EL PENSADOR

Fue el día en que cumplía once años cuando el pequeño Urodonal Carrier paró mientes, de manera repentina, en la existencia de Dios. La Providencia, en efecto, le reveló de improviso su condición de pensador y, si se considera que hasta entonces se había acreditado como completamente idiota en todos los terrenos, mal se podría creer que el Señor no hubiese tenido parte en tan súbita transformación.

Con la mala fe que les caracteriza, los habitantes de La-Houspignole-sur-Côtés me objetarán, sin duda, la caída de cabeza sufrida la víspera por el pequeño Urodonal, así como los nueve almadreñazos que en la misma mañana de su aniversario le propinó el bueno de su tío, al sorprenderle comprobando por sí mismo si la sirvienta se cambiaba de ropa interior cada tres semanas, como tenía ordenado su padre. Pero es que la aldea está llena de ateos, mantenidos en el pecado por las malévolas peroratas de un maestro de instrucción primaria de la antigua escuela, mientras el párroco se pone como una cuba todos los sábados, cosa que resta bastante crédito a su sagrada predicación. Sin embargo, cuando se carece por completo de experiencia previa, no se convierte nadie en pensador sin que surja la tentación de atribuir la responsabilidad a una Fuerza Superior y, en tales circunstancias, lo más indicado es agradecérselo a Dios.

La cosa sucedió de manera muy sencilla. Durante el retiro espiritual que precede a la primera comunión, al señor cura, que estaba sobrio de milagro, se le ocurrió preguntar:

– ¿A qué se debió la caída de Adán y Eva?

Nadie supo responder, pues en el campo no es pecado hacer el amor. Pero Urodonal levantó la mano.

– ¿Lo sabes tú? -se extrañó el párroco.

– Sí, señor cura -dijo Urodonal-. Se debió a un error del Génesis.

El sacerdote notó pasar las alas del Espíritu Santo, y se volvió a poner el alzacuello por temor a la corriente de aire. A continuación dio recreo a los rapaces y se sentó para meditar. Tres meses más tarde, todavía meditando, dejó la aldea y se hizo ermitaño.

– Mucho alcance tiene lo que dijo -no hacía más que repetir.

2

La reputación de Urodonal como pensador se estableció desde aquel día con notable solidez en todo La-Houspignole. Se acechaban sus frases más insignificantes. Pero hay que reconocer que el Espíritu no volvió casi a manifestarse. Sin embargo cierto día, en clase de física y a propósito de una lección sobre corrientes eléctricas, el profesor le preguntó:

– Así que ¿qué es lo que significa la desviación de la aguja de este galvanómetro?

– Que hay corriente… -contestó Urodonal.

Pero eso no fue nada. Luego prosiguió:

– …Que hay corriente o que el galvanómetro está estropeado… Si lo abre encontrará, sin duda, un ratón en su interior.

Como consecuencia se concedió una beca al pequeño Urodonal, que por entonces contaba catorce años, quien terminó sus estudios sin volver a expresar nada novedoso. Pero ya se sabía de lo que era capaz.

Al final de sus estudios volvió a conquistar una resonante victoria en clase de filosofía.

– Voy a leerles un pensamiento de Epícteto -había anunciado el profesor.

Y leyó:

«Si quieres avanzar por la senda de la sabiduría, no te importe pasar por imbécil e insensato en las cosas de este mundo.»

– Y viceversa… -dijo en voz baja Urodonal.

El profesor se inclinó ante él.

– Nada tengo que enseñarle, querido hijo mío -dijo.

Como Urodonal se levantase y saliese dejando la puerta entreabierta, el profesor llamó su atención de manera muy amistosa.

– Urodonal… recuerde… una puerta sólo puede estar abierta o cerrada…

– Una puerta -replicó Urodonal- puede estar abierta, cerrada o desmontada… cuando hay necesidad de reparar su cerradura.

Dicho lo cual se alejó y tomó el tren para París con la intención de conquistar la capital.

3

Una vez en París, lo primero que Urodonal pensó es que el olor de la estación de metro de Montmartre recordaba el de los retretes del campo, pero se guardó tal constatación para sí, juzgándola sin interés para los parisinos. A continuación intentó encontrar trabajo.

Meditó largamente antes de decidir la actividad a la que deseaba consagrarse. Como en La-Houspignole había formado parte de la charanga municipal en calidad de segundo cornetín suplente quiso orientarse hacia la música.

Le era preciso, sin embargo, una justificación. Con su habitual talento, se dispuso a cncontrarla de inmediato. La música, se dijo, edulcora las costumbres. Ahora bien, las costumbres severas son indispensables para todo hombre de pro. En consecuencia, no estaría bien ser músico. No obstante, los habitantes de esta Babilonia no tienen moral alguna. Por lo tanto la música no representa para ellos ningún peligro.

Como puede verse, los estudios habían desarrollado el sentido crítico de Urodonal hasta un punto que bien puede ser considerado perturbador. Pero, no se trataba de un hombre normal, y su organismo era lo bastante vigoroso como para soportar un cerebro excepcional.

La música dejaba mucho tiempo libre a Urodonal, quien decidió cambiar de rumbo y adentrarse en la literatura.

Unas cuantas tentativas fracasadas, en vez de agotar su genio, le inspiraron un epigrama:

– El éxito de un autor depende de su mayor o menor capacidad para identificarse sobre el papel con un imbécil -confió a sus amigos.

En su vida sentimental, Urodonal también resultaba prodigioso.

– Decir «tú ya no me amas» -aseguraba a Marinouille, su celosa amiguita- es tanto como decir «ya no creo que me ames». Y eso ¿cómo puedes saberlo?

Palabras que dejaron muda a Marinouille.

Sin embargo, a un tipo de la envergadura de Urodonal no le podía satisfacer la mediocre existencia que llevaba entre Marinouille y su cornetín.

– Vivir peligrosamente… -repetía de vez en cuando, con salvajes destellos discurriendo por su indomable mirada.

Y cierto día, Marinouille le encontró muerto en la cama. Desde hacía poco venía estrechando culpables relaciones con un joven descarriado de crapulosas costumbres, que se había evadido de un penal en el que purgaba tres meses de prisión por el asesinato de doce personas.

Sin embargo, Urodonal no tenía nada de vicioso. La explicación de su triste final se encontró en una recopilación de pensamientos inéditos que no contenía más que uno, escrito en la primera página.

«Qué puede ser que más peligroso que hacerse matar», había anotado Urodonal.

Una verdad como un templo.


(1949)

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