Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el cielo. Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.
Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado, presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.
Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por la nieve.
—Rica abadía —dijo—. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.
Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:
—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio de Varagina, el cillerero[11] del monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú —ordenó a uno del grupo—, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!
—Os lo agradezco, señor cillerero —respondió cordialmente mi maestro—, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente…
—¿Cuándo lo habéis visto? —preguntó el cillerero.
—¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? —dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida—. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.
El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último, preguntó:
—¿Brunello? ¿Cómo sabéis…?
—¡Vamos! —dijo Guillermo—. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.
El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión. Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.
—Y ahora decidme —pregunté sin poderme contener—. ¿Cómo habéis podido saber?
—Mi querido Adso —dijo el maestro—, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro. Alain de l’Ille decía que
pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber. En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo, y que su carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí donde los pinos formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras… Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección.
—Sí —dije—, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes…
—No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «ut sit exiguum caput et siccum prope pelle ossibus adhaerente, aures breves et argutae, oculi magni, nares patulae, erecta cervix, coma densa et cauda, ungularum soliditate fixa rotunditas».[13] Si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si —y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa—, se trata de un docto benedictino…
—Bueno —dije—, pero, ¿por qué Brunello?
—¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! —exclamó el maestro—. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?
Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad, se difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces tuve.
Pero no pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya viejo se detiene demasiado en los marginalia. Di, más bien, que llegamos al gran portalón de la abadía, y en el umbral estaba el Abad, acompañado de dos novicios que sostenían un bacín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos descendido de nuestras monturas, lavó las manos de Guillermo, y después lo abrazó besándolo en la boca y dándole su santa bienvenida, mientras el cillerero se ocupaba de mí.
—Gracias, Abbone —dijo Guillermo—, es para mí una alegría, excelencia, pisar vuestro monasterio, cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como peregrino en el nombre de Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido honores. Pero vengo también en nombre de nuestro señor en esta tierra, como os dirá la carta que os entrego, y también en su nombre os agradezco vuestra acogida.
El Abad cogió la carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la llegada de Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos de su orden (mira, me dije para mis adentros no sin cierto orgullo, es difícil pillar por sorpresa a un abad benedictino), después rogó al cillerero que nos condujera a nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las monturas. El Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido algo, y entramos en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía, repartidos por la meseta, especie de suave depresión —o llano elevado— que truncaba la cima de la montaña.
A la disposición de la abadía tendré ocasión de referirme más de una vez, y con más lujo de detalles. Después del portalón (que era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios —los baños, y el hospital y herboristería— dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo, a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una explanada cubierta de tumbas. El portalón norte de la iglesia daba hacia el torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente a los ojos del visitante el torreón occidental, que continuaba después por la izquierda hasta tocar la muralla, para proyectarse luego con sus torres en el abismo, sobre el que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo de sesgo. A la derecha de la iglesia se extendían algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro lado de una vasta explanada, a lo largo de la parte meridional de la muralla y continuando hacia oriente por detrás de la iglesia, había una serie de viviendas para la servidumbre, establos, molinos, trapiches, graneros, bodegas y lo que me pareció que era la casa de los novicios. La regularidad del terreno, apenas ondulado, había permitido que los antiguos constructores de aquel recinto sagrado respetaran los preceptos de la orientación con una exactitud que hubiera sorprendido a un Honorio Augustoduniense o a un Guillermo Durando. Por la posición del sol en aquel momento, comprendí que la portada daba justo a occidente, de forma que el coro y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente y, por la mañana temprano, el sol despuntaba despertando directamente a los monjes en el dormitorio y a los animales en los establos. Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta, aunque más tarde he tenido ocasión de conocer San Gall, Cluny, Fontenay y otras, quizá más grandes pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta se distinguía de cualquier otra por la inmensa mole del Edificio. Aunque no era yo experto en el arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho más antiguo que los edificios situados a su alrededor. Quizás había sido erigido con otros fines y posteriormente se había agregado el conjunto abacial, cuidando, sin embargo, de que su orientación se adecuase a la de la iglesia, o viceversa. Porque la arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden del universo, que los antiguos llamaban kosmos, es decir, adorno, pues es como un gran animal en el que resplandece la perfección y proporción de todos sus miembros. Alabado sea Nuestro Creador, que, como dice Agustín, ha establecido el número, el peso y la medida de todas las cosas.
El cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar pero jovial, canoso pero todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a nuestras celdas en la casa de los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la celda asignada a mi maestro, y me prometió que para el día siguiente desocuparían otra para mí, pues, aunque novicio, también era yo huésped de la abadía, y, por tanto, debía tratárseme con todos los honores. Aquella noche podía dormir en un nicho largo y ancho, situado en la pared de la celda, donde había dispuesto que colocaran buena paja fresca. Así se hacía a veces, añadió, cuando algún señor deseaba que su criado velara mientras él dormía.
Después los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y buena uva, y se retiraron para que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con gran deleite. Mi maestro no tenía los hábitos austeros de los benedictinos, y no le gustaba comer en silencio. Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan buenas y sabias que era como si un monje leyese la vida de los santos.
Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del caballo.
—Sin embargo —dije—, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?
—No exactamente, querido Adso —respondió el maestro—. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis,[14] y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos.
Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño profundo.
Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa forma pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia, porque presentarme de golpe al visitante hubiese sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.
Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida y dijo que debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.
Empezó felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó someramente y con cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con una gran humanidad.
—Ha sido un gran placer —añadió el Abad— enterarme de que en muchos casos habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en estos días tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas humanas —y miró alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el enemigo estuviese entre aquellas paredes—, pero también creo que muchas veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio…
—También un inquisidor puede obrar instigado por el diablo — dijo Guillermo.
—Es posible —admitió el Abad con mucha cautela—, porque los designios del Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores!
—Comprendo —dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que, cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.
—Por eso —prosiguió el Abad—, considero que los casos que involucran el fallo de un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando…
—…los acusados eran culpables de actos delictivos, de envenena-mientos, de corrupción de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a nombrar…
—…que sólo habéis condenado cuando —prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la interrupción— la presencia del demonio era tan evidente para todos que era imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa que el propio delito.
—Cuando declaré culpable a alguien —aclaró Guillermo— era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.
El Abad tuvo un momento de duda:
—¿Por qué —preguntó— insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?
—Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.
—El doctor de Aquino —sugirió el Abad— no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.
—¿Quién soy yo —dijo Guillermo con humildad— para oponerme al doctor de Aquino? Además su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera… —se detuvo, y añadió—: Supongo.
—¡Oh, sin duda! —se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.
—Volvamos a los procesos —prosiguió mi maestro—. Supongamos que un hombre ha muerto envenenado. Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos inequívocos, puedo imaginar que el autor del envenenamiento ha sido otro hombre. Pero, ¿cómo puedo complicar la cadena imaginando que ese acto malvado tiene otra causa, ya no humana sino diabólica? No afirmo que sea imposible, pues también el diablo deja signos de su paso, como vuestro caballo Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar esas pruebas? ¿Acaso no basta con que sepa que el culpable es ese hombre y lo entregue al brazo secular? De todos modos, su pena sería la muerte, que Dios lo perdone.
—Sin embargo, en un proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde algunas personas fueron acusadas de cometer delitos infames, vos no negasteis la intervención diabólica, una vez descubiertos los culpables.
—Pero tampoco lo afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo negué. ¿Quién soy yo para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno? Sobre todo —añadió, y parecía interesado en dejar claro ese punto— cuando los que habían iniciado el proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el pueblo todo, y quizá incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la presencia del demonio. Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia…
—Por tanto —dijo el Abad con tono preocupado—, ¿me estáis diciendo que en muchos procesos el diablo no sólo actúa en el culpable sino quizá también en los jueces?
—¿Acaso podría afirmar algo semejante? —preguntó Guillermo, y comprendí que había formulado la pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí podía, y aprovechó el silencio de Abbone para desviar el curso de la conversación—. Pero en el fondo se trata de cosas lejanas… He abandonado aquella noble actividad y si lo he hecho así es porque el Señor así ha querido…
—Sin duda —admitió el Abad.
—…Y ahora —prosiguió Guillermo—, me ocupo de otras cuestiones delicadas. Y me gustaría ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.
Me pareció que el Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y volver a su problema. Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las palabras y recurriendo a largas perífrasis, el relato de un acontecimiento singular que se había producido pocos días atrás, y que había turbado sobremanera a los monjes. Dijo que se lo contaba a Guillermo porque, sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma humana como de las maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una parte de su preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. El hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. Los otros monjes lo habían visto en el coro durante completas, pero no había asistido a maitines, de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos por un austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que primero se había fundido y después se había congelado formando duras láminas de hielo, el cuerpo había sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por las rocas contra las que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que Dios se apiadara de él. Como en su caída había rebotado muchas veces, no era fácil decir desde donde exactamente se había precipitado. Aunque, sin duda, debía de haber sido por una de las ventanas de los tres órdenes existentes en los tres lados del torreón que daban al abismo.
—¿Dónde habéis enterrado el pobre cuerpo? —preguntó Guillermo.
—En el cementerio, naturalmente —respondió el Abad—. Quizá lo hayáis observado por vos mismo; se extiende entre el costado septentrional de la iglesia, el Edificio y el huerto.
—Ya veo —dijo Guillermo—, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz se hubiese, Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída accidental), al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas ventanas, pero las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de agua al pie de ninguna de ellas.
Ya he dicho que el Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero en aquella ocasión no pudo contener un gesto de sorpresa, que borró toda huella del decoro que, según Aristóteles, conviene a la persona grave y magnánima:
—¿Quién os lo ha dicho?
—Vos me lo habéis dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida hubieseis pensado que se había arrojado por ella. Por lo que he podido apreciar desde fuera, se trata de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese tipo de ventanas, en edificios de estas dimensiones, no suelen estar situadas a la altura de una persona. Por tanto, si hubiese estado abierta, como hay que descartar la posibilidad de que el infeliz se asomara a ella y perdiese el equilibrio, sólo quedaba la hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo habríais dejado enterrar en tierra consagrada. Pero, como lo habéis enterrado cristianamente, las ventanas debían de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y como ni siquiera en los procesos por brujería me he topado con un muerto impenitente a quien Dios o el diablo hayan permitido remontar el abismo para borrar las huellas de su crimen, es evidente que el supuesto suicida fue empujado, ya por una mano humana, ya por una fuerza diabólica. Y vos os preguntáis quién puede haberlo, no digo empujado hacia el abismo, sino alzado sin querer hasta el alfeizar, y os perturba la idea de que una fuerza maléfica, natural o sobrenatural, ronde en estos momentos por la abadía.
—Así es… —dijo el Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de Guillermo o descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de exponer con tanta perfección—. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de ninguna ventana?
—Porque me habéis dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra unas ventanas que dan a oriente.
—Lo que me habían dicho de vuestras virtudes no era suficiente —dijo el Abad—. Tenéis razón, no había agua, y ahora sé por qué. Las cosas sucedieron como vos decís. Comprended ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de mis monjes se hubiera manchado con el abominable pecado del suicidio. Pero tengo razones para pensar que otro se ha manchado con un pecado no menos terrible. Y si sólo fuera eso…
—Ante todo, ¿por qué uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras personas, mozos de cuadra, cabreros, servidores…
—Sí, la abadía es pequeña pero rica —admitió con cierto orgullo el Abad—. Ciento cincuenta servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el Edificio. Quizá ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el refectorio, los dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la biblioteca. Después de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta prohíbe la entrada de toda persona —y en seguida, adivinando la pregunta de Guillermo, añadió, aunque, como podía advertirse, de mal grado—, incluidos los monjes, claro, pero…
—¿Pero?
—Pero descarto totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor de penetrar allí durante la noche. —Por sus ojos pasó una especie de sonrisa desafiante, rápida como el relámpago o como una estrella fugaz—. Digamos que les daría miedo, porque, ya sabéis… a veces las órdenes que se imparten a los simples llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que algo terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un monje, en cambio…
—Comprendo.
—Además un monje podría tener otras razones para aventurarse en un sitio prohibido, quiero decir razones… ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a la regla…
Guillermo advirtió la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito, quizá, de desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos intensa.
—Cuando hablasteis de un posible homicidio, dijisteis «y si sólo fuera eso». ¿En qué estabais pensando?
—¿Dije eso? Bueno, no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece pensar en la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a matar a un compañero. Eso quería decir.
—¿Nada más?
—Nada más que pueda deciros.
—¿Queréis decir que no hay nada más que vos estéis autorizado a decirme?
—Por favor, fray Guillermo, hermano Guillermo —y el Abad recalcó tanto lo de fray como lo de hermano.
Guillermo se cubrió de rubor y comentó:
—Eris sacerdos in aeternum.[15]
—Gracias —dijo el Abad.
¡Oh, Dios mío, qué misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes superiores, movido uno por la angustia y el otro por la curiosidad! Porque, como novicio que se iniciaba en los misterios del santo sacerdocio de Dios, también yo, humilde muchacho, comprendí que el Abad sabía algo, pero que se trataba de un secreto de confesión. Alguien debía de haberle mencionado algún detalle pecaminoso que podía estar en relación con el trágico fin de Adelmo. Quizá por eso pedía a Guillermo que descubriera un secreto que por su parte ya creía conocer, pero que no podía comunicar a nadie, con la esperanza de que mi maestro esclareciese con las fuerzas del intelecto lo que él debía rodear de sombra movido por la sublime fuerza de la caridad.
—Bueno —dijo entonces Guillermo—, ¿podré hacer preguntas a los monjes?
—Podréis.
—¿Podré moverme libremente por la abadía?
—Os autorizo a hacerlo.
—¿Me encomendaréis coram monachis[16] esta misión?
—Esta misma noche.
—Sin embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes sepan que me habéis confiado esta investigación. Además, una de las razones de peso que yo tenía para venir aquí era el gran deseo de conocer vuestra biblioteca, famosa en todas las abadías de la cristiandad.
El Abad casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.
—He dicho que podréis moveros por toda la abadía. Aunque, sin duda, no por el último piso del Edificio, la biblioteca.
—¿Por qué?
—Debería habéroslo explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que nuestra biblioteca no es igual a las otras…
—Sé que posee más libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que, comparados con los vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o de Fleury parecen la habitación de un niño que estuviera iniciándose en el manejo del ábaco. Sé que los seis mil códices de los que se enorgullecía Novalesa hace más de cien años son pocos comparados con los vuestros, y que, quizá, muchos de ellos se encuentran ahora aquí. Sé que vuestra abadía es la única luz que la cristiandad puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que el número de vuestras biblias iguala a los dos mil cuatrocientos coranes de que se enorgullece El Cairo, y que la realidad de vuestros armaria es una luminosa evidencia contra la arrogante leyenda de los infieles que hace años afirmaban (ellos, que tanta intimidad tienen con el príncipe de la mentira) que la biblioteca de Trípoli contenía seis millones de volúmenes y albergaba ochenta mil comentadores y doscientos escribientes.
—Así es, alabado sea el cielo.
—Sé que muchos de los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas en diferentes partes del mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan para copiar manuscritos que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y regresan a sus lugares de origen llevando consigo esas copias, no sin haberos traído a cambio algún otro manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a vuestro tesoro. Otros permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte, porque sólo aquí pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios. Así pues, entre vosotros hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos. Sé que, hace muchísimos años, el emperador Federico os pidió que le compilarais un libro sobre las profecías de Merlín, y que luego lo tradujerais al árabe, para regalárselo al sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos tiempos tristísimos, una abadía gloriosa como Murbach no tiene ni un solo escribiente, que en San Gall han quedado pocos monjes que sepan escribir, que ahora es en las ciudades donde surgen corporaciones y gremios formados por seglares que trabajan para las universidades, y que sólo vuestra abadía reaviva día a día, ¿qué digo?, enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden…
—Monasterium sine libris —citó inspirado el Abad— est sicut civitas sine opibus, castrum sine numeris, coquina sine suppellctili, mensa sine cibis, hortus sine herbis, pratum sine floribus, arbor sine foliis…[17] Y nuestra orden, que creció obedeciendo al doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos… Oh, bien sabéis que vivimos tiempos muy oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no muchos años el concilio de Vienne tuvo que recordar que todo monje está obligado a ordenarse… Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años eran centros resplandecientes de grandeza y santidad, son ahora refugio de holgazanes. La orden aún es poderosa, pero hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no sólo se habla (¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe en lengua vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al abismo que ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los cuerpos de los hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los nuestros ya son más pequeños que los de los antiguos. Mundus senescit.[18] Pues bien, si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite del universo. Pero hasta que no advenga definitivamente el milenio, hasta que no triunfe, si bien por poco tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina.
—Así sea —dijo Guillermo con tono devoto—. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de visitar la biblioteca?
—Mirad, fray Guillermo —dijo el Abad—, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros —y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial— hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.
—De modo que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras…
—Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además —añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento—, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.
—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del Edificio…
El Abad sonrió:
—Nadie debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida. Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía.
—Sin embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?
—Fray Guillermo —dijo el Abad con tono conciliador—, un hombre que ha descrito a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.
Guillermo hizo una reverencia:
—Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.
—Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo —respondió el Abad.
—Una última cosa —preguntó Guillermo—. ¿Ubertino?
—Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.
—¿Cuándo?
—Siempre —sonrió el Abad—. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo… Pasa la mayoría de su tiempo rezando y meditando en la iglesia.
—¿Está muy viejo? —preguntó Guillermo vacilando.
—¿Cuánto hace que no lo veis?
—Hace muchos años.
—Está cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud.
—Iré a verlo en seguida. Gracias.
El Abad le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.
Estaba saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador, como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos atroces.
—¿Qué pasa? —preguntó Guillermo sobresaltado.
—Nada —respondió sonriendo el Abad—. Es época de matanza. Trabajo para los porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.
Salió, y no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente… Pero, refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que convendrá mencionar.
La iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya había visto en Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de almenas cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción, que más que una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por una serie de ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta. Robusta iglesia abacial, como las que construían nuestros antiguos en Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido, por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula celeste.
Ante la entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel momento del día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra, el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum literatura[19]), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que aún hoy mi lengua apenas logra expresar.
Vi un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas. En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales terribles… terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.
En realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila que, por el lado opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga,[20] garras poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus cascos y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino del cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero que juzgaría a muertos y vivos.
En torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano, primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores, vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros, copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis, dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado, aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza extática —como la que debió de bailar David alrededor del arca—, de forma que, fuese cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor. ¡Oh, qué armonía de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin embargo llenas de gracia, en ese místico lenguaje de miembros milagrosamente liberados del peso de la materia corpórea, signada cantidad infundida de nueva forma sustancial, como si la santa muchedumbre se estremeciese arrastrada por un viento vigoroso, soplo de vida, frenesí de gozo, jubiloso aleluya prodigiosamente enmudecido para transformarse en imagen!
Cuerpos y brazos habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación, sobrecogidos y cogidos por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo, mejillas encendidas por el amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno fulminado por el asombro hecho goce y otro traspasado por el goce hecho asombro, transfigurado uno por la admiración y rejuvenecido otro por el deleite, y todos entonando, con la expresión de los rostros, con los pliegues de las túnicas, con el ademán y la tensión de los brazos, un cántico desconocido, entreabiertos los labios en una sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies de los ancianos, curvados por encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo, dispuestos en bandas simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal sabiduría el arte los había combinado en armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la unidad, únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas sus partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y agradables, milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí, trama equilibrada que evocaba la disposición de las cuerdas en la cítara, continuo parentesco y confabulación de formas que, por su profunda fuerza interior, permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego alternante de las diferencias, ornamento, reiteración y cotejo de criaturas irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición, efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo constante de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz, esplendor, figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la luminosa presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el armonioso conjunto de sus partes… Allí, de este modo, se entrelazaban todas las flores, hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que adornan los jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña, narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.
Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. ¿Qué representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversalmente, rampantes y arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de zarcillos? Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras humanas, de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás, reunidos en consistorio[21] y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo, animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías, íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas, basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas y tortugas. Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto, y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el delirio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía «lo que vieres, escríbelo en un libro» (y es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre, con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como bronce fundido en la fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas en la mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió una hoz afilada y gritó: «Arroja la hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la tierra.» Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada.
Entonces comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del Abad… Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial carnicería.
Temblé, como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia), hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.
El ser situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto remoto de algún eczema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido algún cabello en la cabeza, éste no se hubiese distinguido del pelo de las cejas (densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizá alternando por momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas aberturas por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como de perro.
El hombre sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición, dijo:
—Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata! ¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dolors… ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non est insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto valet un figo secco. Et amen. ¿No?
En el curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo, porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El fragmento anterior, donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dan, creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O sea que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con las que había estado en contacto… Y en cierta ocasión pensé que la suya no era la lengua adámica que había hablado la humanidad feliz, unida por una sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco la lengua babélica del primer día, cuando acababa de producirse la funesta división, sino precisamente la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás, tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum una cosa, según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la palabra «blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces aquí y otras allí. Advertí también, después, que podía nombrar una cosa a veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus oraciones sino que utilizaba los disiecta membra[22] de otras oraciones que algún día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar, como si sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras que habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o ciertos relicarios muy preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva,[23] o las cosas diabólicas con las divinas), fabricados con los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni de ingenio. Y más tarde aun… Pero, vayamos por orden. Entre otras cosas, porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con gran curiosidad.
—¿Por qué has dicho penitenciágite? —preguntó.
—Domine frate magnificentisimo —respondió Salvatore haciendo una especie de reverencia—. Jesús venturus est et los homines debent facere penitentia. ¿No?
Guillermo lo miró fijamente:
—¿Antes de venir aquí estabas en un convento de frailes menores?
—No intendo.
—Te pregunto si has vivido entre los frailes de San Francisco, te pregunto si has conocido a los llamados apóstoles.
Salvatore se puso pálido, o, más bien, su rostro bronceado y animalesco se volvió gris. Hizo una profunda reverencia, pronunció un casi inaudible vade retro, se persignó devotamente y huyó mirando hacia atrás de cuando en cuando.
—¿Qué le habéis preguntado? —inquirí.
Guillermo permaneció pensativo un momento.
—No importa, después te lo diré. Ahora entremos. Quiero ver a Ubertino.
Era poco después de la hora sexta. El sol, pálido, penetraba desde occidente, o sea por unas pocas, y estrechas, ventanas. Un delgado haz de luz tocaba aún el altar mayor cuyo frontal parecía emitir un dorado resplandor. Las entradas laterales estaban sumergidas en la penumbra.
Junto a la última capilla, antes del altar, en la nave de la izquierda, se alzaba una grácil columna sobre la cual había una virgen de piedra, esculpida en el estilo de los modernos, la sonrisa inefable, el vientre prominente, el niño en brazos, graciosamente ataviada, el pecho ceñido por un fino corpiño. Al pie de la Virgen, orando, postrado casi, había un hombre que vestía los hábitos de la orden cluniacense.[24]
Nos acercamos. Al oír el ruido de nuestros pasos, el hombre alzó su rostro. Era un anciano venerable, de rostro lampiño, casi calvo, con grandes ojos celestes, labios finos y rojos, piel nívea, cráneo huesudo con la piel adherida como si fuese una momia conservada en leche. Las manos eran blancas, de dedos largos y finos. Parecía una muchacha marchitada por una muerte precoz. Posó sobre nosotros una mirada primero perdida, como si lo hubiésemos interrumpido en una visión extática, y luego el rostro se le iluminó de alegría.
—¡Guillermo! —exclamó—. ¡Queridísimo hermano! —Se incorporó con dificultad y fue al encuentro de mi maestro, lo abrazó y lo besó en la boca—. ¡Guillermo! —repitió, y las lágrimas humedecieron sus ojos—. ¡Cuánto tiempo! ¡Pero todavía te reconozco! ¡Cuánto tiempo, cuántas cosas han sucedido! ¡Cuántas pruebas nos ha impuesto el Señor!
Lloró. Guillermo le devolvió el abrazo, visiblemente conmovido. El hombre que teníamos delante era Ubertino da Casale.
Había oído hablar yo de él, y mucho, antes incluso de ir a Italia, y todavía más cuando frecuenté a los franciscanos de la corte imperial. Alguien me había dicho, además, que el mayor poeta de la época, Dante Alighieri, de Florencia, muerto hacía pocos años, había compuesto un poema (que yo no pude leer porque estaba escrito en la lengua vulgar de Toscana) con elementos tomados del cielo y de la tierra, y que muchos de sus versos no eran más que paráfrasis de ciertos fragmentos del Arbor vitae crucifixae de Ubertino. Y no era ése el único mérito que ostentaba aquel hombre famoso. Pero quizá el lector pueda apreciar mejor la importancia de aquel encuentro si intento recapitular lo que había sucedido en esos años, basándome en los recuerdos de mi breve estancia en Italia central, en lo que había comentado entonces ocasionalmente mi maestro, y en lo que le escuché decir durante las muchas conversaciones que mantuvo con los abades y los monjes a lo largo de nuestro viaje.
Intentaré exponer lo que entendí, aunque dudo de mi capacidad para hablar de esas cosas. Mis maestros de Melk me habían dicho a menudo que es muy difícil para un nórdico comprender con claridad los acontecimientos religiosos y políticos de Italia.
En la península, donde el poder del clero era más evidente que en cualquier otro lugar, y donde el clero ostentaba más poder y más riqueza que en cualquier otro país, habían surgido, durante no menos de dos siglos, movimientos de hombres que abogaban por una vida más pobre, polemizando con los curas corruptos, de quienes se negaban incluso a aceptar los sacramentos, y formando comunidades autónomas, mal vistas tanto por los señores, como por el imperio y por los magistrados de las ciudades.
Por último, había llegado San Francisco, y había predicado un amor a la pobreza que no contradecía los preceptos de la iglesia; por obra suya la iglesia había aceptado la exigencia de mayor severidad en las costumbres propugnada por anteriores movimientos, y los había purificado de los elementos de discordia que contenían. Debería haberse iniciado, pues, una época de sosiego y santidad, pero, como la orden franciscana crecía e iba atrayendo a los mejores hombres, se tornó demasiado poderosa y ligada a los asuntos terrenales, de modo que muchos franciscanos se plantearon la necesidad de volver a la pureza original. Cosa bastante difícil de conseguir, si se piensa que hacia la época en que me encontraba yo en la abadía la orden tenía más de treinta mil miembros, repartidos por todo el mundo. Pero así estaban las cosas, y muchos de esos frailes de San Francisco impugnaban la regla que había adoptado la orden, pues sostenían que esta última se conducía ya como las instituciones eclesiásticas que al principio se había propuesto reformar. Y sostenían que ya en vida de Francisco se había producido esa desviación, y que sus palabras y sus intenciones habían sido traicionadas. Fue entonces cuando muchos de ellos redescubrieron el libro de un monje cisterciense que había escrito a comienzos del siglo XII de nuestra era, llamado Joaquín, y a quien se atribuía espíritu de profecía. En efecto, aquel monje había previsto el advenimiento de una nueva era en la que el espíritu de Cristo, corrupto desde hacía mucho tiempo por la obra de los falsos apóstoles, volvería a realizarse en la tierra. Y los plazos que había anunciado parecían demostrar claramente que se estaba refiriendo, sin conocerla, a la orden franciscana. Y esto había alegrado mucho a no pocos franciscanos, incluso quizá demasiado, ya que a mediados del siglo, en París, los doctores de la Sorbona condenaron las proposiciones de aquel abad Joaquín, aunque parece que lo hicieron porque los franciscanos (y los dominicos) se estaban volviendo demasiado poderosos, y demasiado sabios, dentro de la universidad de Francia, y pretendían eliminarlos acusándolos de herejes. Pero no lo consiguieron, con gran bien para la iglesia, puesto que así pudieron divulgarse las obras de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio, que nada tenían de herejes. Por lo que se ve que también en París las ideas estaban confundidas, o que alguien trataba de confundirlas en beneficio propio. Y éste es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!
Pero estaba hablando de la herejía (si acaso la hubo) joaquinista. Y hubo en la Toscana un franciscano, Gerardo da Borgo San Donnino, que fue repitiendo las predicciones de Joaquín, causando gran impresión entre los frailes menores. Así surgió entre estos últimos un grupo que apoyaba la regla antigua contra la reorganización intentada por el gran Buenaventura, que más tarde llegó a ser general de la orden. Cuando, en el último tercio del siglo pasado, el concilio de Lyon, salvando a la orden franciscana de los ataques de quienes querían disolverla, le concedió la propiedad de todos los bienes que tenía en uso, derecho que ya detentaban las órdenes más antiguas, sucedió que algunos frailes de las Marcas se rebelaron; porque consideraban que así se traicionaba definitivamente el espíritu de la regla, pues un franciscano no debe poseer nada, ni como persona ni como convento ni como orden. Aquellos rebeldes fueron encarcelados de por vida. A mí no me parece que predicaran nada contrario al evangelio, pero cuando entra en juego la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres razonen con justicia. Según me han dicho, años después, el nuevo general de la orden, Raimondo Gaufredi, encontró a estos presos en Ancona, los puso en libertad y dijo: «Quisiera Dios que todos nosotros y toda la orden nos hubiéramos manchado con esta culpa». Signo de que no es cierto lo que dicen los herejes, y de que aún quedan en la iglesia hombres de gran virtud.
Entre esos presos liberados se encontraba Angelo Clareno, que luego se reunió con un fraile de la Provenza llamado Pietro di Giovanni Olivi que predicaba las profecías de Joaquín, y más tarde con Ubertino da Casale, y de ahí surgió el movimiento de los espirituales. Por aquellos años ascendió al solio pontificio un eremita santísimo, Pietro da Morrone, que reinó con el nombre de Celestino V, y los espirituales lo recibieron con gran alivio: «Aparecerá un santón, se había dicho, que observará las enseñanzas de Cristo; su vida será angélica, temblad, prelados corruptos.» Quizá la vida de Celestino fuese demasiado angélica o demasiado corruptos los prelados que lo rodeaban o demasiado larga para la guerra con el emperador y los otros reyes de Europa. El hecho es que Celestino renunció a su dignidad papal y se retiró para vivir como ermitaño. Sin embargo, durante su breve reinado, que no llegó al año, todas las esperanzas de los espirituales fueron satisfechas: a él acudieron y con ellos fundó la comunidad llamada de los fratres et pauperes heremitae domini Celestini.[25] Por otra parte, mientras el papa debía mediar entre los más poderosos cardenales de Roma, se dio el caso de que algunos de ellos, como un Colonna o un Orsini, apoyaran en secreto las nuevas tendencias favorables a la pobreza —actitud bastante sorprendente en hombres poderosísimos que vivían rodeados de comodidades y riquezas desmedidas—, y nunca he podido saber si se limitaban a utilizar a los espirituales para lograr sus propios fines políticos, o si consideraban que el apoyo a las tendencias espirituales justificaba de alguna manera los excesos de su vida carnal… Y tal vez hubiera un poco de cada cosa, hasta donde me es dado entender los asuntos italianos. Precisamente, Ubertino es un buen ejemplo: cuando, por haberse convertido en la figura más destacada entre los espirituales, se expuso a ser acusado de herejía, el cardenal Orsini lo nombró limosnero de su palacio. Y el mismo cardenal ya lo había protegido en Aviñón.
Sin embargo, como sucede en esos casos, por un lado Angelo y Ubertino predicaban con arreglo a la doctrina, y por el otro grandes masas de simples recibían esa predicación y la difundían por el país, al margen de todo control. Así Italia se vio invadida por los que llamaban fraticelli o frailes de la vida pobre, que muchos consideraron peligrosos. Era difícil distinguir entre los maestros espirituales, que mantenían relaciones con las autoridades eclesiásticas, y sus seguidores más simples, que simplemente vivían ya fuera de la orden, pidiendo limosna y viviendo de lo que cada día obtenían con el trabajo de sus manos, sin detentar propiedad alguna. Y a éstos la gente los llamaba fraticelli y eran como los begardos franceses, que se inspiraban en Pietro di Giovanni Olivi.
Celestino V fue sustituido por Bonifacio VIII, y este papa dio muy pronto muestras de extrema severidad con los espirituales y los fraticelli en general: precisamente cuando el siglo ya fenecía, firmó una bula, Firma cautela, por la que condenaba de un solo golpe a los terciarios y vagabundos pordioseros que se movían en la periferia de la orden franciscana, y a los propios espirituales, incluyendo a los que se apartaban de la vida en la orden para retirarse a vivir como ermitaños.
Más tarde, los espirituales intentaron obtener de otros pontífices, como Clemente V, el consentimiento para poder apartarse de la orden de modo no violento. Creo que lo hubiesen conseguido de no mediar el advenimiento de Juan XXII, que frustró todas sus esperanzas. Al ser elegido, en 1316, escribió al rey de Sicilia incitándolo a expulsar de sus tierras a aquellos frailes, que en gran número habían buscado allí refugio. También mandó apresar a Angelo Clareno y a los espirituales de Provenza.
No debió de ser empresa fácil y encontró resistencia en la misma curia. Lo cierto es que Ubertino y Clareno lograron que se les permitiera abandonar la orden, y fueron acogidos por los benedictinos el primero y por los celestinos el segundo. Pero Juan no mostró piedad alguna con aquellos que siguieron llevando una vida libre: los hizo perseguir por la inquisición y muchos acabaron en la hoguera.
Sin embargo, había comprendido que para destruir la mala hierba de los fraticelli, que socavaban la autoridad de la iglesia, era necesario condenar las proposiciones en que se basaba su fe. Ellos sostenían que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna ni individual ni común, y el papa condenó esta idea como herética. Lo que no deja de ser asombroso, porque, ¿cómo puede un papa considerar perversa la idea de que Cristo fue pobre? Pero un año antes se había reunido en Perusa el capítulo general de los franciscanos, y había sostenido, precisamente, dicha idea; por tanto, al condenar a los primeros, el papa condenaba también este último. Como ya he dicho, aquella decisión del capítulo le ocasionaba gran perjuicio en su lucha contra el emperador. Así fue como a partir de entonces muchos fraticelli, que nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron quemados.
Pensaba yo en todo esto mientras miraba a Ubertino, ese personaje legendario. Mi maestro me había presentado, y el anciano me había acariciado una mejilla, con una mano cálida, casi ardiente. El contacto de aquella mano me había hecho comprender muchas de las cosas que había oído decir sobre este santo varón, y otras que había leído en las páginas del Arbor vitae. Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando, siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones teológicas y había imaginado que se transformaba en la Magdalena penitente; y las relaciones tan intensas que había mantenido con la santa Angela da Foligno, quien lo había iniciado en los tesoros de la vida mística y en la adoración de la cruz; y por qué un día sus superiores, preocupados por el ardor de su prédica, lo habían enviado de vuelta a la Verna.
Escruté aquel rostro de rasgos delicadísimos, como los de la santa con la que había mantenido tan fraternal comercio de sentimientos exaltadamente espirituales. Intuí que debía de haber sabido adoptar una expresión muchísimo más dura cuando, en 1311, el concilio de Vienne había emitido la Exivi de paradiso, por la que eliminaba a los superiores franciscanos hostiles a los espirituales, pero imponía a estos últimos la obligación de vivir en paz dentro de la orden, y aquel campeón de la renuncia no había aceptado ese sensato compromiso y había luchado a favor de la constitución de una orden independiente, inspirada en las reglas más severas. En aquella ocasión ese gran luchador había perdido la batalla, porque era el momento en que Juan XXII llamaba a una cruzada contra los seguidores de Pietro di Giovanni Olivi (entre quienes se lo incluía) y condenaba a los frailes de Narbona y Béziers. Pero Ubertino no había vacilado en defender ante el papa el recuerdo del amigo, y el papa, subyugado por su santidad, no se había atrevido a condenarlo (aunque más tarde condenara a los otros). En aquella ocasión le había ofrecido una vía de escape aconsejándole, y después ordenándole, que ingresase en la orden cluniacense. Ubertino, que, a pesar de su apariencia frágil y desprotegida, debía de ser habilísimo para conquistar la protección y la complicidad de ciertos personajes de la corte pontificia, aceptó entrar en el monasterio de Gemblach, en Flandes, pero creo que nunca llegó a pisarlo, y permaneció en Aviñón, amparado en la figura del cardenal Orsini, para defender la causa de los franciscanos.
Sólo últimamente (según los comentarios confusos que llegaron a mis oídos) su situación en la corte se había vuelto precaria y había tenido que alejarse de Aviñón, donde el papa había dado orden de perseguir a aquel hombre indomable como hereje que per mundum discurit vagabundus. Se decía que habían perdido su rastro. Aquella tarde, al escuchar el diálogo entre Guillermo y el Abad, supe que estaba oculto en esta abadía. Y ahora lo tenía frente a mí.
—Guillermo —estaba diciendo—, tuve que huir en medio de la noche porque, como sabes, estaban a punto de matarme.
—¿Quién quería verte muerto? ¿Juan?
—No. Juan nunca me ha amado, pero siempre me ha respetado. En el fondo fue él quien, hace diez años, me ofreció la posibilidad de eludir el proceso obligándome a entrar en los benedictinos, y acallando así a mis enemigos. Hubo muchos rumores, muchas ironías a propósito del campeón de la pobreza que entraba en una orden opulenta, que vivía en la corte del cardenal Orsini… ¡Guillermo, sabes muy bien lo que me importaban las cosas de esta tierra! Pero así pude permanecer en Aviñón y defender a mis hermanos. El papa teme a Orsini; no se hubiese atrevido a tocarme un pelo. Hace sólo tres años me encomendó una misión ante el rey de Aragón.
—¿Entonces quién quería eliminarte?
—Todos. La curia. Trataron de asesinarme dos veces. Trataron de cerrarme la boca. Ya sabes lo que sucedió hace cinco años. Dos años antes se había producido la condena de los begardos de Narbona, y Berengario Talloni, a pesar de formar parte del tribunal, había apelado ante el papa. Eran momentos difíciles. Juan ya había emitido dos bulas contra los espirituales, y el propio Michele da Cesena había cedido… Por cierto, ¿cuándo llegará?
—Estará aquí dentro de dos días.
—Michele… ¡Hace tanto tiempo que no lo veo! Ahora se ha arrepentido, comprende lo que queríamos, el capítulo de Perusa nos ha dado la razón. Pero entonces, en 1318, cedió ante el papa y le entregó a cinco espirituales de Provenza que se negaban a someterse. Quemados, Guillermo… ¡Oh, es horrible!
Ocultó la cabeza entre las manos.
—Pero, ¿qué sucedió exactamente una vez que Talloni hubo apelado? —preguntó Guillermo.
—Juan debía volver a abrir la discusión, ¿comprendes? Debía hacerlo, porque incluso en la curia había hombres que dudaban, hasta los franciscanos de la curia… fariseos, sepulcros blanqueados, dispuestos a venderse por una prebenda, pero dudaban. Fue entonces cuando Juan me pidió que redactara una memoria sobre la pobreza. Fue algo hermoso, Guillermo, Dios me perdone la soberbia…
—La he leído. Michele me la ha mostrado.
—Algunos titubeaban, incluso entre los nuestros, el provincial de Aquitania, el cardenal de San Vitale, el obispo de Caffa…
—Un imbécil —dijo Guillermo.
—En paz descanse, hace dos años que Dios lo llamó a su lado.
—Dios no fue tan misericordioso. Era una noticia falsa llegada de Constantinopla. Todavía está entre nosotros y, según dicen, formará parte de la legación. ¡Dios nos proteja!
—Pero es favorable al capítulo de Perusa —dijo Ubertino.
—Así es. Pertenece a esa clase de hombres que son siempre los más arduos defensores de sus adversarios.
—A decir verdad —reconoció Ubertino—, tampoco entonces fue demasiado útil para la causa. Además, todo quedó en nada, pero al menos no se dictaminó que la idea fuese herética, y eso fue importante. Pero los otros nunca me lo perdonaron. Han tratado de dañarme por todos los medios. Han dicho que estuve en Sachsenhausen cuando, hace tres años, Ludovico declaró herético a Juan. Sin embargo, todos sabían que en julio estaba en Aviñón con Orsini… Dijeron que parte de las declaraciones del emperador eran reflejo de mis ideas, ¡qué locura!
—No tanto —dijo Guillermo—. Las ideas se las había dado yo, basándome en lo que tú habías dicho en Aviñón y en ciertas páginas de Olivi.
—¿Tú? —exclamó, asombrado y contento, Ubertino—. ¡Pero entonces me das la razón!
Guillermo pareció confundido:
—Eran buenas ideas para el emperador, en aquel momento —dijo evasivo.
Ubertino lo miró con desconfianza:
—¡Ah!, entonces tú no crees que sean ciertas, ¿verdad?
—Sigue contándome —dijo Guillermo—, cuéntame cómo te salvaste de esos perros.
—¡Oh, sí, Guillermo, perros rabiosos! Tuve que luchar con el propio Bonagrazia, ¿sabes?
—¡Pero Bonagrazia da Bergamo está con nosotros!
—Ahora, después de las largas conversaciones que sostuvimos. Sólo entonces se convenció y protestó contra la Ad conditorem canonum. Y el papa lo condenó a un año de cárcel.
—He oído decir que ahora está en muy buenas relaciones con un amigo mío que se encuentra en la curia, Guillermo de Occam.
—Lo conocí poco. No me gusta. Un hombre sin fervor, todo cabeza, nada corazón.
—Pero es una hermosa cabeza.
—Quizá; seguro que lo llevará al infierno.
—Entonces lo encontraré allí abajo y podremos discutir sobre lógica.
—Calla, Guillermo —dijo Ubertino, sonriendo con expresión muy afectuosa—, eres mejor que tus filósofos. Si tú hubieses querido…
—¿Qué?
—¿Recuerdas la última vez que nos vimos, en Umbría? Yo acababa de curarme de mis males gracias a la intercesión de aquella mujer maravillosa… Chiara da Montefalco… —murmuró con el rostro iluminado—, Chiara… Cuando la naturaleza femenina, naturalmente tan perversa, se sublima en la santidad, entonces acierta a convertirse en el más elevado vehículo de la gracia. Tú sabes hasta qué punto mi vida ha estado inspirada por la más pura castidad, Guillermo —mientras, lo cogía convulsivamente de un brazo—, tú sabes con qué… feroz, sí, ésa es la palabra, con qué feroz sed de penitencia he tratado de mortificar en mí los latidos de la carne, para volverme totalmente transparente al amor de Jesús Crucificado… Sin embargo, ha habido en mi vida tres mujeres que han sido tres mensajeros celestes para mí, Angela da Foligno, Margherita da Citta di Castello (que me anticipó el final de mi libro cuando sólo tenía escrito un tercio) y, por último, Chiara da Montefalco. Fue un premio del cielo el que yo, precisamente yo, debiese investigar sus milagros y proclamar su santidad a las muchedumbres, antes de que la santa madre iglesia se moviese. Y tú estabas allí, Guillermo, y pudiste haberme ayudado en aquella santa empresa, y no quisiste…
—Pero la santa empresa a la que me invitaste era la de enviar a la hoguera a Bentivenga, a Jacomo y a Giovannuccio —dijo con tono pausado Guillermo.
—Con sus perversiones estaban empañando el recuerdo de Chiara. ¡Y tú eras inquisidor!
—Y fue precisamente entonces cuando pedí que me liberaran de esas funciones. El asunto no me gustaba. Te seré franco: tampoco me gustó el procedimiento de que te valiste para inducir a Bentivenga a confesar sus errores. Fingiste que querías entrar en su secta, suponiendo que la hubiera, le arrancaste sus secretos y lo hiciste arrestar.
—¡Pero así hay que actuar con los enemigos de Cristo! ¡Eran herejes, eran seudoapóstoles, hedían a azufre dulcinista!
—Eran los amigos de Chiara.
—¡No, Guillermo, no mancilles ni con una sombra el recuerdo de Chiara!
—Pero se movían dentro de su grupo…
—Eran frailes menores, se decían espirituales pero eran frailes de la comunidad. Bien sabes que la investigación reveló claramente que Bentivenga da Gubbio se proclamaba apóstol, y que con Giovannuccio da Bevagna seducía a las monjas diciéndoles que el infierno no existe, que se pueden satisfacer los deseos carnales sin ofender a Dios, que se puede recibir el cuerpo de Cristo (¡perdóname Señor!) después de haber yacido con una monja, que el Señor estimó más a Magdalena que a la virgen Inés, que lo que el vulgo llama demonio es el propio Dios, porque el demonio es el saber y Dios es precisamente saber. ¡Y fue la beata Chiara quien, después de haberles oído decir estas cosas, tuvo aquella visión en la que el propio Dios le dijo que esos hombres eran malvados secuaces del Spiritus Libertatis!
—Eran frailes menores con la mente encendida por las mismas visiones de Chiara, y muchas veces hay un paso muy breve entre la visión extática y el desenfreno del pecado —dijo Guillermo.
Ubertino le oprimió las manos y sus ojos volvieron a velarse de lágrimas:
—No digas eso, Guillermo. ¿Cómo puedes confundir el momento del amor extático, que te quema las vísceras, con el perfume del incienso, y el desarreglo de los sentidos que sabe a azufre? Bentivenga incitaba a tocar los cuerpos desnudos, decía que sólo así podíamos liberarnos del imperio de los sentidos, homo nudus cum nuda iacebat…
—Et non commiscebantur ad invicem…[26]
—¡Mentiras! ¡Buscaban el placer! ¡Cuando el estímulo carnal se hacía sentir, no consideraban pecado que para aplacarlo el hombre y la mujer yaciesen juntos, y que se tocaran y besasen en todas partes, y que uno juntara su vientre desnudo al vientre desnudo de la otra!
Confieso que el modo en que Ubertino estigmatizaba el vicio ajeno no me inducía precisamente a pensamientos virtuosos. Mi maestro debió de advertir mi turbación, porque interrumpió al santo varón.
—Eres un espíritu ardoroso, Ubertino, tanto en el amor de Dios como en el odio contra el mal. Lo que yo quería decir es que hay poca diferencia entre el ardor de los Serafines y el ardor de Lucifer, porque ambos nacen de un encendimiento extremo de la voluntad.
—¡Oh, hay diferencia, y yo la conozco! —dijo inspirado Ubertino—. Lo que quieres decir es que hay un paso muy breve entre querer el mal y querer el bien, porque en ambos casos se trata de dirigir la misma voluntad. Eso es cierto. Pero la diferencia está en el objeto, y el objeto puede reconocerse con total claridad. De una parte, Dios; de la otra, el diablo.
—Me temo, Ubertino, que ya no sé distinguir. ¿No fue acaso tu Angela da Foligno la que contó que un día, en rapto espiritual, visitó el sepulcro de Cristo? ¿No contó que primero le besó el pecho y lo vio tendido con los ojos cerrados, y después le besó la boca y sintió un inefable aroma de suavidad que se exhalaba a través de aquellos labios, y luego, tras una breve pausa, posó su mejilla contra la mejilla de Cristo, y Cristo acercó su mano a la mejilla de ella y la apretó contra él, y así, dijo ella, su deleite fue entonces elevadísimo?
—¿Qué tiene que ver esto con el desenfreno de los sentidos? —preguntó Ubertino—. Fue una experiencia mística, y el cuerpo era el de Nuestro Señor.
—Quizá me haya acostumbrado demasiado a Oxford, donde hasta la experiencia mística era distinta.
—Toda en la cabeza —dijo sonriendo Ubertino.
—O en los ojos. Dios sentido como luz, en los rayos del sol, en las imágenes de los espejos, en la difusión de los colores sobre las partes de la materia ordenada, en los reflejos de la luz sobre las hojas húmedas… ¿Acaso este amor no se parece más al de Francisco, cuando alaba a Dios en sus criaturas, flores, hierbas, agua, aire? No creo que este tipo de amor pueda encerrar amenaza alguna. En cambio, desconfío de un amor que traslada al diálogo con el Altísimo los estremecimientos que se sienten en los contactos de la carne…
—¡Blasfemas, Guillermo! No es lo mismo, hay un salto inmenso, hacia abajo, entre el éxtasis del corazón que ama a Jesús Crucificado y el éxtasis corrupto de los seudoapóstoles de Montefalco…
—No eran seudoapóstoles, eran hermanos del Libre Espíritu, tú mismo lo has dicho.
—¿Y qué diferencia existe? Hubo cosas de aquel proceso que tú nunca conociste. Yo mismo no me atreví a incluir en las actas ciertas confesiones, para no mancillar ni por un instante con la sombra del demonio la atmósfera de santidad que Chiara había creado en aquel lugar. ¡Pero me enteré de cada cosa, de cada cosa, Guillermo! Se reunían por la noche en un sótano, cogían un niño recién nacido y se lo arrojaban unos a otros hasta que moría, por los golpes… o por otras cosas… Y el último que lo recibía vivo, para morir en sus manos, se convertía en el jefe de la secta… ¡Y desgarraban el cuerpo del niño, y lo mezclaban con harina para fabricar hostias blasfemas!
—Ubertino —dijo sin rendirse Guillermo—, esas mismas cosas se dijeron, hace muchos siglos, de los obispos armenios, de la secta de los paulicianos. Y también de los bogomilos.
—¿Qué importa? El demonio es muy torpe, hay un ritmo en sus acechanzas y seducciones, repite sus ritos a través de los milenios, siempre es el mismo. ¡Precisamente por eso se sabe que es el enemigo! Te juro que encendían velas, la noche de Pascua, y llevaban muchachas al sótano. Después apagaban las velas y se arrojaban sobre ellas, aunque estuviesen ligados por vínculos de sangre… ¡Y si de aquel abrazo nacía un niño, volvía a empezar el rito infernal, todos alrededor de una tinaja llena de vino, que llamaban barrilete, embriagándose, y cortando en trozos al niño vertiendo su sangre en una copa, y arrojando al fuego niños aún vivos, para mezclar luego las cenizas del niño con su sangre y bebérsela!
—¡Pero eso lo escribió, hace trescientos años, Michele Psello en el libro sobre las operaciones de los demonios! ¿Quién te ha contado esas cosas?
—¡Ellos, Bentivenga y los otros, cuando los torturaban!
—Hay una sola cosa que excita a los animales más que el placer: el dolor. Cuando te torturan sientes lo mismo que cuando estás bajo los efectos de las hierbas capaces de provocar visiones. Todo lo que has oído contar, todo lo que has leído, vuelve a tu cabeza, como si estuvieses arrobado, pero no en un rapto celeste, sino infernal. Cuando te torturan no dices sólo lo que quiere el inquisidor sino también lo que imaginas que puede producirle placer porque se establece un vínculo (éste sí verdaderamente diabólico) entre tú y él… Son cosas que conozco bien, Ubertino, pues yo mismo formé parte de esos grupos de hombres que creen que la verdad puede obtenerse mediante el hierro al rojo vivo. Pues bien, has de saber que la incandescencia de la verdad procede de una llama muy distinta. Cuando lo torturaban, Bentivenga puede haberte dicho las mentiras más absurdas, porque ya no era él quien hablaba, sino su lujuria, los demonios de su alma.
—¿Lujuria?
—Sí, hay lujuria en el dolor, así como existe una lujuria de la adoración e, incluso, una lujuria de la humildad. Si los ángeles rebeldes necesitaron tan poco para transformar su ardor de adoración y humildad en ardor de soberbia y rebeldía, ¿qué habría que decir de un ser humano? Pues bien, ya lo sabes, eso fue lo que descubrí de pronto cuando era inquisidor. Y por eso renuncié a seguir siéndolo. Me faltó coraje para hurgar en las debilidades de los malvados, porque comprendí que son las mismas debilidades de los santos.
Ubertino había escuchado las últimas palabras de Guillermo como si no entendiese lo que éste le decía. Su rostro se había ido embargando de afectuosa conmiseración, y comprendí que, según Guillermo hablaba movido por sentimientos muy perversos, pero tanto le quería que se los perdonaba. Lo interrumpió y dijo con bastante amargura:
—No importa. Si eso es lo que sentías, hiciste bien en apartarte. Hay que luchar contra las tentaciones. Sin embargo, yo hubiese necesitado tu apoyo. Estaba a punto de acabar con aquella banda de malvados. Ya sabes lo que sucedió en cambio: yo mismo fui acusado de haber sido demasiado débil con ellos, y hubo quien me trató de hereje. También tú fuiste demasiado débil en la lucha contra el mal. El mal, Guillermo, ¿nunca acabará esta condena, esta sombra, este cieno que nos impide llegar hasta el manantial? —se acercó aún más a Guillermo, como si temiera que alguien lo escuchase—. También aquí, también entre estos muros consagrados a la oración ¿sabes?
—Lo sé. El Abad me ha hablado de ello, e incluso me ha pedido que le ayude a esclarecer los hechos.
—Entonces espía, hurga, mira con ojo de lince en dos direcciones, la lujuria y la soberbia…
—¿La lujuria?
—Sí, la lujuria. Había algo de… femenino, por tanto, de diabólico, en el joven que murió. Tenía ojos de muchacha que busca el comercio con un íncubo. Pero también te he hablado de soberbia, la soberbia de la mente, en este monasterio consagrado al orgullo de la palabra, a la ilusión del saber…
—Si algo sabes, ayúdame.
—Nada sé. Nada hay que yo sepa. Pero hay cosas que se sienten con el corazón. Deja que hable tu corazón, interroga los rostros, no escuches las lenguas… Pero, ¡vamos!, ¿por qué hablar de cosas tan dolorosas y amedrentar a nuestro joven amigo? —me miró con sus ojos celestes, rozó mi mejilla con sus dedos largos y blancos, y estuve a punto de echarme hacia atrás como movido por un instinto; pude contenerme, e hice bien, porque lo habría ofendido, y su intención era pura—. Mejor, háblame de ti —dijo, volviéndose de nuevo hacia Guillermo—. ¿Qué has estado haciendo desde entonces? Han pasado…
—Dieciocho años. Regresé a mi tierra. Retomé los estudios en Oxford. Estudié la naturaleza.
—La naturaleza es buena porque es hija de Dios —dijo Ubertino.
—Y Dios debe de ser bueno, si ha engendrado la naturaleza —dijo sonriendo Guillermo—. He estudiado, he encontrado amigos muy sabios. Más tarde conocí a Marsilio, me atrajeron sus ideas sobre el imperio, sobre el pueblo, sobre una nueva ley para los reinos de la tierra, y así acabé formando parte del grupo de hermanos nuestros que están aconsejando al emperador. Pero esto ya lo sabes por mis cartas. Cuando en Bobbio me dijeron que estabas aquí me alegré muchísimo. Te creíamos perdido. Ahora que estás con nosotros, podrás sernos muy útil dentro de unos días, cuando llegue Michele. La confrontación será dura.
—No añadiré mucho a lo que ya dije hace cinco años en Aviñón. ¿Quién vendrá con Michele?
—Algunos de los que estuvieron en el capítulo de Perusa, Arnaldo de Aquitania, Hugo de Newcastle.
—¿Quién?
—Hugo de Novocastro, perdóname, uso mi lengua incluso cuando estoy hablando en buen latín. Además vendrá Guillermo Alnwick. Por parte de los franciscanos de Aviñón podemos suponer que estará Girolamo, el cretino de Caffa, y quizá vengan Berengario Talloni y Bonagrazia da Bergamo.
—Esperemos en Dios —dijo Ubertino—. Estos últimos no querrán enemistarse demasiado con el papa. ¿Y quién defenderá las ideas de la curia entre los duros de corazón?
—Por las cartas que he recibido supongo que estará Lorenzo Decoalcone…
—Un hombre malvado.
—Jean d’Anneaux…
—Ese es muy sutil en teología. Cuídate.
—Nos cuidaremos. Por último, estará también Jean de Baune.
—Tendrá que vérselas con Berengario Talloni.
—Sí, así es, creo que nos divertiremos —dijo mi maestro muy animado.
Ubertino lo miró sonriendo, como si dudara:
—Nunca sé cuando habláis en serio vosotros los ingleses. ¿Qué diversión puede haber en algo tan grave? Está en juego la supervivencia de la orden, a la que perteneces y a la que, en el fondo del corazón, aún sigo perteneciendo. He de persuadir a Michele de que no vaya a Aviñón. Juan lo quiere, lo busca, lo invita con demasiada insistencia. Desconfiad de ese viejo francés. ¡Oh, Señor, en qué manos ha caído tu iglesia! —volvió la cabeza hacia el altar—. ¡Convertida en meretriz, enviciada por el lujo, se enrosca en la lujuria como una serpiente en celo! De la pura desnudez del establo de Bethlehem, madera como madera fue el lignum vitae de la cruz, a las bacanales de oro y piedra. ¡Mira, tampoco aquí, ya has visto la portada, se está a salvo del orgullo de las imágenes! ¡Por fin están próximos los tiempos del Anticristo, y tengo miedo, Guillermo! —miró alrededor y sus ojos, muy abiertos, se clavaron en las naves tenebrosas, como si el Anticristo fuese a aparecer de un momento a otro, y creí que lo veríamos surgir de la sombra—. ¡Sus lugartenientes ya están aquí, sus emisarios, como los apóstoles que Cristo envió por el mundo! Vilipendian la Ciudad de Dios, seducen valiéndose del engaño, la hipocresía y la violencia. Llegado el momento, Dios enviará a sus siervos Elías y Enoc, a quienes ha conservado vivientes en el paraíso terrenal para que un día vengan a confundir al Anticristo, y vendrán a profetizar vistiendo túnicas de saco, y predicarán la penitencia con el ejemplo y la palabra…
—Ya han llegado, Ubertino —dijo Guillermo mostrando su sayo de franciscano.
—Pero todavía no han vencido. Ahora es cuando el Anticristo, henchido de furia, mandará matar a Enoc y a Elías y a sus cuerpos para que todos puedan verlos y tengan miedo de imitarlos. Como querían matarme a mí…
Yo estaba aterrorizado, pensé que Ubertino era presa de una especie de locura divina, y temí por su razón. Eso pensé entonces. Ahora, después de tanto tiempo, sabiendo lo que sé, es decir, que unos años más tarde moriría misteriosamente en una ciudad alemana, y que nunca se supo quién lo había asesinado, mi terror es aún mayor, porque no cabe duda de que en aquella ocasión Ubertino estaba profetizando su propio futuro.
—Tú lo sabes —siguió diciendo—, el abad Joaquín dijo la verdad. Estamos ya en la sexta era de la historia humana, en la que aparecerán dos Anticristos, el Anticristo místico y el Anticristo propiamente dicho. Esto es lo que sucede en esta sexta época, después de que Francisco apareciera para encarnar en su propio cuerpo las cinco llagas de Jesús Crucificado. Bonifacio fue el Anticristo místico, y la abdicación de Celestino no fue válida. Bonifacio fue la bestia que sale del mar y cuyas siete cabezas representan las ofensas a los pecados capitales, y sus diez cuernos las ofensas a los mandamientos, y los cardenales que lo rodeaban eran las langostas, y su cuerpo es Appolyon. Pero, si lees su nombre en letras griegas, puedes ver que el número de la bestia es Benedicti! —clavó sus ojos en mí para ver si le había comprendido, y, alzando un dedo, me amonestó—. ¡Benedicto XI fue el Anticristo propiamente dicho, la bestia que sale de la tierra! ¡Dios ha permitido que semejante monstruo de vicio e iniquidad gobernase su iglesia para que las virtudes de su sucesor resplandecieran de gloria!
—Pero padre santo —objeté con un hilo de voz, armándome de valor—, ¡su sucesor es Juan!
Ubertino se pasó la mano por la frente como si quisiera borrar un mal sueño. Respiraba con dificultad, estaba cansado.
—Sí. Los cálculos estaban equivocados, todavía seguimos esperando al papa angélico… Pero entre tanto han aparecido Francisco y Domingo —elevó los ojos al cielo y dijo como si orase, pero comprendí que estaba recitando una página de su gran libro sobre el árbol de la vida—. Quorum primus seraphico calculo purgatus et ardore celico inflammatus totum incendere videbatur. Secundus vero verbo predicationis fecundus super mundi tenebras clarius radiavit…[27] Sí, si éstas han sido las promesas, el papa angélico tendrá que llegar.
—Así sea, Ubertino —dijo Guillermo—. Mientras tanto estoy aquí para impedir que sea expulsado el emperador humano. También Dulcino hablaba de tu papa angélico…
—¡No vuelvas a pronunciar el nombre de esa víbora! —gritó Ubertino, y por primera vez lo vi transformarse, pasar de la aflicción a la ira—. ¡Este hombre manchó la palabra de Joaquín de Calabria y la convirtió en pábulo de muerte e inmundicia! Ese sí que fue un mensajero del Anticristo. Pero tú, Guillermo, hablas así porque en realidad no crees en el advenimiento del Anticristo, ¡y tus maestros de Oxford te han enseñado a idolatrar la razón extinguiendo las facultades proféticas de tu corazón!
—Te equivocas, Ubertino —respondió con mucha seriedad Guillermo—. Sabes que el maestro que más venero es Roger Bacon…
—Que deliraba acerca de unas máquinas voladoras —se burló amargamente Ubertino.
—Que habló con gran claridad y nitidez del Anticristo, mostrando sus signos en la corrupción del mundo y en el debilitamiento del saber. Pero enseñó que hay una sola manera de prepararse para su llegada: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para mejorar al género humano. Puedes prepararte para luchar contra el Anticristo estudiando las virtudes de las plantas, la naturaleza de las piedras e, incluso, proyectando esas máquinas voladoras que te hacen sonreír.
—El Anticristo de tu Bacon era un pretexto para cultivar el orgullo de la razón.
—Santo pretexto.
—No hay pretextos santos. Guillermo, sabes que te quiero. Sabes que confío mucho en ti. Castiga tu inteligencia, aprende a llorar sobre las llagas del Señor, arroja tus libros.
—Me quedaré sólo con el tuyo —dijo sonriendo Guillermo.
También Ubertino sonrió, y lo amenazó con el dedo:
—Inglés tonto. No te rías demasiado de tus semejantes. A los que no puedes amar mejor sería que los temieras. Y ten cuidado con la abadía. Este sitio no me gusta.
—Precisamente, quiero conocerlo mejor —dijo Guillermo des-pidiéndose—. Vamos, Adso.
—¡Ay! Te digo que no es bueno y dices que quieres conocerlo —comentó Ubertino meneando la cabeza.
—Por cierto —dijo todavía Guillermo, ya en mitad de la nave— ¿quién es ese monje que parece un animal y habla la lengua de Babel?
—¿Salvatore? —preguntó Ubertino volviéndose hacia nosotros, pues ya estaba de nuevo arrodillado—. Creo que fui yo quien lo donó a esta abadía… Junto con el cillerero. Cuando dejé el sayo franciscano, regresé por algún tiempo a mi viejo convento de Casale, y allí encontré a otros frailes angustiados, porque la comunidad los acusaba de ser espirituales de mi secta… Así se expresaban. Traté de ayudarles y conseguí que los autorizaran a seguir mi ejemplo. Al llegar aquí, el año pasado, encontré a dos de ellos, Salvatore y Remigio. Salvatore… En verdad parece una bestia. Pero es servicial.
Guillermo vaciló un instante:
—Le oí decir penitenciágite.
Ubertino calló. Agitó una mano como para apartar un pensamiento molesto.
—No, no creo. Ya sabes cómo son estos hermanos laicos. Gentes del campo que quizá han escuchado a un predicador ambulante y no saben lo que dicen. No es eso lo que le reprocharía a Salvatore. Es una bestia glotona y lujuriosa. Pero nada, nada contrario a la ortodoxia. No, el mal de la abadía es otro, búscalo en quienes saben demasiado, no en quienes nada saben. No construyas un castillo de sospechas basándote en una palabra.
—Nunca lo haré —respondió Guillermo—. Dejé de ser inquisidor precisamente para no tener que hacerlo. Sin embargo, también me gusta escuchar las palabras, y reflexionar después sobre ellas.
—Piensas demasiado. Muchacho —dijo volviéndose hacia mí—, no tomes demasiados malos ejemplos de tu maestro. En lo único en que hay que pensar, ahora al final de mi vida lo comprendo, es en la muerte. Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris.[28] Ahora dejadme con mis oraciones.
Atravesamos la nave central y salimos por la portada que habíamos cruzado al entrar. Las palabras de Ubertino, todas, seguían zumbándome en la cabeza.
—Es un hombre extraño —me atreví a decir.
—Es, o ha sido, en muchos aspectos, un gran hombre —dijo Guillermo—. Pero precisamente por eso es extraño. Sólo los hombres pequeños parecen normales. Ubertino habría podido convertirse en uno de los herejes que contribuyó a llevar a la hoguera, o en un cardenal de la santa iglesia romana. Y estuvo muy cerca de ambas perversiones. Cuando hablo con Ubertino me da la impresión de que el infierno es el paraíso visto desde la otra parte.
No entendí lo que quería decir.
—¿Desde qué parte? —pregunté.
—Pues sí —admitió Guillermo—, se trata de saber si hay partes, y si hay un todo. Pero no escuches lo que digo. Y no mires más esa portada —dijo, dándome unos golpecitos en la nuca mientras mi mirada volvía a dirigirse hacia aquellas fascinantes esculturas—. Por hoy ya te han asustado bastante. Todos.
Cuando me volví de nuevo hacia la salida, vi ante mí otro monje. Podía tener la misma edad que Guillermo. Nos sonrió y nos saludó con cortesía. Dijo que era Severino da Sant’Emmerano, y que era el padre herbolario, que se cuidaba de los baños, del hospital y de los huertos, y que se ponía a nuestra disposición si deseábamos que nos guiase por el recinto de la abadía.
Guillermo le dio las gracias y dijo que al entrar ya había reparado en el bellísimo huerto, que, por lo que podía apreciarse a través de la nieve, no sólo parecía contener plantas comestibles sino también albergar hierbas medicinales.
—En verano o en primavera, con la variedad de sus hierbas, adornadas cada una con sus flores, este huerto canta mejor la gloria del Creador —dijo a modo de excusa Severino—. Pero incluso en esta estación el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que crecerán más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier herbario, y más multicolor, por bellísimas que sean las miniaturas que este último contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio tengo otras que he recogido y guardado en frascos. Así, con las raíces de la acederilla se curan los catarros, y con una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas para las enfermedades de la piel, con el lampazo se cicatrizan los eczemas, triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas enfermedades de las mujeres, la pimienta es un buen digestivo, la fárfara es buena para la tos, y tenemos buena genciana para la digestión, y orozuz, y enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes sin duda conocéis.
—Tenéis hierbas muy distintas y que se dan en climas muy distintos. ¿Cómo puede ser?
—Lo debo, por un lado, a la misericordia del Señor, que ha situado nuestro altiplano entre una cadena meridional que mira al mar, cuyos vientos cálidos recibe, y la montaña septentrional, más alta, que le envía sus bálsamos silvestres. Y por otro lado lo debo al hábito del arte que indignamente he adquirido por voluntad de mis maestros. Ciertas plantas pueden crecer, aunque el clima sea adverso, si cuidas el suelo que las rodea, su alimento, y si vigilas su desarrollo.
—¿Pero también tenéis plantas que sólo sean buenas para comer? —pregunté.
—Has de saber, potrillo hambriento, que no hay plantas buenas para comer que no sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que no han pronunciado nuestros votos. En exceso, te producen pesadez de cabeza y debes contrarrestar sus efectos tomando leche con vinagre. Razón de más —añadió con malicia— para que un joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En cambio, puedes comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no exageres, expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías producen orina y engordan, ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños. Aunque no tantos como otras hierbas, porque las hay incluso que provocan malas visiones.
—¿Cuáles? —pregunté.
—¡Vamos, vamos, nuestro novicio quiere saber demasiado! Son cosas que sólo el herbolario debe saber; si no, cualquier irresponsable podría ir por ahí suministrando visiones, o sea mintiendo con las hierbas.
—Pero basta un poco de ortiga —dijo entonces Guillermo—, o de roybra o de olieribus, para protegerte de las visiones. Confío en que estas buenas hierbas no falten en vuestro huerto.
Severino miró de reojo a mi maestro:
—¿Sabes de hierbas?
—No mucho —dijo Guillermo con modestia—. En cierta ocasión tuve entre mis manos el Theatrum Sanitatis de Ububchasym de Baldach…
—Abdul Asan al Muchtar ibn Botlan.
—O Ellucasim Elimittar, como prefieras. Me pregunto si existirá alguna copia aquí.
—Y de las más bellas, con exquisitas ilustraciones.
—Alabado sea el cielo. ¿Y el De virtutibus herbarum de Platearius?
—También está, y De plantis y De vegetalibus de Aristóteles, traducido por Alfredo de Sareshel.
—He oído decir que en realidad no es de Aristóteles —observó Guillermo—, como se descubrió que no lo es De causis.
—De todos modos es un gran libro —observó Severino, y mi maestro le aseguró que pensaba lo mismo, pero sin preguntarle si se refería a De plantis o a De causis, obras que yo desconocía, pero de cuya gran importancia había quedado convencido al escuchar aquella conversación.
—Me agradaría —concluyó Severino— conversar honestamente contigo sobre las hierbas.
—Y a mí más todavía —dijo Guillermo—, pero, ¿no violaremos la regla de silencio que impera, creo, en vuestra orden?
—La regla —dijo Severino— se ha ido adaptando con los siglos a las exigencias de las distintas comunidades. La regla preveía la lectio divina pero no el estudio. Sin embargo, ya sabes hasta qué punto nuestra orden ha desarrollado la investigación sobre las cosas divinas y las cosas humanas. La regla también prevé que el dormitorio sea común, pero a veces es justo que, como sucede aquí, los monjes puedan reflexionar también durante la noche, y por tanto cada uno dispone de su propia celda. La regla es muy severa en lo que se refiere al silencio, e incluso aquí está prohibido que converse con sus hermanos no sólo el monje que realiza trabajos manuales sino también el que escribe o lee. Pero la abadía es ante todo una comunidad de estudiosos, y a menudo es útil que los monjes intercambien los tesoros de doctrina que van acumulando. Toda conversación relativa a nuestros estudios se considera lícita y beneficiosa, siempre y cuando no se desarrolle en el refectorio o durante las horas de los oficios sagrados.
—¿Tuviste ocasión de hablar mucho con Adelmo da Otranto? —preguntó de pronto Guillermo.
Severino no pareció sorprenderse.
—Veo que el Abad ya te ha hablado —dijo—. No. Con él no solía conversar. Pasaba el tiempo pintando miniaturas. A veces lo oí discutir con otros monjes, Venancio de Salvemec, o Jorge de Burgos, sobre la índole de su trabajo. Además, yo no paso el día en el scriptorium sino en mi laboratorio —y señaló el edificio del hospital.
—Comprendo —dijo Guillermo—. Entonces no sabes si Adelmo tenía visiones.
—¿Visiones?
—Como las que provocan tus hierbas, por ejemplo.
Severino se puso rígido:
—Ya te he dicho que vigilo mucho las hierbas peligrosas.
—No me refería a eso —se apresuró a aclarar Guillermo—. Hablaba de las visiones en general.
—No entiendo —insistió Severino.
—Pensaba que un monje que se pasea de noche por el Edificio, donde según reconoció el Abad pueden sucederle cosas tremendas al que allí penetre durante las horas prohibidas, pues bien, pensaba que podía haber tenido visiones diabólicas capaces de empujarlo al abismo.
—Ya te he dicho que no frecuento el scriptorium, salvo cuando necesito algún libro, pero suelo tener mis propios herbarios, que guardo en el hospital. Como ya te he dicho, Adelmo estaba mucho con Jorge, con Venancio y desde luego con Berengario.
También yo advertí la leve vacilación en la voz de Severino.
A mi maestro no se le había escapado:
—¿Berengario? ¿Por qué desde luego?
—Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Eran de la misma edad, hicieron juntos el noviciado, era normal que tuviesen cosas de que hablar. Eso quería decir.
—Entonces era eso lo que querías decir —comentó Guillermo, y me asombré de que no insistiese en el asunto. Lo que hizo fue cambiar bruscamente de tema—. Pero quizá sea hora de que entremos en el Edificio. ¿Quieres guiarnos?
—Con mucho gusto —dijo Severino con alivio más que evidente.
Nos condujo por el costado del huerto hasta la fachada occidental del Edificio.
—En la parte que da al huerto está la puerta de la cocina —dijo—, pero la cocina sólo ocupa la mitad occidental de la planta baja, en la otra mitad está el refectorio. En la parte meridional, a la que se llega pasando por detrás del coro de la iglesia, hay otras dos puertas que llevan a la cocina y al refectorio. Pero entremos por ésta, porque desde la cocina podremos pasar al interior del refectorio.
Al entrar en la amplia cocina advertí que, en el centro, el Edificio engendraba, en toda su altura, un patio octagonal. Como más tarde comprendí, era una especie de pozo muy grande, privado de accesos, al que daban, en cada piso, una serie de amplias ventanas similares a las que se abrían hacia el exterior. La cocina era un atrio inmenso lleno de humo, donde ya muchos sirvientes se ajetreaban en la preparación de los platos para la cena. En una gran mesa dos de ellos estaban haciendo un pastel de verdura, con cebada, avena y centeno, y un picadillo de nabos, berros, rabanitos y zanahorias. Al lado, otro cocinero acababa de cocer unos pescados en una mezcla de vino con agua, y los estaba cubriendo con una salsa de salvia, perejil, tomillo, ajo, pimienta y sal. En la pared que correspondía al torreón occidental se abría un enorme horno de pan, del que surgían rojizos resplandores. Al lado del torreón meridional, una inmensa chimenea en la que hervían unos calderos y giraban varios asadores. Por la puerta que daba a la era situada detrás de la iglesia entraban en aquel momento los porquerizos trayendo la carne de los cerdos que habían matado.
Por esa puerta salimos y pasamos a la era, en la parte más oriental de la meseta, donde, contra la muralla, había un conjunto de construcciones. Severino me explicó que la primera albergaba los chiqueros: primero estaban las caballerizas, después el establo donde se guardaban los bueyes, los gallineros y el corral techado para las ovejas. Delante de los chiqueros los porquerizos estaban removiendo en una gran tinaja la sangre de los cerdos que acababan de degollar, para que no se coagulara. Si se la removía bien y en seguida, podía durar varios días, gracias al clima frío, y utilizarse luego para fabricar morcillas.[29]
Volvimos a entrar en el Edificio, y sólo echamos una ojeada al refectorio, mientras lo atravesábamos para dirigirnos hacia el torreón oriental. El refectorio se extendía hacia dos de los torreones: el septentrional, donde había una chimenea, y el oriental, donde había una escalera de caracol que conducía al scriptorium, es decir, al segundo piso. Por allí iban los monjes todos los días a su trabajo; y también por dos escaleras, menos accesibles pero bien caldeadas, que ascendían en espiral detrás de la chimenea y del horno de la cocina.
Guillermo preguntó si, siendo domingo, encontraríamos a alguien en el scriptorium. Severino sonrió y dijo que, para el monje benedictino, el trabajo es oración. El domingo los oficios duraban más, pero los monjes adictos a los libros pasaban igualmente algunas horas arriba, que solían emplear en provechosos intercambios de observaciones eruditas, consejos y reflexiones sobre las sagradas escrituras.
Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles de alcanzar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase.
Al llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.
Esa abundancia de ventanas permitía que una luz continua y pareja alegrara la gran sala, incluso en una tarde de invierno como aquella. Las vidrieras no eran coloreadas como las de las iglesias, y las tiras de plomo sujetaban recuadros de vidrio incoloro para que la luz pudiese penetrar lo más pura posible, no modulada por el arte humano, y desempeñara así su función específica, que era la de iluminar el trabajo de lectura y escritura. En otras ocasiones y en otros sitios vi muchos scriptoria, pero ninguno conocí que, en las coladas de luz física que alumbraban profusamente el recinto, ilustrase con tanto esplendor el principio espiritual que la luz encarna, la claritas, fuente de toda belleza y saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observaba en aquella sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto; luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos. Y como la contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro apetito lo mismo es sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí invadido por una sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería ser trabajar en aquel sitio.
Tal como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. Posteriormente conocí, en San Gall, un scriptorium de proporciones similares, separado también de la biblioteca (en otros sitios los monjes trabajaban en el mismo lugar donde se guardaban los libros) pero con una disposición no tan bella como la de aquí. Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran cuarenta (número verdaderamente perfecto, producto de la decuplicación del cuadrágono, como si los diez mandamientos hubiesen sido magnificados por las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuviesen que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que sólo suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.
Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales.
Pero no tuve tiempo de observar su trabajo, porque nos salió al encuentro el bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del que ya habíamos oído hablar. Su rostro intentaba componer una expresión de bienvenida, pero no pude evitar un estremecimiento ante una fisonomía tan extraña. Era alto y, aunque muy enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia. Avanzaba a grandes pasos, envuelto en el negro hábito de la orden, y en su aspecto había algo inquietante. La capucha —como venía de afuera aún la llevaba levantada— arrojaba una sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no sé qué de doloroso a sus grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía marcada por muchas pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado, quedaban los rasgos a los que alguna vez habían dado vida. El rostro expresaba sobre todo gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una ojeada bastaba para llegar al alma del interlocutor, y para leer en ella sus pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable, lo más común era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.
El bibliotecario nos presentó a muchos de los monjes que estaban trabajando en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo también cuál era la tarea que cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda devoción por el saber, y por el estudio de la palabra divina, que se percibía en todos ellos. Así, conocí a Venancio de Salvemec, traductor del griego y del árabe, devoto de aquel Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los hombres. A Bencio de Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de retórica. A Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro d’Alessandria, que estaba copiando unos libros que sólo permanecerían algunos meses, en préstamo, en la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de diferentes países: Patricio de Clonmacnois, Rabano de Toledo, Magnus de Iona, Waldo de Hereford.
Enumeración que, sin duda, podría continuar, y nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas hipotiposis.[30] Pero debo referirme a los temas que entonces se tocaron, no exentos de indicaciones muy útiles para comprender la sutil inquietud que aleteaba entre los monjes, y algo que, aunque inexpresado, estaba presente en todo lo que decían.
Mi maestro empezó a conversar con Malaquías alabando la belleza y el ambiente de trabajo que se respiraba en el scriptorium y pidiéndole informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se realizaban, porque, dijo con mucha cautela, en todas partes había oído hablar de aquella biblioteca y tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros. Malaquías le explicó lo que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al bibliotecario la obra que deseaba consultar y éste iba a buscarla en la biblioteca situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío. Guillermo le preguntó cómo podía conocer el nombre de los libros guardados en los armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso códice con unas listas apretadísimas, que estaba sujeto a su mesa por una cadenita de oro.
Guillermo introdujo las manos en la bolsa que había en su sayo a la altura del pecho, y extrajo un objeto que ya durante el viaje le había visto coger y ponerse en el rostro. Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre (sobre todo en la suya, tan prominente y aguileña) como el jinete en el lomo de su caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. Con aquello delante de sus ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza, o, en todo caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al mermar la luz del día, era capaz de concederle. No los utilizaba para ver de lejos, pues su vista aún era muy buena, sino para ver de cerca. Con eso podía leer manuscritos redactados en letras pequeñísimas, que incluso a mí me costaba mucho descifrar. Me había explicado que, cuando el hombre supera la mitad de la vida, aunque hasta entonces haya tenido una vista excelente, su ojo se endurece y pierde la capacidad de adaptar la pupila; de modo que muchos sabios, después de haber cumplido las cincuenta primaveras, morían, por decirlo así, para la lectura y la escritura. Tremenda desgracia para unos hombres que habrían podido dar lo mejor de su inteligencia durante muchos años todavía. Por eso había que dar gracias al Señor de que alguien hubiese descubierto y fabricado aquel instrumento. Y al decírmelo pretendía ilustrar las ideas de su Roger Bacon, quien afirmaba que una de las metas de la ciencia era la de prolongar la vida humana.
Los otros monjes miraron a Guillermo con mucha curiosidad, pero no se atrevieron a hacerle preguntas. Comprendí que, incluso en un sitio tan celosa y orgullosamente dedicado a la lectura y escritura, aquel prodigioso instrumento no había penetrado todavía. Y me sentía orgulloso de estar junto a un hombre que poseía algo capaz de despertar el asombro de otros hombres famosos por su sabiduría.
Con aquel objeto en los ojos, Guillermo se inclinó sobre las listas inscriptas en el códice. También yo miré, y descubrimos títulos de libros desconocidos, y de otros celebérrimos, que poseía la biblioteca.
—De pentagono Salomonis, Ars loquendi et intelligendi in lingua hebraica, De rebus metallicis de Roger de Hereford, Algebra de Al Kuwarizmi, vertido al latín por Roberto Anglico, las Púnicas de Silio Itálico, los Gesta francorum, De laudibus sanctae crucis de Rábano Mauro, y Flavii Claudi Giordani de aetate mundi et hominis reservatis singulis litteris per singulos libros ab A usque ad Z —leyó mi maestro—. Esplendidas obras. Pero, ¿en qué orden están registradas? —citó de un texto que yo no conocía pero que, sin duda, Malaquías tenía muy presente—. Habeat Librarius et registrum omnzum librorum ordinatum secundum facultates et auctores, reponeatque eos separatum et ordinate cum signaturis per scripturam applicatis.[31] ¿Cómo hacéis para saber dónde está cada libro?
Malaquías le mostró las anotaciones que había junto a cada título. Leí: iii, IV gradus, V in prima graecorum; ii, V gradus, VII in tertia anglorum, etc. Comprendí que el primer número indicaba la posición del libro en el anaquel o gradus, que a su vez estaba indicado por el segundo número, mientras que el tercero indicaba el armario, y también comprendí que las otras expresiones designaban una habitación o un pasillo de la biblioteca, y me atreví a pedir más detalles sobre esas últimas distinciones. Malaquías me miró severamente:
—Quizá no sepáis, o hayáis olvidado, que sólo el bibliotecario tiene acceso a la biblioteca. Por tanto, es justo y suficiente que sólo el bibliotecario sepa descifrar estas cosas.
—Pero, ¿en qué orden están registrados los libros en esta lista? —preguntó Guillermo—. No por temas, me parece.
No se refirió al orden correspondiente a la sucesión de las letras en el alfabeto porque es un recurso que sólo he visto utilizar en estos últimos años, y que en aquella época era muy raro.
—Los orígenes de la biblioteca se pierden en la oscuridad del pasado más remoto —dijo Malaquías—, y los libros están registrados según el orden de las adquisiciones, de las donaciones, de su entrada en este recinto.
—Difíciles de encontrar —observó Guillermo.
—Basta con que el bibliotecario los conozca de memoria y sepa en qué época llegó cada libro. En cuanto a los otros monjes, pueden confiar en la memoria de aquél.
Y parecía estar hablando de otra persona; comprendí que estaba hablando de la función que en aquel momento él desempeñaba indignamente, pero que habían desempeñado innumerables monjes, ya desaparecidos, cuyo saber había ido pasando de unos a otros.
—Comprendo —dijo Guillermo—. Si, por ejemplo, yo buscase algo, sin saber exactamente qué sobre el pentágono de Salomón, sabríais indicarme la existencia del libro cuyo título acabo de leer, y podríais localizarlo en el piso de arriba.
—Si realmente debierais aprender algo sobre el pentágono de Salomón —dijo Malaquías—. Pero ese es precisamente un libro que no podría proporcionaros sin antes consultar con el Abad.
—He sabido que uno de vuestros mejores miniaturistas —dijo entonces Guillermo— murió hace muy poco. El Abad me ha hablado de su arte. ¿Podría ver los códices que iluminaba?
—Adelmo da Otranto —dijo Malaquías, mirando a Guillermo con desconfianza—, dada su juventud, sólo trabajaba en los marginalia. Tenía una imaginación muy vivaz, y con cosas conocidas sabía componer cosas desconocidas y sorprendentes, combinando, por ejemplo, un cuerpo humano con la cerviz de un caballo. Pero allí están sus libros. Nadie ha tocado aún su mesa.
Nos acercamos al sitio donde había trabajado Adelmo, todavía ocupado por los folios de un salterio adornado con exquisitas miniaturas. Eran folia de finísimo vellum —el príncipe de los pergaminos—, y el último aún estaba fijado a la mesa. Una vez frotado con piedra pómez y ablandado con yeso, lo habían alisado con la plana y, entre los pequeñísimos agujeritos practicados en los bordes con un estilo muy fino, se habían trazado las líneas que servirían de guía para la mano del artista. La primera mitad ya estaba cubierta de escritura, y el monje había empezado a bosquejar las figuras de los márgenes. Los otros folios en cambio, estaban acabados, y, al mirarlos, tanto a mí como a Guillermo nos fue imposible contener un grito de admiración. Se trataba de un salterio en cuyos márgenes podía verse la imagen de un mundo invertido respecto al que estamos habituados a percibir. Como si en el umbral de un discurso que, por definición, es el discurso de la verdad se desplegase otro discurso profundamente ligado a aquel por sorprendentes alusiones in aenigmate, un discurso mentiroso que hablaba de un mundo patas arriba, donde los perros huían de las liebres y los ciervos cazaban leones. Cabecitas con garras de pájaro, animales con manos humanas que les salían del lomo, cabezas de cuya cabellera surgían pies, dragones cebrados, cuadrúpedos con cuellos de serpiente llenos de nudos inextricables, monos con cuernos de ciervo, sirenas con forma de ave y alas membranosas insertas en la espalda, hombres sin brazos y con otros cuerpos humanos naciéndoles por detrás como jorobas, y figuras con una boca dentada en el vientre, hombres con cabeza de caballo y caballos con piernas de hombre, peces con alas de pájaro y pájaros con cola de pez, monstruos de un solo cuerpo y dos cabezas o de una sola cabeza y dos cuerpos, vacas con cola de gallo y alas de mariposa, mujeres con la cabeza escamada como el lomo de un pez, quimeras bicéfalas entrelazadas con libélulas de morro de lagartija, centauros, dragones, elefantes, mantícoras, seres con pies enormes acostados en ramas de árbol, grifones de cuya cola surgía un arquero en posición de ataque, criaturas diabólicas de cuello interminable, series de animales antropomorfos y de enanos zoomorfos que se mezclaban, a veces en la misma página, en una escena campestre, donde se veía representada, con tanta vivacidad que las figuras daban la impresión de estar vivas, toda la vida del campo, labradores, recolectores de frutas, cosechadores, hilanderas, sembradores, junto a zorros y garduñas armadas con ballestas que trepaban por las murallas de una ciudad defendida por monos. Aquí una L inicial cuya rama inferior engendraba un dragón; allá una V de «verba», lanzaba como zarcillo natural de su tronco una serpiente de mil volutas, de las que surgían a su vez otras serpientes cual pámpanos y corimbos.
Junto al salterio había un exquisito libro de horas, acabado evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas que hubiera podido caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas y las miniaturas de los márgenes apenas podían percibirse a simple vista: el ojo debía acercarse a ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba con qué instrumento sobrehumano las había pintado el miniaturista para conseguir efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del libro estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de las letras: sirenas marinas, ciervos espantados, quimeras, torsos humanos sin brazos, que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los versículos. En un sitio, como una especie de continuación de los tres «Sanctus, Sanctus, Sanctus», repetidos en tres líneas diferentes, se veían tres figuras animalescas con cabezas humanas, dos de las cuales aparecían torcidas hacia arriba y hacia abajo respectivamente para unirse en un beso que no habría dudado en calificar de inverecundo si no hubiese estado convencido de que, aunque no evidente, debía existir una profunda justificación espiritual para que aquella imagen figurara en ese sitio.
Examiné aquellas páginas dividido entre la admiración sin palabras y la risa, porque, aunque comentasen textos sagrados, las figuras movían necesariamente a la hilaridad. Por su parte, fray Guillermo las miraba sonriendo, y comentó:
—Babewyn, así los llaman en mis islas.
—Babouins, como los llaman en las Galias —dijo Malaquías—. Y, en efecto, Adelmo aprendió su arte en vuestro país, aunque después estudiase también en Francia. Babuinos, o sea monos africanos. Figuras de un mundo invertido, donde las casas están apoyadas en las puntas de las agujas y la tierra aparece por encima del cielo.
Recordé unos versos que había escuchado en la lengua vernácula de mi tierra, y no pude dejar de recitarlos:
Aller Wunder si geswigen,
das herde himel hât überstigen,
daz sult ir vür ein Wunder wigen.
Y Malaquías continuó, citando el mismo texto:
Erd ob un himel unter
das sult ir hân besunder.
Vür aller Wunder ein Wunder.
—Sí, estimado Adso —continuó el bibliotecario—, estas imágenes nos hablan de aquella región a la que se llega cabalgado sobre una oca azul, donde se encuentran gavilanes pescando en un arroyo, osos que persiguen halcones por el cielo, cangrejos que vuelan con las palomas, y tres gigantes cogidos en una trampa, mientras un gallo los ataca a picotazos.
Una pálida sonrisa iluminó sus labios. Entonces, los otros monjes, que habían seguido la conversación en actitud más bien tímida, se echaron a reír libremente, como si hubiesen estado esperando la autorización del bibliotecario. Este volvió a ponerse sombrío, mientras los otros seguían riendo, alabando la habilidad del pobre Adelmo y mostrándose unos a otros las figuras más inverosímiles. Y fue entonces, mientras todos seguían riendo, cuando escuchamos a nuestras espaldas una voz, solemne y grave:
—Verba vana aut risui apta non loqui.[32]
Nos volvimos. El que acababa de hablar era un monje encorvado por el peso de los años, blanco como la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de alguien que sólo estuviese dotado del don de la profecía.
—El hombre que estáis viendo, venerable por su edad y por su saber —dijo Malaquías a Guillermo señalando al recién llegado—, es Jorge de Burgos. Salvo Alinardo da Grottaferrata, es la persona de más edad que vive en el monasterio, y son muchísimos los monjes que le confían la carga de sus pecados en el secreto de la confesión —se volvió hacia el anciano y dijo—. El que está ante vos es fray Guillermo de Baskerville, nuestro huésped.
—Espero que mis palabras no os hayan irritado —dijo el viejo en tono brusco—. He oído a unas personas que reían de cosas risibles y les he recordado uno de los principios de nuestra regla. Y, como dice el salmista, si el monje debe abstenerse de los buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón debe sustraerse a los malos discursos. Y así como existen malos discursos existen malas imágenes. Y son las que mienten acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al revés de lo que debe ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos. Pero vos venís de otra orden, donde me dicen que se ve con indulgencia incluso el alborozo más inoportuno.
Aludía a lo que comentaban los benedictinos de las extravagancias de San Francisco de Asís, y quizá también de las extravagancias atribuidas a los fraticelli y a los espirituales de toda laya que constituían los retoños más recientes y más incómodos de la orden franciscana. Pero fray Guillermo fingió no haber comprendido la insinuación.
—Las imágenes marginales suelen provocar sonrisas, pero tienen una finalidad edificante —respondió—. Así como en los sermones para estimular la imaginación de las muchedumbres piadosas es pertinente insertar exempla, muchas veces divertidos, también el discurso de las imágenes debe permitirse estas nugae.[33] Para cada virtud y para cada pecado puede hallarse un ejemplo en los bestiarios, y los animales permiten representar el mundo de los hombres.
—¡Oh, sí! —se burló el anciano, pero sin sonreír—, toda imagen es buena para estimular la virtud, para que la obra maestra de la creación, puesta patas arriba, se convierta en objeto de risa. ¡Así la palabra de Dios se manifiesta en el asno que toca la lira, en el cárabo que ara con el escudo, en los bueyes que se uncen solos al arado, en los ríos que remontan sus cursos, en el mar que se incendia, en el lobo que se vuelve eremita! ¡Salid a cazar liebres con los bueyes, que las lechuzas os enseñen la gramática, que los perros muerdan a las pulgas, que los ciegos miren a los mudos y que los mudos pidan pan, que la hormiga saque a pastar al ternero, que vuelen los pollos asados, que las hogazas crezcan en los techos, que los papagayos den clase de retórica, que las gallinas fecunden a los gallos, poned el carro delante de los bueyes, que el perro duerma en la cama y que todos caminen con las piernas en alto! ¿Qué quieren todas estas nugae? ¡Un mundo invertido y opuesto al que Dios ha establecido, so pretexto de enseñar los preceptos divinos!
—Pero el Areopagita enseña —dijo con humildad Guillermo— que Dios sólo puede ser nombrado a través de las cosas más deformes. Y Hugue de Saint Victor nos recordaba que cuanto más disímil es la comparación, mejor se revela la verdad bajo el velo de figuras horribles e indecorosas, y menos se place la imaginación en el goce carnal, viéndose así obligada a descubrir los misterios que se ocultan bajo la torpeza de las imágenes…
—¡Conozco ese argumento! Y admito con vergüenza que ha sido el argumento fundamental de nuestra orden en la época en que los abades cluniacenses luchaban con los cistercienses. Pero San Bernardo tenía razón: poco a poco el hombre que representa monstruos y portentos de la naturaleza para realzar las cosas de Dios per speculum et in aenigmate[34] se aficiona a la naturaleza misma de las monstruosidades que crea y se deleita en ellas y por ellas y acaba viendo sólo a través de ellas. Basta con que miréis, vosotros que aún tenéis vista, los capiteles de vuestro claustro —y señaló con la mano hacia fuera de las ventanas, en dirección a la iglesia—, ¿qué significan esas monstruosidades ridículas, esas hermosuras deformes y esas deformidades hermosas, desplegadas ante los ojos de los monjes consagrados a la meditación? Esos monos sórdidos. Esos leones, esos centauros, esos seres semihumanos con la boca en el vientre, con un solo pie, con orejas en punta. Esos tigres de piel jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que soplan el cuerno, y esos cuerpos múltiples con una sola cabeza y esas muchas cabezas con un solo cuerpo. Cuadrúpedos con cola de serpiente, y peces con cabeza de cuadrúpedo, y aquí un animal que por delante parece caballo y por detrás macho cabrío, y allá un equino con cuernos y ¡ea! al monje ya le agrada más leer los mármoles que los manuscritos, y admira las obras del hombre en lugar de meditar sobre las leyes de Dios. ¡Vergüenza deberíais sentir por el deseo de vuestros ojos y por vuestras sonrisas!
El anciano imponente se detuvo. Jadeaba. Admiré la vívida memoria con que, quizá después de tantos años de ceguera, recordaba las imágenes cuya deformidad estaba describiendo. Llegué a sospechar, incluso, que, si aún podía hablar de ellas con tanto apasionamiento, era porque en la época en que las había contemplado no era improbable que hubiese sucumbido a su seducción. Pues con frecuencia he encontrado las representaciones más seductoras del pecado precisamente en las páginas de los hombres más virtuosos, que condenaban su fascinación y sus efectos. Signo de que esos hombres son tan fogosos en el testimonio de la verdad, que por amor a Dios no vacilan en atribuir al mal todos los encantos con que éste se envuelve, para que los hombres conozcan mejor las artes que utiliza el maligno para seducirlos. Y, en efecto, las palabras de Jorge despertaron en mí un gran deseo de ver los tigres y los monos del claustro, que aún no había examinado. Pero Jorge interrumpió el curso de mis ideas porque, ya menos excitado, retomó la palabra.
—Nuestro Señor no necesitó tantas necedades para indicarnos el recto camino. En sus parábolas nada hay que mueva a risa o que provoque miedo. Adelmo, en cambio, cuya muerte ahora lloráis, gozaba tanto con las monstruosidades que pintaba, que había perdido de vista aquellas cosas últimas cuya imagen material debían representar. Y recorrió todos, digo todos —su voz se volvió solemne y amenazadora—, los senderos de la monstruosidad. O sea que Dios sabe castigar.
Sobre los presentes cayó un silencio embarazoso. Se atrevió a quebrarlo Venancio de Salvemec.
—Venerable Jorge —dijo—, vuestra virtud os hace ser injusto. Dos días antes de la muerte de Adelmo, presenciasteis una discusión erudita que se desarrolló precisamente en este scriptorium. Adelmo, que se permitía representar seres extravagantes y fantásticos, se preocupaba, sin embargo, de que su arte cantase la gloria de Dios, y fuese un instrumento para conocer las cosas celestes. Hace un momento fray Guillermo citaba al Areopagita a propósito del conocimiento a través de la deformidad. Y Adelmo citó en aquella ocasión a otra autoridad eminentísima, la del doctor de Aquino, cuando dijo que conviene que las cosas divinas se representen más en la figura de los cuerpos viles que en la figura de los cuerpos nobles. Primero, porque así el alma humana se libera más fácilmente del error. En efecto, resulta claro que ciertas propiedades no pueden atribuirse a las cosas divinas, mientras que, tratándose de representaciones a través de la figura de cuerpos nobles, esa imposibilidad ya no sería tan evidente. Segundo, porque este tipo de representación conviene más al conocimiento de Dios que tenemos en esta tierra: en efecto, se nos manifiesta más en lo que no es que en lo que es, y por eso las comparaciones con las cosas que más lejos están de Dios nos permiten llegar a una idea más exacta de él, porque de ese modo sabemos que está por encima de lo que decimos y pensamos. Y, en tercer lugar, porque así las cosas de Dios se esconden mejor de las personas indignas. En suma, lo que discutíamos era cómo se puede descubrir la verdad a través de expresiones sorprendentes, ingeniosas y enigmáticas. Y yo le recordé que en la obra del gran Aristóteles había encontrado palabras bastante claras en ese sentido…
—No recuerdo —lo interrumpió con sequedad Jorge—, soy muy viejo. No recuerdo. Tal vez he sido demasiado severo. Ahora es tarde, debo marcharme.
—Es raro que no recordéis —insistió Venancio—. Fue una discusión muy sabia y muy bella, en la que también intervinieron Bencio y Berengario. En efecto, se trataba de saber si las metáforas, los juegos de palabras y los enigmas, que los poetas parecen haber imaginado sólo para deleitarse, pueden incitar a una reflexión distinta y sorprendente sobre las cosas, y yo decía que el sabio también debe poseer esa virtud… Y también estaba Malaquías…
—Si el venerable Jorge no recuerda, respeta su edad y la fatiga de su mente… por lo demás, siempre tan viva —intervino uno de los monjes que asistían a la discusión.
La frase había sido pronunciada con tono agitado, al menos inicialmente, porque, queriendo justificar la respetabilidad de Jorge, su autor había puesto en evidencia una debilidad del anciano, por lo que refrenó el ímpetu de su intervención y acabó casi en un susurro que sonó como un pedido de excusas. El que había hablado era Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Era un joven de rostro pálido, y al observarlo recordé lo que había dicho Ubertino de Adelmo: sus ojos parecían los de una mujer lasciva. Amedrentado por las miradas de todos; que entonces se posaron en él, se retorcía los dedos de las manos como si intentase sofrenar una tensión íntima.
La reacción de Venancio fue muy extraña. Miró de tal modo a Berengario que éste bajó los ojos:
—Muy bien, hermano —dijo—, si la memoria es un don de Dios, también la capacidad de olvido puede ser encomiable, y debe respetarse. Y yo la respeto en el anciano hermano con quien hablaba. De ti esperaba un recuerdo más vivo de lo que sucedió estando aquí reunidos con tu queridísimo amigo…
No sabría decir si Venancio pronunció con especial énfasis la palabra «queridísimo». El hecho es que advertí la sensación de incomodidad que se apoderó de los asistentes. Cada uno miraba hacia otro lado y nadie miraba a Berengario, que se cubrió de rubor. De pronto intervino Malaquías, y dijo con tono de autoridad:
—Venid, fray Guillermo, os mostraré otros libros interesantes.
El grupo se deshizo. Vi que Berengario echaba a Venancio una mirada cargada de rencor, y que Venancio se la devolvía, desafiándolo sin palabras. Al advertir que el anciano Jorge se alejaba, movido por un sentido de respetuosa reverencia, me incliné para besar su mano. El anciano recibió el beso, posó su mano sobre mi cabeza y preguntó quién era. Cuando le hube dicho mi nombre, se le iluminó el rostro.
—Llevas un nombre grande y muy bello —dijo—. Sabes quién fue Adso de Montier-en-Der? —preguntó. Confieso que no lo sabía. Y el mismo Jorge respondió—: Fue el autor de un libro grande y tremendo, el Libellus de Antichristo, donde profetizó lo que habría de suceder… pero no lo escucharon como merecía.
—El libro fue escrito antes del milenio —dijo Guillermo— y esos hechos no se produjeron…
—Para el que no tiene ojos para ver —dijo el ciego—. Las vías del Anticristo son lentas y tortuosas. Llega cuando no lo esperamos; no porque el cálculo del apóstol esté errado, sino porque no hemos aprendido el arte en que ese cálculo se basa —y gritó, en voz muy alta, volviendo el rostro hacia la sala, y con una sonoridad que retumbó en las bóvedas del scriptorium—. ¡Ya llega! ¡No perdáis los últimos días riéndoos de los monstruitos de piel jaspeada y cola retorcida! ¡No desperdiciéis los últimos siete días!
En aquel momento llamaron a vísperas y los monjes se dispusieron a abandonar sus mesas. Malaquías nos dio a entender que también nosotros debíamos marcharnos. Él y su ayudante, Berengario, se quedarían para poner todo en orden y (así se expresó) preparar la biblioteca para la noche. Guillermo le preguntó si después cerraría las puertas.
—No hay puertas que impidan el acceso al scriptorium desde la cocina y el refectorio, ni a la biblioteca desde el scriptorium. Más fuerte que cualquier puerta ha de ser la interdicción del Abad. Y los monjes deben utilizar la cocina y el refectorio hasta completas. Llegado ese momento, para impedir que algún extraño o algún animal, para quienes no vale la interdicción, pueda entrar en el Edificio, yo mismo cierro las puertas de abajo, que conducen a las cocinas y al refectorio, y a partir de esa hora el Edificio queda aislado.
Bajamos. Mientras los monjes se dirigían hacia el coro, mi maestro decidió que el Señor nos perdonaría que no asistiéramos al oficio divino (¡el Señor tuvo que perdonarnos muchas cosas en los días que siguieron!) y me propuso que recorriéramos la meseta para familiarizarnos con el sitio.
Salimos por la cocina y atravesamos el cementerio: había lápidas más recientes, y otras signadas por el paso del tiempo, que hablaban de las vidas de monjes desaparecidos hacía siglos. Las tumbas, con sus cruces de piedra, no llevaban nombres.
El tiempo empezaba a ponerse feo. Se había levantado un viento frío y un velo de niebla cubrió el cielo. El ocaso se adivinaba detrás de los huertos y la oscuridad invadía ya la parte oriental, hacia la que nos dirigimos pasando junto al coro de la iglesia para llegar al fondo de la meseta. Allí, casi contra la muralla, donde ésta tocaba el torreón oriental del Edificio, se encontraban los chiqueros, y vimos a los porquerizos que estaban tapando la tinaja donde habían vertido la sangre de los cerdos. Advertimos que detrás de los chiqueros la muralla era más baja y permitía asomarse al exterior. Al pie de la muralla, el terreno, cuya pendiente era muy pronunciada, estaba cubierto por un terrado que la nieve no lograba disimular totalmente. Comprendí que se trataba del estercolero: desde donde estábamos se arrojaban los detritos, que llegaban hasta el recodo donde empezaba el sendero por el que se había venturado Brunello en su huida. Digo estiércol porque se trataba de un gran vertedero de materia hedionda, cuyo olor subía hasta el parapeto por el que me asomaba. Sin duda los campesinos accedían al estercolero por la parte inferior y utilizaban aquellos detritos en sus campos. Además de las deyecciones de los animales y de los hombres, había otros desperdicios sólidos, todo el flujo de materias muertas que la abadía expelía de su cuerpo para mantenerse pura y diáfana en su relación con la cima de la montaña y con el cielo.
En los establos de al lado los arrieros estaban llevando los animales hacia sus pesebres. Recorrimos el camino bordeado del lado de la muralla por los distintos establos, y, a la derecha, a espaldas del coro, por el dormitorio de los monjes y, después, por las letrinas. Donde la muralla doblaba hacia el sur, justo en el ángulo, estaba el edificio de la herrería. Los últimos herreros estaban acomodando sus herramientas y apagando las fraguas, para acudir al oficio divino. Guillermo mostró curiosidad por conocer una parte de los talleres, separada casi del resto, donde un monje estaba acomodando sus herramientas. En su mesa se veía una bellísima colección de vidrios multicolores. Eran de dimensiones pequeñas, pero contra la pared había hojas más grandes. Ante él había un relicario, todavía sin acabar, pero en cuya armazón de plata ya había empezado a engastar vidrios y otras piedras, valiéndose de sus instrumentos para reducirlos a las dimensiones de una gema.
Así fue como conocimos a Nicola da Morimondo, el maestro vidriero de la abadía. Nos explicó que en la parte de atrás de la herrería también se soplaba el vidrio, mientras que en la parte de delante, donde estaban los herreros, se unían los vidrios con tiras de plomo para hacer vidrieras. Pero, añadió, la gran obra de vidriería, que adornaba la iglesia y el Edificio, ya se había realizado hacía más de dos siglos. Ahora sólo se hacían trabajos menores, o reparaciones exigidas por el paso de los años.
—Y a duras penas —añadió—, porque ya no se consiguen los colores de antes, sobre todo el azul, que aún podéis admirar en el coro, cuya transparencia es tan perfecta que cuando el sol está alto derrama en la nave una luz paradisíaca. Los vidrios de la parte occidental de la nave, renovados hace poco, no tienen aquella calidad, y eso se ve en los días de verano. Es inútil, ya no tenemos la sabiduría de los antiguos, ¡se acabó la época de los gigantes!
—Somos enanos —admitió Guillermo—, pero enanos subidos sobre los hombros de aquellos gigantes, y, aunque pequeños, a veces logramos ver más allá de su horizonte.
—¡Dime en qué los superamos! —exclamó Nicola—. Cuando bajes a la cripta de la iglesia, donde se guarda el tesoro de la abadía, verás relicarios de tan exquisita factura que el adefesio que miserablemente estoy construyendo —y señaló su obra encima de la mesa— ¡te parecerá una burda imitación!
—No está escrito que los maestros vidrieros deban seguir haciendo ventanas y los orfebres relicarios, si los maestros del pasado han sabido producirlos tan bellos y destinados a durar muchos siglos. Si no, la tierra se llenaría de relicarios, en una época tan poco prolífica en santos de donde obtener reliquias —dijo bromeando Guillermo—. Y no se seguirá eternamente soldando vidrios para las ventanas. Pero he visto en varios países cosas nuevas que se hacen con vidrio, y me han sugerido la idea de un mundo futuro en que el vidrio no sólo está al servicio de los oficios divinos; sino que se use también para auxiliar las debilidades del hombre. Quiero que veas una obra de nuestra época, de la que me honro en poseer un utilísimo ejemplar.
Metió las manos en el sayo y extrajo sus lentes, que dejaron sorprendido a nuestro interlocutor.
Nicola cogió la horquilla que Guillermo le ofrecía. La observó con gran interés, y exclamó:
—¡Oculi de vitro cum capsula![35] ¡Me habló de ellas cierto fray Giordano que conocí en Pisa! Decía que su invención aún no databa de dos décadas. Pero ya han transcurrido otras dos desde aquella conversación.
—Creo que se inventaron mucho antes —dijo Guillermo—, pero son difíciles de fabricar, y para ello se requieren maestros vidrieros muy expertos. Exigen mucho tiempo y mucho trabajo. Hace diez años un par de estos vitrei ab oculis ad legendum[36] se vendieron en Bolonia por seis sueldos. Hace más de una década el gran maestro Salvirio degli Armati me regaló un par, y durante todos estos años los he conservado celosamente como si fuesen, como ya lo son, parte de mi propio cuerpo.
—Espero que uno de estos días me los dejéis examinar. No me disgustaría fabricar otros similares —dijo emocionado Nicola.
—Por supuesto —consintió Guillermo—, pero ten en cuenta que el espesor del vidrio debe cambiar según el ojo al que ha de adaptarse, y es necesario probar con muchas de estas lentes hasta escoger la que tenga el espesor adecuado al ojo del paciente.
—¡Qué maravilla! —seguía diciendo Nicola—. Sin embargo, muchos hablarían de brujería y de manipulación diabólica…
—Sin duda, puedes hablar de magia en estos casos —admitió Guillermo—. Pero hay dos clases de magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se propone destruir al hombre mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero hay otra magia que es obra divina, ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre, y que sirve para transformar la naturaleza, y uno de cuyos fines es el de prolongar la misma vida del hombre. Esta última magia es santa, y los sabios deberán dedicarse cada vez más a ella, no sólo para descubrir cosas nuevas, sino también para redescubrir muchos secretos de la naturaleza que el saber divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a otros pueblos antiguos e, incluso hoy, a los infieles (¡no te digo cuántas cosas maravillosas de óptica y ciencia de la visión se encuentran en los libros de estos últimos!). Y la ciencia cristiana deberá recuperar todos estos conocimientos que poseían los paganos y poseen los infieles tamquam ab iniustis possessoribus.[37]
—Pero, ¿por qué los que poseen esa ciencia no la comunican a todo el pueblo de Dios?
—Porque no todo el pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos, y a menudo ha sucedido que los depositarios de esta ciencia fueron confundidos con magos que habían pactado con el diablo, pagando con sus vidas el deseo que habían tenido de compartir con los demás su tesoro de conocimientos. Yo mismo, durante los procesos en que se acusaba a alguien de mantener comercio con el diablo, tuve que evitar el uso de estas lentes, y recurrí a secretarios dispuestos a leerme los textos que necesitaba conocer, porque, en caso contrario, como la presencia del demonio era tan ubicua que todos respiraban, por decirlo así, su olor azufrado, me habrían tomado por un amigo de los acusados. Además, como advertía el gran Roger Bacon, no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen buena ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.
—¿Temes, pues, que los simples puedan hacer mal uso de esos secretos? —preguntó Nicola.
—En lo que se refiere a los simples, sólo temo que se espanten, al confundirlos con aquellas obras del demonio que con excesiva frecuencia suelen pintarles los predicadores. Mira, he conocido médicos habilísimos que habían destilado medicinas capaces de curar en el acto una enfermedad. Pero suministraban su ungüento o infusión a los simples, pronunciando al mismo tiempo palabras sagradas, o salmodiando frases que parecían plegarias. No lo hacían porque estas últimas tuviesen virtudes curativas, sino para que los simples, creyendo que la curación procedía de la plegaria, tragasen la infusión o se pusiesen el ungüento, y se curasen sin prestar excesiva atención a su fuerza efectiva. Y además para que el ánimo, estimulado por la confianza en la fórmula devota, estuviese mejor dispuesto para acoger la acción corporal de la medicina. Pero a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las que algún día te hablaré, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza. Pero, ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión. Me han dicho que en Catay un sabio ha mezclado un polvo que, en contacto con el fuego, puede producir un gran estruendo y una gran llama, destruyendo todo lo que está alrededor, a muchas brazas de distancia. Artificio prodigioso si fuese utilizado para desviar el curso de los ríos o para deshacer la roca cuando hay que roturar nuevas tierras. Pero, ¿y si alguien lo usase para hacer daño a sus enemigos?
—Quizá fuese bueno, si se tratara de enemigos del pueblo de Dios —dijo devotamente Nicola.
—Quizá —admitió Guillermo—. Pero, ¿cuál es hoy el enemigo del pueblo de Dios? ¿El emperador Ludovico o el papa Juan?
—¡Oh, Señor! —dijo asustado Nicola—, ¡no quisiera tener que decidir yo solo un asunto tan doloroso!
—¿Ves? A veces es bueno que los secretos sigan protegidos por discursos oscuros. Los secretos de la naturaleza no se transportan en pieles de cabra o de oveja. Dice Aristóteles en el libro de los secretos que cuando se comunican demasiados arcanos de la naturaleza y del arte se rompe un sello celeste, y que ello puede ser causa de no pocos males. Lo que no significa que no haya que revelar nunca los secretos, sino que son los sabios quienes han de decidir cuándo y cómo.
—Por eso es bueno que en sitios como éste —dijo Nicola—, no todos los libros estén al alcance de todos.
—Esa es otra historia —dijo Guillermo—. Se puede pecar por exceso de locuacidad y por exceso de reticencia. No quise decir que haya que esconder las fuentes del saber. Pienso, incluso, que está muy mal hacerlo. Lo que quise decir es que, tratándose de arcanos capaces de engendrar tanto el bien como el mal, el sabio tiene el derecho y el deber de utilizar un lenguaje oscuro, sólo comprensible para sus pares. El camino de la ciencia es difícil, y es difícil distinguir en él lo bueno de lo malo. Y muchas veces los sabios de estos nuevos tiempos sólo son enanos subidos sobre los hombros de otros enanos.
La amable conversación con mi maestro debía de haber predispuesto a Nicola para las confidencias, porque, haciéndole un guiño (como para decirle: yo y tú nos entendemos porque hablamos de las mismas cosas), dijo a modo de alusión:
—Sin embargo, allí —y señaló el Edificio—, los secretos de la ciencia están bien custodiados mediante artificios mágicos…
—¿Sí? —dijo Guillermo aparentando indiferencia—. Puertas atrancadas, severas prohibiciones, amenazas, supongo.
—¡Oh, no! Más que eso…
—¿Qué, por ejemplo?
—Bueno, no lo sé con exactitud, yo no me ocupo de libros sino de vidrios, pero en la abadía circulan historias extrañas…
—¿Qué tipo de historias?
—Extrañas. Por ejemplo, acerca de un monje que durante la noche quiso aventurarse en la biblioteca, para buscar un libro que Malaquías se había negado a darle, y vio serpientes, hombres sin cabeza, y otros con dos cabezas. Por poco salió loco del laberinto…
—¿Por qué hablas de magia y no de apariciones diabólicas?
—Porque aunque sólo sea un pobre maestro vidriero no soy tan ignorante. El diablo (¡Dios nos proteja!) no tienta a un monje con serpientes y hombres bicéfalos. En todo caso lo hace con visiones lascivas, como las que asaltaban a los padres del desierto. Además, si es malo acceder a ciertos libros, ¿por qué el diablo impediría que un monje obrase mal?
—Me parece un buen entimema —admitió mi maestro.
—Por último, cuando ajusté las vidrieras del hospital me entretuve hojeando algunos de los libros de Severino. Había un libro de secretos, escritos, creo, por Alberto Magno. Me atrajeron algunas miniaturas curiosas, y leí ciertas páginas donde se describía el modo de untar la mecha de una lámpara de aceite para que el humo que de ella se desprenda provoque visiones. Habrás advertido, o todavía no, porque este es tu primer día en el monasterio, que durante la noche el piso superior del Edificio está iluminado. En algunos sitios se percibe una luz muy tenue a través de las ventanas. Muchos se han preguntado qué puede ser, y se ha hablado de fuegos fatuos, o de las almas de los monjes bibliotecarios que después de muertos regresan para visitar su reino. Aquí hay muchos que aceptan esta explicación. Yo pienso que se trata de lámparas preparadas para provocar visiones. Sabes, si tomas grasa de la oreja de un perro y untas con ella la mecha, el que respira el humo de esa lámpara creerá que tiene cabeza de perro, y si alguien se encuentra a su lado lo verá con cabeza de perro. Y hay otro ungüento que hace sentir grandes como elefantes a los que están cerca de la lámpara. Y con los ojos de un murciélago y de dos peces cuyo nombre no recuerdo, y la hiel de un lobo, puedes hacer que la mecha al arder te provoque visiones de los animales que has utilizado. Y con la cola de la lagartija provocas visiones en las que todo parece de plata, y con la grasa de una serpiente negra y un trozo de mortaja la habitación parecerá llena de serpientes. Estoy seguro. En la biblioteca hay alguien muy astuto…
—Pero, ¿no podrían ser las almas de los bibliotecarios muertos las que hacen esas brujerías?
Nicola quedó perplejo e inquieto:
—En eso no había pensado. Quizá sea así. Dios nos proteja. Es tarde, ya ha empezado el oficio de vísperas. Adiós.
Y se dirigió hacia la iglesia.
Seguimos caminando hacia el sur: a la derecha el albergue de los peregrinos y la sala capitular con el jardín; a la izquierda los trapiches, el molino, los graneros, los almacenes, la casa de los novicios. Y todos a toda prisa hacia la iglesia.
—¿Qué pensáis de lo que ha dicho Nicola? —pregunté.
—No sé. En la biblioteca sucede algo, y no creo que sean las almas de los bibliotecarios muertos…
—¿Por qué?
—Porque supongo que han sido tan virtuosos que ahora están en el reino de los cielos contemplando el rostro de la divinidad, si esta respuesta te satisface. En cuanto a las lámparas, si las hay, ya las veremos. Y en cuanto a los ungüentos de que hablaba nuestro vidriero, existen maneras más fáciles de provocar visiones, y Severino las conoce muy bien, como pudiste comprobar esta misma tarde. Lo cierto es que en la abadía se desea que nadie entre por la noche en la biblioteca, y que, en cambio, muchos han intentado, o intentan, hacerlo.
—¿Y qué tiene que ver nuestro crimen con este asunto?
—¿Crimen? Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que Adelmo se suicidó.
—¿Por qué lo haría?
—¿Recuerdas esta mañana cuando reparé en el estercolero? Al subir por la vuelta del camino que pasa bajo el torreón oriental había observado signos de un derrumbamiento: o sea que una parte del terreno, más o menos en el sitio donde se acumula el estiércol, estaba derrumbada hasta el pie de dicho torreón. Por eso esta tarde, cuando miramos desde arriba, vimos el estiércol poco cubierto de nieve, o apenas cubierto por la última de ayer, y no por la de los días anteriores. En cuanto al cadáver de Adelmo, el Abad nos ha dicho que estaba destrozado por las rocas, y al pie del torreón oriental los pinos empiezan justo donde acaba la construcción. En cambio, sí hay rocas en el sitio donde acaba la muralla: forman una especie de escalón desde el que cae el estiércol.
—¿Entonces?
—Entonces piensa si acaso no sería más… ¿cómo decirlo?… menos oneroso para nuestra mente pensar que Adelmo, por razones que aún debemos averiguar, se arrojó sponte sua por el parapeto de la muralla, rebotó en las rocas y ya muerto o herido, se precipitó hacia el montón de estiércol. Después, el huracán de aquella noche provocó un derrumbamiento que arrastró el estiércol, parte del terreno y también el cuerpo del pobrecillo hasta el pie del torreón oriental.
—¿Por qué decís que ésta es una solución menos onerosa para nuestra mente?
—Querido Adso, no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya estricta necesidad de hacerlo. Si Adelmo cayó desde el torreón oriental es preciso que haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya golpeado primero para que no opusiese resistencia, que éste haya encontrado la manera de subir con su cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya abierto y haya arrojado por ella al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su voluntad y un derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menor número de causas.
—Pero, ¿por qué se habría matado?
—Pero, ¿por qué lo habrían matado? En cualquiera de los dos casos, hay que buscar las razones. Y no me cabe la menor duda de que existen. En el Edificio se respira un aire de reticencia, todos nos ocultan algo. Por de pronto ya hemos recogido algunas insinuaciones, en realidad bastante vagas, acerca de cierta relación extraña que existía entre Adelmo y Berengario. O sea que hemos de vigilar al ayudante del bibliotecario.
Mientras hablábamos, acabó el oficio de vísperas. Los sirvientes regresaban a sus viviendas antes de retirarse a cenar; los monjes se dirigían al refectorio. El cielo ya estaba oscuro y empezaba a nevar. Una nieve ligera, de pequeños copos blandos, que continuaría, creo, durante gran parte de la noche, porque a la mañana siguiente toda la meseta, como diré, apareció cubierta por un manto de blancura.
Tenía hambre y acogí con alivio la propuesta de ir al comedor.
Grandes antorchas iluminaban el refectorio. Los monjes ocupaban una fila de mesas, dominada por la del Abad que estaba dispuesta perpendicularmente sobre un amplio estrado. En el lado opuesto había un púlpito, donde ya estaba instalado el monje que haría la lectura durante la cena. El Abad nos esperaba junto a una fuentecilla con un paño blanco para secarse las manos después del lavado, de acuerdo con los antiquísimos consejos de San Pacomio.
El Abad invitó a Guillermo a su mesa y dijo que por aquella noche, dado que también yo acababa de llegar, gozaría del mismo privilegio, aunque fuese un novicio benedictino. En los días sucesivos, me dijo con tono paternal, podría sentarme con los monjes, o, si mi maestro me encargaba alguna tarea, pasar antes o después de las comidas por la cocina, donde los cocineros se ocuparían de mí.
Ahora los monjes estaban de pie junto a las mesas, inmóviles, con la capucha sobre el rostro y las manos bajo el escapulario. El Abad se acercó a su mesa y pronunció el Benedicte.[38] Desde el púlpito el cantor entonó el Edent pauperes.[39] El Abad dio su bendición y todos tomaron asiento.
La regla de nuestro fundador prevé una comida bastante sobria, pero deja al Abad en libertad de decidir cuanto alimento necesitan de hecho los monjes. Por otra parte, en nuestras abadías reina una gran tolerancia respecto a los placeres de la mesa. No hablo de las que, desgraciadamente, se han convertido en cuevas de glotones; pero, incluso las que se inspiran en criterios de penitencia y virtud, proporcionan a los monjes, dedicados casi siempre a pesadas tareas intelectuales, una alimentación no excesivamente refinada pero sí sustanciosa. Por otra parte, la mesa del Abad siempre goza de cierto privilegio, entre otras razones porque no es raro que acoja huéspedes importantes, y las abadías están orgullosas de los productos de su tierra y de sus establos, así como de la pericia de sus cocineros.
La comida de los monjes se desarrolló en silencio, como de costumbre, y cada uno se comunicaba con los otros mediante el habitual alfabeto de los dedos. Una vez que los platos destinados a todos pasaban por la mesa del Abad, los primeros en ser servidos eran los novicios y los monjes más jóvenes.
En la mesa del Abad estaban sentados con nosotros Malaquías, el cillerero, y los dos monjes más ancianos, Jorge de Burgos, el anciano ciego que ya había conocido en el scriptorium, y el viejísimo Alinardo da Grottaferrata: casi centenario, cojo y de aspecto frágil, me pareció que estaba ido. De él nos dijo el Abad que había hecho su noviciado en la abadía y que desde entonces vivía en ella, de modo que era capaz de recordar hechos ocurridos al menos ochenta años antes. Esto nos lo dijo al principio, en voz baja, porque después se atuvo a la usanza de nuestra orden y escuchó en silencio el desarrollo de la lectura. Pero, como ya he dicho, en la mesa del Abad cabían ciertas libertades, y tuvimos ocasión de alabar los platos que nos ofrecieron, al tiempo que el Abad celebraba la calidad de su aceite o de su vino. En cierto momento, al servirnos de beber, nos recordó, incluso, aquellos pasajes de la regla donde el santo fundador señala que, sin duda, el vino no conviene a los monjes, pero, como es imposible impedir la bebida a los monjes de nuestro tiempo, al menos debe evitarse que beban hasta la saciedad, porque el vino vuelve apóstatas incluso a los sabios, como recuerda el Eclesiástico. Benito decía: «en nuestros tiempos», y se refería a los suyos, ya tan lejanos. Imaginemos los tiempos en los que transcurrió aquella cena en la abadía, después de tantos años de decadencia moral (¡y no hablo de los míos, de los tiempos en que escribo esta historia, con la diferencia de que aquí, en Melk, lo que más corre es la cerveza!): o sea que se bebió sin exagerar, pero también sin privarse del gusto.
Comimos carne al asador, cerdos recién matados, y advertí que para los otros platos no se usaba grasa de animales ni aceite de colza, sino buen aceite de oliva, que procedía de los terrenos abaciales situados al pie de la montaña, del lado del mar. El Abad nos hizo probar el pollo (reservado para su mesa) que había visto preparar en la cocina. Observé, detalle bastante raro, que también disponía de una horquilla metálica, cuya forma me recordaba la de las lentes de mi maestro: hombre de noble extracción, nuestro anfitrión no deseaba ensuciarse las manos con la comida, e incluso nos ofreció su instrumento, al menos para coger las carnes de la gran fuente y ponerlas en nuestras escudillas. Yo no acepté, pero Guillermo lo hizo de buen grado, utilizando con desenvoltura aquel utensilio de señores, quizá para demostrarle al Abad que los franciscanos no eran necesariamente personas de escasa educación y de extracción humilde.
Entusiasmado con tanta buena comida (después de varios días de viaje en que nos habíamos alimentado con lo que encontramos), me distraje y perdí el hilo de la lectura, que había seguido desarrollándose con devoción. Volví a prestarle atención al escuchar un vigoroso gruñido de asentimiento que emitió Jorge. Y comprendí que había llegado a la parte en que siempre se lee un capítulo de la Regla. Recordando lo que había dicho aquella tarde, no me asombró la satisfacción que ahora expresaba. En efecto, el lector decía: «Imitemos el ejemplo del profeta, que dice: lo he decidido, vigilaré por donde voy, para no pecar con mi lengua, he puesto una mordaza en mi boca, me he humillado enmudeciendo, me he abstenido de hablar hasta de las cosas honestas. Y si en este pasaje el profeta nos enseña que a veces por amor al silencio habría que abstenerse incluso de los discursos lícitos, ¡cuánto más debemos abstenernos de los discursos ilícitos para evitar el castigo de este pecado!» Y añadió: «Pero a las vulgaridades, las tonterías y las bufonadas las condenamos a reclusión perpetua, en todos los sitios, y no permitimos que el discípulo abra la boca para proferir esa clase de discursos.»
—Y valga esto para los marginalia de que se hablaba hoy —no pudo dejar de comentar Jorge en voz baja—. Juan Crisóstomo ha dicho que Cristo nunca rió.
—Nada en su naturaleza humana lo impedía —observó Guillermo—, porque la risa, como enseñan los teólogos, es propia del hombre.
—Forte potuit sed non legitur eo usus fuisse[40] —dijo escuetamente Jorge, citando a Pedro Cantor.
—Manduca, jam coctum est[41] —susurró Guillermo.
—¿Qué? —preguntó Jorge, creyendo que se refería a la comida que acababan de servirle.
—Son las palabras que según Ambrosio pronunció San Lorenzo en la parrilla, cuando invitó a sus verdugos a que le dieran vuelta, como también recuerda Prudencio en el Peristephanon —dijo Guillermo haciéndose el santo—. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas risibles, aunque más no fuera para humillar a sus enemigos.
—Lo que demuestra que la risa está bastante cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo —replicó con un gruñido Jorge, y debo admitir que su lógica era irreprochable.
En ese momento el Abad nos invitó amablemente a callar. Por lo demás, la cena ya estaba terminando. El Abad se puso de pie e hizo la presentación de Guillermo. Alabó su sabiduría, mencionó su fama, y anunció a los monjes que le había rogado que investigara la muerte de Adelmo, invitándoles a responder a sus preguntas, y a avisar a sus subalternos en toda la abadía para que también lo hicieran. Les dijo, además, que facilitaran su investigación, siempre y cuando, añadió, no violase las reglas del monasterio. En cuyo caso necesitaría una autorización expresa de su parte.
Acabada la cena, los monjes se dispusieron a dirigirse hacia el coro para asistir al oficio de completas. Volvieron a echarse las capuchas sobre los rostros y se pusieron en fila ante la puerta. Permanecieron quietos un momento y luego se encaminaron hacia el coro, al que entraron por la puerta septentrional, después de atravesar, siempre en fila, el cementerio.
Nosotros salimos junto con el Abad.
—¿Ahora se cierran las puertas del Edificio? —preguntó Guillermo.
—Una vez que los sirvientes hayan limpiado el refectorio y las cocinas, el propio bibliotecario cerrará todas las puertas, atrancándolas desde dentro.
—¿Desde dentro? ¿Y él por dónde sale?
El Abad clavó un momento sus ojos en Guillermo, con gesto adusto:
—Sin duda no duerme en la cocina —dijo bruscamente, y apretó el paso.
—¡Vaya, vaya! —me susurró Guillermo—, o sea que existe otra entrada, pero nosotros no debemos conocerla —sonreí orgulloso de su deducción, pero me regañó—. No te rías. Ya has visto que en este recinto la risa no goza de buena reputación.
Entramos al coro. Ardía una sola lámpara, situada sobre un robusto trípode de bronce que tendría la altura de dos hombres. En silencio, los monjes se acomodaron en los bancos, mientras el lector leía un pasaje de una homilía de San Gregorio.
Después el Abad hizo una señal y el cantor entonó Tu autem Domine miserere nobis. El Abad respondió Adjutorium nostrum in nomine Domini, y todos profirieron a coro Qui fecit coelum et terram.[42] Entonces se inició el canto de los salmos: Cuando invoco, respóndeme, ¡oh Dios de mi justicia! Te agradeceré Señor con todo mi corazón; bendecid al Señor, siervos todos del Señor. Nosotros no nos habíamos sentado. Desde donde estábamos, al fondo de la nave central, pudimos ver a Malaquías, que apareció de pronto entre las sombras, procedente de una capilla lateral.
—No pierdas de vista ese sitio —me dijo Guillermo—. Podría haber allí un pasaje que condujera al Edificio.
—¿Por debajo del cementerio?
—¿Por qué no? Pensándolo bien, en alguna parte debe de haber un osario, es imposible que durante siglos hayan seguido enterrando a todos los monjes en ese trozo de tierra.
—Pero, ¿de verdad queréis entrar de noche en la biblioteca? —pregunté aterrado.
—¿Dónde están los monjes difuntos y las serpientes y las luces misteriosas, mi buen Adso? No, muchacho. Hoy pensé en hacerlo, y no por curiosidad sino porque intentaba resolver el problema de la muerte de Adelmo. Pero ahora, como ya te he dicho, me inclino hacia una explicación más lógica, y, al fin y al cabo, tampoco quisiera violar las reglas de este sitio.
—Entonces, ¿por qué queréis saber?
—Porque la ciencia no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino también en saber lo que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por eso le decía hoy al maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera los secretos que descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero hay que descubrir esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio donde los secretos permanecen ocultos.
Dicho eso, se dirigió hacia la salida, porque el oficio había terminado. Los dos estábamos muy cansados y fuimos a nuestra celda. Me acurruqué en lo que Guillermo, bromeando, llamó mi «loculo», y me dormí en seguida.