TERCERA PARTE

Estados Unidos, 15 de abril El presente

Cabalgaba terrible y solo

Con su espada yemení por toda ayuda;

No llevaba más ornamento

que las muescas de la hoja.

La Venganza de la muerte Canto de guerra árabe


CAPÍTULO 18

Asad Jalil, recién llegado de París por vía aérea y único superviviente del vuelo 175 de Trans-Continental, se hallaba confortablemente sentado en el asiento posterior de un taxi de Nueva York. Miró por la ventanilla derecha, y observó los altos edificios que pasaban ante su vista. Observó también que, allí, en Estados Unidos, muchos de los coches eran más grandes que en Europa o en Libia. El tiempo era agradable pero, como en Europa, había demasiada humedad para un hombre acostumbrado al árido clima de África del Norte. También como en Europa, había una abundante vegetación. El Corán prometía un Paraíso de verdor, ondulantes arroyos, sombra constante, frutas, vino y mujeres. Era curioso, pensó, que las tierras de los infieles pareciesen semejar el Paraíso. Pero sabía que la semejanza era sólo superficial. O quizá Europa y América eran el Paraíso prometido en el Corán y solamente esperaban la llegada del islam.

Asad Jalil volvió su atención hacia el taxista, Gamal Yabbar, su compatriota cuyo nombre y fotografía se mostraban de forma destacada en una licencia colocada sobre el salpicadero.

El Servicio de Inteligencia libio en Trípoli había dicho a Jalil que su chófer sería uno de cinco hombres determinados. Había muchos taxistas musulmanes en Nueva York, y se podía persuadir a muchos de ellos para que hiciesen un pequeño favor, aunque no fuesen selectos luchadores por la libertad. El agente que Jalil tenía asignado en Trípoli, a quien conocía por el nombre de Malik -el Rey, o el Maestro-, había dicho con una sonrisa: «Muchos taxistas tienen parientes en Libia.»

– ¿Qué carretera es ésta? -le preguntó a Gamal Yabbar.

– La llaman la carretera de circunvalación -respondió Yabbar en árabe con acento libio-. El océano Atlántico queda por allí. Esta parte de la ciudad se conoce con el nombre de Brooklyn. Aquí viven muchos de nuestros correligionarios.

– Lo sé. ¿Por qué estás tú aquí?

A Yabbar no le gustó el tono de la pregunta ni la implicación que latía en ella, pero tenía preparada una respuesta.

– Sólo para ganar dinero en esta "maldita tierra -contestó-. Dentro de seis meses regresaré a Libia y estaré con mi familia.

Jalil sabía que eso no era cierto, no porque creyera que Yabbar mentía, sino porque Yabbar estaría muerto antes de una hora.

Jalil miró por la ventanilla hacia el océano que se extendía a su izquierda, luego hacia los altos edificios de apartamentos que se alzaban a su derecha y finalmente hacia el lejano horizonte de Manhattan, al frente. Había pasado suficiente tiempo en Europa para no sentirse excesivamente impresionado por lo que veía aquí. Las tierras de los infieles eran populosas y prósperas pero las gentes se habían alejado de su Dios y eran débiles. Gentes que no creían en nada más que en llenarse la barriga y la cartera no eran adversarios para los guerrilleros islámicos.

– ¿Practicas tu religión aquí, Yabbar? -preguntó Jalil.

– Sí, por supuesto. Hay una mezquita cerca de mi casa.

– Excelente. Y por lo que estás haciendo hoy tienes asegurado un lugar en el Paraíso.

Yabbar no respondió.

Jalil se recostó en el asiento y reflexionó en la última hora transcurrida de aquel importante día.

Salir del área de servicio del aeropuerto, subir al taxi y enfilar la carretera general había resultado muy sencillo, pero Jalil sabía que diez o quince minutos después podría no haber sido tan fácil. Se había sentido sorprendido a bordo del avión cuando oyó al hombre alto de traje decir «se ha cometido un crimen», y luego el hombre lo miró y le ordenó que bajase de la escalera de caracol. Jalil se preguntó cómo sabía tan pronto que se trataba de un crimen. Quizá, pensó, el bombero llegado a bordo había dicho algo por su radio. Pero Jalil y Yusef Haddad, su cómplice, habían tenido cuidado de no dejar ninguna evidencia de un crimen. De hecho, pensó Jalil, él se había tomado la molestia de romperle el cuello a Haddad para no dejar pruebas de una herida de bala o de cuchillo.

Había otras posibilidades, pensó Jalil. Quizá el bombero había visto que los agentes federales tenían los pulgares cortados. O quizá la policía había sospechado al interrumpirse el contacto por radio con el bombero.

Jalil no tenía intención de matarlo, pero cuando el hombre intentó abrir la puerta del lavabo no tuvo más remedio que hacerlo. Por lo único que sentía la muerte del bombero era porque con ella dejaba tras de sí otra prueba en un momento crítico de sus planes.

En cualquier caso, la situación cambió rápidamente cuando el hombre del traje subió a bordo, y Jalil tuvo entonces que actuar con más rapidez. Sonrió al recordar que aquel hombre le había dicho que bajara la escalera de caracol, que era lo que ya estaba haciendo. Salir del avión no sólo había sido sencillo, es que se le había ordenado hacerlo.

Subir al furgón de equipajes, que estaba con el motor en marcha, y alejarse en él, había sido más fácil aún. De hecho, había una docena de vehículos desocupados entre los que elegir, tal como le había dicho el Servicio de Inteligencia libio, que tenía un amigo trabajando como mozo de equipajes para la Trans-Continental.

El mapa del aeropuerto utilizado por Jalil procedía de una página web de Internet, y el emplazamiento del lugar llamado Club Conquistador había sido determinado con toda exactitud por Boutros, el hombre que lo había precedido en febrero. La Inteligencia libia le había hecho ensayar a Jalil todo el trayecto desde el área de seguridad hasta el Club Conquistador, y Jalil habría podido recorrerlo a ciegas después de cien ensayos en carreteras simuladas en las cercanías de Trípoli.

Pensó en Boutros, a quien solamente había visto una vez…, no en el hombre mismo, sino en la facilidad con que Boutros había engañado a los americanos en París, en Nueva York y luego en Washington. Los miembros de los servicios de Inteligencia americanos no eran estúpidos pero eran arrogantes, y la arrogancia llevaba al exceso de confianza y, por ende, a la negligencia.

– ¿Conoces el significado de este día? -le preguntó a Yabbar.

– Desde luego. Soy de Trípoli. Era un niño cuando llegaron los bombarderos americanos, malditos sean.

– ¿Sufriste daños personales en el ataque?

– Perdí un tío en Bengasi, un hermano de mi padre. Su muerte me entristece aún ahora.

A Jalil le sorprendía la gran cantidad de libios que habían perdido amigos y parientes en el bombardeo que causó la muerte de menos de cien personas. Hacía tiempo que había asumido el hecho de que todos mentían. Y ahora probablemente estaba en presencia de otro embustero.

Jalil no solía hablar de sus propios sufrimientos a consecuencia del ataque aéreo, y jamás revelaría semejante cosa fuera de Libia. Pero como dentro de muy poco Yabbar ya no supondría ningún riesgo para la seguridad, le dijo:

– Toda mi familia murió en Al Azziziyah.

Yabbar permaneció unos instantes en silencio y luego dijo:

– Lo acompaño en el sentimiento, amigo mío.

– Mi madre, mis dos hermanas, mis dos hermanos.

Silencio de nuevo.

– Sí, sí. Recuerdo. La familia de… -dijo finalmente Yabbar.

– Jalil.

– Sí, sí. Todos sufrieron martirio en Al Azziziyah. -Yabbar volvió la cabeza para mirar a su pasajero-. Que Alá vengue su sufrimiento, señor. Que Dios le dé paz y fortaleza hasta que vea de nuevo a su familia en el Paraíso.

Yabbar continuó, derramando alabanzas, bendiciones y conmiseración sobre Asad Jalil.

Los pensamientos de Jalil tornaron a los momentos anteriores del día y de nuevo al recuerdo del hombre alto del traje y a la mujer con la chaqueta azul que parecía ser su cómplice. Los americanos, como los europeos, hacían que las mujeres pareciesen hombres y que los hombres semejasen mujeres. Aquello era un insulto a Dios y a la creación de Dios. La mujer fue hecha de la costilla de Adán para ser su compañera, no su igual.

En cualquier caso, cuando aquel hombre y aquella mujer subieron a bordo, la situación cambió rápidamente. De hecho, había pensado en no ir al Club Conquistador -el cuartel general secreto de los agentes federales- pero era un objetivo al que no podía resistirse, un manjar que había saboreado mentalmente desde febrero, cuando Boutros informó de su existencia a Malik. Malik había dicho a Jalil: «Éste es un plato tentador que se te ofrece a tu llegada. Pero no te será tan satisfactorio como los platos servidos fríos. Toma tu decisión cuidadosa y sabiamente. Mata sólo lo que puedas comer o lo que no puedas guardar para más adelante.»

Jalil recordaba estas palabras pero había decidido correr el riesgo y matar a los que creían ser sus carceleros.

Consideraba de poca importancia lo sucedido en el avión. El gas venenoso era una forma casi cobarde de matar pero había formado parte del plan. Las bombas que Jalil había hecho estallar en Europa le proporcionaron poca satisfacción, aunque apreciaba el simbolismo de matar a aquellas personas de manera similar a como los cobardes pilotos americanos habían matado a su familia.

El asesinato con un hacha del oficial de aviación norteamericano en Inglaterra le había proporcionado una enorme satisfacción. Todavía recordaba al hombre dirigiéndose a su coche en el oscuro parking, consciente de que había alguien detrás de él. Recordaba que el oficial se volvió hacia él diciendo: «¿Puedo hacer algo por usted?»

Jalil sonrió. «Sí, puede hacer algo por mí, coronel Hambrecht.» Luego, le había dicho: «Al Azziziyah», y nunca olvidaría la expresión de su rostro antes de que él sacara el hacha de debajo de su impermeable y le asestara un golpe que prácticamente le cortó el brazo. Después Jalil se tomó su tiempo, seccionando las extremidades del hombre, las costillas, los genitales y demorando el golpe decisivo al corazón hasta tener la seguridad de que su víctima había sufrido suficiente dolor para que su padecimiento fuese extremo, pero no tanto como para perder el conocimiento. Finalmente dejó caer el hacha sobre el esternón, que se partió en dos mientras la hoja se hundía en el corazón. El coronel aún tenía sangre suficiente para producir un pequeño surtidor, que Jalil esperaba que el hombre pudiera ver y sentir antes de morir.

Jalil cuidó de llevarse la cartera del coronel Hambrecht a fin de que pareciese un atraco, aunque, evidentemente, el asesinato a hachazos no parecía un simple atraco. No obstante, planteaba cuestiones a la policía, que debía clasificar el asesinato como un posible atraco pero probablemente político.

El siguiente pensamiento de Jalil fue para los tres escolares americanos que esperaban en una parada de autobús en Bruselas. Tenían que haber sido cuatro -uno por cada uno de sus hermanos y hermanas- pero aquella mañana sólo había tres. Los acompañaba una mujer, probablemente la madre de uno o dos de ellos. Jalil paró su coche, se apeó, disparó a cada niño en el pecho y en la cabeza, sonrió a la mujer, subió de nuevo al coche y se alejó.

Malik se puso furioso con él por dejar con vida a un testigo que le había visto la cara, pero Jalil estaba seguro de que la mujer no recordaría durante el resto de su vida nada más que a los tres niños agonizando en sus brazos. Así era como había vengado la muerte de su madre.

Pensó por un momento en Malik, su mentor, su maestro, casi su padre. El propio padre de Malik, Numair -la Pantera-, era un héroe de la guerra de independencia contra los italianos. Numair había sido capturado por el ejército italiano y posteriormente ahorcado cuando Malik era sólo un niño. Malik y Jalil estaban unidos por el hecho de que ambos habían perdido a sus padres a manos de los infieles, y ambos habían jurado venganza.

Después de que su padre hubiera muerto ahorcado, Malik -cuyo verdadero nombre se desconocía- había ofrecido a los británicos sus servicios como espía contra los italianos y los alemanes mientras los ejércitos de los tres países se mataban mutuamente a todo lo largo de Libia. Malik había espiado también para los alemanes en contra de los británicos, y su acción combinada de espionaje a los ejércitos de ambos bandos había incrementado el número de muertes. Cuando llegaron los norteamericanos, Malik encontró otro patrono que confiaba en él. Jalil recordó que Malik le había contado una vez cómo en cierta ocasión condujo a una patrulla americana hasta una emboscada alemana y luego regresó a las líneas americanas para revelarles el emplazamiento del grupo alemán.

Jalil se había sentido impresionado por la doblez de Malik y su capacidad para lograr un elevado número de muertes sin disparar personalmente un solo tiro.

Asad Jalil había sido adiestrado por muchos hombres buenos en las artes de matar pero era Malik quien le había enseñado a pensar, actuar, engañar, conocer la mente del occidental y utilizar ese conocimiento para vengar a todos los que creían en Alá y que a lo largo de los siglos habían muerto a manos de los infieles cristianos.

Malik le había dicho a Jalil: «Tú tienes la fuerza y el valor de un león. Te han enseñado a matar con la rapidez y la ferocidad de un león. Yo te enseñaré a ser tan astuto como un león. Porque sin astucia, Asad, pronto serás un mártir.»

Malik era viejo ya, casi setenta años sobre la tierra, pero había vivido lo suficiente para ver muchos triunfos del islam sobre Occidente. El día anterior a la marcha de Jalil a París, le había dicho: «Si Dios quiere, llegarás a América, y los enemigos del islam y del Gran Líder caerán ante ti. Dios ha ordenado tu misión, y Dios te mantendrá ileso hasta que regreses. Pero debes ayudar a Dios recordando todo lo que se te ha enseñado y todo lo que has aprendido. El propio Dios ha puesto en tu mano los nombres de nuestros enemigos y lo ha hecho para que tú puedas matarlos a todos. Actúa por venganza pero no te dejes cegar por el odio. El león no odia. El león mata a todos los que lo amenazan o que lo han atormentado. El león también mata cuando está hambriento. Tu alma ha estado hambrienta desde la noche en que te fue arrebatada tu familia. La sangre de tu madre te llama, Asad. La sangre inocente de Esam, Qadir, Adara y Lina te llama. Y tu padre, Karim, que fue mi amigo, te estará mirando desde el cielo. Ve, hijo mío, y regresa cubierto de gloria. Yo te estaré esperando.»

Jalil sintió que casi se le saltaban las lágrimas al pensar en las palabras de Malik. Permaneció un rato en silencio, mientras el taxi se movía por entre el tráfico, pensando, rezando, dando gracias a Dios por su buena suerte hasta el momento. No dudaba de que estaba al principio del final del largo viaje que había comenzado en la terraza de Al Azziziyah aquel mismo día de hacía muchos años.

El pensamiento de la azotea trajo a su mente un recuerdo desagradable -el recuerdo de Bahira-, y trató de ahuyentarlo, pero la cara de la joven continuaba apareciéndosele. Encontraron su cadáver dos semanas después, en un estado de descomposición tan avanzado que nadie sabía cómo había muerto y nadie podía conjeturar por qué estaba en aquella azotea, tan lejos de su casa de Al Azziziyah.

En su ingenuidad, Asad Jalil imaginaba que las autoridades lo relacionarían a él con la muerte de Bahira, y vivía dominado por un miedo cerval a ser acusado de fornicación, blasfemia y asesinato. Pero los que lo rodeaban creyeron que su agitación se debía a una manifestación del dolor que lo abrumaba por la pérdida de su familia. Estaba transido de dolor pero quizá era más fuerte el temor a ser decapitado. No le asustaba la muerte en sí misma, se decía una y otra vez, lo que temía era una muerte vergonzosa, una muerte temprana que le impidiera cumplir su misión de venganza.

No acudieron a él para matarlo, acudieron a él con piedad y respeto. El propio Gran Líder había asistido al funeral de la familia Jalil, y Asad asistió al funeral de Hana, la hija adoptada de • los Gadafi, de dieciocho meses de edad, que había muerto en el ataque aéreo. Jalil visitó también en el hospital a la esposa del Gran Líder, Safia, herida en el ataque, así como a dos de los hijos de Gadafi, todos los cuales se recuperaron. Alabado sea Alá.

Y dos semanas después, Asad había asistido al funeral de Bahira pero, después de tantos funerales, se sentía entumecido, sin sentimientos de dolor ni de culpa.

Un médico explicó que Bahira Nadir podría haber muerto por efecto de la onda expansiva o, simplemente, de miedo y, por consiguiente, se había reunido con los demás mártires en el Paraíso. Asad Jalil no veía razón para confesar nada que llevara la deshonra a ella o a su familia.

En cuanto a los Nadir, el hecho de que el resto de la familia hubiera sobrevivido al bombardeo hizo que Jalil sintiera hacia ellos algo semejante a la ira. Envidia quizá. Pero, al menos, con la muerte de Bahira podían sentir parte de lo que él sentía por la pérdida de todos sus seres queridos. Realmente, la familia Nadir se había portado muy bien con él después de la compartida tragedia, y había vivido con ellos durante algún tiempo. Fue durante ese período con los Nadir -mientras compartía su casa y su comida- cuando aprendió a superar su sentimiento de culpabilidad por haber matado y deshonrado a su hija. Lo que sucedió en aquella azotea era exclusivamente culpa de Bahira. Había tenido suerte de ser honrada como mártir después de su conducta desvergonzada y deshonesta.

Jalil miró por la ventanilla y vio ante sí un enorme puente gris.

– ¿Qué es eso? -preguntó a Yabbar.

– El puente Verrazano -respondió Yabbar, y añadió-: Nos llevará a Staten Island y luego cruzaremos otro puente hasta Nueva Jersey-. Aquí hay mucha agua y muchos puentes.

A lo largo de los años había transportado en su taxi a varios de sus compatriotas: unos, inmigrantes; otros, hombres de negocios; otros, turistas, y otros dedicados a distintos asuntos, como este hombre, Asad Jalil, que ahora estaba sentado en el asiento de atrás de su coche. Casi todos los libios que había llevado se quedaban asombrados ante los altos edificios, los puentes, las carreteras y los espacios verdes. Pero este hombre no parecía asombrado ni impresionado, sólo curioso.

– ¿Es la primera vez que viene a América? -preguntó.

– Sí, y también la última.

Enfilaron el largo puente.

– Si mira hacia allá, señor, a su derecha, verá el bajo Manhattan, lo que llaman el distrito financiero -dijo Yabbar-. Le llamarán la atención dos torres muy altas e idénticas.

Jalil miró los voluminosos edificios del bajo Manhattan, que parecían elevarse desde el agua. Vio las dos torres del World Trade Center y agradeció que Yabbar se las señalara.

– La próxima vez quizá.

– Dios lo quiera -dijo Yabbar, sonriendo.

En realidad, Gamal Yabbar pensaba que lanzar una bomba contra una torre era una cosa horrible pero sabía qué decía y a quién se lo decía. En realidad, también el hombre que llevaba detrás lo hacía sentirse incómodo, aunque no sabía por qué. Tal vez eran sus ojos. Se movían demasiado a un lado y otro. Y el hombre hablaba sólo esporádicamente; luego se quedaba en silencio. Casi con cualquier interlocutor árabe, la conversación en el taxi habría sido continua y fluida. Con este hombre resultaba difícil conversar. Los cristianos y los judíos hablaban más que este compatriota.

Yabbar redujo la velocidad de su vehículo al aproximarse a las cabinas de peaje situadas en el lado de Staten Island.

– Esto no es un puesto de control aduanero ni de policía -le dijo rápidamente a Jalil-. Tengo que pagar por el uso del puente.

Jalil se echó a reír.

– Ya lo sé -respondió-. He pasado algún tiempo en Europa. ¿Crees que soy un analfabeto miembro de una tribu del desierto?

– No, señor. Pero a veces nuestros compatriotas se ponen nerviosos.

– Tu manera de conducir es lo único que me pone nervioso.

Rieron los dos.

– Tengo un pase electrónico que me permite cruzar la cabina de peaje sin tener que parar y pagar a un empleado -informó Yabbar-. Pero si usted quiere que su paso no quede registrado, entonces debo detenerme y pagar en metálico.

Jalil no quería que su paso quedara registrado y tampoco quería acercarse a una cabina ocupada por una persona. Sabía que el registro sería permanente y podría ser utilizado para rastrear su camino hasta Nueva Jersey, porque cuando encontraran a Yabbar muerto en su taxi, podrían relacionarlo con Asad Jalil.

– Paga en metálico -le dijo.

Se puso un periódico en inglés delante de la cara mientras Yabbar reducía la velocidad y se aproximaba a la cabina de peaje en la que había menos coches esperando. Yabbar se detuvo ante la cabina, pagó en metálico sin cruzar palabra con el empleado y luego aceleró por una ancha carretera.

Jalil bajó el periódico. No lo estaban buscando aún, o, si lo buscaban, no habían dado la alarma a tanta distancia del aeropuerto. Se preguntó si habrían decidido ya que el cadáver de Yusef Haddad no era el cadáver de Asad Jalil. Haddad había sido elegido como cómplice porque tenía un leve parecido con Jalil, y Jalil se preguntó también si Haddad habría adivinado su destino. \

El sol estaba próximo al horizonte, y dentro de dos horas sería de noche. Jalil prefería la oscuridad durante la parte siguiente de su viaje.

Le habían dicho que la policía norteamericana era numerosa y estaba bien equipada, y que dispondría de su foto y su descripción antes de que hubiera transcurrido media hora desde su salida del aeropuerto. Pero también le habían dicho que el automóvil era el mejor medio de huida. Había demasiados coches que detener y registrar, cosa que no ocurría en Libia. Jalil evitaría los llamados puntos de congestión, aeropuertos, estaciones de autobuses, estaciones ferroviarias, hoteles, casas de compatriotas y ciertas carreteras, puentes y túneles, donde los empleados de los peajes podrían tener su foto. Ese puente era uno de esos puntos pero estaba seguro de que la rapidez de su huida le había permitido pasar a través de la red, que aún no estaba plenamente desplegada. Y si estrechaban más la red en torno a la ciudad de Nueva York, no importaba, porque casi se encontraba ya fuera del área y no regresaría jamás allí. Y si ampliaban la red, cosa que harían, entonces sería menos tupida, y podría cruzarla fácilmente en algún punto de su trayecto. Muchos policías, sí. Pero también muchas personas.

Malik le había dicho: «Hace veinte años, un árabe podría haber llamado la atención en una ciudad americana pero ahora podrías pasar inadvertido incluso en una población pequeña. En lo único en que un americano se fija es en una mujer. -Ambos se echaron a reír. Y Malik añadió-: Y en lo único en que una americana se fija es en cómo visten las demás mujeres y en las ropas de los escaparates.»

Tomaron un desvío por otra carretera, en dirección sur. El taxi mantenía una velocidad prudente, y al poco rato Jalil vio otro puente.

– Este puente no tiene peaje en esta dirección -dijo Yabbar-. Al otro lado empieza el estado de Nueva Jersey.

Jalil no respondió. Volvió a pensar en su huida.

«Rapidez -le habían dicho al cursarle las instrucciones en Trípoli-. Rapidez. Los fugitivos tienden a moverse lenta y cuidadosamente, y así es como los cogen. Rapidez, sencillez y audacia. Sube al taxi y ponte en marcha. Nadie te detendrá mientras el taxista no vaya demasiado de prisa o demasiado despacio. Haz que el taxista se cerciore de que no hay problemas con sus luces de frenado o de señales. La policía americana te parará por eso. Siéntate en el asiento de atrás. Allí habrá un periódico en inglés. Todos nuestros conductores están familiarizados con las leyes y la forma de conducir de los americanos. Todos tienen licencia de taxista.»

Malik le había dado más instrucciones: «Si, por alguna razón, la policía te para, da por supuesto que no tiene nada que ver contigo. Quédate sentado en el taxi y deja que hable el chófer. La mayoría de los policías americanos viajan solos. Si el policía te habla, contéstale en inglés con respeto pero no con miedo. El policía no puede registrarte a ti ni al chófer, ni tampoco al vehículo, sin una razón legal. Ésa es la ley en América. Aunque registre el taxi, no te registrará a ti, salvo que tenga la seguridad de que eres alguien a quien está buscando. Si te pide que salgas del taxi, es que se propone registrarte. Baja del coche, saca tu pistola y mátalo. Él no tendrá empuñada su pistola, salvo que esté seguro de que eres Asad Jalil. En ese caso, que Alá te proteja. Y asegúrate de llevar puesto el chaleco antibalas. Te lo darán en París para protegerte de los asesinos. Utilízalo contra ellos. Utiliza contra ellos las pistolas de los agentes federales.»

Jalil asintió para sus adentros. Habían sido muy concienzudos en Libia. La organización de inteligencia del Gran Líder era pequeña pero estaba bien financiada y bien adiestrada por el antiguo KGB. Los impíos rusos eran muy competentes, pero no tenían fe en nada, y por eso su Estado se había desmoronado tan súbitamente. El Gran Líder todavía se servía de los ex agentes del KGB, contratándolos como putas al servicio de los combatientes islámicos. El propio Jalil había sido parcialmente entrenado por rusos, algunos búlgaros e incluso varios afganos, a quienes la CÍA americana había a su vez entrenado para luchar contra los rusos. Era como la guerra que Malik había librado entre los alemanes e italianos por un lado y los británicos y los americanos por otro. Los infieles luchaban y se mataban entre sí y adiestraban a combatientes islámicos para que los ayudasen, sin darse cuenta de que estaban sembrando las semillas de su propia destrucción.

Yabbar cruzó el puente y dirigió el taxi hacia una calle de casas que incluso a Jalil le parecían de aspecto miserable.

– ¿Qué lugar es éste?

– Perth Amboy.

– ¿Cuánto tiempo falta?

– Diez minutos más, señor.

– ¿Y no hay problema en que se vea este automóvil circulando por este otro estado?

– No. Se puede pasar libremente de un estado a otro. Sólo si me alejase mucho de Nueva York, a alguien podría llamarle la atención ver un taxi tan lejos de la ciudad. Hacer un trayecto largo en taxi puede resultar caro. Pero naturalmente -añadió Yabbar-, no debe usted hacer caso del taxímetro. Lo llevo en marcha porque lo dicta la ley.

– Hay muchas leyes insignificantes aquí.

– Sí, hay que cumplir las leyes insignificantes para poder infringir más fácilmente las importantes.

Rieron.

Jalil sacó del bolsillo interior de su chaqueta gris la cartera que Gamal Yabbar le había dado. Revisó el pasaporte, en el que aparecía su foto con gafas y un pequeño bigote. Era una foto hábil pero le preocupaba lo del bigote. En Trípoli, donde se la habían tomado, le dijeron: «Yusef Haddad te dará un bigote postizo y unas gafas. Es necesario como disfraz pero, si la policía te registra, te comprobarán el bigote, y cuando vean que es falso comprenderán que todo lo demás es falso también.»

Jalil se llevó los dedos al bigote y tiró de él. Estaba firmemente adherido pero, sí, podrían descubrir que era falso. En cualquier caso, no tenía intención de dejar que ningún policía se le acercara lo suficiente como para tirarle del bigote.

En el bolsillo interior tenía las gafas que le había dado Haddad. No necesitaba gafas pero éstas eran bifocales, de modo que podía ver con ellas puestas, y pasarían como unas verdaderas gafas para leer.

Volvió a mirar el pasaporte. En él figuraba como un egipcio llamado Hefni Badr, lo cual estaba bien, porque, si lo interrogaba un árabe-americano que trabajase para la policía, un libio podía pasar por egipcio. Jalil había vivido muchos meses en Egipto y estaba seguro de poder convencer incluso a un egipcio-americano de que eran compatriotas.

El pasaporte le atribuía también la religión musulmana y la profesión de maestro, papel que podía representar perfectamente, y domicilio en El Minya, ciudad situada a orillas del Nilo con la que pocos occidentales o incluso egipcios estaban familiarizados, pero era un lugar en que había pasado un mes con la finalidad explícita de reforzar lo que se llamaba su leyenda, su falsa vida.

Jalil revisó la cartera y encontró quinientos dólares en moneda americana, no demasiado como para llamar la atención pero sí suficiente para hacer frente a sus necesidades. Encontró también algo de dinero egipcio, una tarjeta nacional de identidad egipcia, una tarjeta bancaria egipcia a su nombre supuesto y una tarjeta American Express, extendida también a su falso nombre, que la inteligencia libia le dijo que funcionaría en cualquier escáner americano.

En su bolsillo interior había también un carnet de conducir internacional a nombre de Hefni Badr, con una foto similar a la del pasaporte.

Yabbar lo estaba mirando por el espejo retrovisor.

– ¿Está todo en orden, señor? -le preguntó.

– Espero no tener nunca que descubrir si lo está -respondió Jalil, y ambos rieron de nuevo.

Jalil volvió a guardárselo todo en el bolsillo. Si los paraban ahora, probablemente podría engañar a un policía corriente. Pero ¿por qué tenía que molestarse en fingir sólo porque iba disfrazado? Pese a lo que le habían dicho en Libia, su primera reacción -no la última- sería sacar sus dos pistolas y matar a cualquiera que supusiera una amenaza para él.

Abrió el maletín negro que Yabbar le había dejado en el asiento de atrás. Revolvió en su interior y encontró objetos de aseo, ropa interior, varias corbatas, una camisa deportiva, una pluma y una libreta en blanco, monedas americanas, una cámara fotográfica barata como la que tendría un turista, dos botellas de plástico de agua mineral y un pequeño ejemplar del Corán impreso en El Cairo.

En el maletín no había nada que pudiera comprometerlo, ni escritura invisible, ni micropuntos, ni siquiera una pistola nueva. Todo lo que necesitaba saber lo llevaba en la cabeza. Lo único que podía relacionarlo a él, Hefni Badr, con Asad Jalil eran las pistolas Glock de los dos agentes federales. En Trípoli le habían dicho que se deshiciera lo antes posible de las pistolas y que su taxista le daría una nueva. Pero él había respondido: «Si me detienen, ¿qué importa qué pistola lleve encima? Deseo utilizar las armas del enemigo hasta completar mi misión o hasta morir.» No discutieron con él, y no había ninguna pistola en el maletín negro.

Pero en el maletín sí había dos objetos que posiblemente podrían comprometerlo: el primero, un tubo de pasta de dientes que era en realidad pegamento para su bigote postizo. El segundo, un bote de polvos para los pies, una marca egipcia que estaba teñida con un tinte gris. Jalil desenroscó la tapa y se espolvoreó el producto sobre el pelo, que luego se peinó mientras se miraba en un espejito de mano. Los resultados eran sorprendentes, su pelo, de intenso color negro azabache, había adquirido una tonalidad mucho más clara. Se lo alisó hacia atrás por el lado izquierdo y se puso las gafas.

– Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó a Yabbar.

– ¿Qué ha sido del pasajero que recogí en el aeropuerto? -respondió tras mirar por el espejo retrovisor-. ¿Qué ha hecho usted con él, señor Badr?

Los dos rieron, pero Yabbar se dio cuenta entonces de que no debería haber revelado que conocía el nombre ficticio de su pasajero y se quedó en silencio. Miró por el espejo retrovisor y vio clavados en él los oscuros ojos de aquel hombre.

Jalil se volvió a mirar por la ventanilla. Todavía en una zona que parecía menos próspera que cualquiera de cuantas había visto en Europa, pero había muchos coches buenos aparcados en las calles, cosa que le sorprendía.

– Mire allí, señor -dijo Yabbar-. Ésa es la autopista que tendrá que tomar, la llaman el peaje de Nueva Jersey. La entrada está ahí. Saque un ticket en la máquina y pague al salir. La autopista va al norte y al sur, así que debe situarse en el carril adecuado.

Jalil observó que Yabbar no le preguntaba en qué dirección iba a ir. Yabbar comprendía que cuanto menos supiese, mejor para todos. Pero Yabbar ya sabía demasiado.

– ¿Sabes qué ha ocurrido hoy en el aeropuerto? -preguntó Jalil.

– ¿Qué aeropuerto, señor?

– El aeropuerto de dónde venimos.

– No, no lo sé.

– Bueno, ya lo oirás por la radio.

Yabbar no respondió.

Jalil abrió una de las botellas de agua mineral, bebió la mitad y luego inclinó la botella y vació el resto en el suelo.

Entraron en un enorme aparcamiento con un letrero que decía: «Aparque y vaya en autobús.»

– La gente deja aquí el coche y toma un autobús a Manhattan -explicó Yabbar-, a la ciudad. Pero hoy es sábado, así que no hay muchos coches.

Jalil miró a su alrededor la agrietada superficie de asfalto rodeada por una valla de alambre entrelazado. Había unos cincuenta automóviles estacionados en espacios delimitados por rayas blancas pero el parking podía albergar varios cientos de coches más. Observó también que no había nadie a la vista.

Yabbar estacionó el taxi en una de las plazas de aparcamiento.

– Mire, señor, ¿ve ese coche negro, justo ahí delante? -le indicó.

Jalil siguió la mirada de Yabbar hasta un coche grande y negro que estaba aparcado unas cuantas filas más adelante.

– Sí.

– Aquí tiene las llaves. -Sin mirarlo, Yabbar le pasó a Jalil las llaves por encima del asiento-. Todos los papeles del alquiler están en la guantera. El coche está alquilado por una semana al nombre que figura en su pasaporte, así que, pasado ese tiempo, puede que la agencia empiece a preocuparse. El alquiler se hizo en el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, pero las placas de matrícula son de Nueva York. Esto es indiferente. Es todo lo que se me ha ordenado que le diga, señor. Pero, si lo prefiere, puedo precederlo hasta la autopista.

– No será necesario.

– Que Alá bendiga su visita, señor, y haga que regrese sano y salvo a nuestra patria.

Jalil ya tenía en la mano la Glock del calibre 40. Introdujo el cañón de la pistola en el cuello de la botella de plástico vacía y apretó la base de ésta contra el respaldo del asiento del conductor. Disparó a través del respaldo contra la parte superior de la espina dorsal de Gamal Yabbar, de tal modo que, si no acertaba a darle exactamente en la columna vertebral, la bala atravesara el corazón desde atrás. La botella de plástico ahogó el disparo.

El cuerpo de Yabbar se inclinó hacia adelante, pero el cinturón de seguridad lo mantuvo erguido.

Una nubecilla de humo se elevó del cuello de la botella y del orificio de bala abierto en su fondo. A Jalil le gustaba el olor a cordita quemada y lo inhaló por las aletas de la nariz.

– Gracias por el agua -dijo.

Pensó en hacer un segundo disparo pero entonces vio contraerse el cuerpo de Yabbar de una forma que ningún hombre podría fingir. Esperó medio minuto, escuchando los estertores del taxista.

Mientras esperaba que Yabbar muriese, encontró el casquillo y se lo guardó en el bolsillo. Luego, introdujo la botella de plástico en el maletín.

Finalmente Gamal Yabbar cesó de estremecerse, de gorgotear y de respirar y quedó inmóvil.

Jalil miró a su alrededor para cerciorarse de que estaban solos en el parking. Luego se inclinó por encima del asiento y le sacó rápidamente del bolsillo la cartera a Yabbar, le soltó el cinturón de seguridad y de un empujón lo hizo caer bajo el salpicadero. Apagó el contacto y sacó las llaves.

Asad Jalil cogió el maletín, bajó del taxi, cerró las puertas con llave y se dirigió al coche negro, que era un Mercury Marquis. La llave encajaba, entró en el coche y puso el motor en marcha, acordándose de ponerse el cinturón de seguridad. Salió del silencioso parking a la calle y recordó un versículo de los libros sagrados hebreos: «Hay un león en las calles.» Sonrió.

CAPÍTULO 19

Un tipo del FBI llamado Hal Roberts nos recibió a Kate, a Ted y a mí en el vestíbulo del 26 de Federal Plaza.

Cuando alguien te recibe en el vestíbulo de tu lugar de trabajo, o es un honor, o estás en apuros. El señor Roberts no sonreía, y ése fue el primer indicio que tuve de que no nos iban a dar cartas de recomendación.

Entramos en el ascensor, y Roberts utilizó su llave para el piso veintiocho. Subimos en silencio.

El 26 de Federal Plaza es la sede de varias agencias gubernamentales, la mayoría de ellas simples e inocuas devoradoras de impuestos. Pero los pisos desde el 22 hasta el 28 no son inocuos y hay que utilizar una llave para acceder a ellos. A mí me dieron una llave cuando empecé en este trabajo, y el tipo que me la dio me dijo: «Me gustaría tener aquí el detector de huella dactilar de pulgar. Puedes olvidar la llave o perderla pero no puedes olvidar ni perder el pulgar.» La verdad es que sí que puede uno perderlo.

Mi piso de trabajo era el 26, donde tenía un cubículo que compartía con otros policías y ex policías de Nueva York. En el piso 26 había también unos cuantos trajes, que es como los polis llamaban a los del FBI. Lo cual no es una denominación correcta, ya que muchos policías llevan traje y algo así como la tercera parte de los del FBI son mujeres y no lo llevan. Pero hace tiempo que aprendí a no cuestionar nunca la jerga de una organización; en algún lugar de la jerga hay una pista de la actitud mental de la gente que trabaja allí.

El caso es que subimos al último piso, donde moraban los seres celestiales, y fuimos conducidos a un despacho orientado al sureste. La placa de la puerta decía Jack Koenig, conocido por su nombre traducido e invertido de King Jack, o sea, Rey Jack. El verdadero título del señor Koenig era el de agente especial jefe, AEJ para abreviar, y tenía a su cargo toda la Brigada Antiterrorista. Su poder se extendía por los cinco distritos de Nueva York, los condados circundantes de Nueva Jersey y Connecticut, así como la parte norte de Nueva York y los dos condados de Long Island, Nassau y Suffolk. Fue en este último condado, en el extremo este de Long Island, donde me encontré por primera vez con sir Ted y sir George, caballeros andantes por continuar con la metáfora, que resultaron ser unos necios. En cualquier caso, yo no tenía la menor duda de que a King Jack no le gustaba que las cosas fuesen mal en su reino.

Su Alteza tenía un gran despacho con una gran mesa escritorio. Había también un sofá y tres sillones en torno a una me-sita baja. Había estanterías de libros y una arturiana mesa redonda y sillas, pero no había ningún trono.

Su Majestad no estaba en el despacho.

– Pónganse cómodos, apoyen las piernas en la mesita y túmbense en el sofá si quieren -dijo el señor Roberts.

En realidad, el señor Roberts no dijo eso. El señor Roberts dijo: «Esperen aquí», y salió.

Me pregunté si tendría tiempo de ir a mi mesa y consultar mi contrato.

Debo mencionar que, como esto es una Brigada Antiterrorista Conjunta, hay un capitán de policía de Nueva York que comparte el mando con Jack Koenig. El capitán se llama David Stein, un caballero judío licenciado en Derecho y, a los ojos del comisario de policía, hombre con suficiente cerebro para mantenérselas tiesas frente a los supereducados federales. El capitán Stein tiene un trabajo duro pero es untuoso, agudo y lo bastante diplomático como para tener contentos a los federales al tiempo que protege los intereses de los hombres y mujeres de la policía de Nueva York que tiene bajo su mando. Los tipos como yo, que somos agentes contratados ex miembros de la policía neoyorquina, permanecemos en una especie de zona gris, y nadie se ocupa de nuestros intereses, pero tampoco tengo yo los problemas de los agentes de carrera, así que váyase lo uno por lo otro.

De todos modos, por lo que se refiere al capitán Stein, estuvo integrado en una unidad de Inteligencia que trabajó en numerosos casos relacionados con extremistas islámicos, incluido el asesinato del rabino Meir Kahane, y el puesto le va que ni pintado. No es que se tome demasiado a pecho los asuntos judíos, pero, evidentemente, tiene un problema personal con los extremistas islámicos. Por supuesto, la Brigada Antiterrorista cubre todas las organizaciones terroristas, pero no hace falta ser un científico espacial para comprender dónde se centraba el grueso de la atención.

En cualquier caso, me pregunté si esa noche vería al capitán Stein. Esperaba que sí. Necesitábamos otro policía en la habitación.

Kate y Ted pusieron las carteras de Phil y Peter sobre la mesa redonda sin hacer ningún comentario. Yo recordé ocasiones en que tuve que recoger la placa, la pistola y las credenciales de hombres que conocía y llevarlas a comisaría. Es como cuando los antiguos guerreros recogían las espadas y los escudos de sus camaradas caídos en combate y se los llevaban consigo. En este caso, sin embargo, faltaban las armas. Abrí las carteras para cerciorarme de que en su interior no estaban los teléfonos móviles. Resulta turbador cuando suena el teléfono de una persona muerta.

Bueno, pues en cuanto a Jack Koenig, sólo estuve con él una vez, cuando me contrataron, y me pareció bastante inteligente, sosegado y reflexivo. Era un tipo realmente duro e inflexible y tenía una veta sarcástica que yo admiraba mucho. Recordé lo que me dijo a propósito del tiempo que pasé dedicado a la enseñanza en el John Jay: «Los que pueden hacen, los que no pueden enseñan.» A lo que yo repliqué: «Los que han recibido tres balazos trabajando no tienen que explicar su segunda profesión.» Tras unos instantes de gélido silencio, sonrió y dijo: «Bienvenido a la BAT.»

Pese a la sonrisa y a la bienvenida, tuve la impresión de que estaba un poco picado conmigo. Tal vez había olvidado el incidente.

Nos quedamos en el despacho de mullida alfombra azul, y miré a Kate, que parecía un poco preocupada. Volví la vista hacia Nash, que, naturalmente, no llamaba a Jack su agente especial jefe. El señor CÍA tenía sus propios jefes, instalados al otro lado de la calle, en el 290 de Broadway, y yo habría renunciado a un mes de sueldo por verlo sobre la alfombra del 290. Pero eso nunca ocurriría.

Por cierto que parte de la BAT está alojada en el 290 de Broadway, un edificio más nuevo y bonito que Federal Plaza, y se rumorea que la separación de fuerzas no es consecuencia de un problema administrativo de espacio, sino una estrategia deliberada para el supuesto de que alguien decidiera poner a prueba sus conocimientos de química avanzada en uno de los edificios federales. Personalmente, yo creo que se trata de pura chapucería burocrática pero esta clase de organización se presta a suministrar explicaciones que justifican la simple estupidez por razones de alta seguridad.

Si se preguntan ustedes por qué estaban callados Ted, Kate y John, es porque imaginábamos que había micrófonos ocultos en el despacho. Cuando a dos o más personas las dejan solas en el despacho de alguien, deben pensar que están en antena. Probando, uno, dos, tres. No obstante, yo dije, para que constara:

– Bonito despacho. El señor Koenig realmente tiene buen gusto.

Ted y Kate me ignoraron.

Miré mi reloj. Eran casi las siete de la tarde, y sospechaba que al señor Koenig no le hacía ninguna gracia tener que volver al despacho un sábado por la tarde. Tampoco a mí me emocionaba la idea, pero el antiterrorismo es un trabajo que exige dedicación absoluta. Como solíamos decir en Homicidios: «Cuando termina el día de un asesino, empieza el nuestro.»

Me acerqué a la ventana y miré hacia el este. Esa parte del bajo Manhattan se halla atiborrada de tribunales y más al este se alzaba el 1 de Pólice Plaza, mi antiguo cuartel general, donde había recibido buenas visitas y malas visitas. Más allá de Pólice Plaza estaba el puente de Brooklyn, por donde habíamos venido, y que cruzaba sobre el East River, que separaba la isla de Manhattan y Long Island.

Desde allí no podía ver el aeropuerto Kennedy pero distinguía el resplandor de sus luces, y en el firmamento, sobre el océano Atlántico, divisé lo que parecía ser una hilera de brillantes estrellas, como una nueva constelación, pero que era, simplemente, la fila de luces de un avión que se disponía a aterrizar. Al parecer, las pistas estaban abiertas de nuevo.

Frente al puerto, hacia el sur, estaba Ellis Island, por la que habían pasado millones de emigrantes, incluidos mis antepasados irlandeses. Y al sur de Ellis Island, en medio de la bahía, se erguía la estatua de la Libertad, toda iluminada, con su encendida antorcha alzada, dando la bienvenida al mundo. Figuraba en la lista de objetivos de casi todos los terroristas, pero hasta el momento continuaba en pie.

En conjunto, la panorámica desde allí resultaba espectacular. La ciudad, los puentes iluminados, el río, el límpido cielo de abril y una enorme media luna elevándose por el este sobre las tierras llanas de Brooklyn.

Me volví y miré hacia el suroeste por el amplio ventanal del despacho. Los detalles más destacados desde allí eran las torres gemelas del World Trade Center que se elevaban a cuatrocientos metros de altura en el firmamento, ciento diez pisos de vidrio, cemento y acero. ,

Las torres estaban a unos ochocientos metros de distancia pero eran tan enormes que parecía que estuvieran al otro lado de la calle. Se las denominaba torre Norte y torre Sur pero el viernes, 26 de febrero de 1993, a las 12 horas 17 minutos y 36 segundos, la torre Sur estuvo a punto de cambiar su nombre por el de torre Desaparecida.

La mesa del señor Koenig estaba dispuesta de tal modo que cada vez que miraba por la ventana podía ver las dos torres, y podía imaginar lo que varios árabes habían pretendido que sucediese cuando estacionaron una furgoneta cargada de explosivos en el aparcamiento del sótano del edificio, es decir, el derrumbamiento de la torre y la muerte de más de cincuenta mil personas.

Y si la torre Sur se hubiera derrumbado hacia la derecha y hubiese golpeado a la torre Norte, habría habido otros cuarenta o cincuenta mil muertos.

No obstante, la estructura resistió, y murieron seis personas y más de mil resultaron heridas. La explosión subterránea destruyó el puesto de policía situado en el sótano y dejó un enorme agujero donde había estado el parking de varios pisos. Lo que pudo ser la mayor pérdida de vidas norteamericanas desde la segunda guerra mundial quedó en un estruendoso e inequívoco aviso. Estados Unidos se había convertido en el primer objetivo.

Se me ocurrió que el señor Koenig habría podido cambiar la disposición de su mobiliario o poner persianas en las ventanas pero resultaba revelador el hecho de que decidiese mirar aquellos edificios todos los días laborables. No sé si echaba pestes de los fallos de seguridad que habían conducido a la tragedia o si todas las mañanas daba gracias a Dios porque se hubieran salvado más de cien mil vidas. Probablemente hacía ambas cosas, y probablemente también aquellas torres, la estatua de la Libertad, Wall Street y todo lo demás que Jack Koenig contemplaba desde allí arriba, turbaban su sueño todas las noches.

Cuando la bomba estalló en 1993, King Jack no estaba al mando de la BAT pero lo estaba ahora, y podría pensar en cambiar de sitio su mesa el lunes por la mañana para situarla mirando en dirección al aeropuerto Kennedy. Realmente se estaba muy solo allá arriba pero se suponía que la vista era buena. Para Jack Koenig, sin embargo, no había buenas vistas desde allí.

El protagonista de mis pensamientos entró en aquel momento en su despacho y me sorprendió mirando al World Trade Center.

– ¿Continúan en pie, profesor?

Al parecer tenía buena memoria para los subordinados insolentes.

– Sí, señor -respondí.

– Bien, es una buena noticia.

Miró a Kate y a Nash y nos indicó que tomáramos asiento. Nash y Kate se sentaron en el sofá y yo me instalé en uno de los sillones, mientras el señor Koenig permanecía de pie.

Jack Koenig era un hombre alto, de unos cincuenta años. Tenía el pelo corto de color gris acerado, ojos de color gris acerado, barba incipiente de color gris acerado, mandíbula acerada y, por su postura, parecía que tuviera una barra de acero metida por el culo y se dispusiera a trasladarla al culo de otro. En conjunto, no daba la impresión de ser un hombre bonachón y su humor parecía comprensiblemente sombrío.

El señor Koenig vestía pantalones anchos, camisa deportiva azul y zapatillas, pero no había en él nada ancho, ni deportivo, ni de andar por casa.

Hal Roberts entró en el despacho y se sentó en el segundo sillón, enfrente de mí. Jack Koenig no parecía inclinado a tomar asiento y relajarse.

El señor Roberts llevaba un bloc alargado de papel amarillo y un lápiz. Pensé que quizá iba a tomar nota de lo que queríamos tomar, pero fui demasiado optimista.

Sin más preámbulos, el señor Koenig nos preguntó:

– ¿Puede alguno de ustedes explicarme cómo un presunto terrorista, esposado y custodiado, consiguió matar a bordo de un avión comercial norteamericano a trescientos hombres, mujeres y niños, incluidos sus dos escoltas armados, y a dos agentes federales y un miembro del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria, e introducirse luego en un local federal secreto y protegido, donde asesinó a una secretaria de la BAT, al agente del FBI de servicio y a un miembro de la policía de Nueva York de su equipo? -Nos miró uno a uno-:. ¿Querría alguien intentar explicarlo?

Si hubiera estado en Pólice Plaza, en vez de en Federal Plaza, yo habría respondido a una pregunta sarcástica como ésa diciendo: «¿Puede usted imaginar cuánto peor podría haber sido si el detenido no hubiera estado esposado?» Pero no era el momento ni el lugar adecuado para impertinencias. Habían muerto muchas personas inocentes, y correspondía a los vivos explicar por qué. Sin embargo, King Jack no estaba teniendo un buen comienzo con sus súbditos.

Huelga decir que nadie respondió a la pregunta, que parecía retórica. Es buena idea dejar que el jefe se desfogue un rato. Hay que decir en su honor que sólo se desfogó durante otro minuto o cosa así. Luego se sentó y se quedó mirando por la ventana. Su vista se dirigía hacia el distrito financiero, de modo que no había infaustas asociaciones ligadas a aquella perspectiva, a no ser que tuviera acciones de Trans-Continental.

Por cierto, que Jack Koenig era del FBI, y estoy seguro de que a Ted Nash no le hacía ninguna gracia que un tipo del FBI le hablara de aquella manera. A mí, que puedo considerarme casi civil, tampoco, pero Koenig era el jefe, y todos formábamos parte de la brigada. El equipo. Kate, por pertenecer al FBI, se hallaba en una situación peligrosa para su carrera, y también George Foster, pero George había elegido el trabajo fácil y se había quedado con los cadáveres.

King Jack parecía estar tratando de dominarse.

– Siento lo de Peter Gorman -dijo finalmente, dirigiéndose a Nash-. ¿Lo conocía?

Nash asintió con la cabeza.

Koenig miró a Kate.

– ¿Era usted amiga de Phil Hundry?

– Sí.

Se volvió hacia mí.

– Estoy seguro de que ha perdido usted amigos en acto de servicio. Ya sabe lo duro que es.

– Sí. Nick Monti y yo nos habíamos hecho amigos -respondí.

Jack Koenig volvió a quedar con la mirada fija en el vacío, pensando. Era momento para guardar un respetuoso silencio, y lo mantuvimos durante un minuto, pero todo el mundo sabía que debíamos volver sin demora al asunto que nos había llevado allí.

– ¿Se reunirá con nosotros el capitán Stein? -pregunté, poco diplomáticamente quizá.

Koenig me miró unos instantes y finalmente respondió:

– Ha asumido el mando directo de los equipos de supervisión y vigilancia y no tiene tiempo para reuniones.

Uno nunca sabe qué se proponen realmente los jefes, o qué clase de intrigas de palacio se están desarrollando, y es mejor no ocuparse de ello. Bostecé para indicar que acababa de perder interés tanto por mi pregunta como por la respuesta de Koenig.

– Bien, cuénteme qué ha sucedido. Desde el principio -dijo Koenig, volviéndose hacia Kate.

Kate parecía preparada para la pregunta y fue exponiendo los acontecimientos del día, cronológicamente, objetiva y rápidamente pero sin prisas.

Koenig escuchaba sin interrumpir. Roberts tomaba notas. En algún lugar giraba una cinta magnetofónica.

Kate mencionó mi insistencia en ir hasta el avión y el hecho de que ni ella ni Foster lo consideraban necesario.

El rostro de Koenig se mantuvo impasible, sin mostrar aprobación ni desaprobación durante todo el relato. No levantó una ceja, no frunció el ceño, no hizo ninguna mueca, no movió afirmativa ni negativamente la cabeza y, por supuesto, no sonrió ni un instante. Era un experto en el arte de escuchar, y nada en su porte o su actitud alentaba o desalentaba a su testigo.

Kate llegó a la parte en que yo regresé a la cúpula del 747 y descubrí que a Hundry y a Gorman les faltaban los pulgares. Hizo una pausa para ordenar sus ideas. Koenig me miró y, aunque no dio ninguna muestra de aprobación, comprendí que yo iba a continuar en el caso.

Kate prosiguió con la secuencia de acontecimientos, exponiendo solamente los hechos y dejando las especulaciones y teorías para más adelante, si Koenig las pedía y en el momento en que las pidiese. Kate Mayfield tenía una memoria extraordinaria para los detalles y una asombrosa capacidad para abstenerse de adornar los hechos o presentarlos sesgadamente. Quiero decir que en situaciones similares, cuando un jefe me llamaba a capítulo, yo no trataba de adornar ni sesgar nada, salvo que estuviese protegiendo a un compañero, pero todo el mundo sabe que tengo mis fallos de memoria.

– George decidió quedarse en el lugar de los hechos -concluyó Kate-. Todos estuvimos de acuerdo y le pedimos al agente Simpson que nos trajese aquí.

Miré mi reloj. El relato de Kate había durando cuarenta minutos. Eran casi las ocho de la tarde, la hora en que habitual-mente mi cerebro necesita alcohol.

Jack Koenig se recostó en su sillón, y pude ver que estaba procesando los datos.

– Parece como si Jalil fuese uno o dos pasos por delante de nosotros -dijo.

– Eso es lo que hace falta en una carrera -repliqué-. El segundo es sólo el primero de los perdedores.

El señor Koenig me miró unos instantes y repitió:

– El segundo es sólo el primero de los perdedores. ¿Dónde aprendió eso?

– Creo que en la Biblia.

Koenig se volvió hacia Roberts.

– No anotes esto -dijo, y el señor Roberts dejó el lápiz.

A continuación se volvió de nuevo hacia mí.

– Tengo entendido que ha solicitado ser trasladado a la sección del IRA. \

Carraspeé y respondí:

– Bueno, sí lo solicité pero…

– ¿Tiene algún agravio personal contra el Ejército Republicano Irlandés?

– No realmente, yo…

Entonces intervino Kate.

– John y yo hemos hablado antes de esto, y ha retirado la solicitud.

No era eso exactamente lo que yo le había dicho pero sonaba mejor que mis racistas y sexistas observaciones acerca de los musulmanes. Miré a Kate, y nuestros ojos se encontraron.

– El pasado otoño revisé el caso de Plum Island.

No respondí.

– Leí el informe preparado por Ted Nash y George Foster, y el informe redactado por una tal detective Beth Penrose, de la División de Homicidios del condado de Suffolk. -Y añadió-: Parecía haber ciertas diferencias de opinión y de hechos entre el informe de la BAT y el de la policía del condado de Suffolk. La mayoría de las diferencias guardaban relación con el papel desempeñado por usted en el caso.

– Yo no tuve ningún papel oficial en el caso.

– Sin embargo, fue usted quien lo resolvió.

– Tenía mucho tiempo libre. Quizá es que necesito un hobby.

No sonrió.

– El informe de la detective Penrose quizá estaba influido por su relación con ella -dijo.

– Yo no mantenía ninguna relación con ella en aquel momento.

– Pero sí cuando ella redactó su informe final.

– Discúlpeme, señor Koenig. Ya he tratado esto con Asuntos Internos de la policía de Nueva York…

– Oh, ¿tienen gente que investiga asuntos internos?

Comprendí que aquello era un chiste, y reí entre dientes, con uno o dos segundos de retraso.

– Y también -continuó- puede que el informe de Ted y George estuviese influido por el hecho de que usted los había irritado.

Miré a Nash, que parecía totalmente distante, como de costumbre, como si Koenig estuviese hablando de otro Ted Nash.

– Me fascinó su capacidad para llegar al fondo de un caso muy complejo que se le había resistido a todo el mundo -continuó Koenig.

– Fue un trabajo corriente de detective -dije modestamente, esperando que el señor Koenig replicase: «No, amigo mío, fue una actuación brillante.»

Pero no dijo eso.

– Por eso contratamos detectives de la policía de Nueva York. Ponen sobre la mesa algo diferente.

– Donuts, por ejemplo -sugerí.

Pero no se inmutó.

– Ponen sobre la mesa un poco de sentido común, experiencia en el trato con el hampa y un conocimiento de la mente criminal que difiere ligeramente del que pueda tener un agente del FBI o de la CÍA. ¿Está de acuerdo?

– Totalmente.

– En la BAT es artículo de fe que el todo es mayor que la suma de las partes. Sinergia ¿Cierto?

– Cierto.

– Eso sólo es posible a través del mutuo respeto y de la cooperación.

– Es lo que yo estaba a punto de decir.

Me miró un momento y luego preguntó:

– ¿Quiere continuar en este caso?

– Sí -respondí inmediatamente.

Se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.

– No quiero ver actitudes de arrogancia ni de suficiencia y quiero una lealtad absoluta por su parte, señor Corey, o juro por Dios que haré que le disequen la cabeza y me la pongan sobre la mesa. ¿De acuerdo?

Santo cielo. El tío hablaba como cualquiera de mis antiguos jefes. Debe de haber en mí algo que hace salir a la superficie los aspectos más desagradables de la gente. De cualquier modo, reflexioné sobre la modificación del contrato. ¿Podía yo ser un leal y cooperativo miembro de equipo? No, pero quería el puesto. Advertí que el señor Koenig no había pedido que prescindiera de mis sarcasmos o que embotara el filo de mi ingenio, y lo tomé como aprobación o indiferencia por su parte. Crucé los dedos.

– De acuerdo -respondí finalmente.

– Bien. -Alargó el brazo, y nos estrechamos la mano-. Continuará con nosotros.

Iba a decir: «No lo lamentará, señor», pero pensé que tal vez lo acabara lamentando, así que me limité a responder:

– Pondré todo mi empeño en ello.

Koenig cogió una carpeta que le tendía Roberts y empezó a hojearla. Observé unos instantes a Jack Koenig y decidí que no debía subestimarlo. No había llegado a aquel despacho porque el Tío Sam fuese hermano de su madre. Había llegado por las habituales razones de trabajo duro, largas horas, inteligencia, entrenamiento, fe en su misión, dotes de dirección y, probablemente, patriotismo. Pero mucha gente en el FBI tenía esas mismas cualidades.

Lo que distinguía a Jack Koenig de otros hombres y mujeres de talento era su disposición a aceptar la responsabilidad de catástrofes para cuya prevención habían sido contratados. Lo sucedido aquella tarde ya era bastante malo, pero en alguna parte allá fuera había un criminal -Asad Jalil y otros como él- que quería lanzar un ataque nuclear contra Manhattan, o envenenar el suministro de agua o aniquilar a la población mediante el empleo de microorganismos. Y Jack Koenig lo sabía, todos lo sabíamos. Pero Koenig estaba dispuesto a soportar esa carga y a asumir la responsabilidad final si llegaba el momento.

Koenig nos miró a Ted, a Kate y a mí e hizo una seña con la cabeza a Roberts, que cogió su lápiz. La entrevista de trabajo a John Corey y el período de ajuste de actitudes había terminado y estaba a punto de comenzar la segunda parte del desastre del JFK.

– Me cuesta creer que el vuelo Uno-Siete-Cinco estuviese sin contacto por radio durante más de dos horas y ninguno de ustedes supiera nada -dijo Koenig, dirigiéndose a Kate.

– Nuestro único contacto con la compañía aérea estaba establecido a través de la empleada situada en la puerta, que sabía muy poco -respondió Kate-. Tendremos que reevaluar el procedimiento seguido.

– Es una buena idea. Y también deben ponerse en contacto directo con el control de Tráfico Aéreo y de Torre y con el centro de mando de la policía de la Autoridad Portuaria.

– Sí, señor.

– Si ese aparato hubiera sido secuestrado en vuelo, podría haberse plantado en Cuba o en Libia antes de que ustedes se enterasen.

– Sí, señor. -Y añadió-: Ted tuvo la previsión de anotar el nombre y el teléfono del supervisor de torre.

Koenig miró a Nash.

– Sí. Buena idea -dijo-. Pero debería haberlo llamado antes.

Nash no respondió. Tenía la impresión de que Nash no diría nada que el señor Roberts pudiese anotar en su bloc.

– Parece que nuestro desertor de febrero estaba realizando un ensayo para ver nuestra forma de actuar -continuó Koenig-. Creo que todos lo sospechamos cuando se fugó, y de ahí las precauciones adicionales para esta vez. Si al desertor de febrero se le hubieran vendado los ojos -añadió-, nunca habría visto el Club Conquistador, ni su emplazamiento ni… el modo de abrir la puerta. Así que quizá debamos empezar a vendar los ojos a todo el personal no autorizado, incluidos los supuestos desertores e informantes. Recordarán también que el desertor de febrero llegó un sábado y vio que los fines de semana había muy poca gente en el Club Conquistador.

Al parecer, la segunda parte consistía en una revisión de políticas y procedimientos, también llamada «Cierre de la jaula después de haberse escapado el león». El señor Koenig continuó un rato en este plan, dirigiéndose principalmente a Kate, que ocupaba el lugar de nuestro intrépido jefe, George Foster.

– Bien -dijo el señor Koenig-, la primera indicación de que las cosas no marchaban conforme a lo planeado fue cuando Ted llamó al supervisor de la torre de control, un tal señor Stavros.

Kate asintió con la cabeza.

– Fue entonces cuando John quiso ir al avión pero Ted, George y yo…

– Ya he anotado eso -dijo el señor Koenig.

A mí me apetecía oírlo de nuevo pero Koenig continuó y le formuló a Ted una pregunta directa e interesante.

– ¿Previo usted que surgieran problemas en esta misión?

– No -respondió Nash.

Yo no pensaba igual, pese a las historias de Ted sobre que la única verdad es la que se expresaba allí. Los tipos de la CÍA están tan metidos en el engaño, la impostura, el perjurio, la traición, la paranoia y la simulación que uno nunca sabía qué sabían, cuándo lo sabían, y qué estaban inventando. Eso no los convierte en mala gente, de hecho uno no puede por menos de admirar su coherencia. Quiero decir que un tío de la CÍA le mentiría a un cura en el confesionario. Pero, dejando aparte la admiración, no es fácil trabajar con ellos cuando no se es uno de ellos.

El caso es que Jack Koenig había formulado la pregunta y, por tanto, planteado la cuestión pero lo dejó pasar y se dirigió hacia mí.

– A propósito, aunque admiro su iniciativa, cuando subió usted a aquel coche de la Autoridad Portuaria y cruzó las pistas, mintió a sus superiores y quebrantó todas las reglas de actuación. Esta vez lo pasaré por alto, pero que no se repita.

– Si hubiéramos actuado unos quince minutos antes -dije-, quizá ahora Jalil estaría detenido bajo la acusación de asesinato. Si usted hubiera ordenado a Hundry y a Gorman que llamasen por sus móviles o por el teléfono del avión para informar, al no recibir noticias de ellos habríamos comprendido que había un problema. Si hubiéramos estado en contacto directo con Control de Tráfico Aéreo, se nos habría dicho que el avión llevaba horas sin establecer contacto por radio. Si usted no hubiera recibido con los brazos abiertos a aquel fulano de febrero, lo que ha sucedido hoy no habría sucedido. -Me puse en pie y anuncié-: Salvo que me necesite para algo importante, me voy a casa.

Siempre que yo saltaba con un desplante de éstos hacia mis jefes, alguien decía: «No dejes que la puerta te pegue en el culo al salir.» Sin embargo, el señor Koenig dijo suavemente:

– Le necesitamos para algo importante. Siéntese, por favor.

Bueno, pues me senté. Si hubiera estado en Homicidios Norte, aquél era el momento en que uno de los jefes abría un cajón de su mesa y hacía correr una botella de vodka para apaciguar los ánimos. Pero yo no esperaba que sucediera nada parecido allí, un lugar que tenía las paredes de los pasillos llenos de carteles admonitorios contra la bebida, el tabaco, el acoso sexual y los crímenes de pensamiento.

De todos modos, permanecimos unos momentos sentados en silencio, entregados, supongo, a la meditación zen, calmando nuestros nervios sin recurrir al perverso alcohol.

El señor Koenig continuó con su agenda.

– Usted llamó a George Foster por el móvil de Kate y le ordenó que diera la alarma -dijo, dirigiéndose a mí.

– Exacto.

Repasó la secuencia y el contenido de mis llamadas por el móvil a George Foster y prosiguió:

– De modo que volvió a la cúpula y vio que Phil y Peter tenían los pulgares cortados. Y comprendió lo que eso significaba.

– ¿Qué otra cosa podía significar?

– Cierto. Lo felicito por esa magnífica muestra de razonamiento deductivo… Quiero decir… volver y buscar… sus pulgares. -Me miró y preguntó-: ¿Cómo se le ocurrió eso, señor Corey?

– La verdad es que no lo sé. A veces, las ideas me surgen de pronto en la cabeza.

– ¿De veras? ¿Suele usted actuar sobre la base de ideas que le surgen de pronto en la cabeza?

– Bueno, si son lo bastante fantásticas. Ya sabe, como la de los pulgares cortados. Hay que tenerlas en cuenta.

– Entiendo. Y llamó usted al Club Conquistador, y Nancy Tate no contestaba.

– Creo que ya hemos hablado de eso -dije.

Koenig hizo caso omiso de mi observación y continuó:

– De hecho, entonces ya estaba muerta.

– Sí, por eso no contestaba.

– Y Nick Monti también estaba muerto entonces.

– Probablemente se estaba muriendo. Con las heridas del pecho se tarda algún tiempo.

– ¿Dónde lo hirieron a usted? -me preguntó.

– En el cruce de la Cien Oeste y la calle Dos.

– Me refiero a dónde.

Sabía a lo que se refería pero no me gusta hablar de anatomía cuando hay mujeres delante.

– No sufrí graves daños en el cerebro.

Pareció dudar, pero dejó el tema y se dirigió a Ted:

– ¿Tiene usted algo que añadir?

– No.

– ¿Cree que John y Kate desperdiciaron alguna oportunidad?

– Creo que todos hemos subestimado a Asad Jalil -respondió finalmente, después de considerar la envenenada pregunta durante unos instantes.

Koenig asintió.

– Yo también lo creo. Pero no lo volveremos a hacer.

– Debemos dejar de considerar idiotas a estos sujetos -añadió Nash-, o nos crearemos muchos problemas.

Koenig no respondió.

– Si se me permite decirlo -continuó Nash-, en el FBI y en la Unidad de Inteligencia de la policía de Nueva York existe un problema de actitud con respecto a los extremistas islámicos. Parte de este problema deriva de actitudes raciales. Los árabes y otros grupos étnicos del mundo islámico no son estúpidos ni cobardes. Tal vez no nos impresionen sus ejércitos ni sus fuerzas aéreas pero las organizaciones terroristas de Oriente Medio han asestado varios golpes importantes, tanto en Israel como en Estados Unidos. Yo he trabajado con el Mossad, y allí sienten mucho más respeto que nosotros hacia los terroristas islámicos. Puede que esos terroristas no sean de primera fila pero incluso los chapuceros pueden acertar de vez en cuando. Y a veces se encuentra uno con un Asad Jalil.

Huelga decir que a King Jack no le agradó la disertación pero apreció su mensaje. Y eso lo hacía más inteligente que la mayoría de los jefes. Yo también estaba oyendo lo que Nash decía, y también Kate. La CÍA, pese a mi desfavorable actitud hacia su representante, tenía muchos puntos fuertes. Se suponía que uno de ellos correspondía al área de valoración del enemigo, pero tendían a sobrestimarlo, lo cual resultaba beneficioso para el presupuesto de la CÍA. Quiero decir que el primer indicio que tuvieron del derrumbamiento de la Unión Soviética fue por los periódicos.

Por otra parte, había algo de verdad en las palabras de Nash. Nunca es buena idea considerar que los que no se parecen a ti y hablan y se comportan de manera diferente son unos merluzos. En especial cuando quieren matarte.

– Yo creo -dijo Jack Koenig a Nash- que las actitudes de todos están cambiando, pero coincido con usted en que aún tenemos algunos problemas en ese ámbito. En lo sucesivo mejorará la percepción que tengamos de nuestros adversarios.

– Una vez formulada su reflexión filosófica, el señor Nash volvió al caso que nos ocupaba-: Yo creo, como antes le ha dicho Kate, que Jalil ha salido del país. Jalil se dirige ahora a un país de Oriente Medio en un avión de Oriente Medio. Finalmente, acabará en Libia, donde presentará su informe y se le tributarán honores. Puede que no volvamos a verlo nunca, o puede que veamos su sello en alguna operación dentro de un año. Entretanto, es mejor manejar este asunto a través de la diplomacia internacional y por medio de agencias de inteligencia internacionales.

Koenig se quedó unos momentos mirando a Nash, y tuve la impresión de que no se tenían simpatía.

– Pero no le importa que sigamos las pistas existentes aquí, ¿verdad?

– Por supuesto que no.

Vaya, vaya. Los colmillos se habían asomado por un instante.

Creía que éramos un equipo.

– Dado que tiene usted un conocimiento de primera mano de este caso, ¿por qué no solicita que se le adscriba de nuevo a su agencia? -le sugirió Koenig a Nash-. Resultaría de gran valor para ellos en este caso. Quizá un destino en el extranjero.

Nash captó la intención.

– Si considera que puede prescindir de mí aquí, me gustaría ir a Langley esta noche o mañana y discutirlo con ellos -replicó-. A mí me parece buena idea.

– A mí también -dijo Koenig.

Daba la impresión de que Ted Nash iba a desaparecer de mi vida, lo cual me alegraba. Por otra parte, tal vez acabara echando de menos al viejo Ted. O tal vez no. Los tipos como Nash que desaparecen acostumbran reaparecer cuando uno menos lo espera o lo desea.

El cortés pero acre intercambio de palabras entre Ted Nash y Jack Koenig parecía haber terminado.

Encendí un cigarro mentalmente, tomé un sorbo de whisky y me conté un chiste verde mientras Kate y Jack charlaban. ¿Cómo funcionan estos tíos sin alcohol? ¿Cómo pueden hablar sin soltar tacos? Pero Koenig dejaba escapar de vez en cuando alguna que otra obscenidad. Aún había esperanza para él. De hecho, Jack Koenig podría haber sido un buen policía, lo cual viene a ser el máximo elogio que puedo formular.

Sonaron unos golpecitos en la puerta, ésta se abrió y un joven se asomó.

– Señor Koenig. Hay una llamada para usted que tal vez quiera contestar aquí.

Koenig se puso en pie, se excusó y fue hasta la puerta. Observé que la estancia contigua, que a nuestra llegada estaba desierta y a oscuras, se hallaba ahora completamente iluminada, y vi hombres y mujeres sentados a sus mesas o moviéndose por la sala. Una comisaría de policía nunca está a oscuras, silenciosa ni desierta, pero los federales procuran mantener un horario laboral normal, confiando en unos cuantos agentes de guardia y en el recurso a los buscas para reunir el grueso de las fuerzas llegado el caso.

La cuestión es que Jack desapareció, y yo me volví hacia Hal Roberts y sugerí:

– ¿Por qué no nos trae un café?

Al señor Roberts no le gustaba que lo mandaran a por café pero Kate y Ted secundaron mi sugerencia, y Roberts se levantó y salió.

Miré a Kate un momento. Pese a los acontecimientos del día parecía tan despejada y alerta como si fuesen las nueve de la mañana en lugar de las nueve de la noche. Yo, por mi parte, no podía casi con mi alma. Soy unos diez años mayor que ella y no me he recuperado del todo de la experiencia que me llevó al borde de la muerte, de modo que eso podría explicar la diferencia entre nuestros niveles de energía. Pero no explicaba por qué ella conservaba tan pulcro el pelo y la ropa y por qué olía tan bien. Yo me sentía, y probablemente lo parecía, ajado y desaseado y necesitaba una ducha con urgencia.

Nash presentaba un aspecto fresco y despierto pero ése es el aspecto que siempre tienen los maniquíes. Además, no había hecho ningún esfuerzo físico. No había atravesado a toda velocidad el aeropuerto ni había subido a un avión lleno de cadáveres.

Pero, volviendo a Cate, tenía las piernas cruzadas, y por primera vez me fijé en lo bonitas que eran. Bueno, tal vez ya me había fijado en ello hacía cosa de un mes, en el primer nanosegundo siguiente a nuestro encuentro, pero estoy tratando de moderar mi lascivia de policía neoyorquino. No he intentado ligar con ninguna mujer soltera -ni casada- en la BAT. De hecho, me estaba labrando una reputación de hombre que o estaba entregado de lleno a su trabajo, o le tenía sorbido el seso alguna amiguita, o era marica, o tenía una libido débil, o quizá una de aquellas balas le había alcanzado por debajo del cinturón.

En cualquier caso, todo un mundo se abría ahora ante mí. Las mujeres de la oficina me hablaban de sus novios y maridos, me preguntaban si me gustaban sus peinados y me trataban generalmente de forma por completo neutral en lo que se refiere al género. Las chicas no me han pedido aún que vaya de compras con ellas ni han compartido recetas de cocina conmigo, pero es posible que me inviten a bañar al bebé. El viejo John Corey está muerto, enterrado bajo una tonelada de informes políticamente correctos de Washington. John Corey, Departamento de Homicidios de la policía de Nueva York, es historia. Ha nacido el agente especial John Corey, de la BAT. Me siento limpio, bautizado en las sagradas aguas del Potomac, renacido y aceptado en las filas de las puras y angelicales huestes con las que trabajo.

Pero, volviendo a Kate, la falda se le había subido por encima de las rodillas, y yo me veía obsequiado con aquel increíble muslo izquierdo. Me di cuenta de que me estaba mirando, y con un esfuerzo aparté los ojos de sus piernas y la miré a la cara. Tenía los labios más carnosos de lo que había creído, gruesos y expresivos. Aquellos ojos azules y helados se hundían profundamente en mi alma.

– Sí que parece que necesitas un café -me dijo.

Me aclaré la garganta y la mente y respondí:

– Lo que realmente necesito es un trago.

– Luego te invito a uno.

– Generalmente estoy en la cama para las diez -repliqué, después de mirar mi reloj.

Sonrió pero no respondió. El corazón me latía violentamente.

Mientras tanto, Nash estaba siendo Nash, totalmente desconectado, tan inescrutable como un monje tibetano hipnotizado. Se me ocurrió que quizá el tío no era retraído. Quizá era estúpido. Quizá tenía el cociente intelectual de una tostadora, pero era lo bastante listo para disimularlo.

El señor Roberts regresó con una bandeja sobre la que reposaban una jarra y cuatro tazas. La dejó en la mesa sin decir nada y ni siquiera se ofreció a servir. Yo cogí la jarra y serví tres tazas de café caliente. Kate, Ted y yo cogimos una taza cada uno y tomamos un sorbo.

Nos levantamos y fuimos a las ventanas, sumido cada uno en nuestros pensamientos mientras contemplábamos la ciudad.

Yo miré hacia el este, en dirección a Long Island. Había allí una hermosa casita de campo, a unos 140 kilómetros y todo un mundo de distancia de donde me encontraba, y en la casita estaba Beth Penrose, sentada ante el fuego, tomando té o quizá brandy. No era buena idea sumirse en esa clase de pensamientos pero recordé lo que mi ex mujer me dijo una vez: «Un hombre como tú, John, hace solamente lo que quiere hacer. Tú quieres ser policía, así que no te quejes del trabajo. Cuando estés preparado, renunciarás. Pero no estás preparado.»

Realmente, no lo estaba. Pero en ocasiones como aquélla, los estúpidos alumnos de John Jay parecían algo deseable.

Volví la vista hacia Kate y vi que me estaba mirando. Sonreí. Ella sonrió. Ambos nos volvimos para seguir contemplando el panorama.

Durante la mayor parte de mi vida profesional, yo había realizado un trabajo que consideraba importante. Todos los que nos encontrábamos allí conocíamos esa sensación especial. Pero es algo que se cobra su precio sobre la mente y el espíritu, y a veces, como en mi caso, también sobre el cuerpo.

Sin embargo, había algo que me impulsaba a seguir. Mi ex había concluido: «Nunca te morirás de aburrimiento, John, pero te morirás en este trabajo. Una mitad de ti está ya muerta.»

No era verdad. Simplemente, no era verdad. La verdad era que soy un adicto a la adrenalina.

Y también me agradaba lo de proteger a la sociedad. Eso no es cosa que uno comente con los compañeros pero era un hecho, y un hecho importante.

Quizá cuando este caso haya terminado debería pensar en todo esto. Quizá había llegado el momento de dejar la placa y la pistola y abandonar el camino del mal, quizá había llegado el momento de hacer mutis por el foro.

CAPÍTULO 20

Asad Jalil continuó su camino a través de un barrio residencial. El Mercury Marquis era grande, más que cualquier otro coche que hubiera conducido en su vida, pero se manejaba con facilidad.

Jalil no se dirigió a la autopista de peaje de Nueva Jersey. No tenía intención de cruzar más peajes. Tal como había pedido en Trípoli, el automóvil alquilado disponía de un sistema de posicionamiento global, que él había utilizado en Europa. Éste se llamaba «navegador por satélite» y era ligeramente diferente de los que estaba acostumbrado a manejar, pero en su base de datos contenía todo el sistema de carreteras de Estados Unidos, y mientras atravesaba lentamente las calles, accedió a las direcciones a la autopista 1.

A los pocos minutos estaba en la autopista que se dirigía hacia el sur. Observó que era una carretera muy concurrida, con muchos establecimientos comerciales a ambos lados.

Advirtió que algunos de los automóviles con los que se cruzaba llevaban encendidos los faros, así que los encendió él también.

Tras recorrer cerca de dos kilómetros tiró las llaves de Yabbar por la ventanilla. A continuación sacó el dinero que había en la cartera de Yabbar, ochenta y siete dólares. Registró la cartera mientras conducía, rompió lo que se podía romper y fue tirando los pedazos por la ventanilla. Las tarjetas de crédito y el carnet de conducir plastificado presentaban dificultades, pero Jalil logró doblarlos y romperlos y los arrojó también al exterior. La cartera no contenía nada más, a excepción de una fotografía en color de la familia Yabbar: Gamal Yabbar, su esposa, dos hijos, una hija y una mujer de edad. Jalil miró la foto mientras conducía. Había logrado rescatar de las ruinas de su casa en Al Azziziyah unas cuantas fotografías, entre ellas varias de su padre vestido de uniforme. Esas fotos eran preciosas para él, y no habría más fotografías de la familia de Jalil.

Rompió en cuatro trozos la foto de la familia de Yabbar y los dejó volar por la ventanilla. Tras ellos fueron la cartera, la botella de plástico y, finalmente, el casquillo de bala. Todas las pruebas yacían ahora esparcidas a lo largo de muchos kilómetros de carretera y no atraerían la atención de nadie.

Jalil alargó el brazo, abrió la guantera y sacó un fajo de papeles: impresos de alquiler, mapas, varios anuncios y otros documentos, sin interés. Observó que a los americanos, como a los europeos, les encantaban los papeles inservibles.

Examinó el contrato de alquiler y comprobó que el nombre que figuraba en él coincidía con el de su pasaporte.

Volvió su atención a la carretera. Por ella circulaban muchos malos conductores. Vio muchos jóvenes conduciendo, y también muchos viejos y muchas mujeres. Nadie parecía conducir bien. Conducían mejor en Europa, a excepción de Italia. Los conductores de Trípoli eran como los italianos. Jalil comprendió que podría conducir mal allí sin que nadie se fijara.

Miró el indicador del depósito y vio que ponía «Lleno».

Un coche de policía apareció en su espejo retrovisor y permaneció detrás de él un rato. Jalil mantuvo la misma velocidad y no cambió de carril. Procuró no mirar demasiadas veces por los espejos retrovisores. Eso despertaría las sospechas del policía. Jalil se puso las gafas bifocales.

Al cabo de cinco minutos, el coche de policía pasó al carril izquierdo y lo adelantó. Jalil observó que el agente no lo miró siquiera. Poco después, el coche policial circulaba delante de él.

Jalil se recostó y prestó atención al tráfico. En Trípoli le habían dicho que habría mucho movimiento un sábado por la noche, mucha gente que salía con los amigos o iba a restaurantes o teatros o galerías comerciales. Nada muy diferente de Europa, salvo en lo referente a las galerías comerciales.

En Trípoli le habían dicho también que en las zonas más rurales la policía miraba los coches susceptibles de estar ocupados por traficantes de drogas. Eso podría suponer un problema, le advirtieron, ya que la policía buscaba conductores de raza negra o hispanos, y podrían parar a un árabe por error o incluso deliberadamente.

Pero de noche resultaba difícil ver quién conducía, y el sol ya se estaba poniendo.

Asad Jalil pensó unos momentos en Gamal Yabbar. No le agradaba matar a un correligionario musulmán, pero todo creyente en el islam debía luchar, o sacrificarse o sufrir martirio en el yihad contra Occidente. Eran demasiados musulmanes los que, como Gamal Yabbar, no hacían nada más que enviar dinero a su país. Yabbar no merecía realmente la muerte, pensó Jalil, pero la muerte se convirtió en la única posibilidad. Asad Jalil estaba llevando a cabo una misión sagrada, y otros tenían que sacrificarse para que él pudiera hacer lo que no podían hacer ellos, matar al infiel. Aparte de esto, su único pensamiento acerca de Gamal Yabbar fue una fugaz preocupación por la posibilidad de que hubiera sobrevivido a aquella única bala. Pero Jalil había visto otras veces aquellas contracciones y había oído aquel gorgoteo. El hombre estaba muerto. Que Alá te lleve al Paraíso esta misma noche.

Se estaba poniendo el sol pero no era sensato pararse para oficiar el Salat. El mulah le había concedido dispensa por el tiempo en que estuviera dedicado a el yihad. Pero no dejaría de rezar sus oraciones. Mentalmente, se postró en su alfombra de oración y se situó de cara a La Meca.

– ¡Dios es grande! -recité-. Doy testimonio de que no hay más Dios que Alá. Doy testimonio de que Mahoma es el Mensajero de Dios. ¡Corramos al Salat! ¡Corramos a la victoria! Dios es grande. ¡No hay más Dios que Alá!

Recitó varios pasajes del Corán elegidos al azar:

– Mata a los agresores dondequiera que los encuentres. Expúlsalos de los lugares de donde te expulsaron… Lucha contra ellos hasta que triunfe la religión de Alá… Lucha por la causa de Alá con el fervor que le es debido… Quedan autorizados a empuñar las armas aquellos que sean atacados… Alá tiene el poder de concederles la victoria… Creyentes, temed a Alá como debéis, y cuando llegue la muerte morid como verdaderos musulmanes… Si habéis sufrido una derrota, también la ha sufrido el enemigo. Alternamos estas victorias entre la humanidad para que Alá conozca a los verdaderos creyentes y elija mártires entre vosotros, y para que pueda poner a prueba a los fieles y aniquilar a los infieles. Alá es el supremo Planificador.

Satisfecho de haber cumplido sus obligaciones, se sentía en paz consigo mismo mientras conducía por tierra extraña, rodeado de enemigos e infieles.

Recordó entonces el viejo canto de guerra árabe y entonó la estrofa titulada «La venganza de muerte»: «Cabalgaba terrible y solo con su espada yemení por toda ayuda; no lucía ésta más ornamento que las muescas de la hoja.»

CAPÍTULO 21

Jack Koenig regresó con varios papeles que parecían hojas de fax en la mano. Todos tomamos asiento.

– He hablado con el supervisor del laboratorio criminológico del JFK -dijo, y golpeó suavemente con los papeles sobre la mesita-. Tienen un informe preliminar acerca de los escenarios de los crímenes cometidos en el avión y en el Club Conquistador. He hablado también con George, que se ha ofrecido a marcharse de la BAT y de Nueva York.

Dejó que sus palabras permanecieran unos momentos flotando en el aire y luego se dirigió a Kate:

– ¿Sí? ¿No?

– No -respondió ella.

– ¿Pueden conjeturar o adivinar qué sucedió en el avión antes de aterrizar? -preguntó, dirigiéndose a Kate y a mí.

– John es el detective -dijo Kate.

– Adelante, detective.

Debo señalar aquí que el FBI utiliza el término «investigador» para describir lo mismo que detective, así que no sé si se me estaba haciendo un honor o se me estaba tratando con condescendencia. En cualquier caso, para esto era en parte para lo que se me había contratado, y soy muy eficiente en ello. Pero Koenig no ocultaba que ya había obtenido algunas respuestas a las preguntas que estaba formulando. De modo que, para que quedara clara la cosa, dije:

– Supongo que han encontrado esas dos botellas de oxígeno en el armario del piso alto del avión.

– Sí. Pero, como descubrió usted, las dos tenían las válvulas abiertas, así que no sabemos lo que había dentro. Podemos suponer, no obstante, que una era de oxígeno, y la otra no. Continúe.

– Bien… a unas dos horas de distancia de Nueva York, el control de Tráfico Aéreo perdió contacto con el Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental. De modo que fue entonces cuando el tipo que tenía las botellas de oxígeno medicinales, sentado probablemente en clase business…

– Exacto -dijo Koenig-. Se llamaba Yusef Haddad. Asiento Dos A.

– Muy bien, ese tipo… ¿cómo se llama?

– Yusef Haddad. Significa Joe Smith. Figura en la lista de pasajeros con pasaporte jordano y oxígeno medicinal para el tratamiento de un enfisema. Probablemente, el pasaporte es falso, lo mismo que el enfisema y una de las botellas de oxígeno.

– Exacto. Bien, Joe Smith, jordano, clase business, asiento Dos A. El hombre está respirando el oxígeno auténtico, alarga la mano y abre la válvula de la segunda botella. Se desprende un gas que penetra en el sistema de aire acondicionado del avión.

– Exacto. ¿Qué clase de gas?

– Bueno, era algo bastante desagradable, como cianhídrico.

– Bien. Muy probablemente, era una hemotoxina, quizá una forma militar de cianhídrico. Las víctimas murieron asfixiadas. Esta noche, el laboratorio analizará la sangre y los tejidos y verá si puede identificarlo. Tampoco es que importe mucho, pero es así como trabajan. De todos modos, al cabo de diez minutos había circulado por el sistema todo el aire de a bordo. Así que todo el mundo recibió una dosis de ese gas, a excepción de Yusef Haddad, que continuaba respirando oxígeno puro. -Me miró y dijo-: Dígame cómo escapó Jalil a la muerte.

– Bueno, no estoy seguro de la secuencia de acontecimientos pero… supongo que Jalil estaba en el lavabo cuando escapó el gas. El lavabo podría ser menos tóxico que el aire de la cabina.

– No lo es -replicó Koenig-. Pero el sistema de ventilación del lavabo proyecta directamente el aire fuera del avión, y por eso es por lo que desde la cabina no se huele nada cuando hay alguien sentado en el trono.

Interesante. Me refiero a que una vez hice con AeroMéxico un vuelo a Cancún en el que sirvieron un almuerzo consistente en veintidós platos distintos de judías, y me sorprendió que el avión no estallara en el aire.

– O sea, que el lavabo es tóxico, Jalil respira lo menos posible y quizá se tapa la cara con una toalla de papel mojada -dije-. Haddad tiene que actuar con rapidez y acercarse a Jalil, o bien con su propia botella de oxígeno, o con una de esas botellas pequeñas que llevan los aviones para atender emergencias médicas.

Koenig asintió con la cabeza pero no dijo nada.

– Lo que no entiendo -dijo Kate- es cómo sabían Haddad y Jalil que el avión estaba preprogramado para aterrizar por sí mismo.

– Yo tampoco estoy seguro -respondió Koenig-. Lo estamos comprobando. -Me miró y dijo-: Continúe.

– Bien, pues al cabo de unos diez minutos sólo quedan con vida dos personas a bordo del avión, Asad Jalil y su cómplice, Yusef Haddad. Haddad coge las llaves de las esposas que guardaba Peter Gorman y libera a Jalil en el lavabo. El gas venenoso desaparece finalmente, y cuando están seguros de que el aire se puede respirar, después de unos quince minutos, por ejemplo, prescinden del oxígeno. Kate y yo no vimos por allí la botella de oxígeno de emergencia del avión, por lo que supongo que Haddad o Jalil la volvieron a dejar en su sitio. Después colocaron la botella de Haddad en el armario de la clase business, donde la encontramos.

– Sí -asintió Koenig-, querían que todo pareciese normal cuando subieran a bordo las primeras personas en el JFK. Suponiendo que Peter o Phil hubieran muerto cerca del lavabo, llevaron también el cuerpo de esa persona a su asiento. Prosiga, señor Corey.

– Bien -continué-, Jalil no debió de matar inmediatamente a Haddad, porque el cuerpo de éste estaba más caliente que todos los demás. Así que ambos arreglan un poco las cosas, registran quizá las pertenencias de Phil y Peter, cogen sus pistolas y seguidamente bajan a las clases primera y turista y se cercioran de que todo el mundo está muerto. En un momento dado, Jalil ya no necesita compañía y le parte el cuello a Haddad, como descubrió Kate. Lo coloca junto a Phil, lo esposa y le pone el antifaz. Y en algún momento corta los pulgares.

– Exacto -corroboró Koenig-. Los del laboratorio han encontrado en la despensa de la clase business un cuchillo con restos de sangre y han encontrado también, oculta en la basura, la servilleta utilizada para limpiar el cuchillo. A la primera persona que hubiera subido a bordo le habría llamado la atención un cuchillo ensangrentado. Si usted o Kate lo hubieran visto habrían llegado antes incluso a la conclusión a que han llegado.

– Cierto. -Lo primero que ves cuando llegas a la escena de un crimen suele ser lo que el criminal quiere que veas. Pero una investigación ulterior revela la tramoya existente detrás del escenario.

Koenig nos miró y prosiguió:

– En algún momento, mientras el avión estaba siendo remolcado, el sargento Andy McGill, del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria, realizó una última transmisión a sus compañeros.

Todos asentimos con la cabeza.

– McGill y Jalil debieron de encontrarse por casualidad -dije.

Koenig miró sus fax.

– Las pruebas preliminares, sangre y tejidos óseos y cerebrales, sugieren que McGill fue muerto entre la despensa y el lavabo, mirando al lavabo -añadió-. Parte de tejido estaba esparcido por la despensa y parte reposaba sobre el cadáver del ayudante de vuelo, aunque alguien intentó limpiarlo, que es por lo que ustedes quizá no lo hayan visto. De modo que tal vez McGill abrió la puerta del lavabo y descubrió a Asad Jalil. El forense encontró también una manta de viaje con un agujero y rastros de quemadura, lo que indica que la manta fue utilizada para amortiguar el sonido del disparo.

Asentí con la cabeza. Siempre es sorprendente lo que los forenses te pueden decir al cabo de muy poco tiempo, y lo rápidamente que un detective puede hacer deducciones y reconstruir el crimen. No importaba que aquello fuese una acción terrorista. Un escenario de un crimen es un escenario de un crimen. El asesinato era asesinato. Lo único que faltaba era el asesino.

– Por lo que se refiere a la huida de Jalil del avión -prosiguió Koenig-, podemos suponer que conocía el procedimiento que se seguiría en el JFK. Muertos los pilotos, cualquier miembro del Servicio de Emergencia que entrase en el avión apagaría los motores. En ese momento se llamaría a un camión remolque y el avión sería transportado al área de seguridad. El resto, ya lo conocen.

En efecto, lo conocíamos.

– Hemos encontrado también lo que suponemos que era el portatrajes de Yusef Haddad -añadió-. Debajo de un traje había un mono azul de mozo de equipaje de Trans-Continental destinado al señor Haddad. En el mismo portatrajes, sin duda había un segundo mono para Asad Jalil, y se lo puso en algún momento, sabiendo que los mozos subirían a bordo para recoger los equipajes de mano. -Miró a Kate, luego me miró a mí y preguntó-: ¿Alguno de ustedes vio a alguien que pareciera sospechoso? Sabían que algo marchaba mal, y, sin embargo, Jalil escapó.

– Yo creo que ya se había ido cuando llegamos nosotros -repliqué.

– Tal vez. Y tal vez no. Quizá se tropezaron con él.

– Yo creo que lo habríamos reconocido -dijo Kate.

– ¿De veras? No, si llevaba un mono de mozo de equipaje, iba peinado de forma distinta y llevaba gafas y bigote postizo. Pero quizá él sí los vio a ustedes. Quizá en algún momento se dio cuenta de que había agentes o detectives federales a bordo. Piensen en ello. Traten de recordar qué sucedió y a quién vieron en el avión y en aquella área de seguridad.

Muy bien, Jack, pensaré en ello. Gracias por mencionarlo.

– En cualquier caso, Jalil montó en una furgoneta de equipajes vacía y se alejó -prosiguió Koenig-. Entonces, la mayoría de los hombres que acabaran de llevar a cabo una de las acciones más audaces de la historia del terrorismo llegarían a la terminal internacional, se quitarían el mono que cubría la ropa de calle y subirían a un avión que despegara rumbo a Arenalandia… disculpen mi caracterización de Oriente Medio. Pero no, Asad Jalil no se vuelve a casa. Todavía no. Primero tiene que pasar por el Club Conquistador. Lo demás, como se suele decir, es historia.

Durante un minuto, todos permanecimos en silencio.

– Se trata de un individuo audaz -observó Koenig-, inteligente y con muchos recursos. Actúa con rapidez, sin dudar y sin miedo a ser apresado. Confía en que los demás estén distraídos o ignoren que hay un asesino sicópata entre ellos. Rapidez, ferocidad y sorpresa. Decisión, audacia y engaño. ¿Comprenden?

Todos comprendíamos. Si hubiera estado de humor, podría haberle hablado a Koenig de unos diez o quince asesinos de ese tipo con los que me había tropezado al cabo de los años. Los asesinos sicóticos realmente buenos eran tal como Koenig los describía. Parecía mentira las cosas que hacían. Parecía mentira lo estúpidas y confiadas que eran sus víctimas.

– El plan de Jalil presentaba otras posibilidades de desarrollo -continuó-. La peor para él era que el avión simplemente se estrellase y murieran todos cuantos se encontraban a bordo, incluido él mismo. Yo creo que él lo habría aceptado y lo consideraría una victoria.

Todos esbozamos un gesto de asentimiento. Hablaba el jefe.

– Otra posibilidad -añadió- era que lo apresaran en tierra y lo identificaran como el asesino. Eso también le parecería bien. Seguiría siendo un héroe en Trípoli. -Volvimos a asentir, empezando a apreciar no sólo a Koenig, sino también a Jalil-. Otra posibilidad más era que escapara del avión pero no pudiera llevar a cabo su misión en el Club Conquistador. En cualquier caso, Asad Jalil no podía perder una vez que Yusef Haddad estaba a bordo con su oxígeno medicinal y su gas venenoso. De hecho, aunque Haddad hubiera sido detenido antes de subir al avión en París, Asad Jalil habría acabado en el Club Conquistador, aunque estuviera esposado y custodiado. Pero ¿quién sabe cómo habría evolucionado la situación después?

Todos pensamos en Asad Jalil en el Club Conquistador. ¿En qué momento se volvería sicótico aquel tío?

El señor Koenig concluyó:

.y-Prescindiendo de otras posibilidades, Asad Jalil ha recorrido todas las bases, por decirlo en términos de béisbol. Las ha despejado todas y va camino de ocupar la última, ya signifique esto un refugio seguro en América o su regreso a Libia, aún no lo sabemos. -Y añadió-: Pero nosotros jugaremos como si estuviese cerca y esperando el momento de golpear de nuevo.

Puesto que carecíamos de datos y estábamos moviéndonos en el terreno de la especulación, especulé:

– Yo creo que ese tipo es un solitario y que no aparecerá en las habituales casas vigiladas ni rondará por la mezquita local con los sospechosos habituales.

Kate se mostró de acuerdo conmigo.

– Puede que tenga un contacto aquí, quizá el tipo de febrero o algún otro. Suponiendo que no necesite ayuda después del contacto inicial, cabe esperar que encontremos antes de mucho tiempo el cadáver de otro cómplice. Estoy suponiendo también que tenía un hombre en el JFK para ayudarlo a salir de allí, y ése podría ser el tipo que aparezca muerto. Deberíamos dar la alerta en ese sentido a la policía de Nueva York.

Koenig asintió con la cabeza. Miró a Nash.

– ¿Por qué crees que se ha ido?

Nash tardó uno o dos segundos en contestar, dando la impresión de que estaba harto de echarles margaritas a los cerdos. Finalmente, se inclinó hacia adelante y nos miró uno a uno.

– Hemos descrito la entrada de Jalil en el país como solemne y dramática -dijo-. Y el señor Koenig tiene razón en que, cualesquiera que fuesen los acontecimientos, Jalil siempre triunfaba. Estaba dispuesto a sacrificar su vida al servicio de Alá y a reunirse con sus hermanos en el Paraíso. Era una forma endiabladamente peligrosa de introducirse en un país hostil.

– Ya lo sabemos -dijo Koenig.

– Escúcheme, señor Koenig. Esto es importante y, en realidad, es una buena noticia. Está bien, volvamos al principio y supongamos que Asad Jalil venía a América a volar este edificio, o el del otro lado de la calle, o toda la ciudad de Nueva York, o Washington. Supongamos que hay un artefacto nuclear escondido en alguna parte, o, más probablemente, una tonelada de gas tóxico o mil litros de ántrax. Si Asad Jalil era el hombre que debía entregar alguna de esas mortíferas armas, entonces habría entrado en Canadá o en México con pasaporte falso y habría cruzado fácilmente la frontera para llevar a cabo esa importante misión. No habría llegado como lo hizo, con gran riesgo de ser apresado o muerto. Lo que hemos visto hoy ha sido una clásica misión gaviota… -Paseó la vista sobre nosotros y explicó-: Ya saben, llega una persona haciendo mucho ruido, suelta mierda por todas partes y se larga. El señor Jalil venía en misión gaviota. Misión cumplida. Se ha ido.

Así pues, todos nos pusimos a pensar en misiones gaviota. El bueno de Ted había hablado y revelado que tenía el cociente intelectual de por lo menos una videograbadora. Aquello era pura lógica. El silencio que se hizo en la estancia me indicó que todo el mundo había acabado viendo el fulgor incandescente de la mente de Nash en acción.

– Me parece una explicación razonable -dijo finalmente Koenig.

– Yo creo que Ted tiene razón -observó Kate-. Jalil ha hecho aquello para lo que se le ha enviado. No hay una segunda parte. Su misión terminó en el JFK y estaba en perfectas condiciones para tomar cualquiera de las docenas de vuelos que salen al atardecer.

Koenig me miró.

– ¿Señor Corey?

Yo también asentí con la cabeza.

– Me parece una explicación lógica. Ted ha formulado una teoría muy sólida.

Koenig reflexionó unos instantes y luego dijo:

– No obstante, debemos actuar como si Jalil continuara aún en el país. Hemos informado a todas las organizaciones policiales de Estados Unidos y Canadá. Hemos llamado también a todos los agentes de la BAT que hemos podido localizar esta noche y estamos vigilando todos los lugares en que podría presentarse un terrorista de Oriente Medio. Hemos alertado igualmente a la policía de la Autoridad Portuaria y a la de Nueva York, a Nueva Jersey, Connecticut, condados suburbanos, etcétera. Cuanto más tiempo pasa, más extensa se hace el área de búsqueda. Si está escondido, quizá esperando salir del país, puede que no tardemos en detenerlo. La prevención tiene prioridad absoluta.

– He llamado a Langley desde el JFK -informó Nash-, y han cursado una orden urgente de busca y captura a todos los aeropuertos internacionales en los que tenemos intereses. -Me miró-. Eso significa personas que trabajan para nosotros, que están con nosotros o que son nosotros.

– Gracias. Leo novelas de espionaje -dije.

De modo que así estaba la cuestión. O Asad Jalil se encontraba ya fuera del país o permanecía escondido, esperando el momento de salir. Era lo más lógico, habida cuenta de lo que había sucedido y de cómo había sucedido.

No obstante, había varias cosas que me preocupaban, uno o dos detalles que no encajaban. El primero y más evidente era la cuestión de por qué Asad Jalil se había convertido en el enlace de la CÍA en la embajada de París. Habría sido un plan mucho más sencillo que Asad Jalil subiera a bordo del vuelo 175 de Trans-Continental con un pasaporte falso, como había hecho Joe Smith, su cómplice. El mismo plan del gas venenoso habría funcionado mejor si Jalil no hubiera ido esposado y custodiado por dos agentes federales armados.

Lo que Nash estaba pasando por alto era el elemento humano, que es lo que uno esperaría que pasara por alto Nash. Era preciso comprender a Asad Jalil para comprender qué se proponía. Él no quería ser un terrorista anónimo más. Quería entrar en la embajada de París, dejarse esposar y custodiar y luego escapar como Houdini. Aquello era una exhibición de insolencia por su parte, no una misión gaviota. Quería leer lo que sabíamos de él, quería cortar pulgares e ir al Club Conquistador y matar a todos cuantos estuviesen allí. Ciertamente era una operación de alto riesgo, pero lo extraordinario radicaba en su carácter personal. De hecho, era un insulto, una humillación, como un antiguo guerrero internándose solo a caballo en un campamento enemigo y violando a la mujer del jefe.

La única cuestión que yo me planteaba era si Asad Jalil había terminado o no de joder a los americanos. Yo creía que no -el tío estaba lanzado-, pero coincidía con Nash en que Jalil no tenía una bomba atómica que detonar o gases o gérmenes venenosos que tuviera que esparcir. Empezaba a tener la impresión de que Asad Jalil -el León- estaba en América para echarnos más mierda a la cara, de cerca y en plan personal. No me habría sorprendido mucho que se presentara en el piso 28 para rebanar unos cuantos pescuezos y partir unos cuantos cuellos.

Así que era el momento de hacer partícipes de esa sensación a mis compañeros de equipo, de descubrir mi as a King Jack, si me permiten la metáfora o lo que demonios sea.

Pero mis colegas estaban charlando de otra cosa, y mientras esperaba una oportunidad para meter baza reflexioné en las cosas que me preocupaban y en aquella sensación de que Asad Jalil estaba en aquellos momentos probando llaves en el ascensor. Así que lo dejé por el momento y volví a sintonizar.

– Evidentemente, Jalil ha leído todo lo que contenían las carteras de Phil y Peter -estaba diciendo Kate.

– No llevaban gran cosa -respondió Koenig, con demasiada displicencia a mi parecer.

– Asad Jalil tiene ahora nuestro dossier sobre él -señaló Kate.

– No había gran cosa en ese dossier -replicó Koenig-. No mucho que él no supiera ya acerca de sí mismo.

– Pero ahora sabe qué poco es lo que nosotros sabemos -insistió Kate.

– Está bien. Entiendo. ¿Algo más?

– Sí… en el dossier había un informe de Zach Weber. Era sólo un informe de operaciones pero iba dirigido a George Foster, Kate Mayfield, Ted Nash, Nick Monti y John Corey.

¡Mierda! No había pensado en eso.

– Bueno, entonces tengan cuidado -dijo Koenig con indiferencia.

Gracias, Jack.

– Pero dudo que Jalil… -añadió. Pensó en ello y luego nos informó-: Sabemos de qué es capaz ese hombre. Pero no sabemos qué se propone hacer. No creo que ustedes figuren en sus planes.

Kate reflexionó unos momentos.

– Estábamos de acuerdo en que no debemos subestimar a ese hombre.

– Ni sobrestimarlo tampoco -replicó secamente Koenig.

Es un cambio; el FBI, como la CÍA, acostumbra sobrestimarlo todo. Es bueno para su presupuesto y para su imagen. Pero no hice ningún comentario.

– Rara vez hemos visto actuar así a un terrorista -continuó Kate-. La mayoría de los actos terroristas son o indiscriminados o remotos, como los realizados con bombas. Ese hombre es sospechoso de haber cometido personalmente asesinatos en Europa, y no necesito decirles lo que acaba de hacer aquí. Hay algo en ese sujeto que me preocupa, aparte de lo evidente.

– ¿Y qué cree que es?-preguntó Koenig.

– No lo sé -respondió ella-. Pero, a diferencia de la mayoría de los terroristas, Jalil ha dado muestras de gran inteligencia y valor.

– Como un león -comentó Koenig.

– Sí, como un león. Pero no debemos abusar de metáforas. Es un hombre y es un asesino, y eso lo hace ser más peligroso que cualquier león.

Kate Mayfield se estaba aproximando al núcleo del asunto, a una certera comprensión de la personalidad de Asad Jalil. Pero no dijo nada más, y nadie siguió el curso de sus pensamientos.

Hablamos durante uno o dos minutos acerca de los tipos de personalidad de los diferentes asesinos, y el FBI es realmente sobresaliente en esta clase de análisis sicológico. Mucho de lo que se decía me sonaba a mí a sicofarfolla, pero algunas cosas daban en el clavo.

– Yo tengo la impresión de que los norteamericanos se la ponen dura a Jalil -dije.

– ¿Perdón? -preguntó Koenig-. Le ponen ¿qué?

Lamenté mi utilización de la jerga de comisaría y aclaré:

– Tiene algo más que una agenda filosófica o política. Tiene un odio profundo hacia los norteamericanos. A la luz de los acontecimientos de hoy -añadí-, yo creo que podemos suponer que algunas o todas las sospechas y alegaciones contenidas en el dossier de Jalil son realmente ciertas. Si es así, entonces asesinó con un hacha a un oficial de aviación norteamericano. Mató a tiros a tres inocentes colegiales norteamericanos en Bruselas. Si logramos averiguar por qué, tal vez podamos averiguar qué le ocurre a este individuo, y quizá intuyamos cuál será su próxima acción.

– También ha atacado a los británicos -intervino Nash-. Creemos que hizo estallar una bomba en la embajada británica en Roma. De modo que su teoría de que está obsesionado con matar solamente americanos no se sostiene.

– Si fue él quien puso esa bomba en la embajada británica, entonces hay una conexión -repliqué-. No le gustan los británicos ni tampoco los norteamericanos. Las conexiones siempre son pistas.

Nash soltó una especie de risita despectiva. Odio que la gente haga eso.

Koenig miró a Nash.

– ¿No está de acuerdo con el señor Corey?

– El señor Corey está mezclando el trabajo policial con el trabajo de inteligencia -respondió Nash-. El modelo de uno no es necesariamente aplicable como modelo para el otro.

– No necesariamente -replicó Koenig-. Pero sí a veces.

Nash se encogió de hombros y añadió:

– Aunque Asad Jalil eligiese solamente norteamericanos como víctimas, eso no le da un carácter singular. Todo lo contrario, en realidad. La mayoría de los terroristas actúan de modo exclusivo contra Norteamérica y los norteamericanos. Ésa es nuestra recompensa por ser el número uno, por ser proisraelíes, por la guerra del Golfo y por nuestras operaciones antiterroristas en todo el mundo.

– Está, sin embargo, la cuestión del estilo único de Jalil -replicó Koenig-, su personal, insultante y humillante modus operandi.

Nash se encogió nuevamente de hombros.

– ¿Y qué? Ése es su estilo, y aunque constituyera una pista respecto a sus planes futuros, no podríamos anticiparnos a ellos. No vamos a capturarlo mientras lleva a cabo una misión. Tiene millones de objetivos, y es él quien elige el objetivo, el tiempo y el lugar. Misiones gaviota.

Nadie replicó.

– En cualquier caso -concluyó Nash-, ya sabéis que estoy convencido de que lo que ha sucedido hoy era la misión que ha venido a llevar a cabo y que Jalil ya se ha ido. Puede que descargue su próximo golpe en Europa, donde parece ser que ya ha actuado antes; allí conoce el terreno, y la seguridad no siempre es sólida. Y, sí, tal vez vuelva aquí algún día. Pero, por continuar con la metáfora, el león está saciado de momento. Regresa a su cubil en Libia y no volverá a salir hasta que esté hambriento.

Pensé en ofrecer mi metáfora de Drácula: el barco que llega como por arte de magia con todos sus pasajeros y tripulantes muertos, y Drácula que se introduce en un país totalmente desprevenido lleno de rollizas personas provistas de venas excelentes y todo eso. Pero el señor Koenig parecía pensar que yo era un tipo lógico, de buenos instintos y sin pensamientos metafóricos. Así que me guardé el tema Drácula para otra ocasión.

– No es por llevar la contraria pero, sobre la base de lo que hemos visto hoy, sigo pensando que Jalil se encuentra ahora a ochenta kilómetros de aquí -dije-. He apostado diez dólares con Ted a que no tardamos en recibir noticias de él.

El señor Koenig forzó una sonrisa.

– ¿De veras? Será mejor que me hagan a mí depositario del dinero. Ted va a viajar al extranjero.

Koenig no bromeaba y extendió la mano. Nash y yo depositamos en ella diez dólares cada uno, que Koenig se embolsó.

Kate hizo rodar los ojos. Pensaba que éramos como niños.

– O sea que Jalil está en alguna parte ahí fuera y tiene su nombre, señor Corey-dijo Koenig-. ¿Cree que figura usted ahora en su menú?

Supongo que volvíamos a las metáforas leoninas y capté el significado, que no me gustó.

– A veces los cazadores se convierten en cazados -me informó Koenig. Miró a Nash-. Por ejemplo, un terrorista de Oriente Medio asesinó a dos hombres en el parking del cuartel general de la CÍA.

– Las dos víctimas eran empleados de la CÍA pero fueron elegidas al azar -respondió Nash-. El asesino no las conocía. El objetivo era la institución.

Jack Koenig no replicó.

– Si Asad Jalil se encuentra todavía en el país -dijo-, no son ustedes la razón por la que vino originariamente aquí pero puede que estén en su lista de objetivos. En realidad, considero que esto es una oportunidad.

Me incliné hacia adelante.

– Disculpe. ¿Qué oportunidad?

– Bueno, detesto emplear la palabra cebo pero…

– Mala idea. Dejémoslo.

Él no quería dejarlo y volvió a la metáfora del león.

– Tenemos a ese león que está devorando campesinos. Y tenemos a tres cazadores que han estado en un tris de capturarlo. El león está furioso con los cazadores, y comete el fatal error de ir tras ellos. ¿De acuerdo?

Nash puso cara de regocijo. Kate pareció considerar la idea.

– Publicaremos una noticia sobre John y Kate -continuó Koenig-, y tal vez incluso utilicemos sus fotografías, aunque normalmente nunca lo hacemos. Jalil pensará que en América es habitual utilizar nombres y fotos de agentes, y no sospechará que es una trampa. ¿De acuerdo?

– No creo que eso esté en mi contrato -dije.

– No podemos utilizar el nombre y la foto de Ted porque su agencia nunca lo permitiría -prosiguió Koenig-. George está casado y tiene hijos, y no asumiremos ese riesgo. Pero usted, John, y usted, Kate, son solteros y viven solos, ¿no es así?

Kate asintió con la cabeza.

– ¿Por qué no dejamos la idea a un lado, de momento? -sugerí.

– Porque, si tiene usted razón, señor Corey, y Jalil continúa en el país y cerca de donde nosotros estamos, tal vez se sienta tentado de golpear un objetivo de ocasión antes de ocuparse de su objetivo siguiente, que podría ser mucho más importante que cuanto ha hecho hasta ahora. Por eso. Estoy tratando de evitar otro asesinato en masa. A veces, un individuo debe ponerse en peligro para mayor seguridad de la nación. ¿No está de acuerdo?

Yo mismo me había colocado en una situación en la que, hiciera lo que hiciese, salía perdiendo.

– Magnífica idea -respondí-. ¿Cómo no se me había ocurrido?

– Y si John está equivocado y Jalil se encuentra ya fuera del país, John sólo pierde diez dólares -observó Nash-. Si Jalil está en el país, John gana diez dólares pero…, bueno, no pensemos en eso.

Por primera vez que yo pudiera recordar, Ted Nash estaba disfrutando realmente. Quiero decir que aquel viejo estoico se sentía regocijado ante la perspectiva de que un sicótico montador de camellos le rebanara el pescuezo a John Corey. Hasta el señor Roberts estaba intentando reprimir una sonrisa. Es curioso la clase de cosas que pueden divertir a la gente.

La reunión continuó durante un rato más. Estábamos tratando ya del problema de relaciones públicas, que podía resultar peliagudo con trescientas personas muertas en el avión, varios asesinados en tierra y el criminal en libertad.

– Los próximos días van a ser muy difíciles -concluyó Jack Koenig-. Los medios de comunicación se muestran generalmente amistosos con nosotros, como vimos en el caso del World Trade Center y en el de la TWA. Pero tenemos que controlar un poco las noticias. También tenemos que ir mañana a Washington y asegurar a esa gente que tenemos el asunto encauzado. Ahora quiero que se vayan todos a dormir. Reúnanse conmigo en La Guardia para tomar el primer vuelo a Washington, a las siete de la mañana. George se quedará en el Club Conquistador para inspeccionar el escenario del crimen.

Se puso en pie, y todos lo imitamos.

– Pese al resultado de la misión de hoy, han hecho un buen trabajo. -Me sorprendió al añadir-: Recen por los muertos.

Nos estrechamos todos la mano, incluso el señor Roberts. Y Kate, Ted y yo salimos.

Mientras cruzábamos el piso 28, sentí multitud de miradas clavadas sobre nosotros.

CAPÍTULO 22

Asad Jalil sabía que tenía que cruzar el río Delaware por un puente sin peaje, y se le había indicado que continuase por la autopista 1 hasta la ciudad de Trenton, donde no había esa clase de puentes. Programó el navegador por satélite mientras conducía. Habría sido más fácil si lo hubiera hecho el hombre que había alquilado el coche, o hubiera pedido a la agencia de alquiler que lo hiciera, pero también habría resultado peligroso. La última y única necesidad de ayuda que tenía Jalil, y el último punto hasta donde le podían seguir la pista, era Gamal Yabbar, en el aparcamiento.

Salió de la autopista 1 para pasar a la interestatal 95. Era una buena carretera, pensó, muy parecida a la Autobahn alemana, salvo que aquí los vehículos circulaban más despacio. La interestatal lo llevó en torno a la ciudad de Trenton. Cerca de una salida vio un letrero marrón que decía Parque estatal del cruce de Washington. Recordó que su oficial instructor ruso, Boris, ex agente del KGB que había vivido en América, le había dicho: «Cruzarás el río Delaware cerca del lugar por donde George Washington lo atravesó en barca hace doscientos años. Tampoco él quería pagar peaje.»

Jalil no siempre entendía el humor de Boris, pero Boris era el único hombre en todo Trípoli del que podían esperarse buenos consejos acerca de América y los americanos.

Jalil cruzó el puente franco de peaje y entró en el estado de Pennsylvania. Continuó por la 1-95 en dirección sur, siguiendo las instrucciones del navegador por satélite.

El sol se había puesto ya por completo y la oscuridad era absoluta. Al poco rato vio que la 1-95 atravesaba la ciudad de Filadelfia. Había mucho tráfico, y tuvo que reducir la velocidad. Podía ver altos edificios iluminados, y durante un trecho la carretera discurría paralela al río Delaware. Luego, pasó por delante del aeropuerto.

Aquél no era el camino más rápido y directo a su destino, pero era una carretera muy concurrida, sin peajes, y, por consiguiente, la más segura para él.

No tardó en dejar atrás la ciudad, y los vehículos comenzaron a aumentar la velocidad.

Llevó sus pensamientos a otros asuntos. Lo primero que se le ocurrió fue que aquel día 15 de abril había empezado bien, y que para entonces, en Trípoli, el Gran Líder sabría ya que Asad Jalil había llegado a América, que cientos de personas habían sido asesinadas para vengar aquel día y que en los próximos días morirían muchas más.

El Gran Líder se sentiría complacido, y muy pronto toda Trípoli y toda Libia sabrían que se había asestado un golpe que redimiría el honor de la nación. Malik estaría despierto, aun a aquella temprana hora en Trípoli, y ya estaría enterado, y bendeciría a Asad Jalil y rezaría por él.

Jalil se preguntó si los norteamericanos tomarían represalias contra su país. Era difícil adivinar qué haría el presidente americano. Al menos, el Gran Satán, Reagan, había sido predecible. Este presidente era a veces débil, a veces fuerte.

En cualquier caso, incluso la represalia sería buena. Despertaría a toda Libia y a todo el islam.

Jalil encendió la radio y oyó a gente que hablaba de sus problemas sexuales. Sintonizó una emisora de noticias y escuchó durante diez minutos antes de que se informara de lo sucedido en el avión. Escuchó atentamente al locutor y luego a otras personas que comentaban lo que ellas llamaban la «tragedia». Para Jalil estaba claro que las autoridades o no sabían qué había sucedido o lo sabían y lo estaban ocultando. En cualquier caso, aunque la policía se hallara en estado de alerta, la población en general permanecía inadvertida. Esto le facilitaba mucho las cosas.

Asad Jalil continuó hacia el sur por la carretera 1-95. El reloj del salpicadero señalaba las 20.10. Todavía había suficiente tráfico como para que su coche no llamara la atención. Pasó de largo ante varias salidas que llevaban a zonas de descanso, lugares brillantemente iluminados en los que se veían automóviles, personas y surtidores de gasolina. Pero su indicador de combustible se mantenía por encima de la mitad, y no tenía hambre. Cogió del maletín la segunda botella de agua, la terminó y luego orinó en ella, volvió a enroscar el tapón y la depositó bajo el asiento del copiloto, Se daba cuenta de que estaba cansado pero no tanto como para quedarse dormido. Había dormido bien en el avión.

En Trípoli le habían dicho que condujera durante toda la noche, que cuanta más distancia pusiese entre él y lo que había dejado atrás, más probabilidades tendría de no ser detenido. Pronto estaría en otra nueva jurisdicción -Delaware-, y cuantas más jurisdicciones lo separasen de Nueva York y Nueva Jersey, le habían dicho, menos probable sería que la policía local estuviese alertada.

En cualquier caso, la policía no tenía ni idea de qué estaba buscando. Ciertamente, carecía de motivos para buscar un Mercury Marquis negro que se dirigiera hacia el sur por cualquiera de las numerosas carreteras. Sólo el hecho de que un coche patrulla lo hiciese parar al azar constituiría un problema, y aun entonces Jalil sabía que sus papeles estaban en regla. En Europa le habían parado dos veces. Siempre querían ver un pasaporte y a veces también un visado, y todos los papeles del coche alquilado. En las dos ocasiones le habían mandado seguir. Aquí, según sus instructores de Trípoli, sólo querían ver un carnet de conducir y una matrícula, y querían saber si uno había estado bebiendo alcohol. Su religión le prohibía el alcohol pero no debía decirlo, sino, simplemente, responder: «No.» Pero no podía concebir un encuentro con la policía que durase demasiado antes de que uno de ellos cayera muerto.

Le habían dicho también que los policías generalmente iban solos, lo que le resultaba un tanto increíble. Boris, que había pasado cinco años en Estados Unidos, le había dado instrucciones para cuando hubiera abandonado el taxi y condujese solo. Le había dicho: «Quédate en el coche. El policía se te acercará y se asomará a tu ventanilla o te ordenará que salgas. Un tiro en la cabeza y el camino queda libre. Pero habrá comunicado por radio tu matrícula a su comisaría antes de pararte, y tal vez tenga una cámara de vídeo en el salpicadero de su coche grabando lo que sucede. Así que debes abandonar tu automóvil lo antes posible y encontrar otro medio de transporte. No tendrás contactos que te ayuden, Asad. Dependes exclusivamente de ti mismo hasta que llegues a la costa oeste de Norteamérica.»

Jalil recordaba que había respondido: «He dependido exclusivamente de mí mismo desde el 15 de abril de 1986.»

A las nueve y veinte de la noche, Jalil entró en el estado de Delaware. Quince minutos después, la 1-95 confluía con la autopista memorial John F. Kennedy, que era de peaje, así que Jalil salió a la carretera 40, que discurría paralelamente a la interestatal en dirección sur y oeste hacia Baltimore. Al cabo de media hora entraba en el estado de Maryland.

Menos de una hora después, estaba en la interestatal que lo llevó dando un rodeo en torno a la ciudad de Baltimore y regresó luego a la 1-95, que no tenía peaje en aquel punto. Continuó en dirección sur.

No tenía ni idea de por qué unos puentes y carreteras eran gratuitos mientras que en otros había que pagar peaje. En Trípoli tampoco lo sabían. Pero sus instrucciones habían sido claras: evitar las cabinas de peaje.

Boris le dijo: «En algún momento tendrán una foto tuya en cada sitio donde tengas que pagar.»

Jalil vio un gran letrero verde y blanco que indicaba las distancias a varias ciudades, y vio la que quería: «Washington, D. C, 56 kilómetros.» Sonrió. Estaba cerca de su destino.

Era casi medianoche pero aún había algo de tráfico en la carretera que unía las dos grandes ciudades. De hecho, pensaba que había un sorprendente número de vehículos en las carreteras, incluso después de anochecer. No era de extrañar que los norteamericanos necesitasen tanto petróleo. Había leído una vez que los norteamericanos consumían en un día más petróleo que Libia en todo un año. No tardarían en agotar todo el existente sobre la Tierra y entonces tendrían que ir andando o en camello. Rió.

A las doce y media llegó a la carretera de circunvalación llamada Capital Beltway y siguió por ella en dirección sur. Miró el odómetro y vio que había recorrido casi quinientos kilómetros en seis horas.

Abandonó la autopista por la salida de Suitland Parkway, cerca de la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews, y recorrió una carretera que atravesaba galerías comerciales y grandes tiendas. Su navegador por satélite le daba los nombres de algunos lugares en que alojarse pero no tenía intención de detenerse en sitios muy conocidos. Mientras circulaba lentamente, cogió la botella de plástico con la orina y la tiró por la ventanilla.

Pasó por delante de varios moteles y luego vio uno que parecía suficientemente inhóspito. Un letrero iluminado decía: «Habitaciones libres.»

Jalil entró en el parking, que estaba casi vacío. Se quitó la corbata y las gafas, bajó del Mercury y cerró la puerta. Se desperezó y luego se dirigió a la recepción del pequeño motel.

Había un joven sentado detrás del mostrador, viendo la televisión. Al verlo se levantó.

– ¿Sí?

– Necesito una habitación para dos días.

– Ochenta dólares más impuestos.

Jalil puso dos billetes de cincuenta dólares sobre el mostrador.

El empleado estaba acostumbrado a recibir huéspedes que pagaban al contado.

– Necesito cien dólares como depósito -dijo-. Los recuperará al marcharse.

Jalil puso otros dos billetes de cincuenta sobre el mostrador.

El joven le dio una ficha de registro, y Jalil la rellenó, utilizando el nombre de Ramón Vázquez. Escribió la marca y el modelo correctos del automóvil, tal como le habían ordenado que lo hiciera porque podrían comprobarlos más tarde, cuando él estuviese en la habitación. Escribió también el número correcto de la matrícula y empujó la ficha hacia el empleado.

Éste le dio una llave con una etiqueta, el cambio y un recibo por sus cien dólares.

– Habitación 15 -le dijo-. Saliendo, a la derecha. Hacia el final. La hora tope de salida son las once.

– Gracias.

Jalil se volvió y salió del recinto. Fue hasta su coche y condujo hasta la habitación en cuya puerta figuraba el número 15.

Cogió su maletín, cerró el coche y entró en la habitación. Accionó el interruptor y se encendió una lámpara.

Jalil cerró la puerta con llave y echó el pestillo. Observó que la habitación estaba amueblada con sencillez pero había un televisor. Lo encendió.

Se quitó la ropa y entró en el cuarto de baño con el maletín, el chaleco antibalas y las dos Glock del calibre 40.

Se alivió y después abrió el maletín y sacó los útiles de aseo. Se despegó el bigote, se lavó los dientes y se afeitó. Tras dejar las pistolas en el lavabo, se dio una ducha rápida.

Se secó, cogió el maletín, las pistolas y el chaleco antibalas y regresó al dormitorio. Volvió a vestirse, se puso unos calzoncillos y una camiseta limpia, una corbata diferente y unos calcetines, todo lo cual lo sacó del maletín. Se puso también el chaleco antibalas. Sacó el tubo de pasta de dientes relleno de pegamento, y, situándose ante el espejo del dormitorio, volvió a colocarse el bigote.

Encontró el mando a distancia del televisor, se sentó en la cama y fue cambiando de canales hasta encontrar una cadena en la que dieran noticias. Advirtió que se trataba de la repetición grabada de un noticiario emitido con anterioridad, pero podría ser útil.

Estuvo mirando durante quince minutos. Después, el presentador dijo: «Más detalles sobre la tragedia ocurrida esta tarde en el aeropuerto Kennedy.»

Apareció en la pantalla una vista del aeropuerto. Reconoció al fondo el área de seguridad. Pudo ver la alta cola y la sección superior del 747 elevándose sobre el muro de acero.

La voz del presentador estaba diciendo: «El número de muertos continúa aumentando mientras los empleados del aeropuerto y de la compañía aérea confirman que una emanación de gases tóxicos, procedentes al parecer de una carga no autorizada depositada en la bodega, ha causado la muerte de por lo menos doscientas personas a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental.»

El presentador continuó hablando un rato más pero sin decir nada nuevo.

Apareció luego en pantalla la terminal de llegadas, donde sollozaban amigos y parientes de las víctimas. Jalil observó que había muchos reporteros con micrófonos, todos tratando de obtener entrevistas con las personas que lloraban. Eso le pareció extraño. Si creían que se trataba de un accidente, ¿qué importaba lo que dijesen aquellas personas? ¿Qué sabían? Nada. Si los americanos reconocían que había sido un ataque terrorista, entonces no había duda de que aquellas escenas de histerismo estaban siendo filmadas con fines propagandísticos. Pero, por lo que veía, los reporteros sólo querían saber acerca de familiares y amigos que iban en el avión. Muchos de los entrevistados confiaban todavía en que aquellos a quienes esperaban hubiesen sobrevivido. Jalil podía decirles con absoluta certeza que no era así.

Continuó mirando, fascinado por la estupidez de aquella gente, en especial los periodistas.

Quería ver si alguien hablaba de la presencia a bordo del bombero a quien había asesinado pero nadie lo mencionó. Y tampoco nadie dijo nada acerca del Club Conquistador, pero Jalil ya sabía que nadie lo sacaría a colación.

Esperaba que su fotografía apareciese en la pantalla pero, en lugar de ello, la escena volvió a la redacción, donde el presentador estaba diciendo:

– Se especula con la posibilidad de que este avión tomara tierra por sí solo. Tenemos con nosotros a un ex piloto de 747 de American Airlines, el capitán Fred Eames. Bien venido.

El capitán Eames saludó con una inclinación de cabeza, y el reportero le preguntó:

– Capitán, ¿es posible que este avión aterrizara por sí solo, sin que una mano humana accionara los mandos?

– Sí, es posible -respondió el capitán Eames-. En realidad, es algo completamente habitual. Casi todos los aviones pueden seguir una ruta previamente programada, pero los aviones comerciales de última generación pueden también controlar automáticamente el tren de aterrizaje, los alerones y los frenos, haciendo del aterrizaje una operación totalmente rutinaria. Se hace todos los días. Sin embargo, los ordenadores no controlan los inversores de dirección, por lo que el aterrizaje con piloto automático necesita una longitud de pista mayor de lo normal, pero en el JFK eso no es problema.

El hombre continuó hablando. Asad Jalil escuchaba, aunque aquello no le interesaba. Lo que le interesaba era que no salía en la televisión ningún agente federal y que no se le mencionaba a él para nada ni se mostraba su foto. Supuso que las autoridades habían decidido no decir lo que sabían. Todavía no. Para cuando lo hiciesen, Jalil estaría ya próximo a completar su misión. Sabía que las primeras veinticuatro horas eran las más críticas. Después, las posibilidades de ser capturado disminuían a cada día que pasaba.

Finalizó el reportaje sobre las muertes acaecidas a bordo del avión y se pasó a otro tema. Continuó mirando para ver si se daba alguna noticia de la muerte de Gamal Yabbar, pero no hubo ninguna.

Asad Jalil apagó el televisor. Mientras conducía el coche en dirección a la habitación 15, había mirado la brújula del Mercury para ver hacia dónde estaba el este.

Se levantó de la cama, se prosternó de cara a La Meca y rezó sus oraciones vespertinas.

Después se tendió en la cama, completamente vestido, y se sumió en un ligero sueño.

CAPÍTULO 23

Kate Mayfield, Ted Nash y yo salimos del 26 de Federal Plaza y nos detuvimos en Broadway.

No había mucha gente por allí, y había refrescado.

Nadie dijo nada, lo que no significaba que no hubiera nada que decir. Significaba, creo yo, que por primera vez estábamos completamente solos, los tres que habíamos salido con las orejas gachas pese a las amables palabras de despedida de Koenig, y no queríamos hablar de ello.

Nunca hay un taxi ni un guardia cerca cuando los necesitas, y allí estábamos los tres, pasando frío.

– ¿Os apetece tomar un trago? -dijo finalmente Kate.

– No, gracias -respondió Nash-. Tengo que pasarme media noche al teléfono con Langley.

Kate me miró.

– ¿John?

Yo necesitaba un trago pero quería estar solo.

– No, gracias -dije-. Yo voy a ver si duermo un poco.

– No veía ningún taxi, así que añadí-: Cogeré el metro. ¿Alguien necesita direcciones de metro?

Nash, que probablemente ni siquiera sabía que hubiese metro en Nueva York, respondió:

– Yo esperaré un taxi.

– Y yo compartiré el taxi con Ted -me dijo Kate.

– Muy bien. Nos veremos en La Guardia.

Eché a andar hacia la esquina y levanté la vista hacia las torres gemelas antes de torcer al este por Duane Street.

Delante de mí se alzaba el One Pólice Plaza, el edificio de catorce pisos, y sentí que me invadía una oleada de nostalgia, seguida por una especie de montaje de mi antigua vida…, la Academia de Policía, agente novato, patrullero, policía de paisano y después la dorada placa de detective. Antes de abandonar bruscamente la profesión aprobé el examen para sargento y estaba a punto de ser ascendido. Pero circunstancias ajenas a mi control lo impidieron. El segundo acto del drama fue la enseñanza en John Jay. Esto, la BAT, era el tercer y último acto de una carrera a veces brillante y a veces no tanto.

Torcí hacia el norte por Centre Street y crucé Chinatown, pasando por delante de los juzgados y dejando a un lado la boca del metro.

Quizá uno de los pensamientos no expresados que Nash, Kate y yo tuvimos allí en la acera era la idea de que Asad Jalil iba a por nosotros. En realidad, salvo escasas excepciones, nadie, ni en el crimen organizado, ni en los grupos subversivos, ni siquiera entre los reyes de la droga, atacaba jamás en Estados Unidos a un agente federal. Pero las cosas estaban empezando a cambiar con los grupos extremistas islámicos. Se habían dado incidentes, como el asesinato del parking de la CÍA, que constituían turbadores atisbos del futuro. Y ese futuro acababa de llegar en el vuelo 175.

Me encontraba ahora en Little Italy, y mis pies me llevaron al restaurante Giulio's, en Mott Street. Entré en el establecimiento y me dirigí al bar.

El restaurante estaba lleno aquel sábado por la noche, principalmente con grupos de seis o más personas. Había tipos elegantes de Manhattan, vagabundos de puente y túnel de los suburbios, unas cuantas familias del barrio y varios turistas procedentes de lugares donde la gente tiene el pelo rubio. No vi ningún mañoso; éstos solían evitar Little Italy los fines de semana, cuando la gente iba allí a ver mañosos.

Recordé, sin embargo, que un jefe de la mafia fue abatido aquí un viernes por la noche de hacía unos diez años. En realidad, fue abatido en la acera pero volvió a entrar en el restaurante a través del cristal del escaparate, impulsado por la bala de rifle disparada por algún otro compañero. Por lo que recuerdo, el jefe mañoso no murió a resultas de ello porque llevaba una camiseta de Little Italy -un chaleco antibalas- pero fue asesinado más tarde por una mujer casada a la que se estaba tirando.

El caso es que no reconocí al barman ni a ninguno de los que estaban en la barra o en las mesas. Cualquier otro día de la semana, podría haberme encontrado con alguno de mis viejos compañeros, pero no aquella noche, lo que me venía de perlas.

Pedí un Dewar's doble y también un vaso de Bud. No había por qué andar perdiendo el tiempo.

Me eché al coleto el Dewar's y tomé un sorbo de cerveza.

Por encima de la barra había un televisor con el sonido bajado. En la parte inferior de la pantalla, donde entre semana suele pasar una cinta con las cotizaciones de bolsa, pasaba ahora una cinta con los resultados deportivos. En la pantalla propiamente dicha había una comedia de situación de la mafia titulada «Los Soprano», que todo el mundo estaba mirando. A todos los tipos de la mafia que conozco les encanta esa serie.

Después de varias rondas, cuando ya me sentía mejor, salí y cogí uno de los muchos taxis que abundan en Little Italy y regresé a mi piso de la calle 72 Este.

Vivo en un edificio limpio y moderno desde el que se divisa una vista espléndida del East River, y no hay en mi apartamento nada de la excentricidad y el desorden que se suelen asociar con los detectives solteros de Nueva York. Mi vida es desordenada pero mis cubiles son pulcros. Esto es en parte consecuencia de mi primer matrimonio, que duró unos dos años. Ella se llamaba Robin, y había sido ayudante del fiscal del distrito en la oficina de Manhattan, que es donde yo la conocí. La mayoría de las ayudantes de fiscales se casan con otros fiscales. Robin se casó con un poli. Nos casó un juez pero yo debería haber pedido un jurado.

El caso es que, como suele ocurrir con los ayudantes de fiscales, a Robin le ofrecieron, y ella aceptó, un puesto en un bufete de abogados especializado en defender a la gentuza que ella y yo estábamos tratando de retirar de la circulación. La situación económica mejoró, pero él matrimonio se fue a pique. Diferencias filosóficas irreconciliables. Yo me quedé con el piso. Los plazos de la hipoteca son muy altos.

Alfred, mi portero de noche, me saludó y sostuvo la puerta abierta.

Revisé mi buzón, que estaba lleno de folletos publicitarios. Casi esperaba encontrar una carta bomba de Ted Nash, pero hasta el momento el hombre estaba mostrando una contención admirable.

Monté en el ascensor y entré en mi apartamento, tomando mínimas precauciones. Durante el primero o dos primeros meses de matrimonio me había costado pasar por delante de Alfred. No le gustaba la idea de que yo durmiese con mi mujer, a la que había cobrado afecto. De todos modos, Robin y yo habíamos informado a Alfred y a los otros porteros de que estábamos relacionados con la administración de justicia y que teníamos enemigos. Todos los porteros se hicieron cargo, y sus aguinaldos de Navidad y de Pascua reflejaban el aprecio que sentíamos por su lealtad, discreción y vigilancia. Por el contrario, desde mi divorcio, yo pensaba que por una propina de veinte dólares Alfred le daría mis llaves a Jack el Destripador.

Crucé el cuarto de estar, que daba a una amplia terraza, y entré en el estudio, donde encendí el televisor y puse la CNN. El televisor no funcionaba muy bien y necesitaba un poco de mantenimiento percusivo, que llevé a cabo dándole tres palmadas con la mano abierta. Apareció una imagen nevada. La CNN estaba ofreciendo un informe financiero.

Me acerqué al teléfono y pulsé el botón del contestador. Beth Penrose, a las 19.16, dijo: «Hola, John. Tengo la impresión de que hoy estabas en el JFK. Recuerdo que dijiste algo de eso. Ha sido terrible…, trágico. Dios mío…, bueno, si estás en eso, buena suerte. Siento que no hayamos podido estar juntos esta noche. Llama cuando puedas.»

Ésa es una de las ventajas de que un policía salga con una policía. Las dos partes comprenden. Aparte de ésa, no creo que haya ninguna otra ventaja.

El segundo mensaje era de mi ex compañero, Dom Fanelli. «Santo cielo. ¿He oído bien, que estás metido en el asunto del JFK? Te dije que no aceptaras ese trabajo. Llámame.»

– Tú me diste el trabajo, estúpida bola de sebo.

Había unos cuantos mensajes más de amigos y familiares, todos preguntando por el asunto del JFK y mi relación con él. De pronto, yo me encontraba otra vez en la pantalla de radar de todo el mundo. No estaba mal para un tipo que hace un año todos creían que se había estrellado y quemado vivo.

El último mensaje, sólo diez minutos antes de que yo llegara a casa, era de Kate Mayfield. Decía: «Soy Kate. Pensaba que estarías ya en casa. Muy bien… bueno, llámame si quieres hablar… Estoy en casa… No creo que pueda conciliar el sueño. Así que llama a cualquier hora… para hablar.»

Bueno, yo no iba a tener ningún problema para conciliar el sueño. Pero quería ver las noticias primero, de modo que me quité la chaqueta y los zapatos, me aflojé la corbata y me dejé caer en mi sillón favorito. El tipo de las finanzas continuaba hablando. Empecé a quedarme amodorrado, vagamente consciente de que estaba sonando el teléfono, pero no me levanté a cogerlo.

Lo siguiente que supe fue que estaba sentado en un gran avión de reacción, tratando de levantarme de mi asiento pero algo me lo impedía. Advertí que todo el mundo a mi alrededor estaba profundamente dormido, a excepción de un individuo que se hallaba de pie en el pasillo. El tío empuñaba un cuchillo enorme y manchado de sangre y venía derecho hacia mí. Eché mano a mi pistola pero no estaba en su funda. El tipo alzó el cuchillo, y yo me levanté de un salto.

El reloj del vídeo señalaba las 5.17. Tenía el tiempo justo para ducharme, cambiarme de ropa e ir a La Guardia.

Mientras me desnudaba en el dormitorio, encendí la radio, que estaba sintonizada con 1010 WINS, todo noticias.

El locutor estaba hablando de la tragedia de Trans-Continental. Subí el volumen y me metí en la ducha.

Mientras me enjabonaba pude oír, por encima del ruido del agua, fragmentos sueltos del relato. El hombre estaba diciendo algo acerca de Gadafi y de la incursión norteamericana sobre Libia en 1986.

Me pareció que la gente estaba empezando a atar cabos.

Rememoré la incursión aérea de 1986 y recordé que los agentes de la policía de Nueva York y de la Autoridad Portuaria habían sido alertados por si la mierda salpicaba demasiado. Pero, aparte de unas cuantas horas extraordinarias, no recordaba que hubiera sucedido nada especial.

Supongo que era el día anterior cuando había sucedido. Esa gente tiene buena memoria. Mi compañero, Dom Fanelli, me contó una vez un chiste… el Alzheimer italiano es cuando lo olvidas todo, excepto a quién tienes que matar.

Sin duda, esto se aplicaba también a los árabes. Pero entonces ya no parecía tan gracioso.

Загрузка...