QUINTA PARTE

California, el presente

Ve y mata al hombre que nombraré. Cuando regreses, mis ángeles te llevarán de nuevo al Paraíso. Y, si mueres, te llevarán también al Paraíso.

El viejo de la Montaña, profeta del siglo XIII y fundador de los Asesinos


CAPÍTULO 47

Desembarcamos los primeros, salimos y fuimos recibidos por un agente de la oficina del FBI en Los Ángeles, que nos condujo al helipuerto de la policía. Allí nos estaba esperando un helicóptero del FBI, que nos llevó a Ventura, donde demonios esté.

En tierra, todo parecía igual que Queens, a excepción de las palmeras y las montañas. Volamos varios kilómetros por encima de algún océano, supongo, y luego a lo largo de la costa, con altas montañas justo a nuestra derecha. El sol se hallaba justo sobre el océano pero en lugar de elevarse, como hace en mi océano, se estaba poniendo. ¿Es un sitio raro o no?

Al cabo de veinticinco minutos aterrizamos en un helipuerto del hospital de la comunidad, en el lado este de Ventura.

Nos estaba esperando un sedán Crown Victoria azul, conducido por un tipo llamado Chuck. Chuck llevaba unos pantalones color canela y chaqueta y zapatillas deportivas. Chuck aseguraba ser agente del FBI. Sin embargo, parecía un vigilante de parking; FBI, versión californiana. Pero todos piensan igual porque todos asistieron en Quantico a la misma escuela, que diríase salida de la película El candidato manchú.

Chuck nos hizo montones de preguntas mientras nos dirigíamos en coche a la subdelegación en Ventura del Federal Bureau of Investigation. Supongo que en Ventura no llevan muchos casos de asesinatos en masa cometidos por terroristas internacionales. De hecho, Kate había mencionado en el avión que aquella oficina había sido cerrada hacía algún tiempo y vuelta a abrir recientemente por alguna razón que ignoraba.

La oficina se hallaba situada en un moderno edificio rodeado de palmeras y aparcamientos. Mientras cruzábamos el parking percibía olor a flores en el aire, y la temperatura y la humedad eran perfectas. El sol se había puesto casi por completo, pero aún subsistía un resplandor en el firmamento.

– ¿Qué hace el FBI aquí? -le pregunté a Kate-. ¿Cultivar aguacates?

– Modera tu actitud.

– Claro. -Me imaginaba a los agentes del lugar ataviados con trajes de Brooks Brothers, sandalias y sin calcetines.

Entramos en el edificio, cogimos el ascensor y encontramos una puerta que decía: «Federal Bureau of Investigation.» Tenían también en la puerta su redondo escudo de armas, que decía «Departamento de Justicia» y mostraba la clásica balanza de la Justicia, equilibrada, no inclinada, y el lema «Fidelidad, bravura, integridad».

– Deberían añadir: «Políticamente correctas.» -dije a Kate.

Ella se había acostumbrado a no hacerme caso y tocó el zumbador.

Se abrió la puerta, y fuimos recibidos por una amable agente llamada Cindy López, que dijo:

– Nada nuevo. Tenemos tres agentes de Ventura en la casa de Wiggins, juntamente con tres agentes de la oficina de Los Ángeles. Hay dos docenas de agentes de Los Ángeles y de Ventura en la zona, la policía local ha sido alertada y todo el mundo se mantiene en contacto por radio y por teléfono móvil. Todavía estamos tratando de localizar a Elwood Wiggins. Por los documentos encontrados en su casa hemos descubierto que trabaja como piloto para Pacific Cargo Services, y hemos visitado la compañía pero allí nos han informado de que no tiene programado ningún vuelo hasta el viernes. No obstante, han mencionado que a veces coge la baja por enfermedad en viernes. Tenemos dos agentes en las instalaciones de Pacific Cargo en el aeropuerto del condado de Ventura en previsión de que aparezca por allí. También hemos apostado agentes en lugares que suele frecuentar. Pero la imagen que estamos obteniendo de este hombre es la de un espíritu libre cuyos movimientos son erráticos.

– Me cae bien el hombre.

La agente López esbozó una sonrisa y continuó:

– Su novia ha desaparecido también. Son aficionados a las excursiones por el monte, y probablemente están haciendo camping.

– ¿Qué es camping? -pregunté.

La López miró a la Mayfield. La Mayfield me miró a mí.

– Oh, como en el bosque -exclamé-. Tiendas y todo eso.

– Sí.

– ¿Tiene el número del móvil de Wiggins o de la chica?

– Sí, de los dos. Pero ninguno contesta.

Reflexioné unos momentos y decidí que hacer camping era mejor que estar muerto, pero no mucho más.

– Parece que han hecho un trabajo concienzudo -le dije a la López.

– Desde luego que sí. -Entregó a Kate una hoja de papel con un mensaje y dijo-: Jack Koenig llamó desde Nueva York. Quiere que lo llame. Estará allí hasta medianoche, hora de Nueva York, y después en su casa.

– Lo llamaremos desde la casa de Wiggins -dije a Kate-. Cuando tengamos algo de qué informar.

– Llamaremos ahora -replicó ella.

– ¿Cómo te sentaría estar hablando aquí con Jack cuando Jalil se presente en casa de Wiggins?

Asintió con la cabeza de mala gana.

– Está bien, nos gustaría ir a la casa de Wiggins -le dijo a Cindy López.

– Estamos procurando no manifestar demasiada actividad allí.

– Entonces nos quedaremos quietecitos, sentados en el sofá -dije.

Vaciló y acabó cediendo.

– Si van les agradeceríamos que se quedasen allí al menos hasta primera hora de la mañana. -Y añadió incisivamente-: Estamos tratando de tender una trampa, no de celebrar una fiesta pública.

Sentí deseos de recordarle que ninguno de nosotros estaría allí si no fuese por mí. Pero me resistí a decir lo evidente. ¿Ven lo fácil que es que le quiten a uno un caso de las manos?

– Usted está al frente de la situación, y nosotros no estamos aquí para estorbar -replicó Kate, siempre tan diplomática.

– La señora Mayfield y yo empezamos este caso con la tragedia del aeropuerto Kennedy, así que nos gustaría seguirlo hasta el final -dije-. Nos quitaremos de en medio cuando lleguemos a la casa de Wiggins.

No creo que la convenciera.

– Yo les aconsejaría que llevasen chaleco antibalas. Tenemos algunos sobrantes que podría prestarles.

Me dieron ganas de desnudarme para mostrarle a la agente López que las balas pasaban inofensivamente a través de mi cuerpo.

– Gracias pero… -respondí.

Kate me interrumpió:

– Gracias, tomaremos prestados los chalecos antibalas. -Dirigiéndose a la agente López, añadió-: Nunca pregunte a un hombre si quiere un chaleco antibalas o un par de guantes. Simplemente, oblíguelo a ponérselos.

La agente López sonrió con aire cómplice.

Estaba experimentando una sensación realmente especial, rodeado de protectoras y afectuosas hembras que sabían qué era lo mejor para el atolondrado Johnny. Pero luego pensé en Asad Jalil y confié en que tuvieran un chaleco de mi talla.

Así que entramos en su almacén de armamento, protegido por una puerta de acero cerrada con llave. Allí había de todo: rifles, escopetas, granadas inmovilizantes, esposas, etcétera, etcétera.

– Pueden probarse los chalecos en los lavabos de hombres y de mujeres, si lo desean -dijo la agente López.

Kate le dio las gracias a la agente mientras ésta salía.

Me quité la corbata, la chaqueta y la camisa.

– No mires -le dije a Kate.

Ella se quitó la chaqueta color ketchup Heinz y la blusa, y yo miré.

Encontramos los dos un chaleco de nuestra talla y nos lo pusimos.

– Esto es como una escena de «Expediente X»… -dije.

– Olvídate de una vez del maldito «Expediente X».

– ¿Pero no te fastidia que esos dos no lleguen a entenderse nunca?

– Ella no lo quiere. Lo respeta, y él la respeta a ella, y no quieren echar a perder ni complicar esa especial relación de confianza.

– Dilo otra vez.

– Personalmente, creo que deberían estar follando ya.

Salimos de la armería y dimos las gracias a la agente López. Chuck, que nos había recogido en el helipuerto del hospital, nos acompañó al parking y nos llevó en el coche en dirección a la casa del señor Elwood «Chip» Wiggins.

Mi mente bullía de pensamientos mientras el coche avanzaba hacia el oeste, en dirección a la costa izquierda. Yo había recorrido un largo camino para estar allí pero el que había recorrido el señor Asad Jalil era mucho más largo. Su viaje había comenzado en un sitio llamado Al Azziziyah, en algún lugar de Libia, mucho tiempo atrás. En la noche del 15 de abril de 1986, él y Chip Wiggins habían compartido durante unos pocos minutos un punto en el espacio y en el tiempo. Ahora, Asad Jalil deseaba devolverle la visita, y el señor Wiggins lo ignoraba. O Chip Wiggins se había encontrado ya con Asad Jalil, y el asunto estaba terminado. En tal caso, no aparecería nadie en la casa de Wieeins, nunca. Pero si Jalil y Wiggins no se habían encontrado aún, me preguntaba quién sería el primero en subir andando por el camino particular de la casa.

La luz solar se había esfumado casi por completo, y se habían encendido las farolas.

Mientras nos acercábamos al barrio de Wiggins, Chuck llamó por radio a las unidades apostadas en torno a la casa de Wiggins, para que no se pusieran nerviosos ni le dieran al gatillo. Por la misma razón, Chuck utilizó luego su teléfono móvil para llamar a los agentes situados en el interior de la casa.

– Dígales que preparen café -pedí.

Chuck no transmitió mi petición, y, por lo que decía al teléfono, comprendí que a los agentes que estaban en la casa no les hacía mucha gracia la inesperada compañía. Que se jodan. Todavía es mi caso.

Recorrimos las calles rectas y largas de un barrio suburbano que Chuck dijo que estaba cerca del océano, aunque yo no veía ni olía océano alguno. Todas las casas estaban construidas en parcelas minúsculas, y las propias casas no eran más que virutas de estuco de un solo piso, con garajes adosados, techos de tejas rojas y una palmera, al menos, por cada casa. No parecía un barrio caro pero en California nunca se sabía. Y la verdad es que me traía sin cuidado.

– ¿Esas casas han estado siempre ahí o bajaron de las montañas en un corrimiento de tierras? -pregunté.

Chuck rió entre dientes y respondió:

– Bajaron a raíz del último terremoto, que precedió a los incendios.

Me caía bien Chuck.

Afortunadamente, no vi a ninguna de las unidades de vigilancia y, más afortunadamente aún, no vi ningún niño en las proximidades.

– Es esa casa de la derecha -dijo Chuck-, la segunda a partir del cruce.

– ¿Se refiere a la de estuco blanco, con el techo de tejas rojas y la palmera?

– Sí… todas… La segunda empezando por el final.

Kate, que iba en el asiento de atrás, dio una patada en el respaldo del mío, lo que supongo que era alguna clase de señal.

– Voy a parar el coche, ustedes salen y yo me largo. La puerta principal está abierta -dijo Chuck.

Al montar en el coche había observado que las luces interiores estaban desconectadas, igual que en la costa Este, lo que resultaba tranquilizador. Después de todo, era posible que aquella gente supiese lo que hacía.

Se detuvo el coche. Kate y yo bajamos rápidamente y avanzamos sin correr por el agrietado camino de cemento. A la derecha de la puerta había un amplio ventanal con las persianas venecianas echadas. En mi antiguo barrio, todo el mundo habría estado para ahora al tanto de los extraños sucesos que se estaban produciendo, pero el lugar en que nos encontrábamos en aquellos momentos parecía una escena de una película de serie B de los años cincuenta, en la que todo el mundo ha muerto a causa de la radiación atómica. O quizá los federales habían evacuado el barrio.

Así pues, abrí la puerta y entramos. No había vestíbulo, y nos encontramos en una combinación de sala de estar/comedor en forma de L iluminado solamente por una débil lamparita de mesa. De pie en el centro de la habitación había un hombre y una mujer vestidos con pantalones y camisa azules y cazadora de nailon con la placa de identificación. Lucían amplias sonrisas y tenían la mano extendida en ademán de saludo. Bueno, no realmente.

– Soy Roger Fleming, y ésta es Kim Rhee -dijo el hombre.

La Rhee era oriental, ahora llamada asiática del este, y supuse por su nombre que era coreana. Roger era pan blanco con mayonesa.

– Supongo que ya conocen nuestros nombres… -dije-. Yo soy Kate.

El agente Fleming no sonrió, y tampoco lo hizo la agente Rhee. Algunas personas se ponen muy serias cuando están esperando un tiroteo mortal. Los policías tienden a bromear, probablemente para disimular su nerviosismo, pero los federales se lo toman todo en serio, incluyendo, estoy seguro, un día de playa.

– ¿Cuánto tiempo se van a quedar? -preguntó la agente Rhee.

– Todo el que haga falta -respondí.

– No tenemos intención de inmiscuirnos en la captura real del sospechoso -intervino Kate-, si aparece por aquí, a menos que ustedes nos necesiten. Estamos aquí solamente para ayudar a identificarlo y para tomarle declaración una vez detenido. Asimismo, lo conduciremos a Nueva York o Washington para responder de varios cargos federales.

No era eso exactamente lo que yo tenía previsto pero les venía bien a Fleming y Rhee ver que uno de nosotros estaba cuerdo.

Kate continuó exponiendo el contenido de nuestra misión.

– Si aparece primero el señor Wiggins, entonces hablaremos con él y le pediremos que nos haga entrega de la casa. Después, alguien puede acompañarle a otro lugar. En cualquier caso, nos proponemos permanecer en esta casa esperando al sospechoso, que creemos se dirige hacia aquí.

– Nosotros hemos decidido que, por razones logísticas y de seguridad, seis es el número óptimo de agentes que necesitamos en la casa -replicó Rhee-. De modo que, si el sospechoso aparece aquí, les pediremos a ustedes que entren en una habitación trasera, que les enseñaremos.

– Escuchen, señora Rhee, señor Fleming -dije yo-, puede que tengamos que estar todos aquí durante mucho tiempo, compartiendo el baño y los dormitorios, así que ¿por qué no nos dejamos de chorradas e intentamos llevarnos bien? ¿Les parece?

No hubo respuesta.

Kate, dicho sea en su honor, cambió de tono y dijo:

– Hemos trabajado en este caso desde que Asad Jalil aterrizó en Nueva York. Hemos visto más de trescientas personas muertas a bordo del avión en que llegó, hemos visto asesinados a un miembro de nuestro equipo, a nuestra secretaria y al agente de servicio.

Y así. Les fue contando todo, demasiado delicadamente, pensé yo, pero captaron el mensaje y hasta asintieron con la cabeza cuando Kate terminó.

Entretanto, paseé la vista por el cuarto de estar, sobriamente amueblado pero sin gusto. Estaba también bastante desarreglado, de lo que me gustaría echar la culpa a los federales pero que probablemente, pensé, era el reflejo de la aptitud del señor Wiggins ante la vida.

La señora Rhee se ofreció a presentarnos a sus colegas, y la seguimos a la cocina, mientras el señor Fleming volvía a su puesto junto al ventanal, atisbando a través de las persianas venecianas. Alta tecnología. Pero, naturalmente, alguno de los que vigilaban en el exterior nos avisaría si alguien se acercaba a la casa.

La cocina se hallaba débilmente iluminada por una bombilla fluorescente situada bajo un estante, pero pude ver que databa de 1955, aproximadamente, y en ella estaban un hombre y una mujer vestidos también con el atuendo de comando urbano consistente en pantalón oscuro, camisa azul marino y cazadora de nailon. Sobre el mostrador reposaban sus gorras de béisbol azules. El hombre estaba sentado a la mesita de la cocina, leyendo un montón de informes a la luz de una linterna. La mujer se hallaba apostada en la puerta trasera, atisbando por la mirilla.

La señora Rhee nos presentó al caballero, cuyo nombre, como el mío, era Juan, aunque el apellido era una retahíla de sílabas que no conseguí retener. La dama era negra y se llamaba Edie. Nos saludó con la mano mientras continuaba escrutando la trasera de la casa.

Regresamos a través de la estancia en forma de L y cruzamos una puerta que daba a un pequeño vestíbulo en el que había tres puertas, la más pequeña de las cuales correspondía a un cuarto de baño. En la más grande de las habitaciones, un dormitorio, un hombre vestido de traje se hallaba sentado ante un centro de transmisiones informatizado y atendía su radio y dos teléfonos móviles mientras jugaba con el ordenador del señor Wiggins. La única luz de la estancia procedía de la pantalla del monitor, y todas las persianas estaban echadas.

La señora Rhee hizo las presentaciones, y el hombre, que se llamaba Tom Stockwell y era de etnia pálida, nos dijo:

– Pertenezco a la oficina de Los Ángeles y soy el agente asignado a este caso.

Supongo que eso me dejaba a mí fuera. Decidí ser amable.

– La señora Mayfield y yo estamos aquí para ayudar, sin ánimo de entrometernos -dije.

– ¿Cuánto tiempo se van a quedar? -preguntó.

– Todo el que haga falta.

Kate puso a Tom al corriente de la situación.

– Como ya sabrá, puede que el sospechoso Heve chaleco antibalas y tiene por lo menos dos armas, Glock de calibre cuarenta, que, al igual que el chaleco, parece ser que robó a los dos agentes que iban a bordo del avión.

Presentó a Tom un informe verbal, y él escuchó atentamente.

– Ese hombre es extremadamente peligroso, y no esperamos poder capturarlo fácilmente -concluyó-. Pero necesitamos cogerlo vivo.

– Tenemos varias armas e instrumentos no letales, como la pistola viscosa y la red proyectil, además, naturalmente, de gas y… -dijo Tom.

– Perdone -le interrumpí-. ¿Qué es una pistola viscosa?

– Es un aparato que se maneja con una mano y lanza un chorro de una sustancia viscosa que se endurece inmediatamente e inmoviliza a la persona.

– ¿Es una cosa de California?

– No, señor Corey. Se puede encontrar en toda la nación. Y también tenemos una red que podemos disparar y envolver en ella al individuo -añadió Tom.

– ¿De veras? ¿Y tienen también pistolas de verdad?

Tom no me hizo caso y continuó informándonos.

Le interrumpí de nuevo para preguntarle:

– ¿Han evacuado la zona?

– Hemos debatido mucho ese tema -respondió-, pero Washington está de acuerdo en que intentar evacuar la zona podría constituir un problema.

– ¿Para quién?

– En primer lugar está el evidente problema de que se vería a los agentes efectuando las notificaciones -explicó-. Algunas personas no están en casa, y pueden venir más tarde, así que eso podría llevarnos toda la noche. Y sería un engorro para los residentes si tuvieran que abandonar su casa durante un período indefinido. No obstante -agregó-, hemos evacuado las casas situadas a ambos lados y detrás de ésta, y ahora hay agentes nuestros en ellas.

Quedaba sobreentendido que era más importante capturar a Asad Jalil que preocuparse por la posibilidad de que unos contribuyentes quedaran atrapados en un fuego cruzado. Yo no podía decir honradamente que estuviera en desacuerdo con ello.

La señora Rhee añadió:

– Los agentes que permanecen vigilando tienen instrucciones de no intentar apresar al sospechoso en la calle, a menos que perciba el peligro y trate de huir. Muy probablemente, la captura se realizará en esta casa o en sus proximidades. Lo más probable es que el sospechoso esté solo y seguramente armado con dos pistolas únicamente. Así que no esperamos que se produzca un prolongado intercambio de disparos si actuamos correctamente. -Nos miró a Kate y a mí-. Se cortará el tráfico en las inmediaciones si decidimos que se está acercando el sospechoso.

Personalmente, yo pensaba que los vecinos ni siquiera se darían cuenta de que había un tiroteo delante de su casa si tenían el volumen de sus televisores y equipos de música lo bastante alto.

– Si les sirve de algo, estoy de acuerdo -dije.

Pero mentalmente veía la imagen de un crío en bici pasando en el peor momento posible. Son cosas que ocurren. Ya lo creo que ocurren.

– Supongo que los agentes de vigilancia tienen aparatos de visión nocturna -dijo Kate.

– Naturalmente.

Estuvimos un rato charlando, y Kate tuvo buen cuidado de decir a Tom y Kim que ella misma había trabajado tiempo atrás en California, y convinieron en que todos actuábamos con eficacia, excepto yo quizá, que me sentía un poco como un bicho raro.

Tom mencionó que la antigua casa de Wiggins en Burbank estaba también ocupada y vigilada por el FBI, y nos informó de que la policía local de Ventura y la de Burbank estaban alertadas pero no se les había pedido ayuda directa.

En algún momento me cansé de oír lo perfectamente que estaba todo cubierto desde el domingo y pregunté:

– ¿Dónde está su sexta persona?

– En el garaje. El garaje está lleno de trastos, de modo que Wiggins no puede meter el coche en él, pero la puerta tiene un sistema de apertura automática, así que es posible que Wiggins entre por él a pie y pase a la cocina por la puerta que comunica ambos recintos. Probablemente es lo que hará, ya que le queda más cerca de donde detendrá el coche.

Bostecé. Supongo que sentía los efectos del cambio de horario y no había dormido mucho en los últimos días. ¿Qué hora era en Nueva York? ¿Más tarde? ¿Más temprano?

Tom nos aseguró que se estaban realizando toda clase de esfuerzos por localizar a Elwood Wiggins antes de que volviera a la casa.

– Por lo que sabemos -dijo-, Jalil podría intentar asaltarlo mientras se dirige a casa. Wiggins conduce un jeep Grand Cherokee púrpura, que no está aquí, así que estamos alerta para cuando aparezca.

– ¿Qué conduce su novia? -pregunté.

– Un Ford Windstar blanco que está todavía en casa de la chica en Oxnard, que también se encuentra vigilada -respondió Tom.

¿Oxnard"? De todos modos, ¿qué podía decir yo? Aquellos tipos eran eficientes, profesionalmente hablando. Personalmente, yo seguía pensando que eran rutinarios y convencionales.

– Estoy seguro de que están informados sobre las anteriores visitas de Jalil a los ahora difuntos compañeros de escuadrilla de Wiggins -dije-. Esto me indica que Jalil tiene quizá más información sobre Chip Wiggins que nosotros. Lleva mucho más tiempo que nosotros buscando a Wiggins. -Y añadí para que constase-: Es muy posible que el señor Wiggins y el señor Jalil se hayan encontrado ya.

Durante unos segundos, nadie hizo ningún comentario.

– Eso no cambia nuestro trabajo aquí -dijo Tom finalmente-. Nosotros esperamos a ver si aparece alguien. Naturalmente, hay una alarma en toda la zona para localizar a Jalil y a Wiggins, de modo que tal vez recibamos una llamada de la policía diciéndonos que uno, o el otro, o los dos han aparecido. Wiggins, vivo, y Jalil, esposado.

Yo no quería ser portador de un futuro karma malo, pero no podía imaginarme a Asad Jalil esposado.

Tom volvió a sentarse ante el ordenador de Wiggins.

– Estoy tratando de encontrar en su ordenador una pista de dónde podría estar -informó-. He revisado su correo electrónico para ver si mantuvo correspondencia con un parque nacional o estatal o si había reservado plaza en un camping, algo así. Nosotros creemos que está de camping… -Y agregó, creo que dirigiéndose a mí-: Eso es cuando va uno al bosque con una tienda o una caravana.

Deduje que la López y Tom habían hablado.

– ¿Han examinado la ropa interior de Wiggins? -pregunté.

Levantó la vista del ordenador.

– ¿Perdón?

– Si usa calzoncillos boxers de talla mediana, me gustaría cogerle prestado un par.

Tom reflexionó unos instantes y respondió:

– Todos hemos traído mudas, señor Corey. Quizá alguien… uno de los hombres quiero decir, pueda prestarle un par de calzoncillos. No puede usar la ropa interior del señor Wiggins -añadió.

– Bueno, se lo preguntaré a él directamente si aparece.

– Buena idea.

Kate, dicho sea en su honor, no estaba tratando de aparentar que no me conocía.

– Nos gustaría ver el garaje y el resto de la casa -le dijo a Kim Rhee.

La señora Rhee nos condujo al vestíbulo y abrió la puerta de una habitación que daba a la parte trasera. La habitación, que probablemente había sido antes dormitorio, era ahora un centro de ocio que contenía un enorme televisor, equipo de sonido y altavoces suficientes como para provocar otro terremoto. Observé que en el suelo había seis maletines.

– Pueden usar más tarde esta habitación. El sofá se transforma en cama -dijo la señora Rhee-. Nos iremos turnando para dormir un poco si esto se prolonga durante la noche.

Yo creía que mi peor pesadilla era una comida de día de Acción de Gracias con mi familia pero estar atrapado en una casa pequeña con agentes del FBI lo superaba.

La señora Rhee nos enseñó también el pequeño cuarto de baño, lo que me hizo preguntarme si en otro tiempo habría sido agente inmobiliaria. Observé que no había en la casa ninguna clase de recuerdos militares, lo cual me indicaba que Elwood Wiggins no quería nada que le recordase la época en que sirvió en la Fuerza Aérea. O quizá lo había perdido todo, lo cual sería congruente con el perfil que habíamos elaborado sobre él. O quizá nos habíamos equivocado de casa. No sería la primera vez que los federales tomaban mal la dirección. Pensé en mencionarle esta última posibilidad a la señora Rhee pero es un tema delicado para ellos.

Volvimos a la cocina, y la señora Rhee abrió una puerta que reveló un desordenado garaje. Sentado en una silla de jardín detrás de varias cajas de cartón apiladas se encontraba un joven rubio, evidentemente el agente más joven, leyendo un periódico a la luz de la bombilla fluorescente que colgaba del techo. Se levantó, y la señora Rhee le hizo seña de que volviera a sentarse, a fin de que permaneciera oculto si la puerta del garaje se abría de pronto automáticamente.

– Éste es Scott, que se ha ofrecido voluntario para el puesto del garaje -dijo la señora Rhee, sonriendo.

Scott, que parecía que acabara de bajarse de una tabla de surf, descubrió los dientes en una sonrisa y saludó con la mano.

– ¿Qué, se está bien aquí, holgazaneando, eh? -dije.

Naturalmente, no dije tal cosa pero me apetecía. Scott era de mi talla pero no tenía aspecto de usar calzoncillos boxers.

La señora Rhee cerró la puerta, y nos quedamos en la cocina con Edie y Juan.

– Hemos traído alimentos congelados y en conserva para que nadie tenga que salir si esto se prolonga -dijo la señora Rhee. Y añadió incisivamente-: Tenemos comida para seis días y seis personas.

Tuve una súbita imagen de agentes del FBI volviéndose caníbales al agotarse la comida, pero no comuniqué a los demás mi pensamiento. Ya estaba caminando sobre hielo demasiado fino, o lo que sea el equivalente californiano.

– Ahora que tenemos dos bocas más que alimentar -dijo Juan-, encarguemos pizza. Necesito mi pizza.

Juan era un tipo estupendo, decidí. Por desgracia, era mucho más corpulento que yo y tampoco parecía de los que usan boxers.

– Yo preparo unos macarrones con queso bastante buenos en el microondas -me dijo Edie.

Reímos todos. Aquello era como para vomitar. Pero hasta el momento estaba resultando mucho mejor de lo que habría podido esperar veinticuatro horas antes. Asad Jalil estaba a nuestro alcance, ¿no? ¿Qué podía salir mal? No preguntes.

Pero, al menos, Wiggins, si todavía estaba vivo, tenía muchas posibilidades de continuar con vida.

Kate dijo que iba a llamar a Jack Koenig y me invitó a ir con ella a la habitación de atrás. Decliné la invitación, y ella salió. Yo me quedé en la cocina charlando con Edie y Juan.

Kate volvió unos quince minutos después y me informó:

– Jack dice que nos manda saludos y nos felicita por el buen trabajo detectivesco. Nos desea suerte.

– Qué amable. ¿Le has preguntado cómo estaba Frankfurt?

– No hemos hablado de Frankfurt.

– ¿Dónde está Ted Nash?

– ¿A quién le importa eso?

– A mí.

Kate miró de reojo a nuestros colegas.

– No te obsesiones por cosas sin importancia -dijo en voz baja.

– Sólo quería pegarle un puñetazo en la nariz. Nada más.

Sin hacerme caso, ella continuó:

– Jack quiere que lo llamemos si se producen novedades. Estamos autorizados para conducir a Jalil, vivo o muerto, a Nueva York, mejor que a Washington. Es una operación importante.

– Yo creo que Jack está vendiendo la piel del oso antes de cazarlo.

Kate volvió a ignorarme.

– Está trabajando con varias fuerzas de policía locales para trazar una imagen clara de los movimientos de Asad Jalil -dijo-, de sus asesinatos y de quiénes son o quiénes podrían haber sido sus cómplices.

– Estupendo. Eso lo mantendrá ocupado y me dejará en paz.

– Eso es exactamente lo que le he dicho.

Yo creo que se estaba burlando de mí. De cualquier modo, no queríamos divertir más a nuestros colegas, así que pusimos fin a la conversación.

Edie nos ofreció café, y Kate, Kim y yo nos sentamos a la mesa de la cocina con Edie, mientras Juan vigilaba la puerta trasera. Estaban todos muy interesados en todo lo que había sucedido desde el sábado y no dejaban de hacernos preguntas sobre cosas que no habían aparecido en las noticias ni en sus informes. Tenían curiosidad por saber qué ambiente había en Federal Plaza y qué decían los jefes de Washington. Los agentes de la ley y el orden eran iguales en todas partes, decidí, y, pese a la hostilidad cortésmente disimulada con que se nos había recibido, nos estábamos llevando muy bien, creando lazos y todo eso. Pensé en dirigirlos a todos en un coro de Carretera de Ventura, o quizá Allá voy, California. Pero no quería exagerar aquel jubiloso momento de la costa Oeste.

Parecía que todo el mundo sabía que yo era ex policía de Nueva York, por lo que supongo que habrían sido advertidos, si ésa es la palabra adecuada, o quizá simplemente lo habían deducido.

Era una de esas ocasiones en que las cosas parecen tranquilas y normales pero todo el mundo sabe que el timbre de un teléfono podría poner fin a las apariencias y helarte la sangre. Yo había pasado por ello, y también todos los demás que se encontraban en la casa. Supongo que me sientan bien esta clase de cosas, porque no estaba pensando en mi acogedora y segura clase del John Jay. Estaba pensando en Asad Jalil, y casi podía sentir la proximidad de aquel bastardo. De hecho, pensaba en el coronel Hambrecht, descuartizado a hachazos, y en los escolares de Bruselas.

Transcurrió una hora, y los cinco agentes fueron turnándose en los puestos de vigilancia. Kate y yo nos ofrecimos a relevarlos, pero parecían querer que permaneciéramos en la cocina.

Scott estaba ahora sentado a la mesa y nos preguntaba cosas sobre Nueva York. Yo traté de convencerlo de que la gente hacía surf en el East River, y todos rieron entre dientes. Me sentí tentado a contar mi chiste sobre la fiscal general, pero podrían tomárselo a mal.

De todos modos, yo me estaba mostrando modesto con respecto a mis aportaciones al caso, sin mencionar apenas que era yo quien había averiguado qué se proponía Asad Jalil y pasando como sobre ascuas por encima de mi deslumbrante inteligencia al identificar a los pilotos que estaban señalados para morir.

A este respecto, todos mostraban un cierto talante sombrío, comprendiendo que muchos tipos excelentes, que habían servido a su país, estaban ahora muertos, asesinados por un agente extranjero. Se suponía que aquello no podía suceder.

Eran casi las nueve de la noche cuando sonó un teléfono en alguna parte, y quedamos todos en silencio.

A los pocos segundos entró Tom en la cocina y dijo:

– Una furgoneta azul de reparto está pasando por la zona, ocupada solamente por el conductor, un varón. Los compañeros pertrechados con el equipo de visión nocturna dicen que se ajusta a la descripción del sospechoso. Todos a sus puestos.

Todo el mundo estaba ya en pie, moviéndose.

– Entrad en el cuarto de la televisión -dijo Tom, dirigiéndose a Kate y a mí.

Salió rápidamente de la cocina, mientras Kim Rhee entraba en el garaje, donde Roger Fleming se hallaba de guardia en aquellos momentos. Dejó la puerta abierta, y pude ver a Roger agazapado tras las cajas de cartón y empuñando la pistola. Kim sacó su arma, fue hasta la puerta del garaje y se apostó a un lado, junto al iluminado mecanismo de apertura automática.

Juan estaba en la puerta trasera de la cocina, con la pistola en la mano y echado a un lado.

Kate y yo entramos en el cuarto de estar, donde Tom y Edie, con las pistolas empuñadas, se hallaban situados a ambos lados de la puerta principal. Scott estaba en pie delante de la puerta, atisbando por la mirilla. No pude por menos de observar que Scott no llevaba nada de ropa, a excepción de un par de anchos pantalones de baño, en la parte posterior de los cuales abultaba la culata de una Glock. Supongo que eso era la versión californiana de la ropa interior. En cualquier caso, anoté mentalmente a su favor el hecho de que no llevara chaleco antibalas.

Tom nos vio y de nuevo insistió en que nos retirásemos al cuarto de la televisión, pero comprendió en seguida que no habíamos recorrido cinco mil kilómetros para quedarnos viendo la tele mientras se producía la detención.

– Cubríos. Por aquí -dijo.

Kate se situó junto a Tom, que estaba a la izquierda de la puerta, y sacó su pistola. Yo me puse junto a Edie, que estaba encajada en un pequeño hueco existente entre la puerta y la pared del cuarto de estar. La puerta se abriría hacia nosotros, que quedaríamos detrás de ella cuando se abriera. Había suficientes armas empuñadas, así que no saqué mi Glock. Miré a Kate, que me miró también, sonrió y me guiñó un ojo. Mi corazón latía violentamente pero me temo que no por Kate Mayfield.

Tom tenía el teléfono móvil junto al oído y estaba escuchando.

– La furgoneta está reduciendo la marcha a unas manzanas de aquí… -nos dijo.

– La veo. Está parando delante de la casa -exclamó Scott, que estaba vigilando por la mirilla.

Se podían oír las respiraciones en la estancia, y pese a todo el apoyo exterior, y todo el material de alta tecnología, y los chalecos antibalas, no hay nada como el momento en que estás a punto de enfrentarte a un asesino armado.

– Está saliendo un hombre de la furgoneta… -dijo Scott, bastante sereno- del lado de la calle, no puedo verlo… va hacia atrás… abre las puertas… lleva un paquete… viene hacia aquí… se ajusta a la descripción… alto, tipo de Oriente Medio… viste vaqueros y camisa de cuello oscuro, lleva un paquete pequeño en la mano… Mira a un lado y a otro…

Tom estaba diciendo algo por el móvil y luego se lo guardó en el bolsillo.

– Todos sabéis lo que hay que hacer -nos dijo en voz baja.

La verdad es que yo me había perdido el ensayo.

– Tened presente que podría ser un inocente repartidor… -dijo Tom-. No actuéis con demasiada violencia pero derribadlo y ponedle las esposas.

Me pregunté qué había sido de la pistola viscosa. Sentí que un ligero sudor me cubría la cara.

Sonó el timbre. Scott esperó unos segundos y luego extendió la mano hacia el picaporte y abrió la puerta. Antes de que ésta obstruyese la visión, vi a Scott sonreír mientras decía:

– ¿Algo para mí?

– ¿Señor Wiggins? -preguntó una voz con acento extranjero.

– No -respondió Scott-. Sólo estoy cuidando la casa. ¿Quiere que firme eso?

– ¿Cuándo estará en casa el señor Wiggins?

– El jueves. Quizá el viernes. Puedo firmar yo. No hay ningún problema.

– Está bien. Firme aquí.

– Esta pluma no escribe. Pase adentro -oí decir a Scott.

Se apartó de la puerta, y no pude por menos de pensar que si Scott fuese realmente el cuidador de la casa, pronto estaría muerto y apestando en el cuarto trasero mientras Asad Jalil esperaba el regreso del señor Wiggins.

El caballero alto y moreno dio un paso en el interior del cuarto de estar, y, en cuanto hubo cruzado el umbral, Edie cerró la puerta de una patada. Aun sin haber sido informado, yo sabía lo que iba a suceder a continuación. En un abrir y cerrar de ojos, Scott agarró al hombre por la camisa y lo lanzó hacia los que esperaban.

En menos de cuatro segundos, nuestro visitante estaba boca abajo en el suelo, conmigo encima de sus piernas y el pie de Edie sobre su cuello mientras Tom y Scott le ponían las esposas.

Kate abrió la puerta y levantó la mano con el pulgar hacia arriba en dirección a quienquiera que fuese el que estaba mirando con prismáticos, luego echó a correr hacia la furgoneta, y yo la seguí.

Registramos la furgoneta pero no había nadie en ella. Unos cuantos paquetes yacían desparramados en el interior, y Kate encontró un teléfono móvil en el asiento delantero. Lo cogió.

Empezaron a aparecer coches como salidos de la nada, deteniéndose con estridente chirriar de frenos delante de la casa, mientras los agentes saltaban a tierra, igual que en las películas, aunque yo no veía la necesidad de los chirridos.

– Está esposado -les dijo Kate.

Observé que se había abierto la puerta del garaje y Roger y Kim estaban ahora en el césped. No había aparecido aún ningún vecino. Se me ocurrió que si aquello fuese el rodaje de una película, se habría congregado una incontrolable multitud de ciudadanos ofreciéndose a gritos para trabajar como extras.

De todos modos, conforme al procedimiento operativo habitual, todos los agentes que habían permanecido apostados regresaron a sus vehículos y reanudaron su vigilancia de la casa para no asustar a algún cómplice que pudiera presentarse, por no mencionar el sobresalto del señor Wiggins si volvía a casa, o de aquellos de sus vecinos que pudieran darse cuenta de lo sucedido.

Kate y yo corrimos a la casa, donde el prisionero yacía ahora de espaldas, estrechamente vigilado por Edie y Scott, mientras Tom permanecía de pie junto a él.

Miré al hombre, y no me sorprendió demasiado descubrir que no era Asad Jalil.

CAPÍTULO 48

Kate y yo nos miramos y miramos luego a los que nos rodeaban. Nadie parecía muy contento.

– Está limpio -dijo Edie.

El hombre estaba gimoteando, y le corrían las lágrimas por la cara. Si alguien tenía alguna duda de que aquél no era Asad Jalil, sus gimoteos la hacían desaparecer.

Roger y Kim se hallaban ahora en el cuarto de estar, y Kim dijo que iba a comunicar por radio con las unidades de vigilancia para decirles que el repartidor no era nuestro hombre y que permanecieran alerta.

Scott tenía la cartera del repartidor en la mano y estaba registrándola.

– ¿Cómo se llama usted? -le preguntó.

El hombre trató de dominarse y sollozó algo que parecía una mezcla de flema y moco.

Scott, sosteniendo en la mano el carnet de conducir del hombre con su foto, repitió:

– Dígame cómo se llama.

– Azim Rahman.

– ¿Dónde vive?

El hombre dio una dirección de Los Ángeles.

– ¿Cuál es su fecha de nacimiento?

Y así sucesivamente. El hombre dio correctamente todas las respuestas del carnet de conducir, lo que le indujo a creer que lo iban a dejar en libertad. Error.

Tom empezó a formularle preguntas sobre cuestiones que no figuraban en su carnet de conducir.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Por favor, señor, he venido a entregar un paquete.

Roger estaba examinando el paquetito pero, naturalmente, no lo abrió, por si contenía una bomba.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó.

– No lo sé, señor.

– No lleva remite -dijo Roger, dirigiéndose a todos-. Voy a dejarlo fuera y a llamar al vehículo de desactivación de explosivos. -Y salió, lo que hizo sentirse un poco más feliz a todo el mundo.

Juan entró en el cuarto de estar, y para entonces Azim Rahman se estaba preguntando probablemente por qué andaban rondando la casa del señor Wiggins todos aquellos tipos con cazadoras del FBI. Pero quizá ya sabía por qué.

Miré la cara de Tom y vi que estaba preocupado. Tratar con violencia a un ciudadano, nativo o nacionalizado, no era bueno para su carrera, por no mencionar la imagen del FBI. Últimamente, incluso golpear a un extranjero ilegal podía traerle a uno complicaciones. Quiero decir que todos somos ciudadanos del mundo, ¿no?

– ¿Es usted ciudadano norteamericano? -preguntó Tom al señor Rahman.

– Sí, señor. He prestado el juramento.

– Enhorabuena.

Tom formuló a Rahman una serie de preguntas acerca de su barrio, en West Hollywood, que Rahman pareció capaz de contestar, luego le formuló otras del tipo de educación ciudadana, primer curso, que Rahman contestó no demasiado mal. Incluso sabía quién era el gobernador de California, lo que me hizo sospechar que fuese un espía. Pero luego no supo decir quién era su congresista, y concluí que, ciertamente, era un ciudadano norteamericano.

Miré de nuevo a Kate, que meneó la cabeza. Yo me sentía bastante deprimido en aquellos momentos, lo mismo que todos los demás. ¿Por qué no salían las cosas conforme a lo planeado? ¿De qué lado estaba Dios?

Edie había marcado el número de teléfono que el señor Rahman le había dado como el de su domicilio, y confirmó que un contestador automático respondía «Residencia Rahman», y la voz parecía la del hombre tumbado en el suelo, no obstante su actual estado emocional.

Edie dijo, sin embargo, que el número de teléfono que figuraba en la furgoneta de Servicio de Entregas Rápidas no estaba dado de alta. Yo sugerí que la pintura de la furgoneta parecía nueva. Todo el mundo miró a Azim Rahman.

Comprendió que estaba de nuevo en dificultades y explicó:

– Acabo de empezar el negocio. Es nuevo para mí, hace unas cuatro semanas…

– ¿De modo que pintó un número en su furgoneta y esperaba que la compañía telefónica le diese ese número? ¿Le parece que somos idiotas?

Yo no podía imaginar qué le parecíamos al señor Rahman desde su perspectiva en el suelo. La posición determina la perspectiva, y cuando estás en el suelo, esposado y rodeado de gente armada, tu perspectiva es diferente de la de las personas que te rodean empuñando armas. Sea como fuere, el señor Rahman se mantuvo firme en su historia, que parecía plausible salvo en lo referente al número de teléfono del negocio.

Así pues, según todos los indicios, nos encontrábamos en presencia de un honrado inmigrante que perseguía el Sueño Americano, y teníamos al pobre bastardo tirado en el suelo y con un chichón rojo en la frente sin más motivo que el hecho de ser oriundo de Oriente Medio. Vergonzoso.

El señor Rahman estaba empezando a recuperar el dominio de sí mismo.

– Por favor, quisiera llamar a mi abogado -dijo.

Oh, oh. Las palabras mágicas. Es axiomático que si un sospechoso no habla durante los cinco o diez primeros minutos, cuando está conmocionado, por así decirlo, puede que no hable nunca. Mis colegas no le habían sonsacado a tiempo.

– Aquí, todos menos yo son abogados -dije-. Hable con ellos.

– Quiero llamar a mi propio abogado.

No le hice caso y pregunté:

– ¿De dónde es usted?

– De West Hollywood.

Sonreí y le aconsejé:

– No me jodas, Azim. ¿De dónde eres?

Carraspeó y dijo:

– De Libia.

Nadie dijo nada pero nos miramos, y Azim advirtió nuestro renovado interés por él.

– ¿Dónde recogiste el paquete que estabas entregando?

Ejerció su derecho a guardar silencio.

Juan había ido a la furgoneta y ahora, ya de regreso, anunció:

– Esos paquetes parecen falsos. Todos están envueltos en el mismo papel marrón, la misma cinta adhesiva, hasta la misma jodida letra. -Miró a Azim Rahman y preguntó-: ¿Qué clase de mierda estás tratando de meternos?

– ¿Cómo dice?

Todo el mundo empezó a intimidar otra vez al pobre señor Rahman, amenazándolo con la cárcel seguida de deportación, y Juan incluso le ofreció una patada en los huevos, que él rehusó.

Llegados a este punto, con el señor Rahman dando respuestas contradictorias, probablemente teníamos elementos suficientes para practicar una detención en toda regla, y pude ver que Tom se inclinaba en esa dirección. La detención significaba lectura de derechos, abogados y todo lo demás, y había llegado el momento de observar las formalidades legales… en realidad había pasado hacía unos minutos.

John Corey, sin embargo, al no estar tan preocupado por las directrices federales ni por su carrera, podía tomarse unas cuantas libertades. La cuestión fundamental era si aquel tipo estaba relacionado con Asad Jalil. Sería realmente bueno que lo supiéramos. Ya.

Así pues, cuando ya habíamos oído suficientes evasivas del señor Rahman, a la sazón sentado en el suelo, lo ayudé a pasar a la posición de decúbito supino y me senté a horcajadas sobre él para asegurarme de que me prestara atención. Apartó la cara.

– Mírame. Mírame -le dije.

Volvió de nuevo la cara hacia mí, y nuestros ojos se encontraron.

– ¿Quién te ha enviado aquí? -pregunté.

No respondió.

– Si nos dices quién te ha enviado aquí, y dónde está ahora, quedarás libre. Si no nos lo dices rápidamente, te echaré gasolina por todo el cuerpo y te prenderé fuego. -Esto, naturalmente, no era una amenaza física, sino sólo una expresión idiomática que no había que tomar al pie de la letra-. ¿Quién te ha enviado aquí?

El señor Rahman permaneció en silencio.

Enuncié de otro modo mi pregunta, esta vez en forma de sugerencia al señor Rahman:

– Creo que debes decirme quién te ha enviado y dónde está.

Por cierto, yo había sacado mi Glock y, por alguna razón, el señor Rahman tenía el cañón dentro de la boca.

El libio estaba adecuadamente aterrorizado.

Para entonces, los agentes federales que se encontraban en la estancia se habían apartado y miraban hacia otro lado.

– Voy a volarte la tapa de los sesos a menos que respondas a mis preguntas -informé al señor Rahman.

Tenía los ojos desorbitados, y empezaba a comprender que había una diferencia entre los demás y yo. No estaba seguro de cuál era la diferencia, y para ayudarlo a comprenderlo mejor, le di un rodillazo en los huevos.

Lanzó un gemido.

El hecho es que cuando adoptas este tipo de medidas más te vale estar seguro de que la persona cuyos derechos puedes estar violando sabe las respuestas a las preguntas que se le formulan y de que te dará esas respuestas. En otro caso, agente contratado o no, me iba a quedar con el culo al aire. Pero nada tiene tanto éxito como el éxito, así que volví a darle otro rodillazo para animarlo a compartir conmigo sus conocimientos.

Varios de mis colegas salieron de la habitación, dejando sólo a Edie, Kate y Tom como testigos de que el señor Rahman era un testigo voluntario cuya cooperación era obtenida sin violencia, etcétera, etcétera.

– Mira, capullo, puedes ir a la cárcel para el resto de tu puta vida, o quizá a la cámara de gas como cómplice de asesinato. ¿Entiendes eso? -le dije.

Ya no estaba chupando mi automática, pero seguía negándose a hablar.

Detesto dejar marcas, así que le metí el pañuelo por la garganta al señor Rahman y le pincé la nariz con dos dedos. No parecía poder respirar por las orejas y empezó a debatirse, tratando de quitarse de encima mis noventa kilos.

Oí carraspear a Tom.

Dejé que el señor Rahman se pusiera un poco azul y luego retiré los dedos con los que le apretaba la nariz. Cogió aliento a tiempo para recibir otro rodillazo en los huevos.

Me habría gustado realmente que Gabe estuviese allí para instruirme sobre lo que daba resultado y lo que no, y no disponía de mucho más tiempo para tratar con aquel tipo, así que volví a apretarle las aletas de la nariz.

Sin entrar en detalles, el señor Azim Rahman percibió la ventaja que suponía colaborar e indicó su voluntad de hacerlo. Le saqué el pañuelo de la boca, y le hice sentarse de un tirón.

– ¿Quién te envió aquí? -le pregunté de nuevo.

Sollozó un poco, y advertí que tenía sentimientos encontrados con respecto a todo aquello.

– Nosotros podemos ayudarte -le recordé-. Podemos salvarte la vida. Habla conmigo, o te llevo de nuevo a esa jodida furgoneta y puedes reunirte con tu amigo y explicarle las cosas a él. ¿Quieres hacer eso? ¿Quieres irte? Te dejaré ir.

No parecía querer irse, así que volví a preguntarle:

– ¿Quién te ha enviado? -Y añadí-: Estoy harto de hacerte la misma jodida pregunta. ¡Responde!

Sollozó un poco más, tomó aliento, se aclaró la garganta y respondió con voz apenas audible:

– No conozco su nombre… él… sólo lo conocía como señor Perleman pero…

– ¿Perleman? ¿Como un judío?

– Sí… pero no era judío… hablaba mi idioma… -Kate tenía ya una foto en la mano y se la puso delante de la cara.

El señor Rahman miró largo rato la foto y luego asintió con la cabeza.

Voilá! Yo no iba a ir a la cárcel.

– ¿Tiene este aspecto ahora? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– Ahora lleva gafas… bigote… tiene el pelo gris…

– ¿Dónde está?

– No lo sé. No lo sé.

– Está bien, Azim, ¿cuándo fue la última vez que lo viste y dónde?

– Yo… me reuní con él en el aeropuerto.

– ¿Qué aeropuerto?

– El de Santa Mónica.

– ¿Llegó en avión?

– No sé…

– ¿A qué hora te reuniste con él?

– Temprano… a las seis de la mañana…

Para ahora, terminada la fase violenta y cooperando ya el testigo, los seis agentes del FBI estaban de nuevo en la habitación, detrás del señor Rahman para no ponerlo nervioso.

Por ser yo quien había conseguido la cooperación y la confianza del testigo, era yo también quien formularía ahora la mayoría de las preguntas.

– ¿Adonde llevaste a ese hombre? -inquirí.

– Yo… lo llevé… quería ir en coche… así que fuimos en coche…

– ¿Adónde?

– Subimos por la carretera de la costa…

– ¿Por qué?

– No sé…

– ¿Cuánto tiempo fuisteis en coche? ¿Adónde fuisteis?

– A ningún sitio… estuvimos… quizá una hora, o más, y luego volvimos aquí, y encontramos un centro comercial que estaba abierto…

– ¿Un centro comercial? ¿Qué centro comercial?

El señor Rahman dijo que no conocía el centro comercial porque no era de allí. Pero Kim, que era de la oficina de Ventura, lo identificó por la descripción de Rahman y salió rápidamente de la habitación para dar la alarma. Pero yo tenía la seguridad de que Asad Jalil no se había quedado todo el día en el centro comercial. Así que volví al aeropuerto.

– ¿Fuiste a buscarlo con tu furgoneta? -pregunté a Rahman:

– Sí.

– ¿Lo esperaste en la terminal principal?

– No… al otro lado. En una cafetería…

El subsiguiente interrogatorio reveló que el señor Rahman se reunió con Asad Jalil en el lado de Aviación General del aeropuerto de Santa Mónica, lo que me inducía a creer que Jalil había llegado en un avión privado. Era lógico.

Luego, con tiempo de sobra hasta el anochecer, los dos caballeros libios dieron un paseo turístico por la costa y regresaron a Ventura, donde el señor Jalil expresó su deseo de hacer algunas compras, adquirir algo de comer quizá y acaso unos cuantos souvenirs.

– ¿Cómo iba vestido?

– Traje y corbata.

– ¿Color?

– Gris… traje gris oscuro.

– ¿Y qué llevaba? ¿Equipaje?

– Sólo un maletín, señor, del que se deshizo durante el trayecto. Lo llevé a un cañón.

Miré a mi alrededor.

– ¿Qué es un cañón?

Tom lo explicó. Me pareció una estupidez.

Me volví de nuevo hacia Azim Rahman y le pregunté:

– ¿Podrías encontrar de nuevo ese cañón?

– No sé… quizá… de día… lo intentaré…

– Desde luego que lo harás. ¿Le diste algo? ¿Tenías algún paquete para él?

– Sí, señor. Dos. Pero no sé qué contenían.

Bueno. Probablemente todos los presentes habían seguido el mismo curso que yo sobre una cosa llamada paquetología, así que pedí al señor Rahman:

– Describe los paquetes, peso, tamaño, todo eso.

El señor Rahman describió una caja genérica, del tamaño aproximado de un horno microondas, salvo que era ligero, lo que nos indujo a todos a creer que podría haber contenido ropa para cambiarse y quizá algunos documentos. Paquetología.

El segundo paquete era más interesante y más terrible. Era alargado. Era estrecho. Era pesado. No contenía una corbata.

Nos miramos todos. Hasta Azam Rahman sabía lo que había en aquel paquete.

Volví de nuevo mi atención hacia nuestro testigo estrella.

– ¿Se deshizo también de los paquetes, o los tiene todavía? -inquirí.

– Los tiene.

Reflexioné unos instantes y llegué a la conclusión de que Asad Jalil iba ahora ataviado con nuevas ropas, tenía nuevos documentos de identidad y llevaba un rifle de alta precisión desmontado en piezas en el interior de alguna bolsa de aspecto inofensivo, como una mochila, por ejemplo.

– ¿Ese hombre te mandó venir aquí para ver si estaba en casa el señor Wiggins?

– Sí.

– Sabes que ese hombre es Asad Jalil, que mató a todos los que iban a bordo de aquel avión que aterrizó en Nueva York.

El señor Rahman aseguró que no veía qué relación tenía eso con él, de modo que se lo expliqué:

– Si estás ayudando a ese hombre, serás fusilado, o ahorcado, o achicharrado en la silla eléctrica, o ejecutado mediante una inyección letal o llevado a la cámara de gas. O quizá te corten la cabeza. ¿Comprendes?

Pensé que se iba a desmayar.

– Pero si nos ayudas a capturar a Asad Jalil -continué-, recibirás una recompensa de un millón de dólares. -No era probable-. Lo has visto en la tele, ¿verdad?

Asintió entusiásticamente, delatando el hecho de que sabía quién había sido su pasajero.

– De modo, señor mío, que basta de dar largas. Quiero tu plena cooperación.

– Se la estoy ofreciendo, señor.

– Muy bien. ¿Quién te contrató para que te pusieras en contacto con ese hombre en el aeropuerto?

Carraspeó de nuevo y respondió:

– No lo sé… de verdad, no sé…

Se lanzó a una complicada explicación de un hombre misterioso que lo abordó un día, hacía unas dos semanas, en la gasolinera de Hollywood donde el señor Rahman trabajaba realmente. El hombre pidió su colaboración para ayudar a un compatriota y le ofreció diez mil dólares, el diez por ciento entonces, el noventa por ciento más adelante, etcétera, etcétera. El clásico reclutamiento realizado por un agente de los servicios de inteligencia -quizá cambiado dos veces- de un pobre patán que necesitaba dinero y tenía parientes en el viejo país. Callejón sin salida, ya que el señor Rahman no volvería a ver más a aquel hombre para cobrar sus nueve mil.

– Esa gente te mataría antes de pagarte -le dije a Rahman-. Sabes demasiado, ¿comprendes?

Comprendía.

– Te eligieron a ti de entre los demás miembros de la comunidad libia porque te pareces a Asad Jalil, y fuiste enviado aquí para ver si había una trampa esperándolo. No sólo para ver si estaba Wiggins. ¿Entiendes?

Asintió.

– Y mira lo que te ha pasado ahora. ¿Estás seguro de que esos tipos son amigos tuyos?

Sacudió la cabeza. El pobre hombre parecía consternado, y yo me sentía mal por los rodillazos que le había dado en los huevos y por haberlo asfixiado prácticamente. Pero él se lo había buscado.

– Muy bien -dije-, ahora viene la gran pregunta, y tu vida depende de la respuesta. ¿Cuándo, dónde y cómo tienes que contactar con Asad Jalil?

Inspiró larga y profundamente y contestó:

– Tengo que llamarlo por teléfono.

– Muy bien. Llamémoslo. ¿Cuál es el número?

Azim Rahman recitó un número de teléfono.

– Ése es un número de móvil -dijo Tom.

Rahman asintió.

– Sí, le di a ese hombre un teléfono móvil. Se me ordenó que comprara dos teléfonos móviles… el otro está en mi vehículo.

El móvil de Kate tenía la función de identificación de llamadas, y supuse que el teléfono de Asad Jalil la tenía también.

– ¿Cuál es la compañía telefónica de esos móviles? -pregunté a Rahman.

Pensó un momento y respondió:

– Nextel.

– ¿Estás seguro?

– Sí. Me indicaron que utilizara Nextel.

Miré a Tom, que meneó la cabeza, indicando que no podían detectar el origen de una llamada hecha por Nextel. En realidad, era difícil rastrear la llamada hecha desde cualquier teléfono móvil, aunque en 26 Federal Plaza y en One Police Plaza teníamos esos artilugios llamados Trigger Box y Swamp Box que, al menos, te podían indicar la localización general de una llamada hecha por AT &T o Bell Atlantic. Al parecer, los amigos del señor Rahman habían ignorado los señuelos y las presiones de las grandes compañías y habían aprovechado una característica poco difundida de una compañía pequeña. Mala suerte para nosotros pero ya habíamos tenido muchos casos de mala suerte, y éste no sería el último.

Había llegado el momento de poner un poco más cómodo al señor Rahman, así que Tom le quitó las esposas. Rahman se frotó las muñecas, y lo ayudamos a ponerse en pie.

Parecía tener dificultades para mantenerse erguido y se quejaba de dolor en una zona imprecisa.

Sentamos al señor Rahman en un sillón, y Kim fue a la cocina a prepararle una taza de café.

Todo el mundo se sentía un poco más optimista, aunque eran escasas las probabilidades de que Azim Rahman convenciera a Asad Jalil de que todo iba bien en la casa de Wiggins. Pero nunca se sabe. Incluso a un tipo listo como Jalil se le podía engañar si estaba obsesionado con un objetivo como el de asesinar a alguien.

Kim regresó con un café solo. Rahman se lo tomó. Y, terminada la pausa del café, dije a nuestro testigo del gobierno:

– Mírame, Azim. ¿Hay alguna palabra en clave que debes usar para indicar peligro?

Me miró como si yo hubiese descubierto el secreto del universo.

– Sí. Eso es -respondió-. Si estoy… como estoy ahora… entonces tengo que decir la palabra «Ventura» durante mi conversación con él. -Nos ofreció un buen ejemplo, utilizando la palabra en una frase como las que yo tenía que hacer en la escuela, y dijo-: Señor Perleman, he entregado el paquete en Ventura.

– Muy bien, pues cuídate muy mucho de pronunciar la palabra «Ventura», o tendré que matarte.

Asintió vigorosamente con la cabeza.

Así pues, Edie entró en la cocina para descolgar el teléfono, todo el mundo apagó sus móviles, y si hubiera habido un perro en la casa lo habríamos mandado a dar un paseo.

Miré mi reloj y vi que Rahman llevaba con nosotros unos veinte minutos, lo cual no era suficiente para que Jalil se pusiera nervioso.

– ¿Tenías que llamar a una hora concreta? -le pregunté.

– Sí, señor. Debía entregar el paquete a las nueve de la noche, conducir luego durante diez minutos y hacer la llamada telefónica desde la furgoneta.

– Muy bien, dile que te has extraviado durante unos minutos. Respira hondo, relájate y piensa cosas agradables.

El señor Rahman adoptó una postura de meditación, respirando pausada y profundamente.

– ¿Ves «Expediente X»? -le pregunté.

Me pareció oír a Kate soltar un gemido.

El señor Rahman sonrió.

– Sí -respondió-, lo he visto alguna vez.

– Estupendo. Scully y Mulder trabajan para el FBI. Igual que nosotros. ¿Te gustan Scully y Mulder?

– Sí.

– Son los buenos, ¿verdad? Nosotros somos los buenos.

Fue lo bastante cortés como para no aludir a mis rodillazos. Con tal de que no los olvidase…

– Y nos encargaremos de que seas trasladado sano y salvo al lugar en que quieras vivir. Yo puedo sacarte de California -le aseguré-. ¿Estás casado?

– Sí.

– ¿Hijos?

– Cinco.

Me alegré de que hubiera tenido los hijos antes de vérselas conmigo.

– Has oído hablar del programa de protección de testigos, ¿verdad?

– Sí.

– Y te ganas un dinero, ¿verdad?

– Sí.

– Muy bien. ¿Tienes que reunirte con ese hombre después de tu llamada telefónica?

– Sí.

– Excelente. ¿Dónde?

– Donde él diga.

– Bien. Asegúrate de que tu llamada telefónica conduce a esa reunión. ¿Sí?

No obtuve una respuesta entusiasta.

– Si todo lo que necesitaba de ti era que vinieses aquí a ver si Wiggins estaba en casa, o si quien estaba era la policía, ¿por qué tiene que reunirse otra vez contigo? -pregunté.

No tenía ni idea, así que yo le di una.

– Porque quiere matarte, Azim. Sabes demasiado. ¿Comprendes?

El señor Rahman tragó saliva y asintió con la cabeza.

Yo tenía alguna buena noticia para él, y dije:

– Ese hombre será capturado y no te causará más problemas. Si haces esto por nosotros, te llevaremos a comer a la Casa Blanca y estarás con el presidente. Entonces te daremos el dinero. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Llevé a Tom a un lado y le pregunté en voz baja:

– ¿Alguien aquí habla árabe?

Negó con la cabeza.

– En Ventura nunca ha hecho falta alguien que hablase árabe. Juan habla español -añadió.

– Suficiente.

Volví junto a Rahman.

– Bien, marca el número -dije-. Mantén la conversación en inglés. Pero, si no puedes, aquí mi amigo Juan entiende un poco de árabe, así que ojo con lo que dices. Marca.

El señor Azim Rahman respiró hondo, carraspeó una vez más y dijo:

– Necesito fumar.

¡Oh, mierda! Oí unos cuantos gemidos.

– ¿Hay alguien que fume aquí? -pregunté.

– Usted ha cogido mis cigarrillos -dijo el señor Rahman.

– No puedes fumar de los tuyos, amigo -le informé.

– ¿Por qué no puedo…?

– Por si son venenosos. Creía que veías «Expediente X».

– ¿Venenosos? No son venenosos.

– Claro que lo son. Olvídate de los cigarrillos.

– Necesito fumar un pitillo. Por favor.

Sé lo que es eso.

– Encenderé uno de los suyos -le dije a Tom.

Tom sacó los cigarrillos de Azim -no eran Camel- y, en un acto de valentía extraordinaria, se puso uno en los labios y encendió el mechero de Azim.

– Si esto es veneno y me hace daño, mis amigos… -dijo Tom.

Le ayudé a terminar:

– Te descuartizaremos con un cuchillo y echaremos los pedazos a un perro.

Azim me miró.

– Por favor -dijo-. Sólo quiero un cigarrillo.

Tom lo encendió, dio una chupada, tosió, no se murió y se lo pasó a Azim, que se puso a fumar sin caerse muerto.

– Bien, amigo -dije-. Es el momento de hacer tu llamada telefónica. Hazla en inglés.

– No sé si podré. -Sujetó delicadamente el cigarrillo mientras marcaba el número, al tiempo que sacudía la ceniza en la taza de café-: Lo intentaré.

– Inténtalo a fondo. Y asegúrate de que entiendes dónde debes reunirte con él.

Rahman escuchó los tonos de llamada, que todos podíamos oír, y luego dijo:

– Sí, aquí Tannenbaum.

¿Tannenbaum?

– Lo siento. Me he perdido.

Escuchó de nuevo, y su expresión cambió de pronto. Nos miró y dijo algo al teléfono. No tengo ni idea de lo que dijo, porque lo hizo en árabe.

Continuó la conversación en árabe, mientras nos miraba encogiéndose de hombros para indicar que no tenía más remedio. Pero Juan mantuvo la calma, fingiendo escuchar, asintiendo con la cabeza e incluso susurrándome al oído.

– ¿Qué coño está diciendo? -me dijo en un murmullo.

Miré a Rahman a los ojos, dibujé con los labios la palabra «Ventura» e hice gesto de rebanarme el pescuezo, perfectamente comprensible en árabe, en inglés y en lo que sea.

Continuó su conversación, y era evidente, pese al desconocimiento del árabe que teníamos todos, que el señor Jalil estaba poniendo en un aprieto al señor Rahman. De hecho, éste empezó a sudar. Finalmente, se apoyó el teléfono en el pecho y dijo simplemente:

– Pide hablar con mis nuevos amigos.

Nadie dijo nada.

El señor Rahman parecía muy turbado.

– Lo siento -nos dijo-. Lo he intentado. Este hombre es demasiado listo. Me pide que toque la bocina de mi furgoneta. Sabe cuál es la situación. Yo no se lo he dicho. Por favor. No quiero hablar con él.

De modo que cogí el teléfono móvil y me encontré hablando con Asad Jalil.

– ¿Oiga? ¿Señor Jalil? -dije con cortesía.

– Sí. ¿Y quién es usted? -respondió una voz grave.

No es buena idea darle tu nombre a un terrorista, así que respondí:

– Soy un amigo del señor Wiggins.

– ¿Sí? ¿Y dónde está el señor Wiggins?

– Por ahí. ¿Dónde está usted, señor?

Se echó a reír. Ja, ja.

– Yo también estoy por ahí -respondió.

Yo había subido el volumen del teléfono y mantenía éste apartado de la cara, y tenía siete cabezas apiñadas a mi alrededor. Todos estábamos interesados en lo que Asad Jalil tenía que decir pero también estaba todo el mundo atento a algún sonido de fondo que pudiera dar una pista del lugar en que se encontraba.

– ¿Por qué no viene a casa del señor Wiggins y lo espera aquí? -le propuse.

– Quizá lo espere en otra parte.

El tío era escurridizo. Yo no quería perderlo, así que resistí la tentación de llamarle jodido asesino follacamellos. Sentí latirme violentamente el corazón y tomé aliento.

– ¿Oiga? ¿Está ahí?

– Sí, señor -respondí-. ¿Hay algo que quiera decirme?

– Quizá. Pero no sé quién es usted.

– Soy del FBI.

Hubo un silencio, y, luego:

– ¿Y tiene un nombre?

– John. ¿Qué quería decirme?

– ¿Qué querría saber, John?

– Bueno, creo que sé casi todo lo que hay que saber. Por eso estoy aquí, ¿no?

Rió. Detesto la risa de los cabrones.

– Permítame que le cuente varias cosas que no sabe.

– Muy bien.

– Mi nombre, como sabe, es Asad, de la familia de Jalil. En otro tiempo tuve un padre, una madre, dos hermanos y dos hermanas. -Procedió luego a darme sus nombres y algunos otros detalles sobre su familia y terminó con-: Ahora están todos muertos.

Prosiguió, hablando de la noche del 15 de abril de 1986, como si permaneciera aún fresca en su mente, como así supongo que era.

– Los norteamericanos mataron a toda mi familia -terminó.

Miré a Kate, y ambos movimos afirmativamente la cabeza.

Habíamos acertado esa parte, aunque ya no importaba gran cosa.

– Simpatizo con usted, y yo… -dije:

– No necesito su simpatía. -Y añadió-: He consagrado mi vida a vengar a mi familia y a mi país.

Iba a ser una conversación difícil, dado lo poco que teníamos en común, pero yo quería mantenerlo al aparato, así que recurrí a las técnicas que había aprendido en la clase de negociación con secuestradores y dije:

– Bueno, ciertamente, lo comprendo. Tal vez haya llegado el momento de contarle al mundo su historia.

– Todavía no. Mi historia no ha terminado.

– Entiendo. Bien, cuando haya terminado, estoy seguro de que querrá contarnos todos los detalles, y nos gustaría darle la oportunidad de hacerlo.

– No necesito que me den ninguna oportunidad. Yo creo mis propias oportunidades. /

Respiré hondo. La técnica clásica no parecía dar resultado. Pero probé de nuevo.

– Escuche, señor Jalil, nos gustaría reunimos con usted, hablar personalmente, a solas…

– Acogería con agrado la oportunidad de reunirme con usted a solas. Quizá lo hagamos algún día.

– ¿Qué tal hoy?

– Otro día. Quizá vaya algún día a su casa, como fui a las casas del general Waycliff y del señor Grey.

– Llame antes de ir.

Se echó a reír. Bueno, aquél cabrón estaba jugando conmigo pero eso no me importa. Forma parte del trabajo. No creía que aquello fuese a conducirme a nada útil, pero si quería hablar, perfecto.

– ¿Cómo piensa salir del país, señor Jalil? -pregunté.

– No sé. ¿Qué me sugiere?

Cabrón.

– ¿Qué le parece que lo llevemos a Libia a cambio de alguna persona que se encuentre en Libia y que nos gustaría tener aquí?

– ¿A quién les gustaría tener en la cárcel más que a mí?

Buena observación, cabrón.

– Pero si lo cogemos antes de que abandone el país, no le ofreceremos ese trato.

– Está usted subestimando mi inteligencia. Buenas noches.

– Un momento. ¿Sabe, señor Jalil? Llevo más de veinte años en esta profesión y es usted el… -mayor hijo de puta-… el hombre más inteligente con el que he tenido que tratar.

– Quizá a usted todo el mundo le parece inteligente.

Estaba a punto de perderlo. Respiré hondo y dije:

– Como lo de hacer matar a aquel hombre de Frankfurt, para que creyéramos que era usted.

– Eso fue inteligente, sí. Pero no tanto. Y lo felicito por ocultárselo a los periodistas… -añadió- o quizá es que usted tampoco lo sabía.

– Bueno, un poco de cada cosa. Oiga, señor Jalil, sólo por saberlo, ¿ha eliminado usted a alguien más que nosotros ignoremos aún?

– Pues sí. El empleado de un motel en las cercanías de Washington y el encargado de una gasolinera en Carolina del Sur.

– ¿Por qué lo hizo?

– Me vieron la cara.

– Comprendo. Bien, es un buen… pero la piloto de Jacksonville también le vio la cara.

Hubo una larga pausa.

– De modo que conoce usted varios detalles -respondió finalmente.

– Desde luego. Gamal Yabar, Yusef Haddad a bordo del avión. ¿Por qué no me habla usted de sus viajes y de las personas con las que se ha encontrado por el camino?

No tenía ningún problema con ello y me hizo una somera exposición de sus viajes en coche y en avión, las personas a las que había matado, dónde se había alojado, cosas que había visto y hecho y todo eso. Yo pensaba que quizá pudiéramos atraparlo si lográbamos determinar qué falsa identidad había utilizado, pero él frustró mis esperanzas.

– Dispongo de una nueva identidad completa, y le aseguro que no tendré ningún problema para marcharme de aquí.

– ¿Cuándo se marcha?

– Cuando quiera. -Y añadió-: Lo único que siento, naturalmente, es no poder ver al señor Wiggins. En cuando al coronel Callum, que sufra y muera retorciéndose de dolor.

Santo Dios. El muy cabrón. Me sentía un poco irritado.

– Puede agradecerme a mí que le haya salvado la vida a Wiggins.

– ¿Sí? ¿Y quién es usted?

– Ya se lo he dicho, John.

Permaneció unos momentos en silencio. Luego dijo de nuevo:

– Buenas noches…

– Espere. Estoy pasando un buen rato. Oiga, ¿le he dicho que yo fui uno de los primeros agentes federales que subieron a bordo de aquel avión?

– ¿De veras?

– ¿Sabe qué me estoy preguntando? Me estoy preguntando si nos habremos visto. ¿Cree que es posible?

– Es posible.

– Quiero decir que usted llevaba un mono azul de mozo de equipajes de Trans-Continental, ¿verdad?

– Exacto.

– Bueno, pues yo era el tipo del traje marrón claro. Iba con una rubia estupenda. -Le guiñé un ojo a Kate-. ¿Nos recuerda?

No contestó en seguida. Al cabo de unos momentos dijo:

– Sí. Yo estaba en la escalera de caracol. -Rió-. Usted me dijo que saliera del avión. Gracias.

– Vaya, que me ahorquen. ¿Era usted? Qué pequeño es el mundo.

El señor Jalil recogió la pelota y dijo:

– De hecho, vi su foto en los periódicos. Usted y la mujer. Sí. Y su nombre aparecía mencionado en el informe del señor Weber que encontré en el Calvin Childers. El señor John Corey y la señorita Kate Mayfield. Naturalmente.

– Eh, es formidable. De verdad. -Maldito cabrón.

– De hecho, señor Corey, creo que he soñado con usted. Sí, era un sueño, y una sensación… una presencia en realidad.

– ¿De veras? ¿Está de broma?

– Usted estaba tratando de capturarme pero yo era más listo y mucho más rápido que usted.

– Yo he tenido justo el sueño contrario. Oiga, realmente me gustaría estar con usted e invitarlo a un trago. Parece un tipo divertido.

– Yo no bebo.

– No bebe alcohol. Usted bebe sangre.

Se echó a reír.

– Sí, de hecho, lamí la sangre del general Waycliff.

– Es usted un follacamellos mentalmente trastornado. ¿Lo sabe?

– Quizá nos reunamos antes de marcharme. Sería muy agradable. ¿Cómo puedo contactar con usted?

Le di el número de la BAT y añadí:

– Llame a cualquier hora. Si no estoy, deje un mensaje y yo lo llamaré.

– ¿Y el número de su casa?

– No lo necesita. Casi todo el tiempo estoy trabajando.

– Y, por favor, dígale al señor Rahman que lo visitará alguien, y también al señor Wíggins.

– Puede olvidarse de eso, amigo. Y, a propósito, cuando lo coja, le voy a sacar los huevos por la boca de una patada y luego le cortaré la cabeza y cagaré encima de su cuello.

– Veremos quién coge a quién, señor Corey. Saludos a la señorita Mayfield. Que tenga un buen día.

– Su madre follaba con Gadafi. Por eso Muammar hizo matar a su padre en París, estúpido… -Se había cortado la comunicación, y permanecí inmóvil unos momentos, tratando de dominarme. Había un silencio absoluto en la habitación.

– Has hecho un buen trabajo -dijo finalmente Tom.

– Sí. -Salí del cuarto de estar, entré en el cuarto de la tele, me dirigí a un mueble bar que había visto antes y me serví varios dedos de whisky. Respiré hondo y lo bebí todo de un trago.

Kate entró y preguntó en voz baja:

– ¿Estás bien?

– Lo estaré pronto. ¿Quieres un trago?

– Sí pero no, gracias.

Me serví otro vaso y me quedé con la mirada perdida en el vacío.

– Creo que ya podemos irnos -dijo Kate.

– ¿Ir adonde?

– Encontraremos un motel y nos quedaremos en Ventura. Luego, por la mañana, nos presentamos en la oficina de Los Ángeles. Todavía conozco a varias personas allí, y me gustaría presentártelas.

No respondí.

– Después, te enseñaré Los Ángeles, si quieres, y luego volvemos a Nueva York.

– Está aquí -dije-. Está muy cerca de aquí.

– Lo sé. Entonces nos quedaremos aquí unos días a ver cómo evolucionan las cosas.

– Quiero que se revisen todas las agencias de alquiler de coches, quiero que se registre de arriba abajo toda la comunidad libia, se vigilen todos los puertos, la frontera mexicana…

– John, ya sabemos todo eso. Se está realizando en estos momentos. Igual que en Nueva York.

Me senté y tomé un sorbo de whisky.

– Maldita sea.

– Escucha, le hemos salvado la vida a Wiggins.

Me puse en pie.

– Voy a estrujar un poco más a Rahman.

– No sabe nada más.

Volví a sentarme y terminé el whisky.

– Sí… bien, supongo que se me han acabado las ideas. -La miré-. ¿Qué crees tú?

– Creo que es hora de dejar que esta gente haga su trabajo. Vámonos.

Me levanté.

– ¿Crees que nos dejarán jugar con la pistola viscosa?

Se echó a reír, la clase de risa que es más bien un suspiro de alivio cuando alguien que quieres empieza a comportarse de forma rara y luego vuelve a la normalidad.

– Está bien -dije-. Vámonos de aquí.

Volvimos al cuarto de estar para recoger nuestras cosas y dar las buenas noches. Rahman había desaparecido, y todo el mundo tenía un cierto aire de abatimiento.

– He llamado a Chuck para que os lleve a un motel -nos dijo Tom.

Justo entonces sonó el móvil de Tom, y todos quedamos en silencio. Él se llevó el teléfono al oído, escuchó y luego dijo:

– Bien… bien… no, no lo pares… nosotros nos encargaremos de todo.

Colgó.

– Elwood Wiggins viene hacia aquí. Le acompaña una mujer.

Se volvió hacia los demás.

– Vamos a permanecer todos aquí, en el cuarto de estar, y dejaremos que el señor Wiggins y su amiga entren en la casa… por el garaje o por la puerta principal. Cuando nos vean…

– Gritamos todos: «¡Sorpresa!» -sugerí.

Tom sonrió.

– Mala idea. Yo lo tranquilizaré y le explicaré la situación.

Detesto cuando se desmayan o salen corriendo. La mitad de las veces se creen qué somos cobradores.

De todos modos, yo no necesitaba estar allí en aquel interesante momento pero luego decidí que me gustaría conocer a Chip Wiggins, sólo por satisfacer mi curiosidad y ver qué aspecto tenía y cómo hablaba. Estoy convencido de que Dios vela por sus creaciones más imprevisibles y despreocupadas.

Pocos minutos después, oímos detenerse un coche en el camino particular, la puerta del garaje se abrió y se cerró de nuevo. Se abrió a continuación la puerta de la cocina y se encendió la luz.

Oímos al señor Wiggins moverse por la cocina y abrir la puerta del frigorífico.

– Oye, ¿de dónde ha salido toda esta comida? -le dijo finalmente a su amiga. Y luego-: ¿De quién son estas gorras de béisbol? Mira, Sue, en estas gorras pone FBI.

– Creo que alguien ha estado aquí, Chip.

¿Qué te ha hecho pensar eso, encanto?

– Sí -convino Chip, preguntándose quizá si se habría equivocado de casa.

Esperamos impacientemente a que el señor Wiggins entrara en el cuarto de estar.

– Quédate aquí -dijo-. Voy a mirar.

Chip Wiggins entró en su cuarto de estar y se detuvo en seco.

– No se alarme, por favor -dijo Tom. Mostró su placa-. FBI.

Chip Wiggins miró a los cuatro hombres y cuatro mujeres que estaban de pie en su cuarto de estar.

– ¿Qué…?

Chip vestía vaqueros, camiseta y botas de marcha, era de tez bronceada, tenía aspecto de estar en magnífica forma física y aparentaba menos edad de la que tenía. Todo el mundo en California está bronceado y en forma, excepto los tipos como yo, que están sólo de paso.

– Señor Wiggins -dijo Tom-, nos gustaría hablar unos minutos con usted.

– ¿A qué viene todo esto?

La amiga asomó la cabeza por la puerta y preguntó:

– ¿Qué ocurre, Chip?

Chip le explicó de dónde habían salido las gorras del FBI.

Al cabo de uno o dos minutos, Chip estaba sentado, la amiga se hallaba en el cuarto de la televisión acompañada por Edie y Chip permanecía relajado pero lleno de curiosidad. Por cierto, que la chica era un bombón, pero yo no me fijé.

– Señor Wiggins, esto guarda relación con la misión de bombardeo en que usted participó el 15 de abril de 1986 -empezó diciendo Tom.

– Oh, mierda.

– Nos hemos tomado la libertad de entrar en su casa sobre la base de la información de que un terrorista libio…

– Oh, mierda.

– …se encontraba en la zona y trataba de atacarlo.

– Oh, mierda.

– Tenemos controlada la situación pero me temo que vamos a pedirle que se abstenga durante algún tiempo de acudir a su trabajo y se tome unas vacaciones.

– ¿Qué…?

– Ese hombre está todavía en libertad.

– Mierda.

Tom puso a Chip parcialmente en antecedentes de la situación y añadió:

– Me temo que tenemos malas noticias para usted. Algunos de sus compañeros de escuadrilla han sido asesinados.

– ¡Qué!

– Asesinados por ese hombre, Asad Jalil.

Tom le dio una fotografía de Jalil y le indicó que la mirase y se la guardara.

Chip miró la fotografía, la dejó a un lado y preguntó:

– ¿Quién ha sido asesinado?

– El general Waycliff y su esposa… -dijo Tom.

– Oh. Dios mío… ¿Terry ha muerto? ¿Y Gail…?

– Sí, señor. Lo siento. También Paul Grey, William Satherwaite y James McCoy.

– Oh, Dios mío… oh, mierda… oh…

– Y, como tal vez sepa, el coronel Hambrecht fue asesinado en Inglaterra en enero.

Chip se dominó y empezó a comprender lo cerca que había estado de tropezarse con la Parca.

– Mierda… -Se puso en pie y miró a su alrededor, como si tratase de descubrir a un terrorista-. ¿Dónde está ese tipo?

– Estamos tratando de apresarlo -le aseguró Tom-. Podemos quedarnos aquí esta noche con usted o esperar a que recoja sus cosas y acompañarlo…

– Me largo de aquí.

– Muy bien.

Chip Wiggins se sumió durante unos momentos en una profunda reflexión, quizá la reflexión más profunda que había tenido en algún tiempo.

– ¿Sabe? -dijo-. Siempre supe… se lo dije a Bill aquel día, después de haber soltado las bombas y cuando nos volvíamos… le dije que aquellos bastardos no iban a dejar pasar la cosa así… oh, mierda… ¿Bill está muerto?

– Sí, señor.

– ¿Y Bob? ¿Bob Callum?

– Está bajo estrecha protección.

– ¿Por qué no va a visitarlo? -intervine.

– Sí… buena idea. ¿Está en la Academia de la Fuerza Aérea?

– Sí, señor -respondí-. Podemos custodiarlos a los dos allí. -Y así sale más barato.

Bueno, de nada servía quedarnos más tiempo, de modo que Kate y yo nos despedimos mientras Chip se iba a hacer la maleta. Parecía la clase de tipo que le prestaría a uno un par de calzoncillos, pero el hombre ya tenía bastante en qué pensar.

Kate y yo salimos al aire fragante del exterior y nos quedamos esperando a Chuck.

– Chip Wiggins es un hombre muy afortunado -observó Kate.

– Además de verdad. ¿Has visto qué tía?

– No sé por qué intento siquiera hablar contigo.

– Lo siento. -Reflexioné unos instantes y dije-: ¿Por qué necesita el rifle?

– ¿Quién? Oh, te refieres a Jalil.

– Sí, Jalil. ¿Por qué necesita el rifle?

– No sabemos si era un rifle.

– Supongamos que lo era. ¿Por qué necesita el rifle? No para matar a Chip en su casa.

– Eso es verdad. Pero quizá quería matarlo en algún otro sitio. En el bosque.

– No, a ese tipo le gusta el trato de cerca y personal. que habla con sus víctimas antes de matarlas. ¿Por qué necesita el rifle? Para matar a alguien al que no puede acercarse. Alguien a quien no necesita hablar.

– Creo que tienes razón.

Llegó el coche y montamos, yo delante, Kate detrás, Chuck al volante.

– Ha habido suerte -dijo Chuck-. ¿Queréis un buen motel?

– Claro. Con espejos en el techo.

Alguien detrás de mí me dio un cachete en la cabeza.

Así que enfilamos en dirección a la costa, donde Chuck dijo que había varios buenos moteles con vistas al océano.

– ¿Hay en la zona un sitio donde conducir toda la noche en paños menores? -pregunté.

– ¿Qué?

– Ya sabes. Como California tiene esos sitios donde conducen toda la noche en paños menores, me preguntaba si…

– Cierra la boca, John -dijo Kate-. No le hagas caso, Chuck.

Mientras el coche avanzaba, Chuck y Kate conversaban sobre logística y planes de acción para el día siguiente.

Yo estaba pensando en el señor Asad Jalil y en nuestra conversación. Estaba tratando de introducirme en su perturbada mente, tratando de pensar qué haría a continuación si fuese él.

De lo único que estaba seguro era de que Asad Jalil no se iba a su país. Volveríamos a tener noticias de él. Y Pronto.

CAPÍTULO 49

Chuck hizo una llamada desde su teléfono móvil y nos reservó dos habitaciones en un sitio llamado Ventura Inn, junto a la playa. Utilizó el número de mi tarjeta de crédito, consiguió la tarifa reducida de funcionario y me aseguró que era un gasto reembolsable.

Luego le entregó una bolsita de papel a Kate y dijo:

– Te he comprado pasta de dientes y cepillo. Si necesitas alguna otra cosa, podemos parar.

– Estupendo.

– ¿Qué has comprado para mí? -pregunté.

Sacó de debajo del asiento otra bolsita y me la dio.

– Unos cuantos clavos para que los mastiques.

Ja, ja.

Abrí la bolsa y encontré pasta de dientes, cepillo, una navaja y un bote de viaje de crema de afeitar.

– Gracias.

– Paga el gobierno.

– Me abrumas.

– Vale.

Me lo guardé todo en los bolsillos de la chaqueta. A los diez minutos llegamos a un edificio de varios pisos en cuya marquesina un letrero lo anunciaba como hotel de Playa Ventura Inn. Chuck detuvo el coche ante la puerta de recepción.

– Nuestra oficina estará atendida toda la noche -dijo-, de modo que, si necesitáis algo, llamad.

– Si surge algo -respondí-, no dejes de llamarnos tú, o me enfadaré de veras.

– Tú eres nuestro hombre, John. Tom quedó impresionado por la forma en que indujiste a ese tipo a colaborar voluntariamente.

– Con un poco de sicología se llega muy lejos.

– A decir verdad, hay un montón de lotófagos por aquí. De vez en cuando es bueno ver un dinosaurio carnívoro.

– ¿Es un cumplido?

– Más o menos. Bien, ¿a qué hora queréis que os recoja por la mañana?

– A las siete y media -respondió Kate.

Chuck saludó con la mano y se alejó.

– ¿Estás loca? -dije a Kate-. Son las cuatro y media de la madrugada, hora de Nueva York.

– Son las diez y media de la mañana, hora de Nueva York.

– ¿Estás segura?

Me ignoró y entró en el vestíbulo del motel. La seguí.

Era un sitio agradable, y por la puerta que daba al salón se oía música de piano.

El recepcionista nos saludó cordialmente y nos informó de que tenía para nosotros unas lujosas habitaciones en el piso doce con vistas al océano. Nada demasiado bueno para los defensores de la civilización occidental.

– ¿Qué océano? -le pregunté.

– El Pacífico, señor.

– ¿Tiene algo con vistas al Atlántico?

Sonrió.

Kate y yo rellenamos los impresos de inscripción, y el hombre hizo una copia de mi tarjeta American Express, que creo que soltó un gemido al pasar a través de la máquina.

Kate sacó del bolso una foto, juntamente con sus credenciales y se la mostró al empleado.

– ¿Ha visto a este hombre?

El empleado pareció menos contento que cuando creía que solamente íbamos a pasar la noche. Miró la foto de Asad Jalil y respondió:

– No, señora.

– Quédesela -dijo Kate-. Y llámenos si lo ve. Se le busca por asesinato-añadió.

El empleado asintió y puso la foto detrás del mostrador.

– Désela luego a la persona que lo releve -le dijo Kate.

Recibimos las tarjetas para abrir la puerta de las habitaciones, y yo sugerí tomar una copa en el salón.

– Yo estoy agotada -dijo Kate-. Me voy a dormir.

– Son sólo las diez.

– Es la una en Nueva York. Estoy cansada.

Tuve la súbita y desagradable impresión de que iba a tener que beber solo y dormir solo.

Fuimos a los ascensores y subimos en silencio.

Al pasar por el décimo piso, más o menos, Kate me preguntó:

– ¿Estás enfadado?

– Sí.

El ascensor llegó al último piso, y salimos.

– Bueno, no quiero que estés enfurruñado -dijo Kate-. Entra en mi habitación a tomar un trago.

De modo que entramos en su habitación, que era grande, y, sin equipaje que deshacer, preparamos rápidamente dos whiskies con soda del minibar y salimos al balcón.

– Olvidemos el caso por esta noche -dijo ella.

– De acuerdo.

Nos sentamos en las dos sillas, con una mesa redonda entre ambos, y contemplamos el océano iluminado por la luna.

Aquello me trajo a la memoria mi convalecencia en casa de mi tío, en la costa oriental de Long Island. Me recordó la noche en que Emma y yo estuvimos bebiendo coñac después de bañarnos desnudos en la bahía.

Me estaba dejando vencer por la melancolía y traté de sobreponerme.

– ¿En qué piensas? -me preguntó Kate.

– En la vida.

– No es buena idea. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que estás en esta profesión, trabajando largas y penosas horas, porque no quieres tener tiempo para pensar en la vida?

– Por favor.

– Escúchame. Te quiero de veras y sé que buscas algo.

– Ropa interior limpia.

– Puedes lavarte tu puñetera ropa interior.

– No se me había ocurrido.

– Escucha, John, tengo treinta y un años, y nunca he estado ni siquiera cerca de casarme.

– No puedo imaginar por qué.

– Bueno, para tu información, no ha sido por falta de ofertas.

– Caramba.

– ¿Crees que volverías a casarte?

– ¿A qué altura crees que estará este balcón?

Pensaba que se enfadaría por mi impertinencia pero, en lugar de ello, se echó a reír. A veces, uno no puede hacer nada bien, a veces uno no puede hacer nada mal. No tiene nada que ver con lo que uno haga, tiene que ver con la mujer.

– La verdad es que hoy has hecho un trabajo formidable -dijo Kate-. Estoy impresionada. Y he aprendido unas cuantas cosas.

– Bueno, cuando le pegas a un tío un rodillazo en los huevos en esa postura, puedes acabar metiéndoselos en el abdomen. Así que tienes que andar con cuidado.

– No creo que seas un hombre violento ni sádico -dijo. La chica era lista-. Yo creo que haces lo que tienes que hacer cuando tienes que hacerlo. Y creo que no te gusta. Eso es importante.

¿Entienden lo que quiero decir? A los ojos de Kate, yo no podía hacer nada malo.

Se había metido dos botellines más de whisky en el bolsillo de la chaqueta, y los abrió y los vació en nuestros vasos. Al cabo de un minuto o cosa así dijo:

– Yo… estoy enterada de aquella cosa que sucedió en Plum Island.

– ¿Qué cosa?

– Cuando destripaste a aquel individuo.

Inspiré profundamente pero no respondí.

Ella dejó pasar unos segundos.

– Todos tenemos un lado oscuro -dijo-. No importa.

– La verdad es que disfruté con ello.

– No es verdad.

– No, no lo es. Pero… había circunstancias atenuantes.

– Lo sé. Mató a alguien que tú querías mucho.

– Dejemos la cuestión.

– De acuerdo. Pero quiero que sepas que comprendo lo que sucedió y por qué.

– Está bien. Procuraré no volver a hacerlo.

¿Entienden lo que quiero decir? Le saco las tripas a aquel tío, y está bien. Realmente estaba bien, porque se lo merecía.

Dejamos a un lado el tema y nos quedamos bebiendo y mirando fijamente el hipnotizante movimiento del océano hacia la playa. Se oía el rumor de las olas que rompían suavemente contra la costa. Una vista espléndida. Llegó un soplo de brisa, trayendo olor a mar.

– ¿Te gusta esto? -pregunté.

– California es agradable. Sus habitantes son muy simpáticos.

La gente suele confundir la excentricidad con la simpatía, pero ¿por qué echar a perder sus recuerdos?

– ¿Tuviste un novio aquí?

– Algo así. ¿Quieres conocer mi historia sexual? -me preguntó.

– ¿Cuánto tiempo llevará?

– Menos de una hora.

Sonreí.

– ¿Fue desagradable tu divorcio? -me preguntó ella.

– En absoluto. Fue desagradable mi matrimonio.

– ¿Por qué te casaste con ella?

– Me lo pidió.

– ¿No sabes decir que no?

– Bueno… creía que estaba enamorado. En realidad, ella era ayudante del fiscal del distrito, y estábamos del lado de los ángeles. Luego, aceptó un importante puesto como abogado defensor de criminales, y cambió.

– No, ella no cambió. Fue el puesto. ¿Podrías tú ser un abogado defensor de criminales? ¿Podrías ser un criminal?

– Entiendo tu punto de vista. Pero…

– Y ella ganaba mucho más dinero defendiendo criminales que tú deteniéndolos.

– El dinero no tuvo nada que ver…

– No digo que esté mal lo que ella hace para ganarse la vida. Lo que digo es que… ¿cómo se llama?

– Robin.

– Robin no era adecuada para ti ni aun cuando era ayudante del fiscal del distrito.

– Buena puntualización. ¿Puedo irme ya? ¿O hay más cosas que necesites decirme?

– No. Espera. De modo que conoces a Beth Penrose, que está en el mismo lado de la ley que tú, y reaccionáis contra tu ex mujer. Te sientes cómodo con una policía. Menos culpable quizá. Estoy segura de que en la comisaría no resultaba nada divertido estar casado con un abogado defensor.

– Creo que es suficiente.

– No lo es. Luego aparecí yo. Un trofeo perfecto, ¿verdad? FBI. Abogado. Tu jefa.

– Alto ahí. Permíteme recordarte que eras… Olvídalo.

– ¿Estás enfadado?

– Naturalmente que estoy enfadado. -Me puse en pie-. Tengo que irme.

Ella se levantó.

– Está bien. Vete. Pero tienes que enfrentarte a ciertas realidades, John. No puedes ocultarte permanentemente detrás de esa máscara de tipo duro y arrogante. Algún día, a no tardar mucho quizá, te retirarás y entonces tendrás que vivir con el verdadero John Corey. Sin pistola. Sin chapa…

– Placa.

– Sin nadie a quien detener. Sin nadie que necesite que lo protejas o que protejas a la sociedad. Serás simplemente tú, y ni siquiera sabrás quién eres.

– Ni tú tampoco. Todo eso no es más que sicofarfolla californiana, y sólo estás aquí desde las siete y media. Buenas noches.

Abandoné el balcón y salí de la habitación. Una vez en el pasillo, localicé la puerta de mi habitación, contigua a la de Kate, y entré.

Me quité los zapatos, tiré la chaqueta encima de la cama y me despojé de pistolera, camisa, corbata y chaleco antibalas. Luego me preparé un trago en el minibar.

Estaba bastante cansado y en realidad me sentía como un trapo. Quiero decir que sabía lo que Kate estaba haciendo, y sabía que no era con mala intención, pero no necesitaba que me obligasen a enfrentarme al monstruo del espejo.

Si le hubiera dado unos minutos más, Kate Mayfield habría pintado un hermoso cuadro de cómo podría ser la vida si nos enfrentáramos a ella juntos.

Las mujeres creen que un marido perfecto es todo lo que necesitan para una vida perfecta. Error. Primero, no hay maridos perfectos. Ni siquiera muchos buenos. Segundo, tenía razón en lo que decía de mí, y yo no iba a ser mejor por vivir con Kate Mayfield.

Decidí lavarme la ropa interior, acostarme y no volver a ver a Kate Mayfield después de que concluyera el caso que nos ocupaba.

Sonó un golpecito en la puerta. Atisbé por la mirilla y abrí la puerta.

Ella entró, y nos quedamos mirándonos el uno al otro.

Yo puedo ser realmente duro en estas situaciones, y me proponía no ceder ni un centímetro, ni besarla y hacer las paces. Ni siquiera tenía ganas de hacer el amor.

Sin embargo, ella llevaba un albornoz blanco del hotel, que se abrió y dejó caer al suelo, revelando su perfecto cuerpo desnudo.

Sentí que mi resolución se ablandaba al tiempo que el señorito se endurecía.

– Siento molestarte pero mi ducha no funciona -dijo-. ¿Podría utilizar la tuya?

– Sírvete tú misma.

Pasó al cuarto de baño, abrió la ducha y entró.

Bueno, ¿qué iba a hacer yo? Me quité los pantalones, los calzoncillos y los calcetines y me metí en la ducha.

Para guardar las formas, por si se producía una llamada nocturna del FBI, salió de mi habitación a la una.

Yo no dormí especialmente bien y me desperté a las cinco y cuarto, que supongo que eran las ocho y cuarto en mi reloj corporal.

Fui al baño y vi que mis calzoncillos estaban colgados del cable de tender retráctil que había sobre la bañera. Estaban limpios, todavía húmedos, y alguien había estampado un beso de carmín en un punto estratégico.

Me afeité, volví a ducharme, me cepillé los dientes y todo eso y luego salí al balcón y permanecí allí desnudo bajo la brisa, mirando el oscuro océano. La luna se había puesto, y el cielo estaba lleno de estrellas. No hay muchas cosas mejores que esto, decidí.

Permanecí allí largo rato porque me sentía a gusto.

Oí abrirse la puerta de cristal corrediza del otro lado del tabique divisorio.

– Buenos días -dije.

Oí su respuesta:

– Buenos días.

El tabique divisorio sobresalía de los balcones, por lo que no podía atisbar al otro lado.

– ¿Estás desnuda? -le pregunté.

– Sí. ¿Y tú?

– Desde luego. Se está de maravilla.

– Reúnete conmigo para el desayuno dentro de media hora.

– De acuerdo. Oye, gracias por lavarme los calzoncillos.

– No te acostumbres.

Estábamos hablando bastante alto, y tuve la impresión de que había otros huéspedes escuchando. Creo que ella tuvo la misma idea, porque dijo:

– ¿Cómo dijiste que te llamabas?

– John.

– Eso. Eres muy bueno en la cama, John.

– Gracias. Tú, también.

De modo que allí estábamos, dos maduros agentes federales, desnudos en nuestros respectivos balcones de hotel separados por un tabique, comportándonos estúpidamente, como hacen los nuevos amantes.

– ¿Estás casado? -me preguntó ella.

– No. ¿Y tú?

– Tampoco.

De modo que ¿cuál era mi próxima frase? Dos pensamientos cruzaron simultáneamente por mi cabeza. Uno, que estaba siendo manipulado por una profesional. Dos, que me encantaba. Comprendiendo que recordaría siempre aquel marco y aquel lugar, respiré hondo y pregunté:

– ¿Quieres casarte conmigo?

Hubo un largo silencio.

Finalmente, una voz de mujer, no la de Kate, gritó desde arriba:

– ¡Contéstale!

– De acuerdo -exclamó Kate-. Me casaré contigo.

En algún lugar, dos personas aplaudieron. Aquello era realmente estúpido. Creo que me sentía aturdido, lo cual no lograba enmascarar mi sensación de pánico. ¿Qué había hecho?

La oí cerrar su puerta corrediza, de modo que no pude matizar mi propuesta.

Entré en mi habitación, me vestí sin chaleco antibalas, y bajé al salón de desayunos, donde tomé café y un ejemplar del New York Times recién salido de la imprenta.

Se continuaba informando de la tragedia del vuelo 175 pero parecía una repetición de lo ya publicado, con unas cuantas declaraciones nuevas de funcionarios federales, estatales y locales.

Había un pequeño párrafo sobre el asesinato del señor Leibowitz en Frankfurt y una nota necrológica. Vivía en Manhattan y tenía esposa y dos hijos. Volví a pensar en los azares de la vida. El hombre va a Frankfurt en viaje de negocios y resulta muerto porque algunas personas necesitan crear la impresión de que un tipo que se encuentra llevando a cabo una misión en Estados Unidos ha vuelto a Europa. Así› simplemente, sin tener en cuenta a la mujer de la víctima ni a sus hijos ni nada. Gentuza.

Había también una reseña del doble asesinato de James Mc-Coy y William Satherwaite en el museo Cuna de la Aviación. Se reproducía la afirmación de un detective de Nassau, que declaraba: «No descartamos la posibilidad de que el móvil de estos asesinatos pueda no haber sido el robo.» Pese a la torturada sintaxis, me di cuenta de que el pequeño Alan Parker estaba racionando la información, un tercio hoy, un tercio mañana, y el resto para el fin de semana.

Hablando de sintaxis torturada, pasé a la columna de crítica cinematográfica de Janet Maslin. Unos días hago el crucigrama del Times, otros días intento entender lo que la Maslin trata de decir. No puedo hacer las dos cosas el mismo día sin que me dé dolor de cabeza.

La Maslin comentaba un éxito de taquilla, una película de aventuras sobre un terrorista de Oriente Medio precisamente, que creo que no le había gustado pero, como digo, es difícil seguir su prosa o su razonamiento. La película era de poca categoría, naturalmente, y la Maslin se considera superior a todo eso, pero alguien del Times tenía que ir a ver aquello y decirle a todos a los que les gustaba por qué era una porquería. Tomé nota mentalmente de ir a ver la película.

Llegó Kate, y me puse en pie y nos dimos un beso rápido. Nos sentamos y miramos los menús, y yo pensé que quizá había olvidado el estúpido incidente de los balcones. Pero luego dejó a un lado el menú y preguntó:

– ¿Cuándo?

– Pues… ¿junio?

– De acuerdo.

Vino la camarera, y encargamos tortitas.

Yo, en realidad, quería leer el Times pero comprendí instintivamente que mi periódico en el desayuno era ya cosa del pasado.

Charlamos brevemente sobre los planes para el día que comenzaba, sobre el caso, sobre las personas que habíamos conocido en casa de Chip Wiggins y a quién me iba a presentar luego Kate en Los Ángeles.

Llegaron las tortitas y comimos.

– Te gustará mi padre-dijo Kate.

– Estoy seguro.

– Es más o menos de tu edad, quizá un poco mayor.

– Bueno, eso está bien. -Recordé una frase de una vieja película y añadí-: Crió una hija excelente.

– Sí, mi hermana.

Solté una risita.

– También te gustará mi madre -dijo.

– ¿Os parecéis?

– No. Ella es guapa.

Reí de nuevo.

– ¿Te parece bien que nos casemos en Minnesota? Tengo una familia numerosa.

– Estupendo. Minnesota. ¿Es una ciudad o un Estado?

– Yo soy metodista. ¿Y tú?

– Cualquier clase de control de la natalidad me parece bien.

– Mi religión. Metodista.

– Oh… mi madre es católica. Mi padre es… alguna especie de protestante. Nunca…

– Entonces podemos educar a los hijos en una secta protestante.

– ¿Tienes hijos?

– Esto es importante, John. Presta atención.

– Sí. Estoy intentando… ya sabes, cambiar de marcha.

Dejó de comer y me miró.

– ¿Estás asustado?

– No, claro que no.

– Pareces asustado.

– Es sólo acidez de estómago. Ocurre con la edad.

– Todo irá bien. Viviremos siempre felices.

– Estupendo. Pero ya sabes, no hace mucho que nos conocemos…

– Lo hará en junio.

– Sí. Es cierto.

– ¿Me quieres?

– Realmente, sí, pero el amor…

– ¿Qué tal si me levanto y me voy de aquí? ¿Cómo te sentirías? ¿Aliviado?

– No. Me sentiría fatal.

– ¿Entonces? ¿Por qué luchas contra tus sentimientos?

– ¿Vamos a empezar con análisis otra vez?

– No. Sólo te estoy diciendo cómo son las cosas. Estoy locamente enamorada de ti. Quiero casarme contigo. Quiero tener hijos contigo. ¿Qué más quieres que diga?

– Di… me encanta Nueva York en junio.

– Odio Nueva York. Pero por ti viviría en cualquier parte.

– ¿En Nueva Jersey?

– No forcemos las cosas.

Había llegado el momento de las revelaciones.

– Escucha, Kate -dije-, debes saber que soy un cerdo chovinista macho, un misógino y que cuento chistes sexistas.

– ¿Qué quieres decir?

Comprendí que esa línea de razonamiento no me llevaba a ninguna parte, así que dije:

– También tengo una mala actitud hacia la autoridad y siempre estoy a punto de crearme problemas profesionales, y no tengo un centavo y no valgo para administrar el dinero.

– Por eso necesitas un buen abogado y un buen contable. Ése soy yo.

– ¿No puedo contratarte, simplemente?

– No. Tienes que casarte conmigo. Soy una profesional de servicio completo. Además, puedo prevenir la impotencia.

Es inútil discutir con una profesional.

La conversación en tono de broma había terminado, y nos miramos el uno al otro por encima de la mesa.

– ¿Cómo sé que no soy el único para ti? -dije finalmente.

– ¿Cómo puedo explicarlo? Mi corazón late más de prisa cuando tú estás en la habitación. Adoro verte, oírte, olerte, saborearte y tocarte. Eres bueno en la cama.

– Gracias. Tú, también. De acuerdo, no voy a hablar de carreras profesionales, de que seas trasladada, de vivir en Nueva York, de mi exigua pensión de invalidez, de los diez años de diferencia de edad…

– Catorce.

– Exacto. No voy a luchar contra esto. Estoy enamorado. Perdidamente enamorado. Si echo esto a rodar, seré desgraciado durante el resto de mi vida.

– Lo serás. Casarte conmigo es lo mejor para ti. Confía en mí. Lo digo de veras. No te rías. Mírame. Mírame a los ojos.

Lo hice, y el pánico desapareció súbitamente, y me invadió una extraña sensación de paz, como la que sentí cuando me estaba desangrando en la calle 102 Oeste. Tan pronto como dejas de luchar contra ello -contra la muerte o contra el matrimonio-, tan pronto como te dejas llevar y te rindes, ves una luz radiante, y un coro de ángeles cantando te sostiene en el aire, y una voz dice: «Ven sin resistirte o tendré que esposarte.»

No, la voz dice realmente: «La lucha ha terminado, ha concluido el sufrimiento, y una nueva vida, esperemos que un poco menos jodida que la anterior, está a punto de comenzar.»

Le cogí la mano a Kate, y nos miramos a los ojos.

– Te quiero -le dije.

Y era verdad.

CAPÍTULO 50

A las siete y media, Chuck nos recogió delante del Ventura Inn.

– Nada nuevo -nos informó.

Lo que no era del todo cierto. Ahora yo estaba comprometido.

Mientras íbamos a la oficina de Ventura, Chuck nos preguntó:

– ¿Estaba bien el hotel?

– Maravilloso -respondió Kate.

– ¿Vais a continuar alojados en él?

– No -respondió Kate-. Pasaremos los próximos días en Los Ángeles. A menos que hayas oído algo diferente.

– Bueno… por lo que he oído, los jefes de Washington quieren que comparezcáis mañana por la tarde en una importante conferencia de prensa. Quieren que estéis allí mañana por la mañana como muy tarde.

– ¿Qué clase de conferencia de prensa? -pregunté.

– La grande. Ya sabes, en la que lo revelan todo. Todo sobre el vuelo Uno-Siete-Cinco, sobre Jalil, sobre la incursión libia del ochenta y seis, sobre la muerte de los pilotos a manos de Jalil y luego sobre lo que sucedió ayer con Wiggins. Revelación completa. Pidiendo la cooperación ciudadana y todo eso.

– ¿Para qué nos necesitan a nosotros en una conferencia de prensa? -pregunté.

– Yo creo que necesitan dos héroes. Chico y chica. Los mejores y los más brillantes. Uno de vosotros es muy fotogénico -añadió. Y se echó a reír. Ja, ja.

El día no empezaba bien, pese a que la temperatura era de veintidós grados y hacía sol otra vez.

– ¿Necesitamos parar para algo? -preguntó Chuck-. ¿Ropa interior?

– No. Sigue.

Pocos minutos después, Chuck nos dejó en el parking de la oficina de Ventura.

– El surf ha terminado. Tengo que irme -anunció.

Supuse que estaba bromeando. De todos modos, salimos, pertrechados con los chalecos antibalas, y echamos a andar hacia el edificio.

– No me gusta esto -le dije a Kate mientras caminábamos-. No necesito que me exhiban en un numerito de relaciones públicas.

– Conferencia de prensa.

– Eso. Tengo trabajo.

– Quizá podamos aprovechar la conferencia de prensa para anunciar nuestro compromiso.

Todo el mundo tiene algo de comediante. Probablemente es influencia mía pero yo no estaba de humor aquella mañana.

Así que entramos en el edificio, subimos en el ascensor y llamamos al zumbador de la puerta. Cindy López nos hizo pasar.

– Tienes que llamar a Jack Koenig -nos informó.

Desearía no volver a oír jamás esas palabras.

– Llama tú -le dije a Kate.

– Quiere hablar con usted -recalcó Cindy-. Hay un despacho vacío ahí.

Kate y yo devolvimos nuestros chalecos. Luego entramos en el derecho y yo marqué el número de Jack Koenig. Eran las ocho en punto en Los Ángeles, y yo estaba razonablemente seguro de que eran las once en Nueva York.

La secretaria de Jack me pasó la comunicación.

– Buenos días -respondió Jack.

Percibí una nota de amabilidad en su voz, lo cual resultaba preocupante.

– Buenos días. -Conecté el altavoz para que Kate pudiese escuchar y hablar. Dije a Jack-: Está aquí Kate.

– Hola, Kate.

– Hola, Jack.

– Primero -dijo Jack-, quiero felicitaros a los dos por un trabajo excelente, una extraordinaria muestra de labor detectivesca y, por lo que he oído, John, una técnica de interrogatorio muy eficaz por lo que se refiere al señor Azim Rahman.

– Le di un rodillazo en los huevos y luego intenté asfixiarlo. Una vieja técnica.

Hizo un breve silencio, seguido por:

– Bueno, he hablado personalmente con el caballero y parecía encantado de la oportunidad de ser un testigo del gobierno.

Bostecé.

– He hablado también con Chip Wiggins -continuó- y he obtenido información de primera mano acerca de aquella incursión sobre Al Azziziyah. Menuda misión. Pero Wiggins indica que quizá una de sus bombas se desviara un poco, y no le sorprendería que fuera ésa la bomba que alcanzó la casa de Jalil. Irónico, ¿verdad?

– Supongo.

– ¿Sabía que a ese complejo de Al Azziziyah lo llamaban «universidad del yihad»? Es verdad. Era y es un centro de entrenamiento terrorista.

– ¿Me está aleccionando para esa estúpida conferencia de prensa?

– Aleccionando, no. Informando.

– Jack, me importa un carajo lo que le ocurriera a esa familia en 1986. Me trae sin cuidado si la familia de Jalil resultó muerta por error o por un acto deliberado. Yo tengo que capturar a un criminal, y el criminal está aquí, no en Washington.

– No sabemos dónde está el sospechoso. Que nosotros sepamos podría estar en Libia, o en la costa oeste, y quizá en Washington. ¿Quién sabe? Lo que yo sé es que el director del FBI y el director de la sección contraterrorista, por no mencionar al propio presidente de la nación, quieren que esté usted en Washington mañana. De modo que no piense siquiera en desaparecer.

– Sí, señor.

– Muy bien. Me juego el puesto si no se presenta.

– Le oigo.

Jack no insistió en ello.

– Kate, ¿cómo estás? -preguntó.

Kate respondió en dirección al altavoz:

– Perfectamente. ¿Qué tal George?

– George se encuentra bien. Continúa en el Club Conquistador pero volverá mañana a Federal Plaza. John -añadió-, el capitán Stein te manda recuerdos y su felicitación por un trabajo bien hecho.

– El criminal está todavía en libertad, Jack.

Pero usted ha salvado varias vidas. El capitán Stein se siente orgulloso de usted. Todos estamos orgullosos de usted.

Etcétera, etcétera. Pero es importante establecer relaciones cuasipersonales en el seno de las fuerzas del orden. Todo el mundo se interesa personalmente por todo el mundo. Eso es buena señal, supongo, y encaja con la nueva y sensiblera Norteamérica. Me pregunté si la CÍA sería así. Lo cual me recordó.

– ¿Dónde está Ted Nash? -pregunté.

– No estoy seguro -respondió Jack-. Yo lo dejé en Frankfurt. Se iba a París.

Se me ocurrió, y no por primera vez, que la CÍA, de la que tantas cosas dependían, estaba ahora siendo eclipsada por el FBI, cuyo ámbito de actuación se ceñía a los agitadores internos. Quiero decir que un tipo como Nash o sus colegas podría estar ahora de vacaciones en Moscú sin correr más peligro que el que entrañaba la mala comida. Una organización como ésa necesita una finalidad, y al carecer hoy en día de finalidad alguna, estaba abocada a meterse en líos. Las manos ociosas son los juguetes del diablo, como solía decirme mi abuela protestante.

En cualquier caso, Jack y Kate continuaban charlando, y Jack hizo unas cuantas preguntas capciosas sobre qué tal nos iba a Kate y a mí y todo eso.

Kate me miró con aire de estar rabiando por comunicar la buena nueva, así que ¿qué podía hacer yo? Asentí con la cabeza.

– John y yo tenemos una buena noticia -le dijo a Jack-. Estamos prometidos.

Creí oír el ruido del teléfono cayendo al suelo al otro extremo del hilo. Hubo un silencio que duró dos segundos más de lo debido. Buena noticia para Jack sería que Kate Mayfield había presentado una demanda contra mí por acoso sexual. Pero Jack es astuto y reaccionó con elegancia.

– Vaya… oye, sí que es buena noticia. Enhorabuena. Enhorabuena, John. Eso es tan… inesperado…

Yo sabía que tenía que decir algo, así que, con mi tono más viril, exclamé:

– Es hora de sentar la cabeza y aceptar el dulce yugo. Mis días de soltero han terminado. Sí, señor. Finalmente he encontrado la chica adecuada. La mujer. No podría ser más feliz. -Etcétera, etcétera.

Así que, resuelta esa cuestión, Jack nos informó sobre el trascendental asunto que nos ocupaba.

– Tenemos agentes comprobando con la Administración Federal de Aviación los planes de vuelos privados. Estamos centrando la atención en los reactores privados. Ya hemos descubierto el plan de vuelo y los pilotos que han transportado a Jalil a través de todo el país. Hemos interrogado a los pilotos. Salieron de Islip, en Long Island. Eso habría sido inmediatamente después de que Jalil asesinara a McCoy y Satherwaite en el museo. Se detuvieron en Colorado Springs, Jalil desembarcó pero sabemos que no mató al coronel Callum.

Jack continuó hablando de Jalil y de su vuelo a Santa Mónica. Los pilotos, según Jack, estaban conmocionados ahora que sabían quién era su pasajero. Eso era interesante pero no tan importante. Demostraba, sin embargo, que Jalil poseía muchos recursos y estaba fuertemente financiado. Además, podía pasar completamente inadvertido.

– ¿Y está tratando de averiguar si Jalil ha alquilado otro avión privado? -pregunté.

– Sí. Pero hay centenares de reactores privados presentando planes de vuelo todos los días. Estamos centrando la atención en aviones no alquilados por empresas o alquilados por empresas extranjeras, vuelos pagados por medios sospechosos y por clientes no habituales, clientes que parezcan extranjeros, etcétera. Es muy remota la posibilidad de dar con algo. Pero tenemos que intentarlo.

– Cierto. ¿Cómo cree que piensa salir del país ese cabrón?

– Buena pregunta. El sistema de seguridad canadiense es eficaz y cooperativo pero no puedo decir lo mismo de nuestros vecinos mexicanos.

– Supongo que no, con cinco mil ilegales cruzando la frontera todos los meses, por no mencionar las toneladas de cocaína mexicana que pasan también. ¿Ha alertado a la DEA, Aduanas e Inmigración?

– Desde luego. Y han asignado personal adicional, y nosotros, también. Va a ser un mes duro para los narcotraficantes y los ilegales. Hemos alertado también a la Guardia Costera. Es muy corta la distancia por mar desde California del Sur a las playas de México. Hemos hecho todo lo que podemos en cooperación con varias agencias locales y federales, así como con nuestros aliados mexicanos, para interceptar al sospechoso si intenta huir a través de la frontera con México.

– ¿Está usted en la tele ahora?

– No. ¿Por qué?

– Habla como si estuviera en directo por televisión.

– Es mi forma de hablar. Así es como debe usted hablar mañana por la tarde. Reduzca los tacos al mínimo.

Sonreí.

Así que conversamos un rato acerca de la persecución desencadenada contra Jalil.

– John, el asunto está controlado -dijo Jack finalmente-. Y está fuera de nuestras manos.

– No del todo. Escuche, quiero volver aquí tan pronto como termine mañana esa conferencia de prensa.

– Es una petición razonable. Veamos cómo se desenvuelve en la conferencia de prensa.

– Una cosa no tiene que ver con la otra.

– Ahora, sí.

– Está bien. Entiendo.

– Estupendo. Hábleme de su conversación telefónica con Asad Jalil.

– Bueno, no teníamos mucho en común. ¿No le han informado sobre ello?

– Sí, pero quiero conocer su impresión sobre el estado de ánimo de Jalil, su talante, la posibilidad de que se proponga regresar a su país o vaya a quedarse aquí.

– Está bien… tuve la impresión de estar hablando con un hombre que ejerce un control absoluto sobre sí mismo y sobre sus emociones. Es más, se presentaba como si continuara controlando la situación, pese al hecho de que le hemos jodido sus planes. Quiero decir, que le hemos frustrado sus planes.

Jack permaneció unos instantes en silencio.

– Siga -dijo después.

– Bueno, si tuviese que apostar, apostaría a que tiene intención de quedarse.

– ¿Por qué?

– No sé. Es una de mis corazonadas. A propósito, hablando de apuestas, quiero los diez dólares de Nash y los veinte de su amigo Edward.

– Pero usted dijo que Jalil estaba en Nueva York.

– Y estaba. Luego se marchó y luego volvió a Long Island. La cuestión es que no se largó a Arenalandia. -Miré a Kate en busca de apoyo. Aquello era importante.

– John tiene razón -dijo Kate-. Ha ganado las apuestas.

– Está bien -respondió Jack-. Aceptaré la imparcial opinión de Kate. -Ja, ja. Luego añadió, con tono serio-: ¿De modo, John, que tiene la impresión de que Asad Jalil continúa en esa zona?

– Sí.

– ¿Pero se trata sólo de una impresión?

– Si quiere decir que estoy ocultando algo, no. Hasta yo sé cuándo desembuchar. Pero… ¿cómo diría yo…? Bien… Jalil me dijo que sintió mi presencia antes de… esto es estúpido. Paparruchas de una Arenalandia mística. Pero yo siento la presencia de ese individuo. ¿Entiende?

Hubo un largo silencio mientras, probablemente, Jack Koenig buscaba el número de la sección siquiátrica de la Brigada.

– Bueno, he aprendido a no apostar dinero contra usted -dijo finalmente con tono afable.

Yo pensaba que iba a decirme que me fuera a dormir un rato pero, en lugar de ello, se dirigió a Kate y preguntó:

– ¿Vais a ir a la oficina de Los Ángeles?

– Sí -respondió ella-. Creo que es buena idea saludar a la gente, establecer una relación de trabajo y ver si podemos ser de alguna utilidad cuando volvamos.

– Tengo entendido que tienes amigos ahí.

– Sí.

Tal vez hubiera en sus palabras una alusión sobreentendida a la historia sexual de una hora de Kate pero yo no era celoso y ya no iba a acudir a ningún cebo. El anzuelo ya estaba echado, el gran pez había sido sacado del agua y se movía ahora a sacudidas por la cubierta, pugnando por respirar, si vale la metáfora. De modo que Kate no necesitaba utilizar antiguos novios o pretendientes, como Teddy, para hacer que John se decidiera y se le declarase.

Jack y Kate charlaron durante un minuto acerca de personas que ambos conocían en Los Ángeles, y luego Jack dijo:

– Muy bien, coged un avión a Dulles pero no más tarde de esta noche.

Kate le aseguró que así lo haríamos.

Jack se dispuso a colgar, pero había llegado el momento de hacerme el Colombo.

– Oh, una cosa más -dije.

– ¿Sí?

– El rifle.

– ¿Qué rifle?

– El rifle que había en el paquete alargado.

– Oh, sí, he interrogado al señor Rahman sobre ese paquete. Y también lo ha hecho todo el mundo, en Los Ángeles y en Washington.

– ¿Y?

– Rahman y su familia están bajo custodia.

– Estupendo. Es lo mejor para ellos. ¿Y?

– Bueno, los agentes de Los Ángeles le han hecho a Rahman dibujar y describir el paquete. Y han fabricado una caja que Rahman dice que es del mismo tamaño, centímetro arriba o abajo, que la que él le dio a Jalil.

– ¿Y?

– Y han ido poniendo pesas metálicas en la caja hasta que le ha parecido a Rahman que el peso era el mismo. Memoria muscular. ¿Conoce…?

– Sí. ¿Y?

– Bueno, ha sido un experimento interesante pero no demuestra nada. Los rifles de culata de nailon y plástico son ligeros, los rifles más antiguos son pesados. Los rifles de caza son largos, los rifles de asalto son más cortos. No hay manera de determinar si era un rifle lo que había dentro.

– Comprendo. ¿Era largo y pesado ese rifle?

– Si era un rifle, era un rifle largo y pesado.

– Como un rifle de caza con mira telescópica.

– En efecto -dijo Jack.

– Bien. Consideremos el peor de los casos. Es un rifle de caza, largo, preciso y con mira telescópica. ¿Qué va a hacer Jalil con él?

– La impresión es que se trataba de un recurso para el supuesto de que Wiggins no estuviese en casa. En otras palabras, Jalil estaba preparado para matar a Wiggins mientras estuviese acampado en el bosque.

– ¿De veras?

– Es una teoría. ¿Tiene usted otra?

– Por el momento, no. Pero me imagino a Chip y su amiga acampados en el bosque y me pregunto por qué Jalil, ataviado con ropa de montañero, no se acerca simplemente hasta ellos para compartir una taza de café en torno a la hoguera y menciona luego con aire casual que ha ido allí a matar a Chip y le explica por qué antes de meterle en la cabeza una bala del calibre 40. ¿Capisce?

Jack dejó pasar unos segundos.

– El caso es que Wiggins estaba acampado con una docena de amigos, de modo que Jalil… -dijo finalmente.

– No cuela, Jack. Jalil haría lo que hiciese falta para mirar a Chip Wiggins a los ojos antes de matarlo.

– Quizá. Bien, la otra teoría, que tal vez sea más lógica, es que si ese paquete contenía un rifle, el rifle debe ser utilizado para ayudar a Jalil en su huida. Por ejemplo, si tuviera que eliminar a un miembro de la patrulla fronteriza en la frontera mexicana, o si se viera perseguido en la mar por un guardacostas. Algo así. Él necesita un arma de largo alcance para cualquier situación que pueda surgir durante su huida de Estados Unidos. En cualquier caso -añadió Jack-, necesitaba un cómplice, Rahman, así que ¿por qué no hacer que Rahman le entregue un rifle, junto con todo lo demás? Los rifles son fáciles de comprar.

– No son fáciles de ocultar.

– Se pueden desmontar. Es decir, no descarto la posibilidad de que Asad Jalil tenga un rifle de alta precisión y se proponga matar a alguien a quien no pudiera tener dentro del radio de acción de su pistola. Pero es cierto que no se ajusta a lo que es su misión declarada ni a su modus operandi. Usted mismo lo ha dicho. De cerca y personal.

– Exacto. En realidad, yo creo que había mobiliario de patio en aquella caja. ¿Ha visto alguna vez cómo empaquetan esa basura barata en las tiendas de rebajas? Un mobiliario de patio de diez piezas metido en una caja no más grande que una caja de camisa. Seis sillas, una mesa, sombrilla y dos tumbonas hechas en Taiwan. Junte la ranura A con la ranura B. De acuerdo, nos veremos en Washington.

– Bien. Tomaremos aquí las disposiciones necesarias para el viaje. Mandaré por fax la información de vuelo a la oficina de Los Ángeles. La conferencia de prensa está convocada para las cinco de la tarde en J. Edgar. Sé que John disfrutó en su última visita aquí. Y, de nuevo, enhorabuena a los dos por vuestro excelente trabajo y por vuestro compromiso. ¿Está fijada ya la fecha?

– Junio -respondió Kate.

– Magnífico. Los noviazgos cortos son los mejores. Espero estar invitado.

– Por supuesto que lo estás -le aseguró Kate.

Pulsé el botón de desconexión.

Kate y yo permanecimos unos momentos en silencio, y luego ella me dijo:

– Estoy preocupada por ese rifle.

– Y con motivo.

– Quiero decir… no me pongo nerviosa con facilidad, pero podría proponerse disparar contra nosotros.

– Posiblemente. ¿Quieres ponerte otra vez la camiseta de Little Italy?

– ¿El qué?

– El chaleco antibalas.

Se echó a reír.

– Eres único para los nombres.

Volvimos al área común y mantuvimos una improvisada reunión con las seis personas que había, incluidos Juan, Edie y Kim. Tomamos café.

– Dentro de media hora vamos a traer de Los Ángeles al señor Rahman -dijo Edie-. Vamos a hacer que nos lleve al cañón adonde llevó a Jalil para tirar aquel maletín.

Asentí. En eso también había algo que me preocupaba. Comprendía que Jalil tenía que matar el tiempo a aquella hora tan temprana, antes de que las tiendas abriesen, pero podía haberle dicho a Rahman que lo llevase, simplemente, a un motel barato. ¿Por qué viajó durante una hora a lo largo de la costa en dirección al norte y se deshizo allí del maletín?

En cualquier caso, no le pedí a Cindy los chalecos antibalas, y tampoco lo hizo Kate. Quiero decir que todo lo que íbamos a hacer era circular por Los Ángeles. Aunque tal vez fuera eso razón suficiente para llevar chaleco antibalas. Bueno, es la clásica broma de Nueva York.

Pero Cindy nos dio dos estupendos maletines de lona con grandes logotipos del FBI como recuerdo de nuestra visita, y quizá también como una forma de decirnos: «No queremos volver a veros.» Aunque puede que fueran imaginaciones mías.

Así que Kate y yo metimos en los maletines nuestros objetos de aseo y nos preparamos para ir a la oficina de Los Ángeles. Descubrimos que no había ningún helicóptero disponible, lo que a veces es un indicio de que tu cotización está bajando. Había disponible, sin embargo, un coche, sin conductor, y Cindy nos dio las llaves. Kate le aseguró que conocía el camino. La gente de California es realmente amable.

Nos estrechamos todos la mano y prometimos mantenernos en contacto, y nos invitaron a volver en cualquier momento, a lo que yo respondí:

– Volveremos pasado mañana.

Eso produjo el mismo efecto que si me hubiera tirado un pedo.

Finalmente, salimos, encontramos el Ford Crown Victoria azul en el parking, y Kate se sentó al volante.

Parecía muy excitada por conducir de nuevo en California y me informó de que tomaríamos la pintoresca carretera de la costa que llevaba a Santa Mónica, pasando por Santa, luego Las Santas Santos, y después algunas Santas más. A mí me importaba un rábano pero si ella era feliz, yo era feliz.

CAPÍTULO 51

Seguimos la carretera de la costa, cruzamos Santa Oxnard y continuamos en dirección sur hacia Los Ángeles. El agua estaba a nuestra derecha, las montañas a nuestra izquierda. Cielo azul, agua azul, coche azul, ojos azules de Kate. Perfecto.

Kate dijo que había una hora de trayecto hasta la oficina del FBI en Wilshire Boulevard, cerca del campus de la UCLA en West Hollywood, y también cerca de Beverly Hills.

– ¿Por qué no está la oficina en el centro de la ciudad? ¿Hay un centro de la ciudad?

– Lo hay pero el FBI parece preferir ciertos barrios.

– Barrios caros, blancos y en las afueras, por ejemplo.

– A veces. Por eso no me gusta el bajo Manhattan. Está increíblemente congestionado.

– Es increíblemente vivo e interesante. Voy a llevarte a Fraunces Tavern. Ya sabes, donde Washington se despidió de sus oficiales. Quedó con una invalidez del setenta y cinco por ciento.

– Y se fue a vivir a Virginia. No podía soportar la congestión.

Continuamos un rato con las comparaciones California-Nueva York mientras Kate conducía. Luego, ella me preguntó:

– ¿Eres feliz?

– Más que feliz.

– Estupendo. Pareces menos asustado.

– Me he rendido a la luz. Háblame de la oficina de Los Ángeles. ¿Qué hacías allí?

– Fue un destino interesante. Es la tercera oficina más grande del país. Unos seiscientos agentes. Los Ángeles es la capital de atracos a bancos del país. Teníamos cerca de tres mil atracos a bancos al año, y…

– ¿Tres mil?

– Sí. La mayoría a cargo de yonquis. Pequeñas cantidades sin importancia. Hay cientos de pequeñas sucursales en Los Ángeles, y la red de carreteras es muy amplia, de modo que los ladrones pueden huir con facilidad. En Nueva York, el atracador permanecería sentado en un taxi durante media hora ante un semáforo en rojo. De todas formas, eso era un rollo más que otra cosa. Había muy pocos heridos. De hecho, mi sucursal bancaria fue asaltada una vez estando yo allí.

– ¿Cuánto te llevaste?

Rió.

– Yo no me llevé nada pero el ladrón cogió entre diez y veinte mil.

– ¿Lo capturaste?

– Sí.

– Cuéntame.

– Nada de particular. El tipo está delante de mí en la cola, le pasa una nota a la cajera, y ella se pone toda nerviosa, de modo que me doy cuenta de lo que está pasando. Ella le llena una bolsa de dinero, el hombre se vuelve para marcharse y se da de narices con mi pistola. Es un delito estúpido. Poco dinero, delito federal, y entre el FBI y la policía resolvíamos más del setenta y cinco por ciento de los atracos.

Luego charlamos sobre los dos años pasados por Kate en Los Ángeles.

– Y también es la única oficina del país con dos representantes de los medios de comunicación a jornada completa -dijo-. Teníamos muchos casos importantes que atraían la atención de los medios. Montones de casos que afectaban a celebridades. Conocí a varias figuras cinematográficas y una vez tuve que vivir en la mansión de un famoso actor y viajar con él durante varias semanas porque alguien había amenazado con matarlo, y la amenaza parecía seria. Luego estaban los sindicatos asiáticos del crimen organizado. El único tiroteo en que he participado jamás fue con una banda de contrabandistas coreanos. Son tipos duros esos tíos. Pero en la oficina tenemos varios coreanoamericanos que se han infiltrado en los sindicatos. ¿Te estoy aburriendo?

– No. Esto es más interesante que «Expediente X». ¿Quién era el actor de cine?

– ¿Estás celoso?

– En absoluto. -Quizá un poco.

– Era un hombre mayor. Rondaba los cincuenta. -Rió.

¿Por qué no me estaba divirtiendo aún? En cualquier caso, parecía que Kate Mayfield no era la ingenua provincianita que yo creía que era. Había experimentado el lado oscuro de la vida americana, y aunque no había visto lo que yo había visto a lo largo de veinte años trabajando en Nueva York, había visto más que la típica Wendy Wasp de Wichita. De todos modos, tenía la impresión de que nos faltaban muchas cosas por saber el uno del Otro. Me alegraba de que ella no me preguntase por mi historia sexual, porque estaríamos en Río de Janeiro antes de que hubiera terminado de contarla. Es broma.

En conjunto, fue un recorrido agradable, ella sabía desenvolverse, y antes de mucho nos encontramos en Wilshire Boulevard. Kat introdujo el coche en el amplio parking de un blanco edificio de oficinas de veinte pisos, con flores y palmeras. Hay algo en las palmeras que hace pensar que nada grave o intenso está ocurriendo en los alrededores.

– ¿Interviniste alguna vez en algo relacionado con el terrorismo de Oriente Medio? -le pregunté.

– Personalmente, no. No hay mucho de eso aquí. Creo que tienen un especialista sobre Oriente Medio. -Y añadió-: Ahora tienen dos más.

– Sí, claro. Tú quizá. Yo no sé ni jota de terrorismo de Oriente Medio.

Ella introdujo el coche en un espacio libre y apagó el motor.

– Ellos creen que sí. Estás en la Brigada Antiterrorista, sección de Oriente Medio.

– Cierto. Lo había olvidado.

Bajamos del coche, entramos en el edificio y tomamos el ascensor hasta el piso dieciséis.

El FBI ocupaba toda la planta, además de varias otras que compartía con el Departamento de Justicia.

Resumiendo, la hija pródiga había vuelto, hubo abrazos y besos a tutiplén, y observé que las mujeres parecían tan contentas de ver a Kate como los hombres. Eso es buena señal, según mi ex, que me lo explicó todo una vez. Ojalá la hubiera escuchado.

Bueno, pues hicimos la ronda de las oficinas, y yo estreché un montón de manos y sonreí tanto que me dolía la cara. Tenía la impresión de estar siendo exhibido por… por mi… prometida. Ya está, ya lo he dicho. Sin embargo, la verdad es que Kate no realizó ningún anuncio de ese estilo.

En algún lugar de aquel laberinto de pasillos, cubículos, compartimentos y despachos acechaban uno o dos amantes, o quizá tres, y yo trataba de localizar a los muy cabrones pero no percibía ninguna señal. Se me da bien distinguir a la gente que está tratando de joderme pero me cuesta más distinguir a los que han jodido uno con otro. Hoy es el día, por ejemplo, en que no estoy seguro de si mi mujer jodia con su jefe. Hacen muchos viajes de negocios pero… ya no importa, y tampoco importaba entonces.

Quiso mi buena suerte que el individuo con quien yo había hablado por teléfono el otro día, el señor Sturgis, agente delegado a cargo de no sé qué, quisiera hablar conmigo, así que fuimos escoltados hasta su despacho.

El señor Sturgis se levantó de su mesa y salió a mi encuentro con la mano extendida, que yo estreché mientras intercambiábamos saludos. Su nombre de pila era Doug, y quería que yo lo llamara así. ¿Cómo lo iba a llamar si no? ¿Claude?

Doug era un caballero elegante, más o menos de mi edad, bronceado, en buena forma física y bien vestido. Miró a Kate y se dieron la mano.

– Me alegra verte, Kate -dijo.

– Es agradable volver -respondió ella.

¡Bingo! Aquél era el tipo. Me di cuenta por la forma en que se miraron durante apenas un segundo. Creo.

El caso es que hay muchas formas de infierno pero la más exquisitamente infernal es ir a algún sitio donde tu esposa o tu amante conoce a todo el mundo, y tú no conoces a nadie. Fiestas de oficina, reuniones de clase, cosas de ésas. Y, naturalmente, estás tratando de adivinar quién ha tenido acceso carnal con tu compañera, aunque sólo sea para ver si ésta tenía al menos buen gusto y no estaba follando con el payaso de la clase o el idiota de la oficina.

Comoquiera que fuese, Sturgis nos invitó a sentarnos, y tomamos asiento, aunque lo que yo quería realmente era largarme de allí.

– Es usted exactamente tal como lo he imaginado por teléfono -me dijo.

– Usted también.

Dejamos la cosa así, y pasamos a hablar del asunto que nos ocupaba. Sturgis divagó un poco, y advertí que tenía caspa y las manos pequeñas. Los hombres con las manos pequeñas suelen tener pitos pequeños. Es un hecho.

Traté de ser agradable pero no lo conseguí. Finalmente, él percibió mi estado de ánimo y se levantó. Kate y yo nos levantamos también.

– Gracias de nuevo por su excelente trabajo y su destreza en este asunto -dijo-. No puedo decir que tenga confianza en que vayamos a capturar a ese individuo pero, al menos, está huyendo, y no causará más problemas.

– Yo no apostaría por ello -dije.

– Bueno, señor Corey, un hombre que huye puede ser un hombre desesperado, pero Asad Jalil no es un criminal común. Es un profesional. Lo único que quiere ahora es escapar y no atraer más atención sobre su persona.

– Es un criminal, común o no, y los criminales hacen cosas criminales.

– Buena observación -dijo con desdén-. Lo tendremos presente.

Pensé que debía mandar a aquel idiota a hacer puñetas pero él ya sabía lo que yo estaba pensando.

– Si alguna vez quieres volver -le dijo a Kate-, presenta la solicitud, y haré todo lo que pueda para que te lo concedan.

– Muy amable por tu parte, Doug.

Puah.

Kate le dio una tarjeta y dijo:

– Aquí tienes mi número de móvil. Llámame, por favor, si surge algo. Nosotros vamos a dar una vuelta por la ciudad. John no ha estado nunca en Los Ángeles. Nos iremos en el último avión de la noche.

– En cuanto sepa algo, te llamo. Si quieres te llamo más tarde para mantenerte al tanto.

– Te lo agradecería.

Uf.

Se estrecharon la mano y se despidieron.

Yo olvidé darle la mano al salir, y Kate me alcanzó, en el pasillo.

– Te has portado groseramente con él -me informó.

– No es verdad.

– Sí que lo es. Estabas derrochando simpatía con todo el mundo y luego vas y te muestras desagradable con un supervisor.

– No me he mostrado desagradable. Y no me gustan los supervisores. Me fastidió cuando hablé con él por teléfono.

Dejó el tema, quizá porque sabía adónde conducía. Desde luego, puede que yo estuviera totalmente equivocado respecto a cualquier relación amorosa entre el señor Douglas Pindick y Kate Mayfield pero ¿y si no lo estaba? ¿Y si yo hubiera sido todo dulzura y sonrisas con Sturgis mientras él pensaba en la última vez que se había tirado a Kate Mayfield? Habría quedado como un imbécil. Más vale jugar sobre seguro y mostrarse desagradable.

En cualquier caso, mientras recorríamos el pasillo se me ocurrió que estar enamorado tenía muchos inconvenientes.

Kate se pasó por la sala de comunicaciones y recogió nuestra información de vuelo.

– El vuelo Dos-Cero-Cuatro de United sale del aeropuerto internacional de Los Ángeles a las once cincuenta y nueve de la noche y llega a Washington-Dulles a las siete cuarenta y ocho de la mañana -me informó-. Confirmadas dos reservas en clase business. Nos esperarán en el Dulles.

– ¿Y luego?

– No dice nada.

– Quizá tenga tiempo para ir a quejarme a mi congresista.

– ¿De qué?

– De tener que abandonar el trabajo por una estúpida conferencia de prensa.

– No creo que un congresista pueda intervenir en eso. Y por lo que se refiere al asunto de la conferencia de prensa, han mandado un fax con varios puntos que hay que destacar.

Miré las dos páginas del fax. No había firma, naturalmente. Estas «sugerencias» nunca van firmadas, y se supone que la persona que responde a las preguntas de los periodistas lo hace de forma espontánea.

En cualquier caso, parecían no quedar ya más viejos amigos de Kate, así que entramos en el ascensor y bajamos en silencio.

– No ha sido tan malo, ¿verdad? -me dijo en el parking, mientras nos dirigíamos hacia el coche.

– No. De hecho, podemos volver y hacerlo otra vez.

– ¿Tienes algún problema hoy?

– Ninguno.

Subimos al coche y salimos al Wilshire Boulevard.

– ¿Hay algo especial que te gustaría ver? -me preguntó.

– Nueva York.

– ¿Qué tal uno de los estudios cinematográficos?

– ¿Qué tal tu antiguo apartamento? Me gustaría ver dónde vivías.

– Buena idea. En realidad, alquilé una casa. No está lejos de aquí.

Así que atravesamos West Hollywood, que parecía un sitio estupendo, si no fuera porque estaba hecho de cemento y pintado con colores apastelados que daban a las casas un aspecto de huevos de Pascua prismáticos.

Kate entró con el coche en un agradable barrio suburbano y pasó por delante de su antigua vivienda, que era una casita de estuco de estilo español.

– Muy bonita -observé.

Continuamos por Beverly Hills, donde las casas iban siendo cada vez más grandes, cruzamos luego Rodeo Drive y capté una vaharada de perfume Giorgio procedente de la tienda del mismo nombre. Aquello impediría que un cadáver apestase.

Aparcamos en Rodeo Drive, y Kate me llevó a almorzar a un acogedor restaurante al aire libre.

Permanecimos tranquilamente de sobremesa, sin citas a las que acudir, ni agenda que cumplir ni preocupación alguna en el mundo. Bueno, quizá unas pocas.

A mí no me importaba matar el tiempo, porque lo estaba matando cerca de donde se habían teñido las últimas noticias de Jalil. Seguía esperando que sonase el teléfono y que fuese con alguna noticia que me impidiera volar a Washington. Detestaba Washington, naturalmente, y por buenas razones. Mi animosidad hacia California era irrazonable en su mayor parte, y me avergonzaba de mí mismo por mis prejuicios contra un lugar en el que nunca había estado.

– Comprendo por qué te gusta esto.

– Es fascinante.

– Sí. ¿Nieva alguna vez?

– En las montañas. Se puede ir en unas horas de la playa a las montañas y al desierto.

– ¿Cómo te vestirías para un día así?

Ja, ja.

El Chardonnay de California era bueno, y nos bebimos una botella entera, lo que nos incapacitaba durante un rato para conducir. Pagué la cuenta, que no era demasiado elevada, y fuimos paseando por Beverly Hills, que es realmente bonito. Observé, sin embargo, que los únicos peatones eran hordas de turistas japoneses que tomaban fotografías y grababan vídeos.

Paseamos y miramos escaparates. Le señalé a Kate que su blazer color ketchup y sus pantalones negros se le estaban quedando un poco arrugados y ofrecí comprarle un nuevo atuendo.

– Buena idea -dijo ella-. Pero en Rodeo Drive te costará un mínimo de dos mil dólares.

Carraspeé y repliqué:

– Te compraré una plancha.

Se echó a reír.

Miré unas cuantas camisas en los escaparates, y los precios parecían prefijos telefónicos. Pero, generoso que soy, compré una bolsa de chocolatinas caseras, que fuimos comiendo mientras paseábamos. Como he dicho, no había muchos peatones, así que no me sorprendió descubrir que los turistas japoneses nos estaban grabando a Kate y a mí.

– Creen que eres una estrella de cine -le dije.

– Eres un encanto. eres la estrella. Tú eres mi estrella.

Normalmente, habría vomitado las chocolatinas por toda la acera pero estaba enamorado, caminando sobre una nube, con la cabeza llena de cánticos de amor y todo eso.

– Ya he visto bastante de Los Ángeles -dije-. Vámonos a una habitación en alguna parte.

– Esto no es Los Ángeles. Es Beverly Hills. Hay muchas cosas que quiero enseñarte.

– Hay muchas cosas que yo quiero ver, pero tu ropa las tapa todas. -¿No es eso romántico?

Ella parecía dispuesta, pese al hecho de que ahora estábamos prometidos, y volvimos al coche, en el que nos dirigimos a un sitio llamado Marina del Rey, cerca del aeropuerto.

Kate encontró un bonito motel a la orilla del agua y nos registramos, llevando a la habitación nuestros maletines de lona del FBI.

Desde nuestra ventana se veía el muelle, donde permanecían fondeadas numerosas embarcaciones, y recordé de nuevo mi estancia en Long Island. Si algo había aprendido allí era a no ligarme a ninguna persona, lugar o cosa. Pero lo que aprendemos y lo que hacemos rara vez coinciden.

Advertí que Kate me estaba mirando, así que sonreí.

– Gracias por este hermoso día -le dije.

Sonrió ella también, y luego quedó pensativa unos momentos.

– Yo no te habría presentado a Doug. Él insistió en conocerte -dijo finalmente.

Asentí con la cabeza.

– Comprendo. Está bien.

Así que, gracias a mi savoir faire, la cosa quedaba olvidada. No obstante, tomé nota mentalmente de darle un rodillazo en los huevos a Doug en la primera oportunidad. Kate me besó con fuerza.

Poco después, estábamos en la cama, y, naturalmente, sonó su teléfono móvil. Había que contestar, lo que significaba que yo debía dejar de hacer lo que estaba haciendo. Rodé de costado maldiciendo al inventor del teléfono móvil. Kate se incorporó, tomó aliento y contestó:

– Mayfield.

Escuchó, con la mano sobre el micrófono mientras trataba de normalizar su respiración.

– De acuerdo… -dijo-. Sí… sí, lo hemos hecho… no… estamos… sólo sentados junto al mar en Marina del Rey. Sí… de acuerdo… Dejaré el coche en el parking de la policía… bueno… gracias por llamar. Sí. Tú, también. Adiós.

Colgó, se aclaró la garganta y dijo:

– Detesto cuando sucede esto.

No respondí.

– Bueno, era Doug. Nada nuevo. Pero dice que, si hasta media hora antes de tomar el avión, sucede algo que pueda cambiar nuestros planes, hará que alguien nos llame. Ha hablado con Washington, y, salvo que Jalil sea capturado por aquí, tenemos que volar esta noche. Pero si lo capturan aquí, entonces nos quedamos y damos aquí una conferencia de prensa.

Me miró un instante y continuó:

– Somos los héroes del momento, y debemos estar donde estén la mayoría de las cámaras. Hollywood y Washington trabajan igual.

Volvió a mirarme fugazmente y prosiguió:

– Es un poco forzado, y no me gusta, pero en un caso como éste hay que prestar atención a los medios de comunicación. Francamente, al FBI le vendría bien una inyección de buena prensa.

Me dirigió una sonrisa y añadió:

– Bueno, ¿dónde estábamos?

Se puso encima y me miró a los ojos.

– Fóllame. ¿Vale? -dijo en voz baja-. Somos sólo tú y yo esta noche. No existe ningún mundo ahí fuera. No hay pasado ni futuro. Sólo el ahora y sólo nosotros.

Sonó el teléfono, y despertamos los dos, sobresaltados. Kate cogió el móvil, pero seguía sonando un teléfono, y nos dimos cuenta de que era el de la habitación. Descolgué yo, y una voz dijo:

– Son las diez y cuarto, la hora a la que deseaban ser despertados. Que pasen buena noche.

Colgué.

– Es la hora.

Nos levantamos de la cama, nos lavamos, nos vestimos, salimos del motel y subimos al coche. Eran casi las once de la noche, o sea, las dos de la madrugada en Nueva York, y mi reloj corporal estaba completamente desbaratado.

Kate puso el coche en marcha, y nos dirigimos hacia el aeropuerto internacional de Los Ángeles, a sólo unos kilómetros de distancia. Pude ver reactores comerciales que despegaban y enfilaban hacia el oeste, sobre el océano.

– ¿Quieres que llame a la oficina de Los Ángeles?

– No hace falta.

– Está bien. ¿Sabes lo que temo? Que detengan a Jalil mientras nosotros estamos volando. Yo quería estar presente en ese momento. Y tú también. ¿Hola? Despierta.

– Estoy pensando.

– Ya está bien de pensar. Habla conmigo.

Hablamos. Llegamos al aeropuerto, y Kate llevó el coche a las instalaciones de la policía de Los Ángeles, donde nos estaba esperando un amable sargento con un coche preparado para llevarnos a la terminal de vuelos nacionales. Yo no creía que pudiera acostumbrarme a todas aquellas cortesías.

El caso es que el joven conductor de la policía nos trataba como si fuésemos estrellas de cine y quería que hablásemos de Asad Jalil. Kate le complació y yo, en mi papel de poli de Nueva York, me limité a gruñir por la comisura de los labios.

Bajamos del coche, y nos deseó una buena velada y un feliz vuelo.

Entramos en la terminal y acudimos al mostrador de United Airlines, donde nos esperaban dos billetes de clase business. Nuestras autorizaciones para llevar armas de fuego a bordo estaban ya extendidas y sólo necesitaban nuestras firmas en los impresos.

– El embarque será dentro de veinte minutos, pero, si lo desean, pueden utilizar el club Alfombra Roja -nos informó la empleada de la compañía, y nos dio dos pases para el club.

Yo estaba esperando que sucediese algo realmente terrible, como suelen esperarlo los neoyorquinos, pero ¿podía haber algo peor que el hecho de que todo el mundo te sonriese y te deseara toda clase de cosas buenas?

De todos modos, nos dirigimos al Club Alfombra Roja, y fuimos admitidos en su interior. Una diosa de pelo color ala de cuervo instalada tras el mostrador nos sonrió, recogió nuestros pases y nos indicó que nos acomodáramos en el salón, donde las bebidas corrían por cuenta de la casa. Naturalmente, para entonces yo ya creía que me había muerto y me encontraba en el cielo de California.

No tenía ganas de tomar alcohol, pese al vuelo que me esperaba a través del continente sin probar ni gota, así que fui a la barra y cogí una coca-cola, y Kate pidió una botella de agua.

Había frutos secos y bocaditos en el mostrador y me senté.

– ¿Quieres sentarte en el salón? -dijo Kate.

– No. Me gustan las barras.

Ella se sentó en el taburete contiguo al mío. Tomé mi Coca-Cola, comí queso y cacahuetes y hojeé un periódico.

Ella me estaba mirando en el espejo del bar, y capté su mirada. Todas las mujeres me parecen estupendas en los espejos de los bares pero Kate me parecía realmente estupenda. Sonreí.

Ella sonrió también.

– No quiero un anillo de compromiso -dijo-. Es tirar el dinero.

– ¿Me lo puedes traducir?

– No, lo digo en serio. Deja de hacerte el listillo.

– Me dijiste que siguiera siendo como soy.

– No exactamente como eres.

– Comprendo. -Oh, oh.

Sonó su teléfono, y ella lo sacó del bolso y contestó:

– Mayfield. -Escuchó y luego dijo-: Está bien. Gracias. Hasta dentro de unos días. -Se guardó el teléfono en el bolsillo y explicó-: Oficial de guardia. Nada nuevo. No nos ha salvado la campana.

– Deberíamos intentar salvarnos de este vuelo.

– Si no cogemos este vuelo, estamos acabados. Héroes o no héroes.

– Lo sé. -Continué allí sentado y puse el cerebro a funcionar. Añadí-: Yo creo que el rifle es la clave.

– ¿De qué?

– Espera… viene algo…

– ¿Qué?

Miré el periódico que reposaba sobre el mostrador, y algo empezó a filtrarse en mi cerebro. No era nada que guardase la menor relación con lo que había en el periódico… estaba abierto por la sección de deportes. Periódico. ¿Qué? Se estaba acercando, y luego volvía a alejarse. Vamos, Corey. Atrápalo. Era como intentar conseguir una erección cerebral, salvo que el cerebro continuaba blando.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy pensando.

– Han anunciado ya el embarque.

– Estoy pensando. Ayúdame.

– ¿Cómo te voy a ayudar? Ni siquiera sé en qué estás pensando.

– ¿Qué se propone ese bastardo?

– ¿Les sirvo más bebidas? -preguntó el camarero.

– Piérdete.

– ¡John!

– Lo siento -dije al camarero que se alejaba.

– John, están embarcando los pasajeros.

– Ve tú. Yo me quedo aquí.

– ¿Estás loco?

– No. Asad Jalil está loco. Yo estoy perfectamente. Ve a coger tu avión.

– No me voy sin ti.

– Sí que te vas. Tú eres funcionaría de carrera con una pensión. Yo soy un simple contratado y tengo una pensión de la policía de Nueva York. Me basta. Tu situación es distinta. No le destroces el corazón a tu padre. Anda.

– No. Sin ti, no. Es definitivo.

– Ahora estoy sometido a una presión enorme.

– ¿Para hacer qué?

– Ayúdame en esto, Kate. ¿Por qué necesita Jalil un rifle?

– Para matar a alguien a larga distancia.

– Exacto. ¿A quién?

– A ti.

– No. Piensa en un periódico.

– Está bien. Periódico. A alguien importante que está bien protegido.

– Exacto. No dejo de pensar en lo que dijo Gabe.

– ¿Qué dijo Gabe?

– Muchas cosas. Dijo que Jalil iba a por todas. Dijo: «Cabalgaba terrible y solo… muescas en la hoja…»

– ¿Qué?

– Dijo que esto era una venganza de sangre…

– Eso ya lo sabemos. Jalil ha vengado las muertes de su familia.

– ¿Lo ha hecho?

– Sí. Salvo Wiggins y Callum, que se está muriendo. Wiggins está fuera de su alcance… pero te tomará a ti a cambio.

– Podría querer matarme pero yo no soy un sustitutivo de lo que realmente quiere, y tampoco lo eran las personas que iban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco, ni las que estaban en el Club Conquistador. Hay alguien más en su lista original… estamos olvidando algo.

– Haz una asociación de palabras.

– De acuerdo… periódico, Gabe, rifle, Jalil, incursión de bombardeo, Jalil, venganza…

– Piensa en cuando tuviste por primera vez esta idea, John. Allá en Nueva York. Es lo que yo hago. Me retrotraigo a donde estaba cuando tuve por primera vez una…

– ¡Eso es! Estaba leyendo aquellos recortes de prensa sobre la incursión, y tuve esta idea… y luego… tuve aquel extraño sueño en el que el avión venía aquí… y tenía que ver con una película… una vieja película del Oeste…

– Última llamada para embarcar en el vuelo Dos-Cero-Cuatro de United Airlines al aeropuerto Dulles de Washington -anunció una voz por megafonía-. Última llamada.

– Eso es… ya viene. La señora Gadafi. ¿Qué decía en aquel artículo?

Kate reflexionó unos segundos y luego respondió:

– Decía que siempre consideraría a Estados Unidos enemigo suyo… a menos… -Kate me miró-. Oh, Dios mío… no, no puede ser… ¿es posible?

Nos miramos, y todo quedó claro. Estaba tan claro que era como el cristal, y llevábamos días mirando a su través.

– ¿Dónde vive? Vive aquí, ¿no? -le pregunté.

– En Bel Air.

Yo me había puesto ya en pie, sin molestarme en recoger el maletín de lona, y me dirigía a la puerta del club. Kate iba a mi lado.

– ¿Dónde está Bel Air? -le pregunté.

– A unos veinticinco o quizá treinta kilómetros al norte de aquí. Junto a Beverly Hills.

Estábamos de nuevo en la terminal y nos encaminamos a la parada de taxis que había fuera.

– Saca tu móvil y llama a la oficina -dije.

Vaciló, y no se lo reprochaba.

– Más vale ir sobre seguro que lamentarse después. ¿De acuerdo? Utiliza la combinación adecuada de preocupación y urgencia.

Estábamos fuera de la terminal, y Kate marcó un número pero no era el de la oficina del FBI.

– ¿Doug? -dijo-. Siento molestarte a estas horas pero… sí, todo va bien…

Yo no quería subir a un taxi y tener aquella conversación al alcance de los oídos de un taxista, así que nos manteníamos alejados de la parada.

– Sí, hemos perdido el avión… -dijo Kate-. Escucha, por favor…

– Dame el maldito teléfono.

Me lo dio, y dije:

– Aquí, Corey. Escuche. Aquí hay una palabra para usted: Fatwah. Como cuando un tnullah ordena que se dé muerte a alguien. ¿De acuerdo? Escuche. Tengo la convicción, basada en algo que acaba de pasárseme por la cabeza, y que es el fruto de cinco días de ocuparme de esta mierda, de que Asad Jalil se dispone a asesinar a Ronald Reagan.

CAPÍTULO 52

Fuimos en el taxi al parking de la policía en el aeropuerto de Los Ángeles, donde nuestro coche no había sido devuelto todavía a Ventura. Hasta el momento, todo bien.

Montamos y nos pusimos en marcha en dirección norte, rumbo a la casa del Gran Satán.

O sea, no creo que él sea el Gran Satán, y en la medida en que yo tenga inclinaciones políticas, soy anarquista y considero aborrecibles todos los gobiernos y todos los políticos.

Además, naturalmente, Ronald Reagan era un hombre muy viejo y muy enfermo, de modo que ¿quién iba a querer matarlo? Bueno, Asad Jalil, por ejemplo, que perdió a su familia como consecuencia de la orden de Reagan de bombardear Libia. Y también el señor y la señora Gadafi, que perdieron una hija, por no hablar de la pérdida de sueño durante varios meses hasta que dejaron de silbarles los oídos.

Kate iba al volante, conduciendo a toda velocidad por la autovía de San No-sé-Cuántos.

– ¿Realmente llegaría Jalil a…? -dijo-. Quiero decir, Reagan está…

– Ronald Reagan quizá no recuerde el incidente pero te aseguro que Asad Jalil, sí.

– Claro… comprendo… pero ¿y si estuviéramos equivocados?

– ¿Y si no lo estuviéramos?

No respondió.

– Escucha, todo concuerda. Pero aunque estemos equivocados hemos llegado a una conclusión realmente inteligente.

– ¿Cómo puede ser inteligente si es errónea?

– Tú conduce -repliqué-. Aunque estemos equivocados, no se pierde nada.

– Sólo nuestros jodidos empleos.

– Podemos abrir un hotelito de los de alojamiento y desayuno.

– ¿Cómo diablos he acabado enrollándome contigo?

– Conduce.

Estábamos avanzando a buena velocidad pero, naturalmente, el tal Douglas había dado ya la alarma y para ahora ya había gente apostada en la casa de Reagan, de modo que no éramos exactamente el Séptimo de Caballería acudiendo al galope para salvar a los sitiados.

– ¿Cuántos agentes del Servicio Secreto crees que tiene allí? -pregunté a Kate.

– No muchos.

– ¿Por qué?

– Bueno, por lo que puedo recordar de mi limitado trato con la oficina del Servicio Secreto de Los Ángeles, se da por supuesto que el riesgo de Reagan va disminuyendo de año en año, aparte de consideraciones presupuestarias y de personal disponible. De hecho -añadió-, hace sólo unos años, un perturbado penetró en sus terrenos y llegó a entrar en la propia casa estando allí la familia.

– Increíble.

– Pero no están infraprotegidos. Tienen una especie de fondo discrecional, y contratan guardas privados para complementar al personal del Servicio Secreto. Además, los policías locales mantienen una estrecha vigilancia sobre la casa. Y la oficina del FBI en Los Ángeles está siempre disponible cuando hace falta. Como ahora.

– Y además vamos de camino nosotros.

– Exacto. ¿Cuánta más protección puede querer nadie?

– Depende de quién te persiga.

– No teníamos que perder ese vuelo -me recordó Kate-. Nuestra llamada telefónica habría bastado.

– Yo te cubriré.

– No me hagas más favores, ¿quieres? Tienes tu ego a pleno rendimiento -añadió.

– Sólo trato de hacer lo correcto. Esto es lo correcto.

– No. Lo correcto es cumplir las órdenes.

– Piensa en todo lo que podemos decir en una conferencia de prensa si logramos echarle el guante a Jalil esta noche.

– Eres imposible. Escucha, John, date cuenta de que si Jalil, o un cómplice, está vigilando la casa de Reagan y ve que hay allí una actividad inusitada, nuestro hombre desaparecerá para siempre, y nunca sabremos si tu suposición era acertada. Básicamente, se trata de una situación en la que perdemos todos.

– Lo sé. Pero cabe la posibilidad de que Jalil se proponga actuar otra noche, y de que hoy la casa de Reagan no esté siendo vigilada por él ni por ningún cómplice. Entonces, supongo, el Servicio Secreto intentará hacer lo que hizo el FBI en la casa de Wiggins, y también en la de Callum.

– El Servicio Secreto se dedica a protección, John. No a tender trampas, en especial si el cebo es un ex presidente.

– Bueno, evidentemente tienen que llevar a los Reagan a un lugar seguro y dejar que el FBI tienda una trampa sin cebo.

– ¿Cómo se las ha arreglado todos estos años sin ti el gobierno federal?

Detecté una pizca de sarcasmo, que no esperaba ahora que estábamos prometidos.

– ¿Sabes dónde está la casa? -pregunté.

– No, pero recibiré instrucciones cuando salgamos de la autovía.

– ¿Sabes en qué clase de entorno está situada la casa? ¿Rural? ¿Suburbano?

– Bel Air es casi todo semisuburbano. Fincas de algo menos de una hectárea, densamente arboladas. Algunos amigos míos han pasado por delante de la casa de Reagan, y también suelen pasar esas estúpidas excursiones al mundillo de los artistas de cine. Tengo entendido que la casa está emplazada en una finca de varias hectáreas rodeada de un muro y no se la puede ver desde la carretera.

– ¿Tiene un buen portero?

– Pronto lo vamos a averiguar.

Salimos de la autovía, y Kate llamó por teléfono a la oficina del FBI. Escuchó y repitió una serie de complicadas instrucciones, que apunté en mi factura del hotel de Marina del Rey. Kate dio al oficial de guardia la descripción de nuestro coche y la matrícula.

El terreno de Bel Air era bastante accidentado, las carreteras serpenteaban mucho y había vegetación suficiente para ocultar a un ejército de francotiradores. A los quince minutos estábamos en una calle flanqueada de árboles llamada St. Cloud Road, en la que habían grandes casas que eran apenas visibles detrás de vallas, muros y setos.

Yo esperaba ver vehículos y gente delante de la finca de Reagan pero todo estaba silencioso y oscuro. Quizá sabían realmente lo que hacían.

De pronto, surgieron dos individuos de entre los matorrales y nos hicieron parar.

Un instante después, teníamos dos pasajeros en el asiento posterior y se nos ordenaba dirigirnos a una serie de puertas dispuestas en un muro de piedra.

Las puertas de hierro se abrieron automáticamente, y Kate llevó el coche a través de ellas, y luego se nos dirigió a una zona de aparcamiento a la izquierda, junto a una amplia garita de seguridad. Resultaba realmente excitante si entras en la historia y todo eso. Habría sido divertido si no pareciera tan serio todo el mundo.

Bajamos del coche y miramos a nuestro alrededor. Se podía ver a lo lejos la casa de Reagan, una estructura de estilo ranchero, en la que brillaban varias luces. No parecía haber mucha gente en las cercanías pero yo tenía la seguridad de que el lugar hervía ahora de agentes y miembros del Servicio Secreto disfrazados de árboles, rocas o cualquier otra cosa con la que acostumbre fundirse esa gente.

Era una noche de luna llena, lo que se llamaba luna de cazador en los tiempos en que las miras telescópicas sensibles a los rayos infrarrojos y a la luz de las estrellas no habían convertido aún todas las noches en noches de cazador. En cualquier caso, el ex presidente no estaría paseando a aquellas horas, por lo que hube de suponer que Jalil disponía también de una mira telescópica para luz diurna y se proponía esperar hasta que los Reagan salieran a dar un paseo matutino.

Una fragante brisa transportaba sobre el césped el aroma de los arbustos en flor, y sonaban en los árboles los gorjeos de las aves nocturnas. O quizá los árboles eran agentes del Servicio Secreto que iban perfumados y se lanzaban gorjeos unos a otros.

Se nos pidió cortésmente que nos quedáramos cerca de nuestro coche, cosa que estábamos haciendo, cuando he aquí que por la puerta de la garita de seguridad aparece el mismísimo Douglas Pindick y echa a andar hacia nosotros.

Douglas fue directamente al grano y me espetó:

– Dígame por qué estamos aquí.

No me gustó su tono, así que repliqué:

– Dígame por qué no estaba usted ayer aquí. ¿Es que tengo que pensar yo por usted?

– Se está comportando de manera impertinente.

– Pregúnteme si me importa un carajo.

– Ya basta de insubordinación.

– No he hecho más que empezar.

– Bueno, basta -dijo Kate finalmente-. Cálmate. -Se dirigió a Pindick-: Doug, ¿por qué no hablamos un momento?

Así que Kate y su amigo se alejaron hasta quedar fuera del alcance de mis oídos, y yo me quedé allí, soberbiamente irritado por nada. Todo era cuestión de ego masculino y de pose ante la hembra de la especie. Muy primitivo. Puedo sobreponerme a esos instintos. Debería intentarlo alguna vez.

Se me acercó entonces una agente del Servicio Secreto que iba vestida de calle y se presentó como Lisa y dijo que ostentaba alguna clase de actividad supervisora. Tendría unos cuarenta años, y era atractiva y amistosa.

Charlamos, y ella pareció sentir curiosidad por cómo había llegado yo a mi conclusión de que existía una amenaza de muerte contra el ex presidente.

Dije a Lisa que estaba tomando un trago en un bar, y la idea me vino de pronto a la cabeza. No le gustó la explicación, así que procuré dar más detalles, mencionando que estaba bebiendo una coca-cola y que realmente me hallaba a punto de resolver el caso de Asad Jalil y todo eso.

No sólo se me estaba interrogando, naturalmente, sino que se me estaba haciendo compañía para que no me pusiera a husmear por allí.

– ¿Cuántos de estos árboles son en realidad agentes del Servicio Secreto? -le pregunté.

Le parecí gracioso y respondió:

– Todos.

Le pregunté por los vecinos de Reagan y cosas así, y ella me informó de que el barrio estaba plagado de artistas de cine y otras celebridades, que era agradable trabajar para los Reagan y que realmente estábamos en la ciudad de Los Ángeles, aunque a mí me pareciese el decorado para una escena dé una plantación en la jungla.

Así que Lisa y yo continuamos charlando mientras Kate hablaba con su antiguo amante, diciéndole, estoy seguro, que yo no era tan gilipollas como parecía. Estaba realmente cansado, física y mentalmente, y había algo irreal en toda aquella escena.

En algún momento de nuestra charla, Lisa me reveló:

– El número de la casa de Reagan era antes el seis seis seis pero después de comprarla lo hicieron cambiar por el seis seis ocho.

– ¿Por razones de seguridad, quiere decir? -pregunté.

– No. Seis seis seis es el signo del diablo según el Apocalipsis. ¿Lo sabía?

– Eh…

– De modo que Nancy, supongo, lo mandó cambiar.

– Comprendo… Tengo que mirar mi tarjeta American Express. Creo que tiene tres seises.

Rió.

Yo tenía la impresión de que Lisa podría mostrarse dispuesta a ayudar, así que recurrí a mi encanto personal y empezamos a congeniar de maravilla. En medio de mi despliegue de seducción, volvió Kate, sola, y le presenté a mi nueva amiga Lisa.

Kate no estaba interesada en Lisa y me cogió del brazo y me apartó un poco.

– Tenemos que coger un avión mañana por la mañana a primera hora -me dijo-. Todavía podemos llegar a la conferencia de prensa.

– Lo sé. Son tres horas menos en Nueva York.

– Cállate y escucha, John. Además, el director quiere hablar contigo. Puede que tengas problemas.

– ¿Qué ha sido del héroe?

Ignoró mi pregunta y continuó:

– Tenemos habitación reservada en un hotel del aeropuerto y billetes para el primer vuelo de la mañana a Washington. Vamos.

– ¿Tengo tiempo de pegarle una patada en los huevos a Doug antes de marcharme?

– Eso no es nada profesional, John. Vámonos.

– Está bien.

Volví junto a Lisa y le dije que teníamos que marcharnos, y ella dijo que nos abriría las puertas. Fuimos a nuestro coche, y Lisa nos acompañó. Yo no quería marcharme, así que le dije a Lisa:

– La verdad es que me siento un poco culpable por tener levantado a todo el mundo. Realmente creo que debería quedarme aquí con ustedes hasta el amanecer. No hay ningún problema. Me encantaría hacerlo.

– Olvídelo -respondió ella.

– Sube al coche -me dijo Kate.

Lisa, que era una buena compañera, consideró que me debía una explicación por la sequedad de su respuesta.

– Señor Corey, tenemos un plan cuidadosamente trazado que lleva aplicándose dedde 1988. No creo que forme usted parte de ese plan.

– No estamos en 1988. Además, ésta no es solamente una acción protectora. También estamos intentado capturar a un experto asesino.

– Ya lo sabemos. Por eso estamos aquí. No se preocupe.

– Vámonos, John -me dijo Kate.

– Podríamos entrar en la casa -le dije a Lisa, ignorando a Kate-. Allí no estorbaremos.

– Olvídelo.

– Sólo un trago rápido con Ron y Nancy.

Lisa rió.

– Vámonos, John -insistió Kate.

– De todos modos, no están en casa -dijo la mujer del Servicio Secreto.

– ¿Perdón?

– No están en casa -repitió Lisa.

– ¿Dónde están?

– No puedo decírselo.

– Muy bien. ¿Quiere decir que ya los han sacado de aquí y que se encuentran bajo severas medidas de protección en un lugar secreto, como Fort Knox o algo así?

Lisa miró a su alrededor y respondió:

– No es ningún secreto, en realidad. De hecho, lo han publicado los periódicos pero su amigo, ése al que usted ha gritado antes, no quiere que lo sepa.

– ¿Saber qué?

– Bueno, los Reagan se marcharon de aquí ayer y están pasando unos días en Rancho del Cielo.

– ¿Quiere decir que están muertos?

Se echó a reír.

– No. Es su viejo rancho, al norte de aquí, en las montañas de Santa Inez. La antigua Casa Blanca del Oeste.

– Me está diciendo que están en ese rancho, ¿no?

– Exacto. Este viaje al viejo rancho es una especie de… ellos lo llaman el último rodeo. Él está muy enfermo, ya sabe.

– Lo sé.

Ella pensó que le sentaría bien. A él le encantaba ese rancho.

– Sí. Ahora lo recuerdo. ¿Y eso ha salido en los periódicos?

– Hubo un comunicado de prensa. No todos los medios lo recogieron. Pero la prensa está invitada el viernes, que es el último día de estancia allí de los Reagan. Tomarán algunas fotos y todo eso. Ya sabe, el anciano cabalgando hacia el sol poniente. En plan melancólico. -Y añadió-: No sé qué será ahora de esa conferencia de prensa.

– Carajo. ¿Y tienen agentes allí ahora?

– Desde luego. -Y añadió, como hablando consigo misma-: El hombre tiene Alzheimer. ¿Quién iba a querer matarlo?

– Bueno, puede que él tenga Alzheimer, pero las personas que quieren matarlo tienen buena memoria.

– No se preocupe. La situación está controlada.

– ¿Es grande ese rancho?

– Bastante. Casi trescientas hectáreas.

– ¿Cuántos agentes del Servicio Secreto lo custodiaban cuando estaba aquí siendo presidente?

– Unos cien.

– ¿Y ahora?

– No lo sé. Hoy había seis. Estamos tratando de conseguir una docena más. La oficina del Servicio Secreto de Los Ángeles no es muy grande. Ninguna de nuestras oficinas lo es. Nos servimos de agentes de la policía local y de Washington cuando lo necesitamos.

Kate ya no parecía tan ansiosa por marcharse.

– ¿Por qué no utilizan el FBI? -le preguntó a Lisa.

– Están en camino agentes del FBI procedentes de Ventura -respondió Lisa-. Pero quedarán estacionados cerca de Santa Bárbara. Es la ciudad más próxima. No podemos tener en el rancho personal no perteneciente al Servicio Secreto que no conoce nuestro modus operandi. La gente podría sentirse herida.

– Pero si no tienen un número suficiente de agentes, entonces es la persona a la que están protegiendo ustedes la que puede resultar herida -señaló Kate.

Lisa no replicó.

– ¿Por qué no lo sacan de allí y lo llevan a un lugar seguro? -pregunté yo.

Lisa miró de nuevo a su alrededor y dijo:

– Mire, no se considera que esta amenaza sea muy digna de crédito. Pero, para responder a sus preguntas, en esas montañas no hay más que una carretera, estrecha y sinuosa, y es ideal para una emboscada. El helipuerto presidencial ya no está allí, pero, aunque estuviese, las montañas se hallan completamente envueltas en niebla esta noche, como la mayoría de las noches en esta época del año.

– Santo Dios. ¿De quién fue la idea?

– ¿De ir a Rancho del Cielo, quiere decir? No lo sé. Probablemente parecía buena idea en el momento. -Y añadió-: Comprenda que este hombre, pese al cargo que ostentó, es un anciano enfermo que no ha estado a la vista del público desde hace diez años. No ha hecho ni dicho nada que lo convierta en objetivo de un asesinato. De hecho, detectamos más amenazas de muerte contra los perros de la Casa Blanca que contra este ex presidente. Comprendo que posiblemente haya cambiado la situación, y reaccionaremos a ese cambio. Mientras tanto, tenemos tres jefes de Estado visitando Los Ángeles, dos de los cuales son odiados por medio mundo, y estamos casi al límite de nuestros recursos. No queremos perder un jefe de Estado visitante de un país amigo, aunque no sea un tipo recomendable. No quiero parecer fría y desalmada, pero enfrentémonos a ello. Ronald Reagan no es tan importante.

– Yo creo que lo es para Nancy. Para los chicos. Escuche, Lisa, hay un aspecto sicológicamente negativo en el hecho de que sea asesinado un ex presidente. Es malo para la moral, ¿sabe? Por no mencionar su carrera profesional. Así que procure que sus jefes se tomen esto en serio.

– Nos lo tomamos muy en serio. Estamos haciendo todo lo que podemos por el momento.

– Además, esto ofrece la oportunidad de capturar al terrorista número uno de Estados Unidos.

– Lo sabemos. Pero comprenda que esa teoría suya no está dando mucho juego.

– Está bien. No diga que no he avisado a todo el mundo.

– Agradecemos el aviso.

Abrí la puerta del coche, y Lisa nos preguntó:

– ¿Van a ir allí?

– No -respondí-. No vamos a internarnos en la montaña, y además de noche. Y mañana tenemos que estar en Washington. Bueno, gracias.

– Aunque no le sirva de gran cosa, sepa que estoy con usted en esto.

– La veré en la comisión de investigación del Senado.

Subí al coche, y Kate estaba ya al volante. Salimos del parking y nos dirigimos hacia la carretera. Las puertas se abrieron automáticamente, y enfilamos St. Cloud Road.

– ¿Adónde? -me preguntó Kate.

– Al Rancho del Cielo.

– No sé para qué pregunto.

CAPÍTULO 53

Partimos en dirección al Rancho del Cielo. Pero primero teníamos que salir de Santa Bel Air, y tardamos un rato en encontrar una entrada a la autopista.

– Ya sé la respuesta pero dime por qué vamos al rancho de Reagan.

– Porque allí es donde la cosa se va a poner interesante.

– Prueba otra vez.

– Nos quedan seis horas hasta nuestro vuelo de madrugada. Mientras matamos el tiempo, podríamos intentar matar a Asad Jalil.

Ella inspiró profundamente, oliendo las flores, supongo.

– Y crees que Jalil sabe que Reagan está allí y que se propone matarlo, ¿verdad? -me preguntó.

– Creo que Jalil se proponía matar a Reagan en Bel Air; al llegar a California recibió información nueva de alguien, ordenó a Aziz Rahman que desde Santa Mónica lo llevara hacia el norte para explorar el terreno en torno al rancho de Reagan y para deshacerse en algún cañón de su maletín, que probablemente contenía las Glock y sus documentos de identidad falsos.

Todo encaja, es lógico, y, si estoy equivocado, realmente me he equivocado de profesión.

– De acuerdo, para bien o para mal, estoy contigo en esto. En eso consiste el compromiso -dijo, después de reflexionar unos instantes.

– Desde luego.

– Y el compromiso es recíproco.

– Yo recibiría un balazo por ti.

Ella me miró, y nuestros ojos se encontraron en la oscuridad del coche. Vio que estaba hablando en serio, y ninguno de los dos dijo lo evidente, que tal vez estábamos próximos a demostrarlo.

– Yo, también -dijo.

Encontramos finalmente la entrada a la autopista de San Diego y nos incorporamos a ella en dirección hacia el norte.

– ¿Sabes dónde está el rancho? -pregunté.

– En algún lugar de las montañas de Santa Inez, cerca de Santa Bárbara.

– ¿Dónde está Santa Bárbara?

– Al norte de Ventura, al sur de Goleta.

– Entendido. ¿Cuánto se tardará?

– Dos horas tal vez a Santa Bárbara, depende de la niebla. No sé cómo se llega al rancho desde allí pero lo averiguaremos.

– ¿Quieres que conduzca yo?

– No.

– Sé conducir.

– Sé cómo conduces, y conozco las carreteras. Duérmete, anda.

– Me estoy divirtiendo demasiado. Oye, si quieres podemos parar en la oficina de Ventura para coger chalecos antibalas.

– No espero que se produzca un tiroteo. Cuando lleguemos al rancho, nos pedirán cortésmente que nos larguemos, como nos ocurrió en Bel Air. El Servicio Secreto es muy celoso de su propio territorio. Especialmente cuando interviene el FBI -añadió.

– Lo comprendo.

– No nos van a permitir intervenir en esto pero, si quieres estar cerca de la acción, vamos por el camino adecuado.

– No quiero otra cosa. Llama luego a la oficina de Ventura y averigua dónde tienen su sede en Santa Bárbara los del FBI.

– De acuerdo.

– Oye, es buena carretera ésta. Es una región realmente bonita. Me recuerda aquellas antiguas películas de cowboys. Gene Autry, Roy Rogers, Tom Mix.

– Nunca he oído hablar de ellos.

Continuamos nuestro viaje, y observé que era la 1.15 de la noche. Un día largo.

Llegamos a un cruce. Al este estaba Burbank, y al oeste la carretera 101, la autovía de Ventura, que fue la que tomó Kate.

– No vamos a tomar la carretera de la costa esta vez, porque podría haber niebla -dijo-. Ésta es más rápida.

– Tú conoces la zona.

Así pues, nos dirigimos hacia el oeste, a través de lo que Kate dijo que era el valle de San Fernando. ¿Cómo se las arregla esta gente para no hacerse un lío con tantos «san» y «santas»? Estaba realmente cansado, y bostecé.

– Duérmete.

– No. Quiero hacerte compañía, oír tu voz.

– Muy bien. Pues escucha esto… ¿por qué te has mostrado tan desagradable con Doug?

– ¿Quién es Doug? Oh, aquel tipo. ¿Cuándo dices, en Los Ángeles o en Bel Air?

– En los dos sitios.

– Bueno, en Bel Air, estaba cabreado con él porque sabía que los Reagan no estaban en casa y no nos dijo dónde estaban.

– John, tú no sabías eso hasta después de haberte mostrado desagradable con él.

– No empecemos con sutilezas sobre la secuencia de acontecimientos.

Ella quedó unos momentos en silencio.

– No me acosté con él, sólo salíamos -dijo finalmente. Y añadió-: Está casado. Felizmente casado y con dos hijos en la universidad.

No vi ninguna necesidad de contestar.

– Un poco de celos está bien -continuó-, pero realmente tú…

– Un momento. ¿Qué me dices de cuando te fuiste dando casi un portazo en Nueva York?

– Eso es completamente diferente.

– Explícamelo para que lo entienda.

– Tú todavía estás liado con Beth. Los Ángeles es historia.

– Entiendo. Dejémoslo.

– De acuerdo. -Me cogió la mano y me la apretó.

De modo que llevaba veinticuatro horas prometido, y no sabía cómo iba a llegar hasta junio.

Continuamos charlando apaciblemente durante cosa de media hora, y me di cuenta de que estábamos en las montañas o colinas o lo que fuesen, y el lugar tenía un aspecto realmente peligroso pero Kate parecía muy tranquila al volante.

– ¿Tienes algún plan para cuando lleguemos a Santa Bárbara? -me preguntó.

– De hecho, no. Improvisaremos.

– ¿Qué improvisaremos?

– No lo sé. Siempre surge algo. Fundamentalmente, tenemos que llegar al rancho.

– Olvídalo, como diría tu amiga Lisa.

– ¿Qué Lisa? Oh, esa mujer del Servicio Secreto.

– Hay muchas mujeres guapas en California.

– No hay más que una mujer guapa en California. Tú.

Etcétera, etcétera.

Sonó el teléfono de Kate, y solamente podía ser Douglas Pindick tratando de localizarnos después de descubrir que no habíamos ido al hotel del aeropuerto que se nos había indicado.

– No contestes -dije.

– Tengo que contestar.

Y lo hizo. En efecto, era el señor Sin Cojones. Kate escuchó unos instantes y luego dijo:

– Bueno… en la Uno-Cero-Uno, dirección norte. -Escuchó de nuevo y respondió-: Exacto… hemos descubierto que los Reagan están allí…

Evidentemente, él la interrumpió, y ella volvió a escuchar.

– Dame el teléfono -dije.

Negó con la cabeza y continuó escuchando.

Yo me sentía realmente irritado, porque sabía que él le estaba echando una bronca, y eso no se le hace a la novia de John Corey, a menos que esté uno cansado de vivir. No quería quitarle el teléfono de la mano y permanecí allí, consumiéndome de ira. También me preguntaba por qué no pedía hablar conmigo. No tenía huevos.

Kate trató varias veces de decir algo pero el tío siguió interrumpiéndola.

– Escucha, Doug -le interrumpió finalmente-, no me gusta el hecho de que me hayas ocultado información y le hayas dicho al Servicio Secreto que me la oculte también. Para tu información, hemos sido enviados aquí por los jefes conjuntos de la BAT en Nueva York, que han pedido a la oficina de Los Ángeles que nos facilite todas las autorizaciones, toda la ayuda y todo el apoyo que haga falta. La BAT de Nueva York es el órgano competente en este caso, y nosotros somos sus representantes en Los Ángeles. Yo he estado, y estoy, localizable por teléfono móvil y por busca, y lo seguiré estando. Todo lo que necesitas saber es que el señor Corey y yo volaremos esta mañana en ese avión, a menos que nuestros superiores en Nueva York o en Washington nos ordenen otra cosa. Y, además, no es asunto tuyo dónde duermo ni con quién.

Colgó.

Me dieron ganas de exclamar «¡Bravo!» pero era mejor no decir nada.

Permanecimos en silencio. Pocos minutos después, volvió a sonar su móvil, y Kate contestó. Yo sabía que no podía ser otra vez el mierdecilla de antes, porque no tendría huevos para llamar de nuevo. Pero imaginaba que había llamado a Washington para quejarse, y ahora Washington nos llamaba para poner el veto a nuestra misión en el rancho de Reagan. Me resigné a ello. Por tanto, me sentí agradablemente sorprendido y aliviado cuando Kate me pasó el teléfono.

– Es Paula Donnelly, del centro de mando provisional -me anunció-. Tiene en tu línea directa a un caballero que quiere hablar contigo, y sólo contigo. -Y añadió innecesariamente-: Asad Jalil.

Me llevé el teléfono al oído.

– Aquí Corey -dije a Paula-. ¿Parece auténtico ese tío?

– No estoy muy segura de cómo habla un asesino en masa pero este hombre dice que habló contigo en Ventura y que le diste tu número directo.

– Ése es. ¿Puedes pasarme con él?

– Sí. Pero él no quiere que lo haga. Quiere tu número, así que le daré el número del móvil de Kate, si no tienes inconveniente. No creo que él vaya a darme el suyo.

– De acuerdo. Dale este número. Gracias, Paula. -Colgué.

Ni Kate ni yo dijimos nada, y esperamos durante lo que pareció una eternidad. Finalmente, sonó el móvil, y yo contesté.

– Corey.

– Buenas noches, señor Corey. ¿O debo decir buenos días?

– Diga lo que quiera.

– ¿Le he despertado?

– No importa. De todos modos, tenía que levantarme para contestar al teléfono.

Hubo una pausa, mientras él trataba de entender mi sentido del humor. Yo no estaba seguro de por qué me llamaba pero cuando te llama alguien que no tiene nada que ofrecer, eso significa que necesita algo.

– ¿Y qué ha estado haciendo usted desde la última vez que hablamos? -le dije.

– He estado viajando. ¿Y usted?

– También. -Y añadí-: Qué coincidencia tan curiosa. Precisamente estaba hablando de usted.

– Estoy seguro de que apenas si habla de otra cosa últimamente.

Mamón.

– Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

– ¿Dónde está, señor Corey?

– En Nueva York.

– ¿Sí? Creo que estoy llamando a un teléfono móvil.

– En efecto. El teléfono móvil está en Nueva York, y yo estoy con él. ¿Dónde está usted?

– En Libia.

– ¿De veras? Lo oigo como si estuviera en la manzana de al lado.

– Quizá es así. Quizá estoy en Nueva York.

– Quizá. Asómese a la ventana y trate de adivinar dónde está. ¿Que ve? ¿Camellos o taxis amarillos?

– No me gusta su sentido del humor, señor Corey, y es estúpido seguir hablando de esto, ya que los dos estamos mintiendo.

– Exactamente. De modo que ¿cuál es el objeto de esta llamada telefónica? ¿Qué necesita?

– ¿Cree que sólo llamo para pedir favores? Únicamente quería oír su voz.

– Vaya, es realmente amable por su parte. ¿Ha estado soñando conmigo otra vez?

Miré a Kate, que mantenía la vista fija en la oscura carretera. Había una niebla baja que daba al paisaje un aspecto fantasmal. Ella me miró de soslayo y guiñó un ojo.

– De hecho, he estado soñando con usted, en efecto -respondió Jalil finalmente.

– ¿Algo bueno?

– Soñé que nos enfrentábamos en un lugar oscuro, y que yo emergía a la luz, solo y cubierto con su sangre.

– ¿De veras? ¿Qué cree que significa eso?

– Usted sabe lo que significa.

– ¿Sueña alguna vez con mujeres? Ya sabe, y despertarse completamente empalmado.

Kate me dio un codazo.

Jalil no contestó a mi pregunta, y cambió de tema.

– En realidad, hay unas cuantas cosas que puede hacer por mí.

– Lo sabía.

– En primer lugar, dígale, por favor, al señor Wiggins que, aunque necesite otros quince años, lo mataré.

– Vamos, Asad. ¿No cree que ya va siendo hora de perdonar y…?

– Cállese.

Caray.

– En segundo lugar, señor Corey, eso mismo vale para usted y para la señorita Mayfield.

Miré de reojo a Kate pero no parecía poder oír las palabras de Jalil.

– Sabe, Asad, no puede usted resolver todos sus problemas mediante la violencia.

– Claro que puedo.

– El que toma la espada a espada…

– El que tenga la espada más rápida continuará viviendo. En mi idioma hay un poema que voy a intentar traducirle. Versa sobre un guerrero solitario y terrible, montado en…

– ¡Eh, yo conozco eso! Mi árabe está un poco oxidado pero en inglés es así… -Me aclaré la garganta y recité-: «Cabalgaba terrible y solo con su espada yemení por toda ayuda; no lucía ésta más ornamento que las muescas de la hoja.» ¿Qué tal?

Hubo un largo silencio.

– ¿Dónde aprendió eso? -me preguntó Jalil finalmente.

– ¿Estudiando la Biblia? No, déjeme pensar. Un amigo árabe. -Y añadí, para fastidiarle-: Tengo muchos amigos árabes que trabajan conmigo. Están trabajando de firme para encontrarlo.

El señor Jalil reflexionó sobre mis palabras.

– Irán todos al infierno -me informó.

– ¿Y adónde irá usted, amigo?

– Al Paraíso.

– Ya está en California.

– Estoy en Libia. He completado mi yihad.

– Bueno, si está usted en Libia, no me interesa esta conversación, y estamos haciendo subir la factura del teléfono, de modo que…

– Yo le diré cuándo ha terminado la conversación.

– Entonces, vaya al grano.

En realidad, yo ya creía saber lo que necesitaba. Durante el silencio oí gorjear un pájaro en alguna parte, lo que me indujo a creer que Asad Jalil no estaba en el interior de una casa, a no ser que tuviese un canario. Quiero decir que no entiendo gran cosa de cantos de ave, y éste sonaba como una de las aves nocturnas que había oído en Bel Air, pero sé cómo suena un pájaro. Con pájaros o sin ellos, estaba bastante seguro de que aquel tipo se encontraba en algún lugar cercano de la zona.

De todos modos, Asad Jalil pasó al verdadero objeto de su llamada y me preguntó:

– ¿Qué me dijo usted la última vez que hablamos?

– Creo que lo llamé follacamellos pero quiero retirarlo porque es una observación racista, y, como empleado federal y norteamericano, yo…

– Sobre mi madre y mi padre.

– Oh, sí. Bueno, el FBI, en realidad la CÍA y sus amigos de ultramar, posee cierta información fidedigna acerca de que su madre era… ¿cómo diría yo? Algo así como una muy buena amiga del señor Gadafi, ¿sabe? Bueno, somos hombres, ¿no? Nosotros comprendemos estas cosas. De acuerdo, es su madre, y quizá resulte duro de oír, pero ella tiene necesidades y deseos. ¿De acuerdo? Y, ya sabe…, se siente un poco sola, con su marido tanto tiempo fuera de la ciudad… Eh, ¿sigue ahí?

– Continúe.

– De acuerdo. -Miré a Kate, que levantaba en mi dirección la mano con el pulgar hacia arriba. Proseguí-: Así que, mire, Asad, yo no hago juicios de valor. Quizá su madre y Muammar no estuvieron juntos hasta después de que su padre…, oh, ésa es otra, su padre. ¿Está seguro de que realmente, realmente, quiere oír esto?

– Continúe.

– Muy bien. Bueno. La CÍA otra vez… son gente muy lista y saben cosas que usted ni se imaginaría. Yo tengo un buen amigo en la CÍA, Ted, y Ted me dijo que su padre… se llamaba Karim, ¿no? Bueno, ya sabe lo que sucedió en París. Pero supongo que lo que no sabe es que no fueron los israelíes quienes se lo cargaron… quienes lo asesinaron. La verdad, Asad, es que fue… bueno, ¿por qué desenterrar el pasado? Son cosas que pasan, ¿sabe? Y sé cómo se toma usted los agravios, así que ¿por qué quiere enfurecerse de nuevo? Olvídelo.

Hubo un largo silencio.

– Continúe -dijo después.

– ¿Está seguro? Es que ya sabe cómo es la gente. Dicen: «Adelante. Cuénteme. No me enfadaré con usted.» Y luego, cuando les cuentas malas noticias, te odian. Yo no quiero que usted me odie.

– Yo no lo odio.

– Pero quiere matarme.

– Sí, pero no lo odio. Usted no me ha hecho nada.

– Claro que he hecho. He desbaratado sus planes para matar a Wiggins. ¿No puedo obtener un poco de reconocimiento? ¿Et tu, Brute?

– ¿Perdón?

– Es latín. Así que qué le vamos a hacer si me odia, pero ¿por qué habría de contarle esto? Quiero decir que ¿qué saco con darle información acerca de su padre?

– Si me dice usted lo que sabe, tiene mi palabra de que no les haré ningún daño ni a usted ni a la señorita Mayfield.

– Ni a Wiggins.

– No haré tal promesa. Wiggins ya es un muerto viviente.

– Bueno, está bien. Más vale media taza que ninguna. Así que ¿dónde estaba…? Ah, sí, el asunto de París. No quiero meterme en conjeturas ni plantar semillas de duda o desconfianza pero tiene usted que formularse la pregunta que todos los policías del mundo se plantean ante un asesinato. La pregunta es: ¿Cui bono? Eso es latín también. No, italiano. Usted habla italiano, ¿verdad? De todos modos, ¿cui bono? ¿A quién beneficia? ¿Quién saldría ganando con la muerte de su padre?

– Los israelíes, evidentemente.

– Vamos, Asad. Usted es más listo que todo eso. ¿Cuántos capitanes del ejército libio matan los israelíes en las calles de París? Los israelíes necesitan una razón para matar a alguien. ¿Qué les había hecho su padre? Dígamelo si lo sabe.

Lo oí carraspear, y respondió:

– Era un antisionista.

– ¿Quién no lo es en Libia? Vamos, amigo. La triste verdad es que mis amigos de la CÍA están seguros de que no fueron los israelíes quienes mataron a su padre. De hecho, según varios desertores libios, el asesinato fue ordenado por el propio Muammar al-Gadafi. Lo siento.

Él no dijo nada.

– Eso es lo que ocurrió -continué-. ¿Había diferencias políticas entre su padre y Muammar? ¿Había en Trípoli alguien que quería vengarse de su padre? ¿O fue por causa de su madre? ¿Quién sabe? Dígamelo usted.

Silencio.

– ¿Sigue ahí? ¿Asad?

– Es usted un repugnante embustero, y será para mí un gran placer cortarle la lengua antes de rebanarle el pescuezo.

– ¿Lo ve? Sabía que se enfadaría. Intento hacerle un favor y… ¿Oiga? ¿Asad? ¿Oiga?

Pulsé el botón de desconexión y dejé el teléfono en el asiento, entre Kate y yo. Respiré hondo.

Permanecimos un rato en silencio, y le hice luego a Kate un resumen de lo que había dicho Jalil, contándole incluso que había prometido matarla.

– Creo que no le gustamos -concluí.

– ¿Nosotros? no le gustas. Quiere cortarte la lengua y rebanarte el pescuezo.

– Bueno, tengo amigos que también quieren hacerlo.

Nos echamos a reír, tratando de relajar la tensión del momento.

– De todos modos, creo que lo has manejado bien -dijo Kate-. ¿Por qué ibas a mostrarte serio y profesional?

– La norma es, cuando el sospechoso tiene algo que necesitas, trátalo con respeto y consideración. Cuando pide algo que él necesita, búrlate todo lo que quieras.

– No recuerdo que eso figurase en el manual del interrogador.

– Estoy redactando de nuevo ese manual.

– Ya me había dado cuenta. -Reflexionó unos momentos-. Si alguna vez vuelve a Libia, querrá obtener respuestas a ciertas preguntas.

– Si hace preguntas de ese tipo en Libia -repliqué-, es hombre muerto. O tropieza con una negación tajante, o hará en Libia lo que ha hecho aquí. Es un hombre violento y peligroso, una máquina de matar, cuya vida está consagrada a saldar viejas cuentas.

– Y tú les ha dado unas cuantas más que saldar.

– Eso espero.

Continuamos avanzando, y observé que no había nada de tráfico en la carretera. Sólo un idiota estaría fuera en una noche como aquélla y a aquellas horas.

– ¿Sigues creyendo que Jalil está en California? -me preguntó Kate.

– Lo sé. Está en las montañas Santa No-sé-qué, cerca del rancho de Reagan o en el propio rancho.

Kate miró por la ventanilla las negras colinas envueltas en niebla.

– Espero que no.

– Yo espero que sí.

CAPÍTULO 54

La carretera 101 nos llevó a Ventura, en donde la autopista se separaba de las montañas y se convertía en una carretera costera. La niebla era realmente espesa, y apenas si podíamos ver a siete metros de distancia.

A nuestra izquierda vi las luces del hotel de playa Ventura Inn.

– Ahí es donde nos prometimos -dije.

– Volveremos para nuestra luna de miel.

– Yo estaba pensando en Atlantic City.

– Piénsalo otra vez. -Al cabo de unos segundos fue ella quien lo pensó y dijo-: Lo que te haga feliz.

– Yo soy feliz si tú eres feliz.

Íbamos sólo a unos sesenta kilómetros por hora, e incluso eso parecía demasiada velocidad para las condiciones de la carretera. Vi un letrero que decía «Santa Bárbara, 50 kilómetros».

Kate encendió la radio, y captamos una repetición de noticias de una emisión anterior. El locutor presentó una actualización del tema:

– El FBI confirma ahora que el terrorista responsable de la muerte en el aeropuerto Kennedy de Nueva York de todas las personas que iban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco, así como de las cuatro personas del aeropuerto, se encuentra todavía en libertad y posiblemente ha dado muerte a ocho personas más durante su huida de las autoridades federales y locales.

El locutor continuó, leyendo frases increíblemente largas y retorcidas.

– Un portavoz del FBI confirma que parece existir una conexión entre varias de las personas elegidas como víctimas por Asad Jalil. Está prevista para mañana por la tarde en Washington una importante conferencia de prensa para dar a conocer los últimos detalles de esta trágica historia, y allí estaremos nosotros para informar cumplidamente de cuanto suceda -terminó diciendo.

Cambié a una emisora más fácil de escuchar.

– ¿Se me ha escapado, o ese tipo no ha mencionado a Wiggins? -preguntó Kate.

– No lo ha mencionado. Supongo que el gobierno reserva eso para mañana.

– Es hoy, en realidad. Y nosotros no vamos a coger ese avión en Los Ángeles.

Miré el reloj del salpicadero y vi que eran las 2.50 de la madrugada. Bostecé.

Kate sacó su teléfono móvil y marcó un número.

– Estoy llamando a la oficina de Ventura -me informó.

Contestó Cindy López, y Kate preguntó:

– ¿Algo nuevo del rancho? -Escuchó y dijo-: Eso está bien.

Lo que no estaba bien era que, al parecer, el cabrón de Douglas había llamado ya, porque Kate replicó:

– No importa lo que diga Doug. Lo único que pedimos es que los agentes de la oficina de Ventura, que están en Santa Bárbara, se reúnan con nosotros allí, llamen al rancho y digan al Servicio Secreto que nos dirigimos al rancho para reunimos con sus hombres.

Escuchó de nuevo y dijo:

– En realidad, John acaba de hablar con Asad Jalil…, sí, eso es lo que he dicho. Han establecido una especie de relación, y eso sería de extraordinario valor si se produjera una situación crítica. De acuerdo. Espero.

Tapó el micrófono con la mano y me dijo:

– Cindy va a llamar a los miembros del Servicio Secreto que están en el rancho.

– Buena jugada, Mayfield.

– Gracias.

– No dejes que nos líen con una conferencia telefónica -sugerí-. No aceptaremos ninguna llamada del Servicio Secreto. Sólo una reunión en Santa Bárbara con el FBI, o con el Servicio Secreto, o con ambos a la vez, seguida de una invitación al rancho.

– Vas a tener tu parte en esto aunque te maten, ¿verdad? -dijo ella.

– Me lo he ganado -respondí. Y añadí-: Jalil no sólo ha asesinado a muchas personas que servían a su país, sino que también ha amenazado mi vida y la tuya. No la vida de Jack, no la vida de Sturgis. Mi vida y la tuya. Y permíteme recordarte que no fue idea mía publicar mi nombre y mi foto en los periódicos. Alguien está en deuda conmigo, y ha llegado el momento de que la pague.

Movió la cabeza pero no replicó. Llegó por el teléfono la voz de Cindy López.

– Olvídalo -dijo Kate-. No vamos a discutir esto por un teléfono móvil que no es seguro. Dime sólo dónde podemos verlos en Santa Bárbara. -Escuchó y dijo-: De acuerdo. Gracias. Sí, iremos.

Colgó.

– Cindy te saluda y dice que cuándo vas a volver a Nueva York -me informó.

Todo el mundo tiene algo de comediante.

– ¿Qué más ha dicho?

– Bueno, los agentes del FBI están en un motel llamado Sea Scape, al norte de Santa Bárbara, no lejos de la carretera de montaña que lleva al rancho. Hay allí tres personas de la oficina de Ventura, Kim, Scott y Edie. Está con ellos un agente del Servicio Secreto que actúa como enlace. Vamos a ir al hotel y a contarles tu conversación telefónica con Jalil, y no, no podemos ir al rancho pero podemos esperar en el motel hasta el amanecer por si surge algo y es preciso que hables con Jalil, por teléfono si llama, o personalmente, esposado, si se le captura. Esposado Jalil, no tú.

– Entiendo. -Y añadí-: Sabes que vamos a ir al rancho.

– Díselo al tipo del Servicio Secreto que está en el motel.

Continuamos nuestra marcha hacia el norte. No íbamos a mucha velocidad pero al cabo de un rato empezaron a percibirse signos de civilización, y poco después vimos un cartel que decía «Bien venidos a Santa Bárbara».

La carretera costera atravesaba el extremo meridional de la ciudad y torcía luego hacia el norte, alejándose de la costa. Continuamos por la carretera 101 en dirección norte durante unos treinta kilómetros más, y luego la carretera torció de nuevo hacia la costa.

– ¿Se nos habrá pasado por alto el motel? -pregunté.

– No creo. Llama por teléfono allí.

– Yo creo que deberíamos ahorrar tiempo e ir directamente al rancho -observé.

– Me parece que no has entendido nuestras instrucciones, John.

– ¿Cómo podemos encontrar la carretera que va al rancho?

– No tengo ni idea.

Avanzábamos lentamente a través de la niebla, y a nuestra izquierda yo podía percibir, pero no ver, el océano. A nuestra derecha el terreno se elevaba pero yo no podía ver las montañas que, según Kate, bajaban en algunos puntos hasta el mismo mar. En cualquier caso, eran pocas las carreteras que afluían a la 101 en aquel punto. De hecho, hacía ya un rato que no veía ninguna.

Finalmente, apareció a nuestra izquierda un espacio abierto entre la carretera y el océano, y a través de la niebla se columbraba un letrero luminoso que decía «Sea Scape Motel».

Kate introdujo el coche en el parking.

– Habitaciones uno-dieciséis y uno-diecisiete -dijo.

– Dirígete primero a recepción.

– ¿Por qué?

– Tomaré dos habitaciones, a ver si podemos conseguir algo de comer y un poco de café.

Detuvo el coche ante la puerta principal, bajo una marquesina, y bajé.

Dentro, un empleado me vio a través de la puerta de cristales y pulsó el botón de apertura. Supongo que el traje me daba un aire respetable, aunque estaba arrugado y olía mal.

Me dirigí al mostrador y le enseñé al empleado mis credenciales.

– Creo que tenemos unos colegas alojados aquí -dije-. Habitaciones uno-dieciséis y uno-diecisiete.

– Sí, señor. ¿Quiere que los llame?

– No. Sólo necesito dejarles un mensaje.

Me pasó un bloc y un lápiz, y garrapateé: «Kim, Scott, Edie: Siento no poder quedarme. Os veré por la mañana. J. C.» Le di la nota al empleado.

– Despiértelos a eso de las ocho. ¿De acuerdo? -Le deslicé un billete de diez dólares y dije con tono despreocupado-: ¿Cómo puedo encontrar la carretera al rancho de Reagan?

– Oh, no es muy difícil encontrarla. Siga hacia el norte un kilómetro más y verá a su izquierda el parque estatal de Refugio y a su derecha el arranque de una carretera de montaña, la carretera de Refugio. Pero no verá ninguna señal. -Y añadió-: Desde luego, yo no lo intentaría esta noche.

– ¿Por qué no?

– No se puede ver nada. Cerca de la cumbre, la carretera tiene un montón de curvas en zigzag, y es muy fácil torcer a un lado cuando debería torcer al otro y acabar en un barranco. O algo peor.

– No hay problema. El coche es del gobierno.

Rió.

– ¿O sea, que está allí el viejo? -dijo.

– Sólo por unos días. ¿Me costará encontrar el rancho? -pregunté.

– No. Está como al final de la carretera. Al llegar a la bifurcación, tome por la izquierda. Hay otro rancho a la derecha. SI sigue por la izquierda verá unas puertas de hierro. -Me advirtió de nuevo-: Incluso de día es difícil el camino. La mayoría llevan tracción en las cuatro ruedas. -Me miró para ver si le estaba explicando con claridad, a fin de poder decirle más tarde a la policía del Estado: «Yo se lo advertí»-. Dentro de tres horas ya habrá luz, y es posible que la niebla levante una hora después de salir el sol.

– Gracias, pero llevo tres kilos de jalea que debo entregar antes del desayuno. Hasta luego.

Abandoné la zona de recepción, regresé al coche y abrí la puerta del lado de Kate.

– Sal a estirar un poco las piernas -le dije-. Deja el motor en marcha.

Ella bajó y se desperezó.

– Da gusto -exclamó-. ¿Has conseguido habitaciones?

– No hay ninguna libre. -Me senté al volante, cerré la puerta y bajé el cristal de la ventanilla-. Yo me voy al rancho -dije-. ¿Vienes o te quedas?

Kate empezó a decir algo y luego lanzó un suspiro de exasperación, dio la vuelta hasta el otro lado del coche y subió.

– ¿Sabes conducir?

– Claro.

Regresé a la carretera de la costa y enfilé hacia el norte.

– Un kilómetro, parque estatal de Refugio a la izquierda, carretera de Refugio a la derecha -dije-. Estate atenta.

No respondió. Yo creo que estaba furiosa.

Vimos el letrero indicador del parque estatal, y luego, en el último instante, vi un desvío y giré el volante a la derecha. A los pocos minutos, subíamos por una estrecha carretera. Poco después, la niebla se espesó, y no habríamos podido distinguir el embellecedor del capó si lo hubiésemos tenido.

No hablábamos apenas y nos limitábamos a avanzar lentamente por la carretera, que, al menos, era recta en aquel trecho mientras ascendía por una especie de garganta con muros de vegetación a ambos lados.

– Nos obligarán a volver -dijo Kate finalmente.

– Quizá. Pero tengo que hacerlo.

– Lo sé.

– Por Reagan.

Se echó a reír.

– Eres un perfecto estúpido. No, eres don Quijote luchando contra molinos de viento. Espero que no lo hagas por exhibirte delante de mí.

– Ni siquiera quiero que vengas.

– Claro que quieres.

De modo que continuamos subiendo, y la carretera se iba haciendo cada vez más estrecha y empinada, y la superficie empezó a volverse más accidentada.

– ¿Cómo suben aquí Ron y Nancy? ¿En helicóptero?

– Seguro. Esta carretera es peligrosa.

– La carretera está bien. Lo peligroso son los precipicios que hay a ambos lados.

Yo estaba realmente cansado, y me costaba mantenerme despierto, pese al hecho de que empezaba a sentirme inquieto por la carretera.

– Yo tengo un jeep Grand Cherokee -dije-. Ojalá lo hubiera traído.

– Como si tienes un tanque. ¿Ves esos precipicios de los lados?

– No. Hay demasiada niebla. ¿Crees que deberíamos dar la vuelta? -pregunté.

– No puedes dar la vuelta. Apenas si tienes sitio para el coche.

– Cierto. Estoy seguro de que se ensancha más adelante.

– Yo estoy segura de lo contrario. Apaga los faros -dijo-. La luz de los pilotos será mejor.

Encendí los pilotos, que no se reflejaban tanto en la niebla.

Continuamos avanzando. La niebla estaba empezando a desorientarme pero, al menos, la carretera se mantenía bastante recta.

– ¡John! ¡Para! -gritó de pronto Kate.

Pisé el freno, y el coche se detuvo con una sacudida.

– ¿Qué?

– Vas derecho a un despeñadero -dijo, después de respirar hondo.

– ¿De veras? No lo veo.

Abrió la puerta, bajó y echó a andar delante del coche, tratando de encontrar la carretera, supongo. Yo podía verla, pero muy justamente. Tenía un aire espectral entre la niebla y bajo la luz de los pilotos. Se internó en la niebla y desapareció. Luego regresó y subió al coche.

– Sigue a la izquierda -dijo-. La carretera tuerce luego a la derecha en una curva de ciento ochenta grados.

– r-Gracias.

Puse el coche de nuevo en marcha y tuve un atisbo de dónde terminaba el borde derecho del asfalto y empezaba una bajada muy pronunciada.

– Tienes una visión nocturna excelente -dije a Kate.

La niebla aclaró un poco mientras subíamos, lo que nos vino bien, porque la carretera empeoró, y mucho. Volví a encender los faros. La carretera empezó a serpentear en curvas de 180 grados pero yo podía ver ahora a una distancia de tres metros por delante, y si mantenía baja la velocidad, tenía tiempo de reaccionar. Zig, zag, zig, zag. Era realmente horrible. Un urbanita como yo no debería estar allí.

– ¿Hay animales salvajes por aquí? -pregunté.

– ¿Además de ti?

– Sí, además de mí.

– Osos, quizá. No sé. Nunca había llegado tan al norte. -Y añadió-: Yo creo que tal vez haya pumas.

– Caray. Este sitio es realmente odioso. ¿Por qué habría de querer venir aquí el dirigente del Primer Mundo? -Respondí a mi propia pregunta-: La verdad es que es mejor que Washington.

– Concéntrate en la carretera, por favor.

– ¿Qué carretera?

– Hay una carretera. Mantente en ella.

– Lo estoy procurando.

Nos mantuvimos en silencio durante un rato.

– ¿Sabes? No creo que nos obliguen a volvernos -dijo Kate al cabo de unos quince minutos-. No pueden hacerlo. Nunca conseguiríamos llegar.

– Exactamente.

Sonó su teléfono móvil, y respondió:

– Mayfield. -Escuchó y dijo-: No puede ponerse al teléfono, Tom. Tiene las dos manos en el volante y la nariz pegada al parabrisas. -Escuchó de nuevo y respondió-: Exacto. Nos dirigimos al rancho. De acuerdo. Sí, tendremos cuidado. Hasta la mañana. Gracias.

Colgó.

– Tom dice que eres un lunático -me informó.

– Eso ya ha quedado claro. ¿Qué ocurre?

– Bueno, tu relación especial con el señor Jalil nos ha abierto las puertas. Tom dice que el Servicio Secreto nos dejará entrar en el rancho. Suponían que subirías al amanecer -añadió-, pero Tom los llamará para decirles que estamos en camino.

– ¿Lo ves? Ponlos ante un hecho consumado, y ellos encuentran la manera de darte permiso para hacer algo que ya has hecho. Pero pídeles permiso y encontrarán una razón para negártelo.

– ¿Figura eso en tu nuevo manual?

– Figurará.

Nos quedamos callados de nuevo.

– Si nos hubieran obligado a volvernos, ¿qué habrías hecho? -me preguntó al cabo de otros quince minutos-. ¿Cuál era el plan B?

– El plan B habría sido apearnos y encontrar ese rancho a pie.

– Lo imaginaba. Y nos habrían pegado un tiro nada más vernos.

– No se puede ver a nadie. En medio de esta niebla, ni siquiera con las miras telescópicas de visión nocturna. Se me da muy bien orientarme en tierra. Caminar siempre hacia arriba. El musgo crece en la parte de los árboles que mira al norte. El agua va hacia abajo. Estaríamos en seguida en el rancho. Saltamos la cerca y nos metemos en el granero o algún sitio así. No hay problema.

– ¿Qué te propones? ¿Qué es lo que quieres conseguir?

– Simplemente, necesito estar aquí. Aquí es donde está la acción, y aquí es donde necesito estar yo. No es tan complicado.

– Ya. Como en el aeropuerto Kennedy.

– Exactamente.

– Algún día vas a estar en el sitio equivocado en el momento equivocado.

– Algún día. Pero no hoy.

Ella no respondió pero miró por la ventanilla en dirección a una pequeña prominencia de tierra que se elevaba a mayor altura que el coche.

– Comprendo a lo que se refería Lisa al decir que era un lugar ideal para una emboscada -dijo-. En esta carretera, nadie tendría la menor oportunidad de salvarse.

– Bueno, aun sin emboscada, nadie tendría ninguna oportunidad.

Kate se frotó la cara con las manos y bostezó.

– ¿Va a ser así la vida contigo? -preguntó.

– No. Habrá algunos momentos duros.

Rompió a reír, o a llorar, o algo. Pensé que quizá debería pedirle su pistola.

La carretera se tornó más recta, y la pendiente disminuyó. Tuve la impresión de que se acercaba el fin de nuestro viaje.

Pocos minutos después, advertí que la tierra se alisaba delante de nosotros y la vegetación clareaba. Entonces vi una carretera que salía hacia la derecha pero recordé que el empleado del motel había dicho que fuese a la izquierda. Antes de llegar a la bifurcación, salió de entre la niebla un hombre que levantó la mano. Paré y llevé la mano a mi Glock, lo mismo que Kate.

El hombre caminó hacia nosotros, y pude ver que llevaba la clásica cazadora oscura con una placa prendida en el pecho y una gorra de béisbol con la inscripción «Servicio Secreto». Bajé la ventanilla y él se acercó por el lado del conductor.

– Hagan el favor de salir del coche y mantengan las manos donde yo pueda verlas -dijo.

Era lo que solía decir yo, y conocía la rutina.

Bajamos del coche, y el hombre dijo:

– Creo que sé quienes son ustedes pero necesito ver alguna identificación. Despacio, por favor. -Y añadió-: Estamos cubiertos.

Le mostré mi documento de identidad, que examinó con una linterna. Seguidamente hizo lo mismo con el de Kate y luego dirigió el haz luminoso a la placa de la matrícula.

Una vez cerciorado de que encajábamos en la descripción de un hombre y una mujer a bordo de un Ford azul cuyos nombres eran los mismos que los de dos agentes federales que se dirigían a aquel lugar por la carretera más puñetera de este lado del Himalaya, dijo:

– Buenas noches. Soy Fred Potter, Servicio Secreto.

Kate respondió en el breve segundo transcurrido antes de que se me pudiera ocurrir algo sarcástico.

– Buenas noches. Supongo que nos esperaban.

– Bueno -replicó Fred-, lo que esperaba era que para estas horas estuviesen ya en el fondo de un barranco y con las ruedas del coche girando en el aire. Pero han conseguido llegar.

De nuevo Kate, en un precavido esfuerzo por impedirme abrir la boca, dijo:

– No ha sido tan malo. Pero no querría intentar repetir el trayecto cuesta abajo esta noche.

– No, no tiene que hacerlo. Tengo orden de acompañarlos al rancho.

– ¿Quiere decir que hay más carretera de ésta? -exclamé.

– No mucho más. ¿Quiere que conduzca yo?

– No -respondí-. Este coche es sólo para el FBI.

– Iré delante.

Subimos todos al coche, Kate detrás y Fred delante.

– Tire a la izquierda -dijo Fred.

– ¿Tirar? ¿Contra quién?

– Quiero decir… vaya a la izquierda. Por allí.

Así pues, una vez hecha la gracia, enfilé a la izquierda, observando al pasar que había dos individuos más, armados con rifles, cerca de la carretera. Efectivamente, estábamos cubiertos.

– Manténgalo a unos cincuenta -dijo Fred-. La carretera es recta, y tenemos que recorrer otros doscientos metros por la avenida Pennsylvania antes de llegar a una puerta.

– ¿Avenida Pennsylvania? Me sentía realmente aturdido.

Fred no se rió.

– Esta parte de la carretera de Refugio se llama avenida Pennsylvania. Rebautizada en el ochenta y uno.

– Todo un detalle. ¿Y qué tal están Ron y Nancy?

– Nosotros no hablamos de eso -me informó Fred.

Comprendí que Fred no era un tipo divertido.

Al cabo de un minuto o cosa así, nos aproximamos a unas columnas de piedra entre las que había una puerta de hierro, cerrada, que no le llegaría a un hombre más arriba del pecho. De cada lado de las columnas corría una cerca baja de alambre. Dos hombres, vestidos como Fred y provistos de rifles, se hallaban apostados detrás de las columnas.

– Pare aquí -ordenó Fred.

Paré, y Fred se apeó y cerró la puerta del coche. Fue hasta las columnas, habló con los hombres, y uno de éstos abrió la puerta del rancho. Fred me hizo seña de que avanzara, y yo llevé el coche hasta las columnas y volví a parar, principalmente porque los tres individuos se interponían en mi camino.

Uno de ellos se dirigió al lado derecho del coche, montó y cerró la puerta.

– Continúe -dijo.

Así que continué rodando por la avenida Pennsylvania. El hombre no decía nada, a lo que yo no tenía nada que objetar. Quiero decir que yo creía que los del FBI eran todos unos tíos serios y estirados pero al lado de esta gente el FBI parecía salido de una serie de Comedy Central.

También es verdad que aquél tenía que ser uno de los trabajos peores y más estresantes del planeta. Yo no lo querría.

Había árboles a ambos lados de la carretera, y la niebla se amontonaba allí en acumulaciones que semejaban ventisqueros.

– Más despacio -dijo mi pasajero-. Vamos a torcer a la izquierda.

Reduje la velocidad y vi una valla de troncos y luego dos altos postes de madera sobre los que se extendía un letrero, también de madera, que decía «Rancho del Cielo».

– Tuerza por ahí -dijo.

Torcí, y cruzamos la entrada. Delante de mí, sepultada bajo un sudario de niebla, se abría una amplia extensión de tierra, semejante a un prado alpino, desde cuyos bordes se elevaban unas pendientes que le hacían parecer el fondo de un cuenco. La niebla permanecía suspendida en una densa capa sobre el suelo, y yo podía ver por debajo de ella y por encima de ella. Fantasmal. ¿Se trataba de un momento de «Expediente X» o qué?

Podía ver al frente una casa de adobe con una sola luz encendida. Estaba bastante seguro de que era la casa de los Reagan y ardía en deseos de reunirme con ellos, sabiendo, naturalmente, que estarían levantados y esperándome para agradecerme personalmente mis esfuerzos por protegerlos. Mi pasajero, sin embargo, me indicó que girara a la izquierda por una carretera lateral.

– Despacio -dijo.

Mientras avanzamos lentamente, distinguí acá y allá varias otras estructuras por entre los grupos de árboles que moteaban los campos.

Al cabo de un minuto, el tipo que estaba sentado a mi lado dijo:

– Pare.

Paré.

– Apague el motor y venga conmigo.

Apagué el motor y las luces, y bajamos todos del coche. Kate y yo seguimos al hombre por un sendero que ascendía a través de un bosquecillo.

Hacía mucho frío allí, por no hablar de la humedad. Mis tres heridas de bala me dolían, y apenas si podía pensar con claridad. Estaba cansado, hambriento, sediento, aterido y tenía ganas de mear. Aparte de eso, me encontraba perfectamente.

La última vez que había mirado el reloj del salpicadero eran las cinco y cuarto, o sea, las ocho y cuarto en Nueva York y Washington, donde se suponía que debía estar.

De todos modos, nos acercamos a aquella destartalada estructura de madera chapeada que llevaba impreso el sello del gobierno. No literalmente, pero he visto suficientes casas iguales como para saber a qué se refieren cuando dicen que el contrato se concede a la oferta más barata.

Entramos, y el interior tenía un aspecto realmente ruinoso y olía a moho. Mi guía de «Expediente X» nos introdujo en una especie de amplio salón en el que había varios muebles viejos, un frigorífico, mostrador de cocina, televisor y todo eso.

– Siéntense -dijo, y desapareció por una puerta.

Yo permanecí de pie y miré a mi alrededor en busca de un lavabo.

– Bueno, aquí estamos -dijo Kate.

– Aquí estamos -asentí-. ¿Dónde estamos?

– Yo creo que esto debe de ser el antiguo local del Servicio Secreto.

– Esos tipos son repelentes -le dije.

– Son inofensivos. No te metas con ellos.

– Jamás se me ocurriría. Oye, ¿te acuerdas de aquel episodio…?

– Si dices «Expediente X», te juro que saco la pistola.

– Creo que te estás volviendo un poco quisquillosa.

– ¿Quisquillosa? Estoy que me caigo de sueño, acabo de atravesar en coche el mismísimo infierno, estoy harta de tu…

Entró un hombre en la habitación. Llevaba vaqueros, jersey gris, cazadora azul y zapatillas de deporte. Tenía unos cincuenta y tantos años, cara colorada y pelo blanco. Y hasta sonreía.

– Bienvenidos a Rancho del Cielo -dijo-. Soy Gene Barlet, jefe de las fuerzas de protección destacadas aquí.

Nos estrechamos la mano.

– ¿Y qué les trae por aquí en una noche como ésta? -preguntó.

El tío parecía humano.

– Llevamos desde el sábado persiguiendo a Asad Jalil, y creemos que está aquí -respondí.

Él podía comprender ese instinto de sabueso y asintió con la cabeza.

– Bien. Me han informado acerca de ese individuo y de la posibilidad de que tenga un rifle, y podría estar de acuerdo con ustedes. Sírvanse café -añadió.

Le informamos de que necesitábamos utilizar los servicios. En el lavabo, me eché agua fría por la cara, hice gárgaras, me di masaje y me enderecé la corbata.

De nuevo en el salón, me preparé un café, y Kate se reunió conmigo en el mostrador. Observé que se había retocado el carmín de los labios y había intentado disimular las ojeras.

Luego nos sentamos en torno a una mesa de cocina redonda.

– Tengo entendido que ha establecido usted una relación amistosa con ese Jalil -me dijo Gene.

– Bueno, no somos exactamente amigos íntimos -respondí-, pero he establecido un diálogo con él.

Para ganarme el alojamiento y la manutención allí, le informé de cómo estaban las cosas, y él escuchó atentamente.

– Eh, ¿dónde está todo el mundo? -pregunté cuando hube terminado mi exposición.

– Están en posiciones estratégicas -dijo.

– En otras palabras, que tiene un problema de escasez de personal.

– La casa del rancho es segura, y también la carretera -respondió.

– Pero cualquiera podría entrar a pie en el rancho -dijo Kate.

– Probablemente.

– ¿Tienen detectores de movimiento? ¿Aparatos de escucha?

Gene no respondió pero paseó la vista por el salón.

– El presidente solía venir aquí los domingos para ver partidos de fútbol con el personal libre de servicio -me informó.

No respondí.

Gene adoptó un aire reminiscente.

– Fue herido de bala una vez -dijo-. Una sólo ya es demasiado.

– Sé lo que se siente.

– ¿Ha sido usted herido de bala?

– Tres veces. Pero todas el mismo día, así que no fue tan malo.

Gene sonrió.

– ¿Tienen aparatos electrónicos aquí? -insistió Kate.

– Síganme -dijo Gene, levantándose de la silla.

Nos pusimos en pie y lo seguimos hasta una habitación situada en un extremo de la estructura. Era una habitación tan ancha como el propio edificio, y observé que las tres paredes exteriores eran casi en su totalidad amplios ventanales que daban sobre la cuesta en que se alzaba la casa del rancho. Detrás de la casa había un bonito estanque que no había visto al llegar, además de un vasto granero y una especie de casa para invitados.

– Esto era el centro neurálgico -dijo Gene-, donde controlábamos todos los instrumentos de seguridad, seguíamos la pista de Látigo de Cuero, o sea, el presidente, cuando montaba a caballo, y donde teníamos comunicación con el mundo entero. Aquí se guardaba también el maletín nuclear.

Paseé la vista en derredor por el abandonado recinto y observé que había un montón de cables colgando, juntamente con listas de palabras en clave, señales de llamada por radio y otras anotaciones ya casi borradas. Me recordaba las salas del Gabinete de Guerra que había visto en Londres, el lugar desde donde Churchill había dirigido la guerra, petrificado en el tiempo, un poco mohoso y manejado por un ejército de fantasmas cuyas voces se podían oír si escuchaba uno con atención.

– No queda ningún aparato electrónico de seguridad -nos informó Gene-. De hecho, todo este rancho es ahora propiedad de un grupo llamado Fundación de la Joven América. Compró el rancho a los Reagan y lo está convirtiendo en una especie de museo y centro de conferencias.

Ni Kate ni yo dijimos nada.

– Incluso cuando esto era la Casa Blanca del Oeste, era una pesadilla de seguridad -continuó Gene-. Pero al viejo le gustaba el lugar, y cuando quería venir aquí veníamos nosotros con él y lo acondicionábamos.

– Entonces tenía usted cien personas -dije.

– Exacto. Más todos los aparatos electrónicos y los helicópteros y todo de lo más moderno y avanzado. Pero los malditos sensores de movimiento y escucha detectaban hasta el último conejo y la última ardilla que entraban en la finca. -Se echó a reír y añadió-: Había falsas alarmas todas las noches. Pero teníamos que actuar. -Volvió a ponerse reminiscente y dijo-: Recuerdo una noche… era una noche de niebla como ésta, y a la mañana siguiente salió el sol, disipó la niebla y vimos una tienda de campaña plantada en el prado, a menos de cien metros de la casa. Fuimos a investigar y encontramos a un joven dormido en su interior. Un excursionista. Lo despertamos, le informamos de que estaba en una propiedad privada y le dirigimos hacia un sendero señalizado. Nunca le dijimos dónde estaba. -Sonrió.

Sonreí yo también, pero en la historia había un elemento preocupante.

– Así que, ¿podemos garantizar una seguridad absoluta? -continuó Gene-. Evidentemente, no. Pero ahora, al menos, podemos limitar los movimientos de Látigo de Cuero y Arco Iris.

¿Arco Iris?

– En otras palabras -dijo Kate-, se quedarán dentro de la casa hasta que usted pueda sacarlos.

– En efecto. Azufre… es el nombre de la casa, tiene gruesas paredes de adobe, las cortinas y las persianas están corridas, y hay tres agentes en la casa y dos fuera de ella. Mañana idearemos la forma de sacar de aquí a los Reagan. Probablemente necesitaremos una Diligencia… o sea, una limusina blindada. Más una Cabeza y una Cola. O sea, un vehículo delante y otro detrás. No podemos usar un Holly… o sea, un helicóptero.

Señaló con un gesto los bordes del elevado terreno circundante y explicó:

– Un buen tirador provisto de una mira telescópica podría derribar sin problemas un helicóptero.

– Parece como si necesitasen ustedes un milagro -dije.

Se echó a reír.

– Bastará con que recemos un poco durante la noche. Al amanecer recibiremos refuerzos, incluyendo helicópteros con equipos especializados en detectar francotiradores y provistos de sensores de calor corporal y otros aparatos de detección. Si Jalil se encuentra en esta zona, tenemos muchas probabilidades de encontrarlo.

– Eso espero -dijo Kate-. Ya ha matado a bastante gente.

– Pero comprendan que nuestra misión principal y nuestra primera preocupación es proteger al señor y la señora Reagan y transportarlos a un lugar seguro.

– Entiendo -respondí yo-. La mayoría de los lugares serán seguros si matan o capturan ustedes a Asad Jalil.

– Lo primero es lo primero. Permaneceremos en estado estático hasta que salga el sol y se disipe esta niebla. ¿Quieren dormir un poco?

– No -respondí-. Quiero ponerme unos téjanos y un sombrero de cowboy y salir a caballo a ver si descubro la hoguera de ese bastardo.

– ¿Habla en serio?

– En realidad, no. Pero estoy pensando en ir a echar un vistazo. ¿No hay que comprobar los puestos de guardia o algo parecido?

– Puedo hacerlo por radio.

– No hay nada como la realidad en vivo. Las tropas agradecen ver al jefe.

– Claro. ¿Por qué no? ¿Quiere que lo lleve?

– Creía que nunca me lo preguntaría.

– Yo iré contigo -dijo Kate.

No tenía intención de mostrarme protector, así que repuse:

– Si Gene no tiene inconveniente, yo tampoco.

– Por supuesto que no -dijo Gene-. ¿Llevan chaleco antibalas?

– El mío está en la lavandería -respondí-. ¿Tienen alguno de sobra?

– No. Y no puedo prestarle el mío.

Bueno, de todas formas, ¿quién necesita chaleco antibalas?

Salimos del edificio del Servicio Secreto y nos dirigimos hacia donde permanecía estacionado un jeep Wrangler descubierto. Observé que el jeep tenía matrícula de California con la indicación «Biblioteca Ronald Reagan» y una fotografía del ex presidente en la placa. Necesito una de ésas como recuerdo.

Gene se puso al volante, y Kate se sentó a su lado. Yo me instalé detrás. Gene puso el motor en marcha, encendió los faros antiniebla y arrancamos.

– Conozco este rancho como la palma de mi mano -dijo Gene-. Hay probablemente más de cien kilómetros de caminos de herradura, y el presidente solía recorrerlos todos a caballo. Todavía tenemos mojones de piedra en lugares estratégicos, con números perforados literalmente en ellos para que nadie pueda cambiarlos. Los agentes del Servicio Secreto cabalgaban con el presidente y comunicaban por radio con el centro de control al llegar a cada mojón, y nosotros identificábamos su ubicación. El presidente -añadió- no quería llevar chaleco antibalas, y era una pesadilla. Yo contenía el aliento todas las tardes hasta que volvía.

Gene parecía sentir verdadero afecto hacia Látigo de Cuero, de modo que, como buen invitado, dije:

– Yo formé parte de la unidad de protección presidencial de la policía de Nueva York en abril del ochenta y dos, cuando habló en el cuartel del sesenta y nueve regimiento en Manhattan.

– Lo recuerdo. Yo estaba allí.

– No me diga. Qué pequeño es el mundo.

Nos internamos en la jungla por caminos de herradura oscurecidos por la niebla y cegados por la maleza. Con los faros antiniebla encendidos, la visibilidad no era demasiado mala. En los árboles se oía cantar a las aves nocturnas.

– Hay un rifle M-14 en esa caja -me informó Gene-. ¿Por qué no lo saca?

– Buena idea.

Ahora vi la caja, apoyada contra el asiento del conductor. La abrí y saqué un pesado rifle M-14 con mira telescópica.

– ¿Sabe utilizar una mira de visión nocturna? -me preguntó Gene.

– Hombre, podría decirse que soy un auténtico especialista.

Sin embargo, no lograba encontrar el botón de encendido, y Gene me lo indicó.

Al cabo de un minuto, estaba atisbando por aquella mira de visión nocturna, realmente magnífica, que lo teñía todo de una tonalidad verdosa. Había unos cuantos claros en la niebla, y yo estaba admirado de cómo aquel juguetito de alta tecnología lo iluminaba y lo magnificaba todo. Ajusté el enfoque y observé a mi alrededor mientras giraba en círculo, arrodillado en el asiento trasero. Todo presentaba un aspecto fantasmal, especialmente la verdosa niebla y aquellas formaciones rocosas que me producían la sensación de estar en Marte. Se me ocurrió que, si yo podía ver el terreno circundante, no cabía duda de que Asad Jalil podía ver un jeep con faros antiniebla moviéndose por los alrededores.

Continuamos explorando un rato.

– No veo por aquí a ninguno de sus agentes, Gene -dije.

No respondió.

– Esto debe de ser muy hermoso con sol -dijo Kate.

– Es una maravilla -contestó Gene-. Estamos a ochocientos metros de altura, y desde algunas partes del rancho se puede ver el océano Pacífico a un lado y el valle de Santa Inez al otro.

Continuamos nuestro camino, y, a decir verdad, yo no sabía qué demonios hacía allí. Si Asad Jalil andaba por allá y tenía la misma mira de visión nocturna que yo, podría meterme una bala entre los ojos a doscientos metros de distancia. Y si también tenía un silenciador en su rifle -y estaba seguro de que así era- yo caería sin ruido del jeep mientras Gene y Kate continuaban charlando. Pensé que no obtendríamos nada de aquel recorrido y que nos encontrábamos muy lejos de la casa del rancho.

La maleza desapareció de pronto, y el camino se ensanchó en una extensión de terreno rocoso y despejado. Vi que nos dirigíamos hacia un precipicio, e iba a hacerlo notar cuando Gene, que conocía el terreno como la palma de su mano, detuvo el jeep.

– Estamos mirando hacia el oeste -dijo-, y si hiciera un día despejado se podría ver el océano.

Miré pero no pude ver más que niebla, niebla, niebla. No podía creer que realmente hubiera subido a tanta distancia de la costa.

Gene hizo girar el jeep hacia la izquierda y condujo demasiado cerca del borde del abismo para mi tranquilidad. Los caballos, al menos, saben qué hacer para no caerse por los precipicios, pero los jeep Wranglers, no han aprendido aún.

Al cabo de varios largos minutos, el jeep se detuvo, y apareció un hombre entre la niebla. Iba vestido de negro, tenía una cosa negra en la cara y llevaba un rifle con mira telescópica.

– Éste es Hércules Uno… -dijo Gene-. Eso significa persona contra francotiradores.

Hércules Uno y Gene intercambiaron saludos, y éste nos presentó al recién llegado, cuyo verdadero nombre era Burt.

– El señor Corey está tratando de atraer los disparos de un francotirador -dijo Gene.

– Excelente -repuso Burt-. Es lo que estaba esperando.

Consideré que debía aclarar aquel punto.

– En realidad, no es eso -dije-. Sólo estoy reconociendo el terreno.

Burt, que parecía Darth Vader de La guerra de las galaxias, todo de negro, me miró pero no dijo nada.

Me sentía un poco fuera de lugar con mi traje y mi corbata allí, en el país de las maravillas entre hombres reales. Tipos con nombres en clave.

Gene y Burt conversaron unos instantes, y luego nos fuimos.

– Los puestos parecen demasiado separados, Gene -comenté.

No respondió. Crepitó su radio, y se la acercó al oído. Escuchó pero yo no podía oír qué le decía su interlocutor.

– Está bien. Los llevaré allí -dijo finalmente.

¿Llevar a quién y adonde?

– Alguien quiere verlos -nos dijo Gene.

– ¿Quién?

– No lo sé.

– ¿Ni siquiera tiene un nombre en clave para él?

– No. Pero tengo uno para usted: Chiflado.

Kate se echó a reír.

– No quiero entrevistarme con alguien que no tiene un nombre en clave.

– No creo que tenga opción, John. Ha sido una llamada de las altas esferas.

– ¿De quién?

– No lo sé.

Kate me miró, y nos encogimos de hombros.

Así pues, nos adentramos en la niebla para reunimos con alguien en medio de ninguna parte.

Continuamos durante otros diez minutos atravesando aquella especie de meseta, cubierta de rocas y flores silvestres y barrida por el viento. No había camino pero tampoco lo necesitábamos porque el terreno era liso y despejado, Parecíamos estar en el punto más alto de la zona.

Delante de mí, por entre los remolinos de niebla, divisé algo blanco. Cogí el rifle y lo enfoqué. La cosa blanca parecía ahora teñida de verde a través de la fantasmagórica lente, y vi que era un edificio de cemento del tamaño de una casa grande. Se hallaba situado al pie de un enorme terraplén de tierra y piedra. Más allá del edificio, al otro lado del terraplén, se alzaba una alta estructura de aspecto extraño, como un embudo invertido.

Cuando llegamos a cien metros de aquellas estructuras de aspecto intergaláctico que se erguían veladas por la niebla en la cumbre del mundo, Kate se volvió hacia mí.

– De acuerdo, esto es un momento de «Expediente X» -dijo.

Gene se echó a reír.

– Eso es una instalación VORTAC -nos informó.

– Bueno -dije yo-, eso lo aclara todo.

– Es un radiofaro para la navegación aérea. ¿Comprende?

– ¿Para qué clase de aviones? ¿De qué planeta?

– De cualquier planeta. Emite señales omnidireccionales…, ya sabe, señales de radio en una amplitud de trescientos sesenta y cinco grados para orientación de aviones militares y civiles. Algún día será sustituido por el sistema de posicionamiento global por satélite pero, por el momento, continúa en funcionamiento. Los submarinos nucleares rusos que navegan frente a la costa -añadió- también lo utilizan. Gratis.

El jeep continuaba acercándose a aquella estación VORTAC, por lo que supuse que era allí adónde íbamos.

– Parece un lugar horrible en el que trabajar -dije.

– Estas instalaciones no necesitan personal. Todo es automático, y está supervisado por el Control de Tráfico Aéreo de Los Ángeles. Pero vienen algunos empleados para simples labores de mantenimiento. Tiene su propia fuente de energía.

– Claro. Si no, haría falta un cable muy largo hasta la casa del rancho.

Gene rió entre dientes.

– Ahora estamos en terreno federal -dijo.

– Ya me siento mejor. ¿Es aquí donde nos vamos a reunir con alguien?

– Sí.

– ¿Con quién?

– No lo sé. -Continuando con sus explicaciones, añadió-: Aquí mismo, por donde estamos pasando, estaba el Patio de Juego Tres…, el helipuerto presidencial. De cemento e iluminado. Fue una estupidez quitarlo.

Finalmente detuvo el jeep a unos veinte metros del VORTAC.

– Bien, los veré más tarde -dijo.

– ¿Perdón? ¿Quiere que bajemos?

– Si no les importa.

– No hay nadie aquí, Gene -dije.

– Están ustedes. Y alguien más está ahí, esperándolos.

– Muy bien, sigamos el juego -dije, dirigiéndome a Kate.

Salté del jeep, y Kate bajó también.'

– ¿Se va usted? -preguntó ella a Gene.

– Sí.

Gene ya no parecía tener muchas ganas de hablar.

– ¿Puedo coger ese rifle? -le pregunté, sin embargo.

– No.

– Bueno, gracias por el paseo, Gene. Si alguna vez va usted a Nueva York, le llevaré de noche a Central Park.

– Hasta luego.

– Vale.

Gene puso el jeep en marcha y desapareció entre la niebla.

Kate y yo nos quedamos allí, en el descampado, rodeados por la niebla arremolinada, sin que se viera ninguna luz por ninguna parte, a excepción de la que procedía de la solitaria estructura extraterrestre. Yo casi esperaba que de aquella espectral torre brotara un rayo de la muerte que me convirtiera en protoplasma o algo así.

Pero me picaba la curiosidad, así que eché a andar hacia el VORTAC, con Kate al lado.

Kate miraba la estructura mientras caminábamos.

– Veo varias antenas -dijo-. No veo ningún vehículo. Quizá éste es el VORTAC falso. -Rió.

Estaba bastante tranquila, pensé, dada la situación. Quiero decir que allí, en alguna parte, había un asesino loco, nosotros estábamos armados sólo con pistolas, no teníamos chaleco antibalas, ni medio alguno de transporte e íbamos a reunimos con alguien que yo ni siquiera estaba seguro de que fuese de este planeta.

Cuando llegamos al edificio de cemento, miré a través de su única y pequeña ventana y vi una amplia sala repleta de aparatos electrónicos con luces parpadeantes y otros extraños chismes de alta tecnología. Golpeé con los nudillos en el cristal.

– ¡Hola! ¡Venimos en son de paz! ¡Llévenme en presencia de su jefe!

– Deja de hacer el idiota, John. Esto no tiene ninguna gracia.

Pensé que ella había hecho un chiste hacía un minuto. Pero era cierto, aquello no tenía ninguna gracia.

Caminamos a lo largo de la base del montón de tierra y piedras de doce metros de altura, en cuya cima se hallaba el embudo blanco invertido que se elevaba otros veinticinco metros más en el aire.

Fuimos hasta el extremo del montículo y, al volver una esquina, vimos a un hombre vestido con ropas oscuras y sentado sobre una roca lisa en la base del terraplén. Se hallaba a unos diez metros de distancia, y, a pesar de la oscuridad y de la niebla, vi que estaba mirando a través de lo que debían de ser unos prismáticos de visión nocturna.

Kate lo vio también, y ambos llevamos la mano a nuestras pistolas.

El hombre nos oyó o percibió nuestra presencia, porque bajó los prismáticos y se volvió hacia nosotros. Entonces vi que tenía un objeto alargado apoyado sobre las rodillas y que no se trataba de una caña de pescar.

Permanecimos mirándonos durante unos pocos pero largos segundos.

– Vuestro viaje ha terminado -dijo el hombre finalmente.

– Ted -dijo Kate en un susurro.

CAPÍTULO 55

Bueno, que me ahorquen. Era Ted Nash. ¿Por qué no me sorprendía demasiado?

No se molestó en levantarse para saludarnos, así que nos acercamos nosotros y nos detuvimos ante la lisa piedra de color rojo marciano donde Ted se hallaba sentado con las piernas colgando.

Levantó brevemente la mano como si estuviéramos entrando en su despacho.

– Me alegro de que hayáis podido llegar -dijo.

Que te den por saco, Ted. ¿Qué grado de displicencia eres capaz de afectar? Me negué a seguir su estúpido juego y no dije nada.

– Podías habernos dicho que era contigo la reunión -observó Kate. Y añadió-. No te hagas el interesante, Ted.

Aquello pareció desinflarlo un poco, y pareció molesto.

Kate le informó también:

– Podríamos haberte matado. Por error.

Evidentemente, él había ensayado este momento pero Kate no le seguía el guión.

Ted tenía la cara tiznada de carbón, un pañuelo negro en torno a la cabeza y llevaba pantalones negros, camisa negra, zapatillas deportivas negras y cazadora antibalas.

– Un poco pronto para Halloween, ¿no? -le dije.

No respondió pero movió el rifle que tenía sobre las rodillas. Era un M-14 con mira telescópica de visión nocturna, igual que el que Gene no había querido dejarme.

– Muy bien, cuéntame, Teddy -le dije-. ¿Qué ocurre?

No me respondió, un poco desconcertado probablemente por lo de Teddy. Extendió el brazo hacia atrás y sacó un termo.

– ¿Café?

Yo no tenía paciencia para aguantar sus aires de héroe de película de espionaje.

– Mira, Ted, sé lo importante que es para ti mostrarte cortés y refinado pero yo no soy más que un policía de Nueva York y no estoy de humor para esta mierda -dije-. Suelta tu rollo, búscanos luego un puñetero vehículo y larguémonos de aquí.

– Está bien. En primer lugar quiero felicitaros a los dos por vuestro trabajo.

– Tú sabías todo esto, ¿verdad?

Asintió con la cabeza.

– Sabía algo pero no todo.

– Ya. A propósito, te he ganado diez pavos.

– Lo incluiré como gasto reembolsable. -Nos miró a Kate y a mí y nos informó-: Nos habéis creado un montón de problemas.

– ¿Nos? ¿A quiénes?

No respondió, sino que cogió sus prismáticos de visión nocturna y los dirigió hacia una lejana hilera de árboles.

– Tengo la seguridad casi absoluta de que Jalil se encuentra allí. ¿Estáis de acuerdo? -dijo, mientras escrutaba el lugar.

– Estoy de acuerdo -respondí-. Deberías ponerte en pie y saludarle con la mano.

– Y tú hablaste con él.

– Sí. Le di la dirección de tu casa.

Se echó a reír. Me sorprendió diciendo:

– Tal vez no lo creas, pero me caes bien.

– Y tú a mí, Ted. De verdad. Lo que no me gusta es que no compartas tus informaciones.

– Si sabías lo que estaba pasando, ¿por qué no dijiste algo? Ha habido muertos, Ted -intervino Kate.

Bajó los prismáticos y miró a Kate.

– Está bien -dijo-. Os lo contaré. Hay un hombre llamado Boris, un ex agente del KGB, que trabaja para la inteligencia libia. Por fortuna, aprecia el dinero, y trabaja también para nosotros. -Ted consideró esto unos momentos-. En realidad, nos aprecia a nosotros. No a ellos. En cualquier caso, hace unos años, Boris contactó con nosotros y nos habló de un joven llamado Asad Jalil, cuya familia resultó muerta en la incursión del ochenta y seis…

– Vaya, vaya -le interrumpí-. ¿Sabías desde hace años lo de Jalil?

– Sí. Y seguimos atentamente su progreso. Estaba claro que Asad Jalil era un agente excepcional, valeroso, brillante, entregado y motivado. Y, naturalmente, ya sabéis qué era lo que lo motivaba.

Ni Kate ni yo respondimos.

– ¿Debo seguir? -preguntó Ted-. Tal vez no queráis oír todo esto.

– Oh, claro que queremos. ¿Y qué querrías tú a cambio?

– Nada. Sólo vuestra palabra de que no lo revelaréis a nadie.

– Prueba otra cosa.

– Está bien. Si Asad Jalil es capturado, el FBI se ocupará de él, Nosotros no queremos que eso ocurra. Necesitamos hacernos cargo de él nosotros. Yo necesito que vosotros me ayudéis en todo lo que podáis, incluyendo la amnesia durante la prestación oficial de testimonio, para conseguir que se nos entregue a Jalil.

– Puede que te sorprenda pero mi influencia en el FBI y el gobierno es un tanto limitada -repliqué.

– Tú deberías sorprenderte. El FBI y el país son muy legalistas. Lo viste con los acusados en el caso del World Trade Center. Fueron procesados por homicidio, conspiración y tenencia ilícita de armas de fuego. No por terrorismo. No hay en Estados Unidos ninguna ley contra el terrorismo. Así que, como en cualquier juicio, el gobierno necesita testigos fidedignos.

– Ted, el gobierno tiene una docena de testigos contra Asad Jalil y una tonelada de pruebas forenses.

– Cierto. Pero creo que, en interés de la seguridad nacional, podemos lograr que se llegue a un acuerdo diplomático en virtud del cual Asad Jalil sea puesto en libertad y devuelto a Libia. Lo que no quiero es que ninguno de vosotros interfiera en eso invocando altos principios morales.

– Mis principios morales están a ras de suelo -le aseguré-, pero lo cierto, Ted, es que Asad Jalil ha asesinado a muchas personas inocentes.

– ¿Y? ¿Qué vamos a hacer al respecto? ¿Meterlo en la cárcel para el resto de su vida? ¿De qué les sirve eso a los muertos? ¿No sería mejor que utilizáramos a Jalil para algo más importante? ¿Algo que pueda asestar un golpe al terrorismo internacional?

Yo sabía adónde iba a parar todo aquello pero no quería llegar hasta allí.

Ted, sin embargo, quería que Kate y yo comprendiéramos.

– ¿No queréis saber por qué deseamos que Asad Jalil sea liberado y devuelto a Libia? -preguntó.

– Déjame pensar… para que mate a Muammar al-Gadafi porque Muammar se tiraba a su madre y mató a su padre -dije, apoyando la barbilla en la mano.

– Exacto. ¿No es un plan excelente?

– Bueno, yo sólo soy un policía. Pero me parece que echo algo en falta en todo eso. Asad Jalil, por ejemplo. Yo creo que necesitas detenerlo para hacer ese trabajo.

– Cierto. Boris nos ha dicho cómo va a salir Jalil del país, y estamos seguros de que podemos apresarlo. No me refiero a la CÍA… nosotros no tenemos competencia para detener a nadie. Pero el FBI o la policía local, actuando sobre la base de información facilitada por la CÍA, lo capturará, y es entonces cuando entramos en escena nosotros y concluimos un acuerdo.

Kate estaba mirando a Ted. Yo sabía lo que iba a decir, y lo dijo.

– ¿Estás loco? ¿Has perdido el juicio? Ese hombre ha asesinado a más de trescientas personas. Y si lo dejas irse asesinará a más gente, y no necesariamente la gente que quieres que asesine. Ese hombre es muy peligroso -añadió-. Es malo. ¿Cómo puedes querer que quede en libertad? No puedo creerlo.

Ted permaneció en silencio largo rato, como si forcejeara con un problema moral, pero un agente de la CÍA forcejeando con un problema moral es como el forcejeo de un profesional de la lucha libre; la mayor parte es pura simulación.

Apuntaba ya por el este una débil luz en el horizonte, y cantaban jubilosamente los pájaros, celebrando alborozados el hecho de que estaba terminando la noche. Me dieron ganas de unirme a ellos.

– Creedme cuando os digo que yo no sabía lo del vuelo Uno-Siete-Cinco -dijo Ted-. Boris tampoco lo sabía, o no le fue posible transmitirnos la información.

– Despide a Boris -sugerí.

– En realidad, puede que esté muerto. Habíamos adoptado medidas para sacarlo de Libia pero debe de haberse torcido algo.

– Recuérdame que no te deje nunca prepararme el paracaídas -le dije.

Ted hizo caso omiso de mi observación y volvió a sus prismáticos.

– Espero que no lo maten -dijo-. A Jalil, me refiero. Si logra salir de esta zona se dirigirá a un punto de reunión donde cree que lo esperan unos compatriotas que lo sacarán del país. Pero eso no sucederá.

– ¿Y dónde está ese punto de reunión? -pregunté, aunque sin esperar respuesta.

– No lo sé. La información sobre este caso está muy compartimentada.

– Si no estás persiguiendo a Jalil, ¿para qué necesitas ese rifle y la mira telescópica?

– Nunca sabe uno qué va a necesitar y cuándo lo va a necesitar -respondió, bajando los prismáticos-. ¿Lleváis chaleco antibalas?

Viniendo de un colega, la pregunta era completamente normal pero yo me sentía un poco receloso de Ted en aquel momento.

No respondí, y, lo que resultaba interesante, tampoco lo hizo Kate. Es decir, yo no pensaba que Ted fuera a intentar matarnos pero estaba claro que el hombre se hallaba sometido a una cierta tensión, aunque no lo manifestaba. Aunque si pensabas en lo que él y sus compañeros estaban tratando de lograr, te dabas cuenta de que era mucho lo que dependía de las próximas horas.

Para ellos, esto era un plan a largo plazo, y sumamente peligroso, de eliminar a Muammar al-Gadafi sin dejar demasiadas huellas dactilares de la CÍA, y el plan había empezado a desarrollarse unas horas antes de que el vuelo 175 de Trans-Continental llegase a tocar tierra siquiera. Además, el plan podía considerarse ilegal conforme a las leyes a la sazón vigentes en los Estados Unidos. De modo que el viejo Ted estaba tenso. ¿Pero levantaría aquel rifle contra Kate y. contra mí y nos mataría si incrementábamos sus problemas? Nunca sabes lo que son capaces de hacer quienes tienen armas y problemas, especialmente si creen que su agenda es más importante que tu vida.

La luminosidad iba aumentando minuto a minuto pero la niebla persistía, lo que estaba bien porque producía curiosos efectos en las miras de visión nocturna.

– Oye, ¿qué tal por Frankfurt y París? -le pregunté a Ted.

– Muy bien. Resolví un asuntillo que tenía allí. -Y añadió-: Si hubieras ido a Frankfurt, como se te ordenó, ahora no te encontrarías en esta situación.

Yo no sabía muy bien en qué situación me encontraba pero conozco una amenaza velada cuando la oigo. Teniendo eso presente, yo no quería suscitar temas desagradables pero tenía que preguntar:

– ¿Por qué dejaste que Asad Jalil matara a esos pilotos de caza y a esas otras personas?

Me miró, y noté que estaba preparado para la pregunta pero que no le gustaba.

– El plan era, simplemente, llevarlo detenido al JFK -dijo-, trasladarlo a Federal Plaza, mostrarle pruebas incontrovertibles, entre ellas declaraciones grabadas de varios desertores, del adulterio de su madre y de quién mató a su padre, y devolverlo luego a su país.

– Eso lo entendemos, Ted -dijo Kate-. Lo que no entendemos es por qué, una vez que huyó, lo dejasteis completar su misión.

– En realidad, no teníamos ni idea de cuál era su misión concreta -respondió Ted.

– Perdón -dije-. Eso son chorradas. Tú sabías que estaría aquí, en el rancho de Reagan, y sabías lo que iba a hacer antes de venir aquí.

– Bueno, piensa lo que quieras. Teníamos la impresión que se lo enviaba aquí para matar a Ronald Reagan. No sabíamos que tenía los nombres de los pilotos integrantes de aquella escuadrilla. Eso es información clasificada. En cualquier caso, no importaba cuál fuese su misión porque se suponía que sería detenido en el aeropuerto Kennedy. Si hubiera sido así, no habría sucedido ninguna de las demás cosas.

– Ted, seguramente que tu mamá te enseñó que si juegas con fuego te acabas quemando.

Ted no quería verse en evidencia ante los puntos débiles de su historia, y si lo dejaba a su aire, él mismo iría poniéndolos de manifiesto.

– Bueno -nos dijo Ted-, el plan se ha torcido pero no se ha frustrado por completo. Es importante que capturemos a Jalil y le digamos lo que sabemos sobre su padre y su madre y lo soltemos luego en Libia. A propósito, fue un amigo de la familia quien mató a Karim Jalil en París. Un hombre llamado Habib Nadir, capitán del ejército y camarada y amigo del capitán Jalil. Nadir mató a su amigo por orden directa de Muammar al-Gadafi.

Menuda gente.

Ted, que no tenía nada de estúpido, dijo:

– Naturalmente, es posible que Asad Jalil salga del país y regrese a Libia antes de que se nos presente la oportunidad de hablar con él. Así que me estaba preguntando si alguno de vosotros pensó en comunicar lo que sabíais sobre la traición de Gadafi a la familia Jalil.

– Deja que piense… -respondí-, hablamos de su rencor contra Norteamérica, de sus deseos de matarme… ¿qué más…?

– Tengo entendido por tus colegas de la casa de Wiggins que mencionaste brevemente estas cuestiones al final de tu conversación con Jalil.

– Cierto. Fue después de llamarlo follacamellos.

– No es de extrañar que quiera matarte -rió Ted, y seguidamente me preguntó-: ¿Y te extendiste sobre esto en tu posterior conversación con él?

– Pareces saber mucho acerca de lo que pasa en el FBI.

– Estamos en el mismo equipo, John.

– Espero que no.

– Oh, no te las des de santo. El halo no te va bien.

Lo ignoré y me dirigí a Kate:

– Bueno, ¿preparada? -Me volví hacia Ted-: Tengo que irme, Ted. Te veré en la comisión de investigación del Senado.

– Un momento. Responde primero a mi pregunta. ¿Le hablaste a Asad Jalil de la traición de Gadafi?

– ¿Tú qué crees?

– Supongo que sí. En parte porque parecías muy interesado en esa cuestión durante nuestras reuniones en Nueva York y Washington. En parte porque eres muy listo y sabes cómo fastidiar a la gente. -Sonrió.

Sonreí yo también. Ted era realmente un buen tipo. Sólo un poco tortuoso.

– Sí -dije-. Lo tengo completamente en ascuas con eso. Tenías que haber oído aquella conversación, cuando le dije que su madre era una puta y su padre un cornudo. Por no hablar de lo de Gadafi matando a su padre. Se puso furioso. Dijo que me iba a cortar la lengua y a rebanarme el pescuezo. Bueno, yo no me tiré a su madre ni maté a su padre. ¿Por qué estaba tan cabreado conmigo?

Ted parecía estar disfrutando con mi tono desenfadado y estaba además encantado de saber que yo le había hecho el trabajo.

– ¿Y tienes la impresión de que te creyó?

– ¿Cómo diablos voy a saberlo? Quería matarme a mí. No dijo nada del tío Muammar.

Ted reflexionó unos instantes.

– Para los árabes, eso es una cuestión de honor personal -dijo-. Honor familiar, que ellos llaman irá. Casi cualquier deshonor familiar debe lavarse con sangre.

– Probablemente, eso funciona mejor que el juzgado de familia.

– Yo creo que Jalil matará a Gadafi -continuó-, y, si se entera de la verdad sobre Habib Nadir, lo matará también, y quizá igualmente a otras personas en Libia. Entonces nuestro plan, que tan desagradable te resulta, quedará justificado.

Kate, que tiene una moral mejor que la mía, indicó:

– No hay ninguna justificación para incitar a una persona a rnatar a nadie. Para luchar contra monstruos no tenemos que comportarnos como monstruos. Está mal -añadió.

Juiciosamente, Ted no entró en una grandilocuente justificación de su plan favorito para eliminar al coronel Muammar al-Gadafi.

– Créeme, debatimos intensamente esta cuestión y la sometimos al dictamen del comité de ética -le dijo a Kate.

Casi me echo a reír.

– ¿Estás tú en ese comité? Y, a propósito, ¿cuál es la ética de integrarte en la BAT para promover tu propio plan de juego? ¿Y cómo diablos he acabado yo trabajando contigo?

– Yo lo solicité. Realmente admiro tu talento y tu perseverancia. De hecho, estuviste a punto de impedir que Jalil escapara en el aeropuerto. Ya te dije que si quieres trabajar para nosotros, hay un puesto disponible. Y para ti también, Kate.

– Lo consultaremos con nuestros consejeros espirituales. Bueno, tengo que irme, Ted. Que vaya bien la entrevista.

– Sólo una o dos cosas más.

– Está bien. Dispara. -Mala elección de palabras.

– Quería decirte que me hizo mucha gracia aquel chiste. El de la fiscal general que contaste en la reunión. Edward me lo contó. Hay mucha verdad en los chistes. El FBI celebraría una gran conferencia de prensa, como va a hacer esta tarde en Washington. A mi compañía no le gustan las conferencias de prensa.

– Vaya, a mí tampoco.

– Y la CÍA convertía al conejo en un agente doble. -Sonrió-. Tuvo gracia. Y fue una muestra de presciencia en este caso.

– Entiendo. Y no olvides lo que hacían los policías, Ted. Le daban al oso una somanta de mil diablos hasta que confesaba ser un conejo, ¿no?

– Estoy seguro de que lo harían. Pero eso no convierte al oso en un conejo.

– Lo importante es que el oso dice que es un conejo. Y, ya que estamos en ello, los agentes dobles trabajan solamente para ellos mismos. ¿Hemos terminado?

– Casi. Sólo quiero recordaros a los dos que esta conversación no ha existido. -Miró a Kate y añadió-: Es muy importante que Asad Jalil regrese a Libia.

– No -replicó Kate-, lo importante es que sea juzgado en Estados Unidos por asesinato.

Ted se volvió hacia mí.

– Creo que tú lo entiendes.

– ¿Voy a discutir con un tipo que tiene un rifle de gran potencia?

– No os estoy amenazando a ninguno de los dos -me informó Ted-. No seas melodramático.

– Lo siento. Es esa historia de «Expediente X». La televisión me está pudriendo el cerebro. Antes era «Misión imposible». Muy bien, entendido. Hasta otra.

– Realmente, yo no volvería ahora andando a la casa del rancho. Jalil sigue por ahí suelto, y vosotros dos sois un blanco perfecto.

– Ted, puestos a elegir entre quedarnos aquí contigo o andar esquivando las balas de un francotirador, ¿adivinas con qué nos quedamos?

– No digas que no te advertí.

Sin responder, di media vuelta y me alejé. Kate me imitó.

– Oh, felicidades por vuestro compromiso -exclamó Ted-. Invitadme a la boda.

Agité la mano sin volverme. Es curioso, no me importaría invitarlo. Era un completo tontolaba, pero, en resumidas cuentas, era nuestro tontolaba… realmente quería hacer lo que fuese mejor para el país. Terrible. Pero yo comprendía, lo cual era terrible también.

Continuamos bajando la pendiente, alejándonos de la estación VORTAC. Yo no sabía si iba a recibir un balazo en la espalda disparado por Ted o un balazo de frente disparado por Jalil, apostado entre los árboles que crecían al pie de la pendiente.

Continuamos caminando, y me di cuenta de que Kate estaba tensa.

– No te preocupes -dije-. Silba.

– Tengo la boca seca.

– Hum.

– Tengo ganas de devolver.

– Oh, oh. Como las náuseas matutinas…

– Déjate de bromas, John. Esto es… repugnante. ¿Te das cuenta de lo que ha hecho?

– Ellos practican un juego duro y peligroso, Kate. No juzgues y no serás juzgada.

– Ha habido personas asesinadas.

– No quiero hablar de ello ahora. ¿De acuerdo?

Kate sacudió la cabeza.

Encontramos un camino de herradura que atravesaba una extensión de piedras rojas y espesos matorrales. Yo esperaba tropezarme con una patrulla motorizada o un puesto de vigilancia fijo pero nunca hay un agente del Servicio Secreto cerca cuando lo necesitas.

El cielo estaba mucho más claro ahora, y una suave brisa procedente del mar empezó a disipar la niebla. Mal asunto.

Caminamos hacia donde creíamos que estaban la casa del rancho y el edificio del Servicio Secreto, pero los caminos parecían serpentear y retorcerse continuamente, y yo no estaba seguro de dónde demonios estábamos.

– Creo que nos hemos perdido -dijo Kate-. Me duelen los pies. Estoy cansada y sedienta.

– Vamos a sentarnos un rato.

Nos sentamos sobre una roca lisa y descansamos. Había allí una vegetación extraña, probablemente artemisa, cardo y todas esas plantas de los cowboys. La maleza era espesa pero no muy alta, no lo bastante como para ocultarnos adecuadamente mientras caminábamos. Se me ocurrió que quizá fuera mejor que nos quedáramos quietos.

– Suponiendo que Jalil esté ahí fuera, entonces probablemente está a menos de doscientos metros de la casa, de modo que quizá no debamos acercarnos demasiado a ella ni al edificio del Servicio Secreto -le dije a Kate.

– Buena idea. Nos quedaremos aquí para que Jalil pueda matarnos sin molestar a nadie más.

– Sólo estoy tratando de anticiparme a sus intenciones.

– Bueno, piensa una cosa. Quizá no va a matarnos. Quizá nos pegue unos cuantos tiros en las piernas y luego se acerque y te corte la lengua y te rebane el pescuezo.

– Veo que has estado pensando en eso. Gracias por decírmelo.

– Lo siento. -Ella bostezó-. De todos modos, tenemos nuestras pistolas, y no quiero dejar que te coja viva.

Kate rió pero era una risa emocional y físicamente debilitada.

– Descansa un poco.

Unos diez minutos después, oí un sonido vagamente familiar y me di cuenta de que eran las palas de un helicóptero zumbando en el aire.

Me puse de pie sobre la roca en que había estado sentado, salté a un peñasco próximo de metro y medio de altura y me volví en dirección al sonido.

– Ha llegado la caballería -dije-. La caballería aérea. Jo. Mira eso.

– ¿Qué?

Kate se levantó pero yo le apoyé la mano en el hombro y empujé hacia abajo.

– Siéntate. Yo te contaré lo que pasa.

– Puedo verlo por mí misma.

Se puso en pie sobre la roca en que había estado sentada y se subió al peñasco, a mi lado. Miramos los dos hacia los helicópteros. Había seis Hueys describiendo círculos a pocos cientos de metros de distancia, y supuse que estaban sobrevolando la casa del rancho, de modo que nos encontrábamos cerca y ya sabíamos qué dirección tomar.

Divisé entonces un enorme helicóptero bimotor Chinook que asomaba por el horizonte, y colgando del Chinook había un automóvil, un gran Lincoln negro.

– Debe de ser un vehículo blindado -dijo Kate.

– Diligencia -le recordé-. Seis Hollys con personal Hércules volando sobre Azufre mientras Látigo y Arco Iris suben a Diligencia. Cabeza y Cola en tierra. Melchor, Gaspar y Baltasar vienen de camino.

Lanzó un suspiro de alivio, o quizá de exasperación.

Permanecimos unos minutos contemplando cómo se desarrollaba la operación, y, aunque no podíamos ver lo que sucedía en tierra, era evidente que Látigo y Arco Iris se dirigían ahora por la avenida Pennsylvania en un coche blindado, con vehículos de escolta y los helicópteros en lo alto. Misión cumplida.

Si estaba en algún lugar de los alrededores, Asad Jalil podía verlo también, naturalmente, y si todavía llevaba su bigote postizo, en aquellos momentos estaría retorciéndoselo y murmurando: «¡Maldición, otra vez burlado!»

De modo que bien está lo que bien acaba, ¿no?

No del todo. Yo tenía la idea de que Asad Jalil, habiendo fallado lo grande, optaría ahora por lo pequeño.

Pero, antes de que pudiera hacer nada al respecto, como bajar de aquel peñasco y refugiarme en la maleza para esperar ayuda, Asad Jalil cambió de objetivo.

CAPÍTULO 56

Lo que sucedió luego pareció desarrollarse a cámara lenta, entre dos latidos de un corazón.

Le dije a Kate que saltara del peñasco. Yo salté pero ella lo hizo medio segundo después que yo.

No oí el chasquido del rifle provisto de silenciador pero comprendí que el disparo había partido de la cercana línea de árboles porque oí la bala zumbar como una abeja sobre mi cabeza, donde había estado en el peñasco medio segundo antes.

Kate pareció tropezar en la roca y lanzó un leve grito de dolor, como si se hubiera torcido el tobillo. En un instante advertí que había captado mal la secuencia de acontecimientos; ella había gritado primero y después había tropezado. De nuevo como a cámara lenta, la vi caer por el costado del peñasco, cerca del camino.

Me abalancé sobre ella, la rodeé con los brazos y me alejé del camino, rodando por una leve pendiente hasta caer sobre unos matorrales, mientras otra bala se estrellaba contra una roca por encima de nuestras cabezas, lanzándome al cuello esquirlas de piedra y acero.

Rodé de nuevo, con Kate todavía entre mis brazos, pero un matorral nos detuvo.

– No te muevas -dije, sujetándola firmemente.

Estábamos uno al lado del otro, yo de espaldas a la dirección de los disparos, y volví la cabeza por encima del hombro para intentar ver lo que podía ver Jalil desde la línea de árboles, que estaba a menos de cien metros de distancia.

Había varios matorrales y rocas bajas entre nosotros y la línea de fuego de Jalil pero, según dónde estuviese entre aquellos árboles, aún podría hacer blanco.

Yo era consciente de que mi traje, aunque oscuro, no se confundía bien con el entorno, y tampoco la brillante chaqueta roja de Kate, pero como no había más disparos, estaba bastante seguro de que Jalil nos había perdido por el momento. O eso, o estaba saboreando el instante antes de disparar otra vez.

Me volví y miré a Kate a los ojos. Los estaba bizqueando de dolor y comenzaba a retorcerse entre mis brazos.

– No te muevas -dije-. Háblame, Kate.

Ella respiraba agitadamente ahora, y me era imposible decir si su herida era leve o grave pero podía sentir la sangre caliente que se filtraba a través de mi camisa y me humedecía la fría piel. Maldita sea.

– Kate. Háblame. Háblame.

– Oh… estoy… estoy herida…

– Bueno, ten calma. Quédate quieta. Déjame ver…

Moví el brazo derecho, que estaba junto a su cuerpo, y palpé bajo la blusa, buscando con los dedos el orificio de entrada pero sin poder encontrarlo, pese a que había sangre por todas partes. Oh Dios mío…

Eché hacia atrás la cabeza y le miré la cara. No le salía sangre de la boca ni de la nariz, lo cual resultaba esperanzador, y tenía los ojos brillantes.

– Oh… John… maldita sea… duele…

Finalmente encontré el orificio de entrada, un agujero justo debajo de su costilla inferior izquierda. Pasé rápidamente la mano atrás y encontré el orificio de salida justo encima de las nalgas. Parecía tratarse solamente de una profunda herida en la carne, y no había chorro de sangre pero me preocupaba la posibilidad de que tuviera una hemorragia interna.

– No es nada, Kate -le dije, como se supone que hay que hablarle a los heridos-. Te pondrás bien.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Respiró hondo y se llevó la mano a la herida, explorando los orificios de entrada y salida.

Saqué un pañuelo del bolsillo y se lo puse en la mano.

– Sujeta ahí.

Permanecimos inmóviles, el uno al lado del otro, y esperamos.

Aquella bala iba dirigida contra mí, naturalmente, pero el destino, las trayectorias balísticas y el momento concreto son lo que establece la diferencia entre una herida de la que puedes presumir y una herida que los de la funeraria tienen que rellenar con masilla.

– No es nada… -repetí-. Sólo un rasguño…

Kate acercó los labios a mi oído, y sentí su aliento en la piel.

– John…

– ¿Sí?

– Eres un maldito idiota.

– ¿Qué…?

– Pero te quiero de todos modos. Ahora, larguémonos de aquí.

– No. Quédate quieta. No puede vernos, y no puede alcanzar lo que no puede ver.

Me había precipitado al decirlo porque, de pronto, la tierra y las rocas empezaron a saltar a nuestro alrededor y las ramas a quebrarse sobre nuestras cabezas. Comprendí que Jalil tenía una idea general de nuestra posición y estaba disparando el resto de su cargador de catorce cartuchos contra la zona en que sospechaba que nos encontrábamos. Santo Dios. Creía que los disparos no iban a cesar nunca. Es peor cuando utilizan un silenciador, y no oyes más que los impactos de los proyectiles sin oír el estampido del rifle.

En lo que debía de ser su último cartucho, sentí un agudo dolor en la cadera, y me llevé inmediatamente la mano allí. Una bala me había rozado la pelvis, y noté que le herida era lo bastante profunda como para haber astillado el hueso pelviano.

– ¡Maldita sea!

– John, ¿estás bien?

– Sí.

– Tenemos que irnos de aquí.

– De acuerdo. Contaré hasta tres, y echamos a correr agachados a través de esos matorrales pero durante no más de tres segundos. Luego nos tiramos al suelo y rodamos unos metros. ¿Vale?

– Vale.

– Una, dos…

– ¡Espera! ¿Por qué no volvemos al peñasco en que estábamos?

Volví la cabeza y miré el peñasco. Su altura no llegaba a metro y medio, y su anchura era menor aún. Las rocas que lo rodeaban, en las que habíamos estado sentados, no eran mayores que piedras grandes. Pero si lográbamos agazaparnos detrás de él, nos veríamos a salvo del fuego directo procedente de los árboles.

– De acuerdo -dije-, pero estaremos un poco apretados ahí detrás.

– Vamos antes de que empiece a disparar otra vez. Una, dos, tres…

Nos levantamos de un salto y corrimos agachados en dirección al peñasco… lo que suponía correr también en dirección a Jalil.

Hacia la mitad del trayecto, oí sobre mi cabeza aquel zumbido familiar pero Jalil tenía que disparar por encima del peñasco al que nos dirigíamos, y no se hallaba a bastante altura en el árbol como para poder disparar en el ángulo agudo que necesitaba para alcanzarnos.

Kate y yo llegamos a la roca, nos dimos la vuelta y nos sentamos muy juntos el uno al lado del otro, con las rodillas levantadas hasta el pecho. Ella se apretaba el ensangrentado pañuelo contra el costado izquierdo.

Permanecimos inmóviles unos momentos recobrando el aliento. Yo no oía ningún zumbido sobre nuestras cabezas, y me pregunté si aquel bastardo habría tenido los huevos de abandonar la protección de los árboles y venía hacia nosotros. Saqué la Glock, respiré hondo, asomé la cabeza por un lado de la roca y escruté rápidamente el espacio antes de volver a esconderla con el tiempo justo para evitar que la volase una bala bien dirigida que hizo saltar esquirlas de roca.

– Ese tío sabe disparar.

– ¿Qué cojones crees que estás haciendo? Siéntate.

– ¿Dónde aprendiste a soltar esos tacos?

– Nunca he soltado tantos tacos en mi vida hasta que te conocí.

– ¿De veras?

– Siéntate y calla.

– Está bien.

Así que nos quedamos allí sentados, rezumando sangre, pero no en cantidad suficiente como para atraer tiburones, o lo que hubiese por los alrededores. Asad Jalil permanecía extrañamente silencioso, y yo me estaba poniendo nervioso al pensar qué se propondría. Quiero decir que aquel cabrón podría estar a siete metros de distancia, deslizándose por entre la espesura.

– Voy a hacer unos cuantos disparos al aire -dije-, para atraer la atención y mantener apartado a Jalil.

– No. Si atraes aquí a los agentes del Servicio Secreto, Jalil los matará. No quiero tener ese peso sobre mi conciencia. No corremos peligro. Quédate quieto.

Yo no estaba seguro de que no corriésemos peligro, pero lo demás era razonable. Así que, John Corey, hombre de acción, quédate quieto.

– Quizá logre atraer la atención de Ted -dije al cabo de un minuto-. Entonces él y Jalil pueden sostener un duelo a tiros.

– Estate quieto y calla. Escucha a ver si percibes sonidos en la espesura.

– Buena idea.

Kate se contorsionó para quitarse la chaqueta roja, que era casi del mismo color que la sangre que la empapaba. Se ató las mangas en torno a la cintura, formando un torniquete sobre las heridas.

Luego metió la mano en uno de los bolsillos de la chaqueta.

– Llamaré al motel Sea Scape para comunicarles nuestra situación -dijo- y que avisen al Servicio Secreto de aquí y…

Siguió buscando en los bolsillos y exclamó:

– No encuentro el móvil.

Oh, oh.

Tanteamos los dos por el suelo. Kate extendió demasiado la mano por el lado izquierdo, y el suelo estalló a unos centímetros de sus dedos. Retiró la mano al instante, como si hubiera tocado un hornillo caliente, y se la miró.

– Dios mío, he sentido cómo esa bala me rozaba los nudillos… pero… no estoy herida… He sentido el calor o algo así.

– Ese hombre sabe disparar. ¿Dónde está el móvil?

Volvió a registrarse los bolsillos de la chaqueta y los pantalones.

Se ha debido de caer del bolsillo al rodar por el suelo -anunció-. Maldita sea.

Nos quedamos mirando la pendiente cubierta de maleza que se extendía ante nosotros pero no había forma de saber dónde estaba el teléfono, y, desde luego, ninguno de los dos iba a ir a buscarlo.

Así que continuamos allí sentados, atentos al ruido de alguien que avanzara hacia nosotros. Yo esperaba que aquel bastardo estuviera viniendo en nuestra dirección porque sabía que tendría que rodear el peñasco o pasar por encima de él, y lo oiríamos. Yo quería dispararle una vez por lo menos. Pero si se movía describiendo un arco amplio, no lo veríamos ni lo oiríamos, y él tenía el rifle con mira telescópica. Me sentí de pronto menos seguro en aquel lado del peñasco, sabiendo que Jalil podría estar moviéndose por entre la maleza de la que nosotros acabábamos de salir.

– Siento lo del teléfono -dijo Kate.

– No es culpa tuya. Supongo que yo debería tener un móvil.

– No es mala idea. Te compraré uno.

Pasó un helicóptero a unos cuatrocientos metros de distancia pero no nos vio, ni nos detectó -tampoco a Jalil-, con cualquiera que fuese la clase de sensor con que iba equipado. Y tampoco disparó Jalil contra él, que habría sido un blanco fácil. Esto me indujo a creer que Asad Jalil se había ido… o que el señor Jalil se abstenía de disparar porque a quien realmente quería cazar era a mí. Bueno, era una idea inquietante.

Fuera como fuese, yo ya me había hartado de aquello. Me quité la chaqueta y, antes de que Kate pudiera impedírmelo, me puse rápidamente en pie y la agité a un lado, como un torero citando al toro. Pero, a diferencia de un torero, yo me deshice apresuradamente de la chaqueta mientras me zambullía detrás del peñasco, justo a tiempo para oír el zumbido que sacudió la chaqueta e hizo saltar unas ramas a nuestro lado.

– Creo que está todavía entre los árboles -dije antes de que Kate pudiera gritarme.

– ¿Y cómo lo sabes?

– El disparo ha venido de esa dirección. Me he dado cuenta por el zumbido y el impacto, y ha habido un lapso de medio segundo, como si estuviese todavía a cien metros de distancia.

– ¿Te estás inventando eso?

– Más o menos.

Bueno, volvimos a la guerra de nervios. Justo cuando ya pensaba yo que Jalil estaba ganando, don Asesino Implacable se sintió frustrado y empezó a disparar de nuevo. El muy cabrón se divertía disparando sobre la cresta del peñasco, y fragmentos de piedra volaban por el aire y caían sobre nosotros.

Disparó un cargador completo, luego recargó el arma y empezó a disparar por ambos lados del peñasco, de modo que los proyectiles impactaban a pocos centímetros de nuestras encogidas piernas. Contemplé, fascinado, cómo la pedregosa tierra estallaba en pequeños cráteres.

– Ese tío es un desgraciado -dije a Kate.

Ella no respondió, hipnotizada por la tierra que volaba a nuestro alrededor.

Jalil dirigió entonces su puntería a los costados del peñasco, haciendo que las balas rozasen la piedra a sólo unos centímetros de nuestros hombros. La roca se iba haciendo un poco más pequeña.

– ¿Dónde aprendería a disparar así? -pregunté.

– Si yo tuviese un rifle -replicó ella-, ya le enseñaría cómo se dispara. -Y añadid)-: Si hubiera llevado chaleco antibalas, no estaría sangrando.

– Recuérdalo para la próxima vez. -Le cogí la mano y se la apreté-. ¿Qué tal estás?

– Bien… duele mucho.

– Aguanta un poco. Ya se cansará de jugar con su rifle.

– ¿Cómo estás tú? -me preguntó.

– Tengo una nueva herida que enseñar a las chicas.

– ¿Quieres otra más?

Volví a apretarle la mano y dije, estúpidamente:

– Las heridas de él y las de ella.

– No tiene ninguna gracia. Esta maldita herida me está dando punzadas.

Le desaté la chaqueta, le pasé la mano por la espalda y palpé suavemente el orificio de salida.

Lanzó un grito de dolor.

– Está empezando a coagularse -dije-. Procura no moverte para que no sangre otra vez. Mantén el orificio de entrada taponado con el pañuelo.

– Ya sé, ya sé, ya sé. Dios mío, cómo duele.

– Lo sé. -Yo he pasado por eso. Volví a anudarle la chaqueta en torno a la cintura.

Jalil tuvo otra idea y empezó a disparar contra las demás rocas, más pequeñas, que había a nuestro alrededor, provocando rebotes, como un jugador de billar que tratase de lograr una jugada desde detrás de la bola ocho. Las rocas eran de arenisca, y la mayoría de ellas se partían, pero de vez en cuando Jalil conseguía un rebote, y una de las balas se estrelló realmente contra el peñasco, por encima de mi cabeza.

– Mete la cabeza y la cara entre las piernas -dije a Kate. Y añadí-: Es perseverante el muy bastardo, ¿eh?

– Realmente te aborrece, John -dijo ella, metiendo la cabeza entre las piernas-. Tú le has impulsado a nuevos niveles de creatividad.

– Es un efecto que suelo provocar en la gente.

Sentí de pronto un agudo dolor en el muslo derecho y comprendí que había sido herido por una bala que había rebotado.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué ocurre?

Me palpé en el punto en que el ardiente proyectil me había alcanzado y descubrí un roto en el pantalón y un desgarrón en la carne. Busqué a tientas en el suelo, junto al muslo, y encontré la bala, deformada y todavía caliente. La levanté en el aire.

– Siete coma seis dos milímetros, funda de acero, proyectil militar, probablemente de un M-14, modificado como rifle de francotirador, con miras telescópicas para día y para noche intercambiables, más silenciador y supresor de fogonazo. Igual que el que tenía Gene.

– ¿A quién carajo le importa eso?

– Es sólo por hablar de algo. -Y añadí-: Igual también que el que tenía Ted.

Mis palabras quedaron flotando en el aire mientras tratábamos de ahuyentar de nuestra mente varias ideas absurdas.

– Naturalmente -agregué-, el M-14 es un rifle bastante común entre los excedentes del Ejército, y no pretendo sugerir nada mencionando que da la casualidad de que Ted tiene uno.

– Podría habernos matado en la estación VORTAC -dijo Kate finalmente.

– No lo haría tan cerca de donde Gene nos dejó para que nos reuniéramos con él -señalé.

Ella no respondió.

Naturalmente, yo no pensaba que fuese Ted quien estaba intentando matarnos. Ted no haría eso. Ted quería ir a nuestra boda, ¿no? Pero nunca se sabe. Me guardé la bala usada en el bolsillo.

Permanecimos cinco minutos inmóviles y en silencio, y yo supuse que quienquiera que fuese se había ido, aunque no tenía intención de averiguarlo.

Oí varios helicópteros que volaban en círculos a lo lejos y confié en que uno de ellos acabara viéndonos.

Pese al dolor que sentía en la pelvis, estaba empezando a desvanecerme. Me hallaba totalmente exhausto y también deshidratado, así que creí que deliraba cuando oí un timbre de teléfono. Abrí los ojos.

– ¿Qué diablos…?

Kate y yo miramos pendiente abajo hacia el lugar en que sonaba el teléfono. Yo no podía verlo aún pero tenía una vaga idea de su situación. Aseguraría que no estaba a más de ocho metros de distancia. Se encontraba directamente delante de nosotros, y, si salía a cogerlo, el peñasco impediría que Jalil me viese. Quizá.

Antes de que pudiera decidir si quería arriesgarme, el teléfono dejó de sonar.

– Si cogemos ese teléfono, podemos pedir ayuda -dije.

– Si salimos a coger ese teléfono, no necesitaremos ayuda. Estaremos muertos.

– Cierto.

Seguimos mirando el lugar en que había sonado el teléfono. Empezó a sonar de nuevo.

Es un hecho que un francotirador no puede estar mirando continuamente a través de una mira telescópica sin que se le fatiguen los ojos y el brazo, por lo que necesita tomarse cortos descansos. Quizá Jalil estaba en uno de ellos. De hecho, quizá era Jalil quien nos llamaba. No podía disparar y hablar al mismo tiempo, ¿no?

Sin pararme a pensarlo dos veces, salté hacia adelante, recorrí encorvado los ocho metros en dos segundos, localicé el teléfono, que continuaba sonando, lo cogí, di media vuelta y regresé a toda velocidad al peñasco, manteniendo éste entre mí y la línea de tiro de Jalil. Antes de llegar allí, le tiré el teléfono a Kate, que lo cogió.

Choqué contra el peñasco, giré sobre mí mismo y caí sentado, preguntándome por qué estaba vivo todavía. Respiré hondo varias veces.

Kate tenía el teléfono junto al oído y estaba escuchando.

– Váyase a tomar por culo -exclamó. Escuchó de nuevo y dijo-: No me diga cómo debe hablar una mujer. Váyase a tomar por culo.

Tuve la impresión de que no era Jack Koenig.

Se apoyó el teléfono en el pecho.

– ¿Eres muy valiente o muy estúpido? -me dijo-. ¿Cómo has podido hacer eso sin consultarme? ¿Preferirías estar muerto que casado? ¿Es eso?

– Disculpa, ¿quién está al teléfono?

Kate me entregó el móvil.

– Jalil quiere despedirse.

Nos miramos, turbados, creo, por nuestras breves sospechas de que era Ted Nash, nuestro compatriota, quien había intentado matarnos. Yo tenía que abandonar el oficio.

– Deberías cambiar de número -observé. Me llevé el teléfono al oído y dije-: Corey.

– Es usted un hombre muy afortunado -me dijo Asad Jalil.

– Dios vela por mí.

– Eso debe de ser. No suelo fallar.

– Todos tenemos días malos, Asad. Vuelva a casa y practique.

– Admiro su valor y su buen humor ante la muerte.

– Muchas gracias. Oiga, ¿por qué no sale de ese árbol, tira su rifle y cruza este terreno con las manos en alto? Procuraré que las autoridades le dispensen un buen trato.

– No estoy en el árbol -respondió, riendo-. Estoy camino de mi país. Sólo quería despedirme y recordarle que volveré.

– Estoy deseando un nuevo enfrentamiento.

– Váyase a tomar por culo.

– Un hombre religioso no debería hablar así.

– Váyase a tomar por culo.

– No, váyase usted, Asad, y que le dé por culo el camello en que vino.

– Lo mataré y mataré a esa puta con la que está, aunque me lleve toda la vida.

Evidentemente, había vuelto a enfurecerlo, de modo que para dirigir su ira hacia objetivos más constructivos, le recordé:

– No olvide arreglar primero las cuentas con su tío Muammar. Y hay también un tipo llamado Habib Nadir que mató a su padre en París por orden de Muammar. ¿Lo conoce?

No hubo respuesta, aunque tampoco esperaba yo ninguna. Se cortó la comunicación, y devolví el teléfono a Kate.

– Él y Ted se llevarían bien.

De modo que nos quedamos allí, sin confiar mucho en que Jalil estuviera largándose por las montañas, especialmente después de nuestra última conversación. Quizá yo necesitaba seguir un curso de Dale Carnegie.

Kate llamó al motel Sea Scape y pidió que la pusieran con Kim Rhee. Explicó nuestra situación y nuestra posición en aquellos momentos detrás de un peñasco, y Kim dijo que nos enviaría varios agentes del Servicio Secreto.

– Dígales que tengan cuidado -añadió Kate-. No estoy segura de que Jalil se haya marchado realmente.

Colgó.

– ¿Tú crees que se ha ido? -me preguntó.

– Creo que sí. El León sabe cuándo huir y cuándo atacar.

– Cierto.

– ¿Qué diferencia hay entre un terrorista árabe y una mujer con síndrome premenstrual? -le pregunté para aliviar la tensión del momento.

– Dímelo tú.

– Con un terrorista árabe se puede razonar.

– No tiene ninguna gracia.

– De acuerdo, ¿cuál es la definición de árabe moderado?

– ¿Cuál?

– Un tipo que se ha quedado sin munición.

– Eso sí tiene gracia.

El sol cobró fuerza y dispersó la niebla restante. Nos cogimos de la mano, esperando que viniera a recogernos un helicóptero o que pasara por allí un vehículo o una patrulla a pie.

– Esto ha sido un anticipo del futuro -dijo Kate como hablando consigo misma.

Era cierto. Y Asad Jalil, u otro como él, volvería con algún nuevo agravio, y nosotros enviaríamos como represalia un misil de crucero contra la casa de alguien, y todo recomenzaría en un interminable círculo vicioso.

– ¿Quieres abandonar este oficio? -pregunté a Kate.

– No. ¿Y tú?

– Sólo si tú lo haces.

– A mí me gusta -dijo.

– Lo que a ti te guste me gusta a mí.

– A mí me gusta California.

– A mí me gusta Nueva York.

– ¿Qué tal Minnesota?

– ¿Es una ciudad p un Estado?

Finalmente, un helicóptero nos vio y, tras determinar que no éramos unos enloquecidos terroristas árabes, aterrizó y fuimos transportados a bordo.

CAPÍTULO 57

Nos llevaron a un helipuerto situado en el hospital del condado de Santa Bárbara, y nos instalaron en habitaciones contiguas, sin vistas especialmente atractivas.

Muchos de nuestros amigos de la oficina del FBI en Ventura pasaron a saludarnos: Cindy, Chuck, Kim, Tom, Scott, Edie, Ro-ger y Juan. Todos alabaron nuestro buen aspecto. Creo que si me siguen disparando una vez al año, para cuando cumpla los cincuenta tendré un aspecto horrible.

Como es de imaginar, mi teléfono sonaba constantemente: Jack Koenig, el capitán Stein, mi ex compañero Dom Fanelli, mi ex esposa, Robin, familiares, amigos, colegas pasados y presentes, etcétera, etcétera. Todo el mundo parecía muy preocupado por mi estado, naturalmente, y siempre preguntaban primero cómo me iba y esperaban pacientemente mientras yo decía que muy bien antes de abordar la cuestión que realmente les interesaba: qué había sucedido.

Como recordaba de mi anterior estancia, los pacientes de hospital recurren a numerosas excusas. Por lo tanto, según quien llamaba, yo tenía cinco líneas estándar de actuación: estoy tomando analgésicos y no puedo concentrarme; es la hora de mi baño de esponja; esta línea no es segura; tengo un termómetro metido en el culo; mi siquiatra dice que no debo rememorar el incidente.

Evidentemente, hay que utilizar la línea adecuada para cada persona. Decirle a Jack Koenig, por ejemplo, que tenía un termómetro metido en el culo… bueno, creo que la cosa está clara.

El segundo día llamó Beth Penrose. No me pareció oportuna para aquella conversación ninguna de las líneas estándar, así que tuvimos «La Conversación». Fin de la historia. Ella me deseó que me fuese bien, y era sincera. Yo le deseé que le fuese bien a ella, y era sincero.

Varias personas de la oficina de Los Ángeles se pasaron también a ver cómo le iba a Kate, y algunas de ellas incluso se acercaron a verme a mí, incluido Douglas Pindick, que me cerró la llave del suero. Es broma.

Otro visitante fue Gene Barlet, del Servicio Secreto. Nos invitó a Kate y a mí a volver al rancho de Reagan cuando estuviéramos en condiciones.

– Les enseñaré el lugar donde les dispararon -dijo-. Pueden recoger esquirlas de la roca. Tomar unas fotos.

Yo le aseguré que no tenía ningún interés en inmortalizar el incidente pero Kate aceptó su invitación.

De todos modos, supe por varias personas distintas que Asad Jalil parecía haberse esfumado, lo cual no me sorprendió. Había dos posibilidades con respecto a la desaparición del señor Jalil: una, había regresado a Trípoli; dos, la CÍA lo tenía en su poder y estaba tratando de hacerle cambiar de bando convenciendo al León de que ciertos libios sabían mejor que los norteamericanos.

Sobre esa cuestión, yo aún no sabía si Ted y compañía dejaron realmente que Asad Jalil continuara su misión de matar a aquellos pilotos para que así se sintiera más realizado y, por lo tanto, satisfecho y receptivo a la idea de matar a tío Muammar y sus amigos. También me preguntaba dónde habían obtenido los libios los nombres de aquellos pilotos. Quiero decir que ésa es realmente una teoría de conspiración estilo «Expediente X», y resultaba tan aventurada que no le dediqué demasiado tiempo ni perdí mucho sueño con ella. Sin embargo, me preocupaba.

En cuanto a Ted, me preguntaba por qué no había venido a visitarnos, pero imaginaba que estaba ocupado urdiendo mentiras, bullendo e intrigando por los pasillos de Langley.

El tercer día de nuestra estancia en el hospital, llegaron cuatro caballeros de Washington, representantes, dijeron, del Federal Bureau of Investigation, aunque uno de ellos tenía todo el aire de ser de la CÍA. Kate y yo estábamos lo bastante bien como para recibirlos en una sala de visitas privada. Nos tomaron declaración, naturalmente, porque eso es lo que hacen. Les encanta tomar declaraciones, pero rara vez hacen declaraciones ellos.

Dijeron, sin embargo, que el FBI no había detenido todavía a Asad Jalil, lo cual tal vez fuese técnicamente cierto. Yo mencioné a aquellos caballeros que el señor Jalil había jurado matarnos a Kate y a mí aunque eso le llevara el resto de su vida.

Nos dijeron que no nos preocupáramos demasiado, que no hablásemos con desconocidos y que estuviéramos en casa antes de que se hiciese de noche, o algo parecido. Formulamos el vago compromiso de reunimos en Washington cuando nos sintiéramos recuperados. Afortunadamente, nadie habló de una conferencia de prensa.

En relación con eso, se nos recordó que habíamos firmado varias declaraciones juradas, promesas y cosas así, limitando nuestro derecho a hacer declaraciones públicas y jurando salvaguardar toda información relacionada con la seguridad nacional. En otras palabras, no habléis con la prensa u os daremos una tunda tal que las heridas de bala que tenéis en el culo os parecerán, en comparación, simples granitos.

Eso no era una amenaza, porque el gobierno no amenaza a sus ciudadanos, pero constituía una clara advertencia.

Yo recordé a mis colegas que Kate y yo éramos héroes pero nadie parecía saber nada de eso. Anuncié luego a los cuatro caballeros que era la hora de mi enema, y se fueron.

Por lo que se refiere a la prensa, todos los medios de comunicación informaron del intento de asesinato de Ronald Reagan pero se quitaba importancia al asunto, y la declaración oficial de Washington fue: «La vida del presidente no ha corrido peligro en ningún momento.» No se mencionaba a Asad Jalil -el solitario individuo implicado era desconocido- y nadie pareció establecer relación alguna entre los pilotos muertos y el intento de asesinato. Eso cambiaría, naturalmente, pero, como diría Alan Parker: «Un tercio hoy, un tercio mañana, y el resto cuando los periodistas empiecen a apretarnos los huevos.»

El cuarto día de nuestra estancia en el hospital del condado de Santa Bárbara se presentó solo el señor Edward Harris, colega de la CÍA de Ted Nash, y lo recibimos en la sala de visitas privada. Él también nos recordó que no debíamos hablar con la prensa y sugirió que habíamos sufrido un fuerte shock, pérdida de sangre y todo eso y que no se podía confiar en nuestra memoria.

Kate y yo habíamos hablado anteriormente de eso, y aseguramos al señor Harris que ni siquiera podíamos recordar lo que teníamos para comer.

– Yo ni sé por qué estoy en el hospital -añadí-. Lo último que recuerdo es que iba al aeropuerto Kennedy para recoger a un desertor.

Edward, sin embargo, pareció un poco escéptico.

– No exagere -dijo.

– Le gané veinte dólares en aquella apuesta -informé al señor Harris-. Y diez a Ted.

Me dirigió una mirada un tanto extraña, lo que parecía poco apropiado. Yo creo que tenía algo que ver con mi mención del nombre de Ted.

Debo decir en este momento que casi todos los que nos visitaban se comportaban como si poseyesen alguna información que nosotros desconocíamos pero que podríamos conocer si preguntábamos.

– ¿Dónde está Ted? -le pregunté a Edward.

– Ted Nash ha muerto -me informó al cabo de unos segundos.

No me sorprendió del todo pero la noticia me conmocionó.

– ¿Cómo? -pregunto Kate, estupefacta.

– Lo descubrieron en el rancho de Reagan después de haberlos encontrado a ustedes -respondió Edward-. Tenía una herida de bala en la frente y murió en el acto. Hemos recuperado la bala, y las pruebas balísticas practicadas demuestran de modo concluyente que fue disparada por el mismo rifle que Asad Jalil utilizó para disparar contra ustedes.

Kate y yo permanecimos en silencio, sin saber qué decir.

Yo me sentía mal pero si Ted estuviera en la sala le diría lo evidente: cuando juegas con fuego, te quemas; cuando juegas con leones, te comen.

Kate y yo expresamos nuestra condolencia, mientras yo me preguntaba por qué no se había hecho pública aún la muerte de Ted.

Edward sugirió, como había hecho Ted, que quizá nos agradase trabajar para la CÍA.

Yo no creía en la posibilidad de que aquello fuese algo agradable pero hay que saber adaptarse a las circunstancias.

– Podemos hablarlo -le dije a Edward-. A Ted le habría encantado.

Detecté de nuevo una chispa de escepticismo en Edward.

– El sueldo es mejor -respondió, sin embargo-. Pueden elegir cualquier destino en el extranjero con una permanencia garantizada de cinco años seguidos en el mismo. Juntos. París, Londres, Roma, a elegir.

Aquello sonaba un poco a soborno, lo cual es muchísimo mejor que una amenaza. La cuestión era que sabíamos demasiado, y ellos sabían que sabíamos demasiado.

– Yo siempre he querido vivir en Lituania -dije a Edward-. Kate y yo hablaremos de ello.

Edward no estaba acostumbrado a que se prescindiera de él, y se puso muy serio y se marchó.

– No deberías irritar a esa gente -me recordó Kate.

– No se me presenta a menudo la oportunidad de hacerlo.

Ella permaneció en silencio unos instantes.

– Pobre Ted -dijo finalmente.

Yo me preguntaba si realmente estaría muerto, por lo que no podía poner el menor entusiasmo en una manifestación de pesar.

– Invítalo a la boda de todos modos -dije-. Nunca se sabe.

Para el quinto día de estancia en el hospital, yo pensaba que si continuaba allí más tiempo nunca me recuperaría física ni mentalmente, así que cogí yo mismo el alta, lo que hizo dichoso al representante de mi seguro médico oficial. De hecho, habría podido marcharme en cualquier momento después del segundo día, habida cuenta de la levedad de mis heridas del muslo y la cadera, pero los federales -y también Kate, cuya herida necesitaba más tiempo para curar- habían querido que me quedase.

– Hotel de playa Ventura Inn -dije a Kate-. Te veré allí.

Y me fui, con un frasco de antibióticos y varios analgésicos realmente estupendos.

Alguien había enviado mi ropa a la lavandería, y el traje había vuelto limpio y planchado, con los dos agujeros de bala cosidos o zurcidos o lo que fuese. Las manchas de sangre eran débilmente visibles todavía en el traje, y en la camisa azul y en la corbata, aunque mis calzoncillos y mis calcetines estaban limpios y tersos. Una furgoneta del hospital me llevó a Ventura.

Me sentía como un vagabundo al registrarme en el Ventura Inn sin equipaje y un poco aturdido con tanto analgésico. Pero la American Express no tardó en arreglar las cosas y adquirí ropas californianas, me bañé en el océano, vi varias reposiciones de «Expediente X» y hablaba dos veces al día con Kate por teléfono.

Ella se reunió conmigo pocos días después. Nos tomamos unas vacaciones médicas en el Ventura Inn y yo cuidé mi bronceado y aprendí a comer aguacates.

El caso es que Kate tenía un diminuto y juvenil biquini y pronto se dio cuenta de que las cicatrices no se broncean. Los hombres consideran que las cicatrices son emblemas honrosos. Las mujeres, no. Pero yo le besaba la pupita todas las noches, y empezó a darle menos importancia. De hecho, empezó a enseñarles los orificios de entrada y salida a varios cabineros, para los que una herida de bala era algo realmente guay.

Kate, entre cabineros e historias de guerra, trató de enseñarme a practicar el surf pero creo que para hacerlo bien hay que tener fundas en los dientes y el pelo descolorido.

Así pues, llegamos a conocernos mejor durante las dos semanas de luna de miel de prueba que pasamos en Ventura, y, de común y tácito acuerdo, comprendimos que estábamos hechos el uno para el otro. Por ejemplo, Kate me aseguró que le encantaba ver partidos de fútbol por televisión, le gustaba dormir con la ventana abierta en invierno, prefería los pubs irlandeses a los restaurantes selectos, detestaba los vestidos caros y las joyas y nunca cambiaba de peinado. Yo lo creí todo, naturalmente. Prometí seguir igual. Eso era fácil.

Todo lo bueno tiene un final, y a mediados de mayo regresamos a Nueva York y a nuestros puestos de trabajo en 26 Federal Plaza.

Los compañeros nos dieron una pequeña fiesta, como es costumbre, y se pronunciaron discursos estúpidos, se propusieron brindis por nuestra dedicación al trabajo, por nuestro pleno restablecimiento y, naturalmente, por nuestro compromiso y por una vida larga y feliz juntos. A todo el mundo le encanta una historia de amor. Fue la noche más larga de mi vida,

Para hacer la velada más divertida, Jack me llevó a un lado y me dijo:

– He utilizado tus treinta pavos, y también las apuestas de Ted y Edward, para pagar la factura. Sabía que no te importaría.

No me importaba. Y Ted habría querido que se hiciera así.

Teniendo en cuenta todas las circunstancias, yo prefería volver a Homicidios Norte pero eso no iba a suceder. El capitán Stein y Jack Koenig me aseguraron que me esperaba un brillante futuro en la Brigada Antiterrorista, pese al montón de denuncias formales presentadas contra mí por diversos individuos y organizaciones.

A nuestra vuelta al servicio, Kate anunció que lo estaba pensando mejor… no lo del matrimonio, sino lo del anillo de compromiso. Me puso a trabajar en algo denominado la «Lista de Invitados». Y encontré Minnesota en un mapa. Es un estado entero. Mandé por fax copias del mapa a mis compañeros de la policía de Nueva York para que supieran.

Pocos días después de nuestra vuelta, realizamos el preceptivo viaje al edificio J. Edgar Hoover y pasamos tres días con aquellos agradables tipos de Contraterrorismo, que escucharon toda nuestra historia y luego nos la repitieron de forma ligeramente diferente. Corregimos nuestra versión, y Kate y yo firmamos testimonios, declaraciones, transcripciones y no sé cuántas cosas más hasta que todo el mundo quedó contento.

Supongo que claudicamos un poco pero obtuvimos la solemne promesa de que algún día podríamos restablecer la verdad de las cosas.

El cuarto día de nuestro viaje a Washington nos llevaron al cuartel general de la CÍA en Langley, Virginia, donde fuimos recibidos por Edward Harris y otros. No fue una visita larga, y estuvimos en compañía de cuatro agentes del FBI, que llevaron casi todo el peso de la conversación en nuestro nombre. Ojalá esa gente aprendiera a largarse.

Lo único interesante de aquella visita a Langley fue nuestra entrevista con un hombre extraordinario. Era un ex agente del KGB, y se llamaba Boris, el mismo Boris que Ted nos había mencionado en el VORTAC.

El único motivo de la entrevista parecía ser el hecho de que Boris quería conocernos. Pero en la hora que estuvimos hablando obtuve la impresión de que aquel hombre había visto y hecho en su vida más que todos los que nos encontrábamos allí juntos.

Boris era un tipo corpulento, fumaba Marlboro sin cesar y se mostraba excesivamente atento con mi prometida.

Habló un poco de sus tiempos en el KGB y luego nos contó unas cuantas anécdotas sobre su segunda carrera en la Inteligencia libia. Mencionó que le había dado a Jalil varios consejos sobre su viaje a Estados Unidos. Boris tenía curiosidad por saber cómo habíamos dado con Jalil y todo eso.

No acostumbro suministrar mucha información a agentes de servicios de inteligencia extranjeros pero el hombre actuaba con nosotros sobre la base de «uno por uno», y si Kate o yo contestábamos a su pregunta él contestaba a la nuestra. Podría haberme pasado días enteros hablando con aquel tipo pero había otras personas en la sala, y de vez en cuando nos decían que no respondiéramos o que cambiáramos de tema. ¿Qué ha sido de la libertad de expresión?

De todos modos, tomamos un sorbito de vodka juntos e inhalamos humo de segunda mano.

Uno de los chicos de la CÍA anunció que era hora de marcharse, y nos pusimos todos en pie.

– Deberíamos volver a vernos -le dije a Boris.

Se encogió de hombros e hizo un gesto en dirección a sus amigos de la CÍA.

Finalmente nos estrechamos la mano.

– Ese hombre es una máquina de matar perfecta -nos dijo Boris a Kate y a mí-, y lo que no mata hoy lo matará mañana.

– Es sólo un hombre -repliqué.

– A veces me pregunto si lo es. -Y añadió-: En cualquier caso, los felicito a los dos por su supervivencia. No desperdicien ninguno de sus días.

Yo estaba seguro de que se trataba de otra expresión rusa y de que no teñía nada que ver con el tema de Asad Jalil. ¿Verdad?

Kate y yo regresamos a Nueva York, y ninguno de los dos volvió a mencionar a Boris. Pero la verdad es que me gustaría beberme una botella entera de vodka con él algún día. Quizá le hiciera llegar una citación. Quizá no era buena idea.

Transcurrieron varias semanas, y seguíamos sin saber nada de Asad Jalil ni tener noticia de que el señor Gadafi hubiera fallecido repentinamente.

Kate no hizo cambiar el número de su teléfono móvil, yo sigo teniendo el mismo número directo en 26 Federal Plaza, y estamos esperando una llamada del señor Jalil.

Mejor que eso, Stein y Koenig -como parte de nuestro pacto con la gente de Washington- nos ordenaron que formásemos un equipo especial constituido por mí, Kate, Gabe, George Foster y varias otras personas cuya única misión es encontrar y apresar al señor Asad Jalil. Yo solicité también al Departamento de Policía de Nueva York el traslado de mi viejo compañero, Dom Fanelli, a la BAT. Él se resiste pero yo soy ahora una persona importante y pronto tendré a Dom en mis manos. Quiero decir que él es responsable de que yo esté en la BAT, y una buena jugarreta se merece otra. Será como en los viejos tiempos.

No habrá nadie de la CÍA en nuestro nuevo equipo, lo que aumenta mucho nuestras probabilidades.

Este equipo especial es probablemente lo único que me mantenía en aquel jodido puesto. Quiero decir que me tomo muy en serio la amenaza de aquel individuo, y es simplemente cuestión de matar o que te maten. Ninguno de los miembros del equipo pretendemos coger vivo a Asad Jalil, y el propio Asad Jalil tampoco tiene intención de ser cogido vivo, de modo que la cosa resulta bien para todos.

Llamé a Robin, mi ex, y le informé de mi próximo matrimonio.

Ella me deseó felicidad.

– Ahora puedes cambiar el estúpido mensaje de tu contestador -me aconsejó.

– Buena idea.

– Si coges algún día a ese Jalil -añadió-, pásame el caso.

Yo había practicado este jueguecito con ella en el caso de los delincuentes que me tirotearon en la calle 102 Oeste.

– De acuerdo, pero quiero el diez por ciento de tus honorarios -respondí.

– Lo tienes. Y perderé el caso, y le caerá la perpetua.

– Hecho.

Así que, una vez resuelto eso, pensé que debía llamar a antiguas amigas para decirles que tenía una compañera a tiempo completo que pronto sería mi mujer. Pero no quería hacer esas llamadas telefónicas, de modo que, en su lugar, envié e-mails, tarjetas y fax. Recibí unas cuantas respuestas, en su mayoría condolencias por la novia. No le enseñé ninguna de ellas a Kate.

Se aproximaba el Gran Día, y yo no estaba nervioso. Ya había estado casado, y me había enfrentado muchas veces a la muerte. No quiero decir que haya ninguna semejanza entre casarse y que te disparen pero… tal vez la haya.

Kate manifestaba bastante calma con respecto a todo el asunto, y eso que nunca había hecho el paseíllo por el pasillo central. Parecía dominar realmente la situación y sabía qué había que hacer, y cuándo había que hacerlo, y quién tenía que hacer qué, y todo eso. Yo creo que se trata de un conocimiento no aprendido que tiene algo que ver con el cromosoma X.

Bromas aparte, me sentía feliz, satisfecho y más enamorado que nunca. Kate Mayfield era una mujer extraordinaria, y yo sabía que viviríamos siempre felices. Creo que lo que me gustaba de ella era que me aceptaba tal como era, lo cual no es realmente demasiado difícil, habida cuenta de lo casi perfecto que soy.

Además, habíamos compartido una experiencia que era todo lo profunda y determinante que dos personas pueden compartir, y lo habíamos hecho bien. Kate Mayfield era valiente, leal e ingeniosa y, a diferencia de mí, todavía no era cínica ni estaba hastiada del mundo. De hecho, era una patriota, y no puedo decir otro tanto de mí mismo. Tal vez lo fuera en otro tiempo pero en el transcurso de mi vida nos han sucedido demasiadas cosas a mi país y a mí. Sin embargo, hago mi trabajo.

Lo que más siento con respecto a todo este asunto -aparte de mi evidente sentimiento por la pérdida de vidas- es que no creo que hayamos aprendido nada de todo esto.

Como yo, el país siempre ha tenido suerte y siempre se las ha arreglado para esquivar la bala fatal. Pero la suerte, como he aprendido en las calles y en las mesas de juego y en el amor, se acaba. Y, si no es demasiado tarde, te enfrentas a los hechos y a la realidad y trazas un plan de supervivencia que no tiene para nada en cuenta la suerte.

Y hablando de eso, el día de nuestra boda llovía, lo cual, según he descubierto, se supone que significa buena suerte. Yo creo que sólo significa que te mojas.

Casi todos mis amigos y familiares habían hecho el viaje hasta esta pequeña ciudad de Minnesota, y la mayoría de ellos se comportaron mejor que en mi primera boda. Naturalmente, hubo unos cuantos incidentes cuando mis compañeros solteros de la policía de Nueva York se mostraron groseros con aquellas provincianitas rubias y de ojos azules -incluido el incidente de Dom Fanelli con la dama de honor, en el que no entraré- pero eso era de esperar.

Los familiares de Kate eran blancos, anglosajones y protestantes, y el sacerdote era metodista y actor consumado. Me hizo prometer amar, honrar y no volver a mencionar jamás el «Expediente X».

Fue una ceremonia de doble anillo: un anillo para el dedo de Kate, otro anillo para mi nariz. Bueno, supongo que ya está bien de chistes sobre el matrimonio. De hecho, me han dicho que ya está bien.

Los blancos anglosajones y protestantes del Medio Oeste vienen en dos variedades: secos y húmedos. Éstos le daban al frasco, así que nos llevábamos realmente bien. Él padre era un tipo estupendo, la madre era guapa, y también la hermana. Mis padres les contaron sobre mí un montón de historias que a ellos les parecían graciosas, más que anormales. La cosa iba a salir bien.

En cualquier caso, Kate y yo pasamos una semana en Atlantic City y luego otra semana en la costa californiana. Acordamos reunimos con Gene Barlet en Rancho del Cielo, y el viaje en coche a las montañas fue mucho más agradable que la última vez. Y también el rancho, que ofrecía mucho mejor aspecto a la luz del día y sin francotirador.

Volvimos al peñasco, que parecía mucho más pequeño que como yo lo recordaba. Gene tomó fotografías, incluyendo una de la herida de Kate no apta para menores, y a instancias de Gene recogimos varios fragmentos de piedras.

– Encontramos cincuenta y dos casquillos en el suelo -dijo Gene, señalando la línea de árboles-. Jamás he oído hablar de tantos disparos hechos por un francotirador contra dos personas. Realmente, el tipo quería lo que no podía tener.

Yo creo que nos estaba diciendo que el juego no había terminado.

La línea de árboles me estaba poniendo un poco nervioso, así que nos fuimos. Gene nos enseñó el lugar donde se había encontrado muerto a Ted Nash en un camino de herradura, a menos de cien metros del VORTAC, con un solo balazo en la frente. No tengo ni idea de adónde iba Ted, ni qué hacía allí, y nunca lo sabremos.

Habida cuenta de que estábamos en nuestra luna de miel, sugerí que ya habíamos visto bastante y volvimos a la casa del rancho, tomamos una coca-cola, comimos unos dulces y continuamos camino hacia el norte.

Habíamos dejado en Nueva York el teléfono móvil de Kate, ya que no queríamos recibir ninguna llamada de amigos ni de asesinos durante nuestra luna de miel. Pero, sólo por precaución, cada uno llevábamos nuestra pistola.

Nunca se sabe.

Загрузка...