EL REGRESO

A L A S M O N T A Ñ A S

CAPÍTULO 63

Montes Sabarthès

Viernes 8 de julio de 2005

Audric Baillard estaba sentado a la mesa de lustrosa madera oscura de su casa, a la sombra de la montaña.

El techo del cuarto de estar era bajo y el suelo estaba pavimentado con grandes losas del color rojizo de la tierra de la montaña. Había hecho pocos cambios. A esa distancia de la civilización, no había electricidad, ni agua corriente, ni automóviles ni teléfono. El único ruido era el del reloj, marcando el paso del tiempo.

Había una lámpara de aceite sobre la mesa, ya apagada y, a su lado, una jarra de cristal, llena casi hasta el borde con guignolet, que inundaba la habitación con su sutil aroma a alcohol y cerezas. En el lado opuesto de la mesa, una bandeja de latón con dos copas y una botella de vino tinto sin abrir, junto a un pequeño cuenco de madera con bizcochos de especias, cubierto con una servilleta blanca de hilo.

Baillard había abierto los postigos para ver el amanecer. En primavera, los árboles de las afueras del pueblo se cubrían de apretados brotes blancos y plateados, mientras miles de capullos amarillos y rosa asomaban tímidamente entre los setos y las riberas. Pero a esa altura del año quedaba muy poco color, sólo el gris y el verde de las montañas, en cuya eterna presencia él había vivido tanto tiempo.

Una cortina separaba el rincón donde dormía del cuarto de estar. La pared del fondo estaba cubierta en su totalidad por una estrecha estantería, casi completamente vacía. Un viejo mortero, un par de cuencos y cucharones, unos cuantos botes… También libros, entre ellos los dos que él mismo había escrito, y las grandes voces de la historia de los cátaros: Delteil, Duvernoy, Nelli, Marti, Brenon, Rouquette… Obras de filosofía árabe se alineaban junto a traducciones de viejos textos judaicos y monografías de autores antiguos y modernos. Varias filas de novelas en ediciones de bolsillo, incongruentes con el ambiente, ocupaban el espacio que antes habían colmado las hierbas y pociones medicinales.

Estaba preparado para esperar

Baillard se llevó el vaso a los labios y bebió un buen trago.

¿Y si no venía? ¿Y si no averiguaba nunca la verdad de aquellas últimas horas?

Suspiró. Si no venía, entonces se vería obligado a dar los últimos pasos de su largo viaje en solitario. Como siempre había temido.

CAPÍTULO 64

Al amanecer, Alice estaba unos kilómetros al norte de Toulouse. Se detuvo en una gasolinera y bebió un par de tazas de café caliente, con azúcar, para centrarse.

Leyó la carta una vez más. Había sido franqueada en Foix el miércoles por la mañana. Era de Audric Baillard, indicándole cómo llegar a su casa. Sabía que era auténtica, porque reconoció la escritura negra, como de patas de araña.

De inmediato sintió que no tenía más opción que acudir.

Desplegó el mapa sobre el mostrador, intentando determinar con exactitud hacia dónde dirigirse. El caserío donde vivía no aparecía en el mapa, pero en la carta mencionaba suficientes referencias y nombres de pueblos cercanos, como para acotar el área general.

Estaba seguro -decía- de que Alice reconocería el sitio en cuanto lo viera.

Como precaución, que según comprendió debió haber tomado antes, Alice cambió su coche de alquiler en el aeropuerto por otro de marca y color diferentes, por si la estaban persiguiendo, y siguió su viaje hacia el sur.

Dejó atrás Foix, en dirección a Andorra, pasó por Tarascón y empezó a seguir las indicaciones de Baillard Abandonó la carretera principal en Luzenac y atravesó Lordat y Bestiac. El paisaje cambió. Le recordaba las laderas de los Alpes: florecillas de montaña, hierbas altas y casas parecidas a chalets suizos

Pasó por una extensa cantera, como una enorme cicatriz blanca abierta en un flanco de la montaña. Las imponentes torres del tendido eléctrico y los gruesos cables negros de las estaciones de invierno dominaban el paisaje, oscuros contra el cielo azul del verano.

Alice atravesó el río Lauze. Tuvo que poner la segunda marcha, al volverse más empinado el camino y más cerradas las curvas. Empezaba a marearse por los constantes giros, cuando de pronto se encontró en un pueblecito con dos tiendas y un bar que tenía una terraza en la acera con un par de mesas rodeadas de sillas. Para comprobar si seguía en la buena dirección, entró en el bar. Dentro, el aire estaba saturado de humo y varios hombres encorvados, de aspecto recio, rostros curtidos por la intemperie y monos azules se alineaban junto a la barra.

Alice pidió un café y desplegó ostentosamente el mapa sobre el mostrador. Por el rechazo a los extranjeros y en particular a las mujeres, nadie le dirigió la palabra durante un rato, pero al final consiguió entablar una conversación. Ninguno de los presentes había oído hablar de Los Seres, pero todos conocían la zona y la ayudaron en todo cuanto pudieron.

Siguió subiendo y poco a poco se fue orientando. El camino se volvió una senda, hasta que finalmente desapareció por completo. Alice aparcó el coche y se bajó. Sólo entonces, en el paisaje familiar, percibiendo plenamente los olores de la montaña, se dio cuenta por fin de que en realidad había dado una vuelta completa y se encontraba en el lado opuesto del pico de Soularac.

Alice subió hasta el punto más alto y se protegió la vista. En seguida identificó el estanque de Tort, una laguna de forma característica que los hombres del bar le habían aconsejado que localizara. A escasa distancia había otra laguna, conocida en el lugar como el lago del Diablo.

Finalmente, se encaminó hacia el pico de Saint-Barthélémy, entre el pico de Soularac y Montségur.

Justo enfrente, un sendero ascendía sinuoso a través de verdes matorrales, tierra ocre y matas de retama de un amarillo intenso. Las hojas oscuras de los arbustos de boj desprendían una fragancia punzante. Alice tocó las hojas y frotó el rocío entre los dedos.

Prosiguió el ascenso durante unos diez minutos, al cabo de los cuales el sendero desembocaba en un claro. Había llegado.

Una casa de una sola planta se erguía solitaria, rodeada de ruinas de piedra gris que se confundían con el color de las montañas. En la puerta había un hombre, muy delgado y muy viejo, con una mata de pelo blanco y el traje de color claro que recordaba haber visto en la foto.

Alice sintió como si sus piernas siguieran caminando solas. El suelo se niveló mientras daba los últimos pasos hacia el anciano. Baillard la miraba en silencio, completamente inmóvil. No sonrió, ni levantó la mano para saludarla. Ni siquiera habló ni se movió cuando ella se acercó. No dejaba de mirarla a la cara, con unos ojos de un color sorprendente.

«Ámbar mezclado con hojas de otoño.»

Alice se detuvo ante él. Sólo entonces el hombre sonrió. Fue como si el sol saliera de entre las nubes y transfigurara las arrugas y los surcos de su cara.

– Donaisela Tanner -dijo. Su voz era profunda y antigua como el viento en el desierto-. Benvenguda. Sabía que vendría. -Se apartó para dejarla entrar-. Pase, por favor.

Nerviosa e incómoda, Alice agachó la cabeza para pasar bajo el dintel y entró en la sala, percibiendo aún la intensidad de su mirada. Parecía como si quisiera aprenderse de memoria cada uno de sus rasgos.

– Monsieur Baillard -empezó ella, pero en seguida se interrumpió.

Era incapaz de pensar en algo que decir. El deleite y la maravilla que había suscitado en él su visita, así como su confianza en que ella acudiría, volvían imposible toda conversación normal.

– Se le parece mucho -dijo él lentamente-. Hay mucho de ella en su rostro.

– Sólo he visto fotos, pero yo también lo creo.

Él sonrió.

– No me refería a Grace -dijo suavemente, pero en seguida volvió la cabeza, como si hubiese hablado de más-. Por favor, siéntese.

Mirando discretamente a su alrededor, Alice advirtió la falta de equipamiento moderno. No había lámparas, ni radiadores de calefacción, ni nada eléctrico. Se preguntó si habría una cocina.

– Monsieur Baillard -empezó de nuevo-, es un placer conocerlo. Me estaba preguntando… ¿cómo ha sabido dónde encontrarme?

Una vez más, él sonrió.

– ¿Acaso importa?

Alice lo pensó un poco y comprendió que no.

– Donaisela Tanner, estoy al corriente de lo sucedido en el pico de Soularac, y tengo una pregunta que debo hacerle antes de seguir hablando. ¿Ha encontrado un libro?

Alice hubiese deseado más que nada en el mundo decirle que sí.

– Lo siento -respondió, sacudiendo la cabeza-. Él también me lo preguntó, pero no he visto ningún libro.

– ¿Él?

Ella frunció el entrecejo.

– Un hombre llamado Paul Authié.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Ah, sí -dijo él, de una manera que hizo comprender a Alice que no necesitaba ninguna aclaración.

– Por otra parte, tengo entendido que encontró esto…

Levantó la mano izquierda y la apoyó sobre la mesa, como una jovencita presumiendo de anillo de compromiso. Entonces, para su asombro, Alice pudo ver que llevaba puesto el anillo de piedra. Sonrió. Le resultaba tremendamente familiar, aunque sólo lo había tenido en la mano unos segundos.

Tragó saliva.

– ¿Me permite?

Baillard se lo quitó del pulgar. Alice lo cogió y le dio unas vueltas entre los dedos, turbada una vez más por la intensidad de la mirada de él.

– ¿Es suyo? -se oyó decir, temerosa de que la respuesta fuera afirmativa, con todo lo que eso supondría.

Baillard tardó en contestar.

– No -dijo finalmente-, pero hace tiempo tuve uno como éste.

– ¿De quién es entonces?

– ¿No lo sabe? -replicó él.

Durante una fracción de segundo, Alice pensó que sí lo sabía. Pero en seguida desapareció el chispazo de entendimiento y su mente volvió a sumirse en la confusión.

– No estoy segura -dijo en tono titubeante, sacudiendo la cabeza-, pero creo que le falta esta pieza -añadió, mientras sacaba del bolsillo el disco del laberinto-. Estaba junto al árbol genealógico, en casa de mi tía. -Se lo entregó a Baillard-. ¿Se lo había enviado usted?

Baillard no respondió.

– Grace era una mujer encantadora, culta e inteligente. Ya en nuestra primera conversación descubrimos que teníamos varios intereses y experiencias en común.

– ¿Para qué sirve? -insistió Alice, rehusando cambiar de tema.

– Es un merel. Antes había muchos. Ahora sólo queda éste.

Alice se quedó mirando atónita, mientras Baillard insertaba el disco en el hueco del cuerpo del anillo.

– Aquí. Ya está.

El anciano sonrió y volvió a ponerse el anillo en el pulgar.

– Es la llave que se necesita -dijo suavemente.

– ¿Que se necesita para qué?

Tampoco entonces respondió Baillard.

– Alaïs se le aparece a veces en sueños, ¿no?

El repentino giro de la conversación sorprendió a Alice, que no supo cómo reaccionar.

– Llevamos el pasado dentro de nosotros, en nuestros huesos, en nuestra sangre -prosiguió él-. Alaïs ha estado con usted toda su vida, cuidándola. Usted tiene muchas de sus cualidades. Ella era una mujer valerosa, con una serena determinación, lo mismo que usted. Alaïs era leal y constante, como sospecho que es usted. -Hizo una pausa y volvió a sonreírle-. Ella también tenía sueños. De épocas pasadas, de los comienzos. Los sueños le revelaron su destino, aunque ella se negaba a aceptarlo, del mismo modo que ahora sus sueños le iluminan a usted el camino.

Alice sentía como si las palabras del anciano le llegaran a través de una gran distancia, como si no tuvieran nada que ver con ella, ni con Baillard, ni con nadie en particular, sino que hubiesen existido desde siempre en el tiempo y el espacio.

– Siempre sueño con ella -dijo, sin saber adonde la llevaban sus palabras-. Con el fuego, la montaña, el libro… ¿Es ésta la montaña? -Él asintió-. Creo que intenta decirme algo. Últimamente veo con más claridad su cara, pero todavía no oigo lo que dice. -Titubeó un momento-. No entiendo qué quiere de mí.

– O usted de ella, quizá -repuso él en tono ligero. Baillard sirvió el vino y le ofreció una copa a Alice.

Pese a la hora temprana, Alice bebió varios sorbos, sintiendo que el líquido le transmitía su calidez al bajarle por la garganta.

– Monsieur Baillard, necesito saber qué le sucedió a Alaïs. Mientras no lo sepa, nada tendrá sentido. Usted lo sabe, ¿no es así?

Una expresión de abrumadora tristeza descendió sobre el anciano.

– Sobrevivió, ¿verdad? -dijo ella lentamente, temiendo oír la respuesta-. Después de Carcasona… Ellos no… no la capturaron, ¿no?

Él apoyó las manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo. Delgadas y con las manchas marrones propias de la edad, a Alice le recordaron las patas de un ave.

– Alaïs no murió antes de que llegara su hora -replicó él con cautela.

– Eso no responde a… -empezó a decir ella.

Baillard levantó una mano.

– En el pico de Soularac se han puesto en marcha ciertos acontecimientos que le darán (que de hecho nos darán) las respuestas que buscamos. Sólo comprendiendo el presente podremos averiguar la verdad sobre el pasado. Usted está buscando a su amiga, òc?

Una vez más, Alice se sorprendió por la forma en que Baillard saltaba de un tema a otro.

– ¿Cómo sabe lo de Shelagh? -preguntó.

– Estoy al tanto de la excavación y de lo sucedido allí. Ahora su amiga ha desaparecido y usted intenta encontrarla.

Persuadida de la inutilidad de tratar de comprender cómo era que sabía tanto ni cómo lo había averiguado, Alice respondió.

– Salió de la casa del yacimiento hace un par de días. Nadie ha vuelto a saber nada de ella desde entonces. Sé que su desaparición está relacionada con el descubrimiento del laberinto. -Dudó un momento. -De hecho, creo que sé quién puede estar detrás de todo esto. Al principio pensé que Shelagh podía haber robado el anillo.

Baillard sacudió la cabeza.

– Yves Biau lo cogió y se lo envió a su abuela, Jeanne Giraud.

Los ojos de Alice se abrieron al ver que otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.

– Yves y su amiga trabajan para una mujer llamada madame De l’Oradore. -Hizo una pausa-. Afortunadamente, Yves tenía sus reservas al respecto. Su amiga también, quizá.

Alice asintió.

– Biau me dio un número de teléfono. Después descubrí que Shelagh había llamado al mismo número. Averigüé la dirección y, al no obtener respuesta, pensé que lo mejor sería ir a ver si la encontraba. Resultó ser la casa de madame De l’Oradore. En Chartres.

– ¿Ha ido usted a Chartres? -Los ojos de Baillard brillaban-. Cuénteme, cuénteme qué ha visto.

El anciano escuchó en silencio, hasta que Alice terminó de contarle todo lo que había visto y oído.

– Y ese joven, Will, ¿no le enseñó la cámara subterránea?

Alice sacudió la cabeza.

– Al cabo de un tiempo, empecé a pensar que quizá ni siquiera existía.

– Existe -repuso Baillard.

– Me dejé la mochila en la casa. Tenía allí todas mis notas sobre el laberinto y la foto suya con mi tía. Los podía conducir directamente hacia mí. -Calló un momento-. Por eso Will volvió a buscarla.

– ¿Y ahora teme que también le haya pasado algo a él?

– A decir verdad, no estoy segura. La mitad del tiempo, temo por él. El resto, creo que probablemente colabora con ellos en todo esto.

– ¿Por qué creyó que podía confiar en él?

Alice levantó la vista, intrigada por su repentino cambio de tono. La expresión benevolente y suave del anciano había desaparecido.

– ¿Se siente en deuda con él? -añadió Baillard.

– ¿En deuda con él? -repitió Alice, asombrada por las palabras escogidas-. No, en absoluto. Apenas lo conozco. Pero, no sé, supongo que me atrajo. Me sentí a gusto en su compañía. Me sentí…

– ¿Cómo?

– Era más bien lo contrario. Le parecerá una locura, pero era como si él estuviera en deuda conmigo. Como si me estuviera compensando por algo que había hecho.

Sin previo aviso, Baillard se levantó bruscamente de la silla y fue hacia la ventana. Era evidente que se encontraba en un estado de cierta confusión.

Alice esperó un momento, sin comprender lo que estaba sucediendo. Finalmente, el anciano se volvió hacia ella.

– Le contaré la historia de Alaïs -dijo-. Conociéndola, quizá encontremos el valor de hacer frente a lo que está por venir. Pero sépalo, donaisela Tanner, una vez que la haya oído, no tendrá más remedio que seguir el camino hasta el final.

Alice frunció el ceño.

– Suena como una disuasión.

– No -se apresuró a decir él-, nada de eso. Pero no debemos olvidar a su amiga. Por lo que ha oído mientras estaba escondida, debemos suponer que su seguridad está garantizada hasta esta noche, por lo menos.

– Pero no sé dónde van a reunirse -replicó ella-. François-Baptiste no lo dijo. Sólo mencionó que la cita era al día siguiente a las nueve y media.

– Creo que sé dónde es -dijo Baillard serenamente-. Al anochecer estaremos allí, esperándolos -A través de la ventana, miró el sol del alba-. Eso quiere decir que tenemos cierto tiempo para hablar.

– Pero ¿y si se equivoca?

Baillard se encogió de hombros.

– Tendremos que confiar en que no sea así.

Alice guardó silencio un momento.

– Sólo quiero saber la verdad -dijo, asombrada por lo firme que sonaba su voz.

Él sonrió.

– Ieu tanben -contestó él-. Yo también.

CAPÍTULO 65

Will sintió que lo arrastraban por el estrecho tramo de escalera que bajaba hasta el sótano y después por el pasillo de suelo de hormigón entre las dos puertas. Tenía la cabeza colgando sobre el pecho. El olor a incienso era menos intenso, pero todavía flotaba, como un recuerdo, en la silenciosa penumbra subterránea.

Al principio, Will pensó que lo estaban llevando a la cámara y que iban a matarlo. La imagen del bloque de piedra al pie de la tumba y del suelo ensangrentado surgió como un destello en su memoria. Pero entonces topó con un peldaño y sintió el aire fresco de la mañana en la cara y se dio cuenta de que estaba fuera, en una especie de sendero que discurría por detrás de la casa, paralelo a la Rue du Cheval Blanc. En el aire flotaban los olores de la primera hora de la mañana, a granos de café quemados y residuos, con el ruido del camión de la basura a escasa distancia Will comprendió que así debieron de bajar el cadáver de Tavernier desde la casa hasta el río.

Un espasmo de terror le sacudió el cuerpo, haciendo que se debatiera un poco, lo suficiente para comprobar que tenía las piernas y los brazos atados. Oyó que alguien abría el maletero de un coche, donde medio lo arrojaron y medio lo empujaron. No era un maletero corriente, sino una especie de caja grande. Olía a plástico.

Al darse la vuelta con dificultad sobre un costado, su cabeza tocó el fondo del contenedor y sintió que se le abría la piel alrededor de la herida. Por la sien le empezó a caer la sangre, irritante y acida. No podía mover las manos para enjugársela.

Sólo entonces se recordó a sí mismo de pie delante de la puerta del estudio y el enceguecedor estallido de dolor que vino después, cuando François-Baptiste descargó la pistola sobre un costado de su cabeza, y a continuación sus rodillas cediendo y la imperiosa voz de Marie-Cécile, preguntando una vez más qué estaba pasando.

Una mano encallecida lo agarró por un brazo. Sintió que le levantaban la manga y que la afilada punta de una aguja le perforaba la piel. Como acababan de hacer ahora. Después, el ruido de un pestillo cerrándose y de una especie de cubierta, quizá una lona, que alguien extendía sobre su encierro.

La droga le circulaba por las venas, fría y placentera, anestesiándole el dolor. Neblina. Varias veces perdió y recuperó el conocimiento. Sintió que el vehículo aceleraba. Experimentaba náuseas cada vez que su cabeza rodaba de un lado a otro con las curvas. Pensó en Alice. Más que cualquier otra cosa, ansiaba verla. Decirle que había hecho todo lo posible. Que no la había traicionado.

Empezó a sufrir alucinaciones. Imaginaba las verdes aguas del río Eure, arremolinadas y turbias, inundándole la boca, la nariz y los pulmones. Intentó retener en la mente el rostro de Alice, sus ojos pardos de grave mirada, su sonrisa… Si podía conservar consigo su imagen, quizá todo saliera bien.

Pero el miedo a ahogarse, a morir en un lugar extraño que no significaba nada para él, fue más fuerte. Se perdió en la oscuridad.

En Carcasona, Paul Authié estaba en su balcón, contemplando el río Aude, con una taza de café en la mano. Había utilizado a O’Donnell como señuelo para atraer a François-Baptiste de l’Oradore, pero su instinto rechazaba la idea de hacer que ella le diera un libro falso. El muchacho descubriría el engaño. Además, no quería que viera el estado en que se encontraba la chica, porque comprendería que todo había sido una trampa.

Authié dejó la taza sobre la mesa y se remangó los puños de la impecable camisa blanca. Lo único que podía hacer era recibir personalmente a François-Baptiste, solo, y decirle que él mismo llevaría a O’Donnell al pico de Soularac y se la entregaría a Marie-Cécile, con el libro, a tiempo para la ceremonia.

Lamentaba no haber conseguido el anillo, aunque seguía creyendo que Giraud se lo había dado a Audric Baillard y que éste acudiría al pico de Soularac por propia iniciativa. Authié estaba seguro de que el viejo estaba en algún sitio, vigilando.

Alice Tanner planteaba más problemas. El disco que había mencionado O’Donnell lo intrigaba, tanto más cuanto que ignoraba su significado. Tanner había demostrado una habilidad sorprendente para mantenerse fuera de su alcance. Se les había escabullido en el cementerio a Domingo y Braissart, que el día anterior habían perdido la señal de su coche durante varias horas sólo para encontrarlo esa misma mañana, aparcado en el depósito de Hertz, en el aeropuerto de Toulouse.

Authié apretó el crucifijo entre sus dedos huesudos. A medianoche, todo habría terminado. Los textos heréticos y los propios herejes habrían sido destruidos.

A lo lejos, las campanas de la catedral empezaban a llamar a los fieles a la misa del viernes. Authié miró el reloj. Iría a confesarse. Absuelto de sus pecados y en estado de gracia, se arrodillaría ante el altar para recibir la sagrada forma. Entonces estaría preparado en cuerpo y alma para cumplir la voluntad de Dios.

Will sintió que el coche ralentizaba la marcha y abandonaba la carretera, para continuar por un camino rural.

El conductor iba con cuidado, virando bruscamente para evitar baches y socavones. Los dientes de Will daban unos contra otros con cada salto y sacudida del coche, mientras ascendían la cuesta.

Finalmente, se detuvieron. Se apagó el motor.

Sintió que el coche se balanceaba al salir los dos hombres y, a continuación, el ruido de las puertas cerrándose, como los disparos de un fusil, y el zumbido del cierre centralizado. Tenía las manos atadas a la espalda, y no por delante, lo cual complicaba las cosas, pero Will retorció las muñecas, tratando de aflojar las ataduras. Hizo algún pequeño progreso. Comenzaba a recuperar la sensación. Sentía una franja de dolor en los hombros, por haber estado tumbado durante tanto tiempo en una postura incómoda.

De pronto, el maletero se abrió. Will se quedó absolutamente inmóvil, con el corazón palpitante, mientras se abrían los pestillos del contenedor de plástico donde se encontraba. Uno de sus captores lo cogió por los brazos y otro por las rodillas. Lo arrastraron fuera del maletero y lo arrojaron al suelo.

Incluso en su estado drogado, Will percibió que se encontraban a kilómetros de la civilización. El sol era abrasador y había una agudeza y una frescura en el aire que sugería grandes espacios y ausencia de población humana. El silencio y la quietud eran extremos. No se oía ruido de coches ni de gente. Will parpadeó. Intentó enfocar la vista, pero había demasiada luz. El aire era demasiado transparente. El sol parecía quemarle los ojos, blanqueándolo todo.

Una vez más sintió el pinchazo de la hipodérmica en el brazo y la familiar caricia de la droga en las venas. Los hombres lo pusieron más o menos de pie y comenzaron a arrastrarlo cuesta arriba. El terreno era empinado, y Will podía oír la respiración trabajosa de sus captores y percibir el olor que despedían, mientras avanzaban dificultosamente con el calor

Sentía el tacto de la grava y las piedras del suelo; después, los peldaños de madera de una escalera tallada en la cuesta, bajo los pies que llevaba arrastrando, y finalmente la suavidad de la hierba.

Mientras volvía a sumirse en un estado de semiinconsciencia, se dio cuenta de que el sonido sibilante que tenía en la cabeza era el fantasmagórico suspiro del viento.

CAPÍTULO 66

El comisario de la policía judicial del departamento de Hautes-Pyrenées entró en el despacho del inspector Noubel, en Foix, y cerró la puerta de un portazo tras de sí.

– Más le vale que la pista sea buena, Noubel.

– Gracias por venir, señor. No lo habría molestado a la hora de comer, si pensara que el asunto podía esperar.

El comisario gruñó.

– ¿Ha identificado a los asesinos de Biau?

– Cyrille Braissart y Javier Domingo -confirmó Noubel, agitando un fax que había entrado minutos antes-. Dos identificaciones positivas: una poco antes del accidente en Foix, el lunes por la noche, y la segunda inmediatamente después. El coche lo encontraron ayer, abandonado en la frontera entre Andorra y España. -Noubel hizo una pausa para enjugarse el sudor de la nariz y la frente-. Trabajan para Paul Authié, señor.

El comisario apoyó su corpulenta figura sobre el borde de la mesa de escritorio.

– Lo escucho.

– ¿Ha oído lo que se dice de Authié? ¿Que lo acusan de ser miembro de la Noublesso Véritable ?

El comisario hizo un gesto afirmativo.

– He hablado con la policía de Chartres esta tarde, siguiendo la conexión de Shelagh O’Donnell, y me confirmaron que están investigando la relación entre la organización y un asesinato que tuvo lugar esta semana.

– ¿Qué tiene eso que ver con Authié?

– El cuerpo fue recuperado en seguida gracias a un soplo anónimo.

– ¿Algún indicio de que proviniera de Authié?

– No -reconoció Noubel-, pero hay pruebas de que se reunió con un periodista que también ha desaparecido. La policía de Chartres sospecha una relación.

Viendo la expresión de escepticismo en la cara de su jefe, Noubel se apresuró a continuar.

– La excavación en el pico de Soularac estaba financiada por madame De l’Oradore. Bien escondido, pero su dinero está detrás. Brayling, el director de la excavación, está difundiendo la versión de que O’Donnell desapareció después de robar unas piezas halladas en el yacimiento. Pero eso no es lo que creen sus amigos. -Hizo una pausa-. Estoy seguro de que Authié la tiene secuestrada, ya sea por orden de madame De l’Oradore o por su propia iniciativa.

El ventilador del despacho estaba averiado y Noubel transpiraba abundantemente. Podía sentir las manchas circulares de sudor extendiéndose como hongos bajo sus axilas.

– Son indicios demasiado débiles, Noubel.

– Madame De l’Oradore estuvo en Carcasona desde el martes hasta el jueves, señor. Se reunió dos veces con Authié y creo que fueron juntos al pico de Soularac.

– Eso no es ningún delito, Noubel.

– Cuando llegué esta mañana, me encontré este mensaje esperándome, señor -dijo-. Fue entonces cuando pensé que tenía motivo suficiente como para pedirle esta reunión.

Noubel pulsó el botón de reproducción de su contestador automático. La voz de Jeanne Giraud llenó la habitación. El comisario prestó atención, con una expresión que se fue ensombreciendo con el paso de los segundos.

– ¿Quién es? -preguntó, cuando Noubel le hubo hecho escuchar por segunda vez el mensaje.

– La abuela de Yves Biau.

– ¿Y Audric Baillard?

– Un escritor amigo suyo. La acompañó al hospital, en Foix.

El comisario puso los brazos en jarras y bajó la cabeza en actitud pensativa. Noubel comprendió que estaba calculando los potenciales perjuicios de enfrentarse a Authié y fracasar.

– ¿Y dice que está absolutamente seguro de poder relacionar a Domingo y Braissart tanto con Biau como con Authié?

– Las descripciones coinciden, señor.

– Coinciden con la mitad de la población del Ariège -gruñó el comisario.

– O’Donnell lleva tres días desaparecida, señor.

El comisario suspiró y se levantó del escritorio.

– ¿Qué quiere hacer, Noubel?

– Quiero detener a Braissart y Domingo, señor.

El comisario asintió.

– Además, necesito una orden de registro. Authié posee varias fincas, entre ellas una casa rural abandonada en los montes Sabarthès, que está a nombre de su ex mujer. Es muy probable que tenga allí a O’Donnell, si es que la tiene en los alrededores.

El comisario hizo un vago gesto con las manos.

– Tal vez si usted llamara personalmente al prefecto…

Noubel aguardó.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo el comisario, apuntándole con un dedo manchado de nicotina-. Pero le advierto, Claude, que si falla, nadie va a echarle una mano. Authié es un hombre influyente. En cuanto a madame De l’Oradore… -Dejó caer el brazo-. Si no consigue que esto se sostenga, lo harán picadillo, y yo no podré hacer nada por impedirlo.

Se volvió y se encaminó hacia la puerta. Poco antes de salir, se detuvo.

– ¿Quién me ha dicho que es ese Baillard? ¿Lo conozco? El nombre me resulta vagamente familiar.

– Escribe sobre los cátaros. También es experto en el antiguo Egipto.

– No, no es eso…

Noubel esperó.

– Déjelo, no lo recuerdo -dijo por fin el comisario-. En cualquier caso, madame Giraud podría estar suponiendo mucho donde no hay nada.

– Es posible, señor, pero debo decirle que no he conseguido localizar a Baillard. Nadie lo ha visto desde que salió del hospital con madame Giraud el miércoles por la noche.

El comisario asintió.

– Lo llamaré cuando estén listos los papeles. ¿Piensa estar por aquí?

– A decir verdad, señor -respondió Noubel cautamente-, he pensado que quizá podría interrogar otra vez a la chica inglesa. Es amiga de O’Donnell. Puede que sepa algo.

– Bien, ya daré con usted.

En cuanto el comisario se hubo marchado, Noubel hizo varias llamadas, cogió su chaqueta y se dirigió hacia el coche. Según sus cálculos, tenía tiempo de sobra para ir y venir de Carcasona antes de que se hubiera secado la tinta de la firma del prefecto en la orden de registro.

A las cuatro y media, Noubel estaba sentado con su homólogo en Carcasona. Arnaud Moureau era un viejo amigo suyo. Noubel sabía que podía hablar con libertad. Le alcanzó un papel a través de la mesa.

– Tanner dijo que pensaba alojarse aquí.

Al cabo de unos minutos, habían comprobado que efectivamente estaba registrada en el hotel indicado.

– Bonito hotel, justo fuera de las murallas de la Cité, a menos de cinco minutos de la Rue de la Gaffe. ¿Te llevo?

La recepcionista estaba muy nerviosa al ser interrogada por dos inspectores de policía. No resultó ser una buena testigo, pues la mayor parte del tiempo estaba al borde de las lágrimas. Noubel fue impacientándose cada vez más, hasta que intervino Moureau. Su actitud más paternal dio mejores resultados.

– Entonces, Sylvie -dijo con suavidad-, la señora Tanner salió ayer del hotel, por la mañana temprano, ¿no es así?

La chica hizo un gesto afirmativo.

– ¿Dijo que iba a volver hoy? Sólo quiero aclarar este punto.

– Oui.

– Después de eso no ha dicho nada. No ha llamado por teléfono ni nada.

Ella sacudió la cabeza.

– Bien. Ahora vamos a ver, ¿hay alguna cosa que puedas indicarnos? Por ejemplo, ¿la ha visitado alguien desde su llegada al hotel?

La chica dudó.

– Ayer por la mañana, muy temprano, vino una mujer con un mensaje.

Noubel no pudo reprimir un sobresalto.

– ¿A qué hora?

Moureau le indicó con un gesto que permaneciera callado.

– Cuando dices «temprano», ¿qué quieres decir, Sylvie?

– Mi turno empezaba a las seis. No pudo ser mucho más tarde.

– ¿La señora Tanner la conocía? ¿Era una amiga suya?

– No lo sé. Creo que no. Parecía sorprendida.

– Eso es muy útil, Sylvie -prosiguió Moureau-. ¿Podrías decirnos por qué te pareció sorprendida?

– La mujer vino a pedirle a la señora Tanner que fuera a encontrarse con alguien en el cementerio. Parecía un sitio muy raro para reunirse.

– ¿Para reunirse con quién? -preguntó Noubel-. ¿Oíste algún nombre?

Con expresión cada vez más aterrada, Sylvie negó con la cabeza.

– Ni siquiera sé si acudió a la cita.

– No importa. Lo estás haciendo muy bien. ¿Alguna otra cosa que recuerdes?

– Le había llegado una carta.

– ¿Por correo o entregada en mano?

– También hubo todo ese lío con el cambio de habitaciones… -dijo otra voz desde el fondo.

Sylvie se volvió y fulminó con la mirada a un chico que estaba medio oculto por una pila de cajas de cartón.

– ¡Te voy a…!

– ¿Qué lío con qué habitaciones? -la interrumpió Noubel.

– Yo no estaba -dijo Sylvie empecinadamente.

– Pero aun así, seguramente sabrás qué pasó.

– La señora Tanner dijo que alguien había entrado en su habitación. El miércoles por la noche. Pidió que le diéramos otra.

Noubel tensó los músculos. De inmediato, se dirigió hacia el fondo.

– Entonces todos habréis tenido que trabajar mucho más… -prosiguió en tono amable Moureau, para mantener ocupada a Sylvie.

Siguiendo el olor de la cocina, Noubel dio fácilmente con el chico.

– ¿Estabas aquí el miércoles por la noche?

El muchacho sonrió con arrogancia.

– Trabajando en el bar.

– ¿Viste algo?

– Vi a una mujer que salió por la puerta como una exhalación, persiguiendo a un tipo. Después me enteré de que era la señora Tanner.

– ¿Pudiste ver al hombre?

– No mucho. Me fijé más en ella.

Noubel sacó las fotografías que llevaba en el bolsillo de la cazadora y se las enseñó.

– ¿Reconoces a alguno de estos dos?

– A éste lo he visto antes. Bien vestido, sin aspecto de turista. Destacaba bastante. Estuvo un buen rato por aquí el martes, o quizá el miércoles. No puedo decírselo con certeza.

Cuando Noubel regresó a la recepción, Moureau había conseguido que Sylvie sonriera.

– Ha reconocido a Domingo. Dice que lo ha visto en el hotel.

– Eso no significa que fuera el que entró en la habitación -murmuró Moureau.

Noubel puso las fotos sobre el mostrador, delante de Sylvie.

– ¿Alguna de estas caras te resulta conocida?

– No -dijo, sacudiendo la cabeza-, aunque… -Dudó y finalmente señaló la fotografía de Domingo-. La mujer que preguntó por la señora Tanner se parecía bastante a éste.

Noubel cruzó una mirada con Moureau.

– ¿Una hermana?

– Mandaré que lo investiguen.

– Voy a tener que pedirte que nos dejes entrar en la habitación de la señora Tanner -dijo Noubel.

– ¡Imposible! ¡No puedo hacerlo!

Moureau venció sus objeciones.

– Sólo serán cinco minutos. Así será mucho más fácil, Sylvie. Si tenemos que esperar a que el director dé su permiso, entonces volveremos con un equipo completo de registro y será mucho más molesto para todos.

Sylvie descolgó una llave de uno de los ganchos y, con expresión retraída y nerviosa, los condujo a la habitación de Alice.

Las ventanas y cortinas estaban cerradas y el ambiente resultaba sofocante, pero la cama estaba pulcramente hecha y una rápida inspección del cuarto de baño reveló que había toallas limpias en el toallero y vasos nuevos en la repisa.

– Aquí no ha entrado nadie desde que pasó la señora de la limpieza ayer por la mañana -masculló Noubel.

En el baño no había efectos personales.

– ¿Ves algo? -preguntó Moureau.

Noubel sacudió la cabeza mientras se dirigía al armario. Allí encontró la maleta de Alice, hecha

– Por lo visto, no deshizo la maleta cuando se cambió de habitación. Obviamente, llevará encima el pasaporte, el teléfono y lo más necesario -dijo, mientras pasaba la mano por debajo del colchón. Con un pañuelo en la mano, abrió el cajón de la mesilla de noche, donde encontró un envase de píldoras para el dolor de cabeza y el libro de Audric Baillard.

– Moureau -dijo en tono neutro. Mientras le pasaba el libro, un trozo de papel que había entre las páginas cayó revoloteando al suelo.

– ¿Qué es?

Noubel lo recogió y frunció el ceño, tendiéndoselo para que lo viera.

– ¿Algún problema? -preguntó Moureau.

– Es la letra de Yves Biau -dijo-. Y el número es de Chartres.

Sacó su teléfono para llamar, pero éste sonó antes de que hubiera terminado de marcar.

– Aquí Noubel -contestó bruscamente. Los ojos de Moureau estaban fijos en él-. ¡Una noticia excelente, señor! Sí. Ahora mismo.

Colgó.

– Tenemos la orden de registro -dijo, dirigiéndose a la puerta-. Antes de lo previsto.

– ¿Qué esperabas? -dijo Moureau-. El hombre está preocupado.

CAPÍTULO 67

Nos sentamos fuera? -sugirió Audric-. Al menos mientras no haga mucho calor.

– Me encantaría -respondió Alice, saliendo tras él de la casita. Se sentía como en un sueño. Todo parecía ocurrir en cámara lenta. La vastedad de las montañas, la inmensidad del cielo, los movimientos lentos y estudiados de Baillard…

Alice sintió que la confusión y la tensión de los días anteriores la abandonaban.

– Esto le hará bien -dijo él con su voz amable, deteniéndose junto a un montículo tapizado de hierba. Baillard se sentó en él, con sus largas piernas flacas estiradas hacia adelante, como un niño.

Alice dudó un momento, pero luego se sentó a sus pies. Apoyó el mentón en las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos; entonces vio que él volvía a sonreír.

– ¿Qué pasa? -preguntó, repentinamente incómoda por su mirada.

Audric se limitó a menear la cabeza.

– Los ressons, los ecos. Perdóneme, donaisela Tanner. Tendrá que disculpar las tonterías de un viejo.

Alice no sabía por qué sonreía tanto; sólo sabía que la hacía feliz verlo sonreír.

– No me trate de usted, por favor. Llámeme Alice. Donaisela suena demasiado formal.

Él inclinó la cabeza.

– Como quieras.

– Usted habla occitano y francés, ¿no?

– Las dos lenguas, sí.

– ¿También otras?

El anciano sonrió con humildad.

– Inglés, árabe, español, hebreo… Las historias se transfiguran, cambian de carácter y asumen diferentes colores, según la lengua empleada para contarlas. Pueden volverse más serias, más divertidas, más melodiosas… Aquí, en esta parte de lo que hoy llaman Francia, la langue d’òc era la lengua de los que poblaban estas tierras. La langue d’oïl, precursora del francés moderno, era el idioma de los invasores. Ese tipo de elecciones dividen a la gente. -Hizo un amplio gesto con las manos-. Pero no es eso lo que has venido a oír, ¿verdad? Quieres hablar de personas y no de teorías, ¿no es así?

Fue el turno de Alice de sonreír.

– He leído uno de sus libros, monsieur Baillard, uno que encontré en casa de mi tía, en Sallèles d’Aude.

El anciano hizo un gesto afirmativo.

– Un lugar bellísimo. El canal de Jonction. Limas y pinos sombrilla sobre las riberas. -Hizo una pausa-. Al cabecilla de la Cruzada, Arnald-Amalric, le fue concedida una casa en Sallèles, ¿lo sabías? También una en Carcassona y otra en Besièrs.

– No -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. Antes ha dicho que Alaïs no había muerto antes de que le llegara su hora. Ella… ¿sobrevivió a la caída de Carcasona?

Alice se sorprendió al sentir que su corazón se aceleraba.

Baillard asintió.

– Alaïs salió de Carcassona en compañía de un niño, Sajhë, nieto de una de las personas que custodiaban la Trilogía del Laberinto.

Levantó la vista, para ver si ella lo seguía, y prosiguió cuando ella le indicó con un gesto que así era.

– Venían hacia aquí -dijo-. En la antigua lengua, Los Seres significa «las sierras», las crestas de las montañas.

– ¿Por qué aquí?

– Porque aquí los esperaba el Navigatairé, la principal autoridad de la Noublesso de los Seres, la sociedad a la cual el padre de Alaïs y la abuela de Sajhë habían jurado obediencia. Como Alaïs temía que los persiguieran, siguieron una ruta indirecta, encaminándose primero hacia Fanjeaux, después al sur, por Puivert y Lavelanet, y finalmente otra vez hacia el oeste, en dirección a los montes Sabarthès.

»Con la caída de Carcassona, había soldados por todas partes. Invadieron nuestros campos como ratas. También había bandoleros que acosaban sin piedad a los refugiados. Alaïs y Sajhë viajaban en las primeras horas de la mañana y por la noche, y durante el día buscaban reparo del sol ardiente. Fue un verano particularmente caluroso, por lo que dormían a la intemperie cuando caía la noche. Se alimentaban de nueces, bayas, frutos y todo lo que podían encontrar en el bosque. Alaïs evitaba los pueblos, excepto cuando tenía la certeza de encontrar un refugio seguro.

– ¿Cómo sabían adonde ir? -preguntó Alice, recordando su propio viaje, tan sólo unas horas antes.

– Sajhë tenía un mapa, que le había dado…

Su voz se quebró. Sin saber por qué, Alice cogió una de sus manos entre las suyas. El gesto pareció reconfortarlo.

– Avanzaron mucho -prosiguió-, y llegaron a Los Seres poco antes de la fiesta de Sant Miquel, a finales de septiembre, cuando la tierra comenzaba a teñirse de oro. Aquí, en las montañas, el aire ya olía a otoño y tierra húmeda. Sobre los campos flotaba el humo de los rastrojos quemados. Era un mundo nuevo para ellos, que habían crecido entre las sombras de los callejones y los atestados mercados de Carcassona. Tanta luz. Un vasto cielo que parecía extenderse y llegar hasta el reino celestial. -Hizo una pausa contemplando el paisaje que tenía delante-. ¿Lo entiendes?

Ella asintió, electrizada por su voz.

– Harif, el Navigatairé, los estaba esperando. -Baillard bajó la cabeza-. Cuando se enteró de lo sucedido, lloró por el alma del padre de Alaïs y también por Simeón, por la pérdida de los libros y por la generosidad de Esclarmonda al permitir que Alaïs y Sajhë viajaran sin ella, para que el Libro de las palabras pudiera llegar a un lugar seguro.

Baillard se detuvo una vez más y, durante un rato, guardó silencio. Alice no quería interrumpirlo ni pedirle que continuara. La historia se contaría por sí sola. El anciano seguiría hablando cuando estuviera listo para hacerlo.

La expresión de Baillard se serenó.

– Fue una época maravillosa, tanto en las montañas como en el llano, o al menos eso pareció al principio. Pese al horror indescriptible de la caída de Besièrs, muchos de los habitantes de Carcassona creían que pronto les sería permitido regresar a sus casas. Muchos confiaban en la Iglesia. Creían que una vez expulsados los herejes, podrían seguir haciendo su vida normal.

– Pero los cruzados no se marcharon -dijo ella.

Baillard sacudió la cabeza.

– Fue una guerra por la tierra, no por cuestiones de fe -replicó-. Cuando la Ciutat cayó, en agosto de 1209, Simón de Montfort fue elegido vizconde, aunque Raymond-Roger Trencavel aún vivía. Para la mentalidad moderna, resulta difícil comprender lo inaudito y enormemente grave de la ofensa. Iba en contra de todas las tradiciones y de todo concepto del honor. Las guerras se financiaban, en parte, por los rescates que unas familias nobles pagaban a otras. A menos que un señor feudal hubiera sido condenado por un crimen, sus tierras nunca eran confiscadas para dárselas a otro. No podía haber indicio más claro del desprecio que los señores del norte sentían por el Pays d’Òc.

– ¿Qué fue del vizconde Trencavel? -preguntó Alice-. He visto su nombre por todas partes en la Cité.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Merece ser recordado. Murió, o más bien fue asesinado, después de tres meses de encierro en las mazmorras del Château Comtal, en noviembre de 1209. Montfort difundió el rumor de que había muerto del mal de los asedios, como se llamaba entonces a la disentería. Nadie le creyó. Hubo esporádicas sublevaciones y brotes de insurgencia, hasta que Montfort se vio obligado a conceder al hijo y heredero de Raymond-Roger, que entonces tenía dos años, una asignación anual de tres mil sols, a cambio de la cesión legal del vizcondado.

La imagen de un rostro surgió de pronto en la mente de Alice: una mujer hermosa, seria y piadosa, consagrada a su marido y su hijo.

– Dòmna Agnès -murmuró.

Baillard se la quedó mirando un momento.

– Su nombre también se recuerda entre los muros de la Ciutat -dijo serenamente-. Montfort era un católico devoto. De todos los cruzados, quizá era el único que verdaderamente creía estar cumpliendo la voluntad del Señor. Impuso a cada familia un diezmo para la Iglesia y un impuesto sobre los primeros frutos de la cosecha, como en el norte.

«Aunque la Ciutat había sido derrotada, las fortalezas del Minervois, la Montagne Noire y los Pirineos se negaban a rendirse. El rey de Aragón, Pedro, rehusó aceptar a Montfort como vasallo; Raymond VI, tío del vizconde Trencavel, se retiró a Tolosa, al tiempo que los condes de Nevers y Saint-Pol, y también otros, como Guy d’Evreux, regresaban al norte. Simón de Montfort tenía Carcassona en su poder, pero estaba aislado.

«Mercaderes, buhoneros y tejedores llevaban y traían noticias de sitios y batallas, algunas buenas y otras malas. Montréal, Preixan, Saverdun y Pamiers cayeron, pero Cabaret resistía. En la primavera de 1210, en abril, después de tres meses de asedio, Montfort tomó la ciudad de Bram. Ordenó a sus soldados que reunieran a los defensores derrotados y les arrancaran los ojos a todos menos a uno, que recibió la orden de conducir en procesión a sus mutilados compañeros a través del campo hasta Cabaret, como clara advertencia de que no esperaran clemencia si seguían resistiendo.

»El salvajismo y las represalias fueron en aumento. En julio de 1210, Montfort inició el asedio de la fortaleza de Minerve. La ciudad estaba protegida en dos de sus flancos por profundos barrancos rocosos, tallados por la milenaria perseverancia de los ríos. Muy por encima de la ciudad, Montfort mandó instalar un trébuchet, una gigantesca máquina de guerra conocida como la malvoisine, «la mala vecina». -Se interrumpió y se volvió hacia Alice-. Si vas por allí, podrás ver una réplica. Resulta extraño verla. Durante seis semanas, Montfort bombardeó la ciudad. Cuando finalmente Minerve cayó, ciento cuarenta parfaits cátaros se negaron a abjurar de sus creencias y fueron ejecutados en una hoguera colectiva.

»En mayo de 1211, los invasores tomaron Lavaur, después de un mes de asedio. Los católicos lo llamaban «la silla de Satanás». En cierto modo estaban en lo cierto, porque era la sede del obispo cátaro de Tolosa y de cientos de parfaits y parfaites que vivían en parte practicando abiertamente sus ritos.

Baillard se llevó la copa a los labios y bebió.

– Casi un centenar de credentes y parfaits fueron quemados, entre ellos Amaury de Montréal, que había encabezado la resistencia, junto con ochenta de sus caballeros. El cadalso se desfondó bajo su peso. Los franceses tuvieron que degollarlos. Enceguecidos por la sed de sangre, los invasores recorrieron la ciudad en busca de la señora de Lavaur, Guiranda, bajo cuya protección habían vivido los bons homes. Cuando la encontraron, abusaron de ella y la arrastraron por las calles como a una vulgar criminal. Después la arrojaron a un pozo y le tiraron piedras hasta dejarla medio muerta. Fue enterrada viva, o quizá ahogada.

– ¿Sabían Alaïs y Sajhë lo mal que estaban las cosas? -preguntó Alice.

– Les llegaban algunas noticias, pero a menudo con muchos meses de retraso. La guerra seguía concentrada en la llanura. Ellos llevaban una vida simple pero feliz aquí en Los Seres, con Harif. Recogían leña, salaban carne para los largos meses de invierno, aprendían a hornear pan y a empajar el tejado para protegerlo de las tormentas.

La voz de Baillard se había suavizado.

– Harif le enseñó a Sajhë a leer y a escribir, primero en la langue d’òc y después en el idioma de los invasores, así como un poco de árabe y un poco de hebreo. -Sonrió-. Sajhë no era un alumno aplicado. Prefería ejercitar el cuerpo antes que la mente; pero con la ayuda de Alaïs, perseveró.

– Probablemente quería impresionarla.

Baillard la miró por el rabillo del ojo, pero no hizo ningún comentario.

– Todo siguió igual hasta la Pascua después del decimotercer cumpleaños de Sajhë, cuando Harif le anunció que viviría como aprendiz en la casa de Pierre-Roger de Mirepoix, para comenzar su adiestramiento como chavalièr.

– ¿Qué le pareció a Alaïs?

– Se alegró mucho por él. Era lo que el chico siempre había deseado. En Carcassona, siempre se quedaba mirando a los escuderos, viendo cómo lustraban y pulían las botas y las celadas de sus señores. Se colaba en las Lizas para verlos enfrentarse en las justas. La categoría de chavalièr estaba fuera del alcance de su condición, pero eso no le impedía soñar con vestir algún día sus propios colores. Por fin parecía que iba a tener la oportunidad de demostrar su valor.

– ¿Y así fue finalmente?

Baillard asintió.

– Pierre-Roger de Mirepoix era un maestro severo pero justo, y tenía fama de adiestrar bien a los jóvenes. El entrenamiento era difícil, pero Sajhë era listo y despierto, y estaba dispuesto a trabajar duramente. Aprendió a inclinar la lanza sobre el estafermo. Practicó con la espada, el mazo, el mangual y la daga, y a cabalgar con la espalda recta sobre la montura alta.

Durante un rato, Alice estuvo contemplándolo mientras hablaba, con la vista perdida en las montañas, y pensó, como ya lo había pensado antes, que aquellas gentes remotas, en cuya compañía Baillard había pasado gran parte de su vida, eran para él como seres de carne y hueso.

– ¿Qué fue de Alaïs durante todo ese tiempo?

Mientras Sajhë estaba en Mirepoix, Harif empezó a instruir a Alaïs en las ceremonias y rituales de la Noublesso. Para entonces, su capacidad de sanadora y mujer sabia era conocida. Había pocas enfermedades de la mente o el espíritu que no pudiera tratar. Harif le enseñó mucho acerca de las estrellas y de las pautas que se repiten en el mundo, basándose en la sabiduría de los antiguos místicos de su tierra. Alaïs se daba cuenta de que Harif tenía un objetivo más profundo. Sabía que la estaba preparando para su cometido, y también a Sajhë, y que por eso lo había enviado a adiestrarse.

«Mientras tanto, Sajhë pensaba poco en el pueblo. Retazos de noticias de Alaïs llegaban de vez en cuando a Mirepoix, llevados por pastores o parfaits, pero ella no iba nunca a verlo. Por culpa de su hermana Oriane, Alaïs era una fugitiva cuya cabeza tenía un precio. Harif le envió dinero a Sajhë para comprar un caballo, una armadura y una espada. Con apenas quince años, fue armado caballero. -Se interrumpió, vacilante-. Poco después, fue a la guerra. Muchos de los que en un principio se habían aliado con los franceses, confiando en su clemencia, habían cambiado de bando, entre ellos el conde de Tolosa. Esta vez, cuando pidió ayuda a su señor, el rey Pedro II de Aragón, éste aceptó su responsabilidad y, en enero de 1213, emprendió la marcha al norte. Junto con el conde de Foix, sus fuerzas combinadas eran lo bastante grandes como para infligir suficiente daño a las menguadas huestes de Montfort.

»En septiembre de 1213, los dos ejércitos, el del norte contra el del sur, se enfrentaron cara a cara en Muret. Pedro era un capitán valeroso y un buen estratega, pero el ataque falló y, en el fragor de la batalla, el monarca fue muerto por el enemigo. El sur había perdido a su líder. -Baillard se detuvo-. Entre los que luchaban por la independencia había un chavalièr de Carcassona, Guilhelm du Mas -prosiguió-. Luchaba muy bien. Era muy apreciado. Inspiraba a los hombres.

Su voz adquirió un extraño tono de admiración mezclado con alguna otra cosa que Alaïs no supo identificar. Sin darle tiempo a ahondar en el tema, Baillard siguió adelante.

– El vigésimo quinto día de junio de 1218, cayó el lobo.

– ¿El lobo?

El anciano levantó las manos.

– Oh, disculpa. En las canciones de la época, por ejemplo en la Cansó de la Crosada, a Montfort se le conoce como el lobo. Murió durante el asedio de Tolosa. Recibió un golpe en la cabeza, con una piedra lanzada por una catapulta que, según dicen, manejaba una mujer. -Alice no pudo reprimir una sonrisa-. Trasladaron su cuerpo a Carcassona y lo enterraron a la manera del norte. Su corazón, hígado y estómago fueron enviados a Sant Sarnin, y sus huesos a Sant Nazari, donde fueron sepultados bajo una lápida que ahora se encuentra junto al muro del crucero sur de la basílica. -Se detuvo un momento-. Probablemente la habrás visto durante tu visita a la Ciutat.

Alice se ruborizó.

– Yo… por alguna causa, no pude entrar en la catedral -reconoció. Baillard le lanzó una rápida mirada, pero no dijo nada más a propósito de la lápida.

– A Simón de Montfort le sucedió su hijo, Amaury, pero éste no era un comandante de la talla de su padre, y de inmediato empezó a perder las tierras que aquél había conquistado. En 1224, Amaury se rindió y la familia De Montfort renunció a sus pretensiones sobre las tierras de los Trencavel. Sajhë quedó en libertad de regresar a casa. Pierre-Roger de Mirepoix hubiese deseado conservarlo a su lado, pero Sajhë tenía…

El anciano se interrumpió, se puso de pie y se alejó un poco, bajando por la cuesta. Cuando empezó a hablar nuevamente, no se volvió hacia ella.

– Tenía veintiséis años -dijo-. Alaïs era mayor que él, pero Sajhë… tenía sus esperanzas. Miraba a Alaïs con otros ojos, ya no como un hermano a su hermana. Sabía que no podían casarse, porque Guilhelm du Mas aún vivía; pero aun así soñaba, tras haber demostrado su valor, que quizá podía haber algo más entre los dos.

Alice vaciló un momento, pero finalmente se acercó a él y se situó de pie a su lado. Cuando apoyó su mano en el brazo del anciano, éste se sobresaltó, como si hubiese olvidado del todo su presencia.

– ¿Qué sucedió entonces? -preguntó ella en voz baja, invadida por un extraño nerviosismo. Se sentía como si estuviera escuchando furtivamente una conversación ajena, como si la historia fuese demasiado íntima para ser revelada.

– Sajhë hizo acopio de coraje para hablarle -respondió él con voz temblorosa-. Harif se daba cuenta de todo. Si Sajhë le hubiese pedido consejo, se lo habría dado. Pero no lo hizo.

– Quizá Sajhë no deseaba oír lo que sabía que Harif le habría dicho.

Baillard esbozó una media sonrisa.

– Benlèu. Quizá.

Alice esperó un momento.

– Entonces… -insistió, cuando se hizo evidente que el anciano no pensaba seguir hablando-. ¿Le confesó Sajhë a Alaïs lo que sentía?

– Así es.

– ¿Y bien? -preguntó Alice ansiosa-. ¿Qué le contestó ella?

Baillard se volvió para mirarla.

– ¿No lo sabes? -replicó, casi en un suspiro-. Ruega a Dios que no tengas que saber nunca lo que es amar de ese modo, sin la menor esperanza de ser correspondido.

Alice no pudo evitar salir en defensa de Alaïs, por muy absurdo que le pareciera hacerlo.

– Pero ¡ella lo quería mucho! -exclamó, con decisión-. Como a un hermano. ¿No era suficiente?

Baillard se volvió y le sonrió.

– Tuvo que conformarse con eso -replicó-. Pero ¿suficiente? No, no fue suficiente.

Se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa.

– ¿Le parece que regresemos? -preguntó, volviendo fugazmente al tratamiento formal-. Empieza a hacer calor, y usted, donaisela Tanner, debe de estar cansada después del largo viaje.

Alice advirtió lo pálido y cansado que de pronto parecía el anciano y se sintió culpable. Mirando el reloj, vio que llevaban hablando mucho más tiempo del que pensaba. Ya era casi mediodía.

– Sí, desde luego -repuso rápidamente, ofreciéndole su brazo. Caminaron juntos lentamente, de regreso a la casa.

– Si me lo permites -le dijo él en voz baja, cuando estuvieron dentro-, necesitaría dormir un poco. ¿Quizá tú también desearías descansar?

– Estoy cansada -admitió ella.

– Cuando despierte, prepararé la comida y terminaré de contarte la historia, antes de que caiga la noche y tengamos que ocuparnos de otras cosas.

Alice esperó a que el anciano se dirigiera al fondo de la casa y corriera la cortina tras él. Después, sintiéndose extrañamente perdida y vacía, cogió una manta y una almohada y salió al exterior.

Se acostó bajo los árboles, y sólo entonces advirtió que el pasado había absorbido hasta tal punto su imaginación que ni una sola vez había vuelto a pensar en Shelagh ni en Will.

CAPÍTULO 68

Qué estás haciendo? -preguntó François-Baptiste, entrando en la sala del pequeño y anónimo chalet, cerca del pico de Soularac.

Marie-Cécile estaba sentada a la mesa, con el Libro de los números abierto sobre un soporte negro almohadillado que tenía delante. No levantó la vista.

– Estoy estudiando la disposición de la cámara.

François-Baptiste se sentó a su lado.

– ¿Por alguna razón en especial?

– Para recordar las diferencias entre este diagrama y la cueva del laberinto tal como es en realidad.

Sintió que su hijo miraba sobre su hombro.

– ¿Hay muchas? -preguntó él.

– Algunas. Ésta, por ejemplo -dijo, señalando el libro sin tocarlo y con el rojo barniz de uñas apenas visible a través de los guantes protectores de algodón-. Nuestro altar está aquí, donde está marcado. En la cueva auténtica, está más cerca de la pared.

– ¿No queda oscurecida entonces la figura del laberinto?

Marie-Cécile se volvió para mirarlo, sorprendida por la inteligencia de su comentario.

– Si los guardianes originales, al igual que la Noublesso Véritable , utilizaron para sus ceremonias el Libro de los números, ¿no debería ser todo igual? -prosiguió el muchacho.

– Así debería ser, sí -repuso ella-. No hay ninguna tumba. Es la diferencia más evidente, pero es interesante que los esqueletos hallados se encontraran en el lugar exacto de la tumba.

– ¿Has averiguado algo más acerca de los cadáveres? -preguntó él.

Ella sacudió la cabeza.

– Entonces no sabemos aún quiénes eran.

Marie-Cécile se encogió de hombros.

– ¿Acaso importa?

– Supongo que no -replicó él, pero ella advirtió que su falta de interés lo molestaba.

– En definitiva -prosiguió ella-, no creo que nada de eso importe. Lo importante es la figura, el recorrido que sigue el Navigatairé mientras pronuncia las palabras.

– ¿Crees que serás capaz de leer el pergamino del Libro de las palabras?

– Si data de la misma época que los otros pergaminos, sí, sin duda. Los jeroglíficos son bastante sencillos.

Una oleada de expectación le recorrió el cuerpo, tan repentina y vertiginosa que le hizo levantar los dedos, como si una mano la hubiese agarrado por el cuello. Esa noche pronunciaría las palabras olvidadas. Esa noche el poder del Grial descendería sobre ella. El tiempo sería conquistado.

– ¿Y si O’Donnell miente? -preguntó François-Baptiste-, ¿Y si no tiene el libro? ¿O si tampoco Authié lo ha encontrado?

Marie-Cécile abrió mucho los ojos, catapultada al presente por el tono áspero y desafiante de su hijo. Lo miró con desagrado.

– El Libro de las palabras está ahí -dijo.

Molesta porque su hijo le había estropeado el estado de exaltación, Marie-Cécile cerró el Libro de los números y lo devolvió a su envoltorio. En su lugar, colocó sobre el soporte el Libro de las pociones.

Por fuera, los dos libros eran idénticos: las mismas cubiertas de madera forradas de piel y atadas con tiras de cuero.

En la primera página había sólo un diminuto cáliz de oro en el centro. El reverso estaba en blanco En la tercera página se podían ver las palabras y los dibujos que había también en el friso de las paredes de la cámara subterránea de la Rue du Cheval Blanc.

La primera letra de cada una de las páginas siguientes estaba iluminada en rojo, azul o amarillo sobre fondo dorado, pero el resto era texto corrido, sin separación entre las palabras ni espacio alguno que mostrara dónde terminaba una palabra y empezaba la siguiente.

Marie-Cécile pasó directamente al pergamino del centro del libro.

Intercaladas entre los jeroglíficos, había minúsculas figuras de plantas y símbolos resaltados en verde. Después de años de estudio e investigaciones, aplicando los conocimientos acumulados gracias al mecenazgo de la familia De l’Oradore, su abuelo había descubierto que ninguna de las ilustraciones tenía la menor importancia.

Sólo los jeroglíficos escritos en los dos pergaminos del Grial eran importantes. Todo el resto -las palabras, las figuras y los colores- estaban ahí para oscurecer, ornamentar y esconder la verdad.

– Está ahí -repitió ella, mirando con fiereza a François-Baptiste. Podía ver la duda en el rostro de su hijo, pero decidió no hacer ningún comentario.

– Ve a buscar mis cosas -le ordenó en cambio secamente-, y después averigua dónde está el coche.

El joven volvió minutos después, con el neceser de su madre.

– ¿Dónde lo dejo?

– Ahí -dijo ella, señalando la mesa de tocador. Cuando su hijo volvió a salir, Marie-Cécile fue hacia el mueble y se sentó. Por fuera, el neceser era de suave piel marrón, con sus iniciales grabadas en oro. Había sido un regalo de su abuelo.

Abrió la tapa. Dentro había un espejo grande y varios bolsillos para guardar peines, cepillos, diversos utensilios de belleza, pañuelos de papel y unas tijeritas de oro. Los cosméticos se alineaban en el nivel superior, en pulcras y ordenadas filas: pintalabios, sombra y máscara de ojos, kohl y polvos. En el compartimento inferior estaban sus tres cofres joyeros de cuero rojo.

– ¿Dónde están? -preguntó sin volverse.

– No muy lejos -replicó François-Baptiste. Podía oír la tensión en su voz.

– ¿Él está bien?

El joven fue hacia ella y le apoyó las manos en los hombros.

– ¿De verdad te importa, maman?

Marie-Cécile observó su reflejo y después miró a su hijo, encuadrado en el espejo, por encima de su cabeza, como posando para un retrato. Había formulado la pregunta en tono ligero, pero su mirada lo traicionaba.

– No -replicó ella y de inmediato notó que se aliviaba un poco la tensión en el rostro de su hijo-. Sólo me interesa.

El joven se encogió de hombros y retiró sus manos.

– Está vivo, si eso responde a tu pregunta. Causó algún problema cuando se lo estaban llevando. Fue preciso tranquilizarlo un poco.

Ella arqueó las cejas.

– No demasiado, espero -dijo-. En estado de semiinconsciencia no me sirve para nada.

– ¿No te sirve? -preguntó él secamente.

Marie-Cécile se mordió la lengua. Necesitaba tener contento a François-Baptiste.

– No nos sirve -rectificó.

CAPÍTULO 69

Alice estaba dormitando a la sombra de los árboles cuando Audric reapareció un par de horas después.

– He preparado algo de comer -anunció.

Tenía mejor semblante después de haber dormido. Su piel había perdido el aspecto tenso y ceroso, y sus ojos resplandecían vivaces.

Alice recogió sus cosas y lo siguió al interior de la casa. Sobre la mesa había queso de cabra, aceitunas, tomates, melocotones y una jarra de vino.

– Sírvete lo que quieras, por favor.

En cuanto se hubieron sentado, Alice se dispuso a desgranar todas las preguntas que había estado ensayando para sí misma. Advirtió que él comía frugalmente, pero bebía un poco de vino.

– ¿Intentó Alaïs recuperar los dos libros que su hermana y su marido habían robado?

– Reunir la Trilogía del Laberinto había sido el propósito de Harif desde el instante en que la guerra proyectó su sombra amenazadora sobre el Pays d’Òc -respondió él-. Pero Alaïs, por culpa de su hermana Oriane, era una fugitiva de la justicia. No le resultaba fácil viajar. Las pocas veces que bajaba del pueblo, lo hacía disfrazada. Intentar un viaje hacia el norte habría sido una locura. En varias ocasiones Sajhë planeó irse a Chartres, pero nunca pudo hacerlo.

– ¿Por Alaïs?

– En parte, pero también por su abuela, Esclarmonda. Se sentía obligado ante la Noublesso de los Seres, del mismo modo que Alaïs se sentía responsable en nombre de su padre.

– ¿Qué fue de Esclarmonda?

– Muchos bons homes huyeron al norte de Italia. Esclarmonda nunca se recuperó lo suficiente como para viajar tan lejos, pero Gastón y su hermano la llevaron a un pueblecito de Navarra, donde vivió hasta su muerte, unos años después. Sajhë la visitaba siempre que podía. -Hizo una pausa-. Fue una gran tristeza para Alaïs no volver a verla.

– ¿Y Oriane? -preguntó Alice al cabo de un momento-. ¿También recibía Alaïs noticias suyas?

– Muy pocas. Lo que más le interesaba a Oriane era el laberinto de la catedral de Chartres. Nadie sabía quién lo había trazado, ni lo que podía significar. En parte fue por eso que Evreux y Oriane prefirieron quedarse en la ciudad en lugar de regresar a las tierras de él, más al norte.

– Además, los libros habían sido confeccionados en Chartres…

– En realidad, el cometido del laberinto era desviar la atención de la cueva, que estaba aquí en el sur.

– Ayer lo vi -dijo Alice.

«¿Fue ayer? ¿Solamente ayer?»

– No sentí nada -añadió-. O mejor dicho, me pareció muy bonito y muy impresionante, pero nada más.

Audric hizo un gesto afirmativo.

– Oriane consiguió lo que quería. Guy d’Evreux la tomó por esposa y se la llevó al norte. A cambio, ella le entregó el Libro de las pociones, el Libro de los números y la promesa de seguir buscando el Libro de las palabras.

– ¿Por esposa? -preguntó Alice asombrada-. Pero ¿que pasó con…?

– ¿Jehan Congost? Era un buen hombre. Quizá un poco pedante, celoso y carente de sentido del humor, pero un leal servidor. François lo mató por orden de Oriane. -Hizo una pausa-. François merecía morir. Tuvo un mal final, pero no merecía nada mejor.

Alice sacudió la cabeza.

– Por quien iba a preguntar era por Guilhelm -aclaró.

– Se quedó en el Mediodía.

– Pero ¿no pretendía a Oriane?

– Fue incansable en sus esfuerzos por expulsar a los cruzados. Con el paso de los años se rodeó de gran número de seguidores en las montañas. Al principio, puso su espada al servicio de Pierre-Roger de Mirepoix. Después, cuando el hijo del vizconde Trencavel recuperó las tierras que le habían sido arrebatadas a su padre, Guilhelm luchó junto a él.

– ¿Cambió de bando? -preguntó Alice, desconcertada.

– No, en realidad… -suspiró Baillard-, no. Guilhelm du Mas jamás traicionó al vizconde Trencavel. Se comportó como un tonto, sin duda, pero al final quedó claro que nunca había sido un traidor. Oriane lo utilizó. Fue hecho prisionero al mismo tiempo que Raymond-Roger Trencavel, cuando cayó Carcassona. Pero a diferencia del vizconde, Guilhelm consiguió huir. Nunca fue un traidor.

Audric hizo una profunda inspiración, como si le hubiese costado admitirlo.

– Pero Alaïs creía que lo era -dijo en voz baja.

– Fue el arquitecto de su propia desdicha.

– Sí, ya lo sé, pero aun así… Vivir con ese pesar, sabiendo que Alaïs lo consideraba tan vil como…

– Guilhelm no merece compasión -la interrumpió secamente Baillard-. Traicionó a Alaïs, quebrantó los votos del matrimonio, la humilló. Sin embargo, ella… -Se interrumpió-. Tendrás que disculparme. A veces es difícil ser objetivo.

«¿Por qué se alterará tanto?»

– ¿Nunca intentó ver a Alaïs?

– La amaba -dijo Audric simplemente-. No se habría arriesgado a conducir a los franceses hasta ella.

– ¿Y ella? ¿No intentó verlo?

Audric sacudió lentamente la cabeza.

– ¿Lo habrías intentado tú, de haber estado en su lugar? -preguntó suavemente.

Alice se detuvo a reflexionar un momento.

– No lo sé. Si ella lo amaba, a pesar de lo que había hecho…

– De vez en cuando llegaban al pueblo noticias de las campañas de Guilhelm. Alaïs no hacía ningún comentario, pero estaba orgullosa del hombre en que él se había convertido.

Alice cambió de postura en su silla. Audric pareció advertir su impaciencia, porque aceleró el ritmo del relato.

– Durante cinco años después del regreso de Sajhë al pueblo -prosiguió-, reinó una paz precaria. Alaïs, Harif y él vivían bien. En las montañas había otros antiguos habitantes de Carcassona, entre ellos Rixenda, la que fuera la doncella de Alaïs, que se estableció en el pueblo. Era una vida sencilla, pero agradable.

Baillard hizo una pausa.

– En 1229, todo cambió. Un nuevo rey accedió al trono francés. San Luis era un hombre devoto, de firmes convicciones religiosas. La persistencia de la herejía lo indignaba. Pese a los años de opresión y persecución en el Mediodía, la Iglesia cátara rivalizaba con la católica en poder e influencia. Los cinco obispos cátaros, de Tolosa, Albí, Carcassona, Agen y Razès, eran más respetados y en muchos lugares tenían más influencia que los católicos.

»Al principio, nada de eso afectó a Alaïs ni a Sajhë. Siguieron viviendo más o menos como antes. En invierno, Sajhë viajó a España para reunir dinero y armas destinados a la resistencia. Alaïs se quedó en el pueblo. Cabalgaba bien, era buena con el arco y la espada y tenía gran coraje, todo lo cual le permitía transmitir mensajes a los jefes de la resistencia en el Ariège y a lo largo y ancho de los montes Sabarthès. Proporcionó refugio a muchos parfaits y parfaites, a los que suministraba comida, alojamiento e información sobre los lugares donde se celebraban sus misas. Los parfaits eran predicadores generalmente errantes, que vivían de su trabajo manual: cardaban lana, hacían pan, hilaban… Viajaban en parejas compuestas por un maestro y un joven iniciado. Normalmente eran hombres, pero también podían ser mujeres. -Audric sonrió-. Era más o menos lo que hacía Esclarmonda, la amiga y mentora de Alaïs cuando vivía en Carcassona.

»Las excomuniones, el ofrecimiento de indulgencias a los cruzados y la nueva campaña para erradicar la herejía, como ellos la llamaban, habrían continuado como hasta entonces de no haber sido porque había un nuevo papa, Gregorio IX. Éste no estaba dispuesto a esperar. En 1233, instauró la Santa Inquisición bajo su control directo, con el cometido de buscar y erradicar la herejía allí donde estuviera y a toda costa. Eligió a los dominicos, los frailes negros, como sus agentes.

– Yo creía que la Inquisición había empezado en España. Siempre se la menciona en ese contexto.

– Un error corriente -dijo Baillard-. No, la Inquisición fue fundada para aniquilar a los cátaros. Comenzó el terror. Los inquisidores iban de pueblo en pueblo como les venía en gana, acusando, denunciando y condenando. Había espías por todas partes. Hubo exhumaciones para poder quemar como herejes a difuntos sepultados en terreno sagrado. Comparando las confesiones y medias confesiones que arrancaban, los inquisidores empezaron a trazar el mapa del catarismo, de los pueblos pequeños a los medianos, y de allí a las ciudades. El Pays d’Òc comenzó a sumirse en una maligna marea de asesinatos refrendados por la justicia. Gente buena y honesta fue condenada. El terror hizo que los vecinos se volvieran contra sus vecinos. Todas las grandes ciudades, desde Tolosa hasta Carcassona, tenían su tribunal de la Inquisición. Una vez pronunciada la sentencia, los inquisidores entregaban las víctimas a las autoridades seculares para que las encerraran, les administraran latigazos, las mutilaran o las quemaran en la hoguera. Ellos no se ensuciaban las manos. No absolvían a casi nadie. Incluso los que eran puestos en libertad se veían obligados a llevar una cruz amarilla cosida a la ropa, que los señalaba como herejes.

Alice percibió el destello de un recuerdo. De ir corriendo por el bosque, huyendo de los cazadores. De caer. De un fragmento de tela del color de las hojas de otoño, que se alejaba de ella flotando en el aire.

«¿Lo habré soñado?»

Alice miró el rostro de Audric y vio tanto dolor escrito en sus facciones que se le encogió el corazón.

– En mayo de 1234, los inquisidores llegaron a la ciudad de Limoux. Quiso la suerte que Alaïs hubiera viajado allí en compañía de Rixenda. En la confusión (quizá las tomaran por parfaites, al ser dos mujeres que viajaban juntas), fueron arrestadas y trasladadas a Tolosa.

«Es lo que he estado temiendo.»

– No dieron sus nombres auténticos, por lo que transcurrieron varios días antes de que Sajhë se enterara de lo sucedido. De inmediato fue en su busca, sin pensar en su propia seguridad. Tampoco esa vez la suerte estuvo de su parte. Los juicios de la Inquisición se celebraban en la catedral de San Sernín, de modo que fue allí adonde se dirigió. Pero a Alaïs y Rixenda las habían llevado a los claustros de Saint-Étienne.

Alice contuvo el aliento, recordando a la fantasmagórica mujer arrastrada por unos monjes ataviados con hábitos negros.

– He estado allí -consiguió decir.

– Las condiciones eran terribles. Sucias, brutales, envilecedoras. Los prisioneros sobrevivían sin luz ni calor, con los gritos de los otros prisioneros como única señal para distinguir el día de la noche. Muchos murieron entre aquellos muros, a la espera del juicio.

Alice intentó hablar, pero tenía la boca demasiado seca.

– ¿Ella…? -se interrumpió, incapaz de continuar.

– El espíritu humano puede soportar mucho, pero una vez quebrantado, se desmorona como el polvo. Es lo que hacían los inquisidores. Quebrantaban nuestro espíritu, con la misma seguridad con que los torturadores destrozaban la piel y los huesos, hasta que ya no sabíamos quiénes éramos.

– Cuénteme qué sucedió -lo animó ella.

– Sajhë llegó demasiado tarde -dijo en tono neutro-, pero Guilhelm no. Había oído decir que una sanadora, una mujer de las montañas, había sido detenida para ser interrogada y, por algún motivo, supuso que debía de tratarse de Alaïs, aun cuando su nombre no figuraba en el registro. Sobornó a los guardias para que lo dejaran pasar… Los sobornó o los amenazó, no lo sé. Encontró a Alaïs. Rixenda y ella estaban separadas de todos los demás, lo cual le brindó la oportunidad que necesitaba para sacarlas de Saint-Étienne y de Tolosa, antes de que los inquisidores descubrieran su desaparición.

– Pero…

– Alaïs siempre creyó que había sido Oriane quien había ordenado su captura. De hecho, los inquisidores nunca la interrogaron.

Alice sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

– ¿La trajo Guilhelm de vuelta al pueblo? -se apresuró a preguntar, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Volvió a su casa, ¿verdad?

Baillard asintió.

– Sí, al cabo de un tiempo. Regresó en agosto, poco después de la fiesta de la Asunción, trayendo consigo a Rixenda.

Las palabras le brotaban precipitadamente.

– ¿Guilhelm no viajó con ellas?

– No -respondió él-. Tampoco volvieron a verse… -Hizo una pausa. Más que oír, Alice intuyó que Baillard hacía una profunda inspiración-. La hija de ambos nació seis meses después. Alaïs la llamó Bertranda, en recuerdo de su padre, Bertran Pelletier.

Las palabras de Audric parecían flotar entre los dos.

«Otra pieza del rompecabezas.»

– Guilhelm y Alaïs -musitó ella para sí misma. Mentalmente, volvió a ver el árbol genealógico desplegado sobre la cama del dormitorio de Grace, en Sallèles d’Aude. El nombre alais pelletier-du mas (1193-), destacado en tinta roja. Cuando miró entonces, no fue capaz de leer el nombre que había al lado, sólo el de Sajhë, escrito en tinta verde, en la línea inferior y al costado.

– Alaïs y Guilhelm -repitió.

«Una línea directa de descendencia nos une.»

Alice estaba ansiosa por saber lo sucedido durante esos tres meses en que Guilhelm y Alaïs estuvieron juntos. ¿Por qué habían vuelto a separarse? Quería saber por qué el símbolo del laberinto figuraba junto a los nombres de Alaïs y Sajhë.

«Y también junto al mío.»

Levantó la vista, sintiendo una creciente exaltación. Estaba a punto de soltar un torrente de preguntas, cuando la expresión de Audric la detuvo. Instintivamente, supo que el anciano ya había hablado lo suficiente acerca de Guilhelm.

– ¿Qué pasó después? -preguntó serenamente-. ¿Se quedaron Alaïs y su hija en Los Seres con Sajhë y Harif?

Por la fugaz sonrisa que apareció en el rostro de Audric, Alice comprendió que su interlocutor se alegraba del cambio de tema.

– Era una niña preciosa -dijo-. De buen corazón, bonita y siempre estaba riendo y cantando. Todos la adoraban, sobre todo Harif. Bertranda pasaba horas a su lado, escuchando sus historias de Tierra Santa y oyéndolo hablar de su abuelo, Bertran Pelletier. Cuando fue un poco mayor, comenzó a hacerle recados, y cuando cumplió seis años, Harif empezó a enseñarle a jugar al ajedrez.

Audric se interrumpió. Su rostro volvió a ensombrecerse.

– Sin embargo, durante todo ese tiempo, la negra mano de la Inquisición no dejaba de extender su alcance. Una vez sometidas las llanuras, los cruzados volvieron finalmente su atención a los reductos que aún quedaban por conquistar en los Pirineos y los montes Sabarthès. Raymond, el hijo de Trencavel, regresó del exilio en 1240 con un contingente de chavalièrs, al que se sumó la mayor parte de la nobleza de las Corbières. Recuperó fácilmente casi todos los pueblos entre Limoux y la Montagne Noire. Todo el país se movilizó: Saissac, Azille, Laure, los castillos de Quéribus, Peyrepertuse, Aguilar… Pero al cabo de casi un mes de combates, no había logrado reconquistar Carcassona. En octubre, se replegó en Montréal. Nadie acudió en su ayuda. Al final, se vio obligado a retirarse a Aragón.

Audric hizo una pausa.

– En seguida comenzó el terror. Montréal fue literalmente arrasada, y también Montolieu. Limoux y Alet se rindieron. Alaïs comprendió claramente, como lo comprendimos todos, que la población pagaría el precio de la sublevación fallida.

Baillard se detuvo de pronto y levantó la vista.

– ¿Has estado en Montségur, Alice?

Ella sacudió la cabeza.

– Es un lugar extraordinario, quizá incluso sagrado. Aún hoy sigue poblado de espíritus. Está excavado en tres laderas de la montaña. El templo de Dios entre las nubes.

– En la seguridad de las montañas -dijo ella sin pensarlo, pero después se ruborizó, al darse cuenta de que estaba citándole a Baillard sus propias palabras.

– Muchos años antes de eso, antes del comienzo de la cruzada, los líderes de la Iglesia cátara habían pedido al señor de Montségur, Raymond de Péreille, que reconstruyera el derruido castillo y reforzara las fortificaciones. En 1243, Pierre-Roger de Mirepoix, en cuya casa Sajhë se había adiestrado, estaba al mando de la guarnición. Temerosa por Bertranda y Harif, Alaïs sintió que ya no podían quedarse en Los Seres. Sajhë les ofreció su ayuda y todos juntos se unieron al éxodo que marchaba hacia Montségur.

Audric hizo un gesto de asentimiento.

– Pero al viajar llamaron la atención. Quizá debieron separarse. Para entonces, el nombre de Alaïs figuraba en los índices de la Inquisición.

– ¿Era cátara Alaïs? -preguntó ella de pronto, al darse cuenta de que aun entonces seguía sin saberlo con certeza.

Audric guardó silencio un momento.

– Los cátaros creían que el mundo que vemos, oímos, olemos, saboreamos y tocamos fue creado por el Diablo. Creían que el Diablo había engañado a espíritus puros para que abandonaran el reino de Dios y los había aprisionado en envoltorios de carne y hueso aquí en la Tierra. Creían que si llevaban una vida recta y tenían «un buen final», sus almas serían liberadas de su prisión y podrían regresar junto a Dios y vivir en Su gloria. De lo contrario, al cabo de cuatro días volverían a reencarnarse en la Tierra, para comenzar un nuevo ciclo.

Alice recordó las palabras en la Biblia de Grace:

– Lo que ha nacido de la carne, carne es; y lo que ha nacido del Espíritu, espíritu es.

Audric asintió.

– Hay que entender que los bons homes eran muy apreciados por la gente a la cual servían. No cobraban por oficiar bodas ni bautizos, ni por sepultar a los muertos. No recaudaban impuestos, ni exigían diezmos. Se cuenta que un parfait encontró un día a un campesino arrodillado en un extremo de sus tierras. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó. «Dando gracias a Dios por haberme mandado una buena cosecha», replicó el labrador. El parfait sonrió y ayudó al hombre a ponerse de pie. «Eso no ha sido obra de Dios, sino tuya. Porque ha sido tu mano la que ha abierto los surcos en primavera y ha cuidado los sembrados.» -Levantó la vista para mirar a Alice-. ¿Lo entiendes?

– Creo que sí -dijo ella, con cierta vacilación-. Creían que cada individuo controla su propia vida.

– Dentro de los límites y restricciones del lugar y la época donde había nacido, en efecto.

– Pero ¿Alaïs coincidía con esa forma de pensar? -insistió ella.

– Alaïs era como ellos. Ayudaba a la gente y ponía las necesidades de los demás por delante de las propias. Hacía lo que consideraba correcto, independientemente de lo que dictaran las tradiciones o las costumbres. -Sonrió-. Lo mismo que ellos, no creía en el juicio final. Pensaba que el mal que veía a su alrededor no podía ser obra de Dios, pero en definitiva, no, no era uno de ellos. Alaïs era una mujer que creía en el mundo que podía ver y tocar.

– ¿Y Sajhë?

Audric no respondió.

– Aunque el término «cátaro» es de uso corriente en la actualidad, en la época de Alaïs, los fieles se llamaban a sí mismos bons homes. Los textos inquisitoriales, en latín, se refieren a ellos como albigenses o heretici.

– ¿De dónde procede entonces el nombre de «cátaros»?

– Oh, verás, no podemos dejar que los vencedores escriban nuestra historia por nosotros -dijo-. Es un término que otros estudiosos e incluso yo… -Se interrumpió, sonriendo, como sí se hubiera gastado una broma a sí mismo-. Hay diferentes explicaciones. Es posible que la palabra catar en occitano, o cathare en francés, derive del griego katharos, que significa «puro». Es difícil saber lo que se proponían.

Alice frunció el ceño, dándose cuenta de que había algo que no entendía, pero sin saber muy bien qué.

– ¿Y qué hay de la religión en sí misma? ¿Cuál fue su origen? No surgió en Francia, ¿no?

– Las raíces del catarismo europeo están en el bogomilismo, una fe dualista que floreció en Bulgaria, Macedonia y Dalmacia a partir del siglo x. Estaba relacionada con creencias religiosas más antiguas, como el zoroastrismo en Persia o el maniqueísmo. Sus fieles creían en la reencarnación.

Una idea comenzó a cobrar forma en la mente de Alice, el vínculo entre todo lo que le estaba contando Audric y lo que ella ya sabía.

«Espera y saldrá a tu encuentro. Ten paciencia.»

– En el Palais des Arts, en Lyon -prosiguió él-, hay una copia manuscrita de un texto cátaro del Evangelio de san Juan, uno de los pocos documentos que eludieron la destrucción de la Inquisición. Está escrito en la langue d’òc y su posesión, en aquella época, se consideraba herética y punible de por sí. Para los bons homes, el Evangelio de san Juan era el más importante de todos los textos sagrados, por ser el que resaltaba más la iluminación personal a través del conocimiento, la gnosis. Los bons homes rehusaban adorar imágenes, crucifijos o altares, fabricados todos ellos con la piedra y la madera de la vil creación del Diablo. Tenían la palabra de Dios en la más alta estima.

«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.»

– Reencarnación -dijo ella lentamente, pensando en voz alta-, ¿Cómo reconciliarla con la teología cristiana ortodoxa?

– Uno de los pilares del cristianismo es el don de la vida eterna para quienes creen en Cristo y han sido redimidos por su sacrificio en la cruz. La reencarnación también es una forma de vida eterna.

«El laberinto. El camino a la vida eterna.»

Audric se incorporó y se dirigió hacia la ventana, para abrirla. Mientras contemplaba la espalda delgada y erguida de Baillard, Alice percibió en él una determinación que antes no había estado presente.

– Dígame, donaisela Tanner -dijo, dándose la vuelta para mirarla de frente y volviendo otra vez por un momento al tratamiento más formal-, ¿usted cree en el destino? ¿O es el camino que escogemos lo que hace de nosotros lo que somos?

– Yo… -dijo ella, pero en seguida se interrumpió. Ya no estaba segura de lo que creía. Allí, en las montañas intemporales, en las alturas entre las nubes, el mundo y los valores cotidianos no parecían importar.

– Creo en mis sueños -dijo finalmente.

– ¿Crees que puedes cambiar tu destino? -dijo él, esperando una respuesta.

Alice se sorprendió haciendo un gesto afirmativo.

– Así es, porque si no fuera así, nada tendría sentido. Si simplemente estuviéramos siguiendo una senda predeterminada, entonces todas las experiencias que nos convierten en quienes somos (el amor, el dolor, la alegría, el aprendizaje, los cambios…) no servirían de nada.

– Y tú no impedirías que otra persona hiciera su propia elección, ¿verdad?

– Dependería de las circunstancias -replicó ella con cautela, repentinamente nerviosa-. ¿Por qué?

– Te pido que lo recuerdes -replicó él suavemente-. Eso es todo. Cuando llegue el momento, te pido que recuerdes esto. Si es atal es atal.

Sus palabras removieron algo en su interior. Alice estaba segura de haberlas oído antes. Sacudió la cabeza, pero el recuerdo se negó a materializarse.

– Lo que tenga que ser, será -añadió él en tono sereno.

CAPITULO 70

Monsieur Baillard, yo…

Audric levantó la mano.

– Te diré todo lo que necesitas saber -dijo, regresando a la mesa y retomando el hilo del relato como si no hubiese habido ninguna interrupción-. Tienes mi palabra.

Ella abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor.

– La ciudadela estaba atestada -prosiguió él-, pero aparte de eso, fue una época feliz. Por primera vez en muchos años, Alaïs se sentía segura. Bertranda, que para entonces contaba casi diez años, tenía muchos amigos entre los niños que vivían en la fortaleza y sus alrededores. Harif, aunque viejo y débil, siempre estaba de buen humor. Tenía mucha compañía: Bertranda para alegrarlo y los parfaits para discutir sobre la naturaleza de Dios y el mundo. Sajhë estaba con ellos la mayor parte del tiempo. Alaïs era feliz.

Alice cerró los ojos y dejó que el pasado cobrara vida en su mente.

– Era una buena vida y lo hubiese seguido siendo, de no haber sido por un único y temerario acto de venganza. El 28 de mayo de 1242, llegó a oídos de Pierre-Roger de Mirepoix la noticia de que cuatro inquisidores habían llegado a la ciudad de Avignonet. Más parfaits y credentes serían detenidos o enviados a la hoguera. Decidió actuar. Desoyendo los consejos de sus lugartenientes, entre ellos Sajhë, reunió una fuerza de ochenta y cinco caballeros de la guarnición de Montségur, a quienes se unieron varios caballeros más sobre la marcha.

«Recorrieron ochenta kilómetros hasta Avignonet y al día siguiente llegaron. Poco después de que el inquisidor Guillaume Arnaud y sus tres colegas se hubiesen retirado a dormir, alguien de la casa les abrió la puerta y los dejó pasar. Las puertas de los dormitorios fueron derribadas y los cuatro inquisidores, con su comitiva, fueron despedazados. Siete caballeros diferentes presumieron de haber asestado el primer golpe. Se dijo que Guillaume Arnaud había muerto recitando el Te Deum. Lo cierto es que sus registros inquisitoriales fueron destruidos.

– Eso al menos estuvo bien.

– Fue la provocación definitiva. La matanza tuvo una rápida respuesta. El rey de Francia decretó la destrucción de Montségur de una vez para siempre. Un ejército integrado por barones del norte, inquisidores católicos, mercenarios y señores del lugar aliados con el enemigo plantó campamento al pie de la montaña. Comenzó el asedio, pero aun así los hombres y mujeres de la ciudadela seguían entrando y saliendo a voluntad. Al cabo de cinco meses, la guarnición sólo había perdido tres hombres y todo hacía pensar que el sitio iba a fracasar.

»Los cruzados recurrieron entonces a los servicios de un pelotón de mercenarios vascos, que acudieron y establecieron su campamento a tiro de piedra de los muros del castillo, justo cuando comenzaba el crudo invierno de la montaña. Aunque el peligro no era inminente, Pierre-Roger decidió retirar a sus hombres de las defensas externas del vulnerable flanco oriental. Fue un grave error. Armados con la información que les proporcionaban los colaboradores locales, los mercenarios lograron escalar la abrupta pendiente del flanco suroriental de la montaña. Tras pasar a cuchillo a los centinelas, se apoderaron de la Roca de la Tour, una aguja rocosa que se yergue en el punto más oriental de las cumbres de Montségur. Los habitantes de la fortaleza sólo pudieron contemplar impotentes cómo los mercenarios izaban catapultas y otras máquinas de guerra, al tiempo que sobre el flanco oriental de la montaña un enorme trébuchet comenzaba a infligir daños en la barbacana del este.

»En la Navidad de 1243, los franceses tomaron la barbacana. Para entonces se encontraban a escasos metros de la fortaleza, y allí instalaron una nueva catapulta. Los tramos meridionales de la muralla quedaron a su alcance.

Audric hacía girar interminablemente el anillo en su dedo pulgar mientras hablaba.

Alice lo miraba y, mientras lo hacía, el recuerdo de otro hombre que hacía girar un anillo como aquél mientras le contaba historias inundó su mente.

– Por primera vez -prosiguió él-, se vieron enfrentados a la posibilidad de que Montségur cayera.

»En el valle, los estandartes y gallardetes de los católicos y las flores de lis del rey de Francia, aunque desgarrados y desvaídos después de diez meses de calor primero, lluvias después y finalmente nieve, seguían ondeando. El ejército cruzado, dirigido por el senescal de Carcassona, Hugues des Arcis, sumaba entre seis mil y diez mil efectivos. En la fortaleza asediada no había más de un centenar de hombres de armas.

» Alaïs quería… -Se interrumpió-. Hubo una reunión con los líderes de la Iglesia cátara, el obispo Bertran Marty y Raymond Aiguilher.

– El tesoro de los cátaros… ¿Entonces es verdad? ¿Existió?

Baillard asintió.

– Dos credentes, Matheus y Pierre Bonnet, fueron escogidos para la tarea. Bien abrigados para protegerse del mordiente frío de enero, se echaron el tesoro a las espaldas, lo aseguraron con cuerdas y abandonaron subrepticiamente el castillo, amparados por las sombras de la noche. Eludieron a los centinelas apostados en los caminos practicables que bajaban de la montaña y atravesaban el pueblo, y se encaminaron hacia el sur, en dirección a los montes Sabarthès.

Los ojos de Alice se ensancharon por la sorpresa.

– ¡Hacia el pico de Soularac!

Una vez más, Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Para que a partir de aquí, otros siguieran el camino. Pero los pasos hacia Aragón y Navarra estaban cerrados por la nieve, de modo que se dirigieron a la costa y desde allí zarparon hacia Lombardía, en el norte de Italia, donde había una comunidad próspera y menos perseguida de bons homes.

– ¿Qué sucedió con los hermanos Bonnet?

– Matheus volvió solo a finales de enero. Para entonces, los centinelas apostados en los caminos eran gentes del lugar, de Camón sur l’Hers, cerca de Mirepoix, y lo dejaron pasar. Matheus habló de refuerzos y dijo que corría el rumor de que el nuevo rey de Aragón acudiría en primavera. Pero no eran más que palabras. Para entonces, el asedio estaba demasiado establecido para que unos eventuales refuerzos pudieran abrir una brecha en sus filas.

Baillard levantó sus ojos color ámbar y miró a Alice.

– También nos llegaron rumores de que Oriane pensaba viajar al sur, acompañada de su hijo y su marido, con refuerzos para las huestes sitiadoras. Eso sólo podía significar una cosa: que después de tantos años de huir y esconderse, por fin había descubierto que Alaïs estaba viva. Quería el Libro de las palabras.

– Pero seguramente Alaïs no lo llevaba consigo, ¿o sí?

Audric no respondió.

– A mediados de febrero, los atacantes consolidaron aún más sus posiciones. El primer día de marzo de 1244, tras un último intento de expulsar a los vascos de la Roca de la Tour, sonó un cuerno solitario sobre las murallas de la fortaleza asolada. -Tragó saliva-. Raymond de Péreille, el sènhor de Montségur, y Pierre-Roger de Mirepoix, comandante de la guarnición, salieron por la puerta mayor y se rindieron a Hugues des Arcis. La batalla había terminado. Montségur, el último reducto, había caído.

Alice se recostó en la silla, deseando que el final hubiese sido otro.

– El invierno estaba siendo riguroso y gélido en las laderas rocosas y en los valles al pie de las montañas. Los dos bandos estaban exhaustos. Las negociaciones fueron breves. El armisticio fue firmado al día siguiente por Pierre Amiel, arzobispo de Narbona.

»Las condiciones fueron generosas. Sin precedentes, según algunos. La fortaleza pasó a ser propiedad de la Iglesia católica y la corona francesa, pero a todos sus habitantes les perdonaron sus pasados delitos. El perdón alcanzó incluso a los que habían matado a los inquisidores en Avignonet. Los hombres de armas serían puestos en libertad, una vez confesaran sus crímenes para los registros de la Inquisición. Los que abjuraran de sus creencias heréticas también quedarían libres, castigados únicamente por la obligación de llevar una cruz cosida en la ropa.

– ¿Y los que no? -preguntó Alice.

– Los que no, serían quemados en la hoguera por herejes.

Baillard bebió otro sorbo de vino.

– Era habitual, al final de un asedio, sellar el acuerdo alcanzado mediante un intercambio de rehenes. En esa ocasión, los rehenes fueron Raymond, hermano del obispo Bertran, el viejo chavalièr Arnald-Roger de Mirepoix y el hijo menor de Raymond de Péreille. -Baillard hizo una pausa-. Lo que no era habitual -dijo en tono cauteloso- era conceder las dos semanas de gracia. Los señores cátaros pidieron autorización para permanecer en Montségur dos semanas más, antes de bajar de la montaña. La solicitud les fue concedida.

El corazón de Alice empezó a acelerarse.

– ¿Por qué?

Audric sonrió.

– Historiadores y teólogos llevan cientos de años debatiendo los motivos que impulsaron a los cátaros a pedir el aplazamiento de la ejecución del acuerdo. ¿Qué necesitaban hacer que no estuviera hecho ya? El tesoro estaba a salvo. ¿Qué era tan importante para que los cátaros quisieran quedarse un poco más en la fría y devastada fortaleza de la montaña, después de todo lo que habían sufrido?

– ¿Por qué lo hicieron?

– Porque Alaïs estaba con ellos -respondió Baillard-, Necesitaba tiempo. Oriane y sus hombres estaban esperándola al pie de la montaña. Harif estaba en la ciudadela, y también Sajhë y su hija. El riesgo era demasiado grande. Si los capturaban, los sacrificios realizados por Simeón, su padre y Esclarmonda para salvaguardar el secreto habrían sido vanos.

Por fin, todas las piezas del rompecabezas encajaban, y Alice pudo ver la figura completa, clara, vivida y brillante, aunque le costaba creer que fuera verdad.

La joven contempló por la ventana el paisaje, inalterado y constante. Era prácticamente igual al que había conocido Alaïs. El mismo sol, la misma lluvia, los mismos cielos.

– Cuénteme la verdad acerca del Grial -dijo con voz serena.

CAPÍTULO 71

Montségur

Març 1244

Alaïs estaba de pie sobre las murallas de la ciudadela de Montségur: una figura menuda y solitaria, envuelta en una gruesa capa de invierno. Se había hecho más bella con el paso de los años. Estaba delgada, pero había cierta gracia en su rostro, su cuello y su porte. Bajó la vista y se miró las manos. A la luz del alba, parecían azuladas, casi transparentes.

«Manos de vieja.»

Alaïs sonrió. No, vieja no. Aún no había alcanzado la edad que tenía su padre cuando murió.

La luz era suave, mientras el sol naciente se esforzaba por devolver al mundo su forma y expulsar las sombras de la noche. Alaïs contempló las escarpadas cumbres nevadas de los Pirineos, que se sucedían hasta perderse en la palidez del horizonte, y los violáceos pinares sobre el flanco oriental de la montaña. Las nieblas matutinas se deslizaban por las empinadas laderas del pico de Saint-Barthélémy. Más allá, casi podía distinguir el pico de Soularac.

Imaginó su casa, sencilla y acogedora, acurrucada entre los pliegues de las montañas. Recordó el humo que desprendía la chimenea en las mañanas frías como aquélla. El invierno había sido riguroso y la primavera solía llegar tarde a las montañas, pero estaba próxima. Alaïs veía su promesa en los rosados matices del cielo poco antes del crepúsculo. En Los Seres, pronto brotarían las hojas de los árboles. Cuando llegara abril, las praderas de la montaña volverían a cubrirse de delicadas florecillas azules, blancas y amarillas.

Allá abajo, Alaïs podía distinguir las pocas construcciones que aún se conservaban del pueblo de Montségur, las escasas cabañas que seguían en pie después de diez meses de asedio. En torno al destartalado caserío se extendían los pabellones y tiendas de campaña del ejército francés, retazos de colores con raídos gallardetes de bordes deshilachados. Los sitiadores habían padecido el mismo invierno despiadado que los habitantes de la ciudadela.

En el flanco occidental, al pie de la montaña, había una plataforma de madera. Los sitiadores llevaban días construyéndola. La víspera habían levantado una hilera de estacas en el centro, cual retorcida espina dorsal de madera, con una pila de leños y fardos de paja rodeando cada uno de los postes. Al anochecer, los había visto apoyando escalerillas en torno a la plataforma.

«Una pira para quemar a los herejes.»

Alaïs se estremeció. En unas horas, todo habría terminado. No temía morir cuando llegara su hora. Pero había visto morir en la hoguera a demasiada gente como para creer que la fe les evitaría el sufrimiento. Para los que así lo habían solicitado, Alaïs había preparado medicinas capaces de aliviar el padecimiento. La mayoría, sin embargo, había elegido pasar sin ayuda al otro mundo.

Las piedras violáceas bajo sus pies estaban resbaladizas por la escarcha. Alaïs trazó el dibujo del laberinto, con la punta de la bota, sobre la blanca cubierta del suelo. Estaba nerviosa. Si su plan tenía éxito, ya nadie seguiría buscando el Libro de las palabras. Si fallaba, habría arriesgado en vano las vidas de quienes le habían ofrecido refugio a lo largo de todos esos años (la gente de Esclarmonda, los amigos de su padre), en nombre del Grial.

Las consecuencias eran terribles de imaginar.

Alaïs cerró los ojos y retrocedió a través de los años, como en un vuelo, hasta la cueva del laberinto. Harif, Sajhë y ella. Rememoró la suave caricia del aire sobre sus brazos desnudos, el parpadeo de los cirios y las hermosas voces que describían espirales en la oscuridad. Recordaba las palabras, tan vívidas sobre su lengua cuando las pronunció que casi creyó percibir su sabor.

Alaïs se estremeció, pensando en el momento en que finalmente comprendió y el conjuro brotó de sus labios como por voluntad propia. Ese momento único de éxtasis, de iluminación, junto a lo sucedido hasta entonces y lo que aún quedaba por venir, se unió en un todo singular, mientras el Grial descendía sobre ella.

«Y a través de su voz y de sus manos, hacia él.»

Alaïs hizo una inspiración profunda, maravillada por haber vivido y haber tenido esas experiencias.

Un ruido la perturbó. Abrió los ojos y el pasado se desvaneció. Se dio la vuelta y vio a Bertranda subiendo a lo largo de las estrechas almenas. Alaïs sonrió y levantó una mano para saludarla.

Su hija era menos seria por naturaleza de lo que lo había sido Alaïs a su edad. Pero físicamente, Bertranda era su vivo retrato: la misma cara en forma de corazón, la misma mirada franca e idéntico cabello castaño. De no haber sido por las canas de Alaïs y las arrugas alrededor de sus ojos, podrían haber pasado por hermanas.

La tensión de la espera se reflejaba en la cara de su hija.

– Sajhë dice que los soldados vienen hacia aquí -dijo Bertranda con voz insegura.

Alaïs sacudió la cabeza.

– No vendrán hasta mañana -repuso con firmeza-. Y todavía tenemos mucho que hacer desde ahora hasta entonces -añadió, cogiendo entre las suyas las manos de Bertranda-. Espero que ayudes a Sajhë y cuides de Rixenda. Sobre todo esta noche. Te necesitan.

– No quiero perderte, mamá -dijo, con labios temblorosos.

– Y no me perderás -sonrió ella, rezando por que así fuera-. Pronto volveremos a estar todos juntos. Debes tener paciencia.

Bertranda le sonrió débilmente.

– Así me gusta -dijo Alaïs-. Ahora ven, filha. Bajemos.

CAPITULO 72

Al alba del miércoles 16 de marzo se reunieron junto a la puerta grande de Montségur, aún dentro de la fortaleza.

Desde las almenas, los miembros de la guarnición contemplaban a los cruzados que habían sido enviados para arrestar a los bons homes, subiendo el último tramo de la senda rocosa, resbaladiza aún por la escarcha de la madrugada.

Bertranda estaba de pie junto a Sajhë y Rixenda, al frente de la multitud. Reinaba un silencio absoluto. Después de meses de constantes bombardeos, aún no se había acostumbrado a la ausencia de ruido, ahora que las catapultas y las otras máquinas de guerra por fin guardaban silencio.

Las últimas dos semanas habían sido apacibles y para muchos iban a ser las postreras. Se había celebrado la Pascua. Los parfaits y algunas parfaites habían ayunado. Pese a la promesa de perdón para todos los que abjurasen de su fe, casi la mitad de los habitantes de la ciudadela, entre ellos Rixenda, había decidido recibir el consolament. Preferían morir como bons chrétiens antes que vivir, derrotados, bajo el dominio francés. Los condenados a morir por su fe habían donado sus posesiones a los condenados a vivir sin sus seres queridos. Bertranda había ayudado a repartir las donaciones de cera, pimienta, sal, paños, botas, una cartera, unas calzas e incluso un sombrero de fieltro.

Pierre-Roger de Mirepoix había recibido una manta llena de monedas. Otros le habían dado grano y jubones para que los distribuyera entre sus hombres. Marquesia de Lanatar había dejado todas sus posesiones a su nieta Philippa, esposa de Pierre-Roger.

Bertranda contemplaba las caras silenciosas mientras elevaba una muda plegaria por su madre. Alaïs había escogido cuidadosamente la ropa para Rixenda: el vestido verde oscuro y una capa roja, que llevaba en los bordes y la bastilla un intrincado motivo azul y verde de cuadrados y rombos, con diminutas flores amarillas intercaladas. Su madre le había contado que era idéntica a la capa que se había puesto para el día de su boda, en la capilla de Santa María, en el Château Comtal. Alaïs estaba segura de que su hermana Oriane la reconocería, pese a los muchos años transcurridos.

Como precaución, Alaïs también confeccionó, para llevar con la capa, una bolsa pequeña de piel de cordero, copia exacta de la funda donde estaba guardado cada uno de los libros de la Trilogía del Laberinto. Bertranda había ayudado a rellenarla con retazos de tela y trozos de pergamino, para completar el engaño, al menos a cierta distancia. No comprendía del todo el objeto de aquellos preparativos, pero sabía que eran importantes y la había entusiasmado que la dejaran ayudar.

Bertranda le dio la mano a Sajhë.

Los líderes de la iglesia cátara, el obispo Bertran Marty y Raymond Aiguilher, que para entonces eran ancianos, estaban de pie, en silencio, con sus hábitos azul oscuro. Durante años habían ejercido su ministerio desde Montségur, utilizando la ciudadela como base de operaciones para predicar la palabra y llevar el consuelo a los credentes de los pueblos aislados de las montañas y la llanura. Ahora se disponían a conducir a su grey a la hoguera.

– Mamá estará bien -susurró Bertranda, intentando tranquilizarlo a él tanto como a ella misma. Sintió el brazo de Rixenda sobre su hombro-. Ojalá tú no…

– He tomado mi decisión -replicó rápidamente Rixenda-. He decidido morir sin renunciar a mi fe.

– ¿Y si descubren a mamá? -murmuró Bertranda.

– No hay nada que podamos hacer, excepto rezar.

Cuando llegaron los soldados, Bertranda sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Rixenda les tendió las muñecas, para que se las encadenaran. El joven soldado meneó la cabeza. No habían traído suficientes cadenas, porque nadie esperaba que fuesen tantos los que eligieran la muerte.

Bertranda y Sajhë miraban en silencio mientras Rixenda y los otros atravesaban la puerta grande e iniciaban su último descenso por el abrupto y sinuoso sendero de la montaña. El rojo de la capa de Alaïs destacaba brillante bajo el cielo gris, entre apagados verdes y marrones.

Dirigidos por el obispo Marty, los prisioneros empezaron a cantar. Montségur había caído, pero ellos no estaban derrotados. Bertranda se enjugó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano. Había prometido a su madre ser fuerte. Haría cuanto pudiera por cumplir su palabra.

Más abajo, en los prados de las laderas inferiores, se habían montado tribunas para los espectadores. Estaban llenas: la nueva aristocracia del Mediodía, barones franceses, señores locales aliados de los invasores, legados católicos e inquisidores, todos ellos invitados por Hugues des Arcis, senescal de Carcasona. Todos habían acudido a ver cómo se hacía «justicia» después de más de treinta años de guerra civil.

Guilhelm se embozó cuidadosamente en su capa para que nadie lo reconociera. Después de toda una vida de luchar contra los franceses, muchos conocían su rostro. No podía permitirse que lo apresaran. Miró a su alrededor.

Si su información era correcta, en algún lugar entre la multitud estaría Oriane, y él estaba decidido a mantenerla apartada de Alaïs. Incluso al cabo de tanto tiempo, la sola idea de Oriane encendía su ira. Apretó los puños, ansioso por actuar cuanto antes. Hubiese deseado poder ahorrarse el disimulo y la espera, y hundir simplemente el puñal en su corazón, como debió haber hecho treinta años antes. Guilhelm sabía que tenía que ser paciente. Si intentaba algo en ese momento, lo harían picadillo antes incluso de poder desenvainar la espada.

Recorrió con la vista las filas de espectadores hasta dar con el rostro que estaba buscando. Oriane estaba sentada en los puestos centrales de la primera fila. Ya no quedaba nada de la dama meridional en ella. Su indumentaria era costosa, en el estilo más formal y complicado del norte. Vestía una capa azul de terciopelo orlada de oro, con un grueso reborde de armiño en el cuello y la capucha, y guantes de invierno a juego. Su rostro aún llamaba la atención por la perfección de sus rasgos, pero se lo veía enflaquecido y afeado por su expresión hosca.

Había un hombre joven junto a ella. Por el parecido, Guilhelm supuso que debía de ser uno de sus hijos. Según había oído, Louis, el mayor, se había unido a la cruzada. Tenía la tez y los rizos oscuros de Oriane y el perfil aguileño de su padre.

Se oyó un grito. Guilhelm se volvió y vio que la fila de prisioneros había llegado al pie de la montaña y era conducida hacia la pira. Los condenados caminaban lenta y dignamente. Estaban cantando. «Como un coro de ángeles», pensó Guilhelm, viendo en las expresiones de los espectadores la incomodidad que la dulzura de sus voces les inspiraba.

El senescal de Carcasona estaba de pie junto al arzobispo de Narbona. A una señal suya, fue izada una gran cruz de oro, mientras los frailes negros y el resto del clero avanzaban, para tomar posiciones delante de la plataforma.

Detrás de ellos, Guilhelm pudo ver una fila de soldados que enarbolaban antorchas ardientes, esforzándose para impedir que el humo llegara a las tribunas, mientras las llamas crepitaban y temblaban bajo un crudo viento racheado del norte.

Uno por uno, fueron llamando por su nombre a los herejes, que se adelantaban y subían por las escalerillas hacia la pira. Guilhelm se estremeció de horror. Detestaba no poder hacer nada por detener las ejecuciones. Incluso aunque hubiese tenido suficientes hombres a su lado, sabía que los propios condenados se opondrían. Por obra de las circunstancias, más que por sus propias creencias, Guilhelm había pasado mucho tiempo en compañía de los bons homes. Los admiraba y respetaba, aunque no podía decir que los comprendiera.

Las pilas de leños y paja habían sido impregnadas con brea. Unos cuantos soldados se habían encaramado a la plataforma y estaban encadenando a los parfaits y parfaites a los postes centrales.

El obispo Marty empezó a orar.

– Paire sant, dieu dreiturier de bons sperits…

Lentamente, otras voces se unieron a la suya. El susurro fue en aumento, hasta convertirse muy pronto en un estruendo. En las tribunas, los espectadores intercambiaban miradas turbadas y parecían cada vez más inquietos. No era el espectáculo que habían ido a ver.

El arzobispo hizo una señal apresurada y los clérigos, con sus negros hábitos flameando al viento, empezaron a cantar el salmo que se había convertido en el himno de la cruzada, Veni Spirite Sancti, vociferando las palabras para ahogar las plegarias de los cátaros.

El obispo dio un paso al frente y arrojó la primera antorcha a la pira. Los soldados lo imitaron. Una por una fueron lanzadas las teas en llamas. El fuego tardó en prender, pero al cabo de un rato los chasquidos y crepitaciones se convirtieron en un rugido. Las llamas comenzaron a circular como serpientes entre los haces de paja, saltando aquí y allá, soplando y bufando, cimbreándose como juncos en el río.

A través del humo, Guilhelm vio algo que le heló la sangre. Una capa roja con flores bordadas y un vestido verde oscuro, del color del musgo. Se abrió paso hasta las tribunas.

No podía -o no quería- dar crédito a sus ojos.

Los años transcurridos se esfumaron y volvió a ser el hombre que había sido, un joven chavalièr arrogante, orgulloso y confiado, de rodillas en la capilla de Santa María. Alaïs estaba a su lado. Decían que una boda en Navidad traía suerte. Sobre el altar había espinos en flor y cirios rojos de luz parpadeante, mientras ellos intercambiaban los votos.

Guilhelm corrió por el fondo de las tribunas, desesperado por acercarse más, desesperado por convencerse de que no era ella. Las llamas estaban hambrientas. El olor nauseabundo de la carne humana quemada, asombrosamente dulzón, flotaba sobre los espectadores. Los soldados retrocedieron unos pasos. Incluso los clérigos tuvieron que apartarse un poco ante el furor del fuego.

La sangre se evaporaba con un ruido sibilante, mientras las plantas de los pies estallaban y se abrían, y los huesos se separaban de la carne y caían al fuego, como animales, asándose en un espetón. Las plegarias se transmutaron en alaridos.

Guilhelm se estaba sofocando, pero no se detuvo. Con la capa apretada sobre la boca y la nariz para no respirar el humo fétido y punzante, intentó aproximarse a la plataforma, pero la humareda lo envolvía todo con sus remolinos.

De pronto, una voz, clara y precisa sonó desde el interior de la hoguera.

– ¡Oriane!

¿Era la de Alaïs? Guilhelm no podía saberlo. Protegiéndose la cara con las manos, avanzó torpemente hacia la voz.

– ¡Oriane!

Esta vez, se oyó un grito en las tribunas. Guilhelm se volvió y, a través de un hueco en la humareda, vio la cara de Oriane, distorsionada por el odio. Estaba de pie, gesticulando furiosamente y dando órdenes a los guardias.

Guilhelm también gritaba interiormente el nombre de Alaïs, pero no podía arriesgarse a llamar la atención. Había ido allí a salvarla. Había ido a ayudarla a escapar de Oriane, como ya había hecho en otra ocasión.

Aquellos tres meses que había pasado junto a Alaïs, después de huir de la Inquisición en Toulouse, habían sido, simplemente, los más felices de su vida. Alaïs no quiso quedarse por más tiempo y él no consiguió hacerla cambiar de idea; ni siquiera logró que le explicara por qué tenía que marcharse. Pero había dicho -y Guilhelm había creído en la sinceridad de sus palabras- que algún día, cuando el horror hubiera pasado, volverían a encontrarse.

– Mon còr -susurró, casi en un sollozo.

Aquella promesa y el recuerdo de los días que habían pasado juntos era lo que lo había sostenido durante esos diez años, largos y vacíos. Como una luz en la oscuridad.

Guilhelm sintió que se le desgarraba el corazón.

– ¡Alaïs!

Sobre su capa roja, una pequeña funda blanca de piel de cordero, del tamaño de un libro, estaba ardiendo. Las manos que la sujetaban habían desaparecido, reducidas a huesos, grasa crepitante y carne ennegrecida.

No quedaba nada y él lo sabía.

Para Guilhelm, todo se había sumido en el silencio. Ya no había ruido, ni dolor, sino únicamente una blanca extensión vacía. La montaña había desaparecido, lo mismo que el cielo, el humo y los gritos. La esperanza se había esfumado.

Sus piernas ya no lo sostenían. Guilhelm cayó de rodillas, invadido por la desesperación.

CAPÍTULO 73

Montes Sabarthès

Viernes 8 de julio de 2005

El hedor le hizo recuperar el sentido. Una mezcla de amoníaco, estiércol de cabra, sábanas sucias y carne cocida fría se le adhería a la garganta y le escocía por dentro de la nariz, como las sales cuando se huelen demasiado cerca.

Will estaba tumbado sobre un rústico jergón, no más grande que una banqueta, fijado a la pared de la cabaña. Se incorporó con cierto esfuerzo hasta quedar sentado y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Las afiladas aristas se le clavaron en los brazos, que todavía llevaba atados a la espalda.

Se sentía como si hubiese disputado cuatro asaltos en un cuadrilátero de boxeo. Tenía magulladuras de la cabeza a los pies por los golpes que se había dado dentro del contenedor, durante el viaje. La sien le palpitaba en el lugar donde François-Baptiste lo había golpeado con la pistola. Sentía el hematoma, duro y caliente bajo la piel, y la sangre derramada alrededor de la herida.

No sabía la hora ni el día. ¿Sería todavía viernes?

Habían salido de Chartres de madrugada, quizá hacia las cinco. Cuando lo sacaron del vehículo, era por la tarde, hacía calor y el sol aún brillaba con fuerza. Torció el cuello para intentar ver su reloj, pero el movimiento le provocó náuseas.

Esperó a que se le pasara el mareo. Entonces abrió los ojos e intentó orientarse. Se encontraba en una especie de cabaña de pastores. Había rejas en el ventanuco, no mucho más grande que un libro corriente. En el extremo opuesto, podía ver una estantería de obra, una especie de mesa y un taburete. En la reja de la chimenea, al lado, los restos de un fuego que había ardido mucho tiempo atrás: cenizas grises y residuos negros de madera o papel. Una pesada olla de metal colgaba de una vara sobre el fuego. Will vio que tenía grasa solidificada pegada al borde.

Se dejó caer otra vez en el duro colchón, sintiendo la aspereza de la manta sobre su piel maltrecha, y se preguntó dónde estaría Alice.

Fuera, se oyeron pasos y después una llave en un candado. Will distinguió el ruido metálico de una cadena que caía al suelo y, a continuación, el crujido artrítico de la puerta, que alguien empujaba y abría, y una voz que le resultó vagamente familiar.

C’est l’heure. Es la hora.

Shelagh fue consciente del contacto del aire sobre sus piernas y brazos desnudos, y de la sensación de ser transportada de un sitio a otro.

Reconoció la voz de Paul Authié, en algún lugar, entre los murmullos, mientras la sacaban de la casa. Después notó la sensación característica del aire subterráneo, frío y ligeramente húmedo, en un suelo que se inclinaba cuesta abajo. Los dos hombres que la habían mantenido cautiva estaban presentes. Se había habituado a su olor: loción para después de afeitarse, tabaco barato y una masculinidad amenazadora que hacía que se le contrajeran los músculos.

Habían vuelto a atarle las piernas y los brazos detrás de la espalda, tirando de los huesos de los hombros. Tenía un ojo cerrado por la hinchazón. Debido a la falta de comida y de luz, así como a las drogas que le habían dado para que no gritara, la cabeza le daba vueltas, pero sabía dónde estaba.

Authié la había llevado de vuelta a la cueva. Percibió el cambio de ambiente cuando salieron del túnel a la cámara, y sintió la tensión en las piernas del hombre que la cargaba escaleras abajo, hasta el área donde ella misma había encontrado a Alice desvanecida en el suelo.

Shelagh notó que había una luz encendida en alguna parte, quizá en el altar. El que la llevaba se detuvo. Habían alcanzado el fondo de la cueva, más allá de donde había llegado ella la vez anterior. Balanceándola, el hombre la descargó de sus hombros y la dejó caer, como un peso muerto. Shelagh notó dolor, en el costado cuando golpeó contra el suelo, pero para entonces ya era incapaz de sentir nada.

No comprendía por qué Authié no la había matado aún.

Ahora la habían cogido por las axilas y la estaban arrastrando por el suelo. Grava, guijarros y fragmentos de roca le arañaban las plantas de los pies y los tobillos desnudos. Notó que le amarraban las manos atadas a un objeto metálico y frío, una especie de aro o gancho clavado en el suelo.

Creyendo que estaba inconsciente, los hombres hablaban entre ellos en voz baja.

– ¿Cuántas cargas has puesto?

– Cuatro.

– ¿Cuándo estallarán?

– Poco después de las diez. Él mismo se ocupará de eso.

Shelagh percibió la sonrisa en la voz del hombre.

– Por fin va a ensuciarse las manos. Pulsará el botón y, ¡bum!, adiós a todo esto.

– Lo que todavía no entiendo es para qué tenía que traer hasta aquí a esta zorra -se quejó-. Era mucho más fácil dejarla en la finca.

– No quería que la identificaran. Dentro de unas horas, toda la montaña se va a desmoronar y ella quedará enterrada bajo media tonelada de roca.

Finalmente, el miedo le dio a Shelagh fuerzas para luchar. Tiró de sus ataduras e intentó ponerse de pie, pero estaba demasiado débil y las piernas no la sostenían. Creyó haber oído una carcajada y volvió a tumbarse en el suelo, pero no podía estar segura. Ya no distinguía con seguridad lo que era real de lo que sólo sucedía en el interior de su cabeza.

– ¿No deberíamos quedarnos con ella?

El otro hombre se echó a reír.

– ¿Por qué? ¿Qué crees que va a hacer? ¿Levantarse y salir andando de aquí? ¡Por el amor de Dios! ¡Mira cómo está!

La luz empezó a desvanecerse.

Shelagh oyó los pasos de los hombres volviéndose cada vez más tenues, hasta que no hubo nada más que silencio y oscuridad.

CAPÍTULO 74

Quiero saber la verdad -repitió Alice-. Quiero saber cuál es la relación entre el laberinto y el Grial, si es que la hay.

– La verdad sobre el Grial -dijo él y la miró fijamente-. Dime, donaisela, ¿qué sabes tú acerca del Grial?

– Lo que sabe todo el mundo, me imagino -respondió ella, suponiendo que él no pretendía una respuesta pormenorizada.

– No, de veras. Me interesa oír lo que sabes.

Alice se movió incómoda en la silla.

– No sé, supongo que sé lo mismo que todos: que es un cáliz en cuyo interior hay un elixir que otorga el don de la vida eterna.

– ¿El don? -repitió él, sacudiendo la cabeza-. No, no es un don. -Suspiró-. ¿Y de dónde crees que salieron originalmente esas historias?

– De la Biblia, imagino. O quizá de los manuscritos del mar Muerto. O tal vez de algún otro texto cristiano de los primeros tiempos, no lo sé. Nunca me lo había planteado.

Audric asintió con la cabeza.

– Es un error común. En realidad, las primeras versiones de la historia que mencionas se originaron en torno al siglo xii, aunque hay similitudes obvias con temas de la literatura clásica y celta. En particular, en la Francia medieval.

El recuerdo del mapa que había encontrado en la biblioteca en Toulouse le vino de pronto a la mente.

– Lo mismo que el laberinto.

Él sonrió, pero no dijo nada.

– En el último cuarto del siglo xii, vivió un poeta llamado Chrétien de Troyes. Su primera protectora fue María, una de las hijas de Leonor de Aquitania, casada con el conde de Champaña. Cuando ella murió en 1181, un primo de María, Felipe de Alsacia, conde de Flandes, lo tomó bajo su protección.

»Chrétien gozaba de una popularidad enorme en su época. Había labrado su fama traduciendo historias clásicas del latín y del griego, pero después dedicó su talento a la composición de una serie de relatos caballerescos, con protagonistas que seguramente conocerá, como Lanzarote, Gawain o Perceval. Sus narraciones alegóricas dieron paso a una auténtica marea de historias sobre el rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda. -Hizo una pausa-. El relato de Perceval, titulado Li contes del graal, es la historia más antigua del Santo Grial que se conoce.

– Pero -comenzó a protestar Alice, frunciendo el ceño-, seguramente no se la inventaría él. No pudo inventársela. Una historia así no surge de la nada.

En el rostro de Audric volvió a aparecer la misma media sonrisa.

– Cuando lo desafiaron a revelar su fuente, Chrétien dijo haber encontrado la historia del Grial en un libro que le había dado su protector, Felipe. De hecho, el relato del Grial está dedicado a su mecenas. Por desgracia, Felipe murió durante el asedio de Acre, en 1191, durante la Tercera Cruzada. Como resultado, el poema quedó inconcluso.

– ¿Qué fue de Chrétien?

– No se sabe nada de él después de la muerte de Felipe. Simplemente, desapareció.

– ¿No es raro, siendo tan famoso?

– Es posible que su muerte no quedara registrada -dijo lentamente Baillard.

Alice lo miró a los ojos.

– Pero usted no lo cree así, ¿verdad?

Audric no respondió.

– Pese a la decisión de Chrétien de no terminar el relato, la historia del Santo Grial cobró vida propia. En la misma época se tradujo al francés, al holandés y al galés. Unos años más tarde, hacia 1200, otro poeta, Wolfram von Eschenbach, compuso una versión más bien burlesca, titulada Parzival. Aseguró que no se había basado en la historia de Chrétien, sino en otra, de un autor desconocido.

Alice se esforzaba por no perder detalle.

– ¿Cómo describe Chrétien el Grial?

– En términos muy vagos. Más que como un cáliz, lo presenta como una especie de plato, con el término gradalis, en latín medieval, del cual deriva la palabra gradal o graal, en francés antiguo. Eschenbach es más explícito. Su Grial, o grâl, es una piedra.

– ¿Entonces de dónde ha salido la idea de que el Santo Grial es la copa utilizada por Jesús en la última cena?

Audric cruzó las manos.

– Otro autor, un hombre llamado Robert de Boron, compuso un relato en verso, Joseph d’Arimathie, en algún momento entre el Perceval de Chrétien y 1199. Boron no sólo describe el Grial como un cáliz (la copa de la última cena, a la que se refiere como el san greal), sino que lo presenta lleno de la sangre recogida al pie de la cruz. En francés moderno, la expresión es sang réal, «sangre real», tanto en el sentido de «verdadera» como de «perteneciente a un rey».

Se detuvo y miró a Alice.

– Para los guardianes de la Trilogía del Laberinto, esa confusión lingüística entre san greal y sang réal resultó muy conveniente, porque les facilitaba el ocultamiento.

– Pero el Santo Grial es un mito -dijo ella obstinadamente-. No puede ser verdad.

– El Santo Grial es un mito, en efecto -replicó él, sosteniéndole la mirada-. Una bonita fábula. Si estudias detenidamente todas esas historias, verás que son variaciones adornadas del mismo tema: el concepto cristiano medieval del sacrificio y la búsqueda, como camino hacia la redención y la salvación. El Santo Grial, en términos cristianos, es espiritual: la representación simbólica de la vida eterna, y no algo que deba tomarse como verdad literal. Es la certeza de que mediante el sacrificio de Cristo y la gracia de Dios, la humanidad vivirá para siempre. -Sonrió-. Pero la existencia de una cosa llamada Grial está más allá de toda duda. Es la verdad contenida en las páginas de la Trilogía del Laberinto. Era ése el secreto que los guardianes del Grial, la Noublesso de los Seres, protegían con su vida.

Alice sacudió la cabeza, incrédula.

– ¿Está diciendo que la idea del Grial no es un concepto cristiano, que todos los mitos y leyendas se han construido a partir de un… malentendido?

– Una estratagema, más que un malentendido.

– Pero ¡la existencia del Santo Grial se ha estado debatiendo durante dos mil años! Si ahora se descubriera no sólo que las leyendas del Grial son verdaderas -dijo Alice, antes de hacer una pausa, sin acabar de creerse lo que estaba diciendo-, sino que no se trata de una reliquia cristiana, no quiero imaginar…

– El Grial es un elixir que tiene el poder de curar y de prolongar considerablemente la vida. Pero con un propósito. Fue hallado hace unos cuatro mil años, en el antiguo Egipto. Quienes lo descubrieron advirtieron el alcance de su poder y comprendieron que iba a ser preciso mantenerlo en secreto, a salvo de los que lo habrían usado en beneficio propio y no de sus semejantes. El sagrado conocimiento fue consignado en jeroglíficos, en tres hojas diferentes de papiro. El primero indicaba la configuración exacta de la cámara del Grial, el laberinto propiamente dicho; el segundo enumeraba los ingredientes necesarios para preparar el elixir, y el tercero recogía el conjuro que transforma el elixir en Grial. Los enterraron juntos en una cueva, en las afueras de la antigua ciudad de Avaris.

– En Egipto -dijo ella en seguida-. He estado investigando un poco, tratando de comprender lo que había visto aquí, y me llamó la atención la frecuencia con que aparecía Egipto.

Audric hizo un gesto afirmativo.

– Los papiros están escritos en jeroglíficos clásicos; de hecho, el término significa «palabra de Dios» o «lengua divina». Cuando las grandes civilizaciones de Egipto se sumieron en la decadencia y el olvido, la capacidad de leer los jeroglíficos se perdió. El contenido de los papiros se conservó, transmitido de guardián en guardián, a través de las generaciones, pero la capacidad de formular el encantamiento y conjurar el Grial desapareció.

»Ese giro de los acontecimientos no fue deliberado, pero añadió una capa adicional de secretismo -prosiguió él-. En el siglo ix de la era cristiana, un alquimista árabe, Abu Bakr Ahmad ibn Wahshiyah, descifró el código de los jeroglíficos. Por fortuna, Harif, el Navigatairé, advirtió el peligro y logró impedir que hiciera público su descubrimiento. En aquella época, no eran muchos los centros de aprendizaje, y las comunicaciones entre pueblos eran lentas y poco fiables. Después de eso, los papiros fueron trasladados clandestinamente a Jerusalén y ocultados en unas cámaras subterráneas, en las llanuras de Sepal.

«Desde el siglo ix hasta el xix, nadie más consiguió avanzar de forma significativa en el desciframiento de los jeroglíficos. Nadie. Leerlos se convirtió en algo realmente posible sólo después de que la expedición militar y científica de Napoleón al norte de África, en 1799, descubriera una detallada inscripción en la lengua sagrada de los jeroglíficos, junto a otra en la escritura demótica corriente utilizada en Egipto para los asuntos más cotidianos, y otra en griego antiguo. ¿Ha oído hablar de la piedra Rosetta?

Alice asintió.

– Desde ese momento, temimos que sólo fuera cuestión de tiempo. Un francés, de nombre Jean-François Champollion, se obsesionó con el desciframiento de la escritura y en 1822 lo consiguió. De pronto, todas las maravillas de los antiguos, su magia, sus encantamientos y todo cuanto habían dejado, desde las inscripciones funerarias hasta el Libro de los muertos, resultaban perfectamente legibles. -Tras una pequeña pausa prosiguió-: En ese momento, el hecho de que dos de los libros de la Trilogía del Laberinto se encontraran en manos de personas que podían darles un mal uso pasó a ser motivo de preocupación.

Sus palabras sonaron como una advertencia. Alice se estremeció. Súbitamente advirtió que estaba empezando a anochecer. Fuera, los rayos del sol poniente habían pintado las montañas de rojo, oro y naranja.

– Pero si ese conocimiento podía ser tan devastador en caso de utilizarse para el mal y no para el bien, ¿por qué Alaïs y los otros guardianes no destruyeron los libros mientras tuvieron oportunidad de hacerlo?

Notó que Audric se quedaba inmóvil y advirtió que había tocado el punto sensible de la experiencia vivida por el anciano, aunque no comprendía muy bien por qué.

– Si no hubiesen sido necesarios, entonces sí. Quizá habría sido la solución.

– ¿Necesarios? ¿Necesarios en qué sentido?

– Los guardianes siempre han sabido que el Grial confiere la vida. Lo has llamado un don -contestó él con un suspiro-, y comprendo que algunos lo consideren así. Puede que otros lo vean con diferentes ojos…

Audric se interrumpió. Levantó la copa y bebió varios sorbos de vino, antes de apoyarla en la mesa con mano pesada.

– Pero es vida otorgada con un propósito -añadió finalmente.

– ¿Con qué propósito? -preguntó ella rápidamente, temerosa de que dejara de hablar.

– Muchas veces, en los últimos cuatro mil años, cuando la necesidad de dar testimonio de la verdad se ha vuelto imperiosa, el poder del Grial ha sido conjurado. Todos hemos oído hablar de la longevidad de los grandes patriarcas de la Biblia cristiana, del Talmud y del Corán: Adán, Jacob, Moisés, Mahoma, Matusalén, profetas cuya obra no hubiese podido cumplirse en el plazo vital que normalmente se concede a los hombres. Todos ellos vivieron cientos de años.

– Pero eso son parábolas -protestó Alice-. Alegorías.

Audric sacudió la cabeza.

– Vivieron durante siglos, precisamente para poder hablar de lo que habían visto, para dar testimonio de la verdad de su época. Harif, que persuadió a Abu Bakr de que ocultara los estudios que lo llevaron a descifrar la lengua del Antiguo Egipto, vivió para ver la caída de Montségur.

– Pero ¡eso son quinientos años!

– Los vivió -confirmó simplemente Audric-. Piensa en la vida de una mariposa, Alice. Toda una existencia, colorida y brillante, que sin embargo no dura más que uno de nuestros días. Toda una vida. El tiempo tiene muchos significados.

Alice empujó la silla hacia atrás y se levantó de la mesa, sin saber ya muy bien qué sentía ni en qué podía creer.

Se dio la vuelta.

– El símbolo del laberinto que vi en la pared de la cueva, el de ese anillo que lleva, ¿es el símbolo del Grial verdadero?

Audric asintió.

– ¿Y Alaïs lo sabía?

– Al principio, lo mismo que tú, tenía sus dudas. No creía en la verdad contenida en las páginas de la Trilogía, pero luchó para proteger los libros por amor a su padre.

– ¿Creía que Harif tenía más de quinientos años? -insistió, ya sin intentar disimular el tono de escepticismo de su voz.

– Al principio, no -reconoció él-. Pero con el tiempo averiguó la verdad. Y cuando llegó el momento, descubrió que era capaz de formular las palabras y de comprenderlas.

Alice volvió a la mesa y se sentó.

– Pero ¿por qué Francia? ¿Por qué trajeron aquí los papiros? ¿Por qué no los dejaron donde estaban?

Audric sonrió.

– Harif cogió los papiros de la Ciudad Santa en el siglo x de la era cristiana y los escondió cerca de las llanuras de Sepal. Durante casi cien años estuvieron a salvo, hasta que los ejércitos de Saladino avanzaron sobre Jerusalén. Entonces eligió a uno de los guardianes, un joven chavalièr cristiano llamado Bertran Pelletier, para que llevara los papiros a Francia.

«El padre de Alaïs.»

Alice advirtió que estaba sonriendo, como si acabara de recibir noticias de un viejo amigo.

– Harif comprendió dos cosas -prosiguió Audric-: en primer lugar, que los papiros estarían más seguros, y resultarían menos vulnerables, si los conservaba como las páginas de un libro, y en segundo lugar, en un momento en que los rumores acerca del Grial comenzaban a circular por las cortes de Europa, que la mejor manera de esconder la verdad sería disimularla bajo una capa de mitos y fábulas.

– Las historias de que los cátaros tenían en su poder el cáliz de Cristo… -dijo Alice, comprendiendo repentinamente.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Los seguidores de Jesús de Nazaret no esperaban que muriera en la cruz, y sin embargo así fue. Su muerte y resurrección originaron una serie de historias acerca de un cáliz o copa sagrada, un grial que confería la vida eterna. ¿Cómo se interpretaban en aquella época esas historias? No puedo decirlo, pero lo que es seguro es que la crucifixión del nazareno fue el inicio de una oleada de persecuciones. Muchos huyeron de Tierra Santa, entre ellos José de Arimatea y María Magdalena, que zarparon rumbo a Francia, trayendo consigo, según se decía, el conocimiento de un antiguo secreto.

– ¿Los papiros del Grial?

– O un tesoro, las joyas del Templo de Salomón. O la copa de la que había bebido Jesús de Nazaret durante la última cena y en la que se había recogido su sangre al pie de la cruz. O pergaminos, escritos, pruebas de que Cristo no había muerto en la cruz, sino que aún vivía, oculto en las montañas del desierto, donde pasaría cien años o más en compañía de un selecto grupo de fieles.

Alice miraba a Audric atónita, pero el rostro de él era hermético, allí nada podía leer.

– Que Cristo no había muerto en la cruz… -repitió, sin dar crédito a lo que estaba diciendo.

– U otras historias -replicó él lentamente-. Algunos decían que María Magdalena y José de Arimatea no habían desembarcado en Marsella, sino en Narbona. Durante siglos existió la creencia de que había algo de gran valor escondido en algún lugar de los Pirineos.

– Entonces no eran los cátaros los que poseían el secreto del Grial -dijo ella, haciendo encajar mentalmente las piezas-, sino Alaïs. Ellos sólo la protegieron.

Un secreto disimulado detrás de otro secreto. Alice se recostó en la silla, repasando en su mente la secuencia de los acontecimientos.

– ¿Y ahora que la cueva del laberinto ha sido abierta?

– Por primera vez, en casi ochocientos años, los libros pueden reunirse una vez más -confirmó-. Y aunque tú, Alice, no sabes si debes creerme o desechar lo que digo como los desvaríos de un anciano, hay otros que no dudan.

«Alaïs creía en la verdad del Grial.»

En lo profundo de su ser, más allá de los límites de su pensamiento consciente, Alice sabía que él estaba diciendo la verdad. Pero a su ser racional le costaba aceptarlo.

– Marie-Cécile -dijo pesarosamente.

– Esta noche, madame De l’Oradore entrará a la cueva del laberinto y tratará de conjurar el Grial.

Alice sintió que una oleada de aprensión recorría su cuerpo.

– Pero ¡no puede! -objetó rápidamente-. No tiene el Libro de las palabras. No tiene el anillo.

– Temo que ha comprendido que el Libro de las palabras debe de estar aún dentro de la cámara.

– ¿Y así es?

– No lo sé con certeza.

– ¿Y el anillo? Tampoco lo tiene.

Bajó la vista y miró las manos del anciano, apoyadas sobre la mesa con las palmas hacia abajo.

– Sabe que yo acudiré.

– Pero ¡eso sería una locura! -estalló Alice-. ¿Cómo puede contemplar siquiera la posibilidad de acercarse a ella?

– Esta noche, ella intentará conjurar el Grial -dijo él, con su voz baja y neutra-. Por eso mismo, saben que yo acudiré. No puedo permitir que eso pase.

Alice golpeó la mesa con las manos.

– ¿Y qué hay de Will? ¿Y de Shelagh? ¿No le importa lo que pueda pasarles? Para ellos no será de ninguna ayuda que usted también se deje atrapar.

– Precisamente porque me importa lo que pueda pasarles, y lo que pueda pasarte a ti, Alice, es por lo que acudiré. Creo que Marie-Cécile se propone obligarlos a participar en la ceremonia. Tiene que haber cinco participantes: el Navigatairé y cuatro más.

– ¿Marie-Cécile, su hijo, Will, Shelagh y Authié?

– No, Authié no. Otra persona.

– ¿Quién entonces?

El anciano eludió la pregunta.

– No sé dónde estarán ahora Shelagh y Will -dijo, como pensando en voz alta-, pero creo que al anochecer descubriremos que los han llevado a la cueva.

– ¿Quién es la otra persona, Audric? -repitió Alice, esta vez con más firmeza en la voz.

Tampoco en esta ocasión respondió el anciano. Se incorporó y cerró los postigos, antes de volverse hacia ella.

– Tenemos que ponernos en camino.

Alice se sentía frustrada, nerviosa, desconcertada y, ante todo, asustada. Pero aun así, al mismo tiempo, sentía que no tenía otra opción.

Volvió a ver mentalmente el nombre de Alaïs en el árbol genealógico, separado por ochocientos años del suyo. Vio la imagen del símbolo del laberinto, conectándolas a través del tiempo y del espacio.

«Dos historias entretejidas en una.»

Alice recogió sus cosas y siguió a Audric fuera, donde estaba muriendo el día.

CAPÍTULO 75

Montségur

Març 1244

En su escondite bajo la ciudadela, Alaïs y sus tres compañeros intentaron impedir que penetraran los agonizantes sonidos de la tortura. Pero los alaridos de dolor y espanto atravesaban incluso la gruesa roca de la montaña. Los gritos de moribundos y supervivientes se colaban como monstruos en su refugio.

Alaïs rezó por el alma de Rixenda y por su regreso al Creador, por todos sus amigos, hombres y mujeres buenos, y por el gran dolor que transía su pecho. Sólo podía esperar que su plan funcionara.

El tiempo diría si Oriane se había creído el engaño de que Alaïs y el Libro de las palabras habían sido consumidos por el fuego.

«Un riesgo enorme.»

Alaïs, Harif y sus guías tenían que permanecer en su sepulcro de piedra hasta que cayera la noche y finalizara la evacuación de la ciudadela. Después, amparados por las sombras, los cuatro fugitivos bajarían por los abruptos senderos de la montaña, en dirección a Los Seres. Si tenían suerte, estarían en casa al alba del día siguiente.

Su conducta era una clara infracción de los términos de la tregua y el armisticio. Si los sorprendían, el castigo sería expeditivo y brutal, Alaïs no lo dudaba. La cueva era poco más que un pliegue en la roca, poco profunda y cercana a la superficie. Si los soldados registraban la ciudadela con cierto detenimiento, era seguro que los descubrirían.

Alaïs se mordió los labios pensando en su hija. En la oscuridad, sintió que Harif le cogía la mano. La piel del anciano era reseca y polvorienta, como las arenas del desierto.

– Bertranda es fuerte -le dijo, como si pudiera leerle la mente-. Es como tú. Su valor resistirá. Pronto volveréis a estar juntas. No será muy larga la espera.

– Pero ¡es tan pequeña, Harif! ¡Demasiado pequeña para presenciar tanto horror! ¡Debe de estar tan asustada!

– Es valiente, Alaïs. También Sajhë. No nos fallarán.

«Ojalá estuviera segura de que no te equivocas.»

En la oscuridad, con el corazón desgarrado por la duda y el temor ante lo que el futuro les depararía, Alaïs permaneció sentada, con los ojos secos, esperando a que pasara el día. La ansiedad y la zozobra de no saber lo que estaba pasando por encima de sus cabezas eran más de lo que podía soportar. La imagen del pálido rostro de Bertranda la perseguía.

Y los gritos de los bons homes cuando el fuego hizo presa en sus carnes seguían resonando en su cabeza, mucho después de que la última víctima hubo guardado silencio.

Una enorme nube de acre humo negro se cernía como un nubarrón de tormenta sobre el valle, bloqueando la luz del día.

Sajhë llevaba a Bertranda firmemente cogida de la mano, mientras atravesaban la puerta grande y salían de la fortaleza que había sido su hogar durante casi dos años. Encerró su dolor en lo más profundo de su corazón, en un lugar que los inquisidores no pudieran alcanzar. En ese momento no podía llorar a Rixenda ni temer por Alaïs. Tenía que concentrarse en proteger a Bertranda y volver con ella a salvo a Los Seres.

Las mesas de los inquisidores ya estaban dispuestas al pie de la cuesta. El proceso iba a comenzar de inmediato, a la sombra de la pira. Sajhë reconoció al inquisidor Ferrier, temido en toda la región por su rígida adherencia tanto al espíritu como a la letra de la ley eclesiástica. Desvió la vista a la derecha, hacia donde estaba el compañero de Ferrier. Era el inquisidor Duranti, no menos temido.

Apretó un poco más la mano de Bertranda.

Cuando llegaron al terreno llano, Sajhë vio que estaban dividiendo a los prisioneros. A los viejos, los soldados de la guarnición y los chicos mayores los hacían seguir un camino, y a las mujeres y los niños, otro distinto. Sintió un destello de temor. Bertranda iba a tener que hacer frente a los inquisidores sin él.

La niña notó el cambio en su actitud y levantó la vista, con expresión asustada.

– ¿Qué pasa? ¿Qué van a hacernos?

– Están interrogando a los hombres y a las mujeres por separado, valenta -respondió-. No te preocupes. Contesta a sus preguntas. Sé valiente y quédate exactamente donde estés, sin moverte, hasta que yo vaya a buscarte. No vayas a ningún sitio con nadie, ¿lo has entendido? Con nadie en absoluto.

– ¿Qué me preguntarán? -dijo la niña con un hilo de voz.

– Tu nombre, tu edad -respondió Sajhë, disponiéndose a repasar una vez más los detalles que la pequeña tenía que recordar-. Yo soy conocido como miembro de la guarnición, pero no hay razón alguna para que nos asocien. Cuando te pregunten, di que no has conocido a tu padre. Diles que Rixenda era tu madre y que has vivido toda tu vida aquí en Montségur. Pase lo que pase, no menciones Los Seres. ¿Te acordarás de todo?

Bertranda asintió.

– Buena chica.

Después, intentando tranquilizarla, Sajhë añadió:

– Mi abuela solía confiarme mensajes para que los transmitiera en su nombre, cuando no era mucho mayor de lo que tú eres ahora. Me hacía repetirlos varias veces, hasta estar segura de que me los había aprendido de memoria.

Bertranda esbozó una leve sonrisa.

– Mamá dice que tienes una memoria terrible. Dice que es como un colador.

– Y no se equivoca -replicó él, pero en seguida volvió a ponerse serio-. También es posible que te hagan algunas preguntas respecto a los bons homes y sus creencias. Responde tan sinceramente como puedas; de ese modo, es menos probable que te contradigas. No hay nada que puedas decirles que no les haya dicho ya otra persona. -Dudó un momento y finalmente dijo-: Recuerda. No menciones a Alaïs ni a Harif, por nada del mundo.

Los ojos de Bertranda se llenaron de lágrimas.

– ¿Qué pasará si los soldados registran la fortaleza y la encuentran? -dijo, con una voz que adquirió el tono agudo del pánico-. ¿Qué harán si los encuentran?

– No los encontrarán -replicó él de inmediato-. Recuerda, Bertranda. Cuando los inquisidores hayan terminado tu interrogatorio, quédate exactamente donde estés. Iré a buscarte tan pronto como pueda.

Sajhë casi no tuvo tiempo de terminar la frase, cuando un guardia lo empujó con su pica por la espalda y lo obligó a seguir cuesta abajo, hacia el pueblo, mientras Bertranda era enviada en dirección opuesta.

Lo llevaron a un corral con vallas de madera, donde vio a Pierre-Roger de Mirepoix, el comandante de la guarnición. Ya lo habían interrogado. En opinión de Sajhë, era buena señal: un gesto de cortesía. Era un indicio de que las condiciones de la rendición estaban siendo respetadas y de que los militares de la guarnición estaban siendo tratados como prisioneros de guerra y no como criminales.

Cuando se reunió con la multitud de soldados que esperaban ser llamados, Sajhë se quitó con disimulo el anillo de piedra del pulgar y lo ocultó entre la ropa. Se sentía extrañamente desnudo sin él. Casi nunca se lo había quitado desde que Harif se lo había confiado, veinte años antes.

Los interrogatorios estaban teniendo lugar en el interior de dos tiendas separadas. Los frailes aguardaban con las cruces amarillas preparadas, listos para aplicarlas sobre la espalda de los que fueran hallados culpables de confraternizar con los herejes. Después, los prisioneros eran conducidos a un segundo corral, como animales en un mercado.

Era evidente que no tenían intención de poner a nadie en libertad hasta que todos, desde el más viejo hasta el más joven, hubiesen sido interrogados. El proceso podía durar días.

Cuando le llegó el turno a Sajhë, le permitieron dirigirse por su propio pie y sin escolta hasta la tienda de campaña. Se detuvo delante del inquisidor Ferrier y esperó.

La cara de Ferrier, de tez cerosa, era completamente inexpresiva. Le preguntó a Sajhë su nombre, su edad, su rango y su lugar de origen. Se oía el rasguido de la pluma de ganso sobre el pergamino.

– ¿Creéis en el cielo y el infierno? -preguntó bruscamente.

– Sí.

– ¿Creéis en el purgatorio?

– Sí.

– ¿Creéis que el Hijo de Dios se hizo carne y fue hombre?

– Soy un soldado, no un monje -replicó él, manteniendo los ojos fijos en el suelo.

– ¿Creéis que el alma humana tiene un solo cuerpo, con el cual resucitará?

– Los curas dicen que así será.

– ¿Alguna vez habéis oído a alguien afirmar que prestar juramento es pecado? Y de ser así, ¿a quién?

Esta vez, Sajhë levantó la vista.

– No -respondió en tono desafiante.

– Por favor, sargento. ¿Habéis servido en la guarnición durante más de un año y aun así no sabéis que los heretici se niegan a prestar juramento?

– Yo estoy al servicio de Pierre-Roger de Mirepoix, señor. No presto atención a lo que dicen otros.

El interrogatorio prosiguió cierto tiempo, pero Sajhë se mantuvo fiel a su papel de soldado sencillo, ignorante de todo asunto relacionado con la fe o las Sagradas Escrituras. No incriminó a nadie y aseguró no saber nada.

Al final, el inquisidor Ferrier no tuvo más remedio que dejarlo ir.

Todavía no era muy tarde, pero el sol ya se estaba poniendo. La oscuridad regresaba arrastrándose por el valle, sustrayendo la forma de las cosas y cubriéndolo todo de negras sombras.

Sajhë fue enviado a reunirse con el grupo de soldados que ya habían sido interrogados, a cada uno de los cuales le habían entregado una manta, un mendrugo de pan rancio y un vaso de vino. Pudo ver que la gentileza no se había hecho extensiva a los prisioneros civiles.

Mientras la jornada tocaba a su fin, el ánimo de Sajhë se desplomó aún más.

La preocupación de no saber si Bertranda habría superado ya su prueba, ni el lugar donde la tendrían retenida en la vastedad del campamento, le estaba carcomiendo la mente. La idea de Alaïs esperando, viendo caer la noche y desesperándose al comprobar que se aproximaba la hora de la partida, lo llenaba de aprensión, sobre todo por la imposibilidad de hacer nada para ayudarla.

Desazonado e incapaz de seguir sentado sin moverse, Sajhë se incorporó para estirar los músculos. Podía sentir el frío y la humedad filtrándosele en los huesos, y las piernas entumecidas, por el mucho tiempo que había pasado sentado.

Assis. ¡Sentado! -le gruñó un guardia, golpeándolo en el hombro con la pica. Estaba a punto de obedecer cuando notó un movimiento en la ladera de la montaña, un poco más arriba. Era una brigada de registro avanzando hacia el promontorio rocoso donde Alaïs, Harif y sus guías permanecían escondidos. Las llamas de sus antorchas fluctuaban, proyectando sombras sobre los arbustos agitados por el viento.

A Sajhë se le heló la sangre.

Antes habían registrado la fortaleza y no habían encontrado nada. Sajhë había pensado entonces que lo peor había pasado. Pero era evidente que tenían intención de registrar también los matorrales y la maraña de senderos que se entrecruzaban al pie de la ciudadela. Si seguían avanzando mucho más en la dirección que llevaban, llegarían exactamente al punto por donde saldría Alaïs. Y ya era casi de noche.

Así pues, Sajhë echó a correr hacia el perímetro del recinto.

– ¡Eh! -gritó el guardia-. ¿No me has oído? Arrete!

Sajhë no le hizo caso. Sin pensar en las consecuencias, salvó de un salto la valla de madera y echó a correr cuesta arriba, hacia el grupo de exploradores. Pudo oír que el guardia pedía refuerzos. Su único pensamiento era desviar la atención, para que no descubrieran a Alaïs.

La brigada de registro se detuvo para ver lo que estaba sucediendo.

Sajhë gritó, pues necesitaba hacerlos pasar de espectadores a participantes. Uno por uno, los exploradores se fueron dando la vuelta. En sus rostros vio desconcierto, que no tardó en convertirse en hostilidad. Estaban aburridos, tenían frío y les apetecía una pelea.

Sajhë tuvo el tiempo justo de comprobar que su plan había tenido éxito, cuando un puño se hundió en su vientre. Boqueando para respirar, se dobló en dos. Un par de soldados le sujetaron los brazos detrás de la espalda, mientras le llovían puñetazos desde todas direcciones. Lo golpearon con la empuñadura de sus armas, con las botas y con los puños, sin piedad. Sintió que la piel le estallaba bajo los ojos y percibió el sabor de la sangre en la boca y al fondo de la garganta, mientras le seguían lloviendo los golpes.

Sólo entonces comprendió el grave error cometido. Había pensado únicamente en desviar la atención de Alaïs. Una imagen del pálido rostro de Bertranda esperando su llegada se coló en su mente, justo cuando un puñetazo en la mandíbula hizo que todo se sumiera en la negrura.

CAPÍTULO 76

Oriane había consagrado su vida a la búsqueda del Libro de las palabras.

Bastante pronto, a su regreso en Chartres tras la derrota de Carcasona, su marido perdió la paciencia ante su fracaso para conseguir la mercancía por la que él había pagado. Nunca había habido amor entre ambos, y cuando el deseo que ella le inspiraba se desvaneció, su puño y su cinto reemplazaron a la conversación.

Ella soportó los golpes, planeando todo el tiempo diferentes maneras de vengarse de él. A medida que las tierras y las riquezas de su marido se incrementaban y su influencia sobre el rey de Francia crecía, la atención del señor de Evreux se volvió hacia otros trofeos y la dejó en paz. Libre para reanudar sus pesquisas, Oriane pagó a informadores, contrató a una red de espías en el Mediodía y los puso tras la pista de la información.

Una sola vez había estado a punto de capturar a Alaïs. En mayo de 1234, Oriane partió al sur desde Chartres, en dirección a Toulouse, pero cuando llegó a la catedral de Saint-Étienne, descubrió que los guardias habían sido sobornados y que su hermana había vuelto a desaparecer, como si nunca hubiese existido.

Oriane había resuelto no cometer de nuevo el mismo error. Esta vez, cuando le llegó el rumor de una mujer que coincidía con su hermana en su edad y descripción, viajó al sur, utilizando como excusa la participación de uno de sus hijos en la cruzada.

Esa misma mañana había creído ver el libro ardiendo a la luz violácea del alba. Fallar después de haber estado tan cerca encendió tal ira en ella que ni su hijo Louis ni sus criados fueron capaces de aplacarla. Pero en el transcurso de la tarde, Oriane empezó a revisar su interpretación de los sucesos de la mañana. Si en efecto era Alaïs la persona que había visto (e incluso de eso comenzaba a dudar), ¿habría permitido ella que el Libro de las palabras ardiera en una hoguera de la Inquisición?

Oriane decidió que no. Ordenó a sus sirvientes que salieran del campamento en busca de información y se enteró de que Alaïs tenía una hija, una niña de nueve o diez años, cuyo padre era soldado a las órdenes de Pierre-Roger de Mirepoix. Pero, según razonó Oriane, su hermana jamás confiaría un objeto tan valioso como el libro a un militar de la guarnición sabiendo que los soldados iban a ser registrados. ¿Se lo habría confiado a una niña?

Esperó a que cayera la noche y se dirigió al lugar donde habían encerrado a las mujeres y los niños. Sobornando a los guardias, entró en el recinto. Nadie le hizo ninguna pregunta, ni le puso objeción alguna. Podía sentir las miradas de desaprobación de los frailes negros a su paso, pero su mala opinión no le preocupaba.

Su hijo Louis se presentó ante ella con las mejillas encendidas en su rostro de expresión arrogante. Parecía demasiado ansioso por conseguir su aprobación, demasiado afanoso por complacerla.

– Oui? -lo interpeló ella en tono cortante-. Que est ce que tu veux?

– Il y a une fille que vos devez voire, mère.

Oriane lo siguió hasta el lado opuesto del recinto, donde una niña dormía apartada de las otras.

El parecido físico con Alaïs era asombroso. De no haber sido por el paso de los años, Oriane habría podido estar viendo a una gemela de su hermana. Tenía la misma expresión de valerosa determinación y los mismos tonos de tez y de cabello que ella a la misma edad.

– Vete -dijo-. No confiará en mí si te ve aquí conmigo.

Louis hizo una mueca de disgusto que la irritó aún más.

– Vete -repitió, volviéndole la espalda-. Ve a preparar los caballos. Aquí no te necesito.

Cuando se hubo marchado, Oriane se agachó y dio unos golpecitos en el brazo de la niña.

La pequeña se despertó de inmediato, con los ojos brillantes de miedo.

– ¿Quién eres?

– Una amiga -respondió Oriane, hablando una vez más en la lengua que había abandonado treinta años antes.

Bertranda no se movió.

– Tú eres francesa -dijo obstinadamente, mirando con fijeza la ropa y el pelo de Oriane-. No estabas en la ciudadela.

– No -replicó ella, tratando de parecer paciente-, pero nací en Carcassona, como tu madre. Pasamos la infancia juntas en el Château Cornial. También conocí a tu abuelo, el senescal Pelletier. Seguramente Alaïs te habrá hablado a menudo de él.

– Llevo su nombre -replicó en seguida la niña.

Oriane disimuló una sonrisa.

– Muy bien, Bertranda. He venido para sacarte de aquí.

La niña frunció el ceño.

– Pero Sajhë me ha dicho que me quede aquí hasta que él venga a buscarme -dijo ella, con algo menos de cautela-. Me ha dicho que no me vaya con ninguna otra persona.

– Sí, desde luego, eso te ha dicho Sajhë -repuso Oriane, con una sonrisa-. Y a mí me ha dicho que sabes cuidar muy bien de ti misma y que te enseñe una cosa para convencerte de que puedes confiar en mí.

Oriane le mostró el anillo que había robado de la mano fría de su padre difunto. Tal como esperaba, Bertranda lo reconoció y tendió la mano para cogerlo.

– ¿Te lo ha dado Sajhë?

– Cógelo. Compruébalo tú misma.

Bertranda le dio unas vueltas al anillo, examinándolo a fondo, y después se incorporó.

– ¿Dónde está él?

– No lo sé -replicó Oriane, pensando a toda velocidad-, a menos que…

– ¿Qué?

Bertranda levantó la vista para mirarla.

– ¿Crees que querrá que te lleve a tu pueblo?

Bertranda reflexionó un momento.

– Puede ser -respondió titubeando.

– ¿Está lejos? -preguntó Oriane, en tono casual.

– Una jornada a caballo, tal vez más en esta época del año.

– ¿Y tiene nombre ese pueblo vuestro? -siguió ella, como sin darle importancia.

– Los Seres -repuso Bertranda-, aunque Sajhë me pidió que no se lo dijera a los inquisidores.

La Noublesso de los Seres. No sólo era el nombre de los guardianes del Grial, sino el lugar donde encontraría el Grial. Oriane tuvo que morderse la lengua para no prorrumpir en carcajadas.

– Para empezar, vamos a deshacernos de esto -dijo, inclinándose para quitarle a Bertranda la cruz amarilla de la espalda-. No queremos que nadie se entere de que somos fugitivas. Y ahora, veamos, ¿tienes algo que debas llevar contigo?

Si hubiese tenido consigo el libro, no habría sido preciso continuar. La búsqueda habría terminado.

Bertranda sacudió la cabeza.

– No, nada.

– Muy bien. A partir de ahora, mucha tranquilidad. No queremos llamar la atención.

Al principio, la niña aún conservaba cierta cautela; pero mientras atravesaban el recinto donde todos dormían, Oriane le habló de Alaïs y del Château Comtal. Fue encantadora, persuasiva y atenta, y poco a poco se fue ganando la confianza de la pequeña.

Oriane deslizó otra moneda en la mano del guardia, en la puerta, y condujo a Bertranda a donde estaba su hijo, en las afueras del campamento, esperándolas con seis soldados a caballo y un carruaje cerrado.

– ¿Vendrán ellos con nosotras? -preguntó Bertranda, que repentinamente volvía a desconfiar.

Oriane sonrió, mientras levantaba a la niña para que entrara en el carruaje.

– Necesitamos que nos protejan de los bandoleros durante el viaje, ¿verdad? Sajhë jamás me lo perdonará si dejo que te pase algo.

Una vez que Bertranda estuvo acomodada en su sitio, se volvió hacia su hijo.

– ¿Y yo? -dijo él-. Quiero acompañarte.

– Necesito que te quedes aquí -replicó ella, ansiosa por partir-. No sé si recuerdas que formas parte del ejército. No puedes desaparecer así, como si nada. Será más sencillo y rápido para todos que vaya yo sola.

– Pero…

– Obedece -insistió ella en voz baja, para que Bertranda no la oyera-. Vigila aquí nuestros intereses. Haz lo que hemos dicho con el padre de la niña. El resto déjamelo a mí.

Guilhelm sólo podía pensar en encontrar a Oriane. Su propósito al acudir a Montségur había sido ayudar a Alaïs y evitar que Oriane le hiciera daño. Durante casi treinta años, había velado por ella de lejos.

Ahora Alaïs había muerto y él ya no tenía nada que perder. Su deseo de venganza había ido creciendo año tras año. Hubiese debido matar a Oriane cuando tuvo la ocasión de hacerlo. Esta vez no iba a dejar pasar la oportunidad.

Con la capucha de la capa embozándole la cara, Guilhelm recorrió subrepticiamente el campamento de los cruzados, hasta divisar los colores verde y plata del pabellón de Oriane.

Dentro se oían voces. En francés. Un hombre impartiendo órdenes. Al recordar al joven sentado junto a Oriane en la tribuna, que probablemente debía de ser su hijo, Guilhelm se acercó cuanto pudo a la flameante lona lateral de la tienda y aguzó el oído.

– Es un soldado de la guarnición -estaba diciendo Louis d’Evreux en su habitual tono arrogante-, de nombre Sajhë de Servían, el mismo que antes provocó los disturbios. ¡Campesinos meridionales! -exclamó con desprecio-. Incluso cuando se los trata bien, se comportan como animales -añadió riendo-. Lo han encerrado junto al pabellón de Hugues des Arcis, lejos de los otros prisioneros, para que no dé más problemas.

Louis bajó la voz, de modo que Guilhelm tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo.

– Esto es para ti. -Guilhelm oyó el tintineo de unas monedas-. Ahora, la mitad. Si el campesino aún está con vida cuando lo encuentres, pon remedio a la situación. Te daré el resto cuando hayas terminado el trabajo.

Guilhelm esperó a ver salir al soldado y se deslizó por la puerta de la tienda, que no tenía vigilancia.

– Te he dicho que no quiero que nadie me moleste -dijo Louis sin volverse. Antes de que pudiera abrir la boca para pedir ayuda, el cuchillo de Guilhelm ya estaba en su garganta.

– Si haces el menor ruido, te mataré.

– Llévate lo que quieras, llévate todo lo que quieras, pero no me hagas daño.

Guilhelm recorrió con la vista el opulento interior de la tienda, sus hermosas alfombras y sus cálidas mantas. Oriane había conseguido la riqueza y la posición que siempre había anhelado. Esperaba que no la hicieran feliz.

– Dime cómo te llamas -dijo Guilhelm en voz baja y tono salvaje.

– Louis d’Evreux. No sé quién eres, pero mi madre te…

Guilhelm le echó hacia atrás la cabeza de un violento tirón.

– No me amenaces. Has despedido a tus guardias, ¿recuerdas? No hay nadie que pueda oírte. -Apretó con más fuerza la hoja contra la pálida piel norteña del muchacho. Evreux se quedó completamente inmóvil-. Así está mejor. Y ahora dime, ¿dónde está Oriane? Si no respondes, te cortaré el cuello.

Guilhelm sintió que el joven reaccionaba al oír el nombre de pila de su madre en boca de un extraño, pero el temor aflojó su lengua.

– Fue a donde tienen a las mujeres -masculló.

– ¿Para qué?

– En busca de… una niña.

– No me hagas perder el tiempo, nenon -dijo Guilhelm, tirando aún más de su cabeza hacia atrás-. ¿Qué niña es ésa? ¿Por qué la busca Oriane?

– La hija de una hereje. De la… hermana de mi madre -añadió con dificultad, como si la palabra «hermana» le quemara en la boca-. Mi tía. Mi madre quería ver a la niña con sus propios ojos.

– ¡Alaïs! -susurró Guilhelm con incredulidad-. ¿Qué edad tiene esa niña?

Podía oler el miedo en la piel de Evreux.

– ¿Cómo voy a saberlo? Unos nueve o diez años.

– ¿Y su padre? ¿También ha muerto?

Cuando Evreux intentó moverse, Guilhelm aumentó la presión alrededor de su cuello y giró la hoja del cuchillo, para presionar con la punta la base de la oreja del joven, preparado para actuar.

– Es un soldado, uno de los hombres de Pierre-Roger de Mirepoix.

Guilhelm lo comprendió de inmediato.

– Y tú le has enviado a tu criado para asegurarte de que no vuelva a ver salir el sol -dijo.

El acero del puñal de Guilhelm lanzó un destello, reflejando la luz de la vela.

– ¿Quién eres?

Guilhelm no respondió.

– ¿Dónde está el señor de Evreux? ¿Por qué no está aquí?

– Mi padre ha muerto -dijo el joven. No había pesar en su voz, sino únicamente una especie de vanidosa afectación que Guilhelm no pudo comprender-. Ahora yo soy el señor de los dominios de Evreux.

Guilhelm se echó a reír.

– O mejor dicho, lo es tu madre.

El muchacho se retrajo sobre sí mismo, como si hubiera recibido un golpe.

– Y dime, señor de Evreux -prosiguió Guilhelm con desdén, enfatizando el título-, ¿para qué quiere tu madre a la niña?

– ¿Qué importa eso? Es hija de herejes. Deberían haberlos quemado a todos.

Guilhelm sintió que Evreux se arrepentía de lo dicho en el mismo instante de pronunciar esas palabras, pero ya era tarde. Guilhelm giró el puñal y arrastró el acero de una oreja a otra, cercenando el cuello del muchacho.

– Per lo Miègjorn -dijo. Por el Mediodía.

La sangre manaba a chorros a lo largo de la línea del corte, sobre las valiosas alfombras. Guilhelm soltó a Evreux, que cayó de bruces al suelo.

– Si tu criado vuelve en seguida, quizá sobrevivas. Si no, será mejor que vayas rogando a tu Dios que perdone tus pecados.

Guilhelm volvió a cubrirse la cabeza con la capucha y salió corriendo de la tienda. Tenía que encontrar a Sajhë de Servian antes que el esbirro de Evreux.

El pequeño grupo avanzaba traqueteando por el incómodo camino, en el frío de la noche.

Oriane ya estaba arrepentida de haber llevado el carruaje. Habrían ido más rápido a caballo. Las ruedas de madera chocaban con piedras y guijarros, y resbalaban sobre el duro suelo helado.

Evitaron las rutas principales de entrada y salida del valle, que aún estarían bloqueadas, y durante las primeras horas del trayecto se dirigieron al sur. Después, cuando el invernal crepúsculo dio paso a la negrura de la noche, torcieron hacia el sureste.

Bertranda estaba dormida, con la caperuza echada sobre la cabeza, para protegerse del viento mordiente que se colaba por debajo de las colgaduras que cubrían el carruaje. Oriane había encontrado irritante su incesante parloteo. La niña la había atormentado con un millar de preguntas sobre la vida en Carcasona en los viejos tiempos, antes de la guerra.

Entonces le dio bizcochos, pan de azúcar y vino especiado combinado con una pócima capaz de dejar fuera de combate a un soldado durante varios días. Al fin, la pequeña dejó de hablar y se quedó profundamente dormida.

– ¡Despertad!

Sajhë oyó que alguien le hablaba. Un hombre. Muy cerca.

Intentó moverse. El dolor llegó a todos los rincones de su cuerpo. Destellos azules estallaron detrás de sus ojos.

– ¡Despertad!

La voz fue un poco más insistente esta vez.

Sajhë se encogió cuando algo frío comprimió su rostro contusionado, aliviándole el ardor de la piel. Lentamente, como arrastrándose, volvió el recuerdo de los golpes que le habían llovido sobre la cabeza y el cuerpo, de todas partes.

¿Estaría muerto?

Entonces recordó. Alguien desde el pie de la ladera había gritado a los soldados que pararan. Sus atacantes, sorprendidos por la repentina intervención, se habían retirado. Ese alguien, un comandante, les había gritado órdenes en francés, mientras a él lo arrastraban ladera abajo.

Quizá no estaba muerto.

Sajhë intentó moverse otra vez. Sentía algo frío contra la espalda. Se dio cuenta de que tenía los hombros tirados hacia atrás. Intentó abrir los ojos, pero la hinchazón se lo impedía. En compensación, notó que sus otros sentidos se habían agudizado. Percibía los movimientos de los caballos piafando y distinguía la voz del viento y los gritos de los chotacabras y de un búho solitario. Eran sonidos que podía entender.

– ¿Podéis mover las piernas? -le preguntó el hombre.

Sajhë se sorprendió al ver que podía, aunque le dolían cruelmente. Uno de los soldados le había aplastado el tobillo con la bota mientras él yacía en el suelo.

– ¿Seréis capaz de cabalgar?

Sajhë vio que el hombre lo rodeaba para cortar las sogas que le mantenían los brazos atados a un poste, y advirtió que sus facciones le resultaban familiares. Le pareció reconocer algo en su voz y en su forma de inclinar la cabeza

Se puso de pie con gran dificultad

– ¿A quién debo este favor? -preguntó, frotándose las muñecas. Entonces, repentinamente, lo supo. Sajhë volvió a verse a sí mismo como un chico de once años, encaramado a los muros del Château Comtal, sobre las almenas, buscando a Alaïs, prestando oídos al viento para oír su risa flotando en el aire. Y la voz de un hombre que charlaba y bromeaba- Guilhelm du Mas -dijo lentamente.

Guilhelm hizo una pausa y miró sorprendido a Sajhë.

– ¿Nos hemos visto antes, amigo?

– No creo que podáis recordarlo -replicó Sajhë, que apenas se sentía capaz de mirarlo a la cara-. Decidme, amic -prosiguió, enfatizando la palabra-, ¿qué queréis de mí?

– He venido a… -Guilhelm estaba perplejo por la hostilidad que percibía-. ¿Sois Sajhë de Servian?

– ¿Y qué, si lo soy?

– En nombre de Alaïs, a quien ambos… -Guilhelm se interrumpió y se recompuso-. Su hermana, Oriane, está aquí, con uno de sus hijos. Forman parte del ejército cruzado. Oriane ha venido en busca del libro.

Sajhë lo miró fijamente.

– ¿Qué libro? -preguntó desafiante.

Guilhelm siguió hablando, sin prestar atención a la pregunta.

– Oriane se ha enterado de que tenéis una hija y se la ha llevado. No sé adonde van, pero sé que partieron del campamento al anochecer. He venido para ofreceros mi ayuda. -Se incorporó-. Pero si no la queréis…

Sajhë se sintió palidecer.

– ¡Esperad! -gritó.

– Si queréis recuperar viva a vuestra hija -prosiguió Guilhelm con voz firme-, os sugiero que dejéis de lado la animosidad que os inspiro, sea cual sea su causa.

Guilhelm tendió la mano para ayudar a Sajhë a ponerse de pie.

– ¿Sabéis adonde pudo haber llevado Oriane a la niña?

Sajhë miró a los ojos al hombre que había odiado durante toda su vida y entonces, en nombre de Alaïs y de la hija de ese mismo hombre, aceptó la mano que le tendía.

– La niña tiene un nombre -dijo-. Se llama Bertranda.

CAPÍTULO 77

Pico de Soularac

Viernes 8 de julio de 2005

Audric y Alice ascendían en silencio la montaña.

Se habían dicho demasiado para que fueran necesarias más palabras. Audric respiraba pesadamente, pero mantenía la vista fija en el suelo y no dio ni un solo traspié.

– Ya no puede faltar mucho -dijo ella, tanto por sí misma como por él.

– No.

Cinco minutos después, Alice advirtió que habían llegado al lugar del yacimiento, desde la dirección opuesta al aparcamiento. Las tiendas de campaña habían desaparecido, pero todavía quedaban indicios de la reciente ocupación, por las zonas pardas de hierba reseca y los escasos residuos dispersos. Alice distinguió una paleta y el clavo de una tienda, que recogió y se metió en el bolsillo.

Prosiguieron el ascenso, girando hacia la izquierda, hasta llegar al peñasco que Alice había desplazado. Yacía tumbado de lado, bajo la entrada de la cámara, exactamente en el lugar donde había caído. A la luz fantasmagórica de la luna, parecía la cabeza de un ídolo abatido.

«¿De verdad que eso fue solamente el lunes pasado?»

Baillard se detuvo y se recostó en el peñasco, para recuperar el aliento

– Falta muy poco para llegar -dijo ella, para darle ánimos-. Lo siento. Debí advertirle que la cuesta era muy empinada.

Audric sonrió.

– Ya lo recordaba -dijo.

La cogió de la mano. Su piel tenía el tacto de un papel finísimo.

– Cuando lleguemos a la cueva -prosiguió él-, esperarás hasta que te diga que puedes seguirme sin temor. Debes prometerme que te quedarás escondida.

– Sigo pensando que no es buena idea que entre solo -dijo ella empecinadamente-. Aunque esté en lo cierto y no vengan hasta que haya caído la noche, puede quedarse atrapado. Ojalá aceptara mi oferta, Audric. Si voy con usted, podré ayudarlo a buscar el libro. Será más rápido y más fácil si somos dos. Podremos entrar y salir en cuestión de minutos. Entonces nos esconderíamos los dos aquí fuera, para ver lo que ocurre.

– Perdona, pero será mejor para los dos que nos separemos.

– Realmente, no veo por qué, Audric. Nadie sabe que estamos aquí. No creo que corramos un gran peligro -insistió ella, aunque intuía que no era así.

– Eres muy valiente, donaisela -dijo él suavemente-. Como lo era Alaïs. Siempre anteponía la seguridad de los demás a la suya propia. Sacrificó mucho por las personas que amaba.

– Aquí nadie está sacrificando nada -replicó secamente Alice, a quien el miedo empezaba a poner nerviosa-. Y todavía no comprendo por qué no me permitió que viniera antes. Habríamos podido entrar en la cámara cuando todavía era de día, sin correr el riesgo de ser sorprendidos.

Baillard se comportó como si ella no hubiese hablado.

– ¿Ha telefoneado al inspector Noubel? -preguntó.

«No sirve de nada discutir. Al menos de momento.»

– Sí -dijo ella con un sonoro suspiro-. Le he dicho lo que usted me pidió que le dijera.

– Ben -replicó él suavemente-. Comprendo que pienses que no estoy siendo razonable, Alice, pero ya verás. Todo tiene que ocurrir en el momento justo y en el orden adecuado. De lo contrario, no brillará la verdad.

– ¿La verdad? -repitió ella-. Me ha dicho todo lo que hay que saber, Audric. Todo. Ahora mi única preocupación es sacar de aquí a Shelagh, y también a Will, sanos y salvos.

– ¿Todo? -dijo él con delicadeza-. ¿Es posible tal cosa?

Audric se dio la vuelta y miró la entrada de la cueva, un pequeño hueco negro en la extensión rocosa.

– Una verdad puede contradecir a otra -murmuró-. Ahora no es lo mismo que entonces. -La cogió por el brazo-. ¿Te parece que concluyamos la última fase de nuestro trayecto? -preguntó.

Alice lo miró perpleja, desconcertada por su actitud. Se lo veía sereno y confiado. Una especie de pasiva aceptación había descendido sobre él, mientras que ella estaba muy nerviosa, asustada por todo lo que podía salir mal, aterrada ante la perspectiva de que Noubel llegara tarde y temerosa de que Audric se equivocara.

«¿Y si ya están muertos?»

Alice apartó la idea. No podía permitirse pensar de ese modo. Tenía que seguir creyendo que todo iba a salir bien.

En la entrada, Audric se volvió hacia ella y le sonrió, con sus moteados ojos color ámbar resplandecientes de expectación.

– ¿Qué pasa, Audric? -dijo ella rápidamente-. Hay algo. -Se interrumpió, incapaz de encontrar la palabra que buscaba-. Algo…

– ¡Llevo tanto tiempo esperando! -dijo él en voz baja.

– ¿Esperando? ¿Encontrar el libro?

Él sacudió la cabeza.

– La redención -dijo él.

– ¿La redención? ¿De qué?

Alice advirtió con asombro que el anciano tenía lágrimas en los ojos, y se mordió los labios para no romper a llorar.

– No lo entiendo, Audric -susurró, con la voz quebrada.

– Pas a pas se va luènh -dijo él-. ¿Viste estas palabras en la cámara, labradas en los peldaños?

Alice lo miró asombrada.

– Sí, ¿pero cómo…?

Él le tendió la mano, para que le pasara la linterna.

– Tengo que entrar.

Luchando con sus emociones contradictorias, Alice se la dio sin añadir palabra. Lo observó internándose en el túnel y esperó hasta ver desaparecer el último atisbo de luz. Entonces se volvió y se alejó.

El grito de un búho cercano la sobresaltó. Hasta el sonido más leve parecía multiplicarse por cien. Había algo maligno en la oscuridad, en los árboles que se cernían sobre ella, en la ominosa sombra de la montaña misma, en la forma en que las rocas parecían asumir formas poco familiares y amenazadoras. A lo lejos, creyó distinguir el ruido de un coche pasando por una carretera, abajo, en el valle.

Después, volvió a reinar el silencio.

Alice miró el reloj. Eran las nueve y cuarenta.


A las diez menos cuarto, dos potentes faros delanteros barrieron el aparcamiento, al pie del pico de Soularac.

Paul Authié apagó el motor y salió. Le sorprendió que François-Baptiste no estuviera allí, esperándolo. Levantó la vista en dirección a la cueva, con un repentino destello de alarma en la mirada, pensando que quizá ya hubieran entrado en la cámara.

Descartó la idea. Estaba empezando a ponerse nervioso. Braissart y Domingo habían estado allí hasta una hora antes. Si Marie-Cécile o su hijo se hubieran presentado, lo habrían llamado para decírselo.

Su mano se dirigió al dispositivo de control que llevaba en el bolsillo, preparado para hacer detonar las cargas explosivas y con la cuenta atrás ya iniciada. No tenía que hacer nada. Sólo esperar. Y mirar.

Authié se tocó el crucifijo que llevaba al cuello y se puso a rezar.

Un leve sonido en el bosque que rodeaba el aparcamiento llamó su atención. Aguzó la vista, pero no vio nada. Volvió al coche y encendió las luces largas. Los árboles parecieron saltar hacia él desde la oscuridad, despojados de color.

Protegiéndose los ojos del resplandor, volvió a mirar. Esta vez, distinguió movimientos en el denso sotobosque.

– ¿François-Baptiste?

No hubo respuesta. Authié sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

– ¡No tenemos tiempo para esto! -gritó a la oscuridad, imprimiendo un tono de irritación a su voz-. Si quieres el libro y el anillo, ven aquí, donde pueda verte.

Authié empezó a preguntarse si no habría juzgado mal la situación.

– ¡Estoy esperando! -gritó.

Tuvo que reprimir una sonrisa, cuando vio una figura que cobraba forma entre los árboles.

– ¿Dónde está O’Donnell?

Authié estuvo a punto de echarse a reír al ver a François-Baptiste ir hacia él con una cazadora de una talla varias veces más grande de lo que le habría convenido. Tenía un aspecto patético.

– ¿Estás solo? -le preguntó.

– ¿Y a usted qué mierda le importa? -respondió el muchacho, deteniéndose en el límite del bosque-. ¿Dónde está Shelagh O’Donnell?

Con un movimiento de la cabeza, Authié señaló la entrada de la cueva.

– Ya está arriba, esperándote, François-Baptiste. Pensé que así te ahorraría la molestia de subirla. -Dejó escapar una risita breve-. No creo que te ocasione ningún problema.

– ¿Y el libro?

– También arriba -contestó Authié, estirándose los puños de la camisa-. Lo mismo que el anillo. Todo entregado según lo prometido. A tiempo.

François-Baptiste soltó una carcajada.

– Y envuelto para regalo, supongo -dijo el joven en tono sarcástico-. ¿No esperará que me crea que lo ha dejado todo ahí, simplemente?

Authié lo miró con desprecio.

– Mi tarea consistía en conseguir el libro y el anillo, y es lo que he hecho. Al mismo tiempo, os he devuelto también a vuestra…, ¿cómo llamarla?…, a vuestra espía. Considéralo filantropía de mi parte. -Estrechó los ojos-. Lo que madame De l’Oradore decida hacer con ella ya no es asunto mío.

La sombra de la duda atravesó el rostro del muchacho.

– ¿Y todo por vuestro bondadoso corazón?

– Por la Noublesso Véritable -dijo Authié con suavidad-. ¿O es que aún no te han propuesto ingresar? Supongo que el mero hecho de ser su hijo no supone ningún privilegio. Ve y echa un vistazo. ¿O tu madre ya está dentro, preparándose?

François-Baptiste lo fulminó con la mirada.

– ¿Creías que no me había contado nada? -Authié dio un paso hacia él-. ¿Creías que no sé lo que hace? -Podía sentir el odio del muchacho creciendo en su interior-. ¿La has visto, François-Baptiste? ¿Has visto el éxtasis en su cara cuando pronuncia esas palabras obscenas, esas blasfemias? ¡Es una ofensa contra Dios!

– ¡No se atreva a hablar así de ella! -exclamó el muchacho, llevándose la mano al bolsillo.

Authié se echó a reír.

– ¡Muy bien! ¡Coge el teléfono y llámala! Te dirá lo que tienes que hacer y lo que tienes que pensar. No hagas nada sin preguntárselo primero a ella.

Se dio la vuelta para dirigirse hacia el coche. Oyó el chasquido del seguro del arma y tardó una fracción de segundo en comprender lo que era. Incrédulo, se giró. Fue demasiado lento. El otro ya había apretado el gatillo, primero una vez y después otra, en rápida sucesión.

El primer tiro falló por un amplio margen. El segundo le dio de lleno en el muslo. La bala le atravesó la pierna, astillándole el hueso y saliendo por el otro lado. Authié cayó al suelo, gritando, mientras una oleada de dolor le recorría el cuerpo.

François-Baptiste caminaba hacia él, sosteniendo la pistola con los dos brazos extendidos. Authié intentó ponerse a salvo arrastrándose, dejando tras de sí una estela de sangre sobre la grava, pero ya tenía al muchacho encima.

Por un instante, sus miradas se encontraron Entonces François-Baptiste volvió a disparar.

Alice se sobresaltó.

El estallido de los disparos desgarró el aire quieto de la montaña y reverberó hacia ella, reflejado por la roca.

Su corazón se desbocó. No podía determinar la procedencia de los balazos. Si hubiese estado en su casa, habría pensado que era un granjero disparando a los conejos o los cuervos.

«No ha sonado como una escopeta de caza.»

Se puso de pie tan sigilosamente como pudo e intentó mirar a través de la oscuridad, en dirección a donde pensaba que debía de estar el aparcamiento. Oyó una puerta de coche que se cerraba y, poco después, el sonido de unas voces humanas y de palabras transportadas por el viento.

«¿Qué estará haciendo Audric ahí dentro?»

Estaban muy lejos, pero podía sentir su presencia en la montaña. De vez en cuando, Alice distinguía el ruido de un guijarro rodando por la grava del camino, desplazado por los pasos de los recién llegados, o bien el crujido de una rama.

Se acercó un poco más a la entrada de la cueva, enviando miradas desesperadas a la misma, como si fuera posible, por la sola fuerza de su voluntad, conjurar a Audric y hacer que se materializara en la oscuridad.

«¿Por qué no sale?»

– ¡Audric! -susurró-. Alguien viene. ¡Audric!

Nada más que silencio. Alice se asomó a la oscuridad del túnel que se extendía ante ella y sintió flaquear su coraje.

«Tienes que prevenirlo.»

Rezando para que no fuera demasiado tarde, Alice entró y bajó corriendo, en dirección a la cámara del laberinto.

CAPÍTULO 78

Los Seres

Març 1244

Pese a las heridas de Sajhë, avanzaron a buen ritmo, desde Montségur hacia el sur, siguiendo el río. Viajaban ligeros y cabalgaron sin tregua, deteniéndose únicamente para que los caballos pudieran beber y descansar, y utilizando las espadas para romper el hielo. Guilhelm advirtió de inmediato que las habilidades de Sajhë superaban las suyas.

Sabía algo del pasado de Sajhë, de cómo solía llevar los mensajes de los parfaits a los pueblos más remotos y aislados de los Pirineos, y de cómo transmitía información a los combatientes rebeldes. Era evidente que aquel hombre más joven que él conocía todos los valles y pasos practicables y todos los senderos ocultos en los bosques, los barrancos y las llanuras.

Guilhelm también se daba cuenta de la feroz animadversión que él le inspiraba, aunque no dijera nada. Era como sentir el sol ardiente abrasándole la nuca. Guilhelm conocía la fama de Sajhë de hombre leal, valeroso y honrado, dispuesto a morir por aquello en lo que creía. A pesar de su animosidad, Guilhelm podía comprender que Alaïs lo amara y hubiera tenido una hija con él, aun cuando la sola idea fuera como un puñal clavado en el corazón.

La suerte los acompañó. Durante la noche no nevó mucho. Al día siguiente, el 19 de marzo, amaneció claro y despejado, con unas pocas nubes y brisa ligera.

Sajhë y Guilhelm llegaron a Los Seres al anochecer. El pueblo se encontraba al fondo de un valle pequeño y aislado y, pese al frío, el aire ya tenía el suave aroma de la primavera. En los árboles de los alrededores del caserío se veían brotes verdes entre el blanco de la escarcha. Las primeras flores primaverales empezaban a despuntar tímidamente en los setos y al borde del camino por donde ellos cabalgaban siguiendo la senda que conducía al pequeño grupo de casas. El pueblo parecía desierto, abandonado.

Los dos hombres desmontaron y, llevando a sus caballos de las riendas, recorrieron a pie el último tramo hasta el centro del caserío. El sonido de las herraduras chocando con los guijarros y la dura tierra del camino reverberaba sonoramente en el silencio. Unos pocos penachos de humo se desprendían casi con cautela de las chimeneas de una o dos de las casas. Ojos suspicaces los espiaban a través de rendijas y grietas de los postigos, para retirarse en seguida. Los desertores franceses no solían verse en esas cotas de la montaña, pero de vez en cuando llegaban. Y normalmente traían problemas.

Sajhë ató su caballo junto a la fuente. Guilhelm lo imitó y lo siguió, atravesando el centro del pueblo hasta una casa pequeña. Faltaban tejas del techado y los postigos necesitaban alguna reparación, pero las paredes se veían fuertes. Guilhelm pensó que no haría falta mucho trabajo para poner la casa en condiciones.

Esperó a que Sajhë empujara la puerta, que se resistía a abrirse, hinchada por la humedad y rígida por la falta de uso. Al final crujió y se abrió lo suficiente como para que Sajhë pudiera pasar.

Guilhelm lo siguió y de inmediato sintió el aire húmedo, semejante al de un sepulcro, que le entumecía los dedos. En la pared opuesta a la puerta había un montón de tierra y hojas, que seguramente se habrían colado con el viento del invierno. Había carámbanos por dentro de los postigos y bajo el alféizar de la ventana, donde formaban una orla desigual.

En la mesa habían quedado los restos de una comida. Una jarra vieja, platos, vasos y un cuchillo. En la superficie del vino se había formado una película de moho, como verdes algas sobre una laguna. Las banquetas estaban cuidadosamente arrimadas a la pared.

– ¿Es vuestra casa? -preguntó Guilhelm en voz baja.

Sajhë asintió.

– ¿Cuándo os marchasteis?

– Hace un año.

En el centro de la habitación se localizaba una olla oxidada sobre una pila de ceniza y madera carbonizada que había ardido mucho tiempo atrás. Guilhelm contempló con tristeza el gesto de Sajhë de inclinarse para poner mejor la tapa.

Al fondo de la casa había una cortina raída. Sajhë la apartó, revelando otra mesa con dos sillas, una frente a otra. La pared estaba cubierta por una estrecha estantería, casi completamente vacía. Un viejo mortero, un par de cuencos y cucharones, y unos cuantos botes cubiertos de polvo era todo lo que quedaba. Sobre la estantería, en el techo bajo, había unos ganchos de los que aún colgaban polvorientos atados de hierbas, una rama petrificada de hierba de gato y otra de hojas de zarzamora.

– Para sus medicinas -dijo Sajhë inesperadamente. Guilhelm permaneció en silencio, con las manos cruzadas delante del cuerpo, para no interrumpir a Sajhë en sus rememoraciones.

– Todos acudían a ella, hombres y mujeres: cuando caían enfermos, cuando sufrían tormentos espirituales, o para mantener saludables a sus hijos durante el invierno. Bertranda… Alaïs la dejaba ayudar preparando los ingredientes o llevando paquetes a las casas.

Sajhë sintió que le fallaba la voz y guardó silencio. Guilhelm también tenía un nudo en la garganta. Él también recordaba los frascos y las jarras con que Alaïs había llenado la habitación de ambos en el Château Comtal, y la silenciosa concentración con que solía trabajar.

Sajhë dejó caer la cortina que sostenía en la mano. Después, verificando la firmeza de los peldaños, subió con cuidado la escalera que conducía a la plataforma superior. Allí, mohosa y sucia de excrementos de animales, había una pila de viejas mantas y paja podrida, que era todo lo que quedaba del lugar donde dormía la familia. Una vela solitaria, con restos de cera, permanecía erguida junto a la pila de ropa de cama, delante de las reveladoras manchas de humo que aún se distinguían en la pared del fondo.

Incapaz de seguir siendo testigo del dolor de Sajhë durante mucho tiempo más, Guilhelm salió a esperarlo fuera. Sentía que no tenía derecho a interferir.

Poco después, Sajhë reapareció. Sus ojos estaban enrojecidos, pero se dirigió con paso firme y decidido hacia donde estaba Guilhelm, de pie en el punto más alto del pueblo, mirando en dirección al oeste.

– ¿Cuándo aclarará? -dijo cuando Sajhë llegó a su lado. Los dos hombres eran de similar estatura, pero los surcos de la cara de Guilhelm y los mechones grises de su cabellera revelaban que estaba quince años más cerca de la tumba.

– El sol sale tarde en las montañas en esta época del año.

Guilhelm se quedó un momento en silencio.

– ¿Qué queréis hacer? -preguntó, respetando el derecho de Sajhë a decidir en su casa.

– Tenemos que llevar los caballos a los establos y encontrar un lugar donde dormir. Dudo que lleguen antes de la mañana.

– ¿No queréis…? -empezó Guilhelm, mirando en dirección a la casa.

– No -replicó Sajhë rápidamente-, ahí no. Hay una mujer que nos dará de comer y nos acogerá por la noche. Mañana deberíamos subir un poco más por la montaña y acampar en algún lugar cerca de la cueva, para esperarlos.

– ¿Pensáis que Oriane no entrará en el pueblo?

– Seguramente adivinará dónde ha escondido Alaïs el Libro de las palabras. Ha tenido tiempo suficiente para estudiar los otros dos libros a lo largo de los últimos treinta años.

Guilhelm lo miró por el rabillo del ojo.

– ¿Y no se equivoca? ¿El libro sigue allí, en la cueva?

Sajhë hizo como si no lo hubiese oído.

– No entiendo cómo convenció Oriane a Bertranda para que se fuera con ella -dijo-. Le recalqué que no se fuera sin mí, que esperara mi regreso.

Guilhelm no dijo nada. No había nada que pudiera decir para apaciguar el temor de Sajhë. La rabia de éste no tardó en arder y consumirse por sí sola.

– ¿Creéis que Oriane habrá traído consigo los otros dos libros? -preguntó de pronto.

Guilhelm sacudió la cabeza.

– Supongo que los tendrá a buen recaudo en sus sótanos, en algún lugar de Evreux o de Chartres. ¿Para qué arriesgarse a traerlos hasta aquí?

– ¿La amabais?

La pregunta cogió a Guilhelm por sorpresa.

– La deseaba -respondió lentamente-. Estaba hechizado, embriagado por mi propia importancia…

– No me refiero a Oriane -dijo Sajhë bruscamente-, sino a Alaïs.

Guilhelm sintió como si un aro de hierro le apretara la garganta.

– Alaïs -susurró. Por un momento, quedó atrapado en sus recuerdos, hasta que la fuerza de la intensa mirada de Sajhë lo devolvió al frío del presente-. Después de… -Se le quebró la voz-. Después de la caída de Carcassona, la vi solamente una vez. Se quedó conmigo tres meses. La habían apresado los inquisidores y…

– ¡Lo sé! -exclamó Sajhë, pero después su voz pareció desmoronarse-. Lo sé todo.

Intrigado por la reacción de Sajhë, Guilhelm mantuvo la mirada fija al frente. Para su sorpresa, notó que estaba sonriendo.

– Sí. -La palabra cayó deslizándose de sus labios-. La quise más que a nada en el mundo. Pero no comprendí el valor del amor, ni su fragilidad, hasta haberlo destrozado con mis propias manos.

– ¿Por eso la dejasteis ir, después de Tolosa, cuando ella regresó aquí?

Guilhelm hizo un gesto afirmativo.

– Después de esas semanas juntos, Dios sabe que fue difícil mantenerme alejado. Si hubiese podido verla sólo una vez más… Tenía la esperanza de que cuando todo esto hubiese terminado pudiéramos… Pero obviamente, os encontró a vos. Y ahora, hoy…

La voz de Guilhelm se quebró. Acudieron lágrimas a sus ojos, haciendo que le escocieran por el frío. A su lado, sintió que la actitud de Sajhë cambiaba. Por un momento, el carácter del ambiente que se había establecido entre ellos se modificó.

– Disculpadme. No debí perder la compostura ante vos. -Hizo una profunda inspiración-. El precio que Oriane puso a la cabeza de Alaïs fue considerable, tentador incluso para los que no tenían razón alguna para desearle ningún daño. Por mi parte, pagué a los espías de Oriane para que le pasaran información falsa. Eso contribuyó a mantener a Alaïs a salvo durante casi treinta años. -Guilhelm se detuvo otra vez, mientras la imagen de un libro que ardía sobre una ennegrecida capa roja se deslizaba en su mente como un huésped indeseado-. No sabía que su fe fuera tan intensa -dijo-, ni que su deseo de impedir que Oriane se hiciera con el libro la llevara a dar ese paso.

Miró a Sajhë, intentando leer la verdad escrita en sus ojos.

– ¡Ojalá no hubiera elegido morir! -prosiguió-. Por vos, el hombre que escogió, y por mí, el tonto que tuvo su amor y lo perdió. -Su voz vaciló-. Pero sobre todo, por vuestra hija. ¡Cuando pienso que Alaïs…!

– ¿Por qué nos ayudáis? -lo interrumpió Sajhë-. ¿Por qué habéis venido?

– ¿A Montségur?

Sajhë hizo un gesto negativo, impaciente.

– No, a Montségur no. Aquí. Ahora.

– Venganza -respondió Guilhelm.

CAPÍTULO 79

Alaïs despertó con un sobresalto, rígida y fría. La delicada luz violácea del alba barría el paisaje gris y verde, mientras una leve neblina blanca pasaba de puntillas sobre las hondonadas y las grietas del flanco de la montaña, silenciosa y quieta.

Miró a Harif, que dormía apaciblemente, con la capa forrada de piel subida hasta las orejas. El día y la noche que habían pasado viajando habían sido duros para él.

El silencio pesaba sobre la montaña. A pesar del frío en los huesos y la incomodidad, Alaïs disfrutaba de la soledad, después de meses de desesperado hacinamiento y encierro en Montségur. Con cuidado para no molestar a Harif, se levantó y se desperezó, y fue a abrir una de las alforjas para partir un trozo de pan, que de tan duro parecía de madera. Se sirvió un vaso de espeso vino tinto del que producían en la montaña, casi demasiado frío para distinguir su sabor. Mojó el pan en el vino para ablandarlo y se lo comió rápidamente, antes de ponerse a preparar algo de comer para los demás.

Casi no se atrevía a pensar en Bertranda y Sajhë, ni en dónde estarían en ese instante. ¿Todavía en el campamento? ¿Juntos o separados?

El chillido de un autillo regresando de su cacería nocturna desgarró el aire. Alaïs sonrió, reconfortada por los ruidos familiares de animales moviéndose entre los arbustos, con repentinos estallidos de garras y dientes. En los bosques de los valles, más abajo, aullaba el lobo marcando su presencia. Le sirvió para recordarle que el mundo seguía su curso, que los ciclos cambiantes de las estaciones se mantenían sin ella.

Despertó a los dos guías, les dijo que el desayuno estaba listo y después condujo a los caballos hasta el torrente, donde tuvo que romper el hielo con la empuñadura de la espada para darles de beber.

Más tarde, cuando hubo más luz, fue a despertar a Harif. Le susurró en su idioma, apoyando suavemente una mano sobre su brazo. En los últimos tiempos, solía despertarse inquieto y turbado.

Harif abrió los ojos castaños, desvaídos por la edad.

– ¿Bertranda?

– Alaïs -replicó ella suavemente.

Harif parpadeó, desconcertado al verse en la gris ladera de la montaña. Alaïs supuso que habría estado soñando otra vez con Jerusalén, con las curvilíneas mezquitas y las voces que llamaban a la oración a los fieles sarracenos, o con sus viajes a través de los mares interminables del desierto.

Durante los años que habían pasado juntos, Harif le había hablado de las especias aromáticas, de los vivos colores, del sabor intenso de la comida y del brillo terrible de aquel sol rojo sangre. Le había contado historias de cómo había empleado los años de su larga vida. Le había hablado del Profeta y de la antigua ciudad de Avaris, su primer hogar. Le había contado historias de su padre, Bertran, cuando era joven, y de la Noublesso.

Viéndolo allí dormido, con la tez olivácea agrisada por la edad y el negro cabello encanecido, a Alaïs se le encogió el corazón. Estaba demasiado viejo para luchar. Había visto demasiado, había sido testigo de demasiadas cosas para que todo terminara tan abruptamente.

Harif había aplazado demasiado su último viaje, y Alaïs sabía, aunque él nunca se lo hubiese dicho, que pensar en Los Seres y en Bertranda era lo único que le daba fuerzas para continuar.

– Alaïs -dijo en voz baja, comprendiendo lentamente lo que lo rodeaba-. Ah, sí.

– No falta mucho -dijo ella, mientras lo ayudaba a ponerse de pie. -Ya casi estamos en casa.

Guilhelm y Sajhë hablaban poco, acurrucados al abrigo de la montaña, fuera del alcance de las despiadadas garras del viento.

Varias veces, Guilhelm intentó iniciar una conversación, pero las taciturnas respuestas de Sajhë lo desanimaron. Al final renunció al intento y se replegó en su mundo interior, que era precisamente lo que Sajhë pretendía.

La mala conciencia atormentaba a Sajhë. Se había pasado la vida, primero, envidiando a Guilhelm, odiándolo después y finalmente intentando no pensar en él. Había ocupado el lugar de Guilhelm al lado de Alaïs, pero nunca en su corazón. Alaïs había permanecido fiel a su primer amor, que había persistido a pesar de la ausencia y el silencio.

Sajhë conocía el valor de Guilhelm y su intrépida y larga lucha para expulsar a los cruzados del Pays d’Òc, pero se resistía a apreciarlo, y menos aún a admirarlo. Tampoco quería sentir pena por él. Era evidente que sufría por Alaïs. Su rostro hablaba de una honda pérdida y de un profundo arrepentimiento. Sajhë no podía decidirse a hablar. Pero se odiaba por no hacerlo.

Esperaron todo el día, turnándose para dormir. Cuando faltaba poco para que cayera la noche, una bandada de cuervos levantó el vuelo más abajo, en la ladera, elevándose por el aire como la ceniza de un fuego moribundo. Volaron en círculos, planearon y graznaron, batiendo el aire frío con sus alas.

– Alguien viene -dijo Sajhë, inmediatamente alerta.

Se asomó por detrás del peñasco que se erguía sobre la estrecha cornisa, junto a la entrada de la cueva, casi como si lo hubiese colocado allí la mano de un gigante.

Abajo no vio nada, ningún movimiento. Con gran precaución, Sajhë salió de su escondite. Le dolía todo y sentía el cuerpo entumecido, en parte como secuela de los golpes recibidos y en parte por la larga inmovilidad. Tenía las manos insensibles y los nudillos enrojecidos y agrietados. Su rostro era una masa de contusiones y piel desgarrada.

Se agachó para saltar de la cornisa rocosa, pero aterrizó mal, y sintió una explosión de dolor en el tobillo herido.

– Pasadme la espada -dijo, tendiendo la mano.

Después de entregarle el arma, Guilhelm saltó a su vez y se reunió con él, que ya estaba oteando el valle.

Se oyó un murmullo de voces distantes. Después, en la tenue luz del crepúsculo, Sajhë vio una fina guirnalda de humo serpenteando entre los árboles dispersos.

Miró hacia el horizonte, donde la tierra violácea se juntaba con un cielo cada vez más oscuro.

– Vienen por el camino del sureste -dijo-, lo cual significa que Oriane ha preferido evitar del todo el pueblo. Desde esa dirección, no podrán continuar mucho más con los caballos. El terreno es demasiado abrupto. Hay barrancos muy profundos por ambos lados. Tendrán que seguir a pie.

De pronto, no pudo soportar la idea de que Bertranda estuviera tan cerca.

– Voy a bajar.

– ¡No! -exclamó en seguida Guilhelm-. No -insistió, en tono más sereno-. Es demasiado arriesgado. Si os ven, pondréis en peligro la vida de Bertranda. Sabemos que Oriane vendrá a la cueva. Aquí tendremos de nuestra parte el factor sorpresa. Es mejor esperar a que venga a nuestro encuentro. -Hizo una pausa-. No debéis culparos, amigo mío. No habríais podido evitar lo sucedido. Le haréis mejor servicio a vuestra hija si respetáis nuestro plan hasta el final.

Sajhë se apartó del brazo la mano de Guilhelm.

– No tenéis idea de lo que siento en este momento -replicó, con la voz temblando de ira-. ¿Cómo os atrevéis a suponer que me conocéis?

Guilhelm hizo un gesto de irónica rendición.

– Lo siento.

– No es más que una niña.

– ¿Cuántos años tiene?

– Nueve -replicó Sajhë con brusquedad.

Guilhelm frunció el ceño.

– Entonces tiene edad suficiente para razonar -dijo, pensando en voz alta-. Incluso si Oriane no la ha obligado, sino que la ha convencido para salir del campamento con ella, es probable que a estas alturas Bertranda sospeche de ella. ¿Sabía que Oriane estaba en el campamento? ¿Sabía de la existencia de su tía?

Sajhë hizo un gesto afirmativo.

– Ella sabe que Oriane no es amiga de Alaïs. Jamás se habría ido con ella.

– No, de haber sabido quién era -repuso Guilhelm-. Pero ¿y si no lo sabía?

Sajhë pensó un momento y finalmente sacudió la cabeza.

– Aun así, no creo que se hubiese marchado con una extraña. Le dije claramente que tenía que esperarnos…

Se interrumpió, advirtiendo que había estado a punto de delatarse, pero Guilhelm estaba inmerso en sus razonamientos. Sajhë suspiró aliviado.

– Creo que podremos ocuparnos de los soldados cuando hayamos rescatado a Bertranda -dijo Guilhelm-. Cuanto más pienso al respecto, más probable me parece que Oriane deje a sus hombres acampados y continúe sola con vuestra hija.

Sajhë empezó a prestar atención.

– Continuad.

– Oriane lleva más de treinta años esperando este momento. El ocultamiento le resulta tan natural como respirar. No creo que se arriesgue a que nadie más descubra la ubicación exacta de la cueva. No querrá compartir el secreto, y como cree que nadie sabe que está aquí, a excepción de su hijo, no esperará encontrar ningún obstáculo. -Guilhelm hizo una pausa-. Oriane es… Para apoderarse de la Trilogía del Laberinto -prosiguió-, Oriane ha mentido, ha matado y ha traicionado a su padre y a su hermana. Se ha condenado por los libros.

– ¿Ha matado?

– A su primer marido, Jehan Congost, desde luego, aunque no fue su mano la que empuñó la daga.

– François -murmuró Sajhë, en voz demasiado baja como para que Guilhelm pudiera oírlo. Experimentó entonces el destello de un recuerdo, los gritos, la agitación desesperada de los cascos del caballo mientras el hombre y el animal eran tragados por la ciénaga.

– Y siempre la he creído responsable de la muerte de una mujer que Alaïs apreciaba mucho -prosiguió Guilhelm-. Ya no recuerdo su nombre, después de tantos años, pero era una mujer muy sabia que vivía en la Ciutat. Le había enseñado a Alaïs todo lo que sabía sobre medicinas y remedios, y a utilizar los dones de la naturaleza para hacer el bien. -Hizo una pausa-. Alaïs la adoraba.

Sólo la obstinación impidió a Sajhë revelarle a Guilhelm su identidad. Sólo la obstinación y los celos le impidieron confiarle cómo había sido su vida con Alaïs.

– Esclarmonda no murió -dijo, incapaz de seguir fingiendo.

Guilhelm se quedó petrificado.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Lo sabe Alaïs?

Sajhë asintió.

– Cuando huyó del Château Comtal, fue en busca de ayuda a casa de Esclarmonda… y de su nieto. Salió…

El seco sonido de la voz de Oriane, autoritaria y fría, interrumpió la conversación. Los dos hombres, ambos habituados a luchar en las montañas, se echaron de inmediato al suelo. Sin un ruido, desenvainaron las espadas y ocuparon sus puestos cerca de la entrada de la cueva. Sajhë se escondió detrás de una saliente rocosa, un poco por debajo de la entrada, mientras Guilhelm se ocultaba detrás de un círculo de arbustos de espinos, cuyas ramas asumían en la penumbra un aspecto amenazador.

Las voces se estaban acercando. Podían oír el ruido de las botas de los soldados y de sus armaduras y hebillas mientras ascendían entre las piedras y los guijarros de la senda rocosa.

Sajhë sentía como si estuviera dando cada paso con Bertranda. Cada instante duraba una eternidad. El sonido de pasos y el eco de las voces se repetía una y otra vez, sin que pareciera que se estuvieran acercando.

Finalmente, dos figuras emergieron de entre los árboles. Oriane y Bertranda. Como Guilhelm había supuesto, venían solas. Sajhë vio que Guilhelm lo miraba fijamente, advirtiéndole que no se moviera aún, que esperara hasta tener a Oriane al alcance de sus armas y hasta poder apartar de su lado a Bertranda sin riesgo para la niña.

Mientras se acercaban, Sajhë apretó los puños para reprimir el grito de ira que le nacía en las entrañas. Bertranda tenía un corte en la mejilla, rojo sobre su piel de palidez helada. Oriane la había atado con una cuerda que le rodeaba el cuello, le bajaba por la espalda y le sujetaba las muñecas, unidas por detrás del cuerpo. El otro extremo de la soga estaba en la mano izquierda de Oriane. En la derecha empuñaba una daga, que usaba para pinchar a la niña en la espalda, para que ésta no dejara de avanzar.

Bertranda caminaba con dificultad y tropezaba a menudo. Aguzando la mirada, Sajhë advirtió, bajo la falda de la niña, que la pequeña tenía los tobillos atados. El trozo de cuerda que mediaba entre los dos nudos sólo le permitía dar un paso.

Sajhë se obligó a permanecer inmóvil, esperando y mirando, hasta que la mujer y la niña llegaron al claro que se extendía justo al pie de la cueva.

– Dijiste que estaba detrás de los árboles.

Bertranda murmuró en voz baja algo que Sajhë no pudo oír.

– Por tu propio bien, espero que estés diciendo la verdad -dijo Oriane.

– Está ahí -replicó Bertranda. Su voz era firme, pero Sajhë percibió el terror que había en ella y sintió que se le encogía el corazón.

El plan era atacar por sorpresa a Oriane a la entrada de la cueva. Él se ocuparía de poner a salvo a Bertranda, mientras Guilhelm desarmaba a Oriane antes de que ésta tuviera oportunidad de usar el cuchillo.

Sajhë miró a Guilhelm, que hizo un gesto afirmativo, para expresarle que estaba preparado.

– Pero ¡tú no puedes entrar! -estaba diciendo Bertranda-. Es un lugar sagrado. Sólo los guardianes pueden entrar.

– ¿Ah, sí? -dijo Oriane en tono burlón-. ¿Y quién va a impedírmelo? ¿Tú? -Una mueca de amargura le desfiguró el rostro-. Te pareces tanto a ella que me repugnas -añadió, sacudiendo la cuerda que rodeaba el cuello de Bertranda haciéndola gritar de dolor-. Alaïs siempre nos estaba diciendo a todos lo que teníamos que hacer. Siempre se creyó mejor que los demás.

– ¡No es cierto! -exclamó Bertranda, valerosa pese a lo desesperado de su situación. Sajhë hubiese querido hacerla callar, pero al mismo tiempo sabía que Alaïs se habría sentido orgullosa de su coraje. Él mismo se sentía orgulloso del valor de la niña. ¡Se parecía tanto a sus padres!

Bertranda se había echado a llorar.

– ¡No puede ser! ¡No debes entrar! ¡La cueva no te dejará entrar! ¡El laberinto protegerá su secreto de ti y de todo aquel que vaya en su busca con malos propósitos!

Oriane dejó escapar una breve carcajada.

– Ésas no son más que historias para asustar a las niñas estúpidas como tú.

Bertranda se mantuvo firme.

– No te llevaré más allá de aquí.

Oriane levantó la mano y le asestó un golpe con tal fuerza que la niña salió despedida contra la pared rocosa. Una roja neblina inundó la mente de Sajhë. En tres o cuatro zancadas, se abalanzó sobre Oriane, mientras un rugido animal surgía de las profundidades de su pecho.

Oriane reaccionó rápidamente, atrayendo a Bertranda hasta sus pies y apoyándole el puñal en el cuello.

– ¡Qué decepción! Pensé que mi hijo se habría ocupado ya de este asunto tan sencillo. Tú estabas prisionero, ¿no? O al menos eso me habían dicho, pero ¡qué más da!

Sajhë sonrió a Bertranda, intentando tranquilizarla, pese a lo desesperado de su situación.

– Arroja al suelo la espada -dijo Oriane con calma-, o la mataré.

– Perdóname por haberte desobedecido, Sajhë -gritó Bertranda-, pero ella tenía tu anillo. Me dijo que tú la habías enviado a buscarme.

– No era mi anillo, valenta -dijo Sajhë, mientras soltaba su espada.

El arma cayó con un pesado ruido metálico, al golpear contra el duro suelo.

– Así está mejor. Ahora ven aquí donde pueda verte. Así es suficiente. Párate. -Sonrió-. ¿Estás solo?

Sajhë no respondió. Oriane aplastó el acero contra la garganta de Bertranda y le hizo una pequeña incisión bajo la oreja. La niña dejó escapar un grito, mientras un hilo de sangre, como una cinta roja, le resbalaba por la pálida piel del cuello.

– Suéltala, Oriane. No es a ella a quien quieres, sino a mí.

Al sonido de la voz de Alaïs, pareció como si la montaña entera contuviera el aliento.

¿Un espíritu? Guilhelm no era capaz de decirlo.

Sintió como si le hubieran extraído hasta el último hálito del cuerpo, dejándolo hueco e ingrávido. No se atrevía a moverse de su escondite por miedo a que la aparición se desvaneciera. Miró a Bertranda, tan parecida a su madre, y después cuesta abajo, donde estaba Alaïs, si es que de verdad era ella.

Una caperuza de piel le enmarcaba la cara, y su capa de montar, sucia del viaje, barría a su paso el terreno, blanco de escarcha. Tenía las manos enfundadas en guantes de cuero y cruzadas delante del cuerpo.

– Suéltala, Oriane.

Sus palabras rompieron el hechizo.

– ¡Mamá! -gritó Bertranda, tendiendo desesperadamente los brazos.

– No es posible… -dijo Oriane, entrecerrando los ojos-. ¡Estás muerta! ¡Te he visto morir!

Sajhë se arrojó sobre Oriane e intentó arrebatarle a Bertranda, pero no fue lo bastante rápido.

– ¡No os acerquéis! -gritó Oriane, ya repuesta, mientras arrastraba a Bertranda hacia la entrada de la cueva-. ¡Juro que la mataré!

– ¡Mamá!

Alaïs dio otro paso adelante.

– Suéltala, Oriane. Tu pelea es conmigo.

– No hay ninguna pelea, hermana. Tú tienes el Libro de las palabras y yo lo quiero. C’est pas difficile.

– ¿Y cuando lo tengas?

Guilhelm estaba paralizado. Aún no se atrevía a dar crédito a sus ojos y aceptar que allí estaba Alaïs, tal como solía verla en su imaginación mientras estaba despierto, y en sueños cuando dormía.

Un movimiento atrajo su atención, un destello de acero, unos yelmos. Guilhelm miró. Dos soldados se estaban acercando a Alaïs por detrás, entre los densos matorrales. Guilhelm miró a su izquierda al oír el ruido de una bota sobre la roca.

– ¡Atrapadlos!

El soldado que estaba más cerca de Sajhë lo agarró por los brazos y lo sujetó con fuerza, mientras los otros salían de la espesura. Rápida como el rayo, Alaïs desenvainó la espada y se volvió, hincando limpiamente la hoja en el costado del soldado más cercano. El hombre cayó, mientras el otro se abalanzaba sobre ella. Saltaron chispas, al cruzarse las espadas a izquierda y derecha, primero a un lado y después al otro.

Alaïs tenía la ventaja de la posición más elevada, pero era más pequeña y débil.

Guilhelm abandonó de un salto su escondite y corrió en su dirección, justo cuando ella tropezaba y perdía el equilibrio. El soldado atacó, hiriéndola en la cara interior del brazo. Alaïs lanzó un grito y dejó caer la espada, mientras se apretaba la herida con la mano enguantada para que dejara de manar la sangre.

– ¡Mamá!

Guilhelm se arrojó sobre el soldado y le hundió la espada en el vientre. El herido empezó a vomitar sangre, con los ojos desorbitados por la conmoción, antes de caer de bruces al suelo.

No tuvo tiempo ni de respirar.

– ¡Guilhelm! -gritó Alaïs-. ¡Detrás de ti!

Guilhelm se dio la vuelta y vio a otros dos soldados que subían por la cuesta. Con un rugido, arrancó la espada que había quedado clavada en el cadáver y cargó contra ellos. El acero surcó el aire, mientras los hacía retroceder, asestando golpes a diestra y siniestra, incansablemente, luchando con ambos a la vez.

Él era más hábil con la espada, pero ellos eran dos.

Para entonces, Sajhë estaba atado y de rodillas. Uno de los soldados se quedó vigilándolo, con la punta del puñal en el cuello del joven, mientras el otro iba a prestar su ayuda para someter a Guilhelm. Al hacerlo, se puso al alcance de Alaïs, que si bien estaba perdiendo sangre profusamente, logró sacarse el puñal del cinturón y hacer acopio de sus últimos restos de energía para hundirlo con fuerza entre las piernas de su atacante. El hombre soltó un alarido cuando el acero se le hundió en la ingle.

Ciego de dolor, se arrojó sobre Alaïs. Guilhelm vio cómo ella saltaba hacia atrás y se golpeaba la cabeza contra la roca. Intentó mantenerse en pie, pero estaba confusa y desorientada, y sus piernas cedieron. Se desplomó en el suelo, mientras la sangre empezaba a manar también del corte en la cabeza.

Con el puñal aún hincado en la pierna, el soldado se abalanzó sobre Guilhelm, como un oso que hubiese caído en una trampa. Éste retrocedió para eludirlo y al hacerlo perdió pie en el suelo resbaladizo, enviando una lluvia de guijarros que se despeñaron cuesta abajo. Su tropiezo brindó a los otros dos la ocasión que necesitaban para saltar sobre él e inmovilizarlo, tumbado boca abajo en el suelo.

Sintió que las costillas se le quebraban cuando una bota le propinó un golpe en un costado, y se sacudió agónicamente, al recibir otro golpe más. En la boca sentía el sabor de la sangre.

No se oía nada de la dirección donde estaba Alaïs, que parecía totalmente inmóvil.

Entonces oyó gritar a Sajhë. Guilhelm levantó la cabeza justo en el instante en que un soldado le asestaba al joven un golpe con la hoja de la espada plana, dejándolo inconsciente.

Oriane había desaparecido en el interior de la cueva, llevando consigo a Bertranda.

Con un rugido, Guilhelm reunió los últimos restos de energía y se puso de pie, provocando con su impulso que uno de los soldados cayera de espaldas montaña abajo. Aferró su espada y la dirigió a la garganta del hombre que quedaba a su lado, mientras Alaïs conseguía ponerse de rodillas y utilizaba el cuchillo del soldado para hundírselo en la cara posterior del muslo. Su aullido de dolor murió antes de nacer.

Guilhelm advirtió que todo había quedado en silencio.

Por un instante, no hizo más que mirar fijamente a Alaïs. Incluso entonces, se resistía a dar crédito a sus ojos, por miedo a volver a perderla. Finalmente, le tendió la mano.

Guilhelm sintió los dedos de ella entrelazándose con los suyos. Sintió su piel, desgarrada y herida, fría como la suya. Real.

– Creí…

– Lo sé -repuso ella rápidamente.

Guilhelm no quería dejarla ir, pero la idea de Bertranda lo hizo reaccionar.

– Sajhë está herido -dijo, subiendo por la pendiente hacia la entrada-. Tú atiéndelo. Yo perseguiré a Oriane.

Alaïs se inclinó para comprobar el estado de Sajhë y de inmediato corrió detrás de Guilhelm.

– Sólo ha perdido el conocimiento -dijo- Quédate tú. Cuéntale lo ocurrido. Tengo que encontrar a Bertranda.

– No, eso es lo que ella quiere Te obligará a revelar dónde has escondido el libro y después os matará a las dos. Yo tengo más probabilidades que tú de rescatar a tu hija con vida, ¿no lo ves?

– A nuestra hija.

Guilhelm oyó las palabras, pero no las comprendió del todo. Su corazón empezó a palpitar con fuerza.

– Alaïs, ¿qué…? -empezó a decir, pero ella ya había agachado la cabeza para pasar debajo del brazo de él y corría por el túnel, hacia la oscuridad.

CAPÍTULO 80

Ariège

Viernes 8 de julio de 2005

Han ido a la cueva! -gritó Noubel, colgando violentamente el teléfono-. ¡De todas las estupideces que…!

– ¿Quiénes?

– Audric Baillard y Alice Tanner. Se les ha metido en la cabeza que Shelagh O’Donnell está prisionera en el pico de Soularac y van hacia allí. Han dicho también que había alguien más. Un norteamericano, un tal William Franklin.

– ¿Y ése quién es?

– Ni idea -dijo Noubel, descolgando la cazadora de detrás de la puerta y saliendo al pasillo con torpe apresuramiento.

Moureau lo siguió

– ¿Quién cogió la llamada?

– Los de recepción. Por lo visto, recibieron el mensaje de la doctora Tanner a las nueve en punto, pero «pensaron que yo no quería que nadie me molestara en medio de un interrogatorio». N’importe quoi! -exclamó Noubel, imitando la voz nasal del sargento del turno de noche

Automáticamente, los dos hombres levantaron la vista para mirar el reloj de la pared Eran las diez y cuarto.

– ¿Qué hacemos con Braissart y Domingo? -dijo Moureau, mirando por el pasillo hacia las salas de interrogatorio. Noubel había acertado con su corazonada. Los dos hombres habían sido arrestados en los alrededores de la granja de la ex mujer de Authié, cuando viajaban al sur, en dirección a Andorra.

– Pueden esperar.

Noubel abrió de un empujón la puerta del garaje, que golpeó contra la salida de emergencia. Bajaron corriendo la escalera metálica hasta el asfalto.

– ¿Les han sacado algo?

– Nada -dijo Noubel, abriendo con gesto alterado la puerta del coche, mientras arrojaba la cazadora sobre el asiento trasero y se sentaba ante el volante, no sin cierta dificultad-. Silenciosos como una tumba los dos.

– Temen más a su jefe que a vosotros -dijo Moureau, cerrando ruidosamente su puerta-. ¿Se sabe algo de Authié?

– Nada. Hace unas horas fue a misa, en Carcasona. Desde entonces, no se ha vuelto a saber nada de él.

– ¿Y de la granja? -siguió preguntando Moureau, mientras el coche arrancaba hacia la carretera principal-. ¿Se ha recibido ya algún informe de la brigada de registro?

– No.

El teléfono de Noubel volvió a sonar. Con la mano izquierda sobre el volante, estiró el brazo derecho hacia el asiento trasero, dejando escapar al hacerlo una vaharada de sudor rancio. Soltó la cazadora sobre las rodillas de Moureau, que se puso a rebuscar en los bolsillos, mientras él gesticulaba frenéticamente pidiéndole el teléfono.

– Aquí Noubel. Diga.

Su pie apretó con fuerza el pedal del freno, lanzando a Moureau hacia adelante en su asiento.

Putain! -exclamó-. ¿Por qué, en nombre de Cristo, me entero de esto ahora? ¿Hay alguien dentro? -Se quedó escuchando-. ¿Cuándo ha empezado?

La comunicación era mala. Hasta Moureau podía oír las crepitaciones de la línea.

– ¡No, no! -dijo Noubel-. Quedaos ahí. Mantenedme al tanto.

El inspector arrojó el teléfono sobre el salpicadero, conectó la sirena y aceleró hacia la autopista.

– Hay un incendio en la granja -dijo, mientras daba gas a fondo.

– ¿Provocado?

– El vecino más cercano está a un kilómetro de distancia. Dice que oyó un par de explosiones fuertes y que después vio el fuego y llamó a los bomberos. Cuando llegaron, las llamas ya se habían extendido.

– ¿Hay alguien dentro? -preguntó Moureau ansiosamente.

– No lo saben -respondió Noubel con expresión sombría.

Shelagh perdía y recuperaba alternativamente la conciencia.

No tenía idea del tiempo transcurrido desde que se habían marchado los hombres. Uno por uno, sus sentidos se estaban apagando. Ya no era consciente de su entorno físico. Sus brazos, piernas, torso y cabeza parecían estar flotando, ingrávidos. No percibía el calor ni el frío, ni las piedras y el polvo bajo su cuerpo. Estaba aislada en su propio mundo. A salvo. Libre.

No estaba sola. En su mente flotaban rostros, gente del pasado y el presente, una procesión de imágenes silenciosas.

Le pareció como si estuviera volviendo la luz. En algún lugar, ligeramente fuera de su campo de visión, había un movedizo haz de luz blanca que proyectaba sombras danzarinas en los muros y a través del techo rocoso de la cueva. Como un caleidoscopio, los colores se movían y cambiaban de forma ante sus ojos.

Creyó ver a un hombre. Muy viejo. Sintió que sus manos frías y secas, con el tacto del papel de seda, se apoyaban sobre su frente. Su voz le decía que todo iba a salir bien, que ya estaba a salvo.

Entonces Shelagh oyó otras voces, susurrando en su cabeza, murmurando, hablándole suavemente, acariciándola.

Sintió alas negras sobre sus hombros, que la acunaban tiernamente como si fuera una niña, y que la llamaban a casa.

Después, otra voz vino a estropearlo todo.

– ¡Vuélvase!

Will advirtió que el estruendo estaba dentro de su cabeza: era el sonido de su sangre, palpitando densa y pesada en sus oídos, y el ruido de las balas, reverberando una y otra vez en su memoria.

Tragó saliva e intentó contener el aliento. El olor punzante del cuero en su nariz y su boca era demasiado fuerte. Le revolvía el estómago.

¿Cuántos disparos había oído? ¿Dos? ¿Tres?

Sus dos custodios salieron. Will los oyó hablar, discutiendo quizá con François-Baptiste. Poco a poco, con cuidado para no llamar la atención, se incorporó ligeramente en el asiento trasero del coche.

A la luz de los faros, vio a François-Baptiste de pie junto al cadáver de Authié, con el brazo derecho colgando a un lado del cuerpo y el arma aún en la mano. Parecía como si alguien hubiera arrojado una lata de pintura roja sobre la puerta y el capó del coche de Authié. Sangre y fragmentos de carne y de hueso. Lo que quedaba del cráneo del abogado.

La náusea le inundó la garganta. Tragó y se obligó a seguir mirando. François-Baptiste empezó a agacharse, vaciló, pero al final se dio la vuelta y se alejó rápidamente.

Aunque las repetidas dosis de droga le habían insensibilizado los brazos y las piernas, Will sintió que se quedaba petrificado. Se dejó caer otra vez en el asiento, agradecido de que al menos no lo hubiesen metido otra vez en el claustrofóbico contenedor del maletero.

La puerta más cercana a su cabeza se abrió violentamente y Will sintió sobre sus brazos y cuello las familiares manos callosas, que lo arrastraban por el asiento y lo dejaban caer al suelo.

El aire de la noche era fresco sobre su cara y sus piernas desnudas. La túnica que le habían puesto era larga y amplia, aunque atada a la cintura. Will se sentía extraño, vulnerable. Y estaba aterrado.

Pudo ver el cadáver de Authié tendido inerte en la grava. A su lado, disimulada detrás del volante de su automóvil, vio una lucecita roja que se encendía y se apagaba.

– Jusqu’à la grotte. -La voz de François-Baptiste hizo reaccionar a Will-. Vous restez dehors. En face de l’ouverture. -Hizo una pausa-. Il est dix heures moins cinq maintenant. Nous allons rentrer dans quarante ou cinquante minutes.

Casi las diez. Will dejó que la cabeza le colgara hacia delante mientras uno de los hombres lo levantaba por las axilas. Cuando empezaron a arrastrarlo cuesta arriba, hacia la cueva, se preguntó si a las once aún estaría vivo.

– Vuélvase -repitió Marie-Cécile.

Una voz áspera y arrogante, pensó Audric. Volvió a acariciar una vez más la frente de Shelagh y después, lentamente, se puso de pie cuan largo era. Su alivio por haberla encontrado viva no había durado mucho. Su estado era crítico. Si no recibía pronto atención médica, Audric temía que no sobreviviera.

– Deje ahí la linterna -le ordenó Marie-Cécile-. Venga aquí abajo, donde pueda verlo.

Poco a poco, Audric se volvió y bajó los peldaños desde detrás del altar.

Ella sostenía una lámpara de aceite en una mano y una pistola en la otra. Lo primero que él pensó fue lo mucho que se parecían: los mismos ojos verdes y el mismo pelo negro enmarcando con sus rizos el rostro hermoso y austero. Con la tiara y el collar de oro, los amuletos rodeando sus brazos y la blanca túnica enfundando su cuerpo alto y esbelto, parecía una princesa egipcia.

– ¿Ha venido sola, dòmna?

– No creo necesario hacerme acompañar a todas partes adonde voy, monsieur, y además…

El anciano bajó la vista hacia el arma.

– Ya veo. No cree que yo sea un obstáculo -dijo él, con un gesto de asentimiento-. Soy demasiado viejo, òc? Además, no quiere testigos -añadió.

Los labios de ella esbozaron la insinuación de una sonrisa.

– La fuerza reside en la discreción.

– El hombre que le enseñó eso ha muerto, dòmna.

Un destello de dolor brilló en la mirada de Marie-Cécile.

– ¿Conoció a mi abuelo?

– De oídas -replicó Audric.

– Me enseñó bien. A no confiar en nadie. A no creer en nadie.

– Una manera solitaria de vivir, dòmna.

– Yo no lo creo así.

Ella se desplazó describiendo un arco, como una fiera intentando acorralar a su presa, hasta quedar de espaldas al altar, en el centro de la cámara, cerca de una concavidad del suelo. La tumba, pensó él. El lugar donde habían sido hallados los cuerpos.

– ¿Dónde está ella? -preguntó Marie-Cécile.

Audric no respondió.

– Se parece usted mucho a su abuelo. Por su carácter, sus facciones, su perseverancia. Y lo mismo que él, sigue un camino equivocado.

La cólera tembló en el hermoso rostro.

– Mi abuelo era un gran hombre. Reverenciaba el Grial. Dedicó su vida a la búsqueda del Libro de las palabras para comprenderlo mejor.

– ¿Para comprenderlo, dòmna? ¿O para beneficiarse de él?

– ¡Usted no sabe nada de mi abuelo!

– ¡Oh, sí, sí que sé! -replicó Audric en voz baja-. La gente no cambia tanto. -Vaciló-. Estuvo tan cerca, ¿verdad? -prosiguió, bajando aún más la voz-. Unos kilómetros más al oeste, y habría sido él quien encontrara la cueva. No usted.

– Ahora ya da lo mismo -repuso ella desafiante-. El Grial es nuestro.

– El Grial no es de nadie. No es algo que se pueda poseer, ni manipular, ni utilizar como moneda de cambio. -Audric se interrumpió. A la luz de la lámpara de aceite que ardía sobre el altar, la miró directamente a los ojos-. No lo habría salvado -dijo.

De un extremo a otro de la cámara, oyó que ella se quedaba sin aliento.

– El elixir cura todos los males y prolonga la vida. Lo habría mantenido vivo.

– No habría hecho nada para curarlo de la enfermedad que le estaba separando la carne de los huesos, dòmna, como tampoco a usted le dará lo que desea. -Hizo una pausa-. El Grial no vendrá por usted.

Marie-Cécile dio un paso hacia él.

– Usted espera que no venga, Baillard, pero no está seguro. Pese a todos sus conocimientos e investigaciones, no sabe lo que sucederá.

– Se equivoca.

– Es su oportunidad, Baillard, después de todos los años que ha pasado escribiendo, estudiando e interrogándose. Usted, como yo, ha consagrado toda su vida a esto. Ansia que lo hagamos tanto como yo.

– ¿Y si me niego a cooperar?

Marie-Cécile soltó una aguda carcajada.

– ¡Por favor! No hace falta que lo pregunte. Mi hijo la matará, eso ya lo sabe. Cómo lo haga, y cuánto tiempo tarde en hacerlo, dependerá de cómo sé comporte usted.

Pese a las precauciones que había tomado, un estremecimiento le recorrió la espalda. Siempre y cuando Alice se quedara donde estaba, tal como había prometido, no había necesidad de alarmarse. Estaba a salvo. Todo habría terminado antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

El recuerdo de Alaïs, y también de Bertranda, irrumpió en su mente sin que él lo buscara. Su naturaleza impulsiva, su renuencia a obedecer órdenes, su coraje temerario… ¿Sería Alice de la misma madera?

– Está todo listo -dijo ella-. El Libro de las pociones y el Libro de los números están aquí, de modo que si usted me entrega el anillo y me dice dónde está escondido el Libro de las palabras…

Audric se esforzó por concentrarse en Marie-Cécile y no pensar en Alice.

– ¿Por qué está tan segura de que todavía se encuentra en esta cámara?

Ella sonrió.

– Porque usted está aquí, Baillard. ¿Por qué otra razón habría venido? Quiere presenciar la ceremonia al menos una vez antes de morir. ¡Ahora póngase la túnica! -le gritó, con repentina impaciencia. Con la pistola, le señaló una prenda de tela blanca, depositada en lo alto de los peldaños. El anciano sacudió la cabeza y, por un instante, vio temblar la duda en el rostro de Oriane.

– Después, me dará el libro.

Advirtió que tres pequeños aros metálicos habían sido hincados en el suelo de la sección inferior de la cámara. Recordó entonces que había sido Alice quien había descubierto los esqueletos en la tumba.

Sonrió. Muy pronto encontraría las respuestas que buscaba.

– Audric -murmuró Alice, avanzando a tientas por el túnel.

«¿Por qué no responde?»

Sintió el desnivel del suelo bajo sus pies, lo mismo que la otra vez, pero ésta le pareció más pronunciado.

Más adelante, en la cámara, distinguió el tenue resplandor de la luz amarilla.

– ¡Audric! -volvió a llamar, sintiendo crecer su temor.

Echó a andar más aprisa y cubrió los últimos metros a la carrera, hasta que desembocó en la cámara y se detuvo en seco.

«Esto no puede estar pasando.»

Audric estaba al pie de los peldaños. Vestía una larga túnica blanca.

«Recuerdo haber visto esto.»

Alice sacudió la cabeza para apartar el recuerdo. El anciano tenía las manos atadas delante del cuerpo y estaba amarrado al suelo, como un animal. En el extremo opuesto de la cámara, iluminada por una lámpara de aceite que parpadeaba sobre el altar, estaba Marie-Cécile de l’Oradore.

– Creo que ya lo tenemos todo -dijo

Audric se volvió hacia Alice, con tristeza y dolor en la mirada.

– Lo siento -murmuró ella, comprendiendo lo que había hecho-, pero tenía que avisarle…

Antes de que Alice pudiera reaccionar, alguien la había agarrado por detrás. Gritó y pataleó, pero ellos eran dos.

«La otra vez fue igual que ahora»

Entonces alguien la llamó por su nombre. No era Audric.

Invadida por una oleada de náuseas, empezó a desplomarse.

– ¡Aguantadla, imbéciles! -gritó Marie-Cécile.

CAPÍTULO 81

Pico de Soularac

Març 1244

Guilhelm no pudo dar alcance a Alaïs, que ya le llevaba demasiada ventaja.

Bajó tropezando por el túnel, en la oscuridad. El dolor traspasaba su costado, donde tenía rotas las costillas, dificultándole la respiración. Las palabras de Alaïs repitiéndose en su cabeza y el temor que endurecía su pecho lo impulsaban a seguir adelante.

El aire parecía cada vez más frío, y hasta gélido, como si algo le estuviera sorbiendo la vida a la cueva. No lo comprendía. Si era un lugar sagrado, si en efecto era la cueva del laberinto, ¿por qué se sentía en presencia de tanta perversidad?

Guilhelm se encontró de pie sobre una plataforma natural de piedra. Un par de peldaños anchos y de escasa altura, directamente delante de él, conducían a una zona donde el suelo era liso y llano. Una antorcha ardía sobre un altar de piedra, proyectando algo de luz a su alrededor.

Las dos hermanas estaban frente a frente: Oriane, con el puñal apoyado aún sobre el cuello de Bertranda, y Alaïs, completamente inmóvil.

Guilhelm se agachó, rezando por que Oriane no lo hubiera visto aún. Tan sigilosamente como pudo, empezó a acercarse poco a poco a la pared, al amparo de las sombras, hasta estar suficientemente cerca para ver y oír lo que estaba ocurriendo.

Oriane arrojó algo al suelo, delante de Alaïs.

– ¡Cógelo! -gritó- ¡Abre el laberinto! ¡Sé que allí está oculto el Libro de las palabras!

Guilhelm vio que los ojos de Alaïs se abrían por el asombro – ¿No has leído el Libro de los números? -dijo Oriane-. Me sorprendes, hermana. Allí está la explicación de la llave.

Alaïs vaciló.

– El anillo, con el merel inserto en él, abre la cámara en el corazón del laberinto.

Oriane tiró hacia atrás de la cabeza de Bertranda, tensando la piel del cuello de la pequeña, sobre el cual resplandecía el acero del puñal.

– ¡Hazlo ya, hermana!

Bertranda gritó. El sonido pareció atravesar la cabeza de Guilhelm como un cuchillo. Arrugando la frente, miró a Alaïs, que tenía el brazo herido colgando inservible a un lado del cuerpo.

– Deja que se vaya ella primero -dijo.

Oriane sacudió la cabeza. Se le había soltado el pelo y sus ojos parecían salvajes, obsesivos. Sosteniendo la mirada de Alaïs, lentamente y con deliberada frialdad, hizo una nueva incisión en el cuello de Bertranda.

La niña volvió a gritar, mientras la sangre resbalaba por su cuello.

– El próximo corte será más profundo -dijo Oriane, con la voz temblando de odio-. Ve a buscar el libro.

Alaïs se agachó, recogió el anillo y se dirigió hacia el laberinto. Oriane la siguió, arrastrando consigo a Bertranda. Alaïs podía sentir la respiración acelerada de su hija, que estaba a punto de perder el conocimiento, avanzando a tropezones con los pies aún atados.

Por un instante se detuvo, mientras sus pensamientos retrocedían hasta el momento en que había visto a Harif realizar esa misma tarea por primera vez.

Alaïs empujó con la mano izquierda la áspera piedra del laberinto, sintiendo que el dolor le estallaba en el brazo herido. No le hizo falta ninguna vela para distinguir el contorno del símbolo egipcio de la vida, el anj, como Harif le había enseñado a llamarlo. Después, impidiendo con la espalda que Oriane viera sus movimientos, insertó el anillo en la pequeña abertura que había en la base del círculo central del laberinto, justo delante de su cara. Por el bien de Bertranda, rezó por que funcionara. No se habían pronunciado las palabras, ni se había preparado nada tal como hubiese debido prepararse. Las circunstancias no podían diferir más de la vez anterior, cuando se había presentado como suplicante ante la piedra del laberinto.

– Di anj djet -murmuró. Las antiguas palabras le supieron a ceniza.

Hubo un chasquido seco, como cuando se inserta una llave en su cerradura. Por un instante, pareció como si nada fuera a suceder. Después, desde el interior del muro, se oyó el ruido de algo desplazándose, piedra contra piedra. Entonces Alaïs se movió y, en la penumbra, Guilhelm vio que un compartimento había quedado al descubierto en el centro del laberinto. Dentro, había un libro.

– ¡Dámelo! -ordenó Oriane-. ¡Ponlo aquí, sobre al altar!

Alaïs obedeció, sin desviar ni una vez la mirada de la cara de su hermana.

– Ahora déjala ir. Ya no la necesitas.

– ¡Ábrelo! -gritó Oriane-. Quiero asegurarme de que no me engañas.

Guilhelm se acercó un poco más. En la primera página, dorado y resplandeciente, había un símbolo que él nunca había visto: un óvalo, o más bien una lágrima por su forma, dispuesto sobre una especie de cruz, semejante al báculo de un pastor.

– Sigue -ordenó Oriane-. Quiero verlo todo.

Las manos de Alaïs temblaban mientras pasaba las páginas. Guilhelm pudo ver una extraña mezcla de dibujos y trazos, y línea tras línea de símbolos de escritura menuda que cubrían toda la hoja.

– Cógelo, Oriane -dijo Alaïs, haciendo un esfuerzo para mantener firme la voz-. Quédate con el libro y devuélveme a mi hija.

Guilhelm vio el resplandor del acero. Comprendió lo que estaba a punto de suceder, un instante antes de que sucediera. Supo que los celos y la envidia de Oriane la llevarían a destruir todo lo que Alaïs apreciaba o amaba.

Se abalanzó sobre Oriane, golpeándola de lado. Al hacerlo, sintió que sus costillas rotas cedían y estuvo a punto de perder el conocimiento por el dolor, pero el impulso había sido suficiente para hacer que la mujer soltara a Bertranda.

El cuchillo cayó de las manos de Oriane y se perdió de vista, resbalando por el suelo, hasta confundirse con las sombras detrás del altar. Bertranda salió despedida hacia adelante con la colisión. Gritó y se golpeó la cabeza con la esquina del altar. Después, se quedó completamente inmóvil.

– ¡Guilhelm, llévate a Bertranda! -gritó Alaïs-. Está herida, y Sajhë también lo está. Ayúdalos. Hay un hombre llamado Harif esperando en el pueblo. Él te ayudará.

Guilhelm dudó.

– ¡Por favor, Guilhelm, sálvala!

Sus últimas palabras se perdieron, porque Oriane había conseguido ponerse en pie con gran esfuerzo y, tras recuperar el cuchillo, se había abalanzado sobre Alaïs. El acero se hundió en el brazo ya herido de la joven.

Guilhelm sentía el corazón desgarrado. No quería dejar a Alaïs enfrentarse sola con Oriane, pero tampoco podía ver a Bertranda yaciendo inerte y pálida en el suelo.

– ¡Por favor, Guilhelm, llévatela!

Volviéndose para echar una última mirada a Alaïs, recogió a la hija de ambos en sus brazos doloridos y corrió, intentando no ver la sangre que manaba de la herida. Comprendió que era lo que Alaïs quería que hiciera.

Mientras atravesaba con paso inseguro la cámara, Guilhelm oyó un rugido, como de un trueno atrapado en lo profundo de la montaña. Cuando tropezó, pensó que sus piernas ya no lo sostenían, pero siguió adelante y logró subir los peldaños y regresar al túnel. Resbaló en las piedras flojas, con las piernas y los brazos ardiendo de dolor. Entonces se dio cuenta de que el suelo se estaba moviendo, temblando. La tierra bajo sus pies se estremecía.

Ya casi no le quedaban fuerzas. Bertranda yacía inerte en sus brazos y parecía pesarle más a cada paso que daba. El ruido aumentaba en intensidad a medida que avanzaban. Trozos de roca y polvo empezaron a caer del techo, precipitándose a su alrededor.

Pero entonces Guilhelm comenzó a sentir el aire fresco que salía a su encuentro. Unos pasos más, y salió al gris anochecer.

Guilhelm corrió hacia donde Sajhë yacía inconsciente y pudo ver que su respiración era regular.

Bertranda tenía una palidez mortal, pero empezaba a gemir y a mover los brazos. La depositó en el suelo, junto a Sajhë, y corrió a despojar de sus capas a los soldados muertos, para abrigarlos. Después se arrancó del cuello su propia capa, soltando con el movimiento la hebilla de plata y cobre, que salió despedida y cayó en el suelo polvoriento. Plegó la capa y la puso debajo de la cabeza de Bertranda, para que le sirviera de almohada.

Se detuvo un momento, para besar a su hija en la frente.

– Filha -murmuró. Fue el primer y último beso que le daría.

Dentro de la cueva se oyó un gran estruendo, como el del trueno después del relámpago. Guilhelm volvió a internarse corriendo en el túnel. El ruido era sobrecogedor en el confinamiento de la galería.

Advirtió que algo avanzaba rápidamente hacia él desde la oscuridad. Era Oriane.

– Un espíritu… un rostro -balbucía ésta, con los ojos desorbitados por el terror-. Una cara en el centro del laberinto.

– ¿Dónde está Alaïs? -gritó él, agarrándola de un brazo-. ¿Qué le has hecho a Alaïs?

Oriane tenía las manos y la ropa cubiertas de sangre.

– Caras en el… en el laberinto.

Oriane volvió a gritar. Guilhelm se volvió para ver lo que había tras él, pero no vio nada. Aprovechando el momento, Oriane le clavó el puñal en el pecho.

De inmediato, Guilhelm supo que la herida era mortal. Sentía que la muerte se iba adueñando de sus miembros. Vio que Oriane corría alejándose de él, entre nubes de polvo, mientras sus ojos se oscurecían. También el deseo de venganza murió en él. Ya no le importaba.

Oriane salió del túnel hacia la luz grisácea del día agonizante mientras Guilhelm avanzaba a ciegas, tambaleándose, hasta la cámara, desesperado por hallar a Alaïs entre el caos de rocas, piedra y polvo.

La encontró tumbada en una pequeña concavidad del suelo, con los dedos apretando la funda del Libro de las palabras y el anillo firmemente agarrado en la otra mano.

– Mon còr -susurró él.

Los ojos de ella se abrieron al oír su voz. Sonrió y Guilhelm sintió que el corazón se le ensanchaba en el pecho.

– ¿Bertranda?

– Está a salvo.

– ¿Sajhë?

– Él también vivirá.

Alaïs contuvo el aliento.

– ¿Oriane?

– La he dejado escapar. Está malherida. No llegará muy lejos.

La última llama de la lámpara, que aún ardía sobre el altar, tembló y se extinguió. Alaïs y Guilhelm no lo notaron, porque estaban fundidos en un abrazo. No advirtieron la oscuridad y la paz que descendían sobre ellos. No notaron nada, excepto que estaban juntos.

CAPÍTULO 82

Pico de Soularac

Viernes 8 de julio de 2005

La fina túnica brindaba escasa protección contra la fría humedad de la cámara. Alice se estremeció, mientras volvía lentamente la cabeza.

A su derecha estaba el altar. La única luz procedía de una antigua lámpara de aceite, colocada en el centro, que proyectaba sombras movedizas sobre las paredes inclinadas. Era suficiente para ver el símbolo del laberinto en la roca, al fondo, grande e impresionante en el espacio cerrado.

Sintió que había alguien más, muy cerca. Alice miró a su derecha, y estuvo a punto de gritar, al ver por primera vez a Shelagh. Estaba acurrucada como un animal sobre el suelo de piedra, delgada, exánime, derrotada, con signos de violencia en la piel. Alice no pudo distinguir si respiraba o no.

«Por favor, Dios, haz que todavía esté viva.»

Poco a poco, Alice se fue acostumbrando a la temblorosa luz de la lámpara. Volvió levemente la cabeza y vio a Audric en el mismo sitio que antes. Seguía amarrado con una cuerda a una argolla hincada en el suelo. Su pelo blanco formaba una especie de halo alrededor de su cabeza. Estaba quieto, como una estatua tallada en un sepulcro.

Como si hubiese podido sentir el peso de su mirada, se volvió hacia ella y le sonrió.

Olvidando por un momento que debía de estar enfadado con ella por haberse internado en la cueva en lugar de esperar fuera tal como había prometido, ella le devolvió una débil sonrisa.

«Tal como dijo Shelagh.»

Después, notó en él algo diferente. Bajó la vista hacia sus manos, apoyadas sobre la túnica blanca con los dedos extendidos.

«Falta el anillo.»

– Shelagh está aquí -susurró entre dientes-. Usted tenía razón.

Él asintió.

– Tenemos que hacer algo -murmuró ella.

El anciano sacudió la cabeza casi imperceptiblemente y señaló con la vista el extremo opuesto de la cámara. Alice siguió la dirección de la mirada.

– ¡Will! -susurró incrédula. La invadió una sensación de alivio y otra de algo diferente, seguida de congoja por el estado en que aquél se encontraba. Tenía sangre seca incrustada en el pelo, un ojo hinchado y varios cortes en la cara y las manos.

«Pero está aquí. Conmigo.»

Al oír su voz, Will abrió los ojos, esforzándose por ver en la oscuridad. Cuando por fin la vio y la reconoció, una media sonrisa acudió a sus labios maltrechos.

Por un momento, estuvieron mirándose fijamente, sosteniéndose la mirada.

«Mon còr. Mi amor.»

La revelación le insufló coraje.

El ominoso aullido del viento en el túnel se volvió más intenso, mezclado ahora con el murmullo de una voz. Era un cántico monótono, que no llegaba a ser una canción. Alice no distinguía de dónde procedía. Fragmentos de palabras y frases extrañamente familiares resonaron como ecos por la cueva, hasta saturar el aire con su sonido: montanhas, montañas; noublesso, nobleza; libres, libros; graal, grial. Alice empezó a marearse, embriagada por las palabras que resonaban en su cabeza como las campanas de una catedral.

Justo cuando empezaba a pensar que no podría resistirlo más, el cántico se interrumpió. Rápidamente, con calma, la melodía se desvaneció, dejando sólo el recuerdo.

Después, una voz solitaria flotó en el tenso silencio, una voz de mujer, clara y precisa.

En los comienzos del tiempo

En tierras de Egipto

El maestro de los secretos

Concedió las palabras y la escritura

Alice apartó la vista del rostro de Will y se volvió hacia el sonido. Marie-Cécile emergió de las sombras detrás del altar como una aparición. Estaba de pie delante del laberinto y sus ojos verdes, pintados de negro y oro, refulgían como esmeraldas a la luz parpadeante de la lámpara. Su pelo, recogido hacia atrás por una tiara de oro con un motivo de diamantes sobre la frente, resplandecía como el azabache. Sus esbeltos brazos estaban desnudos, a excepción de dos brazaletes de metal retorcido.

Llevaba en las manos los tres libros, uno sobre otro. Los colocó alineados sobre el altar, junto a un sencillo cuenco de barro. Cuando Marie-Cécile adelantó una mano para ajustar la posición de la lámpara de aceite sobre el altar, Alice observó, casi sin proponérselo, que llevaba puesto el anillo de Audric en el pulgar derecho.

«En su mano parece un error.»

Alice se sorprendió inmersa en un pasado que no recordaba. La piel de las tapas debía de estar seca y quebradiza al tacto, como las hojas muertas de un árbol otoñal, pero casi podía sentir entre sus dedos los lazos de cuero, suaves y flexibles, aunque seguramente estarían rígidos a causa de los muchos años en desuso. Era como si llevara el recuerdo escrito en sus huesos y en su sangre. Recordó cómo reverberaban las tapas, cómo cambiaban de color cuando les daba la luz.

Podía ver la imagen de un diminuto cáliz de oro, no más grande que una moneda de diez peniques, brillando como una joya sobre el pesado pergamino color crema, y, en las páginas siguientes, líneas de ornamentada escritura. Oía a Marie-Cécile recitando en dirección a la oscuridad, mientras veía al mismo tiempo, con los ojos de la mente, las letras rojas, azules y amarillas del Libro de las pociones.

Imágenes de figuras bidimensionales, de aves y otros animales, inundaron su mente. Recordó una hoja diferente de las demás: amarilla, traslúcida, más gruesa que las de pergamino; era de papiro, y aún se distinguía en ella la trama del tejido vegetal. Estaba cubierta con los mismos símbolos que los del comienzo del libro, sólo que ahí había minúsculos dibujos de plantas, números, pesos y medidas intercalados.

Estaba pensando en el segundo libro, el Libro de los números. En la primera página no había un cáliz, sino un dibujo del laberinto. Sin darse cuenta de lo que hacía, Alice miró una vez más la cámara a su alrededor, viendo esta vez el espacio con otros ojos, verificando inconscientemente su forma y proporciones.

Volvió a mirar el altar. Su recuerdo del tercer libro era el más nítido. En la primera página, dorado y resplandeciente, estaba el anj, el antiguo símbolo egipcio de la vida, que había vuelto a ser conocido en todo el mundo. Entre las tapas de madera forradas de cuero del Libro de las palabras, había páginas en blanco, como blancos guardianes rodeando el papiro oculto en el centro. Los jeroglíficos eran espesos e impenetrables: línea tras línea de signos densamente trazados cubrían toda la página. No había detalles de color, ni nada que indicara dónde terminaba una palabra y dónde empezaba la siguiente.

En su interior estaba oculto el conjuro.

Alice abrió los ojos y sintió que Audric la estaba mirando.

Hubo entre los dos un destello de entendimiento. Las palabras estaban volviendo a ella, deslizándose sigilosas desde los rincones más remotos de su mente. Se sintió momentáneamente transportada fuera de su ser y, por una fracción de segundo, contempló la escena desde arriba.

Ochocientos años antes, Alaïs había dicho esas palabras. Y Audric las había oído.

«La verdad nos hará libres.»

Nada había cambiado, pero de pronto Alice había dejado de temer.

Un ruido en el altar llamó su atención. La quietud se deshizo y el mundo presente volvió a irrumpir. Y, con él, el miedo.

Marie-Cécile levantó el cuenco de barro, lo bastante pequeño como para sostenerlo entre las dos manos. De detrás del cuenco, cogió un cuchillo pequeño de hoja roma y gastada, y levantó los largos brazos blancos por encima de la cabeza.

– ¡Entra! -gritó.

François-Baptiste salió de la oscuridad del túnel. Sus ojos barrieron el recinto como dos faros, pasando primero sobre Audric, después sobre Alice y deteniéndose por fin en Will. Alice vio la expresión de triunfo en la cara del muchacho y supo que François-Baptiste era quien le había infligido las heridas.

«Esta vez no dejaré que le hagas daño.»

Después, la mirada del joven siguió recorriendo la cámara. Hizo una breve pausa al ver los tres libros alineados sobre el altar (aunque Alice no hubiese podido decir si con sorpresa o con alivio) y finalmente fue a detenerse sobre el rostro de su madre.

Pese a la distancia, Alice sentía la tensión entre ellos.

El destello de una efímera sonrisa brilló en el rostro de Marie-Cécile cuando ésta bajó del altar, con el cuchillo y el cuenco en las manos. Su túnica reverberaba al resplandor de las velas, como tejida con luz de luna, mientras ella se desplazaba por la cámara. Alice percibía el rastro sutil de su perfume en el aire, una nota leve bajo el pesado olor del aceite que quemaba la lámpara.

François-Baptiste también empezó a moverse. Bajó los peldaños hasta situarse detrás de Will.

Marie-Cécile se detuvo también ante éste y le susurró algo en voz baja, que Alice no pudo oír. Aunque François-Baptiste no perdió la sonrisa, Alice advirtió su expresión de rabia cuando se inclinó hacia adelante, levantó las manos atadas de Will y puso ante Marie-Cécile uno de sus brazos.

Alice se encogió cuando Marie-Cécile practicó una incisión entre la muñeca y el codo de Will. El joven pareció sobresaltarse y sus ojos expresaron conmoción, pero no dejó escapar ni un sonido.

Marie-Cécile sostuvo el cuenco para recoger cinco gotas de sangre.

Repitió el proceso con Audric y después se detuvo delante de Alice. Ésta pudo ver la excitación en el rostro de Marie-Cécile, mientras recorría con la punta del acero la blanca cara interior de su antebrazo, siguiendo la línea de la vieja herida. Después, con la precisión de un cirujano empuñando un bisturí, insertó el cuchillo en la piel y hundió lentamente la punta, hasta que la cicatriz volvió a abrirse.

El dolor invadió a Alice sorpresivamente; no era una sensación aguda, sino un sufrimiento profundo. Al principio sintió calor, pero en seguida frío y entumecimiento. Se quedó mirando electrizada las gotas de sangre que caían, una a una, en la mezcla extrañamente pálida del cuenco.

Después terminó todo. François-Baptiste la soltó y siguió a su madre hasta el altar. Marie-Cécile repitió el procedimiento con su hijo y se situó entre el altar y el laberinto.

Colocó el cuenco en el centro y pasó el cuchillo por su propia piel, mirando cómo la sangre le resbalaba por el brazo.

«La mezcla de sangres.»

De pronto, Alice lo comprendió. El Grial pertenecía a todas las religiones y a ninguna. Era cristiano, judío, musulmán. Había cinco guardianes, elegidos por su carácter y sus actos, no por su cuna. Todos eran iguales.

Alice vio que Marie-Cécile se inclinaba hacia adelante y sacaba algo de entre las páginas de cada uno de los libros. Levantó el tercero de estos objetos. Era una hoja de papel. No, no era papel, sino papiro. Cuando Marie-Cécile sostuvo la hoja a contraluz, la trama del tejido vegetal quedó a la vista. El símbolo se veía claramente.

«El anj, el símbolo de la vida.»

Marie-Cécile se llevó el cuenco a la boca y bebió. Cuando lo hubo vaciado, volvió a depositarlo con las dos manos donde estaba y levantó la vista hacia la cámara, hasta encontrar la mirada de Audric. A Alice le pareció como si lo estuviera desafiando a que intentara detenerla.

Después, se quitó el anillo del pulgar y se volvió hacia el laberinto de piedra, creando una turbulencia en el aire silencioso. Mientras la lámpara parpadeaba tras ella, proyectando sombras que ascendían a saltos por la pared rocosa, Alice distinguió, a la sombra de la piedra labrada, dos figuras que hasta entonces no había visto.

Ocultas bajo el contorno del laberinto, se veían claramente la sombra de la figura del anj y el perfil de un cáliz.

Se oyó un chasquido seco, como el que hace una llave al ser insertada en su cerradura. Por un instante, pareció como si nada fuera a suceder. Después, desde el interior del muro, se oyó el ruido de algo desplazándose, piedra contra piedra.

Marie-Cécile retrocedió. Alice vio que en el centro del laberinto había aparecido una pequeña abertura, sólo un poco más grande que los libros. Un compartimento.

Palabras y frases acudieron a su mente: la explicación de Audric y sus propias investigaciones, todo junto y mezclado.

En el centro del laberinto está la luz, en el centro reside el conocimiento. Alice pensó en los peregrinos cristianos que seguían el camino de Jerusalén en la nave de la catedral de Chartres, recorriendo los circuitos decrecientes de la espiral en busca de la iluminación.

Allí, en el laberinto del Grial, la luz -literalmente- estaba en el corazón del mismo.

Alice miró cómo Marie-Cécile cogía la lámpara del altar y la colgaba en la abertura, donde encajaba a la perfección. Inmediatamente, cobró más brillo e inundó la cámara de luz.

Marie-Cécile levantó uno de los papiros de los libros que había sobre el altar, y lo insertó en una ranura que se abría junto al hueco de la roca. Parte de la luz se perdió y la cueva se ensombreció.

La mujer se dio la vuelta y miró fijamente a Audric, rompiendo el encantamiento con sus palabras.

– ¡Usted me había asegurado que vería algo! -gritó.

El anciano levantó hacia ella sus ojos color ámbar. Alice hubiese querido que guardara silencio, pero sabía que no lo haría. Por alguna razón que ella no alcanzaba a comprender, Audric estaba decidido a dejar que la ceremonia siguiera su curso.

– El verdadero conjuro sólo se revela cuando los tres papiros han sido insertados uno sobre otro. Sólo entonces, en el juego de luces y sombras, las palabras que deben ser pronunciadas, y no aquellas que deben callarse, serán reveladas.

Alice estaba temblando. Se daba cuenta de que el frío estaba en su interior, como si el calor de su cuerpo se le estuviera escurriendo, pero no podía controlarse. Marie-Cécile hizo girar los tres pergaminos entre los dedos.

– ¿En qué dirección?

– Desáteme -dijo Audric en su voz baja y serena-. Desáteme y ocupe su puesto en el centro de la cámara. Se lo enseñaré.

La mujer vaciló un momento, pero después le hizo un gesto a François-Baptiste.

– Maman, je ne crois pas que…

– ¡Haz lo que te digo! -replicó ella secamente.

En silencio, François-Baptiste cortó la soga que mantenía a Audric atado al suelo y se apartó.

Marie-Cécile se dio la vuelta y cogió el cuchillo.

– Si intenta algo -dijo señalando a Alice, mientras Audric atravesaba lentamente la cámara-, la mataré. ¿Entendido?

Después hizo un gesto hacia François-Baptiste, que estaba de pie junto a Will.

– O lo hará él -añadió.

– Entendido.

Audric dedicó una breve mirada a Shelagh, tendida inerte en el suelo, y después le habló a Alice en un susurro.

– No me equivoco, ¿verdad? -murmuró, invadido por una repentina duda-. El Grial no vendrá a ella, ¿no?

Aunque Audric la estaba mirando, Alice sintió que la pregunta iba a dirigida a otra persona, alguien con quien él ya había compartido la misma experiencia.

Sin comprender cómo, Alice descubrió que sabía la respuesta. Estaba segura. Sonrió, ofreciéndole la tranquilidad que necesitaba.

– No vendrá -dijo entre dientes.

– ¿A qué espera? -gritó Marie-Cécile.

Audric se adelantó.

– Tiene que coger los tres papiros -dijo- y superponerlos delante de la llama.

– Hágalo usted.

Alice vio cómo el anciano cogía las tres hojas traslúcidas de los papiros, las ordenaba entre sus manos y a continuación las insertaba cuidadosamente en la ranura. Por un instante, la llama que ardía en el nicho de la roca parpadeó y pareció desvanecerse. La cueva se ensombreció, como si las luces se hubieran atenuado. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la penumbra, Alice vio que sólo unos pocos jeroglíficos seguían siendo visibles, iluminados por un juego de luces y sombras que seguía los contornos del laberinto. Todas las palabras innecesarias habían quedado ocultas. Di anj djet… Las palabras resonaron con claridad en su mente.

– Di anj djet -recitó en voz alta, junto al resto de la frase, al tiempo que traducía mentalmente las antiguas palabras.

– En los comienzos del tiempo, en tierras de Egipto, el maestro de los secretos concedió las palabras y la escritura.

Marie-Cécile se volvió hacia Alice.

– ¡Estás leyendo las palabras! -exclamó, abalanzándose sobre ella y aferrándola por un brazo-. ¿Cómo sabes lo que significan?

– No sé. No lo sé.

Alice intentó soltarse, pero Marie-Cécile le aproximó la punta del cuchillo a la cabeza, tan cerca que Alice pudo distinguir las manchas marrones sobre la hoja desgastada.

– Di anj djet…

Todo pareció ocurrir al mismo tiempo.

Audric se arrojó sobre Marie-Cécile.

– Maman!

Will aprovechó la momentánea distracción de François-Baptiste para doblar una pierna y golpearlo con fuerza en la base de la espalda Cogido por sorpresa, el muchacho soltó un balazo al techo de la cueva, mientras caía. El estruendo fue ensordecedor en el espacio confinado de la cámara. Al instante, Alice oyó que la bala golpeaba en la roca sólida de la montaña y salía rebotada a través del recinto.

La mano de Marie-Cécile voló hacia su propia sien. Alice vio la sangre manando entre sus dedos. La mujer se tambaleó un momento sobre sus pies y cayó desplomada.

– Maman!

François-Baptiste ya corría hacia ella. La pistola cayó y resbaló por el suelo en dirección al altar.

Audric le arrebató el cuchillo a Marie-Cécile y cortó las ataduras de Will con una fuerza sorprendente, antes de dejar el puñal en manos del joven.

– Suelta a Alice.

Sin prestarle atención, Will se precipitó a través de la cámara, hacia el lugar donde François-Baptiste estaba de rodillas, acunando a su madre entre sus brazos.

– Non, maman. Ne te marche pas. Écoute-moi, maman, réveille-toi.

Agarrándolo por las hombreras de su desmesurada cazadora, Will le golpeó la cabeza contra el suelo de piedra. Después corrió hacia Alice y empezó a cortar la soga que la mantenía atada.

– ¿Está muerto?

– No lo sé.

– ¿Qué pasará si…?

Will la besó fugazmente en los labios y, sacudiéndole las manos, la liberó de las cuerdas.

– François-Baptiste estará inconsciente el tiempo suficiente para que podamos largarnos de aquí -dijo.

– Encárgate de Shelagh, Will -le pidió ella, señalándosela con urgencia-. Yo ayudaré a Audric.

Mientras Will levantaba entre sus brazos el cuerpo quebrantado de Shelagh y se dirigía hacia el túnel, Alice corrió hacia Audric.

– ¡Los libros! -exclamó ella en tono apremiante-. Tenemos que sacarlos de aquí antes de que se despierten.

El anciano estaba de pie, contemplando los cuerpos inertes de Marie-Cécile y su hijo.

– ¡De prisa, Audric! -repitió ella-. ¡Tenemos que salir de aquí!

– No debí involucrarte en esto -dijo él en voz baja-. Mis deseos de averiguar lo sucedido y de cumplir una promesa que no mantuve me cegaron y me impidieron tener en cuenta otras cosas. He sido un egoísta. He pensado demasiado en mí mismo. -Audric apoyó una mano sobre uno de los libros-. Antes me preguntaste por qué Alaïs no los había destruido -dijo de pronto-. ¿Sabes por qué? Porque yo me opuse. Entonces ideamos un plan para engañar a Oriane. Por esa causa, volvimos a la cámara. El ciclo de muertes y sacrificios se perpetuó. De no haber sido por eso, quizá…

Rodeando el altar, fue hasta donde Alice estaba intentando sacar los papiros del laberinto.

– Ella no habría querido esto. Demasiadas vidas perdidas.

– Audric -replicó Alice con desesperación-, podemos hablar de eso más tarde. Ahora tenemos que sacarlos de aquí. Es lo que usted lleva esperando tanto tiempo, Audric: la oportunidad de ver la Trilogía reunida otra vez. ¡No podemos dejársela a ellos!

– Aún sigo sin saber -dijo él, con una voz que se convirtió en susurro-. Todavía no sé qué le sucedió a ella al final.

Quedaba poco aceite en la lámpara, pero las sombras retrocedieron cuando Alice sacó poco a poco de la ranura el primer papiro, después el segundo y finalmente el tercero.

– ¡Los tengo! -anunció, volviéndose. Recogió los libros del altar y se los lanzó a Audric.

– ¡Coja los libros! ¡Vamos!

Casi arrastrando a Audric tras de sí, Alice se abrió paso entre las penumbras de la cámara, hacia el túnel. Ya habían llegado al desnivel del suelo donde habían sido hallados los esqueletos, cuando en la oscuridad, a sus espaldas, se oyó un fuerte estallido, seguido del ruido de rocas que se desplazaban y de otras dos explosiones amortiguadas, en rápida sucesión.

Alice se dejó caer al suelo. No había sido el sonido de otro disparo, sino un ruido completamente diferente, un fragor que parecía proceder de las entrañas de la tierra.

La adrenalina entró en juego. Desesperadamente, Alice siguió avanzando a cuatro patas, sosteniendo los papiros entre los dientes y rezando para que Audric estuviera detrás. Los faldones de la túnica se le enredaban entre las piernas y ralentizaban su avance. El brazo le sangraba profusamente y no soportaba ningún peso, pero aun así consiguió llegar hasta el pie de los peldaños.

Alice seguía oyendo el estruendo, pero ya podía permitirse mirar atrás. Sus dedos acababan de hallar las letras labradas en lo alto de la escalera. En ese instante, resonó una voz.

– ¡Quieto ahí! ¡Quieto o disparo!

Alice se quedó paralizada.

«No puede ser ella. Estaba herida. Yo misma la vi caer.»

Lentamente, Alice se incorporó. Marie-Cécile estaba delante del altar y se mantenía en pie con dificultad. Tenía la túnica salpicada de sangre y había perdido la tiara, de modo que el pelo le caía salvaje e indómito alrededor de la cara. En la mano empuñaba la pistola de François-Baptiste. Estaba apuntando con ella a Audric.

– Retroceda lentamente hacia mí, doctora Tanner.

Alice advirtió que el suelo se estaba moviendo. Sintió el temblor que subía vibrando por sus pies y sus piernas; era un grave retumbo procedente de las profundidades de la tierra, que a cada segundo se volvía más fuerte e intenso.

De pronto, pareció que Marie-Cécile empezaba también a oírlo. La confusión le nubló momentáneamente la cara. Otro estallido sacudió la cámara. Esa vez no hubo duda de que se trataba de una explosión. Una ráfaga de aire frío barrió la cueva. Detrás de Marie-Cécile, la lámpara empezó a sacudirse, mientras el laberinto de piedra se agrietaba y empezaba a fragmentarse.

Alice volvió corriendo junto a Audric. La tierra también se estaba agrietando y se desmoronaba bajo sus pies, la sólida piedra y la tierra milenaria se partían y fracturaban. Trozos de roca comenzaron a llover sobre ella desde todos los ángulos, mientras saltaba para evitar las zanjas que se abrían a su alrededor.

– ¡Démelos! -gritó Marie-Cécile, apuntando a Alice con el arma-. ¿De verdad pensaba que iba a dejar que ella me los arrebatara?

Sus palabras fueron ahogadas por el ruido de la roca desmoronándose, mientras la cámara se desplomaba.

Audric se incorporó y habló por primera vez.

– ¿Ella? -dijo-. No, no será Alice quien se los quite.

Marie-Cécile se volvió para ver lo que estaba mirando Audric.

Lanzó un grito.

Entre las sombras, Alice consiguió ver algo. Un resplandor, un blanco fulgor semejante a un rostro. Presa del pánico, Marie-Cécile volvió a apuntar a Alice. Dudó y apretó el gatillo. Su vacilación duró el tiempo suficiente para que Audric se interpusiera entre las dos.

Todo parecía moverse a cámara lenta.

Alice gritó. Audric cayó de rodillas. La fuerza del disparo impulsó a Marie-Cécile hacia atrás y la hizo perder el equilibrio. Sus dedos intentaron agarrarse del aire, desesperados, mientras ella se precipitaba en el profundo abismo que se había abierto en el suelo rocoso.

Audric estaba tendido en el suelo, y la mancha de sangre desde el orificio de bala en medio de su pecho iba extendiéndose. Su cara tenía el color del papel y Alice pudo ver las venas azules bajo el fino pergamino de su piel.

– ¡Tenemos que salir de aquí! -exclamó-. Podría haber otra explosión. Todo esto podría derrumbarse en cualquier momento.

El anciano sonrió.

– Ha terminado, Alice -dijo él en voz baja-. Perfin. El Grial ha protegido sus secretos, como la otra vez. No podía dejar que ella se llevase lo que quería.

Alice sacudió la cabeza.

– No, Audric, la cueva estaba minada -dijo-. Puede que haya otra bomba. ¡Tenemos que salir!

– No habrá ninguna más -replicó él-. Ha sido el eco del pasado.

Alice advirtió que le hacía daño hablar. Bajó la cabeza hasta la suya. En su pecho comenzaban los estertores y su respiración era tenue y superficial. Intentó detener la hemorragia, pero se dio cuenta de que era inútil.

– Quería saber cómo pasó Alaïs sus últimos momentos, ¿me entiendes? No pude salvarla. Quedó atrapada dentro y no pude llegar hasta ella -dijo él, jadeando de dolor. Inhaló un poco más de aire.

– Pero esta vez…

Por fin, Alice aceptó lo que instintivamente sabía desde el momento en que llegó a Los Seres y lo vio de pie en la puerta de la casita de piedra, en un recoveco de la montaña.

«Ésta es su historia. Éstos son sus recuerdos.»

Pensó en el árbol genealógico, confeccionado tan laboriosamente y con tanto amor.

– Sajhë -dijo-. Tú eres Sajhë.

Por un momento, la vida animó sus ojos color ámbar. Una mirada de intenso placer iluminó su rostro agonizante.

– Cuando desperté, Bertranda estaba a mi lado. Alguien nos había arropado con unas capas para protegernos del frío…

– Guilhelm -dijo Alice, sabiendo que era verdad.

– Hubo un estruendo terrible. Vi desmoronarse la cornisa de piedra que había sobre la entrada. El peñasco se estrelló contra el suelo, entre un tumulto de piedras y polvo, atrapándola en el interior. No pude llegar a ella -dijo, con voz temblorosa-. A ellos.

Después dejó de hablar. De pronto, todo quedó en calma y silencio.

– No lo sabía -prosiguió él con angustia-. Le había dado mi palabra a Alaïs de que, si algo le sucedía, me aseguraría de que el Libro de las palabras estuviera a salvo, pero no lo sabía. No sabía si Oriane tenía el libro, ni dónde estaba. -Su voz se desvaneció en un suspiro-. Nada.

– Entonces los cuerpos que encontré eran los de Guilhelm y Alaïs -dijo Alice. No era una pregunta, sino una aseveración.

Sajhë asintió.

– Encontramos el cadáver de Oriane un poco más abajo en la montaña. No llevaba el libro consigo. Sólo entonces supe que no lo tenía.

– Murieron juntos, protegiendo el libro. Alaïs quería que tú vivieras, Sajhë. Que vivieras y cuidaras de Bertranda, que era tu hija en todos los aspectos, menos en uno.

Él sonrió.

– Sabía que lo entenderías -dijo. Sus palabras se deslizaron de sus labios como un suspiro-. He vivido demasiado tiempo sin ella. Cada día he sentido su ausencia. Cada día he deseado no haber recibido esa maldición, no verme obligado a seguir viviendo, mientras todos los que amaba envejecían y morían. Alaïs, Bertranda…

Se interrumpió. Ella sentía como propio su dolor.

– Debes dejar de culparte, Sajhë. Ahora que sabes lo que sucedió, debes perdonarte.

Alice sentía que lo estaba perdiendo.

«Haz que siga hablando. No dejes que pierda el sentido.»

– Había una profecía -dijo-: que en el Pays d’Òc, en el segundo milenio, nacería alguien destinado a ser testigo de la tragedia sobrevenida en estas tierras. Como los que me precedieron (Abraham, Matusalén, Harif…), yo no lo deseaba. Pero lo acepté.

Sajhë jadeaba. Alice lo atrajo hacia sí, acunando su cabeza en sus brazos.

– ¿Cuándo? -le preguntó-. Cuéntame.

– Alaïs convocó el Grial. Aquí. En esta misma cámara. Yo tenía veinticinco años. Había regresado a Los Seres convencido de que mi vida estaba a punto de cambiar. Confiaba en poder cortejar a Alaïs y ser amado por ella.

– ¡Ella te quería! -dijo Alice desafiante.

– Harif le enseñó a entender la antigua lengua de los egipcios -prosiguió él, con una sonrisa-. Por lo visto, tú aún conservas una huella de ese conocimiento. Utilizando las habilidades que Harif le había transmitido y su conocimiento de los pergaminos, vinimos hasta aquí. Lo mismo que tú, cuando llegó el momento, Alaïs supo qué decir. El Grial actuó a través de ella.

– Cómo… -dijo Alice, vacilante-. ¿Qué ocurrió?

– Recuerdo el suave tacto del aire sobre mi piel, el parpadeo de las velas, las hermosas voces que describían espirales en la oscuridad. Las palabras parecían fluir de sus labios, casi como si no las pronunciara. Alaïs estaba ante el altar, con Harif a su lado.

– Seguramente había otros.

– Los había, pero… Te parecerá extraño, pero apenas recuerdo nada. Yo sólo veía a Alaïs: su rostro, en un rapto de concentración, con una fina línea marcándole el entrecejo. El pelo le caía por la espalda como una cortina de agua. Yo sólo la veía a ella, no era consciente más que de ella. Levantó el cáliz entre sus manos y pronunció las palabras. Sus ojos se abrieron en un único momento de iluminación. Me dio la copa y bebí.

Los párpados del anciano se abrían y cerraban rápidamente, como el aleteo de una mariposa.

– Si tu vida ha sido una carga tan pesada para ti, ¿por qué has seguido adelante?

– Perqué? -preguntó él sorprendido-. ¿Por qué? Porque era lo que Alaïs quería. Tenía que vivir para contar la historia de lo sucedido a la gente de estas tierras, aquí, en estas montañas y estas llanuras. Para asegurarme de que la historia no muriera. Para eso sirve el Grial. Para ayudar a los que debemos dar testimonio. La historia la escriben los vencedores, los mentirosos, los más fuertes, los más resueltos. La verdad suele encontrarse en el silencio, en los lugares silenciosos.

Alice asintió.

– Lo has hecho, Sajhë. Has cambiado las cosas.

– Guilhelm de Tudela compuso una falsa historia de la cruzada que los franceses lanzaron contra nosotros. La chanson de la croisade, la llamó. Cuando murió, un poeta anónimo, más cercano en sus simpatías al Pays d’Òc, la completó. La Cansó. Nuestra historia.

A su pesar, Alice estaba sonriendo.

– Les mots vivants -susurró el anciano. Palabras vivas-. Fue el comienzo. Le prometí a Alaïs que contaría la verdad, que escribiría la verdad, para que las generaciones futuras conocieran el horror de lo que en un tiempo se hizo en estas tierras, en su nombre. Para ser recordados.

Alice hizo un gesto afirmativo.

– Harif lo comprendió. Había recorrido antes que yo este camino solitario. Había viajado por el mundo y había visto cómo las palabras se retuercen, se quiebran y se transforman en mentiras. Él también vivió para dar testimonio. -Sajhë inhaló un poco más de aire-. Vivió muy poco tiempo más que Alaïs -añadió-, pero tenía más de ochocientos años cuando murió. Aquí, en Los Seres, con Bertranda y conmigo a su lado.

– Pero ¿dónde has vivido todos estos años? ¿Cómo has vivido?

– He visto el verde de cada primavera ceder al dorado del verano, y he visto el castaño cobrizo del otoño dejar paso al blanco del invierno, esperando que la luz se extinguiera.

»Mil veces me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba ser vivir con tanta soledad, soportar como único testigo el ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? He sobrevivido esta larga vida con un vacío en el corazón, un vacío que con el tiempo se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi corazón mismo.

– Ella te amaba, Sajhë -dijo Alice suavemente-. No de la manera que la amabas tú a ella, pero con todas sus fuerzas y todo su corazón.

Una expresión de paz inundó su rostro.

– Es vertat. Ahora lo sé.

– Si fuera…

Le sobrevino un acceso de tos. Esta vez, salpicaduras de sangre mancharon las comisuras de su boca. Alice las enjugó con el borde de su túnica.

Él hizo un esfuerzo para incorporarse.

– Lo he escrito todo para ti, Alice. Mi testamento. Te está esperando en Los Seres. En casa de Alaïs, donde vivimos, que ahora te dejo a ti.

A lo lejos, Alaïs distinguió el ruido de unas sirenas desgarrando el silencio de la montaña.

– Ya casi están aquí -dijo, intentando controlar su dolor-. ¿Ves? Te dije que vendrían. Quédate conmigo. Por favor, no te des por vencido.

Sajhë sacudió la cabeza.

– Ya está hecho. Mi viaje ha terminado El tuyo no ha hecho más que comenzar.

Alice le retiró el pelo blanco de la cara.

– Yo no soy ella -dijo en voz baja-. No soy Alaïs.

El anciano dejó escapar un largo y suave suspiro.

– Lo sé. Pero ella vive en ti… y tú en ella.

Hizo una pausa. Alice veía que le costaba mucho hablar.

– Ojalá hubiésemos tenido más tiempo, Alice. Pero haberte conocido, haber compartido contigo estas horas, es más de lo que nunca hubiese podido desear.

Sajhë se quedó en silencio. Los últimos vestigios de color fueron desapareciendo de su rostro y de sus manos, hasta que no quedó nada.

A Alice le vino a la mente una oración, una plegaria pronunciada mucho tiempo atrás.

– Paire Sant, Dieu dreiturier dels bons sperits…

Las palabras antaño familiares brotaron sin esfuerzo de sus labios.

– Padre santo, Dios legítimo de los espíritus buenos, permítenos conocer lo que Tú conoces y amar lo que Tú amas.

Reprimiendo las lágrimas, Alice lo sostuvo entre sus brazos, mientras la respiración de él se volvía cada vez más superficial y ligera. Finalmente, se detuvo del todo.

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