El reflejo amarillento de la farola se encendió en el vano negro y vidriado de la ventana. Eran las seis de la tarde. Ouen miró y suspiró. Apenas si había avanzado en la construcción de su trampa para palabras.
Detestaba aquellos cristales sin visillos. Pero aborrecía aún más los visillos, y maldijo la rutinaria arquitectura de los inmuebles destinados a vivienda, agujereados con huecos desde hacía milenios. Muy afligido, volvió al trabajo. Faltaba dar el toque final al montaje de los dientes del descompaginador, gracias al cual, las frases resultarían divididas en palabras a las que, a continuación, se procedería a capturar. Casi por gusto se había complicado la tarea negándose a considerar las conjunciones como palabras verdaderas. Eran demasiado escuetas para reconocerles el derecho a tan noble denominación, y estaba procediendo a eliminarlas para reunirlas acto seguido en los palpitantes receptáculos donde se amontonaban ya los puntos, las comas y los demás signos ortográficos, en espera de ser definitivamente eliminados mediante filtración. Trivial procedimiento, en verdad, técnica desprovista de originalidad, pero muy difícil de poner en práctica. Mientras lo intentaba, Ouen se estaba comiendo las falangetas.
Aquello ya era trabajar demasiado. Dejó descansar las delicadas bruselas de oro, hizo saltar mediante una contracción del hueso malar la lupa, que apretaba contra el ojo, y se levantó de repente. Sus miembros le exigían expansión. Se sentía enérgico y confuso. Salir le vendría bien.
La acera de la desierta callejuela se deslizaba bajo sus pies. A pesar de la costumbre, a Ouen le seguían irritando aquellas maneras furtivas y en exceso cautelosas. Se pasó al borde de la calzada, cubierta de excrementos y acotada, bajo el relumbrón de los globos halógenos, por la orilla oleosa de una cuneta con agua ya corrompida.
La caminata le sentó bien, y el aire, que subía a lo largo de sus tabiques nasales para llegar a lamerle a contrapelo las circunvoluciones del cerebro, le descongestionaba paulatinamente ese pesado, voluminoso y bihemisférico órgano. Se trataba del efecto normal, pero a Ouen le seguía asombrando.
Dotado de una incurable candidez, lo vivía todo mucho más que los demás.
Llegado al final del corto callejón, dudó al encontrarse en una encrucijada. Incapaz de escoger, optó por continuar recto. Tanto babor como estribor carecían de argumentos. La línea recta, por su parte, llevaba directamente al puente. Desde él podría contemplar el agua de ese día, sin duda poco distinta, en cuanto a aspecto, de la del día anterior. Pero la apariencia no es más que una de las mil cualidades del agua.
Al igual que el callejón, la calle estaba desierta y salpicada de luces húmedas y amarillas, cuyas jaspeaduras transformaban el asfalto en salamandra. Esta trepaba un poco hasta el caballete del pétreo arco travesero del río, para devorarlo sin reposo. Ouen se acodaría en el pretil en el caso de que ni río arriba ni río abajo hubiera observadores. Pero si había ya algunos individuos estudiando la corriente, resultaría inútil añadir otra mirada a todos aquellos conos visuales lúbricamente enredados. En ese caso, bastaría con proseguir hasta el siguiente puente, desierto siempre porque en él se cogían impétigos.
Dos jóvenes sacerdotes pasaron furtivamente por su lado condensado cn negro la nada de la rúa. De vez en cuando se paraban para besarse lánguidamente en la boca bajo las umbrías bóvedas de las puertas cocheras. Ouen se enterneció. Decididamente había hecho bien en salir. En la calle siempre pueden verse espectáculos reconfortantes. Su paso se hizo más alegre y, al instante, resolvió mentalmente las últimas pegas de montaje de su trampa para palabras. Qué pueriles resultaban en el fondo. A ciencia cierta, un mínimo de atención bastaría para dominarlas, aplastarlas, fulminarlas, descuartizarlas, desmembrarías y, en una palabra, hacerlas desaparecer.
A continuación se cruzó con un general que llevaba un prisionero rabioso sujeto al extremo de una traílla de cuero. Para que no pudiese hacer daño al general, le habían trabado los pies y las manos las tenía atadas detrás del cuello. Cuando le daba por bufar, el general tiraba de la traílla, y al prisionero no le quedaba otro remedio que morder el polvo. El general caminaba de prisa pues, terminada su jornada, volvía a casa para devorar su acostumbrada sopa de letras. Como cada anochecer, compondría su nombre en el borde del plato en tres veces menos tiempo que el prisionero. Y bajo la furiosa mirada de este último, se tragaría, en consecuencia, las raciones de ambos. El prisionero carecía de suerte: se llamaba Joseph Ulrich de Saxakrammerigothensburg, mientras que el general se llamaba Pol. Pero Ouen no podía adivinar semejante detalle. Incapacidad no obstante la cual, se fijó en las puntiagudas y acharoladas botas del general y pensó que en la situacion del prisionero no se encontraría nada bien. Por otra parte, en la del general tampoco. Pero aquél no había escogido su situación, en tanto que la de éste era voluntaria. Y es que no es fácil encontrar aspirantes al oficio de prisionero mientras que, por el número de candidatos, la elección resulta difícil cuando se trata de reclutar poceros, policías, jueces y generales. Prueba de que hasta las más sucias tareas han de tener, sin duda, sus encantos… Ouen se perdió en una remota meditación sobre las profesiones desheredadas. Ciertamente, valía diez veces más dedicarse a construir trampas para palabras que ser general. Diez parecía resultar incluso un pobre exponente. Pero no importaba. Aun así, el principio quedaba enunciado.
Los estribos del puente estaban erizados de faros telescópicos de muy agradable efecto y destinados, por añadidura, a servir de guía a la navegación. Ouen, que los apreciaba en lo que valían, pasó por su lado sin mirarlos. Viendo cercano el final de su paseo, aceleró. Entretanto, se sintió intrigado. A un lado del puente, una silueta extrañamente corta había rebasado el parapeto. Apretó todavía más el paso. Se trataba de una joven que se mantenía en pie por encima del agua sobre una pequeña cornisa en forma de gola, provista además de un saledizo para la evacuación sin empecimiento de las aguas meteóricas. Parecía estar dudando sobre si arrojarse o no a la corriente. Ouen se acodó a sus espaldas.
– Estoy listo -le dijo-. Hágalo de una vez.
Ella le miró indecisa. Era una bonita muchacha de color beige.
– Me pregunto si debo saltar puente arriba o puente abajo. Si lo hago por la parte de arriba, tengo, claro está, una posibilidad de quedar atrapada por la corriente y de resultar golpeada contra un pilar. Si por la de abajo, me beneficiaré de los torbellinos. Pero también puede ocurrir que, aturdida por la zambullida, me dé por agarrarme a un pilar. Y tanto en el primero como en el segundo de los casos quedaría a la vista de todos y, probablemente, atraería la atención de algún alma caritativa.
– El problema es digno de ser meditado -dijo Ouen-. No puedo más que aplaudirla por haber decidido tratarlo con tanta seriedad. Naturalmente, me tiene a su completa disposición para ayudarla a resolverlo.
– Es usted muy amable -replicó la joven con su boquita pintada de rojo-. El dilema me perturba hasta tal punto que ya ni sé qué pensar.
– Tal vez pudiéramos reflexionar con más calma en un café -propuso Ouen-. Discuto mal sobre cualquier tema si no es bebiendo algo. ¿Podría invitarla a alguna cosa? Tal vez con ello le facilitaría, además, la consiguiente congestión ulterior.
– Acepto de muy buen grado -dijo la joven.
Ouen la ayudó a volver a pasar al puente y, al hacerlo, pudo constatar que disponía de un cuerpo astutamente redondeado en los lugares más salientes, y por lo tanto más vulnerables. La galanteó al respecto.
– Sé perfectamente que debería sonrojarme -repuso ella-, pero, en realidad, no tengo más remedio que darle toda la razón. Sí, estoy muy bien constituida. Observe, por ejemplo, mis piernas.
Dicho lo cual, se levantó la falda de franela y Ouen pudo contemplar a su albedrío tanto las piernas como su no fingida rubicundez.
– Veo lo que quiere decir -comentó con los ojos ligeramente salidos de las órbitas-. Muy bien, vamos a tomar un trago y, cuando hayamos llegado a una conclusión, volveremos aquí para que pueda tirarse por el lado más ventajoso.
Se pusieron en marcha dándose el brazo, con el paso sincronizado y los dos muy contentos. Ella le dijo su nombre: Flavie. Y tal prueba de confianza acrecentó el interés que ya suscitaba en Ouen.
Cuando estuvieron instalados bien a resguardo en un modesto establecimiento frecuentado por los marineros y sus barcazas, la chica volvió a tomar la palabra.
– No quisiera que me tuviese por idiota -comenzó diciendo-, pero la incertidumbre que acabo de experimentar en el momento de la elección de sitio para mi suicidio, la vengo padeciendo desde siempre. Por lo tanto ya era hora de que la zanjase, al menos en esta ocasión. En caso contrario muerta sería para siempre una imbécil y una dejada.
– El mal proviene -admitió Ouen- de que no siempre se da un número impar de posibles soluciones. En su caso, ni la parte de lo alto, ni la de lo bajo del puente parecen por completo satisfactorias. Así, no hay quien se escabulla del dilema. Esté donde esté situado un puente sobre un río, siempre delimita esas dos semizonas.
– Salvo si está en su nacimiento -observó Flavie.
– ¡Exacto! -exclamó Ouen encantado por su presencia de espíritu-. Pero en su nacimiento los ríos suelen ser muy poco profundos.
– Ahí está lo malo -dijo Flavie.
– Sin embargo -dijo Ouen-, queda la posibilidad de recurrir al puente colgante.
– Me pregunto si eso no significaría tanto como hacer trampa.
– Y volviendo a la idea del nacimiento, el del Touvre [17] especialmente, tiene un caudal suficiente para cualquier tipo de suicidio ordinario.
– Sí, pero está demasiado lejos -replicó ella.
– Por la región del Charente -constató Ouen.
– Bueno, pero si la cosa se convierte en un trabajo -dijo Flavie-, si para ahogarse hay que tomarse tantas molestias como para todo lo demás, es para sentirse desesperado. Para suicidarse incluso.
– Ya que lo menciona -dijo Ouen, a quien hasta entonces la cuestión no se le había ocurrido- ¿a qué se debe este gesto tan concluyente?
– Es una triste historia -respondió Flavie, secándose una sola lágrima, de la que, por lo mismo, estaba resultando una falta de simetría muy molesta.
– Ardo en deseos de oírla -reveló Ouen en ascuas.
Volvió a apreciar la sencillez de Flavie. Ésta no se hizo de rogar para contarle su caso. Tenía conciencia, sin duda, del superior interés de una confidencia de tal género. Por su parte, Ouen esperaba un relato bastante largo. Ordinariamente, una linda muchacha tiene ocasión de numerosos contactos con sus semejantes, del mismo modo que una rebanada de pan con mermelada tiene más posibilidades de reunir información sobre la anatomía y las costumbres de los dípteros que un cilicio ingrato y pinchoso. De tal modo, la historia de la vida de Flavie estaría sin duda empedrada de hechos y acontecimientos de los que podría sacarse moraleja de utilidad. De utilidad para Ouen, por supuesto, pues la moraleja de la historia personal no vale nunca más que para otro. Uno mismo conoce siempre demasiado bien las secretas razones que le obligan a narrarla de manera constrenida, amañada y truncada.
– Nací -comenzó Flavie- hace ya veintidós años y ocho doceavos, en un pequeño castillo normando de los alrededores dc Quettehou. Una vez hecha fortuna, mi padre, exprofesor de modales en el Instituto de Mademoiselle Désir, se retiró a él para gozar apaciblemente de su dama de compañía y de los frutos de un trabajo pertinaz. Mi madre, una de sus antiguas discipulas a la que le costó mucho seducir pues era bastante feo, no le había seguido hasta allí, y vivía en París en alterno concubinato con un arzobispo y un comisario de policía. Desaforado anticlerical, mi progenitor ignoraba las relaciones de su esposa con el primero pues, en caso contrario, hubiese solicitado el divorcio. Pero, por el contrario, se alegraba del semiparentesco que lo unía al sabueso, pues le permitía humillar a tan honesto funcionario burlándose de él por contentarse con sus sobras. Mi padre poseía además una considerable fortuna bajo la forma de una pequeña parcela (que le venía de su abuelo) situada en París, en la Plaza de la Ópera. Mucho le gustaba acercarse hasta ella los domingos, para cultivar alcachofas ante las narices y las barbas de los un tanto atónitos conductores de autobús. Como puede comprobar, despreciaba el uniforme bajo cualquiera de sus aspectos…
– ¿Y dónde queda usted a todo esto? -preguntó Ouen experimentando la sensación de que la moza se estaba yendo por las ramas.
– Es verdad.
Flavie bebió un buchecito de la verde bebida. Y, sin mas ni más, se puso a llorar silenciosamente, como si se tratase del grifo ideal. Parecía desesperada. Debía estarlo. Emocionado, Ouen le cogió la mano y acto seguido la soltó, porque no sabía qué hacer con ella. Entretanto, Flavie se calmaba.
– Soy una verdadera estúpida -dijo.
– En absoluto -protestó Ouen, que la encontraba demasiado severa para consigo misma-. La culpa es mía por haberla interrumpido.
– Le acabo de contar una retahila de mentiras -continuó ella-. Por falso orgullo pura y simplemente. En realidad, el arzobispo no era más que un mero obispo, y el comisario un guardia de tráfico. En cuanto a mí, soy una pobre costurera a la que cuesta mucho esfuerzo llegar a empalmar dos cabos. Mis clientes son pocas y desagradables, unas verdaderas pestes. Se diría que les divierte verme deslomarme. No tengo dinero, estoy hambrienta y soy muy desgraciada. Mi amigo está en la cárcel. Vendió determinados secretos a una potencia extranjera, y le arrestaron por hacerlo por encima de las tarifas oficiales. El recaudador de contribuciones me exige cada vez más dinero. Es tío mío, y si no paga sus deudas de juego, mi tía y sus seis hijos se verán abocados a la ruina. ¿Se da cuenta? El mayor no tiene más que treinta y cinco años. ¡Si usted supiese lo que se come a esa edad!
Sollozaba amargamente. Parecía destrozada.
– Noche y día tiro de la aguja sin resultado -prosiguió- porque ni siquiera tengo dinero para comprar una bobina de hilo.
Ouen no sabía qué decir. Le dio unos golpecitos en el hombro y pensó que sería preciso levantarle la moral. ¿Pero cómo? Las cosas no se consiguen simplemente soplando. A menos que… ¿Acaso lo ha probado alguien alguna vez?
Sopló.
– ¿Qué le ocurre? -preguntó la joven.
– Nada -respondió él-. Estaba suspirando. Su historia me traspasa.
– ¡Oh! -continuó la chica-. Lo que ha oído hasta ahora no es casi nada. Apenas si me atrevo a contarle lo peor.
Afectuosamente, Ouen le acarició un muslo.
– Confíese a mí. Alivia.
– ¿Le alivia a usted?
– Dios mío -dijo-, son cosas que se dicen. Frases hechas, lo reconozco.
– ¿Pero qué importa? -preguntó ella.
– ¿Pero qué importa? -repitió él.
– Otra circunstancia que contribuye a convertir mi vida en un infierno -prosiguió Flavie- es mi indigno hermano. Duerme con su perro, escupe en el suelo desde que se levanta, no cesa de pegarle puntapiés en el trasero al gato, y eructa varias veces seguidas cada vez que pasa junto a la portera.
Ouen se quedó sin habla. Cuando la lubricidad y el desviacionismo pervierten hasta tal punto el espíritu de un hombre, se descubre uno incapaz de hacer comentarios.
– ¿Qué le parece? -continuó Flavie-. Si es así a los dieciocho meses ¿qué no hará cuando sea mayor?
Dicho lo cual, estalló en sollozos poco numerosos, ciertamente, pero muy recios. Ouen le dio golpecitos en la mejilla, pero estaba ella llorando con tan ardientes lágrimas, que se vio forzado a retirar con presteza sus chamuscados palpos.
– ¡Oh! -dijo-. ¡Pobrecita mía!
Es lo que la muchacha estaba esperando.
– Como ya le he dicho -continuó-, le falta aún por oír lo más bonito de todo.
– Cuente, cuente -insistió Ouen, dispuesto a soportar cualquier cosa.
Cuando empezó a contarle, se apresuró a introducirse cuerpos extraños en las orejas para dejar de oírla. Lo poco que alcanzó a escuchar le dejó un malsano calofrío que llegó a empaparle la ropa interior.
– ¿Es todo? -preguntó finalmente con el fuerte tono de voz de los que acaban de quedarse sordos.
– Es todo -respondió Flavie-. Ahora me siento mejor.
Se bebió de un trago el vaso, dejando sobre la mesa el contenido de aqueste. La chiquillada no logró desfruncir el ceño de su interlocutor.
– ¡Desgraciada criatura! -suspiró éste por fin.
Sacó su cartera a la luz y llamó al camarero, quien se acercó con visible repugnancia.
– ¿Me ha llamado el señor?
– Sí -dijo Ouen-. ¿Qué le debo?
– Tanto -contestó el mozo.
– Aquí tiene -dijo Ouen, dejándole algo más.
– No se lo agradezco -advirtió el camarero-. El servicio estaba incluido.
– Perfecto -dijo Ouen-. Aléjese, huele mal.
Vejado, y lo tenía bien merecido, el camarero se alejó. Flavie miraba a Ouen con admiración.
– ¡Tiene usted dinero!
– Tómelo todo -dijo Ouen-. Le hace más falta que a mí.
La muchacha quedó tan llena de estupor como si estuviera ante las barbas de Papá Noel. Su expresión resulta difícil de describir, pues nadie ha estado nunca delante de las barbas de dicho señor.
Ouen volvía solo a casa. Era muy tarde, y no quedaba más que una farola encendida de cada dos. Las demás dormían de pie. Caminaba con la cabeza gacha pensando en Flavie, en la alegría que había demostrado cuando le entregó todo su dinero. Se sentía enternecido. No le quedaba en la cartera ni un solo billete, pero pobre chica. A sus años se siente uno como perdido sin medios de subsistencia. De repente le vino a la cabeza que, cosa extraña, tenían ambos exactamente la misma edad. Menesterosa hasta tal punto. Ahora que se lo había llevado todo, comenzaba él a darse cuenta del efecto que la cosa puede hacer. Miró en su derredor. La calle resplandecía, incolora, y la luna estaba justamente sobre la vertical del puente. Ni un solo céntimo en el bolsillo. Y la trampa para palabras por terminar. La desierta calle se pobló de improviso con el cortejo nupcial de un sonámbulo, pero el ceño de Ouen no se desarrugó. Volvió a pensar en el prisionero. Para él las cosas eran sencillas. Para sí mismo también, en el fondo. El puente estaba cada vez más cerca. Ni un céntimo en el bolsillo. Pobre, pobre Flavie. No, pobre no, en aquellos momentos ya no lo era. Pero qué historia tan conmovedora la suya. No era posible que pudiera darse tamaña calamidad. Suerte que él acertara a pasar por allí. Suerte para ella. ¿A todo el mundo le ocurre que alguien llegue tan a tiempo?
Pasó las piernas por encima del pretil y aseguró los pies sobre la pequeña cornisa. Los ecos del cortejo nupcial se deshilaban a lo lejos. Miró a derecha e izquierda. Decididamente, la muchacha había tenido suerte con que él acertara a pasar. No se veía ni un gato. Alzó los hombros. Se palpó el vacío bolsillo. Evidentemente, inútil seguir viviendo en tales condiciones. ¿Pero por qué aquella historia de puente arriba o puente abajo?
Sin más averiguaciones, se dejó caer sobre la corriente. Sí, era exactamente como había pensado: se iba uno a pique. El lado del puente importaba poco.
(1952)