LOS GUARDIANES

D E L O S L I B R O S

CAPÍTULO 26

Besièrs

Julhet 1209

Estaba anocheciendo cuando Alaïs llegó a la llanura de las afueras de la ciudad de Coursan. Había avanzado a buen ritmo, siguiendo la antigua vía romana a través del Minervois, en dirección a Capestang, a través de los cultivos de cáñamo y del mar esmeralda de los campos de cebada.

Cada día, desde su salida de Carcasona, Alaïs cabalgaba hasta que el sol se volvía demasiado despiadado. Entonces Tatou y ella buscaban refugio y descansaban, para luego seguir viajando hasta el crepúsculo, cuando el aire se poblaba de insectos picadores y de murciélagos, y reverberaban las voces de búhos y arrendajos.

La primera noche encontró alojamiento en la ciudad fortificada de Azille, en casa de amigos de Esclarmonda. A medida que avanzaba hacia el este, fue hallando menos gente en los campos y poblados, y la poca que había parecía suspicaz, con la desconfianza pintada en los ojos oscuros. Oyó rumores de atrocidades cometidas por bandas de militares franceses desgajados del grueso del ejército, o por forajidos, mercenarios o bandidos. Cada historia era más sangrienta y siniestra que la anterior.

Alaïs puso a Tatou al paso, sin decidirse entre continuar hasta Coursan o buscar refugio en las cercanías. Las nubes se deslizaban premurosas a través de un cielo cada vez más colérico y gris, pero el aire estaba inmóvil. A lo lejos se distinguía el ocasional retumbo de un trueno, gruñendo como un oso que despertara del sueño invernal. Alaïs no quería arriesgarse a que la tormenta la sorprendiera a la intemperie.

Tatou estaba nerviosa. Alaïs sentía los tendones del animal tensándose bajo la piel y, en dos ocasiones, la yegua se había sobresaltado por el brusco movimiento de alguna liebre o de un zorro entre los matorrales del borde del camino.

Un poco más adelante había un pequeño bosquecillo de robles y fresnos. No era lo bastante espeso como para ser la guarida estival de animales corpulentos, como jabalíes o linces; pero los árboles eran altos y frondosos, y las copas parecían densamente entretejidas, como dedos entrecruzados, y seguramente darían buen cobijo. La existencia misma de un sendero despejado, una sinuosa cinta de tierra desnuda abierta por infinidad de pasos, indicaba que aquel bosquecillo era un atajo muy frecuentado en el camino a la ciudad.

Alaïs sintió que Tatou se movía inquieta bajo su peso, cuando un rayo iluminó brevemente el cielo del anochecer. Eso la ayudó a decidirse. Esperaría hasta que pasara la tormenta.

Susurrando palabras de aliento, persuadió a la yegua para que se adentrara en el verde abrazo del bosque.

Hacía rato que los hombres habían perdido la pista de su presa. Sólo la amenaza de una tormenta impidió que se dieran la vuelta y regresaran al campamento.

Después de varias semanas cabalgando, su pálida tez francesa se había vuelto morena por el fiero sol meridional. Sus armaduras de viaje y las gonelas con el emblema de su señor yacían ocultas en la espesura. Pero todavía esperaban sacar algún provecho de su misión fallida.

Un ruido. El crujido de una rama seca, la marcha serena de un caballo embridado, el hierro de sus cascos chocando ocasionalmente con un guijarro.

Un hombre de dientes desiguales y ennegrecidos se adelantó, arrastrándose por el suelo, para ver mejor. A cierta distancia, pudo distinguir la figura de un pequeño alazán árabe que se acercaba por el bosque. Una sonrisa maliciosa se pintó en su cara. Quizá su incursión no iba a ser una pérdida de tiempo, después de todo. Las ropas del jinete eran sencillas y no valían mucho, pero por un caballo así había gente dispuesta a pagar mucho dinero.

Le arrojó un guijarro a su compañero, que yacía escondido del otro lado del sendero.

Lève-toi! -dijo, sacudiendo la cabeza en dirección a Alaïs-. Regarde. Mira eso -murmuró-. Une femme. Et seule.

– ¿Seguro que está sola?

– No se oye a nadie más.

Los dos hombres cogieron los extremos de la cuerda tendida a través del sendero y oculta bajo las hojas, y esperaron a que la mujer llegara hasta donde ellos estaban.

El valor de Alaïs empezó a flaquear a medida que se adentraba por el bosque.

La capa más superficial del suelo estaba húmeda, pero la tierra de debajo seguía seca y dura. Las hojas a ambos lados del sendero crujían bajo los cascos de Tatou. Alaïs intentó concentrarse en el sonido familiar de los pájaros en las copas de los árboles, pero tenía erizado el vello de los brazos y la nuca. El silencio no era apacible, sino amenazador.

«No es más que tu imaginación.»

Tatou también lo sentía. De repente, algo se levantó del suelo, con el sonido de un arco disparando una flecha.

«¿Una becada? ¿Una serpiente?»

Tatou se encabritó, azotando salvajemente el aire con las patas delanteras y relinchando de terror. Alaïs no tuvo tiempo de reaccionar. La capucha le dejó la cara al descubierto y las riendas se le escaparon de las manos, mientras caía de espaldas a tierra. El dolor le estalló en el hombro cuando golpeó con fuerza el suelo, sintiendo que se le cortaba la respiración. Jadeando, rodó para apoyarse sobre un costado e intentó ponerse de pie. Tenía que tratar de sujetar a Tatou, antes de que la yegua huyera desbocada.

– Tatou, douçament -gritó, incorporándose con dificultad-. Tatou!

Alaïs avanzó con paso tambaleante y se paró en seco. Había un hombre delante de ella en el sendero, que le bloqueaba el paso y le sonreía a través de unos dientes ennegrecidos. En la mano tenía un cuchillo, con la hoja roma descolorida y marrón en la punta.

Notó un movimiento a su derecha. La mirada de Alaïs se desplazó rápidamente a un lado. Un segundo hombre, con el rostro desfigurado por una tortuosa cicatriz que le recorría desde el ojo izquierdo hasta la comisura de la boca, sujetaba las riendas de Tatou y blandía un palo.

– ¡No! -se oyó gritar a sí misma-. ¡Soltadla!

Pese al dolor que sentía en el hombro, su mano buscó la empuñadura de la espada. «Dales lo que quieren y tal vez no te hagan daño.» El primer hombre dio un paso hacia ella. Alaïs desenvainó el acero, describiendo un arco en el aire. Sin quitar la vista de la cara de su enemigo, rebuscó en la bolsa y arrojó un puñado de monedas en el sendero.

– Cogedlas. Es lo único de valor que tengo.

Tras contemplar las piezas de plata dispersas por el suelo, el hombre escupió desdeñosamente. Se secó la boca con el dorso de la mano y dio un paso más.

Alaïs levantó la espada.

– Te lo advierto. ¡No te acerques! -exclamó, trazando un ocho en el aire, para mantenerlo a distancia.

Lie-la -ordenó el primer hombre al segundo. Átala.

Alaïs se quedó helada. Por un instante, sintió flaquear su coraje. No eran bandoleros, sino soldados franceses. Las historias que había oído durante el viaje le volvieron a la mente.

Pero en seguida se repuso y volvió a blandir la espada.

– No os acerquéis más -gritó, con la voz ronca de terror-, u os mataré antes de que…

Alaïs se volvió y se lanzó sobre el segundo hombre, que se le había aproximado por detrás. Gritando, le hizo volar de la mano la vara que blandía contra ella. El hombre se sacó un puñal del cinturón y, rugiendo, se abalanzó a su vez sobre ella. Empuñando la espada con las dos manos, Alaïs descargó ahora el arma sobre la mano de él, arrojándosele encima como un oso sobre un cebo. La sangre manó a chorros del brazo.

Cuando levantaba los brazos para asestar un segundo golpe, estallaron en su cabeza un millar de estrellas, blancas y violáceas. Cayó tras dar un par de pasos tambaleantes, por la fuerza del golpe. El dolor le arrancó lágrimas de los ojos, mientras una mano la agarraba por el pelo y la obligaba a ponerse otra vez de pie. Sintió en la garganta la punta fría de un cuchillo.

Putain -sibiló el hombre, cruzándole la cara con la mano ensangrentada-. Jette-la. Tírala.

Acorralada, Alaïs dejó caer la espada. El segundo hombre apartó el arma de un puntapié, antes de sacarse del cinturón una capucha de hilo basto y taparle con ella la cabeza. Alaïs se debatía para soltarse, pero el olor agrio de la tela polvorienta se le metió en la boca y la hizo toser.

Aun así, siguió debatiéndose, hasta que un puñetazo en el vientre la dejó tendida y doblada sobre sí misma en el sendero.

Cuando le retorcieron los brazos a la espalda y le ataron las muñecas, no le quedaron fuerzas para resistirse.

– Reste ici. Quédate aquí.

Se alejaron. Alaïs podía oírlos rebuscando en sus alforjas, levantando las solapas de cuero y tirando al suelo lo que encontraban. Hablaban, o quizá discutían. Le resultaba difícil distinguir la diferencia, en su áspera lengua.

«¿Por qué no me han matado?»

De pronto, la respuesta se abrió paso en su mente como un espectro al que nadie había invitado. «Antes quieren divertirse.»

Alaïs luchó desesperadamente por librarse de sus ataduras, aun sabiendo que aunque lograra soltarse las manos no llegaría muy lejos. La perseguirían y la alcanzarían. Ahora se estaban riendo. Bebían. No tenían prisa.

Lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Su cabeza volvió a caer, exhausta, sobre el duro suelo.

Al principio, no hubiese podido decir de dónde procedía el retumbo, pero en seguida se dio cuenta. Caballos. Era el ruido de unos cascos galopando por la llanura. Apoyó con más fuerza el oído en el suelo. Cinco, quizá seis caballos, se dirigían al bosque.

A lo lejos, atronaba la tormenta. También la borrasca se estaba acercando. Por fin había algo que podía hacer. Si conseguía alejarse lo suficiente, quizá tuviera una oportunidad.

Poco a poco, tan silenciosamente como pudo, empezó a apartarse del sendero, hasta que sintió las zarzas pinchándole las piernas. Tras conseguir con mucho esfuerzo ponerse de rodillas, levantó y bajó la cabeza hasta aflojarse la capucha. «¿Estarán mirando?»

Nadie gritó. Arqueando el cuello, se puso a sacudir la cabeza de un lado a otro, con suavidad primero y con más fuerza después, hasta que la tela se soltó y cayó. Alaïs inhaló ávidamente el aire un par de veces y después intentó orientarse.

Estaba justo fuera de la línea de visión de los franceses, pero si se daban la vuelta y advertían que ya no estaba, no les llevaría más de unos instantes encontrarla. Alaïs apoyó una vez más el oído contra el suelo. Los jinetes venían de Coursan. ¿Una partida de caza? ¿Exploradores?

Un trueno retumbó en el bosque espantando a los pájaros, que levantaron vuelo de los nidos más altos. Presas del pánico, batieron en el aire las alas, se alzaron y descendieron, antes de sumirse una vez más en el abrazo protector de los árboles. Tatou relinchó y piafó, inquieta.

Rezando para que la tormenta siguiera disimulando el ruido de los jinetes hasta que se hubieran acercado lo suficiente, Alaïs se arrastró hacia la espesura, reptando sobre piedras y ramitas.

– Ohé!

Su movimiento se congeló. La habían visto. Se tragó un grito, mientras los hombres acudían corriendo a donde ella estaba echada. El fragor de un trueno hizo que levantaran la vista, con el miedo pintado en las caras. «No están acostumbrados a la violencia de nuestras tormentas meridionales.» Incluso desde el suelo, podía oler su miedo. La piel de los hombres lo exudaba.

Aprovechando la vacilación de sus captores, Alaïs intentó algo más. Se puso de pie y echó a correr.

No fue lo bastante rápida. El de la cicatriz se lanzó sobre ella, le asestó un golpe en la sien y la derribó.

– Héréticque -le gritó mientras se le echaba encima con todo su peso, inmovilizándola contra el suelo. Alaïs intentó soltarse, pero el hombre era demasiado pesado y ella tenía la falda enredada en las espinas de los matorrales. Podía oler la sangre de la mano herida, mientras el hombre le aplastaba la cara contra las ramas y las hojas del suelo.

– Te advertí que te quedaras quieta, putain.

El hombre se desabrochó el cinturón y lo arrojó lejos de sí, jadeando. «Ojalá que no haya oído todavía a los jinetes.» Alaïs se sacudió para quitárselo de encima, pero pesaba demasiado. Dejó escapar un gruñido desde lo más profundo de su garganta, cualquier cosa con tal de disimular el ruido de los caballos que se acercaban.

El hombre volvió a golpearla y le partió el labio. Alaïs sintió el sabor de su propia sangre en la boca.

Putain!

De pronto, se oyeron otras voces:

– Ara, ara! ¡Ahora, ahora!

Alaïs oyó la vibración de un arco y el vuelo de una flecha solitaria a través del aire, y después otra y otra más, a medida que una lluvia de proyectiles salía volando de entre las verdes sombras, resquebrajando la madera y la corteza allí donde caía.

Enant! Ara, enant!

El francés se levantó de un salto, justo en el instante en que una flecha le alcanzaba el pecho con un golpe seco, haciéndolo girar como una peonza. Por un momento, pareció quedar suspendido en el aire, pero después empezó a balancearse con los ojos congelados, con la pétrea mirada de una estatua. Una sola gota de sangre apareció en la comisura de su boca y le rodó por la barbilla.

Se le doblaron las piernas. Cayó de rodillas, como si estuviera rezando, y después, muy despacio, se desplomó hacia adelante, como un tronco talado en el bosque. Alaïs reaccionó a tiempo y, arrastrándose, se apartó justo cuando el cuerpo se estrellaba pesadamente contra el suelo.

Anem! ¡Adelante!

Los jinetes fueron tras el otro francés. El hombre había corrido al bosque a buscar refugio, pero volaron más flechas. Una lo alcanzó en el hombro y lo hizo trastabillar. La siguiente le dio en el muslo. La tercera, en la base de la espalda, lo derribó. Su cuerpo cayó al suelo entre espasmos y después se quedó inmóvil.

La misma voz ordenó el fin del ataque.

– Arrestancatz! Dejad de disparar. -Finalmente, los cazadores abandonaron su escondite y se dejaron ver-. Dejad de disparar.

Alaïs se puso en pie. «¿Amigos u otros hombres, también de temer?» El jefe vestía una túnica de caza azul cobalto bajo la capa, y las dos prendas eran de buena calidad. Sus botas, su cinturón y su aljaba de cuero eran de piel pálida, confeccionados al estilo local, y las pesadas botas no estaban gastadas. Parecía un hombre de fortuna moderada, un hombre del sur.

Ella todavía tenía los brazos atados a la espalda. Era consciente de que su posición no era muy ventajosa. Tenía el labio hinchado y sangrante, y la ropa manchada.

– Sènhor, gracias por vuestra ayuda -dijo, intentando que su voz sonara confiada-. Levantaos la visera e identificaos, para que pueda ver el rostro de mi salvador.

– ¿Ésa es toda la gratitud que merezco, dòmna? -replicó él, haciendo lo que ella le decía. Alaïs sintió alivio al ver que estaba sonriendo.

El caballero desmontó y sacó un cuchillo de su cinturón. Alaïs retrocedió.

– Es para cortar vuestras ataduras -dijo él en tono ligero.

Alaïs se ruborizó y le ofreció las muñecas.

– Desde luego. Mercé.

Él le hizo una breve reverencia.

– Soy Amiel de Coursan. Estos bosques son de mi padre.

Alaïs dejó escapar un suspiro de alivio.

– Disculpad mi descortesía, pero tenía que asegurarme de que vos…

– Vuestra cautela es razonable y comprensible, dadas las circunstancias. ¿Y ahora puedo preguntaros quién sois vos, dòmna?

– Alaïs de Carcassona, hija del senescal Pelletier, asistente del vizconde Trencavel, y esposa de Guilhelm du Mas.

– Es un honor conoceros, dòmna Alaïs -dijo besándole la mano-. ¿Estáis herida?

– Sólo unos cuantos cortes y rasguños, aunque me duele un poco el hombro, donde me golpeé al caerme.

– ¿Qué ha sido de vuestra escolta?

Alaïs dudó un momento.

– Viajo sola.

El hombre se la quedó mirando, sorprendido.

– No es la época más indicada para aventurarse por el mundo sin protección, dòmna. Estas llanuras están plagadas de soldados franceses.

– No tenía intención de cabalgar hasta tan tarde. Estaba buscando refugio de la tormenta.

Alaïs levantó la vista, advirtiendo de pronto que aún no había empezado a llover.

– Solamente es el cielo protestando -dijo él, interpretando su mirada-. Una falsa tormenta, nada más.

Cuando Alaïs hubo calmado a Tatou, los hombres de Coursan recibieron la orden de despojar a los cadáveres de sus armas y sus ropas. En lo profundo del bosque, encontraron sus armaduras y estandartes, ocultos en el lugar donde habían atado sus caballos. Levantando con la espada la esquina de la tela, De Coursan dejó al descubierto, bajo una capa de barro, un destello de plata sobre fondo verde.

– Chartres -dijo De Coursan con desprecio-. Son los peores. Chacales, todos ellos. Hemos oído más historias de…

Se interrumpió bruscamente.

Alaïs lo miró.

– ¿Historias de qué?

– No importa -replicó él rápidamente-. ¿Volvemos a la ciudad?

Cabalgando en hilera, uno tras otro, llegaron al extremo opuesto del bosque y salieron a la llanura.

– ¿Tenéis algo que hacer por aquí, dòmna Alaïs?

– Voy a buscar a mi padre, que está en Montpelhièr con el vizconde Trencavel. Tengo noticias de gran importancia, que no podían esperar a su regreso a Carcassona.

La cara del De Coursan se contrajo en un gesto de preocupación.

– ¿Qué? -dijo Alaïs-. ¿Sabéis algo de mi padre?

– Pasaréis la noche con nosotros, dòmna Alaïs. Cuando vuestras heridas hayan sido debidamente atendidas, mi padre os dirá lo que hemos oído. Al alba, yo mismo os escoltaré hasta Besièrs.

Alaïs se volvió para mirarlo.

– ¿A Besièrs, messer?

– Si los rumores son ciertos, es en Besièrs donde encontraréis a vuestro padre y al vizconde Trencavel.

CAPÍTULO 27

El sudor se escurría por el pelaje de su garañón, mientras el vizconde Trencavel conducía a sus hombres hacia Béziers, con la tormenta pisándoles los talones.

El sudor formaba espumarajos en las bridas de los caballos, y de las comisuras de sus quijadas colgaban hilos de baba. Tenían los flancos y el lomo veteados de sangre, allí donde las espuelas y la fusta los habían obligado a seguir su camino, incesantemente, a través de la noche. La luna plateada asomó detrás de unas nubes negras y desgarradas, que se movían a gran velocidad sobre el horizonte, iluminando la niebla blanca sobre los ollares de los caballos.

Pelletier cabalgaba al lado del vizconde, con los labios apretados. Las cosas habían salido mal en Montpellier. Teniendo en cuenta la animadversión existente entre el vizconde y su tío, el senescal no esperaba que fuera fácil persuadir a éste de la conveniencia de una alianza, incluso a pesar de los lazos familiares y los compromisos de vasallaje que unían a los dos hombres. Aun así, había abrigado la esperanza de que el conde se aviniera a interceder en nombre de su sobrino.

Al final, ni siquiera lo recibió. Fue un insulto deliberado e inequívoco. Trencavel se vio obligado a una larga e impaciente espera a las puertas del campamento francés, hasta recibir la noticia de que le había sido concedida una audiencia.

Autorizado a asistir acompañado únicamente de Pelletier y de dos de sus chavalièrs, el vizconde Trencavel fue conducido a la tienda de campaña del abad del Císter, donde les indicaron que debían despojarse de las armas. Así lo hicieron Una vez dentro, el vizconde no fue recibido por el abad, sino por dos legados papales.

Raymond-Roger prácticamente no tuvo ocasión de decir nada, mientras los dos legados lo reprendían por haber permitido que la herejía se extendiera sin freno por sus dominios. Criticaron su política de nombrar judíos para los altos cargos de las principales ciudades. Lo acusaron de cerrar los ojos ante la conducta pérfida y perniciosa de los obispos cátaros en sus territorios, y citaron varios ejemplos.

Por último, cuando hubieron terminado, los legados despidieron al vizconde Trencavel como si se tratara del amo de algún señorío insignificante y no del señor de una de las casas más poderosas del Mediodía. A Pelletier le hervía la sangre cada vez que lo recordaba.

Los espías del abad habían informado bien a los legados. Cada una de las acusaciones era infundada en cuanto a su interpretación, pero no en lo referente a los hechos, que eran ciertos y venían respaldados por el testimonio de testigos directos. Este aspecto, más aún que la calculada afrenta a su honor, convenció a Pelletier de que el vizconde Trencavel estaba llamado a ser el nuevo enemigo. La Hueste necesitaba a alguien contra quien luchar y, tras la capitulación del conde de Toulouse, no había otro candidato.

Habían abandonado de inmediato el campamento de las afueras de Montpellier. Contemplando la luna, Pelletier calculó que si mantenían el ritmo de la marcha, llegarían a Béziers al alba. El vizconde Trencavel quería avisar personalmente a los habitantes de la ciudad de que el ejército francés se encontraba a escasas quince leguas, con intenciones belicosas. La vía romana que discurría de Montpellier a Béziers se abría a su paso y no había modo de bloquearla.

Instaría a las autoridades de la ciudad a prepararse para el asedio y, al mismo tiempo, pediría refuerzos para apoyar a sus mesnadas en Carcasona. Cuanto más tiempo se demorara la Hueste en Béziers, más tiempo tendría él a su disposición para preparar las fortificaciones. Además, tenía intención de ofrecer refugio en Carcasona a los más amenazados por los franceses: los judíos, los pocos mercaderes sarracenos llegados de España y los bons homes. No lo hacía solamente por cumplir su deber como señor feudal. De hecho, gran parte de la administración y la organización de Béziers estaba en manos de diplomáticos y mercaderes judíos. Hubiera o no amenaza de guerra, no estaba dispuesto a prescindir de los servicios de personas tan valiosas y capacitadas.

La decisión de Trencavel facilitó la tarea de Pelletier. Apoyó la mano sobre la carta de Harif, que tenía oculta en la bolsa. Cuando llegaran a Béziers, sólo tendría que excusarse el tiempo suficiente para encontrar a Simeón.

Un sol pálido se levantaba sobre el río Orb, mientras los hombres, exhaustos, cabalgaban a través del gran puente sobre arcos de piedra.

Béziers se erguía orgullosa y elevada sobre ellos, majestuosa y aparentemente inexpugnable detrás de sus antiguas murallas. Las esbeltas torres de la catedral y de las grandes iglesias consagradas a María Magdalena, san Judas y la Virgen resplandecían a la luz del crepúsculo.

Pese al cansancio, Raymond-Roger Trencavel no había perdido su porte ni su natural autoridad, mientras azuzaba a su caballo para que subiera por la maraña de pasadizos y empinadas callejas serpenteantes que conducían a las puertas principales. El entrechocar de los cascos de los caballos sobre el empedrado iba arrancando del sueño a los pobladores de los tranquilos suburbios de extramuros.

Pelletier desmontó y llamó a la guardia para que les abriera las puertas y los dejara entrar. Al haberse difundido la noticia de que el vizconde Trencavel estaba en la ciudad, el gentío les impidió avanzar con rapidez, pero finalmente llegaron a la residencia del soberano.

Raymond-Roger saludó a éste con genuino afecto. Era un viejo amigo y aliado, con talento para la diplomacia y la administración, y leal con la dinastía de los Trencavel. Pelletier aguardó mientras los dos hombres se saludaban según la usanza del Mediodía e intercambiaban regalos como muestra de su mutua estima. Tras completar las formalidades con inusual premura, Trencavel fue directo al grano. El soberano lo escuchaba con creciente preocupación. En cuanto el vizconde hubo finalizado su discurso, envió mensajeros para convocar a los cónsules de la ciudad a una reunión del Consejo.

Mientras hablaban, una mesa había sido dispuesta en medio de la sala, con pan, carne, queso, fruta y vino.

– Messer -dijo el soberano-, será un honor para mí que aceptéis mi hospitalidad mientras esperamos.

Pelletier vio su oportunidad. Se adelantó discretamente y habló al oído del vizconde Trencavel.

– Messer -le dijo-, ¿podéis prescindir de mí por un momento? Quisiera ver con mis propios ojos cómo se encuentran nuestros hombres; asegurarme de que tienen todo lo necesario, y comprobar que mantienen la boca cerrada y el ánimo firme.

Trencavel levantó la vista, con expresión de asombro.

– ¿Ahora, Bertran?

– Si me lo permitís, messer.

– No me cabe la menor duda de que nuestros hombres están siendo bien atendidos -dijo, sonriendo a su anfitrión-. Deberías comer y descansar un poco.

– Os ruego aceptéis mis humildes disculpas, pero suplico una vez más vuestra venia para retirarme.

Raymond-Roger escrutó el rostro de Pelletier, en busca de una explicación que no halló.

– Muy bien -dijo finalmente, todavía intrigado-. Tienes una hora.

En las calles había gran bullicio, y se iban poblando cada vez más de curiosos a medida que se extendían los rumores. Una muchedumbre se estaba congregando en la plaza Mayor, delante de la catedral.

Pelletier conocía bien Béziers, pues la había visitado muchas veces con el vizconde Trencavel, pero iba a contracorriente y sólo su corpulencia y su autoridad lo salvaron de ser derribado por la marea de gente. Nada más llegar a la judería, empezó a preguntar a los transeúntes si conocían a Simeón, mientras apretaba con fuerza en el puño la carta de Harif. De pronto, sintió que le tironeaban de la manga. Bajó la vista y vio a una bonita niña de ojos y cabellos oscuros.

– Yo sé dónde vive -dijo la pequeña-. Sígame.

La niña lo condujo al barrio comercial, donde tenían sus negocios los prestamistas, y luego, a través de un dédalo de callejas aparentemente idénticas, atestadas de talleres y viviendas. Se detuvo delante de una puerta sin ningún rasgo distintivo.

El senescal miró a su alrededor hasta encontrar lo que buscaba: el emblema del encuadernador grabado sobre las iniciales de Simeón. Pelletier esbozó una sonrisa de alivio. Era la casa. Dio las gracias a la pequeña, le puso una moneda en la mano y la despidió. Después levantó la pesada aldaba de bronce y llamó a la puerta tres veces.

Hacía mucho tiempo, más de quince años. ¿Habría subsistido la corriente de afecto que tan fácilmente fluía entre ellos?

La puerta se entreabrió lo suficiente como para revelar a una mujer que lo miraba con expresión suspicaz. Sus ojos negros eran hostiles. Llevaba puesto un velo verde que le cubría el pelo y la mitad inferior del rostro, y lucía los tradicionales bombachos anchos y claros, ajustados al tobillo, que vestían las judías en Tierra Santa. Su larga casaca amarilla le llegaba a las rodillas.

– Quisiera hablar con Simeón -dijo él.

Ella sacudió la cabeza e intentó cerrar la puerta, pero él la mantuvo abierta, usando el pie a modo de cuña.

– Entrégale esto -dijo, aflojándose el anillo del pulgar y colocándolo en la mano de la mujer-. Dile que Bertran Pelletier está aquí.

Su suspiro de sorpresa fue audible. De inmediato, la mujer se apartó para dejarlo pasar. Pelletier la siguió a través de una pesada cortina roja, decorada con círculos dorados cosidos arriba y abajo en sendas orlas.

– Esperatz -dijo ella, indicándole con un gesto que se quedara donde estaba.

Sus brazaletes y ajorcas tintinearon, mientras se alejaba por el largo pasillo hasta desaparecer.

Desde fuera, la casa parecía alta y estrecha; pero una vez dentro, Pelletier pudo comprobar que la impresión era engañosa. El pasillo central se ramificaba en salas y vestíbulos, a izquierda y derecha. Pese a la urgencia de su misión, el senescal contemplaba el ambiente con deleite. El suelo no era de madera, sino de baldosas azules y blancas, y preciosos tapices colgaban de las paredes. El ambiente le recordaba las elegantes y exóticas casas de Jerusalén. Habían pasado muchos años, pero los colores, las texturas y los olores de aquella tierra extraña todavía le hablaban.

– ¡Por todo lo que hay de sagrado en este cansado y viejo mundo! ¡Bertran Pelletier!

El senescal se volvió hacia la voz y vio una figura menuda, enfundada en una larga sobretúnica violeta, que avanzaba presurosa en su dirección, con los brazos extendidos. Su corazón dio un brinco al ver a su viejo amigo. Sus ojos negros centelleaban con el brillo de siempre. Pelletier estuvo a punto de caer derribado por la fuerza del abrazo de Simeón, aunque le sacaba por lo menos la cabeza.

– ¡Bertran, Bertran! -exclamó afectuosamente Simeón, con una voz profunda que retumbaba en el pasillo silencioso-. ¿Por qué has tardado tanto?

– ¡Simeón, mi viejo amigo! -rió él, aferrándolo por el hombro, mientras recuperaba el aliento-. ¡Cuánto bien le hace a mi espíritu verte en tan buena forma! ¡Mírate! -añadió, tirando de la larga barba negra de su amigo, que siempre había sido su mayor motivo de vanidad-. Unas pocas canas aquí y allá, pero ¡mejor que nunca! ¿Te ha tratado bien la vida?

Simeón se encogió de hombros.

– Habría podido ser mejor, pero también peor -replicó, retrocediendo unos pasos-. ¿Y qué me dices de ti, Bertran? Un par de arrugas más en la cara, quizá, pero la misma fiereza en la mirada, ¡y esos hombros tan anchos! -Le dio un golpe en el pecho con la palma de la mano-. ¡Sigues fuerte como un buey!

Con un brazo sobre los hombros de Simeón, Pelletier se dejó conducir a una pequeña habitación al fondo de la casa, que daba a un patio de reducidas dimensiones. Había en ella dos grandes sofás cubiertos de cojines de seda rojos, violáceos y azules. En torno a la sala había varias mesas pequeñas de ébano, adornadas con delicados jarrones y bandejas llenas de bizcochitos de almendra.

– Ven, quítate las botas. Ester nos traerá el té. -Se apartó un poco y volvió a mirar a Pelletier de arriba abajo-. ¡Bertran Pelletier! -exclamó una vez más, sacudiendo la cabeza-. ¿Me puedo fiar de estos viejos ojos? ¿Después de tantos años de verdad estás aquí? ¿O eres un fantasma? ¿El producto de la imaginación de un viejo?

Pelletier no sonrió.

– Ojalá hubiese venido en circunstancias más propicias, Simeón.

Su amigo hizo un gesto de asentimiento.

– Claro, claro. Ven, Bertran, ven aquí. Siéntate.

– He venido con nuestro señor Trencavel, Simeón, para prevenir a Besièrs de que un ejército se acerca desde el norte. ¿Oyes las campanas, convocando al Consejo a las autoridades de la ciudad?

– Es difícil no oír vuestras campanas cristianas -replicó Simeón, alzando las cejas-, aunque habitualmente no tañen en beneficio nuestro.

– Esto afectará a los judíos tanto o más que a aquellos que llaman herejes, y tú lo sabes.

– Como siempre -dijo el otro serenamente-. ¿Es tan grande la Hueste como cuentan?

– Unos veinte mil hombres, tal vez más. No podemos enfrentarnos a ellos en combate abierto, Simeón, su ventaja numérica es demasiado aplastante. Si Besièrs pudiera retener aquí un tiempo al invasor, entonces al menos tendríamos la oportunidad de reunir un ejército en el oeste y preparar la defensa de Carcassona. Todos los que así lo deseen podrán refugiarse allí.

– Aquí he sido feliz. Esta ciudad me ha tratado… nos ha tratado bien.

– Besièrs ya no es segura. Ni para ti, ni para los libros.

– Lo sé. Aun así-suspiró-, lamentaré tener que irme.

– Si Dios quiere, no será por mucho tiempo. -Pelletier hizo una pausa, desconcertado por el imperturbable aplomo con que su amigo aceptaba la situación-. Es una guerra injusta, Simeón, predicada con mentiras y engaños. ¿Cómo puedes aceptarla tan fácilmente?

Simeón hizo un amplio gesto con las manos abiertas.

– ¿Aceptarla, Bertran? ¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que diga? Uno de vuestros santos cristianos, Francisco, le rogó a Dios que le concediera la fuerza de aceptar lo que no podía cambiar. Lo que tenga que ser, será, lo quiera yo o no. De modo que sí, la acepto. Pero eso no significa que me guste, ni que no hubiese preferido que las cosas fueran diferentes.

Pelletier sacudió la cabeza.

– La ira no sirve de nada. Debes tener fe. La creencia en un significado superior, por encima de nuestras vidas y nuestro conocimiento, requiere un esfuerzo de fe. Todas las grandes religiones tienen sus propias historias, la Biblia, el Qur’an y la Torá, para encontrar sentido a estas insignificantes vidas nuestras. -Simeón hizo una pausa, con los ojos brillantes de malicia-. Pero los bons homes no intentan explicarse las acciones de los malvados. Su fe les enseña que ésta no es la tierra de Dios, una creación perfecta, sino un mundo imperfecto y corrupto. No esperan que la bondad y el amor triunfen sobre la adversidad. Saben que en nuestra vida terrena nunca lo harán. -Sonrió-. Y aun así, Bertran, todavía te asombras cuando el Mal se te enfrenta cara a cara. Es raro, ¿no?

Pelletier levantó bruscamente la cabeza, como si hubiese sido descubierto. ¿Lo sabría Simeón? ¿Cómo era posible?

Simeón sorprendió su gesto, pero no volvió a hacer ninguna alusión al respecto.

– Mi fe, en cambio, me enseña que el mundo fue creado por Dios y es perfecto en todos sus detalles. Pero cuando los hombres se apartan de la palabra de los profetas, el equilibrio entre Dios y los hombres se altera, y entonces viene el castigo, tan cierto como que al día le sigue la noche.

Pelletier abrió la boca para hablar, pero cambió de idea.

– Esta guerra no es asunto nuestro, Bertran, a pesar de tus obligaciones con el vizconde Trencavel. Tú y yo tenemos un cometido más grande. Estamos unidos por nuestros votos. Eso es lo que debe guiar ahora nuestros pasos e informar nuestras decisiones -dijo, tendiendo una mano para apretarle un hombro a Pelletier-. Por eso, amigo mío, reserva tu ira y ten lista tu espada para las batallas que puedas ganar.

– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó-. ¿Alguien te ha dicho algo?

Simeón se echó a reír.

– ¿Saber qué? ¿Que eres un seguidor de la nueva iglesia? No, no, nadie me ha dicho nada al respecto. Es una conversación que tendremos en algún momento en el futuro, si Dios quiere, pero ahora no. Aunque me gustaría mucho hablar contigo de teología, Bertran, ahora hay otros asuntos más acuciantes que debemos atender.

La llegada de la criada con una infusión caliente de menta y bizcochitos dulces interrumpió la conversación. Colocó la bandeja en la mesa, delante de ellos, antes de ir a sentarse en un banco bajo, en un rincón apartado de la sala.

– No te inquietes -dijo Simeón, notando la expresión preocupada de Pelletier al ver que su conversación iba a tener testigos-. Ester vino conmigo de Chartres. Solamente habla hebreo y un poco de francés. No entiende ni una palabra de tu lengua.

– Muy bien.

Pelletier sacó la carta de Harif y se la entregó a Simeón.

– Recibí una como ésta en Shauvot, hace un mes -dijo cuando hubo terminado de leerla-. Me anunciaba tu llegada, aunque he de confesar que has tardado más de lo que esperaba.

Pelletier dobló la carta y la devolvió a su bolsa.

– Entonces, ¿los libros siguen en tu poder, Simeón? ¿Aquí, en esta casa? Debemos llevarlos a…

El estruendo de alguien aporreando con fuerza la puerta desgarró la tranquilidad de la habitación. De inmediato, Ester se puso de pie, con la alarma pintada en los ojos almendrados. A un signo de Simeón, salió en seguida al pasillo.

– ¿Todavía tienes los libros? -repitió Pelletier, ahora con urgencia, repentinamente angustiado al ver la expresión en el rostro de Simeón-. ¿No se habrán perdido?

– No es que se hayan perdido, amigo mío… -empezó a decir, pero fueron interrumpidos por Ester.

– Maestro, hay una señora que pide que la dejen pasar.

Las palabras en hebreo salieron atropelladas de su boca, con demasiada rapidez para que el deshabituado oído de Pelletier pudiera comprenderlas.

– ¿Qué señora?

Ester sacudió la cabeza.

– No lo sé, maestro. Dice que es menester que vea a su invitado, el senescal Pelletier.

Todos se volvieron al oír ruido de pasos en el pasillo, a sus espaldas.

– ¿La has dejado sola? -preguntó Simeón, inquieto, poniéndose en pie con dificultad.

Pelletier también se levantó, mientras la mujer irrumpía en la habitación. El senescal parpadeó, sin acabar de dar crédito a sus ojos. Hasta el pensamiento de su misión desapareció de su mente cuando vio a Alaïs que se detenía bajo el dintel de la puerta. Tenía las mejillas encendidas y en sus vivaces ojos castaños se leía la disculpa y la determinación.

– Perdonadme esta intrusión -dijo, desplazando la mirada de Simeón a su padre y de su padre a Simeón-, pero pensé que vuestra criada no iba a dejarme pasar.

En dos zancadas, Pelletier atravesó la habitación y la estrechó entre sus brazos.

– No os enfadéis conmigo por haberos desobedecido -dijo ella, más tímidamente-, pero tenía que venir.

– Y esta encantadora dama es… -dijo Simeón.

Pelletier cogió a Alaïs de la mano y la condujo al centro de la habitación.

– ¡Claro! Estoy olvidando las formas. Simeón, permíteme que te presente a mi hija Alaïs, aunque cómo y con qué medios ha llegado a Besièrs no podría decírtelo. -Alaïs hizo una leve inclinación con la cabeza-. Y éste, Alaïs, es el más antiguo y querido de mis amigos, Simeón de Chartres, antes de la Ciudad Santa de Jerusalén.

La cara de Simeón se llenó de sonrisas.

– La hija de Bertran. Alaïs -le cogió las manos-, sed bienvenida.

CAPÍTULO 28

Me hablaréis ahora de vuestra amistad? -dijo Alaïs en cuanto se sentó en el sofá junto a su padre-. Ya se lo pedí antes una vez -añadió volviéndose hacia Simeón-, pero entonces no estaba dispuesto a confiar en mí.

Simeón era mayor de lo que ella había imaginado. Tenía la espalda encorvada y la cara surcada de arrugas: el mapa de una vida que había visto dolores y pérdidas, pero también grandes alegrías y risas. Sus cejas eran gruesas y espesas, y sus ojos de mirada luminosa revelaban una inteligencia brillante. Su pelo rizado era más bien gris, pero su larga barba, perfumada y ungida con aceites aromáticos, todavía era negra como ala de cuervo. Ahora comprendía que su padre hubiera confundido con su amigo al hombre del río.

Discretamente, Alaïs bajó la vista hasta las manos de Simeón y sintió un destello de satisfacción. Había supuesto bien. En el pulgar izquierdo llevaba un anillo idéntico al de su padre.

– Por favor, Bertran -estaba diciendo Simeón-, se ha ganado la historia. Después de todo, ¡ha cabalgado desde muy lejos para escucharla!

Alaïs sintió que su padre se quedaba inmóvil a su lado. Lo miró. Su boca era una línea apretada.

«Está enfadado, ahora que ha cobrado conciencia de lo que he hecho.»

– ¿No habrás venido desde Carcassona sin escolta? -preguntó él-. ¿No habrás cometido la estupidez de hacer sola el viaje? ¿No habrás corrido ese riesgo?

– Yo…

– Respóndeme.

– Parecía lo más razonable.

– ¡Lo más razonable! -estalló él-. ¡De todas las…!

Simeón se echó a reír.

– ¡Aún conservas el mismo temperamento, Bertran!

Alaïs reprimió una sonrisa, mientras apoyaba la mano sobre el brazo de su padre.

– Paire -dijo paciente-, ya veis que estoy sana y salva. No ha pasado nada.

Pelletier observó las heridas en las manos de su hija, pero ella rápidamente se las cubrió con la capa.

– No ha pasado casi nada -añadió-. No ha sido nada. Un pequeño corte.

– ¿Ibas armada?

Ella hizo un gesto afirmativo.

– Desde luego.

– Entonces, ¿dónde está tu…?

– No me pareció razonable deambular por las calles de Besièrs con ella encima -dijo Alaïs, mirándolo con ojos inocentes.

– Claro, claro -murmuró él entre dientes-. ¿Y dices que no te sobrevino ninguna desgracia? ¿No estás herida?

Consciente de su hombro contusionado, Alaïs miró a su padre a los ojos.

– No me ha pasado nada -mintió.

El senescal frunció el ceño, pero pareció algo más calmado.

– ¿Cómo supiste que estábamos aquí?

– Me lo dijo Amiel de Coursan, el hijo del sènhor, que generosamente se ofreció para escoltarme.

Simeón asintió con la cabeza.

– Es muy admirado en estas comarcas.

– Has sido muy afortunada -dijo Pelletier, reacio todavía a abandonar el tema-. Afortunada y enormemente imprudente. Podrían haberte asesinado. Todavía no puedo creer que hayas…

– Ibas a contarle cómo nos conocimos, Bertran -intervino Simeón en tono ligero-. Las campanas han dejado de sonar, por lo que el Consejo ya habrá comenzado. Disponemos de un poco de tiempo.

Por un momento, Pelletier mantuvo la expresión severa, pero en seguida cayeron sus hombros y una expresión de resignación invadió su rostro.

– Muy bien, muy bien. Puesto que ambos lo deseáis.

Alaïs intercambió una mirada con Simeón.

– Lleva un anillo como el vuestro, paire.

Pelletier sonrió.

– Simeón fue reclutado por Harif en Tierra Santa, lo mismo que yo, pero cierto tiempo antes, y nuestras sendas no se cruzaron. Cuando la amenaza de Saladino y sus ejércitos se volvió acuciante, Harif envió a Simeón de regreso a su ciudad natal de Chartres. Yo seguí su camino unos meses después, llevando conmigo los tres pergaminos. El viaje me llevó más de un año, pero cuando finalmente llegué a Chartres, Simeón me estaba esperando, tal como Harif había prometido. -Los recuerdos lo hicieron sonreír-. ¡Cómo detesté el frío y la humedad de Chartres, después del calor y la luz de Jerusalén! ¡Era un lugar tan pálido y desolado! Pero Simeón y yo nos entendimos de maravilla desde el principio. Su labor consistía en encuadernar los pergaminos en tres volúmenes distintos. Mientras él trabajaba con los libros, yo llegué a admirar su erudición, su sabiduría y su buen humor.

– Oh, Bertran… -protestó Simeón entre dientes, aunque Alaïs se daba cuenta de que se sentía halagado por el cumplido.

– En cuanto a Simeón -prosiguió Pelletier-, tendrás que preguntarle tú misma lo que vio en un soldado sin cultura ni instrucción como tu padre. Yo no llego a comprenderlo.

– Estabas dispuesto a aprender, amigo mío, a escuchar -dijo Simeón suavemente-. Eso te diferenciaba de la mayoría de los de tu fe.

– Yo siempre supe que los libros debían ser separados -continuó Pelletier-. En cuanto Simeón hubo finalizado su tarea, recibí un mensaje de Harif anunciándome que tenía que regresar a mi ciudad natal, donde me esperaba un cargo de senescal en la corte del nuevo vizconde Trencavel. Ahora, cuando vuelvo la vista atrás con la perspectiva que dan los años, me parece extraordinario no haber preguntado nunca por el destino de los otros dos libros. Supuse que Simeón iba a quedarse con uno de ellos, aunque nunca lo supe con certeza. ¿Y el otro? Ni siquiera lo pregunté. Hoy me avergüenzo de mi falta de curiosidad, pero simplemente cogí el libro que me confiaron y emprendí el viaje al sur.

– No debes avergonzarte -dijo Simeón con suavidad-. Hiciste lo que se te pidió, con la conciencia limpia y el corazón firme.

– Antes de que tu aparición borrara de mi mente cualquier otro pensamiento, estábamos hablando de los libros, Alaïs.

Simeón se aclaró la garganta.

– Del libro -dijo-. Sólo tengo uno.

– ¿Qué? -reaccionó vivamente Pelletier-. Pero, la carta de Harif… Leyéndola, supuse que ambos estaban en tu poder, o al menos que sabías dónde estaban los dos.

Simeón sacudió la cabeza.

– Antes, sí. Pero ya no, desde hace muchos años. El Libro de los números está aquí. En cuanto al otro, he de confesarte que esperaba que tú me trajeras noticias al respecto.

– Si tú no lo tienes, ¿quién entonces? -dijo con urgencia Pelletier-. Pensaba que te habías llevado los dos contigo cuando saliste de Chartres.

– Y así fue.

– Pero…

Alaïs apoyó su mano sobre el brazo de su padre.

– Dejad que Simeón se explique.

Por un momento pareció que Pelletier iba a perder los estribos, pero finalmente hizo un gesto de aquiescencia.

– De acuerdo -dijo con un gruñido-. Cuenta tu historia.

– ¡Cuánto se parece a ti, amigo mío! -rió Simeón-. Poco después de que partieras de Chartres, recibí un mensaje del Navigatairé, anunciándome la llegada de un guardián que venía a llevarse el segundo libro, el Libro de las pociones, pero sin ninguna indicación acerca de la identidad del visitante. Me preparé para su llegada y constantemente lo estuve esperando. Pasó el tiempo, me hice viejo, pero no vino nadie. Después, en el año 1194 de los cristianos, poco después del terrible incendio que destruyó la catedral y gran parte de la ciudad de Chartres, se presentó finalmente un hombre, un cristiano, un caballero que se hizo llamar Philippe de Saint-Mauré.

– Su nombre me resulta familiar. Estuvo en Tierra Santa al mismo tiempo que yo, pero nunca coincidimos -dijo Pelletier-. ¿Por qué tardó tanto? -preguntó frunciendo el ceño.

– Eso mismo me pregunté yo entonces, amigo mío. Saint-Mauré me entregó un merel y lo hizo de la manera debida. Llevaba el anillo que con tanto orgullo llevamos tú y yo. No tenía motivos para dudar de él… y sin embargo -Simeón se encogió de hombros-, había en él algo falso. Sus ojos eran agudos como los de un zorro. No pude confiar en él. No me pareció el tipo de hombre que Harif habría escogido. No había honor en su porte. Por eso decidí ponerlo a prueba, a pesar de las prendas de buena fe que traía consigo.

– ¿Cómo?

La pregunta había escapado de labios de Alaïs antes de que pudiera reprimirla.

– ¡Alaïs! -la reconvino su padre.

– Déjala, Bertran. Fingí no entender. Me retorcí las manos con gesto humilde, le pedí disculpas, le aseguré que debía de estar confundiéndome con otra persona. Entonces desenvainó su espada.

– Lo cual confirmó tus sospechas de que no era quien pretendía ser…

– Me maldijo y me amenazó, pero vinieron mis sirvientes y tuvo que ceder por ser ellos más numerosos. No le quedó más remedio que retirarse -Simeón se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta convertirla en un suspiro-. En cuanto estuve seguro de que se había marchado, envolví los dos libros en un fardo de ropa vieja y busqué refugio en casa de una familia cristiana vecina, que confiaba que no me traicionaría. No sabía qué hacer. No estaba seguro de nada. ¿Sería aquel hombre un impostor? ¿O quizá un guardián auténtico, cuyo corazón se había oscurecido por la codicia o por la promesa de poder y riquezas? ¿Nos habría traicionado? Si lo primero era cierto, entonces aún era posible que el verdadero guardián llegara a Chartres y descubriera que yo ya no estaba. Si era cierto lo segundo, sentí que era mi deber averiguar todo lo que me fuera posible. Ni siquiera ahora sé si elegí con tino.

– Hicisteis lo que os pareció correcto -dijo Alaïs, sin prestar atención a la callada advertencia de su padre de permanecer en silencio-. No se puede actuar mejor.

– Correcto o equivocado, lo cierto es que permanecí en la ciudad dos días más. Entonces hallaron el cuerpo mutilado de un hombre flotando en el río Eure. Le habían arrancado los ojos y la lengua. Corrió el rumor de que era un caballero al servicio del hijo mayor de Charles d’Evreux, cuyas tierras no se encuentran lejos de Chartres.

– Philippe de Saint-Mauré.

Simeón hizo un gesto afirmativo.

– Acusaron del asesinato a los judíos y en seguida empezaron las represalias. Yo era un chivo expiatorio muy conveniente. Se rumoreaba que me estaban buscando. Se decía que varios testigos lo habían visto llamando a mi puerta, testigos dispuestos a jurar que habíamos discutido e intercambiado golpes. Entonces me decidí. Quizá ese Saint-Mauré era quien decía ser. Quizá era un hombre honesto, o quizá no. Pero ya no importaba. Había muerto, según deduje, por lo que había averiguado acerca de la Trilogía del Laberinto. Su muerte y la manera en que le había sobrevenido me convencieron de que había otros implicados, de que el secreto del Grial había sido traicionado.

– ¿Cómo escapasteis? -preguntó Alaïs.

– Mis criados ya se habían marchado y yo esperaba que estuvieran a salvo. Me escondí hasta la mañana siguiente. En cuanto abrieron las puertas de la ciudad, con las barbas bien afeitadas, me escabullí disfrazado de anciana. Ester me acompañó.

– Entonces, ¿no estabas allí cuando construyeron el laberinto de piedra en la nueva catedral? -dijo Pelletier. A su hija le sorprendió ver que sonreía, como si se tratara de una antigua broma entre ambos-. ¡No lo has visto!

– ¿De qué habláis? -quiso saber ella.

Simeón se echó a reír, dirigiéndose únicamente a Pelletier.

– No, pero creo que está cumpliendo bien su cometido. Son muchos los que llegan atraídos por ese anillo de piedra muerta. Miran y buscan, sin comprender que bajo sus pies yace sólo un falso secreto.

– ¿Qué es ese laberinto? -insistió Alaïs.

Pero tampoco esa vez le prestaron atención.

– Yo te habría acogido en Carcassona. Te habría dado un techo, protección. ¿Por qué no viniste en mi busca?

– Créeme, Bertran, que nada me hubiera gustado más. Pero olvidas cuan diferente es el norte de estas tolerantes tierras del Pays d’Òc. No podía viajar libremente, amigo mío. La vida era dura para los judíos en esa época. Regía el toque de queda y cada poco tiempo nos atacaban y saqueaban nuestros comercios. -Hizo una pausa para respirar-. Además, nunca me habría perdonado conducirlos hasta ti, fueran quienes fuesen. Cuando huí de Chartres aquella mañana, no pensé en dirigirme a ningún lugar concreto. Me pareció que lo más seguro y razonable era desaparecer hasta que se calmara el alboroto. Al final, el incendio me quitó todo lo demás de la cabeza.

– ¿Cómo llegasteis a Besièrs? -preguntó Alaïs, resuelta a participar otra vez en la conversación-. ¿Os envió Harif?

Simeón sacudió la cabeza.

– No fue fruto de una decisión, Alaïs, sino del azar y la buena suerte. Primero viajé a la Champaña, donde pasé el invierno. En primavera, cuando se fundió la nieve, emprendí el camino al sur. Tuve la suerte de coincidir con un grupo de judíos ingleses, que huían de la persecución en su país. Se dirigían a Besièrs. Me pareció un destino tan bueno como cualquier otro. La ciudad tenía fama de tolerante; había judíos en cargos de confianza y autoridad, y se nos respetaba por nuestros conocimientos y habilidades. Por la proximidad a Carcassona, pensé que estaría fácilmente disponible si Harif me necesitaba. -Se volvió hacia Bertran-. Sólo Dios sabe lo mucho que me costó saberte a pocos días de distancia y no ir nunca en tu busca, pero la cautela y la sensatez dictaron que así debía ser. Se echó hacia adelante en su asiento, con sus vivaces ojos negros chispeando-. Ya entonces -añadió-, había versos y trovas circulando por las cortes del norte. En Champaña, juglares y trovadores hablaban en sus cantos de una copa mágica, de un elixir de la vida, todo demasiado próximo a la verdad como para ignorarlo. -Pelletier asintió. Él también había oído esas canciones-. Por eso, sopesándolo todo, era más seguro que yo me mantuviera al margen. Nunca me habría perdonado acabar llevándolos a tu puerta, amigo mío.

Pelletier dejó escapar un largo suspiro.

– Me temo, Simeón, que a pesar de nuestros esfuerzos hemos sido traicionados, aunque carezco de pruebas firmes e irrevocables al respecto. Hay gente que sabe de la conexión entre nosotros, estoy convencido de ello, aunque no sabría decir si además conocen la naturaleza de nuestro vínculo.

– ¿Ha sucedido algo que te haga pensar así?

– Hace poco más de una semana, Alaïs halló el cadáver de un hombre flotando en el río Aude, un judío. Lo habían degollado y le habían cortado el pulgar izquierdo. No le robaron nada. Sin que hubiera ninguna razón para ello, pensé en ti. Pensé que lo habrían confundido contigo. -Hizo una pausa-. Antes de eso, hubo otros indicios. Le confié parte de mi responsabilidad a Alaïs, por si me pasaba algo y no podía regresar a Carcassona.

«Ahora es el momento de decirle por qué has venido.»

– Padre, desde que os…

Pelletier levantó una mano, para impedirle que interrumpiera la conversación.

– Simeón, ¿ha habido alguna cosa que te haya hecho pensar que tu paradero ha sido descubierto, ya sea por los que te fueron a buscar en Chartres o por otros?

Simeón negó con la cabeza.

– Últimamente, no. Han pasado más de veinte años desde que vine al sur y, en todo este tiempo, puedo asegurarte que no ha pasado un día sin que temiera sentir el tacto de un cuchillo en el cuello. Pero si te refieres a algo fuera de lo común, no.

Alaïs ya no pudo quedarse callada.

– Padre, lo que tengo que decir guarda relación con este asunto. Es preciso que os cuente lo que sucedió desde que os marchasteis de Carcassona. ¡Por favor!

Cuando Alaïs finalizó su relación de los hechos, la cara de su padre se había vuelto escarlata. La joven temió que fuera a perder los estribos. El senescal no se dejó tranquilizar por Alaïs ni por Simeón.

– ¡ La Trilogía ha sido descubierta! -exclamó-. ¡No cabe duda alguna al respecto!

– Cálmate, Bertran -le dijo Simeón con firmeza-. Tu cólera sólo sirve para ensombrecer tu juicio.

Alaïs se volvió hacia la ventana, al notar que el bullicio de la calle iba en aumento. También Pelletier, al cabo de un instante de vacilación, levantó la cabeza.

– Vuelven a tocar las campanas -dijo finalmente-. Tengo que regresar a la casa del soberano. El vizconde Trencavel me espera. -Se puso de pie-. Debo pensar más detenidamente en lo que has contado, Alaïs, y reflexionar sobre lo que ha de hacerse. De momento, debemos concentrar nuestros esfuerzos en la partida. -Se volvió hacia su amigo-. Tú vendrás con nosotros, Simeón.

Mientras Pelletier hablaba, Simeón abría un cofre de madera primorosamente labrada, que se encontraba al otro lado de la habitación. Alaïs se acercó. La tapa estaba forrada por dentro con terciopelo púrpura, drapeado en pliegues profundos, como las cortinas en torno a una cama.

Simeón sacudió la cabeza.

– No iré con vosotros. Seguiré a mi pueblo. Por eso, para mayor seguridad, deberíais llevaros esto.

Alaïs vio que Simeón deslizaba la mano por el fondo del cofre. Se oyó un chasquido y entonces, de la base, salió un pequeño cajón. Cuando Simeón se incorporó, Alaïs vio que en la mano sostenía un objeto envuelto en cuero.

Los dos hombres cruzaron una mirada, y entonces Pelletier aceptó el libro que le tendía Simeón y lo ocultó bajo su capa.

– En su carta, Harif menciona a una hermana en Carcassona -dijo Simeón.

Pelletier hizo un gesto afirmativo.

– Una amiga de la Noublesso , según mi interpretación de sus palabras. Me resisto a creer que quiera decir algo más que eso.

– Una mujer fue quien vino a pedirme el segundo libro, Bertran -dijo Simeón con voz serena-. Como tú, he de confesar que en su momento supuse que se trataría de una enviada y nada más, pero a la luz de tu carta…

Pelletier desechó la idea con un gesto de la mano.

– No, no puedo creer que Harif designe guardián a una mujer, sean cuales sean las circunstancias. No correría semejante riesgo.

Alaïs estuvo a punto de decir algo, pero se mordió la lengua.

Simeón se encogió de hombros.

– Deberíamos considerar la posibilidad.

– Muy bien, ¿qué clase de mujer era? -replicó con impaciencia Pelletier-. ¿Alguien de quien razonablemente pueda esperarse que se haga cargo de la custodia de un objeto tan valioso?

Simeón sacudió la cabeza.

– A decir verdad, no. No era de alta cuna, pero tampoco de los estamentos más bajos. Había pasado ya la edad de concebir, pero vino acompañada de un niño. Iba de camino a Carcassona, pasando por Servían, su ciudad natal.

Alaïs dio un respingo.

– Bien poca información tenemos -se quejó Bertran-. ¿No te dijo su nombre?

– No, ni tampoco se lo pregunté, ya que traía una carta de Harif. Le di pan, queso y fruta para el viaje, y se marchó.

Para entonces, habían llegado a la puerta de la calle.

– No me gusta la idea de dejaros -dijo bruscamente Alaïs, temiendo de pronto por él.

Simeón sonrió.

– No me pasará nada, pequeña. Ester preparará las cosas que quiero llevarme a Carcassona. Viajaré anónimamente con la multitud. Será más seguro para todos nosotros.

Pelletier hizo un gesto afirmativo.

– El barrio judío está junto al río, al este de Carcassona, junto al suburbio de Sant-Vicens. Mándame un mensaje cuando llegues

– Así lo haré.

Los dos hombres se abrazaron y Pelletier salió a la calle, que para entonces estaba atestada de gente. Alaïs se disponía a seguirlo, pero Simeón le apoyó una mano en el brazo para retenerla.

– Eres muy valerosa, Alaïs. Has cumplido con tenacidad y firmeza tus obligaciones con tu padre y también con la Noublesso. Pero vigílalo. Su temperamento puede perderlo, y se acercan tiempos difíciles, decisiones difíciles.

Mirando por encima del hombro, Alaïs bajó la voz para que su padre no la oyera.

– ¿De qué trata el segundo libro que esa mujer se llevó a Carcassona, el libro que aún queda por encontrar?

– Es el Libro de las pociones -replicó él-. Una lista de hierbas y plantas. A tu padre le fue confiado el Libro de las palabras, y a mí, el Libro de los números.

«A cada uno, su habilidad.»

– ¿Supongo que eso te dice lo que querías saber? -dijo Simeón, con una mirada cargada de intención bajo las pobladas cejas-. ¿Quizá has confirmado una suposición?

Ella sonrió.

– Benlèu. Quizá.

Alaïs le dio un beso y echó a correr, para dar alcance a su padre.

«Comida para el viaje. Quizá también una tabla.»

Alaïs decidió guardarse para sí sus suposiciones hasta estar segura, aunque para entonces estaba prácticamente convencida de que sabía dónde encontrar el libro. La miríada de conexiones que unía sus vidas, como una tela de araña, se volvió de pronto meridianamente clara: todas las pequeñas pistas e indicios que no habían visto, porque no habían mirado.

CAPÍTULO 29

Mientras volvían atravesando la ciudad a toda prisa, pudieron ver que el éxodo ya había comenzado.

Judíos y sarracenos se desplazaban hacia las puertas principales, algunos a pie y otros en carros vencidos bajo el peso de sus pertenencias: libros, mapas y muebles. Los prestamistas llevaban caballos ensillados y transportaban cestas, baúles, balanzas y rollos de pergamino. Alaïs advirtió que entre la multitud también había algunas familias cristianas.

El patio del palacio del soberano había perdido todo su color bajo el sol despiadado de la mañana. Cuando franquearon las puertas, Alaïs vio la expresión de alivio en la cara de su padre al comprobar que la reunión del Consejo aún no había terminado.

– ¿Sabe alguien más que estás aquí?

Alaïs se detuvo en seco, asustada al percatarse de que no había pensado en Guilhelm ni por un momento.

– No. Fui directamente a buscaros.

Le resultó irritante el destello de satisfacción en el rostro de su padre mientras éste hacía un gesto afirmativo con la cabeza.

– Espera aquí -dijo él-. Informaré al vizconde Trencavel de tu presencia y le pediré permiso para que te sumes a nuestro grupo. También habría que decírselo a tu marido.

Alaïs se quedó mirándolo, mientras él desaparecía en la penumbra de las salas. Sin nada más que hacer, se volvió y se puso a observar a su alrededor. Había animales descansando a la sombra, con el pelaje aplastado contra los fríos y pálidos muros, ajenos a las vicisitudes de los hombres. Pese a su propia experiencia y a las historias que Amiel de Coursan le había referido, allí, en la tranquilidad del palacio, le costaba creer que la amenaza fuera tan inminente como decían.

Detrás de ella, se abrieron de par en par las puertas y una oleada de hombres invadió la escalinata y el patio. Alaïs apretó la espalda contra una columna para evitar que la arrastrara la corriente.

La plaza de armas estalló en gritos, instrucciones y órdenes dictadas y obedecidas, y hubo una marea de escuderos corriendo a buscar los caballos de sus amos. En un abrir y cerrar de ojos, el palacio dejó de ser la sede de la administración, para transformarse en el corazón del ejército.

En medio de la conmoción, Alaïs oyó que alguien la llamaba por su nombre. Era Guilhelm. El corazón se le desbocó. Se volvió, esforzándose por descubrir de dónde venía su voz.

– ¡Alaïs! -exclamó él incrédulo-. ¿Cómo es posible? ¿Qué haces aquí?

Ya podía verlo, avanzando a grandes zancadas entre la multitud, abriéndose una senda, hasta levantarla entre sus brazos y estrecharla con tanta fuerza que ella sintió como si fuera a extraerle hasta el último aliento del cuerpo. Por un instante, su imagen y su olor borraron de su mente todo lo demás. Lo olvidó todo, lo perdonó todo. Se sentía casi tímida, cautivada por el evidente placer y el deleite que sentía él al verla. Alaïs cerró los ojos e imaginó que ambos estaban solos, mágicamente de regreso en el Château Comtal, como si las tribulaciones de los últimos días no hubiesen sido más que una pesadilla.

– ¡Cuánto te he echado de menos! -dijo Guilhelm, besándole el cuello y las manos. Alaïs intentó zafarse de su abrazo.

– Mon còr, ¿qué es esto?

– Nada -replicó ella rápidamente.

Guilhelm levantó su capa y vio la contusión violentamente morada en su hombro.

– ¿Nada? ¡Por Sainte Foy! ¿Cómo, en nombre de…?

– Me caí -dijo ella-. El hombro se llevó la peor parte. Parece peor de lo que es. No te inquietes, por favor.

Guilhelm parecía ahora confuso, indeciso entre la preocupación y la duda.

– ¿Así es como llenas tus horas cuando no estoy? -dijo, con la sombra de una sospecha en la mirada. Después retrocedió un paso-. ¿Por qué has venido, Alaïs?

Ella titubeó.

– Para traer un mensaje a mi padre.

En el instante mismo en que las palabras salían de sus labios, Alaïs se dio cuenta de que se había equivocado. Su intenso placer se transmutó de inmediato en angustia. Su frente se ensombreció.

– ¿Qué mensaje?

Se le quedó la mente en blanco. ¿Qué habría dicho su padre? ¿Qué posible excusa podía dar?

– Yo…

– ¿Qué mensaje, Alaïs?

Ella contuvo el aliento. Deseaba más que nada en el mundo que reinara la confianza entre ambos, pero le había dado su palabra a su padre.

– Esposo mío, perdóname, pero no puedo decirlo. Es algo que sólo él podía escuchar.

– ¿No puedes o no quieres decirlo?

– No puedo, Guilhelm -dijo ella con dolor-. Me gustaría mucho que las cosas fuesen diferentes.

– ¿Ha enviado él por ti? -preguntó Guilhelm con furia-. ¿Te ha mandado llamar sin mi autorización?

– No, nadie me ha mandado llamar -dijo ella llorando-. Vine por voluntad propia.

– Pero aun así, te niegas a decirme por qué.

– Te lo imploro, Guilhelm. No me pidas que rompa la promesa que le hice a mi padre. Por favor. Intenta comprenderlo.

Él la agarró de los brazos y la zarandeó.

– ¿No vas a decírmelo? ¿No? -Dejó escapar una seca y amarga carcajada-. ¡Y pensar que yo te creía mía! ¡Qué ingenuo he sido!

Alaïs intentó impedir que se marchara, pero su marido ya se alejaba a grandes zancadas entre la muchedumbre.

– ¡Guilhelm! ¡Espera!

– ¿Qué sucede?

Cuando la joven se dio la vuelta, vio a su padre, que había llegado y estaba tras ella.

– Se ha disgustado por mi negativa a confiarle lo que sé.

– ¿Le has dicho que yo te he prohibido hablar al respecto?

– Lo he intentado, pero no está dispuesto a escucharme.

Pelletier hizo una mueca de desdén.

– No tiene derecho a pedirte que rompas una promesa.

Alaïs se mantuvo firme, sintiendo que la ira crecía en su interior.

– Con todo respeto, paire, tiene todo el derecho. Es mi marido. Merece mi obediencia y mi lealtad.

– No le estás siendo desleal -replicó Pelletier con impaciencia-. Su disgusto pasará. No es el momento ni el lugar para enfadarse.

– Él es muy sensible. Las ofensas lo afectan muy profundamente.

– Como a todos -repuso su padre-. A todos nos afectan profundamente las afrentas, pero no dejamos que las emociones gobiernen nuestro juicio. ¡Alaïs, por favor! Apártalo de tu mente. Guilhelm está aquí para servir a su señor, no para discutir con su mujer. En cuanto estemos de vuelta en Carcassona, estoy seguro de que todo se resolverá entre vosotros dos. -Pelletier depositó un beso en la cabeza de su hija. -Déjalo correr -añadió-. Y ahora, ve a buscar a Tatou. Debes prepararte para la partida.

Lentamente, ella se volvió y siguió a su padre a las cuadras.

– Tenéis que hablar con Oriane sobre su papel en esto, paire. Estoy convencida de que sabe algo de lo que me ha sucedido.

Pelletier hizo un gesto vago con una mano.

– Juzgas mal a tu hermana, créeme. Hace demasiado tiempo que entre vosotras dos hay discordia, y yo no he hecho nada por ponerle freno, creyéndola pasajera.

– Perdonadme, paire, pero no creo que conozcáis su auténtico carácter.

Pelletier pasó por alto el comentario de su hija.

– Juzgas a Oriane con excesiva severidad, Alaïs. Yo, por mi parte, creo que si se hizo cargo de tus cuidados, fue con la mejor de las intenciones. ¿Te has molestado al menos en preguntárselo?

Por toda respuesta, Alaïs se ruborizó.

– ¿Lo ves? Tu expresión me dice que no lo has hecho. -Hizo una nueva pausa-. Es tu hermana, Alaïs. Tienes que ser más amable con ella.

La injusticia del comentario encendió la cólera que anidaba en su pecho.

– ¡No soy yo la que…!

– Muy bien. Si finalmente tengo oportunidad de hacerlo, hablaré con Oriane -dijo él con firmeza, dejando claro que el tema quedaba zanjado.

A Alaïs se le encendieron las mejillas, pero se contuvo y no dijo nada. Siempre se había sabido la hija preferida y, como tal, comprendía que la falta de afecto de su padre hacia Oriane suscitaba en él una mala conciencia que le impedía ver sus fallos. De ella, en cambio, siempre esperaba más.

Frustrada, Alaïs lo siguió.

– ¿Intentaréis buscar a los que se llevaron el merel? ¿Haréis…?

– Ya basta, Alaïs. No podemos hacer nada más hasta que regresemos a Carcassona. Ahora, pidamos a Dios celeridad y buena suerte para llegar cuanto antes a casa. -Pelletier se detuvo y miró a su alrededor-. Y quiera el Altísimo que Besièrs tenga fuerza suficiente como para retenerlos aquí.

CAPÍTULO 30

Carcassona

Martes 5 de julio de 2005

Alice sintió que se le levantaba el ánimo mientras se alejaba de Toulouse.

La carretera seguía una línea recta a través de un fértil paisaje verde y marrón de sembrados. De vez en cuando veía campos de girasoles, con las caras inclinadas al sol del atardecer. Durante gran parte del viaje, las vías del tren de alta velocidad discurrían paralelas a la carretera. Después de las montañas y los ondulados valles del Ariège, que habían sido su primer contacto con esa parte de Francia, el paisaje le pareció más manso.

Había pueblecitos arracimados en lo alto de las colinas, casas aisladas con postigos en las ventanas y pequeñas torres cuyas campanas se dibujaban sobre el cielo rosa del crepúsculo. Leía los nombres de los pueblos a medida que los iba dejando atrás -Avignonet, Castelnaudary, Saint-Papoul, Bram, Mirepoix-, haciéndolos rodar sobre la lengua como si fueran vino. En su imagen mental, todos prometían un secreto de calles empedradas e historia sepultada entre pálidos muros de piedra.

Alice atravesó el departamento del Aude. Un cartel marrón indicativo de patrimonio anunciaba: Vous êtes en Pays Cathare. Sonrió. País cátaro. Rápidamente estaba aprendiendo que la región se definía tanto por su pasado como por su presente. No sólo Foix, sino Toulouse, Béziers y Carcasona, todas las grandes ciudades del suroeste, vivían aún a la sombra de sucesos ocurridos casi ochocientos años atrás. Libros, recuerdos, postales, vídeos y toda una industria turística se habían desarrollado sobre esa base. Como las sombras del anochecer que se alargaban hacia el oeste, los carteles parecían conducirla hacia Carcasona.

A las nueve, Alice había pagado el peaje y estaba siguiendo las señales hacia el centro de la ciudad. Se sentía nerviosa y excitada, extrañamente aprensiva, mientras se orientaba a través de grises suburbios industriales y polígonos comerciales. Estaba cerca, podía sentirlo.

Cuando los semáforos se pusieron verdes, Alice prosiguió su marcha, arrastrada por la corriente del tráfico, a través de puentes y rotondas, hasta que de pronto estuvo otra vez en campo abierto: matorrales a lo largo del cinturón de la ciudad, malas hierbas y árboles retorcidos, que el viento había hecho asumir un porte horizontal.

Pero al llegar a lo más alto de la colina, la vio.

La Cité medieval dominaba el paisaje. Era mucho más impresionante de lo que Alice había imaginado, mucho más sustancial y completa. A la distancia a que se encontraba, con las violáceas montañas nítidamente recortadas a lo lejos, parecía un reino mágico flotando en el cielo.

De inmediato se enamoró del lugar.

Se detuvo a un lado de la carretera y bajó del coche. Había dos conjuntos de murallas, un anillo interior y otro exterior. Podía distinguir la catedral y el castillo. Una torre simétrica de planta rectangular, muy alta y delgada, destacaba sobre todo lo demás.

La Cité estaba en la cima de una colina cubierta de hierba, cuyas laderas descendían hacia unas calles llenas de rojos tejados. En el llano, al pie del monte, había viñedos, campos de higueras y olivos, e hileras de tomateras cargadas de tomates maduros.

Sin decidirse a acercarse un poco más por temor a romper el hechizo, Alice vio la puesta de sol, que despojó de su color a todas las cosas. Se estremeció, sintiendo el aire del anochecer repentinamente frío sobre sus brazos desnudos.

Su memoria le brindó las palabras que necesitaba. «Llegaremos al punto de partida y por primera vez conoceremos el lugar.»

Por primera vez, Alice comprendió exactamente lo que quiso decir Eliot.

CAPÍTULO 31

El bufete de Paul Authié estaba en el corazón de la Basse Ville de Carcasona.

Su negocio se había expandido en los dos últimos años y sus oficinas reflejaban el éxito: un edificio de cristal y acero, diseñado por un arquitecto conocido. Un elegante patio ajardinado separaba los espacios de trabajo y los pasillos. Discreto y selecto.

Authié se encontraba en su despacho privado, en el cuarto piso. El ventanal, orientado al oeste, dominaba la catedral de Saint-Michel y el cuartel del regimiento de paracaidistas. La sala era un reflejo del hombre: pulcra y con un aire estrictamente controlado de opulencia y buen gusto ortodoxo.

Toda la pared exterior de la sala era de cristal. A esa hora, las persianas venecianas estaban cerradas para proteger el recinto del sol de la tarde. Fotografías enmarcadas cubrían las otras tres paredes, junto con diplomas y certificados. Había varios mapas antiguos, que no eran reproducciones sino originales. Algunos ilustraban las rutas de las cruzadas y otros mostraban las cambiantes fronteras históricas del Languedoc. El papel se había vuelto amarillo, y los rojos y verdes de la tinta se habían borrado en algunos puntos, produciendo una distribución moteada y desigual del color.

Frente a la ventana se veía una mesa de escritorio ancha y alargada, diseñada a medida. Estaba casi vacía, excepto por la gran almohadilla de papel secante con reborde de cuero y unas pocas fotografías enmarcadas, una de las cuales era una imagen de estudio de su ex esposa y sus dos hijos, que Authié mantenía a la vista porque a los clientes les reconfortaba ver pruebas de estabilidad familiar.

Había otras tres fotos: la primera era un retrato suyo a los veintiún años, cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Administración de París, estrechando la mano de Jean-Marie Le Pen, el líder del Frente Nacional; la segunda había sido tomada en Santiago de Compostela, y la tercera, del año anterior, lo mostraba a él junto al abad de Cîteaux, entre otras personalidades, con ocasión de su más reciente y sustancial donativo a la Compañía de Jesús.

Cada fotografía le recordaba lo lejos que había llegado.

Sonó el teléfono de su despacho.

Oui?

Era su secretaria, para anunciarle la llegada de sus visitantes.

– Que suban -ordenó.

Javier Domingo y Cyrille Braissart eran ex policías. Braissart había sido expulsado del cuerpo en 1999 por uso excesivo de la fuerza durante el interrogatorio de un sospechoso, y Domingo un año después, acusado de intimidación y de aceptar sobornos. El hecho de que ambos se hubiesen librado de la cárcel obedecía a la habilidad de Authié. Desde entonces, los dos trabajaban a sus órdenes.

– ¿Y bien? -dijo el abogado-. Si tenéis alguna explicación, éste es el momento de darla.

Los hombres cerraron la puerta y permanecieron en silencio delante de la mesa.

– ¿No? ¿Nada que decir? -preguntó, asaeteando el aire con un dedo-. Ya podéis empezar a rezar para que Biau no vuelva en sí y recuerde a los ocupantes del coche.

– No lo hará, señor.

– ¿Ahora resulta que eres médico, Braissart?

– Su estado se ha deteriorado a lo largo del día.

Authié les volvió la espalda, con las manos apoyadas en las caderas, y se puso a mirar por la ventana en dirección a la catedral.

– Bien, ¿qué tenéis para mí?

– Biau le ha pasado una nota -dijo Domingo.

– Que se ha esfumado -comentó Authié con ironía-, junto con la chica. ¿Para qué has venido, Domingo, si no tienes nada nuevo que decirme? ¿Por qué me haces perder el tiempo?

La tez de Domingo adquirió un desagradable tono rojizo.

– Sabemos dónde está, señor. Santini la encontró hoy mismo en Toulouse.

– ¿Y bien?

– Salió de Toulouse hace una hora, más o menos -dijo Braissart-. Pasó la tarde en la Biblioteca Nacional. Santini va a enviarnos por fax una lista de los sitios que ha visitado.

– ¿Habéis pensado en seguir el coche? ¿O es demasiado pedir?

– Lo estamos siguiendo. Viene en dirección a Carcasona.

Authié se sentó en su silla y los miró fijamente a través de la vasta extensión de la mesa de escritorio.

– Entonces supongo que tendréis pensado esperarla en el hotel, ¿no es así, Domingo?

– Así es, señor. ¿En qué hot…?

– Montmorency -replicó él secamente, mientras juntaba los dedos-. No quiero que se percate de que la estamos vigilando. Registrad la habitación, el coche, todo, pero no dejéis que ella lo advierta.

– ¿Buscamos algo más, aparte del anillo y la nota, señor?

– Un libro -dijo él-, más o menos así de alto. Tapas gruesas, atado con cintas de cuero. Muy valioso y sumamente delicado.

Abrió una carpeta que tenía sobre la mesa y les tendió una fotografía.

– Parecido a éste -les dijo. Dejó que Domingo estudiara la foto durante unos segundos y volvió a guardarla-. Y si eso es todo…

– También hemos conseguido esto, de una enfermera del hospital -se apresuró a interrumpirlo Braissart, tendiéndole un papel-. Biau lo tenía en el bolsillo.

Authié lo cogió. Era el resguardo de un paquete franqueado desde la central de correos de Foix, a última hora del lunes por la tarde, a una dirección de Carcasona.

– ¿Quién es Jeanne Giraud? -dijo.

– La abuela de Biau por parte de madre.

– ¿Ah, sí? -dijo el abogado con suavidad, antes de tender la mano y pulsar el botón del interfono de su escritorio-. Aurélie, necesito información sobre una tal Jeanne Giraud. G-i-r-a-u-d. Vive en la Rue de la Gaffe. Lo antes posible. -Authié se reclinó en su silla-. ¿Sabe ya lo que le ha sucedido a su nieto?

El silencio de Braissart respondió a su pregunta.

– Averígualo -dijo Authié secamente-. O mejor aún, mientras Domingo visita a la doctora Tanner, acércate a casa de madame Giraud y echa un vistazo… discreto. Te veré en el aparcamiento frente a la puerta de Narbona, en… -miró brevemente el reloj- treinta minutos.

El interfono volvió a zumbar.

– ¿A qué estáis esperando? -dijo a sus visitantes, despidiéndolos con un gesto de la mano. Esperó a que la puerta se cerrara para contestar.

– ¿Sí, Aurélie?

Mientras escuchaba, se llevó la mano al crucifijo de oro que le colgaba del cuello.

– ¿Ha dicho por qué quiere aplazar una hora la cita? ¡Claro que es una molestia! -exclamó, interrumpiendo las disculpas de su secretaria.

Extrajo el teléfono móvil del bolsillo de la americana. No había mensajes. En el pasado, siempre establecía todos los contactos directamente y en persona.

– Voy a tener que salir, Aurélie -dijo-. Cuando vayas hacia tu casa, deja de paso el informe sobre Giraud en mi apartamento. Antes de las ocho.

Después Authié descolgó su americana del respaldo de la silla, cogió un par de guantes y salió.

Audric Baillard estaba sentado ante un pequeño escritorio, en la habitación de la casa de Jeanne Giraud que daba al frente. Los postigos estaban entrecerrados y el cuarto estaba sumido en la penumbra irregular que producía la luz parcialmente filtrada del crepúsculo. A sus espaldas había una anticuada cama individual, con pies y cabecero de madera labrada, recién hecha con sencillas sábanas blancas de algodón.

Jeanne le había reservado esa misma habitación muchos años atrás, para que la tuviera a su disposición siempre que la necesitara. En un gesto que lo había conmovido profundamente, había reunido en la habitación ejemplares de todas sus publicaciones, que había alineado en una repisa de madera, sobre la cama.

Baillard tenía escasas posesiones. Lo único que guardaba en el cuarto era una muda de ropa y material para escribir. Al comienzo de su larga colaboración, Jeanne se burlaba cordialmente de su preferencia por la tinta y la pluma y por un tipo de papel casi tan grueso como el pergamino. Él se limitaba a sonreír, diciéndole que era demasiado viejo para cambiar de hábitos.

Se preguntaba qué iba a pasar ahora. El cambio sería inevitable.

Se reclinó en la silla, pensando en Jeanne y en lo mucho que su amistad había significado para él. En cada época de su vida, había encontrado mujeres y hombres buenos que lo habían ayudado, pero Jeanne era especial. A través de Jeanne había localizado a Grace Tanner, aunque las dos mujeres no se conocían.

El entrechocar de los cazos devolvió al presente sus pensamientos. Baillard empuñó la pluma y sintió que los años se desvanecían, una repentina ausencia de edad y de experiencia. Volvió a sentirse joven.

De golpe, las palabras acudieron con facilidad a su mente y se puso a escribir. La carta era breve e iba directa al grano. Cuando terminó, Audric secó la tinta reluciente y plegó pulcramente el papel en tres, para meterlo en un sobre. En cuanto tuviera la dirección, podría enviar la carta.

A partir de ahí, todo quedaba en manos de ella. Sólo ella podía decidir.

– Si es atal, es atal. Lo que tenga que ser, será.

Sonó el teléfono. Baillard abrió los ojos. Oyó que Jeanne contestaba y, después, un grito agudo. Primero creyó que el grito procedía de la calle, pero después distinguió el ruido del auricular golpeando contra el suelo de baldosas.

Sin saber cómo, se encontró de pie, intuyendo un cambio en el ambiente. Se volvió hacia el sonido de los pasos de Jeanne subiendo la escalera.

Qu’es? -dijo en seguida-. ¡Jeanne! -añadió con más apremio-. ¿Qué ha pasado? ¿Quién era?

Ella lo miró con expresión vacía.

– Un accidente. Yves.

Audric se la quedó mirando con horror.

Quora? ¿Cuándo?

– Anoche. El conductor huyó. Hasta ahora no habían conseguido localizar a Claudette. Ha sido ella quien me ha llamado.

– ¿Cómo está?

Jeanne no parecía estar escuchándolo.

– Van a enviar a alguien para que me lleve al hospital de Foix.

– ¿A quién? ¿Lo está organizando Claudette?

– La policía.

– ¿Quieres que te acompañe?

– Sí -replicó ella, tras un instante de vacilación. Después, como una sonámbula, salió de la habitación y atravesó el vestíbulo. Segundos después, Baillard oyó que se cerraba la puerta de su dormitorio.

Impotente y temeroso de una mala noticia, volvió a su habitación. Sabía que no era coincidencia. Su mirada se posó en la carta que había escrito. Hizo ademán de cogerla, pensando que aún era posible frenar la inevitable cadena de acontecimientos, mientras estuviera a tiempo.

Pero en seguida desistió. Sin embargo, quemar la carta habría reducido a la nada todo aquello por lo que había luchado, todo cuanto había padecido.

Tenía que seguir la senda hasta el final.

Baillard cayó de rodillas y se puso a rezar. Las viejas palabras le sonaron rígidas en los labios, pero no tardaron en fluir con facilidad, como antes, conectándolo con todos los que las habían pronunciado en el pasado.

El claxon de un coche que sonaba en la calle lo devolvió al presente. Sintiéndose entumecido y cansado, le costó ponerse de pie. Deslizó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta, descolgó la prenda del gancho de la puerta y fue a decirle a Jeanne que había que salir.

Authié estacionó su vehículo en uno de los grandes y anónimos aparcamientos municipales frente a la puerta de Narbona. Por todas partes había enjambres de extranjeros, armados con cámaras y guías turísticas. Todo le parecía despreciable: la explotación de la historia y la descerebrada comercialización de su pasado para entretenimiento de japoneses, norteamericanos e ingleses. Aborrecía las murallas restauradas y el falso revestimiento de pizarra gris de las torres, envoltorio de un pasado imaginado para imbéciles e impíos.

Braissart lo estaba esperando, tal como habían acordado, y le informó rápidamente de lo averiguado. La casa estaba vacía y era fácil acceder por detrás, atravesando los patios traseros. Según los vecinos, un coche de policía había recogido a madame Giraud haría unos quince minutos. Un hombre mayor iba con ella.

– ¿Quién?

– Lo han visto antes por aquí, pero nadie sabe su nombre.

Tras despedir a Braissart, Authié siguió bajando la ladera. La casa estaba a unas tres cuartas partes del camino cuesta abajo, a mano izquierda. La puerta estaba atrancada y los postigos, cerrados, pero aún se percibía un aire de presencia humana reciente.

Pasó de largo hasta el final de la calle, giró a la izquierda por la Rué de Barbarcane y la Place de Saint-Gimer. A las puertas de las casas había algunos vecinos sentados, mirando los coches aparcados en la plaza. Un grupo de niños con bicicletas, con el pecho descubierto y morenos por el sol, holgazaneaban en la escalera de la iglesia. Authié no les prestó atención. Siguió andando a paso rápido, por el acceso asfaltado que discurría por detrás de las primeras casas y jardines de la Rué de la Gaffe. Después subió por la derecha, para seguir por un estrecho camino de tierra que serpenteaba a través de las laderas cubiertas de hierba, al pie de las murallas de la Cité.

Muy pronto tuvo a la vista la fachada trasera de la casa de madame Giraud. Los muros estaban pintados del mismo amarillo oscuro que el frente. Una pequeña cancela de madera sin atrancar conducía al patio embaldosado. Higos como péndulos, casi negros de tan maduros, colgaban de un árbol generoso que hurtaba de la vista de los vecinos la mayor parte del patio. Las baldosas de barro cocido tenían manchas violetas allí donde habían caído y estallado los higos.

Las puerta-ventanas traseras estaban enmarcadas en un porche de madera cubierto de hiedra. Mirando a través de ellas, Authié vio que, aunque la llave estaba puesta en la cerradura, las puertas tenían los dos pasadores cerrados, el de arriba y el de abajo. Como no quería dejar rastros, siguió investigando, en busca de otra manera de entrar.

Junto a las puerta-ventanas estaba la pequeña ventana de la cocina, que había quedado abierta por la parte superior. Authié se puso los guantes de goma, deslizó el brazo a través del hueco y manipuló el anticuado sistema de cierre hasta liberarlo. Estaba rígido y los goznes chirriaron como quejándose al abrirse. Cuando el hueco fue lo suficientemente grande, metió un dedo y liberó la parte inferior de la ventana.

Un agradable aroma a pan y aceitunas lo recibió cuando se encaramó y entró en la fresca cocina con despensa. Una rejilla de alambre protegía la tabla de quesos. En las repisas se alineaban botellas y frascos de conservas en vinagre, mermeladas y mostaza. Sobre la mesa había una tabla de picar y un paño blanco de cocina que cubría unos pocos mendrugos de una baguette del día anterior. En un colador, dentro de la pila, unos albaricoques que esperaban a ser lavados, y en el escurridor, dos vasos boca abajo.

Authié prosiguió hacia el salón, en uno de cuyos rincones había un buró con una vieja máquina de escribir eléctrica. Movió el interruptor y el aparato cobró vida. Introdujo un folio y pulsó un par de teclas. Las letras aparecieron en una nítida fila negra sobre el papel. Apartó la máquina de escribir y se puso a revisar los archivadores que había detrás. Jeanne Giraud era una mujer ordenada y todo estaba claramente etiquetado y clasificado: las facturas, en la primera sección; la correspondencia personal, en la segunda; los recibos de la pensión y las pólizas de seguros, en la tercera, y los documentos varios, en la cuarta.

Nada de eso suscitó el interés de Authié, que concentró su atención en los cajones. En los dos primeros encontró el material habitual de papelería: bolígrafos, clips, sobres, sellos y paquetes de folios blancos de formato A4. El último cajón estaba cerrado con llave. Deslizó con cuidado y habilidad la hoja de un abrecartas por el espacio entre el cajón y el marco del buró e hizo ceder el cerrojo.

Dentro había una sola cosa: un pequeño sobre almohadillado, lo suficientemente grande como para contener un anillo, pero no el libro. Estaba franqueado en Ariège, a las dieciocho veinte del 4 de julio de 2005.

Authié introdujo los dedos. Estaba vacío, a excepción de una copia del recibo firmado, que confirmaba que madame Giraud había recibido el paquete a las ocho y veinte. Coincidía con el resguardo que le había dado Domingo.

Authié se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

No era una prueba incontrovertible de que Biau hubiera cogido el anillo y se lo hubiese enviado a su abuela, pero apuntaba en ese sentido. Authié siguió buscando el objeto. Tras completar el registro de la planta baja, siguió en el piso de arriba. La puerta del dormitorio que daba al fondo estaba justo delante de la escalera. Era a todas luces la habitación de madame Giraud: luminosa, limpia y femenina. Authié revisó el armario y los cajones de la cómoda, recorriendo con dedos expertos la ropa interior y las prendas de calle, que eran pocas pero de buena calidad. Todo estaba pulcramente doblado y ordenado, y olía vagamente a agua de rosas.

En el tocador, delante del espejo, había un cofre joyero, en cuyo interior convivían dos o tres broches, un collar de perlas amarilleadas y una pulsera de oro, mezclados con varios pares de pendientes y un crucifijo de plata. Los anillos de boda y de pedida estaban rígidamente insertos en el raído terciopelo rojo, como si rara vez hubiesen salido de allí.

El dormitorio que daba al frente, por contraste, le pareció sobrio y despojado, casi vacío, a excepción de una cama individual y un escritorio junto a la ventana, con una lámpara encima. Le gustó. Le recordaba las austeras celdas de la abadía.

Había signos de ocupación reciente. En la mesilla de noche había un vaso de agua a medio beber junto a un libro de poesía occitana de Rene Nelli, con los bordes desgastados. Authié se acercó al escritorio, donde encontró un portaplumas con plumín, un frasco de tinta y una pila de hojas de papel grueso. También había un trozo de papel secante, casi sin usar.

Le costó dar crédito a lo que estaba viendo. Alguien había estado en esa mesa escribiéndole una carta a Alice Tanner. El nombre resultaba perfectamente legible en el papel secante.

Authié dio la vuelta a éste e intentó descifrar la firma, apenas visible, al pie del texto. La escritura era anticuada y algunas letras se confundían con otras, pero al final consiguió formar el esqueleto de un nombre.

Dobló el áspero papel y se lo guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta. Cuando se volvió para abandonar la habitación, su mirada se vio atraída por algo tirado en el suelo, atrapado entre el panel y el marco de la puerta. Lo recogió. Era el fragmento de un billete de tren, sólo de ida, con fecha de ese mismo día. El destino, Carcasona, se leía con claridad, pero faltaba el nombre de la estación de origen.

El sonido de las campanas de Saint-Gimer dando la hora le recordó que no le quedaba mucho tiempo para marcharse. Tras un último vistazo para comprobar que todo estaba tal como lo había encontrado, se fue por donde había entrado.

Veinte minutos después, estaba sentado en el balcón de su apartamento en el muelle de Paicherou, contemplando la fortaleza medieval al otro lado del río. En la mesa, delante de él, había una botella de Château Villerambert Moureau y dos copas. Sobre sus rodillas, una carpeta con la información que su secretaria había logrado reunir en la última hora sobre Jeanne Giraud. La otra carpeta contenía el informe preliminar del forense acerca de los cuerpos hallados en la cueva.

Tras reflexionar unos instantes, Authié sacó varias hojas del informe sobre madame Giraud. Después volvió a cerrar el sobre, se sirvió una copa de vino y se dispuso a esperar a la persona que iba a visitarlo.

CAPITULO 32

A lo largo del alto Quai de Paicherou, hombres y mujeres sentados en bancos metálicos contemplaban el Aude. Multicolores macizos de flores y cuidados senderos animaban las extensiones de césped del enjardinado público. Los amarillos, violeta y anaranjados encendidos del parque infantil rivalizaban con los tonos luminosos de los parterres, desbordantes de trítomos rojos, lirios enormes, geranios y espuelas de caballero.

Marie-Cécile dedicó una mirada apreciativa al edificio donde vivía Paul Authié. Era tal como había esperado, situado en una zona sobria y discreta que no llamaba la atención, en medio de una mezcla de edificios de apartamentos y viviendas unifamiliares. Mientras miraba, pasó una mujer en bicicleta, con un pañuelo de seda violeta anudado al cuello y una blusa de color rojo brillante.

Entonces notó que alguien la estaba mirando. Sin mover la cabeza, levantó la vista y vio a un hombre de pie en el balcón del último piso, con las dos manos apoyadas en la baranda de hierro forjado, observando su coche desde arriba. Marie-Cécile sonrió. Reconoció a Paul Authié por sus fotografías. A esa distancia, no parecía que le hicieran justicia.

Ella había escogido cuidadosamente su ropa: vestido de hilo tostado sin mangas y chaqueta a juego, formal, pero sin exageraciones. Simple y con estilo.

De cerca, su primera impresión se vio reforzada. Authié era alto y parecía en forma, enfundado en traje informal pero bien cortado y camisa blanca. El pelo peinado hacia atrás dejaba la frente al descubierto y acentuaba la fina estructura ósea de su cara de tez pálida. Su mirada era fría, pero por debajo de la refinada imagen exterior, Marie-Cécile intuía la determinación de un luchador capaz de batirse en la calle a puñetazos.

Diez minutos más tarde, después de aceptar una copa de vino, sintió que ya era capaz de situar al hombre con quien estaba tratando. Marie-Cécile sonrió, mientras se inclinaba hacia delante para apagar el cigarrillo en el pesado cenicero de cristal.

Bon, aux affaires. Creo que estaremos mejor dentro.

Authié se apartó para dejarla pasar por la doble puerta acristalada que conducía al cuarto de estar, pulcro pero impersonal: alfombras y lámparas de colores claros y sillones en torno a una mesa de cristal.

– ¿Un poco más de vino? ¿O prefiere beber otra cosa?

Pastis, si tiene.

– ¿Con hielo? ¿Con agua?

– Con hielo.

Marie-Cécile se sentó en una de las butacas de piel color crema dispuestas en ángulo junto a la mesa baja de cristal y lo observó mientras preparaba las copas. El suave olor del anís llenó la habitación.

Authié le dio la copa antes de sentarse en la otra butaca, frente a la suya.

– Gracias -sonrió ella-. Entonces, Paul, si no le importa, me gustaría que repasara una vez más la secuencia exacta de los acontecimientos.

Si él se irritó, al menos no lo aparentó. Ella siguió con atención su discurso, pero su relación de los hechos fue clara y precisa, idéntica en todos los aspectos a cuanto le había dicho antes.

– ¿Y los esqueletos? ¿Se los han llevado a Toulouse?

– Al departamento de anatomía forense de la universidad, sí.

– ¿Cuándo cree que tendremos noticias?

En lugar de responderle, él le entregó el sobre de formato A4 que aguardaba encima de la mesa. «Un pequeño golpe de efecto», pensó ella.

– ¿Ya? Ha sido un trabajo muy rápido.

– Llamé para pedir el favor.

Marie-Cécile apoyó el informe sobre sus rodillas.

– Gracias, lo leeré después -dijo en tono monocorde-. De momento, ¿qué le parece si me lo resume? Imagino que lo habrá leído…

– Es sólo un informe preliminar, pendiente del resultado de otros análisis más detallados -le advirtió.

– Entiendo -le aseguró ella, reclinándose en la butaca.

– Los huesos corresponden a un hombre y a una mujer. La antigüedad estimada es de setecientos a novecientos años. El esqueleto masculino presenta indicios de lesiones sin cicatrizar en la pelvis y la parte superior del fémur, que pudieron ser causadas poco antes de la muerte. Hay señales de fracturas más antiguas, ya cicatrizadas, en el brazo derecho y la clavícula.

– ¿Edad?

– Adulto, ni muy joven ni muy viejo: entre veinte y sesenta años. Probablemente podrán concretarnos un poco más estos datos cuando hayan efectuado más análisis. La mujer está en el mismo tramo de edad. Su bóveda craneal presenta una depresión en un costado, que pudo haber sido causada por un golpe o una caída. Tuvo por lo menos un hijo. Hay indicios de una fractura cicatrizada en el pie derecho y de otra sin cicatrizar en el cubito izquierdo, entre el codo y la muñeca.

– ¿Causa de la muerte?

– El forense no se arriesga a señalar ninguna en concreto en esta fase tan temprana de la investigación, y piensa que no será fácil aislar una sola claramente identificable. Teniendo en cuenta la época a la que nos referimos, es probable que ambos murieran por el efecto combinado de las heridas, la pérdida de sangre y, posiblemente, el hambre.

– ¿Cree que aún estaban vivos cuando fueron sepultados en la cueva?

Authié hizo un gesto de indiferencia, pero Marie-Cécile distinguió un chispazo de interés en sus ojos grises. Sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo hizo rodar por un instante entre los dedos, mientras reflexionaba.

– ¿Qué hay de los objetos hallados entre los cuerpos? -preguntó, inclinándose hacia adelante para que él le diera fuego.

– Con las mismas salvedades de antes, el informe los sitúa entre finales del siglo xii y comienzos del xiii. La lámpara del altar podría ser un poco más antigua; es de diseño árabe, posiblemente española, aunque con más probabilidad de algún lugar más lejano. El cuchillo es corriente, de los que se usaban para cortar la carne y la fruta. Hay indicios de sangre en la hoja; los análisis revelarán si es de animal o humana. La bolsa es de cuero, fabricada en la zona, típica del Languedoc de aquella época. No hay pistas sobre lo que pudo contener, aunque hay partículas de metal en el forro y vestigios de piel de oveja en las costuras.

Marie-Cécile mantuvo la voz tan firme como pudo.

– ¿Qué más?

– La mujer que descubrió la cueva, la doctora Tanner, encontró una hebilla grande de cobre y plata debajo del peñasco que cerraba la entrada de la gruta. También corresponde al mismo período y al parecer es de fabricación local o posiblemente aragonesa. Hay una fotografía en el sobre.

Marie-Cécile hizo un ademán desdeñoso.

– No me interesan las hebillas, Paul -dijo, mientras exhalaba una espiral de humo-. Pero me interesa saber por qué no ha encontrado el libro.

Vio cómo sus largos dedos se crispaban sobre los apoyabrazos de la butaca.

– No hay indicios de que el libro estuviera allí -dijo él con calma-, aunque no cabe duda de que la bolsa de cuero es lo bastante grande como para contener un libro del tamaño del que busca.

– ¿Y el anillo? ¿También duda de que estuviera allí?

Tampoco esa vez dejó el abogado que la provocación lo afectara.

– Al contrario. Tengo la certeza de que lo estaba.

– ¿Entonces?

– Estaba allí, pero alguien lo sustrajo en algún momento entre el descubrimiento de la cueva y mi llegada con la policía.

– Sin embargo, no tiene indicios que demuestren su afirmación -dijo ella, en tono más seco-. Y si no me equivoco, tampoco tiene el anillo.

Marie-Cécile se quedó mirándolo, mientras Authié sacaba una hoja del bolsillo.

– La doctora Tanner insistió mucho en ese punto, tanto que hizo este dibujo -dijo él, tendiéndoselo-. Es un poco tosco, lo admito, pero coincide bastante bien con la descripción que me hizo usted, ¿no cree?

Ella aceptó el boceto. El tamaño, la forma y las proporciones no eran idénticos, pero guardaban suficiente parecido con el diagrama del anillo del laberinto que Marie-Cécile conservaba en su caja fuerte en Chartres. Nadie, excepto la familia De l’Oradore, lo había visto en ochocientos años. Tenía que ser auténtico.

– Una buena dibujante -murmuró-. ¿Es el único bosquejo que ha hecho?

Los ojos grises de Authié le sostuvieron la mirada, sin la menor vacilación.

– Hay otros, pero éste es el único que merecía atención.

– ¿Por qué no me permite que sea yo quien lo juzgue? -preguntó ella con calma.

– Lo siento, madame De l’Oradore, pero sólo me quedé con éste. Los otros no me parecieron relevantes. -Authié se encogió de hombros, como pidiendo disculpas-. Además, al inspector Noubel, el oficial a cargo de la investigación, ya le pareció suficientemente sospechoso mi interés.

– La próxima vez… -empezó a decir ella, pero se interrumpió. Apagó el cigarrillo, apretando con tanta fuerza la colilla que el tabaco se desparramó como un abanico-. Supongo que habrá registrado las pertenencias de la doctora Tanner.

Él asintió.

– El anillo no estaba.

– Es pequeño. Podría haberlo ocultado con facilidad en cualquier parte.

– Técnicamente, sí -convino él-, pero no creo que lo haya hecho. Si lo hubiese robado, ¿para qué iba a mencionarlo por propia iniciativa? Además -se inclinó hacia adelante y golpeó el papel con un dedo-, si tenía el original, ¿para qué iba a molestarse en hacer un dibujo?

Marie-Cécile lo observó.

– Es de una precisión asombrosa para estar hecho de memoria.

– Cierto.

– ¿Dónde está ella ahora?

– Aquí. En Carcasona. Parece ser que mañana tiene una cita con un notario.

– ¿Para qué?

Él se encogió de hombros.

– Algo referente a una herencia. Tiene previsto coger el vuelo de regreso el domingo.

Las dudas que Marie-Cécile albergaba desde la víspera, cuando recibió la noticia del hallazgo, no hacían más que aumentar cuanto más hablaba con Authié. Había algo que no encajaba.

– ¿Cómo entró la doctora Tanner en el equipo de excavación? -preguntó-. ¿Iba recomendada?

Authié pareció sorprendido.

– En realidad, la doctora Tanner no formaba parte del equipo -replicó con levedad-. Estoy seguro de haberlo mencionado.

Ella apretó los labios.

– No lo ha hecho.

– Lo siento -dijo él con suavidad-. Hubiera jurado que sí. La doctora Tanner colaboraba como voluntaria. La mayoría de las excavaciones dependen del trabajo de voluntarios; por eso, cuando se presentó una solicitud para que ella se uniera al equipo esta semana, no pareció que hubiera ningún motivo para rechazarla.

– ¿Quién la presentó?

– Shelagh O’Donnell, según creo -dijo él sin darle importancia-. La número dos en el yacimiento.

– ¿La doctora Tanner es amiga de Shelagh O’Donnell? -repuso ella, haciendo un esfuerzo para disimular su asombro.

– Obviamente, me pasó por la mente la idea de que la doctora Tanner le hubiera dado el anillo a ella. Por desgracia, no tuve oportunidad de interrogarla el lunes y ahora parece ser que se ha esfumado.

– ¿Esfumado? -preguntó Marie-Cécile secamente-. ¿Cuándo? ¿Cómo lo sabe?

– Anoche O’Donnell estaba en la casa del yacimiento. Recibió una llamada y poco después salió. Desde entonces, no la han vuelto a ver.

Marie-Cécile encendió otro cigarrillo para serenarse.

– ¿Por qué nadie me había dicho nada de esto antes?

– No pensé que pudiera interesarle algo tan marginal y tan poco relacionado con sus principales preocupaciones. Le ruego me disculpe.

– ¿Han informado a la policía?

– Todavía no. El doctor Brayling, el director del yacimiento, ha concedido unos días libres a todo el equipo. Le parece posible, e incluso probable, que O’Donnell sencillamente se haya marchado sin molestarse en despedirse de nadie.

– No quiero que la policía se inmiscuya -dijo ella con firmeza-. Sería muy lamentable.

– Totalmente de acuerdo, madame De l’Oradore. Brayling no es ningún tonto. Si cree que O’Donnell ha sustraído algo del yacimiento, no querrá involucrar a las autoridades, por su propio interés.

– ¿Cree que O’Donnell ha robado el anillo?

Authié eludió responder a la pregunta.

– Creo que deberíamos encontrarla.

– No es eso lo que le he preguntado. ¿Y el libro? ¿Cree que también pudo habérselo llevado ella?

Authié la miró directamente a los ojos.

– Como le he dicho, estoy abierto a todas las posibilidades respecto a la presencia del libro en ese lugar. -Hizo una pausa-. Pero si efectivamente estaba allí, no creo que haya podido sacarlo del yacimiento sin que nadie lo viera. El anillo es otra historia.

– Alguien tiene que habérselo llevado -repuso ella en tono exasperado.

– Si es que estaba allí, como ya le he dicho.

Marie-Cécile se puso en pie de un salto sorprendiéndolo con su rápido movimiento, y rodeó la mesa hasta situarse delante de él. Por primera vez, ella vio un chispazo de alarma en los ojos grises del abogado. Marie-Cécile se inclinó y apoyó la palma de la mano contra el pecho del hombre.

– Siento palpitar su corazón -dijo suavemente-. Palpita con mucha fuerza. ¿Por qué será, Paul?

Sosteniendo su mirada, lo empujó hasta hacerlo recostar contra el respaldo del sillón.

– No tolero errores -añadió-. Y no me gusta que no me mantengan informada. -Ambos se sostuvieron la mirada-. ¿Entendido?

Authié no respondió. Marie-Cécile no esperaba que lo hiciera.

– Lo único que tenía que hacer era entregarme los objetos prometidos. Para eso le pago. Ahora encuentre a esa chica inglesa y negocie con Noubel, si hace falta; el resto es cosa suya. No quiero saber nada al respecto.

– Si he hecho algo que pudiera darle la impresión de que…

Ella le puso los dedos sobre los labios y sintió que el contacto físico lo hacía retraerse.

– No quiero saber nada.

Aflojó la presión y se apartó de él para volver a salir al balcón. El anochecer había despojado de color a todas las cosas, convirtiendo los edificios y los puentes en meras siluetas recortadas contra un cielo cada vez más oscuro.

Al cabo de un momento, Authié salió y se situó junto a ella.

– No dudo de que hace cuanto está a su alcance, Paul -dijo ella con calma. Él colocó sus manos junto a las de ella sobre la baranda y, por un segundo, los dedos de ambos se rozaron-. Como podrá suponer, hay otros miembros de la Noublesso Véritable en Carcasona que lo harían igual de bien. Sin embargo, dado el alcance de su participación hasta el momento…

Dejó la frase en suspenso. Por la forma en que se le tensaron los hombros y la espalda, ella notó que la advertencia había calado. Levantó una mano para llamar la atención de su chofer, que la esperaba abajo.

– Me gustaría ir personalmente al pico de Soularac.

– ¿Piensa quedarse en Carcasona? -se apresuró a preguntar él.

Ella disimuló una sonrisa.

– Sí, unos días.

– Tenía la impresión de que no quería entrar en la cámara hasta la noche de la ceremonia…

– He cambiado de idea -dijo ella, volviéndose para quedar frente a frente-. Ahora estoy aquí. -Sonrió-. Tengo cosas que hacer, así que si me recoge a la una, tendré tiempo de leer su informe. Me alojo en el hotel de la Cité.

Marie-Cécile volvió a entrar, cogió el sobre y lo guardó en el bolso.

– Bien. À demain, Paul. Que duerma bien.

Consciente de tener su mirada en la espalda mientras bajaba la escalera, Marie-Cécile no pudo menos que admirar el autocontrol de Authié. Pero mientras se acomodaba en el coche, tuvo la satisfacción de oír que una copa de cristal se estrellaba contra la pared y se partía en mil pedazos en el apartamento del abogado, dos pisos más arriba.

El vestíbulo del hotel estaba lleno de humo de puro. Tomando la copa de la sobremesa, numerosos huéspedes enfundados en trajes de verano o vestidos de noche conversaban en los mullidos sillones de piel o a la discreta sombra de los reservados de caoba.

Marie-Cécile subió lentamente por la escalinata. Fotografías en blanco y negro la contemplaban desde lo alto, recuerdo del esplendoroso pasado finisecular del hotel.

Cuando llegó a su habitación, se quitó la ropa y se puso el albornoz. Como siempre hacía antes de irse a la cama, se miró fríamente al espejo, como examinando una obra de arte. Piel traslúcida, pómulos altos, el típico perfil de los De l’Oradore.

Marie-Cécile se pasó los dedos por la piel de la cara y el cuello. No permitiría que su belleza se desvaneciera con el paso de los años. Si todo iba bien, conseguiría lo que su abuelo había soñado. Eludiría la vejez. Derrotaría a la muerte.

Frunció el entrecejo. Eso sólo si lograban encontrar el libro y el anillo. Cogió su teléfono móvil y marcó un número. Con renovada determinación, Marie-Cécile encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, contemplando los jardines mientras esperaba que respondieran a su llamada. Susurradas conversaciones nocturnas subían flotando desde la terraza. Más allá de las almenas de los muros de la Cité, del otro lado del río, las luces de la Basse Ville resplandecían como adornos baratos de Navidad, anaranjados y blancos.

– ¿François-Baptiste? C’est moi. ¿Ha llamado alguien a mi número privado en las últimas veinticuatro horas? -Escuchó un momento-. ¿No? ¿Te ha llamado ella a ti? -Esperó-. Acaban de decirme que ha habido un problema por aquí -Mientras él hablaba, ella se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa-. ¿Alguna novedad sobre el otro asunto?

La respuesta no fue la que ella esperaba.

– ¿Nacional o solamente local? -Una pausa-. Mantenme al corriente. Llámame si surge alguna otra cosa; de lo contrario, estaré de vuelta el jueves por la noche.

Después de colgar, Marie-Cécile dejó que sus pensamientos derivaran hacia el otro hombre que había en su casa. Will era un encanto y hacía cuanto podía por agradar, pero la relación entre ambos había cumplido su ciclo. Era demasiado exigente y sus celos adolescentes empezaban a irritarla. Siempre estaba haciendo preguntas. En ese momento, no quería complicaciones.

Además, necesitaban la casa para ellos.

Encendió la lámpara de lectura y sacó de su portafolios el informe sobre los esqueletos que le había dado Authié, así como un dossier sobre el propio Authié, redactado dos años antes, cuando lo habían propuesto para ingresar en la Noublesso Véritable.

Repasó por encima el documento, aunque ya lo conocía bien. Había un par de acusaciones de acoso sexual durante su época de estudiante. Supuso que las dos mujeres habrían recibido algún dinero, porque ninguna de las dos presentó denuncia formal. Había imputaciones de ataque a una mujer argelina durante una manifestación proislámica, aunque tampoco había sido presentada denuncia, y pruebas de colaboración con una publicación antisemita en la universidad, así como alegaciones de abuso físico y sexual por parte de su ex esposa, que tampoco habían tenido ninguna consecuencia.

Más significativos eran los donativos frecuentes y cada vez más sustanciosos a la Compañía de Jesús, los jesuitas. En los últimos dos o tres años, sus contribuciones a grupos fundamentalistas contrarios al Vaticano II y a la modernización de la Iglesia también habían aumentado.

En opinión de Marie-Cécile, esos indicios de compenetración con la línea dura religiosa no cuadraban del todo con la pertenencia a la Noublesso. Authié había ofrecido sus servicios a la organización y hasta entonces había sido útil. Había preparado con eficacia la excavación en el pico de Soularac y con igual celeridad le había puesto fin. La advertencia acerca del fallo de seguridad en Chartres había llegado a través de uno de sus contactos. Su información confidencial siempre había sido clara y fidedigna

Aun así, Marie-Cécile no confiaba en él. Era demasiado ambicioso. Contra sus éxitos pesaban los fallos cometidos en las últimas cuarenta y ocho horas. No creía que fuera tan tonto como para llevarse el anillo o el libro, pero tampoco parecía el tipo de hombre que se deja escamotear las cosas bajo sus propias narices.

Vaciló, pero al final hizo una segunda llamada.

– Tengo un trabajo para ti. Estoy interesada en un libro, de unos veinte centímetros de alto por diez de ancho, cubierta de piel sujeta con lazos de cuero. También un anillo de hombre, de piedra, dorso plano, con una fina línea en el centro y un grabado en la cara inferior Es posible que vaya acompañado de una pequeña pieza, una especie de ficha del tamaño de una moneda de diez francos -Hizo una pausa-. En Carcasona. Un piso en el Quai de Paicherou y unas oficinas en la Rue de Verdun. Los dos pertenecen a Paul Authié.

CAPÍTULO 33

El hotel de Alice estaba justo enfrente de la puerta principal de la Cité medieval, entre hermosos parques, invisible desde la carretera.

La condujeron a una confortable habitación de la primera planta. Una vez allí, abrió de par en par las ventanas para dejar entrar el mundo. Olores a carne cocida, ajo, vainilla y humo de cigarro se colaron en la estancia.

Deshizo rápidamente la maleta, se duchó y llamó otra vez a Shelagh, más por costumbre que con la esperanza de recibir respuesta. No la hubo. Se encogió de hombros. No podían acusarla de no haberlo intentado.

Llevando la guía turística que había comprado en una gasolinera durante el trayecto desde Toulouse, salió del hotel y cruzó la calle en dirección a la Cité. Una empinada escalera de hormigón conducía a un pequeño parque flanqueado por arbustos, altas coniferas y plataneros. Una noria decimonónica brillantemente iluminada destacaba en el extremo más alejado del parque, con chillones adornos finiseculares que parecían fuera de lugar a la sombra de las fortificaciones medievales de arenisca. Bajo su cubierta de lona a rayas blancas y marrones, animada con un friso pintado a mano de caballeros, doncellas y blancos corceles, todo era rosa o dorado: los caballos al galope, las tazas giratorias y los carruajes de cuento de hadas. Hasta la taquilla de las entradas parecía un quiosco de feria. Sonó una campanilla y los niños chillaron cuando la noria empezó a girar, mientras emitía con lentitud su anticuada cancioncilla mecánica.

Más allá de la noria, Alice distinguió las cabezas y hombros grises de las tumbas y las lápidas, detrás de los muros del cementerio, donde una fila de tejos y cipreses protegía de la mirada de los curiosos a los que allí reposaban. A la derecha de la entrada, unos hombres jugaban a la petanca.

Por un momento, Alice se quedó inmóvil ante las puertas de la Cité, preparándose para entrar. A su derecha había una columna de piedra, desde la cual la contemplaba una fea gárgola de expresión desvergonzada e implacable en su cara chata. Parecía recientemente restaurada.

SUM CARCAS. Soy Carcas.

Era dòmna Carcas, la esposa sarracena del rey Balaack, de quien la ciudad había tomado su nombre, según se decía, después de resistir el asedio de Carlomagno, que duró cinco años.

Alice recorrió el puente levadizo cubierto, pequeño y achaparrado, hecho de piedra, cadenas y madera. Los tablones crujieron y vibraron bajo sus pies. No había agua en el foso, sino hierba moteada de flores silvestres.

El puente conducía a las Lizas, un área extensa y polvorienta entre el anillo exterior de las fortificaciones y el interior. A izquierda y derecha, había niños que trepaban por las murallas o libraban batallas con espadas de juguete. Enfrente tenía la puerta de Narbona. Cuando pasó bajo el arco alto y estrecho, Alice levantó la vista. Para su asombro, una benigna imagen en piedra de la Virgen le devolvió la mirada.

En el instante en que Alice franqueó las puertas, toda sensación de espacio se desvaneció. La Rue Cros-Mayrevieille, la empedrada calle principal, era muy estrecha y describía una curva sobre la cuesta. Las construcciones eran tan compactas y estaban tan cerca unas de otras, que una persona podía asomarse del último piso de una casa y estrecharle la mano a alguien que estuviera en la casa de enfrente.

De los altos edificios se escapaba el ruido. Gritos en diferentes idiomas, risas y gesticulaciones saludaron el paso de un coche, que avanzaba reptando con menos de un palmo de espacio libre a ambos lados. Las tiendas salieron al encuentro de Alice, con postales, guías turísticas, un maniquí que anunciaba un museo inquisitorial de instrumentos de tortura, jabones, cojines, vajillas y, por todas partes, réplicas de espadas y escudos antiguos. Torneados soportes de hierro forjado asomaban de las paredes, con carteles colgantes de madera: L’Éperon Medieval, la Espuela Medieval, vendía espadas y muñecas de porcelana, y À Saint-Louis, jabón, recuerdos y vajilla.

Alice dejó que sus pasos la guiaran a la plaza principal, la Place Marcou, pequeña y llena de restaurantes, bajo plataneros podados. Las extensas ramas de los árboles, anchas como entrelazadas manos protectoras, sobre las mesas y las sillas, competían con los toldos de vivos colores, en los que destacaban los nombres de los cafés: Le Marcou, Le Trouvère o Le Menèstrel.

Alice recorrió el empedrado hasta el lado opuesto de la plaza y prosiguió hasta la confluencia de la Rue Cros-Mayrevieille con la Place du Château, donde un triángulo de tiendas, creperías y restaurantes rodeaban un obelisco de piedra de unos dos metros y medio de alto, coronado por un busto del siglo xix del historiador Jean-Pierre Cros-Mayrevieille. Al pie, había un friso de bronce que representaba unas fortificaciones.

Siguió caminando hasta situarse frente a la extensa muralla semicircular que protegía el Château Comtal. Detrás de las impresionantes puertas cerradas se erguían los torreones y las almenas del castillo. «Una fortaleza dentro de otra fortaleza.»

Alice se detuvo, comprendiendo que ése había sido desde el principio el destino de su paseo. El Château Comtal, hogar de la familia Trencavel.

Curioseó a través de las altas puertas de madera. Todo le resultaba familiar, como si hubiese vuelto a un lugar visitado en algún momento del pasado y olvidado desde hacía mucho tiempo. A ambos lados de la puerta había taquillas acristaladas para la venta de entradas, con las persianas bajadas y unos carteles impresos que indicaban los horarios de apertura. Detrás, una gris extensión de polvo y grava, sin nada de hierba, conducía hasta un puente llano y estrecho, de unos dos metros de ancho.

Alice se alejó de las puertas, prometiéndose volver al día siguiente, nada más levantarse. Giró a la derecha y siguió las señales hacia la puerta de Rodez, situada entre dos distintivas torres en forma de herradura. Bajó los anchos peldaños, erosionados en el centro por el roce de incontables pies.

La diferente antigüedad de las fortificaciones internas y externas se apreciaba sobre todo en ese punto. Las murallas exteriores, que según había leído habían sido construidas en el siglo xiii y restauradas en el xix, eran grises, y los bloques eran todos más o menos del mismo tamaño. Los detractores decían que precisamente en eso se notaba la torpeza de la restauración. Alice no prestó atención a ese detalle. El espíritu del lugar la conmovió. La fortificación interior, incluido el muro oeste del Château Comtal, era una mezcla de bloques rojos de la muralla original galo-romana y de deteriorada arenisca del siglo xii.

Alice experimentó una sensación de paz después del bullicio de la Cité: la sensación de que pertenecía a aquel lugar, entre aquellas montañas y aquel cielo. Con los brazos apoyados en las almenas, se quedó un rato mirando el río, imaginando el frío contacto del agua entre los dedos de los pies

Sólo cuando los restos del día cedieron paso a las sombras, Alice se dio la vuelta y echó a andar rumbo a la Cité.

CAPÍTULO 34

Carcassona

Julhet 1209

Cabalgaban en fila cuando llegaron a las proximidades de Carcasona, con Raymond-Roger Trencavel al frente, seguido de cerca por Bertran Pelletier. El chavalièr Guilhelm du Mas cerraba la marcha.

Alaïs iba detrás, con los clérigos.

Menos de una semana había transcurrido desde su marcha, pero a ella le parecía mucho más. Los ánimos habían decaído. Aunque los estandartes de Trencavel flameaban intactos en la brisa y regresaba el mismo número de hombres que había partido, la expresión en el rostro del vizconde revelaba el fracaso de la misión.

Los caballos redujeron su marcha al paso al acercarse a las puertas. Alaïs se inclinó hacia adelante y palmoteo a Tatou en el cuello. La yegua estaba cansada y había perdido una herradura, pero ni una sola vez había desfallecido.

Cuando pasaron bajo el escudo de armas que colgaba de las dos torres de la puerta de Narbona, varias filas de curiosos los miraban desde ambos lados de la misma. Los niños corrían junto a los caballos, echando flores a su paso y dando vítores. En las ventanas más altas, las mujeres sacudían pañuelos e improvisadas enseñas, mientras Trencavel conducía a su comitiva por las calles, rumbo al Château Comtal.

Alaïs sintió alivio cuando atravesaron el estrecho puente y franquearon la puerta del este. La plaza Mayor estalló en una barahúnda en la que todo eran saludos y gritos. Los escuderos se apresuraron a hacerse cargo de los caballos de sus amos, mientras los sirvientes corrían a poner a punto la casa de baños y los niños de las cocinas acarreaban cubos de agua para preparar un banquete.

Entre el bosque de manos que saludaban y rostros que sonreían, Alaïs divisó a Oriane. Junto a ella, un poco más atrás, estaba François, el criado de su padre. Alaïs sintió que se le encendían las mejillas al recordar cómo lo había engañado y se había escabullido delante de sus narices.

Vio a Oriane recorriendo la multitud con la mirada. Los ojos de la joven se detuvieron un instante en su marido, Jehan Congost. Una expresión de desdén tembló en su rostro, antes de proseguir y ver, para su desagrado, a su hermana Alaïs. Ésta hizo como que no lo notaba, pero pudo sentir los ojos de Oriane, mirándola a través de un mar de cabezas. Cuando volvió a mirar, su hermana se había marchado.

Alaïs desmontó con cuidado para no lastimarse el hombro herido, y entregó las riendas de Tatou a Amiel, que condujo la yegua a las cuadras. El alivio de estar de vuelta en casa se había desvanecido, y fue sustituido por una melancolía que se depositó sobre ella como una niebla invernal. Todos los demás parecían estar en brazos de alguien: una esposa, una madre, una tía, una hermana… Buscó a Guilhelm, pero no lo vio por ninguna parte. «Probablemente ya estará en la casa de baños.» Hasta su padre se había marchado.

Alaïs se encaminó hacia un patio más pequeño, en busca de soledad. No podía quitarse de la cabeza un verso de Raymond de Mirval, que sin embargo no hacía más que empeorar su estado de ánimo. Res contr’ amors non es guirens, lai on sos poders s’atura. Nada nos protege del amor, una vez éste ejerce su poder.

Cuando Alaïs oyó por primera vez ese poema, las emociones expresadas eran desconocidas para ella. Pero incluso entonces, sentada en la plaza de armas con los flacos bracitos en torno a sus rodillas de niña, prestando oídos al trovador que cantaba sobre un corazón desgarrado, había comprendido bien el sentimiento que había detrás de las palabras.

Las lágrimas acudieron a sus ojos. Irritada, se las enjugó con el dorso de la mano. No cedería a la autocompasión. Se sentó en un banco apartado, a la sombra.

Guilhelm y ella recorrían a menudo aquel patio, el del Mediodía, en los días anteriores a su boda. Los árboles se estaban volviendo ahora dorados y una alfombra de hojas otoñales, del color del ocre y el cobre quemado, tapizaba el suelo. Alaïs hizo un dibujo en el polvo con la punta de la bota, preguntándose cómo podría reconciliarse con Guilhelm. A ella le faltaba la habilidad y a él, la inclinación.

Oriane dejaba de hablarse con su marido durante días enteros. Después, el silencio se levantaba tan rápidamente como había caído y Oriane volvía a ser dulce y atenta con Jehan, hasta la vez siguiente. Los escasos recuerdos que tenía del matrimonio de sus padres contenían similares períodos de luces y oscuridad.

Alaïs no esperaba que también fuera ése su destino. Se había presentado en la capilla con su velo rojo, ante el sacerdote, y había pronunciado los votos del matrimonio. Las temblorosas llamas de los encarnados cirios de la Natividad proyectaban sombras danzarinas sobre el altar engalanado con flores invernales de espino. En aquel entonces creía en un amor que durara para siempre y aún conservaba esa fe en su corazón.

Su amiga y mentora, Esclarmonda, vivía asediada por enamorados que buscaban pociones y hierbas capaces de ganar o recuperar un afecto: vino caliente con hojas de menta y chirivías, flores de nomeolvides para asegurarse la fidelidad del amado y ramilletes de prímulas amarillas. Pese al respeto que le merecían las habilidades de Esclarmonda, Alaïs siempre había desdeñado esas creencias como necedades supersticiosas. Se negaba a creer que fuera tan sencillo engañar al amor o comprarlo.

Había otros, como bien sabía, que ofrecían una magia más peligrosa: maleficios para hechizar al ser amado o dañar al amante infiel. Esclarmonda la había prevenido contra esos poderes oscuros, manifestación evidente del dominio que ejercía el Diablo sobre el mundo. Nada bueno podía nacer de tanta maldad.

Aquel día, por primera vez en su vida, Alaïs tuvo un atisbo de las razones que podían empujar a algunas mujeres a tomar medidas tan desesperadas.

– Filha.

Alaïs se sobresaltó.

– ¿Dónde estabas? -preguntó Pelletier, sin aliento-. Te he estado buscando por todas partes.

– No os había oído, paire -respondió ella.

– Los trabajos para preparar la Ciutat empezarán en cuanto el vizconde Trencavel se haya reunido con su esposa y su hijo. En los próximos días, no tendremos ni un respiro.

– ¿Cuándo creéis que llegará Simeón?

– Dentro de uno o dos días. -Frunció el entrecejo-. Ojalá hubiese podido persuadirlo para que viajara con nosotros. Pero él dijo que llamaría menos la atención si viajaba con su gente. Puede que tenga razón.

– Y cuando esté aquí -insistió ella-, ¿decidiréis lo que hay que hacer? Tengo una idea acerca de…

Alaïs se interrumpió, al darse cuenta de que prefería poner a prueba su teoría antes de quedar como una tonta delante de su padre. Y de él.

– ¿Una idea? -dijo el senescal.

– Oh, nada -replicó ella-. Sólo quería preguntaros si puedo estar presente cuando Simeón y vos os reunáis para hablar.

La consternación palpitó en el rostro envejecido de su padre. Era evidente que no le resultaba fácil decidir.

– Teniendo en cuenta el servicio que has prestado hasta ahora -dijo finalmente-, puedes oír lo que tengamos que decir. Sin embargo -añadió levantando un dedo a modo de advertencia-, debe quedar claro que estarás allí solamente como observadora. Toda participación activa en este asunto ha terminado. No permitiré que vuelvas a correr ningún riesgo.

Alaïs sintió que una burbuja de exaltación crecía en su interior. «Ya lo convenceré de lo contrario cuando llegue el momento.»

Bajó la vista y cruzó las manos sobre el regazo, en actitud sumisa.

– Desde luego, paire. Será como vos digáis.

Pelletier la miró con suspicacia, pero no dijo nada.

– Hay otro favor que debo pedirte, Alaïs. El vizconde Trencavel quiere celebrar públicamente su regreso a salvo a Carcassona, antes de que se difunda la noticia del fracaso de nuestra embajada ante el conde de Tolosa. Dòmna Agnès irá a misa de vísperas en Sant Nazari esta tarde, en lugar de quedarse aquí en su capilla. -Hizo una pausa-. Quiero que también vayáis tú y tu hermana.

Alaïs se sorprendió. De vez en cuando asistía a los servicios de la capilla del Château Comtal, pero nunca iba a misa a la catedral, y su padre jamás había cuestionado su decisión.

– Comprendo que estés cansada, pero el vizconde Trencavel considera importante que no pueda haber críticas justificadas de su proceder, ni de la conducta de sus allegados más directos, en un momento como éste. Si hay espías dentro de la Ciutat (y con seguridad los hay), no queremos que nuestras flaquezas espirituales (pues así serán interpretadas) lleguen a oídos de nuestros enemigos.

– No es cuestión de cansancio -replicó ella con furia-. El obispo de Rochefort y sus sacerdotes son unos hipócritas. Predican una cosa y hacen otra.

A Pelletier se le encendieron las mejillas, pero Alaïs no pudo distinguir si era por ira o por turbación.

– Entonces, ¿vos también asistiréis? -preguntó ella.

El senescal rehuyó su mirada.

– Como comprenderás, estaré ocupado con el vizconde Trencavel.

Alaïs lo miró fijamente.

– Muy bien -dijo por fin-. Os obedeceré, paire. Pero no esperéis que me arrodille y rece ante la imagen de un hombre destrozado, clavado a una cruz de madera.

Por un instante, creyó que había hablado de más. Después, para su asombro, su padre se echó a reír a carcajadas.

– Bien dicho -replicó-. No esperaba otra cosa de ti; pero ten cuidado, Alaïs. No expreses esas opiniones a la ligera. Pueden estar vigilándonos.

Alaïs pasó las horas siguientes en sus aposentos. Se preparó una cataplasma de mejorana fresca para el dolor del cuello y el hombro, mientras escuchaba el amable parloteo de su doncella.

Según Rixenda, las opiniones acerca de la fuga de Alaïs del castillo al rayar el alba estaban divididas. Algunos expresaban admiración por su fortaleza y su valor. Otros, entre ellos Oriane, la criticaban. Al actuar de forma tan intempestuosa, había dejado mal parado a su marido y, peor aún, había comprometido el resultado de la misión. Alaïs esperaba que Guilhelm no opinara lo mismo, pero se temía lo contrario. Sus pensamientos solían discurrir por sendas muy transitadas. Además, era muy susceptible, y Alaïs sabía por experiencia propia que su deseo de ser admirado y reconocido dentro de la casa lo empujaba a veces a hacer o decir cosas contrarias a su verdadera naturaleza. Si se sentía humillado, era imposible saber cómo reaccionaría.

– Pero ahora ya no pueden decir nada de eso, dòmna Alaïs -prosiguió Rixenda, mientras retiraba los restos de la cataplasma-, porque todos habéis regresado sanos y salvos. Si eso no es prueba suficiente de que Dios está de nuestra parte, no sé lo que es.

Alaïs sonrió débilmente. Sospechaba que Rixenda vería las cosas de otro modo cuando se difundiera por la Cité la noticia del verdadero estado de los acontecimientos.

Las campanas repicaban bajo un cielo veteado de rosa y blanco, mientras ellos recorrían andando el camino entre el Château Comtal y Sant Nazari. Encabezaba la procesión un sacerdote con sus mejores galas blancas, que enarbolaba un crucifijo de oro. Le seguían más sacerdotes, monjas y frailes.

Detrás iban dòmna Agnès y las esposas de los cónsules, con sus doncellas cerrando la marcha. Alaïs se había visto obligada a situarse al lado de su hermana.

Oriane no le dirigió ni una sola palabra, buena o mala. Como siempre, era el objeto de todas las miradas y la admiración de la multitud. Vestía un traje rojo oscuro, con un delicado cinturón negro y oro, estrechamente ceñido para acentuar la curva de su talle y la opulencia de sus caderas. Llevaba el pelo negro recién lavado y ungido con aceite aromático, y las manos unidas en piadosa actitud, dejando bien a la vista la limosnera, que colgaba de su cintura.

Alaïs dedujo que la limosnera sería regalo de algún admirador, y de alguno bastante acaudalado, a juzgar por las perlas que orlaban la boca y por el lema bordado en hilo de oro.

Por debajo del ceremonial y el boato, Alaïs intuía una corriente de aprensión y suspicacia.

No reparó en François hasta que éste llamó su atención con un par de golpecitos en su brazo.

– Esclarmonda ha regresado -le susurró al oído-. Vengo directamente de allí.

Alaïs se volvió para mirarlo de frente.

– ¿Has hablado con ella?

El criado titubeó.

– Todavía no, dòmna.

De inmediato, la joven se salió de la fila.

– Iré yo.

– Os sugeriría, dòmna, que esperaseis al final de la misa -dijo él, con la vista fija en el portal de la iglesia. Alaïs siguió su mirada. Tres monjes con capuchas negras montaban guardia, prestando ostentosa atención a los que estaban presentes y a los que no-. Sería una pena que vuestra ausencia tuviera repercusiones negativas para dòmna Agnès o para vuestro padre. Podría interpretarse como señal de vuestra simpatía por la nueva iglesia.

– Claro, tienes razón -replicó ella, quedándose pensativa por un momento-. Pero, por favor, ve y dile a Esclarmonda que iré a verla en cuanto pueda.

Alaïs hundió los dedos en la pila del agua bendita y se persignó, por si alguien la estaba mirando.

Encontró un sitio en el atestado crucero norte, para sentarse tan lejos de Oriane como fuera posible sin llamar la atención. En lo alto de la nave temblaban las llamas de las lámparas suspendidas del techo que, desde abajo, parecían colosales ruedas de hierro, listas para desplomarse y aplastar a los pecadores allí concentrados.

Pese a la sorpresa de ver llena su iglesia, que llevaba tanto tiempo vacía, la voz del obispo sonaba débil e insustancial, apenas audible sobre la masa de gente que respiraba y resoplaba en el calor de la tarde. ¡Qué diferente de la sencilla iglesia de Esclarmonda!

Que era también la de su padre.

Los bons homes valoraban más la fe interior que las manifestaciones externas. No necesitaban edificios consagrados, ni humillantes reverencias, ni rituales supersticiosos destinados a mantener al hombre corriente apartado de Dios. Ellos no adoraban imágenes, ni se postraban delante de ídolos ni de instrumentos de tortura. Para los bons chrétiens, el poder de Dios residía en la palabra. Sólo necesitaban libros y plegarias, palabras dichas y leídas en voz alta. La salvación no tenía nada que ver con las limosnas, ni con las reliquias, ni con las oraciones del domingo enunciadas en una lengua que sólo los sacerdotes entendían.

Para ellos todos eran iguales en la gracia del Señor: judíos o sarracenos, hombres o mujeres, bestias del campo o avecillas que surcaban el aire. No habría infierno ni día del juicio, porque la gracia divina los salvaría a todos, aunque muchos estaban destinados a volver repetidamente a la vida hasta ganar la entrada en el reino de Dios.

Alaïs nunca había asistido a uno de sus servicios, pero a través de Esclarmonda conocía sus oraciones y rituales. Lo más importante en esos tiempos de creciente oscuridad era que los bons chrétiens eran hombres buenos y tolerantes, gente de paz que adoraba a un Dios de luz, en lugar de temer constantemente la ira del Dios cruel de los católicos

Cuando Alaïs oyó por fin las palabras del Benedictus, supo que había llegado el momento de escabullirse. Inclinó la cabeza y, lentamente, con las manos crispadas y extremando las precauciones para no llamar la atención, se fue acercando poco a poco a la puerta.

Momentos después, estaba libre

CAPITULO 35

La casa de Esclarmonda se encontraba a la sombra de la torre de Balthazar.

Alaïs dudó un momento antes de llamar con un golpe en los postigos, mientras miraba a su amiga moviéndose en el interior, a través de la amplia ventana que daba a la calle. Llevaba un sencillo vestido verde y se había recogido hacia atrás el pelo veteado de gris.

«Sé que no me equivoco.»

Alaïs sintió brotar el afecto. Estaba segura de que sus sospechas se verían confirmadas. Esclarmonda alzó la vista y en seguida levantó el brazo y saludó, con el rostro iluminado por una sonrisa.

– ¡Alaïs, bienvenida! Te hemos echado mucho de menos, Sajhë y yo.

El familiar aroma a hierbas y especias inundó los sentidos de Alaïs, en cuanto ésta pasó bajo el dintel para entrar en la única estancia de que constaba la vivienda. El agua de un caldero hervía sobre un pequeño fuego en el centro de la habitación. Había una mesa, un banco y dos sillas, dispuestos contra la pared.

Una pesada cortina separaba el frente y el fondo de la habitación, donde Esclarmonda atendía las consultas. Como en ese momento no tenía clientes, la cortina estaba descorrida, dejando a la vista varias filas de recipientes de barro, alineados sobre largas repisas. Haces de hierba y ramilletes de flores secas colgaban del techo. Sobre la mesa había una lámpara y un mortero idéntico al que Alaïs tenía en casa, que había sido el regalo de bodas de Esclarmonda.

Una escalerilla conducía a la pequeña plataforma donde dormían Esclarmonda y Sajhë, sobre la zona de la consulta. El chico, que estaba arriba, lanzó un chillido al ver quién era la visitante. Bajó precipitadamente y la abrazó por la cintura. De inmediato emprendió una detallada descripción de todo lo que había hecho, visto y oído desde su último encuentro.

Sajhë era bueno contando historias con todos sus pormenores y colorido; sus ojos color ámbar centelleaban de entusiasmo mientras hablaba.

– Necesito que lleves un par de mensajes, minhòt -dijo Esclarmonda, tras dejar que hablara a sus anchas durante un rato-. Dòmna Alaïs sabrá disculpar tu ausencia.

El chico estuvo a punto de objetar algo, pero la expresión en el rostro de su abuela hizo que cambiara de idea.

– No te llevará mucho tiempo.

Alaïs le revolvió el pelo.

– Eres buen observador, Sajhë, y hábil con las palabras. ¿Has pensado en hacerte poeta cuando seas mayor?

Sajhë sacudió la cabeza.

– Quiero ser armado caballero, dòmna. Quiero batallar.

– Ahora préstame atención, Sajhë -intervino Esclarmonda con voz severa.

Tras indicarle los nombres de las personas que debía visitar, le pidió que les transmitiera el mensaje de que, tres noches después, dos parfaits de Albí estarían en el bosquecillo al este del suburbio de Sant Miquel.

– ¿Estás seguro de haberlo entendido bien?

El chico asintió con la cabeza.

– Bien -sonrió ella, besándolo en la coronilla para luego llevarse un dedo a los labios en señal de silencio-. Y no lo olvides: sólo a las personas que te he dicho. Ahora ve. Cuanto antes te marches, antes estarás de vuelta para contarle más historias a dòmna Alaïs.

– ¿No temes que alguien lo oiga? -pregunto Alaïs, mientras Esclarmonda cerraba la puerta.

– Sajhë es un chico sensato. Sabe que sólo puede hablar con los destinatarios del mensaje. -Se acercó a la ventana y cerró los postigos-. ¿Sabe alguien que estás aquí?

– Sólo François. Fue él quien me dijo que habías regresado.

Una extraña mirada se asomó a los ojos de Esclarmonda, pero no dijo nada al respecto.

– Mejor así. Que nadie más lo sepa.

Se sentó a la mesa y con un ademán le indicó a Alaïs que también lo hiciera.

– Ahora cuéntame, Alaïs. ¿Ha sido satisfactorio tu viaje a Besièrs?

Alaïs se sonrojó.

– ¿Te lo han dicho?

– Toda Carcassona lo sabe. No se hablaba de otra cosa. -Su expresión se volvió severa-. Me inquieté mucho cuando lo supe, sobre todo porque acababan de atacarte.

– ¿También sabes eso? Como no me hiciste llegar ningún mensaje, supuse que estarías fuera.

– Nada de eso. Me presenté en el castillo en cuanto te encontraron, pero ese mismo François vuestro me impidió entrar. Tu hermana le había ordenado que no dejara pasar a nadie sin su autorización.

– No me lo dijo -replicó Alaïs, desconcertada por la omisión-. Ni tampoco Oriane, aunque eso me sorprende menos.

– ¿Por qué?

– Me estuvo vigilando todo el tiempo, y no por simple afecto, sino por algún motivo propio, o al menos así me lo pareció. -Alaïs hizo una pausa-. Perdona que no te confiara mis planes, Esclarmonda, pero el tiempo entre la decisión y la ejecución fue demasiado breve.

Esclarmonda rechazó las disculpas con un gesto de la mano.

– Deja que te cuente lo que sucedió aquí mientras estabas fuera. Unos días después de tu partida del castillo, vino un hombre preguntando por Raolf.

– ¿Raolf?

– El muchacho que te encontró en el huerto. -Esclarmonda sonrió con benévola ironía-. Desde tu ataque, adquirió cierta fama y fue ampliando su papel, hasta el punto de que, oyéndolo hablar, hubieses dicho que se había enfrentado en solitario con los ejércitos de Saladino para salvarte la vida.

– No lo recuerdo para nada -dijo Alaïs, sacudiendo la cabeza-. ¿Crees que pudo ver algo?

Esclarmonda se encogió de hombros.

– Lo dudo. Llevabas más de un día ausente cuando empezó a cundir la alarma. No creo que Raolf presenciara el ataque, pues de lo contrario habría hablado antes. En cualquier caso, el extraño abordó a Raolf y se lo llevó a la taberna de Sant Joan dels Evangèlis, donde lo engatusó con cerveza y halagos. Pese a toda su cháchara y su pavoneo, Raolf es como un niño, y además tiene muy pocas luces, de modo que cuando Gastón se disponía a cerrar, el muchacho era incapaz de poner un pie delante del otro. El extraño se ofreció para acompañarlo a su casa.

– ¿Y bien?

– No llegó. Desde entonces, nadie lo ha vuelto a ver.

– ¿Y el hombre?

– Se esfumó, como si nunca hubiese existido. En la taberna dijo ser de Alzonne. Mientras tú estabas en Besièrs, estuve por allí. Nadie lo conocía.

– Entonces por ese lado no podemos averiguar nada.

Esclarmonda sacudió la cabeza.

– ¿Qué hacías en el patio a esa hora de la noche? -preguntó. Su voz era firme y serena, pero dejaba traslucir la intención que había detrás de sus palabras.

Alaïs se lo dijo. Cuando hubo terminado, Esclarmonda guardó silencio un momento.

– Tengo dos preguntas -dijo finalmente-. La primera es quién sabía que tu padre te había mandado llamar, porque no creo que tus atacantes estuvieran allí por casualidad. Y la segunda, en nombre de quién actuaban, suponiendo que no fueran ellos mismos los responsables del complot.

– No se lo había dicho a nadie. Mi padre me lo había prohibido.

– François te llevó el mensaje.

– Así es -admitió Alaïs-, pero no creo que François…

– Numerosos sirvientes pudieron ver que entraba en tus aposentos y espiar vuestra conversación -la interrumpió, observándola con su mirada directa e inteligente-. ¿Por qué fuiste a Besièrs a buscar a tu padre?

El cambio de tema fue tan repentino e inesperado que cogió a Alaïs por sorpresa.

– Estaba… -empezó, en tono sobrio pero cauteloso. Había acudido a Esclarmonda en busca de respuestas a sus preguntas y, en lugar de eso, estaba siendo interrogada-. Mi padre me había dado una pequeña pieza de piedra -dijo, sin apartar la vista de la cara de Esclarmonda-, una pequeña pieza con el dibujo de un laberinto. Los ladrones se la llevaron. Por lo que mi padre me había dicho, temí que cada día transcurrido sin que él supiera lo sucedido pusiera en peligro la…

Se interrumpió, sin saber muy bien cómo continuar.

En lugar de parecer alarmada, Esclarmonda estaba sonriendo.

– ¿También le hablaste de la tabla, Alaïs? -preguntó suavemente.

– La víspera de su partida, sí, poco antes de… del ataque. Estaba muy alterado, sobre todo cuando reconocí que no sabía de dónde había salido. -Hizo una pausa-. Pero ¿cómo sabías que yo…?

– Sajhë la vio cuando estuviste comprando queso en el mercado, y me habló al respecto. Como tú misma has dicho, es muy observador.

– No es el tipo de cosas que llaman la atención de un niño de once años.

– Reconoció la importancia que podía tener para mí -replicó Esclarmonda.

– Como el merel.

Sus miradas se encontraron.

Esclarmonda vaciló.

– No -respondió, escogiendo con cuidado sus palabras-, no exactamente.

– ¿Tienes tú la tabla? -preguntó Alaïs lentamente.

Esclarmonda hizo un gesto afirmativo.

– Pero ¿por qué no me la pediste, simplemente? Te la había dado de buen grado.

– Sajhë estuvo allí la noche de tu desaparición, precisamente para pedírtela. Esperó y esperó y, finalmente, al ver que no regresabas, se la llevó. Dadas las circunstancias, obró bien.

– ¿Y aún la tienes?

Esclarmonda afirmó con la cabeza.

Alaïs sintió una oleada de triunfal satisfacción, orgullosa de haber acertado en lo tocante a su amiga, la última de los guardianes.

«Descubrí la pauta. Fue como si me hablara.»

– Dime, Esclarmonda -añadió, en tono apremiante a causa de la exaltación-, si la tabla es tuya, ¿cómo es que mi padre no lo sabe?

– Por la misma razón que ignora por qué la tengo. Porque Harif lo quiso así. Por la seguridad de la Trilogía.

Alaïs no se decidía a hablar.

– Bien. Ahora que nos hemos comprendido, debes decirme todo lo que sabes.

Esclarmonda escuchó con atención hasta que Alaïs llegó al final de su historia.

– ¿Y dices que Simeón viene hacia Carcassona?

– Sí, pero le ha dado el libro a mi padre para que cuide de él.

– Sabia precaución -asintió la anciana-. Estoy deseando conocerlo mejor. Parece un buen hombre.

– A mí me ha gustado muchísimo -reconoció Alaïs-. En Besièrs, mi padre se llevó una gran decepción al ver que Simeón sólo tenía uno de los libros. Esperaba que tuviera los dos.

Esclarmonda estaba a punto de responder cuando de pronto se oyeron golpes en la puerta y los postigos.

Las dos mujeres se pusieron en pie de un salto.

– ¡Atención! ¡Atención!

– ¿Qué es esto? ¿Qué sucede? -exclamó Alaïs.

– ¡Los soldados! En ausencia de tu padre, ha habido una serie de registros.

– ¿Qué están buscando?

– Dicen que criminales, pero en realidad buscan a los bons homes.

– Pero ¿con qué autoridad? ¿Por orden de los cónsules?

Esclarmonda sacudió la cabeza.

– Por orden de Berengier de Rochefort, nuestro noble obispo, o quizá del monje español Domingo de Guzmán y sus frailes predicadores, o tal vez de los legados, ¡quién sabe! No lo anuncian.

– Es contrario a nuestras leyes hacer…

Esclarmonda se llevó un dedo a los labios.

– Chis. Quizá aún pasen de largo.

En ese momento, un salvaje puntapié envió astillas de madera volando por toda la habitación. El cerrojo cedió y la puerta se abrió, estrellándose violentamente contra el muro de piedra con un golpe seco. Dos hombres de armas, con las facciones ocultas bajo las celadas, irrumpieron en la habitación.

– Soy Alaïs du Mas, hija del senescal Pelletier. Exijo saber con qué autoridad actuáis.

No bajaron las armas ni se levantaron las viseras.

– Insisto…

Hubo un destello rojo a la entrada y, para horror de Alaïs, Oriane entró por la puerta.

– ¡Hermana! ¿Qué te trae por aquí de este modo?

– Me envía nuestro padre para que te lleve de vuelta al castillo. Tu precipitada salida de misa de vísperas ya ha llegado a sus oídos y, temiendo que alguna catástrofe se abatiera sobre ti, me ha pedido que saliera a buscarte.

«Mentira.»

– Él nunca te pediría semejante cosa a menos que tú se lo metieras en la cabeza -replicó de inmediato Alaïs, mirando a los soldados-.

¿También fue suya la idea de hacerte acompañar por guardias armados?

– Todos queremos lo mejor para ti -repuso su hermana, con una leve sonrisa-. Admito que quizá se excedieron en su celo.

– No es necesario que te preocupes. Volveré al Château Comtal cuando haya terminado.

Alaïs comprendió de pronto que Oriane no le estaba prestando atención. Sus ojos recorrían la habitación. Sintió una sensación dura y fría en el estómago. ¿Habría oído Oriane su conversación?

Inmediatamente, cambió de táctica.

– Aunque pensándolo bien, creo que te acompañaré ahora mismo. Lo que venía a hacer aquí ya está hecho.

– ¿Venías a hacer algo, hermana?

Oriane empezó a recorrer la habitación, repasando con la mano los respaldos de las sillas y la superficie de la mesa. Levantó la tapa del cofre que había en el rincón y la dejó caer con un golpe. Alaïs la miraba angustiada.

Su hermana se detuvo en el umbral de la consulta de Esclarmonda.

– ¿Qué haces ahí dentro, hechicera? -preguntó con desdén, reconociendo por primera vez la presencia de Esclarmonda-. ¿Pociones y filtros para las mentes débiles? -Asomó la cabeza al interior y luego la retiró, con expresión de disgusto en la cara-. Muchos aseguran que eres bruja, Esclarmonda de Servian, una faitelière, como dicen vulgarmente.

– ¡Cómo te atreves a hablarle así! -exclamó Alaïs.

– Mirad cuanto queráis, dòmna Oriane, si así os place -dijo Esclarmonda suavemente.

Oriane agarró a Alaïs por un brazo.

– Ya has tenido suficiente -dijo, hundiendo sus afiladas uñas en la piel de Alaïs-. Has dicho que estabas lista para volver al castillo, de modo que nos vamos.

Antes de darse cuenta, Alaïs se encontró en la calle. Los soldados estaban tan cerca que podía sentir su aliento en la nuca. En su mente hubo un efímero destello de olor a cerveza y de una mano callosa que le tapaba la boca.

– ¡De prisa! -exclamó Oriane, empujándola por la espalda.

Por el bien de Esclarmonda, Alaïs comprendió que no tenía más opción que acatar los deseos de Oriane. Antes de doblar la esquina, consiguió echar un último vistazo por encima del hombro. Esclarmonda estaba de pie en la puerta, mirando. Con un rápido gesto, se llevó un dedo a los labios. Una clara advertencia para que no hablara.

CAPÍTULO 36

En la torre del homenaje, Pelletier se frotó los ojos y estiró los brazos, para aliviar la rigidez de las articulaciones.

Durante muchas horas había estado enviando mensajeros desde el Château Comtal, con misivas para los sesenta vasallos de Trencavel que aún no habían partido hacia Carcasona. Los más poderosos de sus vasallos eran por completo independientes, excepto nominalmente, por lo que Pelletier debía tener en cuenta la necesidad de persuadir y atraer, más que de ordenar. Cada carta exponía la amenaza con una claridad meridiana. Los franceses estaban concentrados en las fronteras preparándose para una invasión como el Mediodía no había visto jamás. Era preciso fortalecer la guarnición de Carcasona. Los vasallos debían cumplir con su obligación y acudir con tantos hombres como pudieran reunir.

– Perfin -dijo Trencavel, ablandando la cera sobre la llama de una vela, antes de imponer su sello en la última de las cartas. Por fin.

Pelletier volvió al lado de su señor, no sin antes dedicar un gesto de aprobación a Jehan Congost. Habitualmente prestaba poca atención al marido de Oriane, pero en esa ocasión tenía que admitir que Congost y su equipo de escribanos habían trabajado incansablemente y con eficacia. Mientras un criado entregaba la última misiva al último mensajero que aún estaba aguardando, Pelletier indicó a los escrivans que ya podían retirarse. El primero en levantarse fue Congost, y los otros lo siguieron uno a uno, haciéndose chasquear las articulaciones de los dedos, frotándose los ojos cansados y recogiendo rollos de pergamino, plumas y frascos de tinta. Pelletier esperó hasta quedarse a solas con el vizconde Trencavel.

– Deberíais descansar, messer -dijo-. Tenéis que reservar vuestras fuerzas.

Trencavel se echó a reír.

Fòrça e vertut! -exclamó, haciéndose eco del discurso pronunciado en Béziers. Fuerza y virtud-. No te inquietes, Bertran. Estoy bien. Nunca he estado mejor. -El vizconde apoyó una mano sobre el hombro de Pelletier-. En cambio tú sí que pareces necesitar un descanso, mi viejo amigo.

– Confieso que la idea me resulta tentadora, messer -reconoció el senescal. Después de varias semanas de sueño fragmentario, le pesaba cada uno de sus cincuenta y dos años.

– Esta noche dormiremos en nuestras camas, Bertran, aunque me temo que aún no ha llegado la hora de retirarnos, al menos para nosotros. -Su agraciado rostro se volvió solemne-. Es esencial que me reúna con los cónsules cuanto antes, con tantos como sea posible reunir en tan breve plazo.

Pelletier asintió.

– ¿Tenéis alguna solicitud en particular?

– Aunque todos mis vasallos presten oídos a mi llamada y acudan con un contingente razonable de hombres, necesitaremos más.

Extendió las manos.

– ¿Queréis que los cónsules reúnan un fondo de guerra?

– Necesitamos suficiente oro como para pagar los servicios de mercenarios disciplinados y aguerridos en el campo de batalla. Aragoneses o catalanes. Cuanto más cerca estén, mejor será.

– ¿Habéis considerado aumentar los impuestos? ¿Sobre la sal, quizá? ¿Sobre el trigo?

– Todavía no. De momento prefiero recaudar los fondos necesarios voluntariamente y no por obligación. -Hizo una pausa-. Si fracasamos, recurriré a medidas más estrictas. ¿Cómo progresa el trabajo en las fortificaciones?

– Han sido convocados todos los albañiles de la Ciutat , de Sant-Vicens y de Sant Miquel, y también de los pueblos del norte. Ya están desmontando la sillería del coro de la catedral y el refectorio de los sacerdotes.

Trencavel sonrió con amargura.

– A Berengier de Rochefort no le gustará.

– El obispo tendrá que aceptarlo -gruñó Pelletier-. Necesitamos lo antes posible toda la madera que podamos conseguir; para empezar a construir parapetos y matacanes. En su palacio y en sus claustros hay gran cantidad de madera, y la tenemos a nuestro alcance.

Raymond-Roger levantó las manos en jocosa actitud de rendición.

– No estoy cuestionando tu decisión -rió-. Los preparativos para la lucha son más importantes que la comodidad del obispo. Dime, Bertran, ¿ha llegado ya Pierre-Roger de Cabaret?

– Aún no, messer, pero se espera que esté aquí en cualquier momento.

– Dile que venga a verme en cuanto llegue, Bertran. Si es posible, me gustaría aplazar la reunión con los cónsules hasta que él esté aquí. Lo tienen en muy alta estima. ¿Alguna noticia de Termenès o de Foix?

– Aún no, messer.

Momentos más tarde, Pelletier, con las manos apoyadas en las caderas, contemplaba la plaza de armas, complacido ante la rapidez con que avanzaban las obras. El ruido de sierras y martillos, el retumbo de las carretillas cargadas de madera, clavos y brea y el rugido de las llamas en la fragua ya llenaba el ambiente. Por el rabillo del ojo, vio a Alaïs, que corría a su encuentro a través de la plaza. Frunció el ceño.

– ¿Por qué enviasteis a Oriane a buscarme? -exigió saber su hija en cuanto llegó a su lado.

El senescal pareció asombrado.

– ¿Oriane? ¿A buscarte? ¿Dónde?

– Estaba al sur de la Ciutat , de visita en casa de una amiga, Esclarmonda de Servían, cuando Oriane se presentó acompañada de dos soldados, afirmando que vos la habíais enviado para que me trajera de vuelta al castillo.

La joven se quedó estudiando con detenimiento la cara de su padre, intentando discernir los signos de alguna reacción, pero no vio más que estupor.

– ¿Es verdad? -añadió.

– Ni siquiera he visto a Oriane.

– ¿Habéis hablado con ella, tal como prometisteis, acerca de su conducta en vuestra ausencia?

– No he tenido ocasión.

– No la subestiméis, os lo suplico. Estoy segura de que sabe algo, alguna cosa que puede perjudicaros.

La cara de Pelletier enrojeció.

– ¡No permitiré que acuses a tu hermana! ¡Esto ha llegado demasiado…!

– ¡La tabla con el laberinto pertenece a Esclarmonda! -exclamó ella de pronto.

El senescal se interrumpió, como si su hija le hubiese dado una bofetada.

– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?

– Simeón se la dio a la mujer que fue a buscar el segundo libro, ¿recordáis?

– ¡Imposible! -replicó él, con tanta fuerza que Alaïs tuvo que retroceder un paso.

– Esclarmonda es el otro guardián -insistió Alaïs, hablando precipitadamente antes de que su padre la interrumpiera-, la hermana de Carcassona a quien se refería Harif. Además, sabía lo del merel.

– ¿Te ha dicho Esclarmonda que es una guardiana? -preguntó el senescal-. Porque si lo ha hecho…

– No se lo he preguntado directamente -replicó Alaïs con firmeza. -Todo encaja, paire -añadió-. Es exactamente el tipo de persona que Harif elegiría.

Hizo una pausa.

– ¿Qué sabéis de Esclarmonda? -preguntó a su padre.

– Conozco su reputación de sabia y tengo razones para agradecerle el afecto y las atenciones que ha tenido contigo. ¿Me has dicho que tiene un nieto?

– Sí, messer. Sajhë, de once años. Esclarmonda vino de Servian a Carcassona cuando Sajhë era un bebé. Todas las fechas coinciden con lo dicho por Simeón.

– ¡Senescal Pelletier!

Los dos se volvieron al oír que un criado se acercaba corriendo hacia ellos.

– Messer, mi señor el vizconde requiere vuestra presencia inmediatamente en sus aposentos. Pierre-Roger, señor de Cabaret, acaba de llegar.

– ¿Dónde está François?

– No lo sé, messer.

Pelletier lo miró contrariado y luego volvió la vista hacia Alaïs.

– Dile al vizconde que acudiré con presteza -dijo bruscamente-. Después, encuentra a François y envíalo aquí conmigo. Ese hombre nunca está donde debe estar.

– Hablad con Esclarmonda, al menos. Escuchad lo que tenga que decir. Yo le llevaré vuestro mensaje.

El senescal dudó por un momento y finalmente cedió.

– Cuando llegue Simeón, escucharé lo que esa sabia mujer tenga que decirme.

Pelletier subió la escalera a grandes zancadas y se detuvo en lo alto.

– Sólo una cosa, Alaïs. ¿Cómo supo Oriane dónde encontrarte?

– Debió de seguirme desde Sant Nazari, aunque… -Se interrumpió, al percatarse de que Oriane no había tenido tiempo de ir a buscar la ayuda de los dos soldados y regresar tan rápidamente-. No lo sé -admitió-, pero estoy segura de que…

Para entonces, Pelletier ya se había marchado. Mientras atravesaba la plaza de armas, Alaïs sintió alivio al ver que Oriane ya no se veía por ninguna parte. Entonces se paró en seco.

«¿Y si ha vuelto a casa de Esclarmonda?»

Alaïs se recogió las faldas y echó a correr.

En cuanto dobló la esquina de la calle, Alaïs vio justificados sus temores. Los postigos colgaban de un alambre y la puerta había sido arrancada del marco.

– ¡Esclarmonda! -gritó-. ¿Estás ahí?

Alaïs entró. Los muebles estaban volcados, con las patas de las sillas quebradas como huesos rotos. El contenido del cofre yacía desperdigado, y los rescoldos del fuego habían sido esparcidos a puntapiés, levantando nubecillas de suave ceniza gris que habían manchado el suelo.

La joven subió unos cuantos peldaños de la escalerilla. Paja, mantas y plumas cubrían las tablas de madera de la plataforma que hacía las veces de alcoba, donde todo estaba roto y desgarrado. Las marcas de picas y espadas destacaban claramente allí donde se habían hundido.

El caos en la consulta de Esclarmonda era aún peor. La cortina había sido arrancada del techo. Botes de barro rotos y cuencos destrozados yacían por todas partes, entre charcos de líquidos derramados y cataplasmas pardas, blancas y bermejas. Sobre el suelo de tierra había hierbas, flores y hojas pisoteadas.

¿Estaría Esclarmonda presente cuando los soldados regresaron?

Alaïs salió corriendo a la calle, con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera darle razón de lo sucedido. A su alrededor, todas las puertas estaban cerradas y los postigos trabados.

– Dòmna Alaïs.

Al principio, creyó haberlo imaginado.

– Dòmna Alaïs.

– ¿Sajhë? -susurró-. ¿Sajhë? ¿Dónde estás?

– Aquí arriba.

Alaïs salió de la sombra de la casa y levantó la vista. En la creciente oscuridad apenas pudo divisar una masa de rizos castaños y unos ojos color ámbar que la espiaban entre los aleros inclinados.

– ¡Sajhë! -exclamó aliviada-. ¡Vas a matarte!

– Nada de eso -sonrió él-. Lo he hecho miles de veces. También puedo entrar y salir del Château Comtal saltando por los tejados.

– Pues a mí me estás dando vértigo. Baja.

Alaïs contuvo la respiración mientras Sajhë se balanceaba colgado del borde y caía al suelo frente a ella.

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Esclarmonda?

– La menina está a salvo. Me dijo que me quedara a esperaros hasta que vinierais. Sabía que vendríais.

Mirando por encima del hombro, Alaïs lo empujó hasta el reparo de un portal.

– ¿Qué ha pasado? -repitió con apremio.

Sajhë se miró los pies con gesto abrumado.

– Volvieron los soldados. La primera vez lo escuché casi todo a través de la ventana. Desde que vuestra hermana se os llevó al castillo, la menina temía que regresaran, de modo que en cuanto os fuisteis, reunimos todas las cosas importantes y las escondimos en el sótano. -El chico hizo una profunda inspiración-. Fueron muy rápidos. Los oímos mientras iban de puerta en puerta, haciendo preguntas sobre nosotros, interrogando a los vecinos. Podía oír sus pasos retumbando y sacudiendo el suelo sobre nuestras cabezas, pero no encontraron la trampilla. Pasé mucho miedo -confesó, con una voz que había perdido su habitual tono travieso-. Rompieron los frascos de la menina. Todas sus medicinas.

– Ya lo sé -dijo ella suavemente-. Lo he visto.

– No paraban de gritar. Decían que estaban buscando herejes, pero creo que mentían, porque no hacían las preguntas que suelen hacer.

Alaïs puso los dedos bajo la barbilla del chico y le hizo levantar la vista.

– Esto es muy importante, Sajhë. ¿Eran los mismos soldados que vinieron antes? ¿Los viste?

– No los vi.

– No importa -repuso ella rápidamente, viendo que el muchacho estaba a punto de echarse a llorar-. Veo que has sido muy valiente. Esclarmonda se habrá alegrado mucho de que estuvieras con ella. -Dudó un momento-. ¿Había alguien más con ellos?

– No lo creo -dijo el chico tristemente-. No pude detenerlos.

Alaïs lo rodeó con sus brazos, cuando la primera lágrima rodó por su mejilla.

– Tranquilo, todo saldrá bien. No temas. Has hecho todo cuanto podías, Sajhë. Nadie podría haber hecho más.

Él asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está ahora Esclarmonda?

– Hay una casa en Sant Miquel -dijo él, tragando saliva-. Me ha dicho que esperaremos allí, hasta que nos anunciéis la visita del senescal Pelletier.

Alaïs sintió que se ponía en guardia.

– ¿Eso ha dicho Esclarmonda, Sajhë? -preguntó rápidamente-. ¿Que está esperando un mensaje de mi padre?

Sajhë pareció desconcertado.

– ¿Se equivoca, entonces?

– No, no, es sólo que no veo cómo… -Alaïs se interrumpió-. Déjalo, no importa -añadió, enjugándose la cara con un pañuelo-. Ya está, ya me siento mejor. Es cierto que mi padre desea hablar con Esclarmonda, pero está esperando la llegada de otro… de un amigo que viene desde Besièrs.

Sajhë hizo un gesto afirmativo.

– Simeón.

Alaïs lo miró asombrada.

– Sí -dijo la joven, que para entonces estaba sonriendo-. Simeón. Dime, Sajhë, ¿hay algo que tú no sepas?

El chico consiguió esbozar una sonrisa.

– No mucho.

– Ve y dile a Esclarmonda que le contaré a mi padre lo sucedido, pero que de momento debe permanecer en Sant Miquel, y tú también.

Sajhë la sorprendió cogiéndola de una mano.

– Decídselo vos misma -sugirió-. Se alegrará de veros y podréis hablar un poco más con ella. La menina dijo que tuvisteis que marcharos antes de terminar de hablar.

Alaïs miró sus ojos color ámbar, brillantes de entusiasmo.

– ¿Vendréis?

Se echó a reír.

– ¿Por ti, Sajhë? ¡Claro que sí! Pero ahora no. Es demasiado peligroso. La casa podría estar vigilada. Os enviaré un recado.

Sajhë asintió con la cabeza y desapareció tan rápidamente como había aparecido.

– Deman ser -gritó.

CAPÍTULO 37

Jehan Congost había visto muy poco a su esposa desde su regreso de Montpellier. Oriane no lo había recibido como hubiese sido menester, ni había mostrado el menor respeto por las penurias y humillaciones padecidas por él. Tampoco olvidaba Congost su impúdica conducta en la alcoba, poco antes de su partida.

Recorrió rápidamente la plaza, mascullando para sus adentros, hasta llegar a la zona de las viviendas. Se cruzó con François, el criado de Pelletier. Congost no le tenía confianza. Le parecía que se preocupaba demasiado de sí mismo, y estaba siempre merodeando y corriendo a informar de todo a su amo. A esa hora del día, no tenía nada que hacer en esa parte del castillo.

– Escribano -lo saludó François, con una inclinación de la cabeza.

Congost no le devolvió el saludo.

Cuando finalmente llegó a sus aposentos, sus cavilaciones habían inducido en él un frenesí de virtuosa indignación. Ya era hora de darle una lección a Oriane. No podía permitir que sus provocaciones y su deliberada desobediencia quedaran impunes. Abrió la puerta de par en par, sin detenerse a llamar.

– ¡Oriane! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!

La habitación estaba vacía. En su frustración al comprobar la ausencia de su esposa, barrió con una mano todo cuanto había sobre la mesa; varios cuencos se rompieron, y un candelabro rodó traqueteando por el suelo. Avanzó a grandes zancadas hasta el arcón de la ropa, lo vació y después arrancó las mantas de la cama, escenario de su lascivia.

Furioso, Congost se dejó caer en una silla y contempló su obra. Telas desgarradas, cacharros rotos, cirios desperdigados. La culpa era de Oriane. Su mal comportamiento era la causa de todo.

Salió a buscar a Guiranda, para que ordenara la habitación, mientras pensaba en la forma de meter en vereda a su rebelde esposa.

El aire estaba húmedo y pesado cuando Guilhelm emergió de la casa de baños y se encontró con Guiranda, que lo estaba esperando con una leve sonrisa dibujada en la ancha boca.

Su ánimo se ensombreció.

La doncella se echó a reír, mientras lo contemplaba a través de una espesa orla de pestañas oscuras.

– ¿Y bien? -dijo él secamente-. Si tienes algo que decir, dilo ya, o márchate y déjame en paz.

Guiranda se adelantó y le susurró algo al oído.

El hombre enderezó la espalda.

– ¿Qué quiere?

– No lo sé, messer. Mi señora no me confía sus deseos.

– Mientes muy mal, Guiranda.

– ¿Algún mensaje para ella?

Guilhelm dudó un momento.

– Dile a tu señora que iré en cuanto pueda. -Puso una moneda en la mano de la doncella-. Y mantén la boca cerrada.

La observó marcharse; después caminó hasta el centro del patio y se sentó bajo el olmo. No tenía por qué ir. ¿Para qué exponerse a la tentación? Era demasiado peligroso. Ella era demasiado peligrosa.

Nunca se había propuesto llegar tan lejos. Una noche de invierno, pieles de animales envolviendo la piel desnuda, su sangre templada por el vino caliente y la exaltación de la persecución… Una especie de locura se había adueñado de él. Estaba hechizado.

A la mañana siguiente había despertado lleno de remordimientos y había jurado que nunca volvería a suceder. Los primeros meses después de la boda había mantenido la promesa. Pero después había habido otra noche como aquélla, y una tercera, y una cuarta. Ella lo abrumaba y cautivaba sus sentidos.

En ese momento, dadas las circunstancias, estaba más desesperado que nunca por evitar cualquier filtración que pudiera provocar un escándalo. Pero debía actuar con cautela. Era importante poner fin a la aventura con destreza. Acudiría a la cita solamente para decirle a Oriane que debían dejar de verse.

Se puso de pie y se encaminó hacia el huerto antes de que desfalleciera su valor. Una vez en la cancela, se detuvo, con la mano en el pasador, sin decidirse a continuar. Entonces la vio, de pie bajo el sauce: una sombría figura a la tenue luz del atardecer. El corazón le dio un vuelco. Parecía un ángel de las tinieblas, con el cabello brillando como el azabache en la penumbra, en una caudalosa cascada de rizos que se derramaban por su espalda.

Guilhelm hizo una inspiración profunda. Tenía que marcharse. Pero en ese momento, como si hubiese percibido su indecisión, Oriane se dio la vuelta, y entonces él sintió el poder de su mirada, que lo atraía hacia sí. Tras pedirle a su escudero que se quedara vigilando en la cancela, atravesó la valla hasta la suave hierba y se dirigió hacia la mujer.

– Temía que no vinieras -dijo ella, en cuanto él estuvo a su lado.

– No puedo quedarme.

Sintió el roce de las yemas de sus dedos y el tacto de sus manos sobre sus muñecas.

– Entonces te pido perdón por importunarte -murmuró ella, apretándose contra él.

– Podrían vernos -repuso él en un susurro, intentando apartarse.

Oriane inclinó el rostro y él percibió su perfume, pero hizo cuanto pudo por ignorar los aguijonazos del deseo.

– ¿Por qué me hablas con tanta dureza? -prosiguió ella en tono suplicante-. Aquí no hay nadie que pueda vernos. He puesto un guardia en la cancela. Además, esta noche todos están demasiado ocupados como para prestarnos atención.

– Nadie está tan absorto en sus cosas como para no darse cuenta -dijo él-. Todo el mundo está escuchando, vigilando. Todos esperan descubrir algo que puedan usar en su beneficio.

– ¡Qué pensamientos tan desagradables! -murmuró ella, acariciándole el pelo-. Olvida a los demás y piensa sólo en mí.

Para entonces, Oriane estaba tan cerca que Guilhelm podía sentir su corazón palpitando a través de la fina tela del vestido.

– ¿Por qué estáis tan frío, messer? ¿Acaso he dicho algo que pudiera ofenderos? -insistió ella.

La determinación de Guilhelm empezó a flaquear, a medida que la sangre se le calentaba.

– Oriane, esto es un pecado y tú lo sabes. Ofendemos a tu marido y a mi esposa con nuestro reprobo…

– ¿…amor? -sugirió ella, echándose a reír con una hermosa risa cantarina que turbó el corazón de Guilhelm-. El amor no es un pecado, sino «una virtud que vuelve buenos a los malos y hace mejores a los buenos». ¿No has oído a los trovadores?

Sin proponérselo, se encontró sosteniendo el precioso rostro de Oriane entre sus manos.

– Eso no es más que una canción. La realidad de los votos que hemos hecho es muy diferente. ¿O acaso estás empeñada en no entenderme? -Hizo una profunda inspiración-. Lo que quiero decirte es que no debemos vernos nunca más.

Sintió que ella se quedaba inmóvil entre sus brazos.

– ¿Ya no me queréis, messer? -murmuró. Su pelo, suelto y espeso, le había caído sobre el rostro, ocultándolo de la vista.

– No -repuso él, aunque su determinación desfallecía.

– ¿Hay algo que pueda hacer para demostrar mi amor por vos? -dijo ella, con una voz tan débil y quebrada que resultaba apenas perceptible-. Si en algo no os he complacido, messer, entonces decídmelo.

Guilhelm entrelazó sus dedos con los de ella.

– No has hecho nada malo. Eres bellísima, Oriane, eres…

Se interrumpió, incapaz ya de pensar las palabras justas. El broche de la capa de Oriane se abrió y la prenda cayó al suelo, dejando la reverberante y luminosa tela azul arrugada a sus pies, como el agua de una laguna. La joven parecía tan vulnerable e indefensa que Guilhelm tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarla entre sus brazos.

– No -murmuró-, no puedo…

Guilhelm intentó convocar el rostro de Alaïs e imaginar su mirada sincera y su sonrisa confiada. A diferencia de la mayoría de los hombres de su rango y condición, él creía de verdad en los votos del matrimonio. No quería traicionarla. Muchas noches, en los primeros tiempos de su unión, mirándola dormir en el silencio de su alcoba, había sentido que podía ser un hombre mejor solamente porque ella lo amaba.

Intentó soltarse. Pero para entonces no oía más que la voz de Oriane, mezclada con los ecos de las maliciosas habladurías de la servidumbre comentando que Alaïs lo había dejado en ridículo al seguirlo hasta Béziers. El rumor en su cabeza se volvió más sonoro, hasta ahogar la débil voz de Alaïs. Su imagen se tornó más tenue y pálida. Se estaba alejando de él, dejándolo solo ante la tentación.

– Te adoro -le susurró Oriane, deslizándole una mano entre las piernas. Pese a su determinación, Guilhelm cerró los ojos, incapaz de resistirse al suave murmullo de la voz de Oriane, que era como el viento entre los árboles-. Desde tu regreso de Besièrs, casi no te he visto.

Guilhelm intentó hablar, pero tenía la garganta seca.

– Dicen que el vizconde Trencavel te prefiere a ti por encima de todos sus chavalièrs -prosiguió ella.

Guilhelm ya no podía distinguir una palabra de otra. Su sangre palpitaba con demasiado estruendo, con demasiada fuerza en su cabeza, sofocando cualquier otro sonido o sensación.

La tumbó en el suelo.

– Cuéntame lo que pasó entre el vizconde y su tío -le murmuró ella al oído-. Dime lo que sucedió en Besièrs.

Guilhelm se quedó sin aliento cuando ella enredó sus piernas en torno a las de él y lo atrajo hacia sí.

– Dime cómo cambió vuestra suerte -insistió Oriane.

– No puedo contar nada de eso a nadie -jadeó él, consciente únicamente de los movimientos del cuerpo de ella debajo del suyo.

Oriane le mordió el labio.

– A mí sí puedes contármelo.

Él gritó su nombre, sin importarle ya quién pudiera estar escuchando o espiando. No vio la expresión de satisfacción en los ojos verdes de Oriane, ni los rastros de sangre (de su propia sangre) en sus labios.

Pelletier miró a su alrededor, disgustado al notar la ausencia de Oriane y de Alaïs en la mesa de la cena.

Pese a los preparativos de guerra que se desarrollaban alrededor, había un aire de celebración en la Gran Sala, porque el vizconde Trencavel y su comitiva habían regresado sanos y salvos.

La reunión con los cónsules había ido bien. Pelletier estaba seguro de que reunirían los fondos necesarios. Hora tras hora llegaban mensajeros de los castillos más próximos a Carcasona. Hasta entonces, ningún vasallo había rehusado prestar ayuda enviando hombres o dinero.

En cuanto el vizconde Trencavel y dòmna Agnès se hubieron retirado, Pelletier se excusó y salió a tomar el aire. Una vez más, la indecisión era una pesada carga sobre sus hombros.

«Tu hermano te aguarda en Besièrs; tu hermana, en Carcassona.» El destino le había devuelto a Simeón y el segundo libro mucho antes de lo que hubiese creído posible. Ahora, si las sospechas de Alaïs eran correctas, el tercer libro también podía estar cerca.

La mano de Pelletier se deslizó hacia el libro de Simeón, que llevaba siempre junto al corazón.

Alaïs se despertó con el estruendoso golpeteo de un postigo contra la pared. Se incorporó sobresaltada, con el corazón desbocado. En su sueño se había visto de vuelta en el bosque de las afueras de Coursan, con las manos atadas e intentando quitarse la capucha de hilo basto.

Cogió una de las almohadas, todavía tibia de sueño, y la apretó contra su pecho. El aroma de Guilhelm todavía flotaba en la cama, aunque hacía más de una semana que su marido no apoyaba su cabeza junto a la suya.

Hubo otro estruendo, cuando el postigo volvió a golpear contra el muro. Un viento tormentoso silbaba entre las torres y barría la superficie del tejado. Lo último que recordaba era haberle pedido a Rixenda que le trajera algo de comer.

Rixenda llamó a la puerta y entró tímidamente en la habitación.

– Perdonadme, dòmna, yo no quería despertaros, pero él insistió.

– ¿Guilhelm? -preguntó ella ansiosamente.

Rixenda sacudió la cabeza.

– Vuestro padre. Quiere que os reunáis con él en la puerta del este.

– ¿Ahora? Pero ¡si debe de ser pasada la medianoche!

– Aún no, dòmna.

– ¿Por qué te ha enviado a ti y no a François?

– No lo sé, dòmna.

Tras pedirle a Rixenda que se quedara a vigilar sus aposentos, Alaïs se echó la capa sobre los hombros y bajó apresuradamente la escalera. Los truenos resonaban aún sobre las montañas cuando atravesó corriendo la plaza para reunirse con su padre.

– ¿Adonde vamos? -gritó, para hacerse oír por encima del ruido del viento, mientras salían a toda prisa por la puerta del este.

– A Sant Nazari -dijo-, al lugar donde está oculto el Libro de las palabras.

Oriane yacía en su cama, perezosa como una gata, escuchando el viento. Guiranda había hecho un buen trabajo, tanto devolviendo el orden a la habitación como describiendo los daños causados por su marido. ¿Qué podía haberle provocado ese acceso de ira? Oriane no lo sabía, ni le importaba.

Todos los hombres, ya fueran cortesanos, escribanos, caballeros o sacerdotes, eran iguales bajo la piel. Por mucho que hablaran de honor, su determinación era quebradiza como las ramitas de los árboles en invierno. La primera traición era la más difícil. A partir de ahí, nunca dejaba de asombrarla la celeridad con que los secretos manaban de sus labios desleales, ni la forma en que sus acciones contrariaban todo aquello que decían amar.

Había averiguado más de lo que esperaba. Irónicamente, Guilhelm ni siquiera sospechaba la importancia de lo que le había revelado esa noche. Desde un principio, Oriane sospechaba que Alaïs había ido a Béziers a buscar a su padre. Ahora sabía que estaba en lo cierto. También sabía parte de lo que había pasado entre ellos la noche antes de la partida de su padre.

Oriane se había interesado por la recuperación de Alaïs únicamente con la esperanza de engatusar a su hermana para que traicionara la confianza de su padre, pero no le había dado resultado. Lo único digno de atención había sido la inquietud de Alaïs ante la desaparición de una tabla de madera, que al parecer guardaba en su alcoba. La había mencionado en sueños, mientras se movía y daba vueltas. Pero hasta entonces, pese a sus esfuerzos, todos los intentos de conseguir la tabla habían fracasado.

Oriane estiró los brazos por encima de su cabeza. Ni en sus sueños más alocados habría podido imaginar que su padre poseía algo de tanto poder e influencia que había hombres dispuestos a pagar el rescate de un rey con tal de conseguirlo. Sólo debía tener paciencia.

Después de lo que le había dicho Guilhelm esa noche, se daba cuenta de que la tabla era menos importante de lo que creía. Si hubiese tenido más tiempo, le habría sonsacado el nombre de la persona a quien su padre había visitado en Béziers. Si es que lo sabía.

Oriane se incorporó en la cama. ¡François tenía que saberlo! Llamó con unas palmadas.

– Llévale esto a François -le dijo a Guiranda-. ¡Que nadie te vea!

CAPÍTULO 38

Había caído la noche sobre el campamento de los cruzados.

Guy d’Evreux se limpió las manos grasientas en el paño que un nervioso criado le estaba tendiendo. Vació la copa y miró en dirección al abad de Cîteaux, sentado en la cabecera, para ver si ya podía levantarse de la mesa.

Aún no.

Altanero y arrogante con sus hábitos blancos, el abad se había situado entre el duque de Borgoña y el conde de Nevers. Las constantes maniobras por el lugar que ocupaban los dos caballeros y sus seguidores habían empezado antes incluso de que la Hueste partiera de Lyon.

Por la vidriosa expresión que congelaba los rostros, era evidente que Arnald-Amalric los estaba sermoneando una vez más: herejía, las llamas del infierno, los peligros de la lengua vernácula y todos los temas con los que era capaz de abrumar a una audiencia durante horas.

Evreux no sentía el menor respeto por ninguno de los dos. Consideraba patéticas sus ambiciones: unas pocas monedas de oro, vino, mujerzuelas, unos cuantos combates y vuelta a casa cargados de gloria, después de sus cuarenta días de servicio a su señor. Sólo Montfort, sentado un poco más allá, parecía prestar atención. Sus ojos resplandecían con un ardor desagradable, únicamente comparable al fanatismo del abad.

Evreux sólo conocía a Montfort de oídas, aunque los dominios de ambos se encontraban muy próximos entre sí. Evreux había heredado unas tierras al norte de Chartres, donde abundaba la caza. Gracias a una serie de matrimonios de conveniencia y a una estricta política impositiva, su familia había incrementado de forma considerable su fortuna en los últimos cincuenta años. No tenía hermanos que le disputaran el título, ni deudas dignas de mención.

Las tierras de Montfort estaban en las afueras de París, a menos de dos días de viaje de la finca de Evreux. Era sabido que Montfort se había unido a la cruzada como favor personal al duque de Borgoña, pero también era conocida su ambición, lo mismo que su devoción y su valor. Era un veterano de las campañas orientales de Siria y Palestina, y uno de los pocos cristianos que se habían negado a participar en el asedio de la ciudad cristiana de Zara, durante la Cuarta Cruzada en Tierra Santa.

Aunque pasaba de los cuarenta, Montfort aún conservaba la fuerza de un buey.

Impulsivo y reservado, inspiraba en sus hombres una lealtad desmesurada, pero suscitaba desconfianza entre muchos de los barones, que lo consideraban retorcido y más ambicioso de lo que correspondía a su rango. Evreux lo despreciaba, lo mismo que a todos los que pretendían que sus acciones eran obra de Dios.

Evreux se había unido a la cruzada por una única razón. En cuanto cumpliera su propósito, regresaría a Chartres con los libros que llevaba media vida buscando. No tenía intención de morir en aras de las creencias de otros hombres.

– ¿Qué hay? -gruñó al criado que había aparecido junto a su hombro.

– Ha llegado un mensajero para vos, señor.

Evreux levantó la vista.

– ¿Dónde está? -preguntó secamente.

– Aguardando a la entrada del campamento. No ha querido decir su nombre.

– ¿De Carcassonne?

– No ha querido decirlo, señor.

Haciendo una breve reverencia a la cabecera de la mesa, Evreux se excusó y salió discretamente, con la pálida tez encendida. A paso rápido, sorteando tiendas y animales, llegó al claro que se extendía en el límite oriental del campamento.

Al principio no vio más que sombras indefinidas en la penumbra entre los árboles. Cuando estuvo un poco más cerca, reconoció al criado de uno de sus informantes en Béziers.

– ¿Y bien? -dijo, con la voz endurecida por la decepción.

– Hemos encontrado sus cadáveres en el bosque, en las afueras de Coursan.

Sus ojos grises se entrecerraron.

– ¿Coursan? ¿No se suponía que debían seguir a Trencavel y a sus hombres? ¿Qué habían ido a hacer a Coursan?

– No lo sé, señor -tartamudeó el mensajero.

A una mirada suya, dos de sus soldados salieron de detrás de los árboles, con las manos levemente apoyadas en la empuñadura de sus espadas.

– ¿Qué más habéis hallado?

– Nada, señor. La ropa, las armas, los caballos y hasta las flechas que los mataron… se habían esfumado. Los cuerpos habían sido despojados de todo. No les dejaron nada.

– ¿Se sabe entonces quiénes eran?

El criado retrocedió un paso.

– En el castillo no se habla más que del coraje de Amiel de Coursan, señor. A nadie parece importarle la identidad de los dos hombres. Había una chica, la hija del senescal del vizconde Trencavel. Alaïs.

– ¿Viajaba sola?

– No lo sé, señor, pero el señor de Coursan la escoltó personalmente hasta Béziers. Allí se reunió con su padre en la judería, donde permanecieron un buen rato. En casa de un judío.

Evreux hizo una pausa.

– ¿Ah, sí? -murmuró, mientras se formaba una sonrisa en sus labios finos-. ¿Y cómo dices que se llama ese judío?

– No he podido averiguar su nombre, señor.

– ¿Forma parte del éxodo hacia Carcassonne?

– Sí, señor.

Evreux se sintió aliviado, pero no lo demostró. Se llevó la mano a la daga que tenía en el cinturón.

– ¿Quién más sabe lo que acabas de contarme?

– Nadie, señor, lo juro. No se lo he dicho a nadie.

Evreux atacó sin previo aviso, hundiéndole limpiamente el cuchillo en la garganta. Con los ojos inflamados por la sorpresa y la conmoción, el hombre empezó a sofocarse, mientras sus agónicos jadeos sibilaban a través de la herida y la sangre manaba a chorros, salpicando la tierra a su alrededor.

El mensajero se desplomó de rodillas, manoteándose desesperadamente la garganta para arrancarse el puñal, que le hirió las manos. Después cayó de bruces al suelo.

Durante unos instantes, su cuerpo siguió sacudiéndose violentamente sobre la tierra manchada, a continuación tuvo un estremecimiento, y se quedó inmóvil

El rostro de Evreux no expresaba ninguna emoción. Extendió la mano, con la palma hacia arriba, a la espera de que uno de los soldados le devolviera la daga. Limpió la hoja en una esquina de la capa del moribundo y la volvió a envainar.

– Deshaceos de él -dijo Evreux, empujando el cuerpo con la punta de la bota-. Necesito encontrar al judío. Quiero saber si aún está aquí o si ya ha llegado a Carcassonne. ¿Lo conocéis físicamente?

Un soldado asintió.

– Bien. A menos que haya noticias al respecto, no quiero que nadie vuelva a importunarme esta noche.

CAPÍTULO 39

Carcassona

Miércoles 6 de julio de 2005

Alice nadó veinte largos en la piscina del hotel y después tomó el desayuno en la terraza, contemplando los rayos del sol que avanzaban poco a poco sobre los árboles. A las nueve y media se había puesto a la cola de la taquilla del Château Comtal, esperando a que abrieran. Pagó la entrada y recibió un folleto escrito en un extravagante inglés, con la historia del castillo.

Habían construido plataformas de madera sobre dos tramos de las murallas, a la derecha de la puerta, y otra que parecía la cofa de un buque, en torno a la torre de las Casernas, en forma de herradura.

La plaza de armas quedaba casi completamente en la sombra. Ya eran muchos los visitantes que al igual que ella paseaban, leían y curioseaban. En la época de los Trencavel, había crecido un olmo en el centro de la plaza, bajo cuyas ramas habían dispensado justicia tres generaciones de vizcondes, pero ya no quedaba ni rastro de ese árbol. En su lugar, había dos plataneros perfectamente proporcionados, cuyas hojas proyectaban su sombra en el muro occidental de la plaza a medida que el sol iba asomando su rostro por encima de las fortificaciones del lado opuesto

En el rincón más apartado, al norte de la plaza de armas, el sol ya daba de lleno. Varias palomas anidaban en las puertas vacías, en las grietas de las paredes y en los arcos abandonados de la torre del Mayor y la torre del Trono. De pronto, el destello de un recuerdo: la sensación de una escalera de madera basta, con cuerdas que aseguraban las riostras, trepando de un piso a otro como un niño travieso.

Alice levantó la vista, tratando de distinguir mentalmente entre lo que tenía delante de los ojos y la sensación física en las yemas de los dedos.

Había poco que ver.

Después, una devastadora sensación de pérdida se adueñó de ella. La congoja le dejó el corazón como un puño.

«Allí yacía él. Allí lo lloró ella.»

Alice miró al suelo. Dos líneas sobresalientes de bronce marcaban el lugar donde antaño se había levantado un edificio. Había una fila de letras grabadas en el suelo. Se agachó y leyó que allí había estado la capilla del Château Comtal, consagrada a la Virgen.

No quedaba nada de ella.

Alice sacudió la cabeza, agobiada por la intensidad de sus emociones. El mundo que había existido ochocientos años antes, bajo aquellos anchurosos cielos meridionales, seguía existiendo, debajo de la superficie. La sensación de que algo la contemplaba por encima de su hombro era muy poderosa, como si la frontera entre su presente y el pasado de otra se estuviera desintegrando.

Cerró los ojos, para bloquear los colores, las formas y los sonidos de la edad moderna, e imaginó a la gente que había vivido allí, dejando que sus voces le hablaran.

Había sido un buen lugar para vivir. Cirios rojos con llamas tremolantes sobre un altar, flores de espino, manos unidas en matrimonio…

Las voces de otros visitantes la devolvieron al presente; el pasado se desvaneció, y ella reanudó su recorrido. Desde el interior del castillo, vio que las galerías de madera construidas sobre las murallas estaban completamente abiertas por detrás. En los muros pudo ver gran cantidad de los mismos orificios cuadrados que había observado la tarde anterior en su paseo por las Lizas. Según el folleto, marcaban el lugar donde habían estado las vigas de los pisos superiores.

Echando un vistazo a la hora, Alice comprobó con satisfacción que aún le quedaba tiempo para visitar el museo, antes de su cita. Las salas de los siglos xii y xiii, lo único que se conservaba del edificio original, albergaban una colección de presbiterios, columnas, ménsulas, fuentes y sarcófagos de piedra, desde la época romana hasta el siglo xv.

Recorrió el museo sin demasiado interés. Las poderosas sensaciones que la habían invadido en la plaza se habían esfumado, dejándole un sentimiento de vaga inquietud. Siguió el sentido de las flechas por las salas hasta llegar a la Sala Redonda, que, pese a su nombre, era rectangular.

Allí se le erizó el vello de la nuca. El techo era de bóvedas de cañón y en las dos paredes más largas se conservaban restos de un mural que representaba escenas de combate. Según el cartel explicativo, Bernard Antón Trencavel, que había participado en la Primera Cruzada y había batallado contra los moros en España, había encargado el mural a finales del siglo xi. Entre las fabulosas criaturas que decoraban el friso, había un leopardo, un cebú, un cisne, un toro y algo semejante a un camello.

Alice contempló con admiración el techo azul celeste, agrietado y desvaído, pero hermoso aún. En el panel de la izquierda, luchaban dos chavalièrs. El que vestía de negro y empuñaba un escudo redondo estaba destinado a seguir cayendo para siempre bajo la lanza del otro. En el muro de enfrente se libraba un combate entre sarracenos y caballeros cristianos. Estaba mejor conservado y era más completo que el otro, y Alice se acercó para verlo mejor. En el centro luchaban dos chavalièrs, uno de ellos montado en un caballo alazán, y el otro, que empuñaba un escudo ovalado, en un corcel blanco. Sin pararse a pensar, Alice tendió la mano para tocar la pintura, pero la vigilante sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación.

El último lugar que visitó antes de abandonar el castillo fue un pequeño jardín junto a la plaza de armas, el patio del Mediodía. Totalmente en ruinas, sólo conservaba el recuerdo de las altas ventanas arqueadas que aún se mantenían en pie. Verdes zarcillos de hiedra y otras plantas se extendían entre las columnas solitarias y las grietas de las paredes. Había un ambiente de mortecina majestuosidad.

Recorriendo el lugar, antes de volver a salir a pleno sol, Alice se sintió invadida por una sensación que no era de dolor, como antes, sino de nostalgia.

Las calles de la Cité estaban aún más animadas cuando Alice salió del Château Comtal.

Todavía tenía que hacer algo de tiempo antes de reunirse con la notaría, por lo que giró en sentido opuesto al de la tarde anterior y fue andando hasta la Place Saint-Nazaire, dominada por la basílica. La fachada finisecular del hotel de la Cité, grandiosa en su sobriedad, acaparó su atención. Cubierta de hiedra, con rejas de hierro forjado, vidrieras en las ventanas y toldos del color de las cerezas maduras; todo en ella hablaba de opulencia.

Mientras miraba, se abrieron las puertas, revelando un interior de artesonados y paredes cubiertas de tapices, del que salió una mujer de elevada estatura, pómulos altos, pelo negro impecablemente cortado y recogido, y gafas de sol con montura dorada. La blusa tostada sin mangas, con pantalones a juego, parecía reverberar y reflejar la luz cuando se movía. Con un brazalete de oro en la muñeca y una gargantilla al cuello, parecía una princesa egipcia.

Alice estaba segura de haberla visto antes. ¿En una revista, en una película? ¿Quizá en la televisión?

La mujer entró en un coche. Alice se la quedó mirando hasta que estuvo fuera de su vista y después siguió andando hasta la basílica. Junto a la puerta había una mendiga. Alice buscó en el bolsillo, puso una moneda en la mano de la mujer y se dispuso a entrar en el templo.

De repente se quedó inmóvil, a punto de abrir la puerta. Sentía como si se hubiese quedado atrapada en un túnel de aire frío.

«No seas tonta.»

Una vez más, Alice hizo ademán de entrar, resuelta a no ceder a un impulso irracional. El mismo terror que la había sobrecogido en Saint-Étienne, en Toulouse, le impedía continuar.

Tras pedir disculpas a los que venían detrás, Alice se salió de la fila y se dejó caer sobre un reborde de piedra, a la sombra, junto a la puerta norte.

«¿Qué demonios me está pasando?»

Sus padres la habían enseñado a rezar. Cuando tuvo edad suficiente para cuestionar la presencia del mal en el mundo y advirtió que la Iglesia no le ofrecía respuestas satisfactorias, ella misma se había enseñado a no hacerlo más. Pero recordaba la sensación de orden y sentido que la religión puede conferir a las cosas. La certidumbre o promesa de salvación, en algún lugar más allá de las nubes, nunca la había abandonado. Siempre que tenía tiempo, como Larkin, se paraba y entraba. Se sentía a gusto en las iglesias. Evocaban en ella una sensación de historia y de pasado compartido, que le hablaban a través de la arquitectura, las vidrieras y la sillería del coro.

«Pero aquí no.»

En esas catedrales católicas del Mediodía francés, no sentía paz, sino algo que la amenazaba. El hedor del mal y del odio parecía manar de los ladrillos como la sangre. Levantó la vista hacia las repulsivas gárgolas que le sonreían burlonas desde arriba, con sus bocas tortuosas distorsionadas en muecas desdeñosas.

Se incorporó rápidamente y se marchó de la plaza. No dejaba de mirar por encima del hombro, diciéndose que eran imaginaciones suyas, pero sin conseguir librarse de la sensación de que alguien venía pisándole los talones.

«Es tu imaginación.»

Incluso cuando salió de la Cité y empezó a bajar por la Rué Trivalle hacia el centro de la ciudad moderna, seguía igual de nerviosa. Por mucho que intentara decirse que no, estaba segura de que alguien la estaba siguiendo.

El despacho de Daniel Delagarde estaba en la Rue George Brassens. El letrero de bronce en la pared relucía a la luz del sol. Todavía era pronto para su cita, de modo que se paró a leer los nombres antes de entrar. El de Karen Fleury, una de las dos mujeres del despacho, estaba más o menos hacia la mitad de la larga lista de procuradores y notarios.

Alice subió los peldaños de piedra gris, empujó la doble puerta de cristal y pasó a una recepción embaldosada. Dijo su nombre a una mujer que estaba sentada detrás de una lustrosa mesa de caoba y ésta le indicó que aguardara en la sala de espera. El silencio era opresivo. Un hombre de aspecto más bien pueblerino, próximo a los sesenta años, la saludó con una inclinación de la cabeza al verla entrar. Sobre una amplia mesa baja, en el centro de la habitación, había varios ejemplares de Paris-Match, Immo Média y muchos números atrasados de Vogue, pulcramente apilados. En la repisa de mármol blanco de la chimenea había un reloj bajo una campana de cristal, y más abajo, sobre la reja de la estufa, un florero rectangular de vidrio, lleno de girasoles.

Alice se sentó en un sillón negro de piel, junto a la ventana, e hizo como que leía.

– ¿La señora Tanner? Soy Karen Fleury. Encantada de conocerla.

Alice se puso de pie. El aspecto de la notaría le gustó nada más verla. Tenía treinta y tantos años e irradiaba profesionalidad, con un sombrío traje negro y blusa blanca. Llevaba el pelo rubio muy corto y lucía en el cuello un crucifijo de oro.

– Voy vestida de luto -explicó, al advertir la mirada de Alice-. Con este tiempo, se pasa bastante calor.

– Me lo imagino.

Sostuvo la puerta abierta, para que Alice pasara.

– ¿Vamos?

– ¿Cuánto hace que trabaja en Francia? -preguntó Alice, mientras avanzaban por una red de pasillos de aspecto cada vez más descuidado.

– Nos trasladamos hace un par de años. Mi marido es francés. Muchísimos ingleses se están instalando aquí, en el sur, y necesitan notarios que los ayuden, de modo que nos está yendo bastante bien.

Karen la condujo hasta un pequeño despacho, al fondo del edificio.

– Es fantástico que haya podido venir personalmente -dijo, indicándole a Alice una silla para que se sentara-. Pensaba que íbamos a arreglar la mayoría de los asuntos por teléfono.

– Todo ha sido muy oportuno. Poco después de recibir su carta, una amiga que está trabajando en las afueras de Foix me invitó para que viniera a visitarla. Me pareció una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. -Hizo una pausa-. Además, teniendo en cuenta la importancia y la naturaleza de la herencia, consideré que venir personalmente era lo menos que podía hacer.

Karen sonrió.

– Bien. Su presencia me facilita mucho las cosas, y hará que los trámites sean más rápidos -dijo, tendiéndole una carpeta marrón-. Por lo que me dijo por teléfono, creo que no conocía mucho a su tía.

Alice hizo una mueca.

– De hecho, nunca la había oído nombrar. No sabía que mi padre tuviera parientes vivos, y menos aún una media hermana. Tenía entendido que mis padres eran hijos únicos. A mi casa nunca venía ningún tío de visita para las Navidades o los cumpleaños.

Karen echó un vistazo a las notas que tenía sobre la mesa.

– Veo que perdió a sus padres hace ya cierto tiempo.

– Murieron en accidente de tráfico cuando yo tenía dieciocho años -dijo ella-. En mayo de 1993. Poco antes de mi examen final de bachillerato.

– Debió de ser terrible para usted.

Alice asintió. ¿Qué más hubiese podido añadir?

– ¿No tiene hermanos?

– Supongo que mis padres lo aplazaron demasiado. Cuando yo nací, ya eran relativamente mayores. Tenían más de cuarenta.

Karen hizo un gesto afirmativo.

– Bien, dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que pasemos directamente a la documentación que obra en mi poder, en relación con la finca de su tía y las cláusulas de su testamento. Cuando hayamos terminado, podrá ir a ver la casa, si así le parece. Está en un pueblecito, a una hora de viaje por carretera, aproximadamente. Se llama Sallèles d’Aude.

– Suena bien.

– Vamos a ver, aquí lo tengo -prosiguió Karen, apoyando una mano sobre la carpeta-. Son unos datos bastante escuetos: nombres, fechas y poco más. Seguramente, cuando visite la casa, se hará una idea más clara de cómo era ella, repasando sus papeles y efectos personales. Una vez que haya estado allí, podrá decidir si quiere que nos ocupemos de vaciar la casa o si prefiere hacerlo usted misma. ¿Cuánto tiempo se quedará?

– En principio, hasta el domingo, pero estoy pensando en prolongar mi estancia. No hay nada desesperadamente urgente que tenga que hacer en casa.

Karen asintió, mientras repasaba sus notas.

– Bien, empecemos. Grace Alice Tanner era hermanastra de su padre. Nació en Londres en 1912, y era la menor y única superviviente de cinco hijos. Había otras dos chicas que murieron siendo niñas y dos chicos que cayeron en combate durante la primera guerra mundial. La madre falleció en… -hizo una pausa, recorriendo la página con un dedo, hasta encontrar la fecha que buscaba-… 1928, tras una larga enfermedad, y la familia se deshizo. Para entonces, Grace se había marchado de casa. El padre se fue a vivir a otro sitio y se casó en segundas nupcias. De ese segundo matrimonio nació su padre, al año siguiente. A partir de entonces, por lo que se desprende de los documentos, no parece que la señorita Tanner y su padre (es decir el abuelo de usted) tuvieran mucho contacto, si es que tuvieron alguno.

– Yo no sabía nada, pero ¿cree usted que mi padre estaba al corriente de que tenía una hermanastra?

– No lo sé. Diría que no.

– Sin embargo, es obvio que Grace sí sabía de su existencia.

– Así es, aunque tampoco puedo decirle cómo ni cuándo lo averiguó. Lo importante es que ella sabía de usted. En 1993, tras el mortal accidente de sus padres, revisó su testamento y la nombró única heredera. Para entonces, llevaba cierto tiempo viviendo en Francia.

Alice frunció el entrecejo

– Si sabía de mi existencia y estaba al corriente de lo sucedido, ¿por qué no se puso en contacto conmigo?

Karen se encogió de hombros.

– Quizá pensara que no iba a ser bien recibida. Puesto que no sabemos lo que causó la ruptura de la familia, cabe la posibilidad de que pensara que su padre podía estar prejuiciado contra ella. En casos como éste, no es raro suponer (a veces con razón) que cualquier intento de acercamiento será rechazado. Cuando se interrumpe el contacto, es difícil reparar los daños.

– No fue usted quien preparó el testamento, ¿verdad?

Karen sonrió.

– No, es muy anterior a mi época. Pero he hablado con el colega que lo hizo. Ahora está jubilado, pero recuerda a su tía. Era una mujer muy práctica, poco dada al sentimentalismo y las efusiones. Sabía exactamente lo que quería: dejárselo todo a usted.

– ¿Tiene una idea del motivo que la trajo a vivir aquí?

– No, lo siento. -Hizo una pausa-. Pero en lo que a nosotros respecta, todo resulta relativamente sencillo. Así que, como ya le he dicho, lo mejor que puede hacer es ir a la casa y mirar un poco. Quizá de ese modo averigüe algo más sobre ella. Puesto que piensa quedarse unos días más, podemos volver a vernos más adelante, esta misma semana. Mañana y el viernes estaré en los tribunales, pero puedo recibirla el sábado por la mañana, si le va bien. -Se puso de pie y le tendió la mano-. Déjele un mensaje a mi secretaria cuando lo haya decidido

– Me gustaría visitar su tumba, ya que estoy aquí.

– Desde luego. Le conseguiré los datos. Si no recuerdo mal, había algo inusual.

Al salir, Karen se detuvo delante de la mesa de su secretaria.

– Dominique -le dijo-, ¿puedes buscarme el número de la parcela de cementerio de madame Tanner? En el cementerio de la Cité… Gracias.

– ¿Inusual? ¿En qué sentido? -preguntó Alice.

– Madame Tanner no fue sepultada en Sallèles d Aude, sino aquí, en Carcasona, en el cementerio que hay al pie de las murallas, en el panteón familiar de una amiga.

Karen cogió la información impresa que le tendía su secretaria, y repasó los datos.

– ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo: Jeanne Giraud, de Carcasona. Pero al parecer, las dos mujeres ni siquiera se conocían. También encontrará la dirección de madame Giraud junto a los datos de la parcela.

– Gracias. Ya la llamaré.

– Dominique le enseñará el camino -sonrió la notaría-. Manténgame al corriente.

CAPÍTULO 40

Ariège

Paul Authié esperaba que Marie-Cécile aprovechara el viaje al Ariège para continuar la conversación de la noche anterior o para interrogarlo acerca del informe. Pero al margen de algún comentario ocasional, no dijo nada.

En el reducido espacio del coche, era físicamente consciente de ella. Su perfume, el aroma de su piel, le invadía la nariz. Ese día llevaba una blusa tostada sin mangas y pantalones a juego. Unas gafas de sol ocultaban sus ojos, y sus labios y uñas lucían el mismo color rojo quemado.

Authié se arregló los puños de la camisa, lanzando una mirada discreta al reloj. Calculando un par de horas en el yacimiento y el tiempo del viaje de vuelta, era poco probable que estuvieran de regreso en Carcasona mucho antes del crepúsculo. Resultaba irritante.

– ¿Alguna novedad de O’Donnell? -preguntó ella.

Authié se sorprendió al oír sus pensamientos enunciados en voz alta.

– De momento, nada.

– ¿Y el policía? -dijo ella, volviéndose para mirarlo.

– Ha dejado de ser un problema.

– ¿Desde cuándo?

– Desde esta mañana a primera hora

– ¿Le sonsacaron algo más?

Authié sacudió la cabeza.

– Con tal de que no lo relacionen con usted, Paul…

– No lo harán.

Tras unos instantes de silencio, Marie-Cécile preguntó:

– ¿Y la inglesa?

– Llegó a Carcasona ayer por la noche. Tengo a alguien siguiéndola.

– ¿No cree que quizá haya pasado por Toulouse para dejar el anillo o el libro?

– No, a menos que se lo haya dado a alguien dentro del hotel. No recibió ninguna visita. No habló con nadie, ni en la calle ni en la biblioteca.

Llegaron al pico de Soularac poco después de la una. Alrededor del aparcamiento habían levantado una valla de madera y la verja de entrada estaba cerrada a cal y canto. Conforme a lo estipulado, no había nadie trabajando que pudiera presenciar su llegada

Authié abrió la verja y entró con el coche. El yacimiento estaba inusualmente tranquilo después de la agitación del lunes por la tarde. Un aire de soledad parecía haberse adueñado del lugar. Las tiendas estaban recogidas, y los cazos, cacharros y herramientas se alineaban en pulcras filas, cuidadosamente etiquetados.

– ¿Dónde está la entrada?

Authié señaló hacia arriba, donde la cinta del cordón policial aún ondulaba con la brisa.

Sacó una linterna de la guantera. Ascendieron la ladera en silencio, sintiendo el peso del opresivo calor de la tarde. Authié le indicó a Marie-Cécile el peñasco, que todavía yacía derribado, como la cabeza de un ídolo caído, y después la guió en los últimos metros hasta la entrada de la cueva.

– Me gustaría entrar sola -dijo ella, cuando llegaron a la cima.

Authié no dejó traslucir su irritación. Confiaba en que no hubiera nada allí que ella pudiera encontrar. Él mismo había registrado cada centímetro de la cueva. Le entregó la linterna.

– Como quiera -replicó

La siguió con la mirada por el interior del túnel, mientras el haz de luz se volvía cada vez más débil y distante, hasta desvanecerse del todo.

Se apartó de la entrada hasta una distancia donde ella no pudiera oírlo.

Con sólo estar cerca de la cámara, sentía que se encendía su ira Se llevó la mano al crucifijo que llevaba al cuello, como un talismán capaz de protegerlo del mal que anidaba en aquel lugar.

– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -se persignó. Después esperó a recuperar el ritmo normal de la respiración, antes de llamar a la oficina.

– ¿Tienen algo para mí?

Una mirada de satisfacción iluminó su rostro mientras escuchaba.

– ¿En el hotel? ¿Se hablaron? -Escuchó la respuesta-. Bien. No dejes de seguirla y observa todo lo que haga.

Sonrió y puso fin a la llamada. Algo más que añadir al interrogatorio de O’Donnell.

Su secretaria había averiguado muy poco acerca de Baillard, asombrosamente poco. No tenía coche, ni pasaporte. No figuraba en el censo electoral ni tenía teléfono. No había nada registrado en el sistema. Ni siquiera tenía número de la Seguridad Social. Oficialmente, no existía. Era un hombre sin pasado.

Authié pensó que tal vez era un antiguo miembro de la Noublesso Véritable , que había abandonado sus filas. Su edad, sus antecedentes, su interés por la historia de los cátaros y su conocimiento de los jeroglíficos lo relacionaban con la Trilogía del Laberinto.

Tenía que haber alguna conexión, solamente había que descubrirla. Authié habría destruido la cueva en ese mismo momento, sin un instante de vacilación, de no haber sido porque aún no estaba en posesión de los libros. Era un instrumento de Dios, mediante el cual una herejía cuatro veces milenaria sería barrida por fin de la faz de la Tierra. Actuaría solamente cuando los pergaminos profanos fueran devueltos a la cámara. Entonces entregaría al fuego todo y a todos.

El pensamiento de que sólo le quedaban dos días para encontrar el libro lo espoleó para volver a la acción. Con una expresión de convicción en sus agudos ojos grises, Authié hizo una llamada más.

– Mañana por la mañana -dijo-. Que esté lista.

Audric Baillard era consciente del taconeo de los zapatos marrones de Jeanne sobre el linóleo gris mientras recorrían en silencio los pasillos del hospital de Foix.

Todo lo demás era blanco. La ropa de él, color tiza, los uniformes de los técnicos, su calzado de suela de goma, las paredes, los gráficos, las carpetas… El inspector Noubel, despeinado y con la ropa arrugada, destacaba en medio del ambiente aséptico. Se hubiese dicho que llevaba días sin cambiarse.

Un carrito avanzaba hacia ellos por el pasillo, con las ruedas chirriando penosamente en medio del silencio. Se apartaron para dejarlo pasar. La enfermera que lo empujaba les agradeció la amabilidad con una leve inclinación de la cabeza.

Baillard advirtió que todos trataban a Jeanne con especial deferencia. Su compasión, indudablemente genuina, se mezclaba con la inquietud por los efectos que pudieran tener en ella las malas noticias. Esbozó una sonrisa sombría. Los jóvenes siempre olvidaban que la generación de Jeanne había visto y vivido mucho más que la suya. La guerra, la ocupación, la Resistencia… Los viejos habían luchado y matado, habían visto caer a sus amigos. Estaban endurecidos. Nada los sorprendía, excepto quizá la empecinada capacidad de resistencia del espíritu humano.

Noubel se detuvo delante de una gran puerta blanca. La empujó para abrirla y se apartó para que los otros pasaran primero. Una ráfaga de aire frío y un olor acre a desinfectante salieron a su encuentro. Baillard se quitó el sombrero y se lo apoyó en el pecho.

Para entonces, los aparatos estaban en silencio. En el centro de la habitación estaba la cama, bajo la ventana, con una forma cubierta por una sábana que colgaba torcida a los lados.

– Hicieron todo lo posible -murmuró Noubel.

– ¿A mi nieto lo mataron, inspector? -preguntó Jeanne. Era la primera vez que hablaba desde su llegada al hospital, cuando se enteró de que habían llegado tarde.

Baillard vio el nervioso temblor de las manos del inspector, a su lado.

– Es demasiado pronto para decirlo, madame Giraud, pero…

– ¿Considera sospechosa su muerte, inspector, sí o no?

– Sí.

– Gracias -dijo ella con el mismo tono de voz-. Es todo lo que quería saber.

– Si no hay nada más que pueda hacer por ustedes -dijo Noubel, acercándose a la puerta-, los dejaré a solas con el cuerpo. Estaré con madame Claudette en la sala de los familiares, por si me necesitan.

La puerta se cerró con un chasquido. Jeanne dio un paso hacia la cama. Tenía la cara gris y los labios apretados, pero su espalda y sus hombros estaban tan erguidos como siempre.

Levantó la sábana. La inmovilidad de la muerte se difundió por la habitación. Baillard pudo ver el aspecto que presentaba el joven Yves. La piel blanca y lisa, sin una sola arruga, el cuero cabelludo cubierto de vendajes, con mechones de pelo negro asomando por los bordes. Tenía las manos, con los nudillos rojos y rasguñados, plegadas sobre el pecho, como las de un faraón niño.

Baillard vio cómo Jeanne se inclinaba y besaba a su nieto en la frente. Después, con mano firme, el hombre le cubrió la cara y se dio la vuelta.

– ¿Nos vamos? -preguntó ella, cogiéndose del brazo a Baillard.

Recorrieron otra vez el pasillo vacío. Baillard miró a izquierda y derecha, y después condujo a Jeanne hasta una fila de ministeriales sillas de plástico, fijadas a la pared. El silencio era opresivo. Automáticamente bajaron la voz, aunque no había nadie cerca que pudiera oírlos.

– Llevaba cierto tiempo preocupada por él, Audric -dijo ella-. Había notado un cambio. Se había vuelto nervioso, reservado.

– ¿Le preguntaste qué le pasaba?

Ella asintió con la cabeza.

– Dijo que no era nada. Solamente estrés y exceso de trabajo.

Audric apoyó una mano en su brazo.

– Te quería mucho, Jeanne. Quizá no era nada. O quizá era algo. -Hizo una pausa-. Si estuvo implicado en algo malo, lo hizo violentando su propia naturaleza. Lo atormentaría su conciencia. Pero al final, en lo que más importaba, hizo lo que tenía que hacer. Te envió el anillo, sin importarle las consecuencias.

– El inspector Noubel me preguntó por el anillo. Quería saber si yo había hablado con Yves el lunes.

– ¿Qué le respondiste?

– La verdad. Que no había hablado con él.

Audric lanzó un suspiro de alivio.

– Pero tú crees que a Yves le estaban pagando para que pasara información, ¿no es así, Audric? -dijo ella con voz vacilante, pero firme-. Dímelo. Prefiero oír la verdad.

Él hizo un amplio gesto con las manos.

– ¿Cómo voy a decirte la verdad, si no la conozco?

– Entonces dime lo que sospechas. No saber lo que está pasando… -se le quebró la voz- es lo peor que hay.

Baillard imaginó el momento en que el peñasco caía sobre la entrada de la cueva, atrapándolos a ambos dentro. No saber lo que le estaba pasando a ella. El rugido de las llamas, los soldados gritando mientras ellos corrían. No saber si ella estaba viva o muerta.

– Es vertat -dijo él suavemente-. Lo más insoportable es no saber.

Suspiró una vez más.

– Muy bien -prosiguió-. Es cierto. Creo que a Yves le estaban pagando por pasar información, más que nada sobre la Trilogía, pero probablemente también sobre otras cosas. Supongo que al principio le debió de parecer inofensivo (una llamada telefónica aquí o allá, detalles sobre quién pudiera ser una persona o con quién podría hablar), pero sospecho que pronto empezaron a pedirle más de lo que estaba dispuesto a dar.

– ¿Dices que empezaron? ¿Quiénes? ¿Sabes quiénes son los responsables?

– Nada más que especulaciones -respondió él rápidamente-. Quién fuera no supone mucho cambio, Jeanne. Superficialmente, parecemos diferentes. Avanzamos, desarrollamos nuevas reglas y alcanzamos nuevos niveles de vida. Cada generación reafirma los valores modernos y desdeña los antiguos, orgullosa de su sofisticación y su sabiduría. En apariencia, tenemos poco en común con los que nos precedieron. Pero debajo de este envoltorio de carne -dijo golpeándose el pecho-, el corazón humano palpita igual que siempre. La codicia, las ansias de poder y el miedo a la muerte son emociones que no cambian. Tampoco cambian -añadió en un tono más suave- las cosas buenas de la vida. El amor, el coraje, la voluntad de dar la vida por aquello en lo que crees, la bondad…

– ¿Terminará alguna vez?

Baillard vaciló.

– Rezo para que así sea.

Sobre sus cabezas, el reloj marcaba el paso del tiempo. En el extremo más apartado del pasillo se oyeron brevemente voces apagadas, pasos y el chirrido de unas suelas de goma sobre el suelo embaldosado, que no tardó en desaparecer.

– ¿No vas a decírselo a la policía? -dijo finalmente Jeanne.

– No me parece oportuno.

– ¿No confías en el inspector Noubel?

– Benlèu. Quizá. ¿Te devolvió la policía los efectos personales de Yves? ¿La ropa que llevaba puesta cuando lo ingresaron, el contenido de sus bolsillos?

– Su ropa estaba… irrecuperable. El inspector Noubel me ha dicho que no había nada en sus bolsillos, excepto la cartera y las llaves.

– ¿Nada en absoluto? ¿No llevaba el carné de identidad, papeles, un teléfono? ¿No le pareció raro?

– No dijo nada -replicó ella.

– ¿Y su apartamento? ¿Encontraron algo allí? ¿Papeles?

Jeanne se encogió de hombros.

– No lo sé. -Hizo una pausa-. Le pedí a uno de sus amigos que me hiciera una lista de las personas que estaban en el yacimiento el lunes por la tarde -añadió, entregándole a Baillard un papel con los nombres garabateados-. No es completa.

Él bajó la vista.

– ¿Y esto? -preguntó, señalando el nombre de un hotel.

Jeanne miró.

– Querías saber dónde se alojaba la inglesa -respondió-. Ésta es la dirección que le ha dado al inspector.

– Alice Tanner -murmuró él entre dientes. Después de tanto tiempo, había venido-. Entonces le enviaré allí mi carta.

– Yo misma podría echarla al correo cuando volvamos a casa.

– No -dijo él secamente. Jeanne alzó la mirada, sorprendida-. Discúlpame -se apresuró a añadir él-. Eres muy amable, pero… No creo que sea juicioso que vuelvas a casa. Al menos de momento.

– ¿Por qué no?

– No les llevará mucho tiempo descubrir que Yves te mandó el anillo, si no lo saben ya. Quédate en casa de algún amigo, te lo ruego. Sal de la ciudad, vete a cualquier parte con Claudette. Aquí no estás a salvo.

Para su asombro, no se lo discutió.

– Desde que llegaste, te has estado comportando como si te persiguieran.

Baillard sonrió. Creía haber disimulado bien su nerviosismo.

– ¿Y tú, Audric?

– Para mí es diferente -contestó él-. Llevo esperando esto desde… desde hace más tiempo del que puedo decir, Jeanne. Será lo que tenga que ser, para bien o para mal.

Durante un momento, Jeanne no dijo nada.

– ¿Quién es, Audric? -preguntó luego con voz suave-. ¿Quién es esa chica inglesa? ¿Por qué es tan importante para ti?

Él sonrió, pero no podía responder.

– ¿Adonde irás ahora? -añadió ella a continuación.

Baillard contuvo el aliento. Una imagen de su pueblo, como había sido entonces, le vino a la mente.

– A l’ostal -replicó suavemente-. Volveré a casa. Perfin. Por fin.

CAPÍTULO 41

Shelagh se había habituado a la oscuridad. La tenían encerrada en un establo o algún tipo de corral para animales. Había un hedor acre y penetrante a excrementos, orina y paja, mezclado con un olor nauseabundo a carne rancia. Un haz de luz blanca se colaba bajo la puerta, pero Shelagh no distinguía si era el final de la tarde o el amanecer. Ni siquiera sabía con certeza en qué día estaba.

La cuerda en torno a las piernas le rozaba e irritaba la piel abierta y lacerada de los tobillos. Tenía las muñecas atadas, unidas a su vez a una de las muchas argollas de metal que colgaban de las paredes.

Cambió de postura, buscando estar más cómoda. Tenía insectos caminándole por la cara y las manos. Estaba cubierta de picaduras. Le dolían las muñecas por la rozadura de la cuerda y sentía los hombros agarrotados, después de tanto tiempo con las manos atadas a la espalda. Ratones o ratas correteaban entre la paja, en las esquinas del corral, pero se había acostumbrado a su presencia, del mismo modo que había dejado de sentir el dolor.

¡Ojalá hubiese llamado a Alice! Otro error. Se preguntó si Alice seguiría intentándolo o si ya se habría dado por vencida. Si ella llamaba a la casa del yacimiento y se enteraba de su desaparición, quizá pensara que había algo sospechoso. ¿Y qué habría sido de Yves? ¿Habría llamado Brayling a la policía…?

Shelagh sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Lo más probable era que ni siquiera hubiesen advertido su ausencia. Varios de sus colegas habían anunciado la intención de tomarse unos días libres hasta que se resolviera la situación. Pensarían que ella había seguido su ejemplo.

Hacía tiempo que no notaba el hambre, pero estaba sedienta. Sentía como si se hubiera tragado un bloc de papel de lija. La pequeña cantidad de agua que le habían dejado se había terminado y sus labios estaban agrietados de tanto lamérselos. Intentó recordar cuánto tiempo podía sobrevivir una persona sana y saludable sin agua. ¿Un día? ¿Una semana?

De pronto oyó un crujido sobre la grava. Se le contrajo el corazón y la adrenalina le inundó el cuerpo, como cada vez que oía ruidos fuera. Hasta entonces no había entrado nadie.

Con un esfuerzo, consiguió sentarse, mientras abrían el candado. Hubo un grave sonido metálico cuando cayó la cadena, plegándose sobre sí misma en una espiral de monótona cháchara y, a continuación, el ruido de la puerta, basculando con un chirrido sobre los goznes. Shelagh desvió la cara cuando el sol, agresivamente luminoso, hizo irrupción en la penumbra del recinto, y un hombre oscuro y de aspecto achaparrado se agachó para pasar por debajo del dintel. Iba con chaqueta, a pesar del calor, y llevaba los ojos ocultos detrás de unas gafas de sol. Instintivamente, Shelagh retrocedió y se pegó a la pared, avergonzada del nudo de pánico que se le había formado en el estómago.

El hombre atravesó el corral en dos zancadas. Agarró la cuerda, arrastró a Shelagh hasta sus pies y sacó un cuchillo del bolsillo.

Ella se retrajo, intentando apartarse.

– Non -musitó-. ¡Por favor!

El tono suplicante de su voz le parecía despreciable, pero no podía evitarlo. El terror la había despojado de su orgullo.

El hombre sonrió mientras acercaba la hoja del puñal a su garganta, revelando unos dientes picados y amarilleados por el humo del tabaco. Prolongó el gesto hasta su espalda y cortó la cuerda que la ataba a la pared. Después sacudió la soga y la soltó, empujándola hacia adelante. Débil y desorientada, Shelagh perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

– No puedo caminar. Tendrá que desatarme. -Señaló sus pies con la mirada-. Mes pieds.

El hombre titubeó un momento y finalmente cortó las cuerdas más gruesas de los tobillos, como si estuviera trinchando carne.

Lève-toi. Vite!

Levantó el brazo como si fuera a golpearla, pero en lugar de eso volvió a tirar de la cuerda, arrastrándola hacia sí.

– Vite!

Ella tenía las piernas agarrotadas, pero estaba demasiado asustada como para desobedecer. Alrededor de los tobillos, un anillo de piel lacerada se tensaba a cada paso e irradiaba aguijonazos de dolor por las pantorrillas.

El suelo se sacudía y temblaba bajo sus pies mientras ella avanzaba trastabillando hacia la luz. El sol era despiadado. Sintió que le quemaba las retinas. El aire, húmedo y caluroso, parecía haberse aposentado sobre el patio y las construcciones, como un Buda maligno.

Mientras recorría la corta distancia desde su cárcel improvisada, Shelagh se obligó a mirar a su alrededor, consciente de que aquélla podía ser su única oportunidad de averiguar adonde la habían llevado. Y quiénes eran sus carceleros, añadió para sus adentros. Pese a todo, no estaba segura.

Todo había comenzado en marzo. Su interlocutor había sido amable, halagador y casi se había disculpado por importunarla. Según le explicó, trabajaba para otra persona, alguien que prefería mantener el anonimato. Lo único que le pedía era que hiciera una llamada telefónica. Información, nada más. Estaba dispuesto a pagarle una fortuna.

Poco después, el trato cambió: la mitad a cambio de información, y el resto cuando entregara las piezas. Shelagh no recordaba con certeza cuándo había empezado a sospechar.

El cliente no encajaba en el perfil normal del coleccionista obsesivo, dispuesto a pagar más de lo razonable sin hacer preguntas. Para empezar, tenía voz de persona joven. Por lo general, los coleccionistas solían ser como los cazadores de reliquias medievales: supersticiosos, susceptibles, necios y obstinados. Él no era ninguna de esas cosas. Sólo por eso debieron encenderse sus alarmas.

Ahora le parecía absurdo no haberse parado nunca a pensar por qué estaba dispuesto a tomarse tanto trabajo, si era cierto que el anillo y el libro sólo tenían un valor sentimental.

Las objeciones morales que Shelagh hubiese podido tener respecto a robar y vender piezas antiguas habían desaparecido hacía años. Había sufrido lo suficiente por culpa de museos anticuados e instituciones académicas elitistas como para creer que los tesoros antiguos estarían mejor custodiados entre sus muros que en manos de coleccionistas privados. Ella se llevaba el dinero y ellos lo que deseaban. Todos quedaban contentos. Lo que sucediera después no era su problema.

En retrospectiva, se daba cuenta de que ya estaba asustada mucho antes de la segunda llamada telefónica, por lo menos varias semanas antes de invitar a Alice al pico de Soularac. Después, cuando Yves Biau se había puesto en contacto con ella y habían comparado sus respectivas historias… El nudo en su pecho se comprimió aún más.

Si le había pasado algo a Alice, era culpa suya.

Llegaron a la casa, una construcción de medianas dimensiones, rodeada de edificios auxiliares medio derruidos: un garaje y una bodega. La pintura de los postigos y la puerta delantera estaba descascarillada, y las ventanas eran como negras bocas abiertas.

Aparte de los dos coches aparcados delante, el lugar parecía completamente abandonado.

Alrededor había una vista ininterrumpida de valles y montañas. Por lo menos todavía estaba en los Pirineos. Por algún motivo, eso le dio cierta esperanza.

La puerta estaba abierta, como si los esperaran. El interior estaba fresco, aunque a primera vista parecía desierto. Una capa de polvo lo cubría todo. Era como si la casa hubiese sido un hostal o un albergue. Delante había un mostrador de recepción y encima de éste una fila de ganchos, todos vacíos, con aspecto de haber servido alguna vez para colgar llaves.

El hombre tiró de la cuerda para que ella siguiera caminando. A tan corta distancia, olía a sudor, loción barata para después del afeitado y tabaco rancio. Shelagh percibió un sonido de voces procedente de una habitación a su izquierda. La puerta estaba entreabierta. Forzó la vista para intentar ver algo y consiguió vislumbrar la figura de un hombre de pie, delante de una ventana, de espaldas a ella. Llevaba calzado de piel y las piernas enfundadas en pantalones ligeros de verano.

Tuvo que subir la escalera hasta el piso superior, seguir después por un largo pasillo y ascender finalmente por una estrecha escalerilla hasta un trastero mal ventilado, que ocupaba casi toda la planta alta de la casa. Se detuvieron delante de una puerta, en la parte abuhardillada de la estancia.

El hombre abrió el cerrojo y la empujó por la base de la espalda, proyectándola hacia adelante. Shelagh cayó pesadamente, golpeándose el codo contra el suelo, mientras él cerraba de un portazo. Pese al dolor, Shelagh se abalanzó sobre la puerta, gritando y aporreando con los puños el revestimiento metálico; pero era una puerta blindada, como pudo comprobar por los destellos de metal visibles en torno a los bordes.

Al final se dio por vencida y se volvió, para inspeccionar su nuevo hogar. Había un colchón arrimado a la pared del fondo, con una manta pulcramente doblada encima, y frente a la puerta, una ventana pequeña, con barras de metal añadidas por el lado de dentro. Shelagh atravesó trabajosamente la habitación y vio que estaba en la parte trasera de la casa. Las barras eran sólidas y no se movieron cuando tiró de ellas. En cualquier caso, la altura era considerable.

En una esquina había un lavabo pequeño, con un cubo al lado. Hizo sus necesidades y luego, con dificultad, abrió el grifo. Las tuberías carraspearon y tosieron como un fumador de dos paquetes diarios y, por fin, al cabo de dos escupitajos, apareció un chorro fino de agua. Ahuecando las manos, Shelagh bebió hasta que le dolieron las entrañas. Después se aseó lo mejor que pudo, tocándose con cuidado las rozaduras de las cuerdas en las muñecas y los tobillos, incrustadas de sangre seca.

Poco después, el hombre le trajo algo de comer. Más de lo habitual.

– ¿Por qué estoy aquí?

El hombre dejó la bandeja en el suelo, en medio de la habitación.

– ¿Por qué me han traído aquí? Pourquoi je suis ici?

– Il te le dira.

– ¿Quién? ¿Quién hablará conmigo?

El hombre señaló la comida con un gesto.

Mange.

– Tendrás que desatarme.

Después insistió:

– ¿Quién? Dímelo.

El hombre empujó la bandeja con el pie.

– Come.

Cuando se hubo ido, Shelagh se abalanzó sobre la comida. Comió hasta la última migaja, hasta el corazón y las pipas de la manzana, y volvió a la ventana. Los primeros rayos del sol asomaban sobre la cresta montañosa, transmutando en blanco el gris del mundo.

Oyó a lo lejos el ruido de un coche que se acercaba lentamente a la casa.

CAPÍTULO 42

Las indicaciones de Karen eran correctas. Una hora después de salir de Carcasona, Alice estaba en las afueras de Narbona. Siguió las señales hacia Cuxac d’Aude y Capestang, por una agradable carretera flanqueada a ambos lados por cañas de bambú y altas hierbas, que ondeaban al viento protegiendo campos verdes y feraces. Era muy diferente de las montañas del Ariège o el carrascal de Corbières.

Hacia las dos del mediodía, Alice entró en Sallèles d’Aude y aparcó bajo las limas y el parasol de los pinos que bordean el Canal du Midi, a escasa distancia de las compuertas, y anduvo por bonitas callejuelas, hasta llegar a la Rue des Burgues.

La casita de tres plantas de Grace estaba en una esquina y se abría directamente a la calle. Un rosal de cuento de hadas, con pimpollos carmesí colgando pesadamente de las ramas, enmarcaba la puerta de aspecto anticuado y los grandes postigos pardos. La cerradura estaba endurecida, por lo que Alice tuvo que mover la pesada llave de latón hasta que consiguió hacerla girar. Después dio un fuerte empujón, combinado con un buen puntapié, y la puerta se abrió con un chirrido, arañando las baldosas blancas y negras y los periódicos gratuitos que la bloqueaban desde dentro.

Alice entró a una planta baja de un solo ambiente, con cocina a la izquierda y una zona más grande que hacía las veces de sala de estar, a la derecha. La casa parecía fría y húmeda, con el sombrío olor de un hogar abandonado. El aire gélido le envolvió las piernas desnudas, rodeándoselas como un gato. Alice probó el interruptor de la luz, pero la llave general estaba apagada. Recogió el correo comercial y las circulares, lo dejó todo encima de la mesa para quitarlo del camino y, tras inclinarse sobre el fregadero, abrió la ventana y estuvo luchando un rato con el ornamentado pestillo hasta que consiguió abrir los postigos.

Una tetera eléctrica y una anticuada cocina con reja de hierro sobre los quemadores eran lo más próximo que había tenido su tía en cuanto a aparatos modernos. La encimera estaba despejada y el fregadero limpio, pero había un par de esponjas, rígidas como viejos huesos resecos, metidas como cuñas detrás de los grifos.

Alice atravesó la estancia, abrió el ventanal de la sala de estar y empujó contra la pared los pesados postigos marrones. De inmediato, el sol inundó el ambiente, transformándolo. Alice se asomó por la ventana y respiró el aroma de las rosas, relajándose por un momento y dejando que el suave contacto del aire cálido del verano disipara su sensación de malestar. Se sentía como una intrusa, curioseando sin permiso en la vida de otra persona.

Había dos sillones dispuestos en ángulo junto a la chimenea, cuyo marco era de piedra gris, con varios adornos de porcelana sobre la repisa cubiertos de polvo. Los restos ennegrecidos de un fuego que había ardido mucho tiempo atrás se conservaban sobre la reja. Alice los empujó con un pie y se desmoronaron, produciendo una nube de fina ceniza gris que por un instante se quedó flotando en el ambiente.

Colgado de la pared, junto a la chimenea, había un cuadro pintado al óleo, con la imagen de una casa de piedra de tejado rojo, entre viñedos y campos de girasoles. Alice se acercó para ver la firma garabateada en la esquina inferior derecha: baillard.

Una mesa de comedor, cuatro sillas y un aparador ocupaban el fondo de la estancia. Alice abrió las puertas del aparador y encontró un juego de posavasos y manteles individuales decorados con figuras de catedrales francesas, una pila de servilletas de hilo y un cajón con una cubertería de plata, que tintineó sonoramente al cerrarlo. Las piezas de porcelana de mejor calidad -varias fuentes, una jarra, platos de postre y una salsera- estaban guardadas aparte, en los estantes inferiores.

En la esquina opuesta de la habitación había dos puertas. La primera resultó ser la del cuarto de la limpieza, donde encontró una tabla de planchar, una fregona, una escoba, bayetas para quitar el polvo, un par de ganchos para colgar abrigos y una enorme cantidad de bolsas del supermercado Géant, metidas unas dentro de otras. La segunda puerta daba a la escalera.

Sus sandalias parecían pegarse a los peldaños de madera cuando subió hacia la oscuridad. Lo primero que encontró fue un cuarto de baño limpio y funcional, revestido de baldosas color rosa, con un trozo de jabón reseco sobre el lavabo y una toalla rígida, colgada de un gancho, al lado de un sencillo espejo.

El dormitorio de Grace estaba a la izquierda. La cama individual estaba hecha, con sábanas, mantas y un voluminoso edredón de plumas. Sobre un armario bajo de caoba, junto a la cama, había un frasco de leche de magnesia, con una costra blanca alrededor del cuello, y una biografía de Leonor de Aquitania, escrita por Alison Weir.

El anticuado punto de lectura que marcaba una de las páginas la conmovió. Podía imaginar a Grace apagando la luz para dormir, después de colocar el punto de lectura en su sitio. Pero su tiempo se había agotado. Moriría antes de terminar el libro. En un acceso de sentimentalismo poco corriente en ella, Alice lo apartó, con la idea de llevárselo consigo y darle un hogar.

En el cajón de la mesilla de noche encontró una bolsita de lavanda con una cinta rosa descolorida por el paso del tiempo, una receta médica y una caja de pañuelos nuevos. Varios libros ocupaban el estante de abajo. Alice se agachó e inclinó la cabeza para leer los títulos en los lomos, incapaz de resistirse, como siempre, a curiosear los libros que la gente guardaba en sus estanterías. Encontró más o menos lo que esperaba. Uno o dos libros de Mary Stewart, un par de novelas de Joanna Trollope, una vieja edición Club del Libro de Peyton Place y un delgado volumen sobre los cátaros, con el nombre del autor impreso en letras mayúsculas: a. s. baillard. Alice levantó las cejas. ¿El mismo que había pintado el óleo del piso de abajo? Debajo estaba impreso el nombre de la traductora: j. giraud.

Alice dio la vuelta al libro y leyó la nota biográfica del autor: una traducción al occitano del Evangelio de San Juan, varias obras sobre el antiguo Egipto y una laureada biografía de Jean-François Champollion, el estudioso del siglo xix que descifró el enigma de los jeroglíficos.

Una chispa se encendió en la mente de Alice. Vio de nuevo la biblioteca de Toulouse, con mapas, gráficos y dibujos parpadeando delante de sus ojos. «Otra vez Egipto.»

La ilustración de la portada del libro de Baillard era la fotografía de un castillo en ruinas, envuelto en una neblina violácea y temerariamente asomado a un acantilado de roca viva. Alice lo reconoció por las postales y las guías turísticas como Montségur.

Abrió el libro. Las páginas se apartaron por sí solas a unos dos tercios del grosor del volumen, donde alguien había insertado un trozo de cartulina. Alice empezó a leer:

La ciudadela fortificada de Montségur se encuentra en la cima de la montaña, a casi una hora de ascenso desde el pueblo del mismo nombre. Oculto a menudo por las nubes, el castillo tiene tres de sus lados tallados en la pared misma de la montaña. Es una extraordinaria fortaleza natural. Las ruinas no datan del siglo xiii, sino de guerras de ocupación más recientes. Aun así, el espíritu del lugar recuerda siempre al visitante su trágico pasado.

Hay infinidad de leyendas asociadas con Montségur, la «montaña segura». Algunos creen que fue un templo solar; otros, que fue la inspiración para el Mensalvat de Wagner, el refugio o montaña del Grial de Parsifal, su obra cumbre. Otros lo consideran el lugar definitivo de reposo del Grial. Se ha dicho que los cátaros eran los guardianes del cáliz de Cristo y de otros muchos tesoros procedentes del templo de Salomón en Jerusalén, o quizá del oro de los visigodos y de otras riquezas de origen impreciso.

Si bien se dice que el legendario tesoro de los cátaros fue sacado subrepticiamente de la ciudadela asediada en enero de 1244, poco antes de la derrota final, el tesoro nunca ha sido hallado. Los rumores de que el más valioso de sus objetos se ha perdido son inexactos.*

Alice leyó la nota a pie de página a la que remitía el asterisco. En lugar de una aclaración, encontró una cita del Evangelio de San Juan, capítulo ocho, versículo treinta y dos: «Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.»

Levantó las cejas. No parecía guardar ninguna relación con el texto.

Alice puso el libro de Baillard junto a las otras cosas que pensaba llevarse y cruzó el pasillo hasta el dormitorio del fondo.

Había una vieja máquina de coser Singer, incongruentemente inglesa en aquella casa francesa de gruesas paredes. Su madre había tenido una exactamente igual y solía pasarse horas cosiendo, llenando la casa con el reconfortante traqueteo del pedal.

Alice pasó la mano sobre la superficie cubierta de polvo. Parecía estar en buen estado de funcionamiento. Abrió uno a uno los pequeños cajones y en su interior halló carretes de hilo, agujas, alfileres, trozos de cinta y de encaje, una cartulina con viejos broches de presión plateados y una caja con botones variados.

Se volvió hacia la mesa de escritorio de roble, junto a la ventana que daba a un pequeño patio cerrado, al fondo de la casa. Los dos primeros cajones estaban forrados con papel pintado, pero completamente vacíos. El tercero estaba cerrado con llave, pero asombrosamente, la llave estaba puesta en la cerradura.

Con una mezcla de fuerza y habilidad, Alice hizo girar la minúscula llave y consiguió abrirlo. Al fondo del cajón había una caja de zapatos. La sacó y la colocó sobre el escritorio.

Todo en su interior estaba sumamente ordenado. Había una pila de fotografías atadas con una cinta. Suelta y colocada encima, una carta dirigida a Mme. Tanner, con una fina caligrafía de trazos negros, como patas de araña. Había sido franqueada el 16 de marzo de 2005 en Carcasona y llevaba un sello con la palabra prioritaire en tinta roja. Al dorso no figuraba la dirección del remitente, sino únicamente un nombre, escrito por la misma mano: Expéditeur Audric S. Baillard.

Alice deslizó los dedos dentro del sobre y sacó una sola hoja de grueso papel crema. No había fecha, ni encabezamiento, ni explicación alguna, sino simplemente un poema, escrito con la misma caligrafía de patas de araña.

Bona nuéit, bona nuéit…

Braves amics, pica mieja-nuèit

Cal finir velhada

E jos la flassada

Un vago recuerdo agitó levemente la superficie de su subconsciente, como una canción olvidada desde hacía mucho tiempo. Las palabras grabadas en los escalones más altos de la cueva…

Era la misma lengua, hubiese podido jurarlo, ya que su subconsciente era capaz de establecer las conexiones que su mente consciente no distinguía.

Alice se apoyó en la cama. La fecha era el 16 de marzo, un par de días antes de la muerte de su tía. ¿La habría guardado ella misma en la caja o lo habría hecho otra persona? ¿Quizá el propio Baillard?

Apartando a un lado el poema, Alice deshizo el nudo de la cinta.

Había diez fotografías en total, todas en blanco y negro, y dispuestas por orden cronológico. El mes, el lugar y la fecha estaban escritos al dorso, a lápiz, con letras mayúsculas. La primera foto era un retrato de estudio de un niño muy serio, con uniforme de colegial y raya al lado en el pelo repeinado. Alice le dio la vuelta, frederick william tanner, septiembre 1937, leyó al dorso. Estaba escrito en tinta azul y la letra era diferente.

El corazón le dio un vuelco. Ese mismo retrato de su padre había estado en su casa, sobre la repisa de la chimenea, junto a la foto de la boda de sus padres y un retrato de la propia Alice a los seis años, con un vestido de fiesta de mangas abombadas. Repasó con los dedos las líneas de la cara. Era como mínimo la prueba de que Grace sabía de la existencia de su hermano menor, aunque nunca se hubieran encontrado.

Alice la apartó y pasó a la siguiente fotografía, tras lo cual examinó metódicamente toda la pila. La más antigua que encontró de su tía era asombrosamente reciente, pues había sido tomada en una fiesta al aire libre, en julio de 1958.

Decididamente, tenía un aire de familia. Como Alice, Grace era menuda y de rasgos delicados, casi de duendecillo, pero tenía el pelo liso y gris, y lo llevaba radicalmente corto. En la imagen, miraba de frente a la cámara, con el bolso firmemente sujeto delante del cuerpo, como una barrera.

La última fotografía era otra instantánea de Grace, varios años más tarde, junto a un hombre mayor. Alice arrugó el ceño. Él le recordaba a alguien. Movió ligeramente la foto, para que la luz incidiera de otra forma sobre la imagen.

Estaban de pie, delante de un viejo muro de piedra. Había cierto acartonamiento en la pose de ambos, como si no se conocieran bien. Por la ropa, era verano o quizá el final de la primavera. Grace llevaba un vestido veraniego de manga corta, ceñido en la cintura. Su compañero era un hombre alto y muy delgado, que vestía un traje de color claro. Tenía el rostro ensombrecido por el ala del sombrero panamá, pero las manos manchadas y arrugadas delataban su edad.

En el muro que había detrás se veía parte de la placa con el nombre de una calle francesa. Forzando la vista para descifrar las diminutas letras, Alice consiguió leer: Rue des Trois Degrés. La inscripción al dorso estaba escrita en la fina caligrafía de Baillard: AB e GT, junh 1993, Chartres.

Chartres otra vez. Tenían que ser Grace y Audric Baillard. Y 1993 era el año de la muerte de sus padres.

Apartando también esa foto, Alice sacó el único objeto que quedaba en la caja: un libro pequeño de aspecto antiguo. La agrietada piel negra de la cubierta se mantenía unida con un oxidado cierre de cremallera y en la tapa destacaban las palabras holy bible, grabadas en letras doradas. Era una biblia.

Tras varios intentos, Alice consiguió abrir la cremallera. A primera vista, le pareció semejante a cualquier otra edición corriente en lengua inglesa. Sólo cuando había pasado rápidamente las tres cuartas partes de las páginas, descubrió un hueco abierto en las finísimas hojas, para crear un escondite rectangular, poco profundo, de unos siete por diez centímetros.

Dentro, doblados y apretados, había varios folios, que Alice comenzó a desplegar con mucho cuidado. Un disco de color claro, del tamaño de una moneda de diez francos, salió de dentro y cayó en su falda. Era plano y muy delgado, y no era metálico, sino de piedra. Sorprendida, lo cogió para mirarlo. Tenía dos letras grabadas: NS. ¿Puntos cardinales? ¿Las iniciales de algún nombre? ¿La moneda de algún país?

Alice dio la vuelta al disco. En la otra cara había un laberinto grabado, idéntico en todos los aspectos al que había visto en la cara inferior del anillo y en la pared de la cueva.

Aunque el sentido común le decía que tenía que haber una explicación perfectamente aceptable para la coincidencia, no se le ocurrió ninguna. Miró con aprensión los folios en cuyo interior había estado el disco. Le inquietaba lo que pudiera descubrir, pero era demasiado curiosa para no abrirlos.

«No puedes detenerte ahora.»

Alice empezó a desplegar los folios. Tuvo que contenerse para no dejar escapar un suspiro de alivio. Era sólo un árbol genealógico, como pudo ver por el encabezamiento de la primera página: arbre généalogique. La mayoría de los nombres estaban escritos en negro, pero en la segunda línea, un nombre, Alaïs Pelletier-du Mas (1193-), aparecía escrito en tinta roja. Alice no consiguió descifrar el nombre que había al lado pero, en la línea inmediatamente inferior, ligeramente a la derecha, sí distinguió otro nombre, Sajhë de Servían, escrito en verde.

Junto a ambos nombres había un motivo pequeño y delicado, destacado con tinta dorada. Alice cogió el disco de piedra y lo colocó junto al símbolo, con el lado del dibujo hacia arriba. Eran idénticos.

Una por una, fue pasando las páginas, hasta llegar a la última. Allí encontró el nombre de Grace, con la fecha de su muerte escrita en una tinta de diferente color. Debajo y a un lado, figuraban los padres de Alice.

El último nombre era el suyo: Alice Helena (1975-), destacado en tinta roja. A su lado, el símbolo del laberinto.

Con las rodillas recogidas bajo la barbilla y los brazos alrededor de las piernas, Alice perdió la cuenta del tiempo que pasó en la habitación silenciosa y abandonada. Finalmente, lo comprendió. Lo quisiera o no, el pasado había regresado en su busca.

CAPÍTULO 43

El viaje de regreso de Sallèles d’Aude a Carcasona transcurrió en una confusa nube.

Cuando Alice llegó al hotel, el vestíbulo del mismo estaba atestado de recién llegados, de modo que ella misma descolgó la llave del gancho y subió sin que nadie reparara en ella.

Al ir a abrir la puerta, se dio cuenta de que ya estaba abierta.

Tras un momento de vacilación, dejó la caja de zapatos y los libros en el suelo del pasillo y, con mucha cautela, empujó la puerta para abrirla del todo.

Allô? ¿Hola?

Sin entrar, recorrió la habitación con la vista. Todo parecía estar tal como lo había dejado. Aún con aprensión, Alice pasó por encima de las cosas que había dejado en el suelo y dio un paso cauteloso hacia el interior del cuarto. En seguida se detuvo. Olía a vainilla y a tabaco rancio.

Percibió un movimiento detrás de la puerta y el corazón le saltó hasta la garganta. Se volvió, justo a tiempo de vislumbrar una americana gris y una cabellera negra reflejadas en el espejo, antes de recibir un fuerte golpe en el pecho que la proyectó hacia atrás. Se golpeó la cabeza contra el espejo de la puerta del armario y las perchas que había dentro repiquetearon como canicas cayendo sobre un techo de hojalata.

Los bordes de la habitación se volvieron borrosos. Todo a su alrededor le pareció desenfocado y movedizo. Alice parpadeó. Oyó al hombre corriendo por el pasillo.

«¡Síguelo! ¡Rápido!»

Se puso en pie con dificultad y salió en su persecución. Bajó trastabillando la escalera, hasta el vestíbulo, donde un nutrido grupo de italianos le bloqueaba la salida. Presa del pánico, recorrió con la vista la animada recepción, justo a tiempo de ver que el hombre se escabullía por la puerta lateral.

Alice se abrió paso entre un bosque de gente y equipaje, tropezando con las maletas, y salió al jardín tras él. El hombre ya estaba al final del sendero. Haciendo acopio hasta del último gramo de energía, Alice echó a correr, pero él resultó ser mucho más veloz.

Cuando finalmente llegó a la calle principal, ya había desaparecido. Se había esfumado entre la multitud de turistas que bajaban de la Cité.

Alice apoyó las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Después enderezó la espalda y se palpó la nuca con los dedos. Ya se le estaba formando un bulto. Tras una última mirada a la calle, se dio la vuelta y volvió andando al hotel. Disculpándose, fue directamente al mostrador, sin guardar cola.

– Pardon, mademoiselle, vous l’avez vu?

La chica que atendía la recepción pareció irritada.

– Estaré con usted en cuanto termine de atender a este caballero -dijo.

– Me temo que lo mío no puede esperar -contestó Alice-. Había un extraño en mi habitación. Acaba de salir corriendo. Hace un par de minutos.

– Una vez más, madame, le ruego que tenga la amabilidad de esperar un momento…

Alice levantó la voz para que todos la oyeran.

Il y avait quelqu’un dans ma chambre. Un voleur.

«Un ladrón.» Todo el vestíbulo atestado de gente se quedó en silencio. La chica abrió mucho los ojos, se deslizó de su taburete y desapareció por el fondo. Segundos después hizo acto de presencia el propietario del hotel, que guió a Alice fuera del área principal de recepción.

– ¿Cuál es el problema, madame? -preguntó en voz baja.

Alice se lo explicó.

– La puerta no ha sido forzada -dijo él, examinando la cerradura, cuando la acompañó a su habitación.

Con el propietario observando desde la puerta, Alice comprobó si faltaba algo. Para su asombro, todo seguía allí. Su pasaporte todavía estaba en el armario, aunque había sido desplazado. Lo mismo podía decirse del contenido de su mochila. No faltaba nada, pero todo estaba ligeramente fuera de su lugar. Como prueba, era muy poco convincente.

Alice miró en el baño. Por fin, había encontrado algo.

– Monsieur, s’il vous plaît -llamó al dueño del hotel. Le señaló el lavabo-. Regardez.

Había un penetrante olor a lavanda allí donde su jabón había sido cortado a trozos pequeños. También el tubo de la pasta de dientes había sido cortado y abierto, y su contenido había sido exprimido.

– Voilà. Je vous l’ai déjà dit. Ya se lo había dicho.

El propietario del hotel parecía preocupado, pero dubitativo. ¿Quería que llamara a la policía? Preguntaría a los otros huéspedes, desde luego, por si hubieran visto algo, pero teniendo en cuenta que no faltaba nada… Dejó la frase inconclusa.

De pronto, Alice sintió la conmoción. No era un caso corriente de robo como otro cualquiera. Aquel hombre, fuera quien fuese, iba en busca de algo concreto, algo que suponía que estaba en su poder.

¿Quiénes sabían que ella se alojaba allí? Noubel, Paul Authié, Karen Fleury y el resto de los empleados del bufete, Shelagh y, que ella supiera, nadie más.

– No -repuso ella rápidamente-. A la policía no, puesto que no falta nada. Pero me gustaría cambiarme en otra habitación.

El hombre empezó a protestar, diciendo que el hotel estaba completo, pero se detuvo al ver la expresión de su rostro.

– Veré lo que puedo hacer.

Veinte minutos más tarde, Alice estaba instalada en un ala diferente del hotel.

Estaba nerviosa. Por segunda o tercera vez, comprobó que la puerta estuviera cerrada y las ventanas aseguradas. Se sentó en la cama, con sus cosas alrededor, intentando decidir qué hacer. Después se levantó, anduvo por la diminuta habitación, volvió a sentarse y volvió a levantarse. Todavía no estaba segura de que no le conviniera mudarse a otro hotel.

«¿Y si vuelve esta noche?»

De pronto, sonó una alarma. Alice dio un salto, antes de advertir que era simplemente el teléfono móvil, que sonaba en el bolsillo interior de su chaqueta.

– Allô, oui?

Fue un alivio oír la voz de Stephen, uno de los colegas de Shelagh en la excavación.

– Hola, Steve. No, lo siento. Acabo de llegar. No he tenido tiempo de ver si tenía mensajes. ¿Qué hay?

Mientras escuchaba, el color abandonó su cara al oírle decir que iban a clausurar la excavación.

– Pero ¿por qué? ¿Qué razón ha podido dar Brayling?

– Ha dicho que no dependía de él.

– ¿Sólo por los esqueletos?

– La policía no ha dicho nada.

El corazón de Alice se aceleró.

– ¿Estaba ahí la policía cuando Brayling se los dijo? -preguntó.

– Estaban aquí en parte por Shelagh -empezó a decir él, pero se interrumpió-. Me estaba preguntando, Alice, si no habrás tenido alguna noticia suya desde que te marchaste.

– Nada en absoluto desde el lunes. Ayer intenté hablar con ella varias veces, pero no me ha devuelto ninguna de las llamadas. ¿Por qué lo dices?

Alice se puso de pie casi sin darse cuenta, mientras esperaba la respuesta de Stephen.

– Es como si se hubiera esfumado -dijo él finalmente-. Brayling parece inclinarse por una interpretación siniestra del caso. Sospecha que ha robado algo del yacimiento.

– Shelagh nunca haría nada semejante -exclamó ella-. Ni remotamente. No es el tipo de…

Pero mientras hablaba, le volvió a la mente la imagen de la cara de Shelagh, pálida y desfigurada por la ira. Aunque le pareció una deslealtad, de pronto sintió que ya no le tenía tanta confianza.

– ¿También lo cree la policía? -preguntó.

– No lo sé. Todo es un poco raro -contestó él vagamente-. Uno de los policías que estuvieron en el yacimiento el lunes ha muerto atropellado en Foix por un conductor que después se dio a la fuga -prosiguió-. Venía en el periódico. Parece ser que Shelagh y él se conocían.

Alice se desplomó en la cama.

– Perdona, Steve, pero todo esto me está resultando difícil de asimilar. ¿Alguien la está buscando? ¿Alguien está haciendo algo?

– Hay una cosa -respondió él con voz vacilante-. Lo haría yo mismo, pero vuelvo a casa mañana, a primera hora. No tiene sentido quedarse más tiempo.

– ¿Qué es?

– Antes del comienzo de la excavación, sé que Shelagh pasó unos días en casa de unos amigos, en Chartres. He pensado que quizá ha vuelto con ellos y simplemente se le ha olvidado decirlo.

A Alice le pareció poco verosímil, pero era mejor que nada.

– He llamado a ese teléfono. El chico que respondió dijo que no conocía a Shelagh, pero estoy seguro de que era el número que ella me dio. Lo tenía grabado en mi móvil.

Alice buscó lápiz y papel.

– Dámelo. Yo también lo intentaré -dijo, mientras se disponía a escribir.

En cuanto oyó el número la mano se le heló.

– Lo siento Steven. -Su voz sonaba a hueco, como si hablara desde una enorme distancia-. ¿Podrías repetírmelo?

– Es el 02 68 72 31 26 -dijo él-. ¿Me avisarás si averiguas alguna cosa?

Era el número que le había dado Biau.

– Déjalo en mis manos -dijo ella, casi sin darse cuenta de lo que estaba diciendo-. Estaremos en contacto.

Alice sabía que hubiese debido llamar a Noubel para poner en su conocimiento el falso robo y su encuentro con Biau, pero dudaba. No estaba segura de poder confiar en él, que no había hecho nada para frenar a Authié.

Buscó en su mochila y sacó un mapa de carreteras de Francia. «Es una locura. Son por lo menos ocho horas al volante.»

Algo se removía en el fondo de su mente. Repasó las notas que había tomado en la biblioteca.

Entre la montaña de palabras dedicadas a la catedral de Chartres, había visto una alusión marginal al Santo Grial. Allí también había un laberinto. Alice encontró el párrafo que estaba buscando. Volvió a leerlo un par de veces para estar segura de que no lo había entendido mal. Entonces apartó de un tirón la silla que había debajo del escritorio y se sentó, con el libro de Audric Baillard abierto por la página señalada.

Otros lo consideran el lugar definitivo de reposo del Grial. Se ha dicho que los cátaros eran los guardianes del cáliz de Cristo…

El tesoro de los cátaros había sido sustraído de Montségur. ¿Y llevado al pico de Soularac? Alice consultó el mapa que había al comienzo del libro. De Montségur a los montes Sabarthès no había mucha distancia. ¿Estaría escondido allí el tesoro?

«¿Cuál es la conexión entre Chartres y Carcasona?»

Oyó a lo lejos los primeros rugidos de la tormenta. La habitación estaba bañada por una extraña luz naranja, producida por el reflejo de las farolas de la calle en la cara inferior de las nubes del cielo nocturno. Se había levantado un viento que hacía batir las persianas y formaba remolinos de basura en los aparcamientos.

Mientras Alice cerraba las cortinas, empezaron a caer los primeros goterones de lluvia, que estallaban como manchas de tinta negra en el alféizar de la ventana. Hubiese querido salir de inmediato, pero era tarde y no quería arriesgarse a conducir en medio de la tormenta.

Cerró con llave y pasador la puerta y las ventanas, puso el despertador y se metió en la cama sin desvestirse, a esperar que llegara la mañana.

Al principio, todo era como siempre, familiar y apacible. Estaba flotando en el blanco mundo ingrávido, transparente y silencioso. Después, como al abrirse de un golpe seco la trampilla del suelo del cadalso, sintió una repentina sacudida y cayó a través del cielo abierto hacia una ladera boscosa que subía rápidamente a su encuentro.

Sabía dónde estaba. En Montségur, a comienzos del verano.

Empezó a correr en cuanto sus pies tocaron el suelo, trastabillando por un empinado y agreste sendero de montaña, entre dos hileras de árboles muy altos. Sus frondosas copas lo dominaban todo con su altura y se cernían sobre ella. Intentó agarrarse a las ramas para ralentizar su avance, pero sus manos las atravesaron. Se le pegaron a los dedos montoncitos de hojas diminutas, como pelos en un cepillo, que le pintaron de verde las yemas.

El sendero descendía bajo sus pies. Alice se dio cuenta de que el crujido de la grava y la piedra había reemplazado a la tierra blanda, el musgo y la hierba del tramo superior. Pero, aun así, no se oía ningún ruido. No había aves cantando, ni voces llamando, ni nada más que su propia respiración agitada.

El sendero viraba y se enroscaba sobre sí mismo, lanzándola primero en una dirección y luego en otra, hasta que dobló un recodo y vio el silencioso muro de llamas que bloqueaba el camino más adelante. Levantó las manos para protegerse la cara de las llamas, que rugían y resoplaban azotando y agitando el aire, como juncos bajo la superficie de un río.

Después, el sueño empezó a cambiar. Esta vez, en lugar de la multitud de rostros que cobraban forma entre las llamas, hubo uno solo, el de una joven de expresión amable pero firme, que tendía la mano y cogía el libro de manos de Alice.

Estaba cantando, con una voz que era un hilillo de plata. «Bona nuèit, bona nuèit.»

Esta vez, no hubo dedos fríos que la agarraran de los tobillos ni la amarraran al suelo. El fuego ya no la llamaba. Ahora subía en espiral por el aire como un penacho de humo, con los delgados y fuertes brazos de la mujer rodeándola en un estrecho abrazo. Estaba a salvo.

Braves amics, pica mièja nuèit.

Alice sonrió mientras las dos ascendían más y más hacia la luz, dejando el mundo muy lejos, allá abajo.

CAPÍTULO 44

Carcassona

Julhet 1209

Alaïs se levantó temprano, tras despertarse con el ruido de las sierras y los martillos en la plaza de armas. Miró por la ventana y vio las galerías de madera y los entablados que estaban levantando sobre las murallas de piedra del Château Comtal.

El impresionante esqueleto de madera estaba cobrando forma rápidamente. Como una pasarela cubierta tendida a través del cielo, ofrecía la perfecta posición privilegiada desde la cual los arqueros podrían hacer caer una lluvia de proyectiles sobre el enemigo, en la improbable eventualidad de que las murallas de la Cité no pudieran resistir su avance.

Se vistió rápidamente y corrió a la plaza. En la forja rugía el fuego. Los martillos cantaban sobre los yunques, modelando las armas y aguzando su filo. Los trabajadores de las murallas se gritaban unos a otros, en secos y breves estallidos, mientras otros preparaban las hachas, las cuerdas y los contrapesos de las peireiras, las catapultas más grandes.

De pie junto a las cuadras, Alaïs vio a Guilhelm. El corazón le dio un vuelco. «Mírame.» Él no se volvió ni alzó la vista. Alaïs levantó la mano para llamar su atención, pero se arrepintió y la dejó caer. No pensaba humillarse suplicando su afecto si él no estaba dispuesto a dárselo.

Las industriosas escenas del interior del Château Comtal encontraban eco en la Cité, donde habían apilado piedras desde las Corbières hasta la plaza central, listas para las ballestas y las catapultas. Un acre hedor a orina emanaba de la curtiduría, donde estaban preparando pieles de animales para proteger del fuego las galerías. Una continua procesión de carros entraba por la puerta de Narbona, llevando comida para abastecer la Cité: carne de La Piège y el Lauragais, vino del Carcassès, cebada y trigo de las llanuras, y alubias y lentejas de las huertas de Sant Miquel y Sant-Vicens.

Una sensación de determinación y orgullo impregnaba toda la actividad. Sólo las nubes de aciago humo negro sobre el río y las ciénagas del norte, donde el vizconde Trencavel había ordenado que se quemaran los molinos y se destruyeran las cosechas, recordaban el carácter real e inminente de la amenaza.

Alaïs esperó a Sajhë en el lugar acordado. Su mente bullía de preguntas que deseaba hacerle a Esclarmonda, interrogantes que iban y venían en su cabeza, primero uno y después otro, como pajarillos sobre un río. Cuando finalmente llegó Sajhë, Alaïs casi no podía hablar por la expectación.

Lo siguió a través de calles sin nombre hasta el suburbio de Sant Miquel, donde se detuvieron ante una puerta baja que daba a las murallas exteriores. El ruido de los excavadores abriendo zanjas para impedir que el enemigo se acercara e intentara socavar las murallas era estruendoso. Sajhë tenía que gritar para hacerse oír.

– La menina os espera dentro -dijo, con una expresión repentinamente solemne.

– ¿Tú no entras?

– Me ha dicho que os acompañara y que luego regresara al castillo, a buscar al senescal Pelletier.

– Lo encontrarás en la plaza de armas -le informó ella.

– Bien -dijo el chico, que había vuelto a sonreír-. Hasta luego.

Alaïs empujó la puerta y llamó a Esclarmonda, ansiosa por verla, pero en seguida se detuvo. En la penumbra, distinguió una segunda figura, sentada en una silla en un rincón de la habitación.

– Pasa, pasa -dijo Esclarmonda, con una sonrisa que se traslucía en su voz-. Creo que ya conoces a Simeón.

Alaïs estaba asombrada.

– ¿Simeón? ¿Tan pronto? -exclamó con deleite, corriendo hacia él y cogiendo sus manos-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cuándo llegasteis a Carcassona? ¿Dónde os alojáis?

Simeón dejó escapar una larga y sonora carcajada.

– ¡Cuántas preguntas! ¡Cuánta prisa por saberlo todo en seguida! Bertran me ha contado que, de niña, no parabas de preguntar.

Alaïs reconoció con una sonrisa la veracidad de lo dicho. Se acomodó sobre el banco que había junto a la mesa y aceptó la copa de vino que le ofrecía Esclarmonda, mientras escuchaba el resto de la conversación de Simeón con la sabia mujer. Entre ellos ya parecía haberse establecido un vínculo, una facilidad de trato.

Hábil narrador, Simeón estaba entretejiendo historias de su vida en Chartres y Béziers con sus recuerdos de Tierra Santa. El tiempo pasó casi sin darse cuenta, oyéndolo hablar de las colinas de Judea en primavera y las llanuras de Sefal, cubiertas de lirios, azucenas azules y amarillas y almendros color rosa, que se extendían como una alfombra hasta los confines del mundo. Alaïs escuchaba extasiada.

Las sombras se alargaron y la atmósfera fue cambiando sin que Alaïs lo advirtiera. De pronto fue consciente de un nervioso aleteo en el estómago, un adelanto de lo que iba a suceder. Se preguntó si era así como Guilhelm y su padre se sentirían en vísperas de una batalla, con esa sensación de que el tiempo pendía de un hilo.

Miró a Esclarmonda, que tenía las manos recogidas sobre el regazo y la expresión serena. Su actitud era compuesta y tranquila.

– Estoy segura de que mi padre vendrá en seguida -dijo Alaïs, sintiéndose responsable de su persistente ausencia-. Me dio su palabra.

– Lo sabemos -replicó Simeón, dándole un par de golpecitos en la mano. Tenía la piel reseca como el pergamino.

– No creo que podamos esperar mucho tiempo más -terció Esclarmonda, contemplando la puerta, que seguía obstinadamente cerrada-. Los dueños de la casa volverán en cualquier momento.

Alaïs sorprendió un intercambio de miradas entre ellos. Incapaz de seguir soportando la tensión, se decidió a hablar.

– Ayer no respondiste a mi pregunta, Esclarmonda. -La asombró la firmeza de su propia voz-. ¿Tú también eres guardiana? ¿Tienes en tu poder el libro que mi padre está buscando?

Por un instante, sus palabras parecieron quedar flotando en el aire entre ellos, sin nadie que las reclamara para sí. Después, para sorpresa de Alaïs, Simeón se echó a reír.

– ¿Cuánto te ha contado tu padre acerca de la Noublesso ? -preguntó, con un destello de luz en los ojos negros.

– Me ha dicho que siempre hay cinco guardianes, juramentados para proteger los libros de la Trilogía del Laberinto -respondió ella con arrojo.

– ¿Y te ha explicado por qué son cinco?

Alaïs sacudió la cabeza.

– El Navigatairé, el jefe, cuenta siempre con la ayuda de cuatro iniciados. Juntos representan los cinco puntos del cuerpo humano y el poder del número cinco. Cada guardián es escogido por su fortaleza, su determinación y su lealtad. No importa que sea cristiano, sarraceno o judío. Lo importante no es la sangre, la cuna o la raza, sino el espíritu y el coraje. Así, se incorpora también la naturaleza del secreto que hemos jurado proteger, que pertenece a todas las confesiones y a ninguna. -Sonrió-. La Noublesso de los Seres existe desde hace más de dos mil años (aunque no siempre con el mismo nombre), para custodiar el secreto y protegerlo. A veces hemos ocultado nuestra presencia; otras, la hemos proclamado abiertamente.

Alaïs se volvió hacia Esclarmonda.

– Mi padre es reacio a aceptar tu identidad. No puede creer que seas una guardiana.

– Porque contradice sus expectativas.

– Bertran siempre ha sido así -rió Simeón.

– Jamás había imaginado que el quinto guardián pudiera ser una mujer -repuso Alaïs, saliendo en defensa de su padre.

– No habría sido tan raro en épocas pasadas -dijo Simeón-. Egipto, Asiría, Roma, Babilonia, otras antiguas culturas de las que habrás oído hablar sentían más respeto por la condición femenina que estos oscuros tiempos nuestros.

Alaïs estuvo pensando un momento.

– ¿Creéis que Harif está en lo cierto al considerar que los libros estarán más seguros en las montañas?

Simeón hizo un amplio gesto con las manos.

– No nos corresponde a nosotros buscar la verdad, ni cuestionar lo que será o no será. Nuestra labor consiste simplemente en custodiar los libros y protegerlos de todo daño, para que estén listos cuando sea necesario.

– Por eso Harif decidió que fuera tu padre quien los transportara, y no nosotros -prosiguió Esclarmonda-. Por su posición, es el mejor messatgièr. Tiene acceso a hombres y caballos, y puede viajar con más libertad que cualquiera de nosotros.

Alaïs titubeó. No quería ser desleal a su padre.

– Le cuesta dejar al vizconde. Se siente desgarrado entre sus viejos compromisos y sus nuevas fidelidades.

– Todos padecemos esos conflictos -replicó Simeón-. Todos nos hemos encontrado ante la disyuntiva de tener que elegir el mejor camino para nosotros. Bertran ha sido afortunado, porque ha vivido mucho tiempo sin tener que tomar esa decisión. -Cogió la mano de la joven entre las suyas-. Pero ya no puede retrasarla más, Alaïs. Debes animarlo a asumir su responsabilidad. Carcassona no ha caído hasta ahora, pero eso no significa que no vaya a caer.

Alaïs sentía sus miradas sobre ella. Se incorporó y se acercó al fuego. De pronto, a medida que una idea cobraba forma en su mente, se le aceleró el corazón.

– ¿Está permitido que otra persona actúe en su nombre? -dijo en tono neutro.

Esclarmonda lo comprendió.

– No creo que tu padre lo permitiera. Eres demasiado valiosa para él.

Alaïs se volvió para encararse con ellos.

– Antes de su partida a Montpelhièr, él mismo me consideró a la altura de la tarea. En la práctica, ya me ha dado su autorización.

Simeón asintió con la cabeza.

– Es cierto, pero la situación cambia diariamente. A medida que los franceses se aproximan a las fronteras de los dominios del vizconde Trencavel, los caminos se vuelven cada vez más peligrosos, como yo mismo he podido comprobar. Dentro de poco, cualquier viaje será arriesgado.

Alaïs se mantuvo firme.

– Pero yo viajaré en sentido contrario -dijo ella, desplazando la mirada de uno a otro-. Y no habéis respondido a mi pregunta. Si las tradiciones de la Noublesso no impiden que alivie de esta carga los hombros de mi padre, me ofrezco para servir en su lugar. Soy perfectamente capaz de cuidarme sola. Soy buena amazona, y hábil con el arco y la espada. Nadie sospechará jamás que yo…

Simeón levantó una mano.

– Malinterpretas nuestra vacilación, niña mía. No pongo en duda tu osadía ni tu valor.

– Entonces dadme vuestra bendición.

Simeón suspiró y se volvió hacia Esclarmonda.

– ¿Qué dices tú, hermana? En el supuesto de que Bertran esté de acuerdo, naturalmente.

– Te lo ruego, Esclarmonda -suplicó Alaïs-. Habla en mi favor. Conozco a mi padre.

– No puedo prometer nada -dijo finalmente-, pero no argumentaré en tu contra.

Alaïs dejó que una sonrisa se abriera paso en su rostro.

– Sin embargo, deberás respetar su decisión -prosiguió Esclarmonda-. Si no te da su permiso, tendrás que aceptarlo.

«No puede negarse. No lo dejaré.»

– Lo obedeceré, desde luego -replicó ella.

La puerta se abrió y Sajhë irrumpió en la habitación, seguido de Bertran Pelletier.

Éste abrazó a Alaïs, saludó a Simeón con gran alivio y afecto, y finalmente dedicó un saludo más formal a Esclarmonda. Alaïs y Sajhë fueron en busca de vino y pan, mientras Simeón exponía lo dicho hasta ese momento.

Para sorpresa de Alaïs, su padre escuchó en silencio, sin hacer ningún comentario. Al principio, Sajhë seguía la escena con los ojos muy abiertos, pero al final sintió sueño y se acurrucó junto a su abuela. Alaïs no participó en la conversación, pues sabía que Simeón y Esclarmonda defenderían mejor que ella su punto de vista, pero de vez en cuando echaba una mirada a su padre.

El senescal tenía la tez gris y arrugada, y parecía agotado. Su hija notó que no sabía qué hacer.

Finalmente, no hubo nada más que decir. Un silencio expectante cayó sobre la minúscula estancia. Todos esperaban y ninguno estaba seguro de cuál sería la decisión.

Alaïs se aclaró la garganta.

– Y bien, paire, ¿qué decidís? ¿Me daréis permiso para partir?

Pelletier suspiró.

– No quiero exponerte a ningún peligro.

La joven sintió que se le hundía el ánimo.

– Ya lo sé, y os agradezco vuestro amor por mí. Pero quiero ayudar y soy capaz de hacerlo.

– Tengo una sugerencia que quizá os satisfaga a ambos -intervino Esclarmonda serenamente- Permitid que Alaïs se ponga en camino con la Trilogía, pero solamente hasta Limoux, por ejemplo. Tengo amigos allí que podrían ofrecerle alojamiento seguro. Cuando hayáis cumplido con vuestras obligaciones y el vizconde Trencavel pueda prescindir de vuestra presencia, podréis reuniros con ella y hacer juntos el resto del viaje a las montañas.

El senescal hizo una mueca.

– No veo en qué puede ayudarnos eso. La locura de emprender un viaje en un momento de tanta agitación como éste llamará la atención, que es lo que menos nos interesa. Además, no puedo saber durante cuánto tiempo mis responsabilidades me retendrán en Carcassona.

Los ojos de Alaïs refulgieron.

– Es fácil. Podría difundir el rumor de que estoy cumpliendo una promesa hecha el día de mi boda -dijo, improvisando mientras hablaba-. Podría decir que he prometido un donativo a la abadía de Sant-Hilaire. Desde allí, hay un corto recorrido hasta Limoux.

– Tu repentino acceso de devoción no convencería a nadie -dijo Pelletier, con un imprevisto destello de humor-, y menos aún a tu marido.

Simeón negó con un dedo.

– ¡No, Bertran! ¡Es una idea excelente! Nadie criticaría un peregrinaje en este momento. Además, Alaïs es la hija del senescal de Carcassona. Nadie se atrevería a poner en duda sus intenciones.

Pelletier desplazó su silla, con el empecinamiento pintado en la cara.

– Sigo creyendo que la Trilogía está mejor custodiada aquí, en la Ciutat. Harif no conoce la situación actual como nosotros. Carcassona resistirá.

– Toda las ciudades pueden caer, por muy fortificadas que estén y por muy indómitas que sean, y tú lo sabes. El Navigatairé nos ha dado instrucciones de entregarle a él los libros en las montañas. -Miró fijamente a Pelletier con sus ojos negros-. Entiendo que no estés dispuesto a abandonar al vizconde Trencavel en este momento. Lo has dicho y lo aceptamos. Tu conciencia ha hablado, para bien o para mal. -Hizo una pausa-. Sin embargo, si tú no vas, alguien tendrá que ir en tu lugar.

Alaïs podía ver con cuánto dolor luchaba su padre por reconciliar sus emociones enfrentadas. Conmovida, se inclinó hacia él y puso las manos sobre las suyas. Su padre no dijo nada, pero reaccionó a su gesto estrechándole los dedos.

– Aiçò es vòstre -dijo ella suavemente. Dejadme hacer esto por vos.

Pelletier dejó que un largo suspiro acudiera a sus labios.

– Vas a correr un gran peligro, filha. -Alaïs asintió con la cabeza-. ¿Y aun así deseas hacerlo?

– Será un honor para mí serviros de esta manera.

Simeón apoyó la mano sobre el hombro de Pelletier.

– Es valiente esta hija tuya. Firme como una roca. Como tú, mi viejo amigo.

Alaïs casi no se atrevía a respirar.

– Mi corazón se opone -dijo finalmente Pelletier-, pero mi cabeza mantiene la opinión contraria, de modo que… -Se detuvo, como si temiera lo que estaba a punto de decir-. Si tu marido y dòmna Agnès te lo permiten, y Esclarmonda se aviene a acompañarte, tienes mi autorización.

Alaïs se inclinó sobre la mesa y besó a su padre en los labios.

– Has decidido sabiamente -dijo Simeón, resplandeciente.

– ¿Cuántos hombres podéis asignarnos, senescal Pelletier? -pregunto Esclarmonda.

– Cuatro hombres de armas, seis como mucho.

– ¿Y con qué celeridad podréis tenerlo todo dispuesto?

– En una semana -respondió el senescal-. Si nos precipitamos en exceso, llamaremos la atención. Yo pediré autorización a dòmna Agnès y tú a tu marido, Alaïs.

Ella abrió la boca, para decir que su marido probablemente ni siquiera notaría su ausencia, pero se contuvo.

– Para que este plan tuyo funcione, filha -prosiguió Pelletier-, hay que respetar el protocolo.

Con el último rastro de indecisión desterrado de sus palabras y sus gestos, el senescal se incorporó, para marcharse.

– Alaïs -dijo-, vuelve al Château Comtal y busca a François. Anúnciale tus planes con la mayor circunspección posible y dile que no tardaré.

– ¿No venís?

– En un momento.

– Bien. ¿No debería llevarme el libro de Esclarmonda?

Pelletier sonrió con ironía.

– Puesto que Esclarmonda va a acompañarte, Alaïs, estoy convencido de que el libro estará a salvo si permanece un poco más de tiempo en su poder.

– No pretendía sugerir…

Pelletier dio unas palmaditas sobre el bolsillo oculto bajo su capa.

– El libro de Simeón, en cambio…

Metió una mano bajo la capa y extrajo la funda de piel de cordero que Alaïs había visto brevemente en Béziers, cuando Simeón se la había entregado a su padre.

– Llévalo al castillo. Cóselo al forro de tu capa de viaje. Después iré a buscar el Libro de las palabras.

Alaïs cogió el libro, lo metió en su bolsa y levantó la vista hacia su padre.

– Gracias, paire, por depositar en mí vuestra confianza.

Pelletier se sonrojó. Trabajosamente, Sajhë se puso en pie.

– Yo me aseguraré de que dòmna Alaïs llegue a casa sana y salva -dijo, y todos se echaron a reír.

– Será mejor que así sea, gent òme -repuso Pelletier, golpeándole amigablemente la espalda-. Todas nuestras esperanzas reposan sobre sus hombros.

– Veo en ella tus cualidades -dijo Simeón, mientras se dirigían andando a las puertas que conducían de Sant Miquel a la judería-. Es valiente, empecinada, leal. No se da por vencida fácilmente. ¿También se parece a ti tu hija mayor?

– Oriane ha salido más a su madre -se apresuró a responder el senescal-. Tiene el físico y el temperamento de Marguerite.

– Suele suceder. A veces un hijo se parece al padre y otras veces a la madre. -Hizo una pausa-. Tengo entendido que está casada con el escrivan del vizconde Trencavel…

Pelletier suspiró.

– No es un matrimonio feliz. Congost no es joven, y es intolerante con la forma de ser de ella. Pero ocupa un lugar destacado dentro de la casa.

Anduvieron unos pasos más en silencio.

– Si se parece a Marguerite, debe de ser hermosa.

– Oriane destaca por su encanto y su gracia. Muchos hombres la cortejarían. Algunos ni siquiera se toman el trabajo de ocultarlo.

– Tus hijas deben de ser un gran consuelo para ti.

Pelletier lanzó una mirada furtiva a Simeón.

– Alaïs, sí. -Tuvo un instante de vacilación-. Supongo que yo soy el culpable, pero encuentro la compañía de Oriane menos… Intento ser ecuánime, pero me temo que tampoco hay demasiado afecto entre ellas.

– Una pena -murmuró Simeón.

Habían llegado a las puertas. Pelletier se detuvo.

– Ojalá pudiera convencerte para que te alojaras dentro de la Ciutat. O por lo menos en Sant Miquel. Si viene el enemigo, fuera de las murallas no podré protegerte.

Simeón apoyó una mano sobre el brazo de Pelletier.

– Te preocupas demasiado, amigo mío. Yo ya he cumplido mi papel. Te he dado el libro que me había sido confiado. Los otros dos también están dentro de las murallas. Tienes a Esclarmonda y a Alaïs para ayudarte. ¿Quién querría algo de mí ahora? -Se quedó mirando fijamente a su amigo, con sus ojos oscuros y chispeantes-. Mi lugar está con mi gente.

Había algo en el tono de Simeón que alarmó a Pelletier.

– No voy a aceptar que esta despedida sea definitiva -dijo con determinación-. Estaremos bebiendo vino juntos antes de que termine el mes, recuerda mis palabras.

– No son tus palabras lo que me inquieta, amigo mío, sino las espadas de los franceses.

– Te apuesto que cuando llegue la primavera todo habrá terminado. Los franceses habrán regresado a casa cojeando y con el rabo entre las piernas; el conde de Tolosa estará buscando nuevos aliados, y tú y yo nos sentaremos junto al fuego, a rememorar nuestra juventud perdida.

– Pas a pas, se va luènh -respondió Simeón, abrazándolo-. Y saluda calurosamente de mi parte a Harif. ¡Dile que aún estoy esperando aquella partida de ajedrez que me prometió hace treinta años!

Pelletier levantó la mano en gesto de despedida, mientras Simeón atravesaba las puertas. Su amigo no se volvió para mirar atrás.

– ¡Senescal Pelletier!

Pelletier siguió contemplando la multitud que bajaba hacia el río, pero ya no podía distinguir a Simeón.

– Messer! -repitió el mensajero, sonrojado y sin aliento.

– ¿Qué hay?

– Os necesitan en la puerta de Narbona, messer.

CAPITULO 45

Alaïs abrió de un empujón la puerta de su habitación y entró corriendo.

– ¿Guilhelm?

Aunque necesitaba soledad y no esperaba otra cosa, se sintió decepcionada al hallar vacía su alcoba.

Cerró la puerta, se soltó la bolsa de la cintura, la puso sobre la mesa y sacó el libro de su funda protectora. Era del tamaño de un salterio de señora. Las cubiertas eran de madera forrada de piel, simples y desgastadas en las esquinas.

Alaïs desató las tiras de cuero y dejó que el libro cayera abierto en sus manos, como una mariposa desplegando sus alas. La primera página estaba vacía, a excepción de un minúsculo cáliz pintado en el centro en pan de oro, que refulgía como una joya sobre el grueso pergamino color crema. No era más grande que el motivo del anillo de su padre o del merel que había estado brevemente en su poder.

Volvió la página. Cuatro líneas de negra caligrafía la contemplaron, escritas con una letra ornamentada y elegante.

En los bordes había dibujos y símbolos que parecían seguir una pauta repetitiva, como los puntos de la costura en la alforza de una capa. Aves y otros animales, y personajes de largos brazos y dedos afilados. Alaïs contuvo la respiración.

«Son las caras y las figuras de mis sueños.»

Una a una, fue pasando las páginas. Cada una estaba cubierta con líneas de escritura en tinta negra, por una sola cara. Reconoció algunas palabras de la lengua de Simeón, pero no sabía interpretarlas. La mayor parte del libro estaba escrito en su propio idioma. La primera letra de cada página estaba iluminada en rojo, azul o amarillo sobre fondo de oro, pero las demás eran sencillas. No había ilustraciones en los márgenes, ni otras letras destacadas en el cuerpo del texto, y las palabras se sucedían una tras otra, sin huecos ni señales que indicaran dónde acababa un pensamiento y empezaba el siguiente.

Alaïs llegó al pergamino oculto en el centro del libro. Era más grueso y oscuro que el resto de las páginas, y no estaba hecho con piel de ternera, sino de cabra. En lugar de símbolos o ilustraciones, había en él solamente unas pocas palabras, acompañadas de hileras de números y medidas. Parecía una especie de mapa.

Sólo pudo distinguir flechas minúsculas que apuntaban en diferentes direcciones, doradas algunas y negras la mayoría.

Alaïs intentó leer la página de arriba abajo y de izquierda a derecha, pero no consiguió encontrarle ningún sentido y no llegó a ninguna parte. Después intentó descifrarla de abajo arriba y de derecha a izquierda, como se leían las vidrieras de las iglesias, pero tampoco así logró comprender nada. Por último, trató de leer alternando las líneas o escogiendo una palabra de cada tres, pero siguió sin entender nada en absoluto.

«Mira más allá de las imágenes visibles, los secretos ocultos detrás.»

Se esforzó por seguir pensando. A cada guardián, según sus habilidades y conocimientos. Esclarmonda tenía habilidad para sanar, por eso Harif le había confiado el Libro de las pociones. Simeón era un estudioso de la antigua Cabala judía, por eso había tenido a su cargo el Libro de los números. «Este libro.»

¿Qué había impulsado a Harif a escoger a su padre como guardián del Libro de las palabras?

Sumida en sus pensamientos, Alaïs encendió la lámpara y se acercó a su mesilla de noche, de donde sacó pergamino, tinta y pluma. Pelletier se había empeñado en que sus hijas aprendieran a leer y escribir, tras comprender en Tierra Santa el valor de esas habilidades. A Oriane sólo le interesaban las destrezas propias de una señora, como la danza, el canto o el bordado. La escritura -como nunca se cansaba de repetir-era para los viejos y los curas. Alaïs, en cambio, había aprovechado la oportunidad con entusiasmo. Había aprendido con rapidez y, aunque no tenía muchas ocasiones de aplicar sus conocimientos, los tenía en muy alta estima.

Dispuso sobre la mesa su material de escribir. No entendía el texto del pergamino, pero tenía esperanzas de igualar su exquisito arte, colores y estilo, así que al menos podía intentar copiarlo mientras tuviera ocasión de hacerlo.

Le llevó cierto tiempo, pero finalmente lo terminó y dejó la copia sobre la mesa para que se secara. Después, consciente de que su padre regresaría en cualquier momento al castillo con el Libro de las palabras, se concentró en la tarea de ocultar el de los números, tal como éste le había indicado.

Su capa roja preferida no le pareció adecuada. La tela era demasiado delicada y el doblez abultaba. En su lugar, eligió una pesada capa marrón. Era una prenda invernal para salir de caza, pero no tenía alternativa. Con dedos expertos, Alaïs separó el aplique del delantero, hasta conseguir un hueco suficiente por donde insertar el libro. Después, cogió el ovillo que Sajhë le había traído del mercado, que era exactamente del color de la capa, y cosió el volumen por dentro, en lugar seguro.

Alaïs sostuvo la capa y se la echó por los hombros. Colgaba desequilibrada, pero en cuanto también tuviera cosido el libro de su padre, quedaría mucho mejor.

Sólo le faltaba una cosa por hacer. Dejando la capa colgada sobre el respaldo de una silla, Alaïs se acercó a la mesa para ver si la tinta se había secado. Inquieta por la posibilidad de ser interrumpida en cualquier momento, plegó el pergamino y lo introdujo en una bolsita de lavanda. Cosió con cuidado la abertura, para que nadie descubriera accidentalmente su contenido, y volvió a colocarlo debajo de su almohada.

Miró a su alrededor, satisfecha con lo hecho hasta entonces y se dispuso a recoger y ordenar su material de costura.

Entonces se oyó un golpe en la puerta. Alaïs corrió a abrir, esperando ver a su padre, pero en su lugar encontró a Guilhelm, que aguardaba en el umbral, sin saber si era bienvenido. Su familiar media sonrisa, sus ojos de niño perdido…

– ¿Me permitís pasar, dòmna? -preguntó suavemente.

Ella sintió el impulso instintivo de echarle los brazos al cuello, pero la prudencia la contuvo. Se habían dicho demasiadas cosas. Y se habían perdonado muy pocas.

– ¿Me lo permitís?

– Estáis en vuestra habitación -dijo ella en tono ligero-. ¿Cómo podría yo impediros que paséis?

– ¡Cuánta formalidad! -replicó Guilhelm, cerrando la puerta tras él-. Preferiría que fuera el placer, y no el deber, lo que os hiciera hablar así.

– Yo… -dijo ella en tono vacilante, sobrecogida por el intenso anhelo que la invadía-. Me alegro de veros, messer.

– Pareces cansada -dijo él, tendiendo una mano para tocarle la cara.

¡Qué fácil habría sido ceder! Entregarse a él por completo.

Cerró los ojos, sintiendo sus dedos recorriendo su piel. Una caricia, leve como un susurro y natural como la propia respiración. Alaïs se imaginó a sí misma inclinándose hacia él y dejando que la abrazara. Su presencia la embriagaba, la hacía sentirse débil.

«No puedo. No debo.»

Se obligó a abrir los ojos y retrocedió un paso.

– No -murmuró-. Por favor, no lo hagas.

Guilhelm cogió la mano de ella entre las suyas. Alaïs pudo ver que estaba nervioso.

– Pronto… a menos que intervenga Dios, les haremos frente. Cuando llegue el momento, Alzeu, Tièrry y los demás saldremos a su encuentro y quizá no regresemos.

– Sí -dijo ella suavemente, deseando devolver un poco de vida al rostro de su marido.

– Desde nuestro regreso de Besièrs me he portado mal contigo, Alaïs, sin causa ni justificación. Estoy arrepentido y he venido a pedirte perdón. Con demasiada frecuencia siento celos, y los celos me impulsan a decir cosas… cosas que después lamento.

Alaïs le sostuvo la mirada, pero no se atrevió a hablar, insegura de sus propios sentimientos.

Guilhelm se acercó un poco más.

– Pero no te disgusta verme…

Ella sonrió.

– Has estado ausente de mí tanto tiempo, Guilhelm, que ya no sé lo que siento.

– ¿Prefieres que me vaya?

Alaïs sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero eso mismo le dio el valor de mantenerse firme. No quería que él la viera llorar.

– Creo que será lo mejor. -Del cuello de su vestido sacó un pañuelo, que depositó en las manos de él-. Todavía hay tiempo para arreglar las cosas entre nosotros.

– Tiempo es lo único que no tenemos, pequeña Alaïs -dijo él suavemente-. Pero a menos que Dios o los franceses lo impidan, mañana volveré.

Alaïs pensó en los libros y en la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros. En cómo muy pronto ella tendría que partir. «Quizá no lo vea nunca más.» Sus defensas se agrietaron. Vaciló un instante, y luego lo abrazó con fiereza, como queriendo imprimir su contorno en su figura.

Después, tan repentinamente como lo había abrazado, lo soltó.

– Todos estamos en manos de Dios -dijo-. Ahora vete, Guilhelm.

– ¿Mañana?

– Ya veremos.

Alaïs se quedó inmóvil como una estatua, con las manos entrelazadas delante del cuerpo para impedir que le temblaran, hasta que la puerta se hubo cerrado y Guilhelm se hubo ido. Luego, perdida en sus cavilaciones, se acercó lentamente a la mesa, preguntándose qué lo habría impulsado a regresar. ¿El amor? ¿El arrepentimiento? ¿O alguna otra cosa?

CAPÍTULO 46

Simeón levantó la vista al cielo. Grises nubarrones se empujaban unos a otros, disputándose el cielo y oscureciendo el sol. Ya había recorrido parte de la distancia que lo separaba de la Cité, pero quería llegar antes de que se desencadenara la tormenta.

Cuando alcanzó los límites del bosque, redujo el paso. Le faltaba el aliento. Estaba demasiado viejo para hacer a pie un trayecto tan largo. Se apoyó pesadamente en el bastón y se aflojó el cuello de la túnica. Ester lo estaría esperando con la comida y quizá con un poco de vino. La idea lo reanimó. ¿Quizá Bertran estaba en lo cierto? Quizá todo habría terminado en primavera. Simeón no advirtió a los dos hombres que saltaron al sendero tras él. No reparó en el brazo levantado, ni en el mazo que se abatía sobre su cabeza, hasta que sintió el golpe y la oscuridad descendió sobre él.

Cuando Pelletier llegó a la puerta de Narbona, ya se había congregado allí una multitud.

– ¡Dejadme pasar! -gritó, apartando a todos los que se interponían en su camino, hasta ponerse delante. Allí había un hombre apoyado a cuatro patas en el suelo, con sangre manándole de una herida en la frente.

Dos soldados se cernían sobre él, con las picas apuntándole al cuello. El herido era a todas luces un músico ambulante. Le habían pinchado el tamboril y su flauta yacía a un lado, partida en dos como los huesos después de un festín.

– ¡En nombre de Sainte Foy! ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Pelletier-. ¿Qué crimen ha cometido este hombre?

– No se detuvo cuando le dimos el alto -replicó el mayor de los soldados, cuyo rostro era un mosaico de cicatrices y viejas heridas-. No tiene autorización.

Pelletier se agachó junto al músico.

– Soy Bertran Pelletier, senescal del vizconde. ¿Qué has venido a hacer a Carcassona?

Tras un parpadeo, los ojos del hombre se abrieron.

– ¿Senescal Pelletier? -murmuró, apretando el brazo de Pelletier.

– El mismo. Habla, amigo.

– Besièrs es presa. Béziers ha caído.

Muy cerca, una mujer sofocó un grito llevándose una mano a la boca.

Conmocionado hasta la médula, Pelletier consiguió ponerse nuevamente en pie.

– ¡Vosotros! -ordenó-. Id en busca de refuerzos para que os releven aquí y ayudad a este hombre a llegar al castillo. Si a causa de vuestros malos tratos no puede hablar, sufriréis las consecuencias. -Pelletier se volvió hacia la muchedumbre-, ¡Y vosotros, prestadme atención! -gritó-. Nadie hablará de lo que ha visto aquí. No tardaremos en averiguar si hay algo de cierto en lo que ha dicho.

Cuando llegaron al Château Comtal, Pelletier ordenó que llevaran al músico a las cocinas para que vendaran sus heridas, mientras él iba a informar de inmediato al vizconde Trencavel. Poco después, reconfortado por la dulzura del vino con miel, el músico fue conducido a la torre del homenaje.

Estaba pálido, pero volvía a ser dueño de sí mismo. Temiendo que sus piernas no lo sostuvieran, Pelletier ordenó que trajeran un taburete, para que pudiera dar su testimonio sentado.

– Dinos tu nombre, amic -dijo.

– Pierre de Murviel, messer.

El vizconde Trencavel estaba sentado en el centro, con sus vasallos formando un semicírculo a su alrededor.

– Benvengut, Pierre de Murviel -dijo-. Tienes noticias para nosotros.

Intentando mantener la espalda erguida, con las manos sobre las rodillas y el rostro pálido como la leche, el hombre se aclaró la garganta y empezó a hablar. Había nacido en Béziers, pero había pasado los últimos años en las cortes de Navarra y Aragón. Era músico y había aprendido el oficio del mismísimo Raimon de Mirval, el mejor trovador del Mediodía, lo cual le había valido una invitación del soberano de Béziers. Viendo en ello la oportunidad de volver a ver a su familia, había aceptado y había regresado a su tierra natal.

Hablaba con un hilo de voz y los presentes tenían que aguzar el oído para distinguir lo que estaba diciendo.

– Háblanos de Besièrs -dijo Trencavel-, y no omitas ningún detalle.

– El ejército francés llegó a los muros de la ciudad en vísperas de la festividad de María Magdalena y plantó campamento en la ribera izquierda del Orb. Junto al río se instalaron peregrinos y mercenarios, limosneros y desdichados, una desastrada turba de gente con los pies desnudos y sin más prenda que calzones y camisas. Un poco más allá, los gallardetes de los barones y los clérigos ondeaban sobre los pabellones, en una masa de verdes, oros y rojos. Levantaron mástiles para los estandartes y talaron árboles para los corrales de los animales.

– ¿Quién fue el enviado para parlamentar?

– El obispo de Besièrs, Renaud de Montpeyroux.

– Dicen que es un traidor, messer -intervino Pelletier, inclinándose para hablar al oído a Trencavel-. Dicen que ya se ha unido a la cruzada.

– El obispo Montpeyroux volvió con una lista de presuntos herejes, elaborada por los legados del papa. No sé cuántos nombres habría en el pergamino, messer, pero sin duda eran cientos. Figuraban en él algunos de los ciudadanos más influyentes, acaudalados y nobles de Besièrs, así como los seguidores de la nueva iglesia y los acusados de ser bons chrétiens. Si los cónsules se avenían a entregar a los herejes, Besièrs sería perdonada. De lo contrario…

Dejó sus palabras en suspenso.

– ¿Qué respondieron los cónsules? -preguntó Pelletier. Sería la primera prueba de la fortaleza de su alianza contra los franceses.

– Que antes preferían ahogarse en la salmuera del mar que rendirse o traicionar a sus conciudadanos.

Trencavel dejó escapar un levísimo suspiro de alivio.

– El obispo abandonó la ciudad, acompañado por un reducido número de sacerdotes católicos, mientras el comandante de nuestra guarnición, Bernart de Servian, empezaba a organizar la defensa.

Se detuvo y tragó audiblemente. Incluso Congost, inclinado sobre su pergamino, interrumpió su trabajo y levantó la cabeza.

– La mañana del veintidós de julio amaneció serena. Hacía calor, incluso de madrugada. Un puñado de cruzados que ni siquiera eran soldados, sino simples seguidores de la Hueste, bajaron al río, justo al pie de las fortificaciones del sur de la ciudad. Desde los muros, los observaban. Hubo insultos. Uno de los routiers se acercó al puente, pavoneándose y lanzando injurias. Las ofensas encolerizaron a nuestros jóvenes, que se armaron con lanzas y mazas, y hasta improvisaron un tambor y un estandarte. Resueltos a dar una lección a los franceses, abrieron la puerta y, antes de que nadie pudiera darse cuenta, salieron a la carga, ladera abajo, gritando a voz en cuello, y atacaron a aquel hombre. En un momento, todo había terminado. Desde el puente lanzaron al río el cadáver del routier.

Pelletier miró al vizconde Trencavel, que había palidecido.

– Desde las murallas, la gente de la ciudad llamaba a los chicos para que regresaran, pero éstos estaban demasiado embriagados por su arrojo como para prestarle oídos. El alboroto llamó la atención del capitán de los mercenarios (el roi, como lo llaman los franceses), que viendo abierta la puerta, dio órdenes de atacar. Finalmente, los jóvenes se percataron del peligro, pero ya era tarde. Los routiers los aniquilaron allí mismo. Los pocos que lograron regresar intentaron proteger la puerta, pero los routiers eran mucho más rápidos e iban mejor armados que ellos. Se abrieron paso y la mantuvieron abierta.

»Al cabo de un momento, los soldados franceses habían llegado a las murallas, armados con picas y azadones, y empezaron a trepar por sus escaleras de mano. Bernart de Servian hizo cuanto pudo por defender la fortaleza y conservar el castillo, pero todo sucedió con excesiva rapidez. Los mercenarios se hicieron fuertes en la puerta.

»Cuando los cruzados entraron, comenzó la matanza. Había cuerpos por todas partes, muertos y mutilados; el río de sangre nos llegaba a las rodillas. Los niños fueron arrancados de brazos de sus madres y traspasados con picas y espadas. Cientos de cabezas fueron arrancadas de sus cuerpos y clavadas sobre las murallas para pasto de los buitres, de tal modo que se hubiese dicho que una hilera de gárgolas sangrientas, hechas de carne y hueso, y no de piedra, contemplaban boquiabiertas nuestra derrota. Los mercenarios mataron a todos los que encontraron, sin distinguir edad ni sexo.

El vizconde Trencavel no pudo seguir guardando silencio.

– ¿Cómo es posible que ni los legados ni los barones franceses impidieran la matanza? ¿No sabían nada al respecto?

El de Murviel levantó la cabeza.

– Lo sabían, messer.

– Pero la matanza de inocentes contradice todo código de honor y toda convención de conducta en la guerra -intervino Pierre-Roger de Cabaret-. No puedo creer que el abad de Cîteaux, por muy grande que sea su celo y muy profundo su odio a la herejía, permita que se dé muerte a mujeres y niños cristianos sin brindarles la oportunidad de confesar sus pecados.

– Dicen que cuando le preguntaron al abad qué era menester hacer para reconocer a los buenos católicos de los herejes, él respondió: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos» -replicó el de Murviel con voz hueca-. Al menos eso dicen.

Trencavel y Cabaret cruzaron una mirada.

– Continúa -ordenó en tono sombrío Pelletier-. Termina tu relato.

– Las grandes campanas de Besièrs tocaban a rebato. Mujeres y niños atestaban la iglesia de San Judas y la de Santa María Magdalena, en la parte alta de la ciudad, donde miles de personas se apretujaban como animales en un corral. Los sacerdotes católicos intentaron hacer oír su voz y empezaron a entonar el Réquiem, pero los cruzados echaron las puertas abajo y los mataron a todos.

Su voz se quebró.

– En el espacio de breves horas, toda la ciudad quedó convertida en un inmenso matadero. Entonces comenzó el saqueo. Nuestras mejores casas fueron despojadas de todos sus tesoros, por la codicia y la barbarie. Sólo entonces los barones franceses intentaron controlar a los routiers, pero no por piedad, sino para satisfacer su propia avidez de riquezas. Los mercenarios, por su parte, se enfurecieron al ver que intentaban privarlos del botín que habían conquistado, de modo que prendieron fuego a la ciudad para que nadie sacara provecho. Las viviendas de madera de los barrios pobres se inflamaron como la yesca. Las vigas del techo de la catedral ardieron y se desplomaron, atrapando a todos cuantos se habían refugiado en el interior del edificio. Las llamas eran tan feroces que la catedral se partió por la mitad.

– Dime, amic -dijo el vizconde-, ¿cuántos sobrevivieron?

El músico bajó la cabeza.

– Nadie, messer, excepto los pocos que conseguimos huir de la ciudad. Todos los demás han muerto.

– Veinte mil muertos en el espacio de una sola mañana -murmuró horrorizado Raymond-Roger-. ¿Cómo es posible?

Nadie respondió. No había palabras para expresar el horror.

Trencavel levantó la cabeza y miró al músico.

– Has visto escenas que ningún hombre debería ver, Pierre de Murviel. Has dado muestras de gran arrojo y coraje al traernos la noticia. Carcassona está en deuda contigo y haré que recibas una buena recompensa. -Hizo una pausa-. Pero antes de que te marches, quisiera hacerte otra pregunta. ¿Sabes si mi tío Raymond, conde de Toulouse, participó en el saqueo de la ciudad?

– No lo creo, messer. Se rumorea que permaneció en el campamento francés.

Trencavel miró a Pelletier.

– Eso es algo, al menos.

– Y mientras venías a Carcassona -intervino Pelletier-, ¿te cruzaste con alguien por el camino? ¿Se ha extendido la noticia de esta matanza?

– No lo sé, messer. Me mantuve apartado de las rutas principales, siguiendo los viejos pasos a través de los barrancos de Lagrasse. Pero no vi soldados.

El vizconde miró a sus cónsules, por si tenían preguntas que hacer, pero ninguno habló.

– Muy bien -dijo entonces, volviéndose hacia el músico-. Puedes retirarte. Una vez más, tienes nuestro agradecimiento.

En cuanto el músico hubo abandonado la sala, Trencavel se volvió hacia Pelletier.

– ¿Por qué no hemos recibido ninguna noticia? Resulta difícil creer que ni siquiera nos hayan llegado rumores. Han pasado cuatro días desde la matanza.

– Si la historia del de Murviel es cierta, pocos habrán quedado para transmitir la noticia -dijo Cabaret en tono sombrío.

– Aun así -replicó Trencavel, desechando el comentario con un gesto de la mano-. Enviad de inmediato exploradores, tantos como podamos permitirnos. Tenemos que averiguar si la Hueste sigue acampada junto a Besièrs o si ya ha emprendido la marcha hacia el este. La victoria dará celeridad a su avance.

Cuando se puso de pie, todos se inclinaron.

– Bertran, ordena a los cónsules que difundan por toda la Ciutat la mala noticia. Ahora iré a la capèla de la Virgen. Dile a mi esposa que se reúna allí conmigo.

Pelletier sentía como si tuviera las piernas enfundadas en una armadura, mientras subía la escalera hacia sus aposentos. Parecía tener algo en torno a su pecho, como una banda o una atadura, que le impedía respirar con libertad.

Alaïs lo estaba esperando junto a la puerta.

– ¿Habéis traído el libro? -le preguntó ansiosamente, pero la expresión del rostro paterno hizo que se interrumpiera en seco-. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo?

– No he ido a Sant Nazari, filha. Han llegado noticias.

Pelletier se dejó caer pesadamente en su silla.

– ¿Qué clase de noticias?

El senescal distinguió la aprensión en la voz de su hija.

– Besièrs ha caído -respondió-. Hace tres o cuatro días. No ha habido supervivientes.

Con dificultad, Alaïs consiguió llegar al banco y sentarse.

– ¿Han muerto todos? -preguntó, sobrecogida por el horror-. ¿También las mujeres y los niños?

– Nos encontramos al borde mismo de la perdición -respondió su padre-. Si son capaces de perpetrar tales atrocidades contra personas inocentes…

Alaïs se sentó a su lado.

– ¿Qué pasará ahora? -dijo ella.

Por primera vez desde que tenía memoria, Pelletier percibió miedo en la voz de su hija.

– No podemos hacer nada más que esperar -respondió. Más que oír, intuyó que su hija hacía una profunda inspiración.

– Pero eso no cambia nada de lo que hemos acordado, ¿verdad? -dijo ella cautelosamente-. Nos permitiréis llevar la Trilogía a un lugar seguro.

– La situación ha cambiado.

Una mirada de fiera determinación centelleó en el rostro de la joven.

– Con todo respeto, paire, ahora hay incluso más razones que antes para que nos dejéis partir. Si no lo hacemos, los libros quedarán atrapados dentro de la Ciutat. No querréis que eso suceda, ¿verdad? -Hizo una pausa, pero él no contestó-. Después de todos los sacrificios que habéis hecho Simeón, Esclarmonda y tú, después de tantos años de esconder los libros y mantenerlos a salvo, vais a fallar al final.

– Lo que sucedió en Besièrs no sucederá aquí -repuso él con firmeza-. Carcassona puede resistir un asedio y lo resistirá. Los libros estarán más seguros aquí.

Alaïs estiró el brazo sobre la mesa y cogió la mano de su padre.

– Mantened vuestra palabra, os lo suplico.

– Laissa estar, Alaïs -dijo él secamente-. No sabemos dónde está el ejército. La tragedia que se ha abatido sobre Besièrs ya es una noticia antigua. Han pasado varios días desde esos nefastos sucesos, aunque son nuevos para nosotros. Puede que ya haya una avanzadilla dispuesta a atacar la Ciutat. Si te dejo ir, estaría firmando tu sentencia de muerte.

– Pero…

– Te lo prohíbo. Es demasiado peligroso.

– Estoy dispuesta a correr el riesgo.

– No, Alaïs -exclamó el senescal-, no te sacrificaré. La obligación es mía, no tuya.

– Entonces ¡venid conmigo! -exclamó ella-. ¡Esta noche! ¡Reunamos los libros y vayámonos ahora, mientras aún podemos!

– Es demasiado peligroso -repitió él empecinadamente.

– ¿Creéis que no lo sé? Sí, es posible que las espadas francesas pongan fin a nuestro viaje. Pero seguramente será mejor morir en el intento que permitir que el miedo a lo que pueda suceder nos despoje de nuestro valor.

Para su sorpresa, y para su frustración, su padre sonrió.

– Tu ánimo te honra, filha -dijo él, en tono de derrota-. Pero los libros se quedan en la Ciutat.

Alaïs lo miró horrorizada, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.

CAPÍTULO 47

Besièrs

Durante dos días después de su inesperada victoria en Béziers, los cruzados permanecieron en los fértiles prados y los campos generosos que rodeaban la ciudad. Haber conseguido tan importante trofeo prácticamente sin sufrir bajas era un milagro. Dios no hubiese podido ofrecerles una señal más clara de la justicia de su causa.

Sobre ellos se cernían las ruinas humeantes de una ciudad antaño grandiosa. Fragmentos de grises cenizas subían en espiral hacia un incongruente cielo azul estival y eran dispersadas por el viento sobre el territorio derrotado. De vez en cuando se oía el ruido inconfundible de las paredes y los escombros desmoronándose y el estallido de la madera quebrándose.

A la mañana siguiente, la Hueste levantó el campamento y emprendió la marcha hacia el sur, por campo abierto, en dirección a la ciudad romana de Narbona. Al frente de la columna marchaba el abad de Cîteaux flanqueado por los legados papales, cuya autoridad secular se había visto reforzada por la arrolladora derrota de la ciudad que había osado dar refugio a la herejía. Cada cruz blanca o dorada parecía refulgir como el más rico de los paños sobre las espaldas de los guerreros de Dios. Cada crucifijo parecía concentrar los rayos de un sol reluciente.

El ejército conquistador zigzagueaba como una serpiente por un paisaje de salinas, pantanos y amarillas extensiones de matorrales azotadas por los feroces vientos que soplaban desde el golfo de León. La vid crecía silvestre a la vera de los caminos, junto a olivos y almendros.

Los soldados franceses, inexpertos y poco habituados al extremo clima del sur, no habían visto nunca un paisaje semejante. Se persignaban, viendo en ello la prueba de que habían entrado en un país dejado de la mano de Dios.

Una delegación encabezada por el arzobispo de Narbona y el vizconde de la ciudad se reunió con los cruzados en Capestang, el 25 de julio.

Narbona era un rico puerto comercial del Mediterráneo, aunque el núcleo de la ciudad se hallaba a cierta distancia de la costa. Con los rumores acerca de los horrores infligidos a Béziers aún frescos en la mente y con la esperanza de salvar Narbona de correr la misma suerte, la Iglesia y el estado se avinieron a sacrificar su independencia y su honor. En presencia de testigos, el obispo y el vizconde de Narbona se arrodillaron ante el abad de Cîteaux e hicieron protestas de total y completo sometimiento a la autoridad de la Iglesia. Acordaron entregar a los legados a todos los herejes conocidos, confiscar las propiedades de cátaros y judíos, e incluso pagar diezmos sobre sus propias posesiones, para financiar la cruzada.

En cuestión de horas, el acuerdo era firme. Narbona se salvó de la destrucción. Nunca un botín de guerra se había ganado con tanta facilidad.

Si el abad y sus legados se sorprendieron por la celeridad con que los narboneses renunciaron a sus derechos, no lo dejaron traslucir. Si los hombres que marchaban bajo los bermejos estandartes del conde de Toulouse se abochornaron por la falta de arrojo de sus compatriotas, no lo confesaron.

Se dio orden de cambiar de rumbo. Pernoctarían en las afueras de Narbona y por la mañana emprenderían la marcha hacia Olonzac. A partir de ahí, quedarían sólo unos días de marcha hasta Carcasona.

Al día siguiente, se rindió la ciudad fortificada de Azille, situada sobre una colina, que abrió de par en par sus puertas a los invasores. Varias familias acusadas de herejía fueron quemadas en una hoguera precipitadamente instalada en la plaza del mercado. El humo negro serpenteó por las estrechas y empinadas callejuelas, atravesó los gruesos muros de la ciudad y alcanzó las llanuras que había a lo lejos.

Una a una, las pequeñas ciudades y fortalezas se fueron rindiendo sin un solo cruce de espadas. La ciudad vecina de La Redorte siguió el ejemplo de Azille, como la mayoría de pueblos y caseríos de pequeñas viviendas que había en el camino. Algunas ciudadelas fueron abandonadas y los cruzados las encontraron desiertas.

La Hueste se abasteció a placer en los graneros y los huertos frutales y prosiguió su marcha La escasa resistencia que encontraron fue sofocada con inmediatas y violentas represalias. Gradualmente, la salvaje reputación del ejército se fue difundiendo, como una sombra maligna que extendiera ante él su negro manto. Poco a poco, el antiguo vínculo entre el pueblo del Languedoc oriental y la dinastía Trencavel se quebró.

En vísperas de la festividad de Sant Nazari, una semana después de su victoria sobre Béziers, la avanzadilla de la Hueste llegó a Trèbes, dos días antes que el grueso del ejército.

A lo largo de la tarde, la humedad del aire fue en aumento. La neblinosa luz vespertina se transmutó en un gris lechoso. Se vio el violento relampagueo de los rayos seguido por el rugido de varios truenos. Mientras los cruzados atravesaban las puertas de la ciudad, que habían quedado abiertas y sin custodia, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.

Las calles estaban fantasmagóricamente desiertas. Todos sus habitantes se habían esfumado como arrebatados por duendes o espíritus. El cielo era una interminable extensión negra y violácea, con amoratadas nubes que se perseguían sobre el horizonte.

Cuando se abatió la tormenta, barriendo las llanuras que rodeaban la ciudad, los truenos estallaron y rugieron en lo alto como si el cielo mismo se estuviera desintegrando.

Los caballos resbalaban y patinaban sobre el empedrado de las calles. Cada pasaje y cada callejón se transformó en un río. La lluvia aporreaba con ferocidad escudos y celadas. Las ratas trepaban por la escalera de la iglesia para salvarse de los arremolinados torrentes. El campanario fue alcanzado por un rayo, pero no llegó a incendiarse.

Los soldados del norte cayeron de rodillas, persignándose y suplicando a Dios que se apiadara de ellos. Nunca habían visto nada comparable a aquella tormenta en las llanuras de Chartres, en los campos de Borgoña o en los bosques de la Champaña.

Tan rápidamente como se había desatado, como una bestia voluminosa y torpe, la tormenta pasó. El aire se volvió límpido y apacible. Los cruzados oyeron que las campanas del monasterio cercano empezaban a repicar, como agradecimiento por el fin de la tempestad. Tomándolo como signo de que lo peor ya había pasado, salieron de sus escondites y se pusieron a trabajar. Los escuderos comenzaron a buscar prados donde los caballos pudieran pastar a salvo, mientras los criados descargaban las pertenencias de sus amos e iban en busca de leña seca para el fuego.

Gradualmente, el campamento fue cobrando forma

Llegó el crepúsculo. El cielo era un mosaico de rosas y violetas. Cuando los últimos penachos de nubes blancas se disiparon, los invasores del norte tuvieron su primer atisbo de las torres y torreones de Carcasona, revelados de pronto en el horizonte.

La Cité parecía flotar por encima de la tierra, como una fortaleza de piedra en el cielo, contemplando majestuosa el mundo de los hombres. Nada de lo que habían oído hasta entonces los había preparado para la primera visión del lugar que habían ido a conquistar. Las palabras no hacían justicia a su esplendor.

Era magnífica, dominante. Inexpugnable.

CAPÍTULO 48

Cuando recuperó el sentido, Simeón ya no estaba en el bosque, sino en una especie de establo. Tenía cierta noción de haber recorrido un largo camino. Las costillas le dolían por el movimiento del caballo.

El hedor era terrible, una mezcla de olor a sudor, cabra, paja seca y algo que no acababa de identificar. Algo enfermizo, como flores en descomposición. Había varios arreos colgados de la pared y un tridente apoyado en un rincón, junto a la puerta, que no era más alta que los hombros de un hombre adulto. En la pared opuesta, se veía cinco o seis argollas de metal para atar animales.

Simeón bajó la vista. La capucha que le habían puesto para taparle la cabeza yacía en el suelo, a su lado. Todavía tenía las manos atadas, lo mismo que los pies.

Tosiendo e intentando escupir las ásperas hebras de tela que se le habían quedado en la boca, encontró un apoyo sobre el cual hizo palanca para sentarse. Entumecido y dolorido, se fue arrastrando hacia atrás por el suelo hasta llegar a la puerta. Le llevó cierto tiempo, pero el alivio de sentir algo sólido donde apoyar los hombros y la espalda fue enorme. Pacientemente, consiguió ponerse en pie y casi tocó el techo con la cabeza. Se puso a golpear la puerta con el cuerpo. La madera crujía y se abombaba, pero estaba atrancada por fuera y no cedió.

Simeón no tenía idea de dónde podía encontrarse, ni si aún estaba cerca de Carcasona o lejos de la ciudad. Conservaba el recuerdo borroso de haber sido transportado a caballo, primero por una zona de bosques y después por un llano. Lo poco que conocía del terreno le permitió deducir que quizá estuviera cerca de Trèbes.

Podía ver un resto de luz a través de la pequeña rendija en la base de la puerta, de un azul oscuro que no era aún el negro profundo de la noche. Cuando apoyó la oreja en el suelo, distinguió el bisbiseo de sus captores en las proximidades.

Estaban esperando la llegada de alguien. La idea le heló la sangre, pues era la prueba -por si aún fuera necesaria- de que su apresamiento no había sido fruto del azar.

Arrastrándose, Simeón volvió al fondo de la cuadra. De vez en cuando se quedaba dormido, se desplomaba hacia un lado y se despertaba sobresaltado, pero en seguida volvía a adormilarse.

La voz de alguien gritando lo despejó. De inmediato, hasta el último nervio de su cuerpo se puso en estado de alerta. Oyó a unos hombres poniéndose en pie y, poco después, un golpe seco al ser retirada la pesada viga de madera que aseguraba la puerta.

Tres sombrías figuras aparecieron por la abertura, recortadas contra la luz de un día soleado. Simeón parpadeó, incapaz de verlos bien.

est il? ¿Dónde está?

Era una voz con acento del norte, educada, fría y apremiante. Hubo una pausa. La antorcha se levantó un poco más y reveló a Simeón en su rincón, parpadeando en las sombras.

– Traedlo aquí.

Apenas tuvo tiempo de mirar al jefe de la emboscada, cuando lo agarraron por los brazos y lo arrojaron de rodillas delante del francés.

Lentamente, Simeón levantó la vista. El hombre tenía un rostro afilado y cruel, y unos ojos inexpresivos del color del pedernal. Su túnica y sus calzas eran de buena calidad, cortadas al estilo del norte, pero no ofrecían indicio alguno de su categoría o posición.

– ¿Dónde lo tienes? -le preguntó el hombre.

Simeón levantó la cabeza.

– No entiendo -replicó en hebreo.

El puntapié lo cogió por sorpresa. Sintió que una costilla se le quebraba y cayó de espaldas, con las piernas mal flexionadas debajo del cuerpo. Unas manos ásperas lo agarraron por las axilas y volvieron a levantarlo.

– Sé quién eres, judío -dijo el hombre-. Es inútil que intentes ese juego conmigo. Volveré a preguntártelo. ¿Dónde está el libro?

Simeón levantó nuevamente la cabeza, pero no dijo nada.

Esta vez, el hombre le apuntó a la cara. El dolor estalló en su cabeza, mientras la boca se le abría desgarrada y los dientes le crujían en la mandíbula. Simeón sintió el punzante sabor de la sangre y la saliva en la lengua y la garganta.

– Te he perseguido como a un animal, judío -dijo el hombre-. He ido tras de ti todo el camino desde Chartres hasta Béziers y desde Béziers hasta aquí. Te he rastreado como a un animal. Has consumido gran parte de mi tiempo y se me está agotando la paciencia. -Se le acercó un poco más, de modo que Simeón pudo distinguir el odio en sus ojos grises de mirada inerte-. Una vez más: ¿dónde está el libro? ¿Se lo has dado a Pelletier? Est ce?

Dos ideas acudieron simultáneamente a la mente de Simeón: la primera, que ya no podía salvar su vida, y la segunda, que debía proteger a sus amigos. Todavía conservaba ese poder. Los ojos se le cerraban por la hinchazón y la sangre se acumulaba en las grietas de sus párpados.

– Tengo derecho a conocer el nombre de mi acusador -dijo a través de una boca demasiado herida para hablar-. Así podré rezar por ti.

Los ojos del hombre se estrecharon.

– No te engañes. Acabarás diciéndome dónde has escondido el libro.

Simeón sacudió la cabeza.

Lo pusieron de pie. Le arrancaron la ropa y lo arrojaron contra un carro. Uno de los hombres lo agarró por las manos y otro por las piernas, dejando expuesta su espalda. Simeón oyó el chasquido seco del cuero en el aire antes de que la hebilla tocara su piel desnuda. Un agónico estremecimiento le sacudió el cuerpo.

– ¿Dónde está?

Simeón cerró los ojos, mientras el cinturón volvía a silbar en el aire.

– ¿Está en Carcasona o aún lo tienes contigo, judío? -gritaba el hombre, siguiendo el ritmo de los golpes-. Me lo dirás. Lo harás tú o lo harán ellos.

La sangre manaba de su espalda lacerada. Simeón comenzó a orar según la tradición de sus mayores, arrojando a la oscuridad palabras antiguas y sagradas que desviaban su mente del dolor.

- est - le – livre? -insistió el hombre, marcando cada palabra con un golpe.

Fue lo último que oyó Simeón, antes de que la oscuridad lo alcanzara y lo invadiera.

CAPITULO 49

La avanzadilla de la cruzada fue divisada por primera vez desde Carcasona el día de la festividad de Sant Nazari, por el camino de Trèbes. Los guardias de la torre Pinta encendieron los fuegos y las campanas tocaron a rebato.

Al atardecer de ese primero de agosto, el campamento francés del otro lado del río había crecido con tiendas y pabellones, estandartes y cruces doradas resplandeciendo al sol. Había barones del norte, mercenarios gascones, soldados de Chartres, Borgoña y París, zapadores, arqueros, sacerdotes y toda la muchedumbre que sigue a un ejército.

Al sonar el toque de vísperas, el vizconde Trencavel subió a las murallas, acompañado de Pierre-Roger de Cabaret, Bertran Pelletier y uno o dos de sus vasallos. A lo lejos, espirales de humo ascendían al cielo. El río era una cinta de plata.

– ¡Son tantos!

– No más de los que esperábamos, messer -replicó Pelletier.

– ¿Cuándo crees que llegará el grueso del ejército?

– Es difícil decirlo con certeza -respondió el senescal-. Unas fuerzas tan numerosas viajan con lentitud, el calor las retrasa…

– Retrasarlas, sí -dijo el vizconde-, pero no las detiene.

– Estamos listos para recibir al enemigo, messer. La Ciutat está bien abastecida. Hemos abierto fosos para proteger nuestras murallas de sus zapadores; todas las brechas y puntos débiles han sido reparados y bloqueados; todas las torres están vigiladas. -Pelletier hizo un amplio gesto con la mano-. Hemos cortado las sogas que retenían en su sitio las aceñas en el río y hemos quemado las cosechas. Los franceses encontrarán muy pocas provisiones en los alrededores.

Con los ojos centelleantes, Trencavel se volvió de pronto hacia Cabaret.

– Ensillemos nuestros caballos y hagamos una incursión. Antes de que caiga la tarde y el sol se esconda, saquemos a cuatrocientos de nuestros mejores hombres, a los más hábiles con la lanza y la espada, y expulsemos a los franceses de nuestras laderas. No esperan que les presentemos batalla. ¿Qué me decís?

Pelletier compartía su deseo de ser el primero en atacar, pero sabía que habría sido un acto de suprema demencia.

– Hay batallones en las llanuras, messer. Hay routiers, pequeños contingentes de la avanzadilla…

Pierre-Roger de Cabaret era de la misma opinión.

– No sacrifiquéis a vuestros hombres, Raymond.

– Pero si pudiésemos asestar el primer golpe…

– Nos hemos preparado para un asedio, messer, no para presentar batalla en campo abierto. La guarnición es poderosa. Los chavalièrs más animosos y experimentados están aquí, esperando la ocasión de demostrar su valía…

– ¿Pero? -suspiró Trencavel.

– Pero su sacrificio sería inútil -contestó Cabaret con firmeza.

– Vuestros hombres confían en vos y os aman -dijo Pelletier-. Están dispuestos a dar su vida por vos, si es necesario. Pero debemos esperar. Que sean ellos quienes nos traigan la batalla.

– Me temo que mi orgullo nos ha empujado a esta situación -murmuró el vizconde-. No sé por qué, pero no esperaba que todo sucediera tan pronto. -Sonrió-. ¿Recuerdas, Bertran, cuando mi madre llenaba el castillo de danzas y canciones? Todos los grandes trovadores y juglares venían a actuar para ella: Aiméric de Pegulham, Arnaut de Carcassès y hasta Guilhelm Fabre y Bernat Alanham de Narbona. Siempre había banquetes y celebraciones…

– He oído que la vuestra era la mejor corte de todo el Pays d’Òc -dijo Cabaret, apoyando una mano sobre el hombro de su señor-. Y volverá a serlo.

Las campanas callaron. Todas las miradas se dirigían al vizconde Trencavel.

Cuando éste habló, Pelletier se enorgulleció al comprobar que todo rastro de vacilación había desaparecido de la voz de su señor. Ya no era un chico recordando su infancia, sino un capitán en vísperas de la batalla.

– Bertran, ordena que cierren las poternas y bloqueen las puertas, y convoca al donjon al comandante de la guarnición. Cuando vengan los franceses, los estaremos esperando.

– Quizá debiéramos enviar refuerzos a Sant-Vicens, messer -sugirió Cabaret-. Cuando la Hueste ataque, empezará por allí, y no podemos permitirnos perder el acceso al río.

Trencavel hizo un gesto de aprobación.

Cuando los otros se hubieron marchado, Pelletier se demoró un momento, contemplando el paisaje como si quisiera grabarlo en su mente.

Al norte, los muros de Sant-Vicens eran bajos y estaban defendidos por unas pocas torres dispersas. Si el invasor penetraba por esos suburbios, podría ponerse a tiro de flecha de las murallas de la Cité, a cubierto de las casas.

El suburbio meridional, el de Sant Miquel, resistiría un poco más.

Era cierto que Carcasona estaba lista para el asedio. Había comida en abundancia -pan, queso, judías- y cabras para la leche. Pero había demasiada gente entre sus murallas y a Pelletier le preocupaba el suministro de agua. Por orden suya, todas las fuentes estaban vigiladas y se había instaurado el racionamiento.

Mientras salía de la torre Pinta a la plaza de armas, se sorprendió pensando una vez más en Simeón. En dos ocasiones había enviado a François a la judería en busca de noticias suyas y las dos veces su criado había regresado sin haber averiguado nada. La angustia de Pelletier aumentaba día a día.

Tras echar un rápido vistazo a los establos, decidió que podía ausentarse un par de horas. Se dirigió a las cuadras.

Pelletier siguió la ruta más directa por la llanura y a través del bosque, perfectamente consciente de la Hueste acampada a lo lejos.

Aunque la judería estaba atestada y había gente en la calle, reinaba un silencio antinatural. Había miedo y aprensión en todas las caras, jóvenes o viejas. Todos sabían que pronto comenzaría la lucha. Mientras Pelletier cabalgaba por las estrechas callejuelas, niños y mujeres lo contemplaban con ojos llenos de angustia, buscando un indicio de esperanza en su rostro. Pero él no tenía nada que ofrecerles.

Nadie tenía noticias de Simeón. No le fue difícil encontrar su casa, pero la puerta estaba atrancada Se bajó del caballo y llamó a la puerta de la casa de enfrente

– Busco a un hombre llamado Simeón -dijo, cuando una mujer se asomó temerosa a la puerta-. ¿Sabes de quién hablo?

La mujer asintió con la cabeza

– Vino con los otros de Besièrs.

– ¿Recuerdas cuándo lo viste por última vez?

– Hace unos días, antes de recibir las malas noticias de Besièrs. Salió para Carcassona. Un hombre vino a buscarlo.

Pelletier frunció el ceño.

– ¿Cómo era ese hombre?

– Un criado de buena casa. Pelirrojo -dijo la mujer, arrugando la nariz-. Simeón parecía conocerlo.

El desconcierto de Pelletier no hizo más que aumentar. Parecía una descripción de François. Pero ¿cómo era posible? Su criado había dicho que no había encontrado a Simeón.

– Ésa fue la última vez que lo vi.

– ¿Me estás diciendo que Simeón no volvió de Carcassona?

– Si tiene algo de sentido común, se habrá quedado allí. Estará más seguro que aquí.

– ¿Es posible que Simeón haya regresado sin que tú lo vieras? -preguntó él con desesperación-. Tal vez estuvieras durmiendo, o quizá no lo hayas oído.

– Miradlo vos mismo, messer -replicó ella, señalando la casa del otro lado de la calle-. Vedlo con vuestros ojos. Vòga. Vacía.

CAPITULO 50

Oriane recorrió de puntillas el pasillo hasta la habitación de su hermana.

– ¡Alaïs!

Guiranda le había asegurado que su hermana estaba otra vez en los aposentos de su padre, pero prefería actuar con cautela.

– Seror? ¿Hermana?

Al no obtener respuesta, Oriane abrió la puerta y entró.

Con la destreza de un ladrón, comenzó a registrar rápidamente las pertenencias de Alaïs: frascos, jarras y cuencos, el arcón de la ropa y los cajones llenos de paños, perfumes y hierbas de dulce aroma. Golpeó las almohadas y encontró la bolsa de lavanda, que no le pareció interesante. Después buscó por encima y por debajo de la cama, pero sólo encontró insectos muertos y telarañas.

Al volverse hacia la habitación, reparó en la pesada capa marrón de caza, apoyada sobre el respaldo de la silla donde Alaïs solía coser. Los hilos y agujas de su hermana estaban dispersos alrededor. Oriane sintió un chispazo de emoción. ¿Por qué una capa de invierno, en esa época del año? ¿Por qué se ocupaba la propia Alaïs de remendar su ropa?

Recogió la prenda e inmediatamente notó algo extraño. Estaba torcida y caía más de un lado que del otro. Oriane levantó una esquina y vio que tenía algo cosido por dentro.

Apresuradamente, deshizo la costura, deslizó hacia dentro los dedos y extrajo un objeto pequeño y rectangular, envuelto en un lienzo.

Estaba a punto de examinarlo, cuando la sorprendió un ruido en el pasillo, fuera de la habitación. Veloz como el rayo, Oriane ocultó el paquete bajo su vestido y volvió a dejar la capa sobre el respaldo de la silla.

Una mano se posó pesadamente sobre su hombro. Oriane se sobresaltó.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -dijo una voz masculina.

– ¡Guilhelm! -jadeó ella-. ¡Me has asustado!

– ¿Qué estás haciendo en la alcoba de mi esposa, Oriane?

Oriane levantó la barbilla.

– Yo podría hacerte a ti la misma pregunta.

En la estancia cada vez más oscura, vio que la expresión de él se ensombrecía y supo que había dado en el blanco.

– Yo tengo todo el derecho a estar aquí; en cambio tú… -Miró la capa y luego una vez más su cara-. ¿Qué estás haciendo?

Ella sostuvo su mirada.

– Nada que te incumba.

Guilhelm cerró la puerta con un golpe del talón.

– ¡Estáis excediendo todos los límites, dòmna! -exclamó él, agarrándola por la muñeca.

– No seas tonto, Guilhelm -dijo ella en voz baja-. Abre la puerta. Sería una desgracia para los dos que alguien llegase y nos encontrase juntos.

– No juegues conmigo, Oriane. No tengo ánimos para juegos. No pienso dejarte ir a menos que me digas qué has venido a hacer aquí. ¿Te ha enviado él?

Oriane lo miró, sinceramente confusa.

– No sé de qué me hablas, Guilhelm. Créeme.

Los dedos de él se hundieron en su carne.

– Creías que no iba a enterarme, ¿eh? Pues os he visto juntos.

Una sensación de alivio inundó a Oriane. Ahora comprendía el motivo de su irritación. Si Guilhelm no había reconocido a su compañero, aún podía aprovechar el malentendido en su beneficio.

– Dejadme ir -dijo ella, intentando soltarse-. Recordaréis, messer, que fuisteis vos quien dijo que ya no debíamos vernos. -Se echó atrás el pelo negro y lo miró con ojos centelleantes-. Si busco consuelo en otros brazos, no es asunto vuestro. No tenéis ningún derecho sobre mí.

– ¿Quién es él?

Oriane pensó con rapidez. Necesitaba un nombre convincente.

– Antes de decíroslo, prometedme que no haréis ninguna locura -le suplicó, intentando ganar tiempo.

– En este momento, dòmna, no estáis en situación de poner condiciones.

– Entonces vayamos al menos a otro sitio: a mis aposentos, a la plaza de armas, a cualquier parte fuera de aquí. Si vuelve Alaïs…

Por la expresión de su rostro, Oriane comprendió que había acertado. El mayor temor de Guilhelm en ese instante era que Alaïs descubriera su infidelidad.

– De acuerdo -dijo él ásperamente. Abrió la puerta con la mano libre y a continuación la llevó medio a empujones y medio a rastras por el pasillo. Cuando por fin llegaron a su habitación, Oriane había ordenado sus pensamientos.

– Hablad, dòmna -le ordenó él.

Con la mirada fija en el suelo, Oriane le confesó que había cedido a los avances de un nuevo pretendiente, hijo de uno de los aliados del vizconde, que la admiraba desde hacía tiempo.

– ¿Es eso cierto? -preguntó él.

– Lo juro por mi vida -susurró ella, levantando la vista hacia él a través de unas pestañas cuajadas de lágrimas.

Guilhelm aún parecía sospechar, pero había un destello de indecisión en su mirada.

– Eso no explica qué hacíais en los aposentos de mi esposa.

– No pretendía más que proteger vuestra reputación -replicó ella-, devolviendo a su sitio algo que os pertenece.

– ¿De qué habláis?

– Mi marido encontró una hebilla de hombre en mi habitación -dijo, indicando la forma con las manos-. Más o menos así de grande, de cobre y plata.

– Yo he perdido una hebilla como ésa -reconoció él.

– Jehan estaba dispuesto a identificar al dueño y dar a conocer su nombre. Como yo sabía que era vuestra, pensé que lo más seguro sería devolverla a vuestra habitación.

Guilhelm frunció el ceño.

– ¿Por qué no me la disteis a mí?

– Me estáis evitando, messer -susurró Oriane-. No sabía cuándo os vería, ni si os volvería a ver alguna vez. Además, si nos hubiesen visto juntos, podría haber sido la prueba de lo que hubo entre nosotros. Juzgad necias mis acciones, si así os parece, pero no dudéis de las intenciones que las inspiraron.

Pudo ver que no lo había convencido, pero no se atrevió a insistir más en el asunto. La mano de él se posó en la daga que llevaba en la cintura.

– Si dices una sola palabra de esto a Alaïs -dijo-, te mataré, Oriane. Que me fulmine Dios si no lo hago.

– No lo sabrá de mis labios -aseguró ella, y a continuación sonrió, -a menos que no me quede otro remedio. Debo protegerme. A propósito -añadió, antes de hacer una pausa durante la cual Guilhelm hizo una profunda inspiración-, hay un favor que me gustaría pedirte.

Los ojos de él se estrecharon.

– ¿Y si no estuviera dispuesto a hacértelo?

– Solamente quiero saber si nuestro padre le ha dado a Alaïs alguna cosa de valor para que ella la guarde.

– Me estás pidiendo que espíe a mi esposa -dijo él, con la incredulidad reflejada en la voz-. No pienso hacer tal cosa, Oriane, y tú no harás nada que pueda contrariarla, ¿está claro?

– ¿Contrariarla? Es el temor a ser descubierto lo que te hace ser tan caballeroso. Eres tú quien la traicionó a ella durante todas esas noches que yaciste conmigo, Guilhelm. Yo sólo busco información. Averiguaré lo que quiero saber, con tu ayuda o sin ella. Pero si me lo pones difícil…

Dejó la amenaza flotando en el aire.

– No te atreverías.

– No me costaría nada revelarle a Alaïs todo lo que hicimos juntos, contarle las cosas que me susurrabas, enseñarle los regalos que me diste… Me creería, Guilhelm. Demasiado de tu alma se trasluce en tu rostro.

Repugnado de ella y de sí mismo, Guilhelm abrió la puerta de golpe.

– ¡Así te abrases en el infierno, Oriane! -exclamó, mientras se alejaba a grandes zancadas por el pasillo.

Oriane sonrió. Lo tenía acorralado.

Alaïs había pasado toda la tarde intentando encontrar a su padre. Nadie lo había visto. Incluso había salido a la Cité con la esperanza de poder hablar al menos con Esclarmonda. Pero ni ella ni Sajhë estaban ya en Sant Miquel y no parecían haber vuelto aún a su casa.

Al final, exhausta e inquieta, Alaïs volvió sola a su habitación. No pudo acostarse. Estaba demasiado nerviosa y alarmada, de modo que encendió una lámpara y se sentó a la mesa.

Poco después de que las campanas dieran la una, la despertaron unos pasos junto a la puerta. Levantó la cabeza de los antebrazos y volvió la mirada soñolienta en dirección al ruido.

– ¿Rixenda? -susurró en la oscuridad-. ¿Eres tú?

– No, no soy Rixenda -dijo él.

– ¿Guilhelm?

Guilhelm entró en el círculo de luz de la lámpara, sonriendo como si no estuviera seguro de ser bien recibido.

– Perdóname. He prometido dejarte en paz, lo sé, pero… ¿me permites?

Alaïs se incorporó.

– He estado en la capilla -dijo él-. He rezado, pero no creo que mis palabras hayan llegado a su destino.

Guilhelm se sentó en el borde de la cama. Al cabo de un momento de vacilación, ella fue hacia él. Parecía preocupado por algo.

– Aquí estoy -susurró ella-. Déjame que te ayude.

Le desató las botas y lo ayudó a quitarse el arnés de los hombros y el cinturón. El cuero y la hebilla cayeron al suelo con un pesado ruido metálico.

– ¿Qué cree el vizconde Trencavel que pasará?

Guilhelm se tumbó en la cama y cerró los ojos.

– Que la Hueste atacará primero Sant-Vicens y después Sant Miquel, para poder acercarse a los muros de la Ciutat.

Alaïs se sentó a su lado y le apartó el pelo de la cara. La sensación de su piel bajo los dedos la hizo estremecerse.

– Deberíais dormir, messer. Necesitaréis toda vuestra fuerza para la batalla que vendrá.

Con gesto perezoso, él abrió los ojos y le sonrió.

– Podrías ayudarme a descansar.

Alaïs sonrió y se estiró para coger una loción de romero que solía tener sobre la mesilla de noche. Se arrodilló a su lado y empezó a aplicársela sobre las sienes con un masaje.

– Antes, cuando estaba buscando a mi padre, fui a la habitación de mi hermana. Creo que había alguien con ella.

– Probablemente Congost -dijo él secamente.

– No lo creo. Él y los otros escribanos están durmiendo en la torre Pinta estos días, por si el vizconde los necesita. -Hizo una pausa-. Se oían risas.

Guilhelm apoyó un dedo sobre la boca de su esposa, para hacerla callar.

– Ya basta de hablar de Oriane -susurró, deslizando sus manos en torno a su cintura y atrayéndola hacia sí. Ella distinguió el sabor del vino en sus labios.

– Hueles a manzanilla y a miel -le dijo él, mientras le soltaba el pelo para que se derramara como una cascada en torno a su rostro

– Mon còr.

El solo contacto de su piel, tan sorprendente y a la vez tan íntimo, hizo que a ella se le erizara el vello de la nuca. Lentamente, con sumo cuidado, sin desviar sus ojos pardos de su rostro, Guilhelm le soltó el vestido de los hombros y se lo bajó hasta la cintura. Alaïs se movió levemente. La tela se aflojó y resbaló de la cama al suelo, como un pelaje invernal que hubiese dejado de ser necesario.

Guilhelm levantó la manta para que ella se metiera en la cama y se acostara a su lado, sobre unas almohadas que aún conservaban la memoria de él. Por un instante, yacieron brazo contra brazo, flanco contra flanco, con los pies fríos de ella sobre la piel caliente de Guilhelm. Después, él se inclinó sobre ella. Entonces Alaïs pudo sentir su respiración, susurrando sobre la superficie de su piel como una brisa de verano. Sus labios bailaban y su lengua reptaba, deslizándose hasta sus pechos. Alaïs contuvo la respiración, mientras él cogía entre sus labios uno de sus pezones, lamiendo y tironeando.

Guilhelm levantó la cabeza y le dedicó una media sonrisa.

A continuación, sosteniendo aún su mirada, descendió hasta el espacio abierto entre las piernas desnudas de ella. Alaïs miraba fijamente los ojos castaños de Guilhelm, seria y sin parpadear.

– Mon còr -repitió él.

Suavemente, Guilhelm la penetró poco a poco, hasta que ella lo hubo recibido en su totalidad. Por un instante se quedó inmóvil, contenido en ella, como si descansara.

Alaïs se sintió fuerte y poderosa, como si en ese momento pudiera hacer cualquiera cosa y ser cualquier persona que se propusiera ser. Una densa e hipnótica calidez se filtraba hacia sus extremidades, colmándola y devorando sus sentidos. El sonido de su propia sangre palpitante le llenaba la cabeza. Había perdido toda noción de tiempo o espacio. No existían más que Guilhelm y las sombras danzarinas de la lámpara

Poco a poco, él empezó a moverse.

– Alaïs.

La palabra se deslizó de sus labios.

Ella apoyó las manos sobre la espalda de él, con los dedos abiertos, formando una estrella. Podía sentir el vigor de Guilhelm, la fuerza de sus brazos bronceados y sus muslos firmes, la suavidad del vello de su pecho rozándole la piel. Su lengua se movía entre los labios de ella, caliente, húmeda y voraz

Guilhelm respiraba cada vez con más fuerza y rapidez, impulsado por el deseo, por la necesidad. Alaïs lo estrechó entre sus brazos, mientras él gritaba su nombre. Tras un estremecimiento, se quedó inmóvil.

Gradualmente, el rugido en el interior de su cabeza fue cediendo, hasta que no quedó nada, excepto el amortiguado silencio de la habitación.

Después, cuando hubieron hablado y se hubieron susurrado promesas en la oscuridad, se quedaron dormidos. El aceite se quemó hasta agotarse. La llama de la lámpara se consumió y se extinguió. Alaïs y Guilhelm no lo notaron. No repararon en la plateada marcha de la luna a través del cielo, ni en la luz violácea del alba que acudió arrastrándose a su ventana. No repararon en nada más que en sí mismos, mientras yacían durmiendo con los cuerpos entrelazados, dos esposos que volvían a ser amantes.

Reconciliados. En paz.

CAPITULO 51

Jueves 7 de julio de 2005

Alice despertó unos segundos antes de que sonara el despertador y se sorprendió tumbada de través en la cama, con un mar de papeles dispersos a su alrededor.

Tenía delante el árbol genealógico, junto con las notas tomadas en la biblioteca de Toulouse. Sonrió. Le había pasado lo mismo que en su época de estudiante, cuando tan a menudo se quedaba dormida sobre el escritorio.

Pero no se sintió mal. Pese al falso robo de la noche anterior, esa mañana estaba animada. Satisfecha y hasta feliz.

Se desperezó, estirando los brazos y el cuello, y después se levantó para abrir las persianas y la ventana. Pálidas pinceladas de luz y chatas nubes blancas surcaban el cielo. Las cuestas de la Cité estaban en sombra y la hierba de la ribera, al pie de las murallas, resplandecía con el rocío del alba. Entre los torreones y las torres, el cielo parecía un paño de seda azul. Currucas y alondras cantaban a coro sobre los tejados. La tormenta había dejado pruebas de su paso por todas partes: residuos amontonados contra las barandas, cajas de cartón empapadas y volcadas en el patio trasero del hotel y hojas de periódico agrupadas al píe de las farolas en el aparcamiento.

La inquietaba la idea de abandonar Carcasona, como si su partida fuera a precipitar algún acontecimiento. Pero tenía que hacer algo y, en ese momento, Chartres era la única pista que podía conducirla hasta Shelagh.

Hacía buen día para viajar.

Mientras recogía sus papeles, reconoció que era lo más sensato. No podía quedarse sentada como una víctima, esperando a que el intruso de la noche anterior regresara.

Le dijo a la recepcionista que iba a irse por un día de la ciudad, pero que deseaba conservar la habitación.

– Hay una señora que ha preguntado por usted, madame -le informó la chica de la recepción, señalando en dirección al vestíbulo-. Estaba a punto de llamar a su cuarto.

– ¡Oh! -exclamó Alice mientras se daba la vuelta para ver-. ¿Ha dicho qué quería?

La recepcionista negó con la cabeza.

– Bien. Gracias.

– También ha llegado esto para usted esta mañana -añadió la chica, entregándole una carta.

Alice echó un vistazo al sello. Había sido franqueada la víspera en Foix. No reconoció la escritura. Se disponía a abrirla cuando la mujer que la estaba esperando se le acercó.

– ¿La doctora Tanner? -preguntó. Parecía nerviosa.

Alice guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta para leerla más tarde.

– ¿Sí?

– Tengo un mensaje para usted de Audric Baillard. Pregunta si podría reunirse con él en el cementerio.

La mujer le resultaba vagamente familiar, aunque Alice no conseguía ubicarla.

– ¿Usted y yo nos hemos visto antes? -preguntó por fin.

La mujer vaciló.

– En el despacho de Daniel Delagarde -dijo precipitadamente-. Notaires.

Alice la miró otra vez. No recordaba haberla visto el día anterior, pero había mucha gente en la oficina central.

– El señor Baillard la aguarda en el panteón de la familia Giraud-Biau.

– ¿Ah, sí? -preguntó Alice-. ¿Por qué no ha venido él mismo?

– Ahora tengo que irme.

Entonces la mujer se dio la vuelta y se marchó, dejando a Alice mirando desconcertada en su dirección. Alice se volvió a su vez hacia la recepcionista, que se encogió de hombros.

Echó un vistazo al reloj. Estaba ansiosa por ponerse en camino. Tenía un largo viaje por delante. Por otro lado, diez minutos más o menos no importaban.

– À demain -le dijo a la recepcionista, aunque ésta ya había desaparecido para ocuparse de lo que tuviera que hacer.

Alice dio un rodeo hasta el coche, para dejar en él su mochila y, a continuación, vagamente irritada, cruzó a toda prisa la carretera hacia el cementerio.

La atmósfera cambió en cuanto Alice franqueó los altos portones de metal. La animación de la Cité despertando a primera hora de la mañana fue sustituida por la quietud.

A su derecha había un edificio bajo, de muros encalados. En el exterior, una hilera de regaderas de plástico verdes y negras colgaban de unos ganchos. Espiando por una ventana, Alice distinguió una vieja chaqueta en el respaldo de una silla y un periódico abierto sobre la mesa, como si alguien acabara de marcharse.

Lentamente, se dirigió hacia la avenida central, sintiendo un repentino nerviosismo. El ambiente le pareció opresivo. A su alrededor, grises lápidas labradas, blancos camafeos de porcelana y fechas de nacimiento y muerte inscritas sobre granito negro marcaban el lugar de reposo eterno de las familias locales y recordaban su paso por el mundo. Las fotografías de los que habían muerto jóvenes se disputaban el espacio con los retratos de los ancianos. Al pie de muchas de las tumbas había flores frescas, algunas de ellas ya marchitas, junto a otras de seda, plástico o porcelana.

Siguiendo las indicaciones que le había dado Karen Fleury, Alice encontró con relativa facilidad la parcela de la familia Giraud-Biau. La tumba consistía en una losa horizontal al final de la avenida principal, dominada por un ángel solitario con los brazos abiertos y las alas recogidas.

Alice miró a su alrededor. Ni rastro de Baillard.

Repasó con los dedos la superficie de la tumba. Allí yacía casi toda la familia de Jeanne Giraud, una mujer de la que no sabía nada, excepto que era un vínculo entre Audric Baillard y su tía Grace. Sólo entonces, contemplando los nombres de aquella familia cincelados en la piedra, Alice se percató de que era muy inusual que hubiese habido espacio para sepultar allí a su tía.

Un ruido en uno de los senderos laterales llamó su atención. Miró a su alrededor, esperando ver al anciano de la fotografía acercándose a ella.

– ¿La doctora Tanner?

Eran dos hombres, ambos de cabello oscuro, y los dos con trajes ligeros de verano y gafas de sol que ocultaban sus ojos.

– Sí.

El más bajo le enseñó brevemente una placa.

– Policía. Tenemos que hacerle unas preguntas.

A Alice se le encogió el estómago.

– ¿Respecto a qué?

– No nos llevará mucho tiempo, madame.

– Me gustaría ver alguna identificación.

El hombre metió una mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un carné. Alice no podía saber si era auténtico o no, pero el arma que vio en la funda debajo de la americana tenía un aspecto suficientemente real. Se le aceleró el pulso.

Alice fingió examinar el carné, mientras echaba una mirada al resto del cementerio a su alrededor. Parecía desierto. Los senderos y avenidas se extendían vacíos en todas direcciones.

– ¿Qué significa esto? -insistió, intentando mantener firme la voz.

– Le ruego que nos acompañe.

«No pueden hacer nada a plena luz del día.»

Demasiado tarde Alice comprendió por qué le resultaba familiar la mujer que le había transmitido el mensaje. Se parecía al hombre que había visto brevemente en su habitación la noche anterior. «Este hombre.»

Por el rabillo del ojo, Alice pudo ver una escalera de hormigón que bajaba hacia la parte nueva del cementerio y, más allá, un portón.

El hombre apoyó una mano sobre su brazo.

Maintenant, doctora Tan…

Alice se propulsó hacia adelante como una velocista al tomar la salida, lo cual los cogió por sorpresa. Tardaron en reaccionar. Se oyó un grito, pero ella ya estaba bajando los peldaños y salía corriendo por la puerta, hacia el Chemin des Anglais.

Un automóvil que subía trabajosamente la cuesta hizo rechinar los frenos. Alice no se detuvo. Se abalanzó sobre la raquítica cancela de madera de un huerto y, avanzó a través de las hileras de viñas, destrozando las plantas y trastabillando con los montículos entre surco y surco. Podía sentir los hombres a su espalda, ganando terreno. La sangre le palpitaba en los oídos y tenía los músculos de las piernas tensos como cuerdas de piano, pero siguió adelante.

Al fondo del huerto había una valla metálica de malla espesa, demasiado alta para saltarla. Alice miró a su alrededor, presa del pánico, y descubrió una brecha en la esquina más alejada. Arrojándose al suelo, se acercó a la abertura a cuatro patas, sintiendo las piedras y los afilados guijarros que se le clavaban en las palmas y las rodillas. Se deslizó por debajo de la malla metálica, cuyos bordes desgarrados se le engancharon a la cazadora y la atraparon como a una mosca en una telaraña. De un tirón, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió soltarse, dejando en la alambrada un jirón de tela vaquera.

Había pasado a otra parcela, ésta sembrada de hortalizas, con largas hileras de cañas de bambú que sostenían plantas de berenjenas, calabacines y judías verdes. Agazapada, sin levantar la cabeza, Alice avanzó zigzagueando entre las parcelas, buscando el refugio de las casas. Un enorme mastín atado con una pesada cadena metálica se abalanzó sobre ella cuando dobló la esquina, ladrándole ferozmente y enseñándole sus temibles fauces. Sofocando un grito, Alice saltó hacia atrás.

La entrada principal de la finca daba a la animada carretera principal, al pie de la colina. En cuanto pisó el pavimento, Alice se permitió echar un vistazo por encima del hombro. Tras ella se extendía un espacio vacío y silencioso. Habían dejado de seguirla.

Apoyó las manos en las rodillas, doblada sobre sí misma, jadeando de agotamiento y alivio, a la espera de que le dejaran de temblar las piernas y los brazos. Su mente ya empezaba a entrar en acción.

«¿Qué vas a hacer?» Los hombres volverían al hotel y la esperarían allí. No podía regresar. Se palpó el bolsillo y comprobó con alivio que, en su pánico por escapar, no había perdido las llaves del coche. Su mochila estaba en él.

«Tienes que llamar a Noubel.»

En su mente podía visualizar el trozo de papel con el teléfono de Noubel en el interior de su mochila, aplastada debajo del asiento delantero de su coche, con todo lo demás. Se sacudió la tierra que llevaba encima. Tenía los vaqueros cubiertos de polvo y desgarrados en una rodilla. Su única esperanza era volver al coche y rezar para que no la estuvieran esperando allí.

Recorrió rápidamente la Rue Barbacane, bajando la cabeza cada vez que un coche pasaba a su lado. Dejó atrás una iglesia y después cogió un atajo por una callejuela que bajaba a la derecha, llamada Rue de la Gaffe.

«¿Quién los habrá enviado?»

Caminaba a paso rápido, siempre por la sombra. Era difícil distinguir dónde terminaba una casa y comenzaba la siguiente. De pronto, sintió un cosquilleo en la nuca. Se detuvo y miró a su derecha, hacia una bonita casa de paredes amarillas, segura de que alguien la estaba mirando desde el portal. Pero la puerta estaba perfectamente cerrada y los postigos, echados. Tras un momento de vacilación, prosiguió su camino.

«¿Debo cambiar de planes respecto a Chartres?»

Si para algo le había servido la confirmación de que estaba en peligro y de que no eran sólo imaginaciones suyas, había sido para fortalecer su determinación. Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que Authié estaba detrás de todo lo que le había sucedido. Seguramente creía que ella había robado el anillo, y era evidente que estaba decidido a recuperarlo.

«Llama a Noubel.»

Tampoco esta vez hizo caso de su propio consejo. Hasta entonces, el inspector no había hecho nada. Un policía había muerto y Shelagh había desaparecido. Era preferible no confiar en nadie, excepto en sí misma.

Alice llegó a la escalera que subía desde la Rue Trivalle hasta la parte de atrás del aparcamiento. Si estaban esperándola, lo más probable era que estuvieran en la entrada principal.

La escalera era empinada y, a ese lado del aparcamiento, había un muro alto que le impedía ver el área donde se encontraban los coches, pero ofrecía buena vista a cualquiera que mirara desde arriba. Si estaban allí, no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde.

«Sólo hay una manera de averiguarlo.»

Hizo una profunda inspiración y corrió escaleras arriba, con las piernas impulsadas por la adrenalina que inundaba sus venas. En lo alto, se detuvo y miró a su alrededor. Había un par de autocares y algunos coches, pero muy poca gente.

Su coche estaba donde lo había dejado. Encogida, avanzó entre las filas de coches aparcados, sin levantar la cabeza. Cuando se deslizó en el asiento delantero, sus manos estaban temblando. Todavía esperaba que los dos hombres aparecieran delante de ella. Sus gritos aún retumbaban en su cabeza. En cuanto entró en el coche, aseguró las puertas e insertó con determinación la llave en el contacto.

Con la mirada desviándose rápidamente en todas direcciones y los nudillos blancos sobre el volante, Alice esperó detrás de una furgoneta a que el empleado levantara la barrera Arrancó acelerando antes de tiempo, propulsada directamente hacia la salida. El empleado le gritó, pero ella no le prestó atención

Siguió adelante.

CAPÍTULO 52

Audric Baillard estaba en el andén de la estación de Foix con Jeanne, que esperaba el tren para Andorra.

– Diez minutos -dijo Jeanne, echando un vistazo a su reloj-. Aún hay tiempo. ¿No quieres cambiar de idea y venirte conmigo?

Él sonrió ante su insistencia.

– Sabes que no puedo.

Ella hizo un gesto de impaciencia con la mano.

– Has dedicado treinta años a contar su historia, Audric. Alaïs, su hermana, su padre, su marido… Has pasado toda una vida en su compañía. -Su voz se suavizó-. Pero ¿qué hay de los vivos?

– Su vida es mi vida, Jeanne -dijo él con serena dignidad-. Las palabras son nuestra única arma contra las mentiras de la historia. Debemos dar testimonio de la verdad. Si no lo hacemos, los que amamos morirán doblemente. -Hizo una pausa-. No encontraré la paz mientras no averigüe cómo terminó todo.

– ¿Después de ochocientos años? Puede que la verdad esté sepultada demasiado profundamente. -Jeanne vaciló-. Quizá sea mejor así. Algunos secretos deberían permanecer ocultos para siempre.

Baillard estaba contemplando las montañas, a lo lejos.

– Lamento la desdicha que he traído a tu vida, y tú lo sabes.

– No es eso lo que he querido decir, Audric.

– Pero descubrir la verdad y dejar constancia de ella -prosiguió él, como si Jeanne no hubiera hablado- es la razón de mi vida, Jeanne.

– ¡La verdad! Pero- ¿qué me dices de esos con quienes te enfrentas, Audric? ¿Qué buscan ellos? ¿La verdad? ¡Lo dudo!

– No -reconoció él finalmente-, no creo que sea ése su propósito.

– ¿Cuál es, entonces? -insistió ella, impaciente-. Voy a marcharme, tal como me has aconsejado. ¿Qué daño puede hacer que me lo cuentes ahora?

Aun así, él dudaba.

Jeanne insistió.

– ¿ La Noublesso Véritable y la Noublesso de los Seres son dos nombres diferentes de la misma organización?

– No. -La palabra escapó de sus labios con más severidad de la que hubiera deseado-. No.

– ¿Entonces?

Audric suspiró.

– La Noublesso de los Seres eran los guardianes designados para custodiar los pergaminos del Grial. Durante miles de años, cumplieron con su obligación. Lo hicieron, de hecho, hasta que los pergaminos fueron dispersados. -Se detuvo un momento, eligiendo con cuidado las palabras-. La Noublesso Véritable , por su parte, se fundó hace sólo ciento cincuenta años, cuando la lengua olvidada de los pergaminos volvió a ser legible. El calificativo de véritable, que implica que ellos son los guardianes verdaderos o auténticos, fue un deliberado intento de conferir validez a la organización.

– ¿Entonces la Noublesso de los Seres ya no existe?

Audric negó con la cabeza.

– Cuando la Trilogía fue dispersada, la razón de ser de los guardianes se extinguió.

Jeanne frunció el ceño.

– Pero ¿no intentaron recuperar los pergaminos perdidos?

– Al principio, sí -asintió-, pero fracasaron. Con el tiempo, se volvió cada vez más imprudente continuar, por temor a sacrificar el tercer pergamino en aras de recuperar los otros dos. Como la capacidad de leer los textos se había perdido para todos, el secreto no podía ser revelado. Sólo una persona… -Baillard vaciló, sintiendo sobre sí la mirada de Jeanne-. La única persona capaz de leer los pergaminos decidió no transmitir sus conocimientos.

– ¿Con qué consecuencias?

– Durante cientos de años, ninguna. En 1798, el emperador Napoleón zarpó rumbo a Egipto, llevando consigo a sabios y estudiosos, además de a militares. Allí descubrieron los restos de las antiguas civilizaciones que habían dominado aquellas tierras hace miles de años. Cientos de piezas históricas, altares y piedras fueron transportados a Francia. A partir de entonces, sólo era cuestión de tiempo que las antiguas escrituras (demótica, cuneiforme, jeroglífica…) fueran descifradas. Como sabes, Jean-François Champollion fue el primero en percatarse de que los jeroglíficos no debían leerse como símbolos de ideas o ideogramas, sino como una escritura fonética. En 1822, rompió el código, por usar la expresión vulgar. Para los antiguos egipcios, la escritura era un don de los dioses; de hecho, la palabra «jeroglífico» significa «habla divina».

– Pero si los pergaminos del Grial están escritos en la lengua del antiguo Egipto… -lo interrumpió ella-. Si estás diciendo lo que yo creo, Audric… -prosiguió Jeanne, meneando la cabeza-. Muy bien, acepto que haya existido una sociedad como la Noublesso. Y que la Trilogía contenga, según dicen, un antiguo secreto. También lo acepto. Pero ¿qué me dices de todo lo demás? Es inconcebible.

Audric sonrió.

– ¿Qué mejor manera de proteger un secreto que disimularlo debajo de otro secreto? Apropiándose de los símbolos más poderosos y las ideas de los demás, asimilándolos… Así es como sobreviven las civilizaciones.

– ¿Qué quieres decir?

– La gente busca la verdad, y cuando cree haberla hallado deja de buscar, sin imaginar que debajo hay algo todavía más portentoso. La historia está llena de significantes religiosos, ceremoniales y sociales, robados a una sociedad para ayudar a construir otra. Por ejemplo, el día en que los cristianos celebran el nacimiento de Jesús de Nazaret, el 25 de diciembre, es la fiesta del Sol Invictus, que coincidía con el solsticio de invierno. La cruz cristiana, lo mismo que el Grial, es un antiguo símbolo egipcio, el anj, del que el emperador Constantino se apropió y modificó. In hoc signo vinces, «con este signo vencerás», son las palabras que dicen que dijo al ver aparecer en el cielo la forma de una cruz. Más recientemente, los seguidores del Tercer Reich se adueñaron de la esvástica para simbolizar su causa, pero en realidad era un antiguo símbolo hindú de renacimiento.

– El laberinto -dijo ella, comprendiendo.

L’antic simbol del Miègjorn. El antiguo símbolo del Mediodía.

Jeanne guardó un silencio pensativo, con las manos recogidas sobre el regazo y las piernas cruzadas por los tobillos.

– ¿Qué sucederá ahora? -preguntó por fin.

– Una vez abierta la cueva, es sólo cuestión de tiempo, Jeanne -respondió él-. Yo no soy el único que está al corriente de esto.

– Pero en los montes Sabarthès los nazis excavaron durante la guerra -replicó ella-. Los cazadores nazis del Grial conocían los rumores de que el tesoro de los cátaros estaba sepultado en algún lugar de las montañas. Dedicaron años a excavar en todos y cada uno de los sitios de posible interés esotérico. Si esa cueva es tan importante, ¿cómo es posible que no la descubrieran hace más de sesenta años?

– Nos aseguramos de que no lo hicieran.

– ¿Tú estabas ahí? -dijo ella, con un agudo tono de sorpresa.

Baillard sonrió.

– Hay conflictos dentro de la Noublesso Véritable -repuso él, eludiendo la pregunta-. La cabeza de la organización es una mujer llamada Marie-Cécile de l’Oradore. Cree en el Grial y está dispuesta a recuperarlo. -Hizo una pausa-. Sin embargo, hay otra persona dentro de la organización. -Su rostro se volvió sombrío-. Sus motivos son diferentes.

– Tienes que hablar con el inspector Noubel -dijo Jeanne enérgicamente.

– Pero ¿qué pasará si él también trabaja para ellos? El riesgo es demasiado alto.

El agudo sonido del silbato desgarró el silencio. Los dos se volvieron en dirección al tren, que entraba en la estación con un chirrido de frenos. La conversación había llegado a su fin.

– No quiero dejarte solo, Audric.

– Lo sé -dijo él, cogiendo su mano para ayudarla a subir al tren-. Pero así es como debe terminar esto.

– ¿Terminar?

Jeanne bajó la ventana para tenderle la mano.

– Por favor, cuídate. No te prodigues en exceso.

A lo largo de todo el andén, las pesadas puertas se cerraron de golpe y el tren se alejó, primero lentamente y después cada vez más rápido, hasta desaparecer entre los pliegues de las montañas.

CAPÍTULO 53

Shelagh podía sentir que había alguien en la habitación con ella. Le costó levantar la vista. Se encontraba mal. Tenía la boca seca y sentía un golpeteo monótono en la cabeza, como el zumbido monocorde de una instalación de aire acondicionado. No podía moverse. Le llevó unos segundos comprender que estaba sentada en una silla, con los brazos atados detrás de la espalda y los tobillos amarrados a las patas de madera.

Notó un leve movimiento, el crujido de las tablas del suelo cuando alguien cambió de posición.

– ¿Quién está ahí?

Tenía las palmas húmedas por el miedo. Una gota de sudor le llegó a la base de la espalda. Shelagh se obligó a abrir los ojos, pero tampoco pudo ver nada. Presa del pánico, sacudió la cabeza y parpadeó, intentando ver algo, hasta que se percató de que habían vuelto a ponerle la capucha. Olía a tierra y a moho.

¿Estaría todavía en la granja? Recordó la aguja, la sorpresa de la repentina inyección. Había sido el mismo hombre que le llevaba la comida. Seguramente alguien vendría y la salvaría. ¿O no?

– ¿Quién está ahí?

No hubo respuesta, aunque sentía la proximidad de alguien. Notaba el aire denso, y con olor a loción de afeitar y tabaco.

– ¿Qué quieren?

Se abrió la puerta. Pasos. Shelagh percibió el cambio en el ambiente. El instinto de conservación entró en juego y, durante un momento, la hizo debatirse salvajemente para intentar soltarse. La cuerda no hizo más que tensarse, ejerciendo más presión sobre sus hombros, que empezaron a dolerle.

La puerta se cerró con un siniestro y pesado golpe seco.

Shelagh se quedó inmóvil. Por un momento, se hizo el silencio, y después oyó el sonido de alguien que caminaba hacia ella, acercándose más y más. Shelagh se encogió en su silla. La persona se detuvo justo delante de ella. Shelagh sintió que todo su cuerpo se contraía, como si miles de cables diminutos estuvieran tirando de su piel. Como un animal andando en círculos en torno a su presa, quien acababa de llegar rodeó un par de veces su silla y finalmente le apoyó las manos sobre los hombros.

– ¿Quién es usted? ¡Por favor, al menos quíteme esta capucha!

– Es preciso que tengamos otra conversación, doctora O’Donnell.

Una voz que conocía, fría e incisiva, la atravesó como un cuchillo. Comprendió que lo había estado esperando a él, que era él la persona a quien temía.

De pronto, el hombre empujó violentamente la silla.

Shelagh gritó, mientras se desplomaba de espaldas, incapaz de detener la caída. No llegó a golpear el suelo. Él la detuvo a escasos centímetros del pavimento, de tal manera que quedó prácticamente acostada, con la cabeza inclinada hacia atrás y los pies suspendidos en el aire.

– No está en condiciones de pedir nada, doctora O’Donnell.

La mantuvo en la misma posición durante unos instantes que a ella le parecieron horas. Después, súbitamente y sin previo aviso, volvió a colocar bien la silla. El cuello de Shelagh salió impelido hacia adelante con la fuerza del movimiento. Empezaba a sentirse desorientada, como una niña en el juego de la gallina ciega.

– ¿Para quién trabaja, doctora O’Donnell?

– No puedo respirar -susurró ella.

Él no hizo caso de sus palabras. Shelagh oyó que el hombre chasqueaba los dedos y que alguien le colocaba delante una segunda silla. Se sentó y arrastró a Shelagh hacia sí, de modo que sus rodillas quedaron apretadas contra los muslos de ella.

– Volvamos a la tarde del lunes. ¿Por qué dejó que su amiga fuera a esa parte de la excavación?

– Alice no tiene nada que ver con esto -exclamó ella-. Yo no la envié a trabajar allí. Fue por su propia iniciativa. Yo ni siquiera lo sabía. No fue más que un error. Ella no sabe nada.

– Entonces dígame qué sabe usted, Shelagh.

Su nombre en boca de él sonó como una amenaza.

– ¡No sé nada! -gritó ella-. Le dije todo lo que sabía el lunes, lo juro.

El golpe salió de la nada, abatiéndose sobre su mejilla derecha y echando hacia atrás su cabeza. Shelagh sintió el sabor de la sangre en la boca, resbalándole por la lengua y el fondo de la garganta.

– ¿Cogió su amiga el anillo? -preguntó él con voz neutra.

– No, no. Juro que no lo hizo.

El hombre insistió.

– ¿Quién entonces? ¿Usted? Estuvo el tiempo suficiente con los esqueletos. La doctora Tanner me lo dijo.

– ¿Para qué iba yo a cogerlo? No tiene ningún valor para mí.

– ¿Por qué está tan segura de que la doctora Tanner no se lo llevó?

– No lo haría. Sencillamente, es algo que ella no haría -exclamó-. Entraron muchas personas más. Hubiese podido llevárselo cualquiera: el doctor Brayling, los policías…

Shelagh se interrumpió bruscamente.

– Como usted dice, los policías -intervino él, mientras ella contenía el aliento-. Cualquiera pudo haber cogido el anillo. Yves Biau, por ejemplo.

Shelagh se quedó helada. Podía oír el ir y venir de la respiración de él, serena y sin apresuramiento. El hombre sabía.

– El anillo no estaba allí.

Su interrogador dejó escapar un suspiro.

– ¿Biau le entregó el anillo a usted? ¿Para que se lo diera a su amiga?

– No sé de qué me está hablando -logró decir ella.

El hombre volvió a golpearla, pero esta vez con el puño cerrado, y no con la palma de la mano. La sangre manó de su nariz y chorreó hasta la barbilla.

– Lo que no entiendo -prosiguió él, como si nada hubiera sucedido -es por qué Biau no le dio también el libro, doctora O’Donnell.

– Él no me dio nada -dijo ella, sofocándose.

– El doctor Brayling dice que usted se marchó de la casa del yacimiento el lunes por la noche, con una maleta.

– Miente.

– ¿Para quién trabaja usted? -preguntó él, en tono de suave amabilidad-. Esto terminará. Si su amiga no está implicada, no hay ninguna razón para que sufra ningún daño.

– No lo está -gimió ella-. Alice no sabe…

Shelagh se encogió cuándo él apoyó la mano sobre su cuello, acariciándoselo primero en una parodia de afecto, y apretando después, cada vez más con más fuerza, hasta que ella sintió su mano como un collar de hierro que se estrechaba en torno a su garganta. Shelagh se agitaba de lado a lado, intentando coger aire, pero él era demasiado fuerte

– ¿Biau y usted trabajaban juntos?

En el preciso instante en que ella notó que empezaba a perder la conciencia, él aflojó la presión. Lo sintió manipulando los botones de su camisa, desabrochándoselos uno a uno.

– ¿Qué está haciendo? -murmuró ella y a continuación se encogió, al sentir su tacto frío y clínico sobre su piel.

– Nadie la está buscando. -Se oyó un chasquido y Shelagh olió el combustible de un mechero-. No vendrá nadie.

– Por favor, no me haga daño…

– ¿Biau y usted trabajaban juntos?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Para madame De l’Oradore?

Volvió a asentir.

– Su hijo -consiguió decir-. François-Baptiste. Sólo hablaba con él…

Podía sentir la llama cerca de su piel.

– ¿Qué hay del libro?

– No he podido encontrarlo. Tampoco Yves.

Sintió que él reaccionaba y retiraba la mano.

– Entonces, ¿por qué Biau fue a Foix? ¿Sabe que fue al hotel de la doctora Tanner?

Shelagh intentó negar con la cabeza, pero el gesto le produjo una nueva oleada de dolor que la hizo estremecer.

– Le dio algo.

– No fue el libro -consiguió decir ella.

Antes de poder formular entre jadeos el resto de la frase, se abrió la puerta y se oyeron unas voces amortiguadas en el pasillo, seguidas de la combinación de loción de afeitar y sudor.

– ¿Cómo se suponía que debía hacerle llegar usted el libro a madame De l’Oradore?

– François-Baptiste. -Le hacía daño hablar-. Teníamos que reunirnos en el pico de… Me había dado un teléfono para que llamara.

Se encogió al sentir la mano de él sobre su pecho.

– Por favor, no…

– ¿Ve cuánto más fácil resulta todo cuando colabora? Ahora, dentro de un momento, hará esa llamada para mí.

Shelagh intentó negarse, sacudiendo la cabeza, presa del pánico.

– Si se enteran de que se lo he contado, me matarán.

– Y yo la mataré a usted y a la señorita Tanner si no hace lo que le digo -repuso él serenamente-. Usted elige.

Shelagh no tenía manera de saber si él tenía a Alice en su poder. Si estaba a salvo o también la tenía allí.

– Espera que lo llame en cuanto tenga ese libro, ¿verdad?

Ya no tenía coraje para mentir. Asintió.

– Están más interesados en un disco pequeño, del tamaño del anillo, que en el propio anillo.

Con horror, Shelagh se dio cuenta de que le había contado lo único que él no sabía.

– ¿Para qué sirve ese disco? -preguntó.

– No lo sé.

Shelagh se oyó gritar a sí misma, mientras la llama le lamía la piel.

– ¿Para… qué… es? -repitió él, sin el menor rastro de emoción en la voz. Ella estaba aterrorizada. Había un olor terrible a carne quemada, dulce y enfermizo.

Ella ya no podía distinguir una palabra de otra, mientras el dolor empezaba a dominarla. Se estaba yendo, caía. Sintió que su cuello cedía.

– La estamos perdiendo. Quítele la capucha.

Tiraron de la tela, que se enganchó en los cortes y las heridas abiertas.

– Encaja dentro del anillo… -Su voz sonaba como si estuviera hablando bajo el agua-. Como una llave. Para el laberinto…

– ¿Quién más lo sabe? -le gritó él, pero ella sabía que él ya no podía alcanzarla. La barbilla le cayó sobre el pecho. Echó atrás la cabeza. Tenía uno de los ojos cerrados por la hinchazón, pero el otro tembló y se abrió. Lo único que pudo ver fue una masa de rostros borrosos, entrando y saliendo de su campo de visión.

– Ella no se da cuenta…

– ¿Quién? -dijo él-. ¿Madame De l’Oradore? ¿Jeanne Giraud?

– Alice -murmuró ella.

CAPÍTULO 54

Alice llegó a Chartres a media tarde. Encontró un hotel, después compró un plano y se fue directamente a la dirección que le habían dado en el teléfono de información. Se quedó mirando sorprendida la elegante casa señorial, con su aldaba y su buzón de bronce relucientes, sus plantas en las elegantes jardineras de las ventanas y los grandes tiestos a cada lado de la escalera de entrada. Alice no podía imaginar que Shelagh se alojara allí.

«¿Qué demonios vas a decir si sale alguien a abrir?»

Tras hacer una profunda inspiración, Alice subió los peldaños y llamó al timbre. No hubo respuesta. Esperó, dio un paso atrás, levantó la vista hacia las ventanas y lo intentó de nuevo. Marcó el número de teléfono. Al cabo de unos segundos, oyó que sonaba dentro de la casa.

Al menos, era el sitio que buscaba.

Fue un anticlímax, pero a decir verdad, también un alivio. El enfrentamiento, si era eso lo que iba a venir, podía esperar.

La plaza delante de la catedral estaba atestada de turistas aferrando sus cámaras y de guías turísticos que enarbolaban banderas o paraguas de colores vistosos. Disciplinados alemanes, aprensivos ingleses, glamurosos italianos, silenciosos japoneses y entusiastas norteamericanos. Todos los niños parecían aburridos.

En algún momento de su largo viaje por carretera hacia el norte, había dejado de pensar que iba a obtener información del laberinto de Chartres. La conexión con la cueva del pico de Soularac, con Grace y con ella misma era obvia, demasiado obvia. Parte de su conciencia intuía que era un montaje, una pista falsa.

Aun así, Alice compró una entrada para la visita guiada en inglés, que iba a empezar fuera de la catedral al cabo de cinco minutos. La guía era una mujer eficiente, de mediana edad, de porte altanero y voz cortante.

– Desde el punto de vista actual, las catedrales son estructuras grises y colosales, consagradas a la devoción y la fe. Sin embargo, en la época medieval eran multicolores, como los santuarios hinduistas de la India o Tailandia. Las figuras y paneles que adornaban los grandes pórticos, en Chartres y otros templos, estaban policromados -dijo la guía, levantando el paraguas para señalar el exterior-. Si se fijan bien, verán restos de pintura rosa, azul o amarilla adheridos a las grietas de las figuras.

Alrededor de Alice, todos asentían obedientemente.

– En 1194 -prosiguió la mujer-, un incendio destruyó la mayor parte de la ciudad de Chartres, así como la propia catedral. Al principio se dio por perdida la reliquia más sagrada del templo, la sancta camisia, que según se decía era el camisón que llevaba puesto María cuando dio a luz a Cristo. Pero al cabo de tres días, la reliquia fue hallada en la cripta, donde la habían escondido unos monjes. El hallazgo se interpretó como un milagro, como signo de que era preciso reconstruir la catedral. El edificio actual data de 1194 y fue consagrado en 1260, con el nombre de iglesia catedral de la Asunción de Nuestra Señora, la primera catedral de Francia consagrada a la Virgen María.

Alice escuchaba a medias, hasta que llegaron a la fachada norte y la guía les señaló la fantasmagórica procesión de reyes y reinas del Antiguo Testamento labrada sobre el pórtico. La joven experimentó entonces un estremecimiento de nerviosa exaltación.

– Es la única representación significativa del Antiguo Testamento que hay en la catedral -dijo la guía, haciéndoles un gesto para que se acercaran un poco más-. En esta columna hay un relieve que, según opinan muchos, representa al Arca de la Alianza sacada de Jerusalén por Menelik, hijo de Salomón y de la reina de Saba, pese a que los historiadores aseguran que la figura de Menelik no llegó a conocerse en Europa hasta el siglo xv. Y aquí -prosiguió, bajando un poco el brazo- hay otro enigma. Aquellos de ustedes que tengan buena vista distinguirán quizá la inscripción en latín: hic amititur archa cederis. -Miró a su alrededor y sonrió con arrogancia-. Los estudiosos de latín que haya entre ustedes se habrán percatado de que la inscripción no significa nada. Algunas guías traducen archa cederis como «Trabajarás por el arca», y la inscripción completa como «Aquí las cosas siguen su curso; trabajarás por el arca». Sin embargo, si cederis se considera una corrupción de foederis, tal como han sugerido algunos comentaristas, entonces la inscripción podría traducirse como «Aquí fue depositada el Arca de la Alianza».

La guía miró a todo el grupo a su alrededor.

– Este pórtico -prosiguió- es uno de los diversos elementos que han motivado la gran cantidad de mitos y leyendas surgidos en torno a la catedral. Contra lo que es habitual, los nombres de los maestros constructores de la catedral de Chartres son desconocidos. Es probable que por alguna razón no se llevaran registros y los nombres simplemente hayan caído en el olvido. Sin embargo, algunas personas de imaginación más viva, por así decirlo, interpretan de otro modo la ausencia de información. Según el más persistente de los rumores, la catedral fue construida por descendientes de los Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón, los caballeros Templarios, como un libro codificado en piedra, un gigantesco puzzle que sólo los iniciados podían descifrar. Muchos creen que bajo el laberinto yacen los huesos de María Magdalena o incluso el Santo Grial.

– ¿Alguien lo ha investigado? -preguntó Alice, lamentando sus palabras en el momento mismo en que abandonaron sus labios. Miradas de desaprobación se concentraron sobre ella como faros.

La guía arqueó las cejas.

– Desde luego. En más de una ocasión. Pero a la mayoría de ustedes no les sorprenderá saber que nadie ha encontrado nada. Otro mito. -Hizo una pausa-. ¿Pasamos al interior?

Sintiéndose extraña, Alice siguió al grupo hasta el pórtico oeste y se puso a la cola para entrar en la catedral. De inmediato, todos bajaron la voz, cuando el característico olor a piedra e incienso obró su magia. En las capillas laterales y junto a la entrada principal, las hileras de cirios resplandecían en la penumbra.

Alice había esperado alguna especie de reacción, alguna visión del pasado como las que había experimentado en Toulouse y Carcasona; pero no sintió nada, y al cabo de un rato se serenó y empezó a disfrutar de la visita. Por su investigación, sabía que la catedral de Chartres poseía uno de los mejores conjuntos de vidrieras del mundo, pero no estaba preparada para la resplandeciente brillantez de aquellas obras. Un caleidoscopio de vibrantes colores inundaba la catedral, con representaciones de escenas bíblicas y de la vida cotidiana. La impresionaron el rosetón, la vidriera azul de la Virgen y la vidriera de Noé, con el diluvio y los animales entrando de dos en dos en el arca. Mientras recorría el templo, Alice intentó imaginar cómo habría sido cuando las paredes estaban cubiertas de frescos y ornamentadas con ricos tapices, paños orientales y gallardetes de seda bordados en oro. Para los ojos medievales, el contraste entre el esplendor del templo de Dios y el mundo exterior debía de ser abrumador, quizá la prueba de la gloria del Señor en la Tierra.

– Y finalmente -dijo la guía-, llegamos al pavimento donde puede verse el famoso laberinto de once circuitos. Finalizado en 1200, es el mayor de Europa. La pieza central original desapareció hace mucho tiempo, pero el resto está intacto. Para los cristianos de la Edad Media, el laberinto era la oportunidad de emprender un peregrinaje espiritual, en sustitución del auténtico viaje a Jerusalén. De ahí que los laberintos sobre pavimento, a diferencia de los que pueden verse en los muros de las iglesias y catedrales, reciban a menudo el nombre de chemin de Jérusalem, es decir, camino o senda de Jerusalén. Los peregrinos transitaban por los circuitos hacia el centro, algunos en repetidas ocasiones, como símbolo de una creciente comprensión o proximidad a Dios. A menudo los penitentes efectuaban el recorrido de rodillas, a veces a lo largo de varios días.

Alice se fue acercando a la parte de delante del grupo, con el corazón desbocado, comprendiendo sólo entonces que había estado posponiendo ese instante.

«Ahora es el momento.»

Hizo una profunda inspiración. La simetría quedaba alterada por las filas de sillas colocadas a ambos lados de la nave, delante del altar de vísperas. Aun así y pese a conocer las cifras por su investigación, Alice se quedó boquiabierta ante las dimensiones del laberinto, que dominaba casi por completo el suelo de la catedral.

Poco a poco, como todos los demás, empezó a recorrerlo, en círculos cada vez más estrechos, como en la torpe fila de un juego de niños, hasta llegar al centro.

No sintió nada. Ningún estremecimiento en la columna vertebral, ningún instante de revelación ni de transformación. Nada de nada. Se agachó y tocó el suelo. La piedra era lisa y fría, pero no le hablaba.

Alice esbozó una sonrisa burlona. «¿Qué esperabas?» Ni siquiera le hizo falta sacar el dibujo que había hecho del laberinto de la cueva para saber que allí no había nada para ella. Sin hacerse notar, Alice se separó del grupo.

Después del calor feroz del Mediodía, el tímido sol del norte era para ella un alivio, por lo que pasó la hora siguiente explorando el pintoresco centro histórico de la ciudad. En parte iba en busca de la esquina donde Grace y Audric Baillard habían posado delante de la cámara.

No parecía existir, o quizá estaba fuera del área cubierta por el plano. La mayoría de las calles debían su nombre a los artesanos que antaño tenían en ellas sus talleres: relojeros, curtidores, papeleros y encuadernadores, evocación de la importancia que había tenido Chartres como gran centro de la fabricación del papel y el arte de la encuadernación en Francia, durante los siglos xii y xiii. Pero no había ninguna Rue des Trois Degrés.

Finalmente, Alice volvió al punto de partida, frente a la fachada occidental de la catedral. Se sentó en un escalón y se apoyó en la baranda. De inmediato, su mirada se centró en la esquina de la calle que tenía justo enfrente. De un salto, fue corriendo a leer el cartel con el nombre de ésta: rue de l’étroit degré, díte aussi rue des trois degrés (des trois marches).

Le habían cambiado el nombre. Sonriendo para sus adentros, Alice dio un paso atrás para ver mejor y tropezó con un hombre que iba andando enfrascado en la lectura de un periódico.

Pardon -dijo ella.

– No, perdóneme usted a mí -respondió él, en un inglés con agradable acento americano-. La culpa ha sido mía. No iba mirando por dónde caminaba. ¿No se ha hecho nada?

– No, estoy bien.

Para su asombro, él la estaba mirando fijamente.

– ¿Se le ofrece alguna…?

– Tú eres Alice, ¿verdad?

– Sí -repuso ella cautelosamente.

– ¡Alice, claro que sí! ¡Hola! -exclamó él, mientras se pasaba los dedos por la enmarañada mata de pelo castaño-. ¡Qué increíble!

– Lo siento, pero yo…

– William Franklin -dijo él, tendiéndole la mano-. Will. Nos conocimos en Londres, allá por el noventa y ocho o noventa y nueve. Éramos un grupo grande. Tú estabas saliendo con un tío… cómo se llamaba… Oliver, ¿no? Yo iba con un primo mío.

Alice tenía un vago recuerdo de un piso lleno de gente, con un montón de amigos de Oliver de la universidad. Casi le pareció recordar a un chico norteamericano guapo y atractivo, aunque por aquella época estaba total y arrebatadoramente enamorada y no prestaba atención a nadie más.

«¿Será este chico?»

– ¡Qué buena memoria tienes! -dijo ella, estrechándole la mano-. Eso fue hace mucho tiempo.

– No has cambiado mucho -repuso él, sonriendo-. ¿Qué tal está Oliver?

Alice hizo una mueca.

– Ya no seguimos juntos.

– Lo siento -dijo él, y tras una breve pausa, añadió-: ¿De quién es la foto?

Alice bajó la vista. Había olvidado que aún la tenía en la mano.

– De mi tía. La encontré entre sus cosas y, ya que estaba aquí, me propuse descubrir dónde fue tomada. -Sonrió-. Ha sido más difícil de lo que podrías imaginar.

Will miró por encima del hombro de ella.

– ¿Quién es él?

– Sólo un amigo. Un escritor.

Hubo otra pausa, como si los dos quisieran continuar la conversación, pero sin saber muy bien qué decir. Will volvió a mirar la foto.

– Es guapa.

– ¿Guapa? Yo la veo más bien resuelta y decidida, aunque no sé cómo era en realidad. No llegué a conocerla.

– ¿No? Entonces, ¿cómo es que tienes su foto?

Alice volvió a guardar la foto en el bolso.

– Es un poco complicado de explicar.

– No me importaría oírlo -sonrió él-. Oye… -dudó-, ¿te gustaría ir a tomar un café o algo? A menos que tengas que irte.

Sorprendida, Alice descubrió que ella estaba pensando lo mismo.

– ¿Sueles invitar a café a cualquier chica que te encuentras por la calle?

– Normalmente no -replicó él-. Lo importante ahora es saber si tú sueles aceptar las invitaciones.

Alice se sentía como si estuviera contemplando la escena desde arriba, mirando a un hombre y a una mujer que se parecía a ella, entrando en una antigua pastelería con tartas y bollos expuestos en largas vitrinas de cristal.

«No puedo creer que esté haciendo esto.»

Visiones, olores, sonidos. Los camareros yendo y viniendo entre las mesas, el aroma amargo del café, el silbido de la leche en la máquina, el tintineo de los cubiertos sobre los platillos, todo le parecía particularmente vivido, sobre todo el propio Will: su forma de sonreír, su manera de inclinar la cabeza o la costumbre de llevarse los dedos, mientras hablaba, a la cadena de plata que tenía al cuello.

Se sentaron a una de las mesas de la terraza. Sobre los tejados sólo se distinguía la aguja de la catedral. Una ligera turbación se apoderó de ambos cuando se sentaron. Los dos empezaron a hablar a la vez. Alice se echó a reír y Will se disculpó.

Con cautela, tentativamente, comenzaron a rellenar los huecos en la historia de sus vidas, desde la última vez que se habían visto, seis años antes.

– Parecías verdaderamente absorto hace un momento, cuando doblaste aquella esquina -dijo ella, dando la vuelta al periódico que llevaba él, para leer el titular.

Will sonrió.

– Sí, lo siento -se disculpó-. Por lo general el periódico local no es tan interesante. Han hallado a un hombre muerto en el río, justo en el centro de la ciudad atado de pies y manos. Lo han apuñalado por la espalda. Las emisoras de radio no hablan de otra cosa. Al parecer, podría tratarse de algún tipo de asesinato ritual. Lo relacionan con la desaparición, la semana pasada, de un periodista que estaba trabajando en un reportaje sobre sociedades religiosas secretas.

La sonrisa se congeló en el rostro de Alice.

– ¿Me lo enseñas? -preguntó, alargando la mano.

– Claro. Míralo tú misma.

Su sensación de inquietud fue en aumento a medida que leía. La Noublesso Véritable. El nombre le sonaba familiar.

– ¿Te sientes bien?

Alice levantó la vista y vio que Will la estaba mirando.

– Lo siento -repuso ella-. Estaba a kilómetros de distancia. Es sólo que he visto algo muy similar hace poco y la coincidencia me ha impresionado.

– ¿Coincidencia? Parece fascinante.

– Es una larga historia.

– No tengo prisa -dijo Will, apoyando los codos en la mesa y animándola con una sonrisa.

Después de tanto tiempo atrapada en sus propios pensamientos, Alice se sintió tentada por la oportunidad de poder hablar finalmente con alguien. Además, él no era un completo desconocido. «Dile solamente lo que quieras.»

– Bien, verás, no sé si le encontrarás mucho sentido a lo que voy a contarte -empezó-. Hace un par de meses, me enteré de manera totalmente inesperada de que una tía de la que nunca había oído hablar había muerto y me había dejado todo lo que tenía, incluida una casa en Francia.

– La señora de la foto.

Ella asintió con la cabeza.

– Se llamaba Grace Tanner. Yo tenía pensado venir a Francia de todos modos, para visitar a una amiga que estaba trabajando en una excavación arqueológica en los Pirineos, por lo que decidí juntar los dos viajes. -Dudó un momento-. En el yacimiento sucedieron algunas cosas, no te aburriré con los detalles, pero te diré que parecía como si… Bueno, no importa. -Hizo una inspiración-. Ayer, después de reunirme con el notario, fui a la casa de mi tía y encontré algunas cosas…, algo, un dibujo que había visto en la excavación. -Vaciló, sin lograr expresarse con claridad-. También había un libro, de un autor llamado Audric Baillard, que estoy casi convencida de que es el hombre de la foto.

– ¿Vive?

– Por lo que sé, sí. Pero no he podido encontrarlo.

– ¿Qué relación tenía con tu tía?

– No lo sé con seguridad. Espero que él mismo pueda decírmelo. Es mi único vínculo con ella. Y con otras cosas.

«El laberinto, el árbol genealógico, mi sueño.»

Cuando levantó la vista, vio que Will la miraba con expresión confusa, pero interesada.

– Todavía no puedo decir que me haya enterado de mucho -dijo él con una sonrisa.

– No me estoy explicando muy bien -reconoció ella-. Hablemos de algo menos complicado. Aún no me has dicho qué estás haciendo tú en Chartres.

– Lo mismo que todos los norteamericanos en Francia: intentando escribir.

Alice sonrió.

– ¿No sería más tradicional hacerlo en París?

– Allí empecé, pero supongo que lo encontré… no sé, demasiado impersonal, no sé si me entiendes. Mis padres tenían conocidos aquí. La ciudad me gustó y acabé quedándome.

Alice hizo un gesto afirmativo, esperando que él continuara; pero en lugar de eso, Will volvió sobre algo que ella había dicho antes.

– Ese dibujo que has mencionado -dijo en tono informal-, ese que encontraste en la excavación y después en casa de tu tía Grace, ¿qué tenía de especial?

Ella titubeó.

– Es un laberinto.

– Entonces, ¿por eso has venido a Chartres? ¿Para visitar la catedral?

– En realidad no es… -empezó ella, pero en seguida se interrumpió, cautelosa-. Bueno, sí, en parte he venido por eso, pero sobre todo porque espero localizar a una amiga. Shelagh. Hay cierta… posibilidad de que esté en Chartres.

Alice sacó de la mochila la hoja de papel con la dirección garabateada y se la pasó a Will a través de la mesa.

– He pasado antes por allí -prosiguió-, pero no había nadie. Así que decidí hacer un poco de turismo y volver dentro de una hora, más o menos.

Alice observó con asombro que Will había palidecido. Parecía haberse quedado sin habla.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– ¿Por qué crees que tu amiga podría estar ahí? -dijo Will con voz débil.

– No lo sé con certeza -repuso ella, intrigada por el cambio que se había producido en él.

– ¿Es la amiga que habías ido a visitar a la excavación?

Ella asintió.

– ¿Y ella también ha visto el dibujo del laberinto? ¿Como tú?

– Supongo que sí, aunque no lo mencionó. Parecía obsesionada con algo que yo había encontrado y que…

Alice se interrumpió, al ver que repentinamente Will se levantaba de la silla.

– ¿Qué haces? -exclamó ella, intimidada por la expresión de su cara mientras la cogía de la mano.

– Ven conmigo. Hay algo que tienes que ver.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella una vez más, apresurándose para seguirle el paso.

Entonces doblaron la esquina y Alice se dio cuenta de que estaban en el otro extremo de la Rue du Cheval Blanc. Will se acercó a la casa a grandes zancadas y subió corriendo los peldaños de la puerta delantera.

– ¿Te has vuelto loco? ¿Y si hubiera alguien dentro?

– No hay nadie.

– Pero ¿cómo lo sabes?

Alice se quedó mirando estupefacta al pie de los escalones, mientras Will sacaba unas llaves del bolsillo y abría la puerta.

– Date prisa. Entra antes de que alguien nos vea.

– ¡Tienes la llave! -exclamó ella, incrédula-. ¿Te importaría empezar a contarme qué demonios está pasando aquí?

Will retrocedió escaleras abajo y la agarró de la mano.

– Aquí hay una versión de tu laberinto -dijo con voz sibilante-. ¿Lo entiendes? ¿Vas a venir ahora?

«¿Y si fuera otra trampa?»

Después de todo lo sucedido, tenía que estar loca para seguirlo. El riesgo era excesivo. Ni siquiera había nadie que supiera que ella estaba allí. Pero la curiosidad pudo con su sentido común. Alice levantó la vista hacia el rostro de Will, expectante y a la vez angustiado.

Decidió darle otra oportunidad y confiar en él.

CAPÍTULO 55

Alice se encontró en un amplio vestíbulo, más parecido al de un museo que al de una casa particular. Will fue directamente hacia el tapiz suspendido frente a la puerta delantera y lo apartó de la pared.

– ¿Qué estás haciendo?

Corrió tras él y vio un diminuto picaporte de bronce disimulado entre los paneles de madera. Will lo sacudió, lo empujó y lo hizo girar con frustración.

– ¡Maldición! Está cerrada por dentro.

– ¿Es una puerta?

– Exacto.

– ¿Y el laberinto que viste está ahí detrás?

Will asintió.

– Hay que bajar un tramo de escalera y seguir por un pasillo bastante largo que conduce hasta una especie de cámara extraña. Hay signos egipcios en las paredes y una tumba con el dibujo de un laberinto, igual al que tú has descrito, labrado encima. Ahora bien… -se interrumpió-. Lo que ha aparecido en el periódico, el hecho de que tu amiga tuviera esta dirección…

– Estás haciendo demasiadas suposiciones, sin suficiente base -dijo ella.

Will dejó caer la esquina del tapiz y se dirigió a grandes pasos al extremo opuesto del vestíbulo. Tras un instante de vacilación, Alice lo siguió.

– ¿Qué estás haciendo? -susurró cuando Will abrió la puerta.

Entrar en la biblioteca fue como retroceder en el tiempo. Era una sala formal, con el aire de un club inglés para hombres. Las persianas parcialmente cerradas proyectaban rayas de luz amarilla, que se alineaban sobre la alfombra como franjas en un paño dorado. Había un aire de permanencia, una atmósfera de antigüedad y lustre.

Las estanterías ocupaban tres lados de la estancia, del suelo al techo, con escalerillas corredizas que permitían acceder a los estantes más altos. Will sabía exactamente adonde iba. Había una sección dedicada a obras sobre Chartres, con libros de fotografías junto a ensayos más rigurosos sobre la arquitectura y la historia social.

Volviéndose angustiosamente hacia la puerta, con el corazón desbocado, Alice vio que Will sacaba un libro con el escudo de la familia grabado en la tapa y lo llevaba a la mesa. Mirando por encima de su hombro, lo vio pasar rápidamente las páginas. Ante sus ojos desfilaron láminas de colores en papel satinado, viejos mapas de Chartres y reproducciones de dibujos a lápiz y a tinta, hasta que Will llegó a la sección que buscaba.

– ¿Qué es esto?

– Un libro sobre la casa De l’Oradore. Esta casa -dijo-. La familia vive aquí desde hace cientos de años, desde que fue construida. Hay planos arquitectónicos y proyecciones verticales de cada planta de la casa.

Will pasó página a página, hasta encontrar lo que quería.

– Aquí está -dijo, volviendo el libro, para que ella lo viera bien-. ¿Es esto?

Alice se quedó sin aliento.

– ¡Dios mío! -susurró.

Era la reproducción exacta de su laberinto.

El ruido de la puerta delantera cerrándose de golpe los sobresaltó.

– ¡Will, la puerta! ¡La hemos dejado abierta!

Podía distinguir voces amortiguadas en el vestíbulo. Un hombre y una mujer.

– Vienen hacia aquí -susurró ella.

Will le puso el libro entre las manos.

– ¡Rápido! -bisbiseó, mientras señalaba el gran sofá de tres plazas que había bajo la ventana-. Deja que yo me encargue de esto.

Alice cogió su mochila, corrió hacia el sofá y se escurrió por el hueco entre el respaldo y la pared. Había un olor penetrante a cuero agrietado y humo rancio de cigarro, y el polvo le hacía cosquillas en la nariz. Oyó que Will cerraba con un chasquido la puerta de la estantería y que se situaba en el centro de la sala, justo cuando la puerta de la biblioteca se abría con un chirrido.

– Qu’est-ce que vous foutez ici?

Una voz de hombre joven. Inclinando un poco la cabeza, Alice logró verlos a los dos reflejados en las puertas de cristal de las librerías. Era un chico alto, más o menos como Will, pero más anguloso. Tenía el pelo negro y rizado, frente amplia y nariz aristocrática. Alice frunció el ceño. Le recordaba a alguien.

– ¡François-Baptiste! ¿Qué tal? -dijo Will. Incluso para Alice, su saludo sonó falsamente animado.

– ¿Qué demonios está haciendo aquí? -repitió el otro en inglés.

Will le enseñó la revista que había cogido de la mesa.

– He venido a buscar algo para leer.

François-Baptiste echó una mirada al título y dejó escapar una risita.

– No parece tu estilo.

– Te sorprenderías.

El chico se adelantó un poco hacia Will.

– No durarás mucho más -dijo en voz baja y amarga-. Se aburrirá de ti y te echará a patadas, como a todos los demás. Ni siquiera sabías que iba a salir de la ciudad, ¿no?

– Lo que pase entre ella y yo no es asunto tuyo, de modo que si no te importa…

François-Baptiste se plantó delante de él.

– ¿Qué prisa tienes?

– No me provoques, François-Baptiste, te lo advierto.

François-Baptiste apoyó la mano en el pecho de Will para impedirte el paso.

Will apartó el brazo del chico de un manotazo.

– ¡No me toques!

– ¿Cómo piensas impedirlo?

Ça suffit! ¡Ya basta! -exclamó una voz femenina.

Los dos hombres se volvieron. Alice estiró el cuello para ver mejor, pero la mujer no había entrado lo suficiente en la habitación.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó-. ¡Peleando como niños! ¿François-Baptiste? ¿William?

– Rien, maman. Je lui demandais…

Will se quedó mirando boquiabierto, hasta que finalmente comprendió quién había llegado con François-Baptiste.

– Marie-Cécile, no tenía idea… -tartamudeó-. No te esperaba tan pronto.

La mujer se adentró un poco más en la estancia y Alice pudo ver claramente su cara.

«No puede ser.»

Esta vez iba vestida un poco más formalmente que cuando Alice la había visto por última vez, con una falda ocre a la altura de la rodilla y una chaqueta a juego, y llevaba el pelo suelto, enmarcándole la cara, en lugar de recogido con un pañuelo.

Pero no había confusión posible. Era la misma mujer que Alice había visto a la puerta del hotel de la Cité, en Carcasona. Era Marie-Cécile de l’Oradore.

Desvió la vista de la madre al hijo. El parecido familiar era considerable. El mismo perfil, el mismo aire imperioso. Ahora comprendía los celos de François-Baptiste y el antagonismo entre él y Will.

– Pero en realidad la pregunta de mi hijo tiene sentido -estaba diciendo Marie-Cécile-. ¿Qué haces tú aquí?

– Estaba… Vine a buscar algo distinto para leer. Me sentía… me sentía solo sin ti.

Alice se encogió. La explicación no sonaba ni remotamente convincente.

– ¿Solo? -repitió ella como un eco-. Tu cara no dice lo mismo, Will.

Marie-Cécile se inclinó hacia adelante y besó a Will en los labios. Alice sintió que la turbación impregnaba el ambiente. El gesto había sido incómodamente íntimo. Podía ver que Will tenía los puños apretados.

«No quiere que yo vea esto.»

La idea, desconcertante como era, entró y salió de su mente en el tiempo de un parpadeo.

Marie-Cécile lo dejó ir, con un destello de satisfacción en el rostro.

– Ya nos pondremos al día más adelante, Will. De momento, me temo que François-Baptiste y yo tenemos unos asuntillos que tratar. Desolée. Así que si nos disculpas…

– ¿Aquí, en la biblioteca?

«Una reacción demasiado rápida. Demasiado evidente.

Marie-Cécile estrechó los ojos.

– ¿Por qué no?

– Por nada -replicó él secamente.

– Maman. Il est dix-huit heures déjà.

J’arrive -replicó ella, sin dejar de mirar a Will con suspicacia.

– Mais, je ne…

– Va le chercher -lo interrumpió su madre. Ve a buscarlo.

Alice oyó que François-Baptiste salía en tromba de la sala y después cómo Marie-Cécile rodeaba con sus brazos a Will por la cintura y lo atraía hacia sí. Sus uñas eran rojas sobre el blanco de la camiseta de él. Alice habría querido desviar la mirada, pero no pudo.

Bon -dijo Marie-Cécile-. À bientôt.

– ¿Subirás pronto? -dijo Will. Alice pudo distinguir el pánico en su voz, al darse cuenta de que iba a tener que dejarla allí atrapada.

– En un momento.

Alice no pudo hacer nada, solamente oír el ruido de los pasos de Will, alejándose.

Los dos hombres se cruzaron en el pasillo.

– Mira -dijo, François-Baptiste enseñándole a su madre un ejemplar del mismo periódico que Will estaba leyendo antes.

– ¿Cómo se habrán enterado tan pronto?

– Ni idea -replicó él en tono malhumorado-. Authié, imagino.

Alice se quedó petrificada. «¿El mismo Authié?»

– ¿Lo sabes con seguridad, François-Baptiste? -estaba diciendo Marie-Cécile.

– Alguien tiene que haberles dado el soplo. La policía envió submarinistas al Eure el sábado, al sitio exacto. Sabían lo que estaban buscando. Piénsalo. ¿Quién fue el primero en decir que había un topo en Chartres? Authié. ¿Acaso ha presentado alguna prueba de que Tavernier realmente hubiera hablado con el periodista?

– ¿Tavernier?

– El hombre del río -aclaró el joven agriamente.

– Ah sí, claro -asintió Marie-Cécile, mientras encendía un cigarrillo-. El artículo menciona a la Noublesso Véritable por su nombre.

– También Authié puede habérselo dicho.

– Mientras no haya nada que conecte a Tavernier con esta casa, no hay ningún problema -dijo ella, con expresión aburrida-. ¿Algo más?

– He hecho todo lo que me has pedido.

– ¿Y lo has preparado todo para el sábado?

– Sí -respondió él-, aunque sin el anillo ni el libro, no sé para qué molestarse.

Una sonrisa surcó brevemente los labios rojos de Marie-Cécile.

– Ya ves. Por eso todavía necesitamos a Authié, pese a tu evidente desconfianza -dijo ella con suavidad-. Dice que, milagrosamente, ha conseguido el anillo.

– ¿Por qué demonios no me lo habías dicho antes? -preguntó él airadamente.

– Te lo estoy diciendo ahora -replicó ella-. Dice que sus hombres se lo llevaron de la habitación de hotel de la chica inglesa, anoche en Carcasona.

Alice sintió un frío en la piel. «Es imposible.»

– ¿Crees que miente?

– No seas imbécil, François-Baptiste -respondió su madre en tono cortante-. ¡Claro que miente! Si la doctora Tanner se lo hubiera llevado, Authié no habría tardado cuatro días en conseguirlo. Además, ordené que registraran su apartamento y su despacho.

– Entonces…

Ella lo interrumpió.

– Si Authié lo tiene…, si es que lo tiene, cosa que dudo mucho, entonces lo ha conseguido de la abuela de Biau o lo ha tenido todo el tiempo, desde el principio. Posiblemente él mismo se lo llevara de la cueva.

– Pero ¿para qué iba a molestarse?

Sonó el teléfono, estruendoso, intrusivo. Alice sintió que el corazón se le subía a la garganta.

François-Baptiste miró a su madre.

– Contesta -le dijo ella.

Así lo hizo.

Allô.

Alice apenas respiraba, por temor a delatarse.

– Oui, je comprends. Attends. -Cubrió el receptor con la mano-. Es O’Donnell. Dice que tiene el libro.

– Pregúntale por qué no hemos sabido nada de ella.

El joven hizo un gesto afirmativo.

– ¿Dónde has estado desde el lunes? -Escuchó un momento-. ¿Alguien más sabe que lo tienes? -Volvió a escuchar-. Muy bien. A las diez. Mañana por la noche.

Colgó el teléfono.

– ¿Estás seguro de que era ella?

– Era su voz. Conocía lo acordado.

– Seguro que él estaba escuchando.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó el joven, inseguro-. ¿A quién te refieres?

– ¡Por todos los santos! ¿A quién crees tú que me refiero? -exclamó ella-. ¡A Authié, obviamente!

– Yo…

– Shelagh O’Donnell lleva varios días desaparecida. Pero en cuanto dejo de ser una molestia y regreso a Chartres, O’Donnell vuelve a aparecer. Primero el anillo, y ahora el libro.

Finalmente, François-Baptiste perdió los estribos.

– Pero ¡si hace un momento lo estabas defendiendo! -exclamó-. ¡Y me acusabas a mí de sacar conclusiones precipitadas! Si sabes que trabaja contra nosotros, ¿por qué no me lo has dicho, en lugar de dejarme hacer el tonto? Mejor aún, ¿por qué no le paras los pies? ¿Alguna vez te has preguntado siquiera por qué desea los libros con tanto ahínco? ¿Qué piensa hacer con ellos? ¿Subastarlos al mejor postor?

– Sé exactamente para qué quiere los libros -replicó ella con voz gélida.

– ¿Por qué tienes que hacerme esto todo el tiempo? ¡Siempre me estás humillando!

– La conversación ha terminado -dijo ella-. Saldremos mañana, para tener tiempo suficiente de que hagas tu trabajo con O’Donnell y yo pueda prepararme. La ceremonia se celebrará a medianoche, tal como estaba previsto.

– ¿Quieres que vaya a la cita con ella? -preguntó él, incrédulo.

– Desde luego que sí -repuso su madre. Por primera vez, Alice distinguió algo de emoción en su voz-. Quiero el libro, François-Baptiste.

– ¿Y si no lo tiene?

– No creo que Authié se tomara todo este trabajo si no fuera así.

Alice oyó que François-Baptiste atravesaba la habitación y abría la puerta.

– ¿Y qué hay de él? -preguntó, con un rastro del fuego que había habido antes en su voz-. No puedes dejar que se quede aquí para…

– Deja que yo me ocupe de Will. Él no es asunto tuyo.

Will estaba escondido en el armario, en el pasillo que conducía a la cocina.

Estaba atiborrado y olía a cazadoras de cuero, botas viejas e impermeables, pero era el único lugar que le ofrecía una vista clara de las puertas de la biblioteca y del estudio. Primero vio salir a François-Baptiste, que entró en el estudio, seguido minutos después por Marie-Cécile. Will esperó a que se cerrara la pesada puerta e inmediatamente emergió del armario y corrió por el pasillo hasta la biblioteca.

– Alice -susurró-, ¡rápido! Tenemos que sacarte de aquí. -Hubo un ruido leve y en seguida apareció ella-. Lo siento muchísimo -dijo. -Toda la culpa ha sido mía. ¿Estás bien?

Ella asintió, aunque estaba mortalmente pálida.

Will le tendió la mano, pero ella se negó a ir con él.

– ¿Qué significa todo esto, Will? Tú vives aquí. Conoces a esta gente, y aun así estás dispuesto a mandarlo todo al garete para ayudar a una extraña. No tiene sentido.

Él hubiese querido decir que no era un extraño, pero se contuvo.

– Yo…

No encontraba las palabras. Le pareció como si la habitación se disolviera en la nada. Lo único que veía era el rostro en forma de corazón de Alice y sus ojos intrépidos que parecían mirarlo directamente al corazón.

– ¿Por qué no me habías dicho que tú… que tú y ella… que vivías aquí?

Él no pudo sostener su mirada. Alice se quedó mirándolo un poco más y, a continuación, atravesó rápidamente la habitación y salió al pasillo, con Will tras ella.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -dijo él con desesperación.

– Acabo de averiguar la relación de Shelagh con esta casa -dijo Alice-. Trabaja para ellos.

– ¿Ellos? -replicó él, desconcertado, mientras abría el portal para salir de la casa-. ¿Qué quieres decir?

– Pero no está aquí. Madame De l’Oradore y su hijo también la están buscando. Por lo que he oído, creo que la tienen retenida en algún lugar cerca de Foix.

Repentinamente, al pie de la escalera de la entrada, Alice se sintió invadir por el pánico.

– ¡Will! ¡Me he dejado la mochila en la biblioteca! -exclamó horrorizada-. Detrás del sofá, con el libro.

Más que cualquier otra cosa, Will deseaba besarla. El momento no hubiese podido ser más inoportuno. Estaban atrapados en una situación que no comprendía y Alice, en el fondo, ni siquiera confiaba en él. Aun así, sintió el impulso de hacerlo.

Sin pensarlo, Will tendió la mano para tocar su rostro. Sentía que conocía exactamente la suavidad y el tacto fresco de su piel, como si fuera un gesto que ya hubiese hecho miles de veces. Entonces, el recuerdo del retraimiento de ella en el café volvió a su memoria y lo hizo pararse en seco, cuando su mano estaba a punto de tocar su mejilla.

– Lo siento -empezó a decir, como si Alice pudiera leerle la mente.

Ella lo miraba fijamente, pero en seguida una breve sonrisa iluminó su expresión tensa y nerviosa.

– No pretendía ofenderte -tartamudeó él-. Es sólo que…

– No importa -replicó ella, pero el tono de su voz era suave.

Will suspiró aliviado. Ella se equivocaba: importaba más que ninguna otra cosa en el mundo, pero al menos no estaba enfadada con él.

– Will -prosiguió ella, en un tono un poco más perentorio-, mi mochila. Todas mis cosas están ahí dentro. Todas mis notas.

– Sí, claro -dijo él de inmediato-. Lo siento. Iré a buscarla. Te la llevaré. -Intentó concentrarse-. ¿Dónde te alojas?

– En el hotel Petit Monarque. En la Place des Épars.

– De acuerdo -dijo él, mientras subía corriendo la escalera-. Estaré allí en media hora.

Will se quedó mirándola hasta que se perdió de vista y entonces volvió a entrar en la casa. Se veía luz debajo de la puerta del estudio.

De pronto, la puerta de éste se abrió. Will saltó hacia atrás, y se ocultó entre la puerta y la pared, para que no lo vieran. François-Baptiste salió y fue hacia la cocina. Will oyó el movimiento de la puerta de vaivén, que se abría y se cerraba, y nada más.

Después, se puso a espiar a Marie-Cécile por una rendija de la puerta. Estaba sentada delante de su mesa de escritorio, mirando algo, un objeto que refulgía y emitía destellos de luz cuando ella se movía.

Will olvidó lo que había ido a hacer; vio que Marie-Cécile se ponía de pie y descolgaba uno de los cuadros que había en la pared, detrás de ella. Era su preferido. Se lo había explicado a Will con todos sus detalles en los primeros tiempos de su relación. Era un lienzo dorado con pinceladas de brillantes colores, que representaba a los soldados franceses contemplando las columnas derribadas y los palacios en ruinas del antiguo Egipto. Contemplando las arenas del tiempo – 1798, recordó. Así se llamaba.

Detrás de donde había estado colgado el cuadro, había una pequeña puerta metálica montada en la pared, con un teclado numérico al lado. Marie-Cécile marcó seis números. Se oyó un chasquido y la puerta se abrió. De la caja fuerte, sacó dos paquetes negros, que depositó con infinito cuidado sobre el escritorio. Will ajustó su posición, ansioso por ver lo que había dentro.

Estaba tan absorto que no oyó los pasos acercándose por detrás.

– No te muevas.

– François-Baptiste, yo…

Will sintió el frío cañón de una pistola oprimiéndole el costado.

– Y pon las manos donde pueda verlas.

Intentó darse la vuelta, pero François-Baptiste lo cogió por el cuello y le aplastó la cara contra la pared.

– Qu’est-ce qui se passe? -preguntó Marie-Cécile.

François-Baptiste apretó un poco más el arma.

– Je m’en occupe -replicó. Ya me ocupo yo.

Alice volvió a mirar el reloj.

«No viene.»

Estaba de pie en la recepción de hotel, mirando fijamente las puertas de cristal, como si fuera capaz de materializar la figura de Will a partir del aire. Había transcurrido casi una hora desde que salieron de la Rué du Cheval Blanc. No sabía qué hacer. Tenía la cartera, el teléfono y las llaves del coche en el bolsillo de la cazadora. Todo lo demás estaba en su mochila.

«Olvídalo. Vete de aquí.»

Cuanto más esperaba, más dudaba de los motivos de Will. Le parecía sospechoso que hubiese aparecido como salido de la nada. Alice repasó mentalmente la secuencia de acontecimientos.

¿De verdad había sido una coincidencia que se toparan de aquella manera? Ella no le había dicho a nadie adonde pensaba ir.

«¿Cómo podía saberlo él?»

A las ocho y media, Alice decidió que ya no podía esperar más. Explicó en recepción que no iba a necesitar más la habitación, dejó una nota para Will con su número de teléfono por si se presentaba, y se marchó.

Arrojó la cazadora en el asiento delantero del coche y entonces reparó en el sobre que asomaba del bolsillo. Era la carta que le habían dado en el hotel y que había olvidado por completo. La sacó del bolsillo y la dejó en el salpicadero, para leerla cuando parara a repostar.

Cayó la noche mientras viajaba hacia el sur. Los faros delanteros de los coches que se cruzaban con el suyo la deslumbraban. Árboles y matorrales saltaban como fantasmas desde la oscuridad. Orleans, Poitiers, Burdeos… Los carteles pasaban como otros tantos destellos.

Acurrucada en su propio mundo, hora tras hora, Alice se hacía una y otra vez las mismas preguntas. Y cada vez encontraba respuestas diferentes.

¿Por qué lo habría hecho él? Para obtener información. Ciertamente, les había dado toda la que tenía. Todas sus notas, sus dibujos, la fotografía de Grace y Baillard…

«Te prometió enseñarte la cámara del laberinto.»

No había visto nada. Solamente un dibujo en un libro. Alice sacudió la cabeza. No quería creerlo.

¿Por qué la había ayudado a escapar? Porque ya había conseguido lo que quería, o mejor dicho, lo que quería madame De l’Oradore.

«Para que ellos puedan seguirte.»

CAPÍTULO 56

Carcassona

Agost 1209

Los franceses atacaron Sant-Vicens al alba del lunes 3 de agosto. Alaïs trepó por las escalas de la torre del Mayor para reunirse con su padre y mirar desde las almenas. Buscó a Guilhelm entre la multitud, pero no logró distinguirlo.

Por encima del ruido de las espadas y los gritos de batalla de los soldados que tomaban por asalto las bajas murallas defensivas, distinguía el sonido de unos cánticos, que bajaban flotando a la llanura desde el monte Graveta.

¡Veni creator spiritus

Mentes tuorum visita!

– Los clérigos -dijo Alaïs horrorizada- cantan a Dios a la vez que vienen a matarnos.

El suburbio empezó a arder. Mientras el humo ascendía en espiral por el aire, al pie de las murallas bajas la gente y los animales se dispersaban en todas direcciones, presas del pánico.

Gruesos cabos con ganchos eran lanzados sobre el parapeto, sin dar tiempo a que los defensores los cortaran. Docenas de escalas eran arrojadas sobre los muros. La guarnición las apartaba a puntapiés o les prendía fuego, pero algunas se mantenían en su sitio. La tropa francesa de a pie proliferaba como las hormigas. Cuantos más soldados caían, más aparecían.

A ambos lados al pie de las fortificaciones se amontonaba los heridos y los muertos, como pilas de leña. Cada hora que pasaba, eran más las pérdidas.

Los cruzados trajeron una catapulta sobre ruedas, la situaron y comenzaron el bombardeo de los baluartes. Los impactos, despiadados e implacables, sacudían Sant-Vicens hasta los cimientos, entre una tormenta de flechas y otros proyectiles que llovían del cielo.

Los muros empezaron a desmoronarse.

– ¡Lo han conseguido! -gritó Alaïs-. ¡Están derribando las defensas!

El vizconde Trencavel y sus hombres estaban preparados. Blandiendo hachas y espadas, cargaron de dos en dos y de tres en tres contra los asaltantes. Los impresionantes cascos de los caballos de guerra lo aplastaban todo a su paso, y sus pesadas herraduras reventaban cráneos como cáscaras de nuez y destrozaban miembros, reduciéndolos a masas sanguinolentas de piel y huesos. Calle a calle, el combate se fue extendiendo por todo el suburbio, acercándose cada vez más al recinto de la Cité. Alaïs veía una masa de aterrorizados civiles inundando el paso de la puerta de Rodez hacia la ciudadela, con la esperanza de escapar a la violencia de la batalla. Eran viejos, enfermos, mujeres y niños, porque todos los hombres aptos para el combate estaban armados y luchaban junto a los soldados de la guarnición. Casi todos caían donde estaban, pues sus mazos no podían rivalizar con las espadas de los cruzados.

Los defensores lucharon con bravura, pero el enemigo los centuplicaba en número. Como una marea que se abatiera sobre la costa, los cruzados cayeron sobre las murallas abriendo brechas y derribando tramos enteros de fortificaciones.

Trencavel y sus chavalièrs lucharon denodadamente para conservar el control del río, pero en vano. El vizconde ordenó la retirada.

Cuando aún resonaba el eco de los gritos triunfales de los franceses, los pesados paños de la puerta de Rodez se abrieron para que los supervivientes pudieran entrar en la Cité. Mientras el vizconde Trencavel marchaba delante de la fila que formaban por las calles sus soldados derrotados, de regreso al Château Comtal, Alaïs contemplaba con horror, desde lo alto, la escena de devastación y destrucción a sus pies. Había visto la muerte muchas veces, pero nunca a tan gran escala. Se sentía contaminada por la realidad de la guerra, por la insensata pérdida que suponía.

También se sentía defraudada. Acababa de comprender que los cantares de gesta que tanto la habían entusiasmado en su infancia eran mentira. En la guerra no había nobleza. Sólo sufrimiento.

Alaïs bajó de las almenas a la plaza de armas y allí, rezando por ver a Guilhelm, se reunió con las otras mujeres que esperaban junto a la puerta.

«Haz que regrese sano y salvo.»

Por fin se oyó un ruido de cascos sobre el puente. Alaïs lo vio en seguida y su espíritu echó a volar. Traía la cara y la armadura manchadas de sangre y ceniza, y sus ojos reflejaban la ferocidad de la batalla, pero estaba indemne.

– Vuestro esposo ha luchado valerosamente, dòmna Alaïs -le dijo el vizconde Trencavel, al reconocerla entre la multitud-. Ha segado muchas vidas y ha salvado muchas más. Hemos de agradecer su habilidad y su coraje.

Alaïs se sonrojó.

– Decidme -prosiguió el vizconde-, ¿dónde está vuestro padre?

La joven señaló la esquina noroccidental de la plaza de armas.

– Vimos la batalla desde las almenas, messer.

Guilhelm acababa de desmontar y le había entregado las riendas a su escudero.

Alaïs se le acercó tímidamente, sin saber cuál sería su acogida.

– Messer.

Él cogió su pálida mano y se la llevó a los labios.

– Han herido a Tièrry -dijo con voz sombría-. Ya lo traen. Está muy mal.

– Cuánto lo siento, messer.

– Somos como hermanos -prosiguió él-. También Alzeu. Nacimos con tan sólo un mes de diferencia. Siempre nos hemos apoyado; trabajamos juntos para pagar nuestras cotas de malla y nuestras espadas. Fuimos bautizados la misma Pascua.

– Lo sé -replicó ella suavemente, bajando la cabeza de él hacia la suya-. Ven, deja que te ayude. Después haré lo que pueda por Tièrry.

Vio que en sus ojos relucían las lágrimas, y se apartó rápidamente, porque sabía que él no quería que lo viera llorar.

– Vamos, Guilhelm -dijo ella con dulzura-. Llévame a donde está Tièrry.

Habían llevado a Tièrry a la Gran Sala, con todos los otros que estaban graves. Los heridos y agonizantes yacían alineados de tres en tres, a lo largo de toda la estancia. Alaïs y las otras mujeres hacían lo que podían. Con el pelo recogido en una trenza sobre el hombro, Alaïs parecía una chiquilla.

Con el paso de las horas, el aire en el recinto cerrado se fue volviendo más corrupto y las moscas, más persistentes. La mayor parte del tiempo, Alaïs y las otras mujeres trabajaban en silencio y con firme determinación, sabiendo que la pausa antes de que se repitiera el asalto sería breve. Varios clérigos pasaban entre las filas de soldados heridos y agonizantes, oyendo sus confesiones y dándoles la extremaunción. Disimulados bajo sotanas oscuras, dos parfaits administraban el consolament a los fieles cátaros.

Las heridas de Tièrry eran graves. Había recibido varios golpes. Tenía el tobillo roto y una lanza le había penetrado en el muslo, astillándole el hueso dentro de la pierna. Alaïs sabía que había perdido demasiada sangre, pero pensando en Guilhelm hizo cuanto pudo. Calentó con cera una decocción de hojas y raíces de consuelda y la aplicó a modo de cataplasma en cuanto se hubo enfriado.

Dejando a Guilhelm con él, Alaïs concentró su atención en los que tenían más esperanzas de sanar. Disolvió raíz de angélica en polvo en agua de cardo mariano y, con la ayuda de los chicos de las cocinas, que transportaban la medicina en cubos, la fue administrando a cucharadas a todos los que estaban en condiciones de tragar. Si conseguía mantenerles pura la sangre y evitar que se les infectaran las heridas, entonces quizá se recuperaran.

Alaïs volvía junto a Tièrry siempre que podía, para cambiarle las cataplasmas, aunque era evidente que no había esperanzas. Había perdido el conocimiento y su tez había adquirido el tono pálido y azulado de la muerte. La joven apoyó una mano sobre el hombro de Guilhelm.

– Lo siento -susurró-. No le queda mucho tiempo.

Guilhelm se limitó a asentir con la cabeza.

Alaïs se encaminó hasta el otro extremo de la sala. A su paso, un joven chavalièr, sólo un poco mayor que ella, la llamó. Ella se detuvo y se arrodilló a su lado. Tenía la cara de niño desfigurada por el dolor y el desconcierto; sus labios estaban agrietados, y sus ojos, que alguna vez habían sido castaños, parecían torturados por el miedo.

– Chissst -lo hizo callar ella-. ¿No tenéis a nadie?

Él intentó sacudir la cabeza. Alaïs le acarició la frente con la mano y levantó la manta que le cubría el brazo del escudo. De inmediato, la dejó caer. El muchacho tenía el hombro aplastado. Fragmentos de hueso blanco sobresalían a través de la piel desgarrada, como un pecio que la marea hubiese abandonado en la playa. Tenía una herida como una boca abierta en un costado. La sangre manaba de ella sin cesar, formando un charco a su alrededor.

Su mano derecha estaba petrificada sobre la empuñadura de la espada. Alaïs intentó soltársela, pero los dedos, rígidos, se resistieron. La joven arrancó un trozo de tela de su propia falda, para taponar la profunda herida. De un frasco que llevaba en el bolso, sacó tintura de valeriana y echó dos gotas en los labios del muchacho para aliviarle el tránsito. No podía hacer nada más.

La muerte era desconsiderada. Llegaba lentamente. Poco a poco, sus jadeos se fueron volviendo más sonoros y su respiración, más trabajosa. A medida que sus ojos se apagaban, su terror fue en aumento y se puso a gritar. Alaïs se quedó a su lado, entonando una canción y acariciándole la frente, hasta que el alma abandonó el cuerpo.

– Que Dios acoja tu espíritu -murmuró, cerrándole los ojos. Le cubrió la cara y pasó al siguiente.

Alaïs trabajó todo el día, administrando ungüentos y vendando heridas, hasta que los ojos le dolieron y las manos le quedaron veteadas de roja sangre. Al final del día, haces de luz crepuscular penetraron por las altas ventanas de la Gran Sala. Los muertos habían sido retirados. Los vivos estaban tan confortables como lo permitían sus heridas.

La joven estaba exhausta, pero el recuerdo de la noche anterior y la esperanza de yacer una vez más en brazos de Guilhelm la sostenían. Le dolían los huesos y tenía la espalda entumecida de tanto inclinarse y agacharse, pero ya nada parecía importar.

Aprovechando el frenesí de actividad en el resto del castillo, Oriane se escabulló hacia sus aposentos para esperar a su informante.

– Ya era hora -dijo secamente-. Decidme lo que hayáis averiguado.

– El judío murió antes de que pudiéramos sacarle nada, pero mi señor cree que ya le había confiado el libro a vuestro padre.

Oriane esbozó una media sonrisa, pero no dijo nada. No le había revelado a nadie lo que había encontrado cosido en la capa de Alaïs.

– ¿Qué hay de Esclarmonda de Servian?

– Fue valiente, pero al final confesó dónde estaba el libro.

Los ojos verdes de Oriane lanzaron un destello.

– ¿Lo tenéis?

– Aún no.

– Pero ¿está aquí, en la Ciutat ? ¿Evreux lo sabe?

– Confía en que vos, dòmna, le proporcionéis esa información.

Oriane reflexionó un momento.

– ¿Están muertos la vieja y el chico? ¿No interferirá ella en nuestros planes? No podemos permitir que hable con mi padre.

El hombre sonrió, apretando los labios.

– La mujer está muerta. El chico se nos ha escapado, pero no creo que pueda hacer mucho daño. En cuanto lo encuentre, lo mataremos.

Oriane hizo un gesto de aprobación.

– ¿Le habéis hablado al señor de Evreux acerca de mi… interés?

– Así es, dòmna. Se siente honrado de que os ofrezcáis a prestar ayuda de ese modo.

– ¿Y qué hay de mis condiciones? ¿Lo dispondrá todo para que pueda salir sana y salva de la Ciutat ?

– Sí, dòmna, siempre que le entreguéis los libros.

Oriane se incorporó y se puso a ir y venir por la habitación.

– Bien, todo está muy bien. ¿Y os ocuparéis de mi marido?

– Si me indicáis dónde estará a la hora señalada, dòmna, entonces será fácil hacerlo. -Hizo una pausa-. Sin embargo, será un poco más caro que antes. Los riesgos son mucho mayores, incluso en estos tiempos agitados. El escribano del vizconde Trencavel, un hombre de buena posición…

– Lo entiendo perfectamente -replicó ella con frialdad-. ¿Cuánto?

– El triple de lo abonado por Raolf -respondió él.

– ¡Imposible! -reaccionó ella de inmediato-. ¿De dónde voy a sacar yo tanto oro?

– En cualquier caso, dòmna, ése es mi precio.

– ¿Y el libro?

Esta vez, su sonrisa fue completa.

– El libro es objeto de una negociación independiente, dòmna -contestó.

CAPÍTULO 57

El bombardeo se reanudó y siguió por la noche: un continuo retumbar de bolas de acero, rocas y peñascos, que levantaban nubes de polvo cada vez que daban en el blanco.

Desde su ventana, Alaïs pudo ver que las casas del llano habían sido reducidas a humeantes escombros. Una nube malsana flotaba sobre las copas de los árboles, como una negra neblina que hubiese quedado prendida de las ramas. Algunos de los pobladores habían atravesado los terrenos arrasados de Sant-Vicens y, desde allí, habían buscado refugio en la Cité. Pero la mayoría habían sido alcanzados y muertos mientras huían.

En la capilla, los cirios ardían sobre el altar.

Al alba del martes cuatro de agosto, el vizconde Trencavel y Bertran Pelletier subieron una vez más a las almenas.

El campamento francés estaba envuelto en la niebla matutina que subía del río. Tiendas, corrales, animales, pabellones, toda una ciudad parecía haber echado raíces. Pelletier levantó la vista. Se anunciaba otro día ferozmente caluroso. La pérdida del río en una fase tan temprana del asedio era devastadora Sin agua, no podrían resistir mucho tiempo. La sed los derrotaría, aunque no pudieran hacerlo los franceses.

La víspera, Alaïs le había dicho que en los alrededores de la puerta de Rodez, donde se concentraba la mayoría de los refugiados de Sant-Vicens, había aparecido el primer caso de mal de los asedios. El senescal había acudido a comprobarlo personalmente y, aunque el cónsul de la zona lo había negado, temía que Alaïs estuviera en lo cierto.

– Estás absorto en tus pensamientos, amigo mío.

Bertran se volvió para mirarlo.

– Disculpadme, messer.

Trencavel desechó sus disculpas con un ademán.

– ¡Míralos, Bertran! Son demasiados para que podamos derrotarlos… y sin agua.

– Dicen que Pedro II de Aragón está a un día de viaje -replicó Pelletier-. Sois su vasallo, messer. Vendrá a ayudaros.

Pelletier sabía que no sería fácil persuadirlo. Pedro era un católico indoblegable y además era cuñado de Raymond VI, conde de Toulouse, aunque los dos hombres no se llevaban nada bien. Aun así, el vínculo entre las casas de Trencavel y de Aragón era firme.

– Las ambiciones diplomáticas del rey están estrechamente ligadas al destino de Carcassona, messer. No desea ver el Pays d’Òc controlado por los franceses. -Hizo una pausa-. Pierre-Roger de Cabaret y vuestros aliados son favorables a recurrir a él -añadió.

Trencavel apoyó las manos sobre el parapeto que tenía delante.

– Eso han dicho, sí.

– Entonces, ¿le enviaréis un mensaje?

Pedro atendió a la llamada y llegó la tarde del miércoles cinco de agosto.

– ¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas a lo rei!

Las puertas del Château Cornial se abrieron de par en par. Alaïs acudió a la ventana, atraída por el ruido, y bajó corriendo la escalera, para ver lo que estaba sucediendo. Al principio sólo pensó preguntar si había alguna novedad, pero cuando levantó la vista hacia las ventanas de la Gran Sala, muy por encima de su cabeza, la venció la curiosidad por lo que podría estar pasando en el interior. Con demasiada frecuencia se enteraba de las noticias de tercera o cuarta mano.

Detrás de las cortinas que separaban la Gran Sala de la entrada a los aposentos privados del vizconde Trencavel, había un pequeño nicho. Hacía mucho tiempo que Alaïs no intentaba meterse en ese reducido espacio, desde que era niña y se ocultaba allí para escuchar a hurtadillas a su padre mientras trabajaba. Ni siquiera estaba segura de caber en el estrecho hueco.

Se subió al banco de piedra y se estiró para llegar a la ventana más baja de la torre Pinta, que daba al patio del Mediodía. Después se encaramó hasta la altura de la ventana, se deslizó por el reborde y finalmente consiguió colarse en el interior.

Tuvo suerte. La alcoba estaba vacía. Saltó al suelo, procurando hacer el menor ruido posible, y lentamente abrió la puerta y se escabulló detrás de la cortina. Poco a poco, se fue desplazando a lo largo del angosto espacio, hasta que estuvo tan cerca como su osadía se lo permitió. Tenía al vizconde Trencavel, a quien podía ver con las manos entrelazadas detrás de la espalda, tan próximo, que hubiese podido estirar un brazo y tocarlo.

Había llegado justo a tiempo. En el otro extremo de la Gran Sala, se estaban abriendo las puertas. Vio a su padre entrando a grandes zancadas, seguido del rey de Aragón y varios de los aliados de Carcasona, entre ellos los señores de Lavaur y Cabaret.

El vizconde Trencavel cayó de rodillas ante su señor.

– No hay necesidad de nada de eso -le dijo Pedro, indicándole que se incorporase.

Físicamente, los dos hombres eran muy diferentes. El rey era mucho mayor que Trencavel, tanto que hubiese podido ser su padre. Alto y recio, tenía el aspecto de un toro, con el rostro marcado por las cicatrices de multitud de campañas militares. Sus facciones acusadas y su expresión reconcentrada se veían acentuadas por un bigote negro y espeso que destacaba sobre su tez oscura. Aún tenía el pelo negro, pero ya se le estaba volviendo gris en las sienes, como a su padre.

– Ordena a tus hombres que se retiren, Trencavel -dijo secamente-. Quiero hablar contigo en privado.

– Con vuestro permiso, señor, me gustaría que mi senescal estuviese presente. Tengo en muy alta estima sus consejos.

El rey dudó un momento, pero al fin accedió.

– No hay palabras para expresar adecuadamente nuestra gratitud…

Pedro lo interrumpió.

– No he venido a apoyarte, sino a ayudarte a ver el error de tu actitud. Tú mismo has provocado esta situación, con tu empecinada negativa a erradicar la herejía de tus dominios. Has tenido cuatro años, ¡cuatro años!, para atender el asunto, y aun así no has hecho nada. Permites a los obispos cátaros predicar abiertamente en tus pueblos y ciudades. Tus vasallos otorgan su apoyo manifiesto a los bons homes…

– Ningún vasallo mío…

– ¿Niegas los ataques contra santos varones y clérigos que han quedado impunes? ¿Niegas las humillaciones sufridas por los hombres de la Iglesia? En tus tierras, los herejes practican abiertamente sus ritos. Tus aliados los protegen. Es bien sabido que el conde de Foix ofende las reliquias sagradas negándose a prosternarse delante de ellas y que su hermana se ha alejado hasta tal punto de la gracia divina que ha tenido a bien tomar los votos como parfaite en una ceremonia a la que el conde se ha dignado asistir.

– No puedo responder por el conde de Foix.

– Es tu vasallo y tu aliado -le rebatió Pedro-. ¿Por qué permites que prospere este estado de cosas?

Alaïs oyó que el vizconde inspiraba hondo.

– Señor, vos mismo estáis respondiendo a vuestra pregunta. Nosotros convivimos con aquellos que vos llamáis herejes. Hemos crecido juntos, algunos de ellos tienen nuestra misma sangre. Los parfaits han llevado vidas buenas y decentes, predicando a una masa de fieles cada vez mayor. ¡No podría expulsarlos, como no puedo evitar la diaria salida del sol!

Sus palabras no conmovieron a Pedro.

– Tu única esperanza es la reconciliación con la Santa Madre Iglesia. Eres igual en rango a cualquiera de los barones del norte que el abad trae consigo, y te tratarán como tal si demuestras propósito de enmienda. Pero si por un momento le das motivo para sospechar que tú también cultivas esas creencias heréticas, no ya por tus acciones sino por los sentimientos que alientan en tu corazón, te aplastará.

El rey suspiró.

– ¿Crees de verdad que puedes resistir, Trencavel? -prosiguió-. Tienen cien veces más hombres.

– Disponemos de mucha comida.

– Comida, sí, pero os falta agua. Habéis perdido el río.

Alaïs vio que su padre lanzaba una mirada al vizconde, claramente temeroso de que éste perdiera los estribos.

– No quisiera desafiaros ni dar la impresión de que desoigo vuestros buenos consejos, pero ¿no veis que vienen a luchar por nuestras tierras y no por nuestras almas? Esta guerra no se libra por la gloria de Dios, sino por la codicia de los hombres. El suyo es un ejército de ocupación, señor. Si le he fallado a la Iglesia, si acaso es que lo he hecho y con ello os he ofendido, os suplico que me perdonéis. Pero no debo obediencia alguna al conde de Nevers ni al abad de Cîteaux. Ellos no tienen ningún derecho, espiritual o temporal, sobre mis tierras. No traicionaré a mi gente, ni la echaré a los chacales franceses por una causa tan vil.

Alaïs sintió que el orgullo henchía su pecho. Por la expresión del rostro de su padre, supo que él sentía lo mismo. Por primera vez, el coraje y el espíritu de Trencavel parecieron conmover al rey.

– Son nobles palabras, Trencavel, pero ahora no te servirán de nada. En nombre de tu pueblo, al que amas, déjame al menos decirle al abad de Cîteaux que escucharás sus condiciones.

Trencavel se apartó, anduvo hasta la ventana, y habló entre dientes.

– ¿No tenemos suficiente agua para dar de beber a todos los que están en la Ciutat ?

El padre de Alaïs sacudió la cabeza.

– No, no tenemos.

Sólo las manos del vizconde, con los nudillos blancos sobre el alféizar de piedra, delataron lo mucho que le costó proferir las palabras que dijo a continuación.

– Sea. Oiré lo que el abad tenga que decirme.

Durante unos instantes, tras la partida de Pedro, Trencavel no dijo nada. Se quedó donde estaba, mirando cómo el sol se hundía en el horizonte. Finalmente, cuando se encendieron las velas, se sentó. Pelletier ordenó que subieran comida y bebida de las cocinas.

Alaïs no se atrevía a moverse, por temor a ser descubierta. Tenía agarrotados los brazos y las piernas. Las paredes parecían comprimirla, pero no podía hacer nada al respecto.

Detrás de las cortinas, veía a su padre yendo y viniendo por la habitación y de vez en cuando oía apagados retazos de conversación.

Era tarde cuando Pedro II regresó. Por la expresión de su rostro, Alaïs supo de inmediato que la misión había fracasado. Se sintió desfallecer. Era la última oportunidad de sacar la Trilogía de la Cité, antes de que comenzara el verdadero asedio.

– ¿Tenéis novedades? -preguntó Trencavel, incorporándose para recibirlo.

– Ninguna que me guste darte, Trencavel -replicó Pedro-. Incluso a mí me ofende repetir sus insultantes palabras.

El rey aceptó una copa de vino y la vació de un trago.

– El abad de Cîteaux está dispuesto a dejar que tú y otros doce hombres de tu elección abandonéis esta misma noche el castillo, sin ser molestados, llevando todo lo que podáis transportar.

Alaïs vio que el vizconde apretaba los puños.

– ¿Y Carcassona?

– La Ciutat y todo lo demás quedará en poder la Hueste. Después de Besièrs, los guerreros ansían tener su recompensa.

Una vez que hubo hablado, por un instante reinó el silencio.

Después, Trencavel dio finalmente rienda suelta a su ira y arrojó su copa, que fue a estrellarse contra la pared.

– ¿Cómo se atreve a insultarme así? -rugió-. ¿Cómo se atreve a insultar nuestro honor, nuestro orgullo? ¡No abandonaré a uno solo de mis súbditos a esos chacales franceses!

– Messer -murmuró Pelletier.

Trencavel se quedó inmóvil, con las manos en las caderas, respirando pesadamente e intentando controlar su ira. Después se volvió hacia el rey.

– Señor, os agradezco vuestra mediación y las molestias que os habéis tomado por nosotros. Sin embargo, si no queréis o no podéis luchar a nuestro lado, debemos separarnos. Tendréis que retiraros.

Pedro asintió, sabiendo que no había nada más que decir.

– Que Dios te acompañe, Trencavel -dijo tristemente.

Trencavel lo miró a los ojos.

– Sé que Él está conmigo -replicó desafiante.

Mientras Pelletier conducía al rey fuera de la torre, Alaïs aprovechó la ocasión para escabullirse.

La festividad de la Transfiguración de la Virgen pasó tranquilamente, con escasas novedades en uno u otro campo. Trencavel siguió enviando una lluvia de flechas y otros proyectiles a los cruzados, mientras los inexorables golpes de la catapulta respondían con rocas que caían atronando sobre las murallas. Morían hombres de ambos lados, pero muy escaso terreno se ganaba o se perdía.

El llano era un matadero, con cadáveres pudriéndose allí donde habían caído, hinchados por el calor y rodeados de enjambres de negras moscas. Buitres y gavilanes volaban en círculos sobre el campo de batalla, limpiando de carne los huesos.

El viernes siete de agosto, los cruzados lanzaron un ataque al suburbio meridional de Sant Miquel. Durante un momento, lograron ocupar la fosa al pie de la muralla, pero fueron repelidos por una lluvia de flechas y piedras. Tras varias horas de estancamiento, los franceses se retiraron ante la fiera resistencia de los asediados, entre los gritos triunfales de éstos.

Al alba del día siguiente, mientras el mundo reverberaba plateado a la luz del amanecer y una delicada neblina flotaba suavemente por las laderas donde más de un millar de cruzados miraban hacia Sant Miquel, se reanudó el asalto.

Celadas, escudos, picas y espadas relucían como los ojos de los guerreros a la luz del pálido sol. Cada hombre llevaba una cruz blanca prendida al pecho, sobre los colores de Nevers, Borgoña, Chartres o Champaña.

El vizconde Trencavel se había situado sobre las murallas de Sant Miquel, hombro con hombro con los suyos, dispuesto a repeler el ataque.

Los arqueros estaban listos, tensos los arcos. Debajo, la tropa de a pie empuñaba hachas, picas y espadas. A sus espaldas, seguros en el interior de la Cité hasta que fuera requerida su intervención, aguardaban los chavalièrs.

A lo lejos comenzaron a resonar los tambores franceses. La Hueste aporreaba el duro suelo con sus lanzas, en un retumbo pesado y continuo que resonaba a través de la tierra expectante.

«Así es como empieza.»

Alaïs estaba en la muralla, junto a su padre, con la atención dividida entre mirar a su marido y contemplar a los cruzados bajando como un río de la colina.

Cuando la Hueste estuvo al alcance de sus proyectiles, el vizconde Trencavel levantó el brazo y dio la orden. De inmediato, una tormenta de flechas oscureció el cielo.

A ambos lados cayeron hombres, pero la primera escalera de asalto ya estaba apoyada en la muralla. Por el aire silbó el proyectil de una ballesta, que acertó en la pesada y áspera madera, desequilibrando la estructura. La escalera se inclinó y comenzó a caer, arrastrando consigo a muchos hombres, que se precipitaron en un amasijo de sangre, huesos y maderos.

Los cruzados lograron empujar una gata, una máquina de asedio, hasta las murallas del suburbio y, refugiados debajo, empapados en agua, los zapadores comenzaron a retirar piedras de las paredes para abrir una cavidad que debilitara las fortificaciones.

Trencavel ordenó a gritos a los arqueros que destruyeran la estructura. Otra tempestad de flechas, algunas de ellas inflamadas, surcaron el aire y se precipitaron sobre la gata. Una negra humareda ensombreció el cielo, hasta que finalmente la estructura se incendió. Los asaltantes huyeron en todas direcciones, con la ropa ardiendo, sólo para ser abatidos por las flechas de los asediados.

Pero era demasiado tarde. Los defensores sólo pudieron ver cómo los cruzados hacían estallar contra la muralla la mina que llevaban varios días preparando. Alaïs levantó las manos para protegerse la cara de la explosión, mientras una violenta lluvia de piedras, polvo y llamas llenaba el aire.

El enemigo cargó a través de la brecha. El rugido del fuego sofocaba incluso los gritos de las mujeres y los niños que huían del infierno.

Los defensores arrastraron y abrieron la pesada puerta entre la Cité y Sant Miquel, y los chavalièrs de Carcasona lanzaron su primer ataque.

– Protégelo, por favor -se sorprendió Alaïs murmurando para sus adentros, como si las palabras tuvieran el poder de repeler las flechas.

Para entonces, los cruzados estaban catapultando por encima de las murallas las cabezas cercenadas de los muertos para sembrar el pánico en el interior de la Cité. Los gritos y alaridos fueron en aumento, hasta que el vizconde Trencavel condujo a sus hombres a la refriega. Fue uno de los primeros en dar cuenta de un enemigo, atravesando limpiamente con la espada el cuello de un cruzado y empujando el cadáver con su bota para arrancarle el acero del cuerpo.

Guilhelm no le iba demasiado a la zaga, guiando su caballo de batalla a través de la masa de atacantes y aplastando a quienes se interponían en su camino.

Alaïs divisó a su lado a Alzeu de Preixan. Con horror, vio que el caballo de Alzeu resbalaba y caía. De inmediato, Guilhelm detuvo su corcel y retrocedió para ir en ayuda de su amigo. Exaltado por el olor de la sangre y el entrechocar del acero, el poderoso garañón de Guilhelm se alzó sobre las patas traseras, derribando a un cruzado y ganando para Alzeu el tiempo de incorporarse y ponerse a salvo.

La superioridad numérica del enemigo era aplastante. La masa de hombres, mujeres y niños aterrorizados y heridos que huía en dirección a la Cité entorpecía los movimientos de los defensores. La Hueste avanzaba implacable. Calle tras calle caía en manos de los franceses.

Finalmente, Alaïs oyó la orden de repliegue.

– Retirada! Retirada!

Aprovechando las sombras de la noche, unos cuantos defensores volvieron al suburbio devastado. Mataron a unos pocos cruzados que fueron sorprendidos con la guardia baja, y prendieron fuego a las casas restantes, para al menos privar a los franceses de un reparo desde el cual reanudar los bombardeos a la Cité.

Pero la realidad era tozuda.

Sant-Vicens y Sant Miquel habían caído. Carcasona estaba sola.

CAPÍTULO 58

Según los deseos del vizconde Trencavel, habían instalado mesas en la Gran Sala. El vizconde y dòmna Agnès iban de una a otra, agradeciendo a los hombres los servicios prestados y los que aún prestarían.

Pelletier se sentía cada vez peor. La estancia estaba impregnada de olor a cera quemada, sudor, comida fría y cerveza tibia. No estaba seguro de poder soportarlo mucho más tiempo. Sus dolores de estómago eran cada vez más intensos y frecuentes.

Intentó incorporarse, pero sus piernas cedieron bajo su peso, sin previo aviso. Se agarró a la mesa para no caer, pero no hizo más que proyectar a su alrededor platos, tazas y huesos pelados. Sentía como si un animal salvaje le estuviera devorando las entrañas.

El vizconde Trencavel se volvió hacia él. Alguien gritó. El senescal vio que los criados corrían a ayudarlo y que llamaban a Alaïs.

Sintió manos que lo sostenían y lo llevaban hacia la puerta. La cara de François entró en su campo visual, pero en seguida volvió a salir. Creyó oír a Alaïs dando órdenes, pero su voz procedía de un lugar muy lejano y parecía hablar un idioma que no comprendía.

– Alaïs -la llamó, buscando su mano en la oscuridad.

– Aquí estoy. Os llevaremos a vuestra habitación.

Sintió que unos brazos robustos lo levantaban y que el aire de la noche le daba en la cara, mientras lo transportaban primero a través de la plaza de armas y después por la escalera.

Avanzaban lentamente. Los espasmos de su vientre empeoraban, cada uno más violento que el anterior. Podía sentir la pestilencia obrando en su interior, envenenando su sangre y su aliento.

– Alaïs… -susurró, esta vez con miedo.

En cuanto llegaron a los aposentos de su padre, Alaïs mandó a Rixenda que buscara a François y que trajera de su habitación las medicinas que necesitaba. Envió a otros dos criados a las cocinas, en busca de la preciada agua.

Hizo que acostaran a su padre en su lecho. Le quitó las prendas manchadas y las amontonó en una pila, para que las quemaran. La pestilencia parecía rezumar de todos los poros de su piel. Los accesos de diarrea se estaban volviendo más frecuentes y violentos, con más sangre y pus que heces en la materia expulsada. Alaïs mandó quemar hierbas y flores para disimular el hedor, pero no había cantidad de lavanda o romero capaz de enmascarar la realidad de su condición.

Rixenda llegó rápidamente con los ingredientes pedidos y ayudó a Alaïs a mezclar los rojos arándanos secos con agua caliente, hasta formar una pasta ligera. Una vez despojado de la ropa sucia y cubierto con una fina sábana limpia, Alaïs empezó a administrar a su padre el líquido a cucharadas, entre los labios exangües.

El primer trago lo vomitó de inmediato. Su hija volvió a intentarlo. Esta vez consiguió tragar, pero le costó mucho hacerlo y el esfuerzo le produjo espasmos en todo el cuerpo.

El tiempo perdió el sentido y su curso dejó de ser lento o veloz, mientras Alaïs intentaba detener el avance de la enfermedad. A medianoche, el vizconde Trencavel acudió a la habitación.

– ¿Alguna novedad, dòmna?

– Está muy enfermo, messer.

– ¿Hay algo que necesitéis? ¿Médicos, medicinas?

– Un poco más de agua, si fuera posible. Hace un rato envié a Rixenda a buscar a François, pero aún no ha venido.

– Lo encontraremos. Haremos cuanto pedís.

Trencavel miró la cama por encima del hombro.

– ¿Cómo es que el mal ha arraigado tan rápidamente? -preguntó.

– Es difícil decir por qué una enfermedad como ésta ataca con virulencia a algunos y se abstiene de tocar a otros, messer. La constitución de mi padre está muy debilitada por los años transcurridos en Tierra Santa y es particularmente susceptible a los trastornos del estómago. -Vaciló un momento-. Dios quiera que no se extienda.

– Es el mal de los asedios, ¿verdad? -dijo el vizconde en tono sombrío.

Alaïs asintió con un gesto.

– Lo siento muchísimo. Mandadme llamar si hay algún cambio en su estado.

A medida que las horas pasaban lentamente, una tras otra, los lazos que mantenían a su padre unido a la vida se fueron diluyendo. Tuvo momentos de lucidez durante los cuales parecía comprender lo que le estaba ocurriendo. Otras veces, parecía como si ya no supiera quién era ni dónde estaba.

Poco antes del alba, la respiración de Pelletier se volvió superficial. Alaïs, que dormitaba a su lado, se percató de inmediato del cambio y se despejó del todo.

– Filha…

Por el tacto de las manos y la frente de su padre, supo que no le quedaba mucho tiempo. La fiebre lo había abandonado, dejando fría su piel.

«Su alma se debate por liberarse.»

– Ayúdame… a sentarme -consiguió decir.

Con la ayuda de Rixenda, Alaïs logró levantarlo. La enfermedad lo había envejecido en el transcurso de una sola noche.

– No habléis -le dijo-. Reservad las fuerzas.

– Alaïs -replicó él, en tono de suave amonestación-, sabes muy bien que me ha llegado la hora.

En su pecho bullían chasquidos y chapoteos, mientras se debatía por recuperar el aliento. Tenía los ojos hundidos, en medio de sendos círculos amarillentos, y en manos y cuello se le estaban formando pálidas manchas marrones.

– ¿Mandarás llamar a un parfait? -preguntó, forzándose a abrir los ojos de mirada vacía-. Quiero una buena muerte.

– ¿Deseáis recibir el consuelo, paire? -preguntó ella a su vez cautamente.

Pelletier logró esbozar una vaga sonrisa y, por un instante, volvió a brillar en su rostro el hombre que siempre había sido.

– He escuchado con atención las palabras de los bons chrétiens. He aprendido las palabras del melhorer y del consolament… -Se interrumpió-. Nací cristiano y moriré cristiano, pero no en las manos corruptas de quienes libran una guerra a nuestras puertas en nombre de Dios. Si he vivido con suficiente rectitud, me uniré por Su gracia a la gloriosa compañía de los espíritus en el cielo.

Sufrió un acceso de tos. Alaïs, desesperada, recorrió la habitación con la vista y envió a un criado a informar al vizconde Trencavel de que el estado de su padre había empeorado. En cuanto el sirviente se hubo marchado, llamó a Rixenda.

– Necesito que vayas a buscar a los parfaits. Estaban en la plaza de armas hace un momento. Diles que aquí hay un hombre que desea recibir el consolament.

Rixenda la miró aterrorizada.

– No se te pegará ninguna culpa por transmitir un mensaje -añadió Alaïs, tratando de tranquilizar a la doncella-. No es preciso que regreses con ellos, si no quieres.

Un movimiento de su padre hizo que volviera la vista otra vez hacia la cama.

– ¡Rápido, Rixenda! ¡Date prisa!

Alaïs se inclinó.

– ¿Qué queréis, paire? Estoy aquí, a vuestro lado.

Él estaba intentando hablar, pero era como si las palabras se le marchitaran en la garganta antes de pronunciarlas. Alaïs vertió unas gotas de vino en su boca y le humedeció con un paño los labios resecos.

– El Grial es la palabra de Dios, Alaïs. Es lo que Harif intentó enseñarme sin que yo lo comprendiera. -Se le entrecortó la voz-. Pero sin el merel… sin la verdad… el laberinto es un camino falso.

– ¿Qué decís del merel? -susurró ella en tono perentorio, sin entender.

– Tenías razón, Alaïs. He sido demasiado obstinado. Debí dejar que partieras cuando todavía había una oportunidad.

Alaïs se debatía por encontrar sentido a sus erráticos comentarios.

– ¿Qué camino?

– Nunca la he visto -estaba murmurando él-, ni la veré. La cueva… Muy pocos la han visto.

Alaïs se volvió hacia la puerta, desesperada.

«¿Dónde está Rixenda?»

Fuera, en el pasillo, se oyó el ruido de unos pasos corriendo. En seguida apareció Rixenda, acompañada por dos parfaits. Alaïs reconoció al mayor, un hombre de tez morena, barba espesa y expresión amable, que ya había visto en una ocasión en casa de Esclarmonda. Los dos vestían túnicas de color azul oscuro y cinturones de cordón trenzado, con hebillas de metal en forma de pez.

– Dòmna Alaïs. Se inclinó el que conocía. -Y mirando por encima de ella, fijó la vista en la cama-. ¿Es vuestro padre, el senescal Pelletier, quien necesita consuelo?

La joven asintió.

– ¿Tiene aliento para hablar?

– Encontrará la fuerza para hacerlo.

Hubo otro revuelo en el pasillo, cuando el vizconde Trencavel apareció en el umbral.

– Messer -dijo Alaïs alarmada-. Él mismo ha querido llamar a los parfaits… Mi padre desea tener un buen final, messer.

Un destello de sorpresa apareció en los ojos del vizconde, que mandó cerrar la puerta.

– Aun así -dijo-, me quedaré.

Alaïs se lo quedó mirando un momento y se volvió hacia su padre, cuando el parfait oficiante la llamó.

– El senescal Pelletier padece intenso dolor, pero está lúcido y conserva el coraje.

Alaïs asintió.

– ¿Alguna vez ha hecho algo -prosiguió el parfait- que perjudicara a nuestra Iglesia o lo dejara en deuda con ella?

– Mi padre es un protector de todos los amigos de Dios.

Alaïs y Raymond-Roger retrocedieron, mientras el parfait se acercaba a la cama y se inclinaba sobre el moribundo. Los ojos de Bertran resplandecieron, mientras el sacerdote susurraba el melhorer, la bendición.

– ¿Aceptas acatar la norma de la justicia y la verdad, y entregarte a Dios y a la Iglesia de los bons chrétiens?

Pelletier tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.

– Acepto.

El parfait colocó sobre su cabeza una copia sobre pergamino del Nuevo Testamento.

– Que Dios te bendiga, haga de ti un buen cristiano y te guíe hacia un buen final.

El sacerdote recitó el benedicte y después el adoremus, tres veces.

Alaïs estaba conmovida por la sencillez del ritual. El vizconde Trencavel miraba recto hacia delante. Parecía controlarse con un enorme esfuerzo de voluntad.

– Bertran Pelletier, ¿estás listo para recibir el don de la oración del Señor?

El senescal murmuró su asentimiento.

Con voz clara y potente, el parfait recitó siete veces el padrenuestro, interrumpiéndose únicamente para que Pelletier diera sus réplicas.

– Es la oración que Jesucristo trajo al mundo y enseñó a los bons homes. No volváis nunca a comer ni a beber sin antes repetir esta plegaria, y si no cumplís este deber, habréis de hacer penitencia.

Pelletier intentó asentir. Los huecos estertores de su pecho se habían vuelto más sonoros, como el viento entre los árboles otoñales.

El parfait empezó a leer el Evangelio de San Juan.

– En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios…

La mano de Pelletier se sacudió sobre las sábanas, mientras el parfait proseguía su lectura.

– …y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

De pronto, se abrieron sus ojos.

– La vertat -susurró el senescal-. Sí, la verdad.

Alaïs le cogió la mano, alarmada, pero ya se estaba yendo. Se había apagado la luz de sus ojos. La joven se dio cuenta de que el parfait hablaba más de prisa, como si temiera no tener tiempo para completar el ritual.

– Tiene que decir las últimas palabras -urgió a Alaïs-. Ayudadlo.

– Paire, debéis…

El pesar le ahogó la voz.

– Por cada pecado… que he cometido… de palabra o de hecho -jadeó el senescal-… yo… pido perdón a Dios, a la Iglesia… y a todos los aquí presentes.

Con evidente alivio, el parfait impuso sus manos sobre la cabeza de Pelletier y le dio el beso de la paz. Alaïs contuvo el aliento. Una expresión de serenidad transformó el rostro de su padre, cuando la gracia del consolament descendió sobre él. Fue un momento de trascendencia, de comprensión. Su espíritu ya estaba listo para abandonar el cuerpo enfermo y el mundo que lo aprisionaba.

– Su alma está preparada -dijo el parfait.

Alaïs asintió con la cabeza. Se sentó en la cama, sosteniendo entre las suyas la mano de su padre. El vizconde Trencavel permanecía al otro lado del lecho. Pelletier estaba apenas consciente, aunque parecía sentir su presencia.

– Messer?

– Aquí estoy, Bertran.

– Carcassona no debe caer.

– Te doy mi palabra, en nombre del afecto y la lealtad que ha habido entre nosotros durante todos estos años, de que haré cuanto pueda

Pelletier intentó levantar la mano de la sábana.

– Ha sido un honor serviros.

Alaïs vio que los ojos del vizconde se llenaban de lágrimas.

– Soy yo quien debe agradecéroslo, mi viejo amigo.

Pelletier intentó levantar la cabeza.

– ¿Alaïs?

– Aquí estoy, padre -dijo ella en seguida. El color se había borrado del rostro de Pelletier Su piel colgaba en grises pliegues bajo sus ojos.

– Ningún hombre ha tenido jamás una hija como tú.

Pareció suspirar, mientras la vida abandonaba su cuerpo. Después, silencio.

Por un momento, Alaïs no se movió, ni respiró, ni reaccionó en modo alguno. Después sintió una pena salvaje creciendo en su interior, invadiéndola, adueñándose de ella, hasta hacerla estallar en agónico llanto.

CAPÍTULO 59

Un soldado apareció en la puerta; -Señor vizconde…

Trencavel se dio la vuelta.

– Un ladrón, messer. Robando agua de la Place du Plô.

El vizconde indicó con un gesto que iría.

– Dòmna, debo dejaros.

Alaïs asintió. Había llorado hasta agotarse.

– Mandaré que lo sepulten con el honor y el boato correspondientes a su rango. Ha sido un hombre valeroso, un leal consejero y un amigo fiel.

– Su Iglesia no lo requiere, messer. Su carne no es nada ahora que su espíritu la ha abandonado. Él preferiría que pensarais solamente en los vivos.

– Entonces consideradlo un acto de egoísmo por mi parte. Es mi deseo presentarle mis últimos respetos, movido por el gran efecto y la estima que sentía por vuestro padre. Ordenaré que trasladen su cuerpo a la capèla de Santa María.

– Se sentiría honrado por esa manifestación de vuestro afecto

– ¿Os envío a alguien para que os acompañe? De vuestro marido no puedo prescindir, pero puedo hacer que venga vuestra hermana. O mujeres, para que os ayuden a preparar el cuerpo.

Alaïs levantó de pronto la cabeza. Sólo entonces se dio cuenta de que ni una sola vez había pensado en Oriane. Incluso había olvidado anunciarle que su padre se había puesto enfermo.

«Ella no lo quería.»

Alaïs acalló su voz interna. Había faltado a su deber, tanto hacia su padre como hacia su hermana. Se puso de pie.

– Yo misma iré a ver a mi hermana, messer.

Hizo una reverencia cuando el vizconde salió de la habitación, y se volvió otra vez para mirar a su padre. No conseguía hacerse a la idea de separarse de él. Ella misma comenzó el proceso de preparación del cadáver. Ordenó que deshicieran la cama y volvieran a hacerla con sábanas limpias, enviando afuera las viejas, para que las quemaran. Después, con la ayuda de Rixenda, Alaïs preparó la mortaja y los ungüentos para el entierro. Lavó el cadáver con sus manos y lo peinó con cuidado, para que en la muerte tuviera el mismo aspecto del hombre que había sido en vida.

Se demoró un largo rato, contemplando la cara inexpresiva. «No puedes aplazarlo más.»

– Dile al vizconde que el cuerpo de mi padre está listo para ser trasladado a la capèla, Rixenda. Debo darle la noticia a mi hermana.

Guiranda estaba durmiendo en el suelo, a las puertas de la alcoba de Oriane.

Alaïs pasó por encima y probó el picaporte. Por una vez, la puerta no estaba atrancada. Oriane yacía sola en su cama, con las cortinas abiertas. Sus enmarañados rizos negros yacían dispersos sobre la almohada y su piel era de un blanco lechoso a la luz del amanecer. Alaïs se sorprendió de que fuera capaz de conciliar el sueño.

– ¡Hermana!

Con un sobresalto, Oriane abrió sus ojos verdes de gata, mientras su rostro manifestaba alarma primero y asombro después, antes de asumir su habitual expresión de desdén.

– Traigo malas noticias -dijo Alaïs. Su voz era fría, inerte.

– ¿Y no pueden esperar? Seguro que las campanas aún no han tocado prima.

– No, no pueden esperar. Nuestro padre… -se interrumpió.

«¿Cómo pueden ser ciertas esas palabras?»

Alaïs hizo una inspiración profunda para serenarse.

– Nuestro padre ha muerto.

El rostro de Oriane reflejó la conmoción antes de recuperar su expresión habitual.

– ¿Qué has dicho? -preguntó, estrechando los ojos.

– Nuestro padre ha fallecido esta mañana. Poco antes del amanecer.

– ¿Qué? ¿Cómo ha muerto?

– ¿Es todo lo que se te ocurre decir? -exclamó Alaïs.

Oriane saltó de la cama.

– Dime de qué ha muerto.

– Se ha puesto enfermo. Le ha sobrevenido repentinamente.

– ¿Estabas con él cuando falleció?

Alaïs asintió.

– ¿Y aun así no te ha parecido oportuno llamarme? -dijo Oriane furiosa.

– Lo siento -murmuró Alaïs-. Ha sido todo tan rápido. Sé muy bien que debí…

– ¿Quién más estaba presente?

– Nuestro señor el vizconde y…

Oriane advirtió su vacilación.

– ¿No me dirás que nuestro padre no ha confesado sus pecados ni ha recibido los últimos sacramentos? -preguntó-. ¿Ha muerto en el seno de la Iglesia?

– Nuestro padre ha muerto en la gracia de Dios -replicó Alaïs, escogiendo con cuidado las palabras-, en paz con el Señor.

«Lo ha adivinado.»

– ¿Qué importancia tiene eso ahora? -exclamó, abrumada por la impavidez con que su hermana recibía la noticia-. ¡Ha muerto! ¿Acaso no significa eso nada para ti?

– Has faltado a tu deber, hermana -dijo Oriane, acusándola con el dedo-. Al ser yo la mayor, tenía más derecho que tú a estar ahí. Yo hubiese debido estar presente. Si además descubriera que has permitido a unos herejes inmiscuirse, mientras él yacía agonizando, entonces no dudes ni por un momento que lo lamentarás.

– ¿No sientes haberlo perdido? ¿No sufres?

Alaïs pudo ver la respuesta en el rostro de Oriane.

– Su muerte no me apena más de lo que me apenaría la de un perro en la calle. Él no me quería. Hace muchos años que no me permito sufrir por eso. ¿Por qué iba a lamentarlo ahora? -Dio un paso hacia Alaïs-. Él te quería a ti. Se veía reflejado en ti. -Esbozó una sonrisa desagradable-. Era en ti en quien confiaba. Contigo compartía sus secretos más íntimos.

Incluso en su estado de helada conmoción, Alaïs sintió que se ruborizaba.

– ¿A qué te refieres? -preguntó, temiendo la respuesta.

– Sabes perfectamente a qué me refiero -contestó su hermana-. ¿De verdad crees que no sé nada de vuestras conversaciones de medianoche? -Se acercó un paso más-. Tu vida va a cambiar mucho, hermanita, ahora que no está él para protegerte. Llevas demasiado tiempo haciéndolo todo a tu manera.

Con un sorpresivo y fulminante movimiento, Oriane la agarró por la muñeca.

– Dime, ¿dónde está el tercer libro?

– No sé de qué me hablas.

Oriane le cruzó la cara de una bofetada.

– ¿Dónde está? -insistió en tono sibilante-. Sé que lo tienes tú.

– ¡Suéltame!

– No juegues conmigo, hermanita. Tiene que habértelo dado a ti. ¿En quién más iba a confiar? Dime dónde está. Voy a conseguirlo sea como sea.

Un frío estremecimiento recorrió la columna vertebral de Alaïs.

– No puedes hacer esto. Alguien vendrá.

– ¿Quién? -preguntó Oriane-. ¿Olvidas que nuestro padre ya no puede protegerte?

– Guilhelm.

Oriane se echó a reír.

– ¡Oh, claro que sí! Se me olvidaba que te has reconciliado con tu marido. ¿Sabes lo que de verdad piensa de ti tu marido? -prosiguió-. ¿Lo sabes?

La puerta se abrió, estrellándose contra la pared.

– ¡Ya basta! -gritó Guilhelm. Oriane la soltó inmediatamente, mientras el marido de Alaïs entraba a grandes zancadas en la habitación y la tomaba entre sus brazos.

– Mon còr, he venido nada más enterarme. ¡Cuánto lo siento!

– ¡Qué conmovedor!

La áspera voz de Oriane interrumpió el momento de intimidad entre ambos.

– Pregúntale qué fue lo que lo devolvió a tu cama -dijo, cargada de rencor, sin desviar la mirada de los ojos de Guilhelm-. ¿O tienes miedo de oír lo que pueda decirte? Pregúntaselo, Alaïs. No ha sido por amor, ni por deseo. Se ha reconciliado contigo únicamente para sacarte el libro, nada más.

– ¡Te lo advierto, cierra la boca!

– ¿Por qué? ¿Tienes miedo de lo que pueda decir?

Alaïs sentía la tensión entre los dos. El conocimiento mutuo. Y de pronto lo comprendió.

«No. Por favor, eso no.»

– No te quiere a ti, Alaïs. Quiere el libro. Por eso ha vuelto a tu alcoba. ¿Cómo has podido estar tan ciega?

Alaïs retrocedió un paso, apartándose de Guilhelm.

– ¿Es verdad lo que dice?

Él se volvió para mirarla de frente, con la desesperación centelleando en sus ojos.

– ¡Miente! Juro por mi vida que el libro no significa nada para mí. No le he dicho nada. ¿Cómo habría podido?

– Registró la habitación mientras tú dormías. No puede negarlo.

– ¡No es cierto! -gritó él.

Alaïs lo miró.

– Pero ¿tú sabías de la existencia del libro?

El destello de alarma que brilló en sus ojos le dio la respuesta que temía.

– Ella intentó chantajearme para que la ayudara, pero yo me negué. -Su voz se quebró-. ¡Me negué, Alaïs!

– ¿Qué ascendiente tenía sobre ti para poder pedirte un favor semejante? -preguntó ella suavemente, casi en un suspiro.

Guilhelm le tendió una mano, pero ella se apartó.

«Ojalá lo negara, incluso ahora.»

Él dejó caer la mano.

– Antes, sí, yo… Perdóname.

– Ya es un poco tarde para arrepentimientos.

Alaïs ignoró el comentario de Oriane.

– ¿La amas?

Guilhelm negó con la cabeza.

– ¿No te das cuenta de lo que está haciendo, Alaïs? Está intentando volverte contra mí.

A Alaïs le parecía inconcebible que él pudiera contemplar la posibilidad de que ella volviera a confiar alguna vez en él.

Guilhelm volvió a tenderle la mano.

– Por favor, Alaïs -suplicó-. Yo te amo.

– Ya es suficiente -los interrumpió Oriane, interponiéndose en su línea de visión-. ¿Dónde está el libro?

– No lo tengo.

– ¿Quién lo tiene, entonces? -dijo Oriane con voz amenazadora.

Alaïs se mantuvo firme.

– ¿Para qué lo quieres? ¿Por qué es tan importante para ti?

– Tú solamente dime dónde está -replicó cortante su hermana- y acabemos con esto.

– ¿Y si me niego?

– ¡Es tan fácil caer enferma! -contestó ella-. Has cuidado a nuestro padre. Quizá ya tengas el mal en tu interior. -Se volvió hacia Guilhelm-, ¿Entiendes lo que estoy diciendo, Guilhelm? Si te vuelves contra mí…

– ¡No permitiré que le hagas daño!

Oriane se echó a reír.

– No estás en condiciones de amenazarme, Guilhelm. Tengo suficientes pruebas de tu traición como para hacer que te ahorquen.

– ¡Pruebas que tú misma has inventado! -gritó él-. ¡El vizconde Trencavel jamás te creerá!

– Me subestimas, Guilhelm, si crees que dejaría el menor margen para la duda. ¿Te atreverías a correr el riesgo? -Se volvió hacia Alaïs-. Dime dónde has escondido el libro o iré a ver al vizconde.

Alaïs tragó saliva. ¿Qué habría hecho Guilhelm? No sabía qué pensar. Pese a su ira, no podía permitir que Oriane lo denunciara.

– François -dijo-. Nuestro padre le dio el libro a François.

La confusión titiló por un instante en la mirada de Oriane, pero se desvaneció tan rápidamente como había aparecido.

– Muy bien. Pero te advierto, hermana, que si estás mintiendo, lo lamentarás.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Adonde vas?

– A presentar mis respetos al cadáver de mi padre, ¿adonde, si no? Pero antes de eso, quiero asegurarme de que llegues sana y salva a tu habitación.

Alaïs levantó la cabeza y cruzó su mirada con la de su hermana.

– No es necesario.

– Oh, sí, es muy necesario. Si François no puede ayudarme, tendré que volver a hablar contigo.

Guilhelm extendió los brazos hacia ella.

– ¡Está mintiendo! ¡No he hecho nada malo!

– Lo que hayas hecho o dejado de hacer, Guilhelm, ya no es asunto mío -replicó Alaïs-. Sabías lo que hacías cuando yaciste con ella. Ahora déjame en paz.

Con la frente alta, Alaïs recorrió el pasillo hasta sus aposentos, con Oriane y Guilhelm siguiéndola.

– Volveré en un momento, en cuanto haya hablado con François.

– Como quieras.

Oriane cerró la puerta. Al cabo de unos instantes, tal como Alaïs se temía, la llave giró en la cerradura. Podía oír a Guilhelm discutiendo con Oriane.

Hizo oídos sordos a sus voces. Intentó apartar de su mente las venenosas imágenes inspiradas por los celos. Sin embargo, no podía dejar de pensar en Guilhelm y Oriane confundidos en un abrazo; no conseguía apartar de su pensamiento la imagen de Guilhelm susurrando a su hermana las palabras íntimas que le había susurrado a ella y que atesoraba como perlas junto a su corazón.

Alaïs apoyó su mano temblorosa sobre su pecho. Podía sentir su corazón palpitando con fuerza, aturdido y traicionado. Tragó saliva.

«No pienses en ti misma.»

Abrió los ojos y dejó caer los brazos a los lados, con los puños apretados por el dolor. No podía permitirse ser débil. Si lo hacía, Oriane le arrebataría todo lo que tenía algún valor. Ya vendría el tiempo de los lamentos y las recriminaciones. En ese momento, la promesa que le había hecho a su padre de cuidar el libro era más importante que su corazón herido. Por mucho que le costara, tenía que apartar a Guilhelm de su mente. Había dejado que la encerraran en su propia habitación por algo que Oriane había dicho. El tercer libro. Oriane le había preguntado dónde había escondido el tercer libro.

Alaïs corrió hacia la capa, que seguía colgada del respaldo de la silla. La cogió con un impulsivo gesto y se puso a tentar a lo largo de la costura, donde había estado el libro.

Ya no estaba.

Alaïs se desmoronó en la silla, sintiendo que la invadía la desesperación. Oriane tenía el libro de Simeón. Pronto descubriría que le había mentido respecto a François, y entonces volvería.

«¿Y Esclarmonda?»

Alaïs advirtió que Guilhelm ya no estaba gritando fuera, junto a la puerta.

«¿Estará con ella?»

No sabía qué pensar, ni tampoco le importaba. La había traicionado una vez y volvería a hacerlo. Tenía que encerrar sus sentimientos heridos en su maltrecho corazón. Tenía que huir mientras tuviera oportunidad de hacerlo.

Alaïs desgarró la bolsa de lavanda para recoger la copia que ella misma había hecho sobre pergamino del Libro de los números, y después echó una última mirada a la habitación donde una vez creyó que iba a vivir para siempre.

Sabía que nunca regresaría.

A continuación, con el corazón desbocado, se dirigió a la ventana y se asomó para estudiar el tejado. Era su única oportunidad de huir antes de que Oriane regresara.

Oriane no sentía nada. A la luz vacilante de los cirios, se detuvo al pie del féretro y contempló el cadáver de su padre.

Tras pedir a los criados que se retiraran, Oriane se inclinó como si fuera a besar la frente de su padre. Su mano se apoyó sobre la del difunto y le quitó del pulgar el anillo de laberinto, casi sin poder creer que Alaïs hubiese cometido el estúpido error de dejárselo puesto.

Al incorporarse, se lo guardó en el bolsillo. Arregló las sábanas, se inclinó ante el altar y se persignó, antes de salir en busca de François.

CAPÍTULO 60

Alaïs apoyó un pie sobre el alféizar y salió por la ventana, embriagada por la idea de lo que estaba a punto de intentar.

«Caerás al vacío.»

¿Y qué, si caía? Su padre había muerto. Había perdido a Guilhelm. Finalmente, el juicio de su padre en cuanto al carácter de su marido había resultado ser acertado.

«¿Qué más puedo perder?»

Tras hacer una profunda inspiración, Alaïs se descolgó con mucho cuidado de la ventana, hasta rozar con un pie el tejado. Después, mascullando una plegaria, abrió brazos y piernas y se dejó caer. Aterrizó con un golpe seco. Sus pies resbalaron. Alaïs echó el cuerpo hacia atrás, mientras bajaba deslizándose por el tejado, intentando desesperadamente agarrarse a algo: una grieta en las tejas, un hueco en la pared, cualquier cosa que detuviera su caída.

El descenso le pareció eterno. De pronto, tras una violenta sacudida, se detuvo abruptamente. El dobladillo de su vestido y la capa se habían enganchado a una escarpia y ésta la sostenía. Se quedó quieta, sin atreverse a mover un músculo. Podía sentir la tirantez del tejido. Era de buena calidad, pero estaba tenso como un tambor y podía desgarrarse en cualquier momento.

Alaïs estudió la escarpia. Aunque pudiera llegar tan alto, necesitaría las dos manos para desenganchar la tela, que estaba fuertemente enredada en la punta metálica. No podía arriesgarse a dejarse ir. Su única opción era abandonar la capa y tratar de subir otra vez reptando por el tejado, que llegaba hasta la muralla exterior del Château Comtal, por el flanco occidental. Desde allí, quizá consiguiera pasar entre los listones del suelo de la galena de madera de la torre. Los huecos eran estrechos, pero ella era delgada y menuda. Merecía la pena intentarlo.

Con cuidado de no hacer movimientos bruscos, Alaïs alcanzó la escarpia y empezó a tirar de la tela del vestido para desgarrarla. Tiró primero hacia un lado y después hacia el otro, hasta arrancar un cuadrado de la falda. Dejando atrás el resto, volvió a quedar libre.

Alaïs desplazó una rodilla hacia arriba y empujó, después la otra… Sentía el sudor formándose en sus sienes y en el surco entre sus pechos, donde llevaba guardados los pergaminos. Tenía la piel dolorida del roce con las ásperas tejas.

Poco a poco, fue arrastrándose hasta que el ambans estuvo a su alcance.

Alaïs extendió las manos y se agarró a las vigas de madera, cuyo tacto entre los dedos le pareció de una solidez tranquilizadora. Después levantó las rodillas hasta quedar casi agachada sobre el tejado, metida en cuña en una esquina, entre las almenas y el muro. El hueco era más pequeño de lo que esperaba, no más profundo que la mano abierta de un hombre y quizá unas tres veces más ancho. Alaïs extendió la pierna derecha, afianzó debajo la izquierda para anclarse con firmeza y se impulsó hacia arriba, a través de la abertura. La bolsa con las copias en pergamino del laberinto eran una molestia, pero ella no se detuvo.

Sin prestar atención al dolor de sus extremidades, muy pronto pudo ponerse de pie y proseguir su marcha por las fortificaciones. Aunque sabía que los guardias no la denunciarían a Oriane, sentía que cuanto antes saliera del Château Comtal y se dirigiera a Sant Nazari, mejor sería.

Mirando hacia abajo para asegurarse de que no hubiera nadie, Alaïs se descolgó rápidamente por las escalas hasta el suelo. Las piernas se le doblaron bajo el peso del cuerpo cuando saltó los últimos peldaños; cayó de espaldas, perdiendo hasta el último resto de aliento.

Miró hacia la capilla. No había rastro de Oriane ni de François. Manteniéndose cerca de los muros, Alaïs pasó a través de los establos haciendo un alto junto a la cuadra de Tatou. Estaba desesperada por beber y por dar agua a su pobre yegua, pero la poca que había era sólo para los caballos de guerra.

Las calles estaban llenas de refugiados. Alaïs se tapó la boca con la manga para protegerse del hedor a sufrimiento y enfermedad que flotaba como la niebla sobre las calles. Hombres y mujeres heridos, desposeídos con niños en los brazos, la contemplaban con ojos desesperados a su paso.

La plaza delante de Sant Nazari estaba llena de gente. Tras echar una mirada por encima del hombro para asegurarse de que no la seguía nadie, Alaïs abrió la puerta y entró. Había gente durmiendo en la nave. En su desdicha, le prestaron poca atención.

Sobre el altar mayor ardían unos cirios. Alaïs se encaminó a toda prisa hacia el crucero septentrional, hasta una capilla lateral poco frecuentada, con un sencillo altar, adonde la había llevado su padre. Varios ratones salieron huyendo, con sus patitas diminutas rasgando las losas del suelo. Alaïs se arrodilló y buscó detrás del altar, tal como le había enseñado el senescal. Tentó con los dedos la superficie de la pared. Al ver perturbado su refugio, una araña pasó como una exhalación sobre su piel desnuda y desapareció.

Se oyó un suave chasquido. Lentamente, con mucho cuidado, Alaïs aflojó el bloque de piedra, lo desplazó hacia un lado y estiró la mano hacia el nicho polvoriento que había detrás. Allí encontró la fina y larga llave, con el metal deteriorado por el tiempo y la falta de uso, y la insertó en la cerradura de la celosía de madera. Los goznes chirriaron cuando la madera de la puerta rascó el suelo de piedra.

En ese momento, sintió con fuerza la presencia de su padre, y tuvo que morderse los labios para que no se le partiera el corazón.

«Esto es todo lo que puedes hacer por él ahora.»

Alaïs metió la mano y sacó la caja, tal como se lo había visto hacer a él. No más grande que un cofre joyero, era sencilla y sin adornos, cerrada con un simple gancho. Levantó la tapa. Dentro había una bolsita de piel de cordero, la misma que había visto cuando su padre le había enseñado dónde estaba. Suspiró aliviada, comprobando sólo entonces lo mucho que había temido que Oriane se le hubiera adelantado.

Consciente de que le quedaba muy poco tiempo, escondió rápidamente el libro bajo su vestido y volvió a dejarlo todo tal como estaba. Si Oriane o Guilhelm estaban al corriente de la existencia de aquel escondite, al menos se demorarían un poco si pensaban que el cofre seguía en su sitio.

Atravesó corriendo la iglesia con la cabeza cubierta por la capucha, abrió la pesada puerta y de inmediato fue absorbida por la marea de desdichados que iban y venían sin rumbo por la plaza. La enfermedad que se había llevado a su padre se estaba extendiendo velozmente. Los callejones estaban atestados de osamentas medio podridas: ovejas, cabras e incluso bueyes, con los cuerpos hinchados desprendiendo gases nauseabundos en el aire fétido.

Alaïs se sorprendió dirigiéndose hacia la casa de Esclarmonda. No había razón alguna para esperar encontrarla allí esta vez, después de tantos intentos fallidos los días anteriores, pero no se le ocurría ningún otro sitio adonde ir.

La mayoría de las casas del quartièr meridional, entre ellas la de Esclarmonda, tenían las ventanas cerradas y clausuradas con tablones. Alaïs llamó a la puerta.

– ¿Esclarmonda?

Volvió a llamar. Probó el picaporte, pero la puerta estaba atrancada.

– ¿Sajhë?

Esta vez oyó algo, el sonido de unos pies corriendo y de un cerrojo que se abría.

– ¿Dòmna Alaïs?

– ¡Sajhë, gracias a Dios! ¡Rápido, déjame entrar!

La puerta se abrió sólo lo suficiente para permitir que ella se deslizara dentro.

– ¿Dónde has estado? -preguntó al chico, abrazándolo con fuerza-. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Esclarmonda?

Alaïs sintió la pequeña mano de Sajhë deslizándose en la suya.

– Venid conmigo.

La condujo al otro lado de la cortina, a la estancia del fondo de la casa. En el suelo se abría una trampilla.

– ¿Has estado aquí todo el tiempo? -le preguntó ella. Bajando la vista hacia la oscuridad, vio que había un calelh ardiendo al pie de la escalerilla-. ¿En el sótano? ¿Ha vuelto mi hermana…?

– No ha sido ella -repuso él con voz temblorosa-. ¡Daos prisa, dòmna!

Alaïs fue la primera en bajar. Sajhë quitó la barra de sujeción y la trampilla se cerró con un golpe sobre sus cabezas. Bajó la escalerilla tras ella, saltando los últimos peldaños hasta el suelo de tierra.

– Por aquí.

La condujo por un túnel húmedo, hasta un recinto excavado en el subsuelo, y después levantó la lámpara para que Alaïs pudiera ver a Esclarmonda, que yacía inmóvil sobre una pila de pieles y mantas.

– ¡No! -exclamó Alaïs, corriendo a su lado.

Tenía la cabeza vendada. Alaïs levantó una esquina del vendaje y se tapó la boca con la mano. El ojo izquierdo de Esclarmonda estaba rojo, completamente cubierto por una película de sangre. Una compresa limpia cubría la herida, pero alrededor de la órbita aplastada, la piel estaba separada en colgajos sueltos.

– ¿Puedes hacer algo por ella? -preguntó Sajhë.

Alaïs levantó la manta y se le encogió el estómago. Vio una serie de violentas quemaduras rojas a lo largo del pecho de Esclarmonda, con la piel amarilla y negra en los puntos donde había estado en contacto con la llama.

– Esclarmonda -susurró Alaïs, inclinándose sobre ella-, ¿me oyes? Soy yo, Alaïs. ¿Quién te ha hecho esto?

Creyó ver movimiento en el rostro de su amiga, cuyos labios se estremecieron levemente. Alaïs se volvió hacia Sajhë.

– ¿Cómo has hecho para traerla hasta aquí?

– Gastón y su hermano me ayudaron.

Alaïs se volvió una vez más hacia la brutalizada figura que yacía en la cama.

– ¿Qué le ha sucedido, Sajhë?

El chico sacudió la cabeza.

– ¿No te ha dicho nada?

– Ella… -Por primera vez, el dominio del muchacho flaqueó-. No puede hablar… Su lengua…

Alaïs palideció.

– ¡No! -balbuceó horrorizada, pero luego reafirmó la voz-. Entonces cuéntamelo tú -añadió suavemente.

Por el bien de Esclarmonda, los dos tenían que ser fuertes.

– Cuando nos enteramos de la caída de Besièrs, la menina se inquietó, porque pensó que el senescal Pelletier cambiaría de idea y no os dejaría llevarle la Trilogía a Harif.

– Y así fue -dijo sombríamente Alaïs.

– La menina sabía que intentaríais persuadirlo, pero pensó que Simeón era la única persona a la que el senescal prestaría oídos. Yo no quería que fuera -gimió-, pero aun así ella fue a la judería. La seguí, y como no quería que me viera, me quedé un poco rezagado y la perdí de vista en el bosque. Me asusté. Esperé hasta el amanecer, pero después, imaginando lo que diría si regresaba y se daba cuenta de que la había desobedecido, volví a casa. Fue entonces cuando…

Se interrumpió, con sus ojos color ámbar ardiendo en la palidez de su rostro.

– En seguida supe que era ella. Se había desmayado delante de las puertas de la ciudad. Tenía los pies sangrando, como si hubiese andado un largo trecho. -Sajhë levantó la vista y miró a Alaïs-. Hubiese querido ir a buscaros, dòmna, pero no me atreví. Con la ayuda de Gastón la bajamos hasta aquí. Intenté recordar lo que habría hecho ella, los ungüentos que habría usado. -Se encogió de hombros-. Lo hice lo mejor que pude.

– Lo has hecho magníficamente bien -repuso Alaïs con firmeza-. Esclarmonda debe de estar muy orgullosa de ti.

Un movimiento en la cama atrajo su atención. Ambos se volvieron de inmediato.

– Esclarmonda -susurró Alaïs-, ¿puedes oírme? Los dos estamos aquí. Estás a salvo.

– Está intentando decir algo.

Alaïs observó que movía las manos con urgencia.

– Creo que está pidiendo tinta y pergamino -dijo.

Con la ayuda de Sajhë, Esclarmonda consiguió escribir algo.

– Creo que ha escrito «François» -dijo Alaïs, frunciendo el ceño.

– ¿Qué significa?

– No lo sé. Tal vez que él nos puede ayudar -repuso ella-. Escucha, Sajhë, tengo malas noticias. Estoy casi segura de que Simeón ha muerto. Mi padre… mi padre también ha muerto.

Sajhë la cogió de la mano, con un gesto tan delicado que hizo que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas.

– Lo siento -dijo el chico.

Alaïs se mordió los labios para no llorar.

– Así que por mi padre, y también por Simeón y Esclarmonda, debo mantener mi palabra e ir en busca de Harif. Tengo… -La voz volvió a fallarle-. Lamentablemente, sólo tengo el Libro de las palabras. El de Simeón ha desaparecido.

– Pero el senescal Pelletier te lo dio a ti.

– Se lo ha llevado mi hermana. Mi marido la dejó entrar en mi habitación -prosiguió-. Él… le ha entregado su corazón. Ya no puedo confiar en él, Sajhë. Por eso no puedo regresar al castillo. Ahora que mi padre ha muerto, ya no hay nada que pueda detenerlos.

Sajhë miró a su abuela y después otra vez a Alaïs.

– ¿Vivirá? -dijo en voz baja.

– Sus heridas son graves, Sajhë. Ha perdido la vista del ojo izquierdo, pero… no hay infección. Su espíritu es fuerte. Se recuperará, si ella así lo decide.

El chico hizo un gesto afirmativo y de pronto pareció mucho mayor que sus once años.

– Pero con tu permiso, Sajhë, yo me llevaré el libro de Esclarmonda.

Por un instante, pareció como si por fin las lágrimas fueran a ganarle la partida al muchacho.

– Ese libro también se ha perdido -dijo finalmente.

– ¡No! -exclamó Alaïs-. ¿Cómo?

– Las personas que la han… se lo quitaron -respondió-. La menina lo llevaba consigo cuando partió hacia la judería. La vi sacarlo del escondite.

– ¡Un solo libro! -dijo Alaïs, al borde del llanto-. Entonces estamos perdidos. Todo ha sido en vano.

Durante los cinco días siguientes, llevaron una extraña vida.

Alaïs y Sajhë se turnaban para salir a la calle al amparo de las sombras de la noche. En seguida comprendieron que no había modo de salir de Carcasona sin ser vistos. El asedio era ineludible. Había un guardia en cada poterna, en cada puerta y al pie de cada torre, un sólido anillo de hombres y acero en torno a las murallas. Día y noche, la maquinaria del asedio bombardeaba las fortificaciones de tal manera que los habitantes de la Cité ya no distinguían entre el ruido de los proyectiles y el eco que de ellos conservaban en sus cabezas.

Era un alivio volver a las galerías frías y húmedas del subsuelo, donde el tiempo parecía congelado y donde no había día ni noche.

CAPÍTULO 61

Guilhelm estaba de pie, a la sombra del gran olmo, en medio de la plaza de armas.

Enviado por el abad de Cîteaux, el conde de Auxerre se había acercado a caballo hasta la puerta de Narbona y había propuesto una reunión para parlamentar. Ante tan sorpresiva proposición, el vizconde Trencavel había recuperado su natural optimismo, lo cual se evidenciaba en su cara y en su porte, mientras se dirigía a los integrantes de su noble casa. Parte de su esperanza y de su fortaleza se transmitían a quienes lo escuchaban.

Las razones del repentino cambio de actitud del abad eran motivo de debate. Los progresos de los cruzados eran escasos, pero sólo llevaban poco más de una semana de asedio y eso no era nada. ¿Importaban los motivos del abad? El vizconde opinaba que no.

Guilhelm prácticamente no escuchaba. Estaba enredado en la maraña que él mismo se había fabricado y de la cual no veía la salida, ni por la razón ni por la fuerza. Vivía al borde del abismo. Alaïs llevaba cinco días desaparecida. Guilhelm había enviado discretos exploradores a buscarla por la Cité y había registrado de arriba abajo el Château Comtal, sin encontrar el lugar donde Oriane la tenía cautiva. Estaba aprisionado en la telaraña de su propia traición. Había advertido demasiado tarde lo bien que Oriane había preparado el terreno. Si no hacía todo cuanto ella le ordenaba, lo denunciaría como traidor y Alaïs sufriría las consecuencias.

– Así pues, amigos míos -estaba terminando de decir Trencavel-, ¿quién me acompañará a parlamentar?

Guilhelm sintió el agudo dedo de Oriane en su espalda. Se encontró dando un paso al frente. Se arrodilló, con la mano en la empuñadura de la espada y ofreció sus servicios. Cuando Raymond-Roger le dio una palmada en el hombro en señal de gratitud, Guilhelm sintió que las mejillas le ardían de vergüenza.

– Tienes nuestro agradecimiento, Guilhelm. ¿Quién más vendrá con nosotros?

Otros seis chavalièrs se unieron a Guilhelm. Oriane se deslizó entre ellos y se inclinó ante el vizconde.

– Messer, con vuestro permiso.

Congost, que no había advertido la presencia de su esposa entre la masa de hombres, enrojeció y se puso a agitar las manos, movido por la turbación, como espantando una bandada de cuervos de un sembrado.

– Retiraos, dòmna -tartamudeó con su voz estridente-. Éste no es lugar para vos.

Oriane no le hizo el menor caso. Trencavel alzó la mano y le indicó con un gesto que se adelantara.

– ¿Qué queréis decirme, dòmna?

– Perdonadme, messer, honorables chavalièrs, amigos…, marido mío. Con vuestra autorización y suplicando la bendición divina, quisiera ofrecerme como miembro de esta comitiva. He perdido a un padre y ahora, por lo que parece, también a una hermana. Es grande el peso de mi dolor. Pero si mi marido lo permite, quisiera redimir mi pérdida y demostrar mi devoción por vos, messer, mediante este acto. Es lo que hubiera deseado mi padre.

Congost parecía desear que la tierra se abriera y se lo tragara. Guilhelm miraba fijamente al suelo. El vizconde Trencavel no podía ocultar su sorpresa.

– Con todo respeto, dòmna Oriane, no es misión para una mujer.

– En ese caso, messer, me ofrezco voluntariamente como rehén. Mi presencia será la prueba de vuestras intenciones honestas, una clara señal de que Carcassona respetará los términos estipulados en la reunión.

Trencavel reflexionó por un momento y se volvió hacia Congost.

– Es tu esposa. ¿Estás dispuesto a sacrificarla por nuestra causa?

Jehan tartamudeó, frotándose las manos sudorosas sobre la túnica. Hubiese querido negarle la autorización, pero era evidente que la propuesta era meritoria a los ojos del vizconde.

– Mis deseos siempre estarán supeditados a los vuestros -masculló.

Trencavel le indicó a Oriane que se levantara.

– Vuestro difunto padre, amiga mía, se sentiría orgulloso de lo que hacéis hoy.

Oriane alzó la vista entre sus oscuras pestañas.

– Con vuestro permiso, ¿podría llevar conmigo a François? Él también, unidos como estamos en el dolor por la muerte de mi padre, se alegraría mucho de poder serviros.

Guilhelm sintió que la bilis le subía a la garganta, incapaz de creer que ninguno de los presentes fuera a dar crédito a las demostraciones de afecto filial de Oriane; pero lo cierto es que se lo daban. Todas las caras reflejaban admiración, excepto la de su marido. Guilhelm hizo una mueca. Sólo Congost y él conocían la verdadera naturaleza de Oriane. Todos los demás estaban hechizados por su belleza y la dulzura de sus palabras. Como él mismo lo había estado.

Disgustado hasta lo más profundo de su corazón, Guilhelm echó una mirada hacia donde estaba François, impávido, transmutado su rostro en una máscara perfecta, en la periferia del grupo.

– Si creéis poder contribuir así a nuestra causa, dòmna -replicó el vizconde Trencavel-, tenéis mi permiso.

Oriane hizo una nueva reverencia.

– Gracias, messer.

El vizconde dio unas palmadas.

– ¡Ensillad los caballos!

Oriane se mantuvo cerca de Guilhelm mientras cabalgaban a través de las tierras devastadas, hacia el pabellón del conde de Nevers, donde iban a reunirse para parlamentar. Desde la Cité, los que tenían fuerzas para escalar las murallas contemplaban en silencio cómo se alejaban.

Nada más entrar en el campamento, Oriane se escabulló. Haciendo oídos sordos a los lascivos y ásperos gritos de los soldados, siguió a François a través de un mar de tiendas hasta encontrar los colores verde y plata de Chartres.

– Por aquí, dòmna -murmuró François, señalando un pabellón ligeramente apartado de todos los demás. Los soldados se cuadraron al ver que se acercaban y cruzaron las lanzas delante de la entrada. Uno de ellos reconoció a François y así lo demostró con un leve gesto de la cabeza.

– Dile a tu señor que dòmna Oriane, hija del difunto senescal de Carcassona, está aquí y quiere ser recibida por el señor D’Evreux.

Oriane corría un riesgo tremendo al presentarse ante él. Por François sabía de su crueldad y de su temperamento impulsivo. Se estaba jugando mucho.

– ¿Para qué quiere verlo? -preguntó el soldado.

– Mi señora no hablará con nadie que no sea el señor D’Evreux.

El hombre dudó un momento, pero finalmente se agachó para pasar por la abertura y desapareció en el interior de la tienda. Instantes más tarde, salió y les indicó que lo siguieran.

La primera impresión que se llevó Oriane de Guy d’Evreux no hizo nada por disipar sus temores. Cuando entró en la tienda, estaba de espaldas, pero al volverse ella vio unos ojos grises como el pedernal que ardían en la palidez de su rostro. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás y aceitado, dejando la frente al descubierto, al estilo francés. Tenía el aspecto de un halcón a punto de atacar.

– Señora, he oído hablar mucho de vos. -Su voz era serena y firme, pero con una insinuación acerada en el fondo-. No esperaba tener el placer de conoceros personalmente. ¿En qué puedo ayudaros?

– Confiaba en hablar más bien de lo que yo puedo hacer por vos, señor -replicó ella.

Antes de que pudiera darse cuenta, Evreux la tenía agarrada por la muñeca.

– Os lo advierto, madame Oriane, no me vengáis con juegos de palabras. Aquí no os servirá de nada vuestra pueblerina afectación meridional.

Oriane sentía que François, detrás de ella, se estaba controlando para no reaccionar.

– ¿Tenéis noticias para mí, sí o no? -preguntó Evreux-. ¡Hablad!

La joven intentó serenarse.

– Ésta no es manera de tratar a quien viene a ofreceros aquello que más deseáis -repuso, mirándolo a los ojos.

Evreux levantó un brazo.

– Podría sacaros la información a golpes. Más os vale hablar de una vez y ahorrarnos tiempo a los dos.

Oriane le sostuvo la mirada.

– A golpes sólo averiguaríais una parte de lo que puedo deciros -replicó ella, manteniendo la voz tan firme como pudo-. Habéis invertido mucho en la búsqueda de la Trilogía del Laberinto. Yo puedo daros lo que deseáis.

Evreux se la quedó mirando fijamente durante un momento y bajó el brazo.

– Tenéis valor, madame Oriane, lo reconozco. Queda por ver si además tenéis sabiduría.

Chasqueó los dedos y entró un criado con vino en una bandeja. A Oriane le temblaban demasiado las manos como para arriesgarse a coger una copa.

– No, gracias, señor.

– Como queráis -dijo él, indicándole que se sentara-. ¿Qué pedís a cambio, madame?

– Si os entrego lo que buscáis, quiero que me llevéis al norte con vos cuando regreséis -Por la expresión de la cara de Evreux, Oriane comprendió que finalmente había logrado sorprenderlo-. Como vuestra esposa.

– Ya tenéis marido -dijo Evreux, mirando por encima de su cabeza a François para confirmarlo-. El escribano de Trencavel, por lo que he oído ¿No es así?

Oriane le sostuvo la mirada.

– Siento decir que mi marido ha muerto. Fue alcanzado por un proyectil, dentro del recinto amurallado, mientras cumplía con su deber.

– Mis condolencias por vuestra pérdida. -Evreux unió sus dedos largos y delgados apoyando las yemas unas contra otras, a modo de tienda-. Este asedio podría durar años. ¿Por qué estáis tan segura de que pienso regresar al norte?

– Según creo, señor -respondió ella, escogiendo sus palabras con esmero-, vuestra presencia aquí no obedece más que a un propósito. Si con mi ayuda lográis concluir rápidamente lo que habéis venido a hacer al sur, no veo razón para que prolonguéis vuestra estancia más allá de los cuarenta días comprometidos.

Evreux le sonrió con los labios apretados.

– ¿No tenéis confianza en la capacidad persuasiva de vuestro señor, el vizconde Trencavel?

– Con todos los respetos que me merecen aquellos bajo cuyos estandartes guerreáis, señor mío, no creo que el noble abad tenga intención de poner fin a esta campaña por la vía diplomática.

Evreux siguió mirándola. Oriane contuvo el aliento.

– Jugáis bien vuestras cartas, madame Oriane -dijo finalmente

Ella inclinó levemente la cabeza, pero no habló. Él se incorporó y avanzó hacia ella.

– Acepto vuestra proposición -le dijo, tendiéndole una copa.

Esta vez, Oriane aceptó.

– Hay algo más, señor -dijo ella-. En la comitiva del vizconde Trencavel hay un chavalièr, Guilhelm du Mas. Es el marido de mi hermana. Sería aconsejable, si está en vuestro poder, tomar medidas para limitar su influencia

– ¿De forma permanente?

Oriane sacudió la cabeza

– Aún puede resultar útil para nuestros planes, pero sería conveniente reducir su influencia. El vizconde Trencavel lo tiene en muy alta estima, y ahora que mi padre ha muerto…

Evreux hizo un gesto afirmativo y despidió a François.

– Y ahora, madame Oriane -añadió en cuanto estuvieron a solas-, basta de equívocos. Decidme lo que tenéis para ofrecer.

CAPITULO 62

Alaïs, Alaïs, despertad!

Alguien la estaba sacudiendo por los hombros. No podía ser. En ese momento estaba sentada a orillas del río, en la apacible luz tamizada de su claro en el bosque. Sentía el agua fresca lamiéndole los dedos de los pies y el tacto suave del sol acariciándole las mejillas. Sobre la lengua percibía el sabor intenso del vino de Corbières y en la nariz notaba el aroma embriagador del tibio pan blanco que se estaba llevando a la boca.

Junto a ella estaba Guilhelm, que se había quedado dormido sobre la hierba.

¡Era tan verde el mundo y tan azul el cielo!

Se despertó sobresaltada y se encontró en la húmeda penumbra de los túneles. Sajhë estaba de pie a su lado.

– ¡Tenéis que despertaros, dòmna!

Alaïs logró incorporarse y sentarse.

– ¿Qué pasa? ¿Cómo está Esclarmonda?

– El vizconde Trencavel ha sido hecho prisionero.

– ¿Prisionero? -se sorprendió ella diciendo-. ¿Cómo? ¿Por quién?

– Dicen que ha sido a traición. Dicen que los franceses lo llevaron con engaños a su campamento y lo redujeron por la fuerza. Otros afirman que se entregó por su propia voluntad, para salvar la Ciutat , y que…

Sajhë se interrumpió. Incluso en la semioscuridad, Alaïs vio que al chico se le encendían las mejillas.

– ¿Y qué más?

– Dicen que dòmna Oriane y el chavalièr Du Mas estaban con el vizconde. -Vaciló un momento-. Tampoco ellos han regresado.

Alaïs se puso de pie. Miró a Esclarmonda, que estaba durmiendo plácidamente.

– Está descansando. Estará bien aunque nos marchemos un momento. Ven. Tenemos que averiguar lo que ha sucedido

Corrieron rápidamente por el túnel y treparon por la escalerilla. Alaïs abrió de un golpe la trampilla e izó a Sajhë tras ella.

Fuera, las calles estaban atestadas, llenas de una muchedumbre asustada que se movía sin rumbo en todas direcciones.

– ¿Puede decirme qué está pasando? -le gritó Alaïs a un hombre que pasó corriendo.

El hombre sacudió la cabeza y prosiguió su carrera. Sajhë cogió a Alaïs de la mano y la arrastró hasta una casita del otro lado de la calle.

– Gastón lo sabrá.

Alaïs lo siguió. Gastón y su hermano Pons se levantaron de sus asientos cuando ellos entraron.

– Dòmna!

– ¿Es verdad que el vizconde ha sido capturado? -preguntó ella.

Gastón asintió con la cabeza.

– Ayer por la mañana el conde de Auxerre vino a proponer un encuentro entre el vizconde Trencavel y el conde de Nevers, en presencia del abad. El vizconde acudió acompañado de una pequeña comitiva, entre ellos vuestra hermana. En cuanto a lo sucedido después de eso, dòmna Alaïs, nadie lo sabe. O bien nuestro señor Trencavel se entregó por propia voluntad a cambio de nuestra libertad, o bien fue traicionado.

– No ha regresado nadie -añadió Pons.

– En cualquier caso, no habrá lucha -prosiguió Gastón serenamente-. La guarnición se ha rendido. Los franceses ya han tomado posesión de las principales puertas y torres.

– ¿Qué? -exclamó Alaïs, mirando con incredulidad una a una todas las caras-. ¿Cuáles son los términos de la rendición?

– Que todos los ciudadanos, ya sean cátaros, judíos o católicos, puedan abandonar Carcassona sin temer por sus vidas, llevándose únicamente lo puesto.

– ¿No habrá interrogatorios? ¿Ni hogueras?

– Parece ser que no. Toda la población será deportada, pero no nos harán daño.

Alaïs se hundió en una silla, antes de que le fallaran las piernas.

– ¿Y qué será de dòmna Agnès?

– Ella y el joven príncipe quedarán bajo la custodia del conde de Foix, siempre que ella renuncie a todo derecho de sucesión en nombre de su hijo. -Gastón se aclaró la garganta-. Siento mucho la pérdida de vuestro marido y de vuestra hermana, dòmna Alaïs.

– ¿Alguien sabe qué suerte han corrido nuestros hombres?

Pons sacudió la cabeza.

– ¿Será una estratagema? ¿Qué creéis? -dijo ella en tono valeroso.

– No hay modo de saberlo, dòmna. Sólo cuando comience el éxodo se verá si los franceses cumplen con su palabra -contestó éste.

– Tendremos que salir todos por la misma puerta, la puerta de Aude, al oeste de la Cité, cuando las campanas toquen al anochecer -añadió Gastón.

– Entonces todo ha terminado -dijo ella, casi en un susurro-. La Ciutat ha caído.

«Por lo menos mi padre no vivió para ver al vizconde en manos de los franceses.»

– Esclarmonda mejora día a día, pero aún está débil. ¿Podría abusar un poco más de tu bondad, Gastón, y pedirte que la saques de la Ciutat ? -Hizo una pausa-. Por razones que no me atrevo a confiarte, por tu bien y por el de Esclarmonda, sería aconsejable que viajásemos separados.

Gastón hizo un gesto afirmativo.

– ¿Teméis que los que le infligieron esas heridas terribles aún la estén buscando?

Alaïs lo miró sorprendida.

– Pues sí -admitió.

– Será un honor ayudaros, dòmna Alaïs -dijo el hombre ruborizándose-. Vuestro padre… Era un hombre justo.

Ella asintió con la cabeza.

– Sí que lo era.

Mientras los rayos moribundos del sol poniente pintaban los muros exteriores del Château Comtal con una fiera luz anaranjada, la plaza de armas, los pasillos y la Gran Sala estaban en silencio. Todo estaba abandonado, vacío.

En la puerta de Aude, una muchedumbre asustada y confusa estaba siendo conducida en masa, con cada individuo empeñado desesperadamente en no perder de vista a sus seres queridos, sin reparar en las muecas despectivas de los soldados franceses, que los contemplaban como si fueran menos que humanos. Las manos de los militares estaban apoyadas en las empuñaduras de las espadas, como esperando únicamente una excusa.

Alaïs confiaba en que su disfraz fuera lo bastante bueno. Caminaba con dificultad, calzada con botas masculinas demasiado grandes para ella, intentando no quedar demasiado rezagada respecto al hombre que marchaba delante. Se había vendado el pecho para aplastárselo y también para ocultar el libro y la copia sobre pergamino. Con calzas, jubón y un sombrero corriente de paja, tenía el aspecto de cualquier muchacho. Llevaba guijarros en la boca para alterar la forma de su cara y se había frotado con barro el pelo, para ocultar su color, después de cortárselo.

La columna avanzaba. Alaïs mantenía la vista baja por temor a cruzar su mirada con la de alguien que pudiera reconocerla y delatarla. En las proximidades de la puerta, la columna se estiraba hasta convertirse en una fila cuyos integrantes marchaban de uno en uno. Había cuatro cruzados de guardia, de expresión áspera y rencorosa. Estaban parando a la gente, obligándola a quitarse la ropa para demostrar que no llevaban nada disimulado debajo.

Alaïs vio que los guardias habían parado la litera de Esclarmonda. Con un pañuelo apretado contra la nariz, Gastón les estaba explicando que su madre estaba muy enferma. Uno de los guardias descorrió la cortina y de inmediato retrocedió. Alaïs reprimió una sonrisa. Había metido carne podrida en una vejiga de cerdo y la había cosido a unas vendas sanguinolentas que le había puesto a Esclarmonda en el tobillo.

El guardia les hizo señas para que continuaran.

Sajhë iba algo más atrás, viajando en compañía del sènher Couza, su mujer y sus seis hijos, que se le parecían por el color de la tez. También le había frotado polvo en el pelo, para oscurecérselo. Lo único que no podía disimularle eran los ojos, por lo que el chico tenía instrucciones estrictas de no levantar la vista si podía evitarlo.

La fila siguió avanzando. «Es mi turno.» Habían acordado que Alaïs fingiría no entender si alguien se dirigía a ella.

– Tu! Païsan. Que est ce que tu portes?

Ella siguió andando con la cabeza gacha, resistiendo la tentación de tocarse el vendaje que le rodeaba el cuerpo.

– Eh, tu!

La lanza surcó el aire y Alaïs se preparó para recibir un golpe que finalmente no recibió. En lugar de eso, la niña que marchaba delante de ella cayó derribada. Entre el polvo del suelo, buscó con manos nerviosas su sombrero, mientras levantaba la cara asustada hacia su acusador.

– Un can.

– ¿Qué dice? -masculló el guardia-. No le entiendo nada.

– Un perro. Tiene un cachorro.

Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando, el soldado le había arrebatado el perro de los brazos y lo había atravesado con la lanza. La sangre salpicó el vestido de la niña.

Allez! Vite.

La pequeña estaba demasiado conmocionada como para moverse. Alaïs la ayudó a ponerse de pie y la animó a seguir avanzando, guiándola a través de la puerta y resistiendo al impulso de volverse para ver cómo estaba Sajhë. En poco tiempo estuvo fuera.

«Ahora los veré.»

Sobre la colina que dominaba la puerta, estaban los barones franceses. No eran los jefes, que según suponía Alaïs estarían esperando al final de la evacuación para hacer su entrada en Carcasona, sino diversos caballeros que lucían los colores de Borgoña, Nevers y Chartres.

Al final de la fila, junto al sendero, había un hombre alto y delgado a lomos de un espléndido garañón gris. A pesar del largo verano meridional, su tez conservaba aún un blanco lechoso. Junto a él estaba François y, al lado de éste, Alaïs reconoció el familiar vestido rojo de Oriane.

Pero Guilhelm no estaba con ellos.

«Sigue andando con la mirada fija en el suelo.»

Estaba tan cerca que podía percibir el olor a cuero de las sillas y las riendas de los caballos. La mirada de Oriane parecía quemarla.

Un anciano de ojos tristes y apesadumbrados le dio un golpecito en el hombro. Necesitaba ayuda para no caer por la pronunciada pendiente. Alaïs le ofreció su brazo. Era el golpe de suerte que necesitaba. Con todo el aspecto de ser un nieto con su abuelo, pasó directamente bajo los ojos de Oriane sin ser reconocida.

El camino parecía interminable. Finalmente, llegaron a una zona sombreada, al pie de la cuesta, donde el terreno se nivelaba y empezaban los bosques y las ciénagas. Tras acompañar al anciano hasta verlo reunido con su hijo y su nuera, Alaïs se separó del grupo principal y se escabulló entre los árboles.

En cuanto se perdió de vista, la joven escupió los guijarros que tenía en la boca. Tenía las encías secas y doloridas. Se frotó las mandíbulas, intentando aliviar la molestia. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por la áspera cabellera. Tenía el pelo como paja mojada. Le pinchaba y le molestaba en la nuca.

Un grito en la puerta atrajo su atención.

«No, por favor. Que no sea él.»

Un soldado tenía agarrado a Sajhë por la parte trasera del cuello. Alaïs podía ver al muchacho pataleando en el aire, tratando de soltarse. Tenía algo en las manos. Un cofre pequeño.

A la joven se le heló el corazón. No podía arriesgarse a retroceder, por lo que se veía completamente impotente. Na Couza intentó discutir con el soldado, que le propinó un golpe en la cabeza, derribándola al suelo. Sajhë aprovechó la ocasión para soltarse y escabullirse, corriendo a toda prisa cuesta abajo, mientras el sènher Couza ayudaba a su mujer a incorporarse.

Alaïs contuvo la respiración. Por un momento pareció que todo iba a salir bien. El soldado había perdido todo interés. Pero entonces Alaïs oyó unos gritos de mujer. Era Oriane, que señalaba a Sajhë y les estaba ordenando a los guardias que lo detuvieran.

«Lo ha reconocido.»

Sajhë no era Alaïs, pero era lo mejor que podía encontrar después de su hermana.

Hubo un inmediato rebrote de actividad. Dos de los guardias emprendieron la persecución cuesta abajo, en pos de Sajhë, pero el muchacho era más veloz y corría con más seguridad y confianza. Lastrados por sus armas y corazas, los soldados no eran rivales para un chico de once años. Silenciosamente, Alaïs lo animaba, mientras observaba la vertiginosa carrera del muchacho, a un lado y a otro, saltando y salvando los tramos irregulares del terreno, hasta llegar al amparo del bosque.

Al comprender que estaba a punto de perderlo, Oriane envió a François para que lo siguiera. Su caballo partió atronador por la senda, resbalando a veces sobre la tierra reseca, pero ganando terreno rápidamente. Sajhë se perdió en el sotobosque, con François pisándole los talones.

Alaïs comprendió que Sajhë iba rumbo a las ciénagas donde el Aude se abre en varios brazos. El terreno era verde y parecía un prado en primavera, pero por debajo era mortífero. La gente del lugar evitaba internarse por esos parajes.

Alaïs se encaramó a un árbol para ver mejor. François no se había percatado del tipo de terreno donde se estaba adentrando Sajhë, o quizá no le preocupaba, porque seguía espoleando a su corcel. «Está ganando terreno.» Sajhë trastabilló y estuvo a punto de caer, pero logró seguir corriendo, zigzagueando a través de la maleza, entre cardos y zarzamoras.

De pronto, François dejó escapar un alarido de cólera, que de inmediato se transformó en alarma. Los inestables lodos habían atrapado las patas traseras de su caballo. El aterrorizado animal relinchaba, agitando las extremidades. Con cada intento desesperado, no hacía más que acelerar su hundimiento en el limo traicionero.

François abandonó la montura e intentó llegar a nado al borde del pantano, pero sólo consiguió hundirse más y más, atrapado por el fango, hasta que únicamente las puntas de sus dedos resultaron visibles.

Después, se hizo el silencio. A Alaïs le pareció que incluso las aves habían dejado de cantar. Temiendo por la vida de Sajhë, se dejó caer al suelo, justo cuando aparecía el muchacho. Tenía la cara del color de la ceniza y el labio inferior le temblaba de cansancio, pero aún llevaba aferrado el cofrecito de madera.

– Hice que se adentrara en el pantano -dijo.

Alaïs le apoyó una mano en el hombro.

– Lo sé. Has sido muy listo.

– ¿Él también era un traidor?

Ella asintió.

– Creo que era eso lo que Esclarmonda intentaba decirnos.

Alaïs hizo un mohín. Se alegraba de que su padre no hubiera vivido para saber que François lo había traicionado, pero en seguida sacudió la cabeza, como apartando esos tristes pensamientos.

– Pero ¿por qué lo has hecho, Sajhë? ¿Cómo se te ha ocurrido coger ese cofre? ¡Han estado a punto de matarte por esa caja!

– La menina me pidió que lo guardara bien y lo cuidara.

Sajhë extendió los dedos por el fondo del cofre, hasta que pudo apretar los dos lados a la vez. Se oyó un chasquido, y entonces hizo girar la base, revelando un doble fondo. Metió la mano y sacó un trozo de tela.

– Es un mapa. La menina dijo que lo necesitaríamos.

Alaïs lo comprendió de inmediato.

– No piensa venir con nosotros, ¿verdad? -dijo apesadumbrada, intentando reprimir las lágrimas que acudían a sus ojos.

Sajhë hizo un gesto negativo.

– Pero ¿por qué no me lo ha dicho? -dijo ella con voz temblorosa-. ¿No confía en mí?

– Tú no habrías aceptado separarte de ella.

Alaïs recostó la cabeza sobre un árbol. Se sentía abrumada por la magnitud de su tarea. Sin Esclarmonda, no sabía cómo iba a encontrar la fuerza para hacer lo que se le exigía.

Como si pudiera leer su mente, Sajhë le dijo:

– Yo os protegeré. Y no será por mucho tiempo. Cuando le hayamos entregado el Libro de las palabras a Harif, volveremos a buscarla. Si es qissi, es aissi. Será lo que tenga que ser.

– Ojalá todos fuésemos tan sabios como tú.

Sajhë se ruborizó.

– Tenemos que ir por aquí -dijo el chico, señalando el dibujo-. Es un pueblo que no aparece en ningún mapa, pero la menina lo llama Los Seres.

«Claro.» No era sólo el nombre de los guardianes, sino un lugar.

– ¿Lo ves? -dijo Sajhë-. Está en los montes Sabarthès.

Alaïs asintió.

– Sí, sí -dijo ella-. Por fin creo que lo veo.

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