Castigados por el ondulado rayo de sol que traspasaba el emparrillado de la persiana, los párpados de Folubert Sansonnet tenían, vistos desde dentro, un agradable color rojo anaranjado, y a Folubert le hacía sonreír su sueño. Estaba caminando con paso ligero por el blanco, mullido y cálido balastro del jardín de las Hespérides, y lindos y sedosos animales se acercaban a lamerle los dedos de los pies. En ese mismo momento se despertó. Del dedo gordo se quitó a Frédéric, su caracol amaestrado, y lo volvió a poner en la posición adecuada para que funcionase a la mañana siguiente. Frédéric refunfuñó, pero no dijo nada.
Folubert se sentó en la cama. A esa hora de la mañana acostumbraba a tomarse el tiempo de reflexionar para todo el día, evitándose así las múltiples desazones con que se enmarañan esos seres desordenados, escrupulosos e inquietos a quienes la mínima acción que deban emprender da pretexto para divagaciones sin numero (perdóneseme la longitud de esta frase) y muy a menudo sin utilidad, pues acaban por olvidarlas.
Tenía que reflexionar sobre:
1) Cómo se iba a emperifollar.
2) Cómo se iba a alimentar.
3) Cómo se iba a distraer.
Y eso era todo, porque como era domingo, la búsqueda de dinero constituía un problema resuelto ya.
Folubert reflexionó, pues, y en el orden mencionado, sobre aquellas tres cuestiones.
Se aseó cuidadosamente, cepillándose los dientes con vigor y sonándose la nariz con los dedos. A continuacion se vistió. Los domingos comenzaba por la corbata y terminaba por los zapatos, lo cual constituía un excelente ejercicio. Sacó del cajón un par de calcetines a la moda formados por franjas alternadas: una franja azul, ninguna franja, una franza azul, ninguna franja, et caetera. Con aquel tipo de calcetines podía pintarse los pies del color que quisiera, color que quedaba a la vista entre las franjas azules. Como se sentía un algo apocado, eligió un bote de pintura verde manzana.
En cuanto al resto, se puso los indumentos de todos los días, así como una camisa azul y ropa interior limpia, pues estaba pensando en el tercer punto.
Desayunó un arenque en angarillas rociado con aceite dulce y un trozo de pan tierno como el ojo y, como el ojo, franjeado por largas pestañas rosadas. Por fin se permitió pensar en su domingo. Era el cumpleaños de su amigo Léobille y se celebraba una fiesta sorpresa en su honor.
Folubert se perdió en una larga ensoñación pensando en otras fiestas sorpresa. Sufría, en efecto, de complejo de timidez, y envidiaba en secreto la desenvoltura de los demás invitados del día: le hubiera gustado tener la ductilidad de Grouznié unida al ímpetu de Doddy, a la deslumbrante y encantadora elegancia de Rémonfol, a la atractiva tiesura del jeque Abadibaba y al lucífero desparpajo de cualquiera de los integrantes de la peña del Club des Lorientais.
Sin embargo, Folubert tenía preciosos ojos color castaña de Indias, una cabellera delicadamente lacia y una simpática sonrisa, que le permitía conquistar todos los corazones sin que él llegara siquiera a sospecharlo. Pero nunca se atrevía a sacar provecho de su agraciado físico, y permanecía siempre solo, mientras sus camaradas bailaban elegantemente con lindas mozas tanto el swing como el jitterbug o la barbette francesa.
Y eso lo ponía a menudo melancólico pero, por la noche, agradables sueños venían a consolarle. En ellos se veía rebosante de audacia y rodeado de suplicantes y hermosas muchachas que le mendigaban el favor de un baile.
Folubert recordaba, por ejemplo, el sueño de aquella noche. En él habíase encontrado con una muy atractiva persona cubierta con vaporosa gasa de color azul lavanda, cuyos rubios cabellos hurtaban a la vista los hombros. La chica llevaba también zapatitos de piel de serpiente azul y un curioso brazalete que Folubert no se sentía capaz de describir con exactitud. En el sueño, ella le amaba mucho, y acababan fugándose juntos.
Seguramente la había besado, y quizá, incluso, se había ella dejado hacer más cosas, encantada de concederle algunos favores suplementarios.
Folubert se sonrojó. Ya tendría tiempo de seguir pensando en el tema de camino hacia la casa de Léobille. Se registró el bolsillo, comprobó que contenía el dinero suficiente, y salió con intención de comprar una botella de licor ponzoñoso de la marca más barata que hubiera, pues él no bebía nunca.
En el mismo instante en que Folubert despertaba, el Mayor aterrizaba en el viscoso entarimado de su habitación, arrancado del sueño por la ronca voz de su mala conciencia, con un pésimo regusto de tintorro barato en la boca.
El ojo de cristal le brillaba en la penumbra con funesto resplandor, e iluminaba con abyecta luz el fular que el Mayor se estaba pintando. Originariamente, el dibujo representaba una pejiguera pastando en medio de los hermanos prados verdes [18] pero, paulatinamente, fue tomando el aspecto de una calavera veneciana, y el Mayor supo que, aquel día, tenía que cometer una mala acción.
Se acordó de la fiesta en casa de Léobille y, al hacerlo, soltó una risa brutal en re sostenido, pero deslizando una nota falsa, probando así sobradamente sus deplorables intenciones. Divisó una botella de tinto peleón, achicó de un trago el tibio fluido amazacotado en el fondo, y empezo a sentirse mejor. A continuación, de pie ante el espejo, se esforzó por parecerse a Serguei Andrejev Papanin en Iván el Terrible. No lo consiguió del todo, pues le faltaba la barba. Sin embargo, el resultado no era por completo desdeñable.
El Mayor se echó otra vez a reír y pasó a su estudio con intención de preparar el sabotaje de la fiesta de Léobille, de quien deseaba vengarse. En efecto, desde hacía algunas semanas, este último estaba difundiendo las más tendenciosas especies sobre la persona del Mayor, llegando a pretender que se estaba volviendo un individuo honrado.
La cosa merecía un castigo ejemplar.
Al Mayor se le daba muy bien meter en vereda a cuantos enemigos le acontecía encontrarse en el camino. En parte, gracias a su pésima educación, en parte a sus inclinaciones cazurras por naturaleza y a su malicia tan superior a lo normal.
(Sin olvidar el horrible bigotito que perversamente cultivaba sobre el labio superior, impidiendo a los insectos aproximarse a él, y al que cubría durante el día con una red para conseguir que tampoco los pájaros se posaran encima.)
Folubert Sansonnet se detuvo emocionado ante la puerta de Léobille e introdujo el índice de la mano derecha en el pequeño hueco de la campanilla que, estropeada, yacía en su interior.
El gesto de Folubert la hizo saltar. Girando sobre sí misma, mordió cruelmente el dedo del intruso, que se puso a chillar de manera desaforada.
La hermana de Léobille, que acechaba en el recibidor, vino a abrir en seguida y Folubert pasó. En el pasillo, la hermana de Léobille le colocó un trocito de esparadrapo en la herida y lo desembarazó de la botella.
Los acordes del pick-up resonaban alegremente bajo los techos del apartamento y rodeaban los muebles de una tersa y ligera capa de música que los mantenía protegidos.
Léobille estaba delante de la chimenea hablando con dos muchachas. Al ver a la segunda, Folubert se turbó, mas como Léobille se dirigía hacia él con la mano extendida, tuvo que disimular su emoción.
– Hola -dijo Léobille.
– Hola -dijo Folubert.
– Voy a presentarte -continuó Léobille-. Aquí Azyme [era la primera chica], aquí Folubert. Y esta otra es Jennifer.
Folubert hizo una inclinación a Azyme y bajó los ojos al tender la mano a Jennifer, quien llevaba un traje de vaporosa gasa de color rojo glauco, zapatos de piel de serpiente roja y un brazalete muy extraño que el joven reconoció de inmediato. Sus pelirrojos cabellos le cubrían los hombros, y era de todo punto semejante a la chica del sueño. Naturalmente, los colores eran mas vivos, cosa del todo normal dado que, después de todo, los sueños tienen lugar por la noche.
Léobille parecía muy interesado en Azyme, así que Folubert, sin más demora, invitó a bailar a Jennifer. Cuando empezaron a hacerlo, continuó bajando los ojos pues, delante de él y bajo un escote cuadrado que les dejaba respirar desahogadamente, dos objetos muy atractivos solicitaban de manera imperiosa su mirada.
– ¿Hace mucho que conoces a Léobille? -preguntó Jennifer.
– Le conozco desde hace tres años -precisó Folubert-. Nos conocimos en el judo.
– ¿Practicas judo? ¿Has luchado ya en alguna oportunidad en defensa de tu vida?
– Eh… -dijo Folubert confuso-. No, no he tenido ocasión. Practico muy de vez en cuando.
– ¿Te da miedo? -preguntó irónicamente Jennifer.
A Folubert no le hacía ninguna gracia el sesgo de la conversación, e intentó recobrar la confianza en sí mismo que tuviera la noche anterior.
– Te he visto en sueños -aventuró.
– Me parece poco probable -contestó Jennifer-. No sueño nunca. Has debido equivocarte.
– Eras rubia… -dijo Folubert al borde de la desesperación.
La chica tenía un talle muy menudo y, de cerca, sus ojos reían alegremente.
– ¿Lo ves? no era yo -dijo-. Yo soy pelirroja…
– Eras tú… -murmuro Folubert.
– No, no creo -repitió Jennifer-. Además, no me gustan los sueños. Prefiero la realidad.
Al decirlo le miró fijamente, mas como él volviese a bajar los ojos, no pudo darse cuenta. Aclaremos que, por otra parte, no la estrechaba demasiado contra sí; de hacerlo, hubiera dejado de ver lo que estaba viendo.
Jennifer se encogió de hombros. Le gustaban el deporte y los chicos osados y vigorosos.
– Me gusta el deporte -dijo-, y los chicos osados y vigorosos. No me gustan los sueños y sí sentirme tan viva como sea posible.
Se apartó de él, pues en aquel mismo instante el disco se paró entre un horrísono estrépito de frenos, dado que el amigo Léobille acababa de cerrar sin previo aviso el paso a nivel. Folubert le dio cortésmente las gracias. Le hubiera gustado retenerla mediante una conversación inteligente y hechizante, pero en el momento preciso en que estaba a punto de dar con una fórmula verdaderamenne arrebatadora, un corpulento y horrible mocetón se deslizó ante sus narices y enlazó brutalmente a Jennifer.
Espantado, Folubert dio un paso atrás. Pero al ver que Jennifer sonreía se derrumbó sin fuerzas en un profundo sillón de cuero de odre.
Se sentía muy triste, comenzaba a darse cuenta de que aquélla iba a ser una fiesta como las demás, brillante y llena de chicas guapas…, pero no para él.
La hermana de Léobille se dispuso a abrir la puerta otra vez, pero se detuvo, estupefacta, al escuchar una detonación. Intentaba comprimir con una mano los desaforados latidos de su corazón, cuando la hoja cedió bajo el feroz puntapié que le acababa de propinar el Mayor.
Este tenía en la mano una pistola todavía humeante con la que acababa de matar a la campanilla. Sus calcetines de color mostaza ofendían al mundo entero.
– Me he cargado a ese sucio animal -dijo-. Ocúpate de deshacerte de los restos.
– Pero… -acerto a decir la hermana de Léobille.
Y acto seguido se deshizo en llanto, el timbre vivía con ellos desde hacía ya tanto tiempo que era como si formara parte de la familia. A continuación, escapó a toda carrera hacia su cuarto, mientras el Mayor, encantado, con gesto a medias de perro y a medias de lobo, volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.
Llegó Léobille. Lleno de inocencia, le tendió la mano al Mayor.
Éste se apresuró a depositar en ella un enorme excremento que acababa de coger del suelo ante la puerta del edificio.
– Aparta, tío -le dijo a Léobille con voz estremecedora.
– Oye… Espero que no rompas nada…
– Voy a ponerlo todo patas arriba -respondió el Mayor con la mayor frialdad del mundo, al tiempo que enseñaba los dientes.
Se acercó otra vez a Léobille, barrenándole las órbitas oculares con una insostenible mirada de su ojo de cristal.
– ¿O sea que vas contando por ahí que trabajo, tío? -dijo-. ¿Vas diciendo que me estoy volviendo honrado? ¿Te permites manejos tan sucios como ésos…?
Respiró profundamente y rugió.
– Pues ya puedes empezar a anunciar, tío, que tu fiesta va a resultar un poquito humeante.
Léobille palideció. Mantenía todavía en la mano la cosa que el Mayor le había depositado en ella, y ni siquiera se atrevía a moverse.
– Yo… yo no quería molestarte… -dijo.
– Más vale que cierres el pico, tío -dijo el Mayor-. Por cada palabra de más se te impondrá un recargo.
A continuación deslizó el pie derecho detrás de las piernas de Léobille, a quien empujó de manera brutal. Léobille se derrumbó.
Los invitados no se habían dado cuenta de casi nada. Como en toda fiesta que se precie, estaban demasiado ocupados bailando, bebiendo, charlando y desapareciendo por parejas en el interior de las habitaciones desocupadas.
El Mayor se dirigió hacia la barra. No lejos de ella, todavía desesperado, Folubert se apolillaba en el sillón. De pasada, el Mayor lo levantó agarrándole por el cuello de la chaqueta y volvió a ponerlo sobre sus pies.
– Ven a beber conmigo -le dijo-. No me gusta beber solo.
– Pero… si yo no bebo nunca… pero si yo… -respondió Folubert.
Como conocía un poquitín al Mayor, no se atrevió a llevar más allá su negativa.
– Venga -dijo el Mayor-. Menos gaitas.
Folubert miró hacia donde estaba Jennifer. Por suerte, ésta tenía la cabeza vuelta en otra dirección y discutía animadamente. Por desgracia, mejor dicho, pues tres jóvenes la rodeaban en aquel momento, mientras otros dos estaban a sus pies y un sexto la contemplaba desde lo alto de un armario.
Léobille, entretanto, se había levantado sin ruido y se disponía a salir discretamente en busca de las fuerzas custodias del orden, pero de repente se le ocurrió que si a las fuerzas en cuestión les daba por tomarse la molestia de curiosear en el interior de las habitaciones, sería él, Léobille, quien acabaría pasando la noche a la sombra.
Además, conocía al Mayor, y estaba seguro de que no le permitiría salir.
En efecto, el Mayor, que no había cesado de vigilar a Léobille, le dirigió una mirada que le inmovilizó.
A continuación, manteniendo todavía a Folubert agarrado por el cuello, volvió a sacar la pistola y, sin parpadear siquiera, hizo saltar en pedazos el gollete de una botella. Estupefactos, todos los invitados volvieron la cabeza.
– ¡Fuera, fuera todos los tíos! -dijo el Mayor-. Las palomitas se pueden quedar.
Dicho lo cual, alargó un vaso a Folubert.
– ¡Bebamos!
Los muchachos se separaron de las chicas y comenzaron a alejarse discretamente. Nadie se atrevía a plantarle cara al Mayor.
– No quiero beber -osó decir Folubert.
Pero cuando vio la cara que puso el Mayor, bebió precipitadamente.
– A tu salud, tío -dijo este último.
Los ojos de Folubert fueron a caer de repente sobre el rostro de Jennifer quien, acobardada junto a las demás en un rincón, le estaba contemplando con desprecio. Folubert sintió que le fallaban las piernas.
El Mayor vació su vaso de un solo trago.
En aquel momento casi todos los muchachos habían salido ya de la habitación. El último de ellos (que se llamaba Jean Berdindin y era un valiente) cogió un pesado cenicero y apuntó a la cabeza del Mayor. Este atrapó el artefacto en pleno vuelo, y en dos saltos estuvo a la vera de Berdindin.
– Ven…, ven para acá -le dijo.
Y le arrastró hasta el centro de la estancia.
– Coge a una chica, la que más te apetezca, y desnúdala. -Las chicas se pusieron coloradas de horror.
– Me niego -dijo Berdindin.
– Mucho cuidado, tío -dijo el Mayor.
– Pideme lo que quieras, pero eso no -respondió Berdindin.
Aterrorizado, Folubert se sirvió maquinalmente un segundo vaso y se lo bebió de un trago.
El Mayor no dijo ni pío. Se acercó a Berdindin y cogiéndolo de un brazo le hizo una llave. Berdindin voló por los aires. Aprovechando la circunstancia, el Mayor le quitó los pantalones antes de que volviera a caer al suelo.
– Venga, tío, ponte en marcha -le dijo cuando hubo caído.
Después miró a las chicas.
– ¿Alguna voluntaria? -preguntó sonriendo con malicia.
– Ya está bien -dijo Berdindin, que tartamudeaba medio atontado todavía, e intentó agarrarse al Mayor.
En mala hora. Éste le levantó en vilo y volvió a dejarle caer pesadamente al suelo. Berdindin hizo ¡ploff! y se quedó donde había tocado tierra, frotándose las costillas.
– A ver, tú, la pelirroja -dijo el Mayor-. Ven para acá.
– Déjame en paz -dijo Jennifer palideciendo.
En aquel instante, Folubert estaba vaciando su cuarto vaso, y la voz de Jennifer produjo en él el efecto de una centella. Giró lentamente sobre los tacones y la miró.
El Mayor se acercó a ella y, con gesto brusco, le arrancó la hombrera de su glauco vestido. (La verdad me obliga a reconocer que el espectáculo que quedó al descubierto era encandilador.)
– Déjame en paz -dijo Jennifer por segunda vez.
Folubert se pasó la mano por los ojos.
– ¡Debe tratarse de un sueño! -murmuro con voz pastosa.
– Acércate -le dijo de improviso el Mayor-. Vas a ocuparte de sujetarla mientras el botarate ese actúa.
– ¡No! -gritó Berdindin-. ¡No quiero…! ¡Cualquier cosa menos eso…! ¡Una mujer, no!
– Está bien -accedió el Mayor-. Soy un buen Mayor.
Dicho lo cual, volvió a acercarse a Folubert, pero sin soltar a Jennifer.
– Desnúdate -dijo a aquél- y encárgate de ese truhán. Yo me encargaré de la chica.
– Me niego -contestó Folubert-. Y ya te puedes ir yendo a dar la tabarra a casa de otro. Nos estás dando en los cojones.
El Mayor soltó a Jennifer. Aspiró una larga bocanada de aire y su tórax se dilató por lo menos un metro y veintidnco centímetros. Jennifer miró sorprendida a Folubert, no sabiendo demasiado bien si debía volver a levantarse la delantera del vestido o si, por el contrario, seria más prudente dejarle reunir mayores arrestos a la vista del espectáculo. Finalmente optó por la segunda solución.
Folubert miró a Jennifer y relinchó. Piafó nerviosamente en el mismo lugar donde estaba y, a continuación, cargó contra el Mayor. Alcanzado en pleno plexo solar en el momento en que acababa de dilatar el tórax, este último se dobló en dos con terrible estrépito. Casi al instante volvió a ponerse derecho, pero Folubert aprovechó para hacerle una llave de judo absolutamente clásica: esa que consiste en abatir las orejas del castigado sobre sus ojos, al tiempo que se le insufla aire por los agujeros de la nariz.
El Mayor se puso azul eléctrico y quedó aturdido. En ese momento, Folubert, a quien el amor y los tragos habían decuplicado las fuerzas, introdujo la cabeza entre las piernas del Mayor, lo levantó en vilo y lo arrojó a la calle a través de la vidriera del salón por encima de la mesa tan abundantemente surtida de provisiones.
En el salón de Léobille, tranquilo otra vez, se hizo un gran silencio. Sin levantarse el vestido, Jennifer cayó en los brazos de Folubert, que se derrumbó, pues ella debía estar por los sesenta kilos. Por fortuna, el sillón de cuero de odre estaba justamente detrás de él.
En cuanto al Mayor, su cuerpo onduló rápidamente en el aire y, gracias a algunas rotaciones sensatas, consiguió volver a ponerse a plomo. Pero tuvo la mala suerte de caer en el interior de un taxi rojinegro y descapotable que se lo llevó muy lejos antes de que pudiera darse cuenta.
Cuando se recuperó, obligó a bajar al chófer amenazándole de la manera más vil, y dirigió el coche hacia su domicilio, villa Coeur-de-Lion.
Poco más adelante, todavía de camino, como no quería darse por vencido, asesinó mediante aplastamiento a un anciano vendedor ambulante de frutas y hortalizas, la mayoría de las cuales, por fortuna, vendía sin licencia.
Durante todo el resto de la velada, Folubert y Jennifer se dedicaron a coser el vestido de esta última, quien se lo quitó del todo para que la tarea resultara mas sencilla. Léobille, por su parte, como muestra de agradecimiento, les prestó su propio dormitorio, así como la plancha eléctrica de laca china que había heredado de su madre, la cual la había heredado de la suya, y así sucesivamente de generacion en generación desde la primera cruzada.
(1947)