PRÓLOGO

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CAPÍTULO 1

Pico de Soularac

Montes Sabarthès

Sudoeste de Francia

Lunes 4 de julio de 2005

Una línea solitaria de sangre se escurre por el pálido interior de su brazo, una costura roja en una manga blanca.

Al principio, Alice cree que es una mosca y no le presta atención. Los insectos son un riesgo laboral en las excavaciones, y por alguna razón hay más moscas en lo alto de la montaña, donde está trabajando, que en el yacimiento principal, allá abajo. Después, sobre su pierna desnuda cae una gota de sangre, que estalla como una bengala en el cielo de la noche de San Juan.

Esta vez sí que mira y ve que el corte del interior del codo se le ha vuelto a abrir. Es una herida profunda, que se resiste a sanar. Suspira y se ajusta un poco más contra la piel el vendaje de gasas y esparadrapo. Luego, como nadie la ve, se lame la mancha roja de la muñeca.

Varios mechones de pelo, del suave color del azúcar moreno, se le han soltado de debajo de la gorra. Se los pasa por detrás de las orejas y se enjuga la frente con el pañuelo, antes de retorcerse otra vez la coleta en un apretado nudo sobre la nuca.

Interrumpida su concentración, Alice se incorpora y estira las esbeltas piernas, levemente bronceadas por el sol. Vestida con vaqueros de perneras recortadas, camiseta blanca sin mangas y gorra, parece poco más que una adolescente. Antes le preocupaba. Ahora que ya es un poco más mayor, aprecia la ventaja de aparentar menos edad. El único detalle glamuroso son los delicados pendientes de plata en forma de estrella, que relucen como lentejuelas.

Alice desenrosca el tapón de la botella de agua. Está tibia, pero tiene demasiada sed para reparar en eso y se la bebe a grandes tragos. Más abajo, la calina reverbera sobre el mellado asfalto de la carretera. Arriba, el cielo es de un azul interminable. Las cigarras persisten en su coro implacable, ocultas a la sombra de los pastos secos.

Es la primera vez que está en los Pirineos, pero se siente como en casa. Le han dicho que en invierno los dentados picos de los montes Sabarthès se cubren de nieve. En primavera, delicadas flores rosa, malva y blancas asoman de sus escondrijos en las grandes extensiones rocosas. A comienzos del verano, los prados son verdes y se pueblan de ranúnculos amarillos. Pero ahora el sol ha aplastado y subyugado el paisaje, convirtiendo los verdes en tonos tostados. «Es un lugar hermoso -piensa-, aunque en cierto modo inhóspito. Es un lugar de secretos, que ha visto demasiado y escondido demasiado para estar en paz consigo mismo.»

En el campamento principal, más abajo, en la falda de la montaña, Alice puede ver a sus colegas de pie bajo el gran toldo de lona. Consigue distinguir a Shelagh con su habitual traje negro. Le sorprende que ya hayan parado. Es pronto para hacer una pausa, pero es cierto que todo el equipo está un poco desmoralizado.

El trabajo es en su mayor parte afanoso y monótono -excavar y raspar, catalogar y registrar-, y hasta ahora han encontrado pocas cosas de interés que justifiquen sus esfuerzos. Unos cuantos fragmentos de vasijas y cuencos de comienzos de la Edad Media y un par de puntas de lanza de finales del siglo xii o comienzos del xiii, pero ni rastro del asentamiento paleolítico que ha motivado la excavación.

Alice siente el impulso de bajar para reunirse con sus amigos y colegas, y arreglarse el vendaje. El corte le escuece y las pantorrillas ya le duelen de tanto estar agachada. Tiene tensos los músculos de los hombros. Pero sabe que si se detiene, perderá el ritmo de trabajo.

Esperanzada, confía en que su suerte está a punto de cambiar. Poco antes ha notado un destello debajo de una roca pulcramente apoyada contra el flanco de la montaña, casi como si la hubiese colocado allí la mano de un gigante. Aunque no adivina lo que pueda ser el objeto, ni conoce siquiera su tamaño, ha pasado toda la mañana cavando y cree que no le falta mucho para alcanzarlo.

Sabe que debería llamar a alguien. O por lo menos decírselo a Shelagh, su mejor amiga, que es la directora adjunta de la excavación. Alice no es arqueóloga de profesión, sino una simple voluntaria que pasa parte de las vacaciones de verano haciendo algo de provecho. Pero es su última jornada completa sobre el terreno y quiere demostrar de lo que es capaz. Si baja al campamento principal y les cuenta que cree haber encontrado algo, todos querrán participar y el descubrimiento ya no será suyo.

En los días y semanas que vendrán, Alice repasará ese momento. Recordará la cualidad de la luz, el sabor metálico de la sangre y el polvo en su boca, y se preguntará cómo habría sido todo si hubiese decidido bajar en lugar de quedarse. Si hubiese jugado conforme a las reglas.

Apura la última gota de agua y arroja la botella a la mochila. Durante toda la hora siguiente poco más o menos, mientras el sol trepa por el cielo y la temperatura sigue subiendo, Alice no deja de trabajar. Los únicos sonidos son el roce del metal contra la piedra, el zumbido de los insectos y el ocasional rumor de una avioneta a lo lejos. Siente perlas de sudor sobre el labio superior y entre los pechos, pero sigue adelante, hasta que finalmente el hueco bajo la roca es lo bastante grande como para deslizar una mano.

Alice se arrodilla en el suelo y afirma la mejilla y el hombro contra la piedra para apoyarse. Después, palpitante de ansiedad, mete profundamente los dedos en la oscura y ciega tierra. De inmediato comprende que su instinto no le ha fallado y que ha dado con algo digno de ser descubierto. Es suave y viscoso al tacto, de metal y no de piedra. Aferrándolo con firmeza y diciéndose que no debe esperar demasiado, despacio, muy despacio, saca el objeto a la luz. El suelo parece estremecerse, renuente a ceder su tesoro.

El olor intenso y mohoso de la tierra húmeda le llena la nariz y la garganta, aunque casi no lo nota. Ya está perdida en el pasado, cautivada por el trozo de historia que acuna en la palma de sus manos. Es una hebilla pesada y redonda, moteada de negro y verde por la antigüedad y la prolongada sepultura. Alice la frota con los dedos y sonríe cuando la plata y el cobre comienzan a revelar detalles bajo la suciedad. A primera vista, también parece medieval, la clase de hebilla utilizada para ceñir una capa o un manto. Ha visto otras parecidas.

Conoce el riesgo de sacar conclusiones precipitadas o de dejarse seducir por las primeras impresiones, pero no puede resistirse a imaginar a su dueño, muerto desde hace siglos, que debió de frecuentar esos mismos senderos. Un extraño cuya historia aún no conoce.

La conexión es tan fuerte y Alice está tan ensimismada que no nota que la roca se está deslizando por la base. Pero entonces algo, quizá un sexto sentido, hace que levante la vista. Durante una fracción de segundo, el mundo parece suspendido fuera del espacio y del tiempo. Se queda hipnotizada mirando la roca ancestral que se balancea y se inclina, y que grácilmente comienza a caer hacia ella.

En el último momento, la luz se fractura. El hechizo se rompe. Alice se aparta bruscamente, medio trastabillando, medio reptando hacia un lado, justo a tiempo para no ser aplastada. El peñasco golpea el suelo con un ruido sordo, levantando una nube de pálido polvo marrón, y sigue rodando sobre sí mismo, como a cámara lenta, hasta detenerse montaña abajo.

Alice se aferra desesperadamente a los arbustos y matorrales, para no seguir deslizándose. Por un momento, yace desmadejada en la hierba, mareada y desorientada. Cuando por fin comprende lo cerca que ha estado de morir aplastada, se le hiela la sangre. «Demasiado cerca.» Hace una profunda inspiración y espera a que el mundo deje de dar vueltas.

Poco a poco se acalla el latido en el interior de su cabeza. Se le asienta el estómago y todo comienza a volver a la normalidad, lo suficiente como para que pueda sentarse y hacer balance de la situación. Tiene las rodillas raspadas y veteadas de sangre y se ha dado un golpe en la muñeca, que ha recibido el peso del cuerpo cuando ha caído con la hebilla aún aferrada en la mano para protegerla, pero en conjunto sólo han sido unos pocos cortes y magulladuras. «No me he hecho daño.»

Se pone de pie y se sacude el polvo, sintiéndose una completa imbécil. No puede creer que haya cometido un error tan estúpido como ha sido el de no asegurar la roca. Ahora vuelve la vista hacia el campamento, allá abajo. Se sorprende (y se alegra) de que nadie bajo la lona parezca haber visto u oído nada. Levanta una mano y está a punto de llamar, cuando advierte que, en el flanco de la montaña, donde estaba situada la roca, se ve una estrecha abertura. Como una puerta abierta en la pared de piedra.

Se dice que esas montañas están cuajadas de cuevas y pasajes escondidos, por lo que no se sorprende. Aun así -piensa-, de algún modo sabía que la puerta estaba ahí, aunque no era posible verla desde fuera. Lo sabía. «O más bien lo he adivinado.»

Vacila. Sabe que debería ir en busca de alguien para que la acompañase. Sería tonto y posiblemente hasta peligroso entrar sola, sin ningún tipo de ayuda. Es consciente de todo lo que podría salir mal.

De que ni siquiera debería estar allí arriba, trabajando sola. Shelagh no lo sabe. Pero hay algo que la atrae. Algo personal. Es su descubrimiento.

Alice se dice que no tiene sentido importunarlos a todos y alimentar sus esperanzas para nada. Si hay algo que merezca la pena investigar, ya se lo dirá a alguno de ellos. Ahora no va a hacer nada. Solamente quiere mirar.

«Sólo será un minuto.»

Vuelve a escalar hasta donde estaba. Hay una profunda depresión en el suelo, en la boca de la cueva, donde estaba la roca montando guardia. La tierra húmeda está viva, con las frenéticas contorsiones de infinidad de gusanos y escarabajos repentinamente expuestos a la luz y el calor después de tanto tiempo. Su gorra yace en el suelo, donde cayó. También su paleta está ahí, donde la dejó.

Alice se asoma a la oscuridad. La abertura no mide más de metro y medio de altura por uno de ancho y los bordes son irregulares y ásperos. No parece hecha adrede, sino natural, pero cuando recorre la piedra con los dedos, arriba y abajo, descubre, allí donde reposaba la roca, zonas curiosamente lisas.

Poco a poco, sus ojos se habitúan a la penumbra. El negro aterciopelado cede el paso al gris carbón y entonces advierte que tiene puesta la vista en un túnel largo y angosto. Siente que se le erizan los pelillos de la nuca, como advirtiéndole que hay algo acechando en la oscuridad que sería mejor no remover. Pero son supersticiones infantiles que se apresura a desechar. Alice no cree en fantasmas ni en premoniciones.

Apretando con fuerza la hebilla en una mano, como un talismán, hace una profunda inspiración y entra en el pasaje. De inmediato, el olor del aire subterráneo y escondido desde tiempos remotos la envuelve y le llena la boca, la garganta y los pulmones. El ambiente es frío y húmedo, sin indicios de los gases secos y tóxicos que según le han advertido envenenan la atmósfera en algunas cuevas sin ventilación, por lo que supone que por algún sitio entrará aire fresco. Por si acaso, rebusca en los bolsillos de sus pantalones cortos hasta encontrar un mechero. Enciende la llama y la adelanta en la oscuridad, para comprobar que hay oxígeno. Ésta oscila con un golpe de aire, pero no se apaga.

Nerviosa y con cierta sensación de culpa, Alice envuelve la hebilla en un pañuelo, se la guarda en el bolsillo y da unos cuantos pasos cautelosos. La luz de la llama es débil, pero ilumina la porción de túnel que tiene inmediatamente por delante, arrojando sombras sobre las abruptas paredes grises.

A medida que se adentra por el pasaje, siente el frío desapacible del aire enroscándose como un gato en sus piernas y sus brazos. Está bajando. Siente la pendiente del suelo bajo sus pies, pedregosa y desigual. El crujido de las piedras y la grava resuena con fuerza en el espacio cerrado y silencioso. La luz del día se vuelve cada vez más tenue a sus espaldas, cuanto más profundamente se adentra en el pasadizo.

De pronto, ya no quiere proseguir. No tiene el menor deseo de estar donde está. Pero la situación tiene algo de inevitable, algo que la impulsa a seguir descendiendo hacia el vientre de la montaña.

Al cabo de unos diez metros más, el túnel se acaba. Alice se encuentra a las puertas de una cámara cerrada y cavernosa, de pie sobre una plataforma rocosa natural. Justo frente a ella, un par de peldaños anchos y de escasa altura conducen al área principal, donde el suelo ha sido nivelado y parece liso y plano. La caverna mide unos diez metros de largo por cinco de ancho y, más que ser obra exclusiva de la naturaleza, ha sido claramente modelada por la mano del hombre. El techo es bajo y abovedado, como la cubierta de una cripta.

Alice se queda mirando, empuñando en alto la llamita vacilante, molesta por una curiosa y punzante sensación de familiaridad que no consigue explicarse. Está a punto de bajar los peldaños, cuando advierte que hay letras grabadas en la piedra del escalón más alto. Se agacha e intenta leer la inscripción. Sólo las tres primeras palabras y la última letra (N o quizá H) son legibles. Las otras se han borrado con la erosión o los golpes. Alice aparta el polvo con los dedos y dice las letras en voz alta. El eco de su voz resuena hostil y amenazador en el silencio.

– P-A-S A P-A-S… Pas a pas.

¿Paso a paso? ¿Paso a paso qué? Un tenue recuerdo encrespa la superficie de su subconsciente, como una canción hace tiempo olvidada. Después desaparece.

– Pas a pas -susurra esta vez, pero no significa nada. ¿Una plegaria? ¿Una advertencia? Sin saber lo que sigue, no tiene sentido.

Nerviosa, se incorpora y baja los peldaños, uno a uno. En su interior, la curiosidad combate con la premonición, y siente que en los delgados brazos desnudos se le pone la carne de gallina, no sabe muy bien si por la inquietud o por el frío de la cueva.

Alice sigue manteniendo la llama en alto para iluminarse el camino, con cuidado para no resbalar ni mover nada. Al llegar abajo se detiene. Hace una profunda inspiración y da un paso hacia la oscuridad de ébano. Apenas consigue distinguir la pared más alejada de la cámara.

A esa distancia, es difícil saber con certeza si se trata de una ilusión creada por la luz o una sombra proyectada por la llama, pero parece como si hubiera un gran motivo circular de líneas y semicírculos pintados o grabados en la roca. Delante, en el suelo, hay una mesa de piedra de poco más de un metro de altura, como un altar.

Manteniendo la vista fija en el símbolo de la pared para no perder la orientación, Alice avanza poco a poco. Ahora puede ver más claramente el dibujo. Parece algo así como un laberinto, aunque la memoria le dice que hay algo que no acaba de encajar. No se trata de un verdadero laberinto. Las líneas no conducen al centro, como debieran. El dibujo está equivocado. Alice no podría explicar por qué está tan segura, pero sabe que está en lo cierto.

Con los ojos puestos en el laberinto, se acerca cada vez más. Su pie topa con algo duro en el suelo. Se oye un golpe tenue y hueco, y el ruido de algo que sale rodando, como si un objeto hubiera cambiado de posición.

Alice baja la vista.

Le empiezan a temblar las piernas. La pálida llama parpadea en sus manos. El horror le quita el aliento. Está de pie al borde de una tumba poco profunda, una simple depresión en el suelo. En su interior hay dos esqueletos que una vez fueron humanos, con los huesos lavados por el tiempo. Las ciegas órbitas de una de las calaveras la miran fijamente desde abajo. El otro cráneo, que ella misma ha desplazado con el pie, yace sobre uno de sus lados, como apartando la vista para no verla.

Los cadáveres han sido colocados uno junto al otro, mirando al altar, como bajorrelieves en un sarcófago. La disposición es simétrica y están perfectamente alineados, pero no hay serenidad en ese sepulcro. No hay sensación de paz. Los pómulos de una de las calaveras están aplastados, hundidos como los de una máscara de cartón piedra. El otro esqueleto tiene varias costillas partidas y curvadas hacia fuera, sobresaliendo de una forma extraña, como las ramas quebradizas de un árbol muerto.

«No pueden hacerte daño.» Resuelta a no dejarse dominar por el miedo, Alice se obliga a agacharse, con cuidado para no tocar nada más. Recorre con la vista la tumba. Hay un puñal junto a uno de los esqueletos, con el filo embotado por el tiempo, y unos cuantos fragmentos de paño. A su lado, una bolsa cerrada con una cuerda corrediza, que por su tamaño podría contener una caja pequeña o un libro. Alice arruga el ceño. Está segura de que ha visto antes algo parecido, pero el recuerdo se niega a materializarse.

El objeto blanco y redondo alojado entre los dedos como garras del esqueleto más menudo es tan pequeño que Alice ha estado a punto de no verlo. Sin pararse a pensar si debe hacerlo o no, saca rápidamente unas pinzas del bolsillo, se tumba en el suelo y, con infinito cuidado, lo recoge. Después, lo levanta a la luz de la llama mientras sopla suavemente para apartar el polvo y verlo mejor.

Es un pequeño anillo de piedra, sin ningún rasgo particular, de superficie lisa y redondeada. También le resulta extrañamente familiar. Alice lo observa más de cerca. Tiene un motivo grabado por dentro. Al principio piensa que puede ser algún tipo de sello. Después, con un sobresalto, cae en la cuenta. Levanta la vista hacia el dibujo de la pared al fondo de la cámara y vuelve a mirar el anillo.

Los motivos son idénticos.

Alice no es religiosa. No cree en el cielo ni en el infierno, ni tampoco en Dios, ni en el diablo, ni en las criaturas que supuestamente merodean por esas montañas. Pero por primera vez en su vida, la abruma la sensación de estar en presencia de algo sobrenatural, algo inexplicable y fuera del alcance de su experiencia y su capacidad de comprensión. Siente que la maldad le repta por la piel, el cuero cabelludo y las plantas de los pies.

Su valor flaquea. De pronto la cueva se ha vuelto gélida. El miedo se adueña de su garganta y le congela el aire en los pulmones. Consigue ponerse en pie. No debería estar allí, en ese lugar antiquísimo. Ansia con desesperación salir de la cámara, lejos de los indicios de violencia y el olor a muerte, y volver a la luminosa y segura luz del día.

Pero es tarde.

Por encima o por detrás de donde está -no sabría decirlo-, se oyen pasos.

El sonido reverbera en el espacio cerrado, bota y rebota en las paredes rocosas. Alguien viene.

Alice se vuelve, alarmada, y deja caer el mechero. La cueva queda sumida en la oscuridad. Intenta correr, pero en la negrura está desorientada y no encuentra la salida. Tropieza. Le fallan las piernas.

Se cae. El anillo sale despedido hacia la pila de huesos, el lugar donde pertenece.

CAPÍTULO 2

Los Seres

Sudoeste de Francia

Unos cuantos kilómetros al este en línea recta, en un pueblo perdido de los montes Sabarthès, un hombre alto y delgado, de traje claro, está sentado solo ante una mesa de lustrosa madera oscura.

El techo de la habitación es bajo y el suelo, de grandes baldosas cuadradas del color de la tierra roja de las montañas, que mantienen fresco el ambiente pese al calor que hace fuera. El postigo de la única ventana está cerrado, de modo que reina la oscuridad, a excepción de la charca de luz amarilla que proyecta una pequeña lámpara de aceite colocada sobre la mesa. Junto a la lámpara hay un vaso alto, lleno casi hasta el borde de un líquido rojo.

Hay varias hojas de grueso papel color crema dispersas por la mesa, todas ellas cubiertas con líneas y líneas de pulcra escritura en tinta negra. La habitación está en silencio, a excepción del rasgueo de la pluma sobre el papel y el tintineo del hielo al chocar con los lados del vaso, cuando el hombre bebe. Se nota un tenue aroma a alcohol y cerezas. El tictac del reloj marca el paso del tiempo, mientras el hombre hace una pausa, reflexiona y vuelve a escribir.

Lo que dejamos en esta vida es el recuerdo de quienes hemos sido y de lo que hemos hecho. Una huella, nada más. He aprendido mucho. Me he vuelto sabio. Pero ¿he hecho algo digno de mención? No sabría decirlo. Pas a pas, se va luènh.

He visto el verde de la primavera transmutarse en el oro del verano, y el cobre del otoño tornarse en el blanco del invierno, mientras esperaba a que se desvaneciera la luz. Una y otra vez me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba a ser vivir con tanta soledad, ser el único testigo del ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? Alaïs, me pesa mi soledad, demasiado extrema para soportarla. He sobrevivido a esta larga vida con el corazón vacío, un vacío que con los años se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi propio corazón.

Me he esforzado por mantener las promesas que te hice. Una de ellas está cumplida, la otra sigue pendiente. Hasta ahora, sigue pendiente. Desde hace algún tiempo, siento que estás cerca. Nuestra hora vuelve a estar próxima. Todo lo indica. Pronto se abrirá la cueva. Siento esta certidumbre a mi alrededor. Y el libro, a salvo durante tanto tiempo, también será hallado.

El hombre hace una pausa y coge el vaso. Los recuerdos le nublan los ojos, pero el guignolet es fuerte y dulce, y lo reanima.

La he encontrado. Por fin. Y me pregunto, si pongo el libro en sus manos, ¿le resultará familiar? ¿Lleva su memoria escrita en la sangre y los huesos? ¿Recordará cómo resplandece la tapa y cambia de color? Si suelta los lazos y lo abre con cuidado para no dañar el pergamino seco y quebradizo, ¿recordará las palabras que reverberan a través de los siglos?

Rezo para que por fin, cuando mis largos días se acercan a su término, se me conceda la oportunidad de rectificar lo que una vez hice mal y de conocer por fin la verdad. La verdad me hará libre.

El hombre se reclina en su asiento y apoya delante de él, planas sobre la mesa, las manos manchadas por la edad. La oportunidad de saber, después de tantísimo tiempo, lo que sucedió al final.

Es todo lo que quiere.

CAPÍTULO 3

Chartres

Norte de Francia

Más tarde ese mismo día, casi mil kilómetros más al norte, otro hombre de pie en un pasadizo tenuemente iluminado, bajo las calles de Chartres, está aguardando a que dé comienzo una ceremonia.

Tiene las palmas sudorosas y la boca seca, y percibe cada nervio y cada músculo de su cuerpo, e incluso la pulsación de sus venas en las sienes. Se siente aturdido e incapaz de actuar con naturalidad, pero no sabe si atribuírselo al nerviosismo y la expectación o a los efectos del vino. La poco familiar túnica de algodón blanco le cuelga pesadamente de los hombros y los cordones de cáñamo retorcido sobre las huesudas caderas lo incomodan. Echa una mirada furtiva a los dos personajes que guardan silencio junto a él, uno a cada lado, pero tienen la cara cubierta por sendas capuchas. No puede saber si están tan nerviosos como él o si ya han pasado muchas veces por el ritual. Van vestidos como él, sólo que sus túnicas son doradas en lugar de blancas y van calzados. Él está descalzo y las losas del suelo están frías.

Muy por encima de la escondida red de galerías, empiezan a sonar las campanas de la grandiosa catedral gótica. Siente que los hombres a su lado enderezan la espalda. Es la señal que estaban esperando. De inmediato, baja la cabeza e intenta concentrarse en el presente.

– Je suis prêt -murmura, más para tranquilizarse que como aseveración. Ninguno de sus acompañantes reacciona en modo alguno.

Cuando el último eco de las campanas se desvanece en el silencio, el acólito a su izquierda da un paso al frente y, con una piedra parcialmente oculta en la palma de la mano, golpea cinco veces la pesada puerta. Del interior llega la respuesta.

– Dintratz. -Entren.

El hombre cree reconocer la voz de la mujer, pero no tiene tiempo de averiguar de dónde ni de cuándo, porque ya se está abriendo la puerta para revelar la estancia que durante tanto tiempo ha ansiado ver.

Con pasos sincronizados, los tres hombres avanzan lentamente. Lo ha ensayado y sabe lo que vendrá y lo que se espera de él, pero siente las piernas un poco inseguras. Después del frío del pasadizo, en la sala hace calor y está oscuro. La única luz viene de las velas, dispuestas en los nichos y sobre el altar, que proyectan sobre el suelo sombras danzantes.

La adrenalina le recorre el cuerpo, aunque se siente extrañamente ajeno a lo que está ocurriendo. Cuando la puerta se cierra tras él, se sobresalta.

Los cuatro asistentes principales están situados al norte, al sur, al este y al oeste de la estancia. Su mayor deseo sería levantar la vista y mirar mejor, pero se obliga a mantener bajos los ojos y oculto el rostro, tal como ha sido instruido. Puede ver las dos filas de iniciados, alineados a ambos lados de la cámara rectangular, seis en cada uno. Puede sentir el calor de sus cuerpos y oír el ritmo de sus respiraciones, aunque nadie se mueve ni habla.

Ha memorizado la disposición gracias a los papeles que le han dado, y cuando avanza hacia el sepulcro que está en mitad de la estancia, siente las miradas en su espalda. Se pregunta si conocerá a alguno de ellos. Colegas del trabajo, la esposa de algún conocido, cualquiera puede ser miembro. No puede evitar que una leve sonrisa se le insinúe en los labios cuando por un momento se permite fantasear acerca de cómo cambiarán las cosas a raíz de su admisión en la sociedad.

Pero bruscamente regresa al presente, cuando casi se cae al tropezar con la piedra que hace las veces de reclinatorio, en la base del sepulcro. La estancia es más pequeña de lo que había imaginado observando el plano, más confinada y claustrofóbica. Había esperado que la distancia entre la puerta y la piedra fuera mayor.

Cuando se arrodilla sobre la piedra, oye que alguien a escasa distancia inhala con fuerza el aire, y se pregunta por qué. El corazón se le acelera y cuando baja la vista ve que tiene blancos los nudillos. Turbado, entrelaza las manos, pero en seguida se da cuenta y deja caer los brazos a los lados del cuerpo, como le han dicho que tiene que llevarlos.

Hay un leve declive en el centro de la piedra, cuya superficie siente dura y fría en las rodillas, a través de la fina tela de la túnica. Se desplaza ligeramente, tratando de adoptar una postura menos incómoda. Pero la incomodidad le ofrece algo en que pensar y por eso la agradece. Todavía está aturdido y le resulta difícil concentrarse y recordar el orden que supuestamente deben seguir los acontecimientos, aunque lo ha repasado una y mil veces en su cabeza.

Dentro de la estancia empieza a sonar una campana, una nota aguda y cristalina; la acompaña un canto grave y salmodiado, suave al principio, que rápidamente se vuelve más potente a medida que se le unen más voces. Fragmentos de palabras y de frases reverberan en su mente: montanhas, montañas; noblesa, nobleza; libres, libros; graal, grial…

La Sacerdotisa baja del altar elevado y recorre la sala. El hombre apenas distingue el roce de sus pies sobre el suelo, pero imagina el resplandor y el balanceo de su túnica dorada, a la luz vacilante de las velas. Es el momento que ha estado esperando.

– Je suis prêt -repite entre dientes. Esta vez lo dice de verdad.

La Sacerdotisa se detiene ante él, que percibe su perfume sutil y ligero, entre el aroma embriagador del incienso. El hombre contiene el aliento cuando ella se inclina y lo coge de la mano. Sus dedos están fríos y sus uñas cuidadas, y un impulso eléctrico, casi de deseo, le recorre el brazo cuando ella le pone algo pequeño y redondeado en la palma y le hace cerrar los dedos para que lo aferré. Ahora quisiera (más que ninguna otra cosa que haya deseado en su vida) verle la cara. Pero mantiene baja la vista, fija en el suelo, como le han dicho que hiciera.

Los cuatro asistentes principales abandonan sus puestos y se acercan a la Sacerdotisa. El hombre siente que le inclinan la cabeza hacia atrás, suavemente, y le vierten entre los labios un líquido espeso y dulce. Es lo que estaba esperando y no opone resistencia. Mientras la ola de tibieza se extiende por su cuerpo, levanta los brazos y sus compañeros le echan un manto dorado sobre los hombros. El ritual es conocido para los presentes, pero aun así el hombre percibe en ellos cierta incomodidad.

De pronto, siente como si tuviera una argolla de hierro alrededor del cuello, aplastándole la tráquea. Sus manos vuelan a su garganta, mientras se debate para respirar. Intenta gritar, pero no le salen las palabras. La nota aguda y cristalina de la campana comienza a sonar otra vez, continua y persistente, sofocándolo. Una oleada de náuseas le recorre el cuerpo. Piensa que va a desmayarse y, buscando alivio, aprieta con tanta fuerza el objeto que tiene en la mano que las uñas le desgarran la blanda carne de la palma. La aguda sensación de dolor lo ayuda a no desplomarse. De pronto comprende que las manos apoyadas sobre sus hombros no están ahí para reconfortarlo. No lo animan, sino que lo sujetan. Le sobreviene otra oleada de náuseas y la piedra parece moverse y deslizarse bajo su cuerpo.

Ahora sus ojos están flotando y no consigue enfocar del todo las imágenes, pero ve que la Sacerdotisa tiene un cuchillo, aunque no comprende cómo ha podido llegar hasta su mano la hoja de plata. Intenta ponerse de pie, pero la droga es demasiado potente y le ha robado la fuerza. Ya no controla los brazos ni las piernas.

– Non! -intenta gritar, pero es demasiado tarde.

Al principio, cree que lo han golpeado entre los hombros, nada más. Después, un dolor embotado comienza a rezumar a través de su cuerpo. Algo tibio y suave se desliza poco a poco por su espalda.

Sin previo aviso, las manos que lo sujetaban lo sueltan y él cae hacia adelante, desplomándose como un muñeco de trapo sobre un suelo que parece subir a su encuentro. No siente dolor cuando su cabeza golpea el pavimento, fresco y reconfortante al contacto con su piel. Ahora todo el ruido, la confusión y el miedo se desvanecen. Sus ojos parpadean y se cierran. Ya no percibe nada más que el sonido de la voz de ella, que parece venir de muy lejos.

– Une leçon. Pour tous -parece estar diciendo, aunque no tiene sentido que lo diga.

En sus últimos instantes fracturados de conciencia, el hombre acusado de revelar secretos, condenado por haber hablado cuando debió callar, aferra con fuerza el codiciado objeto en su mano, hasta que ya no puede agarrarse a la vida y el pequeño disco gris, no más grande que una moneda, rueda por el suelo.

En una de sus caras están las letras NV. En la otra, hay grabado un laberinto.

CAPÍTULO 4

Pico de Soularac

Montes Sabarthès

Por un momento, todo está en silencio. Después, la oscuridad se disuelve. Alice ya no está en la cueva. Está flotando en un mundo blanco e ingrávido, transparente, apacible y silencioso.

Está libre. A salvo.

Tiene la sensación de escapar del tiempo, como si cayera de una dimensión a otra. La línea entre pasado y presente se está desvaneciendo en ese espacio intemporal e interminable.

Luego, como cuando se abre la trampilla bajo la plataforma de una horca, Alice siente una repentina sacudida y acto seguido se desploma y cae a través del cielo abierto, hacia la boscosa ladera de la montaña. El aire fresco le silba en los oídos mientras se precipita en acelerado descenso hacia el suelo.

El momento del impacto nunca llega. No hay huesos astillados contra el gris pizarra del pedernal y las rocas. En su lugar, Alice toma contacto con el suelo, corriendo y trastabillando por una empinada y agreste senda en terreno boscoso, entre dos filas de árboles altos. La arboleda es densa, alta y se yergue muy por encima de su cabeza, de modo que le impide ver lo que hay más allá.

«Demasiado rápido.»

Intenta agarrarse a los árboles para ralentizar su avance o detener su desbocada carrera hacia ese lugar desconocido, pero sus manos pasan a través de las ramas como si fueran las de un fantasma o un espíritu. Montoncitos de hojas diminutas se le quedan pegadas en las manos, como pelos en un cepillo. No siente su tacto, pero la savia le mancha de verde las yemas de los dedos. Se las acerca a la cara para aspirar su perfume agrio y sutil. Tampoco puede olerlo.

Siente una punzada en un costado, pero no puede detenerse, porque detrás de ella hay algo que se le va acercando cada vez más. El sendero tiene un declive pronunciado bajo sus pies. Sabe que el crujido de las piedras y las raíces secas ha reemplazado a la tierra blanda, el musgo y la hierba, pero no oye ningún sonido. No hay aves que canten ni voces que llamen, no hay más que su propia respiración agitada. El sendero vira y se enrosca sobre sí mismo, lanzándola primero en una dirección y luego en otra, hasta que dobla un recodo y ve el silencioso muro de llamas que bloquea el camino más adelante: un pilar de sinuosas lenguas de fuego, blancas, doradas y rojas, plegándose sobre sí mismas y en constante transformación.

Instintivamente, Alice levanta las manos para protegerse la cara del intenso calor, aunque no puede sentirlo. Ve las caras atrapadas dentro de las llamas danzarinas y las bocas desfiguradas en muda agonía, que el fuego acaricia y quema.

Alice intenta detenerse. Tiene que detenerse. Le sangran los pies heridos y su larga falda mojada entorpece su carrera, pero su perseguidor le está pisando los talones y algo que no puede controlar la impulsa hacia el fatal abrazo de las llamas.

No tiene más remedio que saltar para evitar que la consuma el fuego. Sube en espiral por el aire, como un penacho de humo, flotando muy por encima de los amarillos y los naranjas. El viento parece elevarla, liberándola de la tierra.

Alguien la llama por su nombre, una voz de mujer, pero lo pronuncia de un modo extraño.

Alaïs.

Está a salvo. Es libre.

Después, la familiar sensación de unos dedos fríos que le agarran los tobillos y la sujetan al suelo. No, no son dedos, son cadenas. Ahora Alice advierte que tiene algo entre las manos, un libro, cerrado con lazos de cuero. Comprende que es eso lo que quiere. Lo que ellos quieren. Es la pérdida de ese libro lo que ha motivado su ira.

Si por lo menos pudiera hablarles, quizá podría llegar a un acuerdo. Pero su cabeza está vacía de palabras y su boca es incapaz de hablar. Da una patada, se sacude con violencia para huir, pero está atrapada. El hierro que le inmoviliza las piernas es demasiado fuerte. Empieza a gritar y se siente arrastrada otra vez al fuego, pero no hay más que silencio.

Vuelve a gritar, sintiendo que su voz lucha en su interior por ser oída.

Esta vez el sonido irrumpe. Alice siente que el mundo real regresa impetuosamente. Sonidos, luz, olores, tacto, el sabor metálico de la sangre en su boca. Hasta que todo eso se detiene, durante una fracción de segundo, y se siente de repente envuelta por un frío traslúcido. No es el frío familiar de la cueva, sino algo diferente, intenso y luminoso. En su interior, Alice sólo puede distinguir los efímeros contornos de un rostro, hermoso e indefinido. La misma voz vuelve a llamarla por su nombre.

– Alaïs.

La está llamando por última vez. Es la voz de una amiga. No de alguien que quiera hacerle daño. Alice se debate para abrir los ojos, sabiendo que si consigue ver, podrá entender. No puede. No del todo.

El sueño empieza a desvanecerse, la está dejando ir.

«Es hora de despertar. Tengo que despertar.»

Ahora hay otra voz en su cabeza, diferente de la anterior. La sensibilidad le está volviendo a los brazos y las piernas, a las rodillas raspadas que le escuecen y a la piel rasguñada, que le duele donde se golpeó. Puede sentir la mano que le aprieta con fuerza el hombro y la sacude, devolviéndola a la vida.

– ¡Alice! ¡Alice, despierta!

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