por unos peldaños.

Jalil observó que las tres mujeres hablaban muy poco pero reían demasiado mientras se salpicaban unas a otras. Pensó que se comportaban como unas estúpidas pero continuó mirando.

Una cuarta mujer de cabello rojo estaba bajando la escalera de espaldas, de tal modo que podía verle las nalgas desnudas y la espalda mientras se introducía en el agua. Al poco rato, las cuatro mujeres se restregaban y acariciaban unas a otras, besándose y abrazándose. Jalil permanecía muy quieto pero se dio cuenta de que estaba excitado, y se revolvió incómodamente en la silla.

Comprendía que no debería estar mirando aquello, que aquello era la peor especie de decadencia occidental, que todas las sagradas escrituras de los hebreos, los cristianos y los musulmanes definían aquellos actos como antinaturales e impíos. Y, sin embargo, aquellas mujeres que se tocaban obscenamente unas a otras lo excitaban y le suscitaban pensamientos lujuriosos e impuros.

Se imaginó a sí mismo desnudo en la piscina con ellas.

Salió de su ensoñación y advirtió que el reloj digital señalaba ya las once y cuatro minutos. Mientras empezaba a cambiar de canal, se maldijo a sí mismo, maldijo su flaqueza y maldijo las fuerzas satánicas desatadas en aquella tierra execrable.

Encontró un programa de noticias. Una presentadora estaba diciendo:

– Éste es el hombre a quien las autoridades consideran principal sospechoso de haber cometido un atentado terrorista no reivindicado cometido en los Estados Unidos…

Apareció en la pantalla una foto en color con la inscripción Asad Jalil, y Asad Jalil se levantó rápidamente y se arrodilló delante del televisor, estudiando la imagen. Nunca había visto aquella foto en color de sí mismo, y sospechaba que se la habían tomado en secreto mientras estaba siendo interrogado en la embajada de París. De hecho, observó que el traje era el mismo que ahora llevaba puesto, y la corbata era la que llevaba en París pero que ya se había cambiado.

– Por favor, observen detenidamente esta fotografía -dijo la mujer-, y si ven a este hombre comuníquenlo a las autoridades. Se cree que va armado y es peligroso, por lo que nadie debe intentar hacerle frente ni detenerlo. Llamen a la policía o al FBI. Aquí tienen dos números gratuitos a los que pueden llamar… -Aparecieron dos números de teléfono debajo de la foto-. El primero es para informaciones anónimas que ustedes pueden dejar grabadas; el segundo es la línea urgente atendida por personal del FBI. Ambos números funcionan las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. Igualmente, el Departamento de Justicia ha ofrecido un millón de dólares de recompensa por cualquier información que conduzca a la detención del sospechoso.

Apareció en la pantalla otra fotografía de Asad Jalil, pero con expresión ligeramente diferente, y Jalil la reconoció como tomada en la embajada de París.

– Observen con atención esta fotografía -continuó la mujer-. Las autoridades federales solicitan su ayuda para localizar a este hombre, Asad Jalil. Habla inglés, árabe y algo de francés, alemán e italiano. Se sospecha que es un terrorista internacional, y es posible que se encuentre actualmente en los Estados Unidos. No tenemos más información sobre este individuo pero en cuanto conozcamos más detalles se los comunica-remos a ustedes.

Durante todo el rato, la fotografía de Asad Jalil miraba desde el televisor a Asad Jalil.

La locutora pasó a otra noticia, y Jalil pulsó el botón que suprimía el sonido del televisor. Luego fue hasta el espejo de la pared, se puso las gafas bifocales y se miró.

Asad Jalil, el libio de la televisión, tenía el pelo negro, peinado hacia atrás. Hefni Badr, el egipcio de Jacksonville, Florida, tenía el pelo gris, peinado con raya a un lado.

Asad Jalil, en la televisión, tenía los ojos oscuros. Hefni Badr, en Jacksonville, llevaba gafas bifocales y eso tornaba borrosos sus ojos.

Asad Jalil, en la televisión, estaba perfectamente afeitado. Hefni Badr lucía un bigote gris.

Asad Jalil, en la televisión, no sonreía. Hefni Badr sonreía frente al espejo porque no se parecía a Asad Jalil.

Dijo sus oraciones y se acostó.

CAPÍTULO 36

Llegué a las ocho a la reunión convocada en el piso veintiocho de Federal Plaza, sintiéndome virtuoso por no haber pasado la noche con Kate Mayfield. De hecho, pude mirarla directamente a los ojos y decir:

– Buenos días.

Correspondió a mi saludo, y me pareció oír la palabra «gili-pollas», pero quizá era sólo que me sentía como si lo fuese.

Nos situamos en torno a una alargada mesa de conferencias en una sala desprovista de ventanas y permanecimos charlando hasta que dio comienzo a la sesión.

Las paredes de la sala estaban adornadas con ampliaciones de fotos de Asad Jalil en varias instantáneas tomadas en París. Había también dos fotos con el rótulo «Yusef Haddad». Una llevaba como subtítulo «Instantánea en la morgue», la otra, «Foto de pasaporte». La foto de la morgue parecía realmente mejor que la del pasaporte.

Había también varias fotos del desertor de febrero, cuyo nombre resultó ser Boutros Dharr y cuyo estatus era el de muerto.

Yo tengo la teoría de que todos estos tipos eran malos porque tenían unos nombres estúpidos, como un chico que se llamara Sue.

Conté diez tazas de café y diez blocs de notas sobre la mesa, y deduje que íbamos a ser diez personas en la reunión. En cada bloc figuraba escrito un nombre, por lo que deduje también que debía sentarme delante del bloc que llevaba mi nombre. Así que lo hice. Había cuatro jarras de café en la mesa. Me serví de una de ellas y luego la empujé en dirección a Kate, que estaba sentada justo enfrente de mí.

Llevaba un traje a rayas finas que le confería un aspecto un poco más severo que el blazer azul y la falda hasta la rodilla del sábado. Su lápiz de labios era una especie de rosa coral. Me sonrió.

Yo le sonreí también, pero debíamos centrarnos en la reunión de la Brigada Antiterrorista.

Todo el mundo estaba tomando asiento ya. A un extremo de la mesa se hallaba Jack Koenig, que acababa de llegar de Washington y llevaba el mismo traje del día anterior.

Al otro extremo estaba el capitán David Stein, de la policía de Nueva York, uno de los dos comandantes de la Brigada Antiterrorista de Nueva York. Tanto Stein como Koenig podían considerar que estaban sentados a la cabecera de la mesa.

A mi izquierda estaba Mike O'Leary, de la Unidad de Inteligencia de la policía de Nueva York, y observé que el nombre que figuraba en el bloc que tenía delante era igual que el suyo, lo cual me hizo sentirme optimista respecto a la Unidad de Inteligencia de la policía.

Justo a mi derecha estaba el agente especial Alan Parker, del FBI y de la BAT. Alan es nuestro relaciones públicas. Anda por los veintitantos años pero aparenta unos trece. Es un fanfarrón de primera, y eso era lo que necesitábamos en este caso.

A la derecha de Parker, junto a Koenig, estaba el capitán Henry Wydrzynski, subjefe de detectives en la Autoridad Portuaria. Nos habíamos visto varias veces, cuando yo era detective de la policía de Nueva York, y parecía un tipo estupendo si no fuera por su nombre, que parecía la tercera línea de un cartel de los de graduarse la vista. Quiero decir que alguien debería comprarle a este hombre una vocal.

Enfrente de mí estaban Kate y otras tres personas. A un extremo, junto al capitán Stein, se hallaba Robert Moody, jefe de detectives de la policía de Nueva York. Moody era el primer jefe de detectives negro de la policía neoyorquina y era, además, mi antiguo jefe, antes de mi muerte y resurrección. Huelga decir que no resulta tarea fácil estar al mando de unos cuantos miles de tipos como yo. He coincidido con el jefe Moody en varias ocasiones, y parece que no le desagrado, lo cual no está nada mal, habida cuenta de cómo suelen andar las cosas entre los jefes y yo.

A la izquierda de Kate se hallaba sentado el sargento Gabriel Haytham, de la policía de Nueva York y de la BAT, un caballero árabe.

Junto a Gabriel, a la derecha de Koenig, había un hombre desconocido, aunque lo desconocido era sólo su nombre. Yo no tenía la menor duda de que aquel atildado caballero era de la CÍA. Es curioso cómo puedo distinguirlos; afectan una especie de aburrida displicencia, gastan demasiado en ropa y siempre parecen tener que estar en un lugar más importante que donde están.

De todas formas, me había estado sintiendo un poco vacío desde que no tenía a Ted Nash para meterme con él. Me sentía mejor ahora que tal vez tuviese a alguien que ocupara su puesto.

En cuanto a Ted Nash, me lo imaginaba metiendo en la maleta su lencería fina para su viaje a París. También me lo imaginaba en algún momento de mi vida pasada, como he dicho. Recordé las palabras de Koenig: «Es a Ted a quien debe vigilar.» Jack Koenig no decía cosas como ésa a la ligera.

También faltaba George Foster, cuyo trabajo consistía en cuidar la tienda. Estaba en el Club Conquistador y probablemente permanecería allí mucho tiempo. La misión de George era, en la jerga de la investigación criminal, actuar como «anfitrión», o coordinador del escenario del crimen, ya que, además de ser testigo, había participado realmente en los acontecimientos. Mejor George que yo, supongo.

Además de Nash y Foster, también faltaba en el grupo Nick Monti. Así pues, Jack Koenig inició la reunión proponiendo un minuto de silencio por Nick, al igual que por Phil, Peter, los dos agentes federales del vuelo 175, Andy McGill, de la unidad del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria, Nancy Tate y la agente de servicio Meg Collins y todas las víctimas del vuelo 175.

Guardamos el minuto de silencio, y Jack dio comienzo a la reunión. Eran las ocho en punto de la mañana.

En primer lugar, Jack presentó al caballero de su izquierda.

– Está con nosotros esta mañana Edward Harris, de la Agencia Central de Inteligencia.

Nada más y nada menos. Quiero decir que a Jack le habría bastado con informar: «Éste es Edward Harris, de ya saben dónde.»

– El señor Harris está en la sección de contraterrorismo de la agencia -añadió.

Harris correspondió a la presentación moviendo el lápiz de un lado a otro como un limpiaparabrisas. Muy elegante. Además, estos tipos, a diferencia del FBI, casi siempre utilizaban sus nombres completos. Nada de Ed, sino Edward Harris. Ted Nash parecía constituir una excepción a esta regla. Se me ocurrió de pronto la brillante idea de llamarlo Teddy la próxima vez que lo viese.

Debo indicar que normalmente yo no estaría en una reunión de ese nivel, y tampoco Kate. Pero, en nuestra calidad de testigos y participantes en los acontecimientos que nos habían congregado a todos, quedábamos incluidos también. ¿Hasta qué punto es bueno eso?

– Como tal vez sepan algunos de ustedes, ayer por la tarde se tomó en Washington la decisión de distribuir una breve declaración a los medios de comunicación, juntamente con varias fotografías de Asad Jalil -anunció Koenig-. La declaración manifiesta solamente que es sospechoso de haber intervenido en un caso relacionado con el terrorismo internacional y que está siendo buscado por las autoridades federales. No se hace mención del vuelo Uno-Siete-Cinco. La declaración y las fotografías han sido difundidas en la mayoría de los noticiarios televisivos de las once. Tal vez algunos de ustedes las vieran anoche. Los periódicos las publicarán hoy.

Nadie hizo ningún comentario, pero la expresión de todos decía: «Ya iba siendo hora.»

El capitán David Stein confirmó su independencia, manteniéndose ajeno a las palabras de King Jack.

– Vamos a instalar un centro de mando provisional en el piso veintiséis -anunció-. Todos los asignados a este caso se trasladarán allí junto con sus oportunos expedientes. Allí estará todo el material relacionado con este caso: expedientes, fotos, mapas, planos, pistas, pruebas, transcripciones de entrevistas… Hasta nuevo aviso, sólo hay tres lugares en los que estarán los miembros de la BAT: en el centro de mando, en la cama o sobre el terreno. -Miró a su alrededor y añadió-: El que necesite ir a los funerales puede ir. ¿Alguna pregunta?

Nadie parecía tener ninguna, así que continuó:

– La sección de Oriente Medio tendrá directamente asignados a este caso cincuenta agentes procedentes de todas las agencias que componen nuestra brigada. Aproximadamente, un centenar de hombres y mujeres intervendrán en el caso en el área metropolitana de Nueva York, y varios cientos de agentes más trabajarán sobre él en los Estados Unidos y en el extranjero.

Etcétera, etcétera.

Le tocó luego el turno al teniente Mike O'Leary, de la unidad de inteligencia de la policía de Nueva York. Dijo unas cuantas palabras sobre Nick Monti, que era miembro de inteligencia, y, haciendo honor a la tradición irlandesa, contó una divertida anécdota de Nick Monti, probablemente inventada.

No hay muchas fuerzas de policía con su propio servicio de inteligencia, pero la ciudad de Nueva York, que alberga los más estrafalarios movimientos políticos del planeta, necesita tener uno.

La unidad de inteligencia de la policía de Nueva York fue fundada durante la época de la histeria anticomunista, y se utilizó para perseguir y hostigar a los comunistas, locales, a quienes en realidad les encantaba ser perseguidos por los polis. Nadie más les prestaba atención, excepto el FBI.

La antigua escuadra anticomunista acabó convirtiéndose en lo que es hoy, y sus miembros son realmente competentes pero tienen sus limitaciones. Tampoco les inspira ninguna simpatía la BAT, a la que consideran una rival, pero Mike O'Leary nos aseguró a todos que su organización estaba metida en el caso y que cooperaría plenamente. Yo estaba seguro de que si su gente tenía una pista, jamás nos enteraríamos. Pero, la verdad sea dicha, si el FBI encontraba una pista O'Leary tampoco se enteraría jamás.

El teniente O'Leary nos bendijo a todos y se sentó. Los irlandeses son unos embusteros formidables. Quiero decir que saben que están mintiendo y saben que sabes que están mintiendo, pero lo hacen con tanta gracia, convicción y energía que a todo el mundo le acaba pareciendo bien.

Le tocaba el turno a Robert Moody, jefe de detectives de la policía de Nueva York.

– Mis detectives mantendrán los ojos y los oídos bien abiertos para todo lo referente a este caso mientras trabajan en otros casos -decía-, y les aseguro que los cuatro mil hombres y mujeres que están a mi mando llevarán consigo una foto del supuesto culpable y remitirán todas las pistas al centro de mando provisional de la BAT.

Bla, bla, bla.

El jefe Moody concluyó diciendo:

– Si está en alguno de los cinco distritos, nosotros tenemos muchas posibilidades de saberlo, y lo cogeremos.

La idea que subyacía bajo estas palabras era que a Moody le encantaría echarle el guante a Jalil antes de que los federales tuvieran la menor pista de él y dejar que se enterasen por los periódicos de la mañana.

El capitán Stein dio las gracias al inspector Moody.

– El comisario de policía me ha asegurado también que se impartirán instrucciones a todos los agentes uniformados antes de sus respectivos turnos de servicio -añadió-. Hoy, también, el comisario se va a reunir con iodos los comisarios de policía de los condados y municipios circundantes para solicitar su apoyo y plena colaboración. Esto significa que más de setenta mil agentes del área metropolitana están buscando al mismo hombre. Ésta es, en efecto, la mayor cacería de un hombre organizada en toda la historia del área metropolitana de Nueva York.

Observé que Alan Parker estaba tomando abundantes notas, quizá para utilizarlas en un comunicado de prensa, o acaso era que estaba escribiendo una miniserie de televisión. No me inspiran especial confianza los escritores.

– Mientras tanto -dijo Stein-, nuestro principal foco de atención es la comunidad de oriundos de Oriente Medio. -Y se volvió hacia Gabriel Haytham.

Haytham se puso en pie y paseó la vista por la estancia. En su calidad de único árabe y musulmán presente, podría haberse mostrado un poco paranoico pero después de años de trabajar con la unidad de inteligencia de la policía neoyorquina, y ahora con la BAT, el sargento Gabriel Haytham conservaba la calma. Una vez me confió: «Mi verdadero nombre es Jibril, significa Gabriel en árabe. Pero no lo divulgues, estoy intentando pasar por anglosajón de pura cepa.»

Me gustan los tipos con sentido del humor, y Gabe necesitaba mucho sentido del humor y mucha personalidad para hacer lo que estaba haciendo. Quiero decir que no es demasiado difícil ser árabe-americano en Nueva York, pero hacían falta un par de huevos para ser un musulmán árabe-americano asignado a la sección de Oriente Medio de la Brigada Antiterrorista. ¿Qué les dirá Gabriel a sus amigos en la mezquita? ¿Algo así como: «Oye, Abdul, ayer enchiqueré a dos salami-salamis»? No es probable.

El sargento Haytham era el jefe de las unidades de vigilancia, los detectives de la policía de Nueva York asignados a la BAT que hacían el trabajo de calle siguiendo a las personas sospechosas de mantener lazos con organizaciones extremistas. Estos tipos permanecían durante horas delante de apartamentos y casas, tomaban fotos, utilizaban equipos de detección y grabadoras a larga distancia y seguían a los sospechosos en coche, en metro, en taxi, en tren, en autobús y a pie, cosas que los tipos del FBI no sabían o no querían hacer. Era un trabajo apestoso pero fundamental para la BAT. A ello se destinaba mucho tiempo y dinero, y a la comunidad de personas de Oriente Medio no le hacía ninguna gracia estar continuamente sometida a vigilancia, pero, como suele decirse: «Si no has hecho nada malo, no tienes por qué preocuparte.»

Bien, pues Gabriel nos estaba informando:

– Entre las cinco de la tarde del sábado y ahora, los miembros de la unidad de vigilancia han salido al descubierto y han recorrido de cabo a rabo la ciudad. Hemos realizado registros consentidos y hemos obtenido también mandamientos de registro extendidos en términos generales que abarcaban todo excepto el dormitorio del alcalde. Hemos interrogado a unas ochocientas personas en sus casas, en comisarías, en la calle, en sus puestos de trabajo y aquí… dirigentes cívicos, sospechosos, árabes corrientes e incluso líderes religiosos musulmanes.

No pude resistir la tentación de decirle a Gabe:

– Si para mediodía no tenemos noticias de por lo menos veinte abogados de derechos civiles de la Liga Árabe, es que ustedes no están haciendo bien su trabajo.

Todos soltaron una risita. Hasta Kate rió.

– Hemos interrogado también a los abogados de la Liga Árabe -me dijo Gabe-. Están contratando abogados judíos para querellarse.

Volvieron a reír todos pero la risa era un tanto forzada. Después de todo, aquello resultaba un poco embarazoso. Pero un poco de humor ayuda a abordar cuestiones delicadas. Quiero decir que había mucha diversidad cultural en la sala, y aún no habíamos oído al polaco, el capitán Wydrzynski. Yo conocía un chiste polaco estupendo, pero preferí guardarlo para otra ocasión.

– Debo confesarles que no tenemos ninguna pista -admitió Gabriel-. Ni el menor atisbo. Ni siquiera la habitual morralla de alguien que quiere cargarle el muerto a su suegro. Pero tenemos algo así como otras mil personas más a las que interrogar, y cien sitios más que registrar. Y estamos repitiendo con algunos lugares y personas. Dedicamos la máxima atención a la comunidad de oriundos de Oriente Medio, y, sí, puede que estemos pisoteando algunos derechos civiles pero más adelante nos ocuparemos de eso. -Añadió-: No estamos torturando a nadie.

– Washington apreciará su consideración -observó secamente Koenig.

– La mayoría de estas personas -dijo Gabriel a Jack- proceden de países donde la policía administra una paliza antes de formular la primera pregunta. Las personas con las que hablamos se sienten confusas sí no se utiliza por lo menos un poco de violencia física con ellas.

– No creo que necesitemos oír eso -dijo Koenig, después de carraspear-. En cualquier caso, sargento, no…

Lo interrumpió el sargento Haytham.

– Tenemos más de trescientos cadáveres en los depósitos municipales y de diversos hospitales. Y no sabemos cuántos muertos más se van a producir. Yo no quiero un solo cadáver más durante mi guardia.

Koenig reflexionó unos instantes pero, teniendo presente la posibilidad de que hubiera micrófonos ocultos, no dijo nada.

El sargento Gabriel Haytham se sentó.

Se hizo el silencio en la sala. Probablemente todos estaban pensando lo mismo, que el sargento Gabriel Haytham podía impunemente excederse un poco con sus hermanos de religión. Tal vez hubiera sido ésa una de las razones por las que el sargento Haytham había sido elegido para el puesto. Además, era muy competente en su trabajo. La mayoría de los éxitos de la BAT eran resultado de la actividad de los vigilantes de la policía de Nueva York. Todos los demás informantes, fuentes de servicios extranjeros de inteligencia, confidencias telefónicas, soplones y gente por el estilo no obtenían tanta información como los tipos que andaban pateando la calle.

El capitán Wydrzynski, de la Autoridad Portuaria, se levantó.

– Se ha entregado una fotografía de Asad Jalil a todos los agentes de policía de la Autoridad Portuaria -nos informó-, así como a todos los cobradores de peajes y restante personal de las terminales de transporte, juntamente con una nota en la que se explica que este fugitivo es en la actualidad el hombre más buscado de Estados Unidos. Conforme a las órdenes recibidas, hemos tratado de soslayar la relación con el vuelo Uno-Siete-Cinco pero se ha propagado la noticia.

El capitán Wydrzynski continuó un rato. Éste era uno de los casos en los que la policía de la Autoridad Portuaria desempeñaba un papel importante. Los fugitivos acababan cruzándose en el camino de un controlador, un cobrador de peaje o de un agente de la Autoridad Portuaria en un aeropuerto o una terminal de autobús. Por lo tanto, era importante que estas personas estuviesen alertas y motivadas.

En cuanto a Henry Wydrzynski, yo no lo conocía pero… bueno, vale, éste es el chiste. Va un polaco y entra en la consulta del optometrista, y éste le dice: «¿Puede leer esa lámina?» Y el hombre contesta: «Desde luego, conozco a todos esos fulanos.»

De todos modos, aunque no conocía al capitán Wydrzynski, sabía que, como la mayoría de los polis de la Autoridad Portuaria, tenía un algo de pose. Lo que ellos querían era reconocimiento y respeto, de modo que la mayoría de los polis listos de Nueva York, como yo, se los concedíamos. Eran buenos, eran serviciales y eran útiles. Si te metías con ellos encontrarían la forma de joderte a base de bien, largándote una multa de por lo menos mil pavos, por ejemplo.

Wydrzynski era un tipo corpulento dentro de un traje que le quedaba pequeño, como tres kilos de salchicha polaca embutidos en un pellejo previsto para dos. También parecía carecer de encanto y diplomacia, y eso me gustaba.

– ¿Cuándo estuvo la foto de Jalil en manos de sus agentes? -preguntó Koenig al capitán.

– Hicimos centenares de copias de esas fotos tan pronto como pudimos -respondió el otro-. A medida que iba saliendo cada remesa, enviamos coches patrulla a los puentes, túneles, aeropuertos, etcétera. También mandamos fotos por fax a todos los puntos en que disponen de fax, y otro tanto hicimos por Internet. -Paseó la vista por la sala y añadió-: Supongo que para las nueve de la noche del sábado todos nuestros servicios habían recibido una copia de la foto de Jalil. En algunos casos, antes. Pero debo decir que la calidad de la foto era pésima.

– O sea, que concebiblemente Asad Jalil podría haber tomado un avión o un autobús -dijo el capitán Stein-, o cruzado un puente o un túnel antes de las nueve sin que nadie reparase en él.

– En efecto -respondió Wydrzynski. Y agregó-: Dimos la alarma y enviamos la foto primeramente a los aeropuertos pero si él fugitivo actuó con rapidez pudo haber tomado un avión, especialmente en el JFK, donde ya estaba.

Nadie tenía nada que decir sobre eso.

– Tengo allí más de cien detectives tratando de averiguar si ese individuo salió del gran Nueva York -continuó el capitán-, el área metropolitana de Nueva Jersey, a través de una instalación de la Autoridad Portuaria. Pero ustedes saben que hay dieciséis millones de personas en el área metropolitana de Nueva York, y si este sujeto tenía un disfraz, o un documento de identidad falso, o un cómplice o lo que fuera, podría haberse escabullido. Éste no es un estado policial.

De nuevo permanecimos todos en silencio unos segundos.

– ¿Y los muelles? -preguntó Koenig finalmente.

– Sí -dijo Wydrzynski-. En previsión de que este individúo tuviera billete para un barco con rumbo a Arabia, mi oficina cursó inmediatamente aviso al personal de Aduanas e Inmigración situado en los muelles de buques de línea, así como al de los muelles de barcos de carga y particulares. Envié también allí detectives con paquetes de fotografías. Pero hasta el momento no se ha encontrado ni rastro de Jalil. Mantendremos los muelles vigilados.

Todo el mundo empezó a hacerle preguntas, y resultó evidente que esta insignificante agencia era de pronto en extremo importante. Wydrzynski se las arregló para mencionar el hecho de que uno de los muertos, Andy McGill, era policía de la Autoridad Portuaria, y, aunque sus hombres no necesitaban más motivación que su patriotismo y su profesionalidad, la muerte de McGill les había afectado profundamente.

Wydrzynski se cansó de que todos anduvieran pidiéndole cuentas e invirtió ligeramente la situación diciendo:

– ¿Saben una cosa? Yo creo que la foto de Asad Jalil debería haber estado en todos los canales de televisión a la media hora del crimen. Sé que había otras consideraciones pero, a menos que demos una publicidad completa al asunto, ese sujeto acabará escapándose.

– Hay muchas probabilidades de que ya se haya marchado -dijo Jack Koenig-. Seguramente, antes de que los cadáveres se hubieran enfriado, tomó el primer avión para Oriente Medio que salía del JFK. Washington lo cree así y por eso tomó la decisión de mantener el asunto en el seno de las fuerzas del orden hasta que se pudiera dar a conocer al público la naturaleza de la tragedia de la Trans-Continental.

– Yo estoy de acuerdo con el capitán Wydrzynski -dijo Kate-. No había ninguna razón para ocultar los hechos, aparte de encubrir nuestro propio… lo que sea.

El capitán Stein se mostró también de acuerdo y añadió:

– Yo creo que Washington se dejó dominar por el pánico y tomó una decisión equivocada. Nosotros seguimos sus instrucciones, y ahora estamos tratando de encontrar a un sujeto que nos lleva dos días de ventaja.

Koenig trató de llevar la cuestión a su terreno.

– Bueno, la foto de Jalil está ahora en los medios de comunicación -dijo-. Pero es discutible que Jalil huyera rápidamente. -Miró unos papeles que tenía delante y continuó-: Había desde el JFK cuatro vuelos que habría podido tomar antes de que fuese alertada la policía de la Autoridad Portuaria. -Recitó los nombres de cuatro aviones de Oriente Medio y sus horas de salida. Agregó-: Y, naturalmente, había también otros vuelos al extranjero, así como varios nacionales y al Caribe, en los que habría podido embarcar sin necesidad de pasaporte, sólo con cualquier documento de identidad provisto de fotografía.

«Naturalmente -concluyó Koenig-, teníamos agentes en el otro extremo, Los Ángeles, el Caribe, etcétera, esperando al avión. Pero no desembarcó nadie que se ajustara a su descripción.

Todos reflexionamos acerca de aquello. Vi que Kate me estaba mirando, lo que supongo que significaba que quería que yo metiera baza. De todos modos, sólo estoy aquí por contrato.

– Yo creo que Jalil está en Nueva York -dije-. Si no está en Nueva York, entonces está en algún otro lugar del país.

– ¿Por qué cree eso? -me preguntó el capitán Stein.

– Porque no ha terminado aún.

– Bueno, ¿y qué necesita para terminar? -preguntó Stein.

– No tengo ni idea.

– Pues ha tenido un comienzo espectacular.

– Eso es exactamente, un comienzo -repliqué-. Faltan más cosas por llegar.

El capitán Stein, como yo, a veces utiliza expresiones de cuerpo de guardia y comentó:

– Sólo jodería, espero que no.

Me disponía a contestar pero el señor CIA habló por primera vez.

– ¿Por qué está tan seguro de que Asad Jalil se encuentra todavía en el país? -me preguntó.

Miré al señor Harris, que me estaba mirando. Consideré varias respuestas, todas ellas empezando y terminando con «hay que joderse», pero luego decidí conceder al señor Harris el beneficio de la duda y tratarlo con cortesía.

– Verá, señor -dije-, tengo la impresión, basada en el tipo de personalidad de Asad Jalil, de que es la clase de hombre que no abandona lo que ha empezado. Sólo se va cuando ha terminado, y no ha terminado aún. ¿Cómo lo sé, me pregunta? Verá, yo estaba pensando que un tipo como él podría haber seguido atacando impunemente los intereses norteamericanos en el extranjero durante años. Pero, en lugar de eso, decidió venir aquí, a Estados Unidos, y causar más daño. De modo que ¿vino sólo para una o dos horas? ¿Era esto una misión gaviota? -Miré a los no iniciados y expliqué-: Eso es cuando un tipo llega, suelta mierda por todas partes y se larga.

Sonaron unas risitas, y continué:

– No, esto no ha sido una misión gaviota. Ha sido una…, bueno, una misión Drácula.

La atención general parecía estar centrada en mí.

– El conde Drácula podría haberse pasado trescientos años chupando sangre tranquilamente en Transilvania, pero no, el tío quería irse a Inglaterra. ¿Pero por qué? ¿Para chupar la sangre de los tripulantes del barco? No. En Inglaterra había algo que el conde quería. ¿De acuerdo? Bien, ¿qué quería? Quería aquella chica, la que vio en la foto de Jonathan Harker. ¿Cómo se llamaba? Bueno, el caso es que está que bebe los vientos por ella, y la chica vive en Inglaterra. ¿Me siguen? Del mismo modo, Jalil no vino aquí para matar a todo el mundo que viajaba en el avión o a todos los que se encontraban en el Club Conquistador. Eso era sólo el aperitivo, un poco de sangre que chupar antes de la comida principal. Todo lo que tenemos que hacer es identificar y localizar a la chica, o su equivalente para Jalil, y lo cazaremos. ¿Entienden?

Se hizo un prolongado silencio en la sala, y algunos, que me habían estado mirando, apartaron la vista. Pensé que quizá Koenig o Stein me hicieran coger la baja médica o algo por el estilo. Kate tenía los ojos fijos en su bloc.

Finalmente, Edward Harris, como todo un caballero que era, se dirigió a mí:

– Gracias, señor Corey. Ha sido un análisis interesante. Analogía o algo así.

Hubo unas risitas.

– He apostado diez dólares con Ted Nash a que estoy en lo cierto -dije-. ¿Quiere apostar usted también?

Harris parecía estar deseando irse pero sabía mantener el tipo.

– Desde luego. Que sean veinte.

– Hecho. Dele veinte dólares al señor Koenig.

Harris titubeó y luego sacó de su cartera un billete de veinte dólares y lo deslizó sobre la mesa en dirección a Koenig, que se lo guardó en el bolsillo.

Yo le pasé también otro billete de veinte dólares.

Las reuniones de miembros de distintas agencias pueden resultar realmente aburridas pero no cuando yo participo en ellas. Detesto a los burócratas, que son tan grises e insípidos que uno no podría ni acordarse de ellos una hora después dé la reunión. Aparte de eso, yo quería que todos los presentes recordaran que nos encontrábamos allí sobre la base de que Jalil podría estar todavía en el país. En cuanto empezaran a creer que se había marchado, se volverían perezosos y descuidados y dejarían que los colegas del extranjero hicieran todo el trabajo. A veces uno tiene que ser un poco estrafalario para transmitir una idea. Eso es algo que a mí se me da muy bien.

De hecho, Koenig, que no era tonto, dijo:

– Gracias por su persuasiva argumentación, señor Corey. Creo que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que tenga usted razón.

– De hecho, yo creo que el señor Corey tiene razón -dijo Kate. Me miró, y nuestros ojos se encontraron un instante.

Si nos hubiéramos acostado, me habría puesto rojo, pero ninguno de los presentes -expertos lectores de rostros todos ellos- pudieron detectar ni un gramo de complicidad poscoital. Vaya, creo que realmente hice lo que debía la noche anterior.

El capitán Stein rompió el silencio.

– ¿Hay algo que quiera compartir con nosotros? -le dijo a Edward Harris.

Harris sacudió la cabeza.

– He sido asignado recientemente a este caso, y no se me ha puesto al corriente aún -respondió-. Saben ustedes más que yo.

Todos pensamos lo mismo: «Y un carajo.» Pero nadie dijo nada.

Sin embargo, Harris se volvió hacia mí:

– El nombre de la mujer era Mina.

– Cierto. Lo tenía en la punta de la lengua.

Continuamos charlando diez o quince minutos más y luego Koenig miró su reloj.

– Y en último término -dijo-, pero no por ello menos importante, oigamos a Alan.

El agente especial Alan Parker se puso en pie. Es un poco bajito para su edad, salvo que realmente tenga trece años.

– Permítanme que les sea franco… -dijo.

Hubo un gemido general.

Alan pareció desconcertado, luego captó la idea y rió entre dientes.

– Permítanme…-empezó de nuevo-. Bueno, en primer lugar, la gente de Washington, que quería controlar el flujo de información…

– Hable en cristiano -lo interrumpió el capitán Stein.

– ¿Qué? Oh… de acuerdo… la gente que quería mantener esto en secreto…

– ¿Quién es?

– ¿Quién? Bueno… ciertas personas de la Administración.

– ¿Por ejemplo?

– No lo sé. Pero supongo que el Consejo de Seguridad Nacional. No el FBI.

– El director del FBI es miembro del Consejo de Seguridad Nacional, Alan -señaló el capitán Stein.

– ¿Sí? Bueno, sean quienes sean esas personas, han decidido que ha llegado el momento de empezar a revelarlo todo. No inmediatamente, sino a lo largo de las próximas setenta y dos horas. Como un tercio de lo que sabemos cada día durante los próximos tres días.

El capitán Stein, que tiene una cierta veta sarcástica, preguntó:

– ¿Como nombres hoy, verbos mañana y todo lo demás el miércoles?

– No, pero tengo un comunicado de prensa en tres partes, y hoy haré pública la primera parte -respondió Alan, forzando una sonrisa.

– Lo queremos dentro de los próximos diez minutos -dijo Stein-. Continúe.

– Les ruego que comprendan que yo no fabrico las noticias ni decido qué hechos se hacen públicos -dijo Alan-. Sólo hago lo que se me ordena. Pero sí, soy el centro de recepción y emisión de noticias, de modo que agradecería que nadie concediese entrevistas ni convocara conferencias de prensa sin ponerse previamente en contacto con mi oficina. -Y añadió-: Es muy importante que los medios de comunicación y el público estén informados pero es más importante que sólo sepan lo que nosotros queramos que sepan.

Alan no parecía ver ninguna contradicción en sus palabras, que resultaban alarmantes.

De todos modos, Alan continuó parloteando sobre la importancia de la información como un arma más de nuestro arsenal, y pensé que iba a decir algo acerca de utilizarnos a Kate y a mí como cebo, pero no tocó el tema. En lugar de ello contó varias anécdotas sobre cómo la filtración de noticias ocasionaba muertes, ponía sobre aviso a sospechosos, desbarataba operaciones y originaba toda clase de problemas, incluidos obesidad, impotencia y mal aliento.

– Es cierto que el público tiene derecho a saber -concluyó Alan-, pero no es verdad que nosotros tengamos la obligación de contarle nada.

Se sentó.

Nadie parecía seguro de entender lo que Alan estaba diciendo.

– Nadie debe hablar con la prensa -aclaró Koenig. No obstante, añadió-: Esta tarde, el FBI y el Departamento de Policía de Nueva York celebrarán una conferencia de prensa conjunta a la que seguirá otra en la que intervendrán el gobernador de Nueva York, el alcalde de la ciudad, el comisario de policía y otros. Alguien, en algún momento, de alguna manera, anunciará lo que mucha gente ya sabe o sospecha, que el vuelo Uno-Siete-Cinco fue objeto de un ataque terrorista internacional. El presidente y los miembros del Consejo de Seguridad Nacional comparecerán esta noche en televisión y anunciarán lo mismo. Se producirá una conmoción en los medios de comunicación, y sus respectivas oficinas recibirán multitud de llamadas telefónicas. Por favor, pásenselas todas a Alan, que para eso cobra.

Koenig recordó luego a todos los presentes que había una recompensa de un millón de dólares por cualquier información que condujese a la detención de Asad Jalil, y dinero federal disponible para la compra de información.

Ordenamos unos cuantos cabos sueltos, y Jack Koenig concluyó:

– Comprendo que la cooperación entre agencias es difícil, pero si alguna vez ha habido una ocasión para aunar esfuerzos, compartir información y demostrar buena voluntad, éste es ese momento. Les aseguro que cuando cojamos a ese tipo se reconocerán y tendrán en cuenta los méritos de todos.

Oí al jefe de detectives de la policía de Nueva York, Robert Moody, murmurar algo así como: «Será la primera vez.»

El capitán Stein se puso en pie.

– No queremos enterarnos más tarde de que teníamos un soplo sobre este individuo y se perdió en medio de la burocracia, como sucedió con el atentado contra el Trade Center -dijo-. Recuerden que la BAT es el centro de toda información. Recuerden también que todas las fuerzas policiales de este país, de Canadá y de México tienen las señas y datos personales de este individuo y que cualquier información que llegue será enviada aquí. Además, ahora que la cara de Jalil está en la televisión, podemos contar con que un millón de ciudadanos se mantendrán con los ojos bien abiertos. De modo que si ese sujeto se encuentra todavía en el continente, podríamos tener suerte.

Yo pensé en el jefe de policía de un minúsculo poblado rural perdido en la Georgia profunda. Imaginé que me llamaba por teléfono y me decía: «Buenoh día, John. He oío que ehtai buh-cando a eze árabe. Jalil no zé cuánto. Bueno, John, tengo al fulano aquí enchironao, y lo retendremo hahta que vengah por él. Date priza, er tío no quié comer cerdo y se ehtá muriendo d'hambre.»

– ¿Algo gracioso, detective? -me preguntó Stein.

– No, señor. Estaba pensando en otra cosa.

– ¿Sí? Díganos en qué pensaba.

– Verá…

– Oigámoslo, señor Corey.

Así que, en vez de contar mi estúpida ensoñación, salí con un chiste a propósito de la reunión.

– Bueno, pues… la fiscal general quiere averiguar qué institución es la mejor, el FBI, la CÍA o el Departamento de Policía de Nueva York. Así que va y llama a un grupo de cada organización para que se reúna con ella en las afueras de Washington y suelta un conejo en el bosque y dice a los del FBI: «Muy bien, encuentren al conejo.»

Miré a mi auditorio. Todos se mantenían inexpresivos, excepto Mike O'Leary, que sonreía con expectación.

– Los del FBI se internan en el bosque y dos horas después salen sin el conejo -proseguí-, pero convocan una conferencia de prensa y dicen: «Hemos analizado en el laboratorio cada rama y cada hoja del bosque, hemos interrogado a doscientos testigos y hemos llegado a la conclusión de que el conejo no ha infringido ninguna ley federal, así que lo hemos dejado marchar.» La fiscal general replica: «Tonterías, ustedes no han encontrado al conejo.» Entran entonces los de la CÍA… -miré a Harris- y una hora después salen también sin el conejo pero dicen: «El FBI está equivocado. Hemos encontrado al conejo, y ha confesado estar implicado en una conspiración. Lo hemos hecho declarar cuanto sabe, y ahora es un agente doble y trabaja para nosotros.» La fiscal general dice: «Tonterías. Ustedes no han encontrado al conejo.» Así que entonces entran los de la policía de Nueva York, y a los quince minutos aparece un oso que sale del bosque dando trompicones, y se ve que ha recibido una paliza de aquí te espero, y el oso levanta los brazos y grita: «¡Está bien! ¡Soy un conejo! ¡Soy un conejo!»

O'Leary, Haytham, Moody y Wydrzynski soltaron una carcajada. El capitán Stein trató de no sonreír. Jack Koenig no sonreía, y, por lo tanto, tampoco lo hacía Alan Parker. Tampoco el señor Harris parecía muy regocijado. Kate… bueno, creo que Kate se estaba acostumbrando a mí.

– Gracias, señor Corey -dijo el capitán Stein-. Siento habérselo preguntado.

David Stein puso término a la reunión con unas palabras de aliento.

– Si ese bastardo vuelve a golpear en el área metropolitana de Nueva York, la mayoría de los que estamos aquí deberíamos ir pensando en llamar a la oficina de pensiones. Se levanta la sesión.

CAPÍTULO 37

El lunes a las seis de la mañana sonó el teléfono. Asad Jalil descolgó, y oyó una voz que decía:

– Buenos días.

Jalil empezó a contestar pero la voz continuó hablando, sin interrumpirse, y Jalil comprendió que se trataba de un mensaje grabado.

– Son las seis de la mañana -dijo la voz-, hora a la que ha pedido usted que se le despierte. La temperatura rebasará hoy los veinticinco grados centígrados, con cielo despejado y posibilidad de algún chubasco pasajero al anochecer. Que pase un feliz día, y gracias por elegir Sheraton.

Jalil colgó el teléfono, y acudieron a su mente las palabras Yob vas. Se levantó y llevó las dos Glock al cuarto de baño. Se afeitó, se cepilló los dientes, utilizó el retrete y se duchó. Luego retocó el color gris del pelo y se lo peinó a raya, utilizando el secador del hotel.

Al igual que en Europa, en Estados Unidos había muchos lujos, muchas voces grabadas, colchones blandos, agua caliente con sólo abrir un grifo y habitaciones sin insectos ni roedores. Una civilización como aquélla no podía producir buenos soldados de infantería, pensó, y por eso era por lo que los americanos habían reinventado el arte militar. La guerra se limitaba ahora a pulsar botones. Bombas y misiles guiados por láser. Guerra cobarde, como la que habían practicado en su país.

El hombre a quien iba a ver hoy, Paul Grey, era un viejo ejecutor de cobardes bombardeos y ahora se había convertido en un experto en aquel juego de matanzas por control remoto, y también en un acomodado mercader de muerte. Pronto sería un muerto mercader de muerte.

Jalil entró en el cuarto de baño, se postró en el suelo de cara a La Meca y rezó sus oraciones de la mañana. Cuando hubo terminado las oraciones prescritas, rogó:

– Dios me dé hoy la vida de Paul Grey, y la vida de Paul Satherwaite mañana. Que Dios me ayude en mi misión y bendiga esta yihad con la victoria.

Se incorporó y se puso el chaleco antibalas, camisa y ropa interior limpias y un traje gris.

Abrió la guía telefónica de Jacksonville por la sección en que se le había dicho que mirase: «Aviones Chárter, servicios de alquiler.» Apuntó varios números de teléfono en un trozo de papel y se lo guardó en el bolsillo.

Por debajo de la puerta le habían deslizado un sobre que contenía su factura y una hoja de papel en la que se le informaba de que tenía el periódico al otro lado de la puerta. Atisbo por la mirilla y, al no ver a nadie, descorrió el pestillo y abrió la puerta. Había un periódico sobre la esterilla. Lo cogió y luego cerró la puerta y volvió a echar el cerrojo.

Se situó junto a la lámpara de mesa y miró la primera página. Allí, mirándolo, había dos fotografías suyas en color, una de frente y otra de perfil. El pie decía: «Se busca: Asad Jalil, libio, unos treinta años de edad, estatura 1,80, habla inglés, árabe, algo de francés, italiano y alemán. Armado y peligroso.»

Jalil llevó el periódico al cuarto de baño y lo sostuvo al lado izquierdo de su cara delante del espejo. Se puso las gafas bifocales y miró por la parte no graduada de los cristales. Fue desplazando los ojos de las fotografías a su rostro y viceversa. Adoptó diversas expresiones faciales; luego se apartó un paso del espejo y volvió ligeramente la cabeza a un lado para poder verse el perfil en el espejo de tamaño natural.

Dejó el periódico, cerró los ojos y creó mentalmente una imagen de sí mismo y de las fotografías. El único rasgo que destacaba en su mente era su nariz fina y ganchuda. En cierta ocasión se lo había mencionado a Boris.

– En Norteamérica hay muchos tipos raciales -le había dicho Boris-. En ciertas áreas urbanas, hay norteamericanos capaces de distinguir entre un vietnamita y un camboyano, por ejemplo, o entre un filipino y un mexicano. Pero cuando la persona es de la región mediterránea, entonces hasta el observador más astuto tropieza con dificultades. Tú podrías ser israelí, egipcio, siciliano, griego, sardo, maltes, español o quizá incluso libio.

Boris, que apestaba a vodka aquel día, había reído su propia gracia y añadió:

– El mar Mediterráneo comunicaba entre sí todo el mundo antiguo, no separaba a las personas, como hoy, y se follaba mucho antes de que llegasen Cristo y Mahoma. -Boris rió de nuevo y agregó-: Que la paz sea con ellos.

Jalil recordaba perfectamente que habría matado a Boris allí mismo y en el acto si Malik no hubiera estado presente. Malik estaba detrás de Boris y había sacudido la cabeza al tiempo que hacía un gesto de cortarse el cuello.

Boris no lo vio pero debió de darse cuenta de lo que Malik estaba haciendo, porque dijo:

– Oh, sí, he blasfemado otra vez. Que Alá, Mahoma, Jesús y Abraham me perdonen. Mi único dios es el vodka. Mis santos y mis profetas son los marcos alemanes, los francos suizos y los dólares. El único templo en que entro es la vagina de una mujer. Mi único sacramento es la jodienda. Que Dios me ayude.

Tras lo cual, Boris rompió a llorar como una mujer y salió de la estancia.

En otra ocasión, Boris le había dicho a Asad:

– Protégete del sol durante un mes antes de ir a Estados Unidos. Lávate la cara y las manos con jabón decolorante. En Norteamérica, cuanto más pálido, mejor. Además, cuando el sol te oscurece la piel se te vuelven más visibles las cicatrices que tienes en la cara. ¿Dónde te hiciste esas cicatrices?

Jalil respondió la verdad.

– Una mujer.

Boris se echó a reír y le dio una palmada a Jalil en la espalda.

– Vaya con mi santo amigo. Te acercaste a una mujer lo bastante como para que te arañase la cara. ¿Te la tiraste?

En un raro momento de sinceridad, porque Malik no estaba presente, Jalil respondió:

– Sí.

– ¿Y te arañó antes o después de tirártela?

– Después.

Boris se había dejado caer en una silla, riéndose de tal manera que apenas si podía hablar.

– No siempre te arañan la cara después de tirártelas -dijo finalmente-. Mira mi cara. Prueba otra vez. Puede que la próxima te vaya mejor.

Boris continuaba riéndose todavía cuando Jalil se le acercó y, poniéndole los labios junto al oído, le dijo:

– Después de que me arañase, la estrangulé con mis propias manos.

Boris había dejado de reír, y sus miradas se cruzaron.

– Estoy seguro de que lo hiciste -dijo Boris-. Estoy seguro.

Jalil abrió los ojos y se miró en el espejo del cuarto de baño del Sheraton Motor Inn. Las cicatrices que le había hecho Bahira no eran tan visibles, y su nariz ganchuda quizá no resultaba un rasgo tan característico ahora que llevaba gafas y bigote.

En cualquier caso, no tenía más remedio que seguir adelante, con la confianza de que Alá cegara a sus enemigos y de que sus enemigos se cegaran a sí mismos por su propia estupidez, y por la incapacidad americana para centrar la atención en algo durante más de unos segundos.

Jalil llevó de nuevo el periódico a la mesa y, todavía de pie, leyó la noticia de primera plana.

Su inglés hablado era bueno pero su capacidad para leer ese difícil idioma no lo era tanto. Las letras latinas lo desorientaban, la ortografía parecía carente de toda lógica, la fonética de las agrupaciones de letras, tales como «ght» y «ough» no proporcionaban ninguna pista sobre su pronunciación, y el lenguaje de los periodistas parecía no tener la menor relación con el lenguaje hablado.

Leyó trabajosamente el texto y logró entender que el gobierno norteamericano había admitido que se había producido un ataque terrorista. Se daban algunos detalles pero no -pensó Jalil-, los datos más interesantes ni los hechos más embarazosos.

Había toda una página con la relación de los trescientos siete pasajeros muertos, y una lista separada con los tripulantes. Entre todos aquellos nombres faltaba el de un pasajero llamado Yusef Haddad.

Los nombres de las personas a las que él había matado personalmente estaban recogidos bajo el título «Muertos en acto de servicio».

Jalil observó que sus acompañantes, a los que conocía solamente como Philip y Peter, se apellidaban Hundry y Gorman. Figuraban también como «Muertos en acto de servicio», al igual que un hombre y una mujer identificados como agentes federales, que Jalil ignoraba que estuviesen a bordo.

Pensó por un momento en sus dos acompañantes. Se habían mostrado corteses, incluso solícitos. Se habían asegurado de que estuviese cómodo y de que no le faltase nada. Se habían disculpado por las esposas y le habían ofrecido dejarle que se quitara el chaleco antibalas durante el vuelo, oferta que él había declinado.

Pero, a pesar de sus buenos modales, Jalil había detectado un cierto grado de condescendencia en Hundry, que se había identificado como agente del FBI. Hundry se había mostrado no sólo condescendiente, sino a veces despreciativo, y en una o dos ocasiones había manifestado una cierta hostilidad.

El otro, Gorman, no había proporcionado más identificación que su nombre, que dijo que era Peter. Pero Jalil no tenía la menor duda de que era agente de la CÍA. Gorman no había mostrado hostilidad, y, de hecho, parecía tratar a Asad Jalil como a un igual, quizá como a un colega de servicios de inteligencia.

Hundry y Gorman se habían turnado en el asiento situado junto a su prisionero, o su desertor, como ellos lo llamaban.

Cuando Peter Gorman se sentó a su lado, Jalil aprovechó la ocasión para revelarle sus actividades en Europa. Al principio, Gorman había manifestado incredulidad, para finalmente mostrarse impresionado.

– Una de dos: o es usted un buen mentiroso o un asesino excelente -le había dicho-. Averiguaremos cuál de las dos cosas es.

– Soy las dos cosas, y ustedes jamás descubrirán qué es mentira y qué es verdad -había replicado Jalil.

– No apueste por ello -dijo Gorman.

Después, los dos agentes conversaron en voz baja unos minutos y a continuación Hundry se sentó a su lado. Hundry trató de hacer que Jalil le contara lo que le había dicho a Gorman, pero Jalil sólo habló con él del islam, de su cultura y de su país.

Jalil sonrió al pensar en aquel jueguecito que lo había mantenido entretenido durante el vuelo. Finalmente, hasta los dos agentes lo encontraron divertido y se lo tomaron con humor. Pero se daban perfecta cuenta de que estaban en presencia de alguien a quien no se debía tratar con condescendencia.

Y finalmente, en el momento en que Yusef Haddad entró en el lavabo, que era la señal convenida para que Jalil solicitase permiso para utilizarlo, éste le dijo a Gorman:

– Maté al coronel Hambrecht en Inglaterra como primera parte de mi misión.

– ¿Qué misión? -preguntó Gorman.

– Mi misión de matar a todos los pilotos americanos supervivientes que participaron en la incursión aérea sobre Al Azziziyah el 15 de abril de 1986. -Y añadió-: Toda mi familia murió en el ataque.

Gorman había permanecido un rato en silencio.

– Lamento lo de su familia -dijo finalmente, y agregó-: Creía que los nombres de esos pilotos estaban clasificados como materia de alto secreto.

– Así es -había replicado Jalil-. Pero los altos secretos se pueden revelar… sólo que cuestan más dinero.

Entonces Gorman había dicho algo que incluso ahora turbaba a Jalil.

– Yo también tengo un secreto para usted, señor Jalil. Tiene que ver con sus padres, y con otros asuntos personales.

Aun a su pesar, Jalil mordió el cebo.

– ¿De qué se trata? -preguntó.

– Lo sabrá en Nueva York. Después de que nos haya dicho lo que nosotros queremos saber.

Yusef Haddad había salido del lavabo, y no había un minuto que perder. Jalil solicitó permiso para ir al lavabo. Pocos minutos después, Peter Gorman se llevaba a la tumba su secreto y el secreto de Jalil.

Jalil escrutó de nuevo el periódico pero había pocas cosas de interés, fuera de la recompensa de un millón de dólares, que no le pareció mucho dinero, habida cuenta de todas las personas que había matado. De hecho, constituía casi un insulto a las familias de los muertos y, ciertamente, un insulto personal a él mismo.

Tiró el periódico a la papelera, cogió su maletín, atisbo de nuevo por la mirilla y se fue directamente a su coche.

Montó, puso el motor en marcha, salió del parking del Sheraton Motor Inn y se incorporó al tráfico de la autopista.

Eran las siete y media de la mañana, el cielo estaba despejado y el tráfico era escaso.

Condujo hacia una zona comercial dominada por un enorme supermercado llamado Winn-Dixie. En Trípoli le habían dicho que de ordinario se podían encontrar teléfonos públicos en los surtidores de gasolina o cerca de los supermercados, y a veces también en las oficinas de Correos, como ocurría en Libia y en Europa. Pero la oficina de Correos era un lugar que debía evitar. Vio una fila de teléfonos en la pared del supermercado, cerca de las puertas de acceso, y estacionó el coche en el casi desierto parking. Encontró varias monedas en el maletín, se metió en el bolsillo una de las pistolas, bajó del coche y se dirigió a uno de los teléfonos.

Miró los números que había anotado y marcó el primero.

– Servicios Aéreos Alpha -dijo la voz de una mujer.

– Quisiera alquilar un avión con piloto que me lleve a Daytona Beach -dijo.

– Sí, señor. ¿Cuándo quiere ir?

– Tengo una cita a las nueve y media en Daytona Beach.

– ¿Dónde se encuentra usted ahora?

– Le estoy llamando desde el aeropuerto de Jacksonville.

– Muy bien, debe venir aquí lo antes posible. Estamos en el aeropuerto municipal Craig. ¿Sabe dónde está?

– No, pero tomaré un taxi.

– Muy bien. ¿Cuántos pasajeros, señor?

– Yo, solamente.

– Muy bien… ¿y será viaje de ida y vuelta?

– Sí, pero la espera será corta.

– De acuerdo… No puedo darle el precio exacto pero vienen a ser unos trescientos dólares ida y vuelta, más el tiempo de espera. Las tasas de aterrizaje o aparcamiento no están incluidas.

– Sí, está bien.

– ¿Su nombre, señor?

– Demitrious Poulos. -Se lo deletreó.

– Muy bien, señor Poulos, cuando llegue al Craig, dígale al taxista que estamos al final de la fila de hangares del lado norte del campo. ¿De acuerdo? Hay un letrero grande. Servicios Aéreos Alpha. Pregunte a cualquiera.

– Gracias. Que tenga un buen día.

– Lo mismo le digo.

Colgó.

En Trípoli le habían asegurado que alquilar un avión con piloto en Estados Unidos era más fácil que alquilar un automóvil. Para un automóvil necesitabas una tarjeta de crédito, carnet de conducir y debías tener una determinada edad. En cambio, para un avión pilotado no te hacían más preguntas que si estuvieras tomando un taxi. Boris le había dicho: «Lo que los americanos llaman Aviación General -vuelos, privados- no está sometido a un rígido control gubernamental como ocurre en Libia o en mi país. No necesitas identificación. Yo mismo lo he hecho muchas veces. En este tipo de cosas el dinero es mejor que una tarjeta de crédito. Pueden ahorrarse impuestos si pagas en metálico, y su contabilidad de los pagos al contado no es tan meticulosa.»

Jalil asintió para sus adentros. Su viaje se estaba volviendo menos difícil. Introdujo una moneda en el teléfono y marcó un número que había memorizado.

– Software de Simulación Grey -contestó una voz-. Aquí Paul Grey.

– Señor Grey, soy el coronel Itzak Hurok, de la embajada israelí -respondió Jalil.

– Oh, sí, estaba esperando su llamada.

– ¿Le ha hablado alguien de Washington?

– Sí, desde luego. Dijeron que a las nueve y media. ¿Dónde está usted ahora?

– En Jacksonville. Acabo de aterrizar.

– Oh, bueno, necesitará unas dos horas y media para llegar aquí.

– Hay un avión privado esperándome en el aeropuerto municipal, y tengo entendido que vive usted en un aeropuerto.

– Bueno, podríamos decirlo así -rió Paul Grey-. Se llama una comunidad de acceso por aire. Spruce Creek, en las afueras de Dayton Beach. Escuche, coronel, tengo una idea. ¿Por qué no voy yo a Craig en mi avión a recogerlo? Reúnase conmigo en el vestíbulo. Es menos de una hora de vuelo. Puedo despegar antes de diez minutos. Y luego le puedo llevar directamente al aeropuerto internacional de Jacksonville a tiempo para que tome el avión de vuelta a Washington. ¿Qué le parece?

Jalil no había previsto aquello y tuvo que pensar rápidamente.

– Ya he apalabrado un coche para que me lleve al aeropuerto municipal -dijo finalmente-, y mi embajada ha contratado y pagado por anticipado un avión. En cualquier caso, tengo órdenes de no aceptar favores. Ya me entiende.

– Por supuesto que lo entiendo. Pero tiene que tomarse una cerveza fría cuando llegue aquí.

– Lo estoy deseando.

– Muy bien. Asegúrese de que el piloto tiene la información que necesita para aterrizar en Spruce Creek. Si hay algún problema, llámeme antes de despegar.

– Lo haré.

– Y cuando aterrice llámeme desde la estación de servicio y mantenimiento, en el centro del aeropuerto, y me acercaré con el cochecito de golf a recogerlo. ¿De acuerdo?

– Gracias. Como le dijo mi colega -añadió-, tengo que hacer la visita con total discreción.

– ¿Qué? Oh, sí. Claro. Estoy solo.

– Excelente.

– Le tengo preparada una demostración espléndida -dijo Paul Grey.

Yo también, capitán Grey.

– Estoy deseando verla.

Jalil colgó y montó en el Mercury. Programó el navegador por satélite para el aeropuerto municipal Craig y enfiló la carretera.

Tomó hacia el este desde el lado norte de Jacksonville, siguió las instrucciones del navegador y al cabo de veinte minutos llegaba a las proximidades del aeropuerto.

Como le dijeron en Trípoli, no había guardias en la puerta, y entró sin detenerse, siguiendo la carretera que conducía a los edificios situados en torno a la torre de control.

El sol relumbraba allí con fuerza, como en Libia, pensó, y la tierra era lisa y de una monotonía sólo interrumpida por algunos bosquecillos de pinos.

Los edificios eran, en su mayoría, hangares pero había una pequeña terminal y una agencia de coches de alquiler. Vio un letrero que decía «Guardia Aérea Nacional de Florida». Sonaba a algo militar y le produjo una cierta inquietud. No se había dado cuenta de que cada uno de los Estados tenía sus propias fuerzas militares. Pero pensó que quizá estaba interpretando equivocadamente el letrero. Boris le había dicho: «En Estados Unidos hay muchos letreros cuyo significado no entienden ni los propios norteamericanos. Si interpretas mal un rótulo y cometes una infracción, no te asustes, no intentes huir y no mates a nadie. Simplemente, discúlpate y explica que la señal no estaba clara, o que no la viste. Incluso la policía aceptará esa explicación. Los únicos letreros que los norteamericanos ven y entienden son los que dicen Venta, Gratis o Sexo. Una vez vi una señal de carretera en Arizona que decía "Sexo gratis. Velocidad máxima, cuarenta millas por hora." ¿Entiendes?»

Jalil no entendía, y Boris tuvo que explicárselo.

De todos modos, Jalil evitó la zona señalada como «Guardia Aérea Nacional» y pronto vio el gran cartel que decía: «Servicios Aéreos Alpha.»

Observó también que había muchas placas de matrícula de diferentes colores en el aparcamiento situado junto a la agencia de alquiler de coches, por lo que su placa de Nueva York no llamaba la atención.

Introdujo el Mercury en un espacio libre a poca distancia de donde necesitaba ir, cogió el maletín que contenía la segunda Glock y los cargadores de repuesto, bajó del coche, lo cerró con llave y echó a andar en dirección a Alpha.

Había mucha humedad, la luz era muy intensa, y comprendió que podría llevar gafas de sol, como hacía mucha gente. Pero en Trípoli le habían dicho que muchos norteamericanos consideraban una grosería llevar gafas de sol mientras se hablaba con otra persona. En el Sur, sin embargo, la policía llevaba gafas de sol cuando hablaba contigo, le había dicho Boris, y lo hacían adrede, no por grosería, sino como una demostración de poder y masculinidad. Jalil le había pedido a Boris que le aclarara eso, pero el propio Boris tuvo que admitir que no entendía los matices.

Jalil paseó la vista por el aeropuerto, protegiéndose los ojos con la mano. La mayoría de los aparatos que veía eran pequeños aviones de hélice de uno o dos motores y un buen número de reactores de tamaño medio, muchos de los cuales llevaban pintados los nombres de lo que parecían ser empresas.

Un pequeño avión estaba despegando en una pista, a lo lejos, y varios otros rodaban lentamente por las calzadas laterales. Había mucho ruido de motores a su alrededor, y en el aire inmóvil flotaba un fuerte olor a petróleo.

Asad Jalil se dirigió a la puerta de cristales de Servicios Aéreos Alpha, la abrió y entró. Una bocanada de aire helado le golpeó el rostro, haciéndole contener el aliento.

Al otro lado de un largo mostrador, una mujer corpulenta de mediana edad se levantó de la mesa y dijo:

– Buenos días. ¿Puedo ayudarlo en algo?

– Sí. Me llamo Demitrious Poulos, y he llamado…

– Sí, señor. Ha hablado conmigo. ¿Cómo quiere pagar este vuelo, señor?

– En metálico.

– Muy bien, ¿por qué no me da quinientos dólares ahora y arreglamos cuentas a la vuelta?

– Sí. -Jalil contó quinientos dólares, y la mujer le dio un recibo.

– Tome asiento, señor, y llamaré al piloto -dijo ella.

Jalil se sentó en la zona de recepción de la pequeña oficina. Había más silencio allí, pero el aire era demasiado frío.

La mujer estaba al teléfono. Jalil reparó en los dos periódicos que reposaban en la mesita baja que tenía delante. Uno era el Florida Times Union que había visto en el hotel. El otro se llamaba USA Today. Los dos mostraban en la primera página su fotografía en color. Cogió el USA Today y leyó el artículo, mirando al mismo tiempo a la mujer, cuya cabeza podía ver al otro lado del mostrador.

Estaba totalmente dispuesto a matarla a ella o al piloto, o a cualquiera en cuyos ojos o en cuya cara percibiese la menor señal de haberlo reconocido.

El artículo del USA Today era menos claro, si cabía, que el del otro periódico, aunque las palabras eran más sencillas. Había un pequeño mapa en color que mostraba la ruta seguida por el vuelo 175 de Trans-Continental desde París hasta Nueva York. Jalil se preguntó por qué era aquello importante o necesario.

Pocos minutos después se abrió una puerta lateral y entró en la oficina una mujer esbelta de unos veintitantos años. Llevaba un pantalón caqui, una camisa cerrada y unas gafas de sol. Tenía el pelo rubio y corto, y al principio Jalil creyó que era un chico; luego se dio cuenta de su error. De hecho, no carecía de atractivo.

La mujer se dirigió hacia él.

– ¿Señor Poulos?

– Sí. -Jalil se puso en pie, dobló el periódico de modo que su foto no quedara a la vista y lo dejó sobre el otro periódico.

La mujer se quitó las gafas de sol, y se miraron a los ojos.

La mujer sonrió, salvando con ello su propia vida y la vida de la mujer del otro lado del mostrador.

– Hola. Soy Stacy Moll -le dijo-. Hoy seré su piloto.

Jalil quedó sin habla un momento, luego inclinó la cabeza y advirtió que la mujer tenía la mano extendida hacia él. Se la estrechó, esperando que ella no viera el rubor que sentía en la cara.

Ella le soltó la mano.

– ¿Tiene algún equipaje, aparte de ese maletín? -le preguntó.

– No. Eso es todo.

– Muy bien. ¿Tiene que utilizar el lavabo?

– Oh… no…

– Bien. ¿Fuma usted?

– No.

– Entonces necesito atizarme una dosis antes. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior y encendió uno con una cerilla de madera-. Será sólo un minuto. ¿Quiere una chocolatina o algo? -Dio una calada mientras hablaba-. ¿Gafas de sol? Tenemos varias ahí. Vienen bien cuando se está volando.

Jalil volvió la vista hacia el mostrador y vio una serie de gafas de sol en una vitrina. Las examinó y cogió un par, cuya etiqueta indicaba 24,95 dólares. Jalil no podía entender la forma que tenían los americanos de fijar los precios, a los que siempre les faltaban unos pocos centavos para hacer una cantidad redonda en dólares. Se quitó las gafas bifocales, se puso las de sol y se miró en el espejito sujeto a la vitrina. Sonrió.

– Sí, me llevaré éstas.

– Deme veinticinco, y cuidaré de Florida en su nombre -dijo la mujer del mostrador.

Jalil no tenía ni idea de qué estaba hablando pero sacó de la cartera dos billetes de veinte dólares y se los dio.

– Déjeme las gafas para quitarles la etiqueta -le dijo ella después de devolverle el cambio.

Él titubeó, pero no vio cómo podría negarse. Se quitó las gafas pero ella no lo miró mientras cortaba el hilo de plástico que sujetaba la etiqueta del precio. Se las devolvió, y él se las puso rápidamente, sin dejar de mirarla a la cara.

– Bueno, ya he tomado mi dosis -dijo la piloto.

Jalil se volvió hacia ella y vio que había cogido su maletín.

– Yo llevaré eso -dijo.

– Ni hablar. Es mi trabajo. Usted es el cliente. ¿Listo?

A Jalil le habían dicho que tenían que presentar un plan de vuelo, pero la piloto ya estaba en la puerta. Echó a andar hacia ella.

– Que tenga un buen vuelo -le deseó la mujer del mostrador.

– Gracias. Que tenga un buen día.

La piloto sostuvo abierta la puerta para que pasara, y salieron al calor y a la brillante luz del exterior. Las gafas de sol le facilitaban la visión.

– Sígame -dijo ella.

Caminó detrás de la piloto en dirección a un pequeño avión estacionado cerca de la oficina.

– ¿De dónde es usted? -preguntó ella-. ¿De Rusia?

– De Grecia.

– ¿Sí? Creía que Demitrious era ruso.

– Demitri es ruso. Demitrious es griego.

– No parece usted ruso.

– No. Poulos, de Atenas.

– ¿Ha llegado en avión a Jacksonville?

– Sí, al aeropuerto internacional de Jacksonville.

– ¿Directo desde Atenas?

– No. Desde Atenas a Washington.

– Ya. Oiga, ¿no tiene calor con ese traje? Quítese la corbata y la chaqueta.

– Estoy bien así. Hace mucho más calor en el sitio de donde vengo.

– ¿En serio?

– Déjeme llevar el maletín.

– No se preocupe.

Llegaron hasta el avión, y la mujer preguntó:

– ¿Necesita el maletín o lo pongo en el compartimento de pasajeros?

– Lo necesito. -Y añadió-: Hay delicadas terracotas en su interior…

– ¿Qué ha dicho que hay?

– Jarrones antiguos. Soy comerciante de antigüedades.

– ¿De veras? Muy bien, procuraré no sentarme encima. -Se echó a reír y depositó suavemente el maletín sobre el asfalto.

Jalil miró la avioneta azul y blanca.

– Bueno, para su información -dijo Stacy Moll-, éste es un Piper Cherokee. Lo utilizo principalmente para dar clases de vuelo pero también hago cortos vuelos chárter con él. Oiga, ¿le importa tener como piloto a una mujer?

– No, estoy seguro de que es usted competente.

– Soy más que competente. Soy magnífica.

Él asintió con la cabeza pero notó que volvía a ruborizarse. Se preguntó si habría una forma de matar a aquella desvergonzada mujer sin poner en peligro sus planes futuros. Malik le había dicho: «Tal vez tengas deseo de matar, más que necesidad de hacerlo. Recuerda, el león no tiene deseo de matar, sólo necesidad de matar. Con cada muerte hay un riesgo. Con cada riesgo, el peligro aumenta. Mata a quien debas pero nunca mates por diversión ni por ira.»

– Eh, le sientan bien las gafas de sol -le dijo la mujer.

Él movió la cabeza.

– Gracias.

– El avión está listo para despegar. Le he hecho una revisión completa. ¿Vamos?

– Vamos.

– ¿Le pone nervioso volar?

Jalil sintió el impulso de decirle que había llegado a Estados Unidos en un avión con dos pilotos muertos, pero se limitó a observar:

– He volado bastante.

– Estupendo. -Saltó al ala derecha, abrió la puerta del Pi-per y extendió la mano-. Deme el maletín.

Se lo entregó, y ella lo colocó en el asiento posterior. Luego extendió la mano hacia él y dijo:

– Ponga el pie izquierdo en ese escalón y agárrese al asidero del fuselaje. -Señaló una especie de asa que sobresalía por encima de la ventanilla derecha-. Tengo que entrar yo primero… ésta es la única puerta, luego pase usted detrás de mí. -Se introdujo en el avión.

Jalil subió al ala, como ella le había dicho, y luego se acomodó en el asiento delantero derecho. Se volvió y la miró. Sus rostros estaban a sólo unos centímetros de distancia, y ella le sonrió.

– ¿Está cómodo?

– Sí.

Se volvió a medias, cogió el maletín y se lo puso sobre las rodillas.

Ella se sujetó el cinturón y le dijo que hiciera lo mismo. Jalil consiguió sujetárselo sin soltar el maletín.

– ¿Quiere llevar encima su maletín?

– Sólo hasta que hayamos despegado.

– ¿Necesita una píldora o algo?

Necesito estar cerca de mis armas hasta que hayamos salido sanos y salvos de aquí.

– Los jarrones son delicados. Permítame una pregunta… ¿No tenemos que presentar un plan de vuelo? ¿O ya se ha presentado?

Ella señaló hacia afuera por la ventanilla.

– El cielo está completamente despejado -respondió-. No necesitamos plan de vuelo.

Le entregó un casco de auriculares con micrófono, y él se lo puso. Ella se ajustó también el suyo.

– Llamando a Demitrious. ¿Qué tal me oye, Demitrious?

Él carraspeó.

– La oigo bien.

– Yo también. Esto es mejor que andar gritando por encima del ruido del motor. Oiga, ¿puedo llamarlo Demitrious?

– Sí.

– Yo soy Stacy.

– Sí.

Stacy se colocó las gafas de sol, puso en marcha el motor, y el avión empezó a rodar.

– Hoy vamos a utilizar la pista Catorce. Cielo despejado durante todo el trayecto hasta Daytona Beach, sin turbulencias conocidas, buen viento sur y el mejor piloto de toda Florida a los mandos.

Él asintió con la cabeza.

Stacy se detuvo al extremo de la pista Catorce, extendió el brazo por delante de Jalil para cerrar la portezuela y echar el seguro, hizo una comprobación del motor y luego dijo por radio:

– Piper Uno-Cinco Whisky, listo para despegar.

– Despegue autorizado, Uno-Cinco Whisky -respondió la torre de control.

Stacy Moll aceleró el motor, soltó el freno, y comenzaron a rodar por la pista. A los veinte segundos, el avión se elevó y comenzó a ganar altura.

Hizo girar el Piper treinta grados a la derecha, en un rumbo de ciento setenta grados, casi en dirección sur, y luego pulsó varios botones del panel, al tiempo que explicaba a Jalil:

– Esto es la radio de navegación mediante el satélite de po-sicionamiento global. ¿Sabe cómo funciona?

– Sí. Tengo uno en mi coche. En Grecia.

Ella se echó a reír.

– Estupendo. Queda a su cargo el GPS, Demitrious.

– ¿Sí?

– Era broma. Oiga, ¿quiere que cierre el pico o prefiere compañía?

– Me encantaría tener compañía -se encontró diciendo a sí mismo.

– Estupendo. Pero si hablo demasiado, dígamelo.

Él asintió con la cabeza.

– Nuestro tiempo de vuelo hasta el aeropuerto de Daytona Beach es de entre cuarenta y cincuenta minutos -dijo ella-. Quizá menos.

– En realidad no es al aeropuerto de Daytona Beach adonde quiero ir.

Ella lo miró.

– ¿Adonde quiere ir exactamente?

– Es un sitio llamado Spruce Creek. ¿Lo conoce?

– Desde luego. Una comunidad muy selecta y elegante. Re-programaré el sistema. -Pulsó varios botones de la consola.

– Lamento haber dado lugar a confusión.

– No hay ningún problema. Resulta más fácil ir allí que al aeropuerto grande, especialmente en un día tan radiante como hoy.

– Muy bien.

Ella se recostó en el asiento y escrutó el panel de control.

– Ochenta y cuatro millas náuticas, tiempo de vuelo cuarenta y un minutos, consumo estimado de combustible, nueve galones y medio. Una perita en dulce.

– No, gracias.

Ella lo miró y se echó a reír.

– No, quiero decir… es una especie de argot. Significa que no hay problemas.

Él asintió con la cabeza.

– Reduciré el argot al mínimo. Si no me entiende, diga: «Stacy, hable en inglés.»

– Sí.

– Muy bien, estamos subiendo a ochocientos metros, justo al este de la base aeronaval de Jacksonville. Puede verla ahí abajo. Eche un vistazo. El otro aeródromo, al oeste, se llamaba campo Cecil, también de la Marina, pero ha sido desafectado. ¿Ve algún caza de reacción por aquí? Casi todos los días hacen sus entrenamientos. Fíjese bien. Lo último que necesito es que un maldito piloto de reactores se me pegue al culo… disculpe mi francés.

– ¿Francés?

– Olvídelo. Oiga, no es asunto mío, pero ¿por qué va usted a Spruce Creek?

– Tengo una cita de negocios allí. Un coleccionista de antigüedades griegas.

– Muy bien. ¿Estará como una hora en tierra?

– Quizá menos. No más, desde luego.

– Tómese todo el tiempo que necesite. Tengo libre todo el día.

– No tardaré mucho.

– ¿Sabe adónde tiene que ir cuando aterricemos?

– Sí. Tengo la información.

– ¿Ha estado alguna vez allí? ¿En Spruce Creek?

– No.

– Es un sitio muy selecto. Eso significa gente con demasiado dinero. Bueno, no todos nadan en la opulencia pero hay mucho presuntuoso entre ellos. Montones de médicos, abogados y hombres de negocios que creen que saben pilotar. Pero también hay muchos pilotos de líneas aéreas comerciales… en activo y retirados. Saben manejar los aparatos grandes pero a veces se estrellan con sus avionetas deportivas. Lo siento, se supone que no debo hablar de accidentes aéreos con los clientes. -Rió de nuevo.

Jalil sonrió.

– De todos modos -continuó ella-, en Spruce Creek también hay unos cuantos militares retirados. De esos que se las dan de muy machos, ya sabe. Quiero decir que creen que son un obsequio de Dios para las mujeres. ¿Entiende?

– Sí.

– Eh, el tipo que va a visitar no se llamará Jim Marcus, ¿verdad?

– No.

– ¡Uf! Bueno, yo salí una temporada con ese idiota. Estuvo en la Marina y ahora es piloto de US Airways. Mi padre era piloto militar de reactores. Me decía que nunca saliera con un piloto. Buen consejo. Bueno, el caso es que si no vuelvo a ver nunca a ese hijo de perra, mejor. De acuerdo, ya está bien de hablar de mis problemas. Ahí abajo, a la izquierda…, ahora no puede verlo, pero lo verá a la vuelta, está San Agustín, el poblado más antiguo de Estados Unidos. Poblado europeo, quiero decir. Los indios estuvieron aquí primero, ¿no?

– ¿Tienen mucho dinero los pilotos retirados en Estados Unidos? -preguntó Jalil.

– Bueno… depende. Les queda una buena pensión si han reunido suficiente tiempo de servicio y han logrado una graduación alta. Como coronel quizá…, o sea, capitán en la Marina. Les va muy bien si han sabido ahorrar un poco y no han derrochado toda la paga. Muchos de ellos se ponen a trabajar para alguna empresa relacionada con su profesión, ¿comprende? Como una compañía privada que fabrique piezas de armas para aviones militares. Tienen contactos y se encargan de las relaciones públicas. Algunos vuelan para compañías privadas. Contratan a tipos que han pertenecido al ejército. Tíos muy machos y muy amigotes entre ellos. Los jefes quieren a alguien que haya bombardeado a algunos pobres infelices. Luego cuentan a todos sus amigos… pues mi piloto es el coronel Smith, que achicharró a bombazos a los yugoslavos, o los iraquíes, ya sabe.

– O a los libios.

– Nosotros nunca hemos bombardeado a los libios, ¿no?

– Creo que sí. Hace muchos años.

– ¿Sí? No lo recuerdo. Tenemos que dejar de hacer eso. Es algo que le enfurece a la gente.

– Sí.

El Piper continuó hacia el sur.

– Acabamos de pasar por Palatka -dijo Stacy Moll-. Bien, si mira a la derecha, verá la zona de prácticas de la Marina. ¿Ve esa extensión arrasada? No podemos acercarnos más porque es espacio aéreo de acceso restringido. Pero puede ver las zonas de los blancos de tiro. ¡Eh, hoy están bombardeando! ¿Ha visto a ese tío lanzarse en picado y elevarse inmediatamente en vertical? ¡Jo! Hace un año que no veía nada igual. Esté atento a los grandes ases. Generalmente llegan a gran altura y sueltan su carga allá arriba, pero a veces practican pasadas rasantes, como cuando tienen que eludir el radar enemigo. Entonces hay que estar al tanto. ¡Eh, mire! ¿Ve eso? Ahí viene otro en vuelo rasante. Jo. ¿Ve algún avión?

El corazón le palpitaba violentamente a Asad Jalil. Cerró los ojos y a través de la negrura vio el ardiente penacho rojo del reactor atacante lanzándose sobre él, la mancha borrosa del aparato recortándose sobre el resplandor de Trípoli. El caza ya no estaba más que a un metro de su cara, o quizá era así como lo recordaba con el paso del tiempo. El caza se había elevado bruscamente en el aire, e instantes después estallaron cuatro ensordecedoras explosiones, y el mundo quedó destruido a su alrededor.

– ¿Demetrious? ¿Demetrious? ¿Se encuentra bien?

Se dio cuenta de que tenía la cara hundida entre las manos y el sudor le bañaba la piel. La mujer le estaba sacudiendo por los hombros.

Bajó las manos, cogió aire y dijo:

– Sí. Estoy bien.

– ¿Seguro? Si tiene ganas de devolver, tengo a mano una bolsa de plástico.

– Estoy bien. Gracias.

– ¿Quiere un poco de agua? Tengo agua detrás.

Él negó con la cabeza.

– Ya estoy bien.

– Vale.

Continuaron volando en dirección sur sobre los campos de Florida. Al cabo de unos minutos, Jalil dijo:

– Ya me siento mucho mejor.

– ¿Sí? Quizá no deba mirar abajo. El vértigo, ya sabe. ¿Cómo se dice vértigo en griego?

– Igual. Vértigo.

– ¿En serio? Eso quiere decir que yo hablo griego.

Él la miró, y ella le sostuvo la mirada.

– Era broma -dijo ella.

– Naturalmente. -Si hablaras griego, sabrías que yo no lo hablo.

– Allá a la derecha… no mire, está Daytona Beach. Se ven los grandes hoteles de la playa. No mire. ¿Qué tal la tripa?

– Bien.

– Estupendo. Vamos a empezar el descenso. Puede que resulte un poco movido.

El Piper descendió hacia los trescientos metros, y cuanto más bajaban más turbulencias encontraban.

– ¿Qué tal vamos? -preguntó Stacy Moll.

– Muy bien.

– Estupendo. No habrá muchas más sacudidas. Son sólo las turbulencias debidas a la baja altura.

Sintonizó una frecuencia en su radio y pulsó tres veces el transmisor. Una voz femenina de autómata dijo:

– Informe meteorológico del aeropuerto de Spruce Creek, viento en ciento noventa grados a nueve nudos, altímetro tres-cero-dos-cuatro.

Stacy Moll cambió la frecuencia y transmitió:

– Tráfico de Spruce Creek, Piper Uno-Cinco Whisky está a dos millas al oeste, entrando a favor de viento por pista Dos-Tres.

– ¿Con quién habla? -preguntó Jalil.

– Sólo estoy anunciando nuestra posición a otro avión que podría estar en la zona. Pero no veo a nadie, y nadie dice nada por la radio. Así que vamos a entrar derechos. -Añadió-: No hay torre en Spruce Creek, que está a seis millas al sur del internacional de Daytona Beach. Voy a mantenerme a baja altura y al oeste de Daytona, para poder esquivar su radar y no tener que hablar con ellos. ¿Comprende?

Él asintió con la cabeza.

– ¿De modo que… no hay… constancia de nuestra llegada?

– No. ¿Por qué lo pregunta?

– En mi país se lleva un registro de todos los aviones.

– Éste es un aeródromo privado. -Inició un lento viraje-. Es una comunidad con servicio de seguridad en la entrada. Ya sabe, si llega en coche, el nazi de la puerta lo registrará de arriba abajo a menos que lo avale uno de los residentes. Aun así, no dejarán de observarlo detenidamente y de someterlo a un auténtico tercer grado.

Jalil asintió con la cabeza. Ya lo sabía, y por eso llegaba en avión.

Stacy Moll continuó:

– Yo solía venir de vez en cuando aquí en coche a ver al señor Maravilloso, y al idiota de él a veces se le olvidaba avisar al nazi de mi llegada. Qué menos que acordarse de que yo llegaba, ¿no? Bueno, pues por eso venía en avión siempre que podía. Porque es que ya puedes ser un asesino sanguinario, que si tienes un avión nadie te pone la menor pega. Quizá deberían instalar cañones antiaéreos. Y exigir una contraseña para la voz automatizada. ¿Amigo o enemigo? Si no tienes la contraseña, abren fuego y te borran del mapa. -Rió-. Algún día voy a arrojar una bomba en la maldita casa del señor Maravilloso. Quizá en medio de su piscina mientras se baña en cueros. A él y a la nueva. ¡Hombres! Me sacan de quicio. No puedes vivir con ellos, no puedes vivir sin ellos. ¿Está usted casado?

– No.

– ¿Ve aquel club de campo? Campo de golf, pistas de tenis, hangares privados al lado mismo de algunas de las casas, piscinas… Estos tíos saben cuidarse. ¿Ve aquella casa grande amarilla? Mire. Ésa es de un famoso actor de cine al que le gusta pilotar su propio reactor. Apuesto a que no les cae nada bien a los hombres de por aquí, pero estoy seguro de que a las mujeres, sí. ¿Ve esa casa blanca con la piscina? Es de un magnate inmobiliario de Nueva York que posee un birreactor Citation. Estuve con él una vez. Buena persona. Es judío. A los hombres les cae probablemente tan bien como el actor. Estoy buscando otra casa… de un tipo llamado… no me acuerdo ahora de su nombre, pero es piloto de US Airways, ha escrito un par de novelas de aviación… no recuerdo los títulos… era amigo del señor Maravilloso. Quería sacarme en uno de sus libros. ¿Qué me costaba eso a mí? ¡Uf! Hombres.

Jalil contempló la sucesión de mansiones que se extendían allá abajo, las palmeras, las piscinas, los verdes céspedes y los aviones estacionados junto a algunas de las casas. El hombre que tal vez había asesinado a su familia estaba allí abajo, esperándolo con una sonrisa y una cerveza. Jalil casi podía sentir el sabor de su sangre.

– Bien, todo el mundo en silencio durante los próximos segundos -dijo Stacy.

El Piper se aproximó a una pista señalada con el número 23, disminuyó el ruido del motor, la pista pareció elevarse, y el avión tocó tierra con suavidad.

– Un aterrizaje excelente. -Rió, y redujo rápidamente la velocidad accionando los frenos de las ruedas-. La semana pasada tuve un aterrizaje un tanto agitado con fuerte viento de través, y el listillo del cliente me preguntó: «¿Hemos aterrizado o nos han derribado?»

Rió de nuevo.

Se detuvieron junto a la calzada de rodaje central, y salieron de la pista.

– ¿Dónde está el hombre que lo espera?

– En su casa. Vive junto a una de las calzadas de rodaje.

– ¿Ah, sí? Un tipo con pasta. ¿Sabe adónde ir?

Jalil sacó del maletín una hoja de papel en la que había un plano hecho por ordenador en el que decía: «Plano obsequio. Spruce Creek. Florida.»

Stacy lo cogió y echó un vistazo.

– Muy bien… ¿cuál es la dirección del hombre?

– Es la calzada Yankee. Al final.

– Eso no queda lejos de donde vive señor Maravilloso. Bien, haremos como si fuésemos en taxi.

Extendió el brazo por delante de su pasajero, abrió la puerta para ventilar la carlinga, en la que ya comenzaba a hacer demasiado calor, y luego miró el plano que tenía sobre el regazo y empezó a conducir el Piper por las calzadas.

– Bien, aquí está el área de aprovisionamiento de combustible y los hangares de mantenimiento de Spruce Creek Aviation… aquí está Beech Boulevard… -Pasó a una ancha carretera de cemento y añadió-: Algunos de estos sitios son calzadas sólo para aviones, otros sólo para vehículos y otros son para aviones y vehículos. Como si yo quisiera compartir carretera con el todoterreno de algún idiota. Esté al tanto por si se ve algún cochecito de golf. Los jugadores de golf son más estúpidos aún que los dueños de los todoterrenos. Bueno… ahí está el Cessna Boulevard… qué bien elegidos los nombres, ¿verdad?

Torció a la izquierda por Cessna, luego a la derecha por la calzada Tango y seguidamente a la izquierda por Tango Este. Se quitó las gafas de sol y dijo:

– Mire esas casas.

Era lo que estaba haciendo Jalil. A ambos lados se alineaban las traseras de lujosas mansiones con acceso por la pista, con grandes hangares privados, piscinas cercadas y palmeras que le recordaban a su patria.

– Aquí hay muchas palmeras, pero no he visto ninguna en Jacksonville -dijo.

– Oh, no crecen aquí de forma natural. Estos idiotas las traen del sur de Florida. Esto es el norte de Florida pero piensan que necesitan tener palmeras a su alrededor. Me sorprende que no tengan flamencos atados en el jardín.

Jalil no respondió pero pensó de nuevo en Paul Grey, con quien iba a reunirse al cabo de unos minutos. Realmente, aquel asesino había ido al Paraíso antes de morir, mientras Jalil vivía en el infierno. No tardaría en invertirse la situación.

– Bueno, aquí está la calzada Mike… -anunció Stacy Moll. Hizo girar el Piper a la derecha, por la estrecha franja de asfalto.

Varios de los hangares tenían las puertas abiertas, y Jalil observó que había muchos tipos de aviones… pequeños aparatos monomotores, como el que ocupaba en aquellos momentos, extraños aviones con una ala encima de otra y reactores de tamaño mediano.

– ¿Tienen alguna finalidad militar estos aviones? -preguntó.

Ella se echó a reír.

– No, son los juguetes de estos chicos, ¿comprende? Yo vuelo para ganarme la vida. La mayoría de estos payasos sólo vuelan por diversión o para impresionar a sus amigos. Por cierto, estoy aprendiendo a tripular reactores. Es muy caro, pero hay un tipo que me lo paga… quiere que pilote el reactor de su empresa. Ya sabe, como le he dicho, algunos peces gordos quieren pilotos militares, pero otros prefieren… como un juguete dentro del juguete. ¿Lo pilla?

– ¿Perdón?

– ¿De dónde es usted?

– De Grecia.

– ¿Sí? Yo creía que los millonarios griegos… bueno, ya hemos llegado. Calzada Yankee.

Viró a la derecha, y la calzada terminó en una superficie de cemento que conducía a un amplio hangar. En la pared de éste había un pequeño letrero que decía: «Paul Grey.»

El hangar estaba abierto, y en su interior se veía un avión bimotor, un Mercedes Benz descapotable, una escalera que llevaba a un sobrado y un carro de golf.

– Este tío tiene todos los juguetes -dijo Stacy Moll-. Ése es un Beech Barón, modelo del 58, y parece bastante nuevo. Vale un dineral. ¿Va a venderle algo?

– Sí. Los jarrones.

– ¿Sí? ¿Son caros?

– Mucho.

– Estupendo. El hombre tiene pasta. Dinero. Por cierto, ¿está casado este tío?

– No.

– Pregúntele si necesita un copiloto. -Se echó a reír.

Apagó el motor del Piper.

– Tiene que salir usted primero, a menos que quiera que le pase por encima. -Rió-. Tómeselo con calma. Yo le sostendré el maletín. -Se lo cogió de encima de las rodillas.

Jalil salió del avión a la sección antideslizante del ala. Stacy Moll le entregó el maletín, y él lo puso encima del ala y saltó sobre el cemento. Luego se volvió y cogió el maletín.

Stacy lo siguió y saltó también desde el ala, pero perdió el equilibrio y trastabilló hacia adelante. Tropezó con Jalil y se le agarró al hombro para recuperar el equilibrio. A Asad Jalil se le cayeron las gafas y su rostro quedó a menos de quince centímetros del de Stacy Moll. Ella lo miró a los ojos, y él le sostuvo la mirada.

Finalmente, ella sonrió y dijo:

– Disculpe.

Jalil se agachó, recogió las gafas de sol y se las puso.

Ella sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos y encendió uno.

– Esperaré aquí, en el hangar, a la sombra. Voy a servirme algo de su frigorífico y utilizaré el baño del hangar. Todos tienen lavabos y frigoríficos. A veces, cocinas y despensas. Así, cuando la criada se larga no tienen que ir muy lejos. -Rió-. Dígale a este tipo que voy a coger una Coca-Cola. Le dejaré un dólar.

– Sí.

– Hombre, el señor Maravilloso vive cerca de aquí. Igual me acerco a saludarlo.

– Tal vez deba quedarse aquí -respondió Jalil, y añadió-: No tardaré mucho.

– Claro. Sólo estaba bromeando. Probablemente le atascaría la tubería de combustible si no lo encontraba en casa.

Jalil se volvió hacia el camino de cemento que conducía al edificio.

– Buena suerte -le dijo ella desde atrás-. Estrújelo bien. Hágale pagar con sangre.

Jalil volvió la cabeza.

– ¿Perdón?

– Significa que le haga pagar mucho.

– Sí. Le haré pagar con sangre.

Siguió el sendero por entre los matorrales hasta llegar a una puerta de tela metálica que daba a una piscina cercada. Empujó la puerta y la abrió. Entró en la zona de la piscina y se fijó en las tumbonas, un mostradorcito para bebidas y un flotador en el agua.

Había otra puerta, y se dirigió hacia ella. Dentro, se veía una amplia cocina. Miró su reloj y vio que eran las nueve y diez.

Pulsó el botón del timbre y esperó. Cantaban los pájaros en los árboles cercanos, alguna criatura emitía una especie de graznido y una avioneta describía círculos en lo alto.

Al cabo de un minuto, un hombre vestido con pantalones marrones y camisa azul se acercó a la puerta y lo miró a través del cristal.

Jalil sonrió.

El hombre abrió la puerta y preguntó:

– ¿Coronel Hurok?

– Sí. ¿Capitán Grey?

– En efecto. Pero sólo señor Grey. Llámeme Paul. Adelante.

Asad Jalil entró en la amplia cocina del señor Paul Grey. La casa tenía aire acondicionado pero no hacía excesivo frío.

– ¿Puedo coger ese maletín? -preguntó Paul Grey.

– No hace falta.

Paul Grey miró el reloj de la pared y observó:

– Se ha adelantado usted un poco pero no es problema. Estoy listo.

– Magnífico.

– ¿Cómo ha encontrado la casa?

– Indiqué a mi piloto que utilizara las calzadas.

– Oh… ¿cómo sabía qué calzadas utilizar?

– Señor Grey, hay poco que mi organización no conozca acerca de usted. Por eso estoy aquí. Usted ha sido elegido.

– Bueno. Me parece bien. ¿Le apetece una cerveza?

– Sólo agua, por favor.

Jalil observó a Paul Grey mientras sacaba del frigorífico una jarra de zumo y una botella de plástico de agua mineral y cogía luego dos vasos de un armario. Paul Grey no era alto pero parecía hallarse en excelentes condiciones físicas. Tenía la piel tan oscura como la de un beréber y, al igual que el general Waycliff, tenía el pelo gris, pero su rostro no era el de un viejo.

– ¿Dónde está su piloto? -preguntó Paul Grey.

– Ha dicho que se quedaba en su hangar para estar protegida del sol. Preguntaba si podía utilizar el lavabo y coger alguna bebida.

– Desde luego. No hay ningún problema. ¿Ha venido con una mujer piloto?

– Sí.

– Tal vez quiera entrar a ver esta demostración. Es impresionante.

– No. Como he dicho, debemos ser discretos.

– Claro, lo siento.

– Le he dicho que yo era un griego que venía a venderle a usted jarrones antiguos -dijo Jalil, levantando el maletín y sonriendo.

Paul Grey sonrió también.

– Buena tapadera -comentó-. Supongo que podría usted pasar por griego.

– ¿Por qué no?

Grey dio a Jalil un vaso de agua mineral.

– Vaso, no -dijo Jalil. Y explicó-: Soy kosher. No se ofenda, pero no puedo utilizar objetos no kosher. Lo siento.

– No hay ningún problema. -Grey tomó otra botella de plástico de agua mineral y se la tendió a su visitante.

Jalil la cogió y dijo:

– Padezco también una afección ocular que me obliga a llevar estas gafas.

Grey levantó su vaso de zumo de naranja.

– Bien venido, coronel Hurok.

Entrechocaron vaso y botella y bebieron.

– Bien, vamos a mi sala de guerra, coronel, y podemos empezar -dijo Grey.

Jalil siguió a Paul Grey por las estancias, irregularmente dispuestas, de la mansión.

– Una casa muy bonita -comentó.

– Gracias. Tuve la suerte de comprarla durante una leve inflexión bajista del mercado…, sólo tuve que pagar el doble de lo que vale. -Rió.

Entraron en una amplia habitación, y Paul Grey cerró la pequeña puerta corrediza a su espalda.

– Nadie nos molestará aquí.

– ¿Hay alguien en la casa?

– La señora de la limpieza solamente. No vendrá a esta habituación.

Jalil paseó la vista por la amplia estancia, que parecía una combinación de sala de estar y oficina. Todo parecía caro, la gruesa alfombra, el mobiliario de madera, los aparatos electrónicos dispuestos contra la pared del fondo. Vio cuatro pantallas de ordenador, con teclados y otros controles delante de cada una.

– Permita que le lleve el maletín -dijo Paul Grey.

– Lo pondré con el agua -respondió Jalil.

Paul Grey indicó una mesita baja sobre la que había un periódico. Ambos depositaron sus bebidas sobre ella, y Jalil dejó el maletín en el suelo.

– ¿Le importa que eche un vistazo por la sala? -preguntó.

– En absoluto.

Jalil se acercó a una pared de la que colgaban fotografías y cuadros de muchos aviones diferentes, incluida una pintura realista de un reactor F-l 11, que Jalil observó con detenimiento.

– Encargué ese cuadro a partir de una fotografía -dijo Paul Grey-. Piloté aviones F-l 11 durante muchos años.

– Sí, lo sé.

Paul Grey no respondió.

Jalil examinó una pared en la que se mostraban numerosas citaciones, cartas de elogio y un cuadro enmarcado y protegido por una lámina de cristal en el que estaban prendidas nueve medallas militares.

– Recibí muchas de esas medallas por mi participación en la guerra del Golfo -dijo Grey-. Pero supongo que también sabe eso.

– Sí. Y mi gobierno aprecia los servicios prestados por usted a nuestra causa.

Jalil se acercó a una estantería sobre la que reposaban libros y maquetas en plástico de diversos aviones. Paul Grey se situó junto a él y cogió uno de los libros.

– Mire, éste le gustará. Fue escrito por el general Gideon Shaudar. Me lo firmó de su puño y letra.

Jalil cogió el libro, que tenía un caza en la portada, y vio que estaba en hebreo.

– Mire la dedicatoria -dijo Paul Grey.

Asad Jalil abrió el libro por atrás, que, como sabía, era el principio del libro en hebreo, lo mismo que en árabe, y vio que la dedicatoria estaba en inglés, pero había también caracteres hebreos que no podía leer.

– Por fin alguien que puede traducirme el hebreo -dijo Grey.

– En realidad se trata de un proverbio árabe muy popular también entre los israelíes -comentó Jalil-. «El enemigo de mi enemigo es mi amigo.» -Jalil devolvió el libro a Grey y observó-: Muy apropiado.

Paul Grey colocó el libro en el estante.

– Sentémonos un momento antes de empezar -dijo, al tiempo que hacía a Jalil una seña en dirección a una silla tapizada situada junto a la mesita. Jalil tomó asiento, y Paul Grey se sentó frente a él.

Paul Grey tomó un sorbo de su zumo de naranja. Jalil bebió un trago de su botella de agua.

– Le ruego que comprenda, coronel, que la demostración de software que voy a presentarle podría considerarse material clasificado -dijo Grey-. Pero, a mi modo de ver, puedo mostrársela a un representante de un gobierno amigo. No obstante, si se trata de comprarlo, necesitaremos autorización.

– Lo comprendo. Mis hombres ya están trabajando en ello. -Y añadió-: Agradezco las medidas de seguridad. No querríamos que este software cayese en manos de… digamos, nuestros mutuos enemigos. -Sonrió.

Paul Grey correspondió a la sonrisa.

– Si se refiere a ciertas naciones de Oriente Medio, dudo de que pudieran darle ningún uso práctico a esto. Para serle sincero, coronel, esa gente es completamente estúpida.

Jalil sonrió de nuevo.

– Nunca subestime a un enemigo -dijo.

– Procuro no hacerlo pero si hubiera estado usted en mi carlinga en el Golfo, habría creído que volaba contra una pandilla de esparcidores de pesticida. Eso no contribuye precisamente a aumentar mi prestigio, pero estoy hablando con un profesional, así que seré franco.

– Como ya le han dicho mis colegas -respondió Jalil-, aunque soy el agregado aéreo de la embajada, lo cierto es que carezco de experiencia en aviones de combate. Mi ámbito de conocimientos se circunscribe al entrenamiento y las operaciones, de modo que no puedo deleitarlo con heroicos relatos bélicos.

Grey asintió con la cabeza.

Jalil miró unos instantes a su anfitrión. Habría podido matarlo en el mismo instante en que abrió la puerta de la cocina, o en cualquier momento posterior, pero el homicidio carecería de sentido sin algún detalle agradable. Malik le había dicho: «Todos los miembros de la familia de los felinos juegan con sus presas antes de matarlas. Tómate tu tiempo. Saborea el momento. No volverá a presentarse.»

– ¿Ha leído lo que se ha revelado sobre el vuelo Uno-Siete-Cinco? -preguntó Jalil, señalando con la cabeza el periódico que estaba sobre la mesita.

Grey volvió la vista hacia el periódico.

– Sí… van a rodar varias cabezas por eso. Quiero decir que ¿cómo diablos hicieron semejante cosa esos libios? Una bomba a bordo es una cosa pero… ¿gas? Y luego el tipo escapa y mata a un montón de agentes federales. Yo veo en este asunto la mano de Muammar al-Gadafi.

– ¿Sí? Quizá. Lástima que la bomba que usted lanzó sobre su residencia de Al Azziziyah no lo matase.

Paul Grey tardó unos segundos en responder.

– Yo no intervine en aquella misión coronel -dijo-, y si sus servicios de inteligencia creen otra cosa se equivocan.

Asad Jalil levantó la mano en gesto conciliador.

– No, no, capitán. No me refería a usted personalmente. Me refería a la Fuerza Aérea americana.

– Oh… disculpe.

– Sin embargo -continuó Jalil-, si estuvo usted en aquella misión, lo felicito y le doy las gracias en nombre del pueblo israelí.

Paul Grey permaneció inexpresivo. Luego se puso en pie y dijo:

– ¿Por qué no nos acercamos ahí a echar un vistazo?

Jalil se levantó, cogió su maletín y siguió a Paul Grey hasta el fondo de la sala, donde había dos sillones de cuero giratorios instalados delante de dos pantallas.

– En primer lugar -dijo Paul Grey-, le presentaré una demostración del software, utilizando solamente este joystick y el teclado. Después pasaremos a esos otros dos sillones, donde entraremos en el mundo de la realidad virtual.

Se dirigió a los dos asientos más sofisticados, que no tenían delante ninguna pantalla de televisión.

– Aquí utilizamos diseño y simulación por ordenador para permitir a una persona interactuar con un escenario tridimensional artificial y otros entornos sensoriales. ¿Está usted familiarizado con este tipo de cosas?

Jalil no respondió.

Paul Grey titubeó un momento y luego continuó:

– Las aplicaciones de realidad virtual sumergen al usuario en un entorno generado por ordenador que simula la realidad a través de la utilización de artilugios interactivos que envían y reciben información. Estos artilugios son, generalmente, gafas, cascos, guantes o incluso trajes especiales. Tengo aquí dos cascos con una pantalla estereoscópica para cada ojo en la que se pueden ver imágenes animadas de un entorno simulado. La ilusión de estar allí, telepresencia, se logra por medio de sensores de movimiento que captan los movimientos del usuario y ajustan consiguientemente la visión en las pantallas, de ordinario en tiempo real.

Paul Grey miró a su potencial cliente pero no pudo ver signo alguno de comprensión ni de incomprensión tras las gafas de sol.

– Como ve -continuó-, he instalado una carlinga genérica de cazabombardero, con sus pedales de timón, válvulas, palanca de mando, lanzadores de bombas, etcétera. Como usted no tiene experiencia en cazas de combate, no podrá tripular este aparato, pero puede experimentar lo que es un bombardeo con sólo ponerse el casco estereoscópico mientras yo manejo los mandos.

Asad Jalil miró los complicados mecanismos y adminículos que le rodeaban.

– Sí, en nuestra Fuerza Aérea tenemos instrumentos similares -dijo.

– Lo sé. Pero el software que se ha desarrollado recientemente va muchos años por delante del que existía hasta ahora. Sentémonos delante de los monitores, y le presentaré una rápida panorámica antes de pasar a la realidad virtual.

Volvieron al otro extremo de la sala, y Paul Grey indicó uno de los dos sillones giratorios de cuero situados a ambos lados de una consola, cada uno de ellos con un teclado delante. Jalil se sentó.

– Éstos son asientos de un viejo F-l 11 a los que adapté una base giratoria. Sólo para ambientarnos -declaró Paul Grey, todavía de pie.

– No son muy cómodos.

– No, no lo son. Una vez volé… he volado largas distancias en estos asientos. ¿Quiere que le cuelgue la chaqueta?

– No, gracias. No estoy acostumbrado al aire acondicionado.

– Tal vez quiera quitarse las gafas de sol cuando apague las luces de la sala.

– Sí.

Paul Grey se sentó en el asiento contiguo al de Jalil, cogió un mando a distancia que había sobre la consola, pulsó dos botones y las luces se debilitaron al tiempo que unas gruesas cortinas se corrían ante las amplias ventanas. Jalil se quitó las gafas de sol. Permanecieron en silencio durante un instante en la oscuridad, observando a su alrededor los destellos de los aparatos electrónicos.

Se intensificó el brillo de la pantalla de imagen y mostró la carlinga y el parabrisas de un moderno cazarreactor de ataque.

– Esto es la carlinga del F-l6 -dijo Grey-, pero en esta simulación se pueden utilizar otros aviones. Ustedes tienen varios de ellos en su arsenal. La primera simulación que voy a mostrarle es una misión de bombardeo aéreo. Los pilotos de caza que pasan diez o quince horas con este software relativamente barato llevan muchas horas de ventaja a otro que siga un programa de entrenamiento en vuelo. Esto puede ahorrar millones de dólares por piloto.

La vista que se divisaba a través del parabrisas de la simulada carlinga cambió súbitamente de un cielo azul a un horizonte verde.

– Estoy utilizando este joystick con unos cuantos controles adicionales del teclado, pero el software se puede accionar con los controles reales de los modernos aviones de ataque americanos situados en un simulador terrestre de realidad virtual, como veremos luego -explicó Grey.

– Muy interesante.

– Bien, los objetivos programados en el software son principalmente objetivos imaginarios, de tipo genérico, puentes, aeródromos, baterías antiaéreas y rampas de misiles… pueden dispararle a uno… -Se echó a reír y continuó-: Pero yo tengo ya preprogramados varios objetivos reales, y se pueden programar otros si se ha realizado un previo reconocimiento aéreo o se han tomado fotos desde un satélite.

– Comprendo.

– Bien. Tomemos un puente.

La vista a través del parabrisas generado por ordenador cambió de un horizonte monótono a colinas y valles generados por ordenador, por los que discurría un río. A lo lejos, acercándose rápidamente, había un puente sobre el que se veía una simulada columna de tanques y camiones en movimiento.

– Atento -dijo Grey.

Desapareció el horizonte, y volvió a verse el cielo azul al elevarse en el aire el reactor simulado. En la carlinga, una pantalla de radar llenó ahora la zona visual derecha, y Grey dijo con rapidez:

– Esto es lo que absorbería ahora la atención del piloto. ¿Ve la imagen de radar del puente? El ordenador la ha aislado completamente del resto de elementos del paisaje. ¿Ve la retícula del visor? Ya. Lanzamiento… una, dos, tres, cuatro…

La pantalla situada delante de Jalil mostró una vista aérea en primer plano del puente simulado con la columna blindada cruzándolo. Cuatro enormes explosiones brotaron, ensordecedoras, de los altavoces, al tiempo que el puente y los vehículos se desintegraban en una bola de fuego. El puente empezó a desplomarse, y unos cuantos vehículos cayeron al vacío. Luego, la simulación se detuvo.

– No quería programar más detalles de sangre y destrucción -declaró Grey-. No quiero que se me acuse de disfrutar con estas cosas.

– Pero debe de proporcionarle cierto placer.

Paul Grey no respondió.

La pantalla quedó en blanco, y la sala, a oscuras.

Los dos hombres permanecieron unos instantes sentados en la oscuridad. Luego Grey dijo:

– La mayoría de los programas no muestran detalles tan gráficos. Generalmente se limitan a comunicar al piloto el número de bombas que han alcanzado el blanco y los daños resultantes. Lo cierto, coronel, es que la guerra no me proporciona ningún placer.

– No estaba en mi ánimo ofenderle.

Aumentó levemente la intensidad de las luces, y Paul Grey volvió la cabeza hacia su visitante.

– ¿Puede mostrarme algún tipo de credencial?

– Desde luego. Pero primero pasemos a los asientos de realidad virtual y destruyamos un objetivo real con mujeres y niños. Quizá… bueno, ¿tiene, por ejemplo, un objetivo libio? ¿Al Azziziyah, concretamente?

Paul Grey se puso en pie e inspiró profundamente.

– ¿Quién diablos es usted?

Asad Jalil se levantó también, con la botella de agua en una mano y la otra mano en el bolsillo de la chaqueta.

– Yo soy, como dijo Dios a Moisés, el que soy. Yo soy el que soy. Qué extraordinaria respuesta a una pregunta estúpida. ¿Quién más podía haber sido, sino Dios? Pero supongo que Moisés no era estúpido, simplemente estaba nervioso. Un hombre nervioso dice: «¿Quién eres?», cuando lo que realmente quiere decir es o bien «espero que seas quien creo que eres» o bien «espero que no seas quien creo que eres». De modo que, ¿quién cree usted que soy, si no soy el coronel Itzak Hurok, de la embajada israelí?

Paul Grey no respondió.

– Le daré una pista. Míreme sin las gafas de sol. Imagíneme sin el bigote. ¿Quién soy?

Paul Grey meneó la cabeza.

– No se haga el idiota, capitán. Usted sabe quién soy.

Paul Grey meneó de nuevo la cabeza pero esta vez retrocedió un paso, fijando la vista en la mano que su visitante tenía en el bolsillo.

– Nuestras vidas sé cruzaron una vez -dijo Jalil-, el 15 de abril de 1986. Usted era teniente y se hallaba a los mandos de un avión de ataque F-l 11 procedente de la base aérea de Lakenheath y con nombre en clave Elton treinta y ocho. Yo era un chico de dieciséis años y vivía plácidamente con mi madre, dos hermanos y dos hermanas en un lugar llamado Al Azziziyah. Todos ellos murieron aquella noche. Ahora ya sabe quién soy. Y ¿por qué cree que estoy aquí?

Paul Grey carraspeó.

– Si es usted militar, sabe lo que es la guerra y sabe que es preciso obedecer las órdenes…

– Cállese. Yo no soy militar pero soy un luchador islámico por la libertad. De hecho, fueron usted y sus colegas asesinos quienes hicieron de mí lo que soy. Y ahora he venido a su hermoso hogar para vengar a los pobres mártires de Al Azziziyah y a toda Libia. -Sacó la pistola del bolsillo y apuntó a Grey.

Los ojos de Paul Grey escrutaron la sala, buscando una forma de escapar.

– Míreme, capitán Grey -dijo Jalil-. Míreme a mí. Yo soy la realidad. No su estúpida y exangüe realidad virtual. Yo soy la realidad en carne y hueso. Yo reacciono.

Los ojos de Paul Grey volvieron a posarse en Jalil. Éste continuó:

– Me llamo Asad Jalil, y puede llevarse ese conocimiento consigo al infierno.

– Escuche… señor Jalil… -Lo miró fijamente, y a sus ojos asomó una chispa de comprensión.

– Sí -dijo Jalil-, yo soy ese Asad Jalil que llegó en el vuelo Uno-Siete-Cinco. El hombre que su gobierno está buscando. Deberían haber buscado aquí, o en casa del difunto general Waycliff y su difunta esposa.

– Oh, Dios mío…

– O en casa del señor Satherwaite, a quien visitaré a continuación, o en la del señor Wiggins, o del señor McCoy, o del coronel Callum. Pero me alegra ver que ni usted ni ellos han llegado a tales conclusiones.

– ¿Cómo sabía usted…?

– Todos los secretos están en venta. Sus compatriotas de Washington lo delataron por dinero.

– No.

– ¿No? Entonces quizá fue el difunto coronel Hambrecht, su compañero de escuadrilla, quien lo vendió.

– Usted… no… no…

– Sí, yo lo maté. Con un hacha. Usted no sufrirá tanto dolor físico como él, sólo dolor mental mientras permanece ahí, contemplando sus pecados y su castigo.

Paul Grey no respondió.

– Le tiemblan las rodillas, capitán. Puede descargar la vejiga si lo desea. No me ofenderé.

Paul Grey inspiró profundamente.

– Escuche, su información está equivocada -dijo finalmente-. Yo no participé en aquella misión. Yo… ;

– Oh. Entonces perdone. Me voy.

Sonrió y luego inclinó la botella de agua y la vació sobre la alfombra.

Paul Grey miró el agua que salpicaba en el suelo y volvió a posar los ojos en Asad Jalil, con expresión de desconcierto.

Jalil tenía la Glock junto al cuerpo, con el cañón metido en el cuello de la botella de plástico.

Grey vio el fondo de la botella apuntando hacia él, advirtió luego que Jalil sostenía la pistola introducida en ella y comprendió lo que aquello significaba. Extendió las manos en ademán protector.

– ¡No!

Jalil hizo un solo disparo a través de la botella, que alcanzó a Paul Grey en el abdomen.

Grey se dobló sobre sí mismo y retrocedió tambaleándose hasta caer de rodillas. Se agarraba el abdomen con las dos manos, tratando de contener el chorro de sangre. Luego bajó la vista y vio que la sangre se le escurría entre los dedos. Miró a Jalil, que avanzaba hacia él.

– Basta… no…

Jalil apuntó la Glock con el improvisado silenciador y dijo:

– No puedo dedicarle más tiempo. Es usted completamente estúpido.

Disparó a Grey en la frente, lo cual provocó la salida de masa cerebral por la parte posterior de la cabeza. Se volvió antes de que Paul Grey cayera al suelo y recogió los dos casquillos al tiempo que oía el golpe del cuerpo sobre la alfombra.

Se dirigió a una caja fuerte abierta situada entre dos de las pantallas. Encontró en su interior un montoncito de disquetes de ordenador y se los guardó en el maletín. Luego, extrajo el disquete del ordenador que Paul Grey había estado usando.

– Gracias por la demostración, señor Grey -dijo-. Pero en mi país la guerra no es un videojuego.

Paseó la vista por la sala y vio la agenda de Paul Grey sobre la mesa. Estaba abierta por la página correspondiente a aquel día, y la anotación decía: «Cor. H. 9.30.» Pasó las hojas hasta el 15 de abril y leyó: «Conf. tel. Escuadrilla. Mañana.» Cerró la agenda y la dejó sobre la mesa. Que la policía se pregunte quién es este coronel H. y que crea que ese misterioso coronel ha robado secretos militares a su víctima.

Asad Jalil examinó el fichero giratorio de tarjetas y extrajo las correspondientes a los demás miembros de la escuadrilla, Callum, McCoy, Satherwaite y Wiggins. En cada una de ellas figuraban direcciones, números de teléfono y anotaciones sobre esposas e hijos.

Jalil cogió también la tarjeta del general Terrance y señora Gail Waycliff, antes de Washington, D. C, y ahora residentes en el infierno.

Encontró igualmente la tarjeta de Steven Cox y vio que llevaba en letras rojas la mención «M. E. C», que sabía que significaba muerto en combate. En la tarjeta figuraba el nombre de una mujer, «Linda», y la nota «Vuelta a casar con Charles Dwyer», seguida de una dirección y un número telefónico.

La tarjeta de William Hambrecht contenía una dirección en Inglaterra que había sido tachada y sustituida por una dirección en un lugar llamado Ann Arbor, Michigan, y la anotación «Fallecido» seguida por la fecha en que Jalil lo había matado. Había otro nombre de mujer, «Rose», y los nombres de dos hembras más y un varón con la palabra «Hijos».

Asad Jalil se guardó en el bolsillo todas las tarjetas, pensando que algún día podría hacer uso de aquella información. Le agradaba que Paul Grey llevase tan meticulosamente sus archivos.

Se puso la botella de plástico bajo el brazo y sostuvo la pistola con la otra mano. Se colgó el maletín del hombro y abrió la puerta corrediza. Se oía una aspiradora funcionando en alguna parte. Cerró la puerta y caminó en la dirección del sonido.

Encontró a la mujer de la limpieza en el cuarto de estar, de espaldas a él, y ella no lo oyó acercarse. La aspiradora era muy ruidosa, y de alguna parte llegaba también sonido de música, así que no se molestó en utilizar la botella de plástico, sino que se limitó a ponerle la pistola junto a la nuca mientras la mujer movía la aspiradora a un lado y a otro. Oyó ahora que estaba cantando mientras trabajaba. Apretó el gatillo y ella se desplomó hacia adelante y cayó sobre la alfombra, volcando la aspiradora.

Jalil se guardó la Glock en el bolsillo, metió la botella de plástico en el maletín, enderezó la aspiradora, pero dejando que siguiera funcionando, y recogió el casquillo. Regresó a la cocina y salió por la puerta trasera.

Se puso las gafas de sol y recorrió a la inversa el camino que había seguido antes, por delante de la piscina, cruzando el recinto cercado, a lo largo del sendero entre matorrales, hasta llegar al área abierta del hangar. Observó que el avión en que había llegado estaba de nuevo orientado hacia la calzada.

No vio a su piloto y se dirigió rápidamente al hangar. Miró en el interior pero no vio a nadie. Luego oyó voces que llegaban desde el entrepiso.

Fue hacia la escalera, y se dio cuenta de que las voces procedían de un televisor o de una radio. Había olvidado el nombre de la mujer, así que llamó:

– ¡Hola! ¡Hola!

Cesaron las voces, y Stacy Moll se asomó por la media pared del sobrado y miró hacia abajo.

– ¿Ha terminado?

– He terminado.

– Bajo ahora mismo.

Desapareció, reapareció luego en la escalera y descendió a la planta baja del hangar.

– ¿Listo para partir? -preguntó.

– Sí. Listo.

Salió del hangar, y Jalil la siguió.

– Se podría comer en el suelo de ese hangar -dijo ella-. Ese tío es un retentivo anal. Quizá sea gay. ¿Cree usted que es gay?

– ¿Perdón?

– Déjelo. -Se dirigió hacia el costado derecho del Piper, y él la siguió-. ¿Ha comprado los jarrones?

– Sí.

– Estupendo. Eh, yo quería verlos. ¿Los ha comprado todos?

– Sí.

– Lástima. Bueno, me alegro por usted. ¿Le ha sacado el precio que quería?

– Sí.

– Genial.

Se encaramó al ala y alargó el brazo para coger el maletín de Jalil. Éste se lo tendió.

– No parece mucho más ligero -dijo ella.

– Me ha dado varias botellas de agua para el viaje de vuelta.

Ella abrió la portezuela, puso el maletín en el asiento trasero y dijo:

– Espero que le haya pagado en metálico.

– Desde luego.

Entró en el aparato y se deslizó al asiento izquierdo. Jalil la siguió, se sentó en el asiento derecho de la pequeña carlinga y se sujetó el cinturón. Aun con la portezuela abierta, hacía mucho calor en la carlinga, y Jalil notó que se le estaba cubriendo de sudor la cara.

Ella encendió el motor, salió de la explanada de cemento y enfiló la calzada. Se puso el casco de los auriculares e indicó a Jalil que hiciera lo mismo.

Él no quería escuchar por más tiempo a aquella mujer pero hizo lo que le indicaba. Le llegó su voz por los auriculares:

– He cogido una coca-cola y he dejado un dólar en el frigo. ¿Se lo ha dicho?

– Sí.

– Cuestión de protocolo, ¿comprende? Hay mucho protocolo en la aviación. Uno puede tomar prestado lo que necesite sin tener que pedirlo pero debe dejar una nota. Puede coger una coca-cola pero debe dejar un dólar. ¿A qué se dedica ese Grey?

– A nada.

– ¿De dónde saca su dinero?

– Eso no es asunto mío.

– Claro. Ni mío tampoco.

Continuaron rodando hacia el aeródromo, y, al llegar, Stacy Moll levantó la vista hacia el cataviento y luego llevó el avión hasta la cabecera de la pista Veintitrés. A continuación pasó el brazo por delante de Jalil, cerró y aseguró la puerta.

Comunicó por radio con otro avión, comprobó visualmente el estado del firmamento y aceleró. Soltó el freno, y avanzaron por la pista.

El Piper se elevó en el aire, y, al llegar a los 150 metros de altura, empezó a virar hacia el norte, en dirección de nuevo al aeropuerto municipal de Jacksonville.

Continuaron en vuelo horizontal durante unos minutos y reanudaron luego el ascenso. El Piper se estabilizó en una altitud de crucero de mil metros y una velocidad de 140 nudos.

– Tiempo de vuelo hasta Craig, treinta y ocho minutos más -anunció Stacy Moll.

Jalil no respondió.

Volaron un rato en silencio, luego ella preguntó:

– ¿Adónde va después?

– Tengo un vuelo a Washington a primera hora de la tarde y luego regreso a Atenas.

– ¿Ha hecho todo el camino hasta aquí sólo para esto?

– Sí.

– Caray. Espero que haya valido la pena.

– La ha valido.

– Quizá yo deba meterme también en ese negocio de jarrones griegos.

– Tiene un cierto grado de riesgo.

– ¿Sí? Oh, como… ¿corrió que está prohibido sacar esos jarrones de su país?

– Sería mejor que no hablara usted de este vuelo con nadie. Yo ya he hablado demasiado.

– Pondré punto en boca.

– ¿Perdón?

– Mis labios están sellados. /

– Sí. Muy bien. Volveré dentro de una semana. Me gustaría volver a contratar sus servicios.

– Claro. La próxima vez quédese más tiempo y podemos tomar una copa.

– Me agradaría.

Permanecieron en silencio durante los diez minutos siguientes, y luego ella dijo:

– La próxima vez, llámeme desde el aeropuerto, y alguien pasará a recogerlo. No necesita tomar un taxi.

– Gracias.

– De hecho, si quiere, yo puedo llevarlo al aeropuerto.

– Muy amable por su parte.

– No hay ningún problema. Mándeme un fax o llámeme un día o dos antes de venir, y seguro que estoy disponible. O haga la reserva cuando volvamos a la oficina.

– Lo haré.

– Estupendo. Aquí tiene mi tarjeta. -Sacó una tarjeta de su bolsillo superior y se la dio.

Ella continuó hablando a su pasajero mientras volaban, y él iba dando las respuestas oportunas.

Al comenzar el descenso, él preguntó:

– ¿Se puso en contacto con su amigo en Spruce Creek?

– Verá… Pensé en llamarlo y decirle que estaba a un par de manzanas de distancia… pero luego me dije: Que le den morcilla. No merece que lo llame. Algún día haré un vuelo rasante sobre su casa y le echaré un caimán vivo en la piscina. -Rió-. Conozco un tipo que le hizo eso una vez a su ex novia, pero el bicho cayó en el tejado y murió del impacto. Un caimán desperdiciado.

Jalil sonrió al imaginarse la escena.

Ella advirtió que estaba sonriendo y soltó una risita.

– Muy bueno, ¿verdad?

Se estaban aproximando al aeropuerto municipal Craig, y ella llamó por radio a la torre en petición de instrucciones para el aterrizaje.

Autorizado el aterrizaje por la torre, a los cinco minutos enfilaban la pista y poco después tomaban tierra.

El avión se dirigió rodando a Servicios Aéreos Alpha, y Stacy Moll apagó el motor a veinte metros de la oficina.

Jalil recogió su maletín, y ambos salieron y echaron a andar en dirección al edificio.

– ¿Le ha gustado el vuelo? -preguntó ella.

– Mucho.

– Estupendo. Yo no suelo hablar tanto, pero he disfrutado con su compañía.

– Gracias. Ha sido usted una compañera agradable. Y muy buen piloto.

– Gracias.

Antes de llegar a la oficina, él le dijo:

– ¿Puedo pedirle que no mencione Spruce Creek?

Ella lo miró y respondió:

– Desde luego. No hay problema. Por el mismo precio que Daytona Beach.

– Gracias.

Entraron en la oficina, y la mujer de la mesa se levantó y se acercó al mostrador.

– ¿Ha tenido un buen vuelo?

– Sí, muy bueno -respondió Jalil.

La mujer examinó unos papeles, luego miró el reloj e hizo unas anotaciones.

– Bien, trescientos cincuenta dólares será suficiente. -Contó 150 dólares y se los entregó-. Puede quedarse con el recibo por quinientos -dijo, y sonrió con gesto de complicidad.

Jalil se guardó el dinero en el bolsillo.

– Voy a llevar al señor Poulos al aeropuerto de Jacksonville -dijo Stacy Moll-, a menos que tengas algo para mí.

– No tengo nada, lo siento, cariño.

– Está bien. Me ocuparé del Piper a la vuelta.

– Gracias por utilizar los servicios de Alpha. Llámenos otra vez -dijo la mujer del mostrador dirigiéndose a Jalil.

– ¿Quiere reservar para la semana próxima? -preguntó Stacy a Jalil.

– Sí. Tal día como hoy de la semana que viene a la misma hora. El mismo destino. Daytona Beach.

La mujer tomó nota en una hoja de papel y dijo:

– Cuente con ello.

– Y quiero que el piloto sea esta dama.

– Debe de ser usted un poco masoca -dijo la mujer, sonriendo.

– ¿Perdón?

– Esta chica es capaz de hablar y hablar hasta ponerle la cabeza como un bombo. Muy bien, hasta la semana que viene. Y gracias por llevar al señor Poulos -añadió, dirigiéndose a Stacy Moll.

– No tiene importancia.

Asad Jalil y Stacy Moll salieron al caluroso exterior.

– Mi coche está allí -dijo ella.

Jalil la siguió hasta un pequeño descapotable con la capota levantada. Abrió las puertas con un mando a distancia y preguntó:

– ¿Bajo la capota?

– Déjelo como está.

– Muy bien. Quédese aquí hasta que lo haya refrescado.

Montó, puso el motor en marcha y encendió el acondicionador de aire, esperó un minuto y luego dijo:

– Ya está.

Jalil se instaló en el asiento derecho.

– Póngase el cinturón -ordenó ella-. Es la ley.

Jalil obedeció.

Stacy Moll cerró la puerta, pisó el embrague y condujo en dirección a la salida.

– ¿A qué hora es su vuelo? -preguntó.

– A la una.

– Va bien de tiempo. -Salió del aeropuerto y empezó a acelerar. Dijo-: No conduzco tan bien como piloto.

– Un poco más despacio, por favor.

– Desde luego. -Aminoró la marcha y preguntó-: ¿Le importa que fume?

– En absoluto.

Presionó el encendedor del coche, sacó un cigarrillo del bolsillo y preguntó:

– ¿Quiere uno?

– No, gracias.

– Esto me acabará matando.

– Quizá.

Saltó el encendedor, y Stacy Moll prendió su cigarrillo.

– En Jacksonville hay un excelente restaurante griego, Spiro's. Cuando venga usted la semana próxima, tal vez podamos ir allí -dijo.

– Estaría bien. Arreglaré las cosas para quedarme a pasar la noche.

– Claro. ¿Qué prisa hay? La vida es corta.

– Sí, ciertamente lo es.

– ¿Cómo se llama ese plato de berenjenas? Mu-algo. ¿Mulab? ¿Cómo se llama?

– No sé.

Ella lo miró.

– Tiene que saberlo. Es un plato griego famoso. Mu. Mu-no-sé-qué. Berenjenas fritas en aceite de oliva con queso de cabra.

– Hay muchos platos de provincias de los que nunca he oído hablar -respondió él-. Yo soy ateniense.

– ¿Sí? También el dueño del restaurante.

– Entonces quizá inventa cosas para los gustos americanos e inventa un nombre para sus creaciones.

Stacy Moll se echó a reír.

– No me sorprendería. Eso me pasó a mí una vez en Italia. Jamás habían oído hablar de lo que yo pedía.

Estaban en un tramo de carretera semirrural.

– Me resulta violento decirlo, pero debí haber utilizado el lavabo en su oficina -dijo Jalil.

– Oh, ¿tiene que hacer pis? No es problema. Hay una gasolinera más adelante.

– Quizá aquí, si no le importa. Es un poco urgente.

– Faltaría más. -Se desvió por un camino secundario y paró el coche-. Tranquilo, no miraré.

– Gracias.

Bajó del coche, recorrió unos metros en dirección a unos matorrales y orinó. Metió la mano derecha en el bolsillo, regresó al coche y se detuvo ante la portezuela abierta.

– ¿Se siente mejor? -preguntó ella.

Él no contestó.

– Suba.

Continuó en silencio.

– ¿Se encuentra bien? ¿Demitrious?

Jalil inspiró profundamente y se dio cuenta de que el corazón le latía violentamente.

Stacy Moll se apeó rápidamente, dio la vuelta al coche y lo cogió del brazo.

– Eh, ¿se encuentra bien?

Él la miró.

– Sí… Estoy perfectamente -respondió.

– ¿Quiere un poco de agua? ¿Tiene esa agua en el maletín?

Él inspiró de nuevo y respondió:

– No. Estoy bien. -Forzó una sonrisa y añadió-: Listo para partir.

– Perfecto. Vámonos -dijo ella, sonriendo a su vez.

Ambos subieron al coche, y ella lo llevó de nuevo a la carretera principal.

Asad Jalil permaneció en silencio, tratando de entender por qué no la había matado. Se Conformó con la explicación de que, como había dicho Malik, cada muerte entraña un riesgo, y quizá esta muerte no era necesaria. Había otra razón para no haberla matado pero no quería pensar en ella.

Llegaron al aeropuerto internacional de Jacksonville, y ella se dirigió a la zona de Salidas Internacionales.

– Ya estamos.

– Gracias. ¿Es apropiado que le dé una propina? '

– No. Invíteme a cenar.

– Sí. La semana que viene. -Abrió la puerta y salió.

– Que tenga un buen viaje de regreso -dijo ella-. Hasta la semana que viene.

– Sí.

Sacó el maletín negro del coche, empezó a cerrar la puerta y dijo:

– He disfrutado con su conversación.

– ¿Quiere decir mi monólogo? -Rió-. Hasta la vista, turista.

– ¿Perdón?

– Usted diga: «Hasta más ver, alfiler.»

– Que yo diga…

Stacy Moll se echó a reír.

– Recuerde… cena en Spiro's. Quiero que encargue los platos en griego.

– Sí. Que tenga un buen día. -Cerró la puerta.

– Musaka -dijo ella, bajando la ventanilla.

– ¿Perdón?

– El plato griego. Musaka.

– Sí, claro.

Ella agitó la mano y se alejó. Jalil se quedó mirando el coche hasta que se perdió de vista. Luego, se dirigió a una fila de taxis y tomó el primero.

– ¿Adonde? -preguntó el taxista.

– Aeropuerto municipal Craig.

– Vamos allá.

El taxi lo llevó de nuevo al aeropuerto municipal Craig, y Jalil le indicó al chófer que lo dejase en una agencia de alquiler de coches próxima a su aparcado Mercury. Le pagó, esperó hasta que se hubo ido y se dirigió a su coche.

Montó, puso el motor en marcha y abrió las ventanillas.

Salió del aeropuerto municipal y programó su navegador por satélite para Moncks Corner, Carolina del Sur.

Ahora le haré una visita largo tiempo demorada al teniente William Satherwaite, que me está esperando, pero que no espera morir hoy.

CAPÍTULO 38

A media tarde del lunes trasladé mis cosas al centro de mando provisional, donde me instalé junto con unos cuarenta hombres y mujeres más.

El CMP se halla situado en la gran sala de reuniones que me recordaba la sala del Club Conquistador. En ella había una gran actividad, sonaban los teléfonos, funcionaban los fax, estaban encendidas todas las terminales de ordenador. Yo no estoy lo que se dice familiarizado con las nuevas tecnologías, y mi idea de ellas se circunscribe a Una linterna y un teléfono. Bien, el caso es que Kate y yo teníamos mesas situadas frente a frente en un pequeño cubículo de paredes que llegaban a la altura del pecho, lo cual resultaba acogedor pero también un tanto embarazoso.

De modo que me encontraba instalado y estaba leyendo un montón de informes y transcripciones de interrogatorios, además de la basura que me habían dado en Washington el día anterior. No es ésta la idea que yo tengo de lo que es trabajar en un caso, pero no podía hacer mucho más por el momento. Quiero decir que en un caso normal de homicidio yo estaría en la calle, o en la morgue, o acosando al forense o a sus ayudantes y, en general, haciéndoles la vida imposible a muchas personas para que la mía pudiera ser mejor.

– ¿Has visto esta nota sobre funerales? -me preguntó Kate, levantando la vista de la mesa.

– No.

Miró la hoja que tenía en la mano y me leyó las disposiciones tomadas. Nick Monti estaba siendo velado en un tanatorio de Queens, y su funeral se celebraría el martes. Phil Hundry y Peter Gorman serían enviados a sus ciudades natales, fuera del Estado. Meg Collins, la agente de servicio, iba a ser velada en Nueva Jersey y enterrada el miércoles. Las disposiciones referentes a Andy McGill y Nancy Tate se harían públicas más adelante, y yo supuse que el retraso se debía a la intervención del forense.

He asistido a casi todos los velatorios, entierros y servicios fúnebres de todos con los que he trabajado alguna vez, y jamás me he perdido uno en el que ^a persona hubiera muerto en acto de servicio. Pero ahora no tenía tiempo para los fallecidos.

– Voy a prescindir de velatorios y entierros -le dije a Kate.

Ella meneó la cabeza pero no dijo nada.

Seguimos leyendo, contestando unas cuantas llamadas telefónicas y examinando varios fax. Yo conseguí acceder a mi correo electrónico pero, aparte de algo llamado «Los chistes del lunes», no había nada interesante. Tomábamos café, intercambiábamos ideas y teorías con las personas que nos rodeaban y, en general, permanecíamos ociosos, esperando algo.

La gente que iba entrando en la sala nos miraba a Kate y a mí. Supongo que éramos una especie de pequeñas celebridades en nuestra condición de únicos testigos presenciales del mayor asesinato en masa en toda la historia del país. Testigos presenciales vivos, debería decir.

Jack Koenig entró en la sala y se acercó a nosotros. Se sentó de tal modo que quedó por debajo del tabique separador del cubículo.

– Acabo de recibir de Langley una comunicación de alto secreto -dijo-. A las 18.13 h, hora alemana, un hombre que responde a la descripción de Asad Jalil mató a tiros a un banquero norteamericano en Frankfurt. El pistolero huyó. Pero los cuatro testigos presenciales del hecho lo describieron como persona de aspecto árabe, así que la policía alemana les enseñó la foto de Jalil, y todos lo identificaron.

Por decirlo suavemente, quedé estupefacto. Veía toda mi carrera arrojada por el retrete. Había cometido un error de cálculo, y cuando eso ocurre uno tiene que preguntarse si no habrá perdido todo lo que poseía, fuera lo que fuese.

Miré a Kate y vi que también ella estaba sorprendida. Realmente había creído que Jalil continuaba en los Estados Unidos.

Mis pensamientos volaron más allá de mi dimisión y de mi fiesta de despedida con escasa asistencia. Era una mala forma de terminar. Uno no se recupera profesionalmente fracasando en el caso más importante del mundo. Me puse en pie y le dije a Jack:

– Bueno… ya está… supongo que… quiero decir…

Por primera vez en mi vida me sentía como un perdedor, como un fanfarrón totalmente incompetente, un idiota y un necio.

– Siéntese -dijo suavemente Jack.

– No, me voy de aquí. Lo siento, amigos.

Cogí mi chaqueta y salí al largo corredor, con la mente en blanco y caminando por inercia, como si se tratara de una experiencia extracorporal, como cuando me estaba desangrando en la ambulancia.

Ni siquiera recordaba haber llegado al ascensor, pero allí estaba, esperando a que se abrieran las puertas. Para empeorar las cosas, había perdido un total de treinta dólares, que me había ganado la CÍA.

De pronto, vi que Kate y Jack estaban a mi lado.

– Escuche -dijo Jack-. No se le ocurra decir a nadie una sola palabra de esto.

Yo no podía entender de qué estaba hablando.

– La identificación no es segura -prosiguió-. Así que necesitamos que todo el mundo siga trabajando en este caso como si Jalil continuara aquí. ¿Entendido? Sólo un puñado de personas tienen noticia de esta historia de Frankfurt. Pensé que era mi obligación decírselo a usted, pero ni siquiera Stein está enterado. ¿John? Tiene que guardar esto en secreto.

Asentí con la cabeza.

– Y no puede hacer nada que despierte sospechas. En otras palabras, no puede dimitir.

– Sí puedo.

– No puedes hacer eso, John -intervino Kate-. Tienes que prestar este último servicio. Tienes que continuar como si no hubiera pasado nada.

– No puedo. No sé fingir. ¿Para qué serviría?

– Para no destruir la moral y el entusiasmo de todo el mundo. Mire, no sabemos si ese tipo de Frankfurt era realmente Jalil. -Trató de bromear-: ¿Por qué habría de ir Drácula a Alemania?

Yo no quería que me recordaran mi estúpida analogía de Drácula, pero intenté despejarme la cabeza y pensar racionalmente.

– Quizá era una treta -dije finalmente-. Un doble.

Koenig asintió.

– Exacto. No lo sabemos.

Llegó el ascensor, se abrieron las puertas, pero no entré. De hecho, me di cuenta de que Kate me estaba agarrando del brazo.

– Les ofrezco a los dos la oportunidad de volar esta noche a Frankfurt y reunirse con el equipo norteamericano destacado allí, gente del FBI, la CÍA y de la policía y los servicios secretos alemanes -dijo Koenig-. Creo que deberían ir. -Y añadió-: Yo les acompañaría durante uno o dos días.

No respondí.

– Creo que debemos ir -dijo Kate finalmente-. ¿John?

– Sí… supongo… mejor que estar aquí…

– A las ocho y diez de la tarde sale del JFK un avión de Lufthansa con destino a Frankfurt -indicó Koenig después de consultar su reloj-. Llega mañana por la mañana. Ted nos recibirá en…

– ¿Nash? ¿Nash está allí? Creía que estaba en París.

– Supongo que estaba. Pero en estos momentos se dirige a Frankfurt.

Asentí. Me olía algo raro. /

– Bien -dijo Koenig-, terminemos con esto, y quedamos para no más tarde de las siete en el JFK. Lufthansa, vuelo de las ocho y diez a Frankfurt. Los billetes nos estarán esperando. Preparen equipaje para una larga estancia.

Se volvió y echó a andar de nuevo en dirección al CMP.

Kate permaneció allí unos momentos.

– John, lo que me gusta de ti es tu optimismo -dijo-. No dejas que nada te desmoralice. Ves los problemas como un desafío, no como un…

– No necesito que me den ánimos.

– Está bien.

Caminamos juntos hacia el CMP.

– Es muy amable por parte de Jack enviarnos a Frankfurt. ¿Has estado alguna vez allí? -me preguntó.

– No.

– Yo he estado varias veces. Este viaje podría llevarnos de un lado a otro por toda Europa siguiendo pistas -añadió-. ¿Puedes marcharte tan precipitadamente?

Parecía haber otras preguntas ocultas en esa pregunta, pero me limité a responder:

– No hay ningún problema.

Entramos en el CMP y fuimos a nuestras mesas. Metí unos papeles en mi cartera de mano y guardé otros en los cajones. Quería llamar a Beth Penrose pero pensé que quizá fuese mejor esperar a llegar a casa.

– Voy a casa a hacer la maleta. ¿Sales ahora? -dijo Kate.

– No… puedo hacer la maleta en cinco minutos. Te veré en el JFK.

– Hasta luego.

Dio unos cuantos pasos, luego volvió y acercó su cara a la mía.

– Si Jalil está aquí, tú tenías razón -me dijo-. Si está en Europa, tú estarás allí. ¿De acuerdo?

Noté que varias personas nos miraban.

– Gracias -le dije.

Salió.

Me senté a mi mesa y reflexioné en el giro que habían tomado los acontecimientos, tratando de identificar el olor que acudía a mi nariz. Aunque Jalil hubiera salido del país, ¿por qué y cómo había ido a Europa? Incluso un tipo como él volvería a casa para recibir una palmadita en la espalda. Y cargarse a un banquero no era un golpe demasiado espectacular después de lo que había hecho aquí. Sin embargo…

Me estaba quemando las neuronas con aquella cuestión. Es fácil pasarte de listo cuando lo eres demasiado para tu propio bien.

Quiero decir que el cerebro es una cosa extraordinaria. Es el único órgano cognoscitivo del cuerpo humano, a excepción del pene. Así que me quedé allí sentado y puse mi cerebro a pleno rendimiento. Mi otro órgano controlador estaba diciendo: «Ve a Europa con Kate y acuéstate con ella. En Nueva York no hay nada para ti, John.» Pero los estratos superiores de mi intelecto decían: «Alguien está tratando de librarse de ti.» Claro que no me refiero necesariamente a que alguien intentara llevarme a ultramar para eliminarme. Pero quizá alguien intentaba apartarme de donde estaba la acción. Quizá aquel incidente de Jalil en Frankfurt había sido organizado, ya fuese por los libios o por la CÍA. La verdad es que es muy desconcertante no saber qué es real y qué es inventado, quiénes son tus amigos y quiénes tus enemigos… como Ted Nash.

A veces envidio a la gente con la capacidad mental disminuida. Como mi tío Bertie, que está senil. Puede esconder sus propios huevos de Pascua.

Pero yo no he llegado aún a lo de tío Bertie. Tenía demasiadas sinapsis abriéndose y cerrándose, y las conexiones hervían de información, teorías, posibilidades y sospechas.

Me puse en pie para irme, luego me senté y al cabo de unos instantes me volví a levantar. Esto parecía extraño, así que me dirigí hacia la puerta con la cartera de mano, resuelto a tomar mi decisión antes de salir en dirección al aeropuerto. En aquel momento me inclinaba por ir a Frankfurt.

Llegué a los ascensores, y advertí que Gabriel Haytham venía en mi dirección. Me vio y me indicó que me acercase.

– Creo que tengo uno vivo para ti --me dijo en voz baja.

– ¿Lo que significa…?

– Tengo un tipo en una sala de interrogatorios. Es libio y ha establecido contacto con uno de nuestros equipos de vigilancia…

– ¿Quieres decir que es un voluntario?

– Sí. Exactamente. No tiene problemas anteriores con nosotros ni antecedentes como informante, no está en ninguna lista ni nada parecido. Se llama Fadi Asuad…

– ¿Por qué todos vuestros nombres suenan como si fuesen la alineación de los Knicks?

Gabriel se echó a reír.

– Bueno, pues prueba con el destacamento de Chinatown. Sus nombres parecen el sonido que hace una máquina tragaperras. Escucha, este Asuad es taxista, y tiene un cuñado, otro libio, llamado Gamal Yabbar. Yabbar conduce un taxi también. Todos los árabes conducimos taxis, ¿verdad?

– Verdad.

– Bueno, pues el sábado por la mañana temprano, Gamal Yabbar llama a su cuñado, Fadi Asuad, y le dice que va a estar ocupado todo el día, que tiene que recoger un cliente especial en el JFK y que se trata de un servicio que no le hace ninguna gracia.

– Escucho.

– Gamal le dice también a Fadi que, si tarda en llegar a casa, llame a su mujer, que es hermana de Fadi, y la tranquilice diciéndole que todo va bien.

– ¿Y?

– Bueno, tienes que entender a los árabes.

– Lo estoy intentando.

– Lo que Gamal le estaba diciendo a su cuñado…

– Sí, lo entiendo. Algo así como «puede que me retrase más que un poco».

– Exacto. O «puede que esté muerto».

– ¿Y dónde está Gamal? -pregunté.

– Muerto. Pero Fadi no lo sabe. Yo acabo de hablar con Homicidios. Los polis de Perth Amboy recibieron esta mañana la llamada de un tipo que iba a su trabajo a eso de las seis y media, al amanecer, y al dejar su coche en un aparcamiento se fijó en un taxi amarillo con matrícula de Nueva York. Le pareció raro y, mientras se dirigía a la parada del autobús, echó un vistazo al interior y vio a un tipo tumbado en el suelo, en el lado del conductor. Las puertas estaban cerradas. Sacó su teléfono móvil y llamó al Nueve-Uno-Uno.

– Vamos a hablar con Fadi -dije.

– De acuerdo. Pero yo ya le he estrujado a fondo. En árabe.

– Déjame intentarlo en inglés.

Echamos a andar por el pasillo.

– ¿Por qué has venido a contarme esto? -le pregunté a Gabe.

– ¿Por qué no? Necesitas ganar puntos. -Y añadió-: Que se joda el FBI.

– Amén.

Nos detuvimos ante la puerta de la sala de interrogatorios.

– Me han pasado por teléfono el informe preliminar del forense -dijo Gabe-. Ese tal Gamal fue muerto por una única bala disparada a través del respaldo de su asiento que le partió la columna vertebral, le rozó el ventrículo derecho y se incrustó en el salpicadero.

– ¿Calibre cuarenta?

– Exacto. La bala está deformada pero no hay duda de que es un cuarenta. El tipo lleva muerto desde el sábado por la tarde.

– ¿Ha comprobado alguien su tarjeta de peaje?

– Sí, pero no hay constancia de ningún pago por peajes hecho el sábado. Gamal vivía en Brooklyn, al parecer fue al JFK y acabó en Nueva Jersey. No puede llegar allí sin pagar peaje, de modo que pagó en metálico; quizá su pasajero estaba sentado detrás de un periódico o algo así. No podremos reconstruir la ruta que siguió, pero el kilometraje de su contador justifica un recorrido desde el JFK hasta donde los encontramos a él y a su taxi. No tenemos todavía una identificación indubitada pero su licencia parece corresponder al muerto.

– ¿Algo más?

– Eso es todo lo importante.

Abrí la puerta y entramos en una pequeña sala de interrogatorios. Sentado a una mesa estaba Fadi Asuad, vestido con vaqueros, zapatillas de deporte y camiseta verde. Estaba fumando un cigarrillo, el cenicero rebosaba de colillas y el humo se podía mascar en el aire. Naturalmente, éste es un edificio en el que, conforme a lo federalmente correcto, está prohibido fumar, pero si eres sospechoso o testigo de un delito grave, puedes hacerlo.

Había en la sala otro tipo de la BAT, procedente de la policía de Nueva York, vigilando al testigo en previsión de que pudiera intentar matarse más rápidamente que fumando y asegurándose de que no echaba a andar, cogía el ascensor y se largaba, como ocurrió una vez.

Fadi se levantó en cuanto vio a Gabriel Haytham, y eso me gustó.

Tengo que conseguir que mis testigos y sospechosos se pongan en pie cuando yo entre.

El tipo de la BAT se marchó, y Gabriel me presentó a mi testigo estrella.

– Fadi, éste es el coronel John.

Dios santo, debí de hacer realmente bien el examen para sargento.

Fadi hizo una breve inclinación de cabeza pero no dijo nada.

Los invité a todos a sentarse, y nos sentamos. Puse mi cartera sobre la mesa para que Fadi pudiese verla. Por alguna razón, los tipos del Tercer Mundo consideran equivalentes los términos «cartera» y «poder».

Fadi era un testigo voluntario, y por eso había que tratarlo bien. Su nariz estaba intacta y no se le apreciaban contusiones visibles en la cara. Bueno, es broma. Pero sabía que Gabe podía ser a veces un poco brusco. '

Gabe cogió el paquete de cigarrillos de Fadi y me ofreció uno. Observé que eran Camel, lo que no dejó de hacerme cierta gracia. Ya saben, carriel, camello, árabe. El caso es que cogí un cigarrillo, y Gabe cogió otro. Los encendimos con el mechero de Fadi pero yo no tragué el humo. De veras. No tragué el humo.

Había un magnetófono sobre la mesa. Gabe pulsó el botón de grabación y le dijo a Fadi:

– Cuéntale al coronel lo que me has contado a mí.

Fadi parecía ansioso por complacer pero también parecía mortalmente asustado. Quiero decir que los árabes casi nunca se presentan voluntarios a declarar, salvo que estén tratando de joder a alguien, o si hay una recompensa de por medio, o si son agentes provocadores, por utilizar una expresión francesa y de la CÍA. En cualquier caso, el tipo de quien nos estaba hablando estaba muerto, de modo que parte de su historia estaba ya comprobada aunque él aún no lo sabía.

El inglés de Fadi era excelente, pero me desorientó en varias ocasiones. De vez en cuando pasaba al árabe y se volvía luego a Gabe, que lo traducía.

Finalmente, terminó su relato y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior.

Permanecimos sentados en silencio durante todo un minuto, y yo le dejé sudar un poco. Quiero decir que el hombre estaba realmente sudando.

Me incliné hacia adelante y le pregunté muy despacio:

– ¿Por qué nos cuentas esto?

Inspiró profundamente y se metió en los pulmones casi la mitad del humo que llenaba la sala.

– Estoy preocupado por el marido de mi hermana -respondió.

– ¿Ha desaparecido Gamal alguna otra vez?

– No. No es de ésos.

Continué mi interrogatorio, alternando preguntas inocuas con otras incisivas.

Yo tiendo a ser brusco durante los interrogatorios. Ahorra tiempo y desconcierta al testigo o sospechoso. Pero, por mi breve entrenamiento y experiencia con tipos del Oriente Medio, yo sabía que son maestros en el arte de escurrir el bulto, hablar en circunloquios, responder a una pregunta con otra pregunta, enredarse en consideraciones teóricas aparentemente interminables y cosas por el estilo. Quizá por eso la policía de sus países los muele a palos. Pero seguí el juego, y tuvimos una agradable e improductiva media hora de charla, mientras ambos nos preguntábamos qué demonios podría haberle pasado a Gamal Yabbar.

Gabe parecía apreciar mi sensibilidad cultural, pero incluso él se estaba impacientando un poco.

Lo fundamental era que teníamos una pista, un punto de partida más bien. Uno siempre sabe que algo va a aparecer, pero siempre se sorprende cuando realmente se presenta.

Yo tenía la vehemente sospecha de que Gamal Yabbar recogió a Asad Jalil en el JFK, lo llevó al aparcamiento de Perth Amboy, Nueva Jersey, y, para su desdicha, recibió un balazo en la espalda. Mis principales preguntas eran: ¿Adonde fue Jalil después, y cómo llegó allí?

– ¿Estás seguro de que Gamal no te dijo que iba a recoger a un libio? -le pregunté.

– Verá, señor, no dijo eso. Pero tal vez fuera así. Lo digo porque no creo que mi cuñado aceptara un servicio tan especial de, por ejemplo, un palestino o un iraquí. Mi cuñado, señor, era un patriota libio pero no estaba muy implicado en la política de otros países que comparten nuestra fe en Alá, la paz sea con él. De modo, señor, que si me pregunta usted si su pasajero especial era alguien que no fuese libio o si realmente era un libio, en cualquiera de los dos casos no podría estar seguro, pero entonces debo preguntarme a mí mismo: «¿Por qué habría de recurrir a tales extremos para complacer a un hombre que no fuese libio?» ¿Comprende la idea, señor?

Mierda. Me daba vueltas la cabeza y se me nublaba la vista. Ni siquiera podía recordar qué cono le había preguntado.

Miré mi reloj. Aún podía coger el avión, pero ¿por qué habría de hacerlo?

– ¿Y Gamal no dijo cuál era su destino? -le pregunté a Fadi.

– No, señor.

Quedé un poco desconcertado por la concisión de la respuesta.

– ¿Mencionó el aeropuerto de Newark?

– No, señor, no lo mencionó.

– Escucha -dije, inclinándome hacia él-, no te has puesto en contacto con la BAT para denunciar la desaparición de un cuñado. Es evidente, amigo mío, que sabes quiénes somos y qué hacemos y que esto no es un tribunal de familia. ¿Capisce?

– ¿Señor?

– Te voy a hacer una pregunta directa, y quiero una respuesta concreta. ¿Crees que la desaparición de tu cuñado tiene algo que ver con lo sucedido el sábado en el aeropuerto Kennedy con el avión de Trans-Continental?

– Bueno, señor, he estado pensando en esa posibilidad…

– ¿Sí o no?

Bajó los ojos y dijo:

– Sí.

– ¿Te das cuenta de que puede haberle ocurrido una desgracia a tu cuñado?

Asintió con la cabeza.

– ¿Sabes que él pensaba que podrían asesinarlo?

– Sí.

– Es posible que dejase alguna pista… de alguna clase… -Miré a Gabe, que formuló la pregunta en árabe.

Fadi respondió en árabe, y Gabe tradujo:

– Gamal le dijo a Fadi que debía cuidar de su familia si a él le sucedía algo. Gamal le dijo a Fadi que no tenía más remedio que aceptar este servicio especial, y que Alá, en su misericordia, se encargaría de hacerlo regresar sano y salvo.

Durante un rato nadie habló. Me di cuenta de que Fadi estaba visiblemente afectado.

Empleé el tiempo para pensar en esto. En cierto modo, no teníamos nada de utilidad inmediata. Sólo teníamos los movimientos de Jalil desde el JFK hasta Perth Amboy, si realmente era Jalil quien viajaba en el taxi de Gamal. Y, en ese caso, lo único que sabíamos con certeza era que probablemente Jalil había asesinado a Gamal y luego había abandonado el taxi y había desaparecido. ¿Pero adonde había ido? ¿Al aeropuerto de Newark? ¿Cómo llegó allí? ¿Otro taxi? ¿O había un cómplice esperándolo con un coche particular en el aparcamiento? ¿O un coche alquilado quizá? ¿Y qué dirección tomó? En cualquier caso, se había escabullido y ya no se encontraba en el área metropolitana de Nueva York.

– ¿Sabe alguien que te has puesto en contacto con nosotros? -le pregunté a Fadi.

Negó con la cabeza.

– ¿Ni siquiera tu mujer?

Me miró como si yo estuviese loco.

– Yo no hablo con mi mujer de estas cosas. ¿Por qué iba a hablar de eso con una mujer o un niño?

– Buena pregunta. -Me levanté-. Bien, Fadi, has obrado correctamente al acudir a nosotros. El Tío Sam te aprecia. Vuelve a tu trabajo y compórtate como si no hubiera pasado nada. ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza.

– Por cierto, tengo una mala noticia para ti. Tu cuñado ha sido asesinado.

Se puso en pie e intentó hablar. Luego miró a Gabe, que le habló en árabe. Se dejó caer en la silla y sepultó la cara entre las manos.

– Dile que no cuente nada cuando vengan los de Homicidios -indiqué a Gabe-. Dale tu tarjeta y dile que se la enseñe a los detectives para que llamen a la BAT.

Gabe asintió, habló en árabe con Fadi y le dio su tarjeta.

Se me ocurrió que yo había sido en otro tiempo policía de Homicidios y, sin embargo, allí estaba, diciéndole a un testigo que no hablase con los policías de Nueva York y que, en lugar de ello, llamase a los federales. La transformación era casi completa. Terrible.

Cogí la cartera, Gabe y yo salimos de la sala, y entró el tipo de la BAT. La declaración de Fadi sería puesta por escrito, y él la firmaría antes de marcharse.

– Mantenlo vigilado las veinticuatro horas del día, así como a su hermana y a toda su familia -le dije, una vez en el pasillo.

– Hecho.

– Asegúrate de que nadie lo ve salir de este edificio.

– Siempre lo hacemos.

– Bien. Y envía varios agentes a One Pólice Plaza para ver si hay más taxistas muertos por ahí.

– Ya lo he hecho. Lo están comprobando.

– Perfecto. ¿Estoy insultando a tu inteligencia?

– Sólo un poco.

Sonreí por primera vez en lo que iba de día.

– Gracias por esto -le dije-. Estoy en deuda contigo.

– Muy bien. ¿Y qué opinas?

– Sigo creyendo lo mismo de siempre. Jalil se encuentra en Norteamérica y no está escondido. Se está moviendo y llevando a cabo una misión.

– Es lo que yo creo. ¿Cuál es la misión?

– Ni idea, Gabe. Piensa en ello. Oye, ¿tú eres libio?

– No, no hay muchos libios aquí. Libia es un país pequeño y tiene sólo una pequeña comunidad de inmigrantes en Estados Unidos. En realidad, soy palestino -añadió.

– ¿No te resulta un poco embarazoso? ¿Violento? -pregunté, casi sin pensarlo.

Se encogió de hombros.

– Generalmente, no. Soy estadounidense. Segunda generación. Mi hija lleva shorts, se maquilla, me levanta la voz y sale con judíos.

Sonreí. Luego lo miré y le pregunté:

– ¿Has recibido alguna vez amenazas de alguien?

– De vez en cuando. Pero saben que no es una buena idea atacar a un policía que tiene la condición de agente federal.

Antes del sábado, yo habría estado de acuerdo con él.

– Bien, pidamos a la policía de Nueva York y a los suburbanos que empiecen a revisar los libros de todas las agencias de alquiler de coches en busca de nombres que suenen a árabe -dije-. Es remota la posibilidad de que encuentren algo, y llevará una semana o más, pero, por lo demás, tampoco estamos haciendo gran cosa. Y pienso que tú deberías ir personalmente a hablar con la reciente viuda, a ver si por casualidad el señor Yabbar confió en ella. Empieza a hablar también con los amigos y parientes de Yabbar. Lo que tenemos aquí es nuestra primera pista, Gabe, y tal vez nos conduzca a alguna parte, aunque no soy muy optimista.

– Suponiendo que fuese Jalil quien mató a Gamal Yabbar, entonces lo único que tenemos es una pista fría, un testigo muerto y un callejón sin salida en Perth Amboy -observó Gabe-. Resulta redundante morir en Nueva Jersey.

Reí.

– Cierto. ¿Dónde está el taxi?

– Lo está examinando la policía estatal de Jersey. Sin duda, el coche proporcionará datos y pruebas suficientes para respaldar una acusación judicial, si es que conseguimos llegar tan lejos.

Asentí en silencio. Fibras, huellas dactilares, quizá un cotejo balístico con una de las Glock de calibre 40 que pertenecieron a Hundry y Gorman. Trabajo policial rutinario. He visto juicios por asesinato en los que se tardaba una semana entera en presentar todas las pruebas ante el jurado. Tal como enseño en el John Jay, casi siempre se necesitan pruebas físicas para condenar a un sospechoso, pero no siempre se necesitan pruebas físicas para capturarlo.

En este caso, empezábamos con el nombre del asesino, su foto, huellas dactilares, muestras de ADN, incluso fotos suyas defecando; además, teníamos una tonelada de pruebas forenses que lo relacionaban con los crímenes del JFK. Ahí no había problema. El problema estribaba en que Asad Jalil era un hijo de puta rápido y escurridizo. El tío tenía huevos y cerebro, era implacable y tenía la ventaja de poder elegir cuidadosamente sus movimientos.

– Ya nos hemos centrado en la comunidad libia pero ahora, con uno de los suyos asesinado, quizá se muestren más comunicativos -dijo Gabe-. Por otra parte, tal vez se produzca la reacción contraria -añadió.

– Puede. Pero no creo que Jalil tenga muchos cómplices en este país… no muchos vivos, al menos.

– Probablemente, no. Bien, Corey, tengo trabajo. Te mantendré informado. Y tú pasarás esta información lo antes posible a las personas adecuadas y les dirás que está en marcha una transcripción de las entrevistas con Fadi. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Y, a propósito, que una parte de esos fondos federales para información se le entregue a Fadi Asuad… para cigarrillos y tranquilizantes.

– Lo haremos. Hasta luego.

Dio media vuelta y regresó a la sala de interrogatorios.

Yo volví al CMP, que continuaba bullendo de actividad, aunque ya eran más de las seis de la tarde. Dejé la cartera y llamé al apartamento de Kate, pero su contestador me informó: «No estoy en casa. Deje su mensaje, por favor.»

Dejé, pues, un mensaje por si ella consultaba el contestador y llamé luego a su teléfono móvil, pero no contestó. Llamé al número de la casa de Jack Koenig en Long Island, pero su mujer dijo que había salido hacia el aeropuerto. Probé con su móvil, pero no hubo suerte.

Llamé después a casa de Beth Penrose, saltó el contestador automático y dije:

– Estoy en este caso las veinticuatro horas del día. Tal vez tenga que hacer algún viaje. Me encanta este trabajo. Me encanta mi vida. Me encantan mis jefes. Me encanta mi nueva oficina. Éste es mi nuevo número de teléfono. -Le di mi número directo en el CMP y añadí-: Te echo de menos. Hablaré pronto contigo.

Colgué, dándome cuenta de que quería decir: «Te quiero.» Pero… bueno, marqué luego el número del capitán Stein y le pedí a su secretaria una cita inmediata con él. Ella me informó de que el capitán Stein estaba asistiendo a varias reuniones y conferencias de prensa. Dejé un ambiguo y confuso mensaje que ni siquiera yo entendía.

Así pues, una vez cumplida mi obligación de mantener informado a todo el mundo, me senté y empecé a girar los pulgares uno en torno al otro. Todo el mundo a mi alrededor parecía ocupado pero yo no valgo para parecer ocupado si no lo estoy.

Eché un vistazo a los papeles que tenía sobre la mesa, pero ya estaba saturado de información inútil. No tenía nada que hacer en la calle, así que me quedé en el centro de mando provisional por si surgía algo. Imaginaba que continuaría allí hasta las dos o las tres de la madrugada. Quizá el presidente quisiera hablar conmigo, y, como adondequiera que fuese tenía que dejar siempre un número de contacto, no debían localizarme en casa, ni en Giulio's tomando una cerveza.

Reparé en que no había redactado aún mi informe de incidente relativo a todo lo sucedido en el JFK. Estaba un poco cabreado porque algún merluzo de la oficina de Koenig no hacía más que enviarme mensajes electrónicos al respecto y había rechazado mi sugerencia de que podía limitarme a firmar una transcripción de la grabación de la entrevista mantenida en el despacho de Koenig, o de las dos docenas de reuniones en Washington. No, querían mi informe, escrito con mis palabras. Aborrecía a los federales. Conecté mi procesador de textos y empecé: «Asunto: Maldito informe de incidente.»

Alguien pasó a mi lado y dejó sobre la mesa un sobre con la mención: «Fax urgente. Reservado.» Lo abrí y lo leí. Era un informe preliminar sobre el homicidio de Frankfurt. La víctima era un hombre llamado Sol Leibowitz, descrito como banquero de inversiones judeoamericano asociado con el Banco de Nueva York. Leí el breve resumen de lo que le había sucedido a aquel desdichado y llegué a la conclusión de que el señor Leibowitz estaba justo en el lugar equivocado en el momento equivocado. Hay miles de banqueros americanos en Europa en cualquier momento dado, judíos o no, y yo tenía la seguridad de que aquel hombre no era más que un blanco fácil para un pistolero de segunda clase que guardaba un cierto parecido con Asad Jalil. Pero el incidente había causado dudas y confusión en las mentes de quienes medraban en la duda y la confusión.

Otros dos documentos importantes aterrizaron en mi mesa: dos menús de comida para llevar, uno italiano, otro chino.

Sonó mi teléfono, y era Kate.

– ¿Qué diablos estás haciendo ahí? -dijo.

– Leer menús de comida para llevar. ¿Dónde estás?

– ¿Dónde crees que estoy, John? Estoy en el aeropuerto. Jack y yo estamos en la sala de clase business, esperándote. Tenemos tu billete. ¿Has hecho el equipaje? ¿Tienes tu pasaporte?

– No. Escucha…

– Espera. -La oí hablar con Jack Koenig. Volvió a ponerse y dijo-: Jack dice que debes reunirte con nosotros. Puede hacer que te dejen embarcar sin pasaporte. Ven antes de que despegue el avión. Es una orden.

– Cálmate y escucha. Creo que tenemos una pista aquí. -Le conté lo de Gabe Haytham, Fadi Asuad y Gamal Yabbar.

Escuchó sin interrumpirme.

– Espera -dijo finalmente. Volvió a ponerse y añadió-: Eso no demuestra que Jalil no tomara en Newark un avión con destino a Europa.

– Vamos, Kate. El hombre estaba ya en un aeropuerto, a menos de un kilómetro de la terminal internacional. A los diez minutos de haber sido alertados los polis de la Autoridad Portuaria en el JFK fueron alertados también los de Newark. Estamos hablando de Asad el León, no de Asad él Pato.

– Espera. -De nuevo la oí hablar con Koenig. Volvió a ponerse y dijo-: Jack dice que el modus operandi y la descripción del agresor de Frankfurt encajan…

– Dile que se ponga.

Koenig se puso al teléfono y empezó a despotricar contra mí.

– Jack -lo interrumpí-, la razón por la que el modus operandi y la descripción encajan es porque están tratando de engañarnos. Por amor de Dios, Asad Jalil acababa de cometer el crimen del siglo y no iba a volar a Alemania para cargarse a un banquero. Y si iba al aeropuerto de Newark, ¿por qué mató antes de llegar allí al taxista que lo llevaba? No encaja, Jack. Vete tú a Frankfurt si quieres pero yo me quedo aquí. Mándame una postal y tráeme una docena de salchichas auténticas y un frasco de esa mostaza picante alemana. Gracias. -Colgué antes de que pudiera despedirme.

Abandoné mi informe de incidente, ya que probablemente estaba despedido, y volví a mi burocrático trabajo de revolver papeles llenos de datos e informes procedentes de diversas agencias, ninguna de las cuales tenía nada de qué informar. Finalmente llegué a la media tonelada de documentos relacionados con el incidente del sábado: informes forenses, policía de la Autoridad Portuaria, una queja de la Administración Federal de Aviación en la que aparecía mi nombre en lugar destacado, fotos de personas muertas en sus asientos, el informe toxicológico -se trataba, en efecto, de un compuesto de cianuro-, etcétera, etcétera.

En algún lugar entre aquellos montones de papeles podría haber una pista, pero lo único que yo veía por el momento era el fruto del trabajo de personas que no veían más allá de sus narices y tenían acceso a un procesador de textos con corrector ortográfico.

Lo cual me recordó que retendrían el cheque de mi paga hasta que presentase un informe, así que me volví de nuevo hacia el teclado y la pantalla del monitor. Empecé mi informe con un chiste sobre un soldado de la Legión Extranjera Francesa y un camello; luego lo borré y lo intenté de nuevo.

A eso de las nueve y cuarto, Kate entró y se sentó a su mesa, enfrente de mí. Me miró mientras yo tecleaba pero no dijo nada. Al cabo de unos minutos de estar siendo observado empecé a cometer errores ortográficos, de modo que levanté la vista hacia ella y le pregunté:

– ¿Qué tal en Frankfurt?

No respondió, y me di cuenta de que estaba un poco irritada. Conozco esa cara.

– ¿Dónde está Jack? -pregunté.

– Ha ido a Frankfurt.

– Estupendo. ¿Estoy despedido?

– No, pero vas a desear estarlo.

– No reacciono bien a las amenazas.

– ¿A qué reaccionas?

– A pocas cosas. Quizá a una pistola amartillada apuntándome a la cabeza. Sí, eso suele atraer mi atención.

– Háblame del interrogatorio.

Así que volví a relatarlo, con más detalle esta vez, y Kate me hizo montones de preguntas. Es muy inteligente, razón por la cual estaba sentada en el CMP en vez de en un avión de Lufthansa con destino a Frankfurt.

– ¿O sea que crees que Jalil salió del aparcamiento en un coche?

– Sí.

– ¿Por qué no en un autobús a Manhattan?

– Lo he pensado. Para eso va la gente al aparcamiento, para coger un autobús a Manhattan. Pero parece un poco excesivo matar a tu taxista mientras esperas el autobús. De hecho, apuesto a que si Jalil le hubiera pedido a Yabbar que lo llevase a Manhattan, Yabbar lo habría llevado.

– No te pongas sarcástico conmigo, John. Estás en terreno peligroso.

– Sí, señora.

– Muy bien -dijo Kate, después de reflexionar unos instantes-, así que había un coche para la huida estacionado en el aparcamiento. No llamaría la atención y estaría relativamente seguro allí. Yabbar lleva a Jalil al aparcamiento, éste le dispara una única bala, calibre cuarenta, en la espina dorsal, que le causa la muerte, y se pasa luego al otro coche. ¿Hay un chófer? ¿Un cómplice?

– No lo creo. ¿Para qué necesita un chófer? Él es un solitario. Probablemente ya ha conducido en Europa. Sólo necesita las llaves y la documentación del coche, que tal vez le haya dado Yabbar. Éste ya ha visto demasiado, y es asesinado. En el coche de huida, o acaso en el taxi de Yabbar, habría un maletín con efectos personales, dinero, documentos de identidad falsos y quizá un disfraz. Por eso Jalil no les quitó nada a Phil ni a Peter. Asad Jalil es ahora alguien distinto y está en algún lugar de la inmensa red de carreteras estadounidense.

– ¿Adonde se dirige?

– No lo sé. Pero a estas horas, si ha conducido parando para dormir sólo el mínimo imprescindible, podría haber cruzado ya la frontera mexicana. O podría incluso estar en la costa Oeste. Cincuenta horas conduciendo a ciento cinco por hora supone un radio de más de cinco mil kilómetros, y en kilómetros cuadrados eso es… veamos, ¿es pi erre cuadrado?

– Entiendo la idea.

– Bien. O sea que, suponiendo que tenemos un asesino suelto por las carreteras, y suponiendo que quiere hacer algo distinto que ver Disneyworld, entonces no tenemos más que esperar a ver qué es lo que hace. No nos queda otra alternativa en estos momentos, salvo confiar en que alguien reconozca a ese tipo.

Kate asintió con la cabeza y se levantó.

– Tengo fuera un taxi esperando con mi equipaje. Me voy a casa a deshacer la maleta.

– ¿Puedo ayudarte?

– Voy a decirle al taxista que espere. -Salió.

Yo continué allí sentado unos minutos más, tiempo durante el cual mi teléfono sonó y alguien echó más papeles sobre mi mesa.

Estaba tratando de averiguar por qué había dicho «¿Puedo ayudarte?». Tengo que aprender a mantener la boca cerrada.

Hay ocasiones en las que preferiría enfrentarme a un maníaco homicida armado antes que a otra noche en el apartamento de una mujer. Con el maníaco homicida, al menos, sabes cuál es la situación, y la conversación es razonablemente breve y al grano.

Mi teléfono estaba sonando otra vez, y, de hecho, los teléfonos estaban sonando por toda la sala, y a mí se me estaban empezando a poner los pelos de punta.

El caso es que, así como se me da muy bien introducirme en la cabeza de los asesinos y predecir,sus actos, me encuentro por completo desorientado en lo que sé refiere a las aventuras sexuales, no sé cómo me meto en ellas, qué se supone que debo hacer una vez que estoy en ellas, por qué estoy en ellas y cómo zafarme de ellas. Pero generalmente sé quién es la otra persona. Soy bueno para recordar nombres, incluso a las seis de la mañana.

Así pues, tomé la decisión de bajar la escalera y decirle a Kate que había decidido irme a casa. Me levanté, cogí la chaqueta y la cartera, bajé y monté con ella en el taxi.

CAPÍTULO 39

Asad Jalil continuó hacia el norte, volviendo sobre sus pasos a lo largo de la ruta que había realizado desde Jacksonville, a través de la frontera de Georgia y luego a Carolina del Sur. Durante el trayecto se deshizo de los disquetes de ordenador que había cogido del despacho de Paul Grey.

Mientras conducía, pensaba en todo lo que había hecho por la mañana. Ciertamente, para entonces, al atardecer, alguien ya estaría buscando a la mujer de la limpieza, o a Paul Grey. En algún momento, alguien descubriría los cadáveres. Se daría por supuesto que el móvil del asesinato de Grey había sido el robo del software. Todo se estaba desarrollando conforme a lo planeado. Lo que no estaba bien resuelto era el problema de su piloto. Muy posiblemente, para esa noche o la mañana del día siguiente, las muertes de Spruce Creek atraerían la atención de alguien en Servicios Aéreos Alpha, y, naturalmente, la de su piloto, que, sin duda, recordaría el nombre de Paul Grey. Jalil no había caído en la cuenta de que el nombre de éste figuraría en el hangar.

Esa mujer llamaría a la policía y sugeriría que tal vez ella supiera algo acerca de aquel crimen. En Libia, nadie llamaría a la policía con una información que lo pusiera en contacto con las autoridades. Pero Boris estaba bastante seguro de que eso sí era posible en Estados Unidos.

Jalil asintió para sus adentros mientras conducía. Boris le había dicho que utilizara su buen criterio con respecto al piloto, señalando: «Si matas al piloto, debes matar a todos los demás que tengan conocimiento de tu vuelo y que te hayan visto la cara. Los muertos no pueden acudir a la policía. Pero cuantos más cadáveres dejes en tu camino, más firme será la decisión de la policía de encontrar al asesino. El homicidio de un hombre en su casa para robarle no suscita demasiado interés. Tal vez tengas la suerte de que pase inadvertido en Jacksonville.»

Jalil asintió de nuevo. Pero había tenido que matar a la mujer de la limpieza, al igual que en Washington, a fin de tener más tiempo para distanciarse del asesinato. Alguien debería decirle a Boris que a los americanos no les gustaba limpiar ellos mismos sus casas.

En cualquier caso, la policía estaba buscando a un ladrón, no a Asad Jalil. Además, no buscaba su automóvil, y, si la piloto llamaba a la policía, estarían buscando a un griego que se dirigía a Atenas, vía Washington, D. C. Todo dependía de lo estúpida que fuese la policía.

Había otra posibilidad, naturalmente. La piloto, al ver la primera plana de los periódicos, podría comprender quién había sido en realidad su pasajero… No cabía duda de que debería haberla matado, pero no lo había hecho. Le había perdonado la vida, se dijo, no por compasión, sino por lo que Boris, e incluso Malik, había dicho sobre causar demasiadas muertes. Boris se mostraba no sólo cauteloso, sino también demasiado preocupado por las vidas de los enemigos del islam. Boris se había mostrado contrarío, por ejemplo, a gasear el avión lleno de gente, y lo había denominado «un acto demencial de asesinato en masa».

Malik le había recordado: «Tu anterior gobierno mató a más de veinte millones de personas de tu propio pueblo desde vuestra revolución. El islam no ha matado a tantas personas desde los tiempos de Mahoma. No nos vengas con sermones, por favor. Nos queda un largo camino para igualar vuestros logros.»

Boris no había replicado.

Mientras conducía a lo largo de la 1-95, Jalil apartó de su mente estos pensamientos y volvió a pensar en Paul Grey. No había muerto tan bien como el valeroso general Waycliff y su valiente esposa. Sin embargo, no había muerto implorando que le perdonase la vida. Jalil pensó que quizá debería probar un método diferente con William Satherwaite. En Libia le habían dicho que el ex teniente Satherwaite había experimentado algunos infortunios en la vida, y Boris había dicho: «Si lo matamos, tal vez le hagamos un favor.» A lo que Jalil había replicado: «Ningún hombre quiere morir. Matarlo será para mí tan agradable como matar a los demás.»

Jalil miró el reloj del salpicadero. Eran las tres y cinco de la tarde. Miró su navegador por satélite. Pronto saldría de la 1-95 para tomar una carretera llamada ALT 17 que lo llevaría directamente al lugar llamado Moncks Corner.

Sus pensamientos volvieron nuevamente a los acontecimientos de la mañana. El trato con la mujer piloto había producido en él un efecto perturbador, pero no podía comprender muy bien qué había causado semejante indecisión y confusión. Había buenas razones para matarla, y buenas razones para no matarla. Recordó que ella le había dicho a la mujer del mostrador: «Me ocuparé del Piper a la vuelta.»

De modo que, si no hubiera vuelto, la estarían buscando, y lo estarían buscando a él también. A menos, naturalmente, que la mujer del mostrador pensara que la piloto y su cliente habían decidido… estar juntos. Sí, pudo ver ese pensamiento en la cara de la mujer y en su forma de comportarse. Pero al final podría acabar preocupándose y llamando a la policía. De modo que quizá había sido mejor no matar a la piloto.

Mientras conducía, una visión de la piloto llenó su mente, y la vio sonriendo, hablando con él, ayudándolo a subir al avión… tocándolo. Estos pensamientos continuaron ocupando su mente, aunque trataba de librarse de su imagen. Encontró en el bolsillo su tarjeta profesional y la miró. Tenía su teléfono particular escrito a mano encima del número comercial de Aviación Alpha. Volvió a guardarse la tarjeta.

En el último momento vio la salida que debía tomar y se desvió al carril derecho. Luego tomó la rampa de salida a la ALT 17.

Se encontró en una carretera de dos carriles, muy diferente de la Interestatal. Había casas y granjas a ambos lados, pequeños pueblos, surtidores de gasolina y bosques de pinos. A petición de Jalil, un compatriota había hecho aquel mismo camino unos meses atrás, y había informado: «Ésta es la carretera más peligrosa, debido a los conductores, que están locos, y a la policía, que tiene motocicletas y vigila el paso de todo el mundo.»

Jalil tenía en cuenta esta observación y procuró conducir de modo que no llamase la atención. Atravesó varios pueblos y en dos de ellos vio un coche y una moto de la policía.

Pero había poca distancia hasta su destino -sesenta kilómetros, o cuarenta millas- y antes de una hora se aproximaba ya a la ciudad de Moncks Corner.

Bill Satherwaite estaba sentado con los pies encima de la abarrotada mesa en un pequeño edificio de cemento en el aeropuerto del condado de Berkeley, en Moncks Corner, Carolina del Sur. Tenía un mugriento teléfono encajado entre la oreja y el hombro y escuchaba por él la voz de Jim McCoy. Satherwaite miró el anémico acondicionador de aire sujeto a la pared. El ventilador tableteaba, y un leve chorro de aire frío salía por la rejilla. Estaban todavía en abril, y ya había casi treinta y dos grados en el exterior. Maldito horno.

– ¿Has tenido noticias de Paul? -preguntó Jim McCoy-. Iba a llamarte.

– No -respondió Satherwaite-. Siento no haber podido participar en la conferencia telefónica del sábado. Tuve un día muy ajetreado.

– No importa -dijo McCoy-. Sólo llamaba para ver cómo te va.

– Estupendamente.

Satherwaite miró el cajón de la mesa en que tenía apoyados los pies. Sabía que allí había una botella casi llena de Jack Daniels. Miró el reloj de pared: las cuatro y diez de la tarde. En algún lugar del mundo eran más de las cinco; buena hora para tomar un trago, salvo que el cliente que le iba a alquilar el avión tenía que estar allí para las cuatro.

– ¿Te dije que fui a ver a Paul hace unos meses?

– Sí.

– Sí, claro. Deberías ver cómo vive el tío. Casa grande, piscina, hangar, un Beech bimotor, aire acondicionado caliente y frío. -Se echó a reír y añadió-: Cuando vieron acercarse mi viejo Apache, me hicieron señales de que me largara. -Rió de nuevo.

McCoy aprovechó la oportunidad para decir:

– Paul estaba preocupado por el Apache.

– ¿Sí? Bueno, Paul es un miedica, si quieres saber mi opinión. ¿Recuerdas cómo nos daba el coñazo haciéndonos comprobar todo cien veces? Los demasiado cuidadosos acaban provocando accidentes. Y el Apache pasa la inspección de la AFA.

– Justo, justo, Bill.

– Sí.

Seguía mirando el cajón y luego bajó los pies de la mesa, se irguió en su sillón giratorio, se inclinó hacia adelante y abrió el cajón.

– Oye, de verdad que tienes que ir a ver la casa de Paul -dijo.

De hecho, Jim McCoy había ido en varías ocasiones a Spruce Creek pero no quería mencionárselo a Bill Satherwaite, que no había sido invitado más que una vez, aunque había sólo hora y media de vuelo.

– Sí, me gustaría…

– Una casa y un mobiliario increíbles. Pero deberías ver en lo que está trabajando. Una realidad virtual de cojones. Cielo santo, nos pasamos allí la noche entera, bebiendo y haciendo saltar todo a bombazos. -Rió-. Hicimos cinco veces la incursión sobre Al Azziziyah. De puta madre. Para la quinta estábamos ya tan mamados que ni siquiera acertábamos al puto suelo. -Soltó una carcajada.

Jim McCoy rió también pero su risa era forzada. No quería oír de nuevo la misma historia que ya había oído media docena de veces desde que Paul invitó a Satherwaite a pasar un largo fin de semana en Spruce Creek. Había sido, le dijo más tarde Paul, un fin de semana especialmente largo. Hasta entonces, ninguno de ellos había caído en la cuenta de lo mucho que Bill Satherwaite se había deteriorado durante los últimos siete años, desde la última vez que coincidieron en una reunión informal de los componentes de la escuadrilla. Ahora, todo el mundo lo sabía.

Bill Satherwaite contuvo el aliento.

– Oye, ¿te acuerdas de cuando yo esperé demasiado para prender los quemadores adicionales y Terry casi se me echa encima? -Rió de nuevo y puso la botella sobre la mesa.

Jim McCoy, sentado en su despacho del Museo Cuna de la Aviación en Long Island, no respondió. Le costaba relacionar el Bill Satherwaite que había conocido con el Bill Satherwaite que estaba al otro lado del hilo telefónico. El viejo Bill Satherwaite era un piloto y oficial tan bueno como el que más en toda la Fuerza Aérea. Pero desde su temprano retiro, Bill Satherwaite se había ido apagando poco a poco. Con el paso de los años, el hecho de haber atacado a Gadafi se había ido tornando cada vez más importante para él. Contaba continuamente sus historias de guerra a todo el que quisiera escucharlo, y ahora se las estaba contando incluso a los que habían participado con él en la misión. Y cada año esas historias se hacían un poco más dramáticas, y más importante su papel en aquella diminuta guerra de doce minutos.

A Jim McCoy le preocupaban las jactancias y fanfarronadas de Bill Satherwaite acerca de la incursión. Nadie debía mencionar jamás que había intervenido en la misión ni, ciertamente, citar los nombres de otros pilotos. McCoy le había dicho muchas veces a Satherwaite que tuviera cuidado con lo que decía, y Satherwaite le había asegurado que sólo utilizaba sus nombres en clave o sus nombres de pila cuando hablaba del ataque. McCoy le había advertido: «Ni siquiera digas que estuviste en aquella acción, Bill. Deja de hablar de eso.» A lo que Bill Satherwaite siempre había respondido: «Eh, oye, yo estoy muy orgulloso de lo que hice. Y no me preocupa. Esos estúpidos del trapo en la cabeza no van a venir a Moncks Corner, Carolina del Sur, para desquitarse. Tranquilo.»

Jim McCoy pensaba que debía insistir en ello, pero ¿de qué serviría?

McCoy deseaba muchas veces que su antiguo compañero de escuadrilla hubiera continuado en la Fuerza Aérea por lo menos hasta la guerra del Golfo. Quizá si hubiera participado en la guerra del Golfo la vida hubiera sido un poco mejor para él.

Mientras hablaba por teléfono Bill Satherwaite tenía un ojo en el reloj y el otro en la puerta. Finalmente desenroscó el tapón de la botella de bourbon y bebió un largo trago sin interrumpir su historia de guerra.

– Y el jodido Chip, todo el tiempo dormido -dijo-. Lo despierto, y el tío rebulle, se da media vuelta y otra vez como un tronco. -Rió a carcajadas.

A McCoy se le estaba acabando la paciencia, y le recordó a Satherwaite:

– Dijiste que no calló un momento en todo el trayecto hasta Libia.

– Sí, no paraba de hablar.

McCoy se dio cuenta de que Satherwaite no veía ninguna inconsistencia en su historia, así que dijo:

– Muy bien, muchacho, nos mantendremos en contacto.

– No te vayas todavía. Estoy esperando a un cliente. Un tipo que necesita ir a Philly, pasar allí la noche y volver. Oye, ¿y qué tal te va a ti?

– No me va mal. Ésta es una instalación de clase superior. No está terminada aún pero tenemos una gran variedad de aparatos. Tenemos un F-111 e incluso una maqueta del Spirit of St. Louis. Lindbergh despegó de Campo Roosevelt, a unos kilómetros de aquí. Tienes que venir a verlo. Te haré subir al F-111.

– ¿Sí? ¿Por qué es una cuna?

– Cuna de la Aviación. A Long Island lo llaman la Cuna de la Aviación.

– Y Kitty Hawk, ¿qué? Allí hicieron el primer vuelo los hermanos Wright.

– A mí no me lo digas. No soy yo quien mece la cuna. -Rió y dijo-: Ven un día de éstos. Acércate al aeropuerto MacArthur, y pasaré a recogerte.

– Sí, un día de éstos. Oye, ¿y qué tal le va a Terry?

Jim McCoy estaba deseando colgar el teléfono, pero había que ser indulgente con los viejos compañeros de armas, aunque no por mucho tiempo más.

– Te manda recuerdos -respondió.

– Chorradas.

– Es verdad -replicó McCoy, tratando de parecer sincero.

Bill Satherwaite no era el predilecto de nadie -probablemente no lo fue nunca-, pero habían compartido el santo sacramento del bautismo de fuego, y el ethos del guerrero -o lo que de él quedaba en Estados Unidos- exigía que aquellos lazos se mantuvieran intactos hasta que el último hombre exhalase su último aliento.

Todos los componentes de la escuadrilla -excepto Terry Waycliff- procuraban adaptarse a Bill Satherwaite, y los demás habían dispensado tácitamente al general de ese deber.

– ¿Sigue Terry chupándosela al Pentágono? -preguntó Satherwaite.

– Terry sigue en el Pentágono -respondió McCoy-. Esperamos que se retire allí.

– Que le den por el culo.

– Me encargaré de transmitirle tus mejores saludos.

Satherwaite rió.

– Sí. ¿Sabes cuál era su problema? Era ya general cuando era teniente. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– ^Ya sabes que mucha gente decía lo mismo de ti, Bill -respondió McCoy-. Yo lo considero un cumplido.

– Si eso es un cumplido, entonces no necesito insultos. Terry me la tenía jurada… siempre compitiendo con todo el mundo. Me armó la de Dios por no encender los malditos quemadores adicionales… redactó un informe de denuncia por eso, me echó a mí la culpa de la puñetera bomba que se desvió, en vez de echársela a Wiggins…

– Basta, Bill. Eso no viene a cuento.

Bill Satherwaite tomó otro trago de bourbon, contuvo un eructo y dijo:

– Sí… está bien… lo siento…

– No importa. Olvídalo.

McCoy pensó en Terry Waycliff y Bill Satherwaite. Bill ni siquiera estaba en la reserva de la Fuerza Aérea, y por esa razón normalmente habría perdido el derecho a utilizar los servicios de economato, y eso habría supuesto para Satherwaite el golpe definitivo, perder el derecho a comprar licor a precio rebajado en la base aérea de Charleston. Pero Terry Waycliff había manejado ciertos hilos -sin que Bill Satherwaite lo supiera- y le había conseguido una tarjeta de economato.

– Hablamos también con Bob -dijo McCoy.

Bill Satherwaite se retorció en la silla. Pensar en Bob Callum y en su cáncer no era cosa que él hiciera de buen grado, ni de ninguna otra manera, a decir verdad. Callum había ascendido a coronel, y lo último que Satherwaite sabía era que estaba trabajando como instructor de tierra en la Academia de la Fuerza Aérea en Colorado Springs.

– ¿Continúa trabajando?-preguntó a McCoy.

– Sí. En el mismo sitio. Dale un telefonazo.

– Lo haré. Mala cosa. -Reflexionó unos instantes y añadió-: Sobrevives a una guerra y mueres de algo peor.

– Tal vez se reponga.

– Sí. Y por último, pero no menos importante, el bueno de mi armero… ¿cómo está Chip?

– No he podido contactar con él -respondió McCoy-. La última carta que le mandé a California me llegó devuelta sin nueva dirección. El teléfono está desconectado, y no hay información alguna disponible.

– Muy propio de Wiggins olvidarse de poner al día su papeleo. Ya me costaba a mí conseguir que se ocupara de ello. Siempre tenía que recordarle que hiciera las cosas.

– Chip no cambia.

– Puedes jurarlo.

McCoy pensó en Chip Wiggins. La última vez que habló con él había sido el 15 de abril del año anterior. Wiggins había estado tomando lecciones de vuelo cuando dejó la Fuerza Aérea y ahora tenía el título de piloto y tripulaba aviones de carga para pequeñas compañías aéreas. Todo el mundo apreciaba a Chip Wiggins pero él prestaba poca atención a detalles del tipo de mandar tarjetas al cambiar de dirección.

Jim McCoy, Terry Waycliff y Paul Grey habían compartido la idea de que Wiggins no se mantenía en contacto con ellos porque ahora era piloto y antes, no. Además, había formado parte de la tripulación de Satherwaite, y eso era razón suficiente para experimentar una sensación de ambivalencia hacia el pasado.

– Trataré de localizarlo -dijo Jim McCoy-. ¿Sabes? Yo creo que Chip ni siquiera sabe todavía lo de Willie.

Satherwaite tomó otro trago de bourbon, miró el reloj y luego a la puerta. Refiriéndose al difunto coronel Hambrecht, dijo:

– Chip apreciaba a Willie. Habría que decírselo.

– Sí, haré todo lo posible.

McCoy no sabía qué más decir, consciente de que Bill Satherwaite no pondría un sello en un sobre para mantener al grupo en contacto y que la labor de tener al día el paradero de todos había recaído principalmente en él y en Terry.

De hecho, desde que él obtuvo el puesto de director del Museo Cuna de la Aviación de Long Island, Jim McCoy se había convertido en el secretario extraoficial de su pequeño grupo extraoficial. A los demás les resultaba cómodo utilizarlo como punto de unión; tenía el material de oficina preciso para mantenerse en contacto por teléfono, correo, correo electrónico y fax. Terry Waycliff venía a ser para ellos una especie de presidente pero su trabajo en el Pentágono lo hacía ilocalizable casi todo el tiempo, y Jim McCoy nunca lo llamaba a no ser que se tratara de algo importante. Pronto, todos ellos serían viejos y tendrían tiempo de sobra para mantenerse en contacto si querían.

– ¿Y dices que tienes un cliente? -preguntó McCoy.

– Sí. Ya viene con retraso -respondió Satherwaite.

– Bill, ¿has estado bebiendo?

– ¿Estás loco? ¿Antes de un vuelo? Por amor de Dios, soy un profesional.

– Está bien…

McCoy pensaba que Bill le estaba mintiendo acerca de la bebida, de modo que esperaba que le estuviese mintiendo también en lo del cliente. Reflexionó unos instantes acerca de los componentes de la vieja escuadrilla: Steve Cox, muerto en el Golfo; Willie Hambrecht, asesinado en Inglaterra; Terry Waycliff, culminando una brillante carrera militar; Paul Grey, exitoso en la vida civil; Bob Callum, enfermo de cáncer en Colorado; Chip Wiggins, en paradero desconocido, pero se suponía que se encontraba bien; Bill Satherwaite, mera sombra de lo que había sido; y finalmente, él mismo, Jim McCoy, director de museo, buen puesto y mal sueldo. De ocho hombres, dos habían muerto, uno se estaba muriendo de cáncer, otro se estaba muriendo de vida, uno había desaparecido y tres se encontraban bien por el momento.

– Deberíamos ir todos a ver a Bob -dijo a Bill Satherwaite con voz suave-. No debemos demorarnos. Yo lo arreglaré. Tenemos que estar allí, Bill. ¿De acuerdo?

Bill Satherwaite permaneció unos momentos en silencio.

– De acuerdo -respondió finalmente-. Puedo hacerlo. Puedo hacerlo.

– Tranquilo, muchacho.

– Sí… lo mismo digo.

Se despidieron, y Satherwaite colgó el teléfono y se frotó los ojos, que estaban húmedos. Bebió otro trago y guardó luego la botella en la cartera.

Se puso en pie y paseó la vista por el destartalado despacho. En la pared del fondo había una bandera del estado de Carolina del Sur y una bandera confederada que muchas personas encontraban ofensiva, razón por la cual la tenía allí. Todo el país se había ido al diablo, pensó, los maricones políticamente correctos lo mangoneaban todo, y, aunque era de Indiana, a él le gustaba el Sur -excepción hecha del calor y la humedad-, le gustaba la actitud de sus gentes y le gustaba su bandera confederada.

– Que les den por saco.

En la pared lateral había un amplio mapa aeronáutico, y a su lado un viejo póster, descolorido y arrugado por la humedad. Era una fotografía de Muammar al-Gadafi con una gran diana dibujada alrededor de la cabeza. Satherwaite cogió un dardo de su abarrotada mesa y lo lanzó contra el póster. El dardo se hincó en el centro de la frente de Gadafi, y Satherwaite gritó:

– ¡Sí! ¡Que te jodan!

Se acercó a la ventana de su pequeño despacho y miró al soleado exterior. Buen día para volar. En la pista, uno de sus dos aviones, el Cherokee 140 de entrenamiento, estaba despegando en aquel momento, y, en el calor y la turbulencia de la tarde, las alas de la avioneta se bamboleaban mientras el piloto alumno se esforzaba por ganar altura.

Contempló cómo desaparecía el Cherokee, que proseguía su tambaleante ascenso. Le alegraba no tener que estar en la carlinga con aquel chico, que no tenía los huevos y la sensibilidad precisos para la aviación, sino sólo demasiado dinero. Antes, cuando él era piloto alumno de la Fuerza Aérea, eliminaban sin más a los incompetentes. Ahora él tenía que mimarlos. Y ese chico no vería jamás un solo minuto de combate, sólo quería impresionar a su último ligue. El país se estaba yendo al carajo.

Para empeorar las cosas, su cliente era algún estúpido extranjero, probablemente un residente ilegal.que vendía drogas a los yonquis de Filadelfia, y el bastardo se retrasaba. Aquel tipo por lo menos no diría nada si olía el bourbon. Probablemente creería que era un refresco americano. Se echó a reír.

Volvió a la mesa y miró una anotación que había tomado. Alessandro Fanini. Sonaba a latino, alguno de esos tipos grasientos y sudorosos, sin duda.

– Sí, un italianini. No es tan malo. Mejor que algún Pedro del sur de la frontera.

– Buenas tardes.

Satherwaite giró en redondo y vio en el umbral de la puerta abierta un hombre alto y con gafas negras.

– Alessandro Fanini -dijo el hombre-. Le ruego disculpe mi retraso.

Satherwaite se preguntó si el tipo lo habría oído. Miró el reloj de pared y respondió:

– Sólo media hora. No se preocupe.

Los dos hombres se aproximaron el uno al otro, y Satherwaite extendió la mano.

– Me he retrasado en mi última cita en Charleston -dijo Jalil. ;

– No tiene importancia. -Bill Satherwaite vio que el hombre llevaba una bolsa grande de lona negra y vestía un traje gris-. ¿Trae más equipaje?

– Lo he dejado en el hotel de Charleston.

– Muy bien. Espero que no le importe que yo lleve vaqueros y camiseta.

– En absoluto. Lo que le resulte más cómodo. Pero, como dije, nos quedaremos a pasar la noche.

– Sí. Tengo un maletín. -Señaló una bolsa de la Fuerza Aérea en el sucio suelo-. Mi amiga vendrá aquí luego para cuidar la tienda y cerrar.

– Estupendo. Estará de vuelta para mañana a mediodía.

– Cuando sea.

– He dejado mi coche alquilado junto al edificio principal. ¿Estará seguro allí?

– Desde luego. -Satherwaite se dirigió a un combado estante, cogió varios mapas enrollados de él y tomó el maletín-. ¿Listo?

Siguió la mirada de su cliente, que estaba fija en el póster de Gadafi.

– ¿Sabe quién es ése? -preguntó, sonriendo.

– Desde luego -respondió Asad Jalil-. Mi país ha tenido muchos enfrentamientos con ese hombre.

– ¿Sí? ¿Les ha creado problemas el señor Muammar Sopla-pollas Gadafi?

– Sí. Nos ha amenazado muchas veces.

– ¿Sí, eh? Pues, para su información, una vez estuve a punto de matar a ese bastardo.

– ¿Sí?

– ¿Es usted de Italia? -preguntó Satherwaite.

– De Sicilia.

– ¿De veras? Yo podría haber acabado allí una vez si me hubiera quedado sin gasolina.

– ¿Perdón?

– Es una larga historia. No se me permite hablar de ello. Olvídelo.

– Como quiera.

– Muy bien, si me abre esa puerta, nos largamos.

– Oh, una cosa más. Ha habido un ligero cambio en mis planes que tal vez requieran también un cambio por parte de usted.

– ¿Como qué?

– Mi compañía me ha ordenado ir a Nueva York.

– ¿Sí? No me gusta volar a Nueva York, señor…

– Fanini.

– Eso. Demasiado tráfico, demasiado jaleo.

– Estoy dispuesto a pagarle un plus.

– No es por el dinero, es por el jaleo. ¿Qué aeropuerto?

– Se llama MacArthur. ¿Lo conoce?

– Oh, claro. Nunca he estado allí, pero está bien. Un aeropuerto suburbano en Long Island. Podemos hacerlo pero supondrá un gasto extra.

– Desde luego.

Satherwaite dejó sus cosas sobre la mesa y buscó otro mapa en el estante.

– Curiosa coincidencia -dijo-, ahora mismo estaba hablando con un tipo de Long Island. Quería que me pasara por su casa… tal vez le dé una sorpresa. Puede que deba llamarlo antes.

– Quizá sería mejor darle una sorpresa. O llámelo cuando aterricemos.

– Sí, voy a coger sus números de teléfono.

Satherwaite accionó un destartalado fichero giratorio y extrajo una tarjeta.

– ¿Vive cerca del aeropuerto? -preguntó Jalil.

– No lo sé. Pero él me recogerá.

– Puede usted utilizar mi coche alquilado si quiere. Tengo reservado un coche, así como dos habitaciones de motel para nosotros.

– Sí. Le iba a preguntar acerca de eso. Yo no comparto habitaciones con hombres.

– Yo, tampoco -replicó Jalil, forzando una sonrisa.

– Estupendo. Cuestión aclarada. Oiga, ¿quiere pagar por adelantado? Tiene derecho a un descuento si lo hace.

– ¿A cuánto ascenderá todo?

– Bueno… yendo ahora a MacArthur, más la noche y el tiempo de clase que pierdo mañana, más la gasolina… digamos que ochocientos al contado en total.

– Parece razonable.

Jalil sacó la cartera, contó ochocientos dólares en billetes, añadió otros cien y dijo:

– Más una propina para usted.

– Gracias.

Era casi todo el dinero que tenía, pero Jalil sabía que no tardaría en recuperarlo.

Bill Satherwaite contó el dinero y se lo guardó.

– Muy bien. Trato hecho.

– Excelente. Estoy listo.

– Tengo que echar una meada. -Satherwaite abrió una puerta y desapareció en el lavabo.

Asad Jalil miró el póster del Gran Líder y reparó en el dardo que tenía clavado en la frente. Lo arrancó y se dijo: Seguro que nadie merece morir más que este cerdo americano.

Bill Satherwaite salió del lavabo, y recogió los mapas y el maletín.

– Si no hay más cambios, podemos ir tirando -dijo.

– ¿Tiene alguna bebida que podamos llevar? -preguntó Jalil.

– Sí. Ya he puesto una nevera portátil en el avión. Tengo soda y cerveza… la cerveza es para usted si quiere. Yo no puedo beber.

Jalil percibía claramente el olor a alcohol en su aliento pero dijo: ____________________

– ¿Tiene agua embotellada?

– No. ¿Por qué gastar dinero en agua? El agua es gratis. -Los idiotas y los mañeas compran botellas de agua-. ¿Quiere usted agua?

– No es necesario. -Jalil abrió la puerta y salieron al abrasador exterior.

Mientras cruzaban la ardiente rampa de cemento en dirección al Apache estacionado a treinta metros del despacho, Satherwaite preguntó:

– ¿A qué se dedica usted, señor Panini?

– Fanini. Como le dijo mi colega cuando llamó desde Nueva York, estoy en el negocio textil. He venido a comprar algodón americano.

– ¿Sí? Ha venido usted al lugar adecuado. No ha cambiado nada desde la guerra civil, salvo que ahora tienen que pagar a los esclavos. -Soltó una carcajada y añadió-: Y ahora algunos de los esclavos son hispanos y blancos. ¿Ha visto alguna vez un campo de algodón? Es un trabajo jodido. No pueden encontrar gente suficiente para hacerlo. Quizá deban importar un cargamento de estúpidos árabes… a ellos les encanta el sol. Se les paga en mierda de camello y se les dice que pueden llevarlo al banco para cambiarlo por dinero. -Rió.

Jalil no respondió pero preguntó:

– ¿Necesita presentar un plan de vuelo?

– No. -Satherwaite señaló el despejado firmamento mientras continuaban caminando hacia el avión-. Hay un área de altas presiones por toda la costa Este, tiempo espléndido en todo el trayecto. -Pensando que tal vez se tratara de un pasajero nervioso, añadió-: Los dioses le son propicios, señor Fanini, porque tenemos un tiempo ideal para volar hasta Nueva York y probablemente también cuando volvamos mañana.

Jalil no necesitaba oír decir a aquel hombre que Alá había bendecido el yihad, ya lo sabía en lo más profundo de su alma. Sabía también que el señor Satherwaite no regresaría.

Mientras seguían andando, Satherwaite dijo, como hablando para sus adentros:

– Cuando enfilemos sobre el océano al sur del aeropuerto Kennedy, podría consultar con el radar del control de aproximación acerca de la ruta directa a Islip. Nos mantendrían alejados de los aviones de línea que se dirigen al JFK.

Jalil pensó por un momento en cómo había estado él en un avión de línea en aquella misma ruta hacía sólo unos días y, sin embargo, ahora parecía casi una eternidad.

– Y llamaré a la torre de Long Island solicitando autorización para aterrizar. Eso es -añadió Satherwaite.

Agitó la mano, señalando a su alrededor el casi desierto aeródromo de Moncks Corner.

– Lo que es seguro es que no tengo que hablar con nadie para salir de aquí -dijo con una risotada-. No hay nadie con quien hablar, aparte de mi alumno, que está volando allá, en mi propio Cherokee. Y, de todos modos, ese chico no sabría qué decir si lo llamara por radio.

Volviendo la vista hacia donde señalaba el piloto, Jalil vio el pequeño monomotor, que descendía hacia la pista de aterrizaje, balanceándose levemente de un lado a otro. Observó que el aparato era muy parecido al que había fletado en Jacksonville con la piloto. El recuerdo de la mujer retornó a los pensamientos de Jalil, que se apresuró a ahuyentar la imagen de su mente.

Se detuvieron ante un viejo bimotor Piper Apache azul y blanco. Satherwaite había desatado anteriormente las cuerdas, retirado los bloqueadores de los mandos y apartado los calzos de las ruedas. También había comprobado el combustible. De todos modos, era lo único que comprobaba, pensó, principalmente porque eran tantas las cosas que el avión tenía mal que resultaba una pérdida de tiempo encontrar algo más.

– Lo he comprobado todo antes de que usted llegara -dijo Satherwaite-. Todo funciona a las mil maravillas.

Asad Jalil miró al viejo avión. Se alegró de que tuviese dos motores.

Satherwaite percibió una cierta preocupación en su cliente.

– Ésta es una máquina muy sencilla, señor Fanini, y siempre puede uno contar con que lo lleve allí y lo traiga de vuelta.

– ¿Sí?

Satherwaite trató de ver lo que veía el remilgado extranjero. Las ventanillas de plexiglás del avión de 1954 estaban un poco sucias y agrietadas, y la pintura del fuselaje, bastante descolorida; de hecho, admitió Satherwaite, apenas si era ahora más que una sombra de lo que había sido. Miró al atildado señor Fanini, con su elegante traje y sus gafas de sol, y le dio más ánimos.

– No hay nada complicado ni sofisticado en este avión pero eso significa que no puede estropearse nada importante. Los motores son buenos, y los mandos funcionan a la perfección. Yo antes pilotaba reactores militares, y permítame decirle que esos aparatos son tan complejos que se necesita un verdadero ejército de personal de mantenimiento para llevar a cabo una simple misión de una hora de duración.

Satherwaite miró de soslayo bajo el motor derecho, donde se había ido formando un charco de aceite negruzco en el suelo durante la semana en que no había pilotado el Apache.

– De hecho, ayer hice el viaje de ida y vuelta a Key West. Vuela como un ángel nostálgico. ¿Listo?

– Sí.

– Bien.

Satherwaite echó su maletín sobre el ala y luego, con los mapas bajo el brazo, trepó al ala derecha del Apache, abrió la única portezuela y recogió el maletín. Echó el maletín y los mapas en la parte trasera y le preguntó a su pasajero:

– ¿Delante o detrás?

– Me sentaré delante.

– Muy bien.

Bill Satherwaite a veces ayudaba a los pasajeros a subir pero el tipo parecía poder arreglárselas solo. Satherwaite se introdujo en la carlinga y se deslizó sobre el asiento del copiloto para pasar al del piloto. Hacía calor en la cabina, y Satherwaite abrió el ventanuco de ventilación de su lado mientras esperaba a su pasajero.

– ¿Viene usted? -preguntó.

Asad Jalil depositó la bolsa sobre el ala, se encaramó a la superficie antideslizante ya desgastada, recogió la bolsa y se instaló en el asiento del copiloto, dejando la bolsa en el asiento situado detrás del suyo.

– Deje abierta la puerta un minuto -dijo Satherwaite-. Sujétese el cinturón.

Jalil hizo lo que le decía el piloto.

Bill Satherwaite se puso el casco con auriculares y micrófono, accionó varios conmutadores y encendió el motor izquierdo. Tras unos segundos de vacilación, la hélice empezó a girar, y el viejo motor de pistón cobró vida con una especie de chisporroteo. Una vez que el motor empezó a funcionar suavemente, Satherwaite accionó el starter del derecho, que se encendió mejor que el izquierdo.

– Muy bien… precioso sonido.

Jalil gritó por encima del rugido de los motores.

– Es demasiado fuerte.

– Sí, bueno -respondió Satherwaite-, su puerta y mi ventana están abiertas. -No dijo a su pasajero que la puerta no ajustaba bien y que no habría mucho más silencio cuando se cerrase. Añadió-: Cuando alcancemos la altitud de crucero, podrá oírse crecer el bigote.

Soltó una carcajada y empezó a dirigir el avión hacia la pista. Con el dinero ya en el bolsillo, pensó, no necesitaba mostrarse excesivamente amable con aquel extranjero.

– ¿De dónde es usted? -preguntó.

– De Sicilia.

– Oh… ya…

Satherwaite recordó que la mafia era de Sicilia. Miró de soslayo a su pasajero mientras conducía el avión por tierra, y se le ocurrió de pronto que aquel tipo podría pertenecer a la banda. Lamentó inmediatamente sus aires arrogantes y trató de rectificar.

– ¿Se encuentra cómodo, señor Fanini? ¿Quiere saber algo acerca del vuelo?

– Su duración.

– Bueno, si recibimos viento de cola, que es lo que anuncian las previsiones, estaremos en MacArthur dentro de unas tres horas y media. -Consultó su reloj-. O sea, que aterrizaremos a eso de las ocho y media. ¿Qué le parece?

– Perfecto. ¿Y debemos repostar durante el trayecto?

– No. Tengo instalados depósitos adicionales, de modo que puedo volar unas siete horas seguidas sin escala. Repostaremos en Nueva York.

– ¿Y no tendrá dificultades para aterrizar en la oscuridad? -preguntó Jalil.

– No, señor. Es un buen aeropuerto. Las compañías aéreas lo utilizan con sus reactores. Y soy un piloto experimentado.

– Estupendo.

Satherwaite pensó que había suavizado las cosas con el señor Fanini y sonrió. Llevó el Apache hacia el extremo de la pista activa. Levantó la vista y miró a través del parabrisas. Su alumno volaba de nuevo sobre la pista Veintitrés, ejercitándose en tocar tierra y remontar de nuevo el vuelo, al parecer sin ningún tipo de problemas.

– Ese chico de ahí arriba es un alumno piloto que necesita un doble trasplante de huevos -dijo-. ¿Sabe una cosa? Los chicos americanos se han vuelto demasiado blandos. Necesitan una buena patada en el culo. Necesitan volverse asesinos. Necesitan probar el gusto de la sangre.

– ¿De veras?

Satherwaite miró de reojo a su pasajero y continuó:

– Quiero decir que yo he visto el combate de cerca, y puedo asegurarle que cuando la Triple A es tan densa que te tapa todo el cielo, y cuando los misiles te pasan rozando la carlinga, es entonces cuando te haces rápidamente un hombre.

– ¿Ha experimentado usted eso?

– Montones de veces. Bueno, allá vamos. Cierre la puerta.

Satherwaite siguió calentando los motores, comprobó los instrumentos y paseó luego la vista por el aeródromo. Solamente estaba el Cherokee, y no suponía ningún problema. Llevó el Apache hasta la pista, aumentó la potencia, y empezaron a moverse. El avión aceleró y hacia la mitad de la pista se elevó en el aire.

Satherwaite permaneció en silencio mientras ajustaba las válvulas y accionaba los mandos. Inclinó de lado el aparato, tomando un rumbo de 40 grados mientras el avión continuaba elevándose.

Jalil miró por la ventanilla la verde campiña que se extendía debajo de ellos. Se dio cuenta de que el avión era mejor de lo que parecía, y de que también lo era el piloto.

– ¿En qué guerra luchó usted? -preguntó.

Satherwaite se metió un chicle en la boca y respondió:

– En montones de guerras. La del Golfo fue la mayor.

Jalil sabía que aquel hombre no había combatido en la guerra del Golfo. De hecho, Asad Jalil sabía acerca de Bill Satherwaite más de lo que el propio Satherwaite sabía acerca de sí mismo.

– ¿Quiere un chicle? -preguntó Satherwaite.

– No, gracias. ¿Y qué tipo de avión pilotaba?

– Cazas.

– ¿Sí? ¿Qué son cazas?

– Pues cazas. Cazas a reacción. Cazabombarderos. Pilotaba montones de aviones distintos, pero acabé en uno llamado F-111.

– ¿Puede hablar de ello… o es secreto militar?

Satherwaite rió.

– No, señor, no es ningún secreto. Es un aparato viejo, retirado hace ya tiempo del servicio. Igual que yo.

– ¿Echa usted de menos la experiencia?

– No echo de menos las garambainas, me refiero a todo el ceremonial de saludos y gaitas y todo el mundo mirándote continuamente. Y ahora tienen mujeres tripulando aviones de combate, por los clavos de Cristo. No puedo ni imaginarlo. Y esas zorras causan toda clase de problemas con sus chorradas de acoso sexual… disculpe, me he disparado. Oiga, ¿cómo son las mujeres de su tierra? ¿Saben cuál es su puesto en la sociedad?

– Ya lo creo que sí.

– Estupendo. Tal vez me vaya allí. Sicilia, ¿verdad? •

– Sí.

– ¿Qué idioma hablan allí?

– Un dialecto del italiano.

– Lo aprenderé y me iré allí. ¿Necesitan pilotos por esa zona?

– Desde luego.

– Estupendo.

Estaban subiendo a mil quinientos metros y el sol del atardecer brillaba casi directamente detrás de ellos, lo que hacía particularmente luminoso y dramático el panorama que se extendía delante, pensó Satherwaite. A la luz del sol poniente, el fértil terreno adquiría una tonalidad más intensa aún de colores y creaba una nítida línea de separación sobre el distante azul de las aguas costeras. Un viento de cola de veinticinco nudos aumentaba su velocidad sobre tierra, de modo que tal vez llegaran a Long Island antes de lo que había calculado.

En lo más recóndito de la mente de Satherwaite se albergaba la idea de que volar era más que un oficio. Era una vocación, una hermandad, una experiencia ultraterrena, como la que algunos de aquellos fanáticos beatos de Moncks Corner sentían en la iglesia. Cuando estaba volando se sentía mejor y tenía una mejor impresión de sí mismo. Esto, comprendió, era lo más que iba a conseguir.

– Echo de menos el combate -le dijo a su pasajero.

– ¿Cómo puede echar de menos una cosa así?

– No lo sé… En toda mi vida jamás me he sentido tan bien como cuando veía las trazadoras y los misiles a mi alrededor. Bueno -añadió-, quizá si me hubieran alcanzado, mis sentimientos serían distintos. Pero aquellos bastardos no eran capaces ni de darle al suelo meando.

– ¿Qué bastardos…?

– Oh, digamos simplemente los árabes. No puedo decir cuáles.

– ¿Por qué?

– Secreto militar. -Rió-. No la misión, sólo quienes iban en la misión.

– ¿Y eso por qué?

Bill Satherwaite miró un momento a su pasajero.

– Forma parte de las normas no divulgar los nombres de pilotos participantes en un bombardeo -respondió después-. El gobierno piensa que esos estúpidos camelleros del desierto van a venir a Estados Unidos a vengarse. Chorradas. Pero ya sabe, el capitán del Vincennes, aquel acorazado del Golfo que derribó accidentalmente a un avión comercial iraní… alguien le puso una bomba en el coche, en su furgoneta, en California nada menos. Fue horrible, estuvo a punto de matar a su mujer.

Jalil asintió. Estaba enterado del incidente. Con aquel coche bomba, los iraníes habían puesto de manifiesto que no aceptaban explicaciones ni excusas.

– En la guerra, la muerte engendra más muerte -dijo.

– ¿De veras? De todos modos, el gobierno piensa que esos camelleros podrían ser peligrosos para sus bravos guerreros. Qué cono, a mí no me importa quién sepa que yo bombardeé a los árabes. Que vengan a buscarme. Desearán no haberme encontrado.

– Sí… ¿Va usted armado?

Satherwaite miró de reojo a su pasajero y respondió:

– La señora Satherwaite no crió a un idiota.

– ¿Perdón?

– Estoy armado y soy peligroso.

Satherwaite continuó, mientras ascendían a dos mil metros:

– Pero entonces, durante la guerra del Golfo, el estúpido gobierno quería tener buena prensa, así que va y saca a los pilotos en televisión. Santo cielo, quiero decir que si tienen miedo a los cabrones de los árabes, ¿por qué andan paseando ante las cámaras de televisión a los pilotos de los cazas? Le diré por qué. Querían el apoyo de la opinión pública del país, así que presentan en la televisión a los muchachos para que sonrían y digan lo magnífica que es esta guerra y cómo a todo el mundo le encanta cumplir su jodido deber para con Dios y la Patria. Y por cada individuo que sacaban tenían unas cien tías paseando el cono ante las cámaras para demostrar lo políticamente correcto que es el ejército. Dios Santo, si hubiera visto usted la guerra en la CNN, habría pensado que la estaban librando exclusivamente las tías. Apuesto a que eso les jodió a los iraquíes. Ya sabe, pensar que les estaban zurrando la badana un puñado de fulanas. -Se echó a reír-. Me alegro de estar fuera de eso.

– Comprendo.

– Sí. Bueno, me he alterado un poco. Lo siento.

– Comparto sus sentimientos sobre el hecho de que las mujeres hagan trabajos de hombres.

– Estupendo. Debemos mantenernos unidos.

Rió de nuevo, pensando que aquel tipo no estaba tan mal, a pesar de ser extranjero.

– ¿Por qué tiene usted ese póster en la pared? -preguntó Jalil.

– Para recordar la vez que casi le meto una bomba en el culo -respondió Bill Satherwaite, sin pararse a pensar en razones de seguridad-. En realidad, mi misión no incluía su casa. Eso era cosa de Paul y Jim. Lanzaron una bomba justo sobre la casa del bastardo, pero Gadafi estaba durmiendo fuera, en una tienda de campaña nada menos. A los jodidos árabes les gustan sus tiendas, ¿verdad? Pero a quien le cayó encima fue a su hija, lo cual fue una lástima, pero la guerra es la guerra. Alcanzó también a su mujer y a dos de sus hijos, pero sin matarlos. Nadie quiere matar a mujeres y niños pero a veces están donde no deberían estar. ¿Comprende? Quiero decir que si yo fuese hijo de Gadafi me mantendría a un kilómetro de distancia de él. -Rió.

Jalil inspiró profundamente y se dominó.

– ¿Y cuál era su misión? -preguntó.

– El centro de comunicaciones, un depósito de combustible, un cuartel… algo más. No recuerdo. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada especial. Lo encuentro fascinante.

– ¿Sí? Bueno, olvídelo todo, señor Fanini. Como le dije, se supone que no debo hablar de ello.

– Desde luego.

Volaban a una altitud de crucero de 2 500 metros. Satherwaite redujo la potencia, y el rugido de los motores disminuyó.

– ¿Llamará usted a su amigo de Long Island? -preguntó Jalil.

– Sí, probablemente.

– ¿Es un amigo del ejército?

– Sí. Ahora es director de un museo de aviación. Si tenemos tiempo por la mañana, quizá me acerque por allí. Puede venir usted también si quiere. Le enseñaré mi viejo F-l 11. Tienen uno allí.

– Sería interesante.

– Sí. Hace un montón de años que no veo uno.

– Le traerá recuerdos.

– Sí.

Jalil miró el paisaje que se extendía a sus pies. Qué irónico, pensó, que acabara de matar al camarada de este hombre y ahora él mismo le estuviera transportando al lugar donde mataría a otro de sus camaradas. Se preguntó si el hombre que estaba a su lado apreciaría la ironía.

Asad Jalil se recostó en su asiento y levantó los ojos hacia el firmamento. Mientras el sol comenzaba a ponerse, rezó en silencio sus preceptivas oraciones y añadió:

– Dios ha bendecido mi yihad. Dios ha confundido a mis enemigos. Dios los ha puesto en mis manos. Dios es grande.

Bill Satherwaite se volvió.

– ¿Decía usted algo? -preguntó.

– Solamente daba gracias a Dios por el buen día que he pasado y le pedía que bendijese mi viaje a Norteamérica.

– ¿Sí? Pídale también que me haga un par de favores.

– Ya se lo he pedido. Se los hará.

CAPÍTULO 40

Mientras el taxi se alejaba de Federal Plaza, Kate me preguntó:

– ¿Vas a entrar esta vez? ¿O necesitas dormir?

Eso sonaba un poquitín burlón, quizá incluso como un desafío a mi virilidad. La mujer estaba aprendiendo qué botones había que pulsar.

– Subiré -respondí-. Tienes que decir «subir», no «entrar».

– Como quieras.

Permanecimos en el taxi en relativo silencio. El tráfico era escaso, un fugaz chaparrón primaveral hacía brillar el asfalto, y el taxista era de Croacia. Siempre se lo pregunto. Estoy haciendo una encuesta.

Bien, llegamos al edificio de apartamentos de Kate, y pagué el taxi, lo que incluía el viaje desde el JFK y la espera. Llevé también su maleta. Eso del sexo gratis es un cuento, dicho sea de paso.

El portero abrió la puerta, estoy seguro que preguntándose por qué la señora Mayfield salía con una maleta y volvía pocas horas después con la misma maleta y un hombre. Espero que la cuestión le obsesionara toda la noche.

Cogimos el ascensor y entramos en su apartamento, en el piso catorce.

Era un pisito alquilado con las paredes blancas, suelos de madera de roble, sin alfombras, y mobiliario minimalista moderno. No había plantas naturales, ni arte mural, ni esculturas, ni baratijas, ni, gracias a Dios, señales de que hubiese un gato. Un lienzo de pared estaba abarrotado de libros, un televisor y un reproductor de compact disc cuyos altavoces reposaban en el suelo.

Había una especie de cocina-despensa abierta, en la que Kate entró y abrió un armario.

– ¿Whisky? -preguntó.

– Por favor. -Deposité en el suelo su maleta y mi cartera.

Ella puso la botella de whisky en la barra de desayunos, entre la cocina y la zona del comedor, en la que no había mesa. Me senté en una banqueta ante la barra, y ella puso hielo en dos vasos y sirvió whisky.

– ¿Soda?

– No, gracias.

Entrechocamos los vasos y bebimos. Ella volvió a servir y apuró otro trago de whisky.

– ¿Has cenado? -me preguntó.

– No. Pero no tengo hambre.

– Bueno, hay algunas cosillas por aquí.

Abrió un armario y sacó varias bolsas grandes de celofán de aspecto horrible y nombres estrambóticos, como Crunch-Os. Comió un puñado de ganchitos anaranjados, o lo que fuesen.

Se sirvió otro whisky y luego se acercó a la cadena musical y puso un disco. Era un viejo título de Billie Holiday.

Se quitó los zapatos con una brusca sacudida de cada pie y se despojó luego de la chaqueta, dejando al descubierto una elegante blusa blanca bien cortada y una Glock en su funda. Pocos agentes de policía llevan ya funda sobaquera, y me pregunté por qué la llevaría ella. Echó la chaqueta sobre un sillón y luego se quitó la pistolera y la dejó caer sobre la chaqueta. Yo esperé a que siguiera poniéndose más cómoda aún, pero eso fue todo.

Así pues, no queriendo ni necesitando tener una ventaja armada, me quité la chaqueta y saqué la pistolera que llevaba sujeta al cinturón. Ella cogió ambas cosas, las puso encima de las suyas y se sentó a mi lado. En plan estrictamente profesional, yo le hablé de las ventajas de la nueva Glock del calibre 40 adoptada por los federales y de cómo tenía resultados superiores a los del modelo de nueve milímetros, etcétera, etcétera.

– No atravesará un chaleco blindado pero es capaz de derribar a un hombre.

Ella no parecía interesada en el tema.

– Tengo que arreglar este apartamento -dijo.

– A mí me parece que está muy bien.

– ¿Tú vives en un tugurio?

– Antes, sí. Pero acabé en la residencia conyugal. No está mal.

– ¿Cómo conociste a tu mujer?

– La compré por catálogo.

Se echó a reír.

– Encargué una cafetera pero creo que escribí mal el número de serie, y apareció ella. En paquete certificado.

– Eres un tipo raro. -Miró su reloj-. Quiero ver luego el noticiario de las once. Había convocadas tres conferencias de prensa.

– Muy bien.

Se puso en pie.

– Voy a ver si tengo algún mensaje en el contestador y a decir al CMP que estoy en casa -dijo. Me miró y preguntó-: ¿Debo decir que tú estás aquí?

– Eso es cosa tuya.

– En este caso tienen que saber en todo momento dónde estás.

– Lo sé.

– ¿Y bien? ¿Te quedas?

– También eso es cosa tuya. Sorpréndeme.

– Está bien.

Se volvió y salió por una puerta que daba a su dormitorio o a su despacho.

Tomé unos sorbos de whisky, reflexionando acerca de la duración y finalidad de mi visita. Sabía que, si terminaba mi vaso y me iba, la Mayfield y yo dejaríamos de ser amigos. Si me quedaba y hacía la cosa, la Mayfield y yo dejaríamos de ser amigos. Estaba realmente acorralado.

Kate regresó:

– Sólo había ese mensaje tuyo. -Se sentó de nuevo a mi lado y revolvió con el dedo su whisky con hielo-. He llamado al CMP.

– ¿Has mencionado que estaba yo aquí? -pregunté final mente.

– Sí. El oficial de guardia tenía el altavoz conectado, y he podido oír la salva de aplausos.

Sonreí.

Se sirvió más whisky y luego revolvió entre las bolsas de celofán, comentando:

– No debería tener en casa esta basura. En realidad, sé cocinar. Pero no lo hago. ¿Cómo te las arreglas tú para comer en casa?

– Me suelo llevar a casa los animales que atropello con el coche.

– ¿Te gusta vivir solo?

– A veces.

– Yo nunca he vivido con nadie.

– ¿Por qué?

– El trabajo, supongo. Los horarios. Llamadas a todas horas, viajes aquí y allá. Traslados. Además, hay que tener en casa armas y documentos confidenciales, pero supongo que eso no tiene mayor importancia. Los veteranos suelen decirme que, hace años, si una agente vivía con un tío, tenía problemas.

– Probablemente sea verdad.

– No creo que los tíos salieran tampoco muy bien librados. Tú eres un veterano -añadió-. ¿Cómo era la vida en los años cuarenta?

Sonreí pero no tenía ninguna gracia.

La Mayfield había consumido cuatro whiskies pero parecía bastante lúcida.

Escuchamos un rato Sólo tengo ojos para ti y charlamos.

– Yo bebo cuando estoy nerviosa -me sorprendió ella-. El sexo siempre me pone nerviosa. Quiero decir, la primera vez, no el sexo propiamente dicho. ¿Y a ti?

– Sí… Me pongo un poco tenso.

– No eres tan duro como aparentas.

– Estás pensando en mi gemelo malo. James Corey.

– ¿Quién es la mujer de Long Island?

– Ya te lo dije. Una policía de Homicidios.

– ¿Es una relación seria? Bueno, no quiero ponerte en una situación embarazosa.

No respondí.

– Muchas mujeres de la oficina te consideran muy sexy -dijo.

– ¿De veras? He cuidado al máximo mi comportamiento.

– No importa lo que hagas o digas. Es tu forma de andar y mirar.

– ¿Me estoy ruborizando?

– Un poco. ¿Y yo estoy siendo demasiado atrevida?

Tengo preparada una buena contestación para eso, y dije:

– No, estás siendo franca y sincera. Me gusta la mujer capaz de expresar su interés por un hombre sin ninguna de las trabas que la sociedad impone a las mujeres.

– Tonterías.

– Sí. Pásame el whisky.

Cogió la botella y se dirigió al sofá.

– Vamos a ver las noticias.

Yo cogí mi vaso y me senté en el sofá. Ella apagó el tocadiscos, empuñó el mando a distancia y sintonizó el noticiario de las once de la CBS.

El asunto principal era el caso del vuelo 175 de Trans-Continental y las conferencias de prensa. La presentadora estaba diciendo:

– Tenemos nuevos y sorprendentes datos en relación con la tragedia del vuelo Uno-Siete-Cinco en el aeropuerto Kennedy el sábado. El FBI y la policía de Nueva York han anunciado hoy en una conferencia de prensa conjunta lo que se venía rumoreando desde hace días que las muertes ocurridas a bordo del vuelo de Trans-Continental fueron consecuencia de un atentado terrorista y no de un accidente. El FBI considera principal sospechoso del ataque a un ciudadano libio llamado Asad Jalil… -Una foto de Jalil apareció en la pantalla y permaneció allí mientras la presentadora continuaba-: Ésta es la foto que les mostramos anoche y la persona de la que informábamos que estaba siendo objeto de búsqueda nacional e internacional. Ahora hemos sabido que es el principal sospechoso de la tragedia…

Kate pasó a la NBC, y la información era prácticamente idéntica, y sintonizó después la ABC y luego la CNN. Continuó cambiando de canal, lo cual cuando lo hago yo está muy bien, pero cuando lo hace otro, en particular si es una mujer, resulta un incordio.

De todos modos, captamos lo esencial de las diversas informaciones, pusieron luego varios fragmentos de la primera conferencia de prensa, y se vio a Félix Mancuso, jefe de la oficina del FBI de Nueva York, ofreciendo unos pocos detalles, cuidadosamente seleccionados, del incidente. Tras él salió el comisario de policía.

Apareció luego Jack Koenig, quien habló brevemente sobre los esfuerzos coordinados del FBI y la policía neoyorquina pero sin mencionar por su nombre a la Brigada Antiterrorista.

Koenig no mencionó a Peter Gorman ni a Phil Hundry pero habló de las muertes de Nick Monti, Nancy Tate y Meg Collins, a quienes identificó como agentes federales, y, naturalmente, tampoco hizo ninguna referencia al Club Conquistador. Su breve descripción de sus muertes sugería la idea de que habían muerto en un tiroteo con el terrorista durante su huida.

La grabación de la conferencia de prensa conjunta del FBI y la policía de Nueva York terminó con una andanada de preguntas por parte de los periodistas, pero todos los personajes importantes parecían haberse esfumado, dejando al diminuto Alan Parker solo en el podio, con el aire de un ciervo sorprendido bajo la luz de los faros.

La locutora presentó luego la segunda conferencia de prensa celebrada en el ayuntamiento, con intervenciones del alcalde, el gobernador y otros políticos, todos los cuales prometían hacer algo pero sin concretar en absoluto qué era lo que iban a hacer. Lo importante era que tenían la oportunidad de salir en televisión.

Hubo después un vídeo de Washington mostrando al director del FBI y al subdirector de la sección de contraterrorismo, con quien nos habíamos reunido en el cuartel general del FBI. Todos hicieron una declaración sombría pero optimista.

El subdirector aprovechó la oportunidad para anunciar de nuevo la recompensa de un millón de dólares por cualquier información que condujese a la detención de Asad Jalil. Ni siquiera dijo «condena», sólo detención. Para los que estaban en el ajo, se trataba de algo insólito y denotaba un alto grado de ansiedad y desesperación.

A continuación, hubo una rápida escena de la Casa Blanca, en la que el presidente formuló una declaración cuidadosamente redactada que, según me pareció, podría servir casi para cualquier ocasión, incluso para la semana de la Biblioteca Nacional.

Observé que toda la información, incluidas largas conferencias de prensa, había durado unos siete minutos, lo cual es mucho para un telediario. Quiero decir que yo tengo metida en la cabeza la jocosa escena en la que un locutor lee con voz monótona las noticias del día y dice: «Un meteorito se dirige hacia la Tierra y destruirá el planeta el miércoles.» Y luego se vuelve hacia el cronista deportivo y dice: «Bueno, Bill, ¿y qué hay del partido de hoy de los Mets?»

Quizá exagero pero había una noticia de cierta importancia, acerca de la cual yo tenía un conocimiento de primera mano, y ni siquiera yo podía seguir el caleidoscopio de imágenes y sonidos.

Pero todas las cadenas prometían un reportaje especial a las once y media, y esos reportajes solían ofrecer una información mejor y más amplia. Los noticiarios habituales eran más bien atracciones populares.

La cuestión, no obstante, era que había saltado la liebre y la foto de Asad Jalil estaba en las ondas. Deberían haberlo hecho antes, pero más vale tarde que nunca.

Kate apagó el televisor con el mando a distancia y encendió el tocadiscos con el mismo mando. Asombroso.

– Quiero ver la reposición de esta noche de «Expediente X», el episodio ése en que Mulder y Scully descubren que su ropa interior es una forma de vida extraterrestre -dije.

No respondió.

Había llegado el Momento.

Se sirvió otro whisky, y vi que realmente le temblaba la mano. Se me acercó deslizándose sobre el sofá, y yo la rodeé con el brazo. Bebimos del mismo vaso mientras escuchábamos a la sexy Billie Holiday cantando Soledad.

Carraspeé y dije:

– ¿Podemos ser sólo amigos?

– No. Ni siquiera me gustas.

– Oh…

Bueno, nos besamos, y en cosa de dos segundos el pequeño Juanito se convirtió en el malvado Juanón.

Antes de darme cuenta, todas nuestras ropas se hallaban dispersas por el suelo y sobre la mesita, y yacíamos desnudos, de costado, frente a frente en el sofá.

Si el FBI concediese medallas a los buenos cuerpos, Kate Mayfield recibiría una estrella de oro con incrustaciones de diamantes. Quiero decir que yo estaba demasiado cerca para ver su cuerpo pero, como la mayoría de los hombres en esta clase de situaciones a oscuras y a corta distancia, había desarrollado el sentido del tacto de un ciego.

Mis manos se deslizaban sobre sus muslos y sus nalgas, por entre sus piernas y a lo largo del vientre hasta los pechos. Su piel era suave y fría, como a mí me gusta, y sus músculos estaban evidentemente tonificados por la gimnasia.

Mi propio cuerpo, si a alguien le interesa, puede ser descrito como vigoroso pero flexible. En otro tiempo yo tenía un vientre liso como una tabla de planchar pero desde que recibí un balazo en la región inguinal desarrollé una cierta adiposidad, como una especie de toallita húmeda enrollada sobre la tabla.

El caso es que Kate me pasó la mano sobre la nalga derecha y se detuvo al encontrar la dura cicatriz que tengo en la parte inferior.

– ¿Qué es eso?

– Orificio de salida.

– ¿Por dónde entró?

– Bajo vientre.

Llevó la mano a mi región inguinal y exploró hasta encontrar el lugar situado a unos siete centímetros al norte y al este de Monte Pajarito.

– Oooh… le anduvo cerca.

– Más cerca, y sólo seríamos amigos.

Se echó a reír y me abrazó con tanta fuerza que me dejó sin aire el pulmón malo. Santo cielo, aquella mujer era fuerte.

En algún recóndito lugar de mi mente albergaba la seguridad de que Beth Penrose no aprobaría aquello. Yo tengo conciencia pero Wee Willie Winkie carece de ella por completo, así que para resolver el conflicto, desconecto el cerebro y dejo que Willie tome el mando de la situación.

Estuvimos tocándonos, abrazándonos y apretujándonos durante unos diez minutos. Hay algo exquisito en la exploración de un nuevo cuerpo desnudo…, la textura de la piel, las curvas, las colinas y los valles, el sabor y el aroma de una mujer. A mí me gusta la estimulación previa pero Willie se impacienta, así que sugiero que nos vayamos al dormitorio.

– No, házmelo aquí -replicó.

No es problema. Bueno… un poco problemático sí que resulta en el sofá pero donde está Willie siempre hay solución.

Se encaramó encima de mí, y en un instante modificamos el carácter de nuestra relación profesional.

Me quedé tumbado en el sofá mientras Kate iba al cuarto de baño. No sabía qué clase de anticonceptivo utilizaba pero no veía cunas ni parques en el apartamento, por lo que imaginaba que tenía controlado el asunto.

Regresó al cuarto de estar y encendió la lámpara que había junto al sofá. Se quedó de pie, mirándome, y yo me incorporé. Podía ver ahora su cuerpo entero, y era realmente exquisito, más rotundo de lo que había imaginado en las pocas ocasiones en que la había desnudado mentalmente. También advertí que era rubia natural, arriba y abajo, pero eso ya lo imaginaba.

Se arrodilló delante de mí y me separó las piernas. Observé que tenía una toallita húmeda en la mano y frotó un poco el cohete con ella, lo que estuvo a punto de provocar otro lanzamiento.

– No está mal para un viejo -comentó-. ¿Tomas Viagra?

– No, tomo nitrato potásico para mantenerlo flojo.

Se echó a reír. Luego se inclinó y apoyó la cabeza en mi regazo. Yo le acaricié el pelo.

Levantó la cabeza y nos cogimos las manos. Ella vio la cicatriz de mi pecho, la tocó y pasó la mano hacia mi espalda hasta que sus dedos encontraron el orificio de salida.

– Esta bala te fracturó la costilla anterior y la posterior.

Supongo que las damas del FBI conocen estas cosas. Muy clínico. Pero mejor que «oh, pobrecito, debió de ser muy doloroso».

– Ahora le puedo decir a Jack dónde te hirieron-rió y me preguntó-: ¿Tienes hambre?

– Sí.

– Muy bien. Prepararé unos huevos revueltos.

Entró en la pequeña cocina, y yo me levanté y empecé a recoger las prendas esparcidas.

– No te vistas -exclamó ella.

– Sólo quería ponerme un momento tus bragas y tu sostén.

Rió de nuevo.

La veía moverse desnuda por la cocina, como una diosa ejecutando ceremonias sagradas en el templo.

Rebusqué entre el montón de compact disc y encontré uno de Willie Nelson, mi música poscoital favorita.

Willie cantaba Don't Get Around Much Anymore.

– Me gusta ésa -dijo Kate.

Miré los libros de los estantes. De ordinario se puede saber bastante acerca de una persona basándose en lo que lee. La mayoría de los libros de Kate era manuales prácticos, la clase de cosa que debe uno leer para mantenerse al día en esta profesión. Había también muchos libros sobre crímenes reales, libros sobre el FBI, terrorismo, sicología anormal y esa clase de cosas. No había novelas, ni clásicos, ni poesía, ni libros de arte o fotografía. Esto reforzaba mi primera impresión de la Mayfield como una profesional entregada, una jugadora de equipo, una dama que nunca se aventuraba en territorios ajenos.

Pero, evidentemente, había en ella también otro aspecto, y no era muy complicado; le gustaban los hombres, y le gustaba el sexo. Pero ¿por qué le gustaba yo? Quizá quería arrugar unas cuantas narices entre sus colegas del FBI saliendo con un policía. Quizá estaba harta de atenerse a las normas no escritas y a las directrices escritas. Quizá era sólo una tía cachonda. ¿Quién sabe? Un tipo podría volverse loco tratando de analizar por qué había sido elegido como compañero sexual.

Sonó el teléfono. Se supone que los agentes tienen una línea independiente para las llamadas oficiales pero ella no levantó siquiera la vista hacia el teléfono mural de la cocina para ver qué línea estaba encendida. El teléfono continuó sonando hasta que saltó el contestador.

– ¿Puedo hacer algo? -pregunté.

– Sí, péinate y límpiate las manchas de carmín de la cara.

– De acuerdo.

Entré en el dormitorio y advertí que la cama estaba hecha. ¿Por qué hacen la cama las mujeres?

En cualquier caso, el dormitorio era tan austero como el cuarto de estar, y por su aspecto, podría tratarse perfectamente de la habitación de un motel. Era evidente que Kate Mayfield no se había instalado definitivamente en Manhattan.

Entré en el baño. Así como las demás habitaciones tenían un aspecto pulcro y escueto, el baño producía la impresión de que alguien había estado allí con una orden de registro. Tomé un peine del abarrotado anaquel y me peiné. Luego me lavé la cara e hice gárgaras con un elixir bucal. Me miré en el espejo. Tenía bolsas bajo los ojos inyectados en sangre, mi piel estaba un poco pálida y la cicatriz del pecho resaltaba blanquecina y sin vello en el tórax. Evidentemente, los muchos kilómetros recorridos habían dejado su huella en John Corey, y aún quedaban más. Pero mi cigüeñal funcionaba todavía, aunque la batería estuviese baja.

No queriendo permanecer demasiado tiempo en los aposentos privados de mademoiselle, volví al cuarto de estar.

Kate había puesto sobre la mesita dos platos de huevos revueltos con tostadas y dos vasos de zumo de naranja. Me senté en el sofá, ella se arrodilló en el suelo, enfrente de mí, y comimos. La verdad era que estaba hambriento.

– Llevo ocho meses en Nueva York, y tú eres el primer hombre con el que he estado -me dijo.

– Lo he notado.

– ¿Y tú?

– Hace años que no estoy con un hombre.

– En serio.

– Bueno… ¿qué puedo decir? Me he estado viendo con alguien. Lo sabes.

– ¿Podemos deshacernos de ella?

Me eché a reír.

– Hablo en serio, John. No me importa compartir a alguien durante unas semanas pero, después de eso, siento que… ya sabes.

No estaba muy seguro de ello pero dije:

– Te entiendo, perfectamente.

Nos miramos el uno al otro durante largo rato. Finalmente, comprendí que debía decir algo, así que indiqué:

– Escucha, Kate, creo que, simplemente, te encuentras sola. Y muy ocupada. Yo no soy un príncipe azul, aunque ahora te lo pueda parecer, así que…

– Bobadas. No estoy tan sola ni tan ocupada. Continuamente tengo hombres acosándome. Tu amigo, Ted Nash, me ha pedido diez veces que salga con él.

– ¿Qué? -Solté el tenedor-. Ese insignificante montón de mierda… !

– No es insignificante.

– Es un montón de mierda.

– No lo es.

– Eso me revienta. ¿Saliste con él?

– Sólo unas cuantas veces a cenar. Cooperación entre agencias.

– Maldita sea, me revienta. ¿Por qué te ríes?

No me dijo por qué se estaba riendo pero supongo que yo ya lo sabía.

Observé cómo se tapaba la cara con la mano mientras trataba de tragar los huevos revueltos y reír al mismo tiempo.

– Si te atragantas, no conozco la maniobra Heimlich -dije.

Eso la hizo reír más aún.

Opté por cambiar de tema y le pregunté qué opinaba de las conferencias de prensa.

Respondió, pero yo no le prestaba atención. Pensaba en Ted Nash y en cómo se había portado con Beth Penrose durante el caso de Plum Island. Bueno, quizá era recíproco y carecía de importancia en realidad, pero yo no tolero bien la competencia. Creo que Kate Mayfield se lo imaginaba y tal vez lo estuviera utilizando contra mí.

Pensé después en Beth Penrose y, la verdad sea dicha, me sentía un poco culpable. Mientras que a Kate Mayfield no le importaba compartir relaciones sexuales durante unas semanas, yo soy fundamentalmente monógamo y prefiero los dolores de cabeza de uno en uno… salvo un fin de semana en Atlantic City con aquellas dos hermanas, pero eso es otra historia.

Así que permanecimos allí un rato, con nuestros cuerpos tocándose, mientras comíamos los huevos. Hace tiempo que no he comido con una mujer estando ambos desnudos, y recuerdo que solía disfrutar realmente con ello. Si uno lo piensa bien, hay algo en común entre el alimento y la desnudez, el comer y el sexo. Por una parte, es primitivo; y por otra, es muy sensual.

Bueno, estaba cayendo por la resbaladiza pendiente del abismo del amor, el compañerismo y la felicidad, y sabido es adónde conduce todo eso. A la desdicha.

¿Y qué? Hay que lanzarse.

– Llamaré a Beth por la mañana y le diré que todo ha terminado -le dije.

– No necesitas hacerlo. Lo haré yo por ti. -Rió de nuevo.

Evidentemente, Kate Mayfield estaba de un humor poscoital mejor que el mío. Yo me sentía desconcertado, confuso y un poco asustado. Pero lo arreglaría todo por la mañana.

– Hablemos del negocio -dijo-. Cuéntame más cosas del informante.

Así que narré de nuevo mi interrogatorio de Fadi Asuad, sintiéndome menos culpable al abreviar mi día de comida y sexo.

Ella me escuchó atentamente y luego preguntó:

– ¿Y no crees que es un cuento?

– No. Su cuñado ha muerto.

– Sin embargo, podría ser todo parte del plan. Esa gente es capaz de actuar con una crueldad que nosotros no podemos comprender.

Reflexioné unos instantes.

– ¿Qué propósito tendría hacernos creer que Asad Jalil fue a Perth Amboy en taxi?

– Para que pensemos que está en la carretera y dejemos de buscarlo en Nueva York.

– Estás forzando las cosas. Si hubieras visto a Fadi Asuad, sabrías que decía la verdad. Gabe también lo creía así, y yo confío en el instinto de Gabe.

– Fadi dijo lo que sabía, pero eso no demuestra que Jalil estuviese en el taxi. Pero si lo estaba, entonces el asesinato de Frankfurt fue una maniobra de diversión y el asesinato de Perth Amboy fue el verdadero.

– Exacto.

Rara vez trato de encontrar soluciones a los problemas con un colega del sexo opuesto estando ambos en pelota picada, y no resulta tan placentero como podría parecer. Pero supongo que es mejor que una reunión en torno a una mesa de conferencias.

– Bueno -dije-, te he evitado tener que pasar unas semanas en Europa con Ted Nash.

– Por eso creo que te has inventado todo esto. Para hacerme volver aquí.

Sonreí.

Ella permaneció unos instantes en silencio.

– ¿Crees en el destino? -preguntó finalmente.

Reflexioné acerca de ello. Mi encuentro casual de hacía un año con los dos tipos hispanos en la calle 102 Oeste había puesto en marcha una sucesión de acontecimientos que me llevaron a la baja por enfermedad, luego a la brigada antiterrorista y luego al momento y lugar en que me hallaba. Yo no creo en la predestinación, la fortuna, el hado o la suerte. Yo creo que una combinación de libre albedrío y caos desordenado controla nuestros destinos, que el mundo es como una especie de rebajas de prendas femeninas en Loehmann's. En cualquier caso, uno debe mantenerse continuamente alerta, presto a ejercitar su libre albedrío en medio de un entorno peligroso y crecientemente caótico.

– ¿John?

– No, no creo en el destino. No creo que estuviéramos destinados a encontrarnos, ni creo que estuviéramos destinados a hacer el amor en tu apartamento. El encuentro fue casual, hacer el amor fue idea tuya. Gran idea, por cierto.

– Gracias. Ahora tienes que cortejarme.

– Conozco las reglas. Siempre mando flores.

– Déjate de flores. Simplemente, sé amable conmigo en público.

Tengo un amigo escritor que entiende de mujeres, y una vez me dijo: «Los hombres hablan con las mujeres para poder acostarse con ellas, y las mujeres se acuestan con los hombres para que éstos les hablen.» Esto parecía aplicable a todo el mundo pero no estoy seguro de lo larga que debe ser la conversación que debo mantener después de una relación sexual. Con Kate Mayfield, la respuesta parecía ser: muchísimo.

– ¿John?

– Oh… bueno, si soy amable contigo en público/la gente hablará.

– Muy bien. Y los otros idiotas se mantendrán apartados de mí.

– ¿Qué otros idiotas? Aparte de Nash.

– No importa. -Se echó hacia atrás y apoyó los pies descalzos sobre la mesita, se estiró, bostezó y movió los dedos de los pies. Dijo-: Me he quedado de maravilla.

– He procurado esmerarme.

– Me refería a la cena.

– Oh. -Miré el reloj digital del vídeo y dije-: Tengo que irme.

– Ni hablar. Hace tanto tiempo que no paso la noche con un hombre que no recuerdo quién retiene a quién.

Reí entre dientes. Lo que me atraía de Kate Mayfield, supongo, era que en público tenía un aire y un comportamiento virginales y edificantes pero aquí… bueno, supongo que ya se hacen una idea. Esto excita a algunos hombres, y yo soy uno de ellos.

– No tengo cepillo de dientes.

– Yo tengo uno de esos kits de aseo para hombres, que dan en las compañías aéreas a los pasajeros de clase business. Lo he estado guardando.

– ¿Qué compañía? A mí me gusta el kit de British Airways.

– Creo que es de Air France. Lleva un condón.

– Hablando de eso…

– Confía en mí. Trabajo para el gobierno federal.

Tal vez fuera eso lo más gracioso que había oído desde hacía meses.

Encendió la tele y se echó en el sofá, apoyando la cabeza en mi regazo. Yo le acaricié los pechos, lo que hizo que se extendiera mi brazo hidráulico, y ella levantó la cabeza y dijo: «Unos centímetros más, por favor», y se echó a reír. Estuvimos hasta eso de las dos de la madrugada viendo un montón de pases de las noticias ya vistas, además de unos cuantos reportajes sobre lo que ahora se llamaba «El ataque terrorista del vuelo 175». En las noticias parecía que se estaba intentando dejar al margen el nombre de su principal anunciante, Trans-Continental. De hecho, por extraño que pueda parecer, uno de los canales tenía un anuncio de Transcontinental en el que se mostraban felices pasajeros de clase turista, lo cual es un oxímoron. Yo creo que utilizan enanos para hacer que los asientos parezcan más grandes. Observen también que nunca ponen pasajeros de aspecto árabe en los anuncios.

Como quiera que fuese, los bustos parlantes de los reportajes habían sido tomados de todos los rincones del planeta, y allí estaban, parloteando sobre terrorismo mundial, la historia del terrorismo en Oriente Medio, Libia, extremistas musulmanes, gas cianhídrico, pilotos automáticos, etcétera, etcétera.

A eso de las tres nos retiramos al dormitorio, llevando encima solamente nuestras pistolas y sus fundas.

– Yo duermo desnudo -dije-, pero con la pistola en su funda.

Ella sonrió y bostezó. Luego se pasó sobre la piel desnuda del hombro la correa de la pistolera, y si está uno metido en esa clase de cosas, resulta sexy.

– Se hace raro. Las tetas y la pistola, quiero decir -dijo, mirándose en el espejo.

– Sin comentarios.

– Ésta era la funda sobaquera de mi padre -me dijo-. Yo no quería decirle que ya no se usaban las sobaqueras. Adapté a la correa una funda de Glock, y me la pongo una vez a la semana, y cada vez que voy a casa.

Moví la cabeza. Aquello me mostraba un aspecto nuevo y delicado de Kate Mayfield.

Se quitó la sobaquera, fue hasta el contestador de la mesilla de noche y pulsó un botón. Sonó la inconfundible voz de Ted Nash diciendo:

– Kate, soy Ted, te llamo desde Frankfurt. Me han comunicado que Corey y tú no vais a reuniros con nosotros aquí. Debéis reconsiderar vuestra decisión. Los dos estáis perdiendo una buena oportunidad. Creo que el asesinato del taxista fue sólo una treta para desviar la atención… De todos modos, llámame… es poco más de medianoche en Nueva York… Creía que estarías en casa… me dijeron que saliste de la oficina y te ibas a casa… Corey tampoco está en casa. Bueno, llámame aquí hasta las tres o las cuatro de la madrugada, hora tuya. Estoy en el Frankfurter Hof. -Dio el número y añadió-: O trataré de localizarte más tarde en la oficina. Tenemos que hablar.

Ni Kate ni yo dijimos nada, pero me irritó oír la voz de aquel tío en el dormitorio de Kate Mayfield, y supongo que ella lo notó, porque dijo:

– Hablaré con él más tarde.

– Son sólo las tres -respondí-, las nueve allí. Puedes pillarlo en su habitación, mirándose al espejo.

Sonrió pero no dijo nada.

Supongo que, como de costumbre, Ted y yo teníamos teorías diferentes. Yo pensaba que el asesinato de Frankfurt era la maniobra de diversión. Y estaba casi seguro de que el astuto Ted lo pensaba también pero quería que yo fuese a Alemania. Interesante. Bien, si Ted dice que vaya al punto B, entonces me quedo en el punto A. Así de sencillo.

Kate ya estaba en la cama, instándome a que me reuniera con ella. Así que me metí en la piltra y nos acurrucamos, entrelazando los brazos y las piernas. Las sábanas eran frescas y tersas, la almohada y el colchón eran firmes, y también lo era Kate Mayfield. Esto era mejor que dar cabezadas en el sillón delante del televisor.

El cerebro grande se estaba adormilando, pero el cerebro pequeño estaba completamente despierto, como sucede a veces. Kate se puso encima de mí y guardó el pajarito en la jaula. En algún momento me desvanecí y soñé con extraordinario realismo que estaba haciendo el amor con Kate Mayfield.

CAPÍTULO 41

Asad Jalil contemplaba la franja de campiña que se deslizaba bajo el avión mientras el viejo Piper atravesaba el límpido firmamento a 2 500 metros de altura, en dirección nordeste, rumbo a Long Island.

– Tenemos un buen viento de cola, así que estamos haciendo un tiempo excelente -dijo Bill Satherwaite a su pasajero.

– Magnífico. -El viento de cola te ha acortado la vida.

– Pues, como le decía, aquélla era la misión de ataque en caza a reacción más larga jamás realizada. Y el F-l 11 no es precisamente cómodo.

Jalil permanecía en silencio, escuchando.

– Los jodidos franceses no quisieron dejarnos volar sobre su país -continuó Satherwaite-. Pero los italianos no pusieron pegas, dijeron que podíamos aterrizar en Sicilia si hacía falta. Así que, para mí, ustedes son estupendos.

– Gracias.

Estaba pasando bajo ellos Norfolk, en Virginia, y Satherwaite aprovechó la oportunidad para señalar por encima del ala derecha la base naval estadounidense.

– Mire, ahí está la flota, ¿ve esos dos portaaviones en sus dársenas? ¿Los ve?

– Sí.

– La Armada hizo un buen trabajo para nosotros aquella noche. No entraron en acción pero el solo hecho de saber que estaban allí para cubrirnos a la vuelta del ataque daba una gran tranquilidad.

– Sí, lo comprendo.

– Pero resultó que la cobarde aviación libia no nos persiguió una vez que terminamos el ataque. Seguramente -añadió-, sus pilotos estaban metidos debajo de la cama, meándose en los calzoncillos. -Rió.

Jalil recordó con vergüenza e ira su propio episodio de incontinencia. Carraspeó:

– Creo recordar que uno de los aviones norteamericanos fue derribado por la fuerza aérea libia -dijo.

– En absoluto. Los libios ni siquiera despegaron.

– Pero ustedes perdieron un aparato, ¿no?

Satherwaite miró de soslayo a su pasajero y respondió:

– Sí, perdimos un aparato pero somos muchos los que estamos seguros de que el piloto cometió algún error, sobrevoló la playa a una altura demasiado baja y se estrelló contra el agua.

– Quizá fue derribado por un misil, o por fuego antiaéreo.

Satherwaite lo miró de nuevo.

– Sus defensas antiaéreas eran una porquería. Quiero decir que tenían toda esa alta tecnología de los rusos pero no tenían ni la cabeza ni los huevos necesarios para usarla. -Satherwaite reconsideró esta observación y añadió-: Aunque la verdad es que había mucha Triple A y una nube de misiles tierra-aire volando hacia nosotros. Yo tuve que maniobrar para evitar los misiles, ¿sabe?, pero con la Triple A lo único que se puede hacer es lanzarse hacia adelante, sin más.

– Fue usted muy valiente.

– Sólo estaba haciendo mi trabajo.

– ¿Y fue usted el primer avión que voló sobre Al Azziziyah?

– Sí. El avión de cabeza… Oiga, ¿he mencionado yo Al Azziziyah?

– Sí.

– ¿Sí? -Satherwaite no recordaba haber utilizado esa palabra, que apenas si acertaba a pronunciar-. De todos modos, mi armero, mi oficial de armamento, Chip… no puedo mencionar apellidos, pues el tío lanzó cuatro bombas; tres de ellas hicieron blanco, y la otra se le desvió, pero dio contra algo.

– ¿Dónde dio?

– No lo sé. Las fotos tomadas posteriormente desde el satélite mostraban… quizá unos cuarteles o casas… sin explosiones secundarias, así que no era lo que teníamos que destruir, que era un antiguo almacén de municiones italiano. ¿Qué más da? Le dio a algo. Eh, ¿sabe cómo se hace un recuento de bajas? El satélite cuenta los brazos y las piernas y divide entre cuatro. -Soltó una carcajada.

Asad Jalil sentía latirle violentamente el corazón y rogó a Dios que le diera fuerzas para dominarse. Inspiró profundamente varias veces y cerró los ojos. Aquel hombre, comprendió, había matado a su familia. Vio las imágenes de sus hermanos, Esam y Qadir, de sus hermanas, Adara y Lina, y de su madre, que le sonreía desde el Paraíso y rodeaba con los brazos a sus cuatro hijos. Sacudía la cabeza y movía los labios pero él no podía oír lo que estaba diciendo, aunque sabía que su madre estaba orgullosa de él y lo alentaba a culminar su tarea de vengar sus muertes.

Abrió los ojos y miró ante sí el firmamento azul. Una solitaria y brillante nube blanca pendía a la altura de sus ojos y comprendió que aquella nube contenía a su familia.

Pensó también en su padre, a quien apenas recordaba, y le dijo en silencio: «Haré que te sientas orgulloso, padre.»

Pensó luego en Bahira, y le asaltó de pronto la idea de que el monstruo que estaba sentado a su lado había sido en realidad el responsable de su muerte.

– Ojalá hubiera sido yo el encargado de Gadafi -dijo Satherwaite. Ese objetivo se lo asignaron a Paul, un bastardo con suerte. Quiero decir que no teníamos la seguridad de que el cabrón del árabe fuese a estar en el recinto militar aquella noche, pero los del G-2 creían que sí. Se supone que uno no debe asesinar a jefes de Estado. Alguna clase de estúpida ley… creo que fue el marica de Cárter quien firmó esa ley. No se puede intentar matar a jefes de Estado. Chorradas. Puedes destrozar civiles a bombazos, y no puedes matar al mandamás. Pero Reagan tenía más huevos que el marica de Cárter, así que Ronnie va y dice: «Adelante», y Paul es el que recibe el encargo. ¿Entiende? Su armero era ese Jim, el que vive en Long Island. Paul encuentra sin problemas la casa de Gadafi, y Jim lanza la bomba justo encima del objetivo. Adiós casa. Pero el pune-tero Gadafi está durmiendo en alguna jodida tienda o algo así lejos de allí… ¿le había contado esto? El caso es que el tío se libra sin más consecuencias que cagarse y mearse en los pantalones.

Asad Jalil inspiró profundamente y observó:

– Pero usted dijo que su hija resultó muerta…

– Sí… un fallo. Pero eso suele pasar en este jodido mundo, ¿no cree? Quiero decir que cuando intentaron matar a Hitler con una bomba, un montón de gente que había a su alrededor quedó hecha puré, y ese cabrón salió tan campante sin nada más que el bigote un poco chamuscado. ¿Qué está pensando Dios? ¿Lo sabe usted? Esta chica resulta muerta, nosotros quedamos como unos malvados y el cabrón del jefe no sufre ni un rasguño.

Jalil no respondió.

– Eh, y la otra misión buena le tocó a otra escuadrilla. ¿Se lo he contado? Esta otra escuadrilla tenía varios objetivos en el mismo Trípoli, y uno de ellos era la embajada francesa. Bueno, nadie lo reconoció jamás, y se dio por supuesto que se trataba de un error, pero uno de nuestros hombres lanzó una bomba justo sobre los jardines de la embajada francesa. No se quería matar a nadie, y era por la mañana temprano, de modo que no debía haber nadie por allí, y de hecho no había nadie. Pero piense en eso… alcanzamos la casa de Gadafi, y él está en el jardín. Luego bombardeamos adrede el jardín de la embajada francesa pero no hay nadie en la embajada. ¿Entiende lo que quiero decir? ¿Y si hubiera sido al revés? Alá estaba velando por ese cabrón aquella noche. Eso le da a uno que pensar.

Jalil sintió que le temblaban las manos y unos convulsivos estremecimientos le sacudían el cuerpo. Si hubieran estado en tierra, habría matado con sus propias manos a aquel perro blasfemo. Cerró los ojos y oró.

– Quiero decir que los franceses son buenos amigos nuestros -continuó Satherwaite-, aliados nuestros, pero se pusieron tontos y no quisieron dejarnos volar sobre su territorio, así que les mostramos que cuando las tripulaciones tienen que volar horas extra y se fatigan un poco pueden ocurrir accidentes. -Satherwaite soltó una carcajada-. Sólo un accidente. Excusez-moi! -Rió de nuevo y añadió-: ¿Tenía huevos Ronnie o no? Necesitamos más tipos como él en la Casa Blanca. Bush era un piloto de caza. ¿Lo sabía? Fue derribado por los japoneses en el Pacífico. Era un tío legal. Y luego nos vino ese jodido gallina de Arkansas… ¿le interesa la política?

Jalil abrió los ojos y respondió:

– En mi calidad de forastero en su país, no hago comentarios sobre política norteamericana.

– ¿No? Bueno, claro. De todos modos, los putos libios se llevaron lo que merecían por poner una bomba en aquella discoteca.

Jalil permaneció en silencio unos instantes y luego observó:

– Eso ocurrió hace mucho tiempo, y, sin embargo, parece usted recordarlo muy bien.

– Sí… bueno, es difícil olvidar una experiencia de combate.

– Estoy seguro de que la gente de Libia tampoco lo ha olvidado.

Satherwaite rió.

– Seguro que no. ¿Sabe? Los jodidos árabes tienen buena memoria. Quiero decir que dos años después de que bombardeáramos Libia, ellos hicieron estallar en pleno vuelo el Uno-Cero-Tres de Pan Am.

– Como dicen las escrituras hebreas: «Ojo por ojo y diente por diente.»

– Sí. Me sorprende que no tomáramos ninguna represalia por eso. De todos modos, el idiota de Gadafi acabó entregando a los tipos que pusieron la bomba. Y no dejó de sorprenderme. Quiero decir que ¿cuál es su juego?

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que ese mamón debe de tener algún as escondido en la manga. ¿Sabe? ¿Qué gana entregando a dos de los suyos, a los que él mismo ordenó poner la bomba?

– Quizá sintió una presión extraordinaria para que cooperase con el Tribunal Internacional -respondió Jalil.

– ¿Sí? Pero luego ¿qué? Luego tiene que dar la cara ante sus amigos terroristas árabes, así que va y se lanza a otra hazaña. ¿Sabe? Quizá lo que sucedió con ese vuelo de Trans-Continental fue otra hazaña de Gadafi. El tipo del que sospechan es libio, ¿no?

– No estoy muy al tanto de ese incidente.

– A decir verdad, yo tampoco. Resulta todo un tanto repelente.

– Pero quizá tenga usted razón -continuó Jalil- en que este último acto de terrorismo es una venganza de los libios por haberse visto obligados a entregar a esos individuos. O quizá la incursión aérea sobre Libia no ha sido completamente vengada.

– ¿Quién sabe? ¿Y a quién carajo le importa? Como trate uno de entender a esos tipos del trapo en la cabeza, se volverá tan loco como ellos.

Jalil no respondió.

Continuaban volando. Satherwaite pareció perder interés por la conversación y bostezaba a ratos. Seguían el contorno de la costa de Nueva Jersey mientras el sol descendía sobre el horizonte. Jalil podía ver unas cuantas luces esparcidas allá abajo, y percibió al frente un brillante resplandor en el océano.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– ¿Dónde? Oh… eso es que nos estamos acercando a Atlantic City. Estuve allí una vez. Un sitio magnífico si te gusta el vino, las mujeres y las canciones.

Jalil reconoció en esto una alusión a una estrofa del gran poeta persa Ornar Jayyam. «Un cántaro de vino, una hogaza de pan y tú a mi lado cantando en el desierto. ¡Oh, el desierto es paraíso suficiente!»

– ¿De modo que es el paraíso? -preguntó.

Satherwaite rió.

– Sí. O el infierno. Depende de cómo salgan las cartas. ¿Usted juega?

– No.

– Creía que… los sicilianos eran jugadores.

– Nosotros animamos a otros a jugar. Los que no juegan son los que ganan.

– Tiene razón.

Satherwaite hizo virar suavemente el avión a la derecha y tomó una nueva dirección.

– Vamos a salir al Atlántico para, desde allí, enfilar directamente a Long Island -anunció-. Estoy empezando ya a descender, así que puede que note algún que otro chasquido en los oídos.

Jalil miró su reloj. Eran las siete y cuarto, y el sol era apenas visible sobre el horizonte occidental. Abajo, la tierra se hallaba sumida en la oscuridad. Se quitó las gafas de sol, que guardó en el bolsillo superior, y se puso las bifocales.

– He estado pensando en esa coincidencia de que tenga usted un amigo en Long Island -le dijo a su piloto.

– ¿Sí?

– Yo tengo un cliente en Long Island que también se llama Jim.

– No puede ser Jim McCoy.

– Sí. Así se llama.

– ¿Es cliente suyo? ¿Jim McCoy?

– ¿Es el director del museo de aviación?

– ¡Sí! ¡Que me ahorquen! ¿Cómo lo conoce?

– Él compra tela de algodón de mi fábrica en Sicilia. Se trata de una tela especial para cuadros al óleo pero resulta excelente para cubrir las armazones de los viejos aviones que se conservan en su museo.

– Vaya, que me ahorquen. ¿Usted le vende tela a Jim?

– A su museo. No he estado nunca con él pero estaba encantado con la calidad de mi tela de algodón. No es tan pesada como la lona, y como hay que extenderla sobre las armazones de madera de los aviones antiguos, su ligereza la hace preferible. -Jalil trató de recordar qué más le habían dicho en Trípoli y continuó-: Y, naturalmente, como está hecha para artistas, absorbe la pintura del avión mucho mejor que la lona, que, de todos modos hoy en día apenas si se utiliza, ya que en la navegación a vela se emplean generalmente fibras sintéticas.

– ¿De veras?

Jalil permaneció unos momentos en silencio y luego preguntó:

– ¿Podríamos visitar esta noche al señor McCoy?

Bill Satherwaite reflexionó unos instantes.

– Supongo que sí… -dijo-. Puedo llamarlo…

– No quiero aprovecharme de su amistad con él y no hablaré en absoluto de negocios. Sólo quiero ver el avión en que se ha empleado mi tela.

– Desde luego. Supongo…

– Y, naturalmente, por este favor insistiría en hacerle un pequeño obsequio… Digamos que quinientos dólares.

– Hecho. Lo llamaré a su despacho, a ver si aún está allí.

– Si no, quizá pueda llamarlo a su casa y pedirle que nos reciba en el museo.

– Por supuesto. Jim no me negaría eso. De todas formas quería enseñármelo.

– Estupendo. Tal vez no haya tiempo por la mañana. En cualquier caso, deseo donar al museo dos mil metros cuadrados de tela, a modo de publicidad, y esto me deparará la oportunidad de presentar mi regalo.

– Desde luego. Menuda coincidencia, oiga. Qué pequeño es el mundo.

– Y cada año se hace más pequeño.

Jalil sonrió para sus adentros. No era necesario que aquel piloto facilitara su entrevista con el ex teniente McCoy pero facultaba un poco las cosas. Jalil tenía la dirección particular de McCoy, y era indiferente si lo mataba en casa con su mujer o si lo mataba en su despacho del museo. El museo sería mejor, pero sólo por el simbolismo del acto. Lo único importante era que él, Asad Jalil, necesitaba volar esa misma noche hacia el oeste en la última etapa de su viaje de negocios a Norteamérica.

Hasta el momento, pensó, todo se desarrollaba conforme a lo planeado. Dentro de uno o dos días, algún miembro de los servicios de inteligencia americanos establecería la relación entre aquellas muertes aparentemente no relacionadas entre sí. Pero, aunque así fuese, Asad Jalil ya estaba dispuesto a morir, después de todo lo que había conseguido: Hambrecht, Waycliff y Grey. Si lograba añadir a McCoy a la lista, tanto mejor. Pero aunque lo estuviesen esperando en el aeropuerto, o en el museo, o en casa de McCoy, o en los tres sitios, por lo menos el cerdo que estaba a su lado moriría. Miró a su piloto y sonrió. Estás muerto, teniente Satherwaite, pero no lo sabes.

Estaban todavía descendiendo hacia Long Island, y Jalil ya podía ver la línea de la costa. Había muchas luces a lo largo de ella, y divisó a su izquierda los altos edificios de la ciudad de Nueva York.

– ¿Pasaremos cerca del aeropuerto Kennedy? -preguntó.

– No, pero puede verlo allí, junto a la bahía. -Satherwaite señaló una amplia e iluminada extensión de terreno próxima al agua-. ¿Lo ve?

– Sí.

– Estamos ya a trescientos metros, por debajo de las pautas de llegada del Kennedy, así que no tenemos que ocuparnos de esas chorradas. Santo Dios, los tipos de la torre de la AFA son unos gilipollas.

Jalil no respondió, pero le sorprendía cuántas obscenidades soltaba aquel hombre. Sus propios compatriotas lo hacían también pero ellos jamás blasfemarían como aquel cerdo ateo, utilizando el nombre de Dios en vano. En Libia habría sido ejecutado si utilizaba el nombre de Alá en vano.

Satherwaite miró de reojo a su pasajero.

– De modo que realmente se dedica usted al negocio de las telas -le dijo.

– Sí. ¿A qué creía usted que me dedicaba?

Satherwaite sonrió.

– Bueno, a decir verdad, creía que quizá fuese usted del hampa -respondió.

– ¿Qué quiere decir?

– Ya sabe… la mafia.

Asad Jalil sonrió.

– Yo soy un hombre honrado, un comerciante del ramo textil. ¿Viajaría un hombre de la mafia en un avión tan viejo? -añadió.

Satherwaite rió forzadamente.

– Supongo que no… pero lo he traído aquí sano y salvo, ¿no?

– Aún no hemos aterrizado.

– Aterrizaremos. No he matado a nadie todavía.

– Sí que lo ha hecho.

– Bueno… pero me pagaban por matar gente. Ahora se me paga por no matarla. -Rió de nuevo y dijo-: El primero que se estrella en un accidente es el piloto. ¿Tengo yo aspecto de muerto?

Asad Jalil volvió a sonreír pero no respondió.

Satherwaite encendió la radio y llamó a la torre del MacArthur.

– Torre de Long Island, Apache Seis-Cuatro está a quince kilómetros al sur, altitud trescientos metros, reglas de vuelo visual, aterrizando en MacArthur.

Satherwaite escuchó la respuesta radiada desde la torre y acusó recibo de las instrucciones de aterrizaje.

Pocos minutos después apareció ante ellos un vasto aeropuerto, y Satherwaite ladeó el aparato y lo enfiló sobre la pista Veinticuatro.

Jalil podía ver el edificio de la terminal principal a lo lejos, a la izquierda, y a la derecha un grupo de hangares, cerca de los cuales se hallaban estacionadas varias avionetas. El aeropuerto estaba rodeado de árboles, viviendas suburbanas y carreteras.

Según su información, este aeropuerto se encontraba a 75 kilómetros al este del aeropuerto Kennedy, y como no había vuelos internacionales no existían excesivas medidas de seguridad. En cualquier caso, ahora estaba volando en un aparato privado y volaría más tarde en un reactor privado, y las medidas de seguridad en el sector privado del aeropuerto, al igual que en todos los vuelos privados en Estados Unidos, eran inexistentes.

De hecho, pensó, en aquello había una cierta ironía por cuanto que, según le habían informado los servicios de inteligencia libios, al menos quince años antes el gobierno estadounidense había puesto los aeropuertos comerciales en nivel de seguridad Uno, y ese elevado nivel de seguridad nunca se había cancelado. Por consiguiente, los aviones privados que transportaban pasajeros y tripulantes no controlados ya no podían ir hasta una terminal comercial, como habían podido hacer durante tantos años. Ahora los aviones privados tenían que rodar hasta el lugar denominado Aviación General, donde no había medidas de seguridad.

Como consecuencia, precisamente los sujetos que preocupaban a los norteamericanos -saboteadores, traficantes de drogas, luchadores por la libertad y lunáticos- podían volar libremente por el país, siempre que lo hicieran en aviones privados y aterrizasen en aeródromos privados, o, como ahora, en el sector privado de un aeropuerto comercial. Nadie, y tampoco aquel estúpido piloto, preguntaría por qué un pasajero que necesitaba alquilar un coche o tomar un taxi o tenía previsto volar en un avión comercial iba a querer aterrizar tan lejos de la terminal principal; simplemente, era obligatorio.

Asad Jalil murmuró unas palabras de agradecimiento a los estúpidos burócratas que le habían hecho más fácil su misión.

El Apache descendió suavemente y tocó tierra. A Jalil le sorprendió la suavidad del aterrizaje, habida cuenta del aparente deterioro mental del piloto.

– ¿Lo ve? -dijo Satherwaite-. Está usted vivito y coleando.

Jalil no respondió.

Satherwaite rodó hasta el final de la pista y salió a una calzada. Se dirigieron hacia los hangares privados que había visto desde el aire.

Se había puesto el sol, y el aeropuerto se hallaba sumido en la oscuridad, sólo interrumpida a lo lejos por las luces de las pistas y de los edificios de Aviación General.

El Apache se detuvo junto al grupo de edificios y hangares, lejos de la terminal principal.

Jalil miró a través del sucio plexiglás en busca de alguna señal de peligro, de alguna trampa tendida contra él. Estaba dispuesto a sacar la pistola y ordenar al piloto que despegara de nuevo pero todo parecía normal en torno a los hangares.

Satherwaite condujo el avión hasta la zona de estacionamiento y apagó los motores.

– Muy bien -dijo-, salgamos de este ataúd volante. -Rió.

Los dos hombres se desabrocharon los cinturones de seguridad y recogieron sus maletines. Jalil abrió la puerta y salió al ala, manteniendo la mano derecha en el bolsillo en que guardaba la Glock. A la primera señal de que algo marchaba mal, le metería una bala en la cabeza a Bill Satherwaite, lamentando solamente la oportunidad perdida de exponerle al ex teniente Satherwaite las razones por las que iba a morir.

Jalil ya no buscaba señales de peligro pero ahora estaba tratando de sentir el peligro. Permanecía absolutamente inmóvil, como un león, olfateando el aire.

– Eh, ¿se encuentra bien? -exclamó Satherwaite-. Sus pies están más cerca del suelo que sus ojos. Salte.

Jalil miró una vez más en derredor, cerciorándose de que todo estaba en orden, y luego saltó al suelo.

Satherwaite lo siguió, se desperezó y bostezó.

– Hace fresco aquí -observó. Se volvió hacia Jalil-. Haré que un ayudante de pista nos lleve a la terminal. Usted puede quedarse aquí.

– Iré con usted.

– Como quiera.

Echaron a andar en dirección a un hangar próximo e interceptaron a un ayudante de pista.

– Eh, ¿puede llevarnos a la terminal? -le preguntó Satherwaite.

– Esa furgoneta blanca va ahora para allá -respondió el ayudante.

– Estupendo. Oiga, voy a quedarme a pasar la noche y saldré a media mañana. ¿Puede llenarme los depósitos y pintar el avión? -Se echó a reír.

– Ese cacharro necesita algo más que pintura, amigo -respondió el ayudante de pista-. ¿Tiene quitado el freno?

– Sí.

– Lo remolcaré hasta un surtidor y se lo repostaré.

– Los seis depósitos. Gracias.

Jalil y Satherwaite corrieron hacia la furgoneta. Satherwaite habló con el conductor, y subieron a la trasera. En los asientos centrales iban un joven y una atractiva mujer rubia.

Asad Jalil no se sentía a gusto con aquel arreglo pero sabía por su formación que no habría llegado hasta la furgoneta si se tratase de una trampa. No obstante, mantenía la mano en el bolsillo de la Glock.

El conductor pisó el acelerador, y la furgoneta empezó a moverse. Jalil podía ver la terminal iluminada un kilómetro de distancia más allá, al otro lado de la lisa extensión.

Salieron del aeropuerto.

– ¿Adónde va? -le preguntó Jalil al conductor.

– Los sectores comercial y de Aviación General están separados. No se puede atajar.

Jalil no respondió.

Durante un rato nadie habló, pero luego Satherwaite se dirigió a la pareja que tenía delante.

– ¿Han llegado ustedes en avión?

El hombre volvió la cabeza y miró primero a Jalil. Los ojos de ambos se encontraron pero Jalil sabía que sus facciones no eran visibles en la oscuridad de la furgoneta.

El hombre miró a Satherwaite y respondió:

– Sí. Acabamos de llegar de Atlantic City.

– ¿Ha tenido suerte? -preguntó Satherwaite. Movió la cabeza en dirección a la rubia, guiñó un ojo y sonrió.

El hombre forzó una sonrisa.

– La suerte no tiene nada que ver con esto -replicó. A continuación volvió nuevamente la cabeza hacia adelante, y continuaron en silencio por la oscura carretera.

La furgoneta entró de nuevo en el aeropuerto y se detuvo ante la terminal principal. Los jóvenes se apearon y echaron a andar en dirección a la parada de taxis.

– Disculpe, pero veo que tengo alquilado un coche a Herz, con el servicio Gold Card. Así que creo que puedo ir directamente al aparcamiento de Herz -dijo Jalil al conductor.

– Sí. De acuerdo. -El conductor arrancó, y un minuto después llegaban al área reservada a clientes de Herz Gold Card.

Había veinte plazas de aparcamiento numeradas bajo una larga marquesina de metal iluminada, y en cada espacio había un letrero luminoso con un nombre. En uno de los letreros ponía BADR, y se dirigió hacia él.

Satherwaite lo siguió.

Llegaron hasta el automóvil, un Lincoln Town Car negro, y Jalil abrió la portezuela trasera y dejó su maletín en el asiento.

– ¿Éste es su coche alquilado? -preguntó Satherwaite.

– Sí. B-A-D-R es el nombre de la empresa.

– Oh… ¿y no tiene que firmar papeles ni nada?

– Es un servicio especial. Evita largas filas en el mostrador.

– ¿Largas qué?

– Colas. Suba, por favor.

Satherwaite se encogió de hombros, abrió la portezuela derecha y entró, al tiempo que echaba su maletín sobre el asiento trasero.

Las llaves estaban puestas, Jalil puso el motor en marcha y encendió los faros.

– Recoja los papeles de la guantera, por favor -le ordenó a Satherwaite.

Satherwaite abrió el compartimento y sacó los papeles, mientras Jalil conducía hacia la salida.

La mujer de la garita situada en la salida abrió su ventanilla.

– ¿Me permite ver su contrato de alquiler y el permiso de conducir, señor?

Jalil cogió los papeles del alquiler que Satherwaite le tendía y se los pasó a la mujer, que les echó un rápido vistazo. Separó una de las copias, y Jalil le entregó luego su permiso de conducir egipcio y su permiso de conducción internacional. Ella los examinó unos segundos, miró rápidamente a Jalil y se los devolvió, junto con su ejemplar de los documentos de alquiler.

– Muy bien.

Jalil salió a la carretera principal y torció a la derecha, como se le había dicho que hiciese. Se guardó el permiso de conducir en el bolsillo superior, juntamente con el contrato de alquiler.

– Ha resultado la mar de fácil -dijo Satherwaite-. De modo que así es cómo lo hacen los potentados.

– ¿Perdón?

– ¿Es usted rico?

– Mi empresa.

– Eso está bien. No tiene que hablar con ninguna zorra impertinente en el mostrador de la agencia de alquiler.

– Exactamente.

– ¿A qué distancia está su motel?

– He pensado que podríamos telefonear al señor McCoy antes de ir al motel. Ya son casi las ocho.

– Sí… -Satherwaite miró el teléfono móvil del salpicadero-. Sí, ¿por qué no?

Jalil había observado que en el documento de alquiler del coche figuraba el código pin del teléfono y se lo repitió a Satherwaite.

– ¿Tiene el número de su amigo?

– Sí.

Satherwaite sacó del bolsillo la tarjeta que había tomado del fichero giratorio y encendió la lucecita interior.

Antes de que Satherwaite marcase, Jalil dijo:

– Quizá deba describirme solamente como un amigo. Yo mismo me presentaré cuando lleguemos. -Y añadió-: Dígale, por favor, al señor McCoy que dispone de muy poco tiempo y que le gustaría ver el museo esta noche. Si es necesario, podemos ir primero a su casa. Como puede ver, este vehículo tiene navegador por satélite, y no necesitamos instrucciones para encontrar su casa o el museo. Y, por favor, deje conectado el altavoz del teléfono.

Satherwaite lo miró y volvió luego la vista hacia la pantalla del sistema de posicionamiento global del salpicadero.

– Entendido -dijo. Marcó el código pin y seguidamente el número de la casa de Jim McCoy.

Jalil oyó por el altavoz la señal de llamada. Al tercer timbrazo contestó una voz de mujer.

– Diga.

– Betty, soy Bill Satherwaite.

– Oh… hola, Bill. ¿Cómo estás?

– Estupendamente. ¿Qué tal los niños?

– Muy bien.

– Oye, ¿está Jim por ahí? -Antes de que ella pudiera responder, Bill Satherwaite, que se había acostumbrado a que la gente no estuviese para él, añadió rápidamente-: Tengo que hablar con él un momento. Es importante.

– Oh… bueno, voy a ver si ha terminado su otra llamada.

– Gracias. Tengo una sorpresa para él. Dile eso.

– Un momento.

La comunicación se mantuvo abierta.

Jalil se hacía cargo de los sobreentendidos implícitos en la conversación y sintió deseos de felicitar al señor Satherwaite por utilizar las palabras adecuadas pero se limitó a sonreír y a continuar conduciendo.

Ahora estaban en una carretera que discurría hacia el oeste, en dirección al condado de Nassau, donde se hallaba situado el museo y donde Jim McCoy vivía. Y donde iba a morir.

Sonó una voz en el altavoz:

– Hola, Bill. ¿Qué ocurre?

Satherwaite sonrió ampliamente.

– No te lo vas a creer -dijo-. ¿Sabes dónde estoy?

Hubo un silencio al otro lado del teléfono y luego Jim McCoy preguntó:

– ¿Dónde?

– Acabo de aterrizar en el MacArthur. ¿Te acuerdas de aquel cliente de Philly? Bueno, pues el hombre ha cambiado de planes, y estoy aquí.

– Estupendo…

– Jim, tengo que volver a despegar mañana a primera hora, así que he pensado que podría pasar por tu casa, o quizá reunir-me contigo en el museo…

– Verás… tengo que…

– Será sólo cosa de media hora. Ahora estamos en la carretera. Te estoy llamando desde el coche. Estoy deseando ver el F-111. Podemos recogerte.

– ¿Quién está contigo?

– Un amigo. Un tipo que ha volado conmigo desde Carolina del Sur. Quiere ver los viejos aparatos. Tenemos una sorpresa para ti. No te retendremos mucho tiempo si estás ocupado. Sé que resulta un poco precipitado, pero dijiste…

– Sí… de acuerdo. ¿Por qué no nos reunimos en el museo? ¿Puedes encontrarlo?

– Sí. Tenemos GPS en el coche.

– ¿Dónde estás?

Satherwaite miró a Jalil, que dijo, hablando al micrófono:

– Estamos en la interestatal Cuatro noventa y cinco, señor. Acabamos de pasar la salida a la carretera del monumento a los Veteranos.

– Bien -dijo McCoy-, es la autovía de Long Island, y están a unos treinta minutos sin tráfico. Les esperaré en la entrada principal del museo. Busque una fuente grande. Deme su número de móvil.

Satherwaite leyó el número del teléfono.

– Si, por alguna razón, no nos localizamos, te llamo, o me llamas tú a mí. Anota el número de mi móvil. -Le dio el número y preguntó- ¿En qué coche vas?

– Un Lincoln negro grande.

– Bien… Quizá encargue a un vigilante que te reciba en la puerta. -Y añadió con tono más jovial-: Hora de reunión, las 21.00, aproximadamente; punto de reunión, conforme instrucciones, comunicación establecida entre todas las tripulaciones. Hasta luego, Karma Cinco-Siete. Cambio.

– Recibido, Elton Tres-Ocho. Corto -dijo Satherwaite con una amplia sonrisa. Desconectó el teléfono y miró a Jalil-. Sin novedad. Espere a que le ofrezca usted dos mil yardas de tela gratis. Nos invitará a una copa.

– Metros.

– Sí, eso.

Estuvieron varios minutos en silencio.

– Esto… no hay prisa -dijo finalmente Satherwaite-, pero yo podría salir luego a gastar parte del dinero extra.

– Oh, sí. Por supuesto. -Jalil se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacó el billetero y se lo tendió a Satherwaite-. Coja quinientos dólares.

– Tal vez fuera mejor que los contase usted.

– Estoy conduciendo. Confío en usted.

Satherwaite se encogió de hombros, encendió la lucecita interior y abrió el billetero. Sacó de él un fajo de billetes y contó quinientos dólares, o quinientos veinte, no estaba seguro a la débil luz.

– Oiga, esto le deja casi sin guinda -dijo.

– Iré luego a un cajero automático.

Satherwaite le devolvió a Jalil el billetero.

– ¿Seguro? -preguntó.

– Seguro. -Volvió a guardarse el billetero en el bolsillo mientras Satherwaite metía el dinero en su cartera.

Continuaron por la autovía en dirección oeste, y Jalil programó el navegador por satélite para ir al Museo Cuna de la Aviación.

A los veinte minutos se desviaron por una carretera que se dirigía hacia el sur. Tomaron luego la salida M4, en la que una señal indicaba «Museo Cuna de la Aviación».

Siguieron las señales por el boulevard Charles Lindbergh y torcieron a la derecha por un ancho camino particular flanqueado de árboles. Delante había una fuente iluminada con luces azules y rojas, más allá de la cual se alzaba una vasta estructura de vidrio y acero con una cúpula en su parte posterior.

Jalil rodeó la fuente y condujo hacia la entrada principal.

Había un guardia uniformado junto a la puerta. Jalil detuvo el coche.

– Puede dejarlo aquí -dijo el guardia.

Jalil apagó el motor y bajó del Lincoln. Cogió su maletín negro del asiento posterior.

Satherwaite salió también pero dejó su maletín en el Lincoln.

Jalil cerró el coche con el mando a distancia.

– Bienvenidos al Museo Cuna de la Aviación -dijo el guardia. Los miró y añadió-: El señor McCoy les está esperando en su despacho. Les llevaré hasta allí. -Se volvió hacia Jalil-: ¿Necesita ese maletín, señor?

– Sí, tengo un regalo para el señor McCoy, y una cámara.

– Muy bien.

Satherwaite paseó la vista en derredor por el enorme complejo. A la derecha, junto al moderno edificio que tenían delante, había dos hangares de los años treinta, restaurados y recién pintados.

– Eh, mire eso.

– Es la vieja base de la Fuerza Aérea de Mitchell, que sirvió como base de entrenamiento y defensa aérea desde los años treinta hasta mediados de los sesenta. Se han mantenido en su lugar estos hangares y, tras habérselos devuelto a su primitivo estado, ahora contienen casi toda nuestra aviación de época. Este edificio nuevo que tenemos delante alberga el centro de visitantes y el teatro circular Imax. A la izquierda se encuentran el Museo de Ciencia y Tecnología y el Salón Astronáutico Tek-Space. Síganme, por favor.

Jalil y Satherwaite siguieron al guardia hasta las puertas de entrada. Jalil observó que el guardia no iba armado.

Entraron en el edificio, que tenía un patio de una altura de cuatro pisos.

– Esto es el centro de visitantes -dijo el guardia-, que, como pueden ver, tiene un espacio de exposición, una tienda museo allí y el café Planeta Rojo justo delante.

Jalil y Satherwaite miraron a su alrededor en el dilatado patio mientras el guardia continuaba:

– Hay un Gyrodyne Rotorcycle, un helicóptero experimental monoplaza de la Marina, de 1959, y un planeador Merlin, y un avión sin motor Veligdons para el vuelo a vela construido aquí, en Long Island, en 1981.

El guardia continuó su visita guiada mientras recorrían el vasto espacio. Sus pisadas resonaban en el suelo de granito. Jalil observó que la mayoría de las luces estaban encendidas y preguntó:

– ¿Somos nosotros sus únicos visitantes esta noche?

– Sí, señor. De hecho, el museo no está oficialmente abierto aún pero admitimos pequeños grupos de potenciales donantes, y de vez en cuando organizamos una recepción para los personajes influyentes. -Rió y añadió-: Abriremos dentro de unos seis u ocho meses.

– O sea, que estamos realizando una visita privada -dijo Satherwaite.

– Sí, señor.

Satherwaite miró a Jalil y le guiñó un ojo.

Continuaron andando y franquearon una puerta con un letrero que decía: «Privado. Reservado al personal.»

Al otro lado de la puerta había un pasillo al que daban las puertas de varios despachos. El guardia se detuvo ante una de ellas en la que figuraba la placa de «Director», llamó con los nudillos y la abrió.

– Que tengan una grata visita -dijo.

Satherwaite y Jalil entraron en un pequeño recibidor. Jim McCoy estaba sentado a la mesa del recepcionista, examinando unos papeles que dejó inmediatamente. Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, sonriente y con la mano extendida.

– Bill, ¿cómo coño estás?

– Cojonudamente bien.

Bill Satherwaite estrechó la mano de su compañero de escuadrilla y permanecieron mirándose, sonrientes.

Jalil los observaba, mientras ambos parecían esforzarse por mostrar una gran alegría. Jalil advirtió que McCoy no estaba en tan buena forma como el general Waycliff o el teniente Grey, pero tenía mucho mejor aspecto que Satherwaite. Se fijó en que McCoy iba de traje, lo que acentuaba el contraste entre él y Satherwaite.

Los dos hombres intercambiaron unas palabras; luego Satherwaite se volvió y dijo:

– Jim, éste es… mi pasajero… el señor…

– Fanini -dijo Asad Jalil-. Alessandro Fanini. -Extendió la mano, que McCoy le estrechó-. Soy fabricante de tela de algodón.

Miró a Jim McCoy, y sus ojos se encontraron, pero McCoy no mostró la menor señal de alarma. Sin embargo, Jalil percibió en su mirada un destello de inteligencia que le hizo comprender que aquel hombre no sería tan estúpido y confiado como Satherwaite.

– La empresa del señor Fanini vendió… -empezó Satherwaite.

Jalil lo interrumpió:

– Mi empresa suministra tela para aviones antiguos. Como muestra de agradecimiento por esta visita privada, me gustaría enviarle dos mil metros de excelente tela de algodón. Gratuitamente, claro está -añadió.

Jim McCoy permaneció en silencio unos instantes.

– Es muy generoso por su parte… Admitimos toda clase de donativos -respondió finalmente.

Jalil sonrió e inclinó la cabeza.

Satherwaite se volvió hacia Jalil.

– ¿No dijo usted…?

Jalil lo interrumpió de nuevo.

– Quizá pueda ver algunos de los aviones antiguos y examinar la calidad de la tela que utiliza. Si es mejor que la mía, entonces le pido que me disculpe por ofrecerle una de calidad inferior.

Satherwaite creyó entender que el señor Fanini quería que mantuviese la boca cerrada. Jim McCoy creía ver acercarse toda una ofensiva de venta.

– Nuestros aviones de época no están destinados a volar -dijo McCoy a Jalil-, así que tendemos a utilizar tela muy resistente.

– Comprendo. Bien, entonces le enviaré la de mayor grado de resistencia.

Satherwaite pensó que esa información se contradecía con lo que el señor Fanini le había dicho antes pero no dijo nada.

Charlaron unos momentos. McCoy parecía un poco contrariado por el hecho de que Bill Satherwaite hubiera llevado un desconocido a su reunión. Pero eso era típico de Bill, carente por completo de sutileza, previsión o dotes sociales. Sonrió, pese a la situación, y dijo:

– Vayamos a ver algunos aviones. -Se volvió hacia Jalil-. Puede dejar aquí ese maletín.

– Si no le importa, llevo una cámara fotográfica, además de una de vídeo.

– Muy bien.

McCoy los precedió al pasillo, recorrieron de nuevo el patio y cruzaron unas grandes puertas que conducían a los hangares.

En el interior de los hangares contiguos había más de cincuenta aviones de diversas épocas, incluidas las dos guerras mundiales y la de Corea, así como modernos cazarreactores.

– La mayoría de estos aparatos, aunque no todos, fueron fabricados aquí, en Long Island, entre ellos varios módulos de aterrizaje lunar Grumman conservados en el hangar siguiente -informó McCoy-. Todas las restauraciones que verán han sido realizadas por voluntarios, hombres y mujeres que trabajaban en la industria aeroespacial existente en Long Island, o en la aviación comercial o militar, los cuales han dedicado millares de horas a cambio de café, donuts y el derecho a que sus nombres queden grabados en la pared del patio.

McCoy prosiguió, con tono que delataba la brevedad de la visita:

– Como pueden ver, aquí hay un Ryan NYP, que fue el primero construido con el mismo diseño que el Spirit of St. Louis, por lo que nos hemos tomado la libertad de poner ese nombre en el fuselaje.

Continuaron andando mientras McCoy hablaba, pasando de largo ante muchos aviones, lo que confirmaba que aquélla no era la visita con que se obsequiaba a los benefactores importantes. McCoy se detuvo delante de un viejo biplano pintado de amarillo.

– Éste es un Curtiss JN-4, llamado un Jenny, construido en 1918. Éste fue el primer avión de Lindbergh.

Asad Jalil sacó del maletín la cámara fotográfica y tomó unas cuantas fotos protocolarias.

– Puede usted tocar la tela, si lo desea -dijo McCoy.

Jalil tocó la rígida tela pintada y observó:

– Sí, entiendo lo que quiere decir. Esto es demasiado pesado para volar. Lo recordaré cuando le envíe mi donación.

– Excelente. Y ahí hay un Sperry Messenger, un avión de reconocimiento construido en 1922, y allí, al fondo, vemos un grupo de cazas Grumman de la segunda guerra mundial, el Wildcat F4F, el Hellcat F6F, el Avenger TBM…

– Discúlpeme, señor McCoy -le interrumpió Jalil-. Creo que disponemos de poco tiempo, y sé que al señor Satherwaite le gustaría ver su antiguo aparato…

McCoy lo miró, asintió con la cabeza y dijo:

– Buena idea. Síganme.

Cruzaron una amplia puerta que daba al segundo hangar.

Éste contenía principalmente aviones de reacción y naves de exploración espacial.

A Jalil le sorprendió ver todos los artefactos bélicos reunidos allí. Sabía que a los norteamericanos les gustaba presentarse ante el mundo como un pueblo amante de la paz. Pero en aquel museo estaba claro que el arte de la guerra era la máxima expresión de su cultura. Jalil no se lo censuraba ni los juzgaba severamente por ello; de hecho, sentía envidia.

McCoy fue directamente hacia el F-l 11, un reluciente bimotor plateado que llevaba las insignias de la Fuerza Aérea americana. Las alas variables del F-l 11 estaban en posición retraída, y sobre el fuselaje, bajo el lado del piloto, figuraba el nombre del avión: La robusta Betty.

Jim McCoy se volvió hacia Bill Satherwaite.

– Bien, muchacho, aquí lo tienes. ¿Te trae recuerdos?

Satherwaite miró al esbelto cazarreactor como si fuese un ángel que le pidiera que lo cogiese de la mano y echara a volar con él.

Nadie habló mientras Bill Satherwaite continuaba mirándolo, hipnotizado por su visión del pasado. Tenía los ojos empañados.

– Le puse el nombre de mi mujer -dijo McCoy en voz baja, sonriendo.

Asad Jalil miraba fijamente el avión, sumido en sus propios recuerdos.

Finalmente, Satherwaite se acercó al aparato y tocó el fuselaje. Caminó en torno al caza, acariciando con los dedos la piel de aluminio, absorbiendo con los ojos todos los detalles de su cuerpo esbelto y perfecto.

Completó la vuelta alrededor del avión y miró a McCoy.

– Nosotros los pilotamos, Jim. Los pilotamos realmente -dijo.

– Sí, lo hicimos. Hace un millón de años.

Asad Jalil se apartó, dando la impresión de que era sensible a aquel momento entre viejos guerreros, pero en realidad sólo era sensible a su propio momento, como víctima de ellos.

Oyó a los dos hombres hablar a su espalda, los oyó reír, oyó palabras que les producían regocijo. Cerró los ojos, y en su mente tomó cuerpo el recuerdo de la forma borrosa que se precipitaba hacia él, y pudo ver con toda claridad aquella terrible máquina de guerra vomitando fuego rojo por la cola como un demonio surgido del infierno. Trató de bloquear el recuerdo de él mismo orinándose en los pantalones, pero el recuerdo era demasiado intenso y se dejó invadir por él, sabiendo que su humillación estaba a punto de ser vengada.

Oyó que Satherwaite lo llamaba y se volvió.

Había ahora junto al fuselaje, por el lado del piloto, una plataforma rodante de aluminio provista de una escalera.

– Eh, ¿puede retratarnos en la carlinga? -le preguntó Satherwaite a Jalil.

– Encantado.

Jim McCoy fue el primero en subir. La capota de la carlinga estaba levantada, y se instaló en el asiento del oficial de armamento, en el lado derecho. Satherwaite gateó por la escalera, saltó al asiento del piloto y lanzó un estridente grito:

– ¡Yupiii! ¡Al ataque de nuevo! ¡Matemos a unos cuantos de los del trapo en la cabeza!

McCoy lo miró con desaprobación pero no dijo nada que le estropeara el momento a su amigo.

Asad Jalil subió la escalera.

– Bien, armero, despegamos con rumbo al desierto -dijo Satherwaite-. Ojalá hubieras estado conmigo aquel día en vez de Chip. Ese idiota no paraba de hablar. -Jugueteó con los mandos al tiempo que imitaba el ruido de los motores-. Fuego el uno, fuego el dos. -Sonrió-. Diablos, puedo recordar todos los ejercicios como si los hubiéramos hecho ayer.

Pasó las manos por los mandos de la carlinga, moviendo la cabeza a medida que los reconocía.

– Apuesto a que podría realizar de memoria toda la comprobación previa al despegue.

– Apuesto a que sí -dijo McCoy con aire condescendiente.

– Bien, armero -dijo Satherwaite-, quiero que lances una exactamente encima de esa tienda, en cuyo interior está Muam-mar jodiendo con un camello.

Soltó una carcajada y volvió a imitar el ruido de motores.

Jim McCoy miró al señor Fanini, que estaba de pie en la plataforma de lo alto de la escalera. Le dirigió una sonrisa débil y forzada, deseando de nuevo que Satherwaite hubiera ido solo.

Asad Jalil levantó la cámara. La apuntó hacia los dos hombres de la carlinga y preguntó:

– ¿Preparados?

Satherwaite sonrió a la cámara. Fulguró el flash. McCoy trató de mantener una expresión neutra mientras volvía a destellar el flash. Satherwaite levantó la mano izquierda y extendió el dedo medio al tiempo que el flash destellaba una vez más.

– Bueno… -dijo McCoy.

Destelló de nuevo el flash. Satherwaite sujetó juguetona-mente con el brazo el cuello de McCoy en una especie de llave de lucha libre, y el flash destelló otra vez.

– Muy bien… -dijo McCoy.

Fulguró otra vez el flash, y otra, y otra.

– Eh, ya basta -exclamó McCoy.

Asad Jalil dejó caer la cámara en el interior del maletín y sacó la botella de plástico que había cogido en el Sheraton.

– Solamente dos más, caballeros -dijo.

McCoy parpadeó para superar el deslumbramiento causado por los fogonazos del flash y miró a su huésped. Parpadeó de nuevo y reparó en la botella de agua, que no le produjo ninguna alarma, pero reparó también en la extraña expresión del rostro del señor Fanini, y comprendió al instante que algo marchaba terriblemente mal.

– ¿De modo, caballeros, que conservan ustedes felices recuerdos de su misión de bombardeo? -dijo Jalil.

McCoy no respondió.

– Esto es formidable -dijo Satherwaite-. Eh, señor Fanini, pase a la parte del morro y sáquenos una desde delante.

Jalil no se movió.

– Bueno, larguémonos de aquí -dijo Jim McCoy-. Vamos, Bill.

– Quédense donde están -ordenó Jalil.

McCoy miró a Asad Jalil, y sintió cómo se le secaba súbitamente la boca. En algún recóndito lugar de su mente había sabido siempre que ese día acabaría llegando. Ahora, estaba allí.

– Empuje la escalera por delante del aparato y tome unas fotos desde el otro lado. Tome también varias desde el suelo. Luego… -decía Satherwaite.

– Cállese.

– ¿Eh?

– Cierre el pico.

– Eh, ¿quién cojones…? -Satherwaite se encontró mirando el cañón de una pistola, que su cliente sostenía pegada al cuerpo.

– Oh, Dios mío… oh, no… -exclamó McCoy en voz baja.

– De modo, señor McCoy, que ya ha adivinado que no soy un fabricante de tela. Quizá soy un fabricante de sudarios -dijo Jalil, sonriendo burlonamente.

– Oh, madre de Dios…

Bill Satherwaite parecía confuso. Miró a McCoy y luego a Jalil, tratando de averiguar qué sabían ellos que él ignoraba.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Cállate, Bill. -McCoy se volvió hacia Jalil-. Este lugar está lleno de guardias armados y cámaras de seguridad. Le sugiero que se marche ahora, y no…

– ¡Silencio! Hablaré yo solamente, y prometo ser breve. Tengo otra cita, y esto no me llevará mucho tiempo.

McCoy no respondió.

Por una vez, Bill Satherwaite no dijo nada pero un destello de comprensión empezó a abrirse paso en su mente.

– El 15 de abril de 1986 -dijo Asad Jalil-, yo era un muchacho que vivía con su familia en un lugar llamado Al Azziziyah, un lugar que ustedes conocen.

– ¿Usted vivía allí? -exclamó Satherwaite-. ¿En Libia?

– ¡Silencio! -ordenó Jalil, y continuó-: Ustedes dos penetraron por aire en mi país, arrojaron bombas sobre mi pueblo, mataron a mi familia, mis dos hermanos, mis dos hermanas y mi madre, y regresaron luego a Inglaterra, donde supongo que celebraron sus asesinatos. Ahora, ambos van a pagar sus crímenes.

Satherwaite comprendió finalmente que iba a morir. Miró a Jim McCoy, sentado a su lado, y dijo:

– Lo siento, camarada…

– Cállese. En primer lugar -continuó Jalil-, gracias por invitarme a esta pequeña reunión. También quiero que sepan que ya he matado al coronel Hambrecht, al general Waycliff y a su mujer…

– Bastardo -dijo McCoy en un susurro.

– …a Paul Grey y ahora a ustedes dos. El siguiente… bueno, tengo que decidir si malgasto una bala con el coronel Callum y pongo fin a sus sufrimientos. Viene luego el señor Wiggins y después…

Bill Satherwaite extendió el dedo índice en dirección a Jalil y gritó:

– ¡Maldito seas, hijo de puta con turbante! ¡Maldito seas tú y el cabrón de tu jefe y…!

Jalil puso el cuello de la botella de plástico sobre el cañón de la Glock y, a bocajarro, le disparó una sola vez a Satherwaite en la frente. El sofocado disparo retumbó en el cavernoso hangar, mientras la cabeza de Satherwaite saltaba hacia atrás, despidiendo un surtidor de sangre y esquirlas de hueso y caía luego sobre el pecho.

Jim McCoy permaneció inmóvil en su asiento, y luego sus labios empezaron a moverse en oración. Inclinó la cabeza, rezando, se santiguó y continuó orando con labios temblorosos.

– Míreme.

McCoy continuó orando, y Jalil oyó las palabras «…en valle de sombra de muerte, no temo mal alguno…»

– Mi salmo hebreo favorito. Porque tú estás conmigo…

Terminaron el salmo juntos:

– Tu vara y tu cayado son mi consuelo. Tú pones ante mí una mesa enfrente de mis enemigos. Has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa. Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y moraré eternamente en la casa de Yahvé.

Cuando terminaron, Asad Jalil dijo: «Amén», y disparó al pecho de McCoy. Se quedó mirando cómo agonizaba, y sus ojos se encontraron antes de que los de Jim McCoy dejaran por completo de ver.

Jalil se guardó la pistola en el bolsillo, volvió a meter la botella de plástico en el maletín y, alargando el brazo en el interior de la carlinga, cogió la cartera de Satherwaite del bolsillo anterior de sus vaqueros y la de McCoy, cubierta de sangre, del bolsillo interior de su chaqueta. Guardó ambas carteras en su maletín y se limpió los dedos en la camiseta de Satherwaite. Palpó el cuerpo de éste pero no encontró ninguna arma y concluyó que el hombre mentía demasiado.

Jalil alargó la mano y bajó la capota de plexiglás.

– Buenas noches, caballeros. Quizá estén ya en el infierno, con sus amigos.

Bajó de la escalera, recogió los dos casquillos de bala y empujó la escalera hasta dejarla junto a otro avión.

Asad Jalil mantuvo la Glock en el bolsillo de la chaqueta, salió rápidamente del hangar y regresó al patio. No vio al guardia en la amplia extensión, ni lo vio tampoco fuera, a través de las puertas de cristal.

Entró en el área de oficinas y oyó un ruido al otro lado de una puerta cerrada. Abrió la puerta y vio al guardia sentado a una mesa, oyendo una radio y leyendo una revista titulada Flying. Detrás del guardia, quince monitores de televisión numerados mostraban escenas, interiores y exteriores, del vasto complejo museístico.

El guardia levantó la vista hacia su visitante y preguntó:

– ¿Han terminado?

Jalil cerró la puerta a su espalda, le disparó una bala en la cabeza y se dirigió hacia los monitores mientras el hombre caía de la silla al suelo.

Jalil examinó los monitores hasta que vio uno que mostraba imágenes del hangar donde estaban los modernos aviones a reacción. Vio varias escenas sucesivas de la zona de exposición, y reconoció la escalera rodante y luego el F-111 con la (capota bajada. Vio también imágenes del teatro, de las puertas exteriores donde estaba aparcado su coche, y otras del vestíbulo anterior al patio. No parecía haber nadie más en el edificio.

Encontró los vídeos apilados sobre un mostrador y fue pulsando el botón de parada de cada uno de ellos. Luego extrajo las quince cintas y las guardó en el maletín. Se arrodilló junto al guardia, le cogió la cartera, encontró el casquillo usado y, a continuación, salió de la oficina de seguridad y cerró la puerta a su espalda.

Volvió a cruzar el patio con paso rápido y salió por una de las puertas delanteras. Tiró de la puerta a su espalda y observó con satisfacción que quedaba cerrada.

Subió a su coche alquilado y lo puso en marcha. Miró el reloj del salpicadero. Eran las 10.57 de la noche.

Programó su navegador por satélite para que lo guiara al aeropuerto MacArthur y al cabo de diez minutos se encontraba en la carretera que se dirigía al norte, en dirección a la autovía de Long Island.

Rememoró brevemente los últimos minutos de las vidas del señor Satherwaite y el señor McCoy. Se le ocurrió que nadie podía prever nunca cómo iba a morir un hombre. Lo encontró interesante, y se preguntó cómo se comportaría él en una situación similar. La arrogancia final de Satherwaite lo había sorprendido, y pensó que el ex teniente había encontrado un poco de valor en los últimos instantes de su vida. O quizá albergaba tanta maldad en su interior que aquellas últimas palabras no tenían nada que ver con el valor, sino con el odio. Asad Jalil se dio cuenta de que, en una situación similar, él se comportaría, probablemente, igual que lo había hecho Satherwaite.

Jalil pensó en McCoy. Aquel hombre había reaccionado de una manera predecible, revelándose como un hombre religioso. O había encontrado rápidamente a Dios en el último minuto de su vida. Nunca se sabía. En cualquier caso, Jalil apreciaba su elección de salmos.

Salió de la carretera y enfiló la autovía de Long Island en dirección este. No había mucho tráfico, y se mantenía a la par de los demás vehículos, observando en el velocímetro que su velocidad en la escala métrica era de noventa kilómetros por hora.

Sabía perfectamente que se le estaba acabando el tiempo, que este doble asesinato atraería mucha atención.

Comprendía que la apariencia de robo resultaba muy sospechosa, y en algún momento la señora McCoy llamaría a la policía para comunicar que su marido había desaparecido y que en el museo no contestaba nadie al teléfono.

Su explicación de que el señor McCoy iba a reunirse con un camarada de la Fuerza Aérea haría que la policía se preocupase mucho menos que la señora McCoy. Pero en algún momento se descubrirían los cadáveres. Pasaría algún tiempo antes de que la policía pensara en ir al aeropuerto para ver en qué avión había llegado Satherwaite. De hecho, si McCoy no mencionó a su mujer el modo en que llegaba su amigo, a la policía jamás se le ocurriría ir al aeropuerto.

En cualquier caso, no importaba lo que hicieran la señora McCoy o la policía. Jalil tenía tiempo para su siguiente acto de venganza.

Sin embargo, mientras conducía sentía, por primera vez, la presencia del peligro y sabía que en alguna parte había alguien acechándolo. Estaba seguro de que su acechador no sabía dónde estaba ni entendía plenamente sus intenciones. Pero Asad Jalil percibía que él, el León, estaba siendo objeto de caza y que el desconocido cazador conocía, como mínimo, la naturaleza y la sustancia de lo que quería cazar.

Jalil trató de evocar una imagen de esa persona -no su imagen física, sino su alma- pero no podía penetrar en el ser de aquel hombre y solamente llegaba a percibir la intensidad del peligro que irradiaba.

Asad Jalil salió de su estado casi de trance. Reflexionó ahora acerca de la estela de cadáveres que iba dejando a su paso. El general Waycliff y su mujer habrían sido encontrados no más tarde de última hora de la mañana del lunes. En algún momento, un miembro de la familia Waycliff intentaría contactar con los antiguos compañeros de escuadrilla del general fallecido. De hecho, a Jalil le sorprendía que para entonces, en la noche del lunes, nadie hubiera telefoneado a McCoy. Una llamada telefónica a Paul Grey no le habría encontrado en condiciones de ponerse al aparato, y tampoco sería contestada una llamada al señor Satherwaite. Pero Jalil tenía la impresión de que la señora McCoy, aparte de la preocupación por su marido, podría recibir la preocupación adicional, esa noche o al día siguiente, de una llamada de la familia Waycliff o de la familia Grey con la trágica noticia de los asesinatos.

Pronto, mañana, suponía, habría muchas llamadas telefónicas, contestadas y no contestadas. Para el día siguiente por la noche, el juego estaría tocando a su fin. Quizá antes, quizá después, si Dios estaba todavía con él.

Jalil vio una señal que decía «Área de descanso» y se detuvo en un parking oculto por unos árboles a la vista de la carretera. Había varios camiones estacionados en la amplia extensión, así como unos cuantos turismos, pero aparcó en un lugar apartado de ellos.

Cogió del asiento trasero el maletín de la Fuerza Aérea de Satherwaite y examinó su contenido. Había una botella de licor, unas mudas, profilácticos, artículos de aseo y una camiseta que mostraba el dibujo de un cazarreactor y la inscripción: «Nucleares, napalm, bombas y cohetes. Reparto gratuito.»

Cogió el maletín de Satherwaite y el suyo propio y se internó en el bosque, detrás de los lavabos. Recuperó todo su dinero de la cartera de Satherwaite y cogió también el dinero que contenía la cartera de McCoy, que ascendía a 85 dólares, así como el de la cartera del guardia, que contenía menos de veinte dólares, y guardó los billetes en la suya.

Esparció por la maleza el contenido de las tres carteras y arrojó éstas al bosque. Esparció también el contenido del maletín de Satherwaite y lo tiró luego entre unos matorrales. Finalmente, sacó de su maletín las cintas de vídeo del sistema de seguridad del museo y las arrojó por el bosque en distintas direcciones.

Regresó al coche, montó y entró de nuevo en la autovía.

Mientras conducía fue tirando a la calzada, a intervalos, los tres casquillos del calibre 40.

En Trípoli le habían dicho: «No pierdas demasiado tiempo borrando huellas dactilares o preocupándote por otras pruebas científicas de tus visitas. Para cuando la policía procese todo eso, tú ya te habrás ido. Pero no te dejes coger con ninguna prueba sobre tu persona. Hasta el policía más estúpido sospechará si te encuentra en el bolsillo la cartera de otro hombre.»

Naturalmente, estaba la cuestión de las dos Glock, pero Jalil no consideraba que constituyesen una prueba, consideraba las pistolas como lo último que un policía vería antes de no ver nada en absoluto. No obstante, era conveniente deshacerse de las demás cosas y abandonar el automóvil sin dejar en él ninguna prueba manifiesta.

Siguió conduciendo, y sus pensamientos tornaron a su país, a Malik y a Boris. Sabía, como lo sabían Malik y Boris, que no podría continuar con aquel juego durante mucho tiempo.

– No es el juego en sí mismo, amigo mío, es cómo eliges jugarlo -le había dicho Malik-. Tú has elegido dejar que los norteamericanos te echen el guante en París, hacer una entrada sonada en Estados Unidos, darles a conocer quién eres, qué es lo que quieres, cuándo y por dónde has llegado. Tú mismo, Asad, has inventado las reglas de este juego y has aumentado la dificultad para ti de esas reglas. Yo comprendo por qué lo haces pero debes comprender que son muchas las probabilidades de que no llegues a culminar tu misión, y solamente podrás culparte a ti mismo si no consigues alcanzar una victoria total.

– Los americanos nunca entran en combate a menos que puedan asegurarse la victoria antes de que suene el primer disparo -recordaba haber contestado Jalil-. Esto es como disparar a un león desde un vehículo y con mira telescópica. No es una victoria, sino solamente una matanza. En África hay tribus que disponen de rifles pero que todavía cazan al león con lanzas. ¿De qué sirve una victoria física sin una victoria espiritual o moral? Yo no he creado la desventaja en que me encuentro, simplemente la he neutralizado, así que quienquiera que sea el que gane este juego, yo soy el vencedor.

Boris, que estaba presente, comentó:

– Dime eso cuando te estés pudriendo en una cárcel y todos tus demonios de la Fuerza Aérea norteamericana disfruten de una vida feliz.

Jalil recordaba que se volvió hacia Boris y respondió:

– No espero que lo entiendas.

– Lo entiendo, señor León, lo entiendo perfectamente -había replicado Boris, con una carcajada-. Y, para tu información, me es indiferente si matas a esos pilotos o no. Pero más vale que también a ti te sea indiferente. Si la caza es más importante que la muerte, entonces sácales fotografías, como hacen los norteamericanos sensibles cuando van de safari. Pero si quieres saborear su sangre, señor León, será mejor que pienses en otra forma de ir a Estados Unidos.

Al final, Asad Jalil había examinado su corazón y su alma y había llegado a la conclusión de que podía tener ambas cosas: su juego, con sus reglas, y la sangre de sus enemigos.

Asad Jalil vio el letrero que anunciaba la proximidad del aeropuerto MacArthur y enfiló la rampa de salida.

A los diez minutos, detuvo el Lincoln en el parking de estancias largas del aeropuerto.

Se apeó y cerró el coche, llevando consigo el maletín.

No se molestó en borrar las huellas dactilares; si el juego había terminado, había terminado. No tenía intención de hacer más que el mínimo indispensable para ocultar su rastro. Solamente necesitaba otras veinticuatro horas, quizá menos, y si la policía estaba nada más que a dos pasos por detrás de él, aún llegaría un paso demasiado tarde.

Fue a una marquesina de autobús, y al poco rato llegó un minibús, y subió.

– A la terminal principal, por favor -dijo.

– No hay más que una terminal, amigo -respondió el conductor.

Al cabo de unos minutos, el vehículo lo dejó a la entrada de la casi desierta terminal. Jalil se dirigió a una parada de taxis en la que sólo había un coche.

– Sólo necesito ir al lado de Aviación General del aeropuerto -le dijo al chófer-. Pero estoy dispuesto a pagarle veinte dólares por su ayuda.

– Suba, amigo.

Jalil se instaló en el asiento posterior y a los diez minutos llegaba al otro extremo del aeropuerto.

– ¿Algún sitio en particular? -preguntó el taxista.

– Aquel edificio de allí.

El chófer detuvo el coche delante de un pequeño edificio que albergaba las oficinas de varios servicios de aviación. Jalil le dio un billete de veinte dólares y salió.

Estaba a menos de cincuenta metros de donde había aterrizado, y, de hecho, vio el avión de Satherwaite estacionado a poca distancia.

Entró en el pequeño edificio y encontró la oficina de Aviación Stewart.

Un empleado se levantó al otro lado del mostrador.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -le preguntó.

– Sí. Me llamo Samuel Perleman, y creo que tienen ustedes un avión reservado para mí.

– En efecto. Vuelo a medianoche. -El empleado miró su reloj-. Llega usted un poco pronto pero creo que están preparados.

– Gracias. -Jalil miró el rostro del joven pero no vio señal alguna de reconocimiento. Sin embargo, el hombre dijo-: Señor Perleman, tiene usted algo en la cara y en la camisa.

Jalil comprendió inmediatamente lo que era: los sesos de la cabeza de Satherwaite.

– Me temo que mi forma de comer no es muy correcta -dijo.

El hombre sonrió y sugirió:

– Hay un lavabo ahí. -Señaló una puerta a la derecha-. Llamaré a los pilotos.

Jalil entró en el lavabo y se miró la cara en el espejo. Había motas de sangre oscura, cerebro gris e incluso una esquirla de hueso en su camisa. Un cristal de sus gafas mostraba varias salpicaduras, y se veían una o dos manchitas en su cara y su corbata.

Se quitó las gafas y se lavó la cara y las manos, teniendo cuidado de no alterar el pelo o el bigote.

Se secó las manos y la cara con una toalla de papel, se frotó la camisa, la corbata y las gafas con la toalla húmeda y luego se puso las gafas. Regresó al mostrador, llevando su maletín negro.

– Señor Perleman -dijo el empleado-, su compañía ha pagado este vuelo por anticipado. Lo único que necesitamos es que lea usted este contrato con renuncia de derechos y lo firme donde le pongo la X.

Jalil fingió leer la hoja impresa.

– Parece satisfactorio -dijo. Firmó con la pluma que había en el mostrador.

– ¿Es usted de Israel?

– Sí, pero ahora vivo aquí.

– Yo tengo parientes en Israel. Viven en Gilgal, en la orilla oeste. ¿La conoce?

– Desde luego.

Jalil recordaba lo que Boris le había dicho: «En la zona de Nueva York hay medio Israel. Allí no llamarás en absoluto la atención, salvo quizá que algunos judíos querrán hablarte de sus parientes o de sus vacaciones. Estúdiate los mapas y las guías de Israel.»

– Es una ciudad más bien pequeña situada a unos treinta kilómetros al norte de Jerusalén -dijo Jalil-. La vida allí es difícil, ya que está rodeada de palestinos. Felicito a sus parientes por su valor y su tenacidad al permanecer allí.

– Sí. Es un lugar horrible. Deberían trasladarse a la costa. Quizá algún día podamos aprender a vivir con los árabes -añadió el empleado.

– No resulta fácil vivir con los árabes.

El empleado se echó a reír.

– Supongo que no. Usted debería saberlo.

– Lo sé.

Un hombre de mediana edad vestido con un indefinido uniforme azul entró en la oficina y saludó al empleado.

– Hola, Dan.

– Bob -le dijo el empleado-, éste es el señor Perleman, tu pasajero.

Jalil se volvió hacia el hombre, que tenía la mano extendida. Jalil todavía se sentía desconcertado por la extendida costumbre americana de estrechar la mano. Los árabes estrechaban manos pero no tantas como los norteamericanos, y, claro está, no tocaban a las mujeres. Boris le había advertido: «No te preocupes por eso. Tú eres extranjero.»

Jalil estrechó la mano del piloto.

– Soy el capitán Fiske -dijo-. Llámeme Bob. Debo llevarlo a Denver esta noche, y después a San Diego. ¿Correcto?

– Correcto.

Jalil miró directamente a los ojos del piloto pero éste rehuyó el contacto visual. Los norteamericanos, observó Jalil, te miraban pero no siempre te veían. Permitían el contacto visual pero sólo durante breves períodos de tiempo, a diferencia de sus compatriotas, cuyos ojos nunca se separaban de ti, a menos que fuesen de condición social inferior o, naturalmente, si eran mujeres. Y los norteamericanos se mantenían también a distancia. Por lo menos un metro, como le había informado Boris. Si uno se ponía más cerca se sentían incómodos y podían incluso llegar a mostrarse hostiles.

– El avión está listo -anunció el capitán Fiske-. ¿Tiene equipaje, señor Perleman?

– Sólo este maletín.

– Yo se lo llevaré.

Boris había sugerido una cortés respuesta norteamericana, y Jalil dijo:

– Gracias, pero necesito hacer ejercicio.

El piloto sonrió y echó a andar hacia la puerta.

– Solamente usted, ¿verdad, señor?

– Verdad.

Mientras Jalil se disponía a salir, el empleado exclamó desde el mostrador:

Shalom alekhem.

A lo cual Jalil estuvo a punto de responder en árabe: «Salaam alakum», pero se contuvo.

Shalom -dijo simplemente.

Siguió al piloto en dirección a un hangar, delante del cual se hallaba estacionado un pequeño avión de reacción blanco. Varios operarios del aeropuerto se estaban separando de él.

Jalil se fijó de nuevo en el avión de Satherwaite y se preguntó cuánto tiempo transcurriría desde la hora de salida prevista para el día siguiente antes de que empezaran a preocuparse y comenzasen a investigar. Ciertamente, no sería antes del día siguiente, y Jalil sabía que para entonces estaría muy lejos de allí.

– Está noche utilizaremos ese Lear 60 -dijo el piloto-. Siendo sólo tres y con poco equipaje, estamos muy por debajo del peso bruto de despegue, así que he llenado los depósitos al completo. Eso significa que podemos llegar a Denver sin hacer escala. Los vientos de proa son suaves, y las condiciones meteorológicas de aquí a Denver, excelentes. Preveo un tiempo de vuelo de tres horas y dieciocho minutos. La temperatura en Denver será de unos cuarenta grados, cinco Celsius, cuando aterricemos. Repostaremos en Denver. Según tengo entendido, puede que necesite usted pasar unas horas en Denver, ¿correcto?

– Correcto.

– Muy bien, aterrizaremos en Denver un poco antes de las dos de la madrugada, hora de las Rocosas. ¿Entiende eso, señor?

– Sí. Llamaré a mi colega desde el teléfono aéreo que he solicitado.

– Sí, señor. Siempre hay un teléfono aéreo a bordo. Muy bien, más tarde volaremos a San Diego. ¿Correcto?

– Correcto.

– En estos momentos informan de leves turbulencias sobre las Rocosas y llovizna en San Diego. Pero, naturalmente, eso puede cambiar. Lo mantendremos informado, si lo desea.

Jalil no respondió pero se sintió irritado por la obsesión de los norteamericanos por predecir el tiempo. En Libia siempre hacía tiempo seco y calor, más calor unos días que otros. Las noches eran frías, el ghabli soplaba en primavera. Alá hacía el tiempo, el hombre lo soportaba. ¿De qué servía intentar predecirlo o hablar de él? No era posible cambiarlo.

El piloto lo condujo hasta el costado izquierdo del bimotor, donde dos peldaños llevaban a una puerta abierta.

El piloto le hizo seña de que entrara, y Jalil subió los peldaños y bajó la cabeza para introducirse en el avión.

El piloto estaba situado justo detrás de él.

– Señor Perleman, éste es Terry Sandford, nuestro copiloto.

El copiloto, que estaba sentado en el asiento de la derecha, volvió la cabeza.

– Bienvenido a bordo, señor-dijo.

– Buenas noches.

El capitán Fiske hizo un ademán en dirección a la cabina.

– Puede sentarse donde quiera, por supuesto. Hay servicio de bar, donde encontrará usted café, donuts, bollitos, refrescos y también bebidas más fuertes. -Rió-. En esas baldas hay periódicos y revistas. Al fondo está el jardín… el lavabo. Póngase cómodo.

– Gracias. Jalil se dirigió al último asiento de la derecha de los seis que había en la cabina y dejó el maletín en el suelo del pasillo, a su lado.

Observó que el piloto y el copiloto estaban ocupados con los instrumentos de la carlinga y hablaban entre ellos.

Miró su reloj. Pasaban unos minutos de la medianoche. Había sido un buen día, reflexionó. Tres muertos, cinco si contaba la mujer de la limpieza de Paul Grey y el guardia del museo. Pero no había que contarlos, como tampoco las trescientas personas muertas a bordo del avión de Trans-Continental, ni los demás que se habían interpuesto en su camino. Solamente había seis personas en Estados Unidos cuyas muertes tuvieran algún significado para él, y cuatro de ellas ya estaban muertas. Quedaban dos. O eso pensarían las autoridades si llegaban a las conclusiones correctas. Pero había otro hombre…

– ¿Señor Perleman? ¿Señor?

Asad Jalil levantó la vista hacia el piloto, de pie a su lado.

– ¿Sí?

– Vamos a empezar a movernos, así que abróchese el cinturón, por favor.

Jalil se puso el cinturón mientras el piloto continuaba:

– El teléfono está en el bar. El cordón llega hasta cualquier asiento.

– Estupendo.

– El otro instrumento instalado en la pared lateral es el interfono. Puede llamarnos en cualquier momento pulsando el botón y hablando.

– Gracias.

– O, simplemente, puede acercarse a la carlinga.

– Entiendo.

– Bien. ¿Puedo servirle en alguna otra cosa antes de volver a mi asiento?

– No, gracias.

– Muy bien, la salida de emergencia está ahí, y estas ventanas tienen persianas, por si quiere usted bajarlas. Una vez que hayamos despegado, le comunicaré cuándo puede soltarse el cinturón y moverse por la cabina.

– Gracias.

– Hasta luego.

El piloto se volvió, entró en la carlinga y cerró el panel divisorio entre carlinga y cabina.

Jalil miró por la ventanilla mientras el avión rodaba hacia la pista. No hacía mucho él había aterrizado allí con un hombre que ahora estaba muerto en el asiento del piloto de un avión de guerra que había matado quizá a muchas personas. Junto a aquel hombre se hallaba sentado otro asesino que había pagado sus crímenes. Había sido un momento exquisito, un final adecuado para sus sanguinarias vidas. Pero era también un signo, una firma en realidad, si alguien la leía adecuadamente. Se arrepintió de haberse permitido aquel acto simbólico pero, al reflexionar, decidió que no habría cambiado una sola palabra, un solo momento, una sola cosa de lo que había hecho. «Mi cáliz rebosa.» Sonrió.

El Lear se detuvo, y Jalil oyó cómo se intensificaba el rugido de los motores. El avión pareció estremecerse y al instante salió disparado por la pista.

Medio minuto después estaban volando, y oyó el ruido del tren de aterrizaje al retraerse bajo él. Al cabo de unos minutos, el avión se inclinó ligeramente de costado mientras continuaba ascendiendo.

Poco después sonó la voz del piloto en el altavoz.

– Señor Perleman, puede usted moverse por la cabina si lo desea pero, por favor, mantenga abrochado el cinturón mientras esté sentado. Si quiere dormir, el respaldo de su asiento puede echarse hacia atrás hasta quedar en posición horizontal. Estamos pasando en estos momentos sobre el bajo Manhattan, si quiere echar un vistazo.

Jalil miró por la ventanilla. Estaban sobrevolando el extremo meridional de la isla de Manhattan, y pudo ver los rascacielos al borde del agua, incluidas las torres gemelas del World Trade Center.

Le habían dicho en Trípoli que cerca del Trade Center había un edificio llamado 26 Federal Plaza, adonde había sido llevado Boutros, y que si todo lo que podía salir mal salía mal, él también sería llevado allí.

– Es imposible escapar de ese lugar, amigo mío -le había dicho Malik-. Una vez que estás allí, eres suyo. Tu destino siguiente será una prisión cercana, luego un tribunal también cercano y finalmente una prisión en alguna parte del frío interior del país, donde pasarás el resto de tu vida. Nadie puede ayudarte allí. Ni siquiera te reconoceremos como uno de los nuestros ni ofreceremos intercambiarte por un infiel capturado. Hay muchos mujaidines en cárceles norteamericanas, pero las autoridades no permiten visitarlos. Vivirás toda tu vida solo en una tierra extraña, entre extraños, y jamás volverás a ver tu patria, ni a oír tu lengua, ni a estar con una mujer.

«Pero puedes poner fin a tu propia vida -había añadido-, lo cual será una victoria para ti y para nuestra causa y una derrota para ellos. ¿Estás preparado para esa victoria?

– Si estoy dispuesto a sacrificar mi vida en combate, ¿por qué no iba a quitarme la vida para escapar de la captura y la humillación? -había respondido Jalil.

Malik había movido pensativamente la cabeza.

– Para algunos, una cosa es más fácil que la otra. -Le entregó una hoja de afeitar-. Ésta es una manera -explicó, y añadió-: Pero no debes cortarte las venas porque podrían salvarte la vida. Debes seccionar varias arterias importantes.

Apareció un médico y mostró a Jalil cómo localizar la arteria carótida y la arteria femoral.

– Y para mayor seguridad, córtate también las venas -dijo el médico.

Otro hombre ocupó el puesto del médico e instruyó a Jalil sobre cómo confeccionar un dogal con distintos materiales, entre ellos una sábana, un cable eléctrico y prendas diversas.

Tras las demostraciones de suicidio, Malik le había dicho a Jalil:

– Todos tenemos que morir, y todos elegiríamos morir en el yihad a manos del enemigo. Pero hay situaciones en que uno debe darse muerte a sí mismo. Y te aseguro que al final de cualquiera de esos dos caminos te espera el Paraíso.

Jalil miró de nuevo por la ventanilla del Lear y tuvo un último atisbo de la ciudad de Nueva York. Prometió no volver a ver jamás aquel lugar. Su último destino en Norteamérica era un lugar llamado California y, después, su destino final era Trípoli, o el Paraíso. En cualquier caso, estaría en casa.

CAPÍTULO 42

Desperté, y a los pocos segundos supe dónde estaba, quién era y con quién estaba acostado.

Uno suele arrepentirse de los excesos de una noche de alcohol. Uno suele desear haber despertado solo, en algún otro lugar. Muy lejos. Pero yo no tenía esos sentimientos aquella mañana. De hecho, me sentía de maravilla, aunque resistí la tentación de correr a la ventana y gritar: «¡Despierta, Nueva York! ¡John Corey ha echado un polvo!»

El reloj de la mesilla de noche señalaba las siete y catorce.

Me levanté de la cama en silencio, entré en el baño y lo utilicé. Encontré el kit de Air France, me afeité y me cepillé los dientes y luego me metí en la ducha.

A través de la puerta de cristal deslustrado de la ducha vi a Kate entrar en el cuarto de baño, oí la descarga de agua del inodoro y luego la oí cepillarse los dientes y hacer gárgaras entre bostezos.

Acostarse con una mujer a la que apenas conoces es una cosa, y otra muy distinta pasar la noche con ella. Yo tengo un gran sentido de territorialidad por lo que al cuarto de baño se refiere.

El caso es que se abrió la puerta corrediza de la ducha y va y entra la Mayfield. Sin tan siquiera un «con tu permiso», me aparta con el codo y se pone bajo el chorro de agua.

– Lávame la espalda -dijo.

Le froté la espalda con mi toallita jabonosa.

– Oooh, qué gusto.

Se volvió, y nos abrazamos y nos besamos, mientras el agua se derramaba en cascada sobre nuestros cuerpos.

Hicimos el amor bajo la ducha, salimos, nos secamos y pasamos al dormitorio, envueltos ambos en nuestras toallas de baño. Su dormitorio daba al este, y el sol penetraba por la ventana. Parecía un buen día, pero las apariencias engañan.

– He disfrutado realmente esta noche -me dijo.

– Yo, también.

– ¿Te volveré a ver?

– Trabajamos juntos.

– Cierto. Tú eres el tipo de la mesa que está frente a la mía.

Uno nunca sabe qué esperar a la mañana siguiente, ni qué decir, pero es mejor mantener un tono ligero, que era lo que Kate Mayfield estaba haciendo. Cinco puntos.

De todos modos, mi ropa estaba en alguna parte… en el cuarto de estar, si la memoria no me fallaba, así que dije:

– Dejaré que te pintes mientras busco mi ropa.

– Todo está planchado y colgado en el armario del vestíbulo. Te he lavado la ropa interior y los calcetines.

– Gracias.

Diez puntos. Recogí la pistola y la funda y entré en el cuarto de estar, donde mi ropa continuaba esparcida por el suelo. Debía de haber soñado lo del lavado y el planchado. Menos diez puntos.

Me vestí, molesto al tener que ponerme la ropa interior usada del día anterior. Para ser un macho alfa tengo una verdadera obsesión por la limpieza, aunque, naturalmente, puedo soportarlo.

Entré en la diminuta cocina, encontré un vaso limpio y me serví un zumo de naranja. Observé que el contenido del frigorífico era mínimo, pero había yogur. Siempre hay yogur. ¿Qué habrá entre las mujeres y el yogur?

Descolgué el teléfono que había en la pared de la cocina, marqué el número de mi apartamento y oí mi voz grabada diciendo: «Residencia de John Corey. Mi mujer se ha largado, así que no deje ningún recado para ella.» Después de un año y medio, quizá debería haber cambiado el mensaje. De todos modos, marqué mi clave de acceso, y la impersonal voz dijo: «Tiene ocho mensajes.» El primero había sido grabado la noche anterior por mi ex, que decía: «Cambia ese estúpido mensaje. Llámame. Estoy preocupada.»

Y lo estaba. Y yo la llamaría, cuando encontrara un momento.

Había otro mensaje preocupado de mis padres, que viven en Florida y que para entonces ya tenían todo el aspecto de unos tomates resecos por el sol.

Había un mensaje de mi hermano, que sólo lee The Wall Street Journal, pero que debía de haberles oído decir algo a papá y mamá y éstos le habían indicado que llamase a Oveja Negra. Es mi apodo familiar, y no tiene connotaciones peyorativas.

Dos viejos compañeros de fatigas habían llamado también preguntando por mi posible implicación en el caso del vuelo 175. Había igualmente un mensaje de mi ex colega Dom Fanelli, que decía: «¡Eh, muchacho! ¿Fui yo quien te metió en ese asunto? ¡Maldita sea! ¿Y te preocupabas por los dos latinos que te disparaban? Este tío del trapo en la cabeza se ha llevado por delante un avión entero y un puñado de federales. Ahora probablemente te está buscando a ti. ¿Sigues divirtiéndote? Te vieron en Giulio's la otra noche, bebiendo solo. Cómprate una peluca rubia. Llámame. Me debes una copa. Arrivederci.»

Sonreí aun a mi pesar y dije:

Va fungole, Dom.

El mensaje siguiente era del señor Teddy Nash. Decía: «Aquí Nash. Creo que deberías estar en Frankfurt, Corey. Espero que estés en camino. ¿Dónde andas si no? Debes mantenerte en contacto. Llámame.»

– Doble va fungole, montón de mierda… -Me di cuenta de que aquel hombre me estaba poniendo furioso y, como había sugerido Kate en el aeropuerto, no debía dejar qué eso sucediera.

El último mensaje era de Jack Koenig, a medianoche, mi hora. Decía: «Nash ha intentado contactar contigo. No estás en la oficina, no has dejado ningún número al que llamarte, no contestas al busca y supongo que no estás en casa. Llámame. Lo antes posible.»

Creo que Herr Koenig llevaba ya demasiado tiempo en la Madre Patria.

La voz del contestador dijo: «No hay más mensajes.»

– Gracias a Dios.

Me alegró no oír la voz de Beth, lo que habría aumentado mi cociente de culpabilidad.

Entré en el cuarto de estar y me senté en el sofá, el escenario del crimen de la noche pasada. Bueno, uno de los escenarios.

Hojeé la única revista que pude ver, un ejemplar de Entertainment Weekly. En la sección de libros vi que Danielle Steel publicaba su cuarto libro en lo que iba de año, y todavía estábamos en abril. Quizá pudiera lograr que me escribiera ella mi informe de incidente. Pero tal vez se entretuviera demasiado en describir lo que llevaban los cadáveres de primera clase.

Pasé a otra sección, y me disponía a leer un reportaje sobre un concierto de Barbra Streisand en beneficio de los mayas marxistas de la península de Yucatán, cuando, voila!, apareció Kate Mayfield, empolvada, peinada y vestida. La verdad era que no había tardado demasiado. Diez puntos.

– Estás preciosa -dije, poniéndome en pie.

– Gracias. Pero no te pongas sensible y tierno conmigo. Me gustabas como eras.

– ¿Y cómo era?

– Insensible, tosco, egocéntrico, egoísta, rudo y sarcástico.

– Haré lo que pueda. -Veinticinco puntos.

– Esta noche, en tu casa -me informó-. Llevaré un maletín. ¿Te parece?

– Desde luego. -Siempre y cuando el maletín no tuviese el aspecto de tres maletas y cuatro baúles. Realmente, tenía que pensarlo.

– Anoche, cuando estabas en el baño, sonó tu busca -dijo-. Lo cogí. Era el centro de mando provisional.

– Oh… deberías habérmelo dicho.

– Lo olvidé. No te preocupes.

Experimenté la impresión de estar entregando el control de la misión, y quizá el control de mi vida, a Kate Mayfield. ¿Entienden lo que quiero decir? Menos cinco puntos.

Ella se dirigió hacia la puerta, y yo la seguí.

– Hay un acogedor café francés en la Segunda Avenida.

– Estupendo. Que siga allí.

– Vamos. Invito yo.

– Hay un mugriento cafetín en la esquina.

– Yo he invitado primero.

Así que recogimos nuestros maletines y salimos, como cualquier pareja disponiéndose a iniciar su jornada laboral, salvo que cada uno de nosotros llevaba una Glock del calibre 40.

Por cierto, que Kate llevaba unos pantalones negros y una especie de blazer color ketchup Heinz sobre una blusa blanca. Yo llevaba lo mismo que el día anterior.

Bajamos en el ascensor hasta el vestíbulo y salimos del edificio. El portero era el mismo de la noche anterior. Quizá trabajan una hora sí y dos horas no hasta que completan una jornada de ocho horas.

– ¿Taxi, señora Mayfield? -preguntó el hombre.

– No, gracias, Herbert, vamos andando.

Herbert me dirigió una mirada que sugería que era él y no yo quien debería haber estado en el apartamento 1415.

Hacía un día precioso, cielo despejado, un poco de frío pero nada de humedad. Caminamos hacia el este por la calle 86 hasta la Segunda Avenida y torcimos luego hacia el sur, en la dirección de mi casa, aunque no íbamos allí. El tráfico rodado era ya intenso en la avenida, y también el peatonal.

– Adoro Nueva York -dije, impulsado solamente por mi estado de ánimo.

– Yo odio Nueva York -replicó ella. Se dio cuenta de que esa declaración estaba preñada de futuros problemas, especialmente si ella lo estaba, y añadió-: Pero podría conseguir que me gustase.

– No, no puedes. Nadie puede hacerlo. Pero puedes acostumbrarte a él. A veces lo adorarás, a veces lo odiarás. Nunca te gustará.

Me miró de reojo pero no hizo ningún comentario sobre mi profunda observación.

Llegamos a un sitio llamado La No-sé-qué de No-sé-cuántos. Entramos y nos recibió calurosamente una dama francesa empapuzada de Prozac. Ella y Kate parecían conocerse e intercambiaron unas palabras en francés. Que me saquen de aquí. Menos cinco puntos.

Nos sentamos a una mesa del tamaño de los gemelos de mi camisa, en sillas hechas con percheros. El establecimiento parecía un saldo de Laura Ashley y olía a mantequilla caliente, lo cual me revuelve el estómago. Los clientes eran todos travestís.

– ¿No es una monada el sitio?

– No.

La dueña nos entregó diminutos menús escritos en sánscrito. Había treinta y dos clases de bollitos y croissants, manjares todos ellos inadecuados para hombres.

– ¿Puedo tomar un bagel? -le pregunté a madame.

– No, monsieur.

– ¿Huevos? ¿Salchichas?

– No, monsieur.

Giró sobre su afilado tacón y se alejó. Se estaba esfumando el efecto del Prozac.

– Prueba el croissant de fresa -dijo Kate.

– ¿Por qué?

Pedí café, zumo de naranja y seis brioches. Puedo arreglármelas con los brioches. Saben como los bizcochos de mi abuela inglesa. Kate pidió té y un croissant de cereza.

Mientras desayunábamos, me preguntó:

– ¿Tienes alguna otra información que te gustaría compartir conmigo?

– No. Sólo el asesinato de Perth Amboy.

– ¿Alguna teoría?

– Ninguna. ¿Vienes aquí a menudo?

– Casi todas las mañanas. ¿Algún plan de acción para hoy?

– Tengo que recoger la ropa de la lavandería. ¿Y tú?

– Tengo que levantarme y continuar leyendo todo lo que tengo encima de la mesa.

– Piensa en lo que no está en tu mesa.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, una detallada información sobre las supuestas víctimas de Jalil en Europa. Salvo que se me haya pasado por alto, no hay nada en nuestras mesas. Nada de Scotland Yard. Nada del departamento de investigación criminal de la Fuerza Aérea ni del FBI.

– Muy bien… ¿qué estamos buscando?

– Una conexión o un móvil.

– No parece haber ninguna conexión, fuera del hecho de que los objetivos eran británicos y estadounidenses. Ése es también el móvil -señaló.

– El único ataque que destaca es el asesinato a hachazos en Inglaterra de aquel coronel de la Fuerza Aérea estadounidense.

– Coronel Hambrecht. Junto a la base aérea de Lakenheath.

– Exacto. Este café no está mal.

– ¿Por qué destaca?

– ^Fue cuerpo a cuerpo y personal.

– Y también el asesinato de aquellos escolares.

– Ésos fueron muertos a tiros. Yo estoy hablando del hacha. Es un dato significativo.

Kate me miró.

– Está bien, detective Corey. Háblame de ello.

Jugueteé con el brioche que me quedaba.

– Un asesinato como ése sugiere la existencia de una relación personal.

– De acuerdo. Pero ni siquiera estamos seguros de que lo cometiera Jalil.

– Cierto. No pasa de ser una conjetura de la Interpol. Han estado siguiéndole la pista a ese tipo. Ayer me tragué una tonelada de papeles mientras tú y Jack acumulabais facturas de viajes en taxi al JFK. Encontré muy pocas cosas de Scotland Yard, del DIC de la Fuerza Aérea y de nuestros amigos de la CÍA. Y nada del FBI -añadí-, que debió de enviar un equipo para investigar el asesinato de Hambrecht, así como el de los niños norteamericanos. ¿Por qué falta todo ese material?

– Quizá porque se te ha pasado por alto.

– Lo solicité a los archivos, y todavía estoy esperando.

– No te pongas paranoide.

– No seas tan confiada.

Ella guardó silencio unos instantes.

– No lo estoy -dijo finalmente.

Creo que estábamos tácitamente de acuerdo en que algo olía mal allí pero la agente Mayfield no estaba dispuesta a verbalizarlo.

Madame me presentó la cuenta, y se la pasé a mademoiselle, la cual pagó en metálico. Madame le dio el cambio, que sacó de una bolsita que llevaba junto a la cadera, igual que en Europa. ¿Es muy chic eso?

Salimos, llamé un taxi y montamos en él.

– Veintiséis Federal Plaza -dije.

El hombre no sabía dónde estaba eso, y lo orienté.

– ¿De dónde es usted?

– De Albania.

Cuando yo era pequeño, aún había taxistas llegados de la Rusia zarista, todos pertenecientes a la nobleza, según ellos. Por lo menos, sabían encontrar una dirección.

Permanecimos un minuto en silencio. Luego Kate dijo:

– Quizá debas ir a casa a cambiarte.

– Lo haré si quieres. Vivo a unas manzanas de aquí. Somos casi vecinos -añadí.

– Al diablo con ello -dijo sonriendo, después de reflexionar durante unos instantes-. Nadie se dará cuenta.

– Hay quinientos detectives y agentes del FBI en el edificio. ¿No crees que lo advertirán?

Se echó a reír.

– ¿Y a quién le importa?

– Entraremos por separado -dije.

Me cogió la mano, acercó los labios a mi oído y replicó:

– Que se jodan.

Le di un beso en la mejilla. Olía bien. Tenía buen aspecto. Me gustaba su voz.

– ¿De dónde eres exactamente? -le pregunté.

– De todas partes. Soy hija del FBI. Papá está retirado. Nació en Cincinnati. Mamá nació en Tennessee. Nos movíamos mucho. Uno de los destinos fue Venezuela. El FBI tiene mucha gente en Sudamérica. J. Edgar procuraba mantener a la CÍA apartada de allí. ¿Lo sabías?

– Creo que sí. El bueno de Edgar.

– Según mi padre, fue un gran incomprendido.

– Sé lo que es eso.

Se echó a reír.

– ¿Están orgullosos de ti tus padres? -pregunté.

– Desde luego. ¿Lo están los tuyos de ti? ¿Viven los dos?

– Viven y en perfecto estado de salud en Sarasota.

Sonrió.

– ¿Y…? ¿Te quieren? ¿Están orgullosos de ti?

– Mucho. Tienen un apodo cariñoso para mí… Oveja Negra.

Rió. Dos puntos.

Kate permaneció unos momentos en silencio.

– Tuve una relación de larga duración y a larga distancia con otro agente -dijo finalmente-. Me alegro de que seamos vecinos -añadió-. Es más fácil. Es mejor.

Pensando en mi propia relación a larga distancia con Beth Penrose y en mi anterior matrimonio, no estaba seguro de que fuese mejor, pero dije:

– Desde luego.

– Me gustan los hombres mayores -agregó ella.

Supongo que eso iba por mí.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Me gusta la generación presensible. Como mi padre. Cuando los hombres eran hombres.

– Como Atila.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– No hay nada malo en los hombres de tu generación, Kate. El problema es tu oficio y los tipos que están en él. Probablemente son gente estupenda también pero trabajan para el gobierno federal, que se ha vuelto muy extraño.

– Quizá sea eso. Jack, por ejemplo, es estupendo. Es mayor, y la mitad de las veces se comporta normalmente.

– Exacto.

– Yo no suelo abalanzarme sobre los hombres -dijo.

– Estoy acostumbrado.

Se echó a reír.

– Bueno, basta de charla de «la mañana siguiente».

– De acuerdo.

Así que nos pusimos a hablar de cosas intrascendentes, la clase de temas que hace treinta años componían la conversación precoital. El país ha cambiado, generalmente para mejor, creo yo, pero lo sexual se ha tornado más desconcertante y confuso, no menos. Quizá soy yo el único que está confuso. Yo he salido con mujeres que practicaban la nueva/vieja idea de castidad y pudor, así como con mujeres que cambiaban de montura más rápidamente que un jinete del pony exprés. Y resultaba difícil distinguir quién era quién por el aspecto o incluso por lo que decían. Las mujeres lo tienen más fácil: todos los hombres son unos cerdos. Así de sencillo.

De todos modos, se supone que uno no debe hablar de materias clasificadas delante de civiles, aunque sean taxistas albanos que fingen no saber inglés y no saber dónde está Federal Plaza, así que fuimos charlando todo el tiempo de naderías, conociéndonos un poco más el uno al otro.

Sugerí que bajáramos del taxi una manzana antes de nuestro punto de destino y llegáramos a él por separado. Pero Kate replicó:

– No, esto es divertido. Veamos quién se fija y nos mira con una sonrisita. No hemos hecho nada malo -añadió.

Naturalmente, el FBI no es como la mayoría de los empresarios privados, ni como la policía de Nueva York, si vamos a eso, y se mantiene atento a posibles conflictos y problemas sexuales. Observen que Mulder y Scully no se han acostado aún. Me pregunto, si habrán echado un polvo siquiera. De todos modos, yo estaba trabajando para el FBI solamente como contratado, así que no era problema mío.

El taxi llegó a 26 Federal Plaza antes de las nueve de la mañana, y pagué yo.

Bajamos y entramos juntos en el vestíbulo pero no había muchos colegas nuestros por allí, y los que nos reconocieron no parecieron reparar en que habíamos llegado juntos, tarde, en el mismo taxi, y que yo no me había cambiado de ropa. Cuando lo haces con una compañera de trabajo, crees que todo el mundo lo sabe pero de ordinario la gente tiene cosas más importantes en qué pensar. No obstante, si Koenig andaba por allí se daría cuenta y se cabrearía. Conozco a ese tipo.

Había un quiosco de prensa en el vestíbulo, y compramos el Times, el Post, el Daily News y el USA Today, pese a que todos esos periódicos y otros más nos son repartidos cinco días a la semana. A mí me gusta tener los periódicos frescos, no leídos por nadie y sin recortar.

Mientras esperábamos el ascensor eché un vistazo a la primera plana del Times, que publicaba un artículo sobre el recién admitido ataque terrorista. Un nombre y una cara familiares me saltaron a la vista, y exclamé:

– Mierda. Disculpa la expresión. Se me están repitiendo los brioches.

– ¿Qué ocurre?

Le mostré el periódico.

– Oh…

Para resumir un largo artículo, baste decir que el Times publicaba mi nombre y una fotografía mía tomada supuestamente el sábado en el JFK, aunque no recuerdo haber llevado ese traje el sábado. Se trataba, evidentemente, de una foto manipulada y también lo eran unas cuantas frases que se me atribuían y que yo no recordaba haber pronunciado, a excepción de la que decía: «Yo creo que Jalil está todavía en el área metropolitana de Nueva York, y, si está, lo encontraremos.» En realidad, no habían sido ésas literalmente mis palabras, y tampoco lo había dicho para consumo público. Tomé nota mentalmente para pegarle un puñetazo en la nariz al pequeño Alan Parker.

Kate estaba hojeando el Daily News y dijo:

– Aquí se me atribuye haber dicho que estuvimos muy cerca de capturar a Asad Jalil en el JFK pero que tenía cómplices en el aeropuerto y consiguió burlarnos.

Me miró.

– ¿Comprendes? -dije-. Por eso no teníamos que hacer declaraciones a la prensa. Jack o Alan o alguien lo hizo por nosotros.

Se encogió de hombros.

– Bueno, accedimos a ser… ¿cómo es la palabra?

– Cebo. ¿Dónde está tu foto?

– Tal vez la publiquen mañana. O esta tarde. Yo no salgo tan bien en las fotos -añadió, y se echó a reír.

Llegó el ascensor, y subimos en él junto con otras personas que iban a las oficinas de la BAT. Todos íbamos charlando de cosas intrascendentes, a excepción de los que leían el periódico. Un tipo me miró y volvió luego la vista a su periódico.

– Eh -exclamó-, estás en la lista de los hombres más buscados por Jalil.

Rieron todos. ¿Por qué yo no lo encontraba gracioso?

– No os acerquéis demasiado a Corey -dijo alguien.

Más risas. Cuanto más alto subía el ascensor, más estúpidos se hacían los chistes. Hasta Kate se sumó a la juerga.

– Yo tengo un frasco de tinte rubio Lady Clairol que puedo prestarte -dijo.

Ja, ja, ja. Si yo no fuese un caballero, habría anunciado que la Mayfield era una rubia muy natural.

El caso es que nos bajamos en el CMP, en el piso veintiséis, y Kate me dijo:

– Lo siento. Era divertido.

– Yo no le veo la gracia.

Echamos a andar hacia el CMP.

– Vamos, John. No corres ningún peligro.

– Entonces, utilicemos tu foto mañana.

– No me importa. Me ofrecí voluntaria.

Entramos en el CMP y nos dirigimos a nuestras mesas, saludando a los demás al pasar. Nadie hizo ningún comentario jocoso sobre mi foto en el periódico. Todo era muy profesional allí, y las bromas del ascensor eran una aberración, un momento de imprevisto comportamiento impropio del FBI. Los payasos del ascensor probablemente ahora estaban comentando el asunto entre risas. Si este centro de mando fuese mi antiguo Departamento de Homicidios, habrían puesto una ampliación de mi foto con el siguiente pie: «Asad Jalil está buscando a este hombre. ¿Puedes ayudarle a encontrarlo?»

Me senté a mi mesa. En realidad no había casi ninguna probabilidad de que mi foto en los periódicos, ni aun en la televisión, fuera a hacer salir a Jalil de su escondrijo, o de que yo me convirtiera en objetivo suyo. A menos que me acercara demasiado a él.

Kate se sentó enfrente de mí y empezó a examinar los papeles que cubrían su mesa.

– Dios mío, aquí hay toneladas de material.

– Casi todo es basura.

Escruté el New York Times en busca de la noticia del asesinato del banquero norteamericano en Frankfurt. Finalmente encontré un suelto de la Autoridad Portuaria que daba sólo unos sucintos detalles y no mencionaba ninguna relación con Asad Jalil.

Supuse que las diversas autoridades no querían ayudar a crear confusión entre la ciudadanía estadounidense y los agentes que estaban buscando a Jalil aquí.

Le pasé el periódico a Kate, que leyó el artículo.

– Deben de tener sus dudas sobre esto -dijo-. Y no quieren facilitarles las cosas a los servicios de inteligencia libios, si es que tienen algo que ver con el asesinato.

– Exacto.

La mayoría de los homicidios en que yo he trabajado fueron cometidos por idiotas. Los servicios internacionales de inteligencia están en manos de personas tan listas que actúan como idiotas. Personas como Ted Nash y sus adversarios. Acaban elaborando unos brillantes planes tan retorcidos que la mayoría de ellos se despiertan todas las mañanas tratando de recordar de qué lado están esa semana y qué mentira era la verdad disfrazada de mentira disfrazada de verdad. No es de extrañar que Nash no dijera gran cosa; utilizaba casi toda su energía mental tratando de resolver una realidad contradictoria. Mi lema es: Hazlo sencillo, estúpido.

– Tenemos que llamar a Jack -dijo Kate, al tiempo que descolgaba el teléfono.

– Son seis horas antes en Frankfurt. Estará dormido.

– Son seis horas después. Estará en la oficina.

– Da igual. Que nos llame él.

Kate vaciló unos momentos, y luego colgó.

Nos pusimos a leer los periódicos, comentando entre nosotros que los medios de comunicación no necesitaban ser manipulados, ellos mismos ya se encargaban de interpretar mal la mayoría de las noticias prefabricadas. Sólo el Times, dicho sea en su honor, las interpretaba bien. Pero, al igual que sobre mi mesa, en él faltaban los datos importantes e interesantes.

Nuevamente había fotos de Jalil en todos los periódicos, y unas cuantas de ellas, retocadas, lo mostraban con gafas, barba, bigote y un pelo entrecano peinado de manera diferente. Esto tenía por objeto alertar al público de la posibilidad de que el fugitivo hubiera cambiado su aspecto. Pero lo que conseguía era que el público recelase de personas inocentes con gafas, bigote y barba. Y, como policía, yo sabía además que los disfraces más sencillos solían ser eficaces, y tal vez ni yo mismo podría identificar a aquel tipo en medio de una multitud si estaba sonriendo y llevaba bigote.

Leí detenidamente los artículos para ver si alguien había seguido mi sugerencia de hacer pública la teoría de que la señora Jalil y Gadafi eran algo más que amigos. Pero no vi la menor insinuación de ello.

Pese a mi lema de hacerlo sencillo, hay veces en que es bueno recurrir a la guerra sicológica, pero su utilización es escasa por parte de militares y policías, excepto cuando éstos interrogan a un sospechoso y emplean el viejo método de «poli bueno / poli malo». En cualquier caso, es necesario plantar semillas de duda y engaño a través de los medios de comunicación y esperar que el fugitivo lo lea y se lo crea, y que los buenos recuerden que se trata de una simulación.

A este respecto, yo me preguntaba si el señor Jalil estaba leyendo lo que se publicaba acerca de él y si se veía a sí mismo en la televisión. Traté de imaginármelo en alguna parte, agazapado en alguna pensión barata de un barrio árabe, comiendo carne de cabra en conserva, viendo la televisión y leyendo los periódicos. Pero no podía imaginar eso. En lugar de ello, lo imaginaba pulcramente trajeado, mezclado con la gente, dedicado a joder-nos otra vez.

Si este caso tenía un nombre se llamaría «El caso de la información ausente». Algunos de los datos que faltaban en las noticias faltaban porque no los conocían. Pero lo que faltaba eran cosas que deberían haber sabido o averiguado. La ausencia más llamativa era la de cualquier referencia al 15 de abril de 1986. Algún hábil reportero con un poco de cerebro, o un poco de memoria, o un módem, debería haber establecido la relación. Ni siquiera los periodistas eran tan estúpidos, por lo que no podía por menos de pensar que las noticias estaban siendo manipuladas. La prensa cooperará durante unos días o una semana con los federales si se les puede convencer de que está en juego la seguridad nacional. Por otra parte, quizá me estaba dejando llevar en exceso por la imaginación.

– ¿Por qué no menciona ninguno de estos artículos el aniversario de la incursión sobre Libia? -le pregunté a Kate.

Ella levantó la vista de la mesa.

– Supongo que alguien les ha pedido que no lo hagan -respondió-. No es buena idea presentar lo qué las relaciones públicas no quieren que se muestre. Conceden mucha importancia a los aniversarios, pero si los ignoramos se sienten frustrados.

A mí me parecía bien. Había muchas consideraciones que tener en cuenta ante un suceso de tal magnitud. Los malos actores estaban representando una tragedia pero nosotros no les íbamos a dar publicidad gratuita.

De todos modos, no había grandes novedades en las noticias, así que consulté los mensajes del contestador automático, tal como estaba haciendo Kate. Debería haber utilizado los auriculares en vez del altavoz, porque el primer mensaje era dé Beth, a las 7.12 de la mañana. Decía: «Hola. Anoche te llamé a casa, y también esta mañana pero no he dejado ningún mensaje. ¿Dónde te has metido? Llámame a casa antes de las ocho y luego a la oficina. Te echo de menos. Un beso muy grande. Hasta luego.»

Kate continuó escuchando sus propios mensajes, fingiendo no oír.

Dije, como hablando conmigo mismo: «Tengo que llamar a mamá», pero no creo que colase.

El mensaje siguiente era de Jack Koenig, que decía: «Mensaje para Corey y Mayfield. Llamadme.» Daba un número larguísimo, lleno de ceros y unos, y supuse que no había vuelto a su oficina, al otro extremo del pasillo.

Había un mensaje similar de Ted Nash, que borré.

No había más mensajes, y dediqué mi atención a los papeles de mi mesa.

Al cabo de unos minutos, Kate levantó la vista.

– ¿Quién era? -preguntó.

– Jack y Ted.

– Me refiero a la otra.

– Oh… Mi madre.

Dijo algo que sonó como «caradura» pero quizá no lo entendí bien. Se levantó de la mesa y se alejó.

Así que allí me quedé, soñoliento, doliéndome el orificio de bala del abdomen, con seis brioches poco hechos en el estómago, el último y definitivo acto de mi carrera en peligro y algún terrorista loco bebiendo leche de camella en alguna parte y mirando mi foto en los periódicos. Podía enfrentarme a todo eso. Pero ¿necesitaba eso? Quiero decir que creía haberme portado honradamente con Kate.

Justo cuando empezaba a pensar mejor las cosas en relación con la Mayfield, ella regresó con dos tazas de café y puso una sobre mi mesa.

– Solo y con azúcar, ¿verdad?

– Verdad. Sin estricnina. Gracias.

– Puedo salir a traerte un Egg McMuffin si quieres. Con queso y salchicha.

– No, gracias.

– Un hombre activo necesita alimentos sólidos.

– En realidad, no hago más que estar sentado. El café es suficiente. Gracias.

– Apuesto a que no te has tomado tus vitaminas esta mañana. Voy a buscártelas.

Detectaba un cierto sarcasmo en el tono de la Mayfield, o quizá es que la palabra de la mañana era «cebo». No sólo era yo un cebo, sino que me estaban tendiendo también uno a mí mismo.

– Gracias, pero el café es todo lo que necesito.

Bajé la cabeza y me puse a estudiar un informe que tenía delante.

Ella se sentó enfrente de mí y tomó un sorbo de café. Yo sentía sus ojos posados sobre mi cara. Levanté la vista hacia ella pero aquellos ojos azules, tan atractivos hacía sólo unos momentos, se habían convertido en dos cubitos de hielo.

Nos miramos fijamente el uno al otro, y finalmente ella dijo:

– Lo siento. -Y volvió a sus papeles.

– Me ocuparé de ello -aseguré.

– Más te vale -respondió, sin levantar la vista.

Al cabo de uno o dos minutos volvimos a la tarea de capturar al terrorista más buscado del mundo.

– Hay un informe combinado de varios departamentos policiales referente a los alquileres de coches en el área metropolitana… Se alquilan miles de coches todos los días, pero están tratando de seleccionar los alquileres realizados a personas con nombres que parezcan proceder de Oriente Medio. Resulta un poco traído por los pelos.

– Bastante. Por lo que sabemos, Jalil está conduciendo un coche prestado por un compatriota. Aunque sea un coche alquilado, sus cómplices podrían utilizar el nombre de Smith si tienen el documento de identidad adecuado.

– Pero la persona que lo alquila podría no tener aspecto de llamarse Smith.

– Cierto… pero podrían utilizar un tipo con aire de Smith y luego deshacerse de él. Olvídate de los coches alquilados.

– Tuvimos suerte con la furgoneta Ryder en el atentado con bomba del World Trade Center. Resolvió el caso.

– Olvídate del puñetero atentado contra el World Trade Center.

– ¿Por qué?

– Porque, al igual que un general que trata de revivir en una batalla sus éxitos anteriores, descubrirás que los malos no están intentando revivir sus derrotas pasadas.

– ¿Eso es lo que les dices a tus alumnos del John Jay?

– Desde luego. Es claramente aplicable al trabajo detectivesco. He visto demasiados policías de homicidios tratando de resolver el caso B de la misma forma en que resolvieron el caso A. Cada caso es único. Especialmente, éste.

– Gracias, profesor.

– Haz lo que quieras.

Me enfurruñé y volví a mis memorándums y a mis informes. Detesto los papeles.

Encontré un sobre sellado con la mención «Confidencial. No mostrar a nadie», y sin nota de procedencia. Lo abrí y vi que era de Gabe. Decía:

He mantenido incomunicado a Fadi durante todo el día de ayer, después fui a la casa de Gomal Yabbar e interrogué a su mujer, Cala. Asegura no tener conocimiento de las actividades e intenciones de su marido ni de adónde iba él sábado. Pero dijo que Yabbar tuvo una visita el viernes por la noche y que, una vez que él visitante se hubo marchado, Yabbar puso un maletín de lona negra debajo de la cama y le ordenó que no lo tocase. Ella no reconoció al visitante ni oyó nada de lo que dijeron. A la mañana siguiente, su marido se quedó en casa, lo cual resultaba insólito, ya que normalmente trabajaba los sábados. Yabbar salió de su apartamento de Brooklyn a las dos de la tarde, llevando el maletín, y no regresó. Ella describe su comportamiento como preocupado, nervioso, triste y aturdido… traduzco del árabe sus palabras lo mejor que puedo. La señora Yabbar parece resignada a la posibilidad de que su marido esté muerto. He llamado a Homicidios y les he autorizado a comunicarle la noticia y poner en libertad a Fadi. Hablaré luego contigo.

Doblé la hoja y me la guardé en el bolsillo.

– ¿Qué era eso? -preguntó Kate.

– Te lo enseñaré más tarde.

– ¿Por qué no ahora?

– Necesitas poder alegar ignorancia antes de que hablemos con Jack.

– Jack es nuestro jefe. Yo confío en Jack.

– También yo. Pero está demasiado próximo a Teddy en estos momentos.

– ¿De qué hablas?

– Se están llevando a cabo dos juegos en el mismo campo, el juego del León, y el juego de alguien distinto.

– ¿De quién?

– No lo sé. Solamente tengo la impresión de que algo va mal.

– Bueno… si quieres decir que la CÍA va a lo suyo, eso no es nada nuevo precisamente.

– Exacto. Vigila a Ted.

– De acuerdo. Tal vez lo seduzca para que confíe en mí.

– Buena idea. Pero lo vi desnudo una vez, y lo tiene minúsculo.

Me miró y vio que no bromeaba.

– ¿Cuándo lo has visto desnudo?

– En una despedida de soltero. Se entusiasmó con la música y las chicas del striptease y, antes de que nadie pudiera impedírselo…

– Déjate de historias. ¿Cuándo lo has visto desnudo?

– En Plum Island. Al salir del laboratorio de biocontención tuvimos que ducharnos todos. Así es como lo llaman. Ducharse.

– ¿De veras?

– De veras. Y creo que él no se duchó del todo, porque ese mismo día se le encogió el pito.

Se echó a reír. Luego pensó durante unos instantes y observó:

– Olvidaba que una vez trabajasteis juntos en un caso. George también, ¿verdad?

– Sí. George tiene un pito normal. Que conste.

– Gracias por la información. -Reflexionó unos momentos-. O sea, que llegaste a desconfiar de Ted en aquel caso.

– No fue un proceso evolutivo. Dejé de confiar en él tres segundos después de conocerlo.

– Comprendo… o sea, que te resulta sospechosa esta coincidencia de encontrarte otra vez con él.

– Quizá un poco. A propósito, realmente me amenazó en el caso de Plum Island.

– ¿Amenazarte, en qué sentido?

– En el único que importa.

– No lo creo.

Me encogí de hombros.

– Para tu información, estaba interesado en Beth Penrose -añadí.

– ¡Oh! Cherchez la femme. Ahora se entiende todo. Caso cerrado.

Puede que fuera una imprudencia por mi parte comunicarle aquello. No repliqué a su ilógico razonamiento deductivo.

– De modo que aquí está la solución a nuestros dos problemas. Ted y Beth. Que se unan.

De alguna manera, yo había pasado de agente antiterrorista a personaje de serial.

– Parece un plan -dije para poner fin a la conversación.

– Estupendo. Y ahora dame lo que te has guardado en el bolsillo.

– Pone «no mostrar a nadie».

– Muy bien, léemelo.

Saqué del bolsillo el informe de Gabe y lo empujé sobre la mesa. Ella lo leyó en silencio.

– No hay aquí gran cosa que yo no deba ver, y nada que tenga que negar haber visto -dijo-. Estás tratando de controlar la información, John -añadió-. La información es poder. Aquí no trabajamos así. -Tú y Gabe y varios otros de la policía de Nueva York estáis jugando a ocultarles cosas a los federales. Se trata de un juego peligroso.

Etcétera, etcétera. Me obsequió con una conferencia de tres minutos que terminó con:

– No necesitamos una organización clandestina dentro de nuestra brigada.

– Te pido disculpas por ocultarte el informe -respondí-. En el futuro compartiré contigo todos los informes de policía a policía. Puedes hacer lo que quieras con ellos. -Y añadí-: Sé que el FBI y la CÍA lo comparten todo conmigo y con los demás detectives de la policía asignados a la BAT. Como dijo J. Edgar Hoover…

– Está bien, vale. Entiendo. Pero no tengas secretos conmigo.

Nos miramos a los ojos y sonreímos. ¿Ven lo que ocurre cuando se lía uno con una compañera de trabajo?

– Lo prometo -dije.

Volvimos a nuestros papeles.

– Aquí está el informe forense preliminar sobre el taxi encontrado en Perth Amboy… -dijo Kate-. Anda… las fibras de lana halladas en el asiento posterior coinciden con las fibras tomadas del traje de Asad Jalil en París.

Busqué rápidamente el informe y lo leí en silencio mientras Kate lo leía en voz alta.

– Tereftalato de polietileno transparente incrustado en el asiento del chófer y en el cuerpo… -dijo-. ¿Qué diablos significa eso?

– Significa que el pistolero utilizó una botella de plástico como silenciador.

– ¿De veras?

– De veras. Estoy seguro de que figura en uno de esos manuales que tienes en tu biblioteca.

– Nunca he leído eso… ¿qué más…? Muy bien, las balas utilizadas eran definitivamente del calibre 40… supongo que eso significa que utilizó… el arma de un agente.

– Probablemente.

– Hay huellas dactilares por todo el coche pero ninguna corresponde a Asad Jalil…

Ambos leímos el informe pero no había ninguna prueba concluyente de que Jalil hubiera estado en aquel taxi, a excepción de las fibras de lana, y eso por sí solo no demostraba de forma indudable su presencia en la escena. Sólo significaba que había estado presente su traje, o un traje similar. Es lo que una vez dijo ante el tribunal un abogado defensor.

Kate reflexionó unos momentos.

– Está en Norteamérica -dijo finalmente.

– Eso es lo que yo dije antes de que nos enterásemos del asesinato de Perth Amboy.

– Sin embargo, John, sabemos dónde estaba el sábado por la noche. ¿Qué podemos sacar de eso?

– Nada.

De hecho, las pistas sólidas y los datos verificables conducían a menudo a otra parte. Cuando finalmente se formulara la acusación federal contra Asad Jalil, podríamos añadir el nombre de Gamal Yabbar a la lista de más de trescientos hombres, mujeres y niños cuyo asesinato se le atribuía. Pero eso no nos acercaba ni un centímetro a su captura.

Volvimos a los papeles de nuestras mesas. Empecé por el principio, por Europa, y leí lo poco que había disponible sobre los supuestos asesinatos y otras actividades de Jalil. En algún lugar de Europa había una pista pero yo no la veía.

Alguien, no yo, había pedido a la Fuerza Aérea el expediente personal del coronel Hambrecht, también conocido como hoja de servicios, y yo tenía sobre la mesa una copia contenida en un sobre lacrado. El expediente, como todos los expedientes del personal militar, llevaba la mención «Confidencial».

Me pareció interesante el hecho de que el expediente hubiera sido solicitado hacía dos días y no hubiera formado parte de la documentación original del sospechoso. En otras palabras, Jalil se entregó en la embajada estadounidense en París el jueves, y cuando comprendieron que era sospechoso de haber asesinado a Hambrecht el expediente de la Fuerza Aérea debería haber estado aquí para el sábado…, el lunes como muy tarde. Estábamos a martes, y ésa era la primera vez que yo veía el expediente. Pero quizá estaba dando a los federales más crédito del que merecían al pensar que el expediente habría sido una de sus primeras prioridades. O quizá alguien estaba tratando de controlar la información. Como le había dicho a Kate: «Piensa en lo que no está en tu mesa.» Alguien lo había hecho ya pero yo ignoraba quién, ya que no había ninguna etiqueta de solicitud unida al expediente del coronel Hambrecht.

– Mira a ver si tienes el expediente personal del coronel William Hambrecht -le dije a Kate. Y le mostré la primera página-. Es así.

– Sé cómo es -respondió, sin levantar la vista-. Lo pedí el viernes, cuando recibí la orden de esperar a Jalil en el aeropuerto y después de haber leído su dossier. He leído el expediente hace una hora.

– Estoy impresionado. Tu padre debió de enseñarte muy bien.

– Mi padre me enseñó a progresar en mi profesión. Mi madre me enseñó a ser inquisitiva.

Sonreí y abrí el expediente. La primera página contenía información personal, parientes, domicilio, lugar y fecha de nacimiento, etcétera. Vi que William Hambrecht estaba casado con Rose y tenía tres hijos, habría cumplido cincuenta y cinco años en marzo si hubiera vivido, luterano, tipo sanguíneo A positivo, etcétera.

Fui pasando las páginas. La mayoría estaban escritas en una especie de críptica jerga militar y consistían fundamentalmente en el resumen de una larga y, al parecer, distinguida carrera. Pensé que quizá el coronel Hambrecht había servido en los servicios de inteligencia de la Fuerza Aérea, lo que podría haberlo puesto en contacto con grupos extremistas. Pero básicamente había sido piloto; luego, comandante de patrulla, comandante de escuadrilla y comandante de ala. Se había distinguido en la guerra del Golfo, poseía numerosas condecoraciones, citaciones de unidad y medallas, innumerables destinos por todo el mundo, agregado a la OTAN en Bruselas, destinado luego a la base de la Royal Air Forcé de Lakenhead en Suffolk, Inglaterra, como oficial de estado mayor, sección de entrenamiento. Nada especial, salvo que anteriormente había estado destinado en Lakenhead desde enero de 1984 hasta mayo de 1986. Quizá entonces se había forjado un enemigo. Quizá se estaba acostando con alguna casada del lugar, le dieron un nuevo destino y cuando volvió, más de una década después, el marido continuaba aún furioso. Eso explicaría el hacha. Quizá aquel asesinato no tuviera nada que ver con Asad Jalil.

De todos modos, continué leyendo. La jerga militar resulta trabajosa de leer, y además escriben en acrónimos, como «regresar a EUCON», que sé que significa Estados Unidos Continentales, y «FERUL», que es Fecha Estimada de Regreso de Ultramar», y todo así.

Me estaba empezando a doler la cabeza de tanto leer acrónimos y abreviaturas pero continué. No había nada allí, y me disponía a dejar el expediente a un lado cuando en la última página vi una línea que decía: «Inf. borrada REF. orden del DD 369215-25, Orden Ejec. 279651-351-Purp. Sec. Nac. Alto secreto.» Nunca abrevian «Alto secreto» o «Secreto de Estado», y lo ponen siempre en mayúsculas para asegurarse de que uno lo entiende.

Reflexioné. Aquello era lo que se conoce como una huella en los expedientes. Las cosas se pueden borrar por muy variadas razones pero nada se pierde totalmente en un orwelliano agujero de memoria. La información borrada existe en algún lugar, en otro expediente rotulado con el sello de «Alto secreto».

Seguí mirando la huella pero ni siquiera la lupa de Sherlock Holmes me sería de ninguna ayuda. No había el menor indicio de qué había sido borrado, ni cuándo había sido borrado, ni a qué período pertenecía. Pero yo sabía quién lo había borrado y por qué. El quién era el Departamento de Defensa y el presidente de Estados Unidos. La razón, la seguridad nacional.

Los números de orden darían a alguien acceso a la información borrada pero ese alguien no era yo.

Pensé en qué habrían podido borrar y comprendí que podría haber sido casi cualquier cosa. De ordinario, se trataba de algo relacionado con una misión secreta pero en este caso tal vez fuera algo relacionado con el asesinato del coronel Hambrecht. Quizá las dos cosas. Quizá ninguna de ellas. Quizá guardaba relación con los devaneos de una casada local.

No había tampoco ningún indicio de si la supresión se refería a actividades honorables o deshonrosas. Pero yo suponía que se trataba de algo honorable, ya que su carrera parecía perfectamente encarrilada hasta el día en que alguien lo confundió con el tronco de un roble.

– ¿Y? ¿Qué opinas? -me preguntó Kate.

La miré.

– He encontrado lo que no está aquí.

– Exacto. Yo ya le he presentado una solicitud a Jack, que la cursará por la vía jerárquica hasta el director, el cual solicitará la información borrada. Eso podría llevar unos días. Quizá más, aunque puse la mención de «Muy urgente». -Y añadió-: Este expediente lleva solamente la mención «Confidencial» y ha tardado cuatro días en llegar aquí. No son nada rápidos a veces.

Asentí con la cabeza.

– Además -continuó-, si alguien de los de arriba cree que se trata de algo que no necesitamos saber, o si deciden que la información borrada es irrelevante para nuestros fines, nunca la veremos. O puede ser relevante pero demasiado secreta para que la veamos nosotros.

– Probablemente la información borrada no sea relevante -señalé-, a menos que guarde relación con su asesinato. Y, en tal caso, ¿por qué es alto secreto?

Se encogió de hombros.

– Tal vez no lo sepamos nunca.

– No es para eso para lo que me pagan.

– ¿Hasta dónde llega tu autorización?

– A lo confidencial sólo.

– Yo tengo autorización para conocer lo secreto. Pero Jack la tiene para todo lo que es alto secreto también, así que puede ver el material borrado si lo necesita.

– ¿Cómo sabrá si necesita saberlo si no sabe qué es lo borrado?

– Alguien con necesidad de saberlo y autorización para conocer altos secretos le dirá si necesita saberlo.

– ¿Quién tiene preferencia?

– Tú, no. El gobierno federal no es la policía de Nueva York -me informó-. Pero supongo que ya lo imaginabas.

– Un asesinato es un asesinato. La ley es la ley. Lección primera de mi programa en el John Jay.

Cogí el teléfono y marqué el número de Ann Arbor, Michigan, que figuraba en el expediente con la mención de «no incluido en guía».

Sonó la señal de llamada, y saltó un contestador automático. La voz de una mujer de mediana edad, la señora Hambrecht, sin duda, dijo: «Ésta es la residencia Hambrecht. Ahora no podemos ponernos al teléfono pero haga el favor de dejar su nombre y su número, y le llamaremos lo antes posible.»

Si en el plural incluía al coronel Hambrecht, estaba claro que él no se iba a poner. Sonó un pitido.

– Señora Hambrecht, soy John Corey y la llamo en nombre de la Fuerza Aérea -dije-. Llámeme, por favor, en cuanto pueda. Es referente al coronel Hambrecht. -Le di mi número directo y añadí-: O llame a la señora Mayfield. -Le di el número de Kate, que ella me fue leyendo desde su teléfono. Colgué.

En el supuesto de que no estuviésemos cuando ella llamase, nuestro contestador diría simplemente: «Corey, Fuerza Aérea» o «Mayfield, Fuerza Aérea», seguido de un amable ruego de que dejase un nombre y un número. Eso era suficientemente vago y no utilizaba la turbadora palabra de «terrorista».

Así pues, dejando a un lado esa improbable pista, reanudé la redacción de mi informe de incidente, que iba ya un poco retrasado. Dando por supuesto que nadie lo leería jamás, pensé que podría salir del paso con cuatro páginas numeradas de uno a cincuenta y con el adecuado número de páginas en blanco en medio. Decidí empezar por el final y tecleé: «De modo que, en conclusión…»

Sonó el teléfono de Kate; era Jack Koenig.

– Descuelga -me dijo ella al cabo de unos segundos.

Pulsé el botón de la línea de Kate.

– Corey -dije.

El señor Koenig estaba de buen humor.

– Me está usted cabreando -dijo.

– Sí, señor.

Kate apartó el auricular de su oreja con gesto teatral.

– Desobedece la orden de ir a Frankfurt -continuó Koenig-, no contesta a las llamadas telefónicas y anoche estuvo completamente ilocalizable.

– Sí, señor.

– ¿Dónde estaba usted? Tenía orden de mantenerse en contacto.

– Sí, señor.

– ¿Bien? ¿Dónde estaba?

Yo tenía una respuesta realmente divertida a esa pregunta cuando me la formulaba uno de mis primeros jefes. Yo contestaba: «Mi compañera fue detenida por prostitución, y me pasé la noche en el tribunal depositando la fianza.» Pero, como digo, aquella gente carecía de un refinado sentido del humor, así que respondí:

– No tengo excusa, señor.

Kate intervino.

– Yo llamé al CMP e informé al agente de guardia de que el señor Corey y yo estaríamos en mi apartamento hasta nuevo aviso. No di ningún nuevo aviso, y para las ocho cuarenta y cinco de la mañana ya estábamos aquí.

Silencio. Luego, Jack dijo:

– Entiendo. -Carraspeó y nos informó-: Voy a regresar a Nueva York y llegaré a la oficina para las ocho de la tarde, hora local. Hagan el favor de estar allí, si no es molestia.

Le aseguramos que no era ninguna molestia. Y aproveché la oportunidad para preguntarle:

– ¿Puede usted cursar la solicitud que presentó Kate para que se le envíe la información borrada del expediente personal del coronel Hambrecht?

De nuevo, silencio.

– El Departamento de Defensa nos ha comunicado que la información carece de relación con su asesinato y, por consiguiente, carece también de relación con este caso -respondió finalmente.

– ¿Con qué tiene relación? -pregunté.

– Hambrecht tenía acceso a información nuclear. La información borrada pertenece a esa categoría. Es un procedimiento operativo habitual borrar información nuclear de un expediente personal. No pierdan tiempo con eso -añadió.

– Muy bien. -De hecho, por otro caso que afectaba a un oficial de la Fuerza Aérea y en el que había intervenido hacía años, yo sabía que eso era cierto.

Jack pasó a otros temas, habló del asesinato de Perth Amboy y de los informes forenses elaborados en su momento, preguntó por la pista de Gabe, que yo había pasado por alto, y cómo iba el caso, y todo eso. También preguntó qué publicaban los periódicos de la mañana, y yo le informé:

– Mi foto.

– ¿Tomaron bien su dirección? -Se echó a reír. Kate rió también.

– Me debe una -le dije a Jack.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que ser designado objetivo del asesino es más de lo que uno está obligado a hacer. Así que cuando necesite un favor, usted me debe uno.

– Tiene usted una deuda tan grande, Corey -me informó-, que ahora se está poniendo casi a la par. Digamos que está en paz.

La verdad era que yo no creía que fuese realmente un objetivo, pero me parece que Koenig sí lo creía, lo cual me ponía de manifiesto algún aspecto de la actitud mental del FBI. Así pues, insistí:

– De estar en paz, nada. No, según mis cálculos.

– Ustedes saben llevar la cuenta, ¿eh?

Con ese «ustedes» se refería a los policías, naturalmente.

– Me debe una -repetí.

– De acuerdo. ¿Qué quiere?

– ¿Qué tal la verdad?

– Estoy trabajando en ello.

Eso parecía una admisión y reconocimiento de que en aquel asunto había algo más de lo que nosotros sabíamos.

– Recuerde el lema de nuestros amigos de la CÍA: Y sabréis la verdad, y la verdad os hará libres -dije.

– La verdad puede matarlo. Es usted muy inteligente, Corey. Y ésta no es una línea segura.

Auf Wiedersehen -dije, y colgué. Volví a mi informe de incidente. De modo que, en conclusión…

Kate habló un rato más con Jack y leyó el breve artículo sobre el asesinato del señor Leibowitz en Frankfurt. Charlaron un rato, y luego ella colgó.

– Esto se está poniendo feo -me dijo.

Levanté la vista de mi teclado.

– Me recuerda un episodio de «Expediente X» en el que la carpa dorada de Scully intenta secuestrarla -observé.

Los teléfonos continuaban repiqueteando por toda la estancia, tableteaban los fax, brillaban las pantallas de ordenador, los télex hacían lo que demonios tengan que hacer, entraban los empleados y dejaban más papeles en las mesas, etcétera, etcétera. Aquello era verdaderamente el centro nervioso, el cerebro electrónico de una vasta operación. Por desagracia, los cerebros humanos allí presentes no podían procesarlo todo con la suficiente celeridad ni separar rápidamente lo útil de lo inútil.

– Voy a buscar a Gabe -le dije, poniéndome en pie-. ¿Te importa quedarte aquí para no perdernos la llamada de la señora Hambrecht?

– En absoluto. ¿Qué le ibas a preguntar?

– No estoy seguro. Simplemente, ponía de buen talante y haz que alguien me llame mientras tanto.

– De acuerdo.

Salí del CMP y bajé a la sala de interrogatorios. Encontré a Gabe hablando en el pasillo con varios detectives de la BAT.

Me vio, se separó de los detectives y se me acercó. Una constante procesión de detectives entraba o salía de los ascensores, conduciendo a tipos de Oriente Medio.

– ¿Has recibido mi informe? -preguntó.

– Sí. Gracias.

– Oye, he visto tu foto en los periódicos. Y también la han visto todos los tipos que he interrogado hoy.

Hice caso omiso de su observación y le dije:

– Hay tantos árabes aquí que deberíamos encargar alfombras de oración y poner una señal apuntando hacia La Meca.

– A mi cuenta.

– ¿Algo nuevo?

– Pues sí. He llamado a Washington. A la policía metropolitana, no al FBI. Se me ha ocurrido que el señor Jalil no tenía ni idea de si lo llevarían a Washington o a Nueva York. Así que he preguntado si se había producido la muerte o la desaparición de algún taxista oriundo de Oriente Medio.

– ¿Y?

– Me comunicaron una denuncia por desaparición de una persona. Un tipo llamado Dawud Faisal, taxista. Libio. Desapareció el sábado.

– Quizá fue a cambiarse de nombre.

Gabe había aprendido a no hacerme caso.

– Hablé con su mujer -continuó-, en árabe, naturalmente, y me dijo que su marido había ido a Dulles a recoger un cliente y nunca regresó. ¿Te resulta familiar?

Reflexioné acerca de ello. Como Gabe sugería, aquel taxista podría haber sido reclutado para recoger a Jalil en el caso de que Jalil acabara en Washington. En algún momento, la organización de Jalil, fuese la inteligencia libia o fuese algún grupo extremista, se enteró de que iba a Nueva York. Pero Dawud Faisal ya sabía demasiado, y en algún punto del camino lo eliminaron o, simplemente, se limitaron a secuestrarlo durante el tiempo que se prolongase la misión.

– Buena idea -dije-. ¿Qué hacemos con esa información?

– Nada. Otro callejón sin salida. Pero apunta a una operación minuciosa y bien planeada. No hay embajada libia en este país, pero los sirios tienen en su embajada personal libio que está al servicio de Gadafi. Todos los árabes parecen iguales, ¿no? La CÍA y el FBI están al tanto de este apaño pero permiten que continúe. Así tienen libios que vigilar. Pero no había vigilancia el viernes por la noche cuando alguien fue a casa de Faisal con un maletín negro. Eso es lo que dijo la señora Faisal. Lo mismo que con la señora Yabbar… un visitante el viernes por la noche, maletín negro, marido con aire preocupado. Todo encaja pero es noticia vieja.

– Sí pero, como dices, apunta a una operación bien planeada, con cómplices en este país.

– Noticia vieja también.

– En efecto. Déjame que te pregunte una cosa, como árabe que eres. ¿Puedes ponerte en el pellejo de este tío? ¿Qué se propone ese cabrón?

Gabe consideró la pregunta, políticamente incorrecta y que sugería la utilización de un infortunado estereotipo racial.

– Bueno, piensa en lo que no hizo -respondió-. No se introdujo anónimamente en este país. Llegó aquí a costa nuestra, dicho sea en más de un sentido.

– Cierto. Sigue.

– Nos está tirando mierda a la cara. Disfruta haciéndolo. Pero, más que disfrutar, está… ¿cómo lo diría? Está haciendo un juego de ello, y, si lo piensas bien, se ha reservado las mejores cartas.

– He pensado en eso. Pero ¿por qué?

– Bueno, es algo típicamente árabe -sonrió-. En parte se trata de un cierto sentimiento de inferioridad respecto a Occidente. Los extremistas ponen bombas en aviones y cosas así pero saben que no son actos de valentía, de modo que de vez en cuando te encuentras con un tipo que quiere demostrar a los infieles lo valiente que es un muyahidín.

– ¿Un muya qué?

– Un luchador islámico por la libertad. Hay una vieja tradición del jinete árabe solitario, como en el Oeste americano, un seco y enjuto follapavas, por utilizar una palabra árabe, que cabalga solo y es capaz de enfrentarse a un ejército. Hay un famoso poema: «Cabalgaba terrible y solo con su espada yemení por toda ayuda; no llevaba más ornamento que las muescas de la hoja.» ¿Entiendes?

– Entiendo. ¿Y qué se propone?

– No lo sé. Sólo te estoy diciendo quién es.

– Muy bien, pero ¿qué suele proponerse un tipo así?

– Cargarse a trescientas veinte personas, y sigue contando.

– Sí. Bien, buen trabajo, Gabe. ¿Cómo le va a Fadi?

– Ahora se llama María y es señora de la limpieza en San Patricio. -Sonrió.

– Hasta luego. -Me di la vuelta para irme.

– Jalil va a por todas -dijo Gabe.

Me volví.

– No me sorprendería que apareciese como camarero en un acto presidencial de recaudación de fondos. Alberga un odio inmenso hacia alguien que cree que le ha ofendido, o que ha ofendido al islam, o que ha ofendido a Libia. Él quiere un enfrenta-miento personal.

– Sigue.

Reflexionó unos instantes.

– El título de ese poema es «La venganza de sangre».

– Yo creía que era un poema de amor.

– Es un poema de odio, amigo mío. De hecho, se refiere a una venganza de sangre.

– Ya.

– Un árabe puede sentirse motivado para realizar grandes actos de valentía por Dios y en ocasiones por su país. Pero rara vez por algo abstracto, como una filosofía política, y difícilmente por un líder político. No suelen confiar en sus líderes.

– Debe de ser un árabe.

– Pero hay otra cosa que motiva realmente a un árabe. Una vendetta personal. ¿Sabes? Como los sicilianos.

– Lo sé.

– Por ejemplo, si matas a mi hijo o a mi padre, o te tiras a mi hija o a mi mujer, te perseguiré hasta el fin del mundo, aunque necesite la vida entera para ello, y mataré a todos los que conozcas o estén emparentados contigo hasta cogerte.

– Yo creía que el jefe de mi mujer se la estaba tirando. Le mandé una caja de champán.

– Los árabes no piensan así. ¿Me estás escuchando?

^Entiendo. Esto podría ser una venganza de sangre. Una vendetta.

– Exacto. Podría ser. Además, a Jalil no le importa vivir o morir mientras intenta llevar a cabo su venganza. Lo único importante es intentarlo. Aunque muera, queda vengado y va al Paraíso.

– Procuraré ayudarlo a llegar allá.

– Si os encontráis, y en el momento en que os encontréis, el último que reconozca al otro será el que vaya al Paraíso. -Rió.

Me fui. ¿Por qué a todo el mundo le resulta gracioso que mi foto haya salido en los periódicos?

De nuevo en el CMP, cogí otra taza de café en el bien aprovisionado bar. Había croissants y brioches, bollitos y pastas, pero no había donuts. ¿A eso lo llaman cooperación entre agencias?

De todos modos, reflexioné acerca de lo que Gabe había dicho. Mientras pensaba, Kate se acercó al bar.

– Está al teléfono la señora Rose Hambrecht -me dijo-. Le he explicado quiénes somos.

Dejé la taza de café sobre el mostrador y corrí a mi mesa.

– Señora Hambrecht, soy John Corey, de la Brigada Especial del FBI -dije.

– ¿Cuál es el objeto de su llamada, señor Corey? -me respondió una voz cultivada.

Kate se sentó a su mesa, enfrente de mí, y descolgó su teléfono.

– En primer lugar, expresarle mi más profunda condolencia por la muerte de su marido.

– Gracias.

– Se me ha encomendado la tarea de investigar su muerte.

– Asesinato.

– Sí, señora. Estoy seguro de que está usted harta de contestar preguntas…

– Contestaré preguntas hasta que encuentren a su asesino.

– Gracias.

Les sorprendería a ustedes saber a cuántas esposas les importa un rábano que encuentren o no al asesino de su difunto amorcito, no obstante el oculto deseo de la superviviente de dar personalmente las gracias al culpable. Pero la señora H. parecía ser una viuda afligida, así que quizá fuera bien la cosa.

– Según mis datos, ha sido usted interrogada por el FBI, el departamento de investigación criminal de la Fuerza Aérea y Scotland Yard. ¿Es así?

– Así es. Y por el servicio de inteligencia de la Fuerza Aérea, el MI-5 británico, el MI-6 y nuestra CÍA.

Miré a Kate, que me sostuvo la mirada.

– O sea -dije-, que eso parece sugerir que hay quien piensa que hubo un móvil político en ese asesinato.

– Eso es lo que yo creo. Los demás no me dicen lo que están pensando.

– Pero, según su expediente personal, su marido no desarrollaba ninguna actividad política ni relacionada con los servicios de inteligencia.

– En efecto. Él siempre fue piloto, comandante y, recientemente, oficial de Estado Mayor.

Yo estaba tratando de abordar, sin asustarla, la información borrada.

– Estamos empezando a pensar ahora que se trató de un asesinato aleatorio -dije-. Su marido fue elegido por un grupo extremista simplemente porque llevaba un uniforme militar estadounidense.

– Eso es absurdo.

Así lo creía yo también, de modo que pregunté:

– ¿Conoce usted algo de su pasado que lo convirtiera en objetivo específico de un grupo extremista?

Silencio, y luego:

– Bueno… se ha sugerido que su participación en la guerra del Golfo tal vez lo convirtiera en objetivo de los extremistas musulmanes. El capitán del Vincennes… ¿Está enterado de eso?

– No, señora.

Así que me lo explicó, y yo recordé el intento de asesinato.

– ¿O sea, que es posible que esto fuera una venganza por su participación en la guerra del Golfo? -pregunté.

– Sí, es posible… pero fueron muchos los aviadores que intervinieron en la guerra. Millares. Y entonces Bill era sólo comandante. Nunca he entendido por qué lo eligieron precisamente a él.

– Pero algunas personas le sugirieron que así fue.

– Sí. Algunas personas me lo dijeron.

– Pero usted no está segura.

– No. -Guardó silencio unos momentos, y dejé que pensara en aquello de lo que no estaba segura. Finalmente dijo-: Luego, con la muerte de Terry y Gail Waycliff, ¿cómo podía nadie seguir pensando que la muerte de mi marido fuese aleatoria o estuviese relacionada con la guerra del Golfo? Terry ni siquiera estuvo en el Golfo.

Miré a Kate, que se encogió de hombros.

– ¿Cree usted que la muerte de los Waycliff estaba relacionada con la de su marido? -pregunté, procurando que no se me notara que carecía de pistas.

– Quizá…

Si ella lo creía, entonces yo también. Pero ella creía que yo estaba informado, y no era así.

– ¿Puede usted añadir algo a lo que sabemos sobre la muer-te de los Waycliff?

– No mucho más de lo que publicaron los periódicos.

– ¿Qué versión leyó usted?

– ¿Qué versión? La del Air Forcé limes. Salió también en el Washington Post, naturalmente. ¿Por qué lo pregunta?

Miré a Kate, que ya estaba tecleando furiosamente en su ordenador.

– Algunas de las versiones eran inexactas -respondí-. ¿Cómo se enteró usted de las muertes?

– La hija de los Waycliff, Sue, me llamó ayer. Al parecer -añadió^-, fueron muertos en algún momento del domingo.

Me incorporé en la silla. ¿Fueron muertos? ¿Asesinados, por ejemplo? La impresora de Kate estaba escupiendo algo.

– ¿Le ha hablado de esto alguien del FBI o de la Fuerza Aérea? -pregunté a la señora Hambrecht.

– No. Usted es el primero.

Kate estaba leyendo la hoja impresa y acotándola. Le hice impacientemente un gesto con la mano para que me la entregara pero ella continuó leyendo.

– ¿Le indicó la hija que creía que había algo sospechoso en la muerte de sus padres?

– Bueno, estaba muy aturdida, como puede imaginar. Dijo que parecía tratarse de un robo, pero daba la impresión de no estar segura. Su ama de llaves también fue asesinada -añadió.

Se me estaban acabando las preguntas genéricas, y por fin Kate me entregó la hoja impresa.

– Un momento, por favor -le dije a la señora Hambrecht.

– Puede que hayamos encontrado algo -dijo Kate.

Leí rápidamente el artículo tomado de la versión electrónica del Washington Post, y descubrí que Terrance Waycliff era un general de la Fuerza Aérea que trabajaba en el Pentágono. El hecho se presentaba básicamente como un claro homicidio, y se informaba de que, a última hora de la mañana del lunes, el ayudante del general, preocupado al ver que su jefe no acudía a su despacho del Pentágono ni contestaba al teléfono ni al busca, había encontrado al general Waycliff, a su mujer y al ama de llaves muertos a tiros en su casa de Capítol Hill.

Había señales de entrada violenta -la cadena de la puerta había sido arrancada de la jamba- y el móvil parecía ser el robo, ya que faltaban dinero y varios objetos valiosos. El general vestía de uniforme y, al parecer, acababa de regresar de la iglesia, lo que situaba el momento del robo y el asesinato en la mañana del domingo. La policía estaba investigando.

– ¿Cuál es la relación entre el general Waycliff y el coronel Hambrecht? -le pregunté a Kate.

– No lo sé. Averígualo.

– Bien. -Me puse de nuevo al teléfono y me dirigí a la señora Hambrecht-: Disculpe. Era el Pentágono. -Bien, Corey, inténtalo. Decidí ir al grano y con la verdad por delante a ver qué pasaba. Dije-: Señora Hambrecht, voy a serle franco. Tengo delante el expediente personal de su marido. Hay información borrada, y me está costando acceder a esa información. Necesito saber qué es lo que ha sido borrado. Tengo que averiguar quién mató a su marido y por qué. ¿Puede ayudarme?

Hubo un largo silencio, que yo comprendí que no iba a terminar.

– Por favor -dije. Miré a Kate, que estaba moviendo aprobadoramente la cabeza.

Finalmente la señora Hambrecht habló:

– Mi marido, junto con el general Waycliff, participó en una operación militar. Una misión de bombardeo… ¿Por qué no lo sabe usted?

De pronto comprendí. Lo que Gabe había dicho antes continuaba aún en mi cabeza, y cuando Rose Hambrecht dijo «misión de bombardeo» todo encajó, como una llave que descorre quince pestillos y abre una puerta.

– 15 de abril de 1986 -exclamé.

– Sí. ¿Entiende?

– Entiendo. -Miré a Kate, que tenía la vista perdida en el vacío, pensando intensamente.

– Podría haber incluso una relación con esa tragedia del aeropuerto Kennedy, en la fecha del aniversario, y con lo que les sucedió a los Waycliff -añadió la señora Hambrecht.

– No estoy seguro de eso -respondí-. Pero… dígame, ¿ha sufrido alguna desgracia alguien más de los que participaron en esa misión?

– Participaron docenas de hombres en esa misión, y yo no puedo dar razón de todos ellos.

Reflexioné unos instantes.

– ¿Pero dentro de la unidad de su marido?

– Si se refiere a su escuadrilla, creo que la componían quince o dieciséis aviones.

– ¿Y sabe si alguno de esos hombres ha sufrido una desgracia que pueda considerarse sospechosa?

– No creo. Sé que Steve Cox murió en el Golfo pero no estoy segura de los demás. Los hombres de la patrulla de mi marido en aquella misión se han mantenido en contacto pero no sé nada del resto de la escuadrilla.

Yo estaba tratando de recordar la terminología de la Fuerza Aérea -patrullas, divisiones, escuadrillas, alas y todo eso-, pero no conseguía aclararme.

– Disculpe mi ignorancia -dije-, ¿pero cuántos aviones y hombres hay en una patrulla y en una escuadrilla?

– Varía, según la misión. Pero generalmente hay cuatro o cinco aviones en una patrulla, y entre doce y dieciocho en una escuadrilla.

– Entiendo… ¿y cuántos aviones había en la patrulla de su marido el 15 de abril de 1986?

– Cuatro.

– Y estos hombres… ocho, ¿verdad?

– En efecto.

– Estos hombres…

Miré a Kate, y ella dijo al teléfono:

– Señora Hambrecht, soy Kate Mayfield otra vez. Yo también me estaba preguntando por esa relación. ¿Por qué no nos dice lo que piensa, para que podamos llegar rápidamente al meollo del asunto?

– Creo que ya he dicho bastante -respondió la señora Hambrecht.

Yo no lo creía así, y tampoco Kate.

– Señora -dijo ella-, estamos tratando de ayudar a resolver el asesinato de su marido. Sé que, como esposa de un militar, tiene usted muy en cuenta la seguridad nacional, y lo mismo nos pasa a nosotros. Le aseguro que ésta es una ocasión en que puede hablar con entera libertad. ¿Quiere que vayamos a Ann Arbor y hablemos personalmente con usted?

Hubo otro silencio. Luego, Rose Hambrecht respondió:

– No.

Esperamos durante un nuevo y prolongado silencio, y finalmente la señora Hambrecht dijo:

– Está bien, los cuatro aparatos de la patrulla de mi marido tenían la misión de bombardear un complejo militar situado en las afueras de Trípoli. Se llamaba Al Azziziyah. Tal vez recuerden por las noticias publicadas entonces que uno de los aparatos dejó caer una bomba sobre la casa de Muammar al-Gadafi. Eso era el complejo de Al Azziziyah. Gadafi se salvó pero su hija adoptiva resultó muerta, y su mujer y sus dos hijos, heridos… Sólo les estoy diciendo lo que se ha informado. Pueden ustedes extraer las conclusiones que deseen.

Miré a Kate, que tecleaba furiosamente en su ordenador, al tiempo que miraba su pantalla de vídeo, y confié en que supiera escribir bien Al Azziziyah y Muammar al-Gadafi, o lo que necesitase para entrar en el tema.

– Quizá haya llegado usted por sí misma a alguna conclusión -dije.

– Cuando mi marido fue asesinado -respondió ella-, pensé que quizá tuviera algo que ver con su misión en Libia. Pero la Fuerza Aérea me aseguró categóricamente que los nombres de todos los que participaron en el bombardeo de Libia habían sido declarados alto secreto y nunca se podría acceder a ellos. Yo lo acepté pero pensé que quizá alguna de las personas implicadas en aquella misión se había ido de la lengua, o quizá… No sé. Pero me lo quité de la cabeza… hasta ayer, cuando supe que los Waycliff habían sido asesinados. Podría ser una coincidencia…

Podría ser, pero no lo era.

– O sea, que de esos ocho hombres que bombardearon… ¿cómo se llama?

– Al Azziziyah. Uno murió en la guerra del Golfo, y mi marido fue asesinado, y también lo fue Terry Waycliff.

Miré de nuevo a Kate, que estaba imprimiendo más información.

– ¿Quiénes eran los otros cinco hombres de esa misión? -pregunté-. ¿De la misión de Al Azziziyah?

– No puedo decírselo y no se lo diré. Nunca.

Era un «no» bastante categórico, de modo que no tenía objeto insistir.

– ¿Puede decirme al menos si esos cinco hombres están vivos?

– Hablaron el 15 de abril. No todos, pero Terry me llamó después y dijo que todos con los que había hablado se encontraban bien y mandaban recuerdos… excepto… Uno de ellos está muy enfermo.

Kate y yo nos miramos. Kate dijo al teléfono:

– Señora Hambrecht, ¿puede darme un número de teléfono con el que pueda contactar con un miembro de la familia Waycliff?

– Le sugiero que llame al Pentágono y pregunte por la oficina de Terry -contestó ella-. Allí, alguien podrá responder a sus preguntas.

– Preferiría hablar con un miembro de la familia -insistió Kate.

Evidentemente, la señora Hambrecht conocía a la perfección las normas de conducta y casi con toda seguridad ya se arrepentía de la conversación telefónica. Los militares tenían un fuerte sentido de cuerpo. Pero, al parecer, la señora Hambrecht abrigaba sus reservas mentales por lo que se refería a la lealtad corporativa, y pensaba que la lealtad debía ser recíproca. Yo no tenía duda de que la Fuerza Aérea y otros organismos gubernamentales la habían manipulado y engañado, y ella lo sabía… o lo sospechaba. Sentí que había llegado ya todo lo lejos que me era posible, así que le dije:

– Gracias por su cooperación, señora. Permítame asegurarle que estamos haciendo todo lo posible por poner al asesino de su marido a disposición de la justicia.

– Eso ya me lo han asegurado -respondió ella-. Hace casi tres meses que…

– Creo que estamos próximos a resolver el caso. -Miré de nuevo a Kate, y vi que me estaba dedicando una expresiva sonrisa.

A veces soy todo un sentimental y me excedo en mi deseo de consolar.

La señora Hambrecht inspiró profunda y audiblemente, y pensé que comenzaba a ceder.

– Quiera Dios que así sea. Yo… Lo echo de menos…

No respondí pero no pude por menos de preguntarme quién me echaría de menos a mí si la palmara.

Consiguió dominarse.

– Lo mataron con un hacha.

– Sí… Me mantendré en contacto con usted.

– Gracias.

Colgué.

Kate y yo permanecimos unos momentos en silencio.

– Pobre mujer -dijo ella finalmente.

Eso sin mencionar que el pobre William Hambrecht había sido descuartizado. Pero las mujeres tienen una perspectiva diferente de estas cosas. Inspiré profundamente y noté que volvía a ser el mismo de siempre.

– Bien -dije-, supongo que sabemos que esa materia de alto secreto fue suprimida por orden ejecutiva y orden del Departamento de Defensa. Y no se trataba de información nuclear, como alguien le dijo a nuestro estimado jefe.

Dejé que Kate extrajera la conclusión de que quizá Jack Koenig nos estaba diciendo menos de lo que sabía.

Pero Kate no lo hizo o no quiso entrar en ello.

– Has hecho un buen trabajo -me dijo.

– Tú también. ¿Qué has encontrado on line?

Me pasó varias hojas impresas. Les eché un vistazo, observando que eran en su mayor parte artículos publicados en el New York limes y el Washington Post con posterioridad a la incursión del 15 de abril de 1986.

Levanté la vista y la miré.

– Está empezando a quedar claro, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza y dijo:

– Estaba claro desde el principio. No somos tan listos como creemos.

– Aquí nadie lo es. Pero las soluciones siempre parecen fáciles cuando das con ellas. Y los libios no son los únicos que esparcen pistas falsas.

No hizo ningún comentario sobre mi paranoia.

– En alguna parte hay cinco hombres cuyas vidas están en peligro.

– Hoy es martes -repliqué-. Dudo que continúen vivos los cinco.

CAPÍTULO 43

Asad Jalil despertó de su breve sueño y miró por la ventanilla del Learjet. La tierra estaba sumida casi totalmente en tinieblas pero advirtió pequeños conglomerados de luces y tuvo la impresión de que el avión estaba descendiendo.

Miró su reloj, que señalaba aún la hora de Nueva York: las 3.16 de la madrugada. Si iban puntuales, deberían aterrizar en Denver dentro de veinte minutos. Pero él no iba a ir a Denver. Descolgó el teléfono del avión y con su tarjeta de crédito lo activó y llamó a un número que se había aprendido de memoria.

A la tercera señal, respondió una voz de mujer que parecía haber sido sacada de un profundo sueño, como era de esperar a aquella hora.

– ¿Diga…? ¿Diga? ¿Diga?

Jalil colgó. Si la señora Callum, esposa del coronel Robert Callum, estaba dormida en su casa de Colorado Springs, entonces Asad Jalil tenía que dar por supuesto que las autoridades no se encontraban en su casa ni lo estaban esperando. Boris y Malik se lo habían asegurado; los norteamericanos someterían a custodia a sus pretendidas víctimas si las autoridades le tenían preparada una trampa.

Jalil cogió el interfono y pulsó el botón. Sonó en el auricular la voz del copiloto.

– ¿Sí, señor?

– He hecho una llamada telefónica que me obliga a un cambio de planes. Debo aterrizar en el aeropuerto de Colorado Springs.

– No hay problema, señor Perleman. Está sólo a unos ciento veinte kilómetros de Denver. Unos diez minutos más de vuelo.

Jalil lo sabía, y Boris le había asegurado que los cambios de planes durante el vuelo no entrañaban ningún problema. Boris había dicho: «Por la cantidad de dinero que le estás costando al tesoro libio, volarán en círculos si quieres.»

– Supongo que quiere aterrizar en el aeropuerto municipal -sugirió el copiloto.

– Sí.

– Transmitiré por radio el necesario cambio de plan de vuelo, señor. No hay problema.

– Gracias. -Jalil colgó el auricular.

Se levantó, cogió el maletín negro y entró en el pequeño lavabo. Después de utilizar el retrete, sacó del maletín el kit de aseo, se afeitó y se cepilló los dientes, teniendo presentes las advertencias de Boris respecto a la obsesión de los norteamericanos por la higiene.

Se examinó atentamente en el iluminado espejo y descubrió otra esquirla más de hueso, ésta en el pelo. Se lavó las manos y la cara e intentó de nuevo quitarse las manchas de la corbata y la camisa, pero el señor Satherwaite -o parte de él- parecía decidido a acompañarlo en este vuelo. Jalil se echó a reír. Encontró otra corbata en el maletín y se la puso en lugar de la que llevaba.

Abrió otra vez él maletín y sacó las dos pistolas Glock. Extrajo los cargadores que llevaban y los sustituyó por los que les había quitado a Hundry y Gorman. Introdujo un cartucho en la recámara de cada Glock, les quitó el seguro a las dos y volvió a guardarlas en el maletín.

Jalil salió del lavabo y dejó el maletín en el pasillo, junto a su asiento. Luego fue a la consola, que, según había observado, contenía un reproductor de cintas magnetofónicas y discos compactos, además de un bar. Dudaba que hubiese música de su agrado, y el alcohol era una sustancia prohibida. Encontró una lata de zumo de naranja en el pequeño frigorífico del bar y contempló la comida contenida en un recipiente de plástico transparente. Cogió un trozo redondo de pan, que sospechaba que era el bagel al que se había referido el capitán. Boris había tenido la previsión de instruirlo acerca de los bagels. «Es una creación judía pero todos los norteamericanos los comen. Durante tu viaje, cuando te hayas hecho judío, asegúrate de que sabes lo que es un bagel. Se los puede cortar y extender queso o mantequilla sobre ellos. Son kosher, porque no se utiliza manteca de cerdo para cocerlos, lo cual conviene también a tu religión. -Boris había añadido, con su tono ofensivo-: Los cerdos son más limpios que algunos de tus compatriotas que he visto en el zoco.»

Lo único que Jalil lamentaba del destino de Boris era que Malik no le había dado permiso para matar personalmente al ruso antes de dar comienzo a su yihad. Malik había explicado: «Necesitamos al ruso para el control de la misión mientras tú estás fuera. Y no, no te lo reservaremos. Será eliminado tan pronto como sepamos que has salido sano y salvo de Estados Unidos. No preguntes nada más sobre esta cuestión.»

A Jalil se le había ocurrido que tal vez le perdonaran la vida a Boris porque era valioso. Pero Malik le había asegurado que el ruso sabía demasiado y debía ser silenciado. No obstante, Jalil se preguntaba por qué él, Asad Jalil, que había sufrido los insultos de aquel infiel no había de tener el placer de rebanarle el pescuezo a Boris. Lo apartó de su mente y volvió a su asiento.

Comió el bagel, que sabía vagamente a pita ázima, y bebió su zumo de naranja, que sabía al metal de la lata. Sus escasos contactos con comida norteamericana le habían convencido de que los estadounidenses tenían poco sentido del gusto o una gran tolerancia para el mal gusto.

Jalil notó que el avión descendía más rápidamente ahora y observó que estaba virando a la izquierda. Miró por la ventanilla y vio a lo lejos una gran extensión luminosa, que supuso que era la ciudad de Denver. Más allá de la ciudad, claramente visible a la luz de la luna, había una muralla de montañas coronadas de nieve que se alzaban hacia el cielo.

El avión realizó más maniobras, y luego el interfono crepitó. Sonó en la cabina la voz del copiloto:

– Señor Perleman, estamos iniciando el descenso al aeropuerto municipal de Colorado Springs. Por favor, abróchese el cinturón como preparación para el aterrizaje. Diga si ha recibido, por favor.

Jalil cogió el micrófono sujeto al mamparo, pulsó el botón y respondió:

– Recibido.

– Gracias, señor. Estaremos en tierra dentro de cinco minutos. Cielo despejado; temperatura, seis grados centígrados.

Jalil se abrochó el cinturón. Oyó el sonido del tren de aterrizaje al desplegarse.

El pequeño reactor volaba muy bajo ahora, en vuelo recto y horizontal. A los pocos minutos cruzaron el umbral de la ancha y larga pista, y segundos después el avión tocaba tierra.

– Bien venido a Colorado Springs -dijo el copiloto por el interfono.

Jalil sintió el irracional impulso de decirle al copiloto que se callara. Asad Jalil no quería estar en Colorado Springs, quería estar en Trípoli. No quería que le diesen la bienvenida a ninguna parte en aquel país sin Dios. Sólo quería matar a quien debía morir y volver a casa.

El avión enfiló una calzada, y el copiloto descorrió la mampara de separación y miró al interior de la cabina.

– Buenos días.

Jalil no respondió.

– Iremos al área de estacionamiento y lo dejaremos bajar antes de ir a repostar -dijo el copiloto-. ¿Sabe cuánto tiempo necesitará estar aquí, señor?

– Desgraciadamente, lo ignoro. Puede que sean solamente dos horas. Quizá menos. Por otra parte, la reunión puede desarrollarse bien, en cuyo caso habrá que firmar contratos y probablemente me quedaré a desayunar. Así que tal vez vuelva aquí a eso de las nueve. Pero no más tarde.

– Muy bien. Tenemos tiempo. Estamos en las instalaciones de la compañía -añadió el copiloto-. ¿Se va a celebrar aquí su reunión, señor?

– Me temo que no. Debo reunirme con ellos en la terminal principal, y luego iremos a otro lugar. Necesitaré un medio de transporte hasta la terminal.

– Veré lo que puedo hacer. No creo que haya ningún problema.

El Learjet rodó en dirección a una fila de grandes hangares. Jalil se soltó el cinturón e introdujo la mano en su maletín, sin apartar la vista de los pilotos. Sacó las dos Glock y se las puso en la cintura, detrás de cada cadera, de tal modo que quedaban tapadas por la chaqueta. Se levantó, cogió el maletín y avanzó hacia los pilotos. Se arrodilló para poder ver a través del parabrisas y de las ventanillas laterales de la carlinga.

– Estaría usted más cómodo en su asiento, señor -dijo el capitán.

– Deseo estar aquí.

– Sí, señor.

Jalil escrutó la calzada y los hangares. Al igual que en el aeropuerto de Long Island, no vio nada que le alarmase. También el aspecto de los pilotos parecía normal.

El Learjet disminuyó la marcha y se detuvo en la zona de estacionamiento. Aparecieron un hombre y una mujer vestidos con un mono pero tampoco percibió Jalil ningún peligro. No obstante, aunque lo estuvieran esperando, enviaría a varios de ellos al infierno antes de ascender él al Paraíso.

Recordó que Malik había llegado un día a la escuela de entrenamiento con un mursid -un guía espiritual-, que le había dicho a Jalil:

– Si has completado aunque no sea más que una mínima parte de tu yihad, tienes asegurado un lugar en el Paraíso. Dios no juzga como juzgan los hombres; él juzga lo que ve en tu corazón, donde los hombres no pueden ver. Como está revelado en la sagrada escritura: «Si mueres por causa de Alá, su perdón y su misericordia serán, sin duda alguna, mejores que todas las riquezas que amasan los infieles.»

El mursid le aseguró, además:

– Dios no cuenta el número de enemigos que matas por él. Dios cuenta solamente los enemigos que juras matar con toda tu alma.

Malik había dado las gracias al mursid, y una vez que el santón se hubo marchado, aclaró el sentido de sus palabras, diciendo:

– Dios queda más complacido cuando las buenas intenciones se convierten en grandes éxitos. Procura matarlos a todos sin que te maten a ti.

Mientras miraba por la ventanilla de la carlinga, Asad Jalil pensó que eso era exactamente lo que podía hacer. Se sentía próximo a un éxito total en el sentido mundano; en el plano espiritual, ya se consideraba plenamente realizado.

El piloto apagó los motores.

– Podemos desembarcar, señor -dijo.

Jalil se incorporó y volvió a la cabina, mientras el copiloto se levantaba de su asiento y se dirigía a la puerta de salida. La abrió, haciendo que se desplegara un escalón. El copiloto bajó del avión y le tendió la mano a Jalil.

Asad Jalil ignoró la mano extendida y permaneció en el umbral de la puerta, escrutando el paisaje que tenía delante. La zona se hallaba iluminada por grandes focos suspendidos en lo alto, y parecía haber pocas personas a aquella hora, menos de las dos de la madrugada, hora local.

Mientras permanecía en el umbral, el piloto continuó en su asiento, y Jalil comprendió que podría escapar si era preciso.

Rememoró su entrenamiento en Libia. En Trípoli le habían asegurado que los norteamericanos tenían un procedimiento operativo estándar y que no utilizarían un francotirador para matarlo, a menos que estuviera atrincherado y disparando contra ellos, y eso solamente si no tenía rehenes. Se asegurarían también de que estaba solo, en lugar abierto, antes de rodearlo de hombres -e, incluso, mujeres- armados, que le gritarían que levantase las manos y se rindiera. Esas personas llevarían chalecos antibalas, como él, y se hacía cargo de que sólo un tiro en la cabeza los mataría a ellos o a él.

Había practicado esta situación en el campo de entrenamiento de las afueras de Trípoli, utilizando hombres -no mujeres- vestidos de policía, o de paisano, o, en algunos casos, con ropas paramilitares.

Todos hablaban unas pocas palabras de inglés, y gritaban: «¡Quieto! ¡Quieto! ¡Manos arriba! ¡Manos arriba! ¡Al suelo! ¡Tírate al suelo!»

Se le había instruido que fingiese mucho miedo y confusión. Se arrodillaría en vez de tumbarse, y ellos se acercarían más, sin dejar de gritar, conforme a su método. Después, cuando se pusieran a tiro, sacaría de la cintura las dos pistolas y empezaría a disparar. La Glock del calibre 40 no perforaba un chaleco blindado pero, a diferencia de las antiguas de nueve milímetros, derribaría a un hombre y lo dejaría aturdido.

Para demostrárselo, sus monitores habían hecho la prueba con un condenado. Habían disparado con la Glock una bala del calibre 40 a veinte metros de distancia contra el pecho del preso, y el hombre, que llevaba un chaleco de Kevlar, cayó al suelo, donde permaneció medio minuto inconsciente, hasta que se levantó y fue nuevamente derribado por otro proyectil. Lo hicieron dos veces más, hasta que el preso no pudo o no quiso volver a levantarse. Un tiro en la cabeza puso fin a la demostración.

Boris le había dicho: «No esperes ganar un combate a tiros. Los norteamericanos se precian de tener buena puntería. Las armas forman una parte importante de su cultura, y el derecho a poseerlas está garantizado en su Constitución.»

A Jalil le costaba creerlo; Boris solía inventarse cosas sobre los norteamericanos, probablemente para impresionar y sorprender a todo el mundo.

En cualquier caso, habían practicado muchas veces lo que Boris llamaba el tiroteo, y Boris había concluido:

– Es posible escapar de un tiroteo. Se ha hecho en más de una ocasión. Si no estás gravemente herido, corre, amigo mío, como un león, más de prisa y más lejos de lo que puedan correr ellos. Ellos no han sido entrenados para disparar mientras corren; podrían alcanzar a un inocente o herirse unos a otros. Puede que disparen sin correr, o corran sin disparar. En cualquiera de los casos, pon distancia entre tú y ellos, y lograrás escapar.

– ¿Y si tienen apostado a un hombre provisto de un rifle con mira telescópica? -recordaba haber preguntado Jalil.

– Entonces -respondió Boris-, disponte a ser herido en las piernas. No matan con un rifle de mira telescópica, y se precian de abatir a un hombre sin matarlo. Para ese caso -añadió-, asegúrate de reservarte una bala para ti mismo. A tan corta distancia no deberías fallarte en la cabeza. -Boris rió, pero agregó en voz baja-: Yo, en tu lugar, no me suicidaría. Que le den por saco a Malik.

Asad Jalil observó ahora que el copiloto continuaba al pie de los escalones, intentando conservar la sonrisa en los labios mientras esperaba pacientemente a su pasajero.

El piloto se había levantado de su asiento y estaba esperando también a que Jalil bajase.

Jalil agarró su maletín con la mano izquierda, manteniendo la mano derecha lista para sacar la pistola. Bajó a tierra y se situó junto al copiloto.

El piloto bajó tras él y se dirigió hacia un hombre en cuya cazadora se leía «Agente de estacionamiento».

Jalil se mantuvo junto al copiloto, más cerca del metro recomendado, pero el copiloto no hizo el menor ademán de separarse de su pasajero. Jalil continuó escrutando la calzada, los vehículos, los hangares y los aviones estacionados.

El piloto regresó junto a Jalil.

– Ese caballero lo llevará a la terminal en su propio coche -dijo, y añadió, en voz baja-: Tal vez quiera darle una propina, señor.

– ¿Cuánto?

– Diez bastarán.

Jalil se alegró de haber preguntado. En Libia, diez dólares comprarían a un hombre durante dos días. Aquí comprarían un favor de diez minutos.

– Gracias, caballeros -dijo Jalil a los pilotos-. Si no vuelvo dentro de aproximadamente dos horas, entonces, como he dicho, pueden esperar que venga a eso de las nueve. No más tarde.

– Entendido -respondió el capitán Fiske-. Búsquenos, por favor, en ese edificio. Hay una sala de descanso para pilotos.

Jalil se reunió con el agente de estacionamiento, y, tras unas palabras de presentación, se dirigieron a un parking y montaron en el automóvil del agente. Jalil se sentó delante, al lado del agente, aunque en Trípoli habría ocupado el asiento de atrás. Los norteamericanos, siguió recordándole Boris, eran muy democráticos en la superficie. «En mi antiguo Estado sin clases -dijo Boris-, todo el mundo conocía su lugar y permanecía en él. En Norteamérica, las clases fingen mezclarse unas con otras. Nadie es feliz con esto pero cuando surgen las ocasiones, los estadounidenses se convierten en grandes igualitarios. Sin embargo, pasan mucho tiempo evitando las ocasiones.»

El agente de estacionamiento puso en marcha el coche, y salieron del parking.

– ¿Es la primera vez que viene a Colorado Springs, señor…?, -le preguntó a Jalil.

– Perleman. Sí.

– ¿De dónde es usted?

– De Israel.

– ¿De veras? Yo estuve allí una vez. ¿Vive allí?

– Sí.

Siguieron una carretera vallada en dirección a la terminal municipal.

– Es una pena que no pueda quedarse una temporada. Éste es un sitio estupendo. Esquí, senderismo, navegación, paseos a caballo, caza… bueno, la caza no está muy bien vista últimamente.

– ¿Por qué?

– La gente se muestra contraria a las armas, a matar.

– ¿De veras?

– Algunas personas. Es un tema complicado. ¿Usted caza?

– Me temo que no. No me gusta ver sangre.

– Bueno, entonces cerraré el pico.

Continuaron hacia la terminal.

– Hay muchos militares por aquí -dijo el agente, olvidando su promesa-. El lado norte de este aeropuerto es la base de la Fuerza Aérea de Peterson, y justo al sur está Fort Carson, del Ejército. Además, como probablemente sabrá, aquí se encuentra la Academia de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Y en esas montañas de la izquierda está el NORAD, el mando de la defensa aérea norteamericana, instalado en el monte Cheyenne. Hay un millar de personas trabajando en ese costoso agujero. Sí, hay muchos militares por aquí. Muy conservadores. Pero al norte de Denver está Boulder. Muy liberal. La República Popular de Boulder. -Soltó una carcajada y continuó-: Como le he dicho, yo he estado en Israel. Mi mujer es muy religiosa y me arrastro allá una vez. Bueno, no es que me arrastrara realmente. Gran ciudad. Vimos todos los lugares religiosos. Oiga, usted es judío, ¿no?

– Desde luego. /

– Claro. Pues hicimos esa excursión, ya sabe, a la Cúpula de la Roca. Es una mezquita árabe pero resulta que en otro tiempo fue el principal templo judío. Supongo que ya lo sabe. Quiero decir que probablemente Cristo estuvo allí. Él era judío. Y ahora es una mezquita. -Miró a su pasajero y dijo-: Yo creo que los judíos deben recuperarla. Es lo que yo creo. Ellos la tuvieron primero. Y luego vienen esos árabes, se la apropian y construyen en ella una mezquita. ¿Por qué tiene que ser de los árabes?

– Porque Mahoma ascendió a los cielos desde esa roca. La paz sea con él.

– ¿Qué?

Jalil carraspeó y dijo:

– Eso es lo que creen los musulmanes.

– Oh… sí. Eso dijo el guía. Bueno, no debo hablar de religión.

Jalil no respondió.

Se detuvieron delante de la terminal municipal. Jalil abrió la puerta y empezó a apearse. Luego, se volvió y le dio al agente un billete de diez dólares.

– Gracias.

– Gracias a usted. Hasta luego.

Jalil bajó del coche, que se alejó. Vio que la zona de la terminal estaba casi desierta a aquella hora pero reparó en que había una parada de taxis, en la que se hallaban estacionados dos vehículos amarillos.

Entró en la terminal, consciente de que un hombre solo a aquella hora llamaría la atención si había alguien para fijarse. Pero no vio ni siquiera un policía. Un hombre barría el suelo embaldosado con una gran escoba, pero no lo miró. En Trípoli le habían insistido en que los aeropuertos municipales tenían muchas menos medidas de seguridad que los internacionales y que, aunque las autoridades lo estuviesen buscando en Estados Unidos, los riesgos en estos aeropuertos pequeños serían mínimos.

Jalil cruzó el vestíbulo con paso rápido y decidido, recordando por las fotos y diagramas dónde estaban el centro comercial y las salas de reuniones.

En una zona situada junto al vestíbulo vio una puerta con el letrero «Sala de reuniones 2». Otro letrero decía: «Reservada». Marcó una clave en el teclado que había junto a la puerta, y ésta se abrió.

Entró en la estancia y cerró la puerta a su espalda.

La sala estaba equipada con una mesa de conferencias, ocho sillas, teléfonos, un fax y una consola de ordenador. En un pequeño hueco había una máquina de café.

La pantalla del ordenador mostraba un mensaje, y leyó: «Bien venido, señor Perleman. Que tenga una feliz reunión. Sus amigos del Centro de Conferencias Neeley.» Jalil no recordaba a tales amigos.

Dejó su maletín en el suelo y se sentó ante el teclado del ordenador. Borró el mensaje y luego maniobró con el ratón hasta obtener su pantalla de correo electrónico. Introdujo su contraseña y esperó a que el módem accediera a su cuenta. Leyó entonces el único mensaje recibido, que apareció en la pantalla en inglés y dirigido a Perleman desde Jerusalén: «Tenemos noticia de que te van bien los negocios. El viaje de Sol a Frankfurt ha terminado. La firma norteamericana rival en Frankfurt está estudiando el asunto. No se sabe que la firma norteamericana rival conozca tu itinerario. No es necesario el negocio de Colorado. Utiliza tu buen criterio. California, más importante. Sin cambios en las disposiciones para regreso a Israel. Buena suerte. Hasta pronto. Ruego respuesta. Mazel tov.» Firmaba «Mordecai».

Jalil cambió de pantalla para enviar su respuesta. Tecleó lentamente: «Respuesta a tu mensaje en Colorado. Negocio bueno. Pronto, negocio de California.»

Jalil trató de componer más frases inglesas pero no era importante hacerlo. En Trípoli le habían dicho que cualquier mensaje serviría, siempre que contuviese la palabra «negocio», que significaba que estaba bien y no bajo el control de los norteamericanos. Firmó «Perleman», y lo envió. Salió de su cuenta de correo electrónico, volvió a la pantalla principal y apagó el ordenador.

Miró su reloj y vio que eran las 4.17 de la madrugada, hora de Nueva York, dos horas menos allí.

La casa del coronel Robert Callum estaba en la falda de la cadena montañosa, a menos de media hora de donde se encontraba ahora. Había una agencia de alquiler de coches a menos de diez minutos del aeropuerto en taxi, y allí tenía reservado un coche a nombre de Samuel Perleman.

Jalil paseó de un lado a otro de la estancia. No es necesario el negocio de Colorado. California, más importante. Pero ¿por qué no podía realizar ambos?

Pensó en volver a cruzar la terminal, tomar un taxi hasta la agencia de alquiler de coches, montar en el que tenía reservado y dirigirse a la casa del coronel Callum. Había un cierto riesgo en ello. Siempre había riesgos. Pero, por primera vez desde que entró en la embajada americana en París, Asad Jalil tenía una sensación… no de peligro, pensó, sino de urgencia.

Continuó paseando de un lado a otro, sopesando todos los argumentos a favor y en contra de matar al coronel Callum… y, naturalmente, a su mujer y a quienquiera que estuviese en la casa.

El plan era sencillo, como lo había sido en casa del general Waycliff. Esperaría allí, en la sala de reuniones, donde se encontraba seguro, y luego iría a la agencia de alquiler de coches, desde donde, a primera hora de la mañana, se dirigiría a la residencia rural del coronel. Todas las mañanas, no más tarde de las siete y media, el coronel o su mujer salían de la casa, recogían el periódico depositado en el buzón del extremo del camino particular y volvían a entrar. Como la mayoría de los militares, los Callum eran puntuales y de costumbres fijas.

Una vez abierta la puerta, los Callum estarían a sólo cinco o diez minutos de la muerte, dependiendo enteramente la duración del resto de su vida del humor y la paciencia de Asad Jalil.

Continuó paseando de un lado a otro de la pequeña estancia, como un león, pensó, un león como los que los romanos soltaban en el circo de Leptis Magna, cuyas ruinas había visto en las proximidades de Trípoli. El león sabe por experiencia que un hombre lo espera en la arena, y el león se torna impaciente. Seguramente está hambriento. Al león hay que mantenerlo hambriento. El león sabe también por experiencia que él mata siempre al hombre. ¿Qué otra experiencia podría conocer si todavía está vivo? Pero también sabe que ha encontrado dos clases de hombres en la arena, los armados y los desarmados. Los armados luchaban para salvar la vida, los desarmados rezaban. Ambos sabían igual de bien.

Jalil cesó en sus paseos. Se acuclilló en el suelo, balanceándose sobre los muslos, como hacían los bereberes en el desierto. Levantó la cabeza y cerró los ojos pero no rezó. En lugar de ello, se transportó a sí mismo al desierto nocturno e imaginó un millón de brillantes estrellas en el firmamento negro. Vio la resplandeciente luna llena suspendida sobre Kufra, su oasis nativo, y vio las palmeras meciéndose a impulsos de la fría brisa del desierto. El desierto estaba, como siempre, sumido en el silencio.

Permaneció en el desierto durante largo tiempo, manteniendo la imagen inmóvil, esperando que una imagen no evocada emergiera de las arenas del desierto.

El tiempo pasaba sobre la tierra pero no en el desierto. Finalmente, llegó del oasis un Mensajero, envuelto en vestiduras blancas y negras, iluminado por la luz de la luna y proyectando una sombra en las arenas mientras la figura avanzaba hacia él. El Mensajero se detuvo ante él pero no habló, y Asad Jalil no se atrevía a pronunciar palabra.

Jalil no podía ver el rostro del Mensajero pero ahora oyó una voz:

– En el lugar en que estás ahora, Dios hará tu trabajo por ti.

Ve desde ese lugar al otro lugar del otro lado de las montañas. Las arenas del tiempo se acaban. Satán se está moviendo.

Asad Jalil murmuró una oración de agradecimiento, abrió los ojos y se levantó. Clavó la vista en el reloj del otro extremo de la estancia y vio que habían pasado más de dos horas, aunque parecía que habían sido sólo unos minutos.

Cogió el maletín, salió de la sala y cruzó rápidamente el desierto vestíbulo.

Fuera, vio un solitario taxi, ocupado por un conductor dormido. Subió a su parte posterior y cerró la puerta con violencia.

El taxista despertó con un sobresalto y murmuró algo ininteligible.

– A las instalaciones de la compañía. Rápido -dijo Jalil.

El taxista puso el motor en marcha y arrancó:

– ¿Adónde?

Jalil repitió el destino y arrojó un billete de veinte dólares en el asiento delantero, junto al conductor.

– De prisa, por favor. Voy con retraso.

El taxista aceleró y enfiló la carretera vallada. A los diez minutos llegaban a las instalaciones de la compañía aérea.

– Allí -dijo Jalil.

El taxista detuvo el coche ante un pequeño edificio, y Jalil se apeó y entró rápidamente en el local. Localizó el salón de descanso para pilotos, donde encontró a los dos hombres dormidos en unos sofás. Sacudió al capitán y le dijo:

– Ya estoy listo. Debemos salir pronto.

El capitán Fiske se puso rápidamente en pie. El copiloto ya estaba despierto. Se levantó, se desperezó y bostezó.

Jalil miró ostensiblemente su reloj.

– ¿Cuánto tiempo se tarda en salir de aquí? -preguntó.

El capitán Fiske carraspeó.

– Bueno… -dijo-, ya he tomado las disposiciones preliminares para nuestro plan de vuelo… por si necesitábamos partir inmediatamente…

– Sí. Excelente. Necesitamos partir inmediatamente. ¿Cuándo podemos salir?

– Bueno, a esta hora de la madrugada no hay mucho tráfico aéreo, así que podemos abreviar trámites. Con un poco de suerte, dentro de quince minutos estaremos en condiciones de despegar.

– Lo antes posible.

– Sí, señor.

El capitán Fiske se dirigió a un teléfono y marcó varios números.

– ¿A quién llama?

– A la torre de control, para que active mis disposiciones preliminares. -El capitán Fiske habló con alguien al otro extremo del hilo telefónico.

Jalil escuchó atentamente lo que el piloto decía pero parecía tratarse de una conversación exclusivamente técnica. Miró el rostro del piloto, luego el del copiloto, y ambos parecían relajados.

El capitán Fiske dijo al teléfono:

– Muy bien. Gracias. -Colgó y se dirigió a su pasajero-: Han prometido tener lista nuestra autorización de vuelo para dentro de quince minutos. La torre local ya está coordinando su actuación con el radar de Denver.

– Yo creía que los vuelos privados podían despegar y aterrizar cuando quisieran.

– Eso no es aplicable a los reactores privados, señor, debido a las altitudes a que volamos. Por encima de seis mil metros se aplican siempre las reglas de vuelo con instrumentos.

– Comprendo. ¿Podemos ir ya al avión?

– Desde luego.

Fiske salió del salón, seguido por el copiloto y por Asad Jalil. En el frío aire de la noche recorrieron con paso rápido los escasos cincuenta metros que los separaban del Learjet. Jalil se mantenía muy cerca de los pilotos pero tenía la impresión de que no había ningún peligro inmediato.

El copiloto abrió la puerta del Lear y entró, seguido por Jalil y luego por el capitán.

Los pilotos ocuparon sus asientos y procedieron a las comprobaciones y controles previos al vuelo, mientras Jalil tomaba asiento en la parte posterior de la cabina.

– Vamos a ponernos en marcha dentro de unos momentos -dijo el capitán Fiske, volviendo la cabeza-. Abróchese el cinturón, por favor.

Jalil no respondió.

Minutos después, Fiske encendió los dos motores, y el copiloto comunicó por radio:

– Torre de Springs, Lear Dos-Cinco Eco, listo para rodar.

– Recibido, Lear Dos-Cinco Eco, diríjase a pista Tres-Cinco Izquierda. Tengo su autorización cuando esté listo.

– Adelante con la autorización -dijo el copiloto por el micrófono, y empezó a anotar lo que se le decía en un bloc que sostenía en el regazo.

El capitán Fiske continuó conduciendo el Lear 60 en dirección a la pista Tres-Cinco Izquierda y luego situó el avión sobre la línea central de la pista.

– Allá vamos -dijo Fiske, sin ninguna entonación especial, mientras empujaba hacia delante las dos palancas gemelas.

Al cabo de medio minuto, el reactor levantó el morro, se separó del suelo y comenzó a ascender rápidamente por encima de las luces de Colorado Springs.

Jalil observó a los pilotos, que no habían corrido aún el panel de separación entre la carlinga y la cabina. Un minuto después, miró por la ventanilla de su izquierda y contempló las montañas que se percibían a lo lejos, todavía visibles a la luz de la luna.

El copiloto cogió el interfono:

– Necesitamos continuar en esta dirección norte durante un poco más de tiempo, señor, a fin de ganar altura antes de que podamos virar hacia el oeste y situarnos en rumbo. Tenemos a nuestra izquierda esas pequeñas montañas, llamadas las Rocosas. -Rió y agregó-: Algunos de esos picos tienen doce mil pies… unos cuatro mil metros.

Jalil no respondió pero miró las laderas y montañas de su izquierda mientras continuaban en lo que evidentemente era un rumbo norte. Allá abajo, en algún lugar, el coronel Robert Callum yacía postrado en una cama, consumido por una terrible enfermedad. Jalil no se sentía defraudado, ni se había sentido defraudado cuando supo que Steven Cox había muerto en la guerra contra Iraq. Dios, decidió, deseaba cobrarse su parte en los despojos de la guerra.

CAPÍTULO 44

Kate y yo pasamos el resto de la mañana tocando el timbre de alarma, por así decirlo.

El Centro de Mando Provisional pasó de hormiguero a colmena, si me permiten la analogía entomológica.

Kate y yo recibimos una docena de llamadas de jefazos felicitándonos. Además, todos los jefes querían que les proporcionásemos información en privado, pero conseguimos escabullir-nos. En realidad, no querían ninguna información, lo que querían era decir que ellos formaban parte de la solución, aunque, naturalmente, se estaban convirtiendo en parte del problema.

Finalmente, tuve que acceder a una reunión conjunta de la brigada como la que habíamos tenido el día anterior por la mañana. Pero logré aplazarla hasta las cinco de la tarde, aduciendo falsamente que debía mantenerme junto a los teléfonos para atender las llamadas procedentes de mi red mundial de informantes. En algunos aspectos, los jefes de aquí se parecían a los de la policía neoyorquina cuando un caso importante saltaba a las primeras páginas. No podía faltar mucho para que empezaran a someternos a Kate y a mí a sesiones fotográficas. En cualquier caso, para cuando Jack Koenig regresara después de haber acumulado los puntos que la compañía aérea adjudicaba a sus pasajeros, la reunión habría terminado, y Jack se pondría furioso. Estupendo. Yo le dije que se quedara aquí.

Antes de que hubiera transcurrido media hora desde nuestra conversación con la señora Hambrecht, los agentes del FBI habían obtenido autorización judicial para intervenir sus registros telefónicos y, naturalmente, los del general Waycliff del 15 de abril. Al mismo tiempo, las buenas gentes del edificio J. Edgar Hoover estaban presionando para obtener la información borrada del expediente del coronel Hambrecht, que realmente yo ya no necesitaba. Pero también estaban tratando de encontrar los nombres de los supervivientes de su patrulla que bombardearon Al Azziziyah, cosa que sí necesitábamos.

Según mi correo electrónico, el FBI había advertido inmediatamente a la Fuerza Aérea y al Departamento de Defensa de que los hombres que participaron en la misión de Al Azziziyah se hallaban en peligro grave e inminente, y que existía también un cierto grado de peligro para todos los demás participantes en la operación sobre Libia. Desde luego, la Fuerza Aérea accedió a cooperar plena y rápidamente pero en toda burocracia «rápidamente» es un término relativo.

Yo no sabía si se estaba manteniendo informada a la CÍA, pero esperaba que no. Aún albergaba la extraña idea de que la CÍA ya sabía algo de eso. De acuerdo, es fácil volverse completamente paranoico con esos tipos, y la mitad de las veces, como no dejo de recordarme a mí mismo, no son tan listos ni tan astutos como la gente cree. Pero, al igual que en cualquier organización secreta, ellos mismos han sembrado las semillas de la desconfianza y el engaño. Luego se preguntan por qué todo el mundo cree que están ocultando algo. Lo que generalmente ocultan es el hecho de que no saben gran cosa. Yo también hago lo mismo a veces, así que ¿cómo podría quejarme?

Nunca creí realmente que el FBI -que está en el corazón de la BAT- supiera más de lo que nos estaba diciendo en Nueva York. Pero tenía la convicción de que, como dijo Kate, sabía que la CÍA actuaba en el asunto por su propia cuenta. Y lo dejaba pasar porque, al fin y al cabo, todos estamos en el mismo equipo, y todos estamos en el bando de los buenos y todo el mundo mira por el bien del país. El único problema radica en definir qué se entiende por el bien del país.

La buena noticia era que Koenig y Nash estaban de viaje.

En cualquier caso, durante un momento de calma en la actividad de la colmena, miré las páginas impresas que Kate continuaba sacando del ciberespacio.

Empecé con un suelto del New York Times del 11 de marzo de 1989 titulado: «Una explosión destroza la furgoneta del capitán que derribó al reactor iraní.» Se refería al capitán del Vincennes, y no parecía pertinente, salvo como ejemplo de lo que sospechábamos que estaba sucediendo ahora.

Kate me pasó un artículo de la Associated Press fechado el 16 de abril de 1996 y titulado: «Libia trata de llevar a juicio las incursiones aéreas de 1986.» Leí en voz alta:

– «Libia solicitó el lunes que Estados Unidos entregue a los pilotos y planificadores responsables de las incursiones aéreas realizadas sobre ciudades libias hace diez años, y el líder libio, Muammar al-Gadafi, insistió en que las Naciones Unidas inter-, vengan en el caso.» -Miré a Kate y dije-: Supongo que no entregamos a nadie, y Gadafi se ha impacientado.

– Sigue leyendo -replicó ella.

Continué.

– «"No podemos olvidar lo que sucedió", dijo Gadafi en el aniversario de los ataques estadounidenses, que Libia aseguró que causaron heridas a más de cien personas y la muerte de treinta y siete, entre ellas la hija adoptiva de Gadafi. "Estos niños… ¿son animales, y los norteamericanos son seres humanos?", preguntó Gadafi en una entrevista realizada por la CNN en las ruinas de su residencia bombardeada, que, diez años después de los bombardeos, permanece tal como quedó entonces.»

Miré a Kate.

– Mi suposición es que Asad Jalil vivía en ese complejo militar con la familia Gadafi -dijo ella-. Recuerda que, según nuestros archivos, había una conexión familiar.

– Cierto. -Reflexioné acerca de ello y añadí-: Jalil tendría unos quince o dieciséis años cuando se produjo la incursión. Su padre ya había muerto, pero seguramente tendría amigos y familiares en el complejo.

Kate asintió con la cabeza.

– Y los está vengando, a ellos y a la familia Gadafi.

– Tiene lógica -comenté. Pensé de nuevo en lo que Gabe había dicho antes y añadí-: Ahora sabemos lo que mueve a ese tipo, y debo reconocer… quiero decir que no simpatizo con ese hijo de puta, pero lo comprendo.

– Lo sé -respondió ella, moviendo la cabeza, y agregó-: Jalil es más peligroso de lo que creíamos, si cabe. Sigue leyendo.

Leí el final del artículo de la AP:

– «Gadafi hablaba mientras Libia celebra ceremonias en memoria de las incursiones estadounidenses sobre la capital libia, Trípoli, y sobre Bengasi. Las incursiones se realizaron en represalia por el atentado contra la discoteca La Belle, en Berlín, el 5 de abril de 1986, que mató a un militar estadounidense. Las demandas de Libia se corresponden con la insistencia de Estados Unidos en que Libia entregue a los tribunales norteamericanos o británicos a dos hombres reclamados por la colocación en 1988 de una bomba en el vuelo Uno-Cero-Tres de Pan Am a la altura de Lockerbie, Escocia, que mató a doscientas siete personas.» -Dejé a un lado el artículo y dije-: Es una espiral; nadie sabe dónde termina.

– En efecto. Una guerra sin fin. Ésta es sólo otra batalla originada por la última batalla, que conducirá a la batalla siguiente.

Es una idea deprimente. Examiné varios artículos más, y encontré otros posteriores sobre el capitán del Vincennes. Como he dicho, no había ninguna conexión directa con Jalil pero observé una interesante progresión de titulares, uno de los cuales, del New York Times, decía: «La investigación sobre el atentado abandona la teoría del terrorismo de Estado.» El primero de los artículos siguientes indicaba que quizá el gobierno iraní no se hallaba en absoluto implicado, y quizá tampoco ningún grupo extremista. Se trataba tal vez de un acto político aislado, o acaso de una mera coincidencia, o de un resentimiento personal, lo que lo dejaba a uno preguntándose a quién habían molestado el capitán o su esposa en el club de oficiales. Paparruchas. Era increíble cómo inventaba Washington estas historias para calmar a la gente y no excitar a la población en contra de iraníes, o iraquíes, o libios u otros países que nos odiaban y que soliviantaban a sus propios compatriotas por los incidentes más nimios.

Debía de estar en marcha alguna especie de gran estrategia diplomática pero yo no la conocía. Para el mes próximo, por estas fechas, Asad Jalil sería descrito como un descontento solitario, furioso contra los Estados Unidos por haberle echado un borrón en su visado de entrada. Si crees que nadie sabe lo que están haciendo en la Casa Blanca o en el edificio J. Edgar Hoover o en el Pentágono o en Langley, prueba en el Departamento de Estado…, andan completamente a la deriva y con un solo remo en el agua. De todos modos, geopolítica aparte, o Asad Jalil se había cansado y se había ido, o se hallaba en camino hacia su siguiente víctima.

– ¿Se sabe algo de los tripulantes que participaron en aquella misión? -le pregunté a Kate.

– No. Pero no es seguro que vayan a decírnoslo. El FBI podría tener ya protegidos a los supervivientes.

– Yo creo que deberían decírnoslo. En la policía de Nueva York, el detective investigador está al tanto y es responsable de todo.

– Detesto ser portadora de malas noticias, John, pero esto no es la policía de Nueva York, y tendrás suerte si alguna vez recibes una llamada telefónica diciéndote que Jalil ha sido arrestado.

Realmente, todo aquello no tenía buen aspecto. Me devanaba los sesos en busca de alguna forma de participar en la acción pero lo único que se me ocurría era que Jack Koenig me debía un favor, aunque no estábamos de acuerdo en ese evidente y sencillo hecho. Pero Koenig estaba lejos, y yo no tenía aquí ninguna influencia, y nadie más me debía nada.

– ¿Te has acostado con algún inspector que pueda hacernos un favor?

– En Nueva York, no.

– ¿En Washington?

Pareció reflexionar y se puso a contar con los dedos al tiempo que murmuraba números, hasta que llegó a siete, y entonces dijo:

– Creo que ya me he cobrado todos esos favores. -Se echó a reír para hacerme ver que estaba bromeando.

Me puse a hojear varios artículos más que habían llegado de otra dimensión. No estoy muy seguro de cómo funciona Internet pero parece que te informa de lo que pides, y hace lo que le dices, que es más de lo que yo puedo afirmar de mucha gente que conozco.

Encontré un artículo del Boston Globe que resultaba bastante informativo. Estaba fechado en 20 de abril de 1986. Era una cronología de los acontecimientos que condujeron al ataque aéreo estadounidense. La primera fecha de la crisis era el 7 de enero. Decía: «El presidente Reagan acusa a Libia de agresión armada contra Estados Unidos, y establece sanciones económicas contra Libia y ordena salir del país a todos los norteamericanos. Los aliados occidentales se niegan a sumarse al boicot.

Estados Unidos relaciona a Libia con los ataques llevados a cabo el 27 de diciembre de 1985 por terroristas palestinos en los aeropuertos de Viena y Roma, que causaron la muerte de veinte personas.»

Continué leyendo: «El 11 de enero, el primer ayudante del coronel Muammar al-Gadafi dice que Libia intentará asesinar a Reagan si Estados Unidos la ataca. Gadafi invita al presidente a visitarlo, diciendo que una entrevista podría cambiar la actitud de Reagan.»

Yo no habría apostado un centavo por ello. Examiné la cronología y advertí una clara pauta de dos testarudos machos enzarzados en una contienda de provocaciones: 13 de enero, dos cazarreactores libios se aproximan a un avión de reconocimiento de la Marina de Estados Unidos; 5 de febrero, Libia acusa a Estados Unidos de ayudar a los israelíes a localizar y derribar un avión libio y jura venganza; 24 de marzo, aviones de guerra estadounidenses atacan una rampa de lanzamiento de misiles libia; 25 de marzo, fuerzas estadounidenses atacan a cuatro buques patrulleros libios; 28 de marzo, Gadafi advierte de que las bases militares establecidas en Italia y España o en cualquier otro país que ayude a la Sexta Flota de Estados Unidos serán objeto de represalia; 2 de abril, estalla una bomba en un avión de la TWA en vuelo de Roma a Atenas, y causa la muerte de cuatro personas; un grupo palestino dice que ha sido en represalia por los ataques de Estados Unidos a Libia; 5 de abril, estalla una bomba en una discoteca de Berlín Occidental, y provoca la muerte de dos militares estadounidenses; 7 de abril, el embajador de Estados Unidos en Alemania Occidental dice que su país posee pruebas ciertas de la implicación libia en el atentado de la discoteca…»

Miré a lo largo de la página el resto de los acontecimientos que condujeron al 15 de abril de 1986. Nadie podría decir que le sorprendió la incursión aérea, dadas las personalidades implicadas y, como diríamos hoy en una Norteamérica más serena, las incomprensiones originadas por infortunados estereotipos culturales y políticos. La solución al problema podría radicar muy bien en una mayor inmigración. Al paso que íbamos, dentro de cinco años la mayoría de los habitantes de Oriente Medio estarían en Brooklyn.

Cogí de mi mesa la última hoja de cibernoticias y la examiné.

– Oye -dije a Kate-, esto es interesante. ¿Has visto esta entrevista de la Associated Press con Gadafi del 19 de abril de 1986?

– Creo que no.

– «La esposa del dirigente libio Muammar al-Gadafi, que dijo que su hija adoptiva, Hana, de dieciocho meses de edad, resultó muerta en la incursión, ha hablado con los periodistas por primera vez después del ataque» -leí-. «Sentada delante de su hogar, destrozado por el bombardeo, en el complejo militar de Gadafi en Trípoli, con una muleta en la mano, su tono era áspero y desafiante. Safia Gadafi dijo que ella siempre consideraría a Estados Unidos enemigo suyo, "a menos que condene a muerte a Reagan".»

– Es raro que una mujer de un país musulmán fundamenta-lista haga una aparición en público -comentó Kate.

– Bueno, si te han volado la casa, a la fuerza estás en público.

– Nunca lo había pensado. Eres muy inteligente.

– Gracias.

Volví de nuevo la vista al periódico y leí en voz alta:

– «"Sí alguna vez encuentro al piloto norteamericano que arrojó las bombas sobre mi casa", declaró, "lo mataré yo misma".» Ahí tienes -dije a Kate-. Esta gente no oculta nada. El problema es que nosotros lo tomamos como mera retórica, pero ellos lo dicen totalmente en serio, como comprobaron el coronel Hambrecht, y el general Waycliff.

Asintió con la cabeza.

– No puedo creer que los mandamases de Washington no supieran lo que se avecinaba ni se dieran cuenta de que ya había llegado.

Kate no respondió.

– «En cuanto a su marido» -continué leyendo-, «no es ningún terrorista, explicó, porque, si lo fuese, "yo no tendría hijos con él"». Los terroristas pueden ser buenos padres -comenté-. Ésa es una afirmación sexista.

– ¿Puedes limitarte a leer el maldito artículo sin hacer comentarios estúpidos? -exclamó Kate.

– Sí, señora. -Leí-: «Funcionarios libios han manifestado que en el bombardeo resultaron heridos dos de los hijos de Gadafi, uno de los cuales permanece aún en el hospital. Safia Gadafi declaró: "Algunos de mis hijos están heridos, otros están asustados. Tal vez sufran daños sicológicos."»

– Quizá otros niños también sufrieron daños sicológicos -dijo Kate.

– Seguro. Yo creo que tenemos un indicio de cómo se trastornó el pequeño Asad Jalil.

– Yo también lo creo.

Ambos permanecimos allí, digiriendo la noticia. Siempre es bueno saber por qué; ahora sabíamos por qué. Sabíamos también quién, qué, dónde y cuándo: Asad Jalil, misión de asesinato, en Estados Unidos, ahora. Sin embargo, no sabíamos exactamente dónde estaba, y dónde asestaría su próximo golpe. Pero estábamos cerca, y, por primera vez, sentí que teníamos cogido a aquel hijo de puta.

– Si no ha huido del país, es nuestro -le dije a Kate.

No hizo ningún comentario sobre esta optimista observación, y, dada la historia de Asad Jalil, yo mismo tenía mis dudas.

Pensé de nuevo en las manifestaciones de la señora Gadafi y en la supuesta relación entre los Gadafi y los Jalil, que tal vez hubiera sido más estrecha de lo que la señora Gadafi creía. Pensé también en la teoría de que Muammar había hecho matar tiempo atrás al capitán Jalil en París, y de que, evidentemente, Asad ni lo sabía ni lo sospechaba. Me pregunté también si el pequeño Asad sabía que tío Muammar salía de su tienda por las noches y cruzaba de puntillas la arena hasta la tienda de mamá. Yo tuve una vez un profesor que decía que muchos de los grandes acontecimientos históricos han sido influidos por el sexo, tanto conyugal como extraconyugal. Sé que esto es cierto en lo que a mi propia historia se refiere, de modo que ¿por qué no en lo que se refiere a la historia del mundo?

Traté de imaginar a aquella élite libia, y probablemente no se diferenciaba mucho de otras pequeñas autocracias en las que las intrigas cortesanas, los rumores palaciegos y los juegos del poder estaban a la orden del día.

– ¿Crees que en aquel ataque moriría algún miembro de la familia de Asad Jalil? -le pregunté a Kate.

– Si nuestra información sobre la relación de la familia Jalil con los Gadafi es correcta -respondió-, podemos suponer que los Jalil estaban en aquel complejo, Al Azziziyah, donde, según la señora Hambrecht, dejaron caer sus bombas cuatro aviones estadounidenses. Al parecer, Jalil ha matado a dos hombres que bombardearon Al Azziziyah. Tal vez lo haya hecho para vengar a los Gadafi pero, sí, yo creo que él y su familia estaban allí, y creo que tal vez sufriera una pérdida personal.

– Es lo que yo creo.

Traté de imaginarme a aquel tipo, Asad Jalil, arrojado de su cama una madrugada, mortalmente aterrorizado al ver el mundo reducido a escombros a su alrededor. Debía de haber montones de cuerpos muertos y pedazos de cuerpos. Supuse que había perdido miembros de su familia y traté de imaginar su estado de ánimo: miedo, conmoción, quizá el sentimiento de culpabilidad del superviviente y, finalmente, ira. Por último, en algún momento determinado, decidió vengarse. Y estaba en buena situación para hacerlo al ser víctima y formar parte también del grupo dirigente. Los servicios de inteligencia libios debieron de recibir a aquel chico como si fuese un nuevo profeta. Y el propio Jalil… ha albergado durante toda su vida un fuerte resentimiento, y desde el sábado ha estado viviendo su sueño. Su sueño, nuestra pesadilla.

– ¿En qué piensas?

– En Jalil. En cómo vino de allí aquí. Toda su vida ha estado fantaseando con venir a Estados Unidos, y nosotros no lo sabíamos, aunque deberíamos haberlo sabido. Y no está aquí para empezar una nueva vida, ni para conducir un taxi o huir de la persecución o de la miseria económica. No era en él en quien pensaba Emma Lazarus.

– Ciertamente, no.

– Y hay más como él ahí fuera.

– Ciertamente, los hay.

Así pues, permanecimos en nuestros puestos, como se nos ordenaba, pero yo no valgo para estar sentado, leyendo y contestando estúpidas llamadas telefónicas. Yo quería llamar a Beth pero la situación al otro lado de mi mesa había cambiado, así que escribí como correo electrónico para la Penrose lo siguiente: «No puedo hablar ahora… Grandes novedades en el caso… Puede que salga de la ciudad esta tarde… Gracias por el beso muy grande.»

Vacilé ante el teclado. «De modo que, en conclusión…» No, eso no quedaba bien. Finalmente, tecleé: «Necesito hablar contigo. Llamaré pronto.»

Vacilé de nuevo y luego envié el mensaje. «Necesito hablar», naturalmente, lo dice todo cuando se ha pasado por ahí. Taquigrafía de enamorados, según mi mujer. John, necesitamos hablar, o sea, que te den por el culo.

– ¿A quién le mandas un e-mail? -preguntó Kate.

– A Beth Penrose.

Silencio. Luego:

– Espero que no hayas utilizado el correo electrónico para decirle…

– Oh… no…

– Sería realmente frío.

– ¿Qué tal un fax?

– Tienes que decírselo en persona.

– ¿En persona? Ni siquiera tengo tiempo para hablar conmigo en persona.

– Bueno… una llamada telefónica servirá. Saldré mientras tanto.

– No. Me ocuparé de ello más tarde.

– A menos que no quieras hacerlo. Comprendo.

Sentí que empezaba a dolerme la cabeza.

– De verdad. Comprendo que quieras pensarlo.

¿Por qué no me lo creía?

– Lo que sucedió anoche no te obliga a nada. Los dos somos adultos. Así que dejaremos reposar las cosas y nos lo tomaremos con calma. Cada cosa a su tiempo…

– ¿Has agotado ya los tópicos?

– Vete al infierno. -Se levantó y se fue.

Yo me habría puesto en pie de un salto para seguirla pero creo que ya habíamos atraído una cierta atención por parte de nuestros colegas, así que me limité a sonreír y a silbar Dios bendiga América mientras miembros de la Liga Antisexo de la BAT comunicaban por correo electrónico al Gran Hermano la posible comisión de un crimen sexual.

Aquello me recordó que necesitaba unos calzoncillos limpios. Había cerca una tienda de prendas masculinas, y tenía previsto pasarme por ella más tarde. Iba a dejar que Kate me ayudara a elegir una camisa y una corbata.

De todos modos, volviendo al terrorista más buscado de Norteamérica, entré en mi correo electrónico y vi un mensaje de la sección de contraterrorismo de Washington con la mención «Urgente». La distribución se limitaba exclusivamente a los que estábamos en el centro de mando provisional. Leí en la pantalla:

La Fuerza Aérea nos informa de que puede resultar difícil identificar a los pilotos que llevaron a cabo la misión de Al Azziziyah. Existen datos de escuadrillas completas y unidades mayores pero se precisa ulterior investigación para las unidades inferiores.

Pensé en ello. Parecía convincente pero yo tenía ya tal paranoia que no creería ni un letrero de «Salida». Leí el resto del comunicado:

Hemos pasado a Fuerza Aérea lo sustancial de la conversación telefónica entre Rose Hambrecht y agente de Nueva York, es decir, cuatro aviones, F-111, en misión sobre Al Azziziyah, ocho aviadores, asesinato del general Waycliff, etc., véase sobre esto comunicado anterior. Personal y sección de historia de FA están buscando nombres según indicado. Se ha contactado telefónicamente con señora Hambrecht pero se niega a revelar nombres por teléfono. Se ha despachado un oficial con escolta de la BFA Wright-Patterson en Dayton, Ohio, a la casa de Hambrecht, en Ann Arbor. La señora Hambrecht dice que les revelará los nombres a ellos personalmente, con identificación adecuada y exención expresa de cualquier responsabilidad por ello. Informaremos.

Imprimí el mensaje, tracé un círculo rojo en torno a la mención «Urgente» y lo eché sobre la mesa de Kate.

Pensé en la situación. En primer lugar, la señora H. era una mujer enérgica y firme, y ninguna clase de amenazas, súplicas o halagos la inducirían a hacer lo que desde que se convirtió en una esposa de la Fuerza Aérea, hacía ya mucho tiempo, se le había dicho que no hiciese.

En segundo lugar, se me ocurrió que, irónicamente, las medidas de seguridad establecidas para proteger de represalias a aquellos aviadores eran precisamente lo que nos mantenía en la ignorancia de lo que estaba pasando y nos impedía protegerlos.

Era evidente también que las medidas de seguridad habían fallado en algún punto. Por eso. Asad Jalil tenía una lista de nombres, y nosotros, no. ¿Pero qué nombres tenía él? ¿Sólo los de aquellos ocho aviadores de la misión sobre Al Azziziyah? Ésos eran los hombres que quería matar. ¿Y tenía los ocho nombres? Probablemente.

Repasé mentalmente los datos. Ocho hombres, uno muerto en el Golfo, uno asesinado en Inglaterra, uno asesinado con su mujer y en su casa de Capitol Hill, nada menos. Uno estaba gravemente enfermo, según la señora Hambrecht. Eso dejaba cuatro víctimas probables…, cinco si el enfermo no moría antes de que Jalil lo matase. Pero, como he dicho, yo no tenía la menor duda de que algunos de ellos ya estaban muertos. Quizá todos, además de otras personas que se hallaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, como la señora Waycliff y el ama de llaves.

Resulta un poco turbadora la situación cuando tu propio país se convierte en primera línea de combate. Yo no suelo rezar, y nunca por mí mismo, pero recé por aquellos hombres y sus familias. Recé por los muertos conocidos, por los muertos probables y por los que no tardarían en morir.

Y entonces, tuve una brillante idea, consulté mi agenda telefónica personal y marqué un número.

CAPÍTULO 45

El Learjet continuó ascendiendo por encima de Colorado Springs. Asad Jalil pasó al lado izquierdo del aparato y se sentó en el último asiento. Contempló las elevadas montañas mientras el avión mantenía su rumbo hacia el norte. Le parecía que el avión había subido ya por encima de la montaña más alta y, sin embargo, seguía avanzando en dirección norte. De hecho, ya no podía ver al frente la dilatada extensión iluminada de Den-ver.

Consideró la posibilidad de que los pilotos hubieran recibido un aviso por radio y tuvieran intención de fingir un problema mecánico para aterrizar en algún solitario aeropuerto, donde lo estarían esperando las autoridades. Había una forma sencilla y rápida de averiguarlo.

Se levantó y avanzó por el pasillo central en dirección a la carlinga. La divisoria continuaba abierta, y Jalil se situó detrás de los dos pilotos.

– ¿Algún problema? -preguntó.

El capitán Fiske lo miró por encima del hombro y respondió:

– No, señor. Todo va bien.

Jalil observó atentamente a los dos pilotos. Siempre podía notar cuándo alguien le estaba mintiendo, o cuándo alguien se sentía inquieto, por muy buen actor que ese alguien imaginara ser. No parecía haber en el talante de aquellos dos hombres nada que apuntara a la existencia de un problema, aunque le habría gustado poder mirarlos a los ojos.

– Estamos empezando a virar hacia el oeste -dijo el capitán Fiske-, por encima de las montañas. Encontraremos algunas turbulencias, señor Perleman, así que quizá deba regresar a su asiento.

Jalil se volvió y se sentó de nuevo. Se encendió el letrero que indicaba la necesidad de abrocharse el cinturón, que el capitán no había usado antes, mientras sonaba una señal acústica.

El Lear viró hacia la izquierda, inclinando las alas, luego enderezó el vuelo y continuó en el nuevo rumbo. A los pocos minutos, el avión empezó a verse sacudido por corrientes de aire ascendente. Jalil notó que el reactor continuaba ganando altura, con el morro alzado en pronunciado ángulo.

El piloto descolgó el interfono:

– Acabamos de recibir la autorización para el vuelo directo a San Diego. El tiempo de vuelo será de una hora y cincuenta minutos, lo que nos dejará en tierra aproximadamente a las seis quince, hora de California. Eso es una hora antes que la hora de las Rocosas, señor.

– Gracias, creo que ya entiendo las zonas horarias.

– Sí, señor.

De hecho, pensó Jalil, desde que salió de París había estado viajando con el sol, y los primeros cambios horarios le habían regalado varias horas adicionales, aunque realmente no las necesitaba. Su próximo cambio horario lo llevaría a través de la línea internacional de cambio de fecha, sobre el océano Pacífico, y, como había dicho Malik: «Cuando cruces esa línea, el capitán lo anunciará, y La Meca estará al oeste, no al este. Comienza tus oraciones mirando al este y termínalas mirando al oeste. Dios te oirá con los dos oídos, y tendrás asegurado un feliz regreso a casa.»

Jalil se recostó en la butaca de cuero, y sus pensamientos pasaron de Malik a Boris. Se dio cuenta de que últimamente pensaba más en Boris que en Malik. Boris había sido su primer oficial instructor respecto a Estados Unidos y las costumbres norteamericanas, de modo que era natural que Jalil pensara más en Boris que en los otros, que habían adiestrado su mente, su cuerpo y su alma para aquella misión. Boris le había puesto al corriente de la decadente cultura en que ahora se hallaba inmerso, aunque Boris no siempre encontraba tan decadente la cultura norteamericana.

– En realidad, hay muchas culturas en América -le había dicho Boris-, desde muy altas hasta muy bajas. Hay también muchas personas, como tú mismo, Asad, que creen profundamente en Dios, y hay otras que solamente creen en el placer, el dinero y el sexo. Hay patriotas y hay quienes se muestran enemigos del gobierno central. Hay hombres honrados y hay ladrones. El norteamericano medio es básicamente más honrado que los libios con los que he tratado, pese a vuestro amor por Alá. No subestimes a los norteamericanos; han sido subestimados por los británicos, los franceses, los señores de la guerra japoneses, Adolf Hitler y por mi antiguo gobierno. Los imperios británico y francés han desaparecido, y también Hitler, el imperio japonés y el imperio soviético. Los norteamericanos continúan con nosotros.

Jalil recordaba haber contestado a Boris:

– El siglo próximo pertenece al islam.

– Lleváis mil años diciendo eso -replicó Boris, riendo-. Te diré lo que va a derrotaros: vuestras mujeres. Ellas no van a continuar soportando mucho más tiempo vuestras necedades. Los esclavos se convertirán en dueños de sí mismos. Lo he visto en mi propio país. Un día, vuestras mujeres se hartarán de llevar velo, se hartarán de ser maltratadas, de ser muertas por follar con un hombre, de estarse metidas en casa, desperdiciando sus vidas. Cuando ese día llegue, más os valdrá que los tipos como tú y como vuestros jodidos mullahs estén dispuestos a negociar.

– Si fueses musulmán, eso sería una blasfemia, y yo te mataría en el acto.

A lo que Boris había replicado:

Yob vas. -Luego dio a Jalil un puñetazo en el plexo solar y se alejó, dejando a Jalil doblado sobre sí mismo y pugnando por respirar.

Jalil recordaba que ninguno de los dos volvió a hablar del incidente pero ambos sabían que Boris ya era hombre muerto, por lo que el incidente no necesitaba de ninguna resolución ulterior; era el equivalente de un condenado a muerte escupiéndole en un ojo al hombre que lo debía decapitar.

El avión continuaba ascendiendo, zarandeado por los vientos de la montaña. Jalil miró hacia abajo y vio las nevadas cumbres iluminadas por la luz de la luna, pero ésta no penetraba en los tenebrosos valles.

Se acomodó de nuevo en su asiento y volvió a pensar en Boris. Pese a todas sus blasfemias, sus borracheras y su arrogancia, había demostrado ser un buen maestro. Boris conocía Estados Unidos y los norteamericanos. Jalil descubrió una vez que sus conocimientos no habían sido acumulados enteramente durante su estancia en Norteamérica; de hecho, Boris había trabajado en un campo de instrucción secreto en Rusia, un establecimiento del KGB llamado, según recordaba Jalil, Escuela de Formación de la señora Ivanova, donde los espías rusos habían aprendido a hacerse norteamericanos.

Boris le había mencionado una vez este secreto, en un momento de embriaguez, naturalmente, y le había dicho que era uno de los últimos grandes secretos que el antiguo KGB no había revelado jamás tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. Según Boris, también los norteamericanos querían que este secreto permaneciera enterrado para siempre. Jalil no tenía ni idea de a qué se estaba refiriendo Boris, y éste no lo volvió a mencionar, ni aun después de mucha insistencia por parte de Jalil.

En cualquier caso, Boris aseguraba que, durante su permanencia en aquella escuela, había llegado a un conocimiento del alma y el espíritu norteamericanos mucho mayor del que había adquirido viviendo en Estados Unidos. De hecho, Boris había dicho en una ocasión:

– Hay veces en que creo que soy norteamericano. Recuerdo que fui una vez a un partido de béisbol en Baltimore, y cuando sonó La bandera estrellada me puse en pie y sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Naturalmente -añadió-, todavía siento lo mismo cuando oigo La internacional. -Sonrió-. Quizá he desarrollado varias personalidades.

Jalil recordaba haberle dicho a Boris:

– Mientras no desarrolles varias lealtades, serás más y más feliz cada vez.

Crepitó de nuevo el interfono, irrumpiendo en los recuerdos de Jalil.

– Señor Perleman -dijo el capitán Fiske-, le pido disculpas por las turbulencias, pero es un fenómeno típico de una cordillera.

Jalil se preguntó por qué el capitán había de pedir disculpas por algo que dependía de Dios, no de él.

– El viento amainará dentro de unos veinte minutos -continuó el capitán-. Nuestro plan de vuelo nos llevará esta noche en dirección suroeste, a través de Colorado, sobrevolando lo que se conoce como los Cuatro Ángulos, el lugar en que confluyen las fronteras de Colorado, Nuevo México, Arizona y Utah. Continuamos luego hacia el suroeste cruzando la parte septentrional de Arizona. Desgraciadamente, no podrá usted ver mucho después de que se haya puesto la luna, pero seguramente podrá distinguir el desierto y las mesetas.

Jalil había visto en su vida más desierto que todo el desierto junto que aquellos dos habían visto en sus vidas. Cogió el interfono y dijo:

– Avísenme, por favor, cuando pasemos sobre el Gran Cañón.

– Sí, señor. Un momento…, sí, dentro de cuarenta minutos pasaremos a unas cincuenta millas al sur del borde meridional. Podrá ver por la derecha la zona general del Cañón y, ciertamente, la meseta que se extiende más allá. Pero me temo que no se verá muy bien desde esa distancia y a esta altura.

Jalil no tenía el menor interés en ver el Gran Cañón. Sólo se estaba asegurando de ser despertado si se dormía.

– Gracias -dijo-. No dude en despertarme cuando nos aproximemos al Cañón.

– Sí, señor.

Jalil inclinó el respaldo de su asiento hacia atrás y cerró los ojos. Pensó de nuevo en el coronel Callum y se sintió convencido de haber tomado la decisión adecuada al dejar que el Ángel de la Muerte se las hubiera con aquel asesino. Pensó también en su siguiente visita, al teniente Wiggins. Wiggins, según le habían dicho en Trípoli, era un hombre de movimientos erráticos, diferente de los hombres de costumbres fijas y existencia predecible que ya había matado. Por esta razón, y porque Wiggins venía al final de su lista, habría alguien en California para ayudarlo. Jalil no quería ni necesitaba ayuda pero esta parte de su misión era la más crítica, la más peligrosa y también, como pronto descubriría el mundo, la más importante.

Jalil sintió que se quedaba dormido y volvió a soñar con un hombre que lo acechaba. Era un sueño desconcertante en el que él y el hombre volaban sobre el desierto. Jalil delante, el hombre tras él pero fuera de la vista, y, volando sobre ambos, planeaba el Ángel de la Muerte que él había visto en el oasis de Kufra. Notaba que el Ángel estaba deliberando sobre a cuál de los dos hombres tocaría y haría caer a tierra.

Este sueño se transformó en otro sueño en que él y la mujer piloto volaban desnudos, cogidos de la mano en busca de una azotea donde posarse para poder entregarse al placer carnal. Cada edificio que veía abajo había sido destruido por una bomba.

Crepitó el interfono, y Jalil despertó con un sobresalto, la cara cubierta de sudor y su órgano erecto.

– Puede ver el Gran Cañón a su derecha, señor Perleman -dijo el piloto.

Jalil inspiró profundamente, carraspeó y dijo por el interfono:

– Gracias.

Se levantó y fue al lavabo. Mientras se mojaba la cara y las manos con agua fría, los sueños continuaban bullendo en su mente.

Volvió a su asiento y miró por la ventanilla. La luna llena estaba a punto de ponerse en el horizonte, y abajo la tierra se hallaba sumida en la oscuridad.

Cogió el teléfono y marcó un número de memoria. Contestó una voz de hombre.

– Diga.

– Aquí, Perleman -dijo Jalil-. Disculpe que lo haya despertado.

– Aquí, Tannenbaum. No importa. Duermo solo.

– Excelente. Llamaba para ver si tenemos posibilidad de hacer negocios.

– Aquí hay un buen clima para los negocios -dijo el hombre.

– ¿Y dónde están nuestros competidores?

– No se los ve por ninguna parte.

Una vez finalizada la ensayada conversación, Jalil terminó con:

– Espero nuestra entrevista con interés.

– La celebraremos tal como convinimos.

Jalil colgó, inspiró profundamente y cogió el interfono.

Respondió el capitán:

– ¿Sí, señor Perleman?

– Mi llamada telefónica me obliga a otro cambio de planes -dijo Jalil.

– Sí, señor.

Boris había dicho a Jalil: «El señor Perleman no debe presentar excesivas disculpas cuando siga cambiando sus planes de vuelo. El señor Perleman es judío, paga buen dinero y quiere un buen servicio por su dinero. Los negocios son lo primero; las molestias que su desarrollo reporte a los demás le traen sin cuidado.»

– Ahora necesito ir a Santa Mónica -dijo Jalil-. Supongo que no es molestia.

– No, señor -respondió el piloto-. No hay mucha diferencia en tiempo de vuelo desde nuestra posición actual.

Jalil ya lo sabía.

– Excelente.

– A esta hora no habrá ninguna demora con Control de Tráfico Aéreo -continuó el capitán Fiske.

– ¿Cuál es nuestro tiempo de vuelo a Santa Mónica?

– Estoy introduciendo las coordenadas, señor… Bien, nuestro tiempo de vuelo será de unos cuarenta minutos, lo que nos llevará al aeropuerto municipal a eso de las seis de la mañana. Tal vez tengamos que reducir la velocidad en ruta para tener seguridad de aterrizar después de las seis y cumplir así la orden de silencio nocturno.

– Comprendo.

Veinte minutos después, el Learjet comenzó su descenso, y, a la débil luz del amanecer que clareaba a su espalda, Jalil pudo ver una hilera de montañas bajas.

El capitán Fiske anunció por el interfono:

– Estamos empezando el descenso, señor, así que quizá quiera sujetarse el cinturón. Tenemos al frente los montes San Bernardino. Puede ver también las luces del extremo oriental de Los Ángeles allá abajo. El aeropuerto de Santa Mónica queda delante y a la izquierda, cerca de donde la costa se une al océano. Estaremos en tierra dentro de diez minutos.

Jalil no respondió. Sentía cómo el avión acentuaba el ángulo de descenso y podía ver debajo de él enormes carreteras iluminadas.

Puso su reloj de pulsera con la hora de California, las 5.55 en aquel momento.

Oyó al piloto hablar por radio pero no podía oír lo que decía su interlocutor, porque los pilotos escuchaban a través de sus auriculares. No siempre habían utilizado los auriculares durante el vuelo desde Nueva York, y Jalil había podido oír de vez en cuando sus transmisiones por radio. No albergaba ninguna suspicacia por el uso de los auriculares pero valía la pena estar atento por si se producían otras pequeñas desviaciones.

Este vuelo había sido planeado en Trípoli para que su cambio de destino, anunciado sobre el Gran Cañón, lo dejase en Santa Mónica no más tarde o, incluso, unos minutos antes que si hubiera aterrizado en San Diego, y no antes de que lo permitiera la exigencia de mantenimiento del silencio nocturno. Si lo estaban esperando en San Diego y descubrían que iba a Santa Mónica, disponían de menos de cuarenta minutos para tenderle una trampa allí. Si hacía falta más tiempo para preparar la trampa, el piloto le informaría de algún retraso, y Asad Jalil solicitaría un nuevo cambio de plan de vuelo, esta vez con una pistola apuntando a la cabeza del piloto. Su aeropuerto alternativo sería una pequeña instalación abandonada de los montes San Bernardino, a sólo unos minutos de vuelo de donde se encontraban ahora. Allí lo esperaba un coche con las llaves sujetas con cinta adhesiva bajo el eje del volante. Las autoridades no tardarían en saber quién disponía de ventaja: era Asad Jalil, a bordo de un reactor privado y con una pistola en la mano.

Sobrevolaron el océano y luego volvieron hacia la costa y continuaron el descenso.

Se mantuvo atento a alguna indicación de retraso en la toma de tierra, pero oyó el sonido del tren de aterrizaje al desplegarse y luego vio extenderse los alerones de la parte posterior de las alas. Las luces de aterrizaje parpadeaban en las puntas de las alas y sus destellos penetraban en la cabina por las ventanillas.

Sabía que todos estos cambios en los planes de vuelo no garantizaban su seguridad en tierra. Pero, como existía la posibilidad de cambiar los planes casi a voluntad, se decidió hacerlo así, aunque sólo fuera por ponerles más difíciles las cosas a los norteamericanos si trataban de atraparlo.

Malik le había enseñado dos películas interesantes. En la primera, filmada a cámara lenta, un león perseguía a una gacela. La gacela cambiaba de rumbo torciendo a la izquierda, y Malik dijo: «Observa que el león no reacciona torciendo más aún a la izquierda para interceptar a su presa. El león sabe que la gacela puede cambiar rápidamente de dirección a la derecha, y el león se distanciará de su presa y la perderá. El león sólo cambia de dirección en el mismo ángulo que su presa y sigue directamente detrás de ella. No quiere dejarse engañar, y sabe que su velocidad le permitirá alcanzar incluso a la gacela, siempre que concentre su atención en los cuartos traseros de ésta.» La película terminaba con el león saltando sobre las ancas de la gacela, que se desplomaba bajo el peso de su perseguidor y esperaba inmóvil la muerte.

La otra película mostraba a un león perseguido a través de una herbosa pradera por un Land Rover en el que viajaban dos hombres y dos mujeres. Según el narrador, las personas del vehículo trataban de aproximarse al león lo suficiente para dispararle un dardo tranquilizante, a fin de capturarlo para alguna finalidad científica.

Esta película estaba rodada también a cámara lenta, y Jalil observó que, al principio, el león trataba de confiar en su velocidad para distanciarse del vehículo pero, a medida que se fatigaba, torcía hacia la derecha, y el vehículo iba también a la derecha pero en ángulo más agudo, para interceptar al león. Sin embargo, el león, que se encontraba ahora en la situación de una gacela, sabía por instinto y por experiencia lo que estaba haciendo el vehículo y torcía súbitamente a la izquierda, y el vehículo quedaba a mucha distancia de él por la derecha. La película terminó, y Jalil nunca supo si el león escapaba.

Malik había dicho: «El león, cuando es él el cazador, mantiene la atención centrada en su presa. El león, cuando es objeto de caza, confía en su saber y su instinto de cazador para burlar a sus perseguidores. Hay ocasiones en que debes cambiar de dirección para escapar de quienes te persiguen, y otras en que un innecesario cambio de dirección permite escapar a tu presa. El peor cambio de dirección es el que te conduce directamente a una trampa. Has de saber cuándo cambiar de rumbo, y cuándo aumentar tu velocidad y cuándo reducir la marcha si hueles peligro ante ti. Has de saber también cuándo pararte y fundirte con la vegetación. Una gacela que ha escapado del león vuelve pronto a pastar descuidadamente. La gacela está llenándose beatíficamente de hierba la barriga, sin hacer ejercicio. El león sigue deseando su carne y esperará a que la gacela engorde y se haga más lenta.»

El Learjet pasó sobre la vertical del principio de la pista, y Jalil miró por la ventanilla mientras el aparato se posaba sobre la pista de cemento.

El Lear se detuvo rápidamente y rodó luego por una calzada lateral. Minutos después, el Learjet llegaba a una desierta zona de Aviación General.

Jalil observó atentamente los alrededores a través de la ventanilla de la cabina y luego se levantó, cogió el maletín, se dirigió a la parte delantera del aparato y se arrodilló detrás de los pilotos. Escrutó el lugar por las ventanillas de la carlinga y vio ante ellos a un hombre que sostenía en las manos un juego de varillas luminosas para guiar al avión hasta una zona de estacionamiento situada justamente enfrente del edificio.

El capitán Fiske apagó los motores y se dirigió a su pasajero:

– Hemos llegado, señor Perleman. ¿Necesita que se le lleve a alguna parte?

– No. Vienen a buscarme. -Aunque no sé quién. Jalil continuó mirando por las ventanillas de la carlinga.

El copiloto, Sanford, se soltó el cinturón, se puso en pie y, murmurando una disculpa, pasó por delante de su pasajero.

Sanford abrió la puerta, y una suave brisa entró en el avión. Sanford salió, y Asad Jalil lo siguió, dispuesto a despedirse de él o a pegarle un tiro en la cabeza, según lo que sucediera en los segundos siguientes.

El capitán Fiske salió también del aparato, y los tres hombres quedaron parados, juntos, en el aire fresco del amanecer.

– Me reuniré con mi colega en la cafetería -dijo Jalil.

– Sí, señor -dijo el capitán Fiske-. La última vez que estuve aquí había una cafetería en ese edificio de dos pisos. Debería estar abierta ya.

Los ojos de Jalil recorrieron rápidamente los hangares y los edificios de mantenimiento, sumidos todavía en las sombras de la madrugada.

– Por allí, señor -dijo el capitán Fiske-. Aquel edificio de las ventanas.

– Sí, lo veo. -Consultó su reloj y dijo-: Van a llevarme a Burbank. ¿Cuánto se tarda en coche?

Los dos pilotos reflexionaron durante unos instantes.

– Bueno -respondió finalmente Sanford-, el aeropuerto de Burbank está sólo a unas doce millas al norte de aquí, por lo que no se tardará mucho en coche. Unos veinte o treinta minutos quizá.

Por si los pilotos se extrañaban, Jalil dijo:

– Tal vez debería haber ido directamente a su aeropuerto.

– Bueno, allí no se autorizan aterrizajes ni despegues hasta las siete de la mañana.

– Ah, entonces por eso mi colega me dijo que me recibiría aquí.

– Sí, señor. Probablemente.

De hecho, Jalil sabía todo eso, y sonrió para sus adentros al pensar en la reacción de sus pilotos cuando más adelante descubrieran que su pasajero no era tan ignorante como lo habían sido ellos con respecto a sus planes de vuelo.

– Gracias -les dijo. Se dirigió a los dos hombres y añadió-: Y les quedo reconocido por su ayuda y su compañía.

Ambos pilotos respondieron que había sido un placer tenerlo a bordo. Jalil dudaba de su sinceridad, pero dio a cada uno un billete de cien dólares.

– Solicitaré que sean ustedes dos quienes me atiendan la próxima vez que necesite sus servicios -dijo.

Dieron las gracias al señor Perleman, se llevaron la mano a la gorra y se alejaron en dirección al hangar abierto.

Asad Jalil quedó solo, desprotegido en la amplia extensión, esperando que la quietud reinante estallara en un caos de gritos y hombres corriendo. Pero no sucedió nada, lo cual no le sorprendió. No percibía ningún peligro y sentía la presencia de Dios en el sol naciente.

Se dirigió con paso tranquilo hacia el edificio de cristal situado a la derecha del hangar y entró.

Encontró la cafetería y vio a un hombre sentado solo a una mesa. El hombre vestía vaqueros y camiseta azul y estaba leyendo Los Angeles Times. Al igual que él, tenía rasgos semíticos y era aproximadamente de su misma edad. Asad Jalil se le acercó.

– ¿Señor Tannenbaum? -preguntó.

El hombre se puso en pie.

– Sí. ¿Señor Perleman?

Se estrecharon la mano, y el hombre que se llamaba a sí mismo Tannenbaum preguntó:

– ¿Quiere tomar un café?

– Creo que debemos irnos -respondió Jalil, y salió de la cafetería.

El hombre pagó su café en la caja y se reunió fuera con el señor Perleman. Salieron del edificio y echaron a andar en dirección al parking.

– ¿Ha tenido un buen viaje? -preguntó el señor Tannenbaum, hablando todavía en inglés.

– ¿Estaría aquí, si no?

El hombre no respondió. Percibía que el compatriota que caminaba a su lado no buscaba compañía ni conversación.

– ¿Está seguro de que no lo han seguido? -preguntó Jalil.

– Sí, estoy seguro. No estoy implicado en nada que pudiera atraer la atención de las autoridades.

– Ahora lo está. No haga suposiciones de ese tipo, amigo -replicó Jalil en árabe.

– Desde luego. Le ruego me disculpe -contestó en árabe el otro.

Se aproximaron a una furgoneta estacionada en el parking. En uno de sus costados se leía: «Servicio rápido de reparto – Local y estatal – Entrega garantizada en el día o al día siguiente.» Seguía un número de teléfono.

El hombre abrió las puertas y se sentó al volante. Jalil subió al asiento del copiloto y miró a la trasera de la furgoneta, en la que se veía una docena de paquetes.

El hombre puso el motor en marcha.

– Sujétese el cinturón para que no nos pare la policía -pidió.

Jalil se sujetó el cinturón, conservando sobre las rodillas el maletín negro.

– Carretera Cuatro-Cinco-Cero, norte -ordenó.

El hombre arrancó, salió del parking y luego dejó atrás el aeropuerto municipal. A los pocos minutos circulaban por una interestatal en dirección norte. Jalil y el conductor miraban sus respectivos espejos retrovisores en tanto el coche iba ganando velocidad.

El cielo se había llenado de claridad, y Jalil miró a su alrededor mientras continuaban avanzando hacia el norte. Vio indicadores de salidas a Century City, Estudios de la Twentieth Century Fox, West Hollywood, Beverly Hills y algo llamado UCLA. Jalil sabía que Hollywood era el lugar donde se hacían las películas norteamericanas pero el tema no le interesaba y su conductor no se prestó a informarle.

– En la trasera llevo unos paquetes dirigidos al señor Perleman -dijo el conductor.

Jalil no respondió.

– Naturalmente -añadió el conductor-, no sé qué hay en ellos pero confío en que encuentre usted todo lo que necesita.

Jalil siguió sin responder.

El conductor permaneció en silencio, y Jalil advirtió que se estaba poniendo nervioso, así que se dirigió a él por su verdadero nombre:

– De modo, Azim, que eres de Bengasi.

– Sí.

– ¿Echas de menos a tu país?

– Desde luego.

– Y echas de menos a tu familia. Tengo entendido que tu padre vive todavía en Libia.

Azim titubeó.

– Sí.

– Pronto podrás visitarlo y llenar de regalos a tu familia.

– Sí.

Permanecieron un rato en silencio, y ambos continuaron mirando los espejos retrovisores.

Se aproximaban al cruce de la Interestatal con la autovía de Ventura. Al este quedaba Burbank, y al oeste, Ventura.

– Me dijeron que tenía usted la dirección del lugar de su entrevista -observó Azim.

– A mí me dijeron que la tenías tú -replicó Jalil.

Azim estuvo en un tris de salirse de la carretera y empezó a tartamudear:

– No… no… Yo no sé nada… me dijeron…

Jalil se echó a reír y le puso la mano en el hombro.

– Oh, sí. Lo olvidaba. Tengo la dirección. Toma la salida a Ventura.

Azim forzó una sonrisa e incluso consiguió soltar una risita. Luego pasó al carril derecho y tomó la salida hacia Ventura.

Asad Jalil miró el amplio valle lleno de casas y edificios comerciales y luego volvió la vista hacia los altos montes que se alzaban a lo lejos. Reparó también en las palmeras, que le recordaron a su país.

Ahuyentó los recuerdos de la patria y pensó en su próximo bocado. Elwood Wiggins había sido una presa escurridiza pero finalmente lo había localizado en Burbank. Después, se había trasladado inesperadamente al lugar llamado Ventura, más al norte a lo largo de la costa. De hecho, este traslado resultó fatal y situó a Wiggins más cerca de donde Asad Jalil se proponía poner fin a su visita a Estados Unidos. Jalil no podía dudar de que la mano de Alá estaba moviendo a los últimos jugadores de la partida que se estaba llevando a cabo.

Si el teniente Wiggins estaba en casa, Asad Jalil podría terminar su negocio y pasar a otro todavía por realizar.

Si el teniente Elwood Wiggins no estaba en casa, cuando finalmente regresara a ella encontraría allí a un león hambriento esperando para desgarrarle la garganta.

Jalil soltó una risita, y Azim lo miró y sonrió, pero su sonrisa se esfumó en el acto al ver la expresión que acompañaba a la risa. Azim sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca mientras miraba a su pasajero, que parecía haberse transformado de hombre en bestia.

CAPÍTULO 46

Marqué un número de Washington, D. C, y una voz respondió:

– Homicidios. Detective Kellum.

– Aquí John Corey, de la policía de Nueva York, Homicidios. Busco al detective Calvin Childers.

– Tiene coartada para esa noche.

Todo el mundo tiene su veta de gracioso. Seguí el juego y respondí:

– Es negro, va armado y es mío.

Kellum se echó a reír.

– Un momento -dijo.

Esperé un minuto, y Calvin Childers se puso al aparato.

– Hola, John. ¿Qué tal por la Gran Manzana?

– De maravilla, Cal. La misma mierda de siempre. -Terminadas las cortesías, dije-: Estoy trabajando en el asunto de la Trans-Continental.

Soltó una exclamación de sorpresa.

– Vaya, ¿cómo te has metido en eso?

– Es una larga historia. Para serte sincero, ahora estoy trabajando para el FBI.

– Sabía que acabarías mal.

Reímos los dos. Cal Childers y yo habíamos asistido años atrás al antes mencionado seminario celebrado en el cuartel general del FBI, y simpatizamos mutuamente por razones que tenían que ver sobre todo con nuestros problemas con la autoridad y con los federales. Fue Cal quien me contó el estúpido chiste de la fiscal general.

– ¿Has averiguado ya quién mató a los Wheaties? -le pregunté.

Se echó a reír y exclamó:

– Oye, ¿eran de piedra aquellos tíos o qué? Estaban allí sentados, con su cara de palo y sin tan siquiera la sombra de una sonrisa. ¿Trabajas para esos gilipollas?

– Estoy con un contrato corto y atado más corto aún.

– Ya. ¿Y qué puedo hacer por ti?

– Verás… ¿quieres que sea sincero o tengo que andar con esas chorradas de cuanto menos sepas mejor?

– ¿Estamos en antena?

– Probablemente.

– ¿Tienes un móvil?

– Claro.

– Llámame.

Me dio su número directo. Colgué y le dije a Kate, que había vuelto de dondequiera que sea adonde van las mujeres cuando se cabrean:

– Disculpa. ¿Puedo usar tu móvil?

Estaba haciendo algo en su ordenador, y, sin pronunciar palabra ni dirigirme una mirada, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y me dio su teléfono.

– Gracias. -Marqué el número directo de Calvin, contestó, y dije-: Bien, ¿estás trabajando en el caso del general Waycliff?

– No. Pero conozco a los tipos que lo llevan.

– Estupendo. ¿Tienen alguna pista?

– No, ¿y tú?

– Tengo el nombre del asesino.

– ¿Sí? ¿Está detenido?

– Todavía no. Por eso necesito tu ayuda.

– Descuida. Dame el nombre del asesino.

– Descuida. Dame una ayuda.

Cal se echó a reír.

– De acuerdo, ¿qué necesitas?

– El trato es el siguiente. Necesito los nombres de unos tipos que participaron en una misión de bombardeo con el difunto general. Te lo diré con claridad, esos nombres son alto secreto, y la Fuerza Aérea y el Departamento de Defensa se niegan en redondo a cooperar, o se hacen los remolones, o quizá es que no saben quiénes son.

– ¿Cómo voy a saberlo yo entonces?

– Bueno, puedes preguntárselo discretamente a la familia, o puedes ir a la casa del difunto y echar un vistazo. Mira en su agenda, o en sus archivos. Tal vez haya una foto o algo así. Creía que eras un detective.

– Soy un detective, no un puñetero adivino. Dame algo más.

– Está bien. La misión de bombardeo se desarrolló sobre un lugar de Libia llamado… -miré el artículo que tenía sobre la mesa y dije-: Al Azziziyah.

– Yo tengo un sobrino que se llama Al Azziziyah.

¿He dicho que los dos teníamos un extraño sentido del humor?

– Es un lugar, Cal. En Libia. Cerca de Trípoli.

– Oh, sí. ¿Por qué no lo habías dicho? Ahora está todo claro.

– La cuestión es que estoy casi seguro de que el general Waycliff fue asesinado por ese tipo, Asad Jalil.

– ¿El tío que se cargó a todo el avión?

– El mismo.

– ¿Qué diablos está haciendo en Washington?

– Matar gente. Está en acción. Y creo que quiere eliminar a todos los pilotos y tripulantes que participaron en esa incursión sobre Al Azziziyah.

– ¿En serio? ¿Por qué?

– Porque quiere vengarse. Yo creo que vivía allí, y quizá algunas de aquellas bombas mataron a gente que él conocía. ¿Entiendes?

– Sí… O sea, que ahora se está desquitando.

– Exacto. La misión de bombardeo se llevó a cabo el 15 de abril de 1986. Participaron cuatro aviones F-111, tripulaciones de dos hombres, con un total de ocho individuos. Uno de ellos, el coronel William Hambrecht, fue asesinado a hachazos en enero en las proximidades de la base aérea de Lakenhead, en Inglaterra. Está luego el general Waycliff, que intervino en la incursión. Otro tipo, cuyo nombre no conozco, murió en la guerra del Golfo, de modo que ya tienes dos nombres, Hambrecht y Waycliff. Quizá haya una foto de grupo o algo así.

– Entiendo. -Al cabo de unos instantes preguntó-: ¿Por qué habría de esperar tanto tiempo ese sujeto para saldar cuentas?

– Era un chiquillo entonces. Ahora es plenamente adulto. -Referí a Cal una breve historia de Asad Jalil, su detención en París y las demás cosas que no venían en los periódicos.

– Oye -dijo Cal-, si el sujeto fue atrapado en París, debes tener sus huellas dactilares y todo lo demás.

– Buena observación. Haz que el laboratorio del FBI te envíe todo lo que tenga. Incluso tienen fibras del traje que podría haber estado llevando en Washington. También tienen el ADN y algunas otras cosas.

– ¿En serio?

– Sí, también tienen eso.

Se echó a reír.

– No hemos ido mucho por la escena del crimen pero sí lo hizo ese Jalil, al menos el departamento forense sabe lo que está buscando cuando el FBI envía huellas y fibras y todo eso.

– Exacto. ¿Las víctimas fueron asesinadas con un calibre 40?

– No. Un 45. El general tenía una automática militar del 45, y, según su hija, ha desaparecido.

– Creía que no trabajabas en el caso.

– No directamente. Pero es un caso importante. Se trata de blancos, ¿sabes?

– Sí. Bueno, no pueden confiártelo a ti.

Rió de nuevo.

– Te diré lo que voy a hacer. Dame unas horas…

– Una hora como máximo, Cal. Hay por ahí otros tipos que necesitan ser protegidos. Probablemente, vamos ya demasiado tarde para algunos de ellos.

– Sí, de acuerdo. Tengo que contactar con los que llevan el caso y luego me acerco personalmente a la casa de la víctima y te llamo desde allí. ¿Vale?

– Te lo agradezco. -Le di el número del móvil de Kate y añadí-: Guárdame el secreto.

– Me lo quedas a deber -dijo.

– Ya he pagado. Asad Jalil. Ése es el asesino.

– Más vale que lo sea, muchacho. Me juego el pellejo con esto.

– Yo te cubriré.

– Sí. El FBI siempre cubre a los polis.

– Yo soy poli todavía.

– Más te vale.

Colgó, y yo dejé el móvil sobre la mesa.

Kate levantó la vista de su ordenador.

– Lo he oído todo -dijo.

– Bueno, oficialmente, no has oído nada.

– Vale. Creo que te estás manteniendo dentro de los límites.

– Es un principio.

– No te pongas paranoico. Estás autorizado para explorar todas las vías legítimas de investigación.

– ¿Incluso material de alto secreto?

– No. Pero parece ser que el criminal posee la información, por lo que ésta ya no se halla protegida.

– ¿Estás segura?

– Confía en mí. Soy abogada.

Sonreímos. Supongo que volvíamos a ser camaradas.

Mantuvimos durante un rato la clase de conversación que los amantes tienen tras un pequeño malentendido derivado de creer que uno de ellos no acaba de deshacerse de alguien con quien ha estado acostándose. Y, sin solución de continuidad, pasamos al tema profesional que nos ocupaba.

– Si podemos conseguir esos nombres de tu amigo, y quizá también las direcciones, antes de que la señora Hambrecht los dé a conocer, o antes de que la Fuerza Aérea o el Departamento de Defensa los encuentre, entonces tenemos más probabilidades de continuar trabajando en el caso -dijo Kate-. Que no es lo mismo que los obtenga Contraterrorismo de Washington -añadió.

La miré. Evidentemente, la señora Mayfield, jugadora de equipo, estaba reconsiderando la forma en que había que llevar el juego.

Establecimos contacto visual, y ella sonrió.

– Sí -dije-. Detesto que la gente me coja cosas que son mías.

Asintió con la cabeza.

– La verdad es que eres muy inteligente -observó-. A mí en ningún momento se me ocurrió llamar a Homicidios de Washington.

– Yo soy un policía de homicidios. Y esto es un asunto de policía a policía. Lo hacemos continuamente. -Y añadí-: Fuiste tú quien pensó en solicitar el expediente del coronel Hambrecht. ¿Ves? Trabajamos bien juntos. FBI, policías, sinergia. Resulta realmente bien. Gran idea. ¿Por qué no entré en este equipo hace diez años? Cuando pienso en todo el tiempo que he desperdiciado en la fuerza policial…

– Basta, John.

– Sí, señora.

– Voy a encargar comida. ¿Qué te apetece?

– Trufas con arroz en salsa bearnesa y verduras.

– ¿Quieres que te meta el puño en la boca?

Santo Dios. Me puse en pie y me desperecé.

– Permíteme que te invite a comer.

– Bueno… yo no…

– Vamos. Necesito salir de aquí. Tenemos los buscas. -Me metí en el bolsillo el móvil de Kate.

– Está bien.

Se levantó, fue hasta el mostrador y dijo a la encargada que salíamos y que estaríamos cerca.

Salimos del CMP y, a los pocos minutos estábamos en Broadway.

Seguía haciendo un día hermoso y soleado, y las aceras estaban abarrotadas de personas que iban a almorzar, generalmente funcionarios que se limitaban a tomar sólo unos bocadillos para ahorrarse unos dólares. Los polis no disfrutamos de sueldos elevados precisamente pero sabemos cuidarnos. Cuando estás en el tajo, nunca sabes lo que te puede deparar el futuro, así que comes, bebes y te diviertes.

Yo no quería alejarme demasiado del Ministerio de la Verdad, así que recorrí dos manzanas en dirección sur hasta Chambers Street, cerca del Ayuntamiento.

– Disculpa si antes he parecido un poco… alterada -dijo Kate mientras caminábamos-. No es propio de mí.

– Olvídalo. Los primeros días pueden ser duros.

– Exactamente.

No es que luego se vuelva notablemente mejor, pero ¿por qué mencionarlo y echar a perder el momento?

Llevé a Kate a un sitio llamado Ecco, y entramos. Es un lugar grato y acogedor, con el sabor del viejo Nueva York, salvo por lo que se refiere a los precios. Mi ex y yo solíamos ir allí, ya que ambos trabajábamos en la zona, pero eso no se lo mencioné a Kate.

El maître me saludó por mi nombre, lo que nunca deja de impresionar a los invitados. El local estaba abarrotado pero fuimos conducidos a una excelente mesa para dos situada junto al ventanal principal. Los tipos de la policía neoyorquina que van de traje y llevan armas son bien tratados en los restaurantes de Nueva York, y supongo que otro tanto ocurre en todo el mundo. Aunque yo no tendría ningún problema en renunciar a mi posición y a este tipo de privilegios a cambio de un buen retiro en algún lugar de Florida.

Bueno, pues el local estaba lleno de políticos del Ayuntamiento y otros organismos municipales. Éste es una especie de centro de poder para la élite municipal provista de abultadas cuentas de gastos; un lugar donde el impuesto municipal sobre ventas se recicla retornando momentáneamente al sector privado para retornar luego nuevamente a la ciudad. La cosa funciona realmente bien.

Kate y yo pedimos al dueño, que se llamaba Enrico, vasos de vino de ocho dólares. Blanco para la señora, tinto para el caballero.

Una vez que Enrico se fue, Kate dijo:

– No tienes que pagarme una comida cara.

Claro que tenía que hacerlo. Sin embargo, respondí:

– Realmente, te debo una buena comida después de ese desayuno.

Rió. Llegó el vino.

– Tal vez necesite recibir aquí un fax -le dije a Enrico-. ¿Puedes darme tu número?

– Desde luego, señor Corey. -Apuntó el número de fax en una servilleta de papel y se fue.

Kate y yo entrechocamos nuestros vasos, y yo dije:

Slainté.

– ¿Qué quiere decir eso?

– A tu salud. Es gaélico. Yo soy medio irlandés.

– ¿Qué mitad?

– La izquierda.

– Quiero decir, ¿por parte de madre o por parte de padre?

– De madre. Papá es mayormente inglés. Menudo matrimonio. Se mandan cartas bomba el uno al otro.

– Se echó a reír y observó:

– Los neoyorquinos se preocupan mucho de sus orígenes. Eso no se ve en el resto del país.

– ¿De veras? Qué aburrido.

– Como aquel chiste que contaste sobre los italianos y los testigos de Jehová. Tardé unos segundos en cogerlo.

– Tengo que presentarte a mi ex compañero, Dom Fanelli. Es más gracioso que yo.

Etcétera, etcétera. Yo había estado allí antes pero, por alguna razón, esta vez era diferente.

Estudiamos los menús, como dicen, yo estudiando el lado derecho, Kate estudiando el lado izquierdo. El lado derecho era un poco más exorbitante de lo que yo recordaba pero me salvó el sonido del móvil. Lo saqué del bolsillo y contesté:

– Corey.

– Bien, estoy en el estudio del fallecido -dijo la voz de Calvin Childers-, y aquí hay una foto de ocho hombres delante de un cazarreactor que alguien me dice que es un F-111. La fecha de la foto es el 13 de abril, y el año es 1987, no 1986.

– Sí… bueno, era una especie de misión secreta, así que quizá…

– Sí, entiendo. Bueno, pero ninguno de los tipos de la foto está identificado por su nombre.

– Maldita…

– Espera, muchacho. Calvin está en el caso. Así que voy y encuentro luego una foto grande en blanco y negro con el título de «Cuarenta y Ocho Ala Táctica de Cazas, base de la Royal Air Forcé de Lakenheath». Y hay unos cincuenta o sesenta tíos en la foto. Y está rotulada con los nombres, primera fila, segunda fila y de pie. Así que pongo la lupa delante de sus caras y localizo las que se corresponden con los ocho tipos de la foto del F-111. Vuelvo luego a la foto grande y de la lista de nombres tomo los de esos ocho individuos. Siete, ya sé el aspecto que tiene Waycliff. Bien, entro luego en la agenda telefónica personal del difunto y obtengo siete direcciones con sus números de teléfono.

– Excelente -dije-. ¿Quieres mandarme por fax esos nombres y números?

– ¿Qué gano con ello?

– Una comida en la Casa Blanca. Una medalla. Lo que quieras.

– Sí. Probablemente, una temporada en Leavenworth. Bueno, aquí, en el despacho del difunto hay un fax. Dame el número del tuyo.

Le di el fax del restaurante.

– Gracias, muchacho. Buen trabajo -dije.

– ¿Dónde crees que está ese tal Jalil?

– Está visitando a esos pilotos. ¿Hay alguno en la zona de Washington?

– No. Florida, Carolina del Sur, Nueva York…

– ¿Dónde en Nueva York?

– Veamos… el tipo se llama Jim McCoy… vive en un sitio llamado Woodbury, tiene el despacho en el Museo Cuna de la Aviación de Long Island.

– Muy bien. ¿Qué más?

– ¿Quieres que te lo mande por fax o que te lo lea?

– Mándamelo. Y, ya que estás en ello, mándame también por fax la foto de los ocho hombres. Y anota en la foto quién es cada uno. Y, ya puestos, mándame por correo aéreo una buena foto, comunícame el número del vuelo y enviaré a un agente subalterno a recogerla.

– Eres insaciable, Corey. Bueno, déjame salir de aquí antes de que empiece a llamar la atención. Ese Jalil es un tipo perverso, Corey -añadió-. Te mandaré unas fotos de la escena del crimen.

– Yo te mandaré unas de un avión lleno de cadáveres.

– Cuídate.

– Siempre lo hago. Te veré en la Casa Blanca. -Colgué.

Kate me miró.

– Tenemos todos los nombres y direcciones -le dije.

– Espero que no sea demasiado tarde.

– Estoy seguro de que lo es.

Llamé a un camarero.

– Necesito la cuenta y necesito que me traiga un fax recibido aquí, en el aparato del establecimiento. Dirigido a Corey.

Desapareció. Bebí mi vaso de vino, y Kate y yo nos levantamos.

– Te debo una comida -dije.

Nos dirigimos hacia la puerta de salida, se nos acercó el camarero, le di un billete de veinte dólares y él me dio dos páginas manuscritas y la foto, que no estaba muy clara, transmitido todo ello por fax.

Salimos a Chambers Street, y, mientras regresábamos con paso rápido a Federal Plaza, leí en voz alta los nombres, ordenados alfabéticamente.

– Bob Callum, Colorado Springs, Academia de la Fuerza Aérea. Steve Cox, con la indicación: muerto en combate, Golfo, enero 1991. Paul Grey, Daytona Beach/Spruce Creek, Florida. Willie Hambrecht, a éste ya lo conocemos, Jim McCoy, en Woodbury…, eso está en Long Island. Bill Satherwaite, Moncks Corner, Carolina del Sur. ¿Dónde diablos está eso? Y por último un tipo llamado Chip Wiggins, en Burbank, California, pero Cal indica que esta dirección y su número de teléfono estaban tachados en la agenda de Waycliff.

– Estoy tratando de imaginar los movimientos de Jalil -dijo Kate-. Sale en taxi del aeropuerto Kennedy a eso de las cinco y media de la tarde, presumiblemente en el taxi de Gamal Yabbar. ¿Va entonces a casa de Jim McCoy, llevado por Yabbar?

– No lo sé. Lo sabremos cuando hablemos con Jim McCoy.

Mientras andábamos, marqué en el móvil el número de la casa de McCoy pero sólo me respondió un contestador automático. No quería dejar un mensaje demasiado alarmante, por lo que dije:

– Señor McCoy, soy John Corey, del FBI. Tenemos razones para creer que… -¿Qué? ¿Que el mayor hijo de puta del planeta anda buscándolo?-… que tal vez esté usted siendo buscado por un hombre que quiere vengarse por su participación en la incursión aérea de 1986 sobre Libia. Por favor, póngase en contacto con la policía de su localidad y llame también a las oficinas del FBI en Long Island. Tome nota de mi número directo en Manhattan. -Se lo di y agregué-: Extreme las precauciones. Le aconsejo que usted y su familia se trasladen inmediatamente a otro lugar.

Colgué.

– Quizá piense que se trata de una broma, pero puede que la palabra Libia le convenza. Apunta la hora de mi llamada -le dije a Kate.

Ella había sacado ya su libreta y estaba tomando notas.

– Puede que nunca reciba ese mensaje -dijo.

– No pensemos en eso. Sé positiva.

Me detuve ante un puesto ambulante.

– Dos knishes, mostaza y sauerkraut -le dije al vendedor.

Marqué luego el número de teléfono de Bill Satherwaite en Carolina del Sur.

– Estoy llamando primero a las casas de las potenciales víctimas antes de llamar a la policía local -dije, dirigiéndome a Kate-. Con los polis puede uno acabar colgado del teléfono.

– Cierto.

– Después llamaré a sus respectivos despachos.

Sonó el teléfono, y una voz grabada dijo: «Bill Satherwaite. Deje su mensaje.» Así que dejé un mensaje similar al que había dejado en la residencia de McCoy, finalizando con mi consejo de que abandonara la ciudad.

El vendedor callejero oyó mi mensaje y me miró con suspicacia mientras nos entregaba a mí y a Kate un knish envuelto en papel encerado. Le di un billete de diez dólares.

– ¿Qué es esto? -preguntó Kate.

– Comida judía. Una especie de pasta de patatas machacadas. Fritas. Es bueno.

Marqué el número de la casa de Paul Grey en Florida, observando que la dirección de su casa era la misma que la de su negocio.

Pero otro contestador automático me indicó que dejara un mensaje. Repetí lo que había dejado antes, y el vendedor me miró fijamente mientras me daba el cambio.

Kate y yo continuamos andando. Probé con el número de la oficina de Grey, y oí: «Software de Simulación Grey. En este momento no podemos atenderle», etcétera. No me gustaba el hecho de que nadie pareciese estar en casa, y Grey no estaba en su despacho. Dejé el mismo mensaje, y de nuevo Kate tomó nota de ello.

Probé luego con el número comercial de Satherwaite, que venía identificado como «Servicios aéreos y entrenamiento de pilotos». Respondió un contestador automático con tono de vendedor callejero y el ruego de que dejase mi número. Dejé mi comedido mensaje, que, advertí, se estaba tornando menos comedido. Me sentía tentado a gritar por el teléfono: «¡Corre a salvar el pellejo, amigo!» Colgué.

– ¿Dónde está hoy todo el mundo? -le pregunté a Kate.

Ella no respondió.

Estábamos subiendo por Broadway, y Federal Plaza quedaba a una manzana de distancia. Devoré la mitad de mi knish en un tiempo récord mientras escrutaba el fax.

Kate dio un mordisco al knish, hizo una mueca y lo depositó en una papelera, sin tan siquiera ofrecérmelo a mí. Mi ex solía mandar al camarero que retirase su plato a medio terminar sin consultar primero conmigo. Mala señal.

Decidí probar con el número del Museo Cuna de la Aviación de Long Island, sabiendo que oiría una voz humana. Una mujer contestó:

– Museo.

– Señora -dije-, soy John Corey, del FBI. Necesito hablar con el señor James McCoy, el director. Es urgente.

Hubo un largo silencio, y comprendí lo que eso significaba.

– El señor McCoy… -empezó a decir, y oí un leve sollozo-. El señor McCoy ha muerto.

Miré a Kate y sacudí la cabeza. Tiré mi knish a la cuneta y hablé mientras caminábamos con paso rápido a lo largo de la manzana.

– ¿Cómo murió, señora?

– Fue asesinado.

– ¿Cuándo?

– El lunes por la noche. El museo está lleno de policías… no se permite a nadie entrar en el edificio.

– ¿Dónde está usted, señora?

– Al lado, en el Museo Infantil. Soy la secretaria del señor McCoy, y su teléfono suena ahora aquí, de modo que…

– Entiendo. ¿Cómo fue asesinado?

– Le dispararon en… uno de los aviones… había otro hombre con él… ¿quiere hablar con la policía?

– Todavía no. ¿Sabe quién era el otro hombre?

– No. Bueno, sí. La señora McCoy dijo que era un viejo amigo pero no puedo recordar…

– ¿Grey? -pregunté.

– No.

– ¿Satherwaite?

– Sí. Eso es. Satherwaite. Deje que le pase con la policía.

– Un momento. ¿Ha dicho que le dispararon en un avión?

– Sí. Él y su amigo estaban sentados en un caza… el F-l 11, y los dos fueron… el guardia, señor Bauer, fue asesinado también…

– Está bien. Volveré a llamar.

Colgué e informé a Kate mientras entrábamos en 26 Federal Plaza. En tanto esperábamos el ascensor llamé a la casa de Bob Callum en Colorado Springs, y una mujer respondió:

– Residencia Callum.

– ¿Es usted la señora Callum?

– Sí. ¿Quién es usted?

– ¿Está en casa el señor Callum?

– Coronel Callum. ¿Quién llama?

– Soy John Corey, señora, del FBI. Necesito hablar con su marido. Es urgente.

– No se encuentra bien hoy. Está descansando.

– Pero está en casa.

– Sí. ¿A qué viene esto?

Llegó el ascensor, pero en el interior de un ascensor se puede perder fácilmente la señal, así que no lo cogimos.

– Señora -dije-, le voy a poner con mi compañera, Kate Mayfield. Ella le explicará. -Apoyé el teléfono contra el pecho y le dije a Kate^-: Las mujeres se entienden mejor con las mujeres.

Pasé el teléfono a Kate y le dije:

– Voy a subir.

Mientras esperaba el siguiente ascensor oí a Kate presentarse y decir:

– Señora Callum, tenemos razones para creer que quizá su marido se encuentre en peligro. Escúcheme, por favor. Luego, tan pronto como termine, quiero que llame usted a la policía, al FBI y al servicio de seguridad de la base. ¿Vive usted en la base?

Llegó el ascensor, y entré en él, dejando el asunto en buenas manos.

Una vez en el piso veintiséis, me dirigí rápidamente al CMP y fui a mi mesa. Marqué el número de Chip Wiggins en Burbank, esperando que se me facilitara un nuevo número al que llamar, pero una voz grabada me informó de que el número había sido desconectado y no había más información disponible.

Miré las dos hojas de fax y observé que Waycliff, McCoy y Satherwaite ya habían sido asesinados, Paul Grey no se iba a poner al teléfono y Wiggins se había esfumado. Hambrecht había sido asesinado en enero en Inglaterra, y me pregunté si, en su momento, alguien había pensado por qué. Steven Cox era el único que había muerto de muerte natural, si se considera natural para un piloto de caza la muerte en combate. La señora Hambrecht había indicado que uno de los hombres estaba muy enfermo, y supuse que era Callum. La próxima reunión de aquellos ocho hombres no necesitaba una sala amplia.

Me puse al ordenador, y, recordando por experiencia que en algunas zonas rurales de Florida es el departamento del sheriff del condado el que lleva los casos de homicidio, descubrí que Spruce Creek se encuentra en el condado de Volusia. Localicé el número de teléfono de la oficina del sheriff y marqué, esperando que contestase algún patán sureño. Mientras tanto, sabía que debía alertar lo antes posible a la sección de contraterrorismo del edificio Hoover pero una llamada como ésa podía llevar una hora, seguida del preceptivo informe escrito, y mi instinto me imponía llamar primero a las víctimas potenciales. De hecho, era más que instinto, era mi propio procedimiento operativo habitual. Si alguien intentaba matarme, querría ser el primero en saberlo.

– departamento del sheriff, habla el ayudante Foley.

Hablaba exactamente como si fuese del mismo pueblo que yo.

– Sheriff, soy John Corey, de la oficina del FBI en Nueva York. Llamo para informar de una amenaza de asesinato contra un vecino de Spruce Creek llamado Paul Grey…

– Demasiado tarde.

– Ya… ¿cuándo y dónde?

– ¿Puede identificarse con más detalle?

– Llámeme aquí a través de la centralita. -Le di el número general y colgué.

Unos quince segundos después sonó el teléfono; era el ayudante Foley.

– Mi ordenador dice que éste es el número de la Brigada Antiterrorista -dijo.

– Exacto.

– ¿De qué se trata?

– No puedo decírselo hasta que oiga lo que usted tiene que decir. Seguridad nacional.

– ¿Sí? ¿Qué significa eso?

Decididamente, el tío era un neoyorquino, y jugué esa carta.

– ¿Eres de Nueva York?

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

– Simple conjetura. Yo he sido de la policía neoyorquina. Homicidios. Estoy pluriempleado.

– Yo estuve de patrullero en la Uno-Cero-Seis, en Queens. Hay mucha gente de la policía de Nueva York por aquí, trabajando y retirados. Yo soy ayudante del sheriff. Tiene gracia, ¿verdad?

– Oye, podía ir yo también.

– Aquí adoran a la policía de Nueva York. Creen que sabemos lo que hacemos. -Rió.

De modo que, establecidos ya los vínculos, le dije:

– Háblame del asesinato.

– De acuerdo. Se cometió en casa de la víctima. Casa y lugar de trabajo. Lunes. El forense fijó la hora de la muerte hacia mediodía pero estaba conectado el aire acondicionado, así que quizá fuese antes. El cadáver lo descubrimos nosotros a eso de las ocho y cuarto de la tarde, en virtud de denuncia presentada por una mujer llamada Stacy Moll. Es una piloto privada que llevó a un cliente desde el aeropuerto municipal de Jacksonville hasta la casa de la víctima. La casa está junto a una pista de la comunidad de acceso por aire llamada Spruce Creek, en las afueras de Daytona Beach. El cliente dijo que tenía negocios con el fallecido.

– Sí que los tenía.

– Bien, pues ese cliente va y le dice a la piloto que se llama Demitrious Poulos, comerciante en antigüedades de Grecia, pero después la mujer ve la foto esa en el periódico y cree que su cliente era ese tipo, Asad Jalil.

– Tiene razón.

– Santo Dios. Nosotros creímos que sufría alucinaciones, pero luego encontramos a ese hombre muerto… ¿por qué querría Jalil cargarse a ese hombre?

– Tiene algo contra los aviones. No sé. ¿Qué más?

– Bueno, dos heridas de bala, una en el abdomen, otra en la cabeza. Y mató también a la señora de la limpieza, de un tiro en la nuca.

– ¿Encontrasteis balas o casquillos?

– Sólo las balas. Tres del calibre 40.

– Bien, supongo que daríais parte al FBI.

– Sí. Quiero decir que no creíamos realmente la historia esa de Asad Jalil pero, aparte de eso, la víctima parecía estar involucrada en alguna clase de trabajo relacionado con la defensa, y, según la amiga de la víctima, a la que localizamos, podrían faltar algunos disquetes de ordenador.

– ¿Pero informasteis al FBI de la posible relación con Jalil?

– Sí. A la delegación de Jacksonville. Nos informaron de que cada quince minutos estaban recibiendo llamadas de alguien que aseguraba haber visto a Asad Jalil. No se lo tomaron muy en serio -añadió-, pero dijeron que mandarían un agente. Todavía estamos esperando.

– Bien. O sea que después de Spruce Creek, esa piloto llevó a su cliente, ¿adónde?

– De nuevo al aeropuerto municipal de Jacksonville y luego al internacional. El hombre dijo que volvía a Grecia.

Reflexioné unos momentos sobre eso.

– ¿Avisaste a la policía de Jacksonville? -pregunté.

– Naturalmente. ¿Crees que he olvidado todo lo que sé? Revisaron el aeropuerto, listas de pasajeros, ventas de billetes y todo eso, pero ni rastro de Demitrious Poulos.

– Ya… ¿Cuánto tiempo permaneció el asesino en la casa con la víctima?

– La piloto dijo que una media hora.

Asentí con la cabeza. Podía imaginar casi al detalle aquella conversación entre Asad Jalil y Paul Grey.

Hice unas pocas preguntas más al sargento Foley y obtuve unas pocas respuestas más pero, básicamente, eso era todo. Salvo que algunos agentes del FBI en Jacksonville estaban metidos en un buen lío y ellos aún no lo sabían. Viendo a Asad Jalil cada quince minutos. Pero esta vez era de verdad. Yo no sabía quién era Stacy Moll pero trataría de conseguirle unos cuantos dólares federales por buena ciudadana.

– ¿Estáis estrechando el cerco en torno a ese tío? -me preguntó el ayudante Foley.

– Creo que sí.

– Es un auténtico cabrón.

– Desde luego.

– Oye, ¿qué tiempo hace en Nueva York?

– Soberbio.

– Aquí hace un calor de cojones. A propósito, la piloto dijo que su cliente volvería la próxima semana. Reservó un avión para volver a Spruce Creek.

– No te hagas ilusiones.

– Claro. También quedó con ella para cenar juntos.

– Dile que tiene suerte de estar viva.

– Además, de verdad.

– Gracias.

Colgué y junto al nombre de Paul Grey anoté «asesinado», con la fecha y la hora aproximada. Aquella reunión se hacía más pequeña. De hecho, quizá solamente acudiría Chip Wiggins, a menos que se hubiera trasladado al este y hubiese recibido ya la visita de Asad Jalil. Bob Callum continuaba vivo en Colorado, y me pregunté si Jalil lo había dejado con vida porque sabía que, según la señora Hambrecht, estaba muy enfermo o, simplemente, porque no había llegado aún allí. ¿Y dónde estaba Wiggins? Si pudiéramos salvar la vida de Wiggins, supondría una pequeña victoria en un juego en que el tanteo era: León, cinco; equipo local, cero.

Kate entró en el cubículo y se sentó a su mesa.

– He mantenido la comunicación con la señora Callum hasta que ella ha llamado por otra línea a la policía y al director de la Academia -dijo-. Dice que tiene una pistola y que sabe usarla.

– Magnífico.

– Dice que su marido está muy enfermo. Cáncer.

Asentí con la cabeza.

– ¿Crees que Jalil lo sabe?

– Estoy tratando de imaginar lo que no sabe. He llamado a la policía de Daytona Beach. Paul Grey fue asesinado el lunes, hacia mediodía o quizá antes.

– Oh, Dios mío…

Le conté lo que me había dicho el ayudante Foley y añadí:

– Tal como yo lo veo, Jalil subió al taxi de Yabbar, no fue al museo de McCoy en Long Island, sino que salió de la zona, fue directamente a Perth Amboy, mató a Yabbar, subió a un coche que lo esperaba, se dirigió a Washington, se alojó en algún sitio, fue a casa de Waycliff, liquidó al general, su mujer y su ama de llaves y luego fue al aeropuerto municipal de Jacksonville, tomó un avión privado hasta Spruce Creek, mató a Paul Grey y a su asistenta, regresó seguidamente a Jacksonville en el mismo avión, después… supongo que fue a Moncks Corner… la dirección comercial de Satherwaite es un servicio de vuelos de alquiler, así que Jalil alquila el avión de Satherwaite, con éste a los mandos, y vuelan a Long Island para una reunión. Debió de ser un vuelo interesante. Llegan a Long Island, los mata a los dos en el museo, en un F-l 11 precisamente, y mata también al guarda. Endiabladamente increíble.

Kate asintió con la cabeza.

– ¿Y adonde fue después? ¿Cómo salió de Long Island?

– Supongo que despegaría desde el MacArthur. No es un aeropuerto internacional, así que las medidas de seguridad no son muy estrictas. Pero quizá utilice solamente aviones privados.

– Es muy posible. De modo que puede estar volando a Colorado Springs o a California en un avión privado. Muy probablemente, un reactor -añadió.

– Tal vez. Pero quizá quiere marcharse mientras todavía nos lleva ventaja y ahora ya va camino de Arenalandia.

– No le hemos dado muchos motivos para inducirlo a creer que no puede ir a por todas.

– Eso es cierto. -Cogí un lápiz y empecé a sumar los muertos conocidos, sin contar los gaseados del vuelo 175. Dije-: Este tío está reduciendo el exceso de población de la costa Este. -Dejé el lápiz y leí-: Andy McGill, Nick, Nancy y Meg Collins, Yabbar, Waycliff, su mujer y su ama de llaves, Grey y la asistenta, Satherwaite, McCoy y un guarda. Total, trece.

– No te olvides de Yusef Haddad.

– Cierto. El estúpido cómplice. Catorce. Y aún estamos a martes.

Kate no respondió.

– A excepción de Callum, que está protegido, Wiggins es el último que está, o podría estar, vivo y sin protección -dije, entregándole las hojas del fax.

– ¿Has probado a llamarlo? -me preguntó.

– Sí. Teléfono desconectado. Probemos a localizarlo por la guía de Burbank.

Se volvió y empezó a aporrear las teclas de su ordenador.

– ¿Cuál es su verdadero nombre de pila?

– No sé. Mira a ver lo que puedes hacer.

– Llama a Contraterrorismo, en Washington, mientras yo manejo esto. Llama luego al FBI de Los Ángeles. Después, informa a todo el mundo aquí, en el CMP, por correo electrónico o como creas que es más rápido.

No me apresuré precisamente a hacerlo. Estaba tratando de pensar con más rapidez que con la que Jalil estaba matando gente. El knish, la mostaza, el sauerkraut y el vino tinto me estaban dando vueltas en el estómago.

No veía razón inmediata para alertar a los colegas que me rodeaban ni para alertar a Washington. Ya había establecido que cuatro hombres estaban muertos y no necesitaban protección. Callum estaba vivo y protegido. Eso dejaba el problema de encontrar a Wiggins, cosa que Kate y yo estábamos más que facultados para hacer.

– Voy a llamar a la oficina del FBI en Los Ángeles -le dije-. ¿O quieres hacer tú esa llamada?

– Lo haría si tú supieras utilizar mejor el ordenador. Buscaré a Wiggins. -Y añadió-: Pregunta por un hombre llamado Doug Sturgis. Es el agente delegado que está al frente de la oficina. Menciona mi nombre.

– De acuerdo.

Así que llamé a la oficina de Los Ángeles, me identifiqué como miembro de la Brigada Antiterrorista de Nueva York, lo cual suele atraer la atención de la gente, y pregunté por Doug Sturgis, que se puso al teléfono.

Yo no quería aturdirlo con datos, ni tampoco quería que llamase a Washington, pero necesitaba su ayuda.

– Señor Sturgis -dije-, estamos buscando a un varón caucasiano llamado Chip Wiggins, ignoramos nombre de pila y primer apellido, de unos cincuenta años, con último domicilio conocido en Burbank. -Le di la dirección y añadí-: Es un posible testigo en un importante caso que podría estar relacionado con el terrorismo internacional.

– ¿Qué caso es ése?

¿Por qué será todo el mundo tan curioso?

– Se trata de un caso delicado sometido actualmente a secreto oficial -respondí-, y, lo siento, no estoy autorizado para identificarlo en estos momentos, pero es posible que Wiggins sepa algo que precisamos conocer. Lo único que necesito de usted es que lo busque, y lo ponga bajo protección y me llame lo antes posible. -Insistí en que era muy poco lo que sabíamos acerca del señor Wiggins.

Se produjo un silencio, y luego el señor Sturgis preguntó:

– ¿Quién lo persigue? ¿Qué grupo?

– Digamos que de Oriente Medio. Y es importante que lo encontremos antes que ellos. Cuando tenga más detalles lo volveré a llamar.

El señor Sturgis no parecía inclinado a atender mi petición, así que dije:

– Estoy trabajando en esto con Kate Mayfield.

– Oh.

– Ella dijo que usted era la persona más indicada a quien pedir ayuda.

– Está bien. Haremos lo que podamos. -Repitió el último domicilio conocido de Wiggins y su número de teléfono, y agregó-: Dele recuerdos a Kate.

– Lo haré. -Le pasé los números de teléfono directos de Kate y mío y añadí-: Gracias.

Colgué y llamé a la sección de Personas Desaparecidas de la policía de Los Ángeles. Me identifiqué, solicité hablar con un inspector y me pusieron con un tal teniente Miles.

– Ustedes pueden hacer un trabajo mucho mejor que nosotros para localizar a una persona desaparecida -dije, después de soltar mi rollo de evasivas.

– No puedo estar hablando con el FBI -exclamó el teniente Miles.

Reí cortésmente y le informé:

– Yo pertenecía antes a la policía de Nueva York, Homicidios. Estoy aquí para enseñar los rudimentos del cumplimiento de la ley.

Rió.

– Muy bien. Si lo encontramos, le pediremos que le llame a usted. Es todo lo que podemos hacer si no es sospechoso de nada.

– Agradecería que lo escoltasen hasta sus instalaciones. Se halla en peligro.

– ¿Sí? ¿Qué clase de peligro? Ahora estamos hablando de peligro.

– Estoy hablando de seguridad nacional, y es todo lo que puedo decir en este momento.

– Oh, vuelve a ser un federal.

– No, soy un policía en apuros. Necesito esto, y no puedo decir por qué.

– De acuerdo. Pondremos su fotografía en una caja de leche. ¿Tiene una foto suya?

Inspiré profundamente.

– No es una foto muy buena -dije-, y es muy antigua, y tampoco quiero carteles en su antiguo barrio. Estamos tratando de atrapar al individuo que intenta encontrarlo, no asustarlo y hacer que huya. ¿De acuerdo? A propósito, he llamado a la oficina del FBI en Los Ángeles, un tal agente Sturgis, y ellos también están trabajando en esto. El que primero lo encuentre se gana una medalla de oro.

– Caray. ¿Por qué no lo había dicho? Ahora mismo ponemos manos a la obra.

Los polis pueden ser un incordio.

– Pero en cuerpo y alma, teniente.

– Muy bien. Resolveré el asunto y lo llamaré.

– Gracias. -Le di los teléfonos de Kate y mío.

– ¿Qué tiempo hace en Nueva York?

– Nieve y hielo.

– Ideal para patinar. -Colgó.

Kate levantó la vista de su ordenador.

– No tenías que ser tan reservado con nuestros colegas -me dijo-, ni con la policía de Los Ángeles.

– No era reservado.

– Sí que lo eras.

– Bueno, lo importante no es que sepan por qué, lo único importante es que sepan quién. Chip Wiggins ha desaparecido, y hay que encontrarlo. No necesitan saber más.

– Estarían más motivados si supiesen por qué.

Ella tenía razón, desde luego, pero yo trataba de pensar como policía y actuar como federal, y toda aquella historia de la seguridad nacional me estaba alterando.

– No encuentro nada en ninguna de las guías de Burbank ni de Los Ángeles -dijo Kate, volviendo a su ordenador.

– Dile al ordenador por qué necesitas saberlo.

– Vete a la mierda, John. -Y añadió-: Soy tu jefe. Me mantendrás informada y me escucharás.

¡Carajo!

– Si no le gusta la forma en que llevo este caso y no le satisfacen los resultados obtenidos hasta el momento… -repliqué, con mi tono de dignidad ofendida.

– Está bien. Lo siento. Es sólo que estoy un poco tensa y cansada. No he dormido en toda la noche. -Sonrió y me guiñó un ojo.

Correspondí más o menos a su sonrisa. La Mayfield tiene también su lado rudo, y yo haría bien en recordarlo.

– Sturgis me ha dado recuerdos para ti.

No respondió pero continuó aporreando el teclado del ordenador.

– Por lo que sabemos, este tipo lo mismo podría haberse ido a Nome, Alaska -dijo-. Ojalá tuviera su número de la seguridad social. Comprueba tu correo electrónico para ver si hay algún mensaje del Departamento de Defensa o de la Fuerza Aérea sobre los expedientes personales de esos ocho hombres.

– Sí, señora.

Pinché mi correo electrónico pero, aparte de un montón de correspondencia interna, no había nada.

– Ahora que tenemos algunos nombres podemos pedir expresamente a la Fuerza Aérea el expediente de Wiggins -dije.

– Sí. Eso haré.

Cogió el teléfono, y la oí abrirse paso a través de la jungla burocrática.

– Espero que a Asad Jalil le esté costando tanto como a nosotros encontrar a Wiggins -exclamé, sin dirigirme a nadie en particular.

Entré en mi ordenador y probé unas cuantas avenidas de la Autopista de la Información, incluida la página web de la Fuerza Aérea. Había una sección de «Desaparecidos en combate» y otra de «Muertos en combate», e increíblemente encontré a Steven Cox, muerto en la guerra del Golfo. Pero no había ninguna sección titulada «Personas en misiones secretas».

Kate colgó el teléfono y anunció:

– Puede que lleve algún tiempo conseguir el expediente de Wiggins. Eso de Chip los ha desconcertado. Quieren su número profesional o el de la seguridad social. Eso es lo que queremos nosotros.

– Exacto.

Enredé un poco con mi ordenador pero, aparte de una buena receta de patatas chips, no estaba logrando gran cosa. Realmente, prefiero el teléfono.

Kate seguía instándome a que llamase a la oficina de Contraterrorismo en Washington, y yo seguía dándole largas porque sabía que sería una conversación de una hora, tras la que me vería obligado a coger el avión a la capital. Y, la verdad sea dicha, cuando a Jalil ya sólo le quedaba una víctima más, era más importante que yo encontrara a Wiggins antes de que lo hiciera Jalil.

Hay montones de formas de encontrar a un ciudadano desaparecido en Estados Unidos, tierra de libros-registro, tarjetas de crédito, permisos de conducir y todo eso. Yo he encontrado gente en menos de una hora, aunque en ocasiones se puede tardar un día o dos. Pero a veces no encuentras jamás a una persona, aunque esa persona fuese en otro tiempo un amo de casa feliz con esposa e hijos.

Todo lo que yo tenía sobre este hombre era un apodo, un apellido, un último domicilio conocido y el hecho de que había servido en la Fuerza Aérea.

Llamé al Departamento de Vehículos de Motor de California, y un funcionario insólitamente servicial me dio el nombre de un tal Elwood Wiggins de Burbank, con el mismo último domicilio conocido y además la fecha de nacimiento. Voilá! Ahora tenía un nombre y una fecha de nacimiento que encajaba. Estaba obteniendo una imagen de ese Chip y me imaginaba a un sujeto totalmente irresponsable en lo que se refería a mantener al mundo informado de su paradero. Por otra parte, tal vez eso mismo le estuviera permitiendo seguir con vida.

– A partir de ahora, prueba con Elwood -le dije a Kate-. Figura en su carnet de conducir. La fecha de nacimiento de Elwood le va bien a Chip, 1960. No es su hijo, ni tampoco su padre.

– Bien.

Tecleó de nuevo en su ordenador, examinando directorios telefónicos.

Llamé a la oficina del forense de Los Ángeles para ver si un tal Elwood «Chip» Wiggins me había hecho el favor de morir por causas naturales. Un empleado me informó de que durante el año pasado habían fallecido varios Wiggins pero ningún Elwood.

– En la oficina del forense no hay datos de él -dije a Kate.

– ¿Sabes? Podría estar fuera del condado de Los Ángeles, fuera del Estado y fuera del país. Prueba en la Administración de la Seguridad Social.

– Preferiría salir a la calle a buscarlo. De todos modos -añadí-, querrán su número de la seguridad social.

– Prueba en la Administración de Veteranos, John.

– Prueba tú. Pero te digo que este tipo probablemente no tiene informado a nadie. Ojalá supiéramos su lugar de nacimiento. Comunica a Personal de la Fuerza Aérea que tenemos el nombre, Elwood, y la fecha de nacimiento. Eso puede ayudar a su ordenador.

Así que durante la siguiente media hora estuvimos trabajando con los teléfonos y los ordenadores. Yo llamé de nuevo a Personas Desaparecidas de la policía de Los Ángeles y les di el nombre de Elwood y la fecha de nacimiento, y lo mismo hice con mis colegas del FBI en Los Ángeles. Pero me estaba quedando sin gente a la que llamar. Finalmente tuve una idea y llamé a la señora Rose Hambrecht.

Contestó ella al teléfono y me presenté de nuevo.

– He dado toda la información que tenía al general Anderson, de Wright-Patterson -me comunicó.

– Sí, señora. Yo no tengo esa información todavía. Pero tengo otra información sobre los ocho hombres que participaron en aquélla misión sobre Al Azziziyah y deseaba confirmar parte de ella con usted.

– ¿No trabajan ustedes conjuntamente?

No.

– Sí, señora, pero lleva algún tiempo, y yo estoy intentando hacer mi trabajo lo más rápidamente posible…

– ¿Qué quiere saber?

– Verá, estoy centrando mis esfuerzos en una sola persona, un hombre llamado Chip Wiggins.

– Oh, Chip. Es todo un personaje.

– Sí, señora. ¿Sabe usted si su nombre de pila es Elwood?

– Nunca he sabido su verdadero nombre. Sólo Chip.

– Bien, yo tengo una dirección en Burbank, California. -Se la leí y pregunté-: ¿Es la misma que tiene usted?

– Deje que mire mi agenda telefónica.

Esperé mientras la señora Hambrecht iba en busca de su agenda.

– ¿Cómo te va? -le pregunté a Kate.

– Nada. John, ha llegado el momento de que pasemos este problema a todo el CMP. Ya lo hemos demorado bastante.

– No necesito cincuenta agentes que llamen a las mismas personas y organismos a los que ya hemos llamado nosotros. Si tú necesitas ayuda, entonces adelante y manda un e-mail o algo que alerte a las tropas. Mientras tanto, yo sé cómo encontrar a un jodido desaparecido.

– ¿Perdón? -dijo la señora Hambrecht, que estaba de nuevo al teléfono-. ¿Qué decía?

– Oh… sólo estaba carraspeando. -Carraspeé.

– Yo tengo la misma dirección que usted -dijo.

– Muy bien… ¿sabe usted dónde nació el señor Wiggins?

– No. No sé mucho acerca de él. Solamente lo recuerdo de Lakenheath, durante nuestro primer destino allí en los años ochenta. Es un oficial muy irresponsable.

– Sí, señora. ¿Pero se mantenía el coronel Hambrecht en contacto con él?

– Sí. Pero no muy a menudo. Sé que hablaron en abril pasado, en el aniversario de…

– Al Azziziyah.

– Sí.

Le hice varias preguntas más pero ella no sabía nada, o, como la mayoría de la gente, creía que no sabía nada. Lo que hacía falta era formularle la pregunta adecuada. Por desgracia, yo no conocía la pregunta adecuada.

Kate estaba escuchando ahora por la misma línea y descubrió que empezaban a agotárseme incluso las preguntas estúpidas, así que tapó el teléfono con la mano y me dijo:

– Pregúntale si sabe si está casado.

¿A quién le importa eso?

– ¿Sabe si está casado? -pregunté, de todos modos.

– No creo. Pero podría haberlo estado. En realidad, le he dicho todo lo que sé acerca de él.

– De acuerdo… bien…

– ¿A qué se dedicaba o se dedica? -dijo Kate.

– ¿A qué se dedicaba o se dedica? -pregunté a la señora Hambrecht.

– Yo no… bueno. En realidad recuerdo que mi marido dijo que Chip tomó lecciones de vuelo y se hizo piloto.

– ¿Tomó lecciones de vuelo después de ir en la incursión de bombardeo? ¿No es un poco tarde? Quiero decir…

– Chip Wiggins no era piloto -me informó fríamente la señora Hambrecht-. Era oficial de armamento. Lanzaba las bombas. Y trazaba el rumbo.

– Comprendo… Así que…

– Tomó lecciones de vuelo después de salir de la Fuerza Aérea y se hizo piloto de aviones de carga, creo. Sí, no pudo encontrar un puesto en una línea comercial, de modo que pilotaba aviones de carga. Ahora lo recuerdo.

– ¿Sabe para qué compañía trabajaba?

– No.

– ¿Como FedEx, o UPS, o una de las grandes?

– No creo. Eso es todo lo que sé.

– Bien, gracias de nuevo, señora Hambrecht. Ha sido usted de mucha utilidad. Si se le ocurre algo más referente a Chip Wiggins, por favor, llámeme en seguida. -Le di otra vez mi número de teléfono.

– ¿A qué viene todo esto? -me preguntó.

– ¿Usted qué cree?

– Yo creo que alguien está tratando de matar a los pilotos que llevaron a cabo aquella misión, y empezó por mi marido.

– Sí, señora.

– Yo… bueno, le reitero mi condolencia.

– No es justo… no es justo… -la oí decir suavemente-. Oh, pobre William…

– Tenga cuidado usted también. Por si acaso. Llame a la policía y a la oficina del FBI más próxima.

No respondió pero pude oírla llorar. Yo no sabía qué decir, así que colgué.

Kate ya estaba hablando por otra línea.

– Tengo al teléfono a la Administración de la Fuerza Aérea -me dijo-. Disponen del expediente de su licencia de piloto.

– Perfecto. Espero que se preocupara de actualizar eso al menos.

– Más le vale, o tendrá problemas con ellos también.

Me alegré de que estuviésemos todavía en horas de oficina en todo el país. Si no, estaríamos allí sentados, jugando con juegos de ordenador.

– Sí, continúo aquí -dijo Kate por teléfono-. Muy bien… -Cogió una pluma, lo que resultaba muy esperanzador, y anotó algo en un bloc-. ¿Desde cuándo? Muy bien. Muy amable. Gracias.

Colgó.

– Ventura -dijo-. Está un poco al norte de Burbank. Hace cuatro semanas comunicó su cambio de domicilio pero no dio ningún teléfono. Probaré con información.

Llamó al servicio de información telefónica y dio el nombre de Elwood Wiggins.

– Número no incluido en la guía -anunció-. Pediré a nuestra oficina en la zona que consiga el número.

Miré mi reloj. Aquello nos había llevado una hora y quince minutos.

Si hubiera llamado por teléfono a Washington, todavía estaría hablando.

– ¿Dónde está la oficina del FBI más próxima a Ventura? -pregunté a Kate.

– Hay una pequeña oficina de agente residente en el mismo Ventura. -Descolgó el teléfono y me dijo-: Espero que no lleguemos demasiado tarde, y espero que podamos tenderle una trampa a Jalil.

– Sí. -Me puse en pie-. Volveré dentro de unos quince minutos.

– ¿Adónde vas?

– Al despacho de Stein.

– ¿Más historias de policías?

– Bueno, con Koenig al otro lado del Atlántico, el jefe es Stein. Ahora vuelvo.

Salí rápidamente del CMP.

Cogí el ascensor para subir. El despacho del capitán Stein se hallaba situado en el ángulo suroeste del piso veintiocho, y yo no tenía la menor duda de que medía exactamente los mismos metros cuadrados que el despacho del señor Koenig en el ángulo sureste.

Pasé velozmente por delante de dos secretarias y me encontré en medio del despacho, enfrente del capitán Stein, que estaba sentado a su amplia mesa, hablando por teléfono. Me vio y dejó el teléfono.

– Muy importante tiene que ser esto, Corey, o acabará con el culo en cabestrillo.

Nos miramos y decidimos que era importante. Él abrió el cajón de su mesa, sacó una botella de soda y sirvió dos vodkas en vasos de plástico. Me pasó uno de ellos y bebí la mitad. Los ángeles federales sollozaban en alguna parte. Él se arreó otro lingotazo.

– ¿Qué tenemos? -dijo.

– Lo tenemos todo, capitán, o casi todo. Pero vamos con unas setenta y dos horas de retraso.

– Oigámoslo.

Se lo conté rápidamente, sin prestar atención a la gramática ni a la puntuación, de policía a policía, con todo el apremio y la tensión de Nueva York.

Escuchó, moviendo la cabeza y sin tomar ninguna nota, y cuando terminé permaneció inmóvil unos momentos, reflexionando.

– ¿Cuatro muertos? -preguntó finalmente.

– Cinco, contando el coronel Hambrecht. Catorce contando a todos, por no mencionar a los que viajaban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental.

– Qué cabrón.

– Sí, señor.

– Encontraremos a ese cabrón.

– Sí, señor.

Pensó unos instantes y luego dijo:

– ¿Y no ha llamado a nadie en Washington?

– No, señor. Esa llamada surtiría más efecto si la hiciera usted.

– Sí. -Reflexionó un rato más y declaró-: Bien, supongo que tenemos algunas probabilidades de atrapar a ese tipo, suponiendo que no se haya cargado a Wiggins, o a Callum, si va por él.

– Exacto.

– Pero quizá ya ha terminado, o crea que las cosas se están poniendo difíciles aquí y ya haya salido del país.

– Es posible.

– Mierda. -Stein reflexionó unos momentos y preguntó-: ¿De modo que la oficina de Ventura está cubriendo el último domicilio conocido de Wiggins?

– Kate está trabajando en ello.

– ¿Y ese coronel Callum está cubierto?

– Sí, señor.

– ¿Y los federales le tienen preparada allí una trampa a Jalil?

– Creo que solamente están cubriendo a los Callum. Si Jalil sabe que ese hombre se está muriendo, ¿decidiría matar a un agonizante?

– Si el agonizante le lanzó una bomba, yo creo que lo haría. Llamaré al FBI de Denver y sugeriré que le tiendan una trampa.

Terminó su vodka, y yo terminé el mío. Pensé en pedir otra ronda.

El capitán Stein clavó durante un rato la vista en el techo, luego me miró de nuevo.

– ¿Sabe, Corey? Los israelíes tardaron dieciocho años en vengarse de la matanza de la olimpiada de Munich de 1972.

– Sí, señor.

– Los alemanes liberaron a los terroristas capturados a cambio de la liberación de un avión de la Lufthansa secuestrado. Los servicios de inteligencia israelíes persiguieron sistemáticamente y asesinaron a cada uno de los siete terroristas de Septiembre Negro que mataron a los atletas israelíes. Cazaron al último en 1991.

– Sí, señor.

– En Oriente Medio practican un juego diferente. No hay ningún reloj en el campo. Nunca.

– Lo sé.

Stein permaneció en silencio aproximadamente durante medio minuto.

– ¿Hemos hecho todo lo que podíamos? -preguntó finalmente.

– Creo que nosotros, sí. No estoy seguro de nadie más.

– Buen trabajo. ¿Está a gusto aquí?

– No.

– ¿Qué quiere?

– Volver a donde estaba.

– No puede volver allí de nuevo, amigo.

– Claro que puedo.

– Veré lo que puedo hacer. Mientras tanto, tiene informes suficientes que redactar como para mantenerlo ocupado todo el fin de semana. Hablaré con usted más adelante. -Se puso en pie y dijo-: Dígale a Mayfield que la felicito, si eso significa algo viniendo de un policía.

– Seguro que sí.

– Bien, tengo un montón de llamadas que hacer. Lárguese.

Pero no me largué.

– Déjeme ir a California -le pedí.

– ¿Por qué?

– Me gustaría estar en el último acto.

– ¿Sí? Allí ya hay un ejército de policías y agentes del FBI. No lo necesitan a usted.

– Pero yo necesito estar allí.

– ¿Por qué no en Colorado Springs? Estoy pensando geográficamente. Colorado estaba en el camino a California la última vez que miré.

– Estoy harto de perseguir a ese mamón. Quiero ir por delante de él.

– ¿Y si va usted a California y el FBI lo atrapa en Colorado Springs?

– Sobreviviré.

– Lo dudo. Está bien, vaya a donde quiera. De todos modos, será mejor que desaparezca de aquí. Yo lo autorizaré. Para ganar tiempo, utilice su propia tarjeta de crédito. No se deje matar, tiene informes que redactar. Venga, lárguese antes de que cambie de idea.

– Llevaré a mi compañera conmigo.

– Lo que quiera. Usted es el Chico de Oro, por el momento. Oiga, ¿usted suele ver «Expediente X»?

– Claro.

– ¿Cómo es que él no se la tira?

– No lo entiendo.

– Yo, tampoco. -Me tendió la mano, y nos dimos un apretón.

– Estoy orgulloso de usted, John. Es usted un buen policía -dijo, cuando me dirigía hacia la puerta.

Pareció como si en el despacho del capitán Stein penetrara una ráfaga de aire fresco de 26 Federal Plaza.

Bajé rápidamente la escalera hasta el CMP, consciente de que podría quedar atrapado allí por una llamada telefónica o por un jefe del FBI, y me dirigí a la mesa de Kate.

– Vámonos -le dije, agarrándola del brazo.

– ¿Adónde?

– A California.

– ¿En serio? ¿Ahora?

– Ahora mismo.

Se levantó.

– ¿Necesito…?

– Nada. Sólo tu pistola y tu chapa.

– Placa. Nosotros decimos placa.

– Y yo digo que te des prisa.

Se mantuvo a mi lado mientras caminábamos hacia los ascensores.

– ¿Quién ha autorizado…? -preguntó.

– Stein.

– Está bien.

Reflexionó un momento.

– Quizá deberíamos ir a Colorado Springs -dijo finalmente.

Quizá. Pero yo no quería una discusión con mi jefa, así que respondí:

– Stein sólo ha autorizado California.

– ¿Por qué?

– No sé. Yo creo que quiere mandarme lo más lejos posible.

Llegó el ascensor, entramos, bajamos hasta el vestíbulo y salimos a Broadway. Llamé un taxi, y montamos.

– Al JFK -dije al chófer.

– Nos sumergimos en el intenso tráfico del centro.

– ¿Qué noticias hay de Ventura? -pregunté a Kate.

– Nuestra oficina de Ventura ha obtenido un número telefónico de Wiggins no incluido en la guía, y han llamado a su casa mientras yo estaba al teléfono. Ha respondido el contestador automático pero no le han dejado un mensaje detallado. Luego han enviado varios agentes a su casa, que, según me dicen, está cerca de la playa. A continuación han pedido refuerzos a Los Ángeles. La oficina de Ventura tiene muy poco personal -explicó.

– Espero que no lo encuentren en casa y muerto. ¿Qué se proponen hacer? ¿Rodear la casa con tanques?

– No somos tan estúpidos como crees, John.

– Eso me tranquiliza.

– Revisarán la casa, hablarán con los vecinos y, naturalmente, tenderán una trampa a Jalil.

Traté de imaginar una cuadrilla de tipos vestidos de azul corriendo por un barrio de playa, llamando a las puertas y exhibiendo placas de federales. Eso provocaría una estampida de extranjeros ilegales hacia el sur. Entretanto, si Asad Jalil estaba vigilando la zona, tal vez se volviera un poco receloso. Pero, para ser justos, yo tampoco estaba seguro de cómo manejaría la situación.

– Llama otra vez a Ventura -dije a Kate.

Cogió el móvil y pulsó los botones. El taxi se estaba aproximando al puente de Brooklyn. Miré mi reloj. Eran las tres en punto de la tarde, mediodía en California. ¿O era al revés? Sé que la cosa cambia al oeste de la Undécima Avenida.

– Aquí Mayfield. ¿Algo nuevo? -dijo Kate por el móvil. Escuchó unos momentos y respondió-: Muy bien, voy a tomar un avión a Los Ángeles. Llamaré dentro de un rato con información sobre mi vuelo. Espérenme con un coche en Llegadas y llévenme al helipuerto de la policía. Espérenme con un coche dondequiera que se propongan dejarme en Ventura. Bien. Yo lo estoy autorizando. No se preocupen por ello a menos que no hagan lo que digo. Entonces tendrán algo de qué preocuparse.

Colgó y me miró.

– ¿Ves? Puedo ser tan insoportablemente arrogante como tú.

Sonreí.

– ¿Y qué hay de nuevo en Ventura? -pregunté.

– Los tres agentes disponibles de Ventura fueron a la casa de Wiggins y entraron forzando la puerta ante la posibilidad de que se hallara muerto en su interior. Pero no estaba en casa, así que los que están ahora dentro son ellos, y están utilizando su teléfono para llamar a personas con las que podría encontrarse o que podrían saber dónde se encuentra. Si está muerto, no está muerto en casa.

– Bueno. Podría estar realizando un largo vuelo.

– Podría. Se gana la vida volando. Podría ser su día libre. Podría estar en la playa.

– ¿Qué tiempo hace en Ventura?

– El mismo de siempre. Sol y veintidós grados. -Y añadió-: Hace unos tres años pasé un par de años en la oficina de Los Ángeles.

– ¿Te gustó?

– Estuvo bien. Aunque no es tan interesante como Nueva York.

Sonreímos.

– ¿Dónde diablos está Ventura? -le pregunté.

Me lo dijo pero no entendí muy bien la geografía ni todos los nombres españoles que me soltaba.

Estábamos en el puente de Brooklyn y el taxista enfiló la autopista Brooklyn-Queens, que fue diseñada para facilitar un tráfico rápido pero yo nunca he visto que lo consiga, salvo a las tres de la madrugada. Mostré mi acreditación de federal.

– Acelere -ordené al chófer. Siempre digo eso, aunque no tenga prisa ni sepa adónde voy.

Pregunté al taxista de dónde era, y me dijo que de Jordania. Eso era nuevo. Pakistán lleva ventaja pero Macedonia está empezando a alcanzarle.

– Stein ha dicho que te felicita -le dije a Kate.

No respondió.

– Hay una ligera posibilidad de que pueda volver al trabajo… en la policía -dije.

Continuó en silencio, así que cambié de tema.

– ¿Dónde crees que está Jalil?

– En California, en Colorado Springs o en tránsito.

– Tal vez. Pero tal vez sólo ha actuado en la costa Este, donde tiene algunos bienes, y luego se ha marchado, con la ayuda quizá de alguna embajada de Oriente Medio. California y Colorado están muy lejos.

– John, ese tío no ha recorrido medio mundo para… -Miró de reojo al taxista-. Para tomarse sólo una parte de la comida. Tú lo sabes.

– Sí. Pero me estoy preguntando cómo va a llegar a Los Ángeles. Los aeropuertos son peligrosos para él.

– Los grandes. Una vez, tuve yo un fugitivo que fue desde Los Ángeles hasta Miami utilizando aeropuertos pequeños. Habría podido ir más de prisa pero consiguió darnos esquinazo hasta que lo atrapamos en Miami.

– Cierto.

– Y no olvides la posibilidad de que haya cogido un avión privado. Una vez, yo tuve un magnate de la droga que alquilaba reactores privados. Muchos de ellos lo hacen. No hay puntos de control, no queda constancia de sus desplazamientos, y pueden ir a cualquier sitio donde sea posible aterrizar.

– Quizá debamos alertar a los aeropuertos locales de la zona de Ventura.

– Se lo he sugerido a los de Ventura. Me han recordado que hay docenas de pequeños aeropuertos en la zona, varias docenas más en los alrededores, y un avión privado puede aterrizar durante las veinticuatro horas del día en la mayoría de ellos. Necesitarías un ejército para vigilar todas las instalaciones de Aviación General, por no hablar de los campos de aterrizaje abandonados o sin personal de servicio.

– Supongo.

Kate parecía conocer este tema mejor que yo. Yo entiendo de taxis y metros. La mitad de mis fugitivos acaban yéndose a casa de su madre, o al apartamento de su amiguita, o se quedan rondando por su bar favorito. La mayoría de los delincuentes, en especial los asesinos, son realmente estúpidos. Yo prefiero los listos. Me proporcionan un cierto desafío y mucha diversión.

– Jalil ha conseguido todo esto gracias a su rapidez -le dije-. Como un tironero. No es ningún idiota, y sabe que en tres días, quizá cuatro, acabaríamos con su juego.

– Eso es muy optimista.

– Bien, lo hemos localizado en menos de cuatro días, ¿no?

– De acuerdo. ¿Y?

– Y… no sé. Wiggins ya está muerto, o se encuentra en algún otro lugar. Quizá haya volado a la costa Este para transportar alguna carga, Jalil lo sabía y ya lo ha liquidado. Los agentes que están en su casa podrían continuar mucho tiempo allí esperando a que aparezcan Wiggins o Jalil.

– Es posible. ¿Tienes alguna otra idea? ¿Quieres quedarte aquí, en Nueva York? Puedes ir a esa reunión de las cinco y escuchar a todo el mundo decir lo brillante que eres.

– Eres injusta.

– Y no quieres perderte el encuentro con Jack esta tarde a las ocho, cuando regrese de Frankfurt.

No respondí.

– ¿Qué quieres hacer, John?

– No sé… este tipo me tiene un poco desconcertado. Estoy tratando de ponerme en su pellejo.

– ¿Quieres mi opinión?

– Claro.

– Yo digo que vayamos a California.

– Dijiste que fuéramos a Frankfurt.

– Nunca dije tal cosa. ¿Qué quieres hacer tú?

– Llama otra vez a Ventura.

– Tienen el número de mi móvil. Me llamarán si hay alguna novedad.

– Llama a Denver.

– ¿Por qué no te compras un móvil?

Marcó el número de la oficina del FBI en Denver y pidió que la pusieran al corriente de la situación. Escuchó, les dio las gracias y colgó.

– Los Callum han sido alojados en la Academia de la Fuerza Aérea -me informó-. Tenemos agentes vigilando su residencia y esperando dentro. Como en Ventura.

– Bien.

Nos encontrábamos ya en la carretera de circunvalación, en dirección al aeropuerto Kennedy. Yo estaba' tratando de no fallar, de mantener la buena racha que llevaba, sin echarla a perder al final.

No resulta fácil ser el hombre del momento. Normalmente, yo no confiaría estas dudas a nadie, pero Kate y yo ya éramos algo más que socios.

– Llama a la oficina de Los Ángeles y diles que pongan vigilancia en los consulados de países que podrían ayudar a Jalil a huir -dije-. Asegúrate también de que están vigilando la antigua casa de Wiggins en Burbank por si Jalil no tiene actualizada su información y se presenta allí.

– Lo hice mientras hablabas con Stein. Me informaron de que ya sabían lo que debían hacer. Ten un poco de respeto hacia el FBI, John. No eres tú el único genio de las fuerzas policiales.

Yo creía que sí. Pero supongo que no soy el único. Sin embargo, había algo que me preocupaba acerca de la forma en que se estaba desarrollando aquello. Estaba pasando algo por alto, y sabía que sabía lo que era pero no podía dar con ello. Repasé mentalmente todo el asunto desde el sábado pero ese algo, fuera lo que fuese, se escabullía por algún oscuro rincón de mi mente, de manera parecida a como se escabullía Asad Jalil.

Kate estaba hablando por el móvil con la mujer de Federal Plaza que organiza los viajes y estaba diciendo que necesitábamos información sobre los primeros vuelos directos disponibles a Los Ángeles y a Denver. Escuchó, y miró su reloj.

– Un momento. -Se volvió hacia mí-: ¿Adonde quieres ir?

– A donde va Jalil.

– ¿Adónde va?

– A Los Ángeles.

Se puso de nuevo al teléfono.

– Bien, Doris, ¿puedes reservar el vuelo de American? No, no tengo número de autorización.

Me miró, y saqué mi tarjeta de crédito. Kate la cogió y dijo a Doris:

– Pagaremos y solicitaremos el reembolso. -Le dio el número de mi tarjeta y añadió-: Que sea en primera clase. Y, por favor, llama a la oficina de Los Ángeles y avísales de nuestra llegada. Gracias.

Me devolvió mi tarjeta.

– Por tratarse de ti, John, pagarán billete de primera clase.

– Hoy, puede. Pero mañana quizá no quieran hacerse cargo ni de este viaje en taxi.

– El gobierno te adora.

– ¿Qué he hecho mal?

Finalmente llegamos al JFK.

– ¿A qué terminal? -preguntó el taxista.

Aquí es donde llegué el sábado, con la misma pregunta. Pero esta vez no iba al Club Conquistador.

– Terminal Nueve -dijo Kate.

Llegamos a la terminal de American Airlines, salimos, pagué al taxista y nos dirigimos al mostrador de billetes, donde nos dieron dos pasajes de primera clase a cambio de mi tarjeta de crédito. Nos identificamos y cumplimentamos el impreso SS-113, que describía nuestro equipaje de mano como dos pistolas automáticas Glock del calibre 40.

Teníamos quince minutos para coger el avión, y sugerí tomar un trago rápido pero Kate miró el cuadro de salidas y dijo:

– Están embarcando ya. Tomaremos el trago a bordo.

– Llevamos armas.

– Confía en mí. Ya he hecho esto antes.

Verdaderamente, había otro aspecto de Doña Perfecta que no me había sido revelado hasta el momento.

Así pues, mostramos en el control de seguridad nuestras credenciales y el permiso para embarcar armas y llegamos a la puerta con unos minutos de sobra.

La ayudante de vuelo de primera clase rondaba los setenta y muchos años o cosa así, se encajó la dentadura en la boca y nos dio la bienvenida a bordo.

– ¿Éste es un tren de cercanías o expreso? -le pregunté.

Pareció desconcertada, y recordé que la antigüedad equivalía a veces a senilidad.

En cualquier caso, se me habían acabado los chistes de líneas aéreas, así que le di nuestros permisos de embarque de armas de fuego, y me miró con aire de preguntarse cómo habían podido concederme a mí licencia de armas. Kate le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Pero quizá fueron imaginaciones mías.

La ayudante de vuelo consultó la lista de pasajeros para asegurarse de nuestra identidad y luego entró en la cabina de mando con los permisos de embarque, tal como exigen las normas, para informar al capitán de que a bordo había dos agentes de la autoridad armados, una atractiva dama y un tipo estrafalario, que viajaban juntos en primera clase.

Encontramos nuestros asientos, situados junto al mamparo divisorio en el lado de babor. La primera clase estaba casi llena, en su mayoría por personas con todo el aspecto de ser angelinos que regresaban a casa.

Bueno, habida cuenta de que estábamos en el JFK no puede decirse que fuera mucho el tiempo que estuvimos esperando en la pista, y despegamos con sólo quince minutos de retraso, que el capitán dijo que recuperaríamos en vuelo, lo cual es mejor, supongo, que hacerlo en tierra, en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, rodando hasta la puerta de salida a novecientos kilómetros por hora mientras se despliegan los paracaídas de emergencia.

De modo que allí estábamos, en la azul inmensidad, armados, motivados y esperanzados.

– Olvidé comprar ropa interior limpia -le dije a Kate.

– Iba a mencionártelo.

La Mayfield estaba de un humor raro.

Llegó otra ayudante de vuelo ofreciendo periódicos, y yo pedí el Newsday de Long Island. Busqué y encontré un artículo sobre los asesinatos del Cuna de la Aviación, que leí con interés. Observé que no estaba firmado, lo cual es a veces indicio de que las autoridades están manipulando un poco la historia. De hecho, no había ninguna mención de Asad Jalil, y se presentaba como móvil del asesinato la posible comisión de un robo. Perfecto. El clásico robo a mano armada en un museo. Me pregunté si alguien se tragaría semejante historia. Concretamente me preguntaba si se la tragaría Jalil en caso de que la leyese y si creería que carecíamos completamente de pistas. Valía la pena intentarlo, supongo.

Le enseñé el artículo a Kate, que lo leyó.

– Jalil dejó un mensaje muy claro en aquel museo -dijo-. Eso significa que tal vez haya terminado y se vuelve a su país, o que tiene una tremenda arrogancia y desprecia a las autoridades y está diciendo: «No descifraréis esto hasta que sea demasiado tarde. Cogedme si podéis.» -Reflexionó unos instantes y añadió-: Espero que ocurra lo segundo, y espero que esté yendo a donde vamos nosotros.

– En ese caso, probablemente ya esté allí. Confío en que espere al anochecer para dar su próximo paso.

Ella asintió con la cabeza.

Bien, yo necesitaba uno o dos traguitos, así que pedí a Kate que hablara dulcemente a la abuela ayudante de vuelo y la convenciese de que nos trajera bebidas alcohólicas.

– No nos servirá -me informó Kate-. Vamos armados.

– Creía que habías dicho…

– Mentí. Soy abogada. Dije: «Confía en mí.» Eso significa que estoy mintiendo. ¿Cómo puedes ser tan estúpido? -Rió.

Yo estaba estupefacto.

– Tómate una gaseosa -dijo.

– Me va a dar algo.

Ella me cogió la mano.

Me calmé y pedí un zumo de tomate.

La comida de primera clase era demasiado mala, y la película, con John Travolta como protagonista en el papel de un agente del departamento de investigación criminal del Ejército, horrorosa, pese a la mala crítica que recordaba haber leído en el Newsday de Long Island, escrita por John Anderson, un sedicente crítico cinematográfico cuya opinión confiaba que fuese exactamente opuesta a la mía.

Kate y yo estuvimos cogidos de la mano durante la película, como jovencitos en el cine. Cuando terminó la película, eché hacia atrás el respaldo de mi asiento y me dormí.

Como suele ocurrir, tuve un revelador sueño del que no podía recordar nada una vez despierto. Quiero decir que todo se me apareció con absoluta claridad… qué se proponía Jalil, adonde iba y qué teníamos que hacer para cogerlo.

Desgraciadamente, al despertar olvidé casi todo el sueño, incluidas las brillantes conclusiones a que había llegado. Es como despertar de un magnífico sueño erótico y comprobar al despertarte que todavía estás empalmado.

Aterrizamos en el aeropuerto internacional de Los Ángeles a las siete y media de la tarde, y, para bien o para mal, estábamos en California. O eso era lo que necesitábamos, o no lo era. Pronto lo averiguaríamos.

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