Carcassona
Julhet 1209
Alaïs despertó sobresaltada y se incorporó bruscamente, con los ojos abiertos de par en par. El miedo aleteaba en su interior, como una avecilla atrapada en una red que lucha por soltarse. Se apoyó una mano sobre el pecho para apaciguar el corazón palpitante.
Por un momento no estuvo ni dormida ni despierta, como si parte de ella se hubiera quedado atrás en el sueño. Se sentía flotar, mirándose a sí misma desde gran altura, como las gárgolas de piedra que hacen muecas a los transeúntes desde el techo de la catedral de Sant Nazari.
La habitación volvió a enfocarse. Estaba a salvo en su cama, en el Château Comtal. Gradualmente, sus ojos se habituaron a la oscuridad. Estaba a salvo de la gente escuálida de ojos oscuros que la perseguía por la noche, que le clavaba los dedos puntiagudos y le tironeaba la ropa. «Ahora no pueden alcanzarme.» Las frases labradas en la piedra -más figuras que palabras-, que no significaban nada para ella… Todo se desvanecía, como penachos de humo en el aire otoñal. También el fuego se había esfumado, dejando sólo el recuerdo en su mente.
¿Una premonición? ¿O solamente una pesadilla?
No podía saberlo. Le daba miedo saberlo.
Alaïs extendió la mano buscando las cortinas del baldaquino, que colgaban alrededor de la cama, como si el tacto de algo material pudiera hacerla sentir menos transparente e insustancial. El paño desgastado, lleno del polvo y los olores familiares del castillo, tenía una reconfortante aspereza entre sus dedos.
Noche tras noche, el mismo sueño. Durante toda su infancia, cuando despertaba aterrorizada en la oscuridad, pálida y con la cara bañada en lágrimas, su padre estaba a su lado, cuidándola como lo hubiera hecho con un hijo varón. Mientras una vela se consumía y otra se encendía, le contaba susurrando sus aventuras en Tierra Santa. Le hablaba del interminable mar del desierto, de los curvos contornos de las mezquitas y de la llamada a la plegaria de los fieles sarracenos. Le describía las especias aromáticas, los colores vivos y el sabor picante de la comida. Y el brillo terrible del sol rojo sangre poniéndose sobre Jerusalén.
Durante muchos años, en aquellas horas vacías entre el crepúsculo y el alba, mientras su hermana yacía dormida a su lado, su padre hablaba sin parar y ponía en fuga a sus demonios. No permitía que las negras caperuzas de los sacerdotes católicos se le acercaran, con sus supersticiones y falsos símbolos.
Sus palabras la habían salvado.
– ¿Guilhelm? -murmuró.
Su marido estaba profundamente dormido, con los brazos estirados, proclamando la propiedad de la mayor parte de la cama. Su largo pelo negro, oloroso a humo, vino y establos, se abría en abanico a través de la almohada. La luz de la luna se derramaba por la ventana, con los postigos abiertos para dejar entrar en la alcoba el aire fresco de la noche. A la luz incipiente, Alaïs distinguía una sombra de barba en su mentón. La cadena que Guilhelm llevaba al cuello reverberaba y brillaba cuando cambiaba de postura en su sueño.
Alaïs hubiese querido que despertara y le dijera que todo estaba bien, que ya no había nada que temer. Pero no se movió y a ella no se le ocurrió despertarlo. Valerosa en todo lo demás, era inexperta en los arcanos del matrimonio y todavía cautelosa en el trato con su marido, por lo que se limitó a recorrer con los dedos sus brazos lisos y bronceados, y sus hombros, anchos y firmes por las muchas horas transcurridas practicando para las justas con la espada y el estafermo. Alaïs podía sentir la vida agitándose bajo la piel de él incluso cuando dormía. Y cuando recordó cómo habían pasado la primera parte de la noche, se le encendieron las mejillas, aunque no había nadie para verla.
Estaba impresionada por las sensaciones que Guilhelm despertaba en ella. La deleitaban los brincos de su corazón cuando inesperadamente lo veía o la manera en que el suelo se movía bajo sus pies cuando él le sonreía. Por otra parte, le desagradaba la sensación de impotencia. Temía que ese sentimiento la estuviera volviendo débil y frívola. No dudaba de su amor por Guilhelm, pero sabía que no se estaba entregando por completo.
Suspiró. Sólo podía esperar que con el tiempo todo le fuera más fácil.
Algo en la cualidad de la luz, de negro a gris, y en la ocasional insinuación de un canto de ave en los árboles del patio le decía que el amanecer estaba próximo. Sabía que no volvería a dormirse.
Alaïs se escabulló entre las cortinas y atravesó la alcoba de puntillas hasta el arcón ropero que había en la esquina opuesta de la estancia. Las losas del suelo estaban frías y las esteras de esparto le arañaban los pies. Abrió la tapa, retiró la bolsa de lavanda de lo alto del montón y sacó un sencillo vestido verde oscuro. Estremeciéndose un poco, se lo puso por los pies e introdujo los brazos por las estrechas mangas. Tiró del paño ligeramente húmedo, para ajustárselo sobre la camisa, y se ciñó con fuerza el cinturón.
Tenía diecisiete años y llevaba seis meses casada, pero aún no había adquirido la blandura ni las redondeces de una mujer. El vestido colgaba sin forma sobre el endeble armazón de su cuerpo, como si no fuera suyo. Apoyándose con la mano en la mesa, se calzó unas suaves babuchas de piel y cogió su capa roja preferida del respaldo de la silla. Los bordes y la bastilla llevaban bordado un intrincado motivo azul y verde de cuadrados y rombos, con diminutas flores amarillas intercaladas, que ella misma había inventado para el día de su boda. Había tardado muchas semanas en bordarlo. Todo noviembre y todo diciembre había trabajado en la labor, hasta que los dedos le dolían y se le ponían rígidos de frío, mientras se daba prisa para terminar a tiempo.
Alaïs volvió su atención al capazo que estaba en el suelo junto al arcón. Comprobó que estuvieran dentro su bolsa monedero y su saquillo de hierbas, así como las tiras de paño que usaba para envolver plantas y raíces, y los utensilios para cavar y cortar. Por último, se ajustó firmemente la capa al cuello con un lazo, metió el cuchillo en la vaina que llevaba a la cintura y se levantó la capucha para cubrirse el pelo largo y suelto. Atravesó sigilosamente la estancia y salió al pasillo desierto. La puerta se cerró tras ella con un ruido sordo.
Como todavía no habían dado la hora prima, no había nadie en las salas. Alaïs recorrió a paso rápido el pasillo, oyendo el roce del borde de la capa sobre el suelo de piedra, en dirección a la estrecha y empinada escalera. Pasó por encima del cuerpo de un paje que dormía recostado contra la pared, junto a la puerta de la alcoba que su hermana Oriane compartía con su marido.
Mientras descendía, el sonido de voces subió flotando a su encuentro desde las cocinas del sótano. Los criados ya estaban trabajando. Alaïs oyó el ruido de un palmetazo, seguido al poco de un grito, señal de que algún crío desdichado había comenzado el día recibiendo en la nuca la pesada mano del cocinero.
Uno de los niños de las cocinas venía trastabillando en su dirección, luchando con media barrica de agua que había sacado del pozo.
Alaïs le sonrió.
– Bonjorn.
– Bonjorn, dòmna -respondió él cautelosamente.
– Espera -dijo ella, apresurándose a bajar la escalera antes que él, para abrirle la puerta.
– Mercé, dòmna -dijo él, un poco menos tímido-. Grandmercé.
La cocina bullía de animación. Grandes volutas de vapor escapaban ya de la enorme payrola, el caldero que colgaba de un gancho sobre el fuego. Un criado viejo le quitó la barrica al chico, la vació en el perol y volvió a dársela al muchacho sin añadir palabra. El chico le hizo a Alaïs un gesto de cómica desesperación, mientras se dirigía a la escalera, para subir y volver una vez más al pozo.
Capones, lentejas y col en conserva, en botes de barro, esperaban a ser cocidos sobre la mesa grande del centro de la estancia, junto con tarros de salmonete, anguila y lucio en salazón. En una punta de la mesa había fogaças dulces en bolsas de paño, paté de ganso y rodajas de carne de cerdo salada. En la otra, bandejas de uvas pasas, membrillos, higos y cerezas. Un niño de nueve o diez años estaba acodado sobre la mesa, con una mueca en el rostro que delataba lo poco que ansiaba pasar otro día agobiante y sudoroso junto al espetón, viendo asarse la carne. Junto al hogar, la leña ardía furiosamente en el interior del abovedado horno de pan. La primera hornada de pan de blat, pan de trigo, se estaba enfriando ya sobre la mesa. El olor le abrió el apetito a Alaïs.
– ¿Puedo comerme uno de ésos?
El cocinero levantó la vista, furioso por la intrusión de una mujer en su cocina. Pero entonces vio quién era, y su expresión malhumorada se resquebrajó en una sonrisa ladeada, que reveló una hilera de dientes picados.
– Dòmna Alaïs -dijo con delectación, secándose las manos en el delantal-. Benvenguda. ¡Qué gran honor! ¡Cuánto hace que no veníais a visitarnos! Os hemos echado de menos.
– Jacques -respondió ella amablemente-, no quisiera importunarte.
– ¡Importunarme vos, señora! -rió él-. ¿Cómo podríais importunarme?
De pequeña, Alaïs solía pasar mucho tiempo en la cocina, mirando y aprendiendo; a ninguna otra chica le habría permitido Jacques traspasar el umbral de sus dominios masculinos.
– Y ahora decidme, dòmna Alaïs, ¿qué se os ofrece?
– Sólo un poco de pan, Jacques, y también algo de vino, si puedes darme.
El hombre frunció el ceño.
– Disculpadme, pero no iréis al río, ¿no? ¿A esta hora y sin compañía? Una señora de vuestra posición… cuando ni siquiera es de día. Se cuentan cosas, rumores de…
Alaïs le apoyó una mano en el brazo.
– Gracias por preocuparte, Jacques. Sé que lo dices por mi bien, pero no me pasará nada. Te doy mi palabra. Ya casi ha amanecido. Sé exactamente adonde voy. Estaré de vuelta antes de que nadie note mi ausencia.
– ¿Lo sabe vuestro padre?
Ella se llevó a los labios un dedo conspiratorio.
– Sabes que no; pero, por favor, guárdame el secreto. Tendré mucho cuidado.
Jacques no parecía en absoluto convencido, pero sintiendo que ya había dicho todo cuanto se atrevía a decir, no la contradijo. Se fue andando lentamente hasta la mesa, le envolvió una hogaza de pan en un lienzo blanco y ordenó a un criado que fuera a buscar una jarra de vino. Alaïs lo miraba con el corazón encogido. Últimamente, su andar era más lento, con una pronunciada cojera en el lado izquierdo.
– ¿Todavía te molesta la pierna?
– No mucho -mintió él.
– Te la puedo vendar más tarde, si quieres. No parece que ese corte esté sanando como debiera.
– No está tan mal.
– ¿Te has puesto el ungüento que te preparé? -le preguntó, viendo por su expresión que no lo había hecho.
Jacques abrió las manos regordetas como rindiéndose a la evidencia.
– ¡Hay tanto que hacer, dòmna, con tantos invitados! Son cientos, si contáis sirvientes, escuderos, lacayos y doncellas, por no mencionar los cónsules y sus familias. ¡Y cuesta tanto encontrar algunas cosas! ¡Qué os voy a decir! Ayer mismo envié a…
– Todo eso está muy bien, Jacques -dijo Alaïs-, pero tu pierna no va a curarse sola. El corte es demasiado profundo.
De pronto se dio cuenta de que el nivel de ruido había disminuido Levantó la vista y vio que toda la cocina estaba pendiente de su conversación. Acodados en la mesa, los chicos más pequeños contemplaban boquiabiertos el espectáculo de alguien – ¡y para colmo una mujer!- interrumpiendo a su temperamental jefe cuando hablaba.
Fingiendo que no lo había notado, Alaïs bajó la voz.
– ¿Qué te parece si vuelvo más tarde y te la curo? Como agradecimiento por esto -dijo, señalando la hogaza-. Será nuestro segundo secreto, òc ben? ¿Es un trato?
Por un momento, Alaïs pensó que se había excedido en familiaridad y había actuado presuntuosamente. Pero al cabo de un instante de vacilación, Jacques sonrió.
– Ben -dijo ella-. Volveré cuando el sol esté alto y me ocuparé de ello. A totora. Hasta entonces.
Mientras salía de la cocina y subía la escalera, Alaïs oyó a Jacques aullando a todos que dejaran de estarse allí como unos pasmarotes y volvieran a trabajar, como si nunca hubiese habido ninguna interrupción. Sonrió.
Todo era tal como debía ser.
Alaïs empujó la pesada puerta que conducía a la plaza de armas y salió al día recién nacido.
Las hojas del olmo que se alzaba en el centro del recinto, a cuya sombra el vizconde Trencavel administraba justicia, parecían negras sobre la noche agonizante. Alondras y currucas animaban las ramas con sus gorjeos, agudos y penetrantes en el aire del alba
El abuelo de Raymond-Roger Trencavel había construido el Château Comtal más de cien años antes, como sede desde la cual gobernar sus territorios en expansión. Sus tierras se extendían desde Albí, al norte, hasta Narbona, al sur, y desde Béziers, al este, hasta Carcasona, al oeste.
El castillo se levantaba en torno a una amplia plaza de armas rectangular e incorporaba, en el flanco de poniente, los vestigios de un castillo más antiguo. Formaba parte del refuerzo de la sección occidental de las murallas que protegían la Cité, un anillo de sólida piedra que dominaba desde su altura el río Aude y las ciénagas del norte a lo lejos.
El donjon, o torre del homenaje, donde se reunían los cónsules y se firmaban los documentos importantes, se alzaba bien protegido en la esquina suroccidental de la plaza de armas. A la luz tenue, Alaïs distinguió algo apoyado contra el muro. Forzando la vista, vio que era un perro, enroscado y dormido en el suelo. Un par de niños, apostados como cuervos en la cerca del corral de las ocas, intentaban despertar al animal arrojándole piedras. En el silencio, Alaïs podía oír el monótono y seco golpeteo de sus talones contra las estacas.
Había dos vías de entrada y salida del Château Comtal. La ancha y arqueada puerta del oeste se abría a las laderas cubiertas de hierba que conducían a las murallas y por lo general estaba cerrada. La puerta del este, pequeña y estrecha, parecía comprimida entre dos altas torres y llevaba directamente a las calles de la Cité, la población que rodeaba el castillo.
La comunicación entre los niveles superior e inferior de las torres que flanqueaban la puerta sólo era posible mediante escalas de madera y una serie de trampillas. En su infancia, uno de los juegos favoritos de Alaïs había sido subir y bajar por las torres con los niños de las cocinas, tratando de eludir a los guardias. Alaïs era rápida. Siempre ganaba.
Ajustándose la capa al cuerpo, atravesó la plaza a buen paso. Tras el toque de queda, y una vez cerradas las puertas para la noche y establecida la guardia, se suponía que nadie podía pasar sin la autorización del padre de Alaïs. Aunque no era cónsul, Bertran Pelletier ocupaba una posición elevada y singular en la casa, y pocos se atrevían a desobedecerle.
Siempre le había disgustado la costumbre de su hija de escabullirse a la Cité antes del amanecer, pero en aquellos días insistía aún más en que permaneciera entre los muros del castillo por la noche. Suponía que su marido sería de la misma opinión, aunque Guilhelm nunca había dicho nada al respecto. Pero sólo en el silencio y el anonimato del alba, libre de las restricciones y los límites de su casa, Alaïs se sentía realmente ella misma. No la hija, ni la hermana, ni la esposa de nadie. En el fondo, siempre había creído que su padre la comprendía. Por mucho que le disgustara desobedecerlo, no quería renunciar a esos momentos de libertad.
La mayoría de los guardias hacían como que no se enteraban de sus idas y venidas. O al menos así había sido antes. Desde que habían empezado a circular rumores de guerra, la plaza se había vuelto más precavida. Superficialmente, la vida continuaba como siempre, y aunque de vez en cuando llegaban nuevos refugiados a la Cité, sus historias de ataques o de persecución religiosa no le parecían a Alaïs nada fuera de lo corriente. Las incursiones militares salidas de la nada, que caían como una tormenta de verano antes de alejarse y desaparecer, eran una realidad de la vida para cualquiera que viviera fuera de la seguridad de una ciudadela fortificada. Las historias que se contaban eran las mismas de siempre, ni más ni menos que lo habitual.
Guilhelm no parecía particularmente inquieto por los rumores de conflicto, o al menos ella no lo percibía. Él nunca le hablaba de esas cosas. Sin embargo, Oriane decía que una hueste francesa de cruzados y clérigos se estaba preparando para atacar las tierras del Pays d’Òc. Decía también que la campaña contaba con el apoyo del papa y del rey de Francia. Alaïs sabía por experiencia que mucho de lo que decía Oriane no tenía otro propósito que fastidiarla a ella. Aun así, muchas veces su hermana parecía enterarse de las cosas antes que el resto de los miembros de la casa, y era indudable que el número de mensajeros que entraban y salían a diario del castillo iba en aumento. También era innegable que las arrugas en la cara de su padre se estaban volviendo más profundas y oscuras, y los huecos de sus mejillas, más pronunciados.
Los gardians d’armas que montaban guardia en la puerta del este estaban alerta, aunque sus ojos tenían rojos los contornos después de la larga noche. Llevaban los plateados y angulosos yelmos echados hacia atrás, en lo alto de la cabeza, y las lorigas de cota de malla parecían grises a la pálida luz del alba. Con los escudos cansinamente suspendidos de los hombros y las espadas envainadas, parecían más dispuestos a irse a dormir que a entrar en batalla.
Al acercarse, fue un alivio para Alaïs reconocer a Berengier. Cuando él la vio, le sonrió y la saludó con una inclinación de cabeza.
– Bonjorn, dòmna Alaïs. Habéis salido pronto.
Ella sonrió.
– No podía dormir.
– ¿Y a ese marido vuestro no se le ocurre nada para llenaros las noches? -dijo el otro, con un guiño salaz. Tenía la cara picada de viruela y las uñas de los dedos mordisqueadas y sangrantes. El aliento le olía a comida rancia y cerveza.
Alaïs lo ignoró.
– ¿Cómo está tu mujer, Berengier?
– Bien, dòmna. Ya vuelve a ser la misma de siempre.
– ¿Y tu hijo?
– Cada día más grande. Come tanto que uno de estos días nos echará de casa, porque no cabremos todos.
– ¡Desde luego, tiene a quién salir! -replicó ella, palmoteándole la enorme barriga.
– Es lo mismo que dice mi mujer.
– Dale recuerdos míos, Berengier, ¿lo harás?
– Os agradecerá que la recordéis, dòmna. -Hizo una pausa. Supongo que querréis que os deje pasar.
– Solamente voy a la Cité, quizá al río. Será un momento.
– No podemos dejar pasar a nadie -gruñó su compañero-. Órdenes del senescal Pelletier.
– Nadie te ha preguntado nada -replicó Berengier secamente-. No es eso, dòmna -prosiguió, sosegando el tono de voz-. Pero ya sabéis cómo están las cosas. Si os sucediera algo y se supiera que fui yo quien os dejó pasar, vuestro padre me…
Alaïs le apoyó una mano en el brazo.
– Lo sé, lo sé -dijo suavemente-. Pero de verdad, no hay motivo para preocuparse. Sé cuidarme. Además… -añadió, desviando ostensiblemente la mirada hacia el otro guardia, que para entonces se estaba limpiando los dedos en la manga después de hurgarse la nariz-, cualquier cosa que pueda sucederme en el río difícilmente será peor que lo que tú soportas aquí.
Berengier se echó a reír.
– Prometedme que tendréis cuidado, ¿eh?
Alaïs hizo un gesto afirmativo y se abrió por un momento la capa, para enseñarle el cuchillo de caza que llevaba a la cintura.
– Lo tendré. Te doy mi palabra.
Había que franquear dos puertas. Berengier quitó los cerrojos de ambas, levantó la pesada viga de roble que aseguraba la puerta exterior y la empujó, abriéndola justo lo suficiente para dejar paso a Alaïs. Con una sonrisa de agradecimiento, la joven se agachó para pasar bajo el brazo del guardia y salió al mundo exterior.
Cuando emergió de las sombras entre las torres de la entrada, Alaïs sintió que el corazón le echaba a volar. Era libre. Al menos por un rato.
Una pasarela levadiza de madera conectaba el portal con el puente plano de piedra que unía el Château Comtal con las calles de Carcasona. La hierba del foso seco, muy por debajo del puente, resplandecía de rocío bajo una reverberante luz violácea. Aún se veía la luna, pero cada vez más tenue a la luz del amanecer.
Alaïs caminaba rápidamente, trazando con su capa ondulantes motivos en el polvo, deseosa de eludir las preguntas de los guardias del otro lado del puente. Tuvo suerte. Estaban adormilados en sus puestos y no la vieron pasar. Prosiguió a paso veloz por terreno abierto y se encorvó para entrar en una red de estrechas callejuelas, de camino hacia una poterna junto a la torre del Moulin d’Avar, en el tramo más antiguo de la muralla. La puerta daba directamente a los huertos y ferratjals, los pasturajes que ocupaban las tierras en torno a la Cité y al suburbio norteño de Sant-Vicens. A esa hora del día, era el camino más rápido para bajar al río sin ser vista.
Recogiéndose la falda, Alaïs sorteó con cuidado los restos dispersos de otra tumultuosa noche en la taberna de Sant Joan deis Evangèlis. Manzanas machucadas, peras a medio comer, huesos roídos y fragmentos de jarras de cerveza yacían en el polvo. Un poco más allá, un mendigo dormía acurrucado en un portal, con el brazo apoyado sobre el dorso de un perro enorme, viejo y roñoso. Tres hombres yacían contra las paredes del pozo, gruñendo y roncando con tanta fuerza que sofocaban el canto de los pájaros.
El centinela de guardia en la poterna tenía un aspecto lamentable y no hacía más que toser y farfullar, envuelto en su capa de tal modo que sólo las cejas y la punta de la nariz quedaban a la vista. No quería que lo importunaran. Al principio hizo como que no veía a la joven, pero entonces ella sacó una moneda del bolso. Sin mirarla siquiera, cogió la moneda con una mano mugrienta, la probó entre los dientes y, a continuación, descorrió los cerrojos y abrió la poterna lo suficiente como para dejar pasar a Alaïs.
El sendero hasta la barbacana era empinado y rocoso. Discurría entre dos altas empalizadas protectoras de madera y resultaba difícil ver algo. Pero Alaïs había recorrido muchas veces ese mismo trayecto para salir de la Cité y conocía bien cada oquedad y cada montículo del terreno, por lo que bajó la cuesta sin dificultad. Rodeó el pie de la achaparrada torre circular de madera siguiendo la línea trazada por la corriente, que aceleraba su curso como un canal de molino al pasar por la barbacana.
Las zarzas le arañaban las piernas y las espinas se le enganchaban al vestido. Cuando llegó al final, la bastilla de la capa había adquirido un tono violáceo y estaba empapada de ir pasando a ras de la hierba húmeda. Tenía las puntas de las babuchas de piel manchadas de oscuro.
Nada más salir de la sombra de la empalizada hacia el ancho mundo que se abría ante ella, Alaïs sintió que su espíritu se elevaba. A lo lejos, una blanca niebla de julio flotaba sobre la Montagne Noire. Sobre el horizonte, trazos de rosa y añil surcaban el cielo del amanecer.
Mientras contemplaba el perfecto mosaico de campos de trigo, avena y cebada, y los bosques que se prolongaban hasta más allá de donde alcanzaba la vista, Alaïs sintió a su alrededor la presencia del pasado, que la abrazaba. Espíritus amigos y fantasmas que le tendían las manos, hablaban susurrando de sus vidas y compartían con ella sus secretos. La conectaban con todos aquellos que alguna vez habían estado de pie en esa colina (y con todos los que vendrían), soñando con lo que podía depararles la vida.
Alaïs nunca había salido de las tierras del vizconde Trencavel. Le costaba imaginar las grises ciudades del norte, como París, Amiens o Chartres, donde había nacido su madre. No eran más que nombres, palabras sin color ni tibieza, duras como la langue d’oil, el idioma que por allí se hablaba. Pero aunque tenía poco con qué compararlo, no podía creer que ningún otro sitio fuera tan bonito como el sempiterno e intemporal paisaje de Carcasona.
Bajó la colina, abriéndose paso entre los matorrales y los ásperos arbustos, hasta llegar a las llanas ciénagas de la ribera meridional del Aude. La falda empapada se le enredaba en las pantorrillas y de vez en cuando la hacía tropezar. Notó que estaba inquieta, atenta y que andaba más aprisa que de costumbre. No era que Jacques o Berengier la hubiesen alarmado, se dijo. Ellos siempre se preocupaban por ella. Pero ese día se sentía aislada y vulnerable.
Al recordar la historia del mercader que decía haber visto un lobo del otro lado del río, apenas una semana antes, su mano buscó la daga en la cintura. Todos creyeron que exageraba. En esa época del año, todo lo más sería un zorro o un perro salvaje. Pero ahora que estaba sola en el campo, la historia le parecía más creíble. La fría empuñadura la tranquilizó.
Por un instante, estuvo tentada de regresar. «No seas tan cobarde.» Siguió adelante. Una o dos veces se volvió, sobresaltada por ruidos cercanos que resultaron no ser más que el batir de las alas de un pájaro o la reptante agitación de una anguila amarilla, en el agua somera del río.
Poco a poco, al seguir la senda familiar, su nerviosismo se fue desvaneciendo. El río Aude era ancho y poco profundo, con varios tributarios que se abrían a ambos lados, como las venas en el dorso de una mano. La bruma matinal reverberaba traslúcida sobre la superficie del agua. En invierno, la corriente bajaba rápida e impetuosa, alimentada por los gélidos torrentes de las montañas; pero el verano estaba siendo seco, y el río llevaba poca agua. Las ruedas del molino casi no se movían con la corriente; aseguradas a la orilla con gruesos cabos, formaban una dorsal de madera que subía por el centro del río.
Era pronto para las moscas y mosquitos, que planearían como nubes negras sobre las charcas cuando el calor se volviera más intenso, de modo que Alaïs tomó el atajo que atravesaba los pantanos. El sendero estaba marcado con pequeños montones de piedras blancas, para prevenir caídas en el cieno traicionero. La joven lo siguió con cuidado hasta llegar al borde del bosque que se extendía justo al pie del tramo occidental de las murallas de la Cité.
Su destino era un pequeño claro aislado, donde crecían las mejores plantas, sobre la ribera parcialmente umbría del río. Nada más sentirse a resguardo bajo los árboles, Alaïs ralentizó la marcha y comenzó a disfrutar. Tras apartar las ramas de hiedra suspendidas sobre el sendero, inhaló el aroma generoso y terreo del musgo y las hojas.
Aunque no había signos de actividad humana, el bosque estaba lleno de colores y sonidos. El aire vibraba con los trinos y gorjeos de estorninos, currucas y pardillos. Ramas y hojas crujían y chasqueaban bajo los pies de Alaïs. Por el sotobosque se escabullían conejos de rabos blancos, botando mientras buscaban refugio entre matas de veraniegas flores amarillas, violáceas y azules. En lo alto, en las ramas horizontales de los pinos, las ardillas rojas partían piñas, enviando al suelo una lluvia de delgadas y aromáticas agujas.
Alaïs estaba acalorada cuando llegó al claro, pequeña isla de hierba con un espacio abierto que bajaba hasta el río. Aliviada, dejó en el suelo el capazo, frotándose el interior del codo, donde el asa se le había hincado en la carne. Se quitó la pesada capa y la colgó de la rama baja de un sauce blanco, antes de enjugarse la cara y el cuello con un pañuelo. Puso el vino en el hueco de un árbol para que se conservara fresco.
Los muros del Château Comtal se cernían en lo alto, sobre ella. El distintivo contorno de la torre Pinta, alta y esbelta, se recortaba contra la palidez del cielo. Alaïs se preguntó si su padre estaría despierto, sentado ya con el vizconde en sus aposentos privados. Sus ojos se desviaron a la izquierda de la torre del vigía, buscando su propia ventana. ¿Aún dormiría Guilhelm? ¿O se habría despertado y descubierto su ausencia?
Siempre la asombraba, cuando levantaba la vista a través del verde dosel de hojas, que la Cité estuviera tan cerca. Dos mundos diferentes en agudo contraste. Allí arriba, en las calles y en los pasillos del Château Comtal, todo era bullicio y actividad. No había paz. Abajo, en el reino de las criaturas de los bosques y las ciénagas, reinaba un silencio profundo e intemporal.
Era allí abajo donde ella se sentía como en casa.
Alaïs se quitó las babuchas de piel. La hierba era deliciosamente fresca bajo sus pies; aún conservaba la humedad del rocío de la mañana y le hacía cosquillas. Con el placer del momento, todo pensamiento de la Cité y la casa se esfumó de su mente.
Llevó sus utensilios hasta la ribera. Una mata de angélica crecía en el agua poco profunda de la orilla. Los resistentes tallos acanalados parecían una fila de soldados de juguete, montando guardia sobre el lecho cenagoso. Las brillantes hojas verdes, algunas más grandes que su mano, proyectaban una sombra tenue sobre la corriente.
Nada mejor que la angélica para limpiar la sangre y proteger contra infecciones. Su amiga y mentora, Esclarmonda, le había inculcado la importancia de recoger los ingredientes para fabricar cataplasmas, pociones y otros remedios en cualquier momento y allí donde los encontrara. Aunque por entonces la Cité estaba libre de miasmas, nadie podía saber qué iba a suceder al día siguiente. La enfermedad podía abatirse en cualquier momento. Como todas las cosas que le decía Esclarmonda, aquél era un buen consejo.
Tras remangarse, Alaïs desplazó hacia la espalda la vaina del cuchillo, de modo que no le entorpeciera los movimientos. Se recogió el pelo en una trenza para evitar que le tapara la cara mientras trabajaba y se remetió la falda en el cinturón, antes de adentrarse en el río. El repentino frío en los tobillos le erizó la piel y la hizo retener el aliento.
Mojó en el agua las tiras de paño, las desplegó en fila a lo largo de la orilla y se puso a cavar con la paleta bajo las raíces. Acto seguido, con un ruido de ventosa, la primera planta quedó libre del fango. La joven la arrastró hasta la ribera y la partió en trozos con una hachuela. Envolvió con los paños las raíces y las dispuso en el fondo del capazo, a continuación, envolvió en otra de las telas las florecillas amarillo verdosas, con su distintivo aroma especiado, y las guardó en el saco de cuero que reservaba para las hierbas. Desechó las hojas y el resto de los tallos, y volvió a adentrarse en el río para empezar otra vez el proceso. No tardó en tener las manos teñidas de verde y los brazos cubiertos de barro.
Cuando hubo cosechado toda la angélica, Alaïs miró a su alrededor, para ver si encontraba alguna otra cosa útil. Un poco más lejos, río arriba, había consuelda, con sus extrañas y características hojas que parecen crecer directamente del tallo, y sus flores arracimadas semejantes a campanillas rosa y violeta. La consuelda, o hierba de las cortaduras, es buena para reducir las magulladuras y sanar la piel y los huesos. Decidida a aplazar sólo un poco más su desayuno, Alaïs cogió sus herramientas y se puso manos a la obra, y únicamente se detuvo cuando el capazo estuvo lleno y hubo usado hasta la última tira de paño.
Cargó la cesta río arriba, se sentó bajo los árboles y estiró hacia adelante las piernas. Sentía rígidos la espalda, los hombros y los dedos, pero estaba satisfecha con lo que había conseguido. Inclinándose, sacó del hueco del árbol la jarra de vino de Jacques. El tapón se soltó con un ruido seco. Alaïs se estremeció ligeramente al sentir el cosquilleo de la bebida fría en la lengua y la garganta. Después desenvolvió el pan recién hecho y partió un buen trozo con la mano. Sabía a una extraña combinación de trigo, sal, agua de río y hierbajos, pero estaba hambrienta. Fue una comida tan buena como la mejor que hubiese tomado en su vida.
Para entonces, el cielo era de un azul pálido, el color de los nomeolvides. Alaïs sabía que se estaba demorando demasiado. Pero viendo la dorada luz del sol que bailaba en la superficie del agua y sintiendo el aliento del viento sobre su piel, le costó hacerse a la idea de volver a las agitadas y ruidosas calles de Carcasona y a los atestados ambientes de la casa. Diciéndose que un rato más no haría daño a nadie, Alaïs se recostó en la hierba y cerró los ojos.
El graznido de un pájaro la despertó.
Se incorporó sobresaltada. Levantó la vista hacia el moteado dosel de hojas, pero no pudo recordar dónde estaba. De pronto, todo volvió a su memoria.
Trastabillando, se puso en pie aterrorizada. El sol estaba alto en un cielo sin nubes. Había estado fuera demasiado tiempo. Estaba segura de que para entonces ya habrían notado su ausencia.
Dispuesta a guardar sus cosas tan de prisa como pudiera, Alaïs lavó someramente en el río los utensilios embarrados y roció con un poco de agua las tiras de paño, para que conservaran la humedad. Estaba a punto de marcharse, cuando por el rabillo del ojo advirtió que había algo enredado en los juncos. Parecía un leño o un tocón. Protegiéndose los ojos del resplandor del sol, Alaïs se preguntó cómo no lo había visto antes.
El objeto se movía en la corriente con excesiva fluidez, demasiado lánguidamente para ser de madera maciza. La joven se acercó un poco más.
Entonces pudo ver que se trataba de un trozo de material pesado y oscuro, hinchado por el agua. Tras una momentánea vacilación, la curiosidad pudo con ella y Alaïs volvió a adentrarse en el río, esta vez hasta más allá de las zonas bajas ribereñas, hacia el cauce central, un poco más profundo, donde el agua era más oscura y la corriente más fuerte. Cuanto más avanzaba, más fría estaba el agua. Alaïs se debatía por mantener el equilibrio. Hundía los dedos de los pies en el blando limo del fondo, mientras el agua le salpicaba los blancos y delgados muslos y la falda.
Poco después de traspasar la línea central, se detuvo, con el corazón desbocado y las palmas de las manos repentinamente sudorosas de miedo, porque ya podía ver con claridad.
– Paire Sant! -Padre santo. Las palabras brotaron involuntariamente de sus labios.
El cuerpo de un hombre flotaba boca abajo en el agua, con la capa abultada a su alrededor. Alaïs tragó saliva. Llevaba una casaca de terciopelo castaño, de cuello alto, guarnecida con cintas de seda y ribeteada con hilo de oro. La joven distinguió el resplandor de una cadena o brazalete de oro bajo el agua. Como el hombre tenía la cabeza descubierta, Alaïs pudo ver su pelo, negro y rizado, con algunos mechones grises. Parecía llevar algo al cuello, una cuerdecilla trenzada de color carmesí, una cinta.
Alaïs se acercó un paso más. Lo primero que pensó fue que el hombre había debido de tropezar en la oscuridad y resbalar hasta el río, donde se había ahogado. Estaba a punto de tender los brazos para sacarlo del agua, cuando algo en el modo en que flotaba la cabeza congeló su movimiento. Hizo una profunda inspiración, paralizada por la visión del cuerpo abotargado. En otra ocasión había visto el cadáver de un ahogado. Hinchado y desfigurado, aquel barquero tenía la piel cubierta de ronchones azules y violáceos, como un extenso cardenal. Lo de ahora era diferente, no encajaba.
Parecía como si a aquel hombre ya lo hubiera abandonado la vida antes de entrar en el agua. Sus manos exánimes se tendían hacia adelante, como intentando nadar. El brazo izquierdo flotó hacia ella, llevado por la corriente. Algo brillante, algo coloreado justo debajo de la superficie, captó su atención. Allí donde hubiese debido estar el dedo pulgar, había una herida de bordes irregulares, como una mancha de nacimiento, roja sobre la piel blanca y abotargada. Le miró el cuello.
Alaïs sintió que se le aflojaban las rodillas.
Todo comenzó a moverse con inusual lentitud, tambaleándose y ondulando como la superficie de un mar agitado. La desigual línea carmesí que había tomado por un collar o una cinta era un tajo profundo y salvaje, que iba desde detrás de la oreja izquierda hasta debajo de la barbilla, casi separando la cabeza del cuerpo. Jirones de piel desgarrada, que el agua teñía de verde, flotaban en torno a la incisión. Diminutos pececillos plateados y negras sanguijuelas hinchadas se estaban dando un festín a lo largo de toda la herida.
Por un instante, Alaïs pensó que el corazón le había dejado de latir. Después, la conmoción y el miedo se adueñaron de ella en igual medida. Se dio la vuelta y echó a correr por el agua, trastabillando y resbalando en el barro, obedeciendo al instinto que le aconsejaba poner tanta distancia como le fuera posible entre ella y el cadáver. Estaba empapada de la cintura a los pies. El vestido, hinchado y cargado de agua, se le enredaba en las piernas y la arrastraba hacia abajo.
El río le pareció el doble de ancho, pero siguió adelante hasta alcanzar la seguridad de la orilla, donde cedió a la fuerza de las náuseas y expulsó violentamente el contenido de su estómago. Vino, pan sin digerir y agua de río.
Medio a gatas y medio arrastrándose, consiguió dejar atrás la ribera, antes de desplomarse en el suelo, a la sombra de los árboles. La cabeza le daba vueltas y tenía la boca seca y agria, pero debía huir. Intentó ponerse en pie, pero sus piernas parecían huecas y no aguantaban su peso. Conteniendo el llanto, se enjugó la boca con el dorso de la mano, temblorosa, y una vez más trató de incorporarse, apoyada en un tronco.
Esta vez se mantuvo en pie. Mientras tiraba de la capa para descolgarla de la rama donde la había dejado, consiguió calzarse las babuchas en los pies enfangados. Después, abandonando todo lo demás, echó a correr por el bosque como si el demonio fuera pisándole los talones.
El calor se abatió sobre Alaïs en el instante en que salió de entre los árboles al espacio abierto del pantano. El sol le aguijoneaba las mejillas y el cuello, como mofándose de ella. Los tábanos y avispas se habían despertado con el calor, y sobre las charcas que flanqueaban el sendero planeaban enjambres de mosquitos, mientras la joven corría y tropezaba a través del inhóspito paraje.
Sus piernas, exhaustas, gemían de dolor, y el aliento le quemaba la garganta y el pecho, pero siguió corriendo sin parar. Sólo era consciente de la necesidad de alejarse tanto como pudiera del cadáver, y contárselo a su padre.
En lugar de regresar por el mismo camino, que quizá encontrara barrado, Alaïs se encaminó instintivamente hacia Sant-Vicens y la puerta de Rodez, que conectaba el suburbio con Carcasona.
Las calles estaban animadas y a la joven le costaba abrirse paso. El bullicio del mundo se le fue haciendo cada vez más presente, estruendoso e ineludible a medida que se acercaba a la entrada de la Cité. Intentó no oír nada y concentrarse únicamente en llegar a la puerta. Rezando para que las débiles piernas no le fallaran, siguió adelante.
Una mujer le dio un golpecito en el hombro.
– La cabeza, dòmna -le dijo serenamente. Su voz era amable, pero parecía proceder de muy lejos
Cayendo en la cuenta de que llevaba el pelo suelto y despeinado, Alaïs se ajustó rápidamente la capa sobre los hombros y se levantó la capucha, con las manos temblorosas por el agotamiento y la conmoción. Siguió avanzando poco a poco, cubriendo con la capa la parte delantera del vestido, con la esperanza de ocultar las manchas de barro, vómito y verde vegetación acuática.
Todos se movían a empellones, dando codazos y hablando a voces. Alaïs sintió que se iba a desmayar. Alargó una mano, buscando el apoyo de un muro. Los hombres de guardia en la puerta de Rodez hacían pasar con un simple movimiento de cabeza a la mayoría de los lugareños, sin hacer preguntas. Pero a los vagabundos, pordioseros, gitanos, sarracenos y judíos los paraban, les preguntaban qué iban a hacer en Carcasona y registraban sus pertenencias con más celo del necesario, hasta que una jarra de cerveza o unas cuantas monedas cambiaban de dueño y ellos pasaban a la víctima siguiente.
A Alaïs la dejaron pasar casi sin mirarla.
Las estrechas callejuelas de la Cité estaban inundadas de vendedores ambulantes, comerciantes, animales, soldados, herreros, juglares, esposas de cónsules con sus doncellas, y predicadores. Alaïs caminaba con la espalda encorvada, como si avanzara contra un gélido viento del norte, por miedo a ser reconocida.
Por fin avistó el familiar contorno de la torre del Mayor, seguida de la torre de las Casernas y las torres gemelas de la puerta del este, a medida que se desplegaba ante ella la figura completa del Château Comtal.
Una sensación de alivio le inundó la garganta. Lágrimas feroces le manaron de los ojos. Furiosa por su debilidad, Alaïs se mordió con fuerza los labios hasta hacerlos sangrar. Estaba avergonzada por haberse alterado tanto y resolvió no aumentar la humillación llorando donde pudiera haber testigos de su falta de valor.
Lo único que quería era estar con su padre.
El senescal Pelletier estaba en una de las despensas del sótano, junto a las cocinas, terminando el inventario semanal de las reservas de grano y harina. Para su satisfacción, comprobó que no había nada mohoso.
Bertran Pelletier llevaba más de dieciocho años al servicio del vizconde Trencavel. Corría el frío invierno de 1191 cuando recibió la orden de regresar a su Carcasona natal para asumir el cargo de senescal del pequeño Raymond-Roger, que a sus nueve años acababa de heredar los dominios de la casa Trencavel. Llevaba cierto tiempo esperando el mensaje, por lo que acudió de buen grado, acompañado de su esposa francesa, gestante y de su hija de dos años. La humedad y el frío de Chartres nunca le habían gustado. Lo que encontró fue un chico maduro para su edad, desolado por la pérdida de sus padres, debatiéndose por sobrellevar la responsabilidad que había caído sobre sus jóvenes hombros.
Desde entonces, Bertran había estado junto al vizconde Trencavel, primero en casa del tutor de Raymond-Roger, Bertran de Saissac, y a continuación bajo la protección del conde de Foix. Cuando Raymond-Roger cumplió la mayoría de edad y regresó al Château Comtal para asumir la posición de vizconde de Carcasona, Béziers y Albí que legítimamente le correspondía, Pelletier estaba a su lado.
Como senescal, Pelletier era responsable del buen funcionamiento de la casa. Se ocupaba de la administración, la justicia y la recaudación de impuestos, efectuada en nombre del vizconde por los cónsules, que a su vez se ocupaban de los asuntos de Carcasona. Más importante aún, era el reconocido confidente, consejero y amigo del vizconde. Nadie tenía tanta influencia sobre el joven como él.
El Château Comtal estaba lleno de huéspedes distinguidos y cada día llegaban más: los señores de los castillos más importantes de los dominios de Trencavel, con sus esposas, y los más valientes y famosos chavalièrs del Mediodía. Los mejores juglares y trovadores habían sido invitados al tradicional torneo de verano, que se convocaba para la fiesta de Sant Nazari, a finales de julio. Teniendo en cuenta la sombra de guerra que se cernía desde hacía más de un año, el vizconde había decidido que el deleite de sus huéspedes fuera grande y que aquel torneo fuera el más memorable de su mandato.
Pelletier, por su parte, había resuelto no dejar nada librado al azar. Cerró la puerta del granero con una de las muchas y pesadas llaves que llevaba colgadas de un aro metálico en la cintura y se alejó por el pasillo.
– Ahora, la bodega -le dijo a François, su criado-. El vino del último tonel estaba rancio.
Pelletier recorrió a grandes zancadas el pasillo, deteniéndose brevemente para observar las salas por las que iban pasando. El almacén de la ropa blanca, oloroso a lavanda y tomillo, estaba desierto, como esperando la llegada de alguien que le devolviera la vida.
– ¿Están lavados y listos para la mesa esos manteles?
– Òc, messer.
En la despensa frente a la bodega, al pie de la escalera, unos hombres pasaban trozos de carne por la saladera. Después colgaban algunos cortes de los ganchos de metal que pendían del techo y metían otros en los toneles durante un día más. En una esquina, un hombre ensartaba setas, ajos y cebollas en cordeles y los ponía a secar.
Todos dejaron lo que estaban haciendo y guardaron silencio cuando entró Pelletier. Algunos de los criados más jóvenes se pusieron de pie desmañadamente. El senescal no dijo nada; se limitó a mirar, abarcando todo el recinto con su mirada aguda, antes de hacer un gesto de aprobación y proseguir su camino.
Estaba abriendo el cerrojo de la bodega, cuando oyó un griterío y ruido de carreras en el piso de arriba.
– Ve a ver qué ocurre -dijo en tono irritado-. No puedo trabajar con tanto alboroto.
– Òc, messer.
François se dio la vuelta y subió corriendo la escalera para investigar.
Pelletier empujó la pesada puerta y entró en la bodega, fresca y oscura, donde aspiró el perfume familiar de la madera húmeda y el olor punzante y agrio del vino y la cerveza derramados. Fue recorriendo lentamente los pasillos hasta localizar los toneles que buscaba. Cogió un vaso de barro de la bandeja preparada en la mesa y aflojó la espita. Lo hizo despacio y con cuidado, para no perturbar el equilibrio del interior del barril.
Un ruido fuera, en el pasillo, hizo que se le erizaran los pelillos de la nuca. Dejó el vaso. Alguien lo llamaba por su nombre. Alaïs. Había ocurrido algo.
Pelletier atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par.
Alaïs bajaba la escalera a toda prisa, como perseguida por una jauría de perros, y François iba detrás de ella.
Advirtiendo la gris presencia de su padre entre los barriles de vino y cerveza, la joven lanzó una exclamación de alivio. Se arrojó en sus brazos y hundió en su pecho el rostro arrasado por las lágrimas. El olor familiar y reconfortante le reavivó las ganas de llorar.
– En nombre de Sainte Foy, ¿qué ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has hecho daño? ¡Habla!
Alaïs distinguió el tono de alarma en la voz de su padre. Retrocedió un poco e intentó hablar, pero las palabras estaban atrapadas en la garganta y se resistían a salir.
– Padre, yo…
Los ojos del senescal rebosaban de interrogantes, viendo el aspecto desaliñado y la ropa manchada de su hija. Por encima de la cabeza de ella, miró a François, en busca de una explicación.
– He encontrado así a dòmna Alaïs, messer.
– ¿Y no ha dicho nada de la causa de este… del motivo de su aflicción?
– No, messer. Sólo que la trajera ante vos sin demora.
– Muy bien. Ahora vete. Te llamaré si te necesito.
Alaïs oyó que la puerta se cerraba. Después sintió el pesado contacto del brazo de su padre sobre sus hombros. El senescal la condujo hasta el banco que se extendía a lo largo de todo un lado de la bodega y la hizo sentar en él.
– Por favor, filha -dijo en tono más suave, alargando una mano para apartar un mechón de la cara de la joven-. Esto no es propio de ti. Cuéntame lo ocurrido.
Una vez más, Alaïs intentó controlarse, detestando ser motivo de ansiedad y preocupación para su padre. Con el pañuelo que él le tendía se frotó las mejillas manchadas y se secó los ojos enrojecidos.
– Anda, bebe -le dijo él, poniendo entre sus manos un vaso de vino, antes de sentarse a su lado. Los viejos tablones de madera crujieron y se combaron bajo su peso-. François ya se ha ido. Estamos solos tú y yo. Tienes que controlarte y contarme qué ha sucedido para alterarte tanto. ¿Es algo que ha hecho Guilhelm? ¿Te ha ofendido? Porque si es así, te juro que…
– Guilhelm no tiene nada que ver con esto, paire -se apresuró a aclarar Alaïs-. Nadie tiene nada que ver.
Levantó la vista para mirar a su padre y en seguida volvió a bajar la mirada, turbada y humillada por presentarse ante él en ese estado.
– Entonces, ¿qué? -insistió él-. ¿Cómo voy a ayudarte si no me dices lo que ha ocurrido?
La joven tragó saliva, sintiéndose culpable y conmocionada a la vez. No sabía por dónde empezar.
Pelletier le cogió las manos entre las suyas.
– Estás temblando, Alaïs.
Ella podía distinguir la preocupación y el afecto en la voz de su padre, así como el esfuerzo que estaba haciendo para controlar el miedo.
– ¡Y mírate la ropa! -prosiguió el senescal, levantando entre los dedos el borde de su vestido-. Mojada. Cubierta de barro.
Alaïs notaba su cansancio, su honda inquietud. Por mucho que intentara disimularlo, su padre aún no daba crédito a su colapso nervioso. Las arrugas de su frente eran surcos profundos. ¿Cómo no había reparado antes en los cabellos grises que ahora tenía en las sienes?
– Hasta ahora nunca he visto que te quedaras sin palabras -le dijo él, intentando sacarla de su silencio-. Tienes que contarme lo ocurrido.
Su expresión estaba tan llena de amor y confianza que le llegó al corazón.
– Temo vuestro enfado, paire. En realidad, tenéis todo el derecho a enfadaros.
El senescal endureció la expresión, pero mantuvo la sonrisa.
– Te prometo que no te regañaré, Alaïs. Ahora, ánimo. Habla.
– ¿Ni aunque os diga que he ido al río?
Su padre dudó por un momento, pero su voz no vaciló.
– Ni aun así.
«Cuanto antes se lo diga, antes acabaremos con esto.» Alaïs entrelazó las manos sobre el regazo.
– Esta mañana, poco antes del amanecer, bajé al río, a un lugar donde suelo ir a recoger hierbas.
– ¿Sola?
– Sí, sola -replicó ella, mirándolo a los ojos-. Ya sé que os di mi palabra, paire, y os pido perdón por mi desobediencia.
– ¿Andando?
Ella asintió con la cabeza, y aguardó hasta que él le hizo un gesto para que continuara.
– Me quedé un rato. No vi a nadie. Estaba recogiendo mis cosas para volver, cuando observé algo en el agua que me pareció un atado de ropa, ropa de buena calidad. Pero en realidad… -Alaïs se interrumpió, sintiendo que el color se le retiraba de las mejillas-. En realidad era un cadáver -prosiguió-. Un hombre bastante mayor. Con el pelo rizado y oscuro. Al principio pensé que se habría ahogado. No lo veía bien. Pero entonces advertí que tenía un corte en la garganta.
La postura del senescal se volvió más rígida.
– ¿Has tocado el cadáver?
Alaïs sacudió la cabeza.
– No, pero… -Bajó la vista, turbada-. El espanto de haberlo encontrado… Me temo que perdí la cabeza y eché a correr, dejando todo atrás. Mi único pensamiento era huir y venir a contaros lo que había visto.
Su padre volvió a fruncir el ceño.
– ¿Y dices que no has visto a nadie?
– A nadie. Todo estaba completamente desierto. Pero cuando vi el cadáver, tuve miedo de que los hombres que lo habían matado todavía anduvieran cerca -dijo ella con voz temblorosa-. Imaginaba sus miradas sobre mí, observándome. O eso fue lo que pensé.
– Entonces, ¿no has sufrido ningún daño? -dijo él cautelosamente, eligiendo con cuidado las palabras-. ¿Nadie te ha agraviado? ¿No has sido objeto de ninguna afrenta?
Ella entendió perfectamente lo que intentaba decirle su padre, porque de inmediato se le encendieron las mejillas.
– Ningún daño, salvo mi orgullo herido y… la pérdida de vuestra confianza.
Alaïs vio el alivio pintado en la cara de su padre, que sonrió. Por primera vez desde el inicio de la conversación, la mirada del senescal fue serena.
– Bien -dijo él con un lento suspiro-, dejando al margen de momento tu temeridad, Alaïs, y tu desobediencia… Dejando eso al margen, has hecho lo correcto al venir a contármelo.
Tendió los brazos y cogió las manos de su hija, rodeando con sus grandes manazas los dedos menudos y delgados de Alaïs. Su piel tenía el tacto del cuero curtido.
Alaïs sonrió, agradecida por su indulgencia.
– Lo siento, paire. Tenía intención de cumplir mi promesa, pero es que…
Su padre interrumpió la disculpa con un ademán.
– No se hable más de eso. En cuanto a ese desdichado, no hay nada que hacer. Los ladrones hace tiempo que se habrán marchado. Sería raro que se quedaran por aquí, arriesgándose a ser descubiertos.
Alaïs frunció el ceño. El comentario de su padre había removido algo que se había quedado como al acecho bajo la superficie de su mente. Cerró los ojos y se vio a sí misma de pie en el agua fría, paralizada por la presencia del cadáver.
– Eso es lo raro, paire -dijo lentamente-. No creo que hayan sido bandidos. No se llevaron la casaca, que era muy hermosa y parecía de valor. Y todavía tenía las joyas. Pulseras de oro, sortijas… Si hubiesen sido ladrones, habrían limpiado el cadáver.
– ¿No acabas de decirme que no has tocado el cuerpo? -replicó su padre secamente.
– Y no lo hice. Pero vi sus manos bajo el agua, eso es todo. Joyas. Muchas sortijas, padre. Una pulsera de oro, hecha de varias cadenas entrelazadas. Y un collar parecido. ¿Por qué iban a dejarle esas cosas?
Alaïs se interrumpió, recordando las espectrales manos que se tendían para tocarla, y la sangre y el hueso astillado allí donde hubiese debido estar el pulgar. Empezó a darle vueltas la cabeza. Se recostó en la pared húmeda y fría, y se obligó a concentrarse en la madera dura del banco que soportaba su peso y en el agrio olor de los barriles en su nariz, hasta superar el aturdimiento.
– No había sangre -añadió-. Una herida abierta, roja como un trozo de carne. -Tragó saliva-. Le faltaba el dedo pulgar. Era…
– ¿Le faltaba? -la interrumpió su padre secamente-. ¿Qué quieres decir con eso de que le faltaba?
Alaïs levantó la vista, sorprendida por el cambio de tono.
– Se lo habían cortado. Se lo habían rebanado.
– ¿De qué mano, Alaïs? -preguntó él, que ya no disimulaba el tono apremiante de su voz-. Piénsalo. Es importante.
– No estoy…
Parecía como si él no la oyera.
– ¿De qué mano? -insistió.
– La mano izquierda. La izquierda, estoy segura. Era la que yo tenía más cerca. Y el cadáver estaba mirando río arriba.
Pelletier atravesó a zancadas la estancia, llamando a gritos a François, y abrió la puerta de un empujón. Alaïs también se puso en pie de un salto, sacudida por la actitud apremiante de su padre y desconcertada por lo que estaba ocurriendo.
– ¿Qué sucede? Decídmelo, os lo imploro. ¿Qué importancia tiene que fuera la mano izquierda o la derecha?
– Prepara de inmediato los caballos, François. Mi bayo castrado, la yegua gris de dòmna Alaïs y una montura para ti.
La expresión de François era tan impasible como siempre.
– Así se hará, messer. ¿Vamos lejos?
– Sólo hasta el río -Le hizo un gesto para que se fuera-. ¡Date prisa, hombre! Y trae mi espada y una capa limpia para dòmna Alaïs. Nos reuniremos contigo en el pozo.
En cuanto François se hubo alejado lo suficiente como para no oírlos, Alaïs corrió hacia su padre. Éste rehuyó su mirada; se fue hacia los toneles y, con mano temblorosa, se sirvió un poco de vino. El líquido rojo y espeso se derramó del vaso de barro y salpicó la mesa, manchando la madera.
– Paire -suplicó ella-, decidme qué ocurre. ¿Por qué tenéis que ir al río? Seguramente no es asunto para vos. Dejad que vaya François. Puedo indicarle el lugar.
– No lo entiendes.
– Entonces explicádmelo, para que lo entienda. Confiad en mí.
– Tengo que ver yo mismo el cadáver, averiguar si…
– ¿Averiguar qué? -le instó Alaïs.
– No, no -dijo él, sacudiendo de un lado a otro la cabeza cana-. Tú no puedes… -empezó, con una voz que se desvaneció antes de terminar la frase.
– Pero…
El senescal levantó una mano, dueño una vez más de sus emociones. -Ya basta, Alaïs. Tienes que hacer lo que te diga. Ojalá pudiera ahorrártelo, pero no puedo. No me queda otro remedio. Le tendió el vaso.
– Bebe esto -añadió-. Te dará fuerzas, te dará valor.
– No tengo miedo -protestó ella, ofendida de que su padre tomara por cobardía su renuencia-. No me da miedo ver un muerto. Fue la sorpresa lo que antes me alteró hasta ese punto. -Y tras un momento de vacilación-: Pero os suplico, messer, que me digáis por qué…
Pelletier se volvió hacia ella.
– ¡Basta ya! -le gritó.
Alaïs retrocedió, como si le hubiera dado una bofetada.
– Perdóname -dijo él de inmediato-. No soy dueño de mis actos -añadió, mientras alargaba una mano para rozarle una mejilla-. Ningún hombre podría pedir una hija más noble y leal que tú.
– Entonces, ¿por qué no confiáis en mí?
El senescal vaciló y, por un momento, Alaïs creyó que lo había persuadido para que hablara. Después, la misma expresión impenetrable volvió a adueñarse de su rostro.
– Tú sólo enséñame dónde está -dijo con una voz que sonaba hueca-. El resto queda en mis manos.
Cuando salieron a caballo por la puerta del oeste del Château Comtal, las campanas de Sant Nazari estaban dando la tercia.
El senescal abría la marcha, con Alaïs y François detrás. La joven estaba desolada, agobiada por la culpa de que sus acciones hubiesen precipitado aquel extraño cambio en su padre y a la vez frustrada por no entenderlo.
Recorrieron el estrecho y sinuoso sendero de tierra reseca que descendía por la abrupta pendiente, al pie de la muralla de la Cité, y que una y otra vez parecía volver sobre sí mismo en pronunciados recodos. Cuando llegaron al llano, acomodaron el paso a un medio galope.
Siguieron el curso de la corriente, río arriba. Un sol despiadado les castigaba la espalda mientras se adentraban en los pantanos. Enjambres de mosquitos diminutos y de negros tábanos de la ciénaga flotaban en el aire, sobre los riachuelos y las charcas de agua turbia. Los caballos batían el suelo con los cascos y sacudían la cola, tratando de impedir que la miríada de insectos picadores acribillaran el fino manto estival.
Alaïs vio un grupo de mujeres que lavaban la ropa en la sombreada ribera, del otro lado del Aude; metidas en el agua hasta la cintura, golpeaban las prendas sobre las grises rocas planas. Había un monótono retumbo de ruedas, procedente del único puente de madera que unía los pantanos y las ciudades del norte con Carcasona y sus suburbios. Otros vadeaban el río por el punto menos profundo, formando una corriente ininterrumpida de campesinos y mercaderes. Algunos llevaban niños cargados sobre los hombros y otros traían mulas o rebaños de cabras, pero todos se dirigían al mercado de la plaza mayor.
Alaïs y sus acompañantes cabalgaban en silencio. Cuando pasaron de los espacios abiertos de los pantanos a la sombra de los sauces de la ciénaga, la joven se dejó llevar por la marea de sus pensamientos. Reconfortada por el familiar movimiento de su cabalgadura, así como por el canto de los pájaros y la charla interminable de las cigarras entre los juncos, estuvo a punto de olvidar el propósito de la expedición.
Su aprensión regresó cuando alcanzaron los límites del bosque. Situándose uno detrás de otro, prosiguieron su tortuoso recorrido entre los árboles. Su padre se volvió brevemente para sonreírle. Alaïs se lo agradeció. Estaba nerviosa, alerta, pendiente de la menor señal de alarma. Los sauces de los pantanos parecían alzarse en maligna actitud sobre su cabeza y, en su imaginación, las oscuras sombras tenían ojos que los miraban pasar y aguardaban. Cada crujido del sotobosque, cada batir de alas le aceleraba el pulso.
Alaïs no sabía bien lo que esperaba encontrar, pero cuando llegaron al claro, todo estaba quieto y en calma. Su capazo seguía bajo los árboles, tal como lo había dejado, con los extremos de las plantas sobresaliendo de los envoltorios de paño. Desmontó, le entregó las riendas a François y se dirigió hacia el río. Sus herramientas estaban intactas, donde se habían quedado.
La sobresaltó el contacto de la mano de su padre sobre el codo.
– Muéstrame dónde está -le dijo él.
Sin decir palabra, la joven condujo a su padre por la orilla, hasta el lugar que buscaba. Al principio no vio nada, y por un breve instante se preguntó si no habría sido una pesadilla. Pero allí, flotando en el agua entre los juncos, un poco más río arriba que antes, estaba el cadáver.
Lo señaló.
– Ahí. Junto a la consuelda.
Para su asombro, en lugar de llamar a François, su padre se quitó la capa y se adentró andando en el río.
– Tú quédate aquí -le dijo por encima del hombro.
Alaïs se sentó en la orilla, con las rodillas flexionadas bajo la barbilla, observando cómo su padre avanzaba laboriosamente por la zona baja del río, sin prestar atención al agua que lo salpicaba hasta más arriba de las botas. Cuando llegó al cadáver, se detuvo y desenvainó la espada. Dudó un instante, como preparándose para lo peor, y después, con el extremo de la hoja, levantó cuidadosamente del agua el brazo izquierdo del hombre. La mano mutilada, hinchada y azul, se mantuvo un momento en equilibrio y después resbaló por la plateada hoja plana de la espada, hasta la empuñadura, como animada de vida propia. Finalmente volvió a hundirse en el río con un chapoteo sordo.
El senescal envainó la espada, se inclinó y volvió el cadáver boca arriba. El cuerpo fluctuó en el agua, con la cabeza agitándose pesadamente, como si intentara desprenderse del cuello.
Alaïs apartó en seguida la mirada. No quería ver la huella de la muerte en la cara del desconocido.
El estado de ánimo de su padre fue muy diferente en el camino de vuelta a Carcasona. Estaba notoriamente aliviado, como si se hubiese quitado un peso de encima. Iba hablando con François de cosas sin importancia y, cada vez que su mirada se encontraba con la de su hija, le sonreía afectuosamente.
Pese al cansancio y a la frustración de no entender el significado de lo ocurrido, una sensación de bienestar se había adueñado de Alaïs. Era como en los viejos tiempos, cuando salían a cabalgar juntos y tenían tiempo para disfrutar de la mutua compañía.
Mientras se alejaban del río y subían la cuesta hacia el castillo, la curiosidad finalmente pudo con ella y Alaïs hizo acopio del coraje necesario para formular a su padre la pregunta que tenía en la punta de la lengua desde que habían emprendido el regreso.
– ¿Habéis descubierto lo que necesitabais saber, paire?
– Así es.
Alaïs aguardó, hasta que se hizo evidente que iba a tener que arrancarle la explicación palabra por palabra.
– No era él, ¿verdad?
Su padre le lanzó una mirada aguda.
– Por mi descripción, creísteis que era alguien que conocíais, ¿no es así? -insistió ella-. Por eso quisisteis ver el cuerpo con vuestros propios ojos, ¿verdad?
Por el brillo de su mirada, Alaïs supo que había acertado.
– Creí que quizá fuera un conocido mío -reconoció él finalmente-. De mi época en Chartres. Alguien a quien yo apreciaba mucho.
– Pero éste era un judío.
Pelletier arqueó las cejas.
– En efecto.
– Un judío -repitió ella-, ¿y aun así un amigo?
Silencio. Alaïs insistió:
– Pero no era él, ¿verdad? No era ese amigo vuestro.
Esta vez, Pelletier sonrió.
– No, no era él.
– ¿Quién era entonces?
– No lo sé.
La joven guardó silencio un momento. Estaba segura de que su padre nunca le había mencionado a ese amigo. Era un buen hombre, un hombre tolerante; pero aun así, si alguna vez hubiese mencionado a un amigo como ése, a un judío de Chartres, ella no lo habría olvidado. Sabiendo de sobra que era inútil insistir en un tema contra la voluntad de su padre, intentó un enfoque diferente.
– No ha sido un robo, ¿verdad? Yo tenía razón.
Su padre pareció feliz de poder darle una respuesta.
– No. Sólo querían matarlo. La herida era demasiado profunda, demasiado intencionada. Además, se han dejado casi todo lo de valor.
– ¿Casi todo?
Pero Pelletier no respondió.
– ¿Los habrá interrumpido alguien? -sugirió ella, arriesgándose a preguntar un poco más.
– No creo.
– O quizá estaban buscando algo en concreto.
– Basta ya, Alaïs. Éste no es el momento, ni el lugar.
La joven abrió la boca, sin resignarse a renunciar al tema, pero volvió a cerrarla. Era evidente que la conversación había terminado. No iba a averiguar nada más. Era mucho mejor esperar a que su padre quisiera hablar. Recorrieron el resto del camino en silencio.
Cuando tuvieron a la vista la puerta del oeste, François se adelantó.
– Sería aconsejable no mencionar a nadie nuestra salida de esta mañana -se apresuró a decir el senescal.
– ¿Ni siquiera a Guilhelm?
– No creo que a tu marido le complazca saber que has ido al río sin compañía -replicó él secamente-. Los rumores circulan con rapidez. Deberías tratar de descansar y quitarte de la cabeza este desagradable incidente.
Alaïs lo miró a los ojos con expresión inocente
– Claro que si. Como mandéis. Os doy mi palabra, paire. No hablaré de esto con nadie, salvo con vos.
Pelletier titubeó, como si sospechara que la joven lo estaba engañando, pero después sonrió.
– Eres una hija obediente, Alaïs. Sé que puedo confiar en ti.
A su pesar, Alaïs se ruborizó.
Desde su privilegiada posición en el tejado de la taberna, el chico de ojos color ámbar y cabello rubio oscuro se volvió para ver de dónde venía el alboroto.
Un mensajero subía galopando por las atestadas calles de la Cité desde la puerta de Narbona, con el más completo desprecio por quien se interpusiera en su camino. Los hombres le gritaban que desmontara. Las mujeres apartaban a sus hijos de debajo de los cascos del caballo. Un par de perros que andaban sueltos se abalanzaron sobre el corcel, ladrando, gruñendo e intentando morderle la grupa. El jinete no les prestó atención.
El caballo sudaba terriblemente. Incluso a tanta distancia, Sajhë podía ver líneas de espuma blanca en la cruz y en los belfos del animal. Con un brusco viraje, el jinete se encaminó hacia el puente que conducía al Château Comtal.
Sajhë se puso de pie para ver mejor, en precario equilibrio sobre el borde afilado de las tejas desiguales, a tiempo para ver al senescal Pelletier saliendo de entre las torres de la puerta, montado sobre un corpulento caballo gris, seguido de Alaïs, también a caballo. La joven le pareció preocupada, y se preguntó qué habría ocurrido y adonde irían. No iban vestidos para cazar.
A Sajhë le gustaba Alaïs. Solía hablar con él cuando iba a visitar a su abuela, Esclarmonda, a diferencia de otras muchas damas de la casa, que fingían no verlo, demasiado ansiosas por las pociones y medicinas que iban a pedirle a la menina, a la abuela, y que ésta les preparaba para bajar la fiebre, reducir una hinchazón o provocar un parto, o bien para resolver asuntos del corazón.
Pero en todos los años que llevaba adorando a Alaïs, Sajhë nunca la había visto tan trastornada como acababa de verla. El chico bajó arrastrándose por las tejas rojizas hasta el borde del techo, desde donde se dejó caer para ir a aterrizar, con un golpe seco, casi encima de una cabra que estaba atada a un carro volteado.
– ¡Eh! ¡Más cuidado con lo que haces! -le gritó una mujer.
– ¡Si ni siquiera la he tocado! -exclamó él, alejándose a toda prisa del radio de alcance de su escoba.
La Cité vibraba con los colores, los olores y los sonidos de un día de mercado. Los postigos de madera chocaban contra los muros de piedra en cada calle y calleja, mientras las señoras y criadas abrían las ventanas al aire, antes de que el calor se volviera demasiado agobiante. Los toneleros vigilaban a sus aprendices, que hacían rodar sus barriles por el empedrado, traqueteando, saltando y dando tumbos, en competencia para llegar a las tabernas antes que sus rivales. Los carros se sacudían torpemente por el terreno desigual, con las ruedas chirriando y atascándose de vez en cuando, en un estruendoso recorrido hacia la plaza Mayor.
Sajhë conocía todos los atajos de la Cité y se movía con soltura entre la maraña de brazos y piernas, escabullándose entre rebaños de ovejas y cabras, entre mulas y burros cargados de cestas y mercancías, y entre piaras de cerdos que circulaban a paso lento y perezoso. Un chico mayor de expresión colérica iba conduciendo un insumiso grupo de ocas, que trompeteaban, se picaban entre sí y lanzaban picotazos a las piernas de dos niñas que tenían cerca. Sajhë les hizo un guiño a las chicas e intentó hacerlas reír. Se situó detrás de la más fea de las aves y aleteó con los brazos.
– ¡Eh! ¿Qué estás haciendo? -le gritó el chico de las ocas-. ¡Fuera, fuera!
Las niñas soltaron una carcajada. Sajhë imitó el trompeteo de las aves, justo en el preciso instante en que la vieja oca gris se daba la vuelta, alargaba el cuello y resoplaba malignamente en la cara del chico.
– Te está bien empleado, pèc -dijo el muchacho-. ¡Idiota!
Sajhë dio un salto atrás, para sustraerse al amenazador pico anaranjado.
– Deberías controlarlas mejor.
– Sólo los bebés tienen miedo de las ocas -replicó el chico con sorna, haciendo frente a Sajhë-. ¿Te dan miedo las ocas, nenon?
– Yo no tengo miedo -se ufanó Sajhë-. Pero ellas sí -añadió, señalando a las dos niñas escondidas detrás de las faldas de su madre-. Deberías tener más cuidado.
– Y a ti qué te importa lo que yo haga, ¿eh?
– Sólo te digo que tengas más cuidado.
El otro chico se acercó un poco más, sacudiendo la vara delante de la cara de Sajhë.
– ¿Y quién va a obligarme? ¿Tú?
El chico le sacaba la cabeza a Sajhë y su piel era una masa de magulladuras y marcas rojizas. Sajhë dio un paso atrás y levantó las manos.
– He dicho que quién va a obligarme -repitió el chico, poniéndose en guardia para pelear.
Las palabras habrían cedido paso a los puños de no haber sido porque un viejo borracho que dormitaba contra una pared se despertó y empezó a vociferarles que se marcharan y lo dejaran en paz. Sajhë aprovechó la distracción para esfumarse.
El sol acababa de trepar a los tejados de las casas más altas, inundando de listones de luz algunos tramos de la calle y haciendo resplandecer la herradura que colgaba sobre la puerta del taller del herrero. Sajhë se detuvo y miró al interior, sintiendo en la cara el calor de la fragua, incluso desde la calle.
Había unos cuantos hombres esperando su turno alrededor de la forja, así como varios escuderos con los yelmos, los escudos y las cotas de sus amos, todo lo cual requería atención. El chico supuso que el herrero del castillo debía de estar desbordado de trabajo.
Sajhë no tenía la cuna ni la estirpe para servir de paje, pero eso no le impedía soñar con llegar a ser chevalièr algún día, con sus propios colores. Sonrió a un par de chicos de su edad, pero ellos hicieron como que no lo veían, como hacían siempre y seguirían haciendo.
El niño se dio la vuelta y se alejó.
La mayoría de los vendedores del mercado acudían todas las semanas y se instalaban siempre en el mismo sitio. El olor a grasa caliente llenó la nariz de Sajhë en el instante en que pisó la plaza. Se quedó remoloneando en un tenderete donde un hombre freía tortitas, dándoles vueltas sobre una reja caliente. El olor del espeso guiso de alubias y del tibio pan mitadenc, hecho con la misma cantidad de trigo que de cebada, le abrió el apetito. Pasó junto a puestos donde vendían hebillas y caperuzas, pieles, cueros y paños de lana, mercancías locales y otros artículos más exóticos, como cinturones y monederos de Córdoba o de lugares todavía más lejanos, pero no se paró a mirar. Se detuvo en cambio un momento delante de un puesto que ofrecía tijeras para esquilar y cuchillos, antes de continuar hasta el rincón de la plaza donde se concentraba la mayoría de los corrales para animales. Siempre había allí gran cantidad de pollos y capones en jaulas de madera, y a veces alondras y jilgueros, que silbaban y gorjeaban. Sus preferidos eran los conejos, amontonados unos junto a otros formando una pila de pelos blancos, negros y marrones.
Sajhë pasó delante de los tenderetes de grano y sal, carne en salazón, cerveza y vino, hasta llegar a un puesto de hierbas y especias exóticas. Delante de la mesa había un mercader. El chico nunca había visto a un hombre tan alto y negro como aquél. Vestía una túnica larga, de un azul iridiscente, un turbante de seda brillante, y puntiagudas babuchas rojas y doradas. Tenía la tez aún más oscura que la de los gitanos que llegaban de Navarra y Aragón, atravesando las montañas. Sajhë supuso que debía de ser sarraceno, aunque nunca había visto ninguno.
El mercader había desplegado su mercancía formando un círculo: verdes y amarillos, naranjas, castaños, rojos y ocres. Al frente había romero y perejil, ajo, caléndula y lavanda, pero al fondo estaban las especias más caras, cardamomo, nuez moscada y azafrán. Sajhë no reconoció ninguna de las otras, pero ardía en deseos de contarle lo visto a su abuela.
Estaba a punto de acercarse un poco más para ver mejor, cuando el sarraceno rugió con voz atronadora. Su mano oscura y pesada acababa de aferrar la muñeca de un ladronzuelo que había intentado sustraerle una moneda del saquillo bordado que llevaba colgado de la cintura, en el extremo de una cuerda roja trenzada. Le dio al pillastre un bofetón que le hizo volver la cara y lo lanzó contra una mujer que venía detrás y que a su vez soltó un alarido. En seguida empezó a congregarse una pequeña muchedumbre.
Sajhë se escabulló del lugar. No quería meterse en líos.
Dejó atrás la plaza y se encaminó hacia la taberna de Sant Joan dels Evangèlis. Como no llevaba dinero, había concebido el vago proyecto de ofrecerse para hacer algún recado a cambio de una taza de caldo. Entonces oyó que alguien lo llamaba por su nombre.
Sajhë se volvió y vio a na Martí, una amiga de su abuela, sentada en su tenderete con su marido, haciéndole señas para que se acercara. Ella era hilandera y su marido, cardador, y casi todas las semanas se instalaban en el mismo sitio, para peinar la lana, hilarla y preparar las madejas.
El chico le devolvió el saludo. Al igual que Esclarmonda, na Martí era seguidora de la nueva iglesia. Su marido, el sènher Martí, no era uno de los fieles, pero el día de Pentecostés había estado en casa de Esclarmonda con su esposa, escuchando la prédica de los bons homes.
Na Martí le revolvió el pelo.
– ¿Qué tal estás, muchacho? ¡Cuánto has crecido! ¡Casi no te reconozco!
– Bien, gracias -le respondió él sonriendo. Después se volvió hacia el marido, que estaba peinando la lana en madejas listas para vender-. Bonjorn, sènher.
– ¿Y Esclarmonda? -prosiguió na Martí-. ¿También está bien? ¿Mirando por todos, como siempre?
El chico sonrió.
– Como siempre.
– Ben, ben.
Sajhë se sentó, con las piernas cruzadas, a los pies de la mujer, y se puso a contemplar la rueda de la rueca, dando vueltas y más vueltas.
– Na Martí -dijo al cabo de un rato-, ¿por qué ya no venís a orar con nosotros?
El sènher Martí detuvo lo que estaba haciendo y cruzó con su esposa una mirada inquieta.
– Oh, ya sabes cómo es esto -replicó na Martí rehuyendo sus ojos. – ¡Tenemos tanto trabajo últimamente! No es fácil hacer el viaje a Carcassona con tanta frecuencia como quisiéramos.
Ajustó el huso y siguió hilando, mientras el balanceo del pedal llenaba el silencio que había caído entre ellos.
– La menina os echa de menos.
– Yo también, pero las amigas no siempre pueden estar juntas.
Sajhë frunció el entrecejo.
– Pero entonces, ¿por qué…?
El sènher Martí le dio un golpecito seco en el hombro.
– No hables tan alto -dijo en voz baja-. Estas cosas no deben salir de entre nosotros.
– ¿Qué cosas no deben salir de entre nosotros? -preguntó el chico desconcertado-. Yo solamente…
– Ya te hemos oído, Sajhë -dijo el sènher Martí, mirando por encima del hombro-. Todo el mercado te ha oído. Ahora ya basta de hablar de prédicas, ¿me has entendido?
Sin comprender qué había podido decir que hiciera enfadar tanto al sènher Martí, Sajhë se puso en pie rápidamente y trastabillando. Na Martí se volvió hacia su marido. Parecían haber olvidado su presencia.
– Eres demasiado duro con él, Rogier -dijo ella en un susurro-. No es más que un chiquillo.
– Basta con que uno solo se vaya de la lengua para que nos encierren con los demás. No podemos correr ningún riesgo. Si la gente piensa que nos juntamos con herejes…
– ¡Vaya con el hereje! -le replicó ella-. ¡Si no es más que un niño!
– No me refiero al chico. Hablo de Esclarmonda. Todo el mundo sabe que es una de ellos. Y si se llega a saber que hemos ido a orar a su casa, nos acusarán de ser seguidores de los bons homes y nos juzgarán a nosotros también.
– Entonces, ¿qué? ¿Abandonamos a nuestros amigos? ¿Solamente porque has oído unas cuantas historias que te han metido miedo?
El sènher Martí bajó el tono de voz.
– Lo único que digo es que debemos tener cuidado. Ya sabes lo que andan diciendo. Que viene un ejército a expulsar a los herejes.
– Hace años que lo dicen. Le das demasiada importancia. En cuanto a los «hombres de Dios», los legados del papa, ya sabes que llevan años dando vueltas por estos parajes y de momento no han hecho más que matarse a beber. De ahí nunca saldrá nada. Deja que los obispos se peleen entre ellos, mientras los demás seguimos viviendo nuestra vida.
Se volvió, dándole la espalda a su marido.
– No le hagas caso -le dijo a Sajhë, mientras le apoyaba una mano en el hombro-. Tú no has hecho nada malo.
Sajhë bajó los ojos, para que no notara que estaba llorando.
Na Martí prosiguió la conversación, en un tono artificialmente animado.
– Bien, bien. ¿No me decías un día que querías comprarle un regalo a Alaïs? ¿Qué te parece si le buscamos algo?
Sajhë asintió con la cabeza. Sabía que sólo intentaba reconfortarlo, pero se sentía confundido y turbado.
– No tengo nada con qué pagar -dijo.
– Por eso no te preocupes. Estoy segura de que por esta vez podemos pasar por alto ese detalle. Ven, echa un vistazo -lo animó na Martí, recorriendo con los dedos las madejas multicolores-. ¿Qué te parece ésta? ¿Crees que le gustará? Es justo del color de sus ojos.
Sajhë palpó las delicadas hebras cobrizas.
– No sé, no estoy seguro.
– Pues yo creo que sí le gustará. ¿Te la envuelvo?
Se volvió en busca de un trozo cuadrado de paño para proteger la madeja. Como no quería parecer desagradecido, Sajhë trató de pensar en algo inocuo que decir.
– Hace un rato la he visto.
– ¿Ah, sí? ¿Has visto a Alaïs? ¿Cómo está? ¿Iba su hermana con ella?
El chico hizo una mueca.
– No. Pero aun así no parecía muy contenta.
– Bien -dijo na Martí-. Si la has visto decaída, es el mejor momento para hacerle un regalo. La animará. Alaïs suele venir al mercado por la mañana, ¿no es así? Si mantienes los ojos bien abiertos y prestas atención, seguro que te la encuentras.
Feliz de poder abandonar la tensa compañía, Sajhë se metió el paquete debajo de la camisa y se despidió. Después de un par de pasos, se volvió para saludar. El sènher Martí y su mujer estaban de pie, uno junto a otro, mirándolo sin decir nada.
El sol estaba alto en el cielo. Sajhë iba de aquí para allá, preguntando por Alaïs. Nadie la había visto.
Tenía hambre y ya había decidido volver a casa, cuando de pronto divisó a la chica, de pie delante de un puesto donde vendían queso de cabra. Corrió hacia ella y se le acercó sigilosamente por detrás, para echarle los brazos a la cintura.
– Bonjorn.
Alaïs se dio la vuelta y lo recompensó con una amplia sonrisa, al ver que era él.
– ¡Sajhë! -exclamó, dándole unas palmaditas en la cabeza-. ¡Me has sorprendido!
– Te he estado buscando por todas partes -sonrió él-. ¿Estás bien? Te he visto antes. Parecías preocupada.
– ¿Antes?
– Salías del castillo a caballo, con tu padre. Poco después de que entrara el mensajero.
– Ah, òc -dijo ella-. Tranquilo, estoy bien. Es sólo que he tenido una mañana agotadora. Pero me alegro de ver tu preciosa carita -añadió, dándole un beso en la coronilla que le encendió las mejillas y lo obligó a concentrar furiosamente la vista en los pies para que ella no lo notara-. Y ya que estás aquí, ayúdame a elegir un buen queso.
Los lisos y redondos quesos frescos de cabra estaban dispuestos siguiendo una pauta perfectamente regular, sobre un lecho de paja prensada, en unas bandejas de madera. Las piezas más secas, de corteza amarillenta, eran de sabor más fuerte y tenían tal vez unos quince días. Las otras, de fabricación más reciente, relucían húmedas y blandas. Alaïs preguntó los precios, señalando esta o aquella pieza y pidiendo consejo a Sajhë, hasta que por fin encontraron la que ella quería. La joven le dio una moneda para que se la entregara al vendedor, mientras ella sacaba una tabla de madera lustrada en la que colocar el queso.
Los ojos de Sajhë relampaguearon de sorpresa cuando vio el motivo grabado en el reverso de la tabla. ¿Por qué tenía aquello Alaïs? ¿Cómo? En su confusión, dejó caer al suelo la moneda. Turbado, se agachó bajo la mesa para ganar tiempo. Cuando volvió a incorporarse, notó aliviado que Alaïs no se había percatado de nada, por lo que apartó el asunto de su mente. En lugar de pensar en eso, una vez concluida la transacción, hizo acopio de valor para darle el regalo a Alaïs.
– Tengo una cosa para ti -le dijo con timidez, colocando bruscamente el paquete en sus manos.
– ¡Qué amable! -exclamó ella-. ¿Me lo envía Esclarmonda?
– No, yo.
– ¡Qué encantadora sorpresa! ¿Puedo abrirlo?
El chico asintió, con expresión seria pero con los ojos brillantes de expectación mientras Alaïs desenvolvía con cuidado el paquete.
– ¡Oh, Sajhë, es preciosa! -dijo la joven, levantando la madeja de reluciente lana castaña-. Es una preciosidad.
– No la he robado -se apresuró a decir el chico-. Na Martí me la ha dado. Creo que intentaba resarcirme.
En el instante en que las palabras abandonaron su boca, Sajhë lamentó haberlas pronunciado.
– ¿Resarcirte de qué? -replicó Alaïs prestamente.
Justo entonces se oyó un grito. No lejos de donde ellos estaban, un hombre señaló hacia arriba. Grandes pájaros negros surcaban a baja altura el cielo de la ciudad, de oeste a este, en una bandada que dibujaba la forma de una flecha. El sol arrancaba destellos de su oscuro y brillante plumaje, como chispas de un yunque. Alguien a su lado dijo que se trataba de un presagio, aunque nadie sabía si bueno o malo.
Sajhë no solía creer en ese tipo de supersticiones, pero esa vez se estremeció. Alaïs también pareció sentir algo, porque rodeó con un brazo los hombros del chico y lo atrajo hacia ella.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él.
– Res -respondió ella con excesiva premura. Nada.
En lo alto, ajenas al mundo de los hombres, las aves prosiguieron su vuelo, hasta convertirse en una mera mancha borrosa en el cielo.
Cuando Alaïs consiguió deshacerse de su sombra fiel y regresar al Château Comtal, ya sonaban en Sant Nazari las campanas del mediodía.
Exhausta, trastabilló varias veces al subir la escalera, que le pareció más empinada que de costumbre. Lo único que quería era acostarse en la intimidad de su alcoba y descansar.
Le sorprendió encontrar la puerta cerrada. Para entonces, los criados ya debían de haber pasado y terminado sus tareas. Abrió y vio que las cortinas seguían corridas alrededor de la cama. En la media luz, comprobó que François había puesto su capazo sobre la mesa baja, junto a la chimenea, tal como ella le había ordenado
Dejó sobre la mesilla de noche la tabla con el queso y se dirigió a la ventana para abrir los postigos. Hubiesen debido estar abiertos desde mucho antes, para ventilar la estancia. La luz del día entró a raudales, revelando una capa de polvo sobre el mobiliario y unas manchas en las cortinas del baldaquino, allí donde el material estaba más desgastado.
Alaïs fue hacia la cama y descorrió las cortinas.
Para su asombro, Guilhelm seguía acostado, durmiendo, tal como lo había dejado antes del alba. La joven dejó escapar una exclamación de sorpresa. Su marido parecía estar tan a gusto, y encontrarse muy bien. Incluso Oriane, que nunca tenía muchas cosas buenas que decir de nadie, reconocía que Guilhelm era uno de los chavalièrs más apuestos de todos los del vizconde Trencavel.
Alaïs se sentó en la cama, a su lado, y deslizó una mano por su piel dorada. Después, sintiéndose inexplicablemente atrevida, hundió un dedo en el blando y húmedo queso de cabra y extendió una pequeña cantidad sobre los labios de su marido. Guilhelm murmuró algo y cambió de postura bajo las mantas. No abrió los ojos, pero sonrió lánguidamente y sacó una mano.
Alaïs contuvo el aliento. El aire a su alrededor pareció vibrar, cargado de expectación y ansias, cuando dejó que él la atrajera hacia sí.
La intimidad del momento quedó destrozada por el sonido de unas pesadas zancadas en el pasillo. Alguien llamaba a gritos a Guilhelm, una voz familiar, distorsionada por la ira. Alaïs se puso en pie de un salto, mortificada por la idea de que su padre pudiera presenciar una escena tan privada entre ambos. Los ojos de Guilhelm se abrieron de par en par, lo mismo que la puerta, cuando Pelletier irrumpió en la habitación, con François pisándole los talones.
– Es tarde, Du Mas -gritó, mientras arrancaba una capa de la silla más cercana y la arrojaba a la cabeza de su yerno-. ¡Levántate! Todos los demás ya están en la Gran Sala, esperando.
Guilhelm se puso en pie como pudo.
– ¿En la Sala?
– El vizconde Trencavel convoca a sus chavalièrs, y tú aquí, tumbado en la cama. ¿Te crees que solamente importas tú? -Su figura se cernía sobre Guilhelm-, ¿Y bien? ¿Qué tienes que decir a eso?
De pronto, Pelletier advirtió que su hija estaba de pie, al otro lado de la cama. Su expresión se suavizó.
– Discúlpame, filha. No te había visto. ¿Estás mejor?
– Gracias a vos, messer, estoy muy bien.
– ¿Mejor? -preguntó Guilhelm, confuso-. ¿Estás indispuesta? ¿Ha ocurrido algo?
– ¡Levántate! -gritó el senescal, concentrando otra vez su atención en la cama-. Dispones del tiempo que me llevará a mí bajar la escalera y atravesar la plaza, Du Mas. Si para entonces no estás en la Gran Sala, ¡atente a las consecuencias!
Sin añadir una palabra más, Pelletier giró sobre sus talones y salió en tromba de la habitación.
En el penoso silencio que siguió a su partida, Alaïs se quedó clavada en el suelo por la turbación, aunque no hubiese podido decir si se sentía incómoda por sí misma o por su marido.
Guilhelm estalló.
– ¿Cómo se atreve a irrumpir en mi alcoba como si yo le perteneciera? ¿Quién se cree que es?
Con una patada salvaje, arrojó las mantas al suelo y saltó de la cama.
– El deber me llama -dijo en tono sarcástico-. No vayamos a hacer esperar al gran senescal Pelletier.
Alaïs intuyó que cualquier cosa que dijera empeoraría el malhumor de Guilhelm. Hubiese querido contarle lo sucedido en el río, al menos para distraerlo de su propia ira, pero le había dado a su padre su palabra de no revelárselo a nadie.
Guilhelm ya había atravesado la estancia y se estaba vistiendo, de espaldas a ella. Tenía los hombros tensos, mientras se ponía una túnica corta y se ceñía el cinturón.
– Puede que haya noticias… -empezó a decir ella.
– No es excusa -replicó él con brusquedad-. Nadie me había avisado.
– Yo…
Alaïs dejó que sus palabras se apagaran. «¿Qué puedo decir?»
Recogió del suelo su capa y se la alcanzó.
– ¿Tardarás mucho? -dijo suavemente.
– ¿Cómo puedo saberlo, si ni siquiera sé para qué se me convoca al Consejo? -replicó, todavía colérico.
Repentinamente, su irritación pareció esfumarse. Con los hombros relajados, se volvió para mirarla a la cara, disipado ya el gesto de disgusto.
– Perdóname, Alaïs. Tú no eres responsable de los actos de tu padre. -Con un dedo siguió la línea de su mentón-. Ven. Ayúdame con la capa.
Guilhelm se inclinó hacia adelante para que Alaïs llegara más fácilmente a la hebilla. Aun así, la joven tuvo que ponerse de puntillas para cerrar el broche circular de plata y cobre.
– Mercé, mon còr -dijo él cuando ella hubo terminado-. Bien. Ahora vayamos a ver qué ocurre. Seguramente no será nada de importancia.
– Esta mañana, cuando salíamos a la Cité, llegó un mensajero -dijo ella sin pararse a pensar.
De inmediato, Alaïs deseó no haberlo dicho. Ahora sí que le preguntaría adonde había ido tan temprano, y además con su padre, pero toda la atención de su marido estaba concentrada en recuperar la espada que había caído debajo de la cama, y no reparó en las palabras de ella.
Alaïs se encogió al oír el áspero ruido metálico de la espada entrando en la vaina. Más que ningún otro, era el sonido que simbolizaba el paso de su marido del mundo de ella al mundo de los hombres.
Cuando Guilhelm se dio la vuelta, su capa arrastró la tabla con el queso, que seguía en precario equilibrio al borde de la mesa y que cayó con gran estruendo, dando tumbos sobre el suelo de piedra.
– No importa -dijo rápidamente Alaïs, que no quería arriesgarse a avivar aún más la cólera de su padre, demorando a Guilhelm-. Los criados se ocuparán de esto. Tú vete. Y vuelve cuanto antes.
Guilhelm sonrió y se marchó.
Cuando dejó de oír el ruido de sus pasos, Alaïs volvió a la alcoba y observó el desastre. Grumos de queso blanco, húmedos y viscosos, se habían pegado a las esteras de esparto que cubrían el suelo. Suspiró y se agachó para recoger la tabla.
Yacía de lado, apoyada contra el travesaño de madera de la cama. Cuando la levantó, sus dedos rozaron algo en la cara inferior. Le dio la vuelta para mirar.
Había un laberinto labrado en la pulida superficie de la madera oscura.
– Meravilhós. Precioso -murmuró.
Cautivada por las líneas perfectas de los círculos que se curvaban en torno a otros círculos de dimensiones decrecientes, Alaïs repasó el grabado con los dedos. El tacto suave y sin mella hablaba de una obra de amor, hecha con cuidado y precisión.
Sintió que un recuerdo se removía en el fondo de su mente. Levantó la tabla, segura de haber visto algo parecido en otra ocasión, pero el recuerdo era esquivo y se negaba a salir de la oscuridad. Ni siquiera recordaba de dónde había salido aquella tabla. Al final, renunció a perseguir y atrapar el huidizo pensamiento.
Llamó a su criada, Severine, para que limpiara la habitación. Después, para mantener la mente apartada de lo que estaría sucediendo en la Gran Sala, concentró la atención en las hierbas que había recogido en el río al alba.
Habían quedado descuidadas demasiado tiempo. Las tiras de paño se habían secado, las raíces se habían vuelto quebradizas y las hojas habían perdido la mayor parte de la humedad. Confiando en poder salvar aún alguna cosa, Alaïs roció con agua el capazo y se puso manos a la obra.
Pero durante todo el tiempo dedicado a moler las raíces y coser saquitos para guardar las flores y perfumar el ambiente, durante todo el rato dedicado a preparar el ungüento para la pierna de Jacques, sus ojos no dejaron de desviarse una y otra vez hacia la tabla, que yacía muda sobre la mesa, frente a ella, y rehusaba revelarle sus secretos.
Guilhelm atravesó la plaza corriendo, sintiendo que la capa le golpeaba molestamente las rodillas, y maldiciendo la mala suerte de que lo hubieran pillado justo ese día de entre todos los días.
No era corriente que los chavalièrs participaran en el Consejo, y el hecho de haber sido convocados en la Gran Sala, y no en el donjon, permitía suponer que se trataba de algo grave.
¿Habría dicho la verdad Pelletier cuando afirmó haber enviado antes un mensajero personal a la habitación de Guilhelm? No podía estar seguro. ¿Y si François había estado allí y había notado su ausencia? ¿Qué diría Pelletier al respecto?
En cualquier caso, el resultado era el mismo. Tenía problemas.
La pesada puerta que conducía a la Gran Sala estaba abierta. Guilhelm subió apresuradamente los peldaños, de dos en dos.
Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra del pasillo, vio la inconfundible figura de su suegro, de pie junto a la entrada de la sala. Guilhelm hizo una profunda inspiración y siguió andando, cabizbajo. Pelletier extendió un brazo, impidiéndole el paso.
– ¿Dónde estabas? -preguntó.
– Disculpadme, messer. No recibí el aviso.
El rostro de Pelletier era de un rojo profundo y tormentoso.
– ¿Cómo te atreves a llegar tarde? -dijo en tono acerado-. ¿Crees que las órdenes no valen para ti? ¿Que un chavalièr de tanto renombre como tú puede ir y venir como le plazca y no como le ordene su señor?
– Os juro por mi honor, messer, que de haber sabido…
Pelletier soltó una amarga carcajada.
– ¡Tu honor! -dijo ferozmente, hundiendo un dedo acusador en el pecho de Guilhelm-. ¿Me tomas por tonto, Du Mas? Envié a mi propio criado a tus habitaciones para que te diera el mensaje. Tuviste tiempo más que suficiente para estar listo. Aun así, he tenido que ir yo personalmente a buscarte. ¡Y cuando lo he hecho, te he encontrado en la cama!
Guilhelm abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Podía ver gotitas de saliva en las comisuras de la boca de Pelletier y en las cerdas grises de su barba.
– ¡Ya no es tanto tu engreimiento, por lo que veo! ¿Qué? ¿No tienes nada que decir? Te lo advierto, Du Mas, el hecho de que estés casado con mi hija no me impedirá administrarte un castigo ejemplar.
– Señor, yo…
Sin previo aviso, el puño de Pelletier le golpeó el estómago. El puñetazo no fue muy fuerte, pero sí lo suficiente para hacerle perder el equilibrio, al no encontrarse en guardia.
Trastabillando hacia atrás, Guilhelm cayó contra la pared del fondo.
En seguida, la manaza del senescal lo cogió por el cuello y le empujó la cabeza contra la piedra. Por el rabillo del ojo, Guilhelm pudo ver al guarda apostado junto a la puerta, que se inclinaba hacia adelante para ver mejor lo que estaba ocurriendo.
– ¿Ha quedado suficientemente claro? -escupió Pelletier en la cara de su yerno, aumentando otra vez la presión. Guilhelm no podía hablar-. No te oigo, gojat -dijo el senescal-. ¿Ha quedado suficientemente claro?
Esta vez, el joven consiguió articular sofocadamente unas palabras.
– Òc, messer.
Sentía que se estaba poniendo de color morado. La sangre le martillaba en la cabeza.
– Te lo advierto, Du Mas. Estaré observando. Estaré esperando. Y si das un paso en falso, me ocuparé de que lo lamentes. ¿Me has entendido bien?
Guilhelm abrió la boca buscando aire. Había conseguido asentir con la cabeza, rasguñándose el cuello con la superficie rugosa de la pared, cuando Pelletier le propinó un último y malicioso empujón que le aplastó las costillas contra la dura piedra, antes de soltarlo.
En lugar de entrar en la Gran Sala, el senescal salió en tromba en dirección opuesta, hacia la plaza.
En cuanto se hubo marchado, Guilhelm se dejó caer, doblado por la cintura, tosiendo, frotándose el cuello e inhalando aire a grandes bocanadas, como alguien a punto de ahogarse. Se masajeó la garganta y se limpió la sangre del cuello.
Poco a poco, su respiración volvió a la normalidad. Se arregló la ropa. Su cabeza ya bullía con las mil maneras en que haría pagar a Pelletier la humillación sufrida. Dos veces en el espacio de un día. El insulto era demasiado grande como para pasarlo por alto.
De pronto, consciente del murmullo ininterrumpido de voces que desbordaba del interior de la Gran Sala, Guilhelm advirtió que debía reunirse con sus compañeros antes de que regresara Pelletier y lo encontrara aún de pie en la puerta
El guardia no hizo el menor intento por ocultar lo mucho que se estaba divirtiendo
– ¿Y tú qué miras? -le espetó Guilhelm-. Mantén la boca cerrada, ¿me oyes?, o lo lamentarás
No era una amenaza vacía. De inmediato, el guardia bajó la vista y se apartó para dejar pasar a Guilhelm.
– Así está mejor.
Con las amenazas de Pelletier resonando aún en sus oídos, Guilhelm entró en la sala intentando pasar inadvertido. Sólo sus mejillas encendidas y el ritmo desbocado de su corazón delataban lo ocurrido.
El vizconde Raymond-Roger Trencavel estaba de pie sobre una plataforma, en el extremo más alejado de la Gran Sala. Advirtió que Guilhelm du Mas, al fondo, entraba subrepticiamente y con retraso, pero a quien él esperaba era a Pelletier.
Trencavel iba vestido para la diplomacia, no para la guerra. La túnica roja de manga larga, con ribetes dorados en torno al cuello y los puños, le llegaba a las rodillas. Llevaba una capa azul sujeta al cuello por un broche de oro grande y redondo, refulgente a la luz del sol que se colaba a través de las alargadas ventanas alineadas en lo alto de la pared meridional de la estancia. Sobre su cabeza había un gran escudo con el emblema de los Trencavel y dos pesadas picas de metal cruzadas debajo, en forma de aspa. Era la misma enseña que lucía en los estandartes, los ropajes de ceremonia y las armaduras, y que colgaba sobre el rastrillo de la puerta de Narbona, detrás del foso, para dar la bienvenida a los amigos y recordarles el vínculo histórico entre la dinastía Trencavel y sus vasallos. A la izquierda del escudo había un tapiz con un unicornio danzante, que llevaba generaciones suspendido del mismo muro.
Del otro lado de la plataforma, hundida en la pared, una puerta pequeña daba paso a los aposentos privados del vizconde, en la torre Pinta, que era la torre del vigía y la parte más antigua del Château Comtal. La puerta estaba flanqueada por largas cortinas azules, con tres franjas bordadas con los armiños del escudo de los Trencavel. Las cortinas brindaban cierta protección contra las frías corrientes de aire que soplaban por la Gran Sala en invierno, pero ahora estaban sujetas con un único y pesado torzal dorado.
Raymond-Roger Trencavel había pasado los primeros años de su infancia en aquellas salas, y después había regresado para vivir entre aquellos antiguos muros con su esposa, Agnès de Montpelhièr, y su hijo y heredero de dos años de edad. Se arrodillaba en la misma capilla diminuta donde habían orado sus padres, y dormía en su cama, donde él mismo había venido al mundo. En días de verano como aquél, miraba el amanecer a través de las mismas ventanas y contemplaba el sol poniente, que pintaba de rojo el cielo sobre el Pays d’Òc.
Visto de lejos, Trencavel parecía sereno e impasible, con el pelo castaño que descansaba levemente sobre sus hombros y las manos entrelazadas a la espalda. Pero la expresión de su rostro era ansiosa y su mirada se clavaba una y otra vez en la puerta principal.
Pelletier sudaba profusamente. La rígida ropa le molestaba bajo los brazos y se le pegaba a la base de la espalda. Se sentía viejo e insuficiente para la tarea que le aguardaba.
Esperaba que el aire fresco le aclarara las ideas. No fue así. Todavía estaba enfadado consigo mismo por haber perdido los estribos y dejado que la animosidad contra su yerno lo desviara de la tarea que tenía entre manos. De momento no podía permitirse pensar en ello. Ya se ocuparía de Du Mas más adelante, llegado el caso. Ahora su lugar estaba al lado del vizconde.
Simeón tampoco estaba lejos de sus pensamientos. Aún podía sentir el miedo candente que le había aherrojado el corazón cuando volteó el cuerpo en el agua, y el alivio al ver el rostro abotargado de un desconocido que le devolvía la mirada con sus ojos muertos.
El calor en el interior de la Gran Sala era agobiante. Más de un centenar de hombres de iglesia y estado llenaban la estancia, tórrida y apenas ventilada, que apestaba a sudor, ansiedad y vino. Había un persistente goteo de conversación agitada e incómoda.
Los criados más cercanos a la puerta se inclinaron cuando Pelletier apareció y se apresuraron a servirle vino. Justo enfrente de él, en el lado opuesto de la estancia, había una fila de sitiales de respaldo alto y lustrosa madera oscura, semejantes a la sillería del coro de la catedral de Sant Nazari, ocupados por la nobleza del Mediodía, los señores de Mirepoix y Fanjeaux, Coursan y Termenès, Albí y Mazamet. Todos ellos habían sido invitados a Carcasona para celebrar la festividad de Sant Nazari, pero en lugar de eso se habían encontrado con la convocatoria al Consejo. Pelletier podía ver la tensión en sus caras.
Se abrió paso entre los grupos de hombres, los cónsules de Carcasona y los principales burgueses de los suburbios comerciales de Sant-Vicens y Sant Miquel, examinando el recinto con su experimentada mirada sin dejar traslucir que lo estaba haciendo. Varios clérigos y monjes disimulaban su presencia entre las sombras de la pared septentrional, con el rostro medio oculto por las capuchas y las manos escondidas en el interior de las amplias mangas de sus hábitos negros.
Los chavalièrs de Carcasona, entre ellos Guilhelm du Mas, aguardaban de pie delante de la colosal chimenea de piedra, que se extendía desde el suelo hasta el techo en el lado opuesto de la estancia. El escrivan Jehan Congost, escribano de Trencavel y marido de Oriane, la hija mayor de Pelletier, estaba sentado ante su mesa alta de escritorio, al frente de la sala.
Pelletier se detuvo delante del estrado e hizo una reverencia. Una expresión de alivio recorrió la cara del vizconde Trencavel.
– Disculpadme, messer.
– No hay nada que disculpar, Bertran -dijo, haciéndole un gesto para que se le acercara-, puesto que ya estás aquí.
Intercambiaron unas palabras, con las cabezas a muy escasa distancia para que nadie pudiera oír lo que decían, y después, a instancias de Trencavel, Pelletier dio un paso al frente.
– Caballeros -dijo alzando la voz-. Caballeros, os ruego silencio para oír a vuestro señor, Raymond-Roger Trencavel, vizconde de Carcassona, Besièrs y Albí.
Trencavel se adelantó, con las manos abiertas en un gesto de bienvenida. La Gran Sala guardó silencio. Nadie se movió. Nadie habló.
– Benvenguts, mis caballeros, mis leales amigos -dijo. Su voz, nítida y firme como el tañido de una campana, delataba su juventud-. Benvenguts a Carcassona. Gracias por vuestra paciencia y por vuestra presencia. Os estoy agradecido a todos.
Pelletier recorrió con la mirada el mar de rostros, intentando calibrar el estado de ánimo colectivo. Veía curiosidad, entusiasmo, ambición y nerviosismo, y comprendía cada una de esas emociones. Mientras no supieran para qué los habían convocado ni -más importante aún- lo que Trencavel quería de ellos, ninguno sabría cómo comportarse.
– Es mi ferviente deseo -prosiguió Trencavel- que el torneo y la fiesta se celebren a final de este mes, tal como estaba previsto. Sin embargo, hoy hemos recibido una información tan grave y de tan importantes consecuencias que creo oportuno compartirla con vosotros. Porque nos afecta a todos.
»En atención a quienes no estuvieron presentes en nuestro último Consejo, permitidme que os recuerde cómo está la situación. Hace un año, por Pascua, contrariado por el fracaso de sus legados y predicadores en su intento de persuadir a los hombres libres de estas tierras para que rindieran pleitesía a la Iglesia de Roma, el papa Inocencio III predicó una cruzada para liberar a la cristiandad de lo que él llamó «el cáncer de la herejía», que a su entender se extendía sin coto por el Pays d’Òc.
»Para él, los pretendidos herejes, los bons homes, eran peores que los mismísimos sarracenos. Sin embargo, su prédica apasionada y retórica cayó en oídos sordos. El rey de Francia no se inmutó. Los apoyos tardaron en llegar.
»El objeto de su veneno era mi tío, Raymond VI, conde de Tolosa. De hecho, las acciones intemperantes de los hombres de mi tío, implicados en la muerte de Pedro de Castelnau, el legado papal, fueron el motivo de que su santidad fijara su atención en el Pays d’Òc desde un principio. Mi tío fue acusado de tolerar la expansión de la herejía en sus dominios e, implícitamente, en los nuestros. -Trencavel dudó y en seguida se corrigió-. No, no de tolerar la herejía, sino de incitar a los bons homes a buscar refugio en sus dominios.
Un monje de aspecto ascético y combativo, que estaba de pie cerca del estrado, levantó la mano para pedir la palabra.
– Hermano -dijo rápidamente Trencavel-, te ruego que tengas un poco más de paciencia. Cuando haya concluido lo que tengo que decir, todos tendréis ocasión de hablar. Entonces llegará la hora del debate.
Con una mueca de disgusto, el monje dejó caer el brazo.
– La frontera entre la tolerancia y la incitación es muy tenue amigos míos -prosiguió en tono sereno. Pelletier hizo un gesto de silenciosa aprobación, aplaudiendo para sus adentros su astuto manejo de la situación-. Por mi parte, si bien estaba dispuesto a reconocer que mi tío no tiene precisamente fama de piadoso -Trencavel hizo una pausa, dejando que la implícita crítica calara en su audiencia-, y aunque aceptaba que su conducta no estaba más allá de todo reproche, consideré que no nos correspondía a nosotros juzgar sus yerros o sus aciertos. -Sonrió-. ¡Que discutieran los curas de teología y nos dejaran en paz a los demás!
Hizo una pausa. Su rostro se ensombreció. Su voz perdió toda la luz.
– No era la primera vez que la independencia y la soberanía de nuestras tierras se veían amenazadas por invasores del norte. No pensé que fuera a derivarse nada de ello. No podía creer que fuera a derramarse sangre cristiana, en suelo cristiano, con la bendición de la Iglesia católica.
»Mi tío, en Tolosa, no compartía mi optimismo. Desde el principio creyó que la amenaza de la invasión era real. Para proteger su tierra y su soberanía, nos ofreció una alianza. Mi respuesta, como recordaréis, fue que nosotros, los del Pays d’Òc, vivimos en paz con nuestros vecinos, ya sean bons homes, judíos o incluso sarracenos. Si acatan nuestras leyes, si respetan nuestras costumbres y tradiciones, entonces son de los nuestros. Fue mi respuesta entonces. -Hizo una pausa-. Y habría seguido siendo mi respuesta ahora.
Pelletier asintió con un gesto, mientras observaba la oleada de aprobación que se extendía por la Gran Sala, alcanzando incluso a obispos y sacerdotes. Sólo el monje solitario de antes, dominico a juzgar por su hábito, pareció inconmovible.
– Nuestras interpretaciones de lo que es la tolerancia son diferentes -murmuró con su marcado acento español.
Desde más atrás, resonó otra voz.
– Disculpadme, messer, pero todo eso ya lo sabemos. Son noticias viejas. ¿Qué ha ocurrido ahora? ¿Por qué hemos sido convocados al Consejo?
Pelletier reconoció el tono arrogante y cansino del más pendenciero de los cinco hijos de Berengier de Massabrac, y habría intervenido de no haber sentido la mano del vizconde apoyada en su brazo.
– Thierry de Massabrac -dijo Trencavel, en tono engañosamente benevolente-, agradecemos tu pregunta. Has de tener en cuenta, sin embargo, que algunos de los presentes no dominamos tan bien como tú los complejos caminos de la diplomacia.
Varios hombres se echaron a reír y a Thierry se le encendieron las mejillas.
– Pero haces bien en preguntar. Os he convocado hoy aquí porque la situación ha cambiado.
Aunque nadie habló, el ambiente de la Gran Sala se transformó. Si el vizconde advirtió el aumento de la tensión, no lo dejó traslucir y en cambio siguió hablando en el mismo tono de confiada autoridad, como notó Pelletier con gran satisfacción.
– Esta mañana recibimos la noticia de que la amenaza del ejército del norte es más contundente e inmediata de lo que creíamos. La Hueste, la Ost , como se hace llamar esa tropa impía, se congregó en Lyon para la fiesta de San Juan Bautista. Calculamos que unos veinte mil chavalièrs inundaron la ciudad, acompañados por quién sabe cuántos miles de escuderos, mozos, palafreneros, carpinteros, clérigos y herreros. La Hueste ha partido de Lyon encabezada por ese lobo blanco de Arnald-Amalric, el abad de Cîteaux. -Hizo una pausa y recorrió con la mirada la sala.
– Ya sé que su nombre se hincará como un puñal en el corazón de muchos de vosotros -prosiguió.
Pelletier vio que los señores más ancianos hacían gestos afirmativos.
– Con él están los arzobispos católicos de Reims, Sens y Rouen, así como los obispos de Autun, Clermont, Nevers, Bayeux, Chartres y Lisieux. En cuanto al poder temporal, aunque el rey Felipe de Francia no ha prestado oídos a la convocatoria, ni ha permitido que su hijo acuda en su lugar, muchos de los barones y príncipes más poderosos del Norte han respondido al llamamiento. Congost, por favor.
Al oír su nombre, el escrivan depositó ostentosamente la pluma sobre la mesa. El pelo lacio le caía a ambos lados de la cara. Su piel blanca y esponjosa era casi traslúcida, por toda una vida transcurrida en interiores. Congost convirtió en aparatosa exhibición el simple hecho de agacharse y buscar en su enorme bolsa de cuero un rollo de pergamino que pareció cobrar vida propia entre sus manos sudorosas.
– ¡Vamos, hombre! -masculló Pelletier entre dientes.
Congost hinchó el pecho y se aclaró varias veces la garganta, antes de proceder finalmente a dar lectura al documento.
– Eudes, duque de Borgoña; Hervé, conde de Nevers; el conde de Sant Pol; el conde de Auvernia; Pierre de Auxerre; Hervé de Ginebra; Guy d’Evreux; Gaucher de Châtillon; Simón de Montfort…
La voz de Congost era chillona e inexpresiva, pero cada nombre parecía caer como una piedra en un pozo seco, reverberando por toda la sala. Eran enemigos poderosos, influyentes barones del norte y del este, con recursos, dinero y hombres a su disposición. Eran adversarios temibles, que era preciso tener en cuenta.
Poco a poco, fueron cobrando forma las dimensiones y la naturaleza del ejército que se estaba concentrando contra el sur. Incluso Pelletier, que ya había leído la lista en silencio, sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.
Se extendió por la estancia un rumor bajo y continuado: sorpresa, ira y escepticismo. Pelletier distinguió al obispo cátaro de Carcasona. Estaba escuchando con atención, con el rostro inexpresivo, rodeado de varios destacados sacerdotes cátaros, los llamados parfaits. Después, la aguda mirada del senescal localizó la expresión acongojada de Berengier de Rochefort, el obispo católico de Carcasona, semioculta bajo una capucha; estaba de pie en el lado opuesto de la Gran Sala, con los brazos cruzados, flanqueado por los sacerdotes de la catedral de Sant Nazari y otros de Sant Sarnin.
Pelletier confiaba en que, al menos de momento, Rochefort se mantuviera fiel al vizconde Trencavel y no al papa. Pero ¿por cuánto tiempo? Un hombre con la lealtad dividida no era digno de confianza. Iba a cambiar de bando, tan cierto como que el sol salía por el este y se ponía por el oeste. Pelletier se preguntó -y no era la primera vez que lo hacía- si no hubiese sido aconsejable despedir en ese momento a los clérigos, para que no oyeran nada que luego se sintieran obligados a referir a sus superiores.
– ¡Podemos hacerles frente, no importa cuántos sean! -se oyó gritar al fondo-. ¡Carcassona es inexpugnable!
– ¡También lo es Lastours! -exclamó otro.
Al momento hubo voces procedentes de todos los rincones de la Gran Sala, reverberando sobre cada una de sus superficies, como truenos atrapados en los valles y barrancos de la Montagne Noire.
– ¡Que vengan a las colinas! -aulló un tercero-. ¡Les enseñaremos lo que es luchar!
Levantando una mano, Raymond-Roger agradeció con una sonrisa el apoyo demostrado.
– Caballeros, amigos -dijo, casi gritando para hacerse oír-, gracias por vuestro coraje y vuestra lealtad inquebrantable. -Hizo una pausa, esperando a que se disipara el alboroto-. Esos hombres del norte no nos deben ninguna fidelidad, ni nosotros a ellos, más allá de los vínculos que unen a todos los hombres de este mundo bajo Dios nuestro Señor. Sin embargo, de quien no esperaba traición es de alguien que por todos los lazos de obligación, familia y deber tendría que proteger nuestras tierras y a nuestra gente. Me refiero a mi tío y señor, Raymond, conde de Tolosa.
Un pesado silencio descendió sobre la asamblea.
– Hace unas semanas, me llegó la noticia de que mi tío se había sometido a un ritual tan humillante que me avergüenza hablar de ello. Pedí que fueran comprobados los rumores. Han resultado ser ciertos. En la gran catedral de Saint Gile, en presencia del legado del papa, el conde de Tolosa ha sido recibido de nuevo en el seno de la Iglesia católica. Desnudo de cintura para arriba, con la soga de penitente en torno al cuello, fue azotado por los sacerdotes, mientras se arrastraba de rodillas implorando perdón.
Trencavel hizo una breve pausa, esperando a que sus palabras surtieran efecto.
– Mediante esa vil degradación, fue recibido una vez más en el seno de la Santa Madre Iglesia. -Un murmullo de desprecio se extendió por el Consejo-. Pero hay más, amigos míos. No me cabe duda de que su ignominiosa actuación tenía por objeto demostrar la fortaleza de su fe y su oposición a la herejía. Sin embargo, parece que ni siquiera así ha podido evitar el peligro que él sabía próximo. Ha cedido el control de sus dominios a los legados del papa. Lo que he sabido hoy… -Hizo una pausa-. Lo que he sabido hoy es que Raymond, conde de Tolosa, se encuentra en Valença, a menos de una semana de marcha de aquí, con varios cientos de sus hombres. Solamente aguarda una orden para conducir a los invasores del norte a través del río, en Belcaire, hacia nuestras tierras. -Se detuvo una vez más-. Trae consigo la cruz de los cruzados. Caballeros, piensa marchar contra nosotros.
Finalmente, la sala estalló en gritos indignados.
– ¡Silencio! -aulló Pelletier hasta quedarse sin voz, intentando en vano poner orden en el caos-. ¡Silencio, os lo ruego! ¡Silencio!
Fue una batalla desigual, una sola voz contra tantas otras.
El vizconde se adelantó hasta el borde del estrado, colocándose directamente bajo el escudo de armas de los Trencavel. Tenía las mejillas encendidas, pero sus ojos brillaban con la luz de la batalla y su rostro irradiaba desafiante bravura. Extendió los brazos abiertos, como para abarcar la sala entera y a todos cuantos estaban en ella. El gesto los hizo callar.
– Ahora me presento ante vosotros, mis amigos y aliados, con el antiguo espíritu del honor y la lealtad que a todos nos une, para pedir vuestro consejo. A los hombres del Mediodía sólo nos quedan dos caminos y muy poco tiempo para decidir cuál de los dos hemos de tomar. La pregunta es ésta. Per Carcassona, per lo Miègjorn, ¿qué hemos de hacer? ¿Someternos o luchar?
Cuando Trencavel volvió a sentarse en su sitial, agotado por el esfuerzo, el ruido en la Gran Sala, a su alrededor, volvió a hacerse ensordecedor.
Pelletier no pudo contenerse. Se inclinó hacia adelante y apoyó una mano sobre el hombro del joven.
– Bien dicho, messer -dijo en tono sereno-. ¡Con cuánta nobleza habéis obrado, mi señor!
Durante horas, el debate arreció. Los criados iban y venían a toda prisa, llevando cestas de pan y de uvas, bandejas de carne y queso blanco, y llenando y rellenando interminablemente grandes jarras de vino. Nadie comía mucho, pero todos bebían, lo cual encendía su ira y nublaba su juicio.
El mundo fuera del Château Comtal seguía su marcha habitual. Las campanas de las iglesias marcaban las horas de las plegarias. Los monjes cantaban y las monjas oraban entre los muros de Sant Nazari. En las calles de Carcasona, los burgueses se ocupaban de sus asuntos, y en los suburbios y caseríos del otro lado de las murallas, los niños jugaban, las mujeres trabajaban y los mercaderes, labradores y artesanos comían y jugaban a los dados.
Dentro de la Gran Sala, la argumentación razonada empezaba a ceder el paso a los insultos y las recriminaciones. Una facción quería plantar cara. Otra se inclinaba a favor de una alianza con el conde de Toulouse, aduciendo que, de ser correcto el cálculo de las fuerzas congregadas en Lyon, ni siquiera todas sus fuerzas combinadas iban a ser suficientes para hacer frente a tamaño enemigo.
Todos los hombres oían los tambores de la guerra resonando en su cabeza. Algunos imaginaban el honor y la gloria en el campo de batalla, y el entrechocar del acero. Otros veían las colinas y las llanuras cubiertas desangre y un interminable río de heridos y desposeídos, derrotados, recorriend0 trabajosamente una tierra en llamas.
Pelletier iba y venía incansable por la estancia, buscando signos de disensión u oposición, o de desafío a la autoridad del vizconde. Nada de lo que vio le 0freció un motivo real de preocupación. Consideraba que su señor había hecho lo suficiente para asegurarse la lealtad de todos y esperaba que los señores del Pays d’Òc, al margen de sus intereses personales, hicieran causa común con el vizconde de Trencavel, cualquiera que fuese la decisión que éste finalmente tomara.
Las líneas entre ambas facciones estaban trazadas más por criterios geográficos que ideológicos. Los que tenían sus tierras en las llanuras más vulnerables se inclinaban por las negociaciones, mientras que aquellos cuyos dominios se encontraban en las altas laderas de la Montagne Noire, al norte, o en las montañas del Sabarthès y los Pirineos, al sur y al oeste, preferían oponerse con firmeza a la Hueste y luchar.
Pelletier sabía que el corazón del vizconde Trencavel estaba con estos últimos. Estaba hecho de la misma pasta que los señores de las montañas y compartía su fiera independencia de espíritu. Pero el senescal también sabía que la cabeza de Trencavel le estaba diciendo que su única oportunidad de conservar intactos sus dominios y proteger a su gente era tragarse el orgullo y negociar.
A última hora de la tarde, la estancia olía a frustración y las discusiones se habían estancado. Pelletier estaba agotado. Estaba harto de escuchar cómo los demás removían viejas rencillas y repetían una y otra vez frases altisonantes sin llegar a nada. Le dolía la cabeza. Se sentía rígido y viejo, demasiado viejo para todo aquello, según pensó mientras hacía girar el anillo que siempre llevaba en el pulgar, consiguiendo que se le enrojeciera la piel callosa de debajo.
Era hora de llegar a una conclusión.
Envió a un criado a buscar agua, mojó un cuadrado de lienzo en la jarra y se lo dio al vizconde.
– Aquí tenéis, messer -dijo.
Trencavel cogió agradecido el paño y se refrescó con él la frente y el cuello.
– ¿Crees que les hemos concedido suficiente tiempo?
– Así lo creo, messer -replicó Pelletier.
Trencavel asintió. Estaba sentado con las manos firmemente apoyadas sobre los apoyabrazos de madera labrada de la silla, con un aspecto an sereno como el que tenía al principio de la asamblea, cuando se había puesto en pie para dirigirse al Consejo. A muchos hombres mayores y con más experiencia les habría costado mantener el control de una reunión como aquélla, pensó Pelletier. La fortaleza de su carácter le daba el valor de seguir hasta el final.
– ¿Está todo tal como hemos hablado antes, messer?
– Así es -respondió Trencavel-. Aunque no todos coinciden, creo que la minoría aceptará los deseos de la mayoría en este… -Hizo una pausa, y por primera vez una nota de indecisión, o quizá de tristeza, tiñó sus palabras-. Pero, Bertran, me gustaría que hubiera otro modo.
– Lo sé, messer -dijo suavemente el senescal-. A mí me pasa igual. Pero por mucho que nos duela, no hay otra opción. Vuestra única esperanza de proteger a vuestro pueblo es negociar una tregua con vuestro tío.
– Quizá se niegue a recibirme, Bertran -dijo en voz baja-. La última vez que nos vimos, dije cosas que no hubiese debido decir. Nos despedimos de malos modos.
Pelletier apoyó una mano sobre el brazo de Trencavel.
– Es un riesgo que tendremos que correr -repuso, aunque compartía la misma preocupación-. El tiempo ha pasado desde entonces. Los hechos de este asunto hablan por sí mismos. Si la Hueste realmente es tan grande como dicen, e incluso si es la mitad de grande de lo que cuentan, no tenemos más alternativa. Dentro de la Cité estaremos a salvo, pero ¿qué hay de vuestra gente fuera de las murallas? ¿Quién la protegerá? La decisión del conde de sumarse a la cruzada ha hecho de nosotros, o mejor dicho, ha hecho de vos, messer, el único blanco posible de los ataques. La Hueste no se disolverá ahora. Necesita un enemigo contra el cual luchar.
Pelletier bajó la vista hacia el rostro atormentado de Raymond-Roger y vio pesadumbre y dolor. Hubiese querido ofrecerle algún consuelo, decirle algo, cualquier cosa, pero no podía. Cualquier flaqueza de ánimo en ese instante habría sido fatal. No podía haber debilidad, no podía haber dudas. De la decisión de Trencavel dependía mucho más de lo que el joven vizconde podía imaginar.
– Habéis hecho todo lo que habéis podido, messer. Debéis permanecer firme. Tenéis que poner fin a esto. Los hombres empiezan a inquietarse.
Trencavel miró el escudo de armas por encima de su cabeza y una vez más volvió la vista hacia Pelletier. Por un momento, se sostuvieron las respectivas miradas.
– Llama a Congost -dijo.
Con un profundo suspiro de alivio, Pelletier se acercó rápidamente al escritorio donde estaba sentado el escrivan, masajeándose los rígidos dedos. Como accionado por un muelle, Congost levantó la cabeza, pero no dijo nada, mientras empuñaba la pluma y se erguía para dejar constancia de la decisión final del Consejo.
Por última vez, Raymond-Roger se puso en pie.
– Antes de anunciar mi decisión, debo daros las gracias a todos. Señores de Carcassès, Razès y Albigeois, y de los dominios más lejanos, reconozco vuestra fortaleza, firmeza y lealtad. Hemos hablado durante muchas horas y habéis hecho gala de gran paciencia y ánimo. No tenemos nada que reprocharnos. Somos las víctimas inocentes de una guerra que no hemos buscado. Algunos de vosotros quedaréis decepcionados por lo que voy a decir, y otros, complacidos. Ruego para que todos encontremos el valor, con la ayuda y la gracia de Dios, de permanecer unidos.
Asumió una postura más erguida.
– Por el bien de todos nosotros, y por la seguridad de nuestra gente, pediré audiencia con mi tío y señor, Raymond, conde de Tolosa. No podemos saber lo que saldrá de esto. Ni siquiera es seguro que me reciba, y el tiempo no corre a nuestro favor. Por lo tanto, es importante disimular nuestras intenciones. Los rumores se difunden con rapidez, y si algo de nuestros propósitos llegara a oídos de mi tío, nuestra posición en la negociación se vería debilitada. Así pues, los preparativos para el torneo proseguirán tal como estaba previsto. Me propongo regresar mucho antes de la fiesta del santo, espero que con buenas noticias.
Hizo una pausa.
– Mi intención es partir mañana, con la primera luz del alba, llevando conmigo sólo una pequeña comitiva de chavalièrs y algunos representantes, con vuestro permiso, de la gran casa de Cabaret y de las de Minerve, Foix, Quilhan…
– ¡Mi espada es vuestra, messer! -exclamó un chavalièr.
– ¡Y la mía! -gritó otro.
Uno a uno, los hombres fueron poniéndose de rodillas por toda la sala.
Sonriendo, Trencavel levantó una mano.
– Vuestro coraje y valor nos honra a todos -dijo-. Mi ayudante informará a aquellos cuyos servicios serán requeridos. Ahora, amigos míos, me despido de vosotros Os sugiero que volváis a vuestras habitaciones y descanséis. Nos reuniremos para cenar.
En la conmoción que acompañó la salida del vizconde Trencavel de la Gran Sala, nadie reparó en una figura solitaria, cubierta por una larga capa azul con capucha, que se deslizaba entre las sombras y salía furtivamente por la puerta.
Hacía mucho que las campanas de vísperas habían callado, cuando finalmente Pelletier emergió de la torre Pinta.
Sintiendo cada uno de sus cincuenta y dos años, apartó la cortina y volvió a la Gran Sala. Se frotó las sienes con manos cansadas, intentando aliviar el dolor palpitante y persistente en su cabeza.
El vizconde Trencavel había pasado todo el tiempo desde el final del Consejo en compañía del más poderoso de sus aliados, debatiendo el mejor modo de abordar al conde de Toulouse. Habían hablado durante horas. Una a una, se habían tomado decisiones y los mensajeros habían partido al galope del Château Comtal, llevando misivas no sólo para Raymond VI, sino para los legados papales, el abad de Cîteaux y los cónsules y vegueros de Trencavel en Béziers Los chavalièrs elegidos para acompañar al vizconde habían sido informados. En los establos y la herrería, los preparativos habían empezado y continuarían toda la noche.
Un silencio contenido pero expectante llenaba la estancia. Debido a la temprana hora de la partida, al día siguiente, el banquete previsto había sido sustituido por una cena más informal. Se habían instalado largas mesas sobre caballetes, sin manteles, en filas dispuestas de norte a sur a través de la sala. Unas velas parpadeaban con tenue luz en el centro de cada mesa. En los candelabros de las altas paredes, las antorchas ardían ferozmente, agitando las sombras en animada danza.
Al otro lado de la sala, los criados entraban y salían con manjares más suculentos que ceremoniosos. Carne de venado, muslos de pollo, cuencos de barro llenos de alubias y embutidos, pan blanco recién horneado, rojas ciruelas guisadas en miel, vino rosado de los viñedos de Corbières y jarras de cerveza para los de cabeza más débil.
Pelletier hizo un gesto aprobador. Estaba complacido. François lo había suplido muy bien en su ausencia. Todo estaba tal como debía estar y el cariz del agasajo era el que los huéspedes del vizconde Trencavel tenían derecho a esperar.
François era un buen criado, pese a su desdichado comienzo en la vida. Era hijo de padre desconocido. Su madre había estado al servicio de Marguerite, la esposa francesa de Pelletier, pero había sido ahorcada por ladrona cuando François aún era un niño. A la muerte de Marguerite, nueve años atrás, Pelletier se había hecho cargo de François, le había enseñado y le había dado una posición. De vez en cuando se permitía sentir satisfacción por lo bueno que había resultado el muchacho.
El senescal salió a la plaza de armas. El aire fresco le hizo demorarse un momento en la puerta. Alrededor del pozo había niños jugando, que, cuando sus bulliciosos juegos se volvían demasiado vehementes, se ganaban de tanto en tanto algún coscorrón de sus cuidadoras. Las niñas mayores paseaban del brazo a la luz tenue del crepúsculo, hablando y contándose sus secretos entre susurros.
Al principio, Pelletier no reparó en el niño de cabellos oscuros, sentado contra el muro, al lado de la capilla, con las piernas cruzadas.
– Messer, messer! -gritó el muchacho, poniéndose en pie con dificultad-. Tengo algo para vos.
El senescal no le prestó atención.
– Messer -insistió el chico, tironeándole de la manga para llamar su atención-. ¡Señor senescal, por favor! Es importante.
Sintió que le ponía algo entre las manos. Bajó la vista y vio que era una carta escrita en grueso pergamino color crema. Le dio un vuelco el corazón. Por fuera se leía su nombre, trazado con una escritura familiar e inconfundible que Pelletier nunca habría esperado volver a ver.
El senescal agarró al chico por el cuello.
– ¿De dónde has sacado esto? -le preguntó, sacudiéndolo con fuerza-. ¡Habla!
El niño se agitaba como un pez en el extremo de un sedal, intentando soltarse.
– ¡Dímelo! ¡Rápido, ahora mismo!
– Me lo ha dado un hombre en la puerta -gimió el chico-. No me hagáis daño. No he hecho nada malo.
Pelletier lo sacudió con más violencia aún.
– ¿Qué clase de hombre?
– Un hombre cualquiera.
– Tendrás que decirme algo más que eso -repuso secamente el senescal, subiendo el tono de voz-. Hay una moneda para ti si me dices lo que quiero saber. ¿Era joven? ¿Viejo? ¿Era soldado? -Hizo una pausa-. ¿Judío?
Pelletier fue enlazando pregunta tras pregunta, hasta arrancarle al muchacho toda la información que podía darle. No era mucha. Pons, que así se llamaba el niño, le dijo que estaba jugando con sus amigos en el foso del Château Comtal, tratando de pasar de un lado al otro del puente sin ser vistos por los guardias. Al atardecer, cuando la luz empezaba a atenuarse, un hombre se les había acercado y les había preguntado si alguno de ellos conocía de vista al senescal Pelletier. Cuando Pons respondió que sí, el hombre le dio una moneda para que le entregara la carta. Le había dicho que era importante y muy urgente.
El hombre no tenía ningún rasgo especial que llamara la atención. Era de edad mediana, ni joven ni viejo. Su tez no era muy oscura, ni particularmente clara. No tenía marcas de viruela ni cicatrices de heridas en la cara. Pons no se había fijado en si llevaba anillo, porque tenía las manos ocultas bajo una capa.
Finalmente, convencido de haber averiguado todo lo posible, Pelletier buscó una moneda en la bolsa y se la dio al chico.
– Aquí tienes. Por la molestia. Ahora vete.
El pequeño no esperó a que se lo dijera dos veces. Se soltó de las manos de Pelletier y corrió tan velozmente como se lo permitieron las piernas.
El senescal volvió a entrar, apretando la carta contra su pecho. Sus ojos no registraban nada ni a nadie, mientras recorría el pasillo hacia sus aposentos.
La puerta estaba cerrada con llave. Maldiciendo su propia precaución, Pelletier luchó un momento con las llaves, con la torpeza propia de la premura. François había encendido los calelh, las lámparas de aceite, y le había preparado una bandeja para la noche con una jarra de vino y dos vasos de barro sobre la mesa, en el centro de la habitación, como hacia siempre. La bruñida superficie de latón de la bandeja resplandecía bajo la luz dorada y parpadeante.
Pelletier se sirvió un poco de vino para serenarse, con la cabeza llena de imágenes polvorientas, recuerdos de Tierra Santa y de las largas sombras rojas del desierto, de los tres libros y del antiguo secreto contenido en sus páginas.
El áspero vino le supo agrio en el paladar y le golpeó la garganta como un aguijón. Se lo bebió de un trago y volvió a llenar el vaso. Muchas veces había intentado imaginar qué experimentaría en ese momento. Y ahora que finalmente había llegado, se sentía aturdido.
Se sentó y colocó la carta sobre la mesa, entre sus manos extendidas. Conocía su contenido. Era el mensaje que había estado esperando y temiendo durante muchos años, desde su llegada a Carcasona. En aquella época, las tolerantes y prósperas tierras del Mediodía le parecieron un sitio seguro donde ocultarse.
Con el tiempo, a medida que una estación se transformaba en otra y ésta en la siguiente, las expectativas de Pelletier de ser convocado se fueron disipando. La vida cotidiana se impuso. El recuerdo de los libros se borró de su mente. Al final, casi había olvidado que estaba esperando.
Habían pasado más de veinte años desde la última vez que vio al autor de la carta. Se dio cuenta de que hasta ese momento no había sabido siquiera si su maestro y mentor aún continuaba con vida. Harif le había enseñado a leer a la sombra de los bosquecillos de olivos, en las colinas de las afueras de Jerusalén. Le había abierto los sentidos a un mundo más glorioso y magnífico que todo lo que Pelletier hubiera conocido hasta entonces. Harif le había enseñado que sarracenos, judíos y cristianos seguían diferentes caminos hacia el único Dios. Y le había revelado que más allá de todo lo conocido había una verdad mucho más antigua, mucho más atávica y absoluta que cualquiera de las cosas que el mundo moderno pudiera ofrecer.
La noche de su iniciación en la Noublesso de los Seres persistía tan clara y nítida en su memoria como la noche anterior: las reverberantes túnicas doradas y el blanquísimo paño del altar, resplandeciente como las torres de las fortalezas que relucían en lo alto de los montes de Alepo, entre cipreses y naranjales; el aroma del incienso, la modulación de las voces que susurraban en la oscuridad; la iluminación.
Esa noche, hacía ya toda una vida, o al menos así se lo parecía a Pelletier, miró al corazón del laberinto y juró proteger el secreto con su vida.
Atrajo hacia sí la vela. Incluso sin la autenticación del sello, no habría dudado de que la carta era de Harif. Habría reconocido su letra en cualquier parte: la distintiva elegancia del trazo y las proporciones exactas de la escritura.
Sacudió la cabeza, intentando eludir recuerdos que amenazaban con abrumarlo. Inspiró profundamente y deslizó su cuchillo bajo el sello. La cera se quebró y la carta se abrió con un suave chasquido. El senescal alisó el pergamino.
La misiva era breve. En la cabecera de la hoja estaban los signos que Pelletier recordaba haber visto en las amarillas paredes de la cueva del laberinto, en las colinas de las afueras de la Ciudad Santa. Escritos en la antigua lengua de los antepasados de Harif, no significaban nada, excepto para los iniciados en la Noublesso.
Pelletier leyó las palabras en voz alta, sintiéndose reconfortado por su sonido familiar, antes de prestar atención a la carta de Harif.
Fraire:
Ha llegado el momento. La oscuridad está llegando a estas tierras. Hay perversidad en el aire y la maldad destruirá y corromperá todo lo que es bueno. Los textos ya no están a salvo en las llanuras del Pays d’Òc. Ha llegado el momento de volver a unir la Trilogía. Tu hermano te aguarda en Besièrs; tu hermana, en Carcassona. A ti te corresponde llevar los libros a un lugar más seguro.
Date prisa. Los pasos estivales a Navarra estarán cerrados para Todos los Santos, quizá antes si la nieve se adelanta. Te espero para la Natividad.
Pas a pas, se va luènh.
La silla crujió cuando Pelletier se recostó en el respaldo. Era lo que esperaba, ni más ni menos. Las instrucciones de Harif eran claras. No le pedía a Pelletier más de lo que éste se había comprometido a dar. Aun así, se sentía como si le hubieran succionado el alma del interior del cuerpo, dejando en su lugar un espacio hueco.
Había prestado voluntariamente el juramento de custodiar los libros, pero lo había hecho en las sencillas circunstancias de la juventud. Ahora, al final de la madurez, todo era más complicado. Se había construido una vida diferente en Carcasona. Tenía otras lealtades, otras personas a quienes amaba y servía.
Sólo ahora se daba cuenta de lo muy profundamente convencido que había estado de que el momento de cumplir su promesa no iba a llegar nunca, de que nunca iba a verse obligado a elegir entre sus responsabilidades y su fidelidad al vizconde Trencavel y su obligación para con la Noublesso.
Volvió a leer la carta, rezando para que se le revelara una solución. Esta vez, ciertas palabras, ciertas frases destacaron: «Tu hermano te aguarda en Besièrs».
Harif sólo podía referirse a Simeón. Pero, ¿en Béziers? Pelletier se llevó el vaso a los labios y bebió, sin percibir el sabor. Era muy extraño que el recuerdo de Simeón le hubiese asaltado tan poderosamente ese mismo día, después de tantos años de ausencia.
¿Giro del destino? ¿Fruto del azar? Pelletier no creía en ninguno de los dos. ¿Cómo explicar entonces el pavor que había sentido cuando Alaïs le describió el cuerpo del hombre asesinado que había hallado en aguas del Aude? No había razón para creer que fuera Simeón y, sin embargo, por un momento lo había creído con certeza.
Y: «tu hermana, en Carcassona».
Intrigado, Pelletier trazó un dibujo con el dedo en la superficie clara del polvo que cubría la mesa. Un laberinto.
¿Habría designado Harif a una mujer como guardiana? ¿Habría estado ella en Carcasona todo ese tiempo, delante de sus propios ojos? Sacudió la cabeza. Imposible.
Alaïs estaba junto a la ventana, esperando el regreso de Guilhelm. El cielo sobre Carcasona, de un azul aterciopelado y profundo, extendía un suave manto sobre el paisaje. El seco viento nocturno del norte, el cers, soplaba suavemente desde las montañas, haciendo murmurar las hojas de los árboles y los juncos a orillas del Aude y trayendo consigo la promesa de un aire más fresco.
Diminutos puntos de luz brillaban en Sant Miquel y Sant-Vicens. Las calles empedradas de la Cité estaban animadas con gente comiendo y bebiendo, narrando historias y cantando canciones de amor, coraje y dolor. A la vuelta de la esquina de la plaza Mayor, ardía aún el fuego de la forja.
«Esperando. Siempre esperando.»
Alaïs se había frotado los dientes con hierbas, para blanquearlos, y se había cosido una bolsita de nomeolvides al escote del vestido, para perfumarse. La alcoba estaba llena del dulce aroma del braserillo donde había quemado lavanda.
Hacía cierto tiempo que el Consejo había terminado y desde entonces Alaïs esperaba que Guilhelm subiera, o al menos le hiciera llegar un mensaje. Fragmentos de conversación le llegaban flotando desde la plaza, como penachos de humo. Brevemente divisó a Jehan Congost, el marido de su hermana, que se deslizaba por la plaza de armas. Contó siete u ocho chavalièrs de la casa, con sus escuderos, andando a paso decidido hacia la herrería. Poco antes había visto a su padre regañando a un muchachito que holgazaneaba cerca de la capilla.
Ni rastro de Guilhelm.
Alaïs suspiró, contrariada por haberse quedado encerrada en su habitación inútilmente. Volvió la vista hacia la alcoba y comenzó a ir y venir de la mesa a la silla, con los dedos inquietos en busca de algo en que ocuparse. Se detuvo delante del telar y se quedó mirando el pequeño tapiz que estaba haciendo para dòmna Agnès, un complicado bestiario de salvajes criaturas de largas colas que subían por los muros de un castillo, arrastrándose o trepando. Por lo general, cuando el mal tiempo o sus obligaciones en la casa la mantenían confinada en su habitación, Alaïs se distraía con la delicada labor.
Esa noche no consiguió hacer nada. Las agujas estaban intactas en el bastidor y la madeja que le había regalado Sajhë yacía al lado, sin abrir. Las pociones que antes había preparado con la angélica y la consuelda estaban pulcramente etiquetadas y alineadas sobre un estante de madera, en la parte más fresca y oscura de la estancia. Le había dado tantas vueltas a la tabla de queso para examinarla, que su sola vista empezaba a hastiarla y ya le dolían los dedos de tanto repasar con las yemas el dibujo del laberinto. Esperando, esperando.
– Es totjorn lo meseis -murmuró. Siempre lo mismo.
Se acercó al espejo y contempló su reflejo. Le devolvió la mirada una carita de expresión seria, en forma de corazón, con inteligentes ojos castaños y pálidas mejillas, ni corriente ni hermosa. Alaïs se ajustó la línea del cuello del vestido, como había visto hacer a otras chicas, para hacerlo parecer más a la moda. Quizá si le cosiera una pieza de encaje en…
Un golpe seco en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Perfin. Por fin.
– Estoy aquí -respondió.
Se abrió la puerta. La sonrisa se desprendió de su rostro.
– François. ¿Qué quieres?
– El señor senescal requiere vuestra presencia, dòmna.
– ¿A esta hora?
François desplazó torpemente el peso del cuerpo de un pie al otro.
– Os está esperando en su habitación. Creo que tiene cierta prisa, Alaïs.
Ella lo miró, sorprendida de que la llamara por su nombre. No recordaba que hubiese cometido nunca ese error.
– ¿Ocurre algo? -preguntó rápidamente-. ¿No se siente bien mi padre?
François titubeó.
– Está muy… preocupado, dòmna. Vuestra compañía lo alegrará.
La joven suspiró.
– Está visto que hoy nada me sale bien.
El criado pareció asombrado.
– Dòmna?
– No me hagas caso, François. Es sólo que esta noche estoy de mal humor. Claro que iré, si mi padre lo desea. ¿Vamos?
En otra alcoba, en el extremo opuesto de la parte del castillo reservada a los aposentos de sus habitantes, Oriane estaba sentada en su cama, con las largas y bien torneadas piernas recogidas bajo el cuerpo.
Tenía los ojos verdes entrecerrados, como un gato. En su rostro había una sonrisa autocomplaciente, mientras se dejaba pasar el peine a través de la cascada de rizos negros. De vez en cuando, sentía el ligero contacto, delicado y sugerente, de los dientes de hueso sobre la piel.
– Es muy… sedante -dijo.
A su lado había un hombre de pie. Tenía el torso desnudo y se adivinaba un tenue viso de sudor entre sus hombros anchos y fuertes.
– ¿Sedante, dòmna? -dijo en tono ligero-. No era ésa mi intención.
La joven sintió en el cuello su aliento caliente, cuando él se inclinó hacia adelante para retirarle el pelo de la cara y depositarlo sobre su espalda en una coleta retorcida.
– Eres preciosa -susurró.
Empezó a masajearle los hombros y el cuello, suavemente al principio y con creciente firmeza después. Oriane dejó caer la cabeza, mientras él repasaba con manos hábiles el contorno de sus pómulos, su nariz y su mentón, como queriendo memorizar sus facciones. De vez en cuando, las manos se deslizaban más abajo, hacia la suave y blanca piel del cuello.
Oriane se llevó una de las manos de él a la boca y le humedeció con la lengua las yemas de los dedos. El hombre la atrajo de espaldas hacia si. Ella sintió el calor y el peso de su cuerpo y, así comprimida, la prueba de lo mucho que la deseaba. Él la hizo volverse, le separó los labios con los dedos y lentamente comenzó a besarla.
Ella no prestó atención al ruido de pasos en el pasillo, hasta que alguien empezó a aporrear la puerta.
– ¡Oriane! -llamó una voz malhumorada y aguda-. ¿Estás ahí?
– ¡Es Jehan! -masculló ella entre dientes, abriendo los ojos, más contrariada que alarmada por la interrupción-. ¿No habías dicho que no iba a regresar todavía?
El hombre miró en dirección a la puerta.
– No creí que fuera a volver tan pronto. Cuando me marché, parecía que todavía tuviera para un buen rato con el vizconde. ¿Has cerrado con llave?
– Claro que sí -replicó ella.
– ¿No le parecerá raro?
Oriane se encogió de hombros.
– Se guardaría mucho de entrar sin ser invitado. De todos modos, será mejor que te escondas. -Le señaló un pequeño rincón, detrás de un tapiz colgado del otro lado de la cama-. No te preocupes. -Le sonrió al ver la expresión de su rostro-. Me desharé de él tan rápidamente como pueda.
– ¿Y cómo vas a hacerlo?
Ella le rodeó el cuello con las manos y lo atrajo hacia sí, lo bastante cerca para hacerle sentir sus pestañas rozándole la piel. Él se agitó contra ella.
– ¿Oriane? -chilló Congost, levantando cada vez más la voz-. ¡Abre la puerta ahora mismo!
– Ya lo verás -murmuró ella, inclinándose para besar el torso del hombre y su firme vientre, un poco más abajo-. Ahora debes desaparecer. Ni siquiera alguien como él se avendría a quedarse para siempre en el pasillo.
En cuanto estuvo segura de tener a su amante bien oculto, Oriane se acercó de puntillas a la puerta, giró la llave en el cerrojo sin hacer ruido, volvió corriendo a la cama y arregló las cortinas a su alrededor. Estaba lista para divertirse.
– ¡Oriane!
– Esposo mío -contestó ella con afectación-, no hay necesidad de tanto alboroto. Está abierto.
Oriane oyó un forcejeo y la puerta que se abría y cerraba con un golpe. Su marido irrumpió en la habitación. La joven oyó el choque del metal con la madera, cuando él dejó la candela sobre la mesa.
– ¿Dónde estás? -dijo con impaciencia-. ¿Y por qué está tan oscuro aquí dentro? No estoy de humor para juegos.
Oriane sonrió. Se recostó sobre las almohadas, para que su marido la viera con las piernas ligeramente separadas y los suaves brazos desnudos levantados en torno a la cabeza. No quería dejar nada librado a su imaginación.
– Aquí estoy, marido.
– La puerta no estaba abierta cuando lo intenté la primera vez -estaba diciendo él en tono irritado mientras descorría las cortinas, pero al verla se quedó sin habla.
– No habrás… empujado… lo suficiente -replicó ella.
Oriane vio cómo la cara de él se volvía blanca y después roja como una manzana. Los ojos se le salían de las órbitas y se quedó boquiabierto, a la vista de sus pechos firmes y rotundos y sus pezones oscuros; su pelo suelto, desplegado en abanico a su alrededor, sobre la almohada, como una masa de retorcidas serpientes; la curva de su cintura, la suave colina de su vientre y el triángulo de encrespado vello negro entre sus muslos.
– ¿Qué demonios haces así? -chilló él-. ¡Tápate ahora mismo!
– Estaba durmiendo, esposo mío -explicó ella-. Me has despertado.
– ¿Te he despertado? ¿Te he despertado? -escupió él-. ¿Estabas durmiendo de esa guisa? ¿Así estabas durmiendo?
– La noche es calurosa, Jehan. ¿Acaso no puedo permitirme dormir como me plazca en la intimidad de mi alcoba?
– Habría podido verte cualquiera. Tu hermana, tu doncella Guiranda. ¡Cualquiera!
Oriane se incorporó lentamente y lo miró con expresión desafiante, mientras enroscaba un mechón de pelo entre los dedos.
– ¿Cualquiera? -dijo en tono sarcástico-. He despedido a Guiranda -añadió con serena frialdad-. Ya no necesitaba sus servicios.
La joven notaba que su marido deseaba desesperadamente mirar hacia otro lado, pero no lo conseguía. El deseo y la aversión se mezclaban a partes iguales en su torrente sanguíneo.
– Cualquiera habría podido entrar -dijo una vez más, pero con menos seguridad.
– Sí, supongo que sí. Pero no ha entrado nadie. Excepto tú, mi marido -dijo sonriendo. Tenía la mirada de un animal a punto de atacar-. Y ahora, ya que estás aquí, quizá puedas decirme dónde has estado.
– Sabes bien dónde he estado -replicó él secamente-. En el Consejo.
Ella volvió a sonreír.
– ¿En el Consejo? ¿Todo este tiempo? El Consejo se disolvió mucho antes de que cayera la noche.
Congost enrojeció.
– No te corresponde a ti desafiarme.
Oriane entrecerró los ojos.
– ¡Por Sainte Foy, qué pomposo eres, Jehan! «No te corresponde a ti…»
La imitación era perfecta y de una crueldad que hizo encogerse de disgusto a ambos.
– ¡Vamos, Jehan, cuéntame dónde has estado! -prosiguió ella-. ¿Discutiendo algún asuntillo de estado, quizá? ¿O tal vez has estado con una amante, eh, Jehan? ¿Tienes una amante escondida en alguna parte del castillo?
– ¿Cómo te atreves a hablarme así? Yo…
– Otros maridos cuentan a sus esposas dónde han estado. ¿Por qué tú no? ¿No será tal vez, como digo, que tienes una buena razón para no hacerlo?
Para entonces, Congost estaba gritando.
– ¡Esos otros maridos deberían aprender a tener la boca cerrada! ¡Sus asuntos no son cosa de mujeres!
Oriane se desplazó lentamente hacia él, a través de la cama.
– No son cosa de mujeres -repitió-. ¿Eso crees?
Su voz era grave y cargada de rencor. Congost sabía que estaba jugando con él, pero no entendía las reglas del juego. Nunca las había entendido.
Oriane extendió sorpresivamente una mano y apretó el bulto revelador debajo de su túnica. Con satisfacción, vio pánico y estupor en sus ojos, cuando ella empezó a mover la mano arriba y abajo.
– ¿Y bien, esposo mío? -dijo con desprecio-. Dime qué asuntos consideras que son cosa de mujeres. ¿El amor? -preguntó, apretando con más fuerza-. ¿Esto? ¿Cómo lo llamarías? ¿Ansia?
Congost intuía una trampa, pero estaba hechizado por su mano y no sabía qué decir ni qué hacer. No podía evitar inclinarse hacia ella. Boqueaba como un pez, con los labios húmedos, y apretaba con fuerza los ojos cerrados. Puede que la despreciara, pero ella era capaz de obligarlo a desearla. Era como cualquier otro hombre, dominado por lo que tenía entre las piernas, pese a todas sus lecturas y a lo mucho que escribía. Ella lo despreciaba a él.
Una vez conseguida la reacción que buscaba, retiró la mano.
– Bien, Jehan -dijo fríamente-. Si no tienes nada que estés dispuesto a decirme, entonces puedes irte. Aquí no te necesito para nada.
Oriane notó que algo en él se quebraba, como si todos los desengaños y frustraciones que había padecido en su vida estuvieran desfilando por su mente.
Antes de comprender lo que estaba sucediendo, él la había golpeado, con suficiente fuerza como para tumbarla de espaldas en la cama.
La sorpresa la dejó boquiabierta.
Congost estaba inmóvil, cabizbajo y contemplando fijamente su mano, como si no tuviera nada que ver con él.
– Oriane, yo…
– ¡Eres patético! -le gritó ella, sintiendo en la boca el sabor de la sangre-. Te he dicho que te fueras. ¡Vete! ¡Fuera de mi vista!
Por un momento, Oriane pensó que iba a intentar disculparse. Pero cuando él levantó la vista, no vio arrepentimiento en sus ojos, sino odio. Soltó un suspiro de alivio. Todo saldría tal como había planeado.
– ¡Me das asco! -le estaba gritando él, alejándose de la cama-. ¡Eres como un animal! ¡No! ¡Eres peor que un animal, porque tú sabes lo que estás haciendo! -Agarró la capa azul de ella, que yacía de cualquier modo en el suelo, y se la arrojó a la cara-. ¡Y cúbrete! ¡No quiero encontrarte así cuando vuelva, pavoneándote como una puta!
Cuando estuvo segura de que se había marchado, Oriane volvió a echarse en la cama y tiró de la capa para cubrirse, algo agitada, pero eufórica. Por primera vez en cuatro años de matrimonio, el viejo estúpido, débil y enclenque con quien su padre la había obligado a casarse había conseguido asombrarla. Ella lo había provocado deliberadamente, desde luego, pero no esperaba que fuera a pegarle. Y menos con tanta fuerza. Se pasó los dedos por la piel, todavía dolorida por el golpe. Había querido hacerle daño. ¿Le quedaría marca? Eso podría valer algo. Quizá pudiera enseñarle a su padre adonde la había conducido su decisión.
Oriane detuvo el curso de sus pensamientos con una amarga carcajada. Ella no era Alaïs. A su padre sólo le importaba Alaïs, por mucho que intentara disimularlo. Oriane se parecía demasiado para su gusto a la madre de ambas, tanto físicamente como por su carácter. Aunque Jehan la golpeara hasta dejarla medio muerta, a su padre no le importaría. Pensaría que lo tenía merecido.
Por un momento, dejó que los celos que ocultaba a todos excepto a Alaïs se filtraran a través de la máscara perfecta de su rostro hermoso e impenetrable. Dejó que se viera su resentimiento por su falta de poder y de influencia, su decepción. ¿Qué valor tenían su juventud y su belleza, si estaba atada a un hombre sin ambición ni perspectivas, un hombre que jamás había empuñado una espada? No era justo que Alaïs, su hermana menor, tuviera todo lo que ella deseaba y le era negado, todo lo que debía ser suyo por derecho propio.
Oriane retorció entre los dedos la tela de la capa, como si estuviera pellizcando el brazo pálido y huesudo de Alaïs. Feúcha, malcriada, consentida Alaïs. Apretó con más fuerza, mientras visualizaba mentalmente el violáceo hematoma extendiéndose por su piel.
– No deberías provocarlo.
La voz de su amante rasgó el silencio. Casi había olvidado que estaba allí.
– ¿Por qué no? -dijo ella-. Es el único goce que me procura.
El hombre se deslizó a través de la cortina y le tocó la mejilla con los dedos.
– ¿Te ha hecho daño? Te ha dejado una marca.
El tono de preocupación en su voz la hizo sonreír. ¡Qué poco la conocía en realidad! Veía solamente lo que quería ver, una imagen de la mujer que creía que era.
– No es nada -replicó ella.
La cadena de plata que él llevaba al cuello rozó su piel cuando se inclinó para besarla. Podía oler su necesidad de poseerla. Oriane cambió de posición, dejando que el paño azul resbalara de su cuerpo como si fuera agua. Pasó las manos por los muslos de su amante, de piel pálida y suave en comparación con la dorada morenez de su espalda, sus brazos y su pecho, y poco a poco levantó la vista. Sonrió. Ya lo había hecho esperar lo suficiente.
Oriane se inclinó para abarcarlo con su boca, pero él la empujó para que volviera a tumbarse en la cama y se arrodilló a su lado.
– Entonces, ¿qué goce deseáis de mí, señora? -dijo él, separándole suavemente las piernas-. ¿Éste?
Ella murmuró algo, cuando él se inclinó para besarla.
– ¿O éste?
La boca de él se deslizó hacia abajo, hacia su espacio más privado y oculto. Oriane contuvo el aliento, mientras la lengua de él jugaba a través de su piel, mordiendo, lamiendo e incitando.
– ¿O quizá éste?
Sintió sus manos, fuertes y firmes alrededor de su cintura, mientras él la atraía hacia sí. Oriane le rodeó la espalda con las piernas.
– ¿O quizá sea esto lo que de verdad quieres? -susurró él, con la voz tensa de deseo mientras se hundía profundamente en su interior. Ella gruñó de satisfacción, arañándole la espalda, reclamándolo-. ¿De modo que tu marido piensa que eres una puta? -dijo él-. Veamos si podemos demostrar que está en lo cierto.
Pelletier iba y venía por la habitación, esperando a Alaïs. El tiempo había refrescado, sin embargo había sudor en su ancha frente y tenía la cara arrebolada. Hubiese debido estar en las cocinas, supervisando a los criados y asegurándose de que todo estuviese bajo control. Pero estaba abrumado por la importancia del momento. Se sentía en una encrucijada, con senderos que se extendían en todas direcciones y conducían a un futuro incierto. Todo lo que había sucedido antes en su vida y todo lo que aún tenía que suceder, dependía de lo que decidiera en ese instante.
¿Por qué Alaïs tardaba tanto?
Pelletier cerró con fuerza el puño alrededor de la carta. Ya se sabía las palabras de memoria.
Se alejó de la ventana y dejó vagar la mirada hacia algo brillante que resplandecía entre el polvo y las sombras, detrás del marco de la puerta. Se agachó para recogerlo. Era una pesada hebilla de plata con detalles de cobre, lo suficientemente grande como para ceñir una capa o un manto.
Frunció el entrecejo. No era suya.
La acercó a la luz de una vela para verla mejor. No tenía ningún rasgo distintivo. Había cientos como aquélla de venta en el mercado. Le dio unas vueltas entre las manos. Era de bastante calidad, como perteneciente a alguien de buena posición, pero no de gran fortuna.
No podía llevar mucho tiempo allí. François arreglaba la habitación todas las mañanas; lo habría visto. Ningún otro criado podía entrar en la alcoba, que había estado todo el día cerrada con llave.
Pelletier miró a su alrededor buscando otros signos de intrusión. Se sintió incómodo. ¿Eran imaginaciones suyas o estaban ligeramente desordenados los objetos de su escritorio? ¿Estaba desarreglada su ropa de cama? Esa noche, todo lo inquietaba.
– Paire?
Alaïs habló en voz baja, pero aun así lo sobresaltó. Rápidamente, se guardó la hebilla en la bolsa que llevaba colgada al cinto.
– Padre -repitió ella-, ¿me habéis mandado llamar?
Pelletier se rehizo.
– Sí, así es. Ven, pasa.
– ¿Se os ofrece algo más, messer? -preguntó François desde la puerta.
– No. Pero espera fuera, por si te necesito.
Esperó a que la puerta estuviera cerrada y con un gesto le indicó a Alaïs que se sentara junto a la mesa. Le sirvió un vaso de vino y volvió a llenar el suyo, pero él no se sentó.
– Pareces cansada.
– Y lo estoy un poco.
– ¿Qué se comenta del Consejo, Alaïs?
– Nadie sabe qué pensar, messer. Corren muchas historias. Todos rezan para que las cosas no estén tan mal como parece. Se dice que el vizconde saldrá mañana hacia Montpelhièr, acompañado de una pequeña comitiva, para pedir audiencia a su tío, el conde de Tolosa. -Levantó la cabeza-. ¿Es verdad?
Su padre asintió.
– Pero también dicen que el torneo se celebrará de todos modos.
– También es cierto. El vizconde tiene intención de completar su misión y estar de vuelta en dos semanas. Antes de final de julio, con toda seguridad.
– ¿Tiene buenas perspectivas de éxito la misión del vizconde?
Pelletier no contestó, sino que siguió recorriendo la habitación, arriba y abajo. Le estaba contagiando a Alaïs su ansiedad.
La muchacha bebió un sorbo de vino para armarse de valor.
– ¿Será Guilhelm de la partida?
– ¿No te lo ha informado él mismo? -le preguntó su padre secamente.
– No lo he visto desde que se levantó la sesión del Consejo -reconoció ella.
– ¡En nombre de Sainte Foy! ¿Dónde se ha metido? -dijo Pelletier.
– Por favor, decidme sí o no.
– Guilhelm du Mas ha sido elegido, aunque debo decir que contra mi voluntad. El vizconde lo aprecia.
– Y con razón, paire -replicó ella serenamente-. Es un hábil chavalièr.
Pelletier se inclinó hacia adelante para servirle un poco más de vino.
– Dime, Alaïs, ¿confías en él?
La pregunta la sorprendió con la guardia baja, pero respondió sin vacilaciones.
– ¿Acaso no deben confiar todas las esposas en sus maridos?
– Desde luego, desde luego. No esperaría de ti otra respuesta -contestó él, agitando una mano con gesto impaciente-. Pero ¿te ha preguntado por lo sucedido esta mañana en el río?
– Me ordenasteis que no le hablara a nadie al respecto -dijo ella- y, naturalmente, os he obedecido.
– Yo también esperaba que mantuvieras tu palabra -repuso él-. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Te ha preguntado Guilhelm dónde habías estado?
– No ha habido ocasión -le dijo ella en tono desafiante-. Como ya os he dicho, no lo he visto.
Pelletier se acercó a la ventana.
– ¿Temes que estalle la guerra? -dijo él, dándole la espalda.
Aunque desconcertada por el abrupto cambio de tema, Alaïs respondió sin el menor titubeo.
– La idea me atemoriza, lo reconozco, messer -replicó cautamente-. Pero seguramente no estallará, ¿verdad?
– No, quizá no.
El senescal apoyó las manos en el alféizar de la ventana, aparentemente perdido en sus pensamientos y ajeno a la presencia de su hija.
– Sé que mi pregunta te ha parecido impertinente, pero te la he hecho por una causa. Mira en lo profundo de tu corazón. Sopesa con cuidado tu respuesta y dime la verdad. ¿Confías en tu marido? ¿Confías en él para que te proteja, para que cuide de ti?
Alaïs sabía que las palabras más importantes permanecían inexpresadas y ocultas bajo la superficie, pero temía responder. No quería ser desleal con Guilhelm, pero tampoco se avenía a mentirle a su padre.
– Ya sé que no lo apreciáis, messer -dijo en tono sereno-, aunque no comprendo qué ha podido hacer para ofenderos…
– Sabes perfectamente lo que hace para ofenderme -soltó Pelletier con impaciencia-. Te lo digo con suficiente frecuencia. Sin embargo, mi opinión personal de Du Mas, buena o mala, no tiene importancia, puedes detestar a un hombre y aun así reconocer su valor. Por favor, Alaïs, responde a mi pregunta. De lo que digas dependen muchas cosas.
Imágenes de Guilhelm durmiendo. De sus ojos oscuros como la calamita, de la curva de sus labios besando el íntimo interior de su muñeca. Recuerdos tan poderosos que la aturdían.
– No puedo responder -dijo finalmente.
– Ah -suspiró él-. Bien, bien. Ya veo.
– Con todos mis respetos, paire, no veis nada -se encrespó Alaïs-. No he dicho nada.
El senescal se volvió.
– ¿Le has dicho a Guilhelm que yo te había mandado llamar?
– Ya os he dicho que no lo he visto y… y no es justo que me interroguéis de este modo. Ni que me obliguéis a elegir entre mi lealtad hacia vos o hacia él. -Alaïs hizo ademán de levantarse-. Así pues, messer, a menos que haya alguna razón por la que hayáis requerido mi presencia a hora tan avanzada, os pido permiso para retirarme.
Pelletier intentó calmar la situación.
– Siéntate, siéntate. Veo que te he ofendido. Perdóname. No era mi intención.
Le tendió una mano y, al cabo de un momento, Alaïs la aceptó.
– No pretendo hablar en acertijos. Lo que no sé… Necesito aclarar mis propias ideas. Esta noche he recibido un mensaje de la mayor importancia, Alaïs. He pasado las últimas horas decidiendo qué hacer, sopesando las alternativas. Aunque creía haber tomado una resolución, y por eso te mandé llamar, las dudas persistían.
La mirada de Alaïs encontró la de su padre.
– ¿Y ahora?
– Ahora mi camino se muestra claramente ante mí. En efecto. Estoy convencido de que sé lo que debo hacer.
El color se retiró de las mejillas de la joven.
– Entonces habrá guerra -dijo ella, suavizando repentinamente el tono de su voz.
– Me parece inevitable, sí. Los signos no son buenos -dijo el senescal, sentándose-. Estamos atrapados en una situación de implicaciones demasiado vastas para que podamos controlarla, por más que queramos convencernos de lo contrario. -Dudó un momento-. Pero hay algo más importante que eso, Alaïs. Y si las cosas se tuercen para nosotros en Montpelhièr, es posible que nunca tenga oportunidad de… de decirte la verdad.
– ¿Qué puede ser más importante que la amenaza de guerra?
– Antes de que siga hablando, debes darme tu palabra de que todo lo que te diga esta noche quedará entre nosotros.
– ¿Por eso me habéis preguntado por Guilhelm?
– En parte, sí -admitió él-, pero no es ésa la única razón. Antes que nada, tienes que asegurarme que nada de lo que te diga saldrá de estas cuatro paredes.
– Tenéis mi palabra -dijo ella sin dudarlo.
Una vez más, Pelletier suspiró, pero en esta ocasión ella no notó ansiedad, sino alivio en su voz. La suerte estaba echada. El senescal había tomado una decisión. Ahora sólo restaba actuar con determinación para llegar hasta el final, fueran cuales fuesen las consecuencias.
Alaïs se acercó un poco más. La luz de las velas bailaba y titilaba en sus ojos pardos.
– Ésta es una historia -dijo él- que comienza en las antiguas tierras de Egipto, hace varios miles de años. Es la verdadera historia del Grial.
Pelletier habló hasta que el aceite de las lámparas se hubo consumido.
En la plaza, con la retirada de los últimos noctámbulos, había caído el silencio. Alaïs estaba exhausta. Tenía blancos los dedos y manchas violáceas bajo los ojos, como cardenales.
También Pelletier parecía más viejo y cansado después de hablar.
– Respondiendo a tu pregunta, te diré que no tienes que hacer nada. Todavía no, o quizá nunca. Si mañana tenemos éxito con nuestras peticiones, dispondré del tiempo y la oportunidad que necesito para llevar yo mismo los libros a un lugar seguro, como es mi deber.
– Pero ¿y si no fuera así, messer? ¿Y si os ocurriera algo? -estalló Alaïs, sintiendo el miedo en la garganta,
– Aún es posible que todo salga bien -dijo él, pero su voz carecía de vida.
– Pero ¿y si no sale bien? -insistió ella, sin aceptar sus palabras tranquilizadoras-. ¿Qué pasará si no volvéis? ¿Cómo sabré cuándo actuar?
El senescal sostuvo un momento su mirada. Entonces buscó en su bolsa hasta encontrar un paquete pequeño, envuelto en paño color crema.
– Si me ocurre algo, recibirás una pieza como ésta.
Colocó el paquete sobre la mesa y lo empujó hacia ella.
– Ábrelo.
Así lo hizo Alaïs, apartando el paño pliegue a pliegue, hasta revelar un pequeño disco de piedra clara, con dos letras labradas. Lo levantó para verlo a la luz y leyó en voz alta las letras.
– ¿NS?
– Noublesso de los Seres.
– ¿Qué es eso?
– Un merel, un emblema secreto que se hace pasar entre el pulgar y el índice. También tiene otra función, más importante, pero no hace falta que la conozcas. Te indicará que el portador es persona de confianza.
Alaïs asintió.
– Ahora dale la vuelta.
Tallado del otro lado había un laberinto, idéntico al motivo labrado en el dorso de la tabla de madera.
Alaïs contuvo la respiración.
– Lo he visto antes.
Pelletier se quitó el anillo que llevaba en el pulgar y se lo enseñó.
– Está grabado por dentro -dijo-. Todos los guardianes llevamos un anillo como éste.
– No, aquí, en el castillo. Esta mañana compré queso en el mercado. Había llevado una tabla para traerlo a casa. Este motivo está grabado en la cara inferior de la tabla.
– Imposible. No puede ser el mismo.
– Os juro que lo es.
– ¿De dónde ha salido esa tabla? -preguntó-. ¡Piénsalo, Alaïs! ¿Te la ha dado alguien? ¿Ha sido un regalo?
Alaïs sacudió la cabeza.
– No lo sé, no lo sé -dijo con desesperación-. Llevo todo el día intentando recordarlo sin éxito. Lo más extraño es que estaba segura de haber visto ese motivo en algún otro sitio, aunque la tabla no me era familiar.
– ¿Dónde está ahora?
– La dejé sobre la mesa, en mi alcoba -respondió-. ¿Por qué? ¿Os Parece importante?
– Entonces cualquiera ha podido verla -repuso él contrariado.
– Eso creo -replicó ella nerviosamente-. Guilhelm, cualquiera de los criados… No puedo saberlo.
Alaïs miró el anillo que le había dado su padre y de pronto todas las piezas encajaron.
– Creísteis que el hombre del río era Simeón, ¿verdad? -dijo lentamente-. ¿También es guardián?
Pelletier asintió.
– No había razón para creer que fuera él, pero aun así estaba convencido.
– ¿Y los otros guardianes? ¿Sabéis dónde están?
Pelletier se inclinó hacia su hija y cerró los dedos de la mano de ella en torno al merel.
– No más preguntas, Alaïs. Cuídalo bien. Mantenlo en lugar seguro. Y guarda la tabla con el laberinto fuera del alcance de miradas indiscretas. Me ocuparé de todo cuando regrese.
Alaïs se puso de pie.
– ¿Y qué hay de la tabla?
Pelletier sonrió ante su insistencia.
– Ya lo pensaré, filha.
– Pero ¿significa su presencia aquí que alguien del castillo sabe de la existencia de los libros?
– No es posible que nadie lo sepa -dijo él con firmeza-. Si albergara la menor sospecha, te lo diría. Te lo juro.
Eran las palabras de un valiente, eran palabras de lucha, pero su expresión las suavizaba.
– Pero si…
– Basta ya -dijo él suavemente, levantando los brazos-. Basta.
Alaïs se dejó envolver en su abrazo de gigante. Su olor familiar le llenó los ojos de lágrimas.
– Todo saldrá bien -dijo él en tono firme-. Tienes que tener valor. Haz únicamente lo que te he pedido, nada más -añadió, besándola en la coronilla-. Ven a despedirnos al amanecer.
Alaïs asintió, sin atreverse a hablar.
– Ben, ben. Ahora date prisa. Y que Dios te guarde.
Alaïs corrió por el pasillo oscuro y salió al patio sin tomar aliento, viendo fantasmas y demonios en cada sombra. La cabeza le daba vueltas. El viejo mundo familiar parecía de pronto una imagen especular de sí mismo, reconocible pero radicalmente diferente. Parecía como si el paquete que ocultaba bajo el vestido le estuviera quemando y horadando la piel.
Fuera, el aire estaba fresco. Casi todos se habían retirado ya a dormir aunque todavía se veían algunas luces en las habitaciones que daban a la plaza de armas. Un estallido de carcajadas de los guardias, en la torre de entrada, la sobresaltó. Por un instante creyó ver una silueta en una de las habitaciones de arriba. Pero entonces un murciélago que pasó volando delante de ella hizo que desviase la mirada; cuando volvió a mirar, la ventana estaba oscura.
Apretó el paso. Las palabras de su padre giraban en su mente, junto con todas las preguntas que debió hacerle y no le hizo.
Unos pasos más y empezó a sentir un hormigueo en la nuca. Miró por encima del hombro.
– ¿Quién anda ahí?
Nadie respondió. Volvió a preguntar. Había algo maligno en la oscuridad; podía olerlo, sentirlo. Alaïs se apresuró aún más, convencida de que la estaban siguiendo. Podía distinguir un amortiguado ruido de pasos y el sonido de una respiración pesada.
– ¿Quién anda ahí? -repitió.
De repente, una mano recia y callosa que apestaba a cerveza le atenazó la boca. La joven lanzó un grito, poco antes de sentir un brusco golpe en la nuca; entonces se desplomó.
Pareció tardar mucho tiempo en llegar al suelo. Después sintió unas manos que reptaban por su cuerpo, como ratas en una bodega, hasta encontrar lo que buscaban.
– Aquí está.
Fue lo último que Alaïs oyó antes de que la oscuridad se cerrara sobre ella.
Pico de Soularac
Montes Sabarthès
Sudoeste de Francia
Lunes 4 de julio de 2005
Alice! ¡Alice! ¿Me oyes? Sus ojos parpadearon y se abrieron.
El aire era gélido y húmedo, como en una iglesia sin caldear. No estaba flotando, sino tumbada en el suelo duro y frío.
«¿Dónde demonios estoy?» Sentía la tierra húmeda, áspera y desigual bajo los brazos y las piernas. Se movió. Piedras de aristas agudas y trozos de grava le rozaron dolorosamente la piel.
No, no era una iglesia. Recuperó el destello de un recuerdo. Iba andando por un túnel largo y oscuro, hacia una cámara de piedra. Y entonces, ¿qué? Las imágenes eran borrosas y se deshilachaban por los márgenes. Alice intentó mover la cabeza. Fue un error. El dolor le estalló en la base del cráneo. Sintió chapotear la náusea en su estómago, como el agua acumulada en la sentina de un barco con la madera podrida.
– Alice, ¿me oyes?
Alguien le hablaba. Una voz preocupada, angustiada, una voz que conocía.
– ¡Alice! ¡Despierta!
Intentó levantar la cabeza. Esta vez el dolor no fue tan intenso. Gradualmente, con mucho cuidado, pudo incorporarse un poco.
– Gracias a Dios -murmuró Shelagh con alivio.
Sintió unas manos bajo los brazos que la ayudaron a sentarse. Todo era siniestro y oscuro, excepto los círculos danzarines de la luz de las linternas. Dos linternas. Alice forzó la vista y reconoció a Stephen, uno de los miembros de más edad del equipo, de pie detrás de Shelagh, con la luz reflejada en las gafas de montura metálica.
– Alice, dime algo. ¿Me oyes? -dijo Shelagh.
«No estoy segura. Quizá.»
Alice intentó hablar, pero tenía la boca paralizada y no le salieron las palabras. Trató de hacer un gesto afirmativo, pero la cabeza le daba vueltas de puro agotamiento. Tuvo que apoyarla sobre las rodillas para no desmayarse.
Con Shelagh a un lado y Stephen al otro, se fue incorporando centímetro a centímetro, hasta quedar sentada en el escalón de piedra, con las manos sobre las rodillas. Todo parecía moverse adelante y atrás y de un lado a otro, como en una película desenfocada.
Shelagh se arrodilló frente a ella. Le hablaba, pero Alice no conseguía entender lo que decía. Sus palabras sonaban distorsionadas, como un disco sonando a otra velocidad. La embistió una nueva oleada de náuseas, mientras la inundaban más recuerdos inconexos: el ruido de la calavera que se alejaba rodando por el suelo, en la oscuridad; su mano tendida para recoger el anillo, y la certeza de haber perturbado algo que dormitaba en los rincones más profundos de la montaña, algo maligno.
Después, nada.
Tenía frío. Sintió la carne de gallina en los brazos y las piernas desnudos. Sabía que no podía haber estado inconsciente mucho tiempo, no más de unos cuantos minutos, como máximo. Unos minutos de nada. Pero por lo visto habían sido suficientes para desplazarse de un mundo a otro.
Alice se estremeció. Otro recuerdo. El de soñar otra vez el mismo sueño. Primero, la sensación de paz y ligereza, cuando todo era blanco y claro. Después, la caída en picado a través del cielo vacío, y el suelo que subía aceleradamente a su encuentro. No había colisión, no había impacto; sólo las verdes columnas oscuras de los árboles sobre su cabeza. Después, el fuego, el rugiente muro rojo, dorado y amarillo de las llamas.
Se rodeó el cuerpo con los brazos. ¿Por qué había vuelto a tener ese sueño? Durante toda su infancia, la había atormentado, siempre la misma pesadilla que no conducía a ninguna parte. Mientras sus padres dormían sin sospechar nada en su habitación, del otro lado de la casa, Alice pasaba noche tras noche despierta en la oscuridad, agarrada a las mantas, decidida a derrotar sola sus demonios.
Pero de eso hacía años. Hacía años que aquel sueño no la molestaba.
– ¿Te parece que intentemos ponerte de pie? -le estaba diciendo Shelagh.
«No significa nada. Que haya sucedido una vez no significa que vaya a empezar de nuevo.»
– Alice -dijo Shelagh, en tono un poco más seco e impaciente-, ¿te sientes capaz de ponerte de pie? Tenemos que llevarte al campamento, para que te reconozcan.
– Creo que sí -dijo por fin. La voz no parecía suya-. No tengo muy bien la cabeza.
– Puedes hacerlo, Alice. Vamos, inténtalo, ahora.
Alice bajó la vista y reparó en su muñeca, roja e hinchada. «Mierda.» No se acordaba bien, no quería acordarse.
– No sé muy bien qué ha pasado. Esto de aquí -dijo, levantando la mano- sucedió fuera.
Shelagh rodeó a Alice con los brazos, para cargar con su peso.
– ¿Está bien así?
Alice le pasó un brazo por el hombro y dejó que Shelagh la ayudara a ponerse en pie. Stephen la cogió por el otro brazo. La joven se balanceó un poco de lado a lado, buscando el equilibrio, pero al cabo de unos segundos el mareo había pasado y sus embotadas extremidades comenzaron a recuperar la sensibilidad. Con cuidado, empezó a flexionar y estirar los dedos, sintiendo el tirón de la piel sobre los nudillos.
– Estoy bien. Dadme sólo un minuto.
– ¿Cómo diablos se te ha podido ocurrir venir sola hasta aquí?
– Estaba…
Alice se interrumpió sin saber qué decir. Era típico de ella quebrantar las reglas y acabar metida en problemas.
– Hay algo que tenéis que ver. Ahí abajo. En el nivel inferior.
Shelagh siguió con su linterna la dirección de la mirada de Alice. Las sombras parecieron escabullirse por las paredes y el techo de la cueva.
– No, ahí no -dijo Alice-. Abajo.
Shelagh bajó el haz de luz.
– Delante del altar.
– ¿Altar?
La potente luz blanca cortó como un foco antiaéreo la negrura de tinta de la caverna. Durante una fracción de segundo, la sombra del altar se recortó contra la pared rocosa que tenía detrás, como una letra griega «pi» dibujada sobre el laberinto labrado en la piedra. Entonces Shelagh movió la mano, la imagen se desvaneció y la linterna encontró el sepulcro. Los pálidos huesos saltaron hacia ellos desde la oscuridad.
De inmediato, el ambiente cambió. Shelagh hizo una breve y profunda inspiración. Como una autómata, bajó uno, después dos y finalmente tres peldaños. Parecía haberse olvidado de Alice.
Stephen hizo ademán de seguirla.
– No -dijo ella secamente-. Quédate ahí.
– Sólo iba a…
– Lo que puedes hacer es ir a buscar al doctor Brayling. Cuéntale lo que hemos encontrado. ¡Ahora! -añadió con un grito, al ver que no se movía.
Stephen dejó su linterna en manos de Alice y desapareció por la galería sin decir nada. La joven pudo oír el crujido de sus botas sobre la grava, cada vez más tenue, hasta que la oscuridad se tragó el sonido.
– No tenías por qué gritarle -empezó a decir Alice. Shelagh la interrumpió con brusquedad.
– ¿Has tocado algo?
– No exactamente, pero…
– Pero ¿qué?
Otra vez, la misma agresividad.
– Había algunas cosas en la tumba -prosiguió Alice-. Te las puedo enseñar.
– ¡No! -gritó Shelagh-. No -añadió en seguida, un poco más serena-. No quiero que nadie baje ahí a pisotearlo todo.
Alice estuvo a punto de decirle que era un poco tarde para eso, pero se contuvo. No tenía ningún deseo de acercarse otra vez a los esqueletos. Las órbitas ciegas y los huesos desmoronados estaban impresos con demasiada claridad en su mente.
La figura de Shelagh se cernía sobre la tumba poco profunda. Había algo desafiante en la forma en que movía el haz de la linterna sobre los cadáveres, arriba y abajo, como examinándolos. Era casi irrespetuoso. La luz incidió sobre la hoja roma del cuchillo cuando Shelagh se arrodilló junto a los esqueletos, de espaldas a Alice.
– ¿Dices que no has tocado nada? -preguntó bruscamente, volviéndose para echar una mirada flamígera por encima del hombro-. ¿Y cómo es que están aquí tus pinzas?
Alice se ruborizó.
– Me has interrumpido antes de que pudiera terminar. Lo que iba a decirte es que cogí un anillo, con las pinzas, antes de que me preguntes, y que se me cayó cuando oí que veníais por el túnel.
– ¿Un anillo? -repitió Shelagh.
– Debe de haber rodado y quizá se haya metido debajo de algo.
– No lo veo -dijo Shelagh, poniéndose de pie súbitamente y volviendo junto a Alice-. Salgamos de aquí. Tenemos que hacer que te miren esas heridas.
Alice la miró desconcertada. No le devolvía la mirada el rostro de una amiga, sino el de una extraña. Irritada, dura, severa.
– Pero ¿no quieres…?
– ¡Santo Dios, Alice! -dijo, agarrándola por un brazo-. ¿No has hecho ya suficiente? ¡Tenemos que irnos!
Después de la oscuridad aterciopelada de la cueva, cuando emergieron de la sombra de la roca el día resultaba tremendamente luminoso. El sol pareció estallar en la cara de Alice, como un fuego de artificio en un negro cielo de noviembre.
Se protegió los ojos con las manos. Se sentía totalmente desorientada, incapaz de situarse en el tiempo ni en el espacio. Era como si el mundo se hubiera parado mientras ella estaba en la cámara subterránea. Era el mismo paisaje familiar, pero transformado en algo diferente.
«¿O será sólo que lo veo con otros ojos?»
Los reverberantes picos de los Pirineos, a lo lejos, habían perdido su definición. Los árboles, el cielo e incluso la montaña misma parecían tener menos sustancia, ser menos reales. Alice sintió que cualquier cosa que tocara se desplomaría como la escenografía de un estudio cinematográfico, revelando el verdadero mundo oculto detrás.
Shelagh no dijo nada. Iba bajando a paso rápido la montaña, con el móvil pegado al oído, sin molestarse en comprobar si Alice se encontraba bien. Ésta se apresuró para darle alcance.
– Shelagh, aguarda un momento. Espera. -Tocó el brazo de Shelagh-. Oye, lo siento mucho. Ya sé que no debí entrar ahí yo sola. No sé en qué estaría pensando.
Shelagh no pareció oírla. Ni siquiera se volvió, pero cerró el teléfono con un golpe seco.
– No vayas tan rápido. No puedo seguirte.
– De acuerdo -dijo Shelagh, dándose la vuelta para mirarla-. Ya me he parado.
– ¿Qué está pasando aquí?
– Dímelo tú. ¿Qué es exactamente lo que quieres que te diga? ¿Que no tiene importancia? ¿Que te consuele después de que lo has fastidiado todo?
– No, yo…
– Porque sí tiene importancia, ¿sabes? Ha sido una completa, increíble y jodida imbecilidad que te metieras ahí dentro tú sola. Has contaminado el yacimiento y Dios sabe qué más. ¿A qué demonios estás jugando?
Alice levantó las manos.
– Lo sé, lo sé, y de verdad que lo siento -repetía, consciente de lo inadecuadas que sonaban sus palabras.
– ¿Tienes idea de cómo me dejas a mí? Yo di la cara por ti. Yo convencí a Brayling para que te dejara venir. ¡Gracias por jugar a Indiana Jones! Probablemente la policía suspenderá toda la excavación. Brayling me culpará a mí. Todo lo que he hecho para llegar hasta aquí, para conseguir un lugar en esta excavación… El tiempo que he dedicado…
Shelagh se interrumpió y se pasó los dedos por el pelo cortísimo y decolorado.
«No es justo.»
– Oye, espera un poco. -Aunque sabía que Shelagh tenía todo el derecho a estar enfadada, Alice no pudo soportarlo más-. Estás siendo injusta. Reconozco que fue una estupidez entrar. Debí pensármelo mejor, lo admito. Pero ¿no crees que estás exagerando? ¡Mierda, no lo he hecho adrede! No creo que Brayling vaya a llamar a la policía. Prácticamente no he tocado nada. Nadie se ha hecho daño.
Shelagh se soltó con tanta fuerza de la mano de Alice que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.
– Brayling llamará a las autoridades -dijo Shelagh hirviendo de ira-, porque como tú misma sabrías si alguna vez te molestaras en escuchar una maldita palabra de lo que digo, el permiso para excavar fue concedido contra la opinión de la policía, y con la condición de que todo hallazgo de restos humanos fuera inmediatamente denunciado a la Pólice Judiciaire.
Alice sintió el estómago en los pies.
– Pensé que no era más que retórica burocrática. Nadie parecía tomárselo en serio. Todos se pasaban el día gastando bromas al respecto.
– ¡Obviamente, tú no te lo tomabas en serio! -exclamó Shelagh-. Pero ¡los demás sí que nos lo tomábamos en serio, siendo como somos profesionales y sintiendo como sentimos un mínimo de respeto por lo que hacemos!
«Esto no tiene sentido.»
– Pero ¿por qué iba a interesarle a la policía una excavación arqueológica?
Shelagh estalló.
– ¡Dios santo, Alice! Sigues sin entenderlo, ¿verdad? Ni siquiera ahora. El porqué no importa una mierda. Las cosas son así. No te corresponde a ti decidir qué reglas respetar y cuáles ignorar.
– Nunca he dicho…
– ¿Por qué tienes que cuestionarlo todo siempre? Siempre crees saber más que los demás; siempre quieres quebrantar las reglas, ser diferente.
Para entonces, Alice también estaba gritando.
– ¡Eso es completamente injusto! Yo no soy así y tú lo sabes. Es sólo que no pensé que…
– Ahí está el problema. No piensas nunca en nada, excepto en ti misma. Y en conseguir lo que quieres.
– Esto es una locura, Shelagh. ¿Por qué iba a querer complicarte las cosas deliberadamente? Escucha tú misma lo que estás diciendo. -Alice hizo una profunda inspiración, tratando de controlar su temperamento-. Mira, reconoceré ante Brayling que la culpa ha sido mía; pero bueno, ha sido eso y nada más… Tú sabes muy bien que en circunstancias normales yo no irrumpiría sola en un sitio como ése, pero…
Hizo otra pausa.
– ¿Pero…?
– Va a parecerte estúpido, pero de alguna manera me atrajo. Sabía que la cámara subterránea estaba ahí. No puedo explicarlo, simplemente lo sabía. Una intuición. Un déjà vu. Como si ya hubiese estado antes.
– ¿Crees que así lo mejoras? -dijo Shelagh en tono sarcástico-. ¡Dios santo, no me lo puedo creer! ¡Una intuición! Es patético.
Alice sacudió la cabeza.
– Fue algo más que eso.
– Sea como sea, ¿qué demonios hacías excavando ahí, tú sola? ¿Ves como tengo razón? Quebrantas las reglas porque sí, sin motivo.
– No -dijo-, no ha sido eso. Vi algo debajo del peñasco y, como era mi último día, pensé que podría hacer un poco más. -Su voz se fue apagando-. Solamente quería averiguar si merecía la pena investigar -dijo, dándose cuenta de su error cuando ya era tarde-. No pretendía…
– ¿Me estás diciendo que, además de todo lo otro, has encontrado algo? ¡Mierda! ¿Has encontrado algo y no te has molestado en decírselo a nadie?
– Yo…
Shelagh tendió la mano.
– Dámelo.
Alice sostuvo su mirada por un momento; después se puso a rebuscar en el bolsillo de sus vaqueros recortados, sacó el objeto envuelto en el pañuelo y se lo dio. No respondía de sus nervios si se ponía a hablar.
Se quedó mirando, mientras Shelagh abría los pliegues blancos de algodón, dejando al descubierto la hebilla que había dentro. Alice no pudo evitar tender una mano.
– Es preciosa, ¿verdad? La manera en que el cobre de las esquinas refleja la luz, aquí y aquí… -Dudó un momento-. Creo que quizá perteneció a alguno de los que están en la cueva.
Shelagh levantó la vista. Su estado de ánimo había sufrido otra transformación. La cólera había desaparecido.
– No tienes idea de lo que has hecho, Alice. Ni la menor idea -dijo doblando el pañuelo-. Yo llevaré esto abajo.
– Yo…
– Déjalo ya, Alice. No me apetece hablar contigo ahora. Lo que digas no hará más que empeorar las cosas.
«¿Qué demonios es todo esto?»
Alice se quedó parada, sin salir de su asombro, mientras Shelagh se alejaba. El acceso de ira había salido de la nada y había sido exagerado incluso para Shelagh, que era capaz de sulfurarse por una nadería, pero se había esfumado con idéntica rapidez.
Alice se sentó en la roca más próxima y apoyó la muñeca magullada sobre la rodilla. Le dolía todo el cuerpo y estaba completamente exhausta, pero también sentía herido el corazón. Sabía que la excavación tenía financiación privada, y no de una universidad ni de ninguna otra institución, por lo que no estaba sujeta a las reglamentaciones restrictivas que pesaban sobre otras expediciones. Como resultado, la competencia para entrar en el equipo había sido feroz. Shelagh estaba trabajando en Mas d’Azil, unos kilómetros al noroeste de Foix, cuando oyó hablar por primera vez de la excavación en los montes Sabarthès. Según ella misma contó, había bombardeado al director, el doctor Brayling, con cartas, mails y recomendaciones, hasta que finalmente, dieciocho meses atrás, había vencido su resistencia, incluso entonces, Alice se había preguntado por qué estaría Shelagh tan obsesionada.
Alice miró hacia abajo. Shelagh la había adelantado tanto que casi se había perdido de vista, su alargada y enjuta figura semiescondida entre los matorrales y las hierbas altas de las laderas más bajas. Ya no había esperanza de darle alcance, aunque lo hubiese querido.
Alice suspiró. Estaba al límite de sus fuerzas. «Como siempre.» Estaba sola. «Mejor así.» Era orgullosamente autosuficiente y prefería no confiar en ninguna otra persona. Pero en ese instante no estaba segura de tener bastante reserva de energía como para llegar al campamento. El sol era demasiado despiadado y sus piernas demasiado débiles. Bajó los ojos para mirar el corte que tenía en el brazo. Había empezado a sangrar otra vez, peor que nunca.
Alice recorrió con la vista el abrasado paisaje estival de los montes Sabarthès, todavía en su paz intemporal. Por un momento se sintió bien. Después, bruscamente, fue consciente de otra sensación, un pinchazo en la base de la columna. Anticipación, una sensación de expectación. Reconocimiento.
«Todo termina aquí.»
Alice hizo una profunda inspiración. El corazón empezó a latirle más de prisa.
«Termina donde empezó.»
De pronto, sintió la cabeza llena de sonidos susurrados e inconexos, como ecos en el tiempo. Las palabras inscritas en lo alto de los peldaños volvieron a resonar en su mente. Pas a pas. Daban vueltas y más vueltas en su cabeza, como una cancioncilla infantil recordada a medias.
«Es imposible. Es una tontería.»
Conmocionada, Alice apoyó las manos sobre las rodillas y se obligó a ponerse de pie. Tenía que volver al campamento. Golpe de calor, deshidratación. Tenía que apartarse del sol y beber un poco de agua.
Poco a poco, empezó a descender, sintiendo en las piernas cada pequeña irregularidad del suelo de la montaña. Tenía que alejarse de las rocas y de sus ecos, y de los espíritus que allí vivían. No sabía lo que le estaba ocurriendo, sólo que tenía que huir.
Apresuró cada vez más el paso, casi hasta correr, trastabillando con las piedras y los pedruscos de aristas aguzadas que sobresalían de la tierra seca. Pero las palabras habían arraigado en su mente y se repetían con sonora claridad, como un mantra.
«Paso a paso nos abrimos camino. Paso a paso.»
El termómetro rozaba los treinta y tres grados a la sombra. Eran casi las tres de la tarde. Sentada bajo el toldo de lona, Alice sorbía obediente una Orangina que le habían puesto entre las manos. Las burbujas tibias le crepitaban en la garganta, mientras el azúcar entraba aceleradamente en su torrente sanguíneo. Había un olor intenso a vendajes, apósitos y antisépticos.
El corte en el interior del codo había sido desinfectado y vendado. Le habían aplicado un blanco vendaje nuevo en la muñeca, hinchada como una pelota de tenis, y le habían desinfectado los pequeños cortes y abrasiones que le cubrían las rodillas y las espinillas.
«Tú te lo has buscado.»
Se contempló en el pequeño espejo que colgaba del mástil de la tienda. Una carita en forma de corazón, con inteligentes ojos castaños, le devolvió la mirada. Debajo de las pecas y la piel bronceada, estaba pálida. Tenía un aspecto lamentable, con el pelo lleno de polvo y manchas de sangre seca en el delantero de la camiseta.
Lo único que quería era volver a su hotel, en Foix, quitarse la mugrienta ropa y darse una larga ducha de agua fría. Después bajaría a la plaza, pediría una botella de vino y no se movería durante el resto del día.
«Y no pensaría en lo sucedido.»
No parecía muy probable que pudiera hacerlo.
La policía había llegado media hora antes. En el aparcamiento, al pie de la ladera, una fila de vehículos oficiales azules y blancos aparecía alineada junto a los deteriorados Citroën y Renault de los arqueólogos. Era como una invasión.
Alice había supuesto que primero se ocuparían de ella, pero aparte de preguntarle si había sido quien había hallado los esqueletos y de anunciarle que la interrogarían a su debido tiempo, la habían dejado sola. No se le acercaba nadie. Alice lo comprendía. Ella era la culpable de todo el ruido, el caos y la confusión. No era mucho lo que podía hacer al respecto. De Shelagh no había ni rastro.
La presencia de la policía había cambiado el carácter del campamento. Parecía haber docenas de agentes, todos con camisas azul claro, botas negras hasta las rodillas y pistolas en las caderas, concentrados como un enjambre de avispas sobre la ladera de la montaña, levantando una polvareda y gritándose instrucciones en un francés demasiado rápido y cerrado para que ella pudiera entenderlo.
De inmediato acordonaron la cueva, extendiendo una tira de cinta plástica a través de la entrada. El ruido de sus actividades reverberaba en el aire quieto de la montaña. Alice podía oír el zumbido del rebobinado automático de las cámaras de fotos, compitiendo con el canto de las cigarras.
Unas voces transportadas por la brisa le llegaron flotando desde el aparcamiento. Alice se volvió y vio al doctor Brayling subiendo la escalera, en compañía de Shelagh y del corpulento oficial de policía que parecía estar al mando.
– Obviamente, esos esqueletos no pueden pertenecer a las dos personas que están buscando -insistió el doctor Brayling-. Esos huesos tienen claramente cientos de años. Cuando se lo notifiqué a las autoridades, ni por un momento pensé que éste iba a ser el resultado -añadió, haciendo un amplio gesto con las manos-. ¿Tiene idea del daño que están causando sus hombres? Le aseguro que no estoy nada conforme.
Alice estudió al inspector, un hombre de mediana edad, bajo, moreno y pesado, con más barriga que pelo. Estaba sin aliento y era evidente que el calor lo hacía sufrir mucho. Apretaba un pañuelo flácido, que usaba para enjugarse el sudor de la cara y el cuello con muy escasos resultados. Incluso a distancia, Alice distinguía los círculos de sudor bajo sus axilas y en los puños de su camisa.
– Le ruego disculpe la molestia, monsieur le directeur -dijo lenta y ceremoniosamente-. Pero tratándose de una excavación privada, estoy seguro de que podrá explicar la situación a su patrocinador.
– El hecho de que tengamos la suerte de que nos financie un particular y no una institución pública es irrelevante. Lo verdaderamente irritante, por no mencionar los inconvenientes de índole práctica, es la suspensión de los trabajos sin motivo alguno. Nuestra tarea aquí es de la mayor importancia.
– Doctor Brayling -dijo el inspector Noubel, como si llevaran un buen rato hablando de lo mismo-, tengo las manos atadas. Estamos en medio de una investigación de asesinato. Ya ha visto los carteles de las dos personas desaparecidas, oui? Así pues, con o sin inconvenientes, hasta que quede demostrado a nuestra entera satisfacción que los huesos hallados no son los de nuestros desaparecidos, sus trabajos quedarán suspendidos.
– ¡Por favor, inspector! Pero ¡si es evidente que los esqueletos tienen cientos de años!
– ¿Los ha examinado?
– A decir verdad, no -respondió Brayling-. No como es debido, desde luego que no. Pero es obvio. Sus forenses me darán la razón.
– Estoy seguro de que así será, doctor Brayling, pero hasta entonces -Noubel se encogió de hombros-, no puedo decir nada más.
– Comprendo su situación, inspector -intervino Shelagh-, pero ¿puede al menos darnos una idea de cuándo cree que habrán terminado aquí?
– Bientôt. Pronto. Yo no pongo las reglas.
El doctor Brayling levantó los brazos en un gesto de desesperación.
– ¡En ese caso, me veré obligado a saltarme la jerarquía y acudir a alguien con más autoridad! ¡Esto es completamente ridículo!
– Como quiera -replicó Noubel-. Mientras tanto, además del nombre de la señorita que encontró los cadáveres, necesito una lista de todos los que hayan entrado en la cueva. Cuando hayamos concluido nuestra investigación preliminar, retiraremos los cuerpos de la cueva, y entonces usted y su equipo podrán irse si así lo desean.
Alice observaba el desarrollo de la escena.
Brayling se marchó. Shelagh apoyó una mano en el brazo del inspector, pero en seguida la retiró. Parecieron hablar. En cierto momento, se dieron la vuelta y miraron el aparcamiento que tenían a sus espaldas. Alice siguió la dirección de sus miradas, pero no vio nada de interés.
Pasó media hora y tampoco se le acercó nadie.
Alice rebuscó en su mochila (que probablemente habrían bajado de la montaña Stephen o Shelagh) y sacó un lápiz y un bloc de dibujo, que abrió por la primera página en blanco.
«Imagínate de pie en la entrada, mirando el túnel.»
Alice cerró los ojos y se vio a sí misma, con las manos apoyadas a ambos lados de la angosta entrada. Lisa. La roca era asombrosamente lisa, como pulida o desgastada por el roce. Un paso adelante, en la oscuridad.
«El suelo era cuesta abajo.»
Alice empezó a dibujar, trabajando de prisa, después de fijar las dimensiones del espacio en su cabeza. Túnel, abertura, cámara. En una segunda hoja, dibujó el área inferior, desde los peldaños hasta el altar, con los esqueletos en medio. Además de bosquejar la tumba, escribió una lista de los objetos: el cuchillo, la bolsa de cuero, el fragmento de paño, el anillo. La cara superior de éste era totalmente lisa y plana, asombrosamente gruesa, con un surco estrecho a lo largo del centro. Era raro que el grabado estuviera en la cara inferior, donde nadie podía verlo. Sólo la persona que lo usara sabría de su existencia. Era una réplica en miniatura del laberinto tallado en el muro de detrás del altar.
Alice se recostó en la silla, renuente en cierto modo a plasmar la imagen en el papel. ¿Qué tamaño tendría? ¿Unos dos metros de diámetro? ¿Más? ¿Cuántas vueltas?
Trazó un círculo que ocupaba casi toda la hoja y entonces se detuvo. ¿Cuántas líneas? Alice sabía que reconocería el motivo si volvía a verlo, pero como sólo había tenido el anillo en la mano un par de segundos y había visto el relieve desde cierta distancia y en la oscuridad, le resultaba difícil recordarlo con exactitud.
En algún lugar del desordenado desván de su memoria estaban los conocimientos que necesitaba: las lecciones de historia y latín que había estudiado encogida en el sofá, mientras sus padres veían los documentales de la BBC; en su habitación, una pequeña librería de madera, con su libro favorito en el estante más bajo, una enciclopedia ilustrada de mitología, con las hojas brillantes y multicolor desgastadas en las esquinas de tanto leerla.
«Había un dibujo de un laberinto.»
Con los ojos de la mente, Alice encontró la página justa.
«Pero era diferente.» Colocó las imágenes recordadas una junto a otra, como en el pasatiempo de los periódicos que consiste en descubrir las diferencias.
Cogió un lápiz y lo intentó de nuevo, resuelta a hacer algún progreso. Trazó otro círculo dentro del primero y trató de conectarlos entre sí. El resultado no la convenció. Su segundo intento no fue mejor, ni tampoco el siguiente. Comprendió que no sólo era cuestión de determinar cuántos anillos procedían en espiral hacia el centro, sino que había algo fundamentalmente erróneo en su dibujo.
Alice prosiguió, con su entusiasmo inicial sustituido por una gris frustración. La montaña de papeles arrugados a sus pies no hacía más que crecer.
– Madame Tanner?
Alice dio un brinco, que le hizo rayar toda la hoja con el lápiz.
– Docteur Tanner -corrigió ella automáticamente al inspector, mientras se ponía de pie.
– Je vous demande pardon, docteur. Je m’appelle Noubel. Police Judiciaire, département de l’Ariège.
Noubel le enseñó brevemente su identificación. Alice hizo como que la leía, al tiempo que guardaba apresuradamente todas sus cosas en la mochila. No quería que el inspector viera sus bosquejos fallidos.
– Vous préférez parler en anglais?
– Sí, creo que sería lo más sensato, gracias.
El inspector Noubel iba acompañado de un oficial uniformado, de mirada atenta y penetrante. Parecía tener apenas edad suficiente para haber salido de la academia. No le fue presentado.
Noubel acomodó su voluminosa anatomía en otra de las raquíticas sillas de camping. No le fue fácil. Los muslos sobresalían del asiento de lona.
– Et alors, madame. Su nombre completo, por favor.
– Alice Grace Tanner.
– ¿Fecha de nacimiento?
– Siete de enero de 1974.
– ¿Casada?
– ¿Es importante? -replicó ella secamente.
– A efectos de información, doctora Tanner -dijo el inspector suavemente.
– No -contestó ella-, no estoy casada.
– ¿Domicilio?
Alice le dio las señas del hotel de Foix donde se alojaba y la dirección de su casa en Inglaterra, deletreándole las palabras que para un francés resultarían poco familiares.
– ¿No queda Foix un poco lejos para venir desde allí todos los días?
– Como no había sitio en la casa de la expedición…
– Bien. Tengo entendido que es usted voluntaria. ¿Es así?
– Así es. Shelagh, es decir, la doctora O’Donnell, es amiga mía desde hace muchísimo tiempo. Fuimos juntas a la universidad, antes de…
«Limítate a responder sus preguntas. No necesita saber la historia de tu vida.»
– He venido de visita. La doctora O’Donnell conoce bien esta parte de Francia. Cuando supo que tenía unos asuntos que atender en Carcasona, Shelagh me propuso que diera un rodeo hasta aquí, para que pudiéramos pasar unos días juntas. Unas vacaciones de trabajo.
Noubel garabateaba en su libreta.
– ¿Es usted arqueóloga?
Alice sacudió la cabeza.
– No, pero creo que es frecuente recurrir a voluntarios, ya sean aficionados o estudiantes de arqueología, para hacer las tareas más sencillas.
– ¿Cuántos voluntarios más hay aquí?
Se le encendieron las mejillas, como si la hubieran sorprendido mintiendo.
– A decir verdad, ninguno, al menos de momento. Son todos arqueólogos o estudiantes.
Noubel la miró fijamente.
– ¿Y hasta cuándo piensa quedarse?
– Hoy es mi último día. O por lo menos lo era… incluso antes de esto.
– ¿Y Carcasona?
– Tengo una reunión allí el miércoles por la mañana y pienso quedarme unos días para hacer un poco de turismo. Vuelvo a Inglaterra el domingo.
– Una ciudad preciosa -dijo Noubel.
– No he estado nunca.
Noubel suspiró y volvió a enjugarse con el pañuelo el sudor de la frente enrojecida.
– ¿Y qué tipo de reunión es ésa?
– No lo sé exactamente. Alguien de la familia que vivía en Francia me ha dejado algo en herencia. -Hizo una pausa, reacia a explicar nada más-. Sabré algo más el miércoles, cuando haya hablado con la notaria.
Noubel hizo otra anotación. Alice intentó ver lo que estaba escribiendo, pero no pudo descifrar su escritura mirándola del revés. Para su alivio, cambió de tema.
– Entonces es usted doctora…
Noubel dejó el comentario en suspenso.
– Sí, pero no soy médico -replicó, aliviada al sentirse sobre terreno más seguro-. Soy profesora, tengo un doctorado. En literatura inglesa -Noubel no pareció entenderla-. Pas médecin. Pas généraliste -explicó ella-. Je suis professeur.
Noubel suspiró e hizo otra anotación.
– Bon. Aux affaires. -Su tono ya no era cordial-. Estaba trabajando sola allá arriba. ¿Es una práctica habitual?
De inmediato, Alice se puso en guardia.
– No -dijo lentamente-, pero como era mi último día, quise seguir. Estaba segura de que encontraríamos algo.
– ¿Debajo del peñasco que protegía la entrada? Sólo para aclarar este punto, ¿puede decirme cómo se decide quién excava en cada sitio?
– El doctor Brayling y Shelagh, es decir, la doctora O’Donnell, tienen un plan del terreno que esperan abrir, dentro del tiempo disponible, y dividen el yacimiento en consecuencia.
– Entonces, ¿fue el doctor Brayling quien la envió a esa zona? ¿O la doctora O’Donnell?
«El instinto. Simplemente sabía que había algo ahí.»
– En realidad, no. Subí por la ladera de la montaña porque estaba segura de que había algo. -Dudó un momento-. No pude encontrar a la doctora O’Donnell para pedirle permiso, de modo que… tomé una… una decisión práctica.
Noubel frunció el ceño.
– Ya veo. Entonces, estaba trabajando. El peñasco se soltó. Cayó. ¿Qué ocurrió después?
Había auténticas lagunas en su memoria, pero Alice respondió lo mejor que pudo. El inglés de Noubel era bueno, aunque demasiado formal, y sus preguntas eran directas.
– Oí algo en el túnel, detrás de mí, y…
De pronto, las palabras se le secaron en la garganta. Algo que había suprimido en su mente volvió a ella con un golpe seco, con una sensación punzante en el pecho, como si…
«¿Como si qué?»
Alice se respondió a sí misma. «Como si me hubiesen apuñalado.» Así lo había sentido. La hoja de un arma blanca hundiéndose en su carne, precisa y limpia. No había habido dolor, sólo una ráfaga de aire frío y un tenue espanto.
«¿Y después?»
La luz brillante, gélida e insustancial. Y oculto en su interior, un rostro. Un rostro de mujer.
La voz de Noubel se abrió paso a través de los recuerdos que afloraban, dispersándolos.
– ¿Doctora Tanner?
«¿Habían sido alucinaciones?»
– ¿Doctora Tanner? ¿Mando buscar a alguien?
Alice se lo quedó mirando por un instante, con ojos vacíos.
– No, no, gracias. Estoy bien. Ha sido sólo el calor.
– Me estaba diciendo que la había sorprendido un ruido…
Se obligó a concentrarse.
– Así es. La oscuridad me desorientaba. No podía determinar de dónde venía el ruido y eso me dio miedo. Ahora me doy cuenta de que no eran más que Shelagh y Stephen.
– ¿Stephen?
– Stephen Kirkland. K-i-r-k-l-a-n-d.
Noubel le enseñó brevemente la página de su libreta, para que confirmara la grafía. Alice asintió con la cabeza.
– Shelagh vio que caía el peñasco y subió a ver qué pasaba. Stephen la siguió, supongo -volvió a titubear-. No estoy segura de lo que sucedió después. -Esta vez, la mentira acudió fácilmente a sus labios-. Debí de tropezar con los peldaños o algo así. Lo siguiente que recuerdo es que Shelagh me llamaba por mi nombre.
– La doctora O’Donnell dice que estaba usted inconsciente cuando la encontraron.
– Sólo por unos instantes. No creo que perdiera el conocimiento más de uno o dos minutos. Sea como sea, no me pareció mucho tiempo.
– ¿Ha sufrido desmayos en otras ocasiones, doctora Tanner?
Alice se sobresaltó al venirle a la mente el recuerdo aterrador de la primera vez que le había sucedido.
– No -mintió.
Noubel no reparó en su repentina palidez.
– Dice que estaba oscuro -señaló- y que por eso tropezó. Pero ¿antes de eso tenía alguna luz?
– Tenía un mechero, pero se me cayó cuando oí el ruido. Y también el anillo.
La reacción del inspector fue inmediata.
– ¿Un anillo? -preguntó secamente-. No había mencionado ningún anillo.
– Había un anillo pequeño de piedra entre los esqueletos -dijo, alarmada por la expresión del rostro del policía-. Lo recogí con las pinzas, para verlo mejor, pero antes de…
– ¿Qué clase de anillo? -la interrumpió él-. ¿De qué material?
– No lo sé. Algún tipo de piedra; no era de oro, ni de plata, ni nada de eso. No tuve ocasión de verlo bien.
– ¿Tenía algo grabado? ¿Letras, un sello, algún dibujo?
Alice abrió la boca para responder, pero en seguida la cerró. De repente, no quiso decirle nada más.
– No sé, lo siento. Fue todo tan rápido.
Noubel se la quedó mirando un momento y después chasqueó los dedos, para llamar la atención del joven oficial que tenía detrás. Alice pensó que él también parecía agitado.
– Biau, on a trouvé quelque chose comme ça?
– Je ne sais pas, monsieur l’inspecteur.
– Dépêchez-vous, alors. Il faut le chercher… Et informez-en monsieur Authié. Allez! Vite!
Alice notaba una persistente franja de dolor detrás de los ojos, a medida que el efecto de los analgésicos empezaba a disiparse.
– ¿Tocó alguna otra cosa, doctora Tanner?
– Desplacé accidentalmente uno de los cráneos con el pie -respondió ella, frotándose las sienes con los dedos-. Pero aparte de eso y del anillo, nada. Como ya le he dicho.
– ¿Y qué me dice del objeto que encontró debajo del peñasco?
– ¿La hebilla? Se la di a la doctora O’Donnell cuando salimos de la cueva -replicó, levemente molesta por el recuerdo-. No tengo idea de lo que habrá hecho con ella.
Pero Noubel ya no la escuchaba. No hacía más que mirar por encima del hombro. Finalmente, dejó de fingir que le prestaba atención y cerró la libreta.
– Voy a rogarle que espere un poco, doctora Tanner. Es posible que tenga que hacerle algunas preguntas más.
– Pero no tengo nada más que decirle -empezó a protestar ella-. ¿No puedo ir con los demás, al menos?
– Más tarde. De momento, preferiría que se quedara aquí.
Alice volvió a hundirse en su silla, contrariada y exhausta, mientras Noubel salía pesadamente de la tienda y se dirigía montaña arriba, donde un grupo de agentes uniformados examinaba el peñasco.
Al acercarse Noubel, el círculo se abrió, justo lo suficiente para que Alice tuviera un breve atisbo de un hombre alto vestido de paisano, de pie en el centro.
Contuvo el aliento.
El hombre, que lucía un elegante traje veraniego de color verde pálido, sobre una fresca camisa blanca, estaba claramente al mando. Su autoridad era evidente. Se le veía acostumbrado a dar órdenes y a que las obedecieran. Noubel le pareció desmañado y torpe en comparación. Alice sintió un hormigueo de incomodidad.
No era únicamente la ropa y el porte del hombre lo que lo distinguía. Incluso desde la distancia que los separaba, Alice podía sentir la fuerza de su personalidad y su carisma. Tenía la tez pálida y el rostro enjuto, impresión acentuada por la forma en que llevaba el pelo, peinado hacia atrás desde la ancha frente despejada. Tenía un aire monacal. Un aire que le resultaba familiar.
«No seas tonta. ¿De qué vas a conocerlo?»
Alice se puso de pie y se dirigió hacia la puerta de la tienda, observando con atención a los dos hombres mientras éstos se apartaban del grupo. Estaban hablando. O mejor dicho, Noubel hablaba y el otro escuchaba. Al cabo de un par de segundos, el hombre se dio la vuelta y subió hasta la entrada de la cueva. El agente de guardia levantó la cinta, el hombre se agachó para pasar y se perdió de vista.
Sin ningún motivo que lo explicara, Alice tenía las palmas de las manos húmedas de angustia. El vello de la nuca se le erizó, lo mismo que cuando había oído el ruido en la cámara subterránea. Apenas podía respirar.
«La culpa es tuya. Tú lo has traído.»
De inmediato, se recompuso.
«¿De qué estás hablando?»
Pero la voz en el interior de su cabeza se negaba a guardar silencio.
«Tú lo has traído.»
Sus ojos volvieron a la entrada de la cueva, como atraídos por un imán. No pudo evitarlo. La idea de que él estuviera allí dentro, después de todo lo que habían hecho para mantener oculto el laberinto…
«Lo encontrará»
– ¿Encontrar qué? -murmuró para sí misma. No lo sabía con certeza.
Pero deseó haberse llevado el anillo cuando tuvo oportunidad de hacerlo.
Noubel no entró en la cueva. En lugar de eso, se quedó esperando fuera, a la sombra gris de la cornisa rocosa, con el rostro enrojecido.
«Sabe que algo no va bien», pensó Alice. De vez en cuando, el inspector dirigía algún comentario al agente de guardia y fumaba cigarrillo tras cigarrillo, encendiendo el último con la colilla del anterior. Alice escuchaba música para ayudarse a pasar el tiempo Las canciones de Nickelback estallaban en su cabeza, borrando todos los demás sonidos.
Al cabo de quince minutos, el hombre del traje volvió a aparecer. Noubel y el agente parecieron crecer cinco o seis centímetros. Alice se quitó los auriculares y devolvió la silla al sitio donde estaba antes de sacarla a la entrada de la tienda.
Observó cómo los dos hombres bajaban juntos desde la cueva.
– Empezaba a creer que se había olvidado de mí, inspector -dijo en cuanto éste pudo oírla.
Noubel murmuró una disculpa, pero eludió su mirada.
– Doctora Tanner, je vous présente monsieur Authié
De cerca, la primera impresión de Alice de que el hombre tenía presencia y carisma se vio reforzada. Pero sus ojos grises eran fríos y clínicos. De inmediato, sintió que se ponía en guardia. Reprimiendo su antipatía, le tendió la mano. Tras un instante de vacilación, Authié se la estrechó. Sus dedos eran fríos y su tacto, inmaterial. Se le puso la carne de gallina
Lo soltó tan rápidamente como pudo.
– ¿Entramos? -dijo él.
– ¿Usted también es de la Pólice Judiciaire , monsieur Authié?
El fantasma de una respuesta pareció brillar en sus ojos, pero no dijo nada. Alice aguardó, preguntándose si sería posible que no la hubiese oído. Noubel se movió, incómodo con el silencio.
– Monsieur Authié es de la mairie, del ayuntamiento. De Carcasona.
– ¿De veras?
Le pareció sorprendente que Carcasona perteneciera a la misma jurisdicción que Foix.
Authié se apropió de la silla de Alice, obligándola a sentarse de espaldas a la entrada. Desconfiaba de él, sentía que debía obrar con cautela.
Su sonrisa era la ensayada sonrisa de los políticos: oportuna, atenta y superficial. Sin los ojos.
– Tengo una o dos preguntas para usted, doctora Tanner.
– No creo que pueda decirle nada más. Ya le he contado al inspector todo lo que recuerdo.
– El inspector Noubel me ha hecho un cumplido resumen de su declaración, pero aun así necesito que la repita. Hay discrepancias, ciertos puntos de su historia que requieren aclaración. Puede que haya olvidado algunos detalles, aspectos que antes quizá le hayan parecido carentes de importancia.
Alice se mordió la lengua.
– Se lo he contado todo al inspector -insistió obstinadamente.
Authié apretó las yemas de los dedos de ambas manos, haciendo oídos sordos a sus objeciones. No sonrió.
– Empecemos por el momento en que entró en la cámara subterránea, doctora Tanner. Paso a paso.
La elección de las palabras sobresaltó a Alice. ¿Paso a paso? ¿La estaba poniendo a prueba? Su rostro no revelaba nada. Los ojos de ella se posaron en una cruz dorada que él llevaba al cuello, antes de volver a sus ojos grises, que la seguían mirando fijamente.
Consciente de que no tenía otra opción, empezó de nuevo la historia. Al principio, Authié la escuchó con intenso y reconcentrado silencio. Después comenzó el interrogatorio. «Está intentando acorralarme.»
– ¿Eran legibles las palabras inscritas en lo alto de los peldaños, doctora Tanner? ¿Se tomó el tiempo de leerlas?
– La mayor parte de las letras estaban borradas por el roce -dijo ella en tono desafiante, como retándolo a contradecirla. Al ver que no lo hacía, sintió un estallido de satisfacción-. Bajé hasta el nivel inferior, hacia el altar. Entonces vi los cadáveres.
– ¿Los tocó?
– No.
El hombre dejó escapar un sonido leve, como de descreimiento, y entonces metió la mano en el bolsillo interior de la americana.
– ¿Es suyo esto? -dijo, abriendo la mano para revelar un mechero azul de plástico.
Alice estiró la mano para cogerlo, pero él retiró el brazo.
– ¿Me lo da, por favor?
– ¿Es suyo, doctora Tanner?
– Sí.
El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a metérselo en el bolsillo.
– Sostiene que no tocó los cuerpos, pero antes le dijo al inspector Noubel que sí lo había hecho.
Alice se ruborizó.
– Fue un accidente. Le di con el pie a uno de los cráneos, pero no puede decirse que los tocara.
– Doctora Tanner, todo será más sencillo si se limita a responder a mis preguntas.
La misma voz, fría y severa.
– No veo qué…
– ¿Qué aspecto tenían? -cortó él con sequedad.
Alice notó que a Noubel le disgustaba su tono intimidatorio, pero no hizo nada por detenerlo. Con el estómago encogido por el nerviosismo, la joven siguió contestando lo mejor que pudo.
– ¿Y qué vio entre los cuerpos?
– Una daga, una especie de cuchillo. También una bolsa pequeña, de cuero, creo. -«No te dejes amedrentar»-. Pero no lo sé con certeza, porque no la toqué.
Authié entrecerró los ojos.
– ¿Miró dentro de la bolsa?
– Ya le he dicho que no he tocado nada.
– Excepto el anillo.
De pronto, se inclinó hacia delante, como una serpiente preparada para atacar.
– Y eso es lo que me parece misterioso, doctora Tanner. No entiendo que el anillo le interesara tanto como para pararse a recogerlo y que sin embargo no tocara nada de lo demás. ¿Comprende mi confusión?
La mirada de Alice se cruzó con la suya.
– Simplemente, me llamó la atención. Eso es todo.
– ¿En la negrura casi absoluta de la cueva se fijó usted en ese objeto diminuto? -preguntó él con una sonrisa sarcástica-. ¿Cómo era de grande? ¿Del tamaño de una moneda de un euro, por ejemplo? ¿Un poco más? ¿Un poco menos?
«No le digas nada.»
– Le hubiese creído capaz de calcular sus dimensiones por sí mismo -replicó ella fríamente.
Él sonrió. Con sensación de zozobra, Alice se dio cuenta de que acababa de seguirle el juego.
– Ojalá pudiera, doctora Tanner -dijo él suavemente-. Pero ahí esta el quid del asunto. No hay ningún anillo.
Alice se contrajo cuando Authié colocó sus manos sobre la silla de ella y puso su cara pálida y huesuda muy cerca de la suya.
– ¿Qué ha hecho con el anillo, Alice? -le susurró.
«No te dejes amedrentar. No has hecho nada malo.»
– Le he contado con toda exactitud lo sucedido -contestó, luchando para no dejar traslucir el miedo en su voz-. El anillo se deslizó de mi mano cuando se me cayó el mechero. Sí no está allí ahora, es porque alguien lo habrá cogido. Y no he sido yo -añadió, lanzando una mirada rápida a Noubel-. Si lo hubiese cogido yo, ¿para qué iba a mencionarlo?
– Nadie más que usted dice haber visto ese misterioso anillo -prosiguió él, sin hacerle caso-, lo cual nos deja dos posibilidades: o bien se equivoca al contar lo que ha visto, o bien lo ha cogido usted.
El inspector Noubel finalmente intervino.
– Señor Authié, no creo que…
– A usted no le pagan para que crea o deje de creer -dijo en tono cortante, sin mirar siquiera al inspector. Noubel enrojeció. Authié siguió mirando fijamente a Alice-. No hago más que exponer los hechos.
Alice sintió que estaba librando una batalla cuyas reglas no le había explicado nadie. Estaba diciendo la verdad, pero no veía el modo de convencerlo.
– Muchísima gente ha entrado en la cueva después que yo -dijo con obstinación-. Los forenses, la policía, el inspector Noubel, usted -añadió con mirada desafiante-. Usted ha estado allí dentro mucho rato.
Noubel contuvo el aliento.
– Shelagh O’Donnell puede confirmar lo que le digo acerca del anillo -insistió Alice-. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?
– Ya lo he hecho -replicó él con la misma media sonrisa-. Dice que no sabe nada del anillo.
– Pero ¡si se lo he contado! -exclamó Alice-. Ella misma estuvo mirando.
– ¿Me está diciendo que la doctora O’Donnell ha examinado la tumba? -preguntó él secamente.
El miedo impedía a Alice pensar con serenidad. Su mente había arrojado la toalla. Ya no recordaba lo que le había dicho a Noubel ni lo que le había ocultado.
– ¿Fue la doctora O’Donnell quien la autorizó a trabajar allí arriba?
– No, no sucedió de ese modo -respondió ella, sintiendo crecer el pánico.
– Entonces, ¿hizo ella algo para impedir que trabajara usted en esa parte de la montaña?
– No es tan sencillo.
Authié volvió a recostarse en su silla.
– En ese caso -dijo-, me temo que no me deja otra opción.
– ¿Otra opción que qué?
La mirada de él se posó como un dardo sobre la mochila. Alice se lanzó para cogerla, pero fue demasiado lenta. Authié llegó antes y se la arrojó al inspector Noubel.
– ¡No tiene absolutamente ningún derecho! -gritó-. No puede hacer una cosa así, ¿verdad? -preguntó, volviéndose hacia el inspector-. ¿Por qué no hace algo?
– ¿Por qué se opone, si no tiene nada que ocultar? -dijo Authié.
– ¡Es una cuestión de principios! ¡Usted no puede registrar mis cosas!
– Monsieur Authié, je ne suis pas sur…
– Limítese a hacer lo que le dicen, Noubel.
Alice intentó coger la mochila. El brazo de Authié se disparó como una catapulta y la cogió por la muñeca. El contacto físico la trastornó tanto que se quedó congelada.
Empezaron a temblarle las piernas, no sabía si de rabia o de miedo.
Sacudió el brazo para soltarse de Authié y volvió a recostarse en la silla, respirando pesadamente en tanto Noubel registraba los bolsillos de la mochila.
– Continuez. Dépêchez-vous.
Alice miraba, mientras el inspector pasaba a la sección principal de la bolsa. Sabía que en cuestión de segundos Noubel encontraría su bloc de dibujo. La mirada del inspector se cruzó brevemente con la suya. «Él también detesta todo esto.» Por desgracia, también Authié se había percatado del leve titubeo de Noubel.
– ¿Qué ocurre, inspector?
– Pas de bague.
– ¿Qué ha encontrado? -dijo Authié, tendiendo la mano. Con renuencia, Noubel le entregó el bloc. Authié pasó rápidamente las hojas, con expresión condescendiente. De pronto, su mirada se concentró y, por un instante, Alice percibió auténtico asombro en sus ojos, antes de que volvieran a caer los párpados.
Authié cerró el bloc con un gesto seco.
– Merci de votre… collaboration, docteur Tanner -dijo.
Alice se puso de pie.
– Mis dibujos, por favor -dijo, intentando controlar la voz.
– Le serán devueltos oportunamente -contestó él, guardándose el bloc en el bolsillo-. También la mochila. El inspector Noubel le dará un recibo y hará que mecanografíen su declaración, para que usted la firme.
El repentino y abrupto fin de la entrevista la pilló por sorpresa. Cuando consiguió recomponerse, Authié ya había salido de la tienda, llevándose consigo sus pertenencias.
– ¿Por qué no se lo impide? -dijo ella, volviéndose a Noubel-. ¡No creerá que voy a permitir una cosa así!
La expresión del inspector se endureció.
– Le devolveré su mochila, doctora Tanner. Le aconsejo que siga con sus vacaciones y olvide todo esto.
– ¡De ninguna manera voy a permitir una cosa así! -gritó ella, pero Noubel ya se había marchado, dejándola sola en medio de la tienda, sin saber muy bien qué demonios acababa de suceder.
Por un momento, no supo qué hacer. Estaba tan furiosa consigo misma como con Authié, por haberse dejado intimidar tan fácilmente. «Él es diferente.» Ninguna otra persona le había provocado una reacción tan fuerte en toda su vida.
Poco a poco, la conmoción se disipó. Sintió la tentación de presentarse en ese mismo instante ante el doctor Brayling o incluso ante Shelagh, para protestar por la actitud de Authié. Quería hacer algo, pero descartó la idea. Teniendo en cuenta que se había convertido en persona non grata, nadie estaría de su parte.
Se vio obligada a contentarse con redactar mentalmente una carta de protesta, mientras repasaba lo sucedido e intentaba encontrarle sentido. Poco después, otro agente de policía le llevó su declaración para que la firmara. La leyó con detenimiento, pero era una relación exacta de todo lo sucedido, de modo que garabateó su firma al pie del texto sin la menor vacilación.
Los Pirineos estaban bañados en una suave luz rojiza, cuando finalmente sacaron los huesos de la cueva.
Todos guardaron silencio, mientras la macabra procesión bajaba la ladera hacia el aparcamiento, donde la fila de coches blancos y azules de la policía los estaba esperando. Una mujer se persignó a su paso.
Alice se reunió con todos los demás, para ver cómo la policía cargaba el vehículo fúnebre. Nadie hablaba. Se cerraron las puertas y acto seguido la furgoneta arrancó y aceleró, saliendo del aparcamiento en medio de una lluvia de grava y polvo. La mayoría de sus compañeros se fueron de inmediato a recoger sus pertenencias, vigilados por dos oficiales que tenían órdenes de precintar el lugar en cuanto todos se hubiesen marchado. Alice se quedó un momento rezagada para no encontrarse con nadie, porque sabía que la amabilidad iba a resultarle todavía más difícil de soportar que la hostilidad.
Desde su perspectiva privilegiada en lo alto de la colina, vio la solemne caravana zigzaguear valle abajo y volverse cada vez más diminuta, hasta no ser más que una pequeña mancha en el horizonte.
A su alrededor había caído el silencio sobre el campamento. Comprendió que no podía demorarse mucho más y estaba a punto de irse también, cuando se percató de que Authié aún estaba allí. Se acercó un poco más al borde de la cornisa, para ver cómo el hombre depositaba cuidadosamente su americana en el asiento trasero de su coche gris metalizado, de aspecto ostentoso. Cerró la puerta de un golpe y sacó del bolsillo un teléfono. Alice pudo distinguir el suave golpeteo de sus dedos sobre el techo del automóvil, mientras esperaba la conexión.
Cuando habló, su mensaje fue breve y directo al grano.
– Ce n’est plus là -fue todo lo que dijo. «Ya no está allí.»
Chartres
La gran catedral gótica de Nuestra Señora de Chartres se erguía por encima del mosaico de tejados, aguilones y casas de entramado de madera y piedra caliza que componen el centro histórico de la ciudad. Al pie del compacto laberinto de calles estrechas y curvas, a la sombra de los edificios, el río Eure discurría aún a la tamizada luz del sol de la tarde.
Los turistas se empujaban unos a otros para entrar por el portal oeste de la catedral. Los hombres empuñaban sus cámaras de vídeo como armas, registrando más que percibiendo el brillante caleidoscopio de color que se derramaba de las tres ventanas ojivales, por encima de la puerta Real.
Hasta el siglo xviii, los nueve accesos que llevan a la catedral se podían clausurar en época de peligro. Las puertas habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero la actitud mental persistía. Chartres era todavía una ciudad partida en dos mitades, la antigua y la nueva. Las calles más selectas eran las de la parte norte del claustro, donde antiguamente se levantaba el palacio episcopal. Los edificios de piedra clara miraban imperiosamente hacia la catedral, imbuidos de una atmósfera varias veces centenaria de influencia y poder eclesiásticos.
La casa de la familia De l’Oradore dominaba la Rué du Cheval Blanc. Había sobrevivido a la revolución y a la ocupación, y se mantenía como sólido testimonio de las viejas fortunas. Su aldaba y su buzón de bronce resplandecían, y los arbustos ornamentales de los tiestos colocados a ambos lados de los peldaños, delante de la doble puerta, estaban perfectamente podados.
La puerta delantera daba paso a un vestíbulo impresionante. El suelo era de lustrosa madera oscura y un pesado jarrón de cristal, con lirios blancos recién cortados, destacaba sobre una mesa ovalada en el centro. Las vitrinas dispuestas en torno a las esquinas, conectadas todas a un discreto sistema de alarmas, contenían una valiosa colección de piezas egipcias, adquiridas por la familia De l’Oradore tras el regreso triunfal de Napoleón de sus campañas norteafricanas, a comienzos del siglo xix. Era una de las principales colecciones privadas de arte egipcio.
La actual cabeza de familia, Marie-Cécile de l’Oradore, comerciaba con antigüedades de todos los períodos, pero compartía las preferencias de su difunto abuelo por el pasado medieval. Dos importantes tapices franceses colgaban de la pared artesonada frente a la puerta delantera, ambos adquiridos después de que la señora recibiera su herencia, cinco años antes. Las piezas más valiosas de la familia -cuadros, joyas y manuscritos- estaban a buen recaudo en la caja fuerte, fuera de la vista de los curiosos.
En el dormitorio principal del primer piso de la casa, que dominaba la Rué du Cheval Blanc, Will Franklin, actual amante de Marie-Cécile, yacía boca arriba bajo el dosel de la cama, con la sábana subida hasta la cintura.
Tenía los brazos flexionados debajo de la cabeza. Su pelo castaño claro, veteado de rubio por sus veranos de infancia transcurridos en Martha’s Vineyard, encuadraba un rostro cautivador, con una sonrisa de niñito perdido.
Marie-Cécile, por su parte, estaba sentada con las largas piernas cruzadas, en una ornamentada butaca Luis XIV, junto al fuego. El fulgor marfileño de su camisola de seda reverberaba sobre el azul profundo del tapizado de terciopelo.
Tenía el perfil característico de la familia De l’Oradore -una pálida y aguileña belleza-, pero sus labios eran rotundos y sensuales, y unas oscuras y generosas pestañas enmarcaban sus ojos verdes de gata. Los rizos negros, dominados por un corte perfecto, rozaban unos hombros bien cincelados.
– Esta habitación es fantástica -dijo Will-. El escenario perfecto para ti. Elegante, lujosa y sutil.
Los diminutos diamantes de los pendientes centellearon cuando ella se inclinó para apagar el cigarrillo.
– Originalmente era el cuarto de mi abuelo.
Su inglés era perfecto, con una levísima reverberación de acento francés que él aún encontraba excitante. Marie-Cécile se puso de pie y atravesó la habitación hacia él, sin hacer ruido sobre la espesa alfombra azul claro.
Will sonrió expectante, mientras aspiraba el singular olor que la caracterizaba: sexo, Chanel y una insinuación de Gauloises.
– Vuélvete -dijo ella, describiendo en el aire un movimiento giratorio con un dedo-. Date la vuelta.
Will obedeció. Marie-Cécile empezó a masajearle el cuello y los anchos hombros. Él sentía que su cuerpo se estiraba y relajaba al contacto de sus manos. Ninguno de los dos prestó atención al ruido de la puerta delantera que se abría y se cerraba en el piso de abajo. Él ni siquiera percibió las voces en el vestíbulo, ni los pasos que subían de dos en dos los peldaños y recorrían a grandes zancadas el pasillo.
Hubo un par de golpes secos en la puerta del dormitorio.
– Maman!
Will se puso tenso.
– Nada. Es mi hijo -dijo ella-. Oui? Qu’est-ce que c’est?
– Maman! Je veux parler avec toi.
Will levantó la cabeza.
– Creí que no lo esperabas hasta mañana.
– Y no lo esperaba.
– Maman! -repitió François-Baptiste-. C’est important.
– Si molesto… -dijo Will, incómodo.
Marie-Cécile siguió masajeándole los hombros.
– Él ya sabe que no tiene que importunarme. Hablaré con él más tarde.
Levantó la voz:
– Pas maintenant, François-Baptiste. -Y a continuación añadió en inglés, para que Will la entendiera, mientras deslizaba las manos por su espalda-: Ahora no es… buen momento.
Will rodó para ponerse boca arriba y se sentó, incómodo con la situación. Hacía tres meses que conocía a Marie-Cécile y nunca había visto a su hijo. François-Baptiste había estado primero en la universidad y después de vacaciones, con unos amigos. Sólo entonces se le ocurrió pensar que quizá todo había sido idea de Marie-Cécile.
– ¿No vas a hablar con él?
– Si eso te hace feliz… -replicó ella, bajando de la cama. Entreabrió la puerta. Hubo un sofocado diálogo, que Will no pudo oír, tras lo cual sus pasos se alejaron por el pasillo, pisando con fuerza. Ella hizo girar la llave en la cerradura y se volvió hacia él.
– ¿Mejor así? -dijo con suavidad.
Lentamente, regresó a su lado, mirándolo por entre sus largas pestañas oscuras. Había algo deliberado en sus movimientos, como una actuación, pero Will sintió que su cuerpo reaccionaba igual.
Ella lo empujó contra la cama y montó a horcajadas sobre él, rodeándole los hombros con sus brazos esbeltos. Sus afiladas uñas dejaron tenues arañazos en la piel de su amante, que sentía las rodillas de ella oprimiéndole los flancos. Will tendió las manos y recorrió con los dedos los brazos lisos y firmes de ella, mientras sentía el roce de sus pechos a través de la seda. Los finos tirantes de la camisola resbalaron fácilmente por sus bien formados hombros.
Sonó el teléfono móvil sobre la mesilla. Will no le hizo caso. Deslizando la delicada prenda por el esbelto cuerpo de ella, se la bajó hasta la cintura.
– Ya volverán a llamar si es importante.
Marie-Cécile echó una mirada al número que había aparecido en la pantalla. De inmediato, su expresión cambió.
– Tengo que contestar -dijo.
Will intentó impedirlo, pero ella lo apartó con impaciencia.
– Ahora no.
Cubriéndose, se fue hacia la ventana.
– Oui, j’écoute.
Will oyó la crepitación de una mala línea.
– Trouve-le alors! -dijo ella, antes de cortar la conexión. Con el rostro encendido de ira, Marie-Cécile cogió un cigarrillo y lo encendió. Las manos le temblaban.
– ¿Algún problema?
Al principio, Will pensó que no lo había oído. Parecía incluso que se hubiera olvidado de que él estaba en la habitación. Después, se volvió y lo miró.
– Ha surgido algo -dijo ella.
Will se quedó expectante, hasta comprender que no habría más explicaciones y que ella estaba esperando que se marchara.
– Lo siento -añadió Marie-Cécile en tono conciliador-. Preferiría quedarme contigo, mais…
Contrariado, Will se levantó y se puso los vaqueros.
– ¿Nos veremos para la cena?
Ella hizo una mueca.
– Tengo un compromiso. De negocios, ¿recuerdas? -Se encogió de hombros-. Más tarde, oui?
– ¿Qué hora es «más tarde»? ¿Las diez? ¿Las doce?
Ella se acercó y entrelazó sus dedos con los de él.
– Lo siento.
Will intentó soltarse, pero ella no lo dejó.
– Siempre haces lo mismo. Nunca sé lo que está pasando.
Ella se le acercó un poco más, hasta hacerle sentir los senos apretados contra su pecho a través de la fina seda. Pese al enfado, él sintió que su cuerpo reaccionaba.
– Son sólo negocios -murmuró ella-. No hay ninguna razón para estar celoso.
– No estoy celoso. -Había perdido la cuenta de las veces que habían tenido la misma conversación-. Es sólo que…
– Ce soir -dijo ella, soltándolo-. Ahora tengo que arreglarme.
Sin darle tiempo a oponer ninguna objeción, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí.
Cuando Marie-Cécile salió de la ducha, sintió alivio al ver que Will se había marchado. No la habría sorprendido encontrarlo todavía tumbado en la cama, con su expresión de niñito perdido.
Sus requerimientos empezaban a irritarla. Cada vez le exigía más tiempo y le pedía más atención de la que ella estaba dispuesta a darle. No parecía entender la naturaleza de su relación. Marie-Cécile iba a tener que hacer algo al respecto.
Apartó a Will de su mente. Miró a su alrededor. La criada había estado allí y había ordenado la habitación. Sus cosas estaban listas y bien dispuestas sobre la cama. Sus zapatillas doradas, hechas a mano, aguardaban al lado, en el suelo.
Encendió otro cigarrillo que sacó de la pitillera. Fumaba demasiado, pero esa noche estaba nerviosa. Golpeó el extremo del filtro contra la tapa de la pitillera, antes de encenderlo. Era otro gesto más heredado de su abuelo, como tantas otras cosas.
Marie-Cécile se acercó al espejo y dejó que el albornoz de seda blanca le resbalara de los hombros y cayera al suelo, alrededor de sus pies.
Inclinó la cabeza a un lado y contempló con mirada crítica la imagen del espejo: el cuerpo estilizado y esbelto, de una palidez anticuada, los pechos altos y generosos, la piel sin mácula… Dejó vagar la mano por los pezones oscuros y después más abajo, trazando los contornos de las caderas y el vientre plano. Tenía quizá algunas líneas más alrededor de los ojos y la boca, pero aparte de eso, estaba poco marcada por el tiempo.
El reloj de bronce dorado sobre la repisa de la chimenea comenzó a dar la hora justa, recordándole que debía empezar sus preparativos. Tendió la mano y cogió de la percha la diáfana túnica, larga hasta el suelo. Alta en la espalda y con un profundo cuello en pico en la parte de delante, había sido confeccionada a su medida.
Marie-Cécile cerró los broches sobre sus hombros angulosos, se ajustó las finas tiras doradas y se sentó delante del tocador. Se cepilló el pelo, retorciendo los rizos entre los dedos, hasta hacer brillar su cabellera como el azabache pulido. Adoraba ese momento de metamorfosis, cuando dejaba de ser ella y se convertía en la Navigatairé. El proceso la conectaba, a través del tiempo, con todos los que habían desempeñado la misma función antes que ella.
Sonrió. Sólo su abuelo hubiese podido entender cómo se sentía en ese momento. Eufórica, exaltada, invencible. Esa noche no, pero la vez siguiente se encontraría allí donde habían estado sus antepasados. Él no, sin embargo. Era doloroso saber lo cerca que había estado la cueva del lugar donde se habían llevado a cabo las excavaciones de su abuelo cincuenta años antes. Él había estado en lo cierto todo el tiempo. Sólo unos pocos kilómetros más al este y habría sido su abuelo, y no ella, la persona destinada a cambiar el curso de la historia.
Marie-Cécile había heredado el negocio de la familia De l’Oradore a la muerte de su abuelo, cinco años antes. Era un papel para el que la había estado preparando desde que tenía memoria. Su padre, hijo único de su abuelo, había sido una gran decepción para él. Marie-Cécile lo sabía desde muy pequeña. A los seis años, su abuelo había tomado a su cargo su educación: social, académica y filosófica. Era un apasionado de las cosas buenas de la vida y tenía una sensibilidad excepcional para el color y la maestría artesanal. En mobiliario, tapizados, confección, cuadros y libros, su buen gusto era impecable. Todo lo que ella valoraba de sí misma lo había aprendido de él.
También le había enseñado lo que era el poder, cómo usarlo y cómo conservarlo. A los dieciocho años, cuando consideró que estaba preparada, su abuelo había desheredado formalmente a su propio hijo y la había nombrado su heredera universal.
Una sola contrariedad se había interpuesto en su relación: su imprevisto e indeseado embarazo. Pese a su dedicación a la búsqueda del antiguo secreto del Grial, la fe católica de su abuelo era sólida y ortodoxa, y jamás hubiese permitido el nacimiento de un niño fuera del vínculo del matrimonio La posibilidad del aborto ni siquiera se planteaba, ni tampoco la de dar al niño en adopción. Sólo cuando su abuelo comprendió que la maternidad no había alterado su determinación, y que en todo caso había acentuado su ambición y su carácter despiadado, le permitió que volviera a formar parte de su vida.
Inhaló profundamente el cigarrillo, recibiendo agradecida el humo ardiente que se arremolinaba en su garganta y sus pulmones, sobrecogida por la intensidad de los recuerdos. Habían pasado casi veinte años y el recuerdo de su exilio la llenaba aún de fría desesperación. Su excomunión, lo había llamado él.
Era una buena descripción. Para ella, había sido como estar muerta.
Marie-Cécile sacudió la cabeza para deshacerse de los pensamientos tristes. No quería que nada perturbara su estado de ánimo. No podía permitir que nada ensombreciera esa noche. No quería errores.
Se volvió hacia el espejo. Primero se aplicó una base clara y a continuación unos polvos faciales dorados que reflejaban la luz. Después, se perfiló los párpados y las cejas con un grueso lápiz de kohl, que acentuaba sus pestañas oscuras y sus negras pupilas y, acto seguido, se aplicó una sombra verde de ojos, iridiscente como la cola de un pavo real. Para los labios, eligió un brillo metálico cobrizo con reflejos dorados, y besó un pañuelo de papel para sellar el color. Por último, pulverizó una neblina de perfume en el aire y dejó que cayera como si fuera bruma sobre la superficie de su piel.
Había tres estuches alineados sobre la mesa del tocador, los tres de piel roja y bisagras metálicas, lustrosos y relucientes. Cada joya ceremonial tenía cientos de años, pero había sido confeccionada imitando otras piezas miles de años más antiguas. En el primer estuche había un tocado de oro, una especie de tiara culminada en punta en el centro; en el segundo, dos amuletos de oro en forma de serpientes, con refulgentes esmeraldas talladas a modo de ojos, y en el tercero, un collar, una cinta de oro macizo, con el símbolo suspendido del centro. Las esplendentes superficies reverberaban con un imaginario recuerdo del polvo y el calor del antiguo Egipto.
Cuando estuvo lista, Marie-Cécile se acercó a la ventana. A sus pies, las calles de Chartres se extendían como una postal, con las tiendas, los coches y los restaurantes de todos los días, acurrucados a la sombra de la gran catedral gótica. Pronto, de esas mismas casas saldrían los hombres y mujeres elegidos para participar en el ritual de esa noche.
Cerró los ojos ante el familiar contorno de la ciudad y el horizonte cada vez más oscuro. Ya no veía la torre ni las grises tracerías. En lugar de eso, con los ojos de la mente, vio el mundo entero como un mapa resplandeciente, extendido ante ella.
Por fin a su alcance.
Foix
Alice se despertó, sobresaltada por el ruido del persistente timbre que le sonaba en el oído.
«¿Dónde demonios estoy?» El teléfono beige de la repisa sobre la cama volvió a sonar.
«¡Claro!» Su habitación de hotel en Foix. Había vuelto del yacimiento, había guardado algunas cosas en la maleta y se había duchado. Lo último que recordaba era haberse tumbado en la cama cinco minutos.
Buscó el teléfono a tientas.
– Oui? Allô?
El propietario del hotel, monsieur Annaud, tenía un marcado acento local, con vocales abiertas y consonantes nasales. Alice tenía dificultades para entenderlo incluso en persona. Por teléfono, sin la ayuda de la expresión y los gestos, le resultaba imposible. Sonaba como un personaje de dibujos animados.
– Plus doucement, s’il vous plaît -dijo, intentando que hablara más pausadamente-. Vous parlez trop vite. Je ne comprends pas.
Hubo una pausa. Se oyeron unos murmullos rápidos al fondo. Entonces se puso madame Annaud y le explicó que había una persona esperándola en la recepción.
– Une femme? -dijo ella, esperanzada.
Alice le había dejado a Shelagh una nota en la casa de la expedición y un par de mensajes en el buzón de voz, pero no había tenido noticias suyas.
– Non, c’est un homme -respondió madame Annaud.
– Bien -replicó ella, decepcionada-. J’arrive. Deux minutes.
Se pasó un peine por el pelo todavía húmedo, se puso una falda y una camiseta, se calzó un par de alpargatas y bajó la escalera, preguntándose quién demonios sería.
El grueso del equipo de arqueólogos se alojaba en un pequeño albergue cerca del lugar de la excavación. En cualquier caso, ella ya se había despedido de todo el que había querido oírla. Nadie más conocía su paradero y, desde que había roto con Oliver, tampoco tenía a nadie a quien contárselo.
La recepción estaba desierta. Alice escudriñó la zona más oscura, esperando ver a madame Annaud sentada detrás del alto mostrador de madera, pero allí no había nadie. Después se asomó por una esquina, para echar un vistazo rápido al vestíbulo. Las viejas butacas de mimbre, polvorientas por debajo, estaban vacías, como también lo estaban los grandes sofás de piel dispuestos perpendicularmente junto a la chimenea, que estaba rodeada de herraduras y de otros ornamentos ecuestres, así como de testimonios de huéspedes agradecidos. El expositor giratorio de postales, medio inclinado y cargado de gastadas vistas de todo lo que Foix y el Ariège podían ofrecer al turista, estaba inmóvil.
Alice volvió al mostrador e hizo sonar la campanilla. Se oyó un cascabeleo de cuentas en la puerta cuando monsieur Annaud salió de las habitaciones privadas de la familia.
– Quelqu’un a demandé pour moi?
– Là -dijo él, inclinándose por encima del mostrador para señalar.
Alice negó con la cabeza:
– Personne.
El hombre rodeó el mostrador para salir a mirar y se encogió de hombros, sorprendido al ver que el vestíbulo estaba vacío.
– Dehors? ¿Fuera? -preguntó, al tiempo que imitaba el gesto de un hombre fumando.
El hotel estaba en una pequeña calle secundaria, entre la avenida principal (con sus bloques de oficinas, sus restaurantes de comida rápida y el extraordinario edificio de correos de los años treinta de estilo art déco) y el pintoresco centro medieval de Foix, con sus bares y sus tiendas de antigüedades.
Alice miró primero a la izquierda y después a la derecha, pero no parecía que hubiese nadie esperando. Todas las tiendas estaban cerradas a esa hora del día y la calle estaba prácticamente vacía.
Intrigada, ya se había dado la vuelta para entrar de nuevo, cuando un hombre salió de un portal. Debía de tener poco más de veinte años y vestía un traje claro de verano que le iba un poco pequeño. Llevaba muy corto el espeso pelo negro y unas gafas oscuras ocultaban sus ojos. Tenía un cigarrillo en la mano.
– Docteur Tanner?
– Oui -dijo ella cautelosamente-. Vous me cherchez?
El hombre introdujo una mano en el bolsillo superior.
– C’est pour vous. Tenez -dijo, mientras le tendía imperiosamente un sobre. No dejaba de lanzar nerviosas miradas a un lado y a otro, claramente temeroso de que alguien los viera. De pronto, Alice lo reconoció como el joven agente uniformado que iba con el inspector Noubel.
– Je vous ai déjà vu, non? Au pie de Soularac.
Entonces él intentó hablar en inglés.
– Por favor -dijo con urgencia-. Tenga esto.
– Vous étiez avec l’inspecteur Noubel? -insistió ella.
El sudor perlaba la frente del joven. Para sorpresa de Alice, la agarró por una mano y la obligó a coger el sobre.
– ¡Eh! -protestó ella-, ¿Qué hace?
Pero él ya había desaparecido, como tragado por una de las muchas callejas que subían hasta el castillo.
Por un momento, Alice se quedó mirando el espacio vacío de la calle, casi resuelta a ir tras él. Pero lo reconsideró. A decir verdad, sintió miedo. Bajó los ojos para contemplar la carta que tenía entre las manos como si fuera una bomba a punto de estallar. Hizo una profunda inspiración y deslizó un dedo bajo el doblez. Dentro del sobre había una sola hoja de papel barato, con la palabra appelez, garabateada en infantiles letras mayúsculas. Debajo, un número de teléfono: 02 68 72 31 26.
Alice frunció el ceño. No era local. El prefijo del Ariège era el 05.
Dio la vuelta a la hoja, para ver si había algo escrito del otro lado, pero estaba en blanco. Estuvo a punto de tirarla a la papelera, pero se lo pensó mejor. «De momento me la quedaré.» Se la guardó en el bolsillo, tiró el sobre entre los envoltorios de helado y volvió a entrar, profundamente intrigada.
Alice no reparó en un hombre que salía del bar de la acera de enfrente. Cuando éste llegó a la papelera para recoger el sobre, ella ya estaba en su habitación.
Con la adrenalina bombeándole en las venas, Yves Biau finalmente dejó de correr. Doblándose por la cintura, apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento.
En lo alto, el gran castillo de Foix se cernía sobre la ciudad como lo había hecho durante más de mil años. Era el símbolo de la independencia de la región, la única fortaleza importante que había resistido durante la cruzada contra el Languedoc, un refugio para los cátaros y los combatientes por la libertad expulsados de las ciudades y las tierras bajas.
Biau sabía que lo estaban siguiendo. Ellos (fueran quienes fuesen) no habían intentado disimularlo. Su mano buscó el arma que llevaba bajo la americana. Al menos había hecho lo que Shelagh le había pedido. Si ahora conseguía pasar la frontera y entrar en Andorra antes de que descubrieran que se había marchado, estaría a salvo. Comprendía que era demasiado tarde para detener el curso de los acontecimientos que había contribuido a poner en marcha. Había hecho todo lo que le habían pedido, pero ella siempre pedía más. Hiciera lo que hiciese, nunca sería suficiente.
El paquete había salido con el último correo hacia la casa de su abuela. Ella sabría qué hacer. Era lo único que se le había ocurrido para reparar el daño que había hecho.
Biau miró a uno y otro lado de la calle. Nadie.
Echó a andar y se puso en camino, dispuesto a volver a su casa por una ruta ilógica y llena de rodeos, por si acaso lo estaban esperando. Acercándose desde una dirección inesperada, tendría más probabilidades de verlos antes de que ellos lo vieran a él.
Mientras atravesaba el mercado cubierto, su subconsciente registró el Mercedes gris metalizado en la Place Saint-Volusien, pero le prestó poca atención. No oyó el suave carraspeo del motor que aguardaba encendido, ni el cambio de marchas cuando el coche empezó a deslizarse por la pendiente, retumbando sobre el empedrado de la ciudad medieval.
Cuando Biau puso un pie en la calzada para cruzar la calle, el vehículo aceleró violentamente, lanzado como un avión por la pista de despegue. El joven se volvió, con una expresión de asombro congelada en la cara. Un golpe seco le arrebató las piernas de debajo del cuerpo y su masa ingrávida voló por encima del parabrisas. Por una fracción de segundo, le pareció estar flotando, antes de salir despedido con violencia contra uno de los pilares de hierro forjado que sustentaban la cubierta inclinada del mercado.
Allí se quedó, suspendido en el aire contra el pilar, como un niño en una de esas atracciones de feria que aprovechan la fuerza centrífuga. Pero en seguida se impuso la gravedad y Biau se desplomó al suelo, dejando un rastro rojo de sangre sobre el metal negro de la columna.
El Mercedes no se detuvo.
El ruido hizo salir a la calle a los clientes de los bares. Dos mujeres se asomaron a la ventana de sus casas, que daban a la plaza. El propietario del café PMU echó un vistazo y entró corriendo a llamar a la policía. Una mujer empezó a gritar, pero en seguida guardó silencio, mientras la gente se congregaba alrededor de la víctima.
Al principio, Alice no prestó atención al ruido. Pero cuando el aullido de las sirenas estuvo más cerca, salió a la ventana para mirar, como todos los demás.
«No tiene nada que ver contigo.»
No había razón para involucrarse. Aun así, por algún motivo que no hubiese podido explicar, Alice se sorprendió abandonando la habitación y encaminándose hacia la plaza.
Había un coche de policía bloqueando la callejuela que bajaba hasta la plaza, con las luces parpadeando en silencio. Justo al otro lado, un grupo de transeúntes formaba un semicírculo alrededor de algo o alguien que yacía en el suelo.
– No hay seguridad en ninguna parte -murmuraba una norteamericana hablando con su marido-, ni siquiera en Europa.
La sensación de mal presagio de Alice se fue haciendo más intensa a medida que se acercaba. No soportaba la idea de lo que quizá iba a ver, pero por alguna causa, no podía detenerse. Un segundo coche de policía asomó de una calle secundaria y frenó con un chirrido delante del primero. Las caras se volvieron y la selva de brazos, piernas y torsos se abrió justo lo suficiente como para que Alice pudiera ver el cuerpo en el suelo. Traje claro, pelo negro y unas gafas de sol con cristales marrones y montura metálica tiradas al lado.
«No puede ser él.»
Alice se abrió paso a empujones, apartando a la gente, hasta ponerse delante. El chico yacía inmóvil en el suelo. Automáticamente, su mano fue en busca del papel que tenía en el bolsillo. «No puede ser coincidencia.»
Muda de estupor, Alice retrocedió con paso vacilante. La puerta de un coche se cerró de golpe. Sobresaltada, se volvió a tiempo de ver al inspector Noubel emergiendo con dificultad del asiento del conductor. Se encogió, intentando confundirse con la multitud. «Que no te vea.» El instinto la envió al otro lado de la plaza, lejos de Noubel, con la cabeza gacha.
Nada más doblar la esquina, echó a correr.
– S’il vous plaît -gritaba Noubel, despejando un camino a través de los curiosos-. Pólice. S’il vous plaît.
Yves Biau yacía desmadejado sobre el duro suelo, con los brazos extendidos en ángulo recto. Tenía una pierna doblada bajo el cuerpo, claramente rota, con un blanco hueso del tobillo asomando a través de los pantalones. La otra yacía plana, torcida hacia un lado de manera antinatural. Uno de los mocasines marrones se le había salido.
Noubel se agachó e intentó encontrarle el pulso. El chico aún respiraba, con jadeos breves y superficiales, pero su piel resultaba viscosa al tacto y sus ojos estaban cerrados. A lo lejos, Noubel distinguió el bienvenido aullido de una ambulancia.
– S’il vous plait -volvió a gritar-. Écartez. Apártense.
Llegaron otros dos coches de policía. Se había dado por radio la noticia de la caída de un agente, por lo que había más policías que civiles. Acordonaron la calle y separaron a los testigos de los curiosos. Eran eficaces y metódicos, pero sus caras revelaban la tensión.
– No ha sido un accidente, inspector -dijo la norteamericana-. El coche ha ido directo hacia él, a toda velocidad. No le ha dado la menor oportunidad.
Noubel concentró en ella su mirada.
– ¿Usted ha visto el accidente, señora?
– Claro que sí.
– ¿Ha visto qué clase de coche era? ¿La marca?
La mujer sacudió la cabeza.
– Gris metalizado. Es todo lo que puedo decirle. -Se volvió hacia su marido.
– Mercedes -dijo el hombre de inmediato-. No vi muy bien el accidente. Sólo me di la vuelta al oír el ruido.
– ¿Pudo ver la matrícula?
– Creo que el último número era un once. Sucedió demasiado rápido.
– La calle estaba prácticamente vacía, inspector -repitió ella, como temiendo que no la tomaran en serio.
– ¿Vio cuánta gente viajaba en el coche?
– Delante, una sola persona, con toda seguridad. No sabría decirle si había alguien más en el asiento de atrás.
Noubel se la pasó a un agente, para que tomara nota de su declaración, y después se acercó a la parte trasera de una ambulancia, donde estaban cargando a Biau en una camilla. Tenía el cuello y la cabeza fijados con un collarín, pero una corriente continua de sangre fluía por debajo del vendaje que le envolvía la herida, manchándole de rojo la camisa.
Tenía la piel de un blanco antinatural, del color de la cera. Llevaba un tubo pegado con esparadrapo a la comisura de la boca y una vía intravenosa adherida a la mano.
– S’en tirera, vous croyez? ¿Se salvará?
El enfermero hizo una mueca.
– Yo en su lugar -respondió mientras cerraba las puertas- llamaría a sus parientes más próximos.
Noubel dio un puñetazo a un lado de la ambulancia que ya arrancaba y, tras asegurarse de que sus hombres estaban haciendo un buen trabajo, regresó a su coche, maldiciéndose a sí mismo. Se agachó para acomodarse en el asiento delantero, consciente de cada uno de sus cincuenta años, sin dejar de repasar las decisiones equivocadas que había tomado durante el día y que habían llevado a aquella situación. Deslizó un dedo bajo el cuello de la camisa y se aflojó la corbata.
Sabía que hubiese debido hablar antes con el chico. Biau no había sido el mismo desde el momento en que llegó al pico de Soularac. Habitualmente su actitud era entusiasta y era el primero en ofrecerse para todo. Pero ese día había estado inquieto e irritado, y había desaparecido a media tarde.
Noubel golpeteó nerviosamente el volante con los dedos. Authié había dicho que Biau no le había transmitido el mensaje del anillo. ¿Por qué iba a mentir acerca de algo así?
La sola imagen de Paul Authié le provocó a Noubel un dolor agudo en el abdomen. Para aliviar el ardor, se metió una pastilla de menta en la boca. Ése había sido otro error. No hubiese debido permitir que Authié se acercara a la doctora Tanner, aunque pensándolo bien, no sabía con certeza qué hubiese podido hacer para evitarlo. Cuando le llegó la noticia de los esqueletos hallados en Soularac, el informe venía acompañado de órdenes de facilitarle a Authié el acceso al lugar y ofrecerle toda la ayuda posible. Noubel aún no había podido averiguar cómo había hecho Authié para enterarse tan rápidamente del hallazgo, y menos aún para abrirse paso hasta el sitio.
Era la primera vez que Noubel veía a Authié en persona, pero lo conocía de oídas, como casi todos los del cuerpo de policía. El abogado era famoso por su extremismo en materia religiosa y, según se decía, tenía a toda la Pólice Judiciaire y a la gendarmería del sur de Francia en el bolsillo. Más concretamente, un colega de Noubel había sido testigo en un caso en el que Authié actuaba como defensor. Se acusaba a dos miembros de un grupo de extrema derecha del asesinato de un taxista argelino en Carcasona. Hubo rumores de intimidación y amenazas. Al final, los dos acusados fueron absueltos y varios oficiales de policía se vieron obligados a retirarse.
Noubel bajó la vista hacia las gafas de sol de Biau y las recogió del suelo. Antes se había sentido incómodo. Ahora la situación le gustaba aún menos.
La radio del coche cobró vida con un chisporroteo, ofreciendo la información que necesitaba acerca de los parientes más próximos de Biau. El inspector aplazó un poco más el momento. Después empezó a hacer las llamadas.
Eran las once cuando Alice llegó a las afueras de Toulouse. Estaba demasiado cansada para seguir hasta Carcasona, de modo que decidió dirigirse al centro de la ciudad y buscar un lugar donde dormir esa noche.
El viaje se le había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Su mente estaba llena de imágenes confusas de los esqueletos y del cuchillo al lado de éstos, del pálido rostro que la contemplaba a la luz gris y mortecina, del cuerpo tendido en el suelo, delante del mercado en Foix. ¿Estaría muerto?
«Y el laberinto.» Siempre, al final, volvía al laberinto. Alice se dijo que se estaba volviendo paranoica, que todo aquello no tenía nada que ver con ella. «Simplemente, estabas en un mal sitio, en un mal momento.» Pero por muchas veces que se lo repitiera, no acababa de creérselo.
Se quitó de un puntapié los zapatos y se tumbó en la cama sin desvestirse. Todo en la habitación era barato. Plástico y tableros de aglomerado, baldosas grises y parquet de imitación. Las sábanas estaban demasiado almidonadas y le rascaban la piel como si fueran de papel.
Sacó de la mochila la botella de Bushmills single malt. Todavía quedaban dos dedos. De pronto se le hizo un nudo en la garganta. Se los había estado reservando para su última noche en la excavación. Volvió a intentarlo, pero en el teléfono de Shelagh seguía saliendo el buzón de voz. Reprimiendo la irritación, dejó otro mensaje. Esperaba que Shelagh abandonara ya ese juego.
Se tomó un par de analgésicos con el whisky, se metió en la cama y apagó a luz. Estaba completamente exhausta, pero no encontraba una postura cómoda. Le palpitaba la cabeza, tenía la muñeca caliente e hinchada y el corte del brazo le dolía terriblemente. Más que nunca.
Hacía calor y el aire de la habitación era sofocante. Después de acomodarse y dar vueltas en la cama, y de oír las campanas dando las doce y la una, Alice se levantó y abrió la ventana para que entrara el aire. No sirvió de nada. Su mente no se estaba quieta. Intentó evocar arenas blancas y transparentes aguas azules, playas caribeñas y atardeceres hawaianos, pero su pensamiento regresaba una y otra vez a la roca gris y el gélido aire subterráneo de la montaña.
Le daba miedo dormir. ¿Y si volvía a tener el mismo sueño?
Las horas pasaban reptando. Tenía la boca seca y el corazón vacilante por efecto del whisky. Sólo cuando el pálido y blanco amanecer comenzó a arrastrarse bajo los bordes desgastados de las cortinas, su mente finalmente cedió.
Esta vez, el sueño fue diferente.
Iba montada en un caballo alazán a través de la nieve. El pelaje invernal del animal era espeso y brillante, y las crines y la cola, que eran blancas, estaban trenzadas con cintas rojas. Ella iba vestida para cazar, envuelta en su mejor capa, con capucha y orlas de piel de ardilla, y largos guantes de cuero forrados de piel de marta, que le llegaban hasta los codos.
Un hombre cabalgaba a su lado en un animal más grande y recio, de pelo gris y crines y cola negras. Tiraba repetidamente de las riendas para controlarlo. Llevaba el cabello castaño, demasiado largo para un hombre, rozándole los hombros. Su capa de terciopelo azul ondeaba tras él mientras cabalgaba. Alice vio que llevaba una daga a la cintura. Alrededor del cuello lucía una cadena de plata, de la que colgaba una solitaria piedra verde, que le golpeaba el pecho al ritmo del paso del caballo.
El hombre no dejaba de mirarla con una mezcla de orgullo y posesividad. La conexión entre ambos era íntima e intensa. En sueños, Alice cambió de postura y sonrió.
A cierta distancia, el sonido seco y agudo de un cuerno, en el aire frío de diciembre, proclamaba que los perros iban sobre la pista de un lobo. Ella sabía que era diciembre, un mes especial. También sabía que era feliz.
Después, la luz cambió.
Ahora estaba sola en una parte del bosque que no reconoció. Los árboles eran más altos y compactos, y sus ramas, negras y desnudas, se retorcían contra un cielo blanco y cargado de nieve, como los dedos de un muerto. En algún lugar tras ella, invisibles y amenazadores, los perros ganaban terreno, excitados por la promesa de sangre.
Ya no era la cazadora, sino la presa.
El bosque reverberaba con un millar de cascos atronadores, que se acercaban más y más. Ahora podía oír los aullidos de los cazadores. Se hablaban a gritos en una lengua que no entendía, pero ella sabía que la estaban buscando.
Su caballo tropezó. Alice salió despedida sobre la cabeza del animal y cayó en el frío y duro suelo. Oyó el crujido del hueso del hombro y sintió el dolor desgarrador. Bajó la vista, espantada. Una ramita, que la helada había vuelto dura y sólida como una punta de flecha, le había atravesado la manga y se le había hundido en el brazo.
Con dedos entumecidos y desesperados, Alice tiró de la astilla hasta arrancarla, cerrando los ojos para no sentir el dolor lacerante. En seguida empezó a manar la sangre, pero no podía dejar que eso la detuviera.
Conteniendo la hemorragia con el borde de la capa, Alice logró ponerse en pie y se obligó a continuar a través de las ramas desnudas y los zarzales petrificados. Las ramas, quebradizas, crepitaban bajo sus pies y el aire gélido le aguijoneaba las mejillas y le hacía llorar los ojos.
El campanilleo en sus oídos se volvió más fuerte e insistente, y se sintió a punto de desmayarse. Inmaterial como un espectro.
De pronto, el bosque desapareció y Alice se encontró de pie al borde de un acantilado. No le quedaba ningún sitio adonde ir. A sus pies, el suelo caía en picado hacia un boscoso precipicio. Frente a ella había montañas coronadas de nieve, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Estaban tan cerca que tenía la impresión de poder tocarlas si extendía la mano.
En sueños, Alice se movió, inquieta.
«Despierta. Por favor, despierta.»
Intentó despertar, pero no lo consiguió. El sueño la tenía firmemente atrapada en su abrazo.
Los perros irrumpieron a través de la cortina de árboles que tenía detrás, ladrando y gruñendo. Su aliento nubló el aire, mientras sus fauces se abrían y cerraban, con hilos de baba y sangre colgando de los dientes. En la penumbra del crepúsculo, refulgían las puntas de las lanzas empuñadas por los cazadores, en cuyos ojos había odio y exaltación. Podía oír sus voces, susurrando y burlándose de ella en tono provocador.
– Héréticque, héréticque.
En esa fracción de segundo, tomó su decisión. Si le había llegado la hora de morir, no lo haría a manos de aquellos hombres. Alice levantó los brazos, los abrió y saltó, encomendando su cuerpo al aire.
De inmediato, el mundo guardó silencio.
El tiempo dejó de tener sentido, mientras caía, lenta y suavemente, con la verde falda hinchándose a su alrededor. Entonces se percató de que llevaba algo colgado a la espalda, un trozo de tela en forma de estrella. No, no era una estrella, sino una cruz. Una cruz amarilla. Roiele. Mientras la palabra desconocida avanzaba y retrocedía en su mente, la cruz se soltó y se alejó flotando, como una hoja cayendo de un árbol en otoño.
El suelo no se acercaba. Alice ya no tenía miedo. Porque en el instante en que las imágenes del sueño comenzaron a resquebrajarse y desaparecer, su subconsciente comprendió lo que su mente consciente no podía entender: que no era ella, Alice, quien caía, sino otra mujer.
Y que aquello no era un sueño, sino un recuerdo. Un fragmento de una vida vivida hacía mucho, mucho tiempo.
Carcassona
Julhet 1209
Las ramas y las hojas crujieron cuando Alaïs cambió de postura. Había un generoso olor a musgo, líquenes y tierra en su nariz y su boca. Algo afilado le horadó el dorso de la mano, una puñalada diminuta que en seguida empezó a escocerle. Un mosquito o una hormiga. Podía sentir el veneno destilando en su sangre. Alaïs se movió para ahuyentar al insecto. El movimiento le produjo náuseas.
«¿Dónde estoy?»
La respuesta, como un eco. Fuera.
Estaba tumbada boca abajo en el suelo. Tenía la piel viscosa y ligeramente fría por el rocío. ¿Era el amanecer o el crepúsculo? Su ropa, enredada en torno a ella, estaba húmeda. Poco a poco, Alaïs logró incorporarse hasta quedar sentada, con la espalda apoyada sobre un tronco de haya para mantenerse erguida.
Lentamente, con cuidado.
A través de los árboles, en lo alto de la ladera, podía ver un cielo blanco que contrastaba con el rosa del horizonte. Nubes achatadas flotaban como barcos al pairo. Podía distinguir los negros contornos de los sauces llorones. Tras ellos había perales y cerezos, pardos y desnudos de color por lo avanzado del verano.
Así pues era el alba. Alaïs intentó concentrarse en su entorno. Parecía muy brillante, enceguecedor, aunque no había sol. A escasa distancia se oía una corriente de agua, poco profunda y perezosa, sobre un lecho pedregoso, y a lo lejos, el grito inconfundible de un búho real, volviendo de su cacería nocturna.
Alaïs se miró los brazos, marcados con pequeñas y coléricas picaduras. Se examinó también los cortes y rasguños de las piernas. Además de las picaduras de insectos, tenía aros de sangre seca en torno a los tobillos. Levantó las manos para vérselas mejor. Los nudillos estaban amoratados y doloridos, y tenía líneas de un rojo herrumbroso entre los dedos.
Un recuerdo. De ser arrastrada sujeta por los brazos.
No, antes de eso.
«Iba andando por la plaza de armas. Había luces en las ventanas de arriba.»
El miedo le aguijoneó la nuca. Pasos en la oscuridad, una mano encallecida sobre su boca y, después, el golpe.
Peligro.
Se tocó la cabeza y no pudo evitar encogerse cuando sus dedos tomaron contacto con la masa pegajosa de sangre y pelo que tenía detrás de la oreja. Cerró con fuerza los ojos, intentando suprimir el recuerdo de las manos que le habían recorrido el cuerpo como ratas. Dos hombres. El olor habitual a caballo, cerveza y heno.
«¿Habrán encontrado el merel?»
Alaïs intentó ponerse en pie. Tenía que contarle a su padre lo sucedido. Iba a salir para Montpellier, era todo lo que recordaba. Pero antes tenía que hablar con él. Trató de incorporarse, pero las piernas no la sostuvieron. La cabeza volvió a darle vueltas y otra vez se encontró cayendo y cayendo, a punto de sumirse en un sueño ingrávido. Intentó combatirlo y permanecer despierta, pero no le sirvió de nada. Pasado, presente y futuro formaban parte de un tiempo infinito que se extendía ante ella. Color, sonido y luz dejaron de tener sentido.
Con una última y ansiosa mirada por encima del hombro, Bertran Pelletier salió cabalgando por la puerta del este, junto al vizconde Trencavel. No comprendía por qué Alaïs no había acudido a despedirlos.
El senescal iba en silencio, perdido en sus pensamientos, prestando poca atención a la charla insustancial que se desarrollaba a su alrededor. Tenía el espíritu turbado por la ausencia de su hija, que no había acudido a la plaza de armas para verlo marchar ni para desear suerte a la expedición. Estaba sorprendido y también decepcionado, aunque le costara admitirlo. Ahora lamentaba no haber enviado a François para despertarla.
Pese a lo temprano de la hora, las calles estaban abarrotadas de gente que los saludaba y aclamaba. Para el viaje sólo los mejores caballos habían sido escogidos, corceles de resistencia y entereza a toda prueba, palafrenes de las cuadras del Château Comtal, seleccionados por su vivacidad y su fuerza. Raymond-Roger Trencavel montaba su favorito, un garañón bayo que él mismo había domado cuando era un potro. El pelaje del animal era del color de un zorro en invierno y en la frente tenía una estrella blanca distintiva, con la forma exacta -o al menos eso decían- de las tierras de Trencavel.
En todos los escudos lucía el emblema de Trencavel. Su divisa estaba bordada en cada estandarte y en la gonela que cada caballero lucía sobre la armadura de viaje. El sol naciente resplandecía en los yelmos, las espadas y las bridas relucientes. Hasta las alforjas de los caballos de carga habían sido lustradas hasta que los mozos vieron reflejarse sus caras en el cuero.
No había sido fácil decidir las dimensiones precisas de la comitiva: demasiado pequeña, y habría parecido que Trencavel era un aliado menor y sin importancia, por no hablar del riesgo de sufrir un ataque de bandoleros; demasiado grande, y habría podido interpretarse como una declaración de guerra.
Finalmente, dieciséis chavalièrs habían sido elegidos, entre ellos Guilhelm du Mas, pese a las objeciones de Pelletier. Con sus escuderos, más un puñado de sirvientes y clérigos, Jehan Congost y un herrero para reparar las herraduras de los caballos sobre la marcha, el cortejo sumaba en total unas treinta personas.
Su destino era Montpellier, principal ciudad de los dominios del vizconde de Nîmes y cuna de dòmna Agnès, la esposa de Raymond-Roger. Al igual que Trencavel, el vizconde de Nîmes era vasallo del rey de Aragón, Pedro II, por lo que aun cuando Montpellier era una ciudad católica y Pedro un enérgico y resuelto enemigo de la herejía, era razonable esperar que pudieran transitar sin problemas.
Habían calculado tres días de viaje desde Carcasona. Era imposible saber quién sería el primero en llegar a la ciudad, si Trencavel o el conde de Toulouse.
Al principio marcharon hacia el este, siguiendo el curso del Aude en dirección a levante. En Trèbes, torcieron al noroeste, hacia las tierras del Minervois, por la antigua vía romana que atravesaba La Redorte, la ciudad fortificada de Azule, sobre un altozano, y, más adelante, Olonzac.
Las mejores tierras se reservaban a los cultivos de cáñamo, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. A la derecha había viñas, algunas podadas y otras silvestres, creciendo sin freno junto al camino, detrás de setos exuberantes. A la izquierda estaba el mar verde esmeralda de los campos de cebada, que se volverían de oro para la época de la cosecha. Los campesinos, con el rostro oscurecido bajo grandes sombreros de paja, ya estaban trabajando duramente, recogiendo el último trigo de la temporada, con la curva de hierro de las guadañas atrapando de vez en cuando un reflejo de sol.
Más allá de la ribera, bordeada de robles y hierba de San Antonio, estaban los bosques profundos y silenciosos que sobrevolaban las águilas. En ellos abundaban los venados, los linces y los osos, y también los lobos y los zorros en invierno. A lo lejos, por encima de los montes y la espesura del llano, se cernían los oscuros bosques de la Montaigne Noire, donde reinaba el jabalí.
Con la energía y el optimismo de la juventud, el vizconde Trencavel estaba de buen humor y cabalgaba intercambiando anécdotas graciosas y escuchando historias de hazañas pasadas. Iba discutiendo con sus hombres sobre los mejores perros de caza, galgos o mastines, y acerca del precio que alcanzaba una buena hembra reproductora, además de prestar oídos a las últimas habladurías sobre quién había perdido qué jugando a los dados o a los dardos.
Nadie hablaba del propósito de la expedición, ni de lo que sucedería si el vizconde fracasaba en sus peticiones a su tío.
Un grito áspero a la cola de la comitiva llamó la atención de Pelletier, que miró por encima del hombro. Guilhelm du Mas iba cabalgando en línea de tres, junto a Alzeu de Preixan y Tièrry Cazanon, chavalièrs que también habían aprendido el arte de guerrear en Carcasona y habían sido armados caballeros el mismo domingo de Pascua.
Consciente de la expresión crítica del viejo, Guilhelm irguió la cabeza y buscó sus ojos con actitud insolente. Por un momento, se sostuvieron la mirada. Después, el más joven inclinó ligeramente la cabeza, en insincero gesto de reconocimiento, y desvió la cara. Pelletier sintió que se le calentaba la sangre, tanto peor porque sabía que no podía hacer nada.
Hora tras hora, cabalgaron por la llanura. La conversación se fue apagando hasta agotarse, cuando la exaltación que había acompañado la salida de la Cité cedió el paso a la aprensión.
El sol estaba cada vez más alto en el cielo. Los clérigos eran quienes más sufrían, con sus hábitos negros de lana. Riachuelos de sudor chorreaban de la frente del obispo, y la esponjosa tez de Jehan Congost había adquirido un desagradable tono con manchas rojas, semejante al de las flores de la dedalera. Abejas, grillos y cigarras chirriaban y zumbaban entre la hierba parda. Los mosquitos picaban manos y muñecas, y las moscas atormentaban a los caballos, que sacudían irritados las crines y la cola.
Sólo cuando el sol estuvo en el cénit, sobre sus cabezas, el vizconde Trencavel los condujo fuera del camino para que descansaran un rato. Se instalaron en un claro, junto a un riachuelo perezoso, tras asegurarse de que no había peligro. Los escuderos desensillaron los caballos, les refrescaron la piel con hojas de sauce mojadas en el agua de la corriente y curaron los cortes y las picaduras con hojas de acedera o cataplasmas de mostaza.
Los chavalièrs se quitaron las armaduras de viaje y las botas, y se lavaron el polvo y el sudor de las manos y el cuello. Un pequeño contingente de sirvientes fue enviado a la granja más cercana, de donde regresó poco después con pan, embutidos, queso de cabra, aceitunas y el recio vino del país.
Cuando se difundió la noticia de que el vizconde Trencavel estaba acampado en los alrededores, una corriente incesante de granjeros y campesinos, ancianos y muchachas, tejedores y cerveceros, comenzó a llegar al modesto campamento instalado bajo los árboles, con regalos para el sènhor: cestas de cerezas y ciruelas recién recogidas, una oca, sal y pescado.
Pelletier estaba inquieto. El movimiento los retrasaría y consumiría un tiempo muy valioso. Aún quedaba mucho camino por recorrer antes de que se alargaran las sombras del atardecer y pudieran acampar para la noche. Pero lo mismo que su padre y su madre antes que él, Raymond-Roger disfrutaba recibiendo a sus súbditos y jamás habría rechazado a ninguno.
– Por esto es por lo que olvidamos el orgullo y vamos a negociar la paz con mi tío -dijo serenamente-: para proteger todo lo bueno, inocente y verdadero que hay en nuestra forma de vivir, ¿no crees? Y si es necesario, lucharemos por ello.
Como los antiguos reyes guerreros, el vizconde Trencavel los recibió a todos a la sombra de un roble y aceptó con encanto, gracia y dignidad los tributos ofrecidos. Sabía que aquel día se convertiría en una historia digna de ser atesorada y entretejida en la memoria de la aldea.
Una de los últimos en acercarse fue una bonita niña de cinco o seis años, de piel morena y ojos brillantes como las zarzamoras. Tras hacer una leve reverencia, tendió al vizconde un ramillete de capuchinas, aquileas y trébol blanco. Las manos le temblaban.
Agachándose a la altura de la niña, el vizconde Trencavel se sacó del cinturón un pañuelo de hilo blanco y se lo dio. Incluso Pelletier sonrió cuando los dedos menudos se alargaron tímidamente para coger el blanco cuadrado de tela almidonada.
– ¿Y cómo os llamáis, domnaisela? -preguntó el vizconde.
– Ernestine, messer -susurró ella.
Trencavel asintió.
– Muy bien, domnaisela Ernestine -prosiguió él, mientras separaba una flor rosa del ramillete y se la ponía en la gonela-. Llevaré esta flor aquí para que me dé buena suerte y como recuerdo de la gentileza del pueblo de Picheric.
Sólo cuando el último de los visitantes abandonó el campamento, Raymond-Roger Trencavel se soltó la espada y se sentó a comer. Una vez saciado el apetito, uno a uno, hombres y muchachos se tumbaron en la hierba suave o se apoyaron contra el tronco de un árbol y se quedaron dormidos, con el vientre lleno de vino y la cabeza pesada por el calor de la tarde.
Pelletier fue el único que no descansó. Cuando se hubo asegurado de que el vizconde Trencavel ya no lo necesitaba, salió a caminar junto al riachuelo, deseoso de soledad.
Había chinches barqueras deslizándose por el agua e iridiscentes libélulas que rozaban la superficie y surcaban como dardos el aire agobiante.
En cuanto perdió de vista el campamento, Pelletier se sentó sobre el tronco ennegrecido de un árbol caído y sacó del bolsillo la carta de Harif. No la leyó. Ni siquiera la abrió; sólo la mantuvo apretada entre el índice y el pulgar, como un talismán.
No podía dejar de pensar en Alaïs. Sus cavilaciones iban y venían, balanceándose como los platos de una romana. En determinado momento, se arrepintió de haber confiado en su hija. Pero ¿de quién iba a fiarse, si no de Alaïs? No había nadie más que mereciera su confianza. Al instante siguiente, temió haberle contado demasiado poco.
Dios mediante, todo saldría bien. Si su petición al conde de Toulouse era bien recibida, volverían triunfalmente a Carcasona antes de fin de mes, sin que se derramara ni una sola gota de sangre. Entonces Pelletier se reuniría con Simeón en Béziers y averiguaría la identidad de la «hermana» a quien se refería Harif en su escrito.
Si así lo quería el destino.
El senescal suspiró. Contempló el sereno paisaje que se extendía ante él, pero en su fuero interno vio lo contrario. En lugar del viejo mundo, inalterado e inmutable, vio caos, devastación y destrucción. El final de todas las cosas.
Agachó la cabeza. No podía haber obrado de otra manera. Si no regresaba a Carcasona, al menos moriría seguro de haber hecho cuanto estaba a su alcance para proteger la Trilogía. Alaïs cumpliría con su obligación. Haría suyos los votos que él había pronunciado. El secreto no se perdería en el fragor de la batalla, ni se pudriría en una mazmorra francesa.
Los ruidos del campamento, que ya cobraba vida, devolvieron a Pelletier al presente. Había que ponerse en marcha. Quedaban muchas horas de cabalgata antes del crepúsculo.
Pelletier volvió a guardar en la bolsa la carta de Harif y regresó apresuradamente al campamento, consciente de que momentos como aquél, de paz y serena contemplación, quizá no abundaran en los días que tenía por delante.
Cuando Alaïs se despertó de nuevo, estaba acostada entre sábanas de hilo y no sobre la hierba. Oía un murmullo bajo y sordo, como un viento otoñal silbando entre los árboles. Su cuerpo le pareció curiosamente pesado y lastrado, como si no le perteneciera. Había soñado que Esclarmonda estaba allí con ella, poniéndole la mano fresca en la frente para ahuyentar la fiebre.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Sobre su cabeza vio el familiar dosel de su cama, con las cortinas de color azul oscuro apartadas y sujetas hacia un lado. La alcoba estaba sumida en la suave luz dorada del crepúsculo. El aire, aunque pesado y caluroso, ya prometía el frescor de la noche. Distinguió un leve perfume de hierbas recién quemadas. Romero y un aroma de lavanda.
También oyó voces de mujeres, roncas y sofocadas, en algún lugar cercano. Estaban susurrando, como para no despertarla. Las palabras crepitaban como la grasa cayendo de un espetón al fuego. Poco a poco, Alaïs volvió la cabeza sobre la almohada en dirección al ruido. Alziette, la poco agraciada esposa del jefe de caballerizos, y Ranier, una chismosa alborotadora y rencorosa, casada con un hombre tosco y aburrido, conocidas ambas por ser dos liantes, estaban sentadas junto a la chimenea vacía, como un par de cuervos viejos. Su hermana Oriane solía llamarlas para que le hicieran recados, pero Alaïs desconfiaba de ellas y no podía entender cómo habían entrado en sus habitaciones. Su padre jamás lo habría permitido.
Entonces recordó. Su padre no estaba en el castillo. Se había ido a Saint Gilles o a Montpellier, no lo recordaba bien. También Guilhelm.
– Entonces, ¿dónde estaban? -murmuró Ranier con voz sibilante, ávida de escándalos.
– En el huerto, bajando por el riachuelo, junto a los sauces -contestó Alziette-. La chica mayor de Mazelle los vio cuando salían para allá. Ladina como es, se fue directamente a decírselo a su madre. Entonces Mazelle salió corriendo al patio, retorciéndose las manos y gritando que era una vergüenza y que hubiese querido ser la última en contármelo.
– Siempre le ha tenido envidia a tu chica. Todas sus hijas están gordas como cerdas y tienen la cara llena de hoyos. Todas, por mucho que le duela. -Ranier acercó un poco más su cabeza a la de Alziette-. ¿Qué hiciste entonces?
– ¿Qué podía hacer, aparte de ir a ver por mí misma? Los encontré nada más bajar. Tampoco es que se esforzaran mucho por esconderse. Agarré a Raolf por los pelos, esa pelambre marrón tan fea que tiene, y le di de puñetazos en las orejas. Mientras tanto, él se sujetaba el cinturón con una mano. Tenía la cara roja de vergüenza, por haber sido descubierto. Cuando me volví hacia Joana, el miserable se me escabulló y salió huyendo, sin mirar atrás ni una sola vez.
Ranier chasqueó la lengua a modo de reprobación.
– Mientras tanto, Joana no dejaba de chillar, hablando al mismo tiempo, diciendo que Raolf la adoraba y que quería casarse con ella. Oyéndola, se hubiese dicho que era la primera chica que se ha dejado engañar por unas cuantas palabras bonitas.
– ¿No serán honestas las intenciones del mozo?
Alziette resopló.
– No está en situación de casarse -se quejó-. Tiene cinco hermanos mayores y sólo dos están casados. Su padre se pasa el día y la noche en la taberna. Hasta la última moneda que pasa por sus manos acaba en los bolsillos de Gastón.
Alaïs intentó cerrar los oídos al chismorreo de las mujeres. Eran como buitres consumiendo carroña.
– En cualquier caso -dijo Ranier insidiosamente-, no hay mal que por bien no venga. Si las circunstancias no te hubieran llevado allí, no la habrías encontrado a ella.
Alaïs se puso tensa, al sentir que ambas cabezas se volvían en su dirección.
– Así es -convino Alziette-, y espero recibir una recompensa cuando vuelva su padre.
Alaïs se quedó escuchando, pero no averiguó nada más. Las sombras se alargaron. Siguió durmiendo y despertando a ratos.
Finalmente, una de las doncellas favoritas de su hermana se presentó para sustituir a Alziette y Ranier. El ruido de la mujer arrastrando el camastro de madera agrietada, para sacarlo de debajo de la cama, despertó a Alaïs. Oyó un golpe sordo cuando la criada se tumbó sobre el jergón y el peso de su cuerpo expulsó el aire alojado entre la paja seca del relleno. Al cabo de un momento, los gruñidos, los trabajosos ronquidos, los silbidos y los resoplidos que llegaban de los pies de la cama le anunciaron que la mujer se había quedado dormida.
De pronto, Alaïs despertó por completo. Tenía la cabeza llena de las últimas instrucciones que le había dado su padre: poner a buen recaudo la tabla con el laberinto. Se incorporó hasta quedar sentada y miró entre las velas y los retales.
La tabla ya no estaba.
Con cuidado para no despertar a la doncella, Alaïs abrió la puerta de la mesilla de noche. La bisagra estaba rígida por falta de uso y rechinó al girar. Alaïs repasó con los dedos los bordes de la cama, por si la tabla se hubiera deslizado entre el colchón y el marco de madera. Tampoco estaba allí.
Nada.
No le gustaba la deriva que estaban tomando sus pensamientos. Su padre había rechazado la sugerencia de que hubiesen descubierto su identidad, pero ¿no se habría equivocado? «Han desaparecido el merel y la tabla.»
Alaïs pasó las piernas por encima de la cama y recorrió de puntillas la habitación, hasta la silla donde solía sentarse para hacer sus labores. Necesitaba asegurarse. Su capa colgaba del respaldo. Alguien había intentado limpiarla, pero el fango cubría el rojo dobladillo y tapaba en algunos sitios los puntos del bordado. Olía como la plaza de armas o las cuadras, un olor acre y amargo. Sus manos salieron vacías, tal como esperaba. Su bolsa había desaparecido y, con ella, el merel.
Todo sucedía con excesiva rapidez. De pronto, las viejas sombras familiares le parecían amenazadoras. Sentía el peligro por todas partes, incluso en los ronquidos que le llegaban de los pies de la cama.
«¿Y si mis atacantes están todavía en el castillo? ¿Y si vuelven a buscarme?»
Alaïs se vistió rápidamente, recogió el candil y ajustó la llama. La idea de atravesar sola la plaza oscura la atemorizaba, pero no podía quedarse quieta en su habitación, simplemente esperando a que pasara algo.
Valor.
Alaïs atravesó corriendo la plaza de armas, hasta la torre Pinta, protegiendo con una mano la llama mortecina. Tenía que encontrar a François.
Entreabrió la puerta y lo llamó por su nombre en la oscuridad. No hubo respuesta. Se deslizó dentro de la habitación.
– François -volvió a susurrar.
La lámpara proyectaba un pálido resplandor amarillo, suficiente para ver que había alguien tumbado en el camastro al pie de la cama de su padre.
Tras apoyar la lámpara en el suelo, Alaïs se inclinó y lo tocó levemente en el hombro. En seguida retiró el brazo, como si se le hubieran quemado los dedos. Había notado algo raro.
– ¿François?
Tampoco hubo respuesta. Alaïs agarró el borde irregular de la manta, contó hasta tres y la levantó.
Debajo había un montón de ropa y pieles viejas de carnero, todo ello cuidadosamente apilado para imitar los contornos de un hombre dormido. Sintió alivio, pero a la vez confusión y aturdimiento.
Fuera, en el pasillo, un ruido llamó su atención. Alaïs levantó la lámpara del suelo, apagó la llama y se escondió entre las sombras, detrás de la cama.
Oyó que la puerta se abría con un chirrido. El intruso vaciló, quizá al percibir el olor de la lámpara de aceite o al reparar en las mantas desordenadas, y desenvainó el puñal.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó-. ¡Sal para que te vea!
– ¡François! -exclamó Alaïs con alivio, saliendo de detrás de las cortinas-. Soy yo. Puedes guardar el arma.
El hombre pareció mucho más sorprendido que ella.
– ¡Perdonadme, dòmna, no os había visto!
Ella lo estudió con interés. El criado respiraba agitadamente, como si hubiese estado corriendo.
– La culpa ha sido mía, pero ¿dónde estabas tú a estas horas? -preguntó ella.
– Yo…
Una mujer, supuso ella, aunque no comprendía por qué lo turbaba tanto que lo hubiesen descubierto. Sintió pena por él.
– A decir verdad, François, no tiene importancia. He venido porque eres la única persona en quien confío, para que me cuentes lo que me ha ocurrido.
El color se retiró de la cara del criado.
– Yo no sé nada, dòmna -se apresuró a decir con voz ahogada.
– ¿Cómo es eso? Seguramente habrás oído algo. Algún rumor en las cocinas…
– Muy poco.
– Bueno, intentemos reconstruir juntos la historia -dijo ella, intrigada por su actitud-. Recuerdo que volvía de los aposentos de mi padre, después de que tú fueras a buscarme para que acudiera a verlo. Entonces me atacaron dos hombres. Me desperté en un huerto, cerca de un riachuelo. Era temprano, por la mañana. Cuando volví a despertarme, estaba en mi habitación.
– ¿Reconoceríais a esos dos hombres, dòmna?
Alaïs lo miró con atención.
– No. Estaba oscuro y todo sucedió demasiado de prisa.
– ¿Se llevaron algo?
Ella dudó.
– Nada de valor -dijo finalmente, incómoda con la mentira-. Después, por lo que sé, Alziette Baichère dio la noticia. La he oído presumiendo al respecto hace un momento, aunque no acabo de comprender qué hacía ella en mis habitaciones. ¿Por qué no estaba conmigo Rixenda? ¿O cualquiera de mis doncellas?
– Instrucciones de dòmna Oriane, dòmna. Se ha hecho cargo personalmente de vuestro cuidado.
– ¿Y a nadie le ha parecido extraña tanta preocupación? -dijo ella. Era totalmente impropio de su carácter-. Mi hermana no destaca precisamente por esas… habilidades.
François asintió.
– Pero ¡insistió tanto, dòmna!
Alaïs sacudió la cabeza. Una lejana reminiscencia encendió un destello en su mente. El fugaz recuerdo de estar encerrada en un espacio reducido, pero no de madera, sino de piedra, y un hedor acre a orina de animales y a dejadez. Cuanto más se esforzaba por atrapar el recuerdo, más se le escabullía y se alejaba.
Volvió al asunto que la ocupaba.
– Supongo, François, que mi padre ya habrá salido hacia Montpelhièr.
El hombre hizo un gesto afirmativo.
– Hace dos días, dòmna.
– Entonces es miércoles -murmuró ella, estupefacta. Había perdido dos días-. Dime, François -añadió, frunciendo el ceño-, cuando se marcharon, ¿no se extrañó mi padre de que yo no saliera a despedirlos?
– Así fue, dòmna, pero… me prohibió que os despertara.
«Eso no tiene sentido.»
– ¿Y mi marido? ¿No dijo Guilhelm que yo no había regresado esa noche a nuestros aposentos?
– Creo que el chavalièr Du Mas pasó la primera parte de la noche en la forja, dòmna, y que después asistió a la misa de bendición con el vizconde Trencavel, en la capilla. Parecía tan sorprendido por vuestra ausencia como el senescal Pelletier, y además…
Se hizo un silencio incómodo.
– Adelante. Di lo que estás pensando, François. No te culparé.
– Con todos mis respetos, dòmna, creo que el chavalièr Du Mas no debía de querer revelarle a vuestro padre que ignoraba vuestro paradero.
En cuanto las palabras salieron de la boca del criado, Alaïs supo que tenía razón.
La animadversión entre su marido y su padre pasaba por su peor momento. Alaïs apretó los labios, para no delatar que pensaba lo mismo.
– Corrieron un riesgo muy grande -dijo ella, refiriéndose otra vez a sus captores-. Atacarme en el corazón del Château Comtal ya fue locura suficiente, pero multiplicar su crimen tomándome prisionera… ¿Cómo pudieron tener la menor esperanza de salirse con la suya?
Se interrumpió secamente, al darse cuenta de lo que acababa de decir.
– Todos estaban muy atareados, dòmna. No había toque de queda, y si bien la puerta del oeste estaba cerrada, la del este permaneció abierta toda la noche. No habrá sido difícil para dos hombres llevaros entre los dos, siempre que se cuidaran de ocultar vuestro rostro y vuestras ropas. Hay muchas damas… muchas mujeres, quiero decir… ya me entendéis…
Alaïs reprimió una sonrisa.
– Sí, François, te entiendo perfectamente.
La sonrisa se esfumó de su cara. Necesitaba pensar, decidir lo que iba a hacer a continuación. Estaba más confusa que nunca, y su ignorancia del porqué de lo ocurrido y de la manera en que había sucedido todo no hacía más que acrecentar su temor. «Es difícil actuar contra un enemigo sin rostro.»
– Convendría hacer circular el rumor de que no recuerdo nada del ataque, François -dijo ella al cabo de un momento-. De ese modo, si mis atacantes están todavía en el castillo, no se sentirán amenazados.
La idea de hacer otra vez el mismo recorrido de vuelta por la plaza de armas le heló la sangre. Además, no soportaba la idea de dormir bajo la mirada de una criada de Oriane. Alaïs no tenía la menor duda de que la había enviado su hermana para espiarla.
– Pasaré aquí el resto de la noche -añadió.
Para su sorpresa, François pareció horrorizado.
– Pero, dòmna, no es apropiado para vos…
– Siento tener que echarte de tu cama -dijo ella, suavizando su orden con una sonrisa-, pero la compañera que tengo en mis aposentos no es de mi agrado.
Una expresión impasible y hermética descendió sobre el rostro del criado.
– Aun así, François -prosiguió ella-, te agradeceré que te quedes cerca, por si te necesito.
El hombre no le devolvió la sonrisa.
– Lo que vos digáis, dòmna.
Alaïs se lo quedó mirando un momento, pero se dijo que estaba sacando demasiadas conclusiones apresuradas. Le pidió que encendiera la lámpara y a continuación lo despidió.
En cuanto François se hubo marchado, Alaïs se acostó hecha un ovillo en la cama de su padre. Al quedarse sola otra vez, volvió a sentir el pesar por la ausencia de Guilhelm, como un sordo dolor físico. Intentó conjurar mentalmente la imagen de su rostro, sus ojos y el contorno de su mandíbula, pero sus rasgos desdibujados se negaron a concretarse. Alaïs sabía que su incapacidad para fijar la imagen de su marido era fruto de su ira. Una y otra vez intentó recordar que Guilhelm estaba cumpliendo con sus obligaciones de chavalièr. No había error ni deslealtad en su conducta. De hecho, había actuado como era menester. En vísperas de tan importante misión, se debía ante todo a su señor y a quienes iban a hacer el viaje con él, y no a su esposa. Sin embargo, por mucho que Alaïs se lo repitiera, no conseguía acallar las voces en su mente. Lo que pudiera decir no cambiaba lo que sentía: que cuando había necesitado su protección, Guilhelm le había fallado. Por injusto que fuera su pensamiento, culpaba a Guilhelm.
Si su ausencia se hubiera descubierto con la primera luz del alba, quizá habrían atrapado a sus atacantes.
«Y mi padre no se habría marchado pensando mal de mí.»
En una granja desierta, en las afueras de Aniane, en las llanas y feraces tierras del oeste de Montpellier, un anciano parfait cátaro y sus ocho credentes, sus fieles, aguardaban agazapados en el rincón de un granero, detrás de un montón de viejos arneses para bueyes y mulas.
Uno de los hombres estaba malherido. Colgajos de carne rosa y gris se desplegaban en torno a los blancos huesos astillados de lo que había sido su cara. Uno de los ojos había sido desalojado de su órbita por la fuerza del golpe que le había destrozado la mejilla. La sangre empezaba a coagularse en torno al hueco. Cuando la casa donde se habían congregado para orar fue atacada por un pequeño grupo de militares desgajado del grueso del ejército francés, sus amigos se habían resistido a abandonarlo.
Pero la presencia del herido había ralentizado su marcha y neutralizado la ventaja que les confería su mejor conocimiento del terreno. Los cruzados los habían perseguido todo el día. La noche no los había protegido y ahora se encontraban acorralados. Los cátaros podían oír los gritos de los soldados en el patio y también el sonido del fuego prendiendo en la madera seca. Estaban encendiendo una hoguera.
El parfait sabía que se acercaba su fin. No podían esperar piedad de hombres como aquéllos, impulsados por el odio, la ignorancia y el fanatismo. Nunca había habido un ejército como aquél en suelo cristiano. El parfait no lo habría creído si no lo hubiese visto con sus propios ojos. Había viajado hacia el sur, siguiendo en paralelo el avance de la Hueste. Había visto las barcazas enormes que bajaban flotando por el Ródano, cargadas de material y suministros, así como de cofres de madera cerrados con bandas de acero, que contenían valiosas reliquias sagradas para el buen fin de la expedición. Los cascos de los miles de caballos con sus jinetes, cabalgando junto al río, levantaban una gigantesca tolvanera que envolvía a toda la Hueste.
Desde el principio, la gente había cerrado a cal y canto las puertas de sus pueblos y ciudades, y había observado al ejército desde detrás de las murallas, rezando para que siguiera su camino sin detenerse. Circulaban rumores de creciente violencia y horror. Se hablaba de granjas quemadas y de campesinos que habían sufrido las represalias de los soldados al tratar de impedirles que saquearan sus tierras. Fieles cátaros acusados de herejía habían sido ejecutados en la hoguera en Puylaroque. Toda la comunidad judía de Montélimar -hombres, mujeres y niños- había sido pasada por las armas y sus cabezas sangrantes habían sido plantadas en picas fuera de las murallas de la ciudad, para pasto de los cuervos.
En Saint-Paul de Trois Châteaux, un parfait había sido crucificado por una pequeña banda de asaltantes gascones. Lo habían atado a una improvisada cruz, fabricada con dos maderos atados con sogas, y le habían clavado las manos a martillazos. Desgarrado por el peso de su propio cuerpo, no se retractó ni abjuró de su fe. Al final, aburridos por la lentitud de la agonía, los soldados lo destriparon y lo dejaron pudrirse.
Esos y otros actos de barbarie fueron desmentidos por el abad de Cîteaux y los barones franceses, o bien atribuidos a unos pocos renegados. Pero acurrucado en la oscuridad, el parfait sabía que las palabras de los señores, los clérigos y los legados papales no les servían de nada allí donde estaban. Podía oler el ansia de sangre en el aliento de los hombres que los habían acorralado en aquel pequeño rincón de esa creación diabólica que era el mundo.
Reconocía el Mal.
Lo único que podía hacer era intentar salvar las almas de sus fieles, para que pudieran contemplar el rostro de Dios. Su tránsito de este mundo al otro no iba a ser nada llevadero.
El herido todavía estaba consciente. Gemía suavemente, pero una quietud definitiva se había adueñado de él y su piel se había teñido con el gris de la muerte. El parfait impuso sus manos sobre la cabeza del hombre, le administró los últimos sacramentos de su religión y dijo unas palabras de consolament.
Los otros fieles unieron las manos en un círculo y comenzaron a rezar.
– Padre santo, Dios de la justicia y las almas buenas, Tú que no te dejas engañar, que nunca mientes ni dudas, permítenos saber…
Los soldados ya la habían emprendido a patadas con la puerta, entre risotadas y exabruptos. En poco tiempo, los encontrarían. La menor de las mujeres, que tenía apenas catorce años, se echó a llorar. Las lágrimas rodaban desesperadamente y en silencio por sus mejillas.
– …permítenos saber lo que Tú sabes y amar lo que Tú amas, porque nosotros no somos de este mundo y este mundo no es para nosotros, y tememos encontrar aquí la muerte, en los dominios de un dios extraño.
El parfait levantó la voz cuando la viga horizontal que mantenía cerrada la puerta saltó partida en dos. Astillas agudas como puntas de flecha se proyectaron por el granero cuando los hombres irrumpieron en él. A la luz del resplandor anaranjado del fuego que ardía en el patio, vio sus ojos vidriosos e inhumanos. Contó diez hombres, cada uno con su espada.
Su mirada se fijó después en el capitán, que entró detrás. Un hombre alto, de tez pálida y ojos inexpresivos, tan sereno y controlado como vehementes e indisciplinados eran sus hombres. Tenía un aire de cruel autoridad, el de un hombre acostumbrado a ser obedecido.
Siguiendo sus órdenes, los soldados sacaron a rastras a los fugitivos de su escondite. El capitán levantó el brazo y hundió la espada en el pecho del parfait. Por un instante, sostuvo su mirada. Los ojos del francés, grises como el pedernal, rebosaban desprecio. Alzó el brazo por segunda vez e hincó el acero en lo alto del cráneo del viejo, salpicando la paja de pulpa roja y sesos grises.
Asesinado el sacerdote, se desató el pánico. Los otros intentaron huir, pero el suelo estaba resbaladizo de sangre. Un soldado agarró a una mujer por el pelo y le clavó una estocada en la espalda. El padre de la víctima intentó apartarlo, pero el hombre se dio la vuelta y le abrió el vientre de un tajo. Los ojos del desdichado se abrieron de conmocionado asombro, mientras el soldado revolvía el acero en la herida y empujaba con el pie a su víctima para extraerle el arma.
El soldado más joven vomitó sobre la paja.
Al cabo de unos minutos, todos los hombres estaban muertos y sus cuerpos yacían dispersos por el granero. El capitán ordenó a los soldados que se llevaran fuera a las dos mujeres mayores. Se quedó a la chica y también al muchacho que había vomitado. El chico tenía que endurecerse.
Ella retrocedió, con el miedo aleteando en sus ojos. Él capitán sonrió. No tenía prisa y la joven no podía huir. Dio unas vueltas a su alrededor, como un lobo contemplando a su presa, y entonces, sin previo aviso, atacó. De un solo movimiento, la agarró por el cuello, le golpeó la cabeza contra la pared y le desgarró el vestido. La chica gritó con fuerza, dando patadas y manotazos desesperados al vacío. Él le dio un puñetazo en la cara, notando con satisfacción el tacto de los huesos astillados.
Las piernas de ella cedieron. Cayó de rodillas, dejando un rastro de sangre sobre la madera. El hombre se inclinó y le agarró la túnica, desgarrándola de arriba abajo de un solo gesto. Ella gimió, mientras él le apartaba la tela, descubriendo su cuerpo.
– No debemos permitir que se apareen y traigan otros como ellos al mundo -dijo con frialdad, al tiempo que desenvainaba el puñal.
No tenía intención de contaminar su carne tocando a la hereje. Empuñando el arma, hundió cuanto pudo la hoja en las entrañas de la chica. Con todo el odio que le inspiraban los de su clase, clavó el cuchillo en su vientre una y otra vez, hasta tener ante sí su cuerpo tendido e inmóvil. Como acto final de profanación, le dio la vuelta y, con dos rápidos movimientos del cuchillo, le grabó el signo de la cruz en la espalda desnuda. Perlas de sangre, como rubíes, brotaron sobre la piel blanca.
– Espero que esto sirva de lección para cualquier otro de estos que pase por aquí -dijo serenamente-. Ahora remátala.
Después de limpiar la hoja del arma en el vestido desgarrado de la joven, se puso de pie.
El chico estaba sollozando. Tenía la ropa manchada de vómito y sangre. Intentó hacer lo que su capitán le ordenaba, pero con demasiada lentitud.
El hombre cogió al muchacho por el cuello.
– He dicho que la remates. Rápido. Si no quieres acabar como ellos.
Le dio un puntapié en la base de la espalda, dejándole en la gonela una huella de sangre, polvo y fango. Un soldado de estómago delicado no le servía para nada.
La improvisada hoguera en mitad del patio ardía ferozmente, avivada por el cálido viento nocturno que soplaba desde el Mediterráneo.
Los soldados se mantenían retirados, con las manos sobre la cara para protegerse del calor. Sus caballos, atados a la cancela, piafaban agitados. Tenían el hedor de la muerte en los ollares y eso los ponía nerviosos.
A las mujeres las habían desnudado y las habían obligado a arrodillarse en el suelo, delante de sus captores, con los pies atados y las manos fuertemente amarradas a la espalda. La expresión de sus rostros y los arañazos en su pecho y hombros testimoniaban lo que acababan de soportar, pero permanecían en silencio. Una de ellas lanzó una apagada exclamación cuando les arrojaron delante el cadáver de la muchacha.
El capitán se dirigió hacia la pira. Ya estaba aburrido; no veía el momento de marcharse. Matar herejes no era lo que lo había llevado a unirse a la cruzada. La brutal incursión era un regalo para sus hombres. Había que mantenerlos ocupados para que no bajaran la guardia y evitar que se enfrentaran entre sí.
El cielo nocturno estaba lleno de estrellas blancas alrededor de la luna llena. Se dio cuenta de que debía de ser pasada la medianoche, quizá más tarde. Había contado con estar de vuelta mucho antes, por si llegaba algún aviso.
– ¿Las echamos a la hoguera, señor?
Con un único y repentino gesto, desenvainó la espada y cercenó de un mandoble la cabeza de la mujer que tenía más cerca. La sangre empezó a manar de una vena del cuello, salpicándole a él las piernas y los pies. El cráneo cayó al suelo con un golpe sordo. De un puntapié, el hombre derribó en el polvo el cuerpo que aún se retorcía.
– Matad al resto de estas perras herejes y después quemad los cuerpos, y también el granero. Ya nos hemos demorado demasiado.
Alaïs se despertó cuando el alba se filtraba en la habitación. Por un momento no consiguió recordar qué hacía en los aposentos de su padre. Desperezándose para desprenderse del sueño, se sentó en la cama y esperó, hasta que el recuerdo de la víspera regresó vivido e intenso
En algún momento durante las largas horas entre la medianoche y el alba, había tomado una decisión. Pese a lo entrecortado de su sueño nocturno, tenía la mente clara como un torrente de montaña. No podía quedarse sentada, esperando pasivamente el regreso de su padre. No tenía manera de juzgar las consecuencias de cada día de demora. Cuando él le habló de su deber sagrado con la Noublesso de los Seres y el secreto que sus integrantes custodiaban, le hizo saber más allá de toda duda que su honor y su orgullo dependían de su capacidad para cumplir los votos pronunciados. Ella tenía el deber de buscarlo, contarle lo sucedido y volver a poner el asunto en sus manos.
«Mejor actuar que quedarse impasible.»
Alaïs se acercó a la ventana y abrió los postigos para dejar entrar el aire de la mañana. A lo lejos, la Montaigne Noire reverberaba en tonos violáceos a la luz creciente del alba, sempiterna e intemporal. El espectáculo de las montañas fortaleció su resolución. El mundo la estaba llamando para que se uniera a él.
Una mujer viajando sola correría riesgos. Su padre lo habría tildado de temeridad. Pero era una excelente amazona, rápida e intuitiva, y confiaba en su capacidad para huir cabalgando de cualquier grupo de asaltadores de caminos o bandoleros. Además, hasta donde tenía noticias, no se conocían ataques de bandoleros en las tierras del vizconde Trencavel.
Alaïs se llevó la mano a la herida de la nuca, testimonio de que alguien había intentado hacerle daño. Si le había llegado la hora, entonces prefería plantar cara a la muerte con la espada en la mano a quedarse sentada, esperando a que sus enemigos volvieran a atacar.
Cuando Alaïs recogió de la mesa la lámpara apagada, vio casualmente su reflejo en el vidrio veteado de negro. Estaba pálida, con la piel del color del suero de la leche, y los ojos velados por la fatiga. Pero había en su expresión una determinación que antes no poseía.
Alaïs hubiese deseado no tener que volver a su habitación, pero no le quedaba más remedio. Después de pasar con cuidado por encima de François, atravesó la plaza de armas y volvió a la zona de castillo donde se encontraban sus aposentos. No había nadie.
Guiranda, la taimada sombra de Oriane, dormía en el suelo junto a la puerta de su señora, con su bonito y enfurruñado rostro sumido en el sueño, cuando Alaïs pasó de puntillas a su lado.
El silencio que encontró al entrar en su habitación le indicó que la otra criada ya no estaba. Presumiblemente se habría despertado y, al descubrir su ausencia, se habría marchado.
Alaïs puso manos a la obra, sin perder un minuto. El éxito de su plan dependía de su habilidad para lograr que todos creyeran que se sentía demasiado débil como para alejarse del castillo. Nadie de la casa debía saber que se dirigía a Montpellier.
Sacó de su guardarropa el más ligero de sus vestidos de caza, de un marrón rojizo similar al pelaje de las ardillas, con mangas añadidas de un pálido gris piedra, amplias bajo los brazos y terminadas en punta. Se ciñó un fino cinturón de piel, del que colgó su cuchillo y su bolsa, la que usaba cuando salía a cazar en invierno.
Se calzó las botas de caza, que le llegaban justo hasta debajo de las rodillas; se ajustó los lazos de piel en torno a la caña de las botas, para sujetar un segundo puñal; cerró las hebillas, y se puso una sencilla capa marrón con capucha y sin adornos.
Cuando estuvo vestida, cogió del cofre joyero varias gemas y algunas joyas, entre ellas su collar de aventurina y su anillo de turquesa con gargantilla a juego. Podían serle de utilidad como moneda de cambio o para comprar el derecho a transitar o a refugiarse en algún sitio, sobre todo cuando hubiera dejado atrás las fronteras de las tierras del vizconde Trencavel.
Por último, satisfecha al comprobar que no olvidaba nada, sacó la espada de su escondite detrás de la cama, donde había permanecido intacta desde su boda. Alaïs la empuñó firmemente con la mano derecha y la levantó, calibrando la hoja sobre la palma. Seguía recta y equilibrada, pese a la falta de uso. Dibujó en el aire la figura de un ocho, recordando el peso y el carácter del arma. Sonrió. La sentía cómoda en su mano.
Alaïs entró subrepticiamente en la cocina y le pidió a Jaume pan de cebada, higos, pescado salado, un trozo de queso y una jarra de vino. El hombre le dio mucho más de lo que necesitaba, como siempre hacía. Una vez más, Alaïs agradeció su generosidad.
Después despertó a su doncella, Rixenda, y le susurró un mensaje para dòmna Agnès: debía decirle que Alaïs se sentía mejor y que pensaba reunirse con las señoras de la casa, después de tercias. Rixenda pareció sorprendida, pero no hizo ningún comentario. Sabía que a Alaïs le disgustaba esa parte de sus deberes y que solía excusar su presencia siempre que podía. Se sentía enjaulada en compañía de las mujeres y la aburría la charla insustancial durante las labores de bordado. Sin embargo, ese día, aquélla sería la prueba perfecta de que tenía pensado regresar al castillo.
Alaïs esperaba que no repararan en su ausencia hasta más tarde. Si tenía suerte, sólo cuando la campana de la capilla tocara a vísperas se percatarían de que no había vuelto y darían la voz de alarma.
«Y para entonces hará mucho tiempo que me habré ido.»
– Rixenda, no te presentes ante dòmna Agnès hasta que haya desayunado -le indicó-. Espera a que los primeros rayos del sol lleguen al muro del oeste de la plaza, ¿de acuerdo? Òc ben? Hasta entonces, a todo el que venga en mi busca, aunque se trate del criado de mi padre, puedes decirle que he salido a cabalgar al campo, del otro lado de Sant Miquel.
Las caballerizas estaban en la esquina nororiental de la plaza de armas, entre la torre de las Casernas y la torre del Mayor. Varios caballos piafaron, levantaron las orejas al oírla acercarse y relincharon suavemente, con la esperanza de que viniera a darles heno. Alaïs se detuvo en la primera cuadra y acarició el ancho testuz de su vieja yegua gris, que tenía el tupé y la crin estriados de pelos blancos.
– Hoy no, vieja amiga -dijo-. No podría pedirte tanto.
Su otra montura estaba en la cuadra vecina. Era una yegua árabe de seis años, Tatou, regalo sorpresa de su padre el día de su boda. Era alazana, del color de las bellotas en invierno, con la cola y la crin blancas y calzada en los cuatro remos. Alta hasta los hombros de Alaïs, tenía la cara achatada de los corceles de su raza, huesos densos, dorso firme y temperamento apacible. Más importante aún, era resistente y muy veloz.
Para alivio de Alaïs, la única persona presente en los establos era Amiel, el hijo del herrero, adormilado sobre el heno en el rincón más alejado de las cuadras. En cuanto la vio, se puso en pie apresuradamente, avergonzado por haber sido sorprendido durmiendo.
Alaïs interrumpió sus disculpas.
Amiel examinó los cascos y las herraduras de la yegua, para asegurarse de que el animal estaba en condiciones de salir; le puso una manta y, a instancias de Alaïs, una silla de viaje en lugar de los arreos de caza que pensaba ponerle. Alaïs sentía una opresión en el pecho. El menor sonido procedente de la plaza la hacía sobresaltarse, y se volvía cada vez que oía una voz.
Sólo cuando el mozo hubo terminado, Alaïs sacó la espada de debajo de la capa.
– La hoja está desafilada -dijo.
Sus miradas se encontraron. Sin decir palabra, Amiel cogió la espada y la llevó al yunque en la forja. El fuego estaba encendido, alimentado día y noche por una sucesión de niños que apenas alcanzaban el tamaño suficiente para transportar los pesados y puntiagudos haces de leña de un extremo a otro de la fragua.
Alaïs vio las chispas que salían despedidas de la piedra y observó la tensión en los hombros de Amiel, cada vez que el muchacho dejaba caer el martillo sobre la hoja, para afilarla, aplanarla y reequilibrarla.
– Es una buena espada, dòmna Alaïs -dijo el mozo con naturalidad-. Os será muy útil, aunque… ruego a Dios que no tengáis que usarla.
– Eu autressí -sonrió ella. «Yo también.»
La ayudó a montar y la condujo a través de la plaza. Alaïs sintió que se le desbocaba el corazón, por temor a que la vieran en el último momento y su plan fracasara.
Pero no había nadie y pronto llegaron a la puerta del este.
– Que Dios os proteja, dòmna Alaïs -susurró Amiel, mientras la joven depositaba una moneda en su mano. Los guardias abrieron las puertas y Alaïs dirigió a Tatou, con el corazón palpitante, a través del puente y más allá, por las calles matinales de Carcasona. Había superado el primer obstáculo.
Nada más dejar atrás la puerta de Narbona, Alaïs aflojó las riendas de Tatou.
«Libertat.»
Cabalgando hacia el sol naciente, Alaïs se sintió en armonía con el mundo. El pelo se le apartó de la cara y el viento le devolvió el color a las mejillas. Mientras Tatou galopaba por la llanura, ella se preguntó si eso sería lo que sentiría el alma cuando abandonaba el cuerpo al partir para sus cuatro días de viaje hacia el cielo. ¿Tendría esa misma sensación de la gracia de Dios, esa trascendencia, ese desprendimiento de toda bajeza, de todo lo físico, hasta que sólo quedara el espíritu?
Alaïs sonrió. Los parfaits predicaban que llegaría el día en que todas las almas se salvarían y todas las preguntas recibirían respuesta en el cielo. Pero de momento, estaba dispuesta a esperar. Había demasiado que hacer en el mundo para que ella pensara en dejarlo.
Arrastrando su sombra tras de sí, todos los pensamientos de Oriane y de la casa, y todos los temores se desvanecieron. Era libre. A sus espaldas, las paredes y torres color arena de la Cité se fueron volviendo cada vez más pequeñas, hasta desaparecer por completo.
Toulouse
Martes 5 de julio de 2005
En Blagnac, el aeropuerto de Toulouse, el oficial de seguridad prestó más atención a las piernas de Marie-Cécile de l’Oradore que a los pasaportes de los otros pasajeros.
Las cabezas se iban volviendo tras ella, mientras recorría la extensión de austeras baldosas grises y blancas. Sus simétricos rizos negros, su traje sastre color rojo, su inmaculada camisa blanca, todo la señalaba como alguien importante, como una persona que no guardaba cola ni estaba dispuesta a que la hicieran esperar.
Su chofer habitual la estaba aguardando junto a la puerta de llegadas, destacando con su traje oscuro entre la multitud de parientes de pasajeros y entre los turistas con camiseta y pantalones cortos. Ella le sonrió y le preguntó por su familia mientras se dirigían al coche, aunque tenía la cabeza en otras cosas. Al encender el móvil, había un mensaje de Will, que ella borró en seguida.
Cuando el coche se incorporó suavemente al torrente de tráfico del cinturón de Toulouse, Marie-Cécile se permitió relajarse. La ceremonia de la noche anterior había sido más emocionante que nunca. Sabiendo que la cueva había sido localizada, se había sentido transfigurada, colmada por el ritual y seducida por el poder heredado de su abuelo. Cuando levantó las manos y recitó el conjuro, había sentido energía pura fluyendo por sus venas.
Incluso la tarea de silenciar a Tavernier, un iniciado que había demostrado ser poco fiable, se había consumado sin dificultad. A condición de que ninguno hablara -y ahora estaba segura de nadie lo haría-, no había nada de que preocuparse. Marie-Cécile no había perdido el tiempo dándole la oportunidad de defenderse. La transcripción de las conversaciones que había mantenido con una periodista era prueba suficiente, en lo que a ella concernía.
Sin embargo… Marie-Cécile cerró los ojos.
Había algunos detalles al respecto que la inquietaban: la forma en que la indiscreción de Tavernier había salido a la luz, el hecho de que las notas de la periodista fueran asombrosamente concisas y coherentes, y la desaparición de la propia periodista.
Lo que más le preocupaba era la coincidencia en el tiempo. No había razón para relacionar el hallazgo de la cueva en el pico de Soularac con una ejecución ya planeada -y posteriormente llevada a cabo- en Chartres, pero en su mente ambos hechos habían quedado vinculados.
El coche ralentizó la marcha. Abrió los ojos y vio que el conductor se había detenido para retirar el ticket de la autopista. Golpeó el cristal.
– Pour le péage -dijo, entregándole un billete de cincuenta euros, enrollado entre sus bien manicurados dedos. No quería dejar rastros de papel.
Marie-Cécile tenía asuntos que atender en Avignonet, a unos treinta kilómetros al sureste de Toulouse. Saldría para Carcasona desde allí. Su reunión estaba prevista a las nueve en punto, pero tenía pensado llegar antes. El tiempo de su estancia en Carcasona dependía del hombre con quien iba a reunirse.
Cruzó las largas piernas y sonrió. No veía la hora de comprobar si estaba a la altura de su reputación.
Carcasona
Poco después de las diez, el hombre conocido como Audric Baillard salió de la estación de la SNCF en Carcasona y se encaminó hacia el centro. Delgado y menudo, con su traje claro producía la impresión de una persona distinguida aunque algo anticuada. Caminaba de prisa, empuñando un largo bastón como un báculo entre sus dedos flacos. Su sombrero panamá le protegía los ojos del resplandor del sol.
Atravesó el Canal du Midi y pasó ante el magnífico hotel Terminus, con sus ostentosos espejos de estilo art déco y sus sinuosas rejas de hierro forjado. Carcasona había cambiado mucho. Veía pruebas de ello por todas partes mientras recorría la calle peatonal que atraviesa el corazón de la Basse Ville. Nuevas tiendas de ropa, pastelerías, librerías y joyerías. Se respiraban aires de prosperidad. La ciudad volvía a ser un destino. Un lugar en el centro de los acontecimientos.
Las blancas baldosas de la Place Carnot brillaban al sol. Eso era nuevo. La espléndida fuente decimonónica había sido restaurada y el agua manaba cristalina. Por toda la plaza había terrazas con mesas y sillas de colores vivos. Baillard volvió la vista hacia el bar Félix y sonrió al ver sus familiares toldos desgastados, a la sombra de las limas. Algunas cosas, por lo menos, no habían cambiado.
Subió por una estrecha y animada calle secundaria que conducía al Pont Vieux. Los rótulos marrones que aludían a la categoría mundial de la Cité, la ciudadela medieval fortificada, eran otra señal de que Carcasona había dejado de ser un lugar que simplemente «merecía un rodeo», según la guía Michelin, para convertirse en destino turístico internacional, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.
Salió a un espacio abierto y allí estaba. La Ciutat. Baillard sintió, como siempre, la aguda sensación de estar regresando al hogar, aunque ya no era el lugar que había conocido.
Habían instalado una decorativa valla delante del Pont Vieux, para impedir el acceso de vehículos. En otra época había sido preciso aplastarse contra la pared para eludir el torrente de caravanas, remolques, camiones y motocicletas que se abrían paso resoplando por el estrecho puente, cuyas piedras mostraban las cicatrices de décadas de contaminación. Ahora el parapeto estaba limpio. Tal vez incluso demasiado limpio. Pero sobre la castigada piedra, Jesús colgaba aún de su cruz como un muñeco de trapo, en el centro del puente, marcando el límite entre la Bastide de Saint-Louis y la antigua ciudadela fortificada.
Baillard sacó un pañuelo amarillo del bolsillo superior y se enjugó cuidadosamente la cara y la frente, bajo el ala del sombrero. Las orillas del río, muy por debajo de él, se veían cuidadas y cubiertas de vegetación, con senderos de color arena serpenteando entre los árboles y los arbustos. En la ribera septentrional, entre amplias extensiones de hierba, había primorosos parterres rebosantes de grandes flores exóticas. También se podía ver a señoras bien vestidas, sentadas en bancos metálicos a la sombra de los árboles, contemplando el agua y charlando, mientras sus perrillos jadeaban pacientemente a su lado o intentaban morder los talones del ocasional deportista que pasaba haciendo jogging.
El Pont Vieux conducía directamente al Quartier de la Trivalle, que había dejado de ser un suburbio gris, para convertirse en la puerta de entrada a la Cité medieval. Habían instalado barandillas de hierro negro a intervalos a lo largo de las aceras, para evitar que aparcaran los coches. Flores de intensos tonos naranja, violeta y carmesí desbordaban de las jardineras, como melenas derramándose por la espalda de una joven. Mesas y sillas cromadas resplandecían en las terrazas de los cafés y unas ornamentales farolas con cubierta de cobre habían desplazado a las otras más prosaicas que antes alumbraban las calles. Hasta los viejos canalones de hierro y plástico, que goteaban y se resquebrajaban con la fuerza de los chubascos y el calor, habían sido reemplazados por elegantes desagües metálicos, con extremos semejantes a bocas de coléricos peces.
La panadería y la tienda de ultramarinos habían sobrevivido, lo mismo que el Hôtel du Pont Vieux, pero la carnicería había pasado a vender antigüedades y la mercería se había transformado en emporio del New Age y ofrecía una selección de cristales, naipes de tarot y libros sobre la iluminación espiritual.
¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que había estado allí? Había perdido la cuenta.
Al girar a la derecha por la Rué de la Gaffe, Baillard advirtió más signos del insidioso aburguesamiento del lugar. La calle, apenas del ancho suficiente para dejar pasar un coche, era poco más que un pasaje, pero en una de sus esquinas había una galería de arte, La Maison du Chavalièr, con dos grandes ventanas de arco, cuyos barrotes metálicos recordaban las puertas de los castillos en las escenografías de Hollywood. Había seis escudos de madera pintada sobre el muro y un aro metálico junto a la puerta, para que los clientes ataran a sus perros allí donde antes ataban a los caballos.
Había varias puertas recién pintadas. Los números de los portales estaban escritos sobre baldosas blancas con bordes azules y amarillos, entre orlas de flores diminutas. De vez en cuando algún mochilero, cargado de planos y botellas de agua, se paraba a preguntar en vacilante francés por el camino a la Cité, pero aparte de eso había poco movimiento.
Jeanne Giraud vivía en una casa pequeña, que daba la espalda a las verdes y empinadas laderas al pie de las murallas medievales. En su tramo de calle había menos fincas rehabilitadas y algunas estaban en ruinas o abandonadas. Dos viejos, un hombre y una mujer, estaban sentados en la acera, en sillas sacadas de la cocina. Baillard se levantó el sombrero y les deseó buenos días al pasar por su lado. Conocía de vista a varios de los vecinos de Jeanne y a lo largo de los años había llegado a saludar a algunos con un breve gesto de la cabeza.
Jeanne estaba sentada a la sombra, delante de su portal, esperando su llegada. Tenía el aspecto pulcro y eficiente de siempre, con una sencilla blusa de manga larga y una falda recta de color oscuro. Llevaba el pelo recogido en un moño, en la base de la nuca. Parecía la maestra de escuela que había sido hasta su jubilación, veinte años antes. En todos los años que hacía que la conocía, nunca la había visto de otra manera que no fuera perfectamente arreglada para un encuentro formal.
Audric sonrió, recordando la curiosidad de ella en los primeros tiempos y sus incesantes preguntas. ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía durante los largos meses en que no se veían? ¿Adonde iba?
Viajaba, le había dicho él. Investigaba y reunía material para sus libros, visitaba a amigos.
¿Qué amigos?, le había preguntado ella.
Colegas, gente con la que había estudiado y compartido experiencias. Le había hablado de su amistad con Grace.
Al poco tiempo le había confiado que tenía su casa en un pueblo de los Pirineos, cerca de Montségur. Pero le había revelado muy poco más acerca de su vida y, con el paso de los decenios, ella había dejado de preguntar.
Jeanne era una investigadora intuitiva y metódica, además de diligente, minuciosa y nada sentimental, todo lo cual resultaba invalorable. Hacía aproximadamente treinta años que colaboraba con él en todos sus libros, sobre todo en el último, aún inconcluso: la biografía de una familia cátara, en la Carcasona del siglo xiii.
Para Jeanne, había sido una labor detectivesca. Para Audric, un acto de amor.
Jeanne levantó una mano cuando lo vio llegar.
– Audric -sonrió-. ¡Cuánto tiempo!
Él cogió sus manos entre las suyas.
– Bonjorn.
Ella retrocedió un paso para mirarlo de arriba abajo.
– Tienes buen aspecto.
– Tè tanben -respondió él. «Tú también.»
– No has tardado mucho en llegar.
– El tren ha sido puntual.
Jeanne pareció escandalizada.
– ¡No habrás venido andando desde la estación!
– No está tan lejos -sonrió él-. Reconozco que quería ver cuánto ha cambiado Carcasona desde la última vez que estuve aquí.
Baillard la siguió al fresco interior de la casita. Las baldosas marrones y ocres del suelo y las paredes conferían al conjunto un aspecto sombrío y anticuado. En el centro de la sala había una pequeña mesa ovalada, con las deslucidas patas asomando por debajo de un mantel de hule amarillo y azul. En un rincón se veía una mesa de escritorio, con una vieja máquina de escribir encima, junto a una puerta de doble hoja que daba a un balcón.
Jeanne salió de la cocina llevando una bandeja con una jarra de agua, una cubitera con hielo, un plato con panecillos de especias, un cuenco de aceitunas verdes amargas y un platillo para dejar los huesos. Apoyó con cuidado la bandeja sobre la mesa y tendió una mano hacia la estrecha repisa de madera que rodeaba toda la habitación, a la altura del hombro. Allí encontró una botella de guignolet, licor amargo de cerezas que, como él bien sabía, ella sólo guardaba para sus raras visitas.
El hielo crujió y tintineó en los vasos, mientras el brillante licor rojo se derramaba sobre los cubitos. Por un instante permanecieron sentados en amistoso silencio, como tantas veces habían hecho en el pasado. De vez en cuando se filtraba desde la Cité algún fragmento de explicación, enunciado en varios idiomas, mientras el tren turístico realizaba su periódico circuito por las murallas.
Audric dejó con cuidado su vaso sobre la mesa.
– Y bien -dijo-, cuéntame lo sucedido.
Jeanne acercó su silla a la mesa.
– Mi nieto Yves trabaja como sabes en la Pólice Judiciaire , département de l’Ariège, y vive en el mismo Foix. Ayer lo llamaron de una excavación arqueológica en los montes Sabarthès, cerca del pico de Soularac, donde habían sido hallados dos esqueletos. A Yves le sorprendió que sus superiores trataran el lugar del hallazgo como posible escenario de un crimen, cuando era evidente que los cuerpos llevaban allí mucho tiempo. -Hizo una pausa-. Yves no interrogó directamente a la mujer que encontró los cadáveres, pero estuvo presente en el interrogatorio. Mi nieto conoce a grandes rasgos el trabajo que he estado haciendo para ti, lo suficiente como para comprender que el descubrimiento de esa cueva podía ser interesante.
Audric contuvo el aliento. Durante muchos años había intentado imaginar cómo se sentiría en ese momento. Nunca había perdido la esperanza de averiguar finalmente, algún día, la verdad sobre aquellas últimas horas.
Pero fueron pasando los decenios. Fue testigo del interminable ciclo de las estaciones: el verde de la primavera disolviéndose en el oro del verano, la tostada paleta del otoño perdiéndose bajo el blanco austero del invierno, y las primeras aguas del deshielo bajando en primavera por los torrentes de las montañas.
No había tenido ninguna noticia. ¿Y ahora?
– ¿Entró Yves personalmente en la cueva? -preguntó.
Jeanne asintió.
– ¿Qué vio?
– Había un altar y, detrás, grabado en la roca, el símbolo de un laberinto.
– ¿Y los cuerpos? ¿Dónde estaban?
– En una tumba, que en realidad no era mucho más que un pequeño desnivel en el suelo, frente al altar. Varios objetos yacían entre los cuerpos, pero había demasiada gente para que Yves pudiera acercarse lo suficiente y mirar bien.
– ¿Cuántos eran?
– Dos. Dos esqueletos.
– Pero eso… -Se interrumpió-. No importa. Continúa por favor, Jeanne.
– Debajo de… de ellos, recogió esto.
Jeanne empujó un objeto pequeño a través de la mesa.
Audric no se movió. Después de tanto tiempo, temía tocarlo.
– Yves me llamó desde la estafeta de Foix ayer por la tarde. La línea era mala y no se oía bien, pero dijo que había cogido el anillo porque no se fiaba de la gente que lo estaba buscando. Parecía preocupado. -Jeanne hizo una pausa-. No, Audric, parecía asustado. No estaban haciendo bien las cosas. No estaban siguiendo los procedimientos habituales. Había toda clase de gente en el lugar que no hubiese debido estar allí. Me hablaba susurrando, como si temiera que lo oyeran.
– ¿Quiénes saben que él ha entrado en la cueva?
– No lo sé. Los otros agentes. Su superior. Probablemente habrá otros.
Baillard contempló el anillo sobre la mesa y después tendió la mano y lo cogió. Sujetándolo entre el pulgar y el índice, lo inclinó a la luz. El delicado motivo del laberinto, labrado en la cara inferior, era claramente visible.
– ¿Es su anillo? -preguntó Jeanne.
Audric no se atrevió a contestar. Se estaba preguntando por el azar que había puesto el anillo en sus manos. Se preguntaba si de verdad había sido un azar.
– ¿Mencionó Yves adonde han llevado los esqueletos?
La anciana sacudió la cabeza.
– ¿Podrías preguntarle? Y, si es posible, pídele que haga una lista de todos los que estaban ayer allí, cuando abrieron la cueva.
– Se lo pediré. Estoy segura de que nos ayudará, si puede.
Baillard se deslizó el anillo en el pulgar.
– Transmite a Yves mi agradecimiento. Debe de haberle costado mucho coger esto. Ni siquiera imagina la importancia que puede tener a la postre su rapidez de reflejos -dijo sonriendo-. ¿Ha dicho qué otra cosa se ha descubierto junto a los cuerpos?
– Un puñal, una bolsa pequeña de piel sin nada dentro, una lámpara sobre…
– Vuèg? -exclamó con incredulidad-. ¿Vacía? ¡Imposible!
– El inspector Noubel, el oficial al mando, le insistió aparentemente a la mujer sobre ese punto. Yves dijo que ella no cedió. Dijo que no había tocado nada, excepto el anillo.
– ¿Y a tu nieto le pareció de fiar?
– No me lo dijo.
– Sí… Tiene que habérselo llevado otra persona -murmuró entre dientes, frunciendo el ceño en gesto reflexivo-. ¿Qué te ha dicho Yves de esa mujer?
– Muy poco. Es inglesa, tiene veintitantos años y no es arqueóloga, sino voluntaria. Estaba en Foix por invitación de una amiga, que era la segunda persona al frente de la excavación.
– ¿Te ha dicho su nombre?
– Taylor, creo que dijo. -Arrugó el entrecejo-. No, Taylor no. Quizá Tanner. Sí, eso es. Alice Tanner.
El tiempo pareció detenerse.
¿Será cierto? Su nombre despertaba ecos en el interior de su cabeza.
– Es vertat? -repitió en un suspiro.
¿Se habría llevado el libro? ¿Lo habría reconocido? No, no. Se contuvo. No tenía sentido. Si se había llevado el libro, ¿por qué no el anillo?
Baillard apoyó las manos planas sobre la mesa, para que le dejaran de temblar, y buscó con la mirada los ojos de Jeanne.
– ¿Crees que podrías preguntarle a Yves si tiene una dirección? Si sabe dónde encontrar a donaisela…
Se interrumpió, incapaz de continuar.
– Puedo preguntarle -respondió ella, y en seguida añadió-: ¿Te sientes bien, Audric?
– Cansado -replicó él, intentando sonreír-. Nada más.
– Esperaba verte algo más… alegre. Esto es, o al menos podría ser, la culminación de todos tus años de trabajo.
– Hay mucho que asimilar.
– Pareces más conmocionado que entusiasmado con la noticia.
Baillard imaginó el aspecto que debía de tener: los ojos demasiado brillantes, la cara demasiado pálida, las manos temblorosas.
– Estoy entusiasmado -dijo-. Y sobre todo agradecido a Yves, y a ti también, desde luego, pero… -Hizo una profunda inspiración-. ¿Crees que podrías llamar a Yves ahora? ¿Podría hablar yo con él directamente? ¿Tal vez quedar para vernos?
Jeanne se levantó de la mesa y fue hasta el vestíbulo, donde el teléfono estaba sobre una mesita, al pie de la escalera.
A través de la ventana, Baillard se puso a contemplar las laderas que subían hasta las murallas de la Cité. Una imagen de ella cantando, mientras trabajaba, se abrió paso en su mente, una visión de la luz que caía en franjas luminosas entre las ramas de los árboles, proyectando un difuminado resplandor sobre el agua. A su alrededor se desplegaban los sonidos y los olores de la primavera, sobre pequeñas notas de color dispersas en el sotobosque: azules, rosas y amarillos, la tierra generosa y profunda, el aroma embriagador de los arbustos de boj a ambos lados de la senda rocosa. La promesa del calor y de los días de verano que aún tenían que llegar.
Se sobresaltó cuando la voz de Jeanne lo hizo regresar de los suaves colores del pasado.
– No contesta -dijo.
Chartres
En la cocina de la Rué du Cheval Blanc, en Chartres, Will Franklin se bebió la leche directamente de la botella de plástico, para intentar matar de su aliento el olor a brandy rancio.
El ama de llaves había dejado la mesa puesta desde muy temprano por la mañana, antes de marcharse en su día libre. La cafetera italiana estaba sobre la cocina. Will dedujo que sería para François-Baptiste, ya que habitualmente la criada no se tomaba tantas molestias por él cuando Marie-Cécile no estaba en casa. Supuso que François-Baptiste también dormiría hasta tarde, porque todo estaba intacto, sin una cucharilla ni un cuchillo fuera de su sitio. Dos cuencos, dos platos y dos tazas con sus platillos. Cuatro variedades de mermelada y un bote de miel, junto a una fuente grande. Bajo el paño blanco que cubría la fuente, Will encontró melocotones, nectarinas y melón, y algunas manzanas.
No tenía apetito. La noche anterior, para matar el tiempo hasta el regreso de Marie-Cécile, había bebido primero una copa, después otra y después una tercera. Cuando ella llegó, era pasada la medianoche; para entonces, Will se había emborrachado hasta el aturdimiento. Marie-Cécile se encontraba en estado de salvaje excitación, ansiosa por compensar la discusión que habían tenido. No se durmieron hasta el alba.
Los dedos de Will apretaron con fuerza el papel que tenía en la mano. Marie-Cécile ni siquiera se había molestado en escribirle personalmente la nota. Una vez más, había encargado al ama de llaves que fuera ella quien le informara de su salida de la ciudad por negocios, de la que esperaba estar de vuelta antes del fin de semana.
Will y Marie-Cécile se habían conocido en la fiesta de inauguración de una galería de arte en Chartres, la primavera anterior, a través de amigos de unos amigos de los padres de él. Will iniciaba un viaje sabático de seis meses por Europa, y Marie-Cécile era una de las propietarias de la galería. Ella lo abordó a él, y no él a ella. Atraído y halagado por la atención, Will se encontró contándole la historia de su vida, mientras compartían una botella de champán. Habían salido juntos de la galería y desde entonces seguían juntos.
«Técnicamente juntos», pensó Will con amargura. Abrió el grifo y se salpicó la cara con agua fría. La había llamado esa mañana, sin saber muy bien qué iba a decirle, pero su teléfono estaba apagado. Estaba harto de esa fluctuación constante, de no saber nunca cuál era su situación.
Will miró por la ventana el jardincillo del fondo. Como todo lo de aquella casa, era perfecto en su diseño y precisión. No había nada que respetara los designios de la naturaleza. Guijarros gris claro; jardineras altas de barro cocido con limoneros y naranjos a lo largo de la pared del fondo, orientada al sur y, en la ventana, hileras de geranios rojos con los pétalos hinchados por el sol. Cubriendo la pequeña reja de hierro forjado, sobre el muro, había una hiedra centenaria. Todo hablaba de permanencia. Todo seguiría allí mucho después de que Will se hubiese marchado.
Se sentía como alguien que hubiese despertado de un sueño para descubrir que el mundo real no era como lo había imaginado. Lo más sensato habría sido salvar lo que aún conservaba y seguir adelante por su cuenta, sin rencores. Por muy desilusionado que estuviera con la relación, Marie-Cécile había sido generosa y amable con él y -tenía que admitirlo- había cumplido su parte del trato. Su decepción era fruto de unas expectativas poco realistas. No era culpa de ella. Marie-Cécile no había roto ninguna promesa.
Sólo entonces reparó Will en la ironía de haber decidido pasar los últimos tres meses en una casa exactamente igual a la suya, de la que había intentado escapar con su viaje a Europa. Diferencias culturales aparte, el ambiente le recordaba la atmósfera de la casa de sus padres en América, elegante y selecta, diseñada más como escaparate social que como un hogar. Entonces, lo mismo que ahora, Will pasaba gran parte del tiempo solo, vagando de una habitación inmaculada a la siguiente.
El viaje era su oportunidad de decidir lo que quería hacer con su vida. En un principio, su plan había sido recorrer Francia y España, reuniendo ideas e inspiración para sus escritos, pero desde que había llegado a Chartres prácticamente no había escrito ni una sola frase. Sus temas eran la rebeldía, la ira y la angustia, la non sancta trinidad de la vida norteamericana. En casa de sus padres encontraba mil cosas contra las cuales rebelarse. Allí se había quedado sin nada que decir. El único tema que ocupaba su mente era Marie-Cécile y era el único tema que no le estaba permitido tocar.
Se terminó la leche y tiró la botella al cubo de la basura. Echó otro vistazo a la mesa y decidió salir a desayunar fuera. La idea de hablar de intrascendencias con François-Baptiste le revolvía el estómago.
Recorrió el pasillo. El vestíbulo de la entrada, de techos altos, estaba en silencio, excepto por el puntual tictac del ornamentado reloj de péndulo.
A la derecha de la escalera, una puerta estrecha daba paso a las amplias bodegas de la casa. Will descolgó su chaqueta vaquera del pomo de la escalera, y se disponía ya a atravesar el vestíbulo cuando advirtió que uno de los tapices estaba torcido. Era un desvío mínimo, pero en la perfecta simetría del resto de la estancia, llamaba la atención.
Tendió la mano para enderezarlo, pero titubeó. Se veía una delgada franja de luz en la pared, detrás de los lustrosos paneles de madera. Levantó la vista hacia la ventana que había sobre la puerta y la escalera, aun sabiendo que a esa hora del día no daba el sol en esa parte de la casa.
La luz parecía provenir de detrás de la madera oscura que cubría la pared. Intrigado, separó el tapiz de la misma. Disimulada entre los paneles, había una puerta pequeña, cuyos bordes coincidían con los de aquéllos. Tenía un diminuto pestillo de latón, hundido en la madera oscura, y un tirador circular plano, semejante al de las puertas de las pistas de squash. Todo muy discreto.
Will probó con el pestillo. Estaba bien engrasado y cedió sin dificultad. Con un suave chirrido, la puerta se abrió ante él, liberando un sutil olor a espacios subterráneos y sótanos escondidos. Apoyando las manos sobre el canto de la puerta, se asomó al interior y descubrió de inmediato la fuente de la luz: una solitaria bombilla blanca, en lo alto de un empinado tramo de escalera, que descendía hacia la oscuridad.
Justo al lado de la puerta, encontró dos interruptores. Uno de ellos correspondía a la bombilla encendida, y el otro, a una hilera de lámparas amarillas más tenues, suspendidas de unas alcayatas metálicas hincadas en la piedra, sobre la pared de la izquierda, que seguían todo el recorrido de la escalera hasta abajo. A ambos lados, una cuerda azul trenzada, pasada a través de unos aros metálicos negros, hacía las veces de pasamanos.
Will bajó el primer escalón. El techo era bajo, una mezcla de ladrillos viejos y piedra, a no más de cinco centímetros de su cabeza. El espacio era estrecho, pero el aire estaba limpio y fresco. No daba la sensación de un lugar olvidado.
Cuanto más bajaba, más frío hacía. Veinte peldaños y aún quedaban más. Pero el ambiente no estaba húmedo y, aunque no se veían extractores ni ninguna otra forma de ventilación, parecía haber una corriente de aire fresco procedente de algún sitio.
Al llegar abajo, Will se encontró en un pequeño vestíbulo. No había nada en las paredes, ningún signo, sólo la escalera a sus espaldas y una puerta delante, que ocupaba todo el ancho y la altura del pasillo. La iluminación eléctrica proyectaba sobre el ambiente un enfermizo resplandor amarillo.
A Will se le disparó la adrenalina al acercarse a la puerta.
La voluminosa llave antigua de la cerradura giró con facilidad. Cuando hubo franqueado la entrada, la atmósfera cambió de inmediato. Un pasillo cuyo suelo ya no era de hormigón, sino que estaba cubierto con una espesa alfombra color burdeos que se tragaba el sonido de sus pasos. La iluminación funcional había sido sustituida por ornamentados candelabros metálicos. Las paredes eran de la misma combinación de ladrillo y piedra que antes, pero estaban decoradas con tapices, imágenes de caballeros medievales, doncellas de piel de porcelana y sacerdotes con capirotes y túnicas blancas, inclinada la cabeza y extendidos los brazos.
También se distinguía en el aire una insinuación de algo más: incienso, un aroma pesado y dulzón que le recordaba las olvidadas Navidades y las Pascuas de su infancia.
Will miró por encima del hombro. La visión de la escalera que conducía de regreso a la casa, del otro lado de la puerta abierta, lo tranquilizó. El breve pasillo terminaba en una gruesa cortina de terciopelo que colgaba de una barra negra de hierro. Estaba cubierta de símbolos bordados en oro, una mezcla de jeroglíficos egipcios, indicaciones astrológicas y signos del zodíaco.
Extendió una mano y apartó la cortina.
Detrás había otra puerta, claramente mucho más antigua que la anterior. Fabricada con la misma madera oscura de los paneles del vestíbulo, tenía el marco decorado con volutas y otros motivos, pero la puerta en sí misma era totalmente lisa, marcada únicamente por orificios de carcoma, no más grandes que la cabeza de un alfiler. No había ningún picaporte a la vista, ni tampoco una cerradura, ni modo alguno de abrirla.
Coronaba el dintel un elaborado relieve tallado en piedra, no en madera. Will deslizó los dedos por encima de éste, en busca de algún tipo de mecanismo. Tenía que haber alguna manera de abrir. Recorrió uno de los lados de la puerta desde el suelo hasta arriba, después la parte superior y a continuación el otro lado, hasta que finalmente dio con lo que buscaba: una pequeña muesca justo por encima del nivel del suelo.
Se agachó y apretó con todas sus fuerzas. Oyó un chasquido neto y sonoro, como el de una canica cayendo sobre un suelo de baldosas. El mecanismo cedió y la puerta se abrió.
Will se incorporó, con la respiración algo acelerada y las palmas húmedas. Se le había erizado el vello de la nuca y de los brazos. En un par de minutos -se dijo- saldría de allí. Sólo quería echar un vistazo rápido. Nada más. Apoyó firmemente la mano en la puerta y empujó.
En el interior reinaba la más completa oscuridad, aunque de inmediato percibió que se encontraba en un espacio más amplio, quizá una bodega. El olor a incienso quemado era allí mucho más intenso.
Will buscó a tientas un interruptor en la pared, pero no encontró nada. Cayó en la cuenta de que si descorría la cortina del pasillo, entraría algo de luz, de modo que ató el pesado terciopelo en un voluminoso nudo y se volvió para hacer frente a lo que le esperaba delante, fuera lo que fuese.
Lo primero que vio fue su propia sombra, alargada y escuálida, proyectada a través del umbral. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la parda penumbra, distinguió finalmente lo que había más adelante, en la oscuridad.
Se encontraba en el extremo de una larga cámara rectangular. El techo era alto y abovedado. Monásticos bancos de madera, como los de un refectorio, se alineaban junto a las dos paredes más largas en toda su longitud y se prolongaban hasta más allá de donde alcanzaba su vista. Arriba, donde las paredes se encontraban con el techo, había un friso que repetía un motivo de palabras y símbolos. Parecían los mismos símbolos egipcios que había visto fuera, en la cortina.
Will se secó las manos en los vaqueros. Justo delante, en el centro de la cámara, se veía un impresionante cofre de piedra, como un sarcófago. Lo rodeó por completo deslizando la mano sobre su superficie al caminar. Parecía liso, a excepción de un gran motivo circular en el centro. Se inclinó hacia adelante para ver mejor y repasó las líneas con los dedos. Era una especie de motivo de círculos decrecientes, como los anillos de Saturno.
Cuando sus ojos se habituaron un poco más a la penumbra, pudo distinguir que sobre cada uno de los lados había una letra tallada en la piedra: E a la cabeza, N y S sobre los lados más largos, una frente a otra, y O al pie. ¿Los puntos cardinales?
Después reparó en un pequeño bloque de piedra, de unos treinta centímetros de altura, colocado en la base del cofre, en línea con la letra E. Tenía una curva poco profunda en el centro, como el bloque de un verdugo.
El suelo a su alrededor parecía más oscuro que el resto. Estaba húmedo, como si lo hubieran fregado poco antes. Will se agachó y pasó los dedos por la marca. Desinfectante y algo más, un olor agrio, como a óxido. Había algo pegado a una de las esquinas de piedra. Will lo desprendió con las uñas.
Era un trozo de tela de hilo o algodón, deshilachado en los bordes, como si hubiese quedado enganchado en un clavo y se hubiese desgarrado. En los cantos tenía pequeñas manchas marrones. Como de sangre seca.
Will dejó caer la tela y echó a correr, dando un portazo y desanudando la cortina antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Salió a toda carrera por el pasillo, atravesó las dos puertas y subió en tromba la estrecha y empinada escalera, saltando los peldaños de dos en dos, hasta que estuvo en el vestíbulo de la casa.
Se dobló por la cintura, con las manos apoyadas en las rodillas, e intentó recuperar el aliento. Después, al comprender que pasara lo que pasase no podía arriesgarse a que nadie llegara y descubriera que había estado allá abajo, metió una mano y apagó las luces. Con dedos temblorosos, cerró el pestillo de la puerta y devolvió el tapiz a su sitio, hasta que ya nada fue visible desde fuera.
Por un instante, se quedó parado donde estaba. El reloj de péndulo le indicó que no habían pasado más de veinte minutos.
Will se miró las manos, volviéndolas de un lado y del otro, como si no fueran suyas. Frotó la yema del índice con la del pulgar y olió. Era sangre.
Toulouse
Alice se despertó con un dolor de cabeza monumental. Por un momento, no tuvo ni idea de dónde se encontraba. Entreabrió los párpados y, por el rabillo del ojo, vio la botella vacía sobre la mesilla de noche. «Te está bien empleado»
Rodó hacia un costado y cogió el reloj.
Las once menos cuarto.
Con un gruñido, volvió a dejarse caer sobre la almohada. Tenía la boca rancia como el cenicero de un pub y en la lengua el sabor agrio del whisky.
«Necesito una aspirina. Agua.»
Entró trastabillando en el baño y se miró al espejo. Se veía tan mal como se sentía. Su frente era un moteado caleidoscopio de magulladuras verdes, violáceas y amarillas. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos. Conservaba una lejana memoria de haber soñado con bosques y ramas invernales quebradizas por la helada. ¿Había visto el laberinto reproducido sobre un trozo de tela dorada? No podía recordarlo.
Su viaje desde Foix, la noche anterior, también parecía envuelto en una nube. Ni siquiera podía recordar por qué se había dirigido a Toulouse y no a Carcasona, como habría sido lo más lógico. Dejó escapar un gruñido. Foix, Carcasona, Toulouse. No pensaba moverse, pasara lo que pasase, hasta sentirse mejor. Se recostó en la cama y esperó a que los analgésicos hicieran efecto.
Veinte minutos después, seguía sintiéndose mal, pero el doloroso latido detrás de los ojos se había convertido en una simple jaqueca. Se quedó bajo el chorro de la ducha hasta que el agua empezó a salir fría. Sus pensamientos volvieron a Shelagh y al resto del equipo. Se preguntó qué estarían haciendo en ese momento. Habitualmente, el equipo subía al yacimiento a las ocho en punto y se quedaba allí hasta que caía la noche. Vivían y respiraban excavación. No podía imaginar cómo iba a hacer ninguno de ellos para arreglárselas sin su rutina diaria.
Envuelta en la diminuta y raída toalla del hotel, Alice miró si tenía mensajes en el móvil. Nada todavía. La noche anterior esa ausencia la había entristecido, hoy la fastidiaba. Más de una vez, durante sus diez años de amistad, Shelagh se había sumido en rencorosos silencios que habían durado semanas. En cada ocasión le había tocado a Alice arreglar las cosas, y ahora se daba cuenta de que estaba dolida.
«Que sea ella la que corra esta vez.»
Tras repasar el contenido de su neceser, Alice encontró un viejo tubo de crema correctora, raramente usada, que empleó para tapar los peores cardenales. Después se puso perfilador de ojos y un toque de pintalabios. Se secó el pelo con los dedos y por último eligió la más cómoda de sus faldas y una blusa azul nueva sin mangas. Guardó todo lo demás y, antes de salir a explorar Toulouse, bajó a la recepción para comunicar que se marchaba del hotel.
Todavía se sentía mal, pero no era nada que el aire fresco y una buena dosis de cafeína no pudieran curar.
Tras colocar las maletas en el coche, Alice pensó que sería mejor simplemente caminar y ver hacia dónde la llevaban sus pasos. El aire acondicionado de su coche no funcionaba muy bien, por lo que decidió esperar a que bajara la temperatura, antes de partir hacia Carcasona.
Paseando a la sombra de los plátanos, mirando la ropa y los perfumes de los escaparates, volvió a sentirse ella misma. Estaba avergonzada por la forma en que había reaccionado la noche anterior. Totalmente paranoica, completamente exagerada. Por la mañana, la idea de que alguien la estuviera persiguiendo le pareció absurda.
Sus dedos buscaron el número de teléfono que llevaba en el bolsillo. «Sin embargo, esto no lo has imaginado.» Alice apartó el pensamiento. Iba a ser positiva, tenía que mirar adelante. Disfrutaría al máximo su estancia en Toulouse.
Recorrió las callejas y pasajes serpenteantes de la ciudad vieja, dejando que sus pies la guiaran. Las ornamentadas fachadas de ladrillo y piedra rosa eran sobrias y elegantes. Los nombres en los rótulos de las calles, en las fuentes y monumentos proclamaban la larga y gloriosa historia de Toulouse: generales, santos medievales, poetas del siglo xviii y luchadores por la libertad del siglo xx, todo el noble pasado de la ciudad, desde la época romana hasta el presente.
Alice entró en la catedral de Saint-Étienne, en parte para refugiarse del sol. Le gustaban la tranquilidad y la paz de las catedrales y las iglesias, herencia de los viajes que había hecho con sus padres cuando niña, de modo que pasó una agradable media hora vagando por el templo, leyendo sin prestar mucha atención los carteles de los muros y contemplando las vidrieras.
Al notar que empezaba a sentir hambre, decidió terminar con un breve recorrido por los claustros y salir en busca de algún lugar donde almorzar. No había dado más que unos cuantos pasos, cuando oyó un llanto infantil. Se volvió para mirar, pero no había nadie. Sintiendo un vago malestar, siguió andando. Los sollozos parecieron aumentar de volumen. Entonces oyó a alguien murmurar. Una voz de hombre, muy cerca, susurrándole al oído.
– Héréticque, héréticque…
Alice se volvió.
– ¿Sí? Allô? Il y a quelqu’un?
Allí no había nadie. Como un rumor de fondo maligno, la palabra se repetía una y otra vez dentro de su cabeza.
– Héréticque, héréticque…
Se tapó los oídos con las manos. De los pilares y los muros de piedra gris, parecían estar surgiendo rostros. Bocas torturadas y manos retorcidas tendidas pidiendo ayuda, sobresalían de cada rincón oculto.
Entonces Alice vislumbró una silueta al frente, casi fuera del alcance de su vista. Era una mujer con un vestido verde de falda larga y capa roja, que entraba y salía de las sombras. En la mano llevaba una cesta de mimbre. Alice le gritó para llamar su atención, justo en el instante en que tres hombres, tres monjes, salían de detrás de una columna. La mujer dio un alarido cuando la atraparon y no dejó de debatirse mientras la arrastraban para llevársela.
Alice intentó llamarlos, pero de su boca no salió ningún sonido. Sin embargo, la mujer sí pareció oírla, porque se volvió y la miró directamente a los ojos. Para entonces, los monjes la habían rodeado y extendían a su alrededor sus voluminosas mangas, como alas negras.
– ¡Dejadla! -gritó Alice, mientras echaba a correr hacia ellos. Pero cuanto más avanzaba, más distantes se volvían las figuras, hasta que finalmente desaparecieron por completo. Era como si se hubieran disuelto en las paredes del claustro.
Desconcertada, Alice recorrió la piedra con las manos. Se volvió a izquierda y derecha, en busca de una explicación, pero el espacio estaba completamente vacío. Finalmente, fue presa del pánico. Corrió hacia la salida que daba a la calle, convencida de que los hombres de hábitos negros la perseguirían y también se abalanzarían sobre ella.
Fuera, todo estaba igual que antes.
«Todo está bien. Tú estás bien.» Respirando pesadamente, Alice apoyó la espalda contra la pared. Mientras intentaba controlarse, se dio cuenta de que ya no era terror la emoción que sentía, sino tristeza. No necesitaba un libro de historia para saber que algo terrible había sucedido en aquel lugar. Había allí una atmósfera de sufrimiento, cicatrices que ni el hormigón ni la piedra podían disimular. Los fantasmas contaban su propia historia. Cuando se llevó una mano a la cara, descubrió que estaba llorando.
En cuanto sus piernas tuvieron fuerzas para sostenerla, se encaminó de vuelta al centro de la ciudad. Estaba resuelta a poner tanta distancia como fuera posible entre ella y Saint-Étienne. No podía explicar lo que le estaba sucediendo, pero no iba a rendirse.
Tranquilizada por el ritmo normal de la vida diaria a su alrededor, Alice se encontró en una pequeña plazoleta peatonal. En la esquina que tenía a su derecha, había una cervecería bajo un toldo rosa fuerte, una terraza con varias hileras de relucientes sillas plateadas y mesas redondas.
Alice ocupó la única mesa libre y de inmediato hizo su pedido, intentando por todos los medios serenarse. Después de beberse de un trago un par de vasos de agua, se recostó en la silla y trató de disfrutar de la caricia del sol sobre su cara. Se sirvió una copa de vino rosado, le añadió unos cubitos de hielo y bebió un sorbo. No era propio de ella horrorizarse con tanta facilidad.
«Pero emocionalmente estás bastante tocada.»
Llevaba todo el año viviendo a toda máquina. Se había separado de su novio de toda la vida. La relación llevaba años haciendo aguas y para ella era un alivio estar libre, pero no por eso le resultaba menos penosa la ruptura. Sentía castigado el orgullo y herido el corazón. Para olvidarlo, había trabajado y se había divertido con demasiado ahínco. Cualquier cosa, antes que pararse a pensar en lo que había ido mal. Se suponía que las dos semanas en el sur de Francia iban a servirle para recargar baterías y reponerse.
Alice hizo una mueca. «Menudas vacaciones.»
La llegada de un camarero interrumpió su introspección. La tortilla era perfecta, amarilla y blanda por dentro, con generosos tropezones de champiñón y mucho perejil. Alice comió con voraz concentración. Sólo cuando estaba rebañando con el pan los últimos hilillos de aceite de oliva, empezó a preguntarse qué iba a hacer el resto de la tarde.
Cuando le trajeron el café, ya lo sabía.
La biblioteca de Toulouse era un vasto edificio cuadrado de piedra. Alice le enseñó su tarjeta de lectora de la Biblioteca Británica a la distraída bibliotecaria que encontró detrás de un mostrador y ésta la dejó pasar. Después de perderse un par de veces por las escaleras, llegó a la extensa sección de historia general. A ambos lados del pasillo central, había largas y lustrosas mesas de madera, con una espina dorsal de lámparas de lectura en el centro. Había pocas sillas ocupadas, a esa hora de una calurosa tarde de julio.
En el extremo opuesto, ocupando todo el ancho de la sala, estaba lo que Alice buscaba: una fila de terminales de ordenador. Se inscribió en el mostrador de recepción, donde le dieron una contraseña y le asignaron un terminal.
Nada más conectarse, tecleó la palabra «laberinto» en la ventana del buscador. La barra verde de carga al pie de la pantalla no tardó en llenarse. En lugar de confiar en su memoria, estaba segura de que encontraría un laberinto como el suyo en algún lugar, entre los cientos de sitios enumerados. Era algo tan obvio que no podía creer que no se le hubiera ocurrido antes.
Ante todo, las diferencias entre un laberinto tradicional y su recuerdo de la imagen labrada en la pared de la cueva y en el anillo eran evidentes. Los laberintos clásicos estaban formados por círculos concéntricos con intrincadas conexiones entre sí, que conducían hacia el centro, en círculos decrecientes; pero ella estaba bastante segura de que el laberinto del pico de Soularac era una combinación de vías sin salida y líneas rectas, que volvían sobre sí mismas y no conducían a ninguna parte. Era más bien una maraña.
Los verdaderos orígenes antiguos del símbolo del laberinto y de las mitologías asociadas eran complejos y difíciles de rastrear. Los primeros dibujos tenían al parecer más de 3.000 años. Se habían descubierto símbolos de laberintos tallados en madera, en la roca de las montañas, en ladrillos y en piedra, así como tejidos en tapices o integrados en el medio natural como laberintos de setos o arbustos.
Los primeros laberintos europeos databan de la Edad del Bronce y de comienzos de la Edad del Hierro, entre 1200 y 500 a. J.C. y habían sido descubiertos alrededor de los antiguos centros comerciales del Mediterráneo. Relieves datados entre 900 y 500 a. J.C. habían sido hallados en Val Camonica, en el norte de Italia, así como en Pontevedra, en Galicia, y en el extremo noroccidental de la península Ibérica, en el cabo de Finisterre. Alice miró fijamente la ilustración. Se asemejaba más a lo que había visto en la cueva que cualquiera de las figuras vistas hasta entonces. Inclinó a un lado la cabeza. Se parecía mucho, pero no era igual.
Era razonable pensar que el símbolo hubiera viajado desde el este con los mercaderes y comerciantes de Egipto y la periferia del Imperio romano, adaptándose y modificándose por la interacción con otras culturas. También era razonable pensar que el laberinto, un símbolo evidentemente precristiano, hubiera sido adoptado por la Iglesia. Tanto la bizantina como la romana habían absorbido símbolos y mitos mucho más antiguos y los habían incorporado a su ortodoxia religiosa.
Había varias webs dedicadas al laberinto más famoso de todos: el de Cnossos, en la isla de Creta, donde, según la leyenda, el mítico Minotauro, mitad toro y mitad hombre, se hallaba prisionero. Alice no les prestó atención, pues el instinto le decía que esa línea de investigación no iba a dar frutos. El único punto interesante era la alusión a los diseños laberínticos minoicos de 1550 a. J.C., hallados en las excavaciones de la antigua ciudad de Avaris, en Egipto, así como en los templos de Kom Ombo, en Egipto, y en Sevilla.
Alice archivó la información en algún rincón de su mente.
A partir de los siglos xii y xiii, el símbolo del laberinto aparecía regularmente en manuscritos medievales copiados a mano, que circulaban por los monasterios y las cortes de Europa. Los diferentes escribas embellecían y desarrollaban las ilustraciones, creando imágenes propias y características de cada uno de ellos.
En la primera mitad de la Edad Media, un laberinto matemáticamente perfecto de once circuitos, doce muros y cuatro ejes llegó a ser el más popular. Alice vio la reproducción de un laberinto labrado en un muro de la iglesia de San Pantaleón, del siglo xiii, en Arcera, en el norte de España, y de otro sólo un poco más antiguo, perteneciente a la catedral de Lucca, en Toscana. Después hizo clic para abrir un mapa que mostraba la distribución de los laberintos en las iglesias, capillas y catedrales europeas.
«Es extraordinario.»
Alice no daba crédito a sus ojos. Había más laberintos en Francia que en Italia, Bélgica, Alemania, España, Inglaterra e Irlanda juntas. Los había en Amiens, Saint-Quentin, Arras, Saint-Omer, Caen y Bayeux, en el norte de Francia; en Poitiers, Orleans, Sens y Auxerre, en el centro; en Toulouse y Mirepoix, en el suroeste, y la lista continuaba.
El más famoso de los laberintos sobre pavimento se encontraba en el norte de Francia, en medio de la nave central de la principal y más impresionante de las catedrales góticas, la de Chartres.
Alice golpeó con una mano la mesa, lo cual provocó que varias cabezas se levantaran a su alrededor con gesto desaprobador. ¡Claro! ¿Cómo había sido tan tonta? El municipio de Chartres estaba hermanado con su ciudad natal de Chichester, en la costa meridional de Inglaterra. De hecho, su primer viaje al extranjero había sido una excursión escolar a Chartres, cuando contaba once años. Tenía vagos recuerdos de que había llovido todo el tiempo y de estar de pie, envuelta en un impermeable, mojada y con frío, bajo unas bóvedas y unas columnas impresionantes. Pero no recordaba el laberinto.
No había ningún laberinto en la catedral de Chichester, pero la ciudad también estaba hermanada con Rávena, en Italia. Alice recorrió con el dedo la pantalla, hasta encontrar lo que estaba buscando. En el suelo de mármol de la iglesia de San Vítale, en Rávena, había un laberinto. Según el epígrafe, era sólo la cuarta parte de grande que el laberinto de Chartres y databa de un período muy anterior en la historia, quizá incluso del siglo v, pero ahí estaba.
Alice terminó de copiar y pegar la información que le interesaba en un documento de texto y pulsó imprimir. Mientas tanto, tecleó «catedral Chartres Francia» en la ventana del buscador.
Aunque ya en el siglo viii había habido algún tipo de construcción en el lugar, Alice averiguó que la actual catedral de Chartres databa del siglo xiii. Desde entonces, diversas creencias y teorías esotéricas se habían asociado al edificio. Había rumores de que bajo sus bóvedas y sus elaboradas columnas de piedra se escondía un secreto de suma importancia. Pese a los ingentes esfuerzos de la Iglesia católica, las leyendas y mitos se mantenían.
Nadie sabía quién había mandado construir el laberinto ni con qué fines.
Alice seleccionó los párrafos que le interesaban y cerró la aplicación.
La última página terminó de imprimirse y la máquina guardó silencio. A su alrededor, la gente empezaba a recoger sus cosas. La bibliotecaria de expresión agria cruzó con ella una mirada y se señaló el reloj.
Alice asintió, reunió sus papeles y se puso a la cola delante de mostrador, para pagar. La fila avanzaba con lentitud. Los rayos del sol de la tarde se colaban por las altas ventanas, formando escaleras de luz donde bailaban partículas de polvo.
La mujer que iba delante de Alice llevaba los brazos cargados de libros para pedir en préstamo y parecía tener una pregunta acerca de cada uno de ellos. Alice dejó que sus pensamientos se concentraran en la inquietud que la había estado preocupando toda la tarde. ¿Sería posible que en los cientos de imágenes que había visto, en los cientos de miles de palabras, no hubiera una sola coincidencia exacta con el laberinto labrado en la roca, en el pico de Soularac?
«Posible, pero no probable.»
El hombre que tenía detrás estaba demasiado cerca de ella, como cuando alguien en el metro intenta leer el periódico por encima del hombro de otro pasajero. Alice se volvió y lo miró a la cara. El hombre retrocedió un paso. Su rostro le resultaba vagamente familiar.
– Oui, merci -dijo ella, cuando llegó al mostrador y pagó las páginas que había impreso. Casi treinta en total.
Cuando salió a la escalinata de la biblioteca, las campanas de Saint-Étienne estaban dando las siete. Había estado dentro más tiempo del que creía.
Ansiosa por ponerse en camino, volvió a toda prisa al lugar donde había aparcado el coche, al otro lado del río. Iba tan absorta en sus pensamientos que no reparó en el hombre de la cola, que la seguía por el puente manteniéndose a una distancia prudencial. Tampoco notó que sacaba un teléfono del bolsillo y hacía una llamada, mientras ella se incorporaba con su coche al lento río del tráfico.