CUARTO DÍA

LAUDES

Donde Guillermo y Severino examinan el cadáver de Berengario y descubren que tiene negra la lengua, cosa rara en un ahogado. Después hablan de venenos muy dañinos y de un robo ocurrido hace años.

No me detendré a describir cómo informamos al Abad, cómo toda la abadía se despertó antes de la hora canónica, los gritos de horror, el espanto y el dolor pintados en todos los rostros, cómo se propagó la noticia entre todos los habitantes de la meseta, mientras los servidores se persignaban y pronunciaban conjuros. No sé si aquella mañana el primer oficio se celebró de acuerdo con las reglas, ni quiénes participaron en él. Yo seguí a Guillermo y a Severino, que hicieron envolver el cuerpo de Berengario y ordenaron que lo colocasen sobre una mesa del hospital.

Una vez que el Abad y los demás monjes se hubieron alejado, el herbolario y mi maestro examinaron atentamente el cadáver, con la frialdad propia de los médicos.

—Ha muerto ahogado —dijo Severino—, de eso no hay duda. El rostro está hinchado, el vientre tenso…

—Pero no ha sido otro quien lo ha ahogado —observó Guillermo—, porque se habría resistido a la violencia del homicida y hubiésemos encontrado huellas de agua alrededor de la bañera. En cambio, todo estaba limpio y en orden, como si Berengario hubiese calentado el agua, hubiera llenado la bañera y se hubiese tendido en ella por su propia voluntad.

—Esto no me sorprende —dijo Severino—. Berengario sufría de convulsiones, y yo mismo le dije más de una vez que los baños tibios son buenos para calmar la excitación del cuerpo y del alma. En varias ocasiones me pidió autorización para entrar en los baños. Bien pudiera haber hecho eso esta noche…

—La anterior —observó Guillermo—, porque, como puedes ver, este cuerpo ha estado al menos un día en el agua…

—Es posible que haya sucedido la noche anterior —admitió Severino.

Guillermo lo puso parcialmente al tanto de los acontecimientos de aquella noche. No le dijo que habíamos entrado a escondidas en el scriptorium, pero, sin revelarle todos los detalles, le dijo que habíamos perseguido a una sombra misteriosa que nos había quitado un libro. Severino comprendió que Guillermo sólo le estaba contando parte de la verdad, pero no indagó más. Observó que la agitación de Berengario, suponiendo que fuese aquel ladrón misterioso, podía haberlo inducido a buscar la tranquilidad en un baño reconfortante. Berengario, dijo, era de naturaleza muy sensible, a veces una contrariedad o una emoción le provocaban temblores, sudores fríos, se le ponían los ojos en blanco y caía al suelo escupiendo una baba blancuzca.

—En cualquier caso —dijo Guillermo—, antes de venir aquí estuvo en alguna otra parte, porque en los baños no he visto el libro que robó.

—Sí —confirmé con cierto orgullo—, he levantado la ropa que dejó junto a la bañera y no he visto huellas de ningún objeto voluminoso.

—Muy bien —dijo Guillermo sonriéndome—. Por tanto, estuvo en alguna otra parte. Después, podemos seguir suponiendo, para calmar su agitación, y quizá también para sustraerse a nuestra búsqueda, entró en los baños y se metió en el agua. Severino: ¿te parece que el mal que le aquejaba era suficiente para que perdiera el sentido y se ahogara?

—Quizá —respondió Severino dudando—. Por otra parte, si todo sucedió hace dos noches, podría haber habido agua alrededor de la bañera, y luego haberse secado. O sea que no podemos excluir la posibilidad de que lo hayan metido a la fuerza en el agua.

—No —dijo Guillermo—. ¿Alguna vez has visto que la víctima de un asesino se quite la ropa antes de que éste proceda a ahogarla?

Severino sacudió la cabeza, como si aquel argumento ya no fuese pertinente. Hacía un momento que estaba examinando las manos del cadáver:

—Esto sí que es curioso… —dijo.

—¿Qué?

—El otro día observé las manos de Venancio, una vez que su cuerpo estuvo limpio de manchas de sangre, y observé un detalle al que no atribuí demasiada importancia. Las yemas de dos dedos de su mano derecha estaban oscuras, como manchadas por una sustancia de color negro. Igual que las yemas de estos dos dedos de Berengario, ¿ves? En este caso, aparecen también algunas huellas en el tercer dedo. En aquella ocasión pensé que Venancio había tocado tinta en el scriptorium.

—Muy interesante —observó Guillermo pensativo, mientras examinaba mejor los dedos de Berengario. Empezaba a clarear, pero dentro la luz todavía era muy débil; se notaba que mi maestro echaba de menos sus lentes—. Muy interesante —repitió—. El índice y el pulgar están manchados en las yemas, el medio sólo en la parte interna, y mucho menos. Pero también hay huellas, más débiles, en la mano izquierda, al menos en el índice y el pulgar.

—Si sólo fuese la mano derecha, serían los dedos de alguien que sostiene una cosa pequeña, o una cosa larga y delgada…

—Como un estilo. O un alimento. O un insecto. O una serpiente. O una custodia. O un bastón. Demasiadas cosas. Pero como también hay signos en la otra mano, podría tratarse igualmente de una copa: la derecha la sostiene con firmeza mientras la izquierda colabora sin hacer tanta fuerza…

Ahora Severino estaba frotando levemente los dedos del muerto, pero el color oscuro no desaparecía. Observé que se había puesto un par de guantes: probablemente los utilizaba para manipular sustancias venenosas. Olfateaba, pero no olía nada.

—Podría mencionarte muchas sustancias vegetales (e incluso minerales) que dejan huellas de este tipo. Algunas letales, otras no. A veces los miniaturistas se ensucian los dedos con polvo de oro…

—Adelmo era miniaturista —dijo Guillermo—. Supongo que al ver su cuerpo destrozado no se te ocurrió examinarle los dedos. Pero estos otros podrían haber tocado algo que perteneció a Adelmo.

—No sé qué decir —comentó Severino—. Dos muertos, ambos con los dedos negros. ¿Qué deduces de ello?

—No deduzco nada: nihil sequitur geminis ex particularibus unquam.[112] Sería preciso reducir ambos casos a una regla común. Por ejemplo: existe una sustancia que ennegrece los dedos del que la toca…

Completé triunfante el silogismo:

—Venancio y Berengario tienen los dedos manchados de negro, ¡ergo han tocado esa sustancia!

—Muy bien, Adso —dijo Guillermo—, lástima que tu silogismo no sea válido, porque aut semel aut iterum medium generaliter esto,[113] y en el silogismo que acabas de completar el término medio no resulta nunca general. Signo de que no está bien elegida la premisa mayor. No debería decir: todos los que tocan cierta sustancia tienen los dedos negros, pues podrían existir personas que tuviesen los dedos negros sin haber tocado esa sustancia. Debería decir: todos aquellos y sólo aquellos que tienen los dedos negros han tocado sin duda determinada sustancia. Venancio, Berengario, etcétera. Con lo que tendríamos un Darii, o sea un impecable tercer silogismo de primera figura.

—¡Entonces tenemos la respuesta! —exclamé entusiasmado.

—¡Ay, Adso, qué confianza tienes en los silogismos! Lo único que tenemos es, otra vez, la pregunta. Es decir, hemos supuesto que Venancio y Berengario tocaron lo mismo, hipótesis por demás razonable. Pero una vez que hemos imaginado una sustancia que se distingue de todas las demás porque produce ese resultado (cosa que aún está por verse), seguimos sin saber en qué consiste, dónde la encontraron y por qué la tocaron. Y, atención, tampoco sabemos si la sustancia que tocaron fue la que los condujo a la muerte. Supón que un loco quisiera matar a todos los que tocasen polvo de oro. ¿Diremos que el que mata es el polvo de oro?

Me quedé confundido. Siempre había creído que la lógica era un arma universal, pero entonces descubrí que su validez dependía del modo en que se utilizaba. Por otra parte, al lado de mi maestro había podido descubrir, y con el correr de los días habría de verlo cada vez más claro, que la lógica puede ser muy útil si se sabe entrar en ella para después salir.

Mientras tanto, Severino, que no era un buen lógico, estaba reflexionando sobre la base de su propia experiencia:

—El universo de los venenos es tan variado como variados son los misterios de la naturaleza —dijo. Señaló una serie de vasos y frascos que ya habíamos tenido ocasión de admirar, dispuestos en orden, junto a una cantidad de libros, en los anaqueles que estaban adosados a las paredes—. Como ya te he dicho, con muchas de estas hierbas, debidamente preparadas y dosificadas, podrían hacerse bebidas y ungüentos mortales. Ahí tienes: datura stramonium, belladona, cicuta… pueden provocar somnolencia, excitación, o ambas cosas. Administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte.

—¡Pero ninguna de esas sustancias dejaría signos en los dedos!

—Creo que ninguna. Además hay sustancias que sólo son peligrosas cuando se las ingiere, y otras que, por el contrario, actúan a través de la piel. El eléboro blanco puede provocar vómitos a la persona que lo coge para arrancarlo de la tierra. La ditaína y el fresnillo, cuando están en flor, embriagan a los jardineros que los tocan, como si éstos hubiesen bebido vino. El eléboro negro provoca diarreas con sólo tocarlo. Otras plantas producen palpitaciones en el corazón, otras en la cabeza. Hay otras que dejan sin voz. En cambio, el veneno de la víbora, aplicado sobre la piel, sin que penetre en la sangre, sólo produce una ligera irritación… Pero en cierta ocasión me mostraron una poción que, aplicada en la parte interna de los muslos de un perro, cerca de los genitales, provoca en breve plazo la muerte del animal, que se debate en atroces convulsiones mientras sus miembros se van poniendo rígidos…

—Sabes mucho de venenos —observó Guillermo con un tono que parecía de admiración.

Severino lo miró fijo, y sostuvo su mirada durante unos instantes:

—Sé lo que debe saber un médico, un herbolario, una persona que cultiva las ciencias de la salud humana.

Guillermo se quedó un buen rato pensativo. Después rogó a Severino que abriese la boca del cadáver y observara la lengua. Intrigado, Severino cogió una espátula fina, uno de los instrumentos de su arte médica, e hizo lo que le pedían. Lanzó un grito de estupor:

—¡La lengua está negra!

—De modo que es así —murmuró Guillermo—. Cogió algo con los dedos y lo tragó… Esto elimina los venenos que has citado primero, los que matan a través de la piel. Sin embargo, no por ello nuestras inducciones se simplifican. Porque ahora debemos pensar que, tanto en su caso como en el de Venancio, se trata de un acto voluntario, no casual, no debido a alguna distracción o imprudencia, ni inducido por la fuerza. Ambos cogieron algo y se lo llevaron a la boca, conscientes de lo que estaban haciendo…

—¿Un alimento? ¿Una bebida?

—Quizá. O quizá… ¿Qué sé yo? Un instrumento musical, por ejemplo una flauta.

—Absurdo —dijo Severino.

—Sin duda que es absurdo. Pero no debemos descuidar ninguna hipótesis, por extraordinaria que sea. Ahora tratemos de remontarnos a la materia venenosa. Si alguien que conociera los venenos tan bien como tú se hubiese introducido aquí, ¿habría podido valerse de algunas de estas hierbas para preparar un ungüento mortal capaz de dejar esos signos en los dedos y en la lengua? Un ungüento que pudiera ponerse en una comida, en una bebida, en una cuchara o algo similar, en algo que la gente se lleve comúnmente a la boca.

—Sí —admitió Severino—, pero ¿quién? Además, admitiendo incluso esa hipótesis, ¿cómo habría administrado el veneno a nuestros dos pobres hermanos?

Reconozco que tampoco yo lograba imaginarme a Venancio o Berengario dispuestos a comerse o beberse una sustancia misteriosa que alguien les hubiera ofrecido. Pero la rareza de la situación no parecía preocupar a Guillermo.

—En eso ya pensaremos más tarde —dijo—. Ahora quisiera que tratases de recordar algún hecho que quizás aún no has traído a tu memoria, no sé, que alguien te haya hecho preguntas sobre tus hierbas, que alguien tenga fácil acceso al hospital…

—Un momento. Hace mucho tiempo, hablo de años, yo guardaba en uno de estos estantes una sustancia muy poderosa, que me había dado un hermano al regresar de un viaje por países remotos. No supo decirme cuáles eran sus componentes. Sin duda, estaba hecha con hierbas, no todas conocidas. Tenía un aspecto viscoso y amarillento, pero el monje me aconsejó que no la tocara, porque hubiese bastado un leve contacto con mis labios para que me matara en muy poco tiempo. Me dijo que, ingerida incluso en dosis mínimas, provocaba al cabo de media hora una sensación de gran abatimiento, después una lenta parálisis de todos los miembros, y por último la muerte. Me la regaló porque no quería llevarla consigo. La conservé durante mucho tiempo, con la intención de someterla a algún tipo de examen. Pero cierto día hubo una gran tempestad en la meseta. Uno de mis ayudantes, un novicio, había dejado abierta la puerta del hospital, y la borrasca sembró el desorden en el cuarto donde ahora estamos. Frascos quebrados, líquidos derramados por el suelo, hierbas y polvos dispersos. Tardé un día en reordenar mis cosas, y sólo me hice ayudar para barrer los potes y las hierbas irrecuperables. Cuando acabé, vi que faltaba justo el frasco en cuestión. Primero me preocupé, pero después me convencí de que se había roto y se había mezclado con el resto de los desperdicios. Hice lavar bien el suelo del hospital, y los estantes…

—¿Y habías visto el frasco pocas horas antes de la tormenta?

—Sí… O mejor dicho, no, ahora que lo pienso. Estaba bien escondido detrás de una fila de vasos, y no lo controlaba todos los días.

—O sea que, según eso, podrían habértelo robado mucho tiempo antes de la tormenta, sin que lo notaras.

—Ahora que lo dices, sí, bien pudiera haber sido así.

—Y aquel novicio que te ayudaba podría haberlo robado y haberse aprovechado luego de la tormenta para dejar adrede abierta la puerta y sembrar el desorden entre tus cosas.

Severino pareció muy excitado:

—Sí, sin duda. Además, cuando pienso en lo sucedido, recuerdo que me asombré de que la tempestad, por violenta que fuese, hubiera hecho tanto desastre. ¡Estoy casi seguro de que alguien se aprovechó de la tempestad para sembrar el desorden en el cuarto y provocar más daños de los que hubiese podido causar el viento!

—¿Quién era el novicio?

—Se llamaba Agostino. Pero murió el año pasado: se cayó de un andamio cuando, junto con otros monjes y sirvientes, estaba limpiando las esculturas de la fachada de la iglesia. Además, ahora que recuerdo, me había jurado por todos los santos que él no había dejado abierta la puerta antes de la tormenta. Fui yo quien en medio de mi furor le atribuí la responsabilidad del incidente. Quizás en realidad no tuviese él la culpa.

—De modo que tenemos una tercera persona, probablemente mucho más experta que un novicio, que sabía de la existencia de tu veneno. ¿A quién se lo habías mencionado?

—En verdad, no lo recuerdo. Al Abad, sin duda, cuando le pedí permiso para conservar una sustancia tan peligrosa. Y a algún otro quizá, precisamente en la biblioteca, porque estuve buscando herbarios que me ayudasen a descubrir su composición.

—¿No me has dicho que tienes contigo los libros que más necesitas para tu arte?

—Sí, y muchos —dijo, señalando un rincón de la habitación donde se veía unos estantes cargados de libros—. Pero en aquella ocasión buscaba ciertos libros que aquí no podría guardar, y que incluso Malaquías se mostró remiso a mostrarme, hasta el punto de que tuve que pedir autorización al Abad —bajó el tono de su voz, como si tuviese reparos en que yo escuchara lo que iba a decir—: Sabes, en un sitio desconocido de la biblioteca se guardan incluso obras de nigromancia, de magia negra, recetas de filtros diabólicos. Dada la índole de mi tarea, se me permitió consultar algunas de esas obras. Esperaba encontrar una descripción de aquel veneno y de sus aplicaciones. Fue en vano.

—O sea que se lo mencionaste a Malaquías.

—Sí, sin duda, y quizá también al propio Berengario, que era su ayudante. Pero no saques conclusiones apresuradas: no recuerdo bien, quizá mientras hablaba había otros monjes, ya sabes que a veces el scriptorium está lleno…

—No sospecho de nadie. Sólo trato de comprender lo que pudo haber sucedido. De todos modos, me dices que eso fue hace varios años, y es curioso que alguien haya robado con esa anticipación un veneno que tardaría tanto en utilizar. Esto indicaría la presencia de una voluntad maligna que habría incubado largamente en la sombra un proyecto homicida.

Severino se persignó. Su rostro expresaba horror:

—¡Dios nos perdone a todos! —dijo.

No había nada más que comentar. Volvimos a cubrir el cuerpo de Berengario, que aún debían preparar para las exequias.

PRIMA

Donde Guillermo induce primero a Salvatore y después al cillerero a que confiesen su pasado, Severino encuentra las lentes robadas, Nicola trae las nuevas y Guillermo, con seis ojos, se va a descifrar el manuscrito de Venancio.

Ya salíamos cuando entró Malaquías. Pareció contrariado por nuestra presencia, e hizo ademán de retirarse. Severino lo vio desde dentro y dijo: «¿Me buscabas? Es por…» Se interrumpió y nos miró. Malaquías le hizo una seña, imperceptible, como para decirle: «Hablaremos después…» Nosotros estábamos saliendo, él estaba entrando, los tres nos encontramos en el vano de la puerta. Malaquías dijo, de manera más bien redundante:

—Buscaba al hermano herbolario… Me… me duele la cabeza.

—Debe de ser el aire viciado de la biblioteca —le dijo Guillermo con tono solícito—. Deberíais hacer fumigaciones.

Malaquías movió los labios como si quisiera decir algo más, pero renunció a hacerlo. Inclinó la cabeza y entró, mientras nosotros nos alejábamos.

—¿Qué va a hacer al laboratorio de Severino? —pregunté.

—Adso —me dijo con impaciencia el maestro—, aprende a razonar con tu cabeza —después cambió de tema—: Ahora debemos interrogar a algunas personas. Al menos —añadió mientras exploraba la meseta con la mirada—, mientras sigan vivas. Por cierto: de ahora en adelante fijémonos en lo que comamos y bebamos. Toma siempre tu comida del plato común, y tu bebida del jarro con que ya otros hayan llenado sus copas. Después de Berengario, somos los que más sabemos de todo esto. Desde luego, sin contar al asesino.

—¿A quién queréis interrogar ahora?

—Adso, habrás observado que aquí las cosas más interesantes suceden de noche. De noche se muere, de noche se merodea por el scriptorium, de noche se introducen mujeres en el recinto… Tenemos una abadía diurna y una abadía nocturna, y la nocturna parece, por desgracia, muchísimo más interesante que la diurna. Por tanto, cualquier persona que circule de noche nos interesa, incluido, por ejemplo, el hombre que viste la noche pasada con la muchacha. Quizá la historia de la muchacha nada tenga que ver con la de los venenos, o quizá sí. En cualquier caso, sospecho quién puede haber sido ese hombre; y debe de saber también otras cosas sobre la vida nocturna de este santo lugar. Y, hablando de Roma, precisamente allí lo tenemos.

Me señaló a Salvatore, quien también nos había visto. Advertí una leve vacilación en su paso, como si, queriendo evitarnos, se hubiese detenido para volverse por donde venía. Fue un instante. Evidentemente, había comprendido que no podía evitar el encuentro, y siguió andando. Se volvió hacia nosotros con una amplia sonrisa y un «benedicite» bastante hipócrita. Mi maestro apenas lo dejó terminar y le espetó una pregunta:

—¿Sabes que mañana llega la inquisición?

Salvatore no pareció alegrarse por la noticia. Con un hilo de voz preguntó:

—¿Y mí?

—Tú deberías decirme la verdad a mí, que soy tu amigo, y que soy franciscano como tú lo has sido, en vez de decirla mañana a esos otros, que conoces muy bien.

Ante la dureza del acoso, Salvatore pareció abandonar todo intento de resistencia. Miró con aire sumiso a Guillermo, como para indicarle que estaba dispuesto a decirle lo que quisiera.

—Esta noche había una mujer en la cocina. ¿Quién estaba con ella?

—¡Oh, fémena que véndese come mercandía non puede numquam ser bona ni tener cortesía! —recitó Salvatore.

—No quiero saber si era una buena muchacha. ¡Quiero saber quién estaba con ella!

—¡Deu, qué tamosas son las fémenas! Día y noche piensan come burle al hómine…

Guillermo lo cogió bruscamente del pecho:

—¿Quién era? ¿Tú o el cillerero?

Salvatore comprendió que no podía seguir mintiendo. Empezó a contar una extraña historia, a través de la cual, y no sin esfuerzo, nos enteramos de que, para complacer al cillerero, le buscaba muchachas en la aldea, y las introducía de noche en el recinto por pasadizos cuya localización evitó revelarnos. Pero juró por lo más sagrado que obraba de buen corazón, sin ocultar al mismo tiempo su cómica queja por no haber encontrado la manera de satisfacer él también su deseo, la manera de que, después de haberse entregado al cillerero, la muchacha también le diese algo a él. Todo eso lo dijo entre sonrisas lúbricas y viscosas, y haciendo guiños, como dando a entender que hablaba con hombres hechos de carne, habituados a las mismas prácticas. Y me miraba de hurtadillas. Pero yo no podía hacerle frente como hubiese querido, pues me sentía unido a él por un secreto común, me sentía su cómplice y compañero de pecado.

Entonces Guillermo decidió jugarse el todo por el todo y le preguntó abruptamente:

—¿Conociste a Remigio antes o después de haber estado con Dulcino?

Salvatore se arrodilló a sus pies, rogándole entre lágrimas que no lo perdiera, que lo salvase de la inquisición. Guillermo le juró solemnemente que nada diría de lo que llegase a saber, y Salvatore no vaciló en poner al cillerero a nuestra merced. Se habían conocido en la Pared Pelada, siendo ambos miembros de la banda de Dulcino. Con el cillerero había huido y había entrado en el convento de Casale, con él había pasado a los cluniacenses. Mascullaba implorando perdón, y estaba claro que no se le podría extraer nada más. Guillermo decidió que valía la pena coger por sorpresa a Remigio, y soltó a Salvatore, quien corrió a refugiarse en la iglesia.

El cillerero se encontraba en la parte opuesta de la abadía, frente a los graneros, y estaba haciendo tratos con unos aldeanos del valle. Nos miró con aprensión, e intentó mostrarse muy ocupado, pero Guillermo insistió en que debía hablarle. Hasta aquel momento, nuestros contactos con ese hombre habían sido escasos; él había sido cortés con nosotros, y nosotros con él.

Aquella mañana Guillermo lo abordó como habría hecho con un monje de su propia orden. El cillerero pareció molesto por esa confianza, y al principio respondió con mucha cautela.

—Supongo que tu oficio te obliga a recorrer la abadía incluso cuando los demás ya duermen —dijo Guillermo.

—Depende —respondió Remigio—, a veces hay algún pequeño asunto que resolver y debo dedicarle unas horas de mi sueño.

—¿Nunca te ha sucedido algo, en esos casos, que pueda indicarnos quién se pasea, sin la justificación que tienes tú, entre la cocina y la biblioteca?

—Si algo hubiese visto, se lo habría dicho al Abad.

—Correcto —admitió Guillermo, y cambió abruptamente de tema—: La aldea de abajo no es demasiado rica, ¿verdad?

—Sí y no, hay algunos prebendados que dependen de la abadía y comparten nuestra riqueza, en los años de abundancia. Por ejemplo, el día de San Juan recibieron doce moyos de malta, un caballo, siete bueyes, un toro, cuatro novillas, cinco terneros, veinte ovejas, quince cerdos, cincuenta pollos y diecisiete colmenas. Y además veinte cerdos ahumados, veintisiete hormas de manteca de cerdo, media medida de miel, tres medidas de jabón, una red de pesca…

—Ya entiendo, ya entiendo —lo interrumpió Guillermo—, pero reconocerás que con eso aún no me entero de cuál es la situación de la aldea, de cuántos de sus habitantes son prebendados de la abadía, y de la cantidad de tierra de que disponen los que no lo son…

—¡Oh! En cuanto a eso, una familia normal llega a tener unas cincuenta tablas de terreno.

—¿Cuánto es una tabla?

—Naturalmente, cuatro trabucos cuadrados.

—¿Trabucos cuadrados? ¿Y cuánto es eso?

—Treinta y seis pies cuadrados por trabuco. O, si prefieres, ochocientos trabucos lineales equivalen a una milla piamontesa. Y calcula que una familia, en las tierras situadas hacia el norte, puede cosechar aceitunas con las que obtienen no menos de medio costal de aceite.

—¿Medio costal?

—Sí, un costal equivale a cinco heminas, y una hemina a ocho copas.

—Ya entiendo —dijo mi maestro desalentado—. Cada país tiene sus propias medidas. Vosotros, por ejemplo, ¿medís el vino por azumbres?

—O por rubias. Seis rubias hacen una brenta, y ocho brentas un botal. Si lo prefieres, un rubo equivale a seis pintas de dos azumbres.

—Creo que ya he entendido —dijo Guillermo con tono de resignación.

—¿Deseas saber algo más? —preguntó Remigio, y creí advertir un matiz desafiante en su voz.

—¡Sí! Te he preguntado cómo viven abajo porque hoy en la biblioteca estuve pensando en los sermones de Humbert de Romans a las mujeres, en particular sobre el capítulo Ad mulieres pauperes in villulis, donde dice que estas últimas están más expuestas que las otras a caer en los pecados de la carne, debido a su miseria; y dice sabiamente que peccant enim mortaliter, cum peccant cum quocumque laico, mortalius vero quando cum Clerico in sacris ordinibus constituto, maxime vero quando cum Religioso mundo mortuo.[114] Sabes mejor que yo que en lugares santos como las abadías nunca faltan las tentaciones del demonio meridiano. Me preguntaba si en tus contactos con la gente de la aldea no habrás sabido de algunos monjes que, Dios no lo quiera, hayan inducido a fornicar a algunas muchachas.

Aunque mi maestro dijo todo eso con un tono casi distraído, mi lector habrá adivinado lo mucho que sus palabras perturbaron al pobre cillerero. No puedo decir si palideció, pero diré que tanto esperaba que palideciera, que lo vi palidecer.

—Me preguntas algo que, de haberlo sabido, ya se lo habría dicho al Abad —respondió en tono humilde—. De todos modos, si, como supongo, estas informaciones pueden servir para tu pesquisa, no te ocultaré nada que llegue a saber. Incluso, ahora que me lo mencionas, a propósito de tu primera pregunta… La noche que murió el pobre Adelmo yo andaba por el patio… Sabes, un asunto de gallinas… Me habían llegado noticias de que un herrador entraba de noche a robar en el gallinero… Pues bien, aquella noche divisé, de lejos, o sea que no podría jurarlo, a Berengario, que regresaba al dormitorio por detrás del coro, como si viniese del Edificio… No me asombré, porque hacía tiempo que entre los monjes se rumoreaba sobre Berengario, tal vez ya te hayas enterado…

—No, dímelo.

—Bueno, ¿cómo te diría? Se sospechaba que Berengario nutría pasiones que… no convienen a un monje.

—¿Acaso me estás sugiriendo que tenía relaciones con muchachas de la aldea, tal como acabo de preguntarte?

El cillerero tosió, incómodo, y en sus labios se dibujó una sonrisa más bien obscena:

—¡Oh, no…! Pasiones aún más inconvenientes…

—¿Porque un monje que se deleita carnalmente con muchachas de la aldea satisface, en cambio, pasiones de algún modo convenientes?

—No he dicho eso, pero tú mismo sabes que hay una jerarquía en la depravación, como la hay en la virtud. La carne puede ser tentada según la naturaleza y… contra la naturaleza.

—¿Me estás diciendo que Berengario sentía deseos carnales por personas de su sexo?

—Digo que corría ese rumor… Te hablaba de esto como prueba de mi sinceridad y de mi buena voluntad.

—Y yo te lo agradezco. Y estoy de acuerdo contigo en que el pecado de sodomía es mucho peor que otras formas de lujuria, sobre las que francamente no me interesa demasiado investigar…

—Miserias, miserias, dondequiera que existan —dijo el cillerero con filosofía.

—Miserias, Remigio. Todos somos pecadores. Nunca buscaría la brizna de paja en el ojo del hermano, porque tanto temo tener una gran viga en el mío. Pero te agradeceré por todas las vigas de las que quieras hablarme en el futuro. Así hablaremos de troncos grandes y robustos, y dejaremos que las briznas de paja revoloteen por el aire. ¿Cuánto decías que es un trabuco?

—Treinta y seis pies cuadrados. Pero no te preocupes. Cuando quieras saber algo en especial, ven a verme. Puedes tenerme por un amigo fiel.

—Te tengo por tal —dijo Guillermo con fervor—. Ubertino me ha dicho que en una época perteneciste a la misma orden que yo. Nunca traicionaría a un antiguo hermano, sobre todo en estos días en que se espera la llegada de una legación pontificia, presidida por un gran inquisidor, famoso por haber quemado a tantos dulcinianos. ¿Decías que un trabuco equivale a treinta y seis pies cuadrados?

El cillerero no era tonto. Decidió que no valía la pena seguir jugando al gato y el ratón, sobre todo porque empezaba a sospechar que el ratón era él.

—Fray Guillermo —dijo—, veo que sabes mucho más de lo que suponía. No me traiciones, y yo no te traicionaré. Es cierto, soy un pobre hombre carnal, y cedo a las lisonjas de la carne. Salvatore me ha dicho que ayer noche tú o tu novicio lo sorprendisteis en la cocina. Has viajado mucho, Guillermo, y sabes que ni siquiera los cardenales de Aviñón son modelos de virtud. Sé que no me estás interrogando por estos miserables pecadillos. Y también me doy cuenta de que has sabido algo sobre la vida que llevé en el pasado. Una vida caprichosa, como solemos tenerla los franciscanos. Hace años creí en el ideal de la pobreza; abandoné la comunidad para entregarme a la vida errante. Creí en lo que predicaba Dulcino, como muchos otros de mi condición. No soy un hombre culto, he recibido las órdenes pero apenas sé decir misa. No sé mucho de teología. Y, quizá, tampoco logro interesarme demasiado por las ideas. Ya ves, en una época intenté rebelarme contra los señores, ahora estoy a su servicio, y para servir al señor de estas tierras mando sobre los que son como yo. Rebelarse o traicionar, los simples no tenemos demasiadas opciones.

—A veces los simples comprenden mejor las cosas que los doctos —dijo Guillermo.

—Quizá —respondió el cillerero encogiéndose de hombros—. Pero ni siquiera sé por qué entonces hice lo que hice. Mira, en el caso de Salvatore era comprensible, los suyos eran siervos de la gleba, había tenido una infancia de miseria y enfermedad… Dulcino representaba la rebelión, y la destrucción de los señores. En mi caso era distinto, procedía de una familia de la ciudad, no huía del hambre. Fue… no sé cómo decirlo, una fiesta de locos, un bello carnaval… Allá en la montaña, con Dulcino, antes de que nos viésemos obligados a comer la carne de nuestros compañeros muertos en la batalla, antes de que muriesen tantos de inanición que era imposible comerlos a todos y había que arrojarlos por las laderas del Rebello para que se los comiesen los pájaros y las fieras… o quizá también entonces… respirábamos un aire… ¿Puedo decir de libertad? Antes no sabía qué era la libertad. Los predicadores nos decían: «La verdad os hará libres.» Nos sentíamos libres, y pensábamos que era la verdad. Pensábamos que todo lo que hacíamos era justo…

—¿Y allí comenzasteis… a uniros libremente con una mujer? —pregunté, casi sin darme cuenta; seguía obsesionado por lo que me había dicho Ubertino la noche anterior, así como por lo que luego había leído en el scriptorium, y también por lo que yo mismo había vivido.

Guillermo me miró con asombro; probablemente no esperaba que fuese tan audaz, tan indiscreto. El cillerero me echó una mirada de curiosidad, como si fuese un bicho raro.

—En el Rebello —dijo—, había gente que se había pasado la infancia durmiendo de a diez, o incluso más, en habitaciones de pocos codos de amplitud: hermanos y hermanas, padres e hijas. ¿Cómo quieres que tomaran la nueva situación? Ahora hacían por elección lo que antes habían hecho por necesidad. Y además de noche, cuando temes la llegada de las tropas enemigas y te aprietas a tu compañero, contra el suelo, para no sentir frío… Los herejes… Vosotros, monjecillos que venís de un castillo y acabáis en una abadía, creéis que es un modo de pensar inspirado por el demonio. Pero es un modo de vivir, y es… ha sido… una experiencia nueva… No había más amos, y Dios, nos decían, estaba con nosotros. No digo que tuviésemos razón, Guillermo, y de hecho aquí me tienes, pues no tardé en abandonarlos. Lo que sucede es que nunca he logrado comprender vuestras disputas sobre la pobreza de Cristo y el uso y el hecho y el derecho. Ya te dije que fue un gran carnaval, y en carnaval todo se hace al revés. Después te vuelves viejo, no sabio, te vuelves glotón. Y aquí hago el glotón… Puedes condenar a un hereje, pero ¿querrías condenar a un glotón?

—Está bien, Remigio —dijo Guillermo—. No te interrogo por lo que sucedió entonces, sino por lo que ha sucedido hace poco. Ayúdame, y te aseguro que no buscaré tu ruina. No puedo ni quiero juzgarte. Pero debes decirme lo que sabes sobre los hechos que ocurren en la abadía. Te mueves demasiado, de noche y de día, como para no saber algo. ¿Quién mató a Venancio?

—No lo sé, te lo juro. Sé cuándo murió, y dónde.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Deja que te cuente. Aquella noche, una hora después de completas, entré en la cocina…

—¿Por dónde y para qué?

—Por la puerta que da al huerto. Tengo una llave que los herreros me hicieron hace tiempo. La puerta de la cocina es la única que no está atrancada por dentro. ¿Para qué?… No importa, tú mismo has dicho que no quieres acusarme por las debilidades de mi carne… —sonrió incómodo—. Pero tampoco quisiera que creyeses que me paso los días fornicando… Aquella noche buscaba algo de comida para regalársela a la muchacha que Salvatore había introducido en el recinto.

—¿Por dónde?

—Oh, además del portalón, hay otras entradas en la muralla. El Abad las conoce, yo también… Pero aquella noche la muchacha no vino, yo mismo hice que se volviera, precisamente por lo que acababa de descubrir, como ahora te contaré. Fue por eso que intenté que regresara ayer noche. Si hubieseis llegado un poco después, me habríais encontrado a mí y no a Salvatore. Fue él quien me avisó que había gente en el Edificio, y entonces volví a mi celda…

—Volvamos a la noche del domingo al lunes.

—Pues bien: entré en la cocina y vi a Venancio en el suelo, muerto.

—¿En la cocina?

—Sí, junto a la pila. Quizás acababa de bajar del scriptorium.

—¿No había rastros de lucha?

—No. Mejor dicho, junto al cuerpo había una taza quebrada, y signos de agua en el suelo.

—¿Cómo sabes que era agua?

—No lo sé. Pensé que era agua. ¿Qué otra cosa podía ser?

Como más tarde me indicó Guillermo, aquella taza podía significar dos cosas distintas. O bien que precisamente allí, en la cocina, alguien había dado a beber a Venancio una poción venenosa, o bien que el pobrecillo ya había ingerido el veneno (pero ¿dónde? y ¿cuándo?) y había bajado a beber para calmar un ardor repentino, un espasmo, un dolor que le quemaba las vísceras, o la lengua (pues, sin duda, la suya debía de estar negra como la de Berengario).

De todos modos, por el momento eso era todo lo que podía saberse. Al descubrir el cadáver, Remigio, despavorido, se había preguntado qué hacer, y había resuelto no hacer nada. Si hubiese pedido socorro, se habría visto obligado a reconocer que merodeaba de noche por el Edificio, y tampoco habría ayudado al hermano que ya estaba perdido. De modo que había decidido dejar las cosas tal como estaban, esperando que alguien descubriera el cuerpo a la mañana siguiente, cuando se abriesen las puertas. Había corrido a detener a Salvatore, que ya estaba introduciendo a la muchacha en la abadía. Después, él y su cómplice se habían ido a dormir, si sueño podía llamarse aquélla agitada vigilia que se prolongó hasta maitines. Y en maitines, cuando los porquerizos fueron a avisar al Abad, Remigio creyó que el cadáver había sido descubierto donde él lo había dejado, y se había quedado de una sola pieza al descubrirlo en la tinaja. ¿Quién había hecho desaparecer el cadáver de la cocina? De eso Remigio no tenía la menor idea.

—El único que puede moverse libremente por el Edificio es Malaquías —dijo Guillermo.

El cillerero reaccionó con energía:

—No, Malaquías no. Es decir, no creo… En todo caso, no he sido yo quien te ha dicho algo contra Malaquías…

—Tranquilízate, cualquiera que sea la deuda que te ate a Malaquías. ¿Sabe algo de ti?

—Sí —dijo el cillerero ruborizándose— y se ha comportado como un hombre discreto. Si estuviese en tu lugar, vigilaría a Bencio. Mantenía extrañas relaciones con Berengario y Venancio… Pero te juro que esto es todo lo que vi. Si me entero de algo, te lo diré.

—Por ahora puede bastar. Vendré a verte cuando te necesite.

El cillerero, sin duda aliviado, volvió a sus negocios, y reprendió con dureza a los aldeanos que entre tanto habían desplazado no sé qué sacos de simientes.

En eso llegó Severino. Traía en la mano las lentes de Guillermo, las que le habían robado dos noches antes.

—Estaban en el sayo de Berengario —dijo—. Te las había visto en la nariz, el otro día en el scriptorium. Son tuyas, ¿verdad?

—¡Alabado sea Dios! —exclamó jubiloso Guillermo—. ¡Hemos resuelto dos problemas! ¡Tengo mis lentes y por fin estoy seguro de que fue Berengario el hombre que la otra noche nos robó en el scriptorium!

No acababa de decir eso cuando llegó corriendo Nicola da Morimondo, más exultante incluso que Guillermo. Tenía en sus manos un par de lentes acabadas, montadas en su horquilla:

—¡Guillermo! —gritaba—. ¡Lo conseguí yo solo, están listas, creo que funcionan!

Entonces vio que Guillermo tenía otras lentes en la cara, y se quedó de piedra. Guillermo no quiso humillarlo. Se quitó las viejas lentes y probó las nuevas:

—Son mejores que las otras —dijo—. O sea que guardaré las viejas como reserva y usaré siempre las tuyas. —Después me dijo—: Adso, ahora voy a mi celda para leer aquellos folios. ¡Por fin! Espérame por ahí. Y gracias, gracias a todos vosotros, queridísimos hermanos.

Estaba sonando la hora tercia y me dirigí al coro, para recitar con los demás el himno, los salmos, los versículos y el Kyrie. Los demás rezaban por el alma del difunto Berengario. Yo daba gracias a Dios por habernos hecho encontrar no uno sino dos pares de lentes.

Era tal la serenidad que olvidé todas las cosas feas que había visto y oído; me quedé dormido y sólo desperté cuando acabó el oficio. De pronto recordé que aquella noche no había dormido, y la idea de que, además, había abusado de mis fuerzas no dejó de inquietarme. Entonces, ya fuera de la iglesia, el recuerdo de la muchacha empezó a obsesionarme.

Traté de distraerme, y empecé a andar con paso vivo por la meseta. Sentía como un ligero vértigo. Golpeaba mis manos entumecidas una con otra. Pataleaba contra el suelo. Aún tenía sueño, pero sin embargo me sentía despierto y lleno de vida. No entendía qué me estaba pasando.

TERCIA

Donde Adso se hunde en la agonía del amor, y luego llega Guillermo con el texto de Venancio, que sigue siendo indescifrable aun después de haber sido descifrado.

En realidad, los terribles acontecimientos que sucedieron a mi encuentro pecaminoso con la muchacha casi borraron el recuerdo de ese episodio, y, por otra parte, no bien me hube confesado con fray Guillermo, mi alma se liberó del remordimiento que la había asaltado cuando despertó luego de haber incurrido en tan grave falta, hasta el punto de llegar a sentir que, con las palabras, también había transferido al fraile la carga que estas últimas estaban destinadas a significar. En efecto, ¿para qué sirve el purificante baño de la confesión, si no es para descargar el peso del pecado, y del remordimiento que éste entraña, en el seno mismo de Nuestro Señor, y para que, con el perdón, el alma gane renovada y aérea ligereza, capaz de hacernos olvidar el cuerpo atormentado por la iniquidad? Pero yo no me había liberado del todo. Ahora que deambulaba bajo el pálido y frío sol de aquella mañana invernal, en medio del ajetreo de hombres y animales, afluyó el recuerdo de aquellos acontecimientos vividos en circunstancias muy diferentes. Como si de todo lo sucedido ya no quedase el arrepentimiento ni las palabras consoladoras del baño penitencial, sino sólo imágenes de cuerpos y miembros humanos. Ante mi mente sobreexcitada danzaba, hinchado de agua, el fantasma de Berengario, y me estremecía de asco y de piedad. Luego, como para huir de aquel lémur, mi mente buscaba otras imágenes que aún estuviesen frescas en el receptáculo de la memoria, y mis ojos (los del alma, pero casi debería decir también los carnales) no podían dejar de ver la imagen de la muchacha, bella y terrible como un ejército dispuesto para el combate.

Me he comprometido (viejo amanuense de un texto hasta ahora nunca escrito, pero que durante largas décadas ha estado hablando en la intimidad de mi mente) a ser un cronista fiel, y no sólo por amor a la verdad, ni por el deseo (sin duda, muy lícito) de instruir a mis futuros lectores: sino también para que mi memoria marchita y fatigada pueda liberarse de unas visiones que la han hostigado durante toda la vida. Por tanto, debo decirlo todo, con decencia pero sin vergüenza. Y debo decir, ahora, y con letras bien claras, lo que entonces pensé y casi intenté ocultar ante mí mismo, mientras deambulaba por la meseta, echando de pronto a correr para poder atribuir al movimiento de mi cuerpo las repentinas palpitaciones de mi corazón, deteniéndome para admirar lo que hacían los campesinos y fingiendo que me distraía contemplándolos, aspirando a pleno pulmón el aire frío, como quien bebe vino para olvidar su miedo o su dolor.

En vano. Pensaba en la muchacha. Mi carne había olvidado el placer, intenso, pecaminoso y fugaz (esa cosa vil) que me había deparado la unión con ella, pero mi alma no había olvidado su rostro, y ese recuerdo no acababa de parecerle perverso, sino que más bien la hacía palpitar como si en aquel rostro resplandeciese toda la dulzura de la creación.

De manera confusa y casi negándome a aceptar la verdad de lo que estaba sintiendo, descubrí que aquella pobre, sucia, impúdica criatura, que (quizá con qué perversa constancia) se vendía a otros pecadores, aquella hija de Eva que, debilísima como todas sus hermanas, tantas veces había comerciado con su carne, era, sin embargo, algo espléndido y maravilloso. Mi intelecto sabía que era pábulo de pecado, pero mi apetito sensitivo veía en ella el receptáculo de todas las gracias. Es difícil decir qué sentía yo en aquel momento. Podría tratar de escribir que, todavía preso en las redes del pecado, deseaba, pecaminosamente, verla aparecer en cualquier momento, y casi espiaba el trabajo de los obreros por si, de la esquina de una choza o de la oscuridad de un establo, surgía la figura que me había seducido. Pero no estaría escribiendo la verdad, o bien estaría velándola para atenuar su fuerza y su evidencia. Porque la verdad es que «veía» a la muchacha, la veía en las ramas del árbol desnudo, que palpitaban levemente cuando algún gorrión aterido volaba hasta ellas en busca de abrigo; la veía en los ojos de las novillas que salían del establo, y la oía en el balido de los corderos que se cruzaban en mi camino. Era como si toda la creación me hablara de ella, y deseaba, sí, volver a verla, pero también estaba dispuesto a aceptar la idea de no volver a verla jamás, y de no unirme más a ella, siempre y cuando pudiese sentir el gozo que me invadía aquella mañana, y tenerla siempre cerca aunque estuviese, por toda la eternidad, lejos de mí. Era, ahora intento comprenderlo, como si el mundo entero, que, sin duda, es como un libro escrito por el dedo de Dios, donde cada cosa nos habla de la inmensa bondad de su creador, donde cada criatura es como escritura y espejo de la vida y de la muerte, donde la más humilde rosa se vuelve glosa de nuestro paso por la tierra, como si todo, en suma, sólo me hablase del rostro que apenas había logrado entrever en la olorosa penumbra de la cocina. Me entregaba a esas fantasías porque me decía para mí (mejor dicho, no lo decía, porque no eran pensamientos que pudiesen traducirse en palabras) que, si el mundo entero está destinado a hablarme del poder, de la bondad y de la sabiduría del creador, y si aquella mañana el mundo entero me hablaba de la muchacha, que (por pecadora que fuese) era también un capítulo del gran libro de la creación, un versículo del gran salmo entonado por el cosmos… Decía para mí (lo digo ahora) que, si tal cosa sucedía, era porque estaba necesariamente prevista en el gran plan teofánico que gobierna el universo, cuyas partes, dispuestas como las cuerdas de la lira, componen un milagro de consonancia y armonía. Como embriagado, gozaba de la presencia de la muchacha en las cosas que veía, y, al desearla en ellas, viéndolas, mi deseo se colmaba. Y, sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de una ausencia. Me resulta difícil explicar este misterio de contradicción, signo de que el espíritu humano es bastante frágil y nunca recorre puntualmente los senderos de la razón divina, que ha construido el mundo como un silogismo perfecto, sino que sólo toma proposiciones aisladas, y a menudo inconexas, de ese silogismo, lo que explica la facilidad con que somos víctima de las ilusiones que urde el maligno. ¿Era una trampa del maligno lo que tanto me perturbaba aquella mañana? Ahora pienso que sí, porque entonces era sólo un novicio, pero también pienso que el humano sentimiento que me embargó no era malo en sí mismo, sino sólo en relación con el estado en que me encontraba. Porque en sí mismo era el sentimiento que impulsa al hombre hacia la mujer para que ambos se unan, como quiere el apóstol de los gentiles, y sean carne de una sola carne, y juntos procreen nuevos seres humanos y se asistan entre sí desde la juventud hasta la vejez. Salvo que el apóstol lo dijo pensando en quienes buscan remedio para la concupiscencia y en quien no quiere quemarse, pero no sin recordar que mucho más preferible es el estado de castidad, al que, como monje, me había consagrado. Por tanto, lo que aquella mañana me aquejaba era malo para mí, pero quizá bueno, sumamente bueno, para otros, y por eso ahora percibo que mi confusión no se debía a la perversidad de mis pensamientos, que en sí eran honestos y agradables, sino a la perversidad de la relación entre dichos pensamientos y los votos que había pronunciado. En consecuencia, hacía mal en gozar de algo que era bueno en un sentido y malo en otro, y mi falta consistía en tratar de conciliar el dictado del alma racional con el apetito natural. Ahora sé que mi sufrimiento se debía al contraste entre el apetito intelectual, donde tendría que haberse manifestado el imperio de la voluntad, y el apetito sensible, sujeto de las pasiones humanas. En efecto, actus appetiti sensitivi in quantum habent transmutationem corporalem annexam, passiones dicuntur, non autem actus voluntatis.[115] Y mi acto apetitivo estaba acompañado justamente de un temblor de todo el cuerpo, un impulso físico destinado a concluir en gritos y agitación. El doctor angélico dice que las pasiones en sí mismas no son malas, pero que han de moderarse mediante la voluntad guiada por el alma racional. Sólo que aquella mañana mi alma racional estaba adormecida por la fatiga que refrenaba al apetito irascible, volcado hacia el bien y el mal como metas por conquistar, pero no al apetito concupiscible, volcado hacia el bien y el mal como metas conocidas. Para justificar la irresponsable frivolidad con que entonces me comporté, puedo decir ahora, remitiéndome a las palabras del doctor angélico, que, sin duda, estaba poseído por el amor, que es pasión y ley cósmica, porque hasta la gravedad de los cuerpos es amor natural. Y había sido seducido naturalmente por esa pasión, porque en ella appetitus tendit in appetibile realiter consequendum ut sit ibi finis motus.[116] En virtud de lo cual, naturalmente, amor facit quod ipsae res quae amantur, amanti aliquo modo uniantur et amor est magis cognitivus quam cognitio.[117] En efecto, en aquel momento veía a la muchacha mucho mejor que la noche precedente, y la comprendía intus et in cute[118] porque en ella me comprendía a mí mismo y en mí a ella misma. Me pregunto ahora si lo que sentía era el amor de amistad, en el que lo similar ama a lo similar y sólo quiere el bien del otro, o el amor de concupiscencia, en el que se quiere el bien propio, y en el que quien carece sólo quiere aquello que puede completarlo. Y creo que amor de concupiscencia había sido el de la noche, en el que quería de la muchacha algo que nunca había tenido, mientras que aquella mañana, en cambio, nada quería de la muchacha, y sólo quería su bien, y deseaba que se viese libre de la cruel necesidad que la obligaba a entregarse por un poco de comida, y que fuese feliz, y tampoco quería pedirle nada en lo sucesivo, sino poder seguir pensando en ella y poder seguir viéndola en las ovejas, en los bueyes, en los árboles, en el sereno resplandor que rodeaba de júbilo el recinto de la abadía.

Ahora sé que la causa del amor es el bien; y el bien se define por el conocimiento, y sólo puede amarse lo que se ha aprehendido que es bueno, mientras que a la muchacha… Sí, había aprehendido que era buena para el apetito irascible, pero también que era mala para la voluntad. Pero si entonces mi alma se agitaba entre tantos y tan opuestos movimientos, era por la semejanza entre lo que sentía y el amor más santo tal como lo describen los doctores: me producía el éxtasis, en que el amante y el amado quieren lo mismo (y, por una misteriosa iluminación, en aquel momento sabía que la muchacha, estuviera donde estuviese, quería lo mismo que yo quería), y esto me producía celos, pero no los malos, que Pablo condena en la primera a los Corintios; porque son principium contentionis y no admiten el consortium in amato,[119] sino aquellos a los que se refiere Dionisio en los Nombres Divinos, donde incluso de Dios se dice que tiene celos propter multum amorem quem habet ad existentia[120] (y yo amaba a la muchacha precisamente porque existía, y estaba contento, no envidioso, de que existiera). Estaba celoso del modo en que, para el doctor angélico, los celos son motus in amatum,[121] celos de amistad que incitan a moverse contra todo lo que perjudica al amado (y en aquel momento sólo pensaba en liberar a la muchacha del poder de quien estaba comprando su carne manchándola con sus nefastas pasiones).

Ahora sé, como dice el doctor, que el amor puede dañar al amante cuando es excesivo. Y el mío lo era. He intentado explicar lo que sentí entonces, y en modo alguno intento justificar aquellos sentimientos. Estoy hablando de unos ardores culpables que padecí en mi juventud. Eran malos, pero en honor a la verdad debo decir que en aquel momento me parecieron muy buenos. Y que esto sirva de enseñanza para todo aquel que como yo caiga en las redes de la tentación. Hoy, ya viejo, conocería mil formas de escapar a tales seducciones (y me pregunto hasta dónde debo enorgullecerme por ello, puesto que las tentaciones del demonio meridiano ya no pueden alcanzarme, pero sí otras, de modo que ahora me pregunto si lo que estoy haciendo en este momento no será entregarme pecaminosamente a la pasión terrenal de evocar el pasado, estúpido intento de escapar al flujo del tiempo, y a la muerte).

Fue casi un instinto milagroso el que entonces me salvó. La muchacha se me aparecía en la naturaleza y en las obras humanas que había a mi alrededor. De modo que, movido por una feliz intuición del alma, traté de sumirme en la detallada contemplación de dichas obras. Observé el trabajo de los vaqueros, que estaban sacando a los bueyes del establo; de los porquerizos, que estaban llevando comida a los cerdos; de los pastores, que azuzaban a los perros para que reunieran las ovejas; de los labradores, que llevaban escanda y mijo a los molinos, y salían con sacos llenos de rica harina. Me sumergí en la contem-plación de la naturaleza, tratando de olvidar mis pensamientos, de mirar a los seres tal como se nos aparecen, y, al contemplarlos, de olvidarme gozosamente de mí mismo.

¡Qué hermoso era el espectáculo de la naturaleza aún no tocada por el saber, a menudo perverso, del hombre!

Vi al cordero, cuyo nombre es como una muestra de reconocimiento por su pureza y bondad. En efecto, el nombre agnus deriva del hecho de que este animal agnoscit, reconoce a su madre, reconoce su voz en medio del rebaño, y la madre, por su parte, entre tantos corderos de idéntica forma e idéntico balido, reconoce siempre, y sólo, a su hijo, y lo alimenta. Vi a la oveja, cuyo nombre es ovis, ab oblatione, pues desde los tiempos primitivos se la ha utilizado en los sacrificios rituales; la oveja que, según su costumbre, cuando llega el invierno busca con avidez la hierba y se harta de forraje antes de que el hielo queme los campos de pastoreo. Y los rebaños estaban vigilados por perros, cuyo nombre, canes, deriva de canor,[122] por el ladrido. Animal que se destaca de los otros por su perfección, y cuya singular agudeza le permite reconocer al amo, y puede adiestrarse para cazar fieras en los bosques, para proteger el rebaño de los lobos, y además protege la casa y los hijos de su amo, llegando a veces a morir por defenderlos. El rey Garamante, apresado por sus adversarios, fue devuelto a su patria por una jauría de doscientos perros, que se abrieron camino a través de las filas enemigas. Al morir su amo, el perro de Jasón, Licio, ya no quiso comer, y murió de inanición; el del rey Lisímaco se arrojó a la hoguera de su amo para morir con él. El perro tiene el poder de cicatrizar las heridas lamiéndolas con su lengua, y la lengua de sus cachorros puede curar las lesiones intestinales. Por naturaleza, tiene el hábito de utilizar dos veces la misma comida, después de haberla vomitado. Esta sobriedad es símbolo de perfección espiritual, así como el poder taumatúrgico de su lengua es símbolo de la purificación de los pecados que se obtiene a través de la confesión y la penitencia. Pero el hecho de que el perro vuelva a lo que ha vomitado también es signo de que, después de la confesión, se vuelve a los mismos pecados de antes, y esta moraleja me fue bastante útil aquella mañana para amonestar a mi corazón mientras admiraba las maravillas de la naturaleza.

A todo esto, mis pasos me llevaron hacia los establos de los bueyes, que estaban saliendo en gran cantidad guiados por los boyeros. De golpe los vi tal como eran, y son: símbolo de amistad y bondad, porque, mientras trabaja, cada buey se vuelve en busca de su compañero de arado, y si por casualidad éste se encuentra ausente, lo llama con afectuosos mugidos. Los bueyes aprenden, obedientes, a regresar solos al establo cuando llueve, y cuando se han refugiado junto al pesebre, estiran todo el tiempo la cabeza para ver si ha acabado el mal tiempo, porque tienen ganas de volver al trabajo. Y junto con los bueyes también estaban saliendo los becerros, cuyo nombre —vitulus—, tanto en las hembras como en los machos, deriva de la palabra viriditas, o también de la palabra virgo,[123] porque a esa edad aún son frescos, jóvenes y castos, y muy mal había hecho, decía para mí, viendo en sus graciosos movimientos una imagen de la incasta muchacha. En todo esto pensaba, reconciliado con el mundo y conmigo mismo, mientras observaba los alegres trabajos matinales. Y dejé de pensar en la muchacha o, mejor dicho, me esforcé por transformar la pasión que sentía hacia ella en un sentimiento de gozo interior y de piadosa serenidad.

Pensé que el mundo era bueno, y maravilloso, que la bondad de Dios se manifiesta también a través de las bestias más horribles, como explica Honorio Augustoduniense. Es verdad que hay serpientes tan grandes que devoran ciervos y atraviesan los océanos, y que existe la bestia cenocroca, con cuerpo de asno, cuernos de íbice, pecho y fauces de león, pie de caballo, pero hendido como el del buey, con un tajo en la boca, que llega hasta las orejas, la voz casi humana y un solo hueso, muy sólido, en lugar de dientes. Y existe la bestia mantícora, con rostro de hombre, tres filas de dientes, cuerpo de león, cola de escorpión, ojos glaucos, la piel del color de la sangre y la voz parecida al silbido de las serpientes, monstruo ávido de carne humana. Y hay monstruos de pies con ocho dedos, morro de lobo, uñas ganchudas, piel de oveja y ladrido de perro, que al envejecer no se vuelven blancos sino negros, y que viven muchos más años que nosotros. Y hay criaturas con ojos en los hombros y dos agujeros en el pecho que hacen las veces de nariz, porque no tienen cabeza, y otras que viven a las orillas del río Ganges, y se alimentan sólo del olor de cierta clase de manzana, y, cuando están lejos de ella, mueren. Pero incluso todas estas bestias inmundas cantan en su diversidad la gloria del Creador y su sabiduría, al igual que el perro, el buey, la oveja, el cordero y el lince. Qué grande es, dije entonces para mí, repitiendo las palabras de Vincenzo Belovacense, la más humilde belleza de este mundo, y con qué agrado el ojo de la razón considera atentamente no sólo los modos, los números y los órdenes de las cosas, dispuestas con tanta armonía por todo el ámbito del universo, sino también el curso de las épocas, que sin cesar van pasando a través de sucesiones y caídas, signadas por la muerte, como todo lo que ha nacido. Como pecador que soy, cuya alma pronto ha de abandonar esta prisión de la carne, confieso que en aquel momento me sentí arrebatado por un impulso de espiritual ternura hacia el Creador y la regla que gobierna este mundo, y colmado de respetuoso júbilo admiré la grandeza y el equilibrio de la creación.


En tal excelente disposición de ánimo, me encontró mi maestro cuando, llevado por mis pasos y sin darme cuenta, después de haber dado casi toda la vuelta a la abadía, regresé al sitio donde dos horas antes nos habíamos separado. Allí estaba Guillermo, y lo que me dijo desvió el curso de mis pensamientos para dirigirlos de nuevo hacia los tenebrosos misterios de la abadía.

Parecía muy contento. Tenía en la mano el folio de Venancio, que por fin había podido descifrar. Fuimos a su celda, para estar lejos de oídos indiscretos, y me tradujo lo que había leído. Después de la frase escrita en alfabeto zodiacal (secretum finis Africae manus supra idolum age primum et septimum de quatuor), el texto en griego decía lo siguiente:


El veneno terrible que da la purificación…

La mejor arma para destruir al enemigo…

Sírvete de las personas humildes, viles y feas, saca placer de su falta… No debes morir… No en las casas de los nobles y los poderosos, sino en las aldeas de los campesinos, después de abundante comida y libaciones… Cuerpos rechonchos, rostros deformes.

Violan vírgenes y se acuestan con meretrices, no malvados, sin temor.

Una verdad distinta, una imagen distinta de la verdad…

Las venerables higueras.

La piedra desvergonzada rueda por la llanura… Ante los ojos.

Hay que engañar y sorprender engañando, decir lo contrario de lo que se creía, decir una cosa y referirse a otra.

Para ellos las cigarras cantarán desde el suelo.


Eso era todo. En mi opinión, demasiado poco, casi nada. Parecía el delirio de un demente, y se lo dije a Guillermo.

—Quizá. Y sin duda mi traducción agrava su demencia. Mi conocimiento del griego es bastante aproximativo. Sin embargo, aun suponiendo que Venancio estuviese loco, o que lo estuviese el autor del libro, seguiríamos sin saber por qué tantas personas, y no todas locas, se han afanado tanto, primero para esconder el libro, y luego para recuperarlo.

—¿Estas frases proceden del libro misterioso?

—No hay duda de que las escribió Venancio. Tú mismo puedes ver que no se trata de un pergamino antiguo. Deben de ser apuntes que tomó mientras leía el libro; si no, no las habría escrito en griego. Sin duda, Venancio copió, abreviándolas, ciertas frases que había encontrado en el volumen sustraído al finis Africae. Lo llevó al scriptorium y empezó a leerlo, anotando lo que le parecía importante. Después sucedió algo. O bien se sintió mal, o tal vez oyó que alguien subía. Entonces guardó el libro, junto con los apuntes, debajo de su mesa, casi seguro que con la idea de retomarlo la noche siguiente. De todos modos, sólo partiendo de este folio podremos reconstruir la naturaleza del libro misterioso, y sólo sobre la base de la naturaleza de ese libro podrá inferirse la naturaleza del homicida. Porque en todo crimen que se comete para apoderarse de un objeto, la naturaleza del objeto debiera proporcionar una idea, por pálida que fuese, de la naturaleza del asesino. Cuando se mata por un puñado de oro, el asesino ha de ser alguien ávido de riquezas. Cuando se mata por un libro, el asesino ha de ser alguien empeñado en reservar para sí los secretos de dicho libro. Por tanto, es preciso averiguar qué dice ese libro que no tenemos.

—¿Y partiendo de estas pocas líneas seríais capaz de descubrir de qué libro se trata?

—Querido Adso, estas palabras parecen proceder de un libro sagrado, palabras cuyo sentido va más allá de lo que dice la letra. Al leerlas esta mañana, después de haber hablado con el cillerero, me impresionó el hecho de que también en ellas se alude a los simples y a los campesinos, como portadores de una verdad distinta a la verdad de los sabios. El cillerero dio a entender que está unido a Malaquías por una extraña complicidad. ¿Acaso Malaquías habrá escondido algún peligroso texto herético que Remigio pudo haberle entregado? En tal caso, lo que Venancio habría leído y apuntado serían unas misteriosas instrucciones acerca de una comunidad de hombres rústicos y viles, en rebelión contra todo y contra todos. Pero…

—¿Qué?

—Pero hay dos hechos que no encajan en mi hipótesis. Uno es que Venancio no parecía interesado en tales asuntos: era un traductor de textos griegos, no un predicador de herejías… El otro es que esta primera hipótesis no explicaría la presencia de frases como la de las higueras, la piedra o las cigarras…

—Quizá son enigmas y significan otra cosa —sugerí—. ¿O tenéis otra hipótesis?

—Sí, pero aún es muy confusa. Tengo la impresión, al leer esta página, de que ya he leído algunas de las palabras que figuran en ella, y recuerdo frases casi idénticas que he visto en otra parte. Me parece, incluso, que aquí se habla de algo que ya se ha mencionado en estos días… Pero no puedo recordar de qué se trata. He de pensar en esto. Quizá tenga que leer otros libros.

—¿Cómo? ¿Para saber qué dice un libro debéis leer otros?

—A veces es así. Los libros suelen hablar de otros libros. A menudo un libro inofensivo es como una simiente, que al florecer dará un libro peligroso, o viceversa, es el fruto dulce de una raíz amarga. ¿Acaso leyendo a Alberto no puedes saber lo que habría podido decir Tomás? ¿O leyendo a Tomás lo que podría haber dicho Averroes?

—Es cierto —dije admirado.

Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables mentes, que habían sobrevivido a la muerte de quienes los habían producido, o de quienes los habían ido transmitiendo.

—Pero entonces —dije—, ¿de qué sirve esconder los libros, si de los libros visibles podemos remontarnos a los ocultos?

—Si se piensa en los siglos, no sirve de nada. Si se piensa en años y días, puede servir de algo. De hecho, ya ves que estamos desorientados.

—¿De modo que una biblioteca no es un instrumento para difundir la verdad, sino para retrasar su aparición? —pregunté estupefacto.

—No siempre, ni necesariamente. En este caso, sí.

SEXTA

Donde Adso va a buscar trufas y se encuentra con un grupo de franciscanos que llega a la abadía, y por una larga conversación que éstos mantienen con Guillermo y Ubertino se saben cosas muy lamentables sobre Juan XXII.

Después de estas consideraciones, mi maestro decidió no hacer nada más. Ya he dicho que a veces tenía momentos así, de total inactividad, como si se detuviese el ciclo incesante de los astros, y él con ellos y ellos con él. Eso fue lo que sucedió aquella mañana. Se tendió sobre su jergón con la mirada en el vacío y las manos cruzadas sobre el pecho, moviendo apenas los labios, como si estuviese recitando una plegaria, pero en forma irregular y sin devoción.

Pensé que estaba pensando, y decidí respetar su meditación. Regresé a los corrales y vi que el sol ya no brillaba. La mañana había sido bella y límpida, pero ahora (casi agotada la primera mitad del día) se estaba poniendo húmeda y neblinosa. Grandes nubes llegaban por el norte e invadían la meseta, envolviéndola en una ligera neblina. Parecía bruma, y quizá también surgiese bruma del suelo, pero a aquella altura era difícil distinguir entre esta última, que venía de abajo, y la niebla, que se desprendía de las nubes. Apenas se divisaba ya la mole de los edificios más distantes.

Vi a Severino que, muy animado, estaba reuniendo a los porquerizos y algunos cerdos. Me dijo que iban a buscar trufas en las laderas de las montañas y en el valle. Yo aún no conocía ese fruto exquisito de la espesura, que crecía en los bosques de aquella península, y que parecía típico de las tierras benedictinas, ya fuese en Norcia —donde era negro— o en las tierras donde me encontraba —más blanco y más perfumado—. Severino me explicó en qué consistía y lo sabroso que era, preparado en las formas más diversas. Y me dijo que era muy difícil de encontrar, porque se escondía bajo la tierra, más hondo que las setas, y que los únicos animales capaces de descubrirlo, guiándose por el olfato, eran los cerdos. Pero que, cuando lo encontraban, querían devorarlo, y había que alejarlos en seguida para impedir que lo desenterraran. Más tarde supe que muchos caballeros no desdeñaban ese tipo de cacería, y que seguían a los cerdos como si fuesen sabuesos de noble raza, y seguidos a su vez por servidores provistos de azadas. Recuerdo incluso que, años después, un señor de mi tierra, sabiendo que había estado en Italia, me preguntó si yo también había visto que allí los señores salían a apacentar cerdos, y me eché a reír porque comprendí que se refería a la búsqueda de la trufa. Pero, como le dije que esos señores buscaban con tanto afán bajo la tierra el «tartufo», como llaman allí a la trufa, para luego comérselo, entendió que se trataba de «der Teufel», o sea, del diablo, y se santiguó con gran devoción, mirándome atónito. Aclarada la confusión, ambos nos echamos a reír. Tal es la magia de las lenguas humanas, que a menudo, en virtud de un acuerdo entre los hombres, con sonidos iguales significan cosas diferentes.

Intrigado por los preparativos de Severino, decidí seguirlo. Porque comprendí además que con esa excursión trataba de olvidar los tristes acontecimientos que pesaban sobre todos nosotros, y pensé que, ayudándole a olvidar sus pensamientos, quizá lograse, si no olvidar, al menos refrenar los míos. Tampoco esconderé, puesto que me he propuesto escribir siempre, y sólo, la verdad, que en el fondo me seducía la idea de que una vez en el valle, quizá podría ver, aunque fuese de lejos, a cierta persona. Pero para mí, y casi en voz alta, dije que, como aquel día se esperaba a las dos legaciones, quizá podría ver la llegada de alguna de ellas.

A medida que descendíamos por las vueltas de la ladera, el aire se hacía más claro, no porque apareciese de nuevo el sol, pues arriba el cielo estaba cubierto de nubes, sino porque la niebla iba quedando por encima de nuestras cabezas y podíamos distinguir las cosas con claridad. E, incluso, cuando hubimos descendido un buen trecho, me volví para mirar la cima de la montaña, y no vi nada: desde la mitad de la ladera, la cumbre del monte, la meseta, el Edificio, todo, había desaparecido entre las nubes.

La mañana en que llegamos, cuando subíamos entre las montañas, todavía era visible, en ciertas vueltas del camino, a no más de diez millas de distancia, y quizá a menos, el mar. Nuestro viaje había estado lleno de sorpresas, porque de golpe nos encontrábamos en una especie de terraza elevada a cuyo pie se veían golfos de una belleza extraor dinaria, y poco después nos metíamos en gargantas muy profundas, donde las montañas se erguían tan cerca unas de otras que desde ninguna era posible divisar el espectáculo lejano de la costa, mientras que a duras penas el sol lograba llegar hasta el fondo de los valles. Nunca como en aquella parte de Italia había visto una compenetración tan íntima y tan inmediata de mar y montañas, de litorales y paisajes alpinos, y en el viento que silbaba en las gargantas podía escucharse la alternante pugna entre los bálsamos marinos y el gélido soplo rupestre.

Aquella mañana, en cambio, todo era gris, casi blanco como la leche, y no había horizontes, incluso cuando las gargantas se abrían hacia las costas lejanas. Pero me demoro en recuerdos que poco interesan para los fines de la historia que nos preocupa, paciente lector de mi relato.

De modo que no me detendré a narrar las variadas vicisitudes de nuestra búsqueda de los «derteufel». Sí hablaré de la legación de frailes franciscanos que fui el primero en avistar, para correr en seguida al monasterio y dar parte a Guillermo de su llegada.

Mi maestro dejó que los recién llegados entraran y fueran saludados por el Abad según el rito establecido. Después avanzó hacia el grupo, y aquello fue una sucesión de abrazos y saludos fraternales.

Ya había pasado la hora de la comida, pero estaba dispuesta una rica mesa para los huéspedes, y el Abad tuvo la delicadeza de dejarlos solos, y a solas con Guillermo, dispensándolos de los deberes de la regla, para que pudieran comer libremente y, al mismo tiempo, cambiar impresiones entre sí, puesto que, en definitiva, se trataba, que Dios me perdone la odiosa comparación, de una especie de consejo de guerra, que debía celebrarse lo más pronto posible, antes de que llegasen las huestes enemigas, o sea, la legación de Aviñón.

Es inútil decir que los recién llegados también se encontraron en seguida con Ubertino, a quien todos saludaron con una sorpresa, una alegría y una veneración explicables no sólo por su prolongada ausencia sino también por los rumores que habían circulado acerca de su muerte, así como por las cualidades de aquel valeroso guerrero que desde hacía décadas venía librando una batalla que también era la de ellos.

Más tarde, cuando describa la reunión del día siguiente, mencionaré a los frailes que integraban el grupo. Entre otras razones, porque entonces hablé muy poco con ellos, concentrado como estaba en el consejo tripartito que de inmediato formaron Guillermo, Ubertino y Michele da Cesena.

Michele debía de ser un hombre muy extraño: ardiente de pasión franciscana (a veces sus gestos y el tono de su voz eran como los de Ubertino en los momentos de rapto místico), muy humano y jovial en su carácter terrestre de hombre de la Romaña, capaz, como tal, de apreciar la buena mesa, y feliz de reunirse con los amigos; sutil y evasivo, capaz de volverse de golpe hábil y astuto como un zorro, simulador como un topo, cuando se rozaban problemas vinculados con las relaciones entre los poderosos; capaz de estallar en carcajadas, de crear tensiones fortísimas, de guardar elocuentes silencios, experto en desviar la mirada del interlocutor cuando éste hacía preguntas que obligaban a recurrir a la distracción para disimular el deseo de no responderle.

En las páginas precedentes ya he dicho algo sobre él, cosas que había oído decir, quizá por personas que, a su vez, también las habían oído decir. Ahora, en cambio, podía entender mejor muchas de las actitudes contradictorias y los repentinos cambios de objetivos políticos que en los últimos años habían desconcertado incluso a sus propios amigos y seguidores. Ministro general de la orden de los franciscanos, era, en principio, el heredero de San Francisco, y, de hecho, el heredero de sus intérpretes: debía competir con la santidad y sabiduría de un predecesor como Buenaventura da Bagnoregio; debía asegurar el respeto de la regla pero, al mismo tiempo, la riqueza de la orden, tan grande y poderosa; debía prestar oídos a las cortes y a las magistraturas ciudadanas, que proporcionaban a la orden, aunque fuese en forma de limosnas, donaciones y legados que constituían su riqueza y su prosperidad; y, al mismo tiempo, debía vigilar que la necesidad de penitencia no arrastrase fuera de la orden a los espirituales más fervientes, disolviendo la espléndida comunidad, a cuya cabeza se encontraba, en una constelación de bandas heréticas. Debía contentar al papa, al imperio, a los frailes de la vida pobre, y, sin duda, también a San Francisco que lo vigilaba desde el cielo, y al pueblo cristiano que lo vigilaba desde la tierra. Cuando Juan condenó a todos los espirituales acusándolos de herejía, Michele no tuvo reparos en entregarle cinco de los más tercos frailes de Provenza, dejando que el pontífice los enviase a la hoguera. Pero al advertir (y no debió de haber andado lejos la mano de Ubertino) que en la orden muchos simpatizaban con los partidarios de la simplicidad evangélica, había dado los pasos adecuados para que, cuatro años después, el capítulo de Perusa se adhiriese a las tesis de los quemados. Desde luego, esto había obedecido a su voluntad de integrar en la práctica y en las instituciones de la orden una exigencia capaz de convertirse en herejía, y obrando de ese modo había deseado que lo que ahora deseaba la orden fuese deseado también por el papa. Pero, mientras esperaba convencer a este último, cuyo consentimiento le resultaba imprescindible para lograr sus objetivos, no había desdeñado el apoyo del emperador y de los teólogos imperiales. Sólo dos años antes de la fecha en que lo vi, había ordenado a sus hermanos, en el capítulo general de Lyon, que siempre se refiriesen a la persona del papa con moderación y respeto (pero meses antes este último había hablado de los franciscanos protestando contra «sus ladridos, sus errores y sus locuras»). Y, sin embargo, ahora compartía amistosamente la mesa con personas que hablaban del papa con un respeto menos que nulo.

El resto ya lo he dicho. Juan quería que fuese a Aviñón, y él quería y no quería ir, y en la reunión del día siguiente debería decidirse de qué manera y con qué garantías habría de realizarse un viaje que no tendría que aparecer como un acto de sumisión pero tampoco como un desafío. Creo que Michele nunca se había encontrado personalmente con Juan, al menos desde que éste era papa. En cualquier caso, hacía tiempo que no lo veía, y sus amigos se apresuraron a pintarle con tonos muy negros el retrato de aquel simoníaco.

—Hay algo que tendrás que aprender —le estaba diciendo Guillermo—: a no confiar en sus juramentos, pues siempre se las ingenia para respetar la letra y violar el contenido.

—Todos saben —decía Ubertino— lo que sucedió cuando fue elegido…

—¡Yo no hablaría de elección, sino de imposición! —intervino un comensal, al que luego oí que llamaban Hugo de Newcastle, y cuyo acento era muy parecido al de mi maestro—. Por de pronto, ya la muerte de Clemente V no ha estado nunca muy clara. El rey nunca le había perdonado que hubiera prometido un proceso póstumo contra Bonifacio VIII y que después hubiese hecho cualquier cosa para no condenar a su predecesor. Nadie sabe bien cómo murió en Carpentras. El hecho es que, cuando los cardenales celebraron allí su cónclave, no designaron nuevo papa, porque (y con razón) la discusión versó sobre si la sede debería estar en Aviñón o en Roma. No sé bien qué sucedió en aquellos días, una masacre, me dicen, los cardenales amenazados de muerte por el sobrino del papa muerto, sus servidores horriblemente asesinados, el palacio en llamas, los cardenales apelando al rey, éste diciendo que nunca había querido que el papa abandonase Roma, que tuvieran paciencia e hiciesen una buena elección… Después, la muerte de Felipe el Hermoso, también Dios sabe cómo.

—O el diablo lo sabe —dijo santiguándose Ubertino, y lo mismo hicieron los otros.

—O el diablo lo sabe —admitió Hugo con una sonrisa burlona—. En resumen, le sucede otro rey, que sobrevive dieciocho meses y luego muere, y también muere su heredero, pocos días después de haber nacido, y su hermano, el regente, asume el trono…

—Felipe V, el mismo que, cuando aún era conde de Poitiers, había vuelto a reunir a los cardenales que huían de Carpentras —dijo Michele.

—Así es —prosiguió Hugo—, hizo que el cónclave volviera a reunirse en Lyon, en el convento de los dominicos, y juró velar por su indemnidad y no mantenerlos prisioneros. Pero apenas estuvieron a su merced, no sólo los hizo encerrar con llave (lo que, por lo demás, concordaría con el uso establecido), sino que también ordenó que se les fuera reduciendo la comida a medida que pasasen los días sin que tomaran ninguna decisión. Además, prometió a cada uno que apoyaría sus pretensiones al solio pontificio. Finalmente, cuando asumió el trono, los cardenales, cansados después de dos años de prisión, por miedo a seguir así durante el resto de sus días, y con tan mala comida, aceptaron cualquier cosa, los muy glotones, y acabaron elevando a la cátedra de Pedro a ese gnomo casi octogenario…

—¡Gnomo sí! —exclamó riendo Ubertino—. ¡Y de aspecto enclenque, pero más robusto y astuto de lo que se creía!

—Hijo de zapatero —gruñó uno de los enviados.

—¡Cristo era hijo de carpintero! —lo amonestó Ubertino—. Esto no importa. Es un hombre instruido, ha estudiado leyes en Montpellier y medicina en París, ha sabido cultivar sus amistades con habilidad suficiente como para obtener los obispados y el sombrero cardenalicio cuando lo consideró oportuno, y cuando fue consejero de Roberto el Sabio, en Nápoles, su perspicacia causó el asombro de muchos. Y como obispo de Aviñón dio a Felipe el Hermoso los consejos justos (quiero decir, justos para los fines de aquella sórdida empresa) para que lograra la ruina de los templarios. Y después de la elección supo escapar a una conjura de los cardenales, que querían matarlo… Pero no me refería a esto, sino a su habilidad para traicionar los juramentos sin que pueda acusárselo de perjurio. Cuando fue elegido, y para ello prometió al cardenal Orsini que volvería a trasladar la sede pontificia a Roma, juró por la hostia consagrada que si no cumplía esa promesa no volvería a montar en un caballo o en un mulo… Pues bien, ¿sabéis que hizo, el muy zorro? Después de la coronación, en Lyon (contra la voluntad del rey, que quería que la ceremonia se celebrase en Aviñón), ¡regresó a Aviñón en barco!

Todos los frailes se echaron a reír. El papa sería un perjuro, pero no podía negársele cierto ingenio.

—Es un desvergonzado —comentó Guillermo—. ¿No ha dicho Hugo que ni siquiera trató de ocultar su mala fe? ¿No me has contado, Ubertino, lo que le dijo a Orsini el día que llegó a Aviñón?

—Sí —dijo Ubertino—, le dijo que el cielo de Francia era tan hermoso que no veía por qué debía poner el pie en una ciudad llena de ruinas como Roma. Y que, puesto que el papa tenía, como Pedro, el poder de atar y desatar, él ejercía ese poder y decidía quedarse donde estaba, y donde tan bien se sentía. Y cuando Orsini trató de recordarle que su deber era vivir en la colina vaticana, lo llamó secamente a la obediencia, y dio por concluida la discusión. Pero allí no acabó la historia del juramento. Al bajar del barco debía montar una yegua blanca, seguido de sus cardenales montados en caballos negros, como lo quiere la tradición. Pero, en cambio, fue a pie hasta el palacio episcopal. Y creo que nunca más montó a caballo. ¿Y de este hombre esperas, Michele, que respete las garantías que pueda darte?

Michele estuvo un rato en silencio. Luego dijo:

—Puedo comprender que el papa desee quedarse en Aviñón, no se lo discuto. Pero él tampoco podrá discutir nuestro deseo de pobreza y nuestra interpretación del ejemplo de Cristo.

—No seas ingenuo, Michele —intervino Guillermo—. Vuestro, nuestro deseo pone en evidencia la perversidad del suyo. Debes comprender que desde hace siglos no ha habido en el trono pontificio un hombre más codicioso. Las meretrices de Babilonia, contra las que antaño arremetió nuestro Ubertino, los papas corruptos que mencionaban los poetas de tu país, como ese Alighieri, eran mansos y sobrios corderillos comparados con Juan. ¡Es una urraca ladrona, un usurero judío! ¡Se trafica más en Aviñón que en Florencia! Me he enterado de la innoble transacción con el sobrino de Clemente, Bertrand de Goth, el de la masacre de Carpentras (donde, entre otras cosas, a los cardenales los aliviaron del peso de sus joyas): Bertrand se había apoderado del tesoro de su tío, que no era ninguna bagatela, y Juan conocía muy bien el detalle de lo robado (en la Cum venerabiles enumera con precisión las monedas, los vasos de oro y plata, los libros, las alfombras, las piedras preciosas, los paramentos…), pero fingió ignorar que Bertrand se había alzado con más de un millón y medio de florines de oro durante el saqueo de Carpentras, y discutió sobre otros treinta mil florines que éste declaraba haber recibido de su tío para «un fin piadoso», o sea para una cruzada. Se decidió que Bertrand retuviese la mitad de esa suma para la cruzada, y que el resto pasara al santo solio. Pero Bertrand nunca hizo la cruzada, al menos todavía no la ha hecho, y el papa tampoco ha visto un florín.

—O sea que no es tan hábil como se dice —observó Michele.

—Es la única vez que lo han engañado en cuestiones de dinero —dijo Ubertino—. Ya puedes ir sabiendo con qué raza de mercader tendrás que lidiar. En todos los demás casos ha mostrado una habilidad diabólica para embolsar dinero. Es un rey Midas, todo lo que toca se convierte en oro y va a parar a las arcas de Aviñón. Cada vez que he entrado en sus habitaciones he visto banqueros, cambistas, mesas cargadas de oro, y clérigos contando y apilando florín sobre florín… Y ya verás el palacio que se ha hecho construir, con lujos que antes sólo podían atribuirse al emperador de Bizancio o al Gran Kan de los tártaros. ¿Ahora comprendes por qué ha emitido tantas bulas contra la idea de la pobreza? ¿Sabes que, por odio a nuestra orden, ha hecho esculpir a los dominicos imágenes de Cristo donde éste aparece con corona real, túnica de oro y púrpura, y calzado suntuoso? En Aviñón se han exhibido crucifijos en los que se ve a Jesús con una sola mano clavada, pues con la otra toca una bolsa que cuelga de su cintura, para significar que Él autoriza el uso del dinero con fines religiosos…

—¡Oh, qué desvergonzado! —exclamó Michele—. ¡Pero eso es pura blasfemia!

—Ha añadido —prosiguió Guillermo— una tercera corona a la tiara papal, ¿verdad, Ubertino?

—Sí. Al comienzo del milenio, el papa Hildebrando había adoptado una, con la inscripción Corona regni de manu Dei; hace poco, el infame Bonifacio añadió una segunda, con las palabras Diadema imperii de manu Petri[124] y ahora Juan no ha hecho más que perfeccionar el símbolo: tres coronas, el poder espiritual, el poder temporal y el poder eclesiástico. Un símbolo de los reyes persas, un símbolo pagano…

Había un fraile que hasta entonces había permanecido en silencio, ocupado con gran devoción en tragar los exquisitos platos que el Abad había mandado traer a la mesa de los visitantes. Escuchaba distraído lo que decían unos y otros, lanzando cada tanto una risa sarcástica dirigida al pontífice, o algún gruñido de aprobación cuando los otros comensales expresaban su desprecio. Pero si no, lo que hacía era limpiarse la barbilla del pringue y los trozos de carne que dejaba caer su boca desdentada pero voraz, y las únicas veces que había dirigido la palabra a uno de sus vecinos había sido para alabar la bondad de algún manjar. Luego supe que era micer Girolamo, aquel obispo de Caffa que días antes Ubertino había creído muerto (y debo decir que la noticia de que había muerto dos años atrás se tuvo por cierta en toda la cristiandad durante mucho tiempo, porque más tarde volví a escucharla; de hecho, murió pocos meses después de nuestro encuentro, y sigo pensando que su muerte se debió a la rabia que tuvo que tragar durante la reunión del día siguiente, hasta el punto que creí que estallaría allí mismo, porque su cuerpo era muy frágil y tenía humor bilioso).

Intervino en aquel momento de la conversación para decir, con la boca llena:

—Sabed también que el infame ha establecido una constitución sobre las taxae sacrae poenitentiariae,[125] donde especula con los pecados de los religiosos para extraer aún más dinero. Si un eclesiástico comete pecado carnal, con una monja, con una pariente, o incluso con una mujer cualquiera (¡porque también esto sucede!) podrá obtener la absolución con sólo pagar sesenta y siete liras de oro y doce sueldos. Y si comete actos bestiales, serán más de doscientas liras, pero si sólo los comete con niños o animales, y no con hembras, la multa se reducirá en cien liras. Y una monja que se haya entregado a muchos hombres, ya sea al mismo tiempo o en distintas ocasiones, fuera o dentro del convento, y que después quiera convertirse en abadesa, deberá pagar ciento treinta y una liras de oro y quince sueldos…

—¡Vamos, micer Girolamo —protestó Ubertino—, bien sabéis lo poco que amo al papa, pero en esto debo defenderlo! ¡Esa es una calumnia que circula en Aviñón: nunca he visto tal constitución!

—Existe —afirmó con energía Girolamo—. Tampoco yo la he visto, pero existe.

Ubertino movió la cabeza y los demás callaron. Comprendí que estaban acostumbrados a no tomar demasiado en serio a micer Girolamo, a quien el otro día Guillermo había definido como un tonto. Fue Guillermo quien, en todo caso, trató de reanudar la conversación:

—Sea o no falso, este rumor demuestra cuál es el clima moral que reina en Aviñón, donde todos, explotados y explotadores, saben que viven más en un mercado que en la corte de un representante de Cristo. Cuando Juan ascendió al trono, se hablaba de un tesoro de setenta mil florines de oro, y ahora hay quien dice que ha acumulado más de diez millones.

—Así es —dijo Ubertino—. ¡Michele, Michele, no sabes las inmoralidades que he tenido que ver en Aviñón!

—Tratemos de ser honestos —dijo Michele—. Sabemos que también los nuestros han cometido excesos. Me han llegado noticias de franciscanos que atacaban con armas los conventos dominicanos y desnudaban a los frailes enemigos para imponerles la pobreza… Por eso no me atreví a enfrentar a Juan en la época de los casos de Provenza… Quiero llegar a un acuerdo con él: no humillaré su orgullo, sólo le pediré que no humille nuestra humildad. No le hablaré de dinero, sólo le pediré que admita una sana interpretación de las escrituras. Y eso es lo que hemos de hacer mañana con sus enviados. Al fin y al cabo, son hombres de teología, y no todos serán rapaces como Juan. Una vez que hombres con esa autoridad hayan deliberado sobre una interpretación escrituraria, ya no podrá…

—¿Él? —interrumpió Ubertino—. Pero aún no conoces sus locuras en el campo de la teología. Lo que quiere es atarlo todo con sus manos, tanto en el cielo como en la tierra. En la tierra ya hemos visto lo que hace. En cuanto al cielo… Pues bien, todavía no ha expresado las ideas a que me refiero, al menos no públicamente, pero me consta que las ha comentado con sus fieles. Está elaborando unas proposiciones insensatas, si no perversas, que podrían alterar la sustancia misma de la doctrina, ¡y que invalidarían por completo nuestra prédica!

—¿Qué proposiciones? —preguntaron muchos.

—Preguntad a Berengario, él las conoce, fue él quien me las mencionó.

Ubertino se volvió hacia Berengario Talloni, que en los últimos años había sido uno de los adversarios más francos del pontífice en su propia corte.

Y de allí venía ahora, pues sólo un par de días antes se había reunido con los otros franciscanos, y con ellos había llegado a la abadía.

—Es una historia lúgubre y casi increíble —dijo Berengario—. Pues bien, parece que Juan se propone sostener que los justos sólo gozarán de la visión beatífica después del Juicio. Hace tiempo que reflexiona sobre el versículo noveno del capítulo sexto del Apocalipsis, el que habla de la apertura del quinto sello, y aparecen al pie del altar los que han muerto para dar testimonio de la palabra de Dios, y piden justicia. A cada uno se le entrega una túnica blanca y se le pide que tenga un poco más de paciencia… Signo, argumenta Juan, de que no podrán ver a Dios en su esencia hasta que se lleve a cabo el juicio final.

—Pero, ¿con quién ha hablado de eso? —preguntó Michele aterrorizado.

—Hasta ahora, con unos pocos íntimos, pero ha corrido la voz, se dice que está preparando una comunicación pública, no en seguida, quizá dentro de unos años, está consultando con sus teólogos…

—¡Ja! —rió sarcástico Girolamo, sin dejar de masticar.

—No sólo eso. Parece que quiere ir más allá y sostener que tampoco el infierno se abrirá antes de ese día… Ni siquiera para los demonios.

—¡Jesucristo, ayúdanos! —exclamó Girolamo—. ¿Qué les contaremos entonces a los pecadores si no podemos amenazarlos con el infierno inmediato, en seguida después de la muerte?

—Estamos en manos de un loco —dijo Ubertino—. Pero no entiendo por qué quiere sostener estas cosas…

—Con ello se va en humo toda la doctrina de las indulgencias —lamentó Girolamo—, y ni siquiera él podrá seguir vendiéndolas. ¿Por qué un cura que haya cometido actos bestiales deberá pagar tantas liras de oro para evitar un castigo tan lejano?

—No tan lejano —dijo con energía Ubertino—. ¡Los tiempos están cerca!

—Eso lo sabes tú, querido hermano, pero no los simples. ¡Dónde hemos llegado! —gritó Girolamo, que parecía no gozar ya ni de lo que estaba comiendo—. ¡Qué idea nefasta! Deben de habérsela metido en la cabeza esos frailes predicadores…, ¡Ay! —y movió la cabeza.

—Pero, ¿por qué? —repitió Michele da Cesena.

—No creo que exista una razón —dijo Guillermo—. Es una prueba que se impone a sí mismo, un acto de orgullo. Quiere ser realmente el que decida tanto sobre el cielo como sobre la tierra. Sabía que corrían esos rumores, Guillermo de Occam me los había mencionado en una carta. Veremos quién se saldrá con la suya, el papa o los teólogos, la voz de toda la iglesia, los propios deseos del pueblo de Dios, los obispos…

—¡Oh! En cuestiones de doctrina podrá imponerse incluso a los teólogos —dijo con tristeza Michele.

—No está dicho que deba ser así —respondió Guillermo—. En los tiempos que vivimos los conocedores de las cosas divinas no temen proclamar que el papa es un hereje. Y ellos son, a su manera, la voz del pueblo cristiano, contra el cual ya ni siquiera el papa podrá actuar.

—Peor, todavía peor —murmuró Michele aterrado—. De un lado, un papa loco, del otro, el pueblo de Dios, que, aunque sea por boca de sus teólogos, pronto querrá interpretar libremente las escrituras…

—¿Y qué? ¿Acaso vosotros habéis hecho algo distinto en Perusa? —preguntó Guillermo.

Michele dio un brinco, como si le hubiesen puesto el dedo en la llaga:

—Por eso quiero encontrarme con el papa. No podemos hacer nada mientras no contemos con su consentimiento.

En verdad, mi maestro era muy perspicaz. ¿Cómo había hecho para prever que el propio Michele decidiría más tarde apoyarse en los teólogos del imperio y en el pueblo para condenar al papa? ¿Cómo había hecho para prever que, cuando cuatro años después el papa enunciase por primera vez su increíble doctrina, se produciría una sublevación por parte de toda la cristiandad? Si la visión beatífica se atrasaba tanto, ¿cómo habrían podido los difuntos interceder por los vivos? ¿Y dónde iría a parar el culto de los santos? Serían precisamente los franciscanos quienes iniciasen las hostilidades condenando al papa, y Guillermo de Occam se encontraría entre los primeros, con sus argumentaciones severas e implacables. La lucha duraría tres años, hasta que Juan, ya próximo a morir, desistiría parcialmente de sus tesis. Me lo describieron unos años más tarde, tal como apareció en el consistorio de diciembre de 1334, más pequeño que nunca, consumido por la edad, nonagenario y moribundo, pálido. Sus palabras habrían sido las siguientes (hábil, el muy zorro, y capaz de jugar con las palabras no sólo para violar sus propios juramentos, sino también para renegar de sus propias obstinaciones): «Declaramos y creemos que las almas separadas del cuerpo y completamente purificadas están en el cielo, en el paraíso con los ángeles, y con Jesucristo, y que ven a Dios en su divina esencia, claramente y cara a cara…» Y luego, después de una pausa, nunca se supo si debida a la dificultad con que respiraba o al designio perverso de marcar el carácter adversativo de la última parte de la frase, «…en la medida en que el estado y la condición del alma separada lo permitan». La mañana siguiente, era domingo, se hizo trasladar a una silla de caderas, recibió el besamanos de sus cardenales, y murió.

Pero de nuevo me voy por las ramas y no cuento lo que debería contar. Lo que sucede es que, en el fondo, tampoco se dijo ya nada en torno a aquella mesa que añada demasiado para la comprensión de los hechos que estoy relatando. Los franciscanos se pusieron de acuerdo sobre cuál sería la actitud que adoptarían al día siguiente. Consideraron las cualidades de cada uno de sus adversarios. Comentaron preocupados la noticia, que les transmitió Guillermo, de la llegada de Bernardo Gui. Y se inquietaron aún más por el hecho de que la legación aviñonesa fuese a estar presidida por el cardenal Bertrando del Poggetto. Dos inquisidores eran demasiados: signo de que se quería usar contra los franciscanos el argumento de la herejía.

—Peor para ellos —dijo Guillermo—, nosotros también los acusaremos de herejía.

—No, no —dijo Michele—, procedamos con prudencia, no debemos comprometer la posibilidad de un acuerdo.

—Por más que lo pienso —dijo Guillermo—, y a pesar de haber trabajado para que este encuentro pudiera realizarse, como tú bien sabes, Michele, no logro convencerme de que los aviñoneses vengan con el propósito de llegar a algún resultado positivo. Juan quiere que vayas a Aviñón solo y sin garantías. Pero al menos el encuentro servirá para que te des cuenta de que es así. Peor hubiera sido que viajases sin haber tenido esta experiencia.

—De modo que durante meses has estado desviviéndote por algo que consideras inútil —dijo Michele con amargura.

—Tanto tú como el emperador me lo habíais pedido —respondió Guillermo—. Además, nunca es inútil conocer mejor a los enemigos.

En aquel momento, vinieron a avisarnos de que la segunda delegación estaba entrando en el recinto. Los franciscanos se levantaron y fueron al encuentro de los hombres del papa.

NONA

Donde llegan el cardenal Del Poggetto, Bernardo Gui y los demás hombres de Aviñón, y luego cada uno hace cosas diferentes.

Hombres que se conocían desde hacía tiempo, y otros que, sin conocerse, habían oído hablar unos de otros, se saludaban en la explanada con aparente amabilidad. Al lado del Abad, el cardenal Bertrando del Poggetto se movía como alguien familiarizado con el poder, como un segundo pontífice, distribuyendo sonrisas cordiales, sobre todo entre los franciscanos, augurando prodigios de entendimiento para la reunión del día siguiente, y transmitiendo con énfasis votos de paz y felicidad (utilizó adrede esta expresión cara a los franciscanos) de parte de Juan XXII.

—Muy bien, muy bien —me dijo, cuando Guillermo tuvo la gentileza de presentarme cómo su amanuense y discípulo.

Después me preguntó si conocía Bolonia, y me alabó su belleza, su buena comida y su espléndida universidad, invitándome a visitarla en vez de regresar algún día, me dijo, a mis tierras germánicas, cuya gente estaba haciendo sufrir tanto a nuestro señor papa. Luego me puso el anillo para que se lo besara, mientras la sonrisa se dirigía ya hacia algún otro.

Por otra parte, mi atención se dirigió en seguida hacia el personaje que más había oído mencionar aquellos días: Bernardo Gui, como lo llamaban los franceses, Bernardo Guidoni o Bernardo Guido, como lo llamaban en otras partes.

Era un dominico de unos setenta años, flaco pero erguido. Me impresionaron sus ojos grises, fríos, capaces de clavarse en alguien sin revelar el sentimiento, a pesar de que muchas veces los vería despidiendo destellos ambiguos, pues era tan hábil para ocultar sus pensamientos y pasiones, como para expresarlos deliberadamente.

En el intercambio general de saludos, no fue afectuoso y cordial como los otros, sino en todo momento apenas cortés. Cuando divisó a Ubertino, a quien ya conocía, se mostró deferente, pero la mirada que le dirigió me hizo estremecer de inquietud. Cuando saludó a Michele da Cesena, esbozó una sonrisa bastante enigmática, al tiempo que murmuraba sin mucho entusiasmo: «Allá se os espera desde hace mucho», frase en la que no logré descubrir signo alguno de ansiedad, ni sombra de ironía, ni matiz intimatorio, como tampoco la menor huella de interés. Cuando se encontró con Guillermo, y supo quién era, le dedicó una mirada de cortés hostilidad: pero no porque el rostro revelase sus sentimientos secretos —tuve la certeza de que no era así (aunque tampoco estaba seguro de que fuese capaz de abrigar sentimiento alguno)—, sino porque, sin duda, quería que Guillermo sintiera hostilidad. Este se la devolvió sonriéndole con exagerada cordialidad y diciéndole: «Hacía tiempo que quería conocer a un hombre cuya fama me ha servido de lección y de advertencia para tomar no pocas decisiones fundamentales de mi vida.» Frase claramente elogiosa y casi aduladora para cualquiera que ignorase, y en modo alguno era ése el caso de Bernardo, que una de las decisiones fundamentales de la vida de Guillermo había sido la de abandonar el oficio de inquisidor. Tuve la impresión de que, si Guillermo no habría tenido reparos en que Bernardo diese con sus huesos en algún calabozo imperial, tampoco este último habría sufrido demasiado si de pronto el primero tuviera un accidente que le costase la vida. Y como durante esos días Bernardo comandaba un grupo de hombres armados, temí por la suerte de mi buen maestro.

El Abad ya debía de haber informado a Bernardo acerca de los crímenes cometidos en la abadía. De hecho, fingiendo no haber percibido el veneno que encerraba la frase de Guillermo, le dijo:

—Parece que en estos días, por solicitud del Abad, y para cumplir con la tarea que me ha sido encomendada según los términos del acuerdo previo a este encuentro, tendré que ocuparme de unos hechos deplorables en los que se huele la pestífera presencia del demonio. Os lo menciono porque sé que en otra época, cuando no había tanta distancia entre nosotros, también luchasteis junto a mí, y los míos, en el campo donde se libraba la batalla entre las escuadras del bien y las del mal.

—Así es —dijo Guillermo sin alterarse—, pero después me pasé al otro lado.

Bernardo encajó muy bien el golpe:

—¿Podéis decirme algo útil sobre estos hechos criminales.

—Lamentablemente, no —respondió Guillermo con tono educado—. Carezco de vuestra experiencia en cuestiones criminales.

A partir de aquel momento, les perdí la huella. Guillermo mantuvo otra conversación con Michele y Ubertino, y luego se retiró al scriptorium. Pidió a Malaquías que le permitiera consultar unos libros cuyos títulos no llegué a escuchar. Malaquías lo miró de modo extraño, pero no pudo negárselos. Me llamó la atención que no tuviera que ir a buscarlos a la biblioteca. Estaban todos en la mesa de Venancio. Mi maestro se sumergió en la lectura, y decidí no molestarlo.

Bajé a la cocina. Allí estaba Bernardo Gui. Quizá quería conocer la disposición de la abadía y estaba recorriendo todas sus dependencias. Le oí interrogar a los cocineros y a otros sirvientes, hablando bien o mal la lengua vulgar del país (recordé que había sido inquisidor en el norte de Italia). Me pareció que se estaba informando acerca de las cosechas y la organización del trabajo en el monasterio. Pero incluso cuando hacía las preguntas más inocuas, miraba a su interlocutor con ojos penetrantes, y de pronto le espetaba otra pregunta, y entonces su víctima palidecía y empezaba a balbucir. Concluí que, de alguna manera singular, estaba practicando una encuesta inquisitorial, y que para ello se valía de un arma formidable que todo inquisidor posee y utiliza en el ejercicio de su función: el miedo del otro. Porque, en general, la persona sometida a un interrogatorio dice al inquisidor, por miedo a que éste sospeche de ella, algo que puede dar pie para que sospeche de otro.

Durante el resto de la tarde, mientras paseaba por la abadía, vi a Bernardo dedicado a esa actividad, ya fuese junto a los molinos o en el claustro. Pero casi nunca abordó a monjes: prefirió interrogar a hermanos laicos o a campesinos. Al contrario de lo que hasta este momento había hecho Guillermo.

VÍSPERAS

Donde Alinardo parece dar informaciones preciosas y Guillermo revela su método para llegar a una verdad probable a través de una serie de errores seguros.

Después, Guillermo bajó del scriptorium. Estaba de buen humor. Mientras esperábamos que fuese la hora de la cena, fuimos al claustro, donde nos encontramos con Alinardo. Recordando el pedido que me había hecho, ya el día anterior había pasado por la cocina para conseguir garbanzos, y se los ofrecí. Me dio las gracias y los fue metiendo en su boca desdentada y llena de baba.

—¿Has visto, muchacho? —me dijo—. También el otro cadáver yacía donde el libro lo anunciaba… ¡Ahora espera la cuarta trompeta!

Le pregunté por qué creía que la clave para interpretar la secuencia de los crímenes estaba en el libro de la revelación. Me miró asombrado:

—¡En el libro de Juan está la clave de todo! —Y añadió con una mueca de rencor—: Yo lo sabía, hace mucho que lo vengo anunciando… Fui yo, sabes, el que le propuso al Abad… al de aquella época, reunir la mayor cantidad posible de comentarios del Apocalipsis. Yo iba a ser el bibliotecario… Pero luego el otro logró que lo enviaran a Silos, donde encontró los manuscritos más bellos, y regresó con un espléndido botín. Oh, sabía dónde buscar, hablaba incluso la lengua de los infieles… Así fue como obtuvo la custodia de la biblioteca, en mi lugar. Pero Dios lo castigó haciéndole entrar antes de tiempo en el reino de las tinieblas. Ja, ja… —rió con malignidad aquel viejo que hasta entonces, hundido en la calma de la senectud, me había parecido inocente como un niño.

—¿A quién os estáis refiriendo? —preguntó Guillermo.

Nos miró desconcertado.

—¿De quién hablaba? No recuerdo… Eso fue hace tanto tiempo. Pero Dios castiga, Dios borra, Dios ofusca incluso la memoria. Se han cometido muchos actos de soberbia en la biblioteca. Sobre todo desde que cayó en manos de los extranjeros. Pero Dios no deja de castigar…

No logramos que dijera nada más, de modo que lo dejamos entregado a su pacífico y rencoroso delirio. Guillermo dijo que aquella conversación le había interesado mucho:

—Alinardo es un hombre al que conviene escuchar. Siempre que habla dice algo interesante.

—¿Qué ha dicho esta vez?

—Adso —dijo Guillermo—, resolver un misterio no es como deducir a partir de primeros principios. Y tampoco es como recoger un montón de datos particulares para inferir después una ley general. Equivale más bien a encontrarse con uno, dos o tres datos particulares que al parecer no tienen nada en común, y tratar de imaginar si pueden ser otros tantos casos de una ley general que todavía no se conoce, y que quizá nunca ha sido enunciada. Sin duda, si sabes, como dice el filósofo, que el hombre, el caballo y el mulo no tienen hiel y viven mucho tiempo, puedes tratar de enunciar el principio según el cual los animales que no tienen hiel viven mucho tiempo. Pero piensa en los animales con cuernos. ¿Por qué tienen cuernos? De pronto descubres que todos los animales con cuernos carecen de dientes en la mandíbula superior. Este descubrimiento sería muy interesante si no fuese porque, ay, existen animales sin dientes en la mandíbula superior, que, no obstante, también carecen de cuernos, como el camello, por ejemplo. Finalmente, descubres que todos los animales sin dientes en la mandíbula superior tienen dos estómagos. Pues bien, puedes suponer que cuando se tienen pocos dientes se mastica mal y, por tanto, se necesita otro estómago para poder digerir mejor los alimentos.

—Pero ¿a qué vienen los cuernos? —pregunté con impaciencia—. ¿Y por qué os ocupáis de los animales con cuernos?

—Yo no me he ocupado nunca de ellos, pero el obispo de Lincoln sí que se ocupó, y mucho, siguiendo una idea de Aristóteles. Sinceramente, no sabría decirte si su razonamiento es correcto; tampoco me he fijado en dónde tiene los dientes el camello y cuántos estómagos posee. Si te he mencionado esta cuestión, era para mostrarte que la búsqueda de las leyes explicativas, en los hechos naturales, procede por vías muy tortuosas. Cuando te enfrentas con unos hechos inexplicables, debes tratar de imaginar una serie de leyes generales, que aún no sabes cómo se relacionan con los hechos en cuestión. Hasta que de pronto, al descubrir determinada relación, uno de aquellos razonamientos te parece más convincente que los otros. Entonces tratas de aplicarlo a todos los casos similares, y de utilizarlo para formular previsiones y descubres que habías acertado. Pero hasta el final no podrás saber qué predicados debes introducir en tu razonamiento, y qué otros debes descartar. Así es como estoy procediendo en el presente caso. Alineo un montón de elementos inconexos, e imagino hipótesis. Pero debo imaginar muchas, y gran parte de ellas son tan absurdas que me daría vergüenza decírtelas. En el caso del caballo Brunello, por ejemplo, cuando vi las huellas, imaginé muchas hipótesis complementarias y contradictorias: podía tratarse de un caballo que había huido, podía ser que, montando ese hermoso caballo, el Abad hubiera descendido por la pendiente, podía ser que un caballo, Brunello, hubiese dejado los signos sobre la nieve y que otro caballo, Favello, el día anterior, hubiera dejado las crines en la mata, y que unos hombres hubiesen quebrado las ramas. Sólo supe cuál era la hipótesis correcta cuando vi al cillerero y a los sirvientes buscando con ansiedad. Entonces comprendí que la única hipótesis buena era la de Brunello, y traté de probar si era cierta apostrofando a los monjes en la forma en que lo hice. Gané, pero del mismo modo hubiese podido perder. Ahora, a propósito de los hechos ocurridos en la abadía, tengo muchas hipótesis atractivas, pero no existe ningún hecho evidente que me permita decir cuál es la mejor. Entonces, para no acabar haciendo el necio, prefiero no empezar haciendo el listo. Déjame pensar un poco más, hasta mañana, al menos.

En aquel momento comprendí cómo razonaba mi maestro, y me pareció que su método tenía poco que ver con el del filósofo que razonaba partiendo de primeros principios, y los modos de cuyo intelecto coinciden casi con los del intelecto divino. Comprendí que, cuando no tenía una respuesta, Guillermo imaginaba una multiplicidad de respuestas posibles, muy distintas unas de otras. Me quedé perplejo.

—Pero entonces —me atreví a comentar—, aún estáis lejos de la solución…

—Estoy muy cerca, pero no sé de cuál.

—¿O sea que no tenéis una única respuesta para vuestras preguntas?

—Si la tuviera, Adso, enseñaría teología en París.

—¿En París siempre tienen la respuesta verdadera?

—Nunca, pero están muy seguros de sus errores.

—¿Y vos? —dije con infantil impertinencia—. ¿Nunca cometéis errores?

—A menudo —respondió—. Pero en lugar de concebir uno solo, imagino muchos, para no convertirme en el esclavo de ninguno.

Me pareció que Guillermo no tenía el menor interés en la verdad, que no es otra cosa que la adecuación entre la cosa y el intelecto. Él, en cambio, se divertía imaginando la mayor cantidad posible de posibles.

Confieso que en aquel momento desesperé de mi maestro y me sorprendí pensando: «Menos mal que ha llegado la inquisición.» Tomé partido por la sed de verdad que animaba a Bernardo Gui.

Con la mente ocupada en tan culpables pensamientos, más turbado que Judas la noche del Jueves Santo, entré con Guillermo en el refectorio para consumir la cena.

COMPLETAS

Donde Salvatore habla de una magia portentosa.

La cena para la legación fue soberbia. El Abad debía de conocer muy bien tanto las debilidades de los hombres como las costumbres de la corte papal (que tampoco disgustaron, debo decirlo, a los franciscanos de fray Michele). El cocinero nos dijo que había previsto morcillas al uso de Monte Casino, preparadas con la sangre de los cerdos matados aquellos días. Pero el desgraciado fin de Venancio había obligado a tirarla, de modo que ahora habría que esperar hasta que degollaran otros cerdos. Además, creo que en esos días todos se resistían a matar criaturas del Señor. Sin embargo, tuvimos palominos en salmorejo, macerados en vino del país, y conejo al asador, bollos de Santa Clara, arroz preparado con almendras de aquellos montes, o sea el manjar blanco de vigilia, hojas fritas de borraja, aceitunas rellenas, queso frito, carne de oveja con salsa cruda de pimientos, habas blancas, y golosinas exquisitas, pastel de San Bernardo, pastelillos de San Nicolás, ojillos de Santa Lucía, y vinos, y licores de hierbas que pusieron de buen humor incluso a Bernardo Gui, persona de hábitos muy austeros: licor de toronjil, licor de cáscara verde de nuez, vino contra la gota y vino de genciana. Salvo por las lecturas devotas, que acompañaban cada sorbo y cada bocado, parecía una reunión de glotones.

Al final todos se levantaron muy alegres, algunos alegando vagos malestares para no asistir a completas. Pero el Abad se mostró tolerante. No todos tienen el privilegio y las obligaciones que entraña la pertenencia a nuestra orden.

Mientras los monjes iban saliendo, me demoré para curiosear por la cocina, donde estaban disponiéndolo todo antes del cierre nocturno. Vi a Salvatore que, con un paquete bajo el brazo, salía a hurtadillas en dirección al huerto. Picado por la curiosidad, salí tras él y lo llamé. Trató de zafarse, pero cuando le pregunté qué llevaba en el paquete (que se movía como si contuviese algo vivo) me contestó que era un basilisco.

—¡Cave basilischium! ¡Est lo reys de las serpientes, tant pleno de veneno que reluce todo por fuera! ¡Que dictam, el veneno, el hedor que solta ti mata! Te atosiga… Et tiene máculas blancas en el lomo, et caput como gallo, et mitad va erguida por encima del suelo et mitad va por el suelo como las otras serpentes. Y lo mata la comadreja…

—¿La comadreja?

—¡Oc! Bestiola parvissima est, más larga alcunché que la rata, et odiala la rata moltisimo. Y també la sierpe y el escorzo. Et cuando istos la morden, la comadreja corre a la fenícula o a la circebita et las mordisca, et redet ad bellum. Et dicunt que ingendra por los óculos, pero los más dicen que ils dicen falso.

Le pregunté qué hacía con un basilisco, y me dijo que eran asuntos suyos. Sin poder soportar la curiosidad, le dije que en aquellos días, con todos aquellos muertos, ya no había asuntos secretos, y que se lo contaría a Guillermo. Entonces me rogó ardientemente que no dijese nada, abrió el paquete y me mostró un gato de pelo negro. Me atrajo hacia sí y me dijo, con una sonrisa obscena, que ya no quería que el cillerero o yo, uno por poderoso y el otro por joven y bello, pudieran obtener el amor de las muchachas de la aldea, y él no, porque era feo y pobre. Y que conocía una magia muy portentosa para conseguir que cualquier mujer se enamorase. Había que matar un gato negro y arrancarle los ojos, y luego meterlos en dos huevos de gallina negra, un ojo en cada huevo (y me mostró dos huevos que aseguró haberles quitado a las gallinas adecuadas). Después había que cubrir los huevos con estiércol de caballo (y lo tenía preparado en un rinconcillo del huerto por donde nunca pasaba nadie), y dejarlos hasta que se pudrieran, y entonces nacería un diablillo de cada huevo, que se pondría a su servicio para brindarle todas las delicias de este mundo. Pero, ay, me dijo, para que la magia resultase era necesario que la mujer cuyo amor se deseaba escupiera en los huevos antes de que fuesen enterrados en el estiércol, y que ese problema lo angustiaba, porque era preciso que la mujer en cuestión estuviese esta noche a su lado, e hiciera como había explicado, sin saber para qué servía.

De pronto me cubrí de rubor, el rostro, las vísceras, el cuerpo todo se me encendió, y con un hilo de voz le pregunté si aquella noche traería de nuevo a la muchacha de la noche anterior. Se rió, burlándose de mí, y me dijo que sí, que era grande el celo que llevaba (yo lo negué y dije que sólo preguntaba por curiosidad), y después dijo que en la aldea había muchas mujeres, y que traería otra, más bella aún que la que me gustaba. Pensé que estaba mintiéndome para que no lo siguiera. Además, ¿qué habría podido hacer? ¿Seguirlo durante toda la noche mientras Guillermo me esperaba para otras empresas muy distintas? ¿Volver a ver a aquella (suponiendo que fuese la misma) hacia la que me empujaban mis apetitos y de la que me apartaba mi razón, aquella que no debería volver a ver por más que desease verla de nuevo? Sin duda que no. Por tanto, me convencí de que Salvatore decía la verdad, en lo relativo a la mujer. O que, quizá, mentía en todo, que la magia de la que hablaba era una fantasía de su mente ingenua y supersticiosa, y que no haría nada de lo que había dicho.

Me enojé con él, lo traté con rudeza, le dije que aquella noche haría mejor en ir a dormir, porque los arqueros circulaban por el recinto. Respondió que conocía la abadía mejor que los arqueros, y que con aquella niebla nadie vería a nadie. Incluso si ahora escapase, me dijo, tampoco tú me verías, aunque me quedara a sólo dos pasos y me lo estuviese pasando bien con la muchacha que deseas. Se expresó con otras palabras, bastante más innobles, pero éste fue el sentido de lo que dijo. Indignado, me alejé, porque, noble y novicio como era, no iba a litigar con un canalla como aquél.

Fui a reunirme con Guillermo e hicimos lo que correspondía. Es decir, nos dispusimos a asistir a completas situados al fondo de la nave, de modo que, cuando acabó el oficio, estuvimos preparados para emprender nuestro segundo viaje (el tercero para mí) a las vísceras del laberinto.

DESPUÉS DE COMPLETAS

Donde se visita de nuevo el laberinto, se llega hasta el umbral del finis Africae, pero no se lo puede cruzar porque no se sabe qué son el primero y el séptimo de los cuatro, y al final Adso tiene una recaída, por lo demás bastante erudita, en su enfermedad de amor.

La visita a la biblioteca nos tomó muchas horas de trabajo. En teoría, la inspección que debíamos hacer era fácil, pero avanzar iluminándonos con la lámpara, leer las inscripciones, marcar en el mapa los pasos y las paredes sin abertura, registrar las iniciales, recorrer los diferentes trayectos permitidos por el juego de pasos y obstrucciones, resultó bastante largo. Y tedioso.

Hacía mucho frío. Era una noche sin viento y no se oían aquellos silbidos penetrantes que nos habían impresionado la vez anterior, pero por las troneras entraba un aire húmedo y helado. Nos habíamos puesto guantes de lana para poder tocar los volúmenes sin que las manos se nos pasmasen. Pero justo eran los que se usaban para poder escribir en invierno, abiertos en la punta de los dedos; de modo que cada tanto teníamos que acercar las manos a la llama, ponérnolas bajo el escapulario o golpearlas entre sí, mientras ateridos dábamos saltitos para reanimarnos.

Por eso no lo hicimos todo de una tirada. Nos detuvimos a curiosear en los armaria, y, ahora que —con sus nuevas lentes calzadas en la nariz— podía demorarse leyendo los libros, Guillermo prorrumpía en exclamaciones de júbilo cada vez que descubría otro título, ya fuese porque conocía la obra, porque hacía tiempo que la buscaba o, por último, porque nunca la había oído mencionar y eso excitaba al máximo su curiosidad. En suma, cada libro era para él como un animal fabuloso encontrado en una tierra desconocida. Y mientras hojeaba un manuscrito me ordenaba que buscase otros.

—¡Mira qué hay en ese armario!

Y yo iba pasando los volúmenes y leyéndole con dificultad sus títulos:

Historia anglorum de Beda… Y del mismo Beda De aedificatione templi, De tabernaculo, De temporibus et computo et chronica et circuli Dionysi, Ortographia, De ratione metrorum, Vita Sancti Cuthberti, Ars metrica

—Por supuesto, todas las obras del Venerable… ¡Y mira éstos! De rhetorica cognatione, Locorum rhetoricorum distinctio.[126] Y todos estos gramáticos, Prisciano, Honorato, Donato, Maximio, Victorino, Metronio, Eutiques, Focas, Asperu… Es curioso, al principio pensé que aquí había autores de la Anglia… Miremos más abajo…

Hispericafamina. ¿Qué es?

—Un poema hibérnico. Escucha:

Hoc spumans mundanas obvallat Pelagus oras

terrestres amniosis fluctibus cudit margines.

Saxeas undosis molibus irruit avionias.

Infima bomboso vertice miscet glareas

asprifero spergit spumas sulco,

sonoreis frequenter quatibur flabris…[127]

El sentido se me escapaba, pero Guillermo hacía rodar de tal modo las palabras en la boca que parecía oírse el sonido de las olas y la espuma del mar.

—¿Y éste? Es Aldhelm de Malmesbury, oíd lo que dice aquí: Primitus pantorum procerum poematorum pio potissimum paternoque presertim privilegio panegiricum poemataque passim prosatori sub polo promulgatas[128] ¡Todas las palabras comienzan con la misma letra!

—Los hombres de mis islas son todos un poco locos —decía Guillermo con orgullo—. Miremos en el otro armario.

—Virgilio.

—¿Cómo está aquí? ¿Qué de Virgilio? ¿Las Geórgicas?

—No. Epítomes. Nunca los había oído mencionar.

—¡Pero no es Marón! Es Virgilio de Toulouse, el rétor, seis siglos después del nacimiento de Nuestro Señor. Tuvo fama de ser un gran sabio…

—Aquí dice que las artes son poema, rethoria, grama, leporia, dialecta, geometria… Pero, ¿en qué lengua habla?

—En latín, pero en un latín inventado por él, mucho más bello, en su opinión, que el otro. Lee aquí: dice que la astronomía estudia los signos del zodíaco que son mon, man, tonte, piron, dameth, perfellea, belgalic, margaleth, lutamiron, taminon y raphalut.

—¿Estaba loco?

—No sé, no era de mis islas. Escucha esto otro: dice que hay doce maneras de designar el fuego, ignis, coquihabin (quia incocta coquendi habet dictionem), ardo, calax ex calore, fragon ex fragore flammae, rusin de rubore, fumaton, ustrax de urendo, vitius quia pene mortua membra suo vivificat, siluleus, quod de silice siliat, unde et silex non recte dicitur, nisi ex qua scintilla silit. Y aeneon, de Aenea deo, qui in eo habitat, sive a quo elementis flatus fertur.[129]

—¡Pero nadie habla así!

—Afortunadamente. Eran épocas en las que, para olvidar la maldad del mundo, los gramáticos se entretenían con problemas abstrusos. He sabido que en cierta ocasión los rétores Gabundus y Terentius se pasaron quince días y quince noches discutiendo sobre el vocativo de ego, y al final llegaron a las armas.

—Pero también este otro, escuchad… —Había cogido un libro maravillosamente iluminado con laberintos vegetales entre cuyos zarcillos asomaban monos y serpientes—: Escuchad qué palabras: cantamen, collamen gongelamen, stemiamen, plasmamen, sonerus, alboreus, gaudifluus, glaucicomus…

—Mis islas —volvió a decir Guillermo enternecido—. No seas severo con esos monjes de la lejana Hibernia. Quizás a ellos tengamos que agradecerles la existencia de esta abadía y la supervivencia del sacro imperio romano. En aquella época el resto de Europa era un montón de ruinas… En cierta ocasión se declararon nulos los bautismos impartidos por algunos curas en las Galias, porque bautizaban in nomine patris et filiae,[130] y no porque practicasen una nueva herejía según la cual Jesús habría sido mujer, sino porque ya no sabían latín.

—¿Como Salvatore?

—Más o menos. Los piratas del extremo norte bajaban por los ríos para saquear Roma. Los templos paganos se convertían en ruinas y los cristianos aún no existían. Fueron sólo los monjes de la Hibernia quienes en sus monasterios escribieron y leyeron, leyeron y escribieron, e iluminaron, y después se metieron en unas barquitas hechas con pieles de animales y navegaron hacia estas tierras y os evangelizaron como si fueseis infieles, ¿comprendes? Has estado en Bobbio: fue uno de aquellos monjes, San Colombano, quien lo fundó. De modo que no los fastidies porque hayan inventado un nuevo latín, puesto que en Europa ya no se sabía el viejo. Fueron grandes hombres. San Brandán llegó hasta las islas Afortunadas, y bordeó las costas del infierno, donde, en un arrecife, vio a Judas encadenado, y cierto día llegó a una isla y al poner pie en ella descubrió que era un monstruo marino. Sin duda, eran locos —repitió con tono satisfecho.

—Sus imágenes son… ¡No puedo dar crédito a lo que ven mis ojos! ¡Y cuántos colores! —dije, extasiado.

—En un país donde los colores no abundan, un poco de azul y verde por todas partes. Pero no sigamos hablando de los monjes hibernios. Lo que quiero saber es por qué están aquí junto a los anglos y a gramáticos de otros países. Mira en tu mapa. ¿Dónde deberíamos estar?

—En las habitaciones del torreón occidental. También he copiado las inscripciones. Pues bien, al salir de la habitación ciega se entra en la sala heptagonal, y hay un solo paso que comunica con una habitación del torreón, donde la letra en rojo es una H. Después se pasa por las diferentes habitaciones situadas en el interior del torreón, hasta que se llega otra vez a la habitación ciega. La secuencia de las letras es… ¡Tenéis razón! ¡HIBERNIA!

—HIBERNIA, si desde la habitación ciega regresas a la heptagonal, que, como las otras tres, tiene la letra A de Apocalipsis. Por eso están aquí las obras de los autores de la última Tule, y también las de los gramáticos y los rétores, porque los que ordenaron la biblioteca pensaron que un gramático debe estar con los gramáticos hibernios, aunque sean de Toulouse. Es un criterio. ¿Ves como ya empezamos a entender algo?

—Pero en las habitaciones del torreón oriental, por el que hemos entrado, las letras forman FONS… ¿Qué significa?

—Lee bien tu mapa, sigue leyendo las letras de las salas por las que hay que atravesar.

—FONS ADAEU…

—No, Fons Adae:[131] la U es la segunda habitación ciega oriental. La recuerdo; quizá corresponda a otra secuencia ¿Y qué hemos encontrado en el Fons Adae, o sea en el paraíso terrenal (recuerda que allí es donde está la habitación con el altar orientado hacia el sol naciente)?

—Había muchas biblias, y comentarios sobre la biblia, sólo libros sagrados.

—De modo que, ya lo ves, la palabra de Dios asociada con el paraíso terrenal, que, como todos dicen, se encuentra en una región lejana, hacia oriente. Y aquí, a occidente, Hibernia.

—¿Entonces la planta de la biblioteca reproduce el mapa del mundo?

—Es probable. Y los libros están colocados por los países de origen, o por el sitio donde nacieron sus autores o, como en este caso, por el sitio donde deberían haber nacido. Los bibliotecarios pensaron que Virgilio el gramático nació por error en Toulouse, pues debería haber nacido en las islas occidentales. Repararon los errores de la naturaleza.

Seguimos avanzando. Pasamos por una serie de salas donde se guardaban numerosos y espléndidos Apocalipsis, y una de ellas era la habitación donde había tenido yo aquellas visiones. E incluso, cuando vimos desde lejos la luz, Guillermo se tapó la nariz y corrió a apagarla, escupiendo sobre las cenizas. Y de todos modos atravesamos la habitación a toda prisa, pero no pude olvidar que allí había visto el bellísimo Apocalipsis multicolor con la mulier amicta sole y el dragón. Reconstruimos la secuencia de aquellas salas partiendo de la última en que entramos, cuya inicial en rojo era una Y. Leyendo al revés, obtuvimos la palabra YSPANIA, pero la última A era la misma del final de HIBERNIA. Signo, dijo Guillermo, de que había habitaciones donde se guardaban obras de carácter mixto.

En todo caso, la zona denominada YSPANIA nos pareció poblada por una cantidad de códices que contenían el Apocalipsis, todos ellos ricamente ilustrados en un estilo que Guillermo reconoció como hispánico. Descubrimos que la biblioteca poseía quizá la mayor colección de copias del libro del apóstol de toda la cristiandad, así como una inmensa cantidad de comentarios de ese texto. Había volúmenes enormes dedicados a contener el comentario de Beato de Liébana. El texto era siempre más o menos el mismo, pero encontramos una fantástica variedad en las imágenes, y Guillermo reconoció las referencias a alguno de los que, en su opinión, eran los mejores miniaturistas del reino de Asturias: Magius, Facundus y otros.

Mientras íbamos observando éstas y otras cosas, llegamos al torreón meridional, cerca del cual habíamos pasado la otra noche. Desde la habitación S de YSPANIA —sin ventanas— se pasaba a una habitación E, y, después de atravesar las cinco habitaciones del torreón, llegamos a la última, que no comunicaba con ninguna otra, y cuya inicial era una L en rojo. Leyendo la secuencia de nuevo al revés, tuvimos la palabra LEONES.

—Leones, meridión, en nuestro mapa estamos en África, hic sunt leones.[132] Esto explica por qué hemos encontrado tantos textos de autores infieles.

—Y hay más —dije mientras hurgaba en los armarios—. Canon de Avicena, y este hermosísimo códice en una caligrafía que no conozco…

—A juzgar por las decoraciones debería ser un corán, pero lamentablemente no conozco el árabe.

—El corán, la biblia de los infieles, un libro perverso…

—Un libro que contiene una sabiduría diferente de la nuestra. Pero ya veo que entiendes por qué lo pusieron aquí, con los leones y los monstruos. Por eso también encontramos aquí el libro sobre los animales monstruosos, donde viste el unicornio. En esta zona, llamada LEONES, se guardan los libros que, según los constructores de la biblioteca, contienen mentiras. ¿Qué hay allí?

—Están en latín, pero son traducciones del árabe. Ayyub al Ruhawi, un tratado sobre la hidrofobia canina. Y este es un libro sobre los tesoros. Y este otro el De aspectibus de Alhazen…

—Ves: entre los monstruos y las mentiras, también han puesto obras de ciencia, de las que tanto deben aprender los cristianos. Así se pensaba en la época en que se construyó la biblioteca.

—Pero ¿por qué han puesto entre las falsedades un libro con el unicornio? —pregunté.

—Sin duda, los fundadores de la biblioteca tenían ideas extrañas. Es probable que hayan pensado que este libro, donde se habla de animales fantásticos que viven en países lejanos, formaba parte del repertorio de mentiras difundido por los infieles.

—¿El unicornio es una mentira? Es un animal muy gracioso, que encierra un simbolismo muy grande. Figura de Cristo y de la castidad, sólo es posible capturarlo poniendo una virgen en el bosque, para que, al percibir su olor castísimo, el animal se acerque y pose su cabeza en el regazo de la virgen, dejándose atrapar por los lazos de los cazadores.

—Eso dicen, Adso. Pero muchos se inclinan a pensar que se trata de una fábula inventada por los paganos.

—¡Qué desilusión! Me habría hecho gracia encontrar alguno al atravesar un bosque. Si no, ¿qué gracia tendría atravesar un bosque?

—Tampoco está dicho que no exista. Quizá no sea como lo representan estos libros. Un viajero veneciano, que llegó hasta países muy remotos, ya cerca del fons paradisi que mencionan los mapas, vio unicornios. Pero le parecieron torpes y sin gracia, negros y feísimos. Creo que los animales que vio tenían de verdad un cuerno en la frente. Es probable que hayan sido los mismos cuya descripción nos dejaron los maestros del saber antiguo, nunca del todo erróneo, a quienes Dios concedió ver cosas que nosotros no hemos visto. Aquella descripción inicial debió de ser fiel, pero al viajar de auctoritas en auctoritas, la imaginación la fue transformando, hasta que los unicornios se convirtieron en animales graciosos, blancos y dóciles. De modo que si te enteras de que en un bosque habita un unicornio, no vayas con una virgen, porque el animal podría parecerse más al que vio el veneciano que al que figura en este libro.

—Y ¿cómo fue que Dios otorgó a los maestros del saber antiguo la revelación de la verdadera naturaleza del unicornio?

—No la revelación, sino la experiencia. Tuvieron la suerte de nacer en países donde vivían unicornios, o en épocas en las que los unicornios vivían en esos países.

—Pero entonces, ¿cómo podemos confiar en el saber antiguo, cuyas huellas siempre estáis buscando, si nos llega a través de unos libros mentirosos que lo han interpretado con tanta libertad?

—Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir, como vieron muy bien los viejos comentadores de las escrituras. Tal como lo describen estos libros, el unicornio contiene una verdad moral, alegórica o anagógica, que sigue siendo verdadera, como lo sigue siendo la idea de que la castidad es una noble virtud. Pero en cuanto a la verdad literal, en la que se apoyan las otras tres, queda por ver de qué dato de experiencia originaria deriva aquella letra. La letra debe discutirse, aunque el sentido adicional siga siendo válido. En cierto libro se afirma que la única manera de tallar el diamante consiste en utilizar sangre de macho cabrío. Mi maestro, el gran Roger Bacon, dijo que eso no era cierto, simplemente porque había intentado hacerlo y no había tenido éxito. Pero si hubiese existido alguna relación simbólica entre el diamante y la sangre de macho cabrío, ese sentido superior habría permanecido intacto.

—De modo que pueden decirse verdades superiores mintiendo en cuanto a la letra. Sin embargo, sigo lamentando que el unicornio, tal como es, no exista, no haya existido o no pueda existir algún día.

—No nos está permitido poner límites a la omnipotencia divina, y, si Dios quisiera, podrían existir incluso los unicornios. Pero consuélate, existen en estos libros, que, si bien no hablan del ser real, al menos hablan del ser posible.

—Entonces ¿hay que leer los libros sin recurrir a la fe, que es virtud teologal?

—Quedan otras dos virtudes teologales. La esperanza de que lo posible sea. Y la caridad hacia el que ha creído de buena fe que lo posible era.

—Pero ¿de qué os sirve el unicornio si vuestro intelecto no cree en él?

—Me sirve como me ha servido la huella de los pies de Venancio en la nieve, cuando lo arrastraron hasta la tinaja de los cerdos. El unicornio de los libros es como una impronta. Si existe la impronta, debe de haber existido algo de lo que ella es impronta.

—Algo que es distinto de la impronta misma, queréis decir.

—Sí. No siempre una impronta tiene la misma forma que el cuerpo que la ha impreso, y no siempre resulta de la presión de un cuerpo. A veces reproduce la impresión que un cuerpo ha dejado en nuestra mente, es impronta de una idea. La idea es signo de las cosas, y la imagen es signo de la idea, signo de un signo. Pero a partir de la imagen puedo reconstruir, si no el cuerpo, al menos la idea que otros tenían de él.

—¿Y eso os basta?

—No, porque la verdadera ciencia no debe contentarse con ideas, que son precisamente signos, sino que debe llegar a la verdad singular de las cosas. Por tanto, me gustaría poder remontarme desde esta impronta de una impronta hasta el unicornio individual que está al comienzo de la cadena. Así como me gustaría remontarme desde los signos confusos dejados por el asesino de Venancio (signos que podrían referirse a muchas personas) hasta un individuo único, que es ese asesino. Pero no siempre es posible hacerlo en breve tiempo, sin tener que pasar por una serie de otros signos.

—Entonces, ¿nunca puedo hablar más que de algo que me habla de algo distinto, y así sucesivamente, sin que exista el algo final, el verdadero?

—Quizás existe, y es el individuo unicornio. No te preocupes, tarde o temprano lo encontrarás, aunque sea negro y feo.

—Unicornios, leones, autores árabes y moros en general —dije entonces—. Sin duda, esto es el África del que hablaban los monjes.

—Sin duda lo es. Y si lo es, deberíamos encontrar a los poetas africanos a que aludió Pacifico da Tivoli.

En efecto, retrocediendo hasta la habitación L, encontré un armario donde había una colección de libros de Floro, Frontón, Apuleyo, Marciano Capella y Fulgencio.

—Así que es aquí donde Berengario decía que tendría que estar la explicación de cierto secreto —dije.

—Casi aquí. Usó la expresión «finis Africae», y al escuchar estas palabras fue cuando Malaquías se enfadó tanto. El finis podría ser esta última habitación, o bien… —lanzó un grito—: ¡Por las siete iglesias de Clonmacnois! ¿No has notado nada?

—¿Qué?

—¡Regresemos a la habitación S, de la que hemos partido!

Regresamos a la primera habitación ciega cuya inscripción rezaba: Super thronos viginti quatuor.[133] Tenía cuatro aberturas. Una comunicaba con la habitación Y, que tenía una ventana abierta hacia el octágono. Otra comunicaba con la habitación P, que, siguiendo la pared externa, se insertaba en la secuencia YSPANIA. La que daba al torreón comunicaba con la habitación E, que acabábamos de atravesar. Después había una pared sin aberturas, y por último un paso que comunicaba con una segunda habitación ciega cuya inicial era una U. La habitación S era la del espejo, y por suerte éste se encontraba en la pared situada inmediatamente a mi derecha, porque si no, me hubiese llevado de nuevo un buen susto.

Mirando bien el mapa, descubrí que aquella habitación tenía algo especial. Como las demás habitaciones ciegas de los otros tres torreones, habría tenido que comunicar con la habitación heptagonal central. De no ser así, la entrada al heptágono debería estar en la habitación ciega de al lado, la U. Sin embargo, no era así: esta última, que comunicaba con una habitación T con ventana al octágono interno, y con la habitación S, ya conocida, tenía las restantes tres paredes llenas de armarios, o sea sin aberturas. Mirando a nuestro alrededor descubrimos algo que entonces nos pareció evidente, también razonando con el mapa: por razones no sólo de estricta simetría, sino también de lógica, aquel torreón debería tener su habitación heptagonal, y, sin embargo, esa habitación faltaba.

—No existe —dije.

—No es que no exista. Si no existiese, las otras habitaciones serían más grandes. Pero son más o menos del mismo tamaño que las de los otros torreones. Existe, pero no tiene acceso.

—¿Está tapiada?

—Probablemente. De modo que éste es el finis Africae, el sitio por el que rondaban los curiosos que ahora están muertos. Está tapiada, pero no está dicho que no exista algún pasadizo. Más aún: seguro que existe, y Venancio lo encontró, o bien Adelmo se lo había descrito, y a éste, a su vez, Berengario. Releamos sus notas.

Extrajo del sayo el folio de Venancio y volvió a leer:

—La mano sobre el ídolo opera sobre el primero y el séptimo de los cuatro —miró a su alrededor—. ¡Pero sí! ¡El idolum es la imagen del espejo! Venancio pensaba en griego, y en esa lengua, todavía más que en la nuestra, eidolon es tanto imagen como espectro, y el espejo nos devuelve nuestra imagen deformada, que nosotros mismos, la otra noche, confundimos con un espectro. Pero entonces, ¿qué serán los cuatro supra speculum?[134] ¿Algo que hay sobre la superficie reflejante? En tal caso, deberíamos situarnos en cierto ángulo desde el cual pudiera verse algo que se refleja en el espejo y que corresponde a la descripción que da Venancio…

Nos movimos en todas direcciones, pero en vano. Además de nuestras propias imágenes, el espejo sólo nos devolvía confusamente las formas del resto de la sala, apenas iluminada por la lámpara.

—Entonces —reflexionaba Guillermo—, con supra speculum podría querer decir más allá del espejo… Lo que entrañaría que primero llegásemos más allá, porque sin duda este espejo es una puerta.

El espejo era más alto que un hombre normal, y estaba encajado en la pared mediante un sólido marco de roble. Lo tocamos por todas partes, tratamos de meter nuestros dedos, nuestras uñas, entre el marco y la pared, pero el espejo estaba firme como si formase parte de la pared, como piedra en la piedra.

—Y si no es más allá, podría ser super speculum[135] —murmuraba Guillermo, mientras se ponía en puntas de pie y alzaba el brazo para pasar la mano por el borde superior del marco, sin encontrar más que polvo—. Además —reflexionó melancólicamente—, aunque allí detrás haya una habitación, el libro que buscamos, y que otros han buscado, no está ya en ella, porque se lo han llevado, primero Venancio y después, quién sabe dónde, Berengario.

—Quizá Berengario volvió a ponerlo aquí.

—No, aquella noche estábamos en la biblioteca, y todo parece indicar que murió no mucho después del hurto, aquella misma noche, en los baños. Si no, lo hubiésemos vuelto a ver la mañana siguiente. No importa. Por ahora hemos averiguado dónde está el finis Africae y disponemos de casi todos los elementos para perfeccionar nuestro mapa de la biblioteca. Debes admitir que ya se han aclarado muchos de los misterios del laberinto. Todos, diría, salvo uno. Creo que me será más útil una relectura cuidadosa del manuscrito de Venancio, que seguir explorando la biblioteca. Ya has visto que el misterio del laberinto nos ha resultado más fácil de aclarar desde fuera que desde dentro. No será esta noche, frente a nuestras imágenes deformadas, cuando resolveremos el problema. Además, la lámpara se está consumiendo. Ven, completemos las indicaciones que necesitamos para acabar el mapa.

Recorrimos otras salas, siempre registrando en mi mapa lo que íbamos descubriendo. Encontramos habitaciones dedicadas sólo a obras de matemáticas y astronomía, otras con obras en caracteres arameos, que ninguno de los dos conocíamos, otras en caracteres aún más desconocidos, quizá fuesen textos de la India. Nos desplazábamos siguiendo dos secuencias imbricadas que decían IUDAEA y AEGYPTUS. En suma, para no aburrir al lector con la crónica de nuestro desciframiento, cuando más tarde completamos del todo el mapa, comprobamos que la biblioteca estaba realmente constituida y distribuida a imagen del orbe terráqueo. Al norte encontramos ANGLIA y GERMANI, que, a lo largo de la pared occidental, se unían con GALLIA, para engendrar luego en el extremo occidental a HIBERNIA y hacia la pared meridional ROMA (¡paraíso de los clásicos latinos!) e YSPANIA. Después venían, al sur, los LEONES, el AEGYPTUS, que hacia oriente se convertían en IUDAEA y FONS ADAE. Entre oriente y septentrión, a lo largo de la pared, ACAIA, buena sinécdoque, como dijo Guillermo, para referirse a Grecia, y, en efecto, en aquellas cuatro habitaciones abundaban los poetas y filósofos de la antigüedad pagana.

El modo de lectura era extraño. A veces se seguía una sola dirección, a veces se retrocedía, a veces se recorría un círculo, y a menudo, como ya he dicho, una letra servía para componer dos palabras distintas (en este caso, la habitación tenía un armario dedicado a un tema y uno al otro). Pero sin duda no había que buscar una regla áurea en aquella distribución. Sólo era un artificio mnemotécnico para que el bibliotecario pudiese encontrar las obras. Decir que un libro estaba en quarta Acaiae significaba que podía encontrárselo en la cuarta habitación contando desde aquella donde aparecía la A inicial. En cuanto al modo de encontrarla, se suponía que el bibliotecario conocía de memoria el trayecto, recto o circular, que debía recorrer para llegar hasta ella. Por ejemplo, ACAIA estaba distribuido en cuatro habitaciones dispuestas en forma de cuadrado, lo que significa que la primera A era también la última, como, por lo demás, tampoco a nosotros nos llevó mucho descubrir. Al igual que nos había sucedido con el juego de las obstrucciones. Por ejemplo, viniendo desde oriente, ninguna de las habitaciones de ACAIA comunicaba con las habitaciones siguientes: allí se cortaba el laberinto y para llegar al torreón septentrional había que atravesar las otras tres, pero, desde luego, cuando los bibliotecarios entraban desde el FONS, sabían bien que para ir, digamos, a ANGLIA, debían atravesar AEGYPTUS, YSPANIA, GALLIA y GERMANI.


Con estos y otros preciosos descubrimientos concluyó nuestra fructífera exploración de la biblioteca. Pero antes de decir que, satisfechos, nos dispusimos a salir (para participar en otros acontecimientos a los que pronto he de referirme), debo confesar algo a mi lector. Ya he dicho que nuestra exploración se desarrolló de una parte buscando la clave de aquel sitio misterioso y de la otra demorándonos en las salas cuya colocación y cuyo tema íbamos consignando, para hojear todo tipo de libros, como si estuviésemos explorando un continente misterioso o una terra incógnita. Y en general esa exploración se realizaba de común acuerdo, deteniéndonos ambos en los mismos libros, yo llamándole la atención sobre los más curiosos, y él explicándome todo lo que yo era incapaz de entender.

Pero en determinado momento, justo cuando recorríamos las salas del torreón meridional, llamadas LEONES, sucedió que mi maestro se detuvo en una habitación que contenía gran cantidad de obras en árabe con curiosos dibujos de óptica. Y como aquella noche no disponíamos sólo de una, sino de dos lámparas, me puse a curiosear en la habitación de al lado, y comprobé que con sagacidad y prudencia los legisladores de la biblioteca habían agrupado a lo largo de una de sus paredes unos libros que, sin duda, no podían facilitarse a cualquier tipo de lector, porque de diferentes maneras trataban de las más diversas enfermedades del cuerpo y del espíritu. Casi siempre eran libros escritos por autores infieles. Y mi mirada fue a posarse en un libro no muy grande, y adornado con miniaturas que (¡por suerte!) poco tenían que ver con el tema, flores, zarcillos, parejas de animales, algunas hierbas de uso medicinal: su título era Speculum amoris, y su autor fray Máximo de Bolonia, y recogía citas de muchas otras obras, todas sobre la enfermedad del amor. No se necesitaba más para despertar mi insana curiosidad, como comprenderá el lector. De hecho, bastó el título para que mi alma, aquietada desde la mañana, volviera a encenderse, y a excitarse evocando de nuevo la imagen de la muchacha.

Como durante todo el día había rechazado los pensamientos de aquella mañana diciéndome para mí que eran impropios de un novicio sano y equilibrado, y como, además, los acontecimientos habían sido lo bastante ricos e intensos para distraerme, mis apetitos se habían calmado, de modo que ya me creía libre de lo que sólo habría sido una inquietud pasajera. Pero me bastó con ver el libro para decir «de te fabula narratur», y para comprobar que estaba mucho más enfermo de amor de lo que había creído. Después supe que cuando leemos libros de medicina siempre creemos sentir los dolores que allí se describen. Así fue como la lectura de aquellas páginas, hojeadas a toda prisa por miedo a que Guillermo entrase en la habitación y me preguntara qué era lo que estaba considerando con tanta seriedad, me convenció de que sufría de esa enfermedad, cuyos síntomas estaban tan espléndidamente descritos que, si bien por un lado me preocupaba el hecho de estar enfermo (y en la infalible compañía de tantas auctoritates), también me alegraba al ver pintada con tanta vivacidad mi situación. Y al mismo tiempo me iba convenciendo de que, a pesar de encontrarme enfermo, la enfermedad que padecía era, por decirlo así, normal, puesto que tantos otros la habían sufrido de la misma manera, y parecía que los autores citados hubieran estado pensando en mí al describirla.

Así leí emocionado las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar, de la que el enfermo no desea recuperarse (¡y Dios sabe hasta dónde es así!). Comprendí por qué aquella mañana me había excitado tanto todo lo que veía, pues, al parecer, el amor entra por los ojos, como dice, entre otros, Basilio de Ancira, y quien padece dicho mal demuestra —síntoma inconfundible— un júbilo excesivo, y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad (como yo aquella mañana), a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra… Me estremecí al leer que, cuando se le impide contemplar el objeto amado, el amante sincero cae necesariamente en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y a veces el mal ataca al cerebro, y entonces el amante enloquece y delira (era evidente que yo aún no había llegado a esa situación, porque me había desempeñado bastante bien cuando exploramos la biblioteca). Pero leí con aprensión que, si el mal se agrava, puede resultar fatal, y me pregunté si la alegría de pensar en la muchacha compensaba aquel sacrificio supremo del cuerpo, al margen de cualquier justa consideración sobre la salud del alma.

Porque, además, encontré esta otra cita de Basilio, para quien «qui animam corpori per vitia conturbationesque commiscent, utrinque quod habet utile ad vitam necessarium demoliuntur, animamque lucidam ac nitidam camalium voluptatum limo perturbant, et corporis munditiam atque nitorem hac ratione miscentes, inutile hoc ad vitae officia ostendunt».[136] Situación extrema en la que realmente no deseaba hallarme.

Me enteré también, por una frase de Santa Hildegarda, de que el humor melancólico que había sentido durante el día, y que había atribuido a un dulce sentimiento de pena por la ausencia de la muchacha, se parece peligrosamente al sentimiento que experimenta quien se aparta del estado armónico y perfecto que distingue la vida del hombre en el paraíso, y de que esa melancolía «nigra et amara» se debe al soplo de la serpiente y a la influencia del diablo. Idea compartida también por ciertos autores infieles de no menor sabiduría, pues tropecé con las líneas atribuidas a Abu Bakr-Muhammad Ibn Zaka-riyya ar-Razi, quien, en un Liber continens, identifica la melancolía amorosa con la licantropía, en la que el enfermo se comporta como un lobo. Al leer su descripción se me hizo un nudo en la garganta: primero se altera el aspecto externo de los amantes, la vista se les debilita, los ojos se hunden y se quedan sin lágrimas, la lengua se les va secando y se cubre de pústulas, el cuerpo también se les seca y siempre tienen sed. A esas alturas pasan el día tendidos boca abajo, con el rostro y los tobillos cubiertos de marcas semejantes a mordeduras de perro, y lo último es que vagan de noche por los cementerios, como lobos.

Finalmente, ya no tuve dudas sobre la gravedad de mi estado cuando leí ciertas citas del gran Avicena, quien define el amor como un pensamiento fijo de carácter melancólico, que nace del hábito de pensar una y otra vez en las facciones, los gestos o las costumbres de una persona del sexo opuesto (¡con qué fidelidad había descrito mi caso Avicena!): no empieza siendo una enfermedad, pero se vuelve enfermedad cuando, al no ser satisfecho, se convierte en un pensamiento obsesivo (aunque, en tal caso, ¿por qué estaba yo obsesionado si, que Dios me lo perdonara, había satisfecho muy bien mis impulsos?, ¿o lo de la noche anterior no había sido satisfacción amorosa?, pero entonces ¿cómo se satisfacían, cómo se mitigaban los efectos de ese mal?), que provoca un movimiento incesante de los párpados, una respiración irregular, risas y llantos intempestivos, y la aceleración del pulso (¡y en verdad el mío se aceleraba, y mi respiración se quebraba, mientras leía aquellas líneas!). Para descubrir de quién estaba enamorado alguien, Avicena recomendaba un método infalible, que ya Galileo había propuesto: coger la muñeca del enfermo e ir pronunciando nombres de personas del otro sexo, hasta descubrir con qué nombre se le acelera el pulso… Y yo temía que de pronto entrase mi maestro, me cogiera del brazo y en la pulsación de mis venas descubriese, para gran vergüenza mía, el secreto de mi amor… ¡Ay!, el remedio que Avicena sugería era unir a los amantes en matrimonio, con lo que el mal estaría curado. Bien se veía que, aunque sagaz, era un infiel, porque no pensaba en la situación de un novicio benedictino, condenado, pues, a no curar jamás —mejor dicho, consagrado— por propia elección, o por prudente elección de sus padres, a no enfermar jamás. Por fortuna, Avicena, aunque sin pensar en la orden cluniacense, consideraba el caso de los amantes separados por alguna barrera infranqueable, y decía que los baños calientes constituían una cura radical (¿acaso Berengario había tratado de curar el mal de amor que sentía por el difunto Adelmo?, pero ¿podía enfermarse de amor por alguien del mismo sexo?, ¿esto último no era sólo lujuria bestial?, y la que yo había sentido la noche pasada ¿no sería también lujuria bestial?, no, en absoluto, decía en seguida para mí, era suavísima… pero después me replicaba: ¡te equivocas, Adso, fue una ilusión del diablo, era bestialísima, y si entonces pecaste siendo bestia, ahora sigues pecando negándote a reconocerlo!). Pero después leí que, siempre según Avicena, hay otras maneras de curar este mal: por ejemplo, recurrir a la ayuda de mujeres viejas y experimentadas para que se pasen todo el tiempo denigrando a la mujer amada; al parecer, para esta faena las viejas son mucho más eficaces que los hombres. Quizás aquella fuese la solución, pero en la abadía no podía encontrar mujeres viejas (ni tampoco jóvenes). ¿Tendría que pedirle, entonces, a algún monje que me hablase mal de la muchacha? Pero ¿a quién? Además, ¿podía un monje conocer a las mujeres tan bien como las conocía una vieja cotilla? La última solución que sugería el sarraceno era del todo indecente, porque indicaba que el amante infeliz debía unirse con muchas esclavas, procedimiento que en nada convenía a un monje. Y me pregunté cómo podía curar del mal de amor un joven monje. ¿No había manera de que se salvara? ¿No debería recurrir a Severino y sus hierbas? De hecho encontré un pasaje de Arnaldo de Villanova, cuyo elogio había oído en boca de Guillermo, que atribuía el mal de amor a una abundancia de humores y de pneuma, o sea al exceso de humedad y calor en el organismo humano, pues cuando la sangre (que produce el semen generativo) aumenta en exceso, provoca un exceso de semen, una «complexio venerea», y un intenso deseo de unión entre hombre y mujer. En la parte dorsal del ventrículo medio del encéfalo (¿qué sería eso?, me pregunté) reside una virtud estimativa cuya función consiste en percibir las intenciones no sensibles que hay en los objetos sensibles que se captan con los sentidos, y cuando el deseo del objeto que perciben los sentidos se vuelve demasiado intenso, aquella facultad estimativa se perturba sobremanera y ya sólo se nutre con el fantasma de la persona amada. Entonces se produce una inflamación del alma entera y del cuerpo, y la tristeza alterna con la alegría, porque el calor (que en los momentos de desesperación se retira hacia lo más profundo del cuerpo, con lo que la piel se hiela) sube, en los momentos de alegría, a la superficie, e inflama el rostro. Como cura, Arnaldo aconseja tratar de perder la confianza y la esperanza de unirse al objeto amado, para que el pensamiento fuese alejándose de él.

Pero entonces estoy curado, o en vías de curación, dije para mí, porque son pocas o ningunas las esperanzas que tengo de volver a ver al objeto de mis pensamientos, o, si lo viese, de estar con él, o, si estuviese con él, de volver a poseerlo, o, si volviese a poseerlo, de conservarlo a mi lado, tanto debido a mi estado monacal como a las obligaciones que se derivan del rango de mi familia… Estoy salvado, dije para mí. Cerré el libro y me serené, justo cuando Guillermo entraba en la habitación. Proseguimos nuestro viaje por el laberinto (que, como ya he dicho, a esas alturas habíamos logrado desenredar) y por el momento olvidé mi obsesión.

Como se verá, no tardaría mucho en reencontrarla, pero en circunstancias (¡ay!) muy distintas.

NOCHE

Donde Salvatore se deja descubrir miserablemente por Bernardo Gui, la muchacha que ama Adso es apresada y acusada de brujería, y todos se van a la cama más infelices y preocupados que antes.

En efecto, estábamos bajando al refectorio cuando escuchamos unos gritos y percibimos el débil resplandor de unas luces del lado de la cocina. Guillermo se apresuró a apagar la lámpara. Pegándonos a las paredes, llegamos hasta la puerta que daba a la cocina, y comprendimos que el ruido venía de afuera, pero que la puerta estaba abierta. Después las voces y las luces se alejaron, y alguien cerró la puerta con violencia. Era un gran tumulto, preludio de algo desagradable. A toda prisa volvimos a atravesar el osario, llegamos de nuevo a la iglesia, que estaba desierta, salimos por la puerta meridional, y divisamos un ir y venir de antorchas en el claustro.

Nos acercamos, y en la confusión parecía que también nosotros llegásemos, como los muchos que ya estaban allí, desde el dormitorio o desde la casa de los peregrinos. Vimos que los arqueros tenían bien cogido a Salvatore, blanco como el blanco de sus ojos, y a una mujer que lloraba. Se me encogió el corazón: era ella, la muchacha de mis pensamientos. Al verme me reconoció, y me lanzó una mirada implorante y angustiosa. Estuve a punto de correr en su ayuda, pero Guillermo me contuvo, mientras me decía por lo bajo algunos insultos que nada tenían de afectuosos. De todas partes llegaban los monjes y los huéspedes.

Se presentó el Abad, y Bernardo Gui, a quien el capitán de los arqueros informó brevemente de los hechos. Estos eran los siguientes.

Por orden del inquisidor, los arqueros patrullaban durante la noche toda la explanada, vigilando en especial la avenida que iba desde el portalón de entrada hasta la iglesia, la zona de los huertos y la fachada del Edificio (¿por qué?, me pregunté, y comprendí que Bernardo debía de haberse enterado, por los sirvientes o los cocineros, de la existencia de ciertos comercios nocturnos, cuyos responsables quizás éstos no fuesen capaces de indicar con exactitud, pero que se desarrollaban entre la parte externa de la muralla y la cocina, y quizás el estúpido de Salvatore hubiera hablado del asunto, como lo había hecho conmigo, a algún sirviente en la cocina o en los establos, y luego el infeliz, atemorizado por el interrogatorio de la tarde, lo había repetido para aplacar la avidez de Bernardo). Por último, moviéndose con discreción, y al amparo de la niebla, los arqueros habían sorprendido a Salvatore, en compañía de la mujer, mientras maniobraba ante la puerta de la cocina.

—¡Una mujer en este lugar sagrado! ¡Y con un monje! —exclamó con tono severo Bernardo dirigiéndose al Abad—. Eminentísimo señor, si sólo se tratase de la violación del voto de castidad, el castigo de este hombre caería dentro de vuestra jurisdicción. Pero, como aún no sabemos si las tramoyas de estos dos infelices guardan alguna relación con la salud de los huéspedes, es necesario aclarar primero este misterio. Vamos, a ti te hablo, miserable —y mientras tanto se apoderaba del paquete que ilusamente Salvatore creía tener oculto en el pecho—, ¿qué tienes ahí?

Yo ya lo sabía: un cuchillo, un gato negro, que, apenas abierto el paquete, huyó maullando furioso, y dos huevos, ya rotos y convertidos en un líquido viscoso, que todos tomaron por sangre, bilis amarilla u otra sustancia inmunda. Salvatore estaba por entrar en la cocina, matar al gato y arrancarle los ojos. Y quién sabe con qué promesas había logrado que la muchacha lo siguiera. En seguida supe con qué promesas. Los arqueros revisaron a la muchacha, en medio de risas maliciosas y alusiones lascivas, y le encontraron un gallito muerto, todavía con plumas. De noche todos los gatos son pardos, pero en aquella ocasión la desgracia quiso que el gallo no pareciera menos negro que el gato. Por mi parte, pensé que no se necesitaba más para atraer a aquella pobre hambrienta que ya la noche anterior había abandonado (¡y por amor a mí!) su precioso corazón de buey…

—¡Ajá! —exclamó Bernardo con tono muy preocupado—. Gato y gallo negros… Pero yo conozco esta parafernalia… —divisó a Guillermo entre los asistentes—. También vos la conocéis, ¿verdad, fray Guillermo? ¿No fuisteis inquisidor en Kilkenny, hace tres años, cuando aquella muchacha tenía relaciones con un demonio que se le aparecía en forma de gato negro?

El silencio de mi maestro me pareció innoble. Lo cogí de la manga, lo sacudí y le susurré desesperado:

—Pero decidle que era para comer…

Zafándose de mi mano, Guillermo respondió cortésmente a Bernardo:

—No creo que necesitéis de mis viejas experiencias para extraer vuestras conclusiones.

—¡Oh, no, hay testimonios mucho más autorizados! —dijo éste sonriendo—. En su tratado sobre los siete dones del Espíritu Santo, Esteban de Bourbon cuenta que Santo Domingo, después de haber predicado en Fanjeaux contra los herejes, anunció a unas mujeres que verían a quién habían estado sirviendo hasta aquel momento. Y de pronto saltó en medio de ellas un gato espantoso, como un perro grande, con ojos enormes y ardientes, una lengua sanguinolenta que le llegaba hasta el ombligo, la cola corta y erecta, de modo que, hacia dondequiera que se volviese, el animal mostraba su infame trasero, fétido a más no poder, como corresponde a ese ano que los devotos de Satanás, y en no último lugar los caballeros templarios, siempre suelen besar en el transcurso de sus reuniones. Y después de haberse paseado una hora alrededor de las mujeres, el gato saltó a la cuerda de la campana y trepó por ella, dejando allí sus fétidos excrementos. ¿Y acaso no aman al gato los cátaros, cuyo nombre, según Alain de Lille, deriva precisamente de catus, porque besan el trasero de dicho animal al que consideran la encarnación de Lucifer? ¿Y no confirma la existencia de esta repugnante práctica también Guillermo de Auvernia en el De legibus? ¿Y no dice Alberto Magno que los gatos son demonios en potencia? ¿Y no cuenta mi venerable colega Jacques Fournier que en el lecho de muerte del inquisidor Godofredo de Carcassone aparecieron dos gatos negros que no eran sino dos demonios que deseaban hacer befa de aquellos despojos?

Un murmullo de horror recorrió el grupo de los monjes, muchos de los cuales hicieron el signo de la santa cruz.

—¡Señor Abad, señor Abad! —decía entre tanto Bernardo con tono virtuoso—. Quizá vuestra excelencia ignore lo que suelen hacer los pecadores con estos instrumentos. Pero yo lo sé muy bien. ¡Ojalá Dios no lo hubiese querido! He visto a mujeres de una perversión extrema que, durante las horas más oscuras de la noche, junto con otras de su calaña, utilizaban gatos negros para obtener prodigios que tuvieron que admitir: como el de montar en ciertos animales y valerse de las sombras nocturnas para recorrer distancias inmensas, arrastrando a sus esclavos, transformados en íncubos deseosos de entregarse a tales prácticas… Y el mismo diablo se les aparece, o al menos están segurísimas de que se les aparece, en forma de gallo, o de otro animal muy negro, y con él llegan incluso, no me preguntéis cómo, a yacer. Y sé de buena fuente que con este tipo de nigromancias no hace mucho, precisamente en Aviñón, se prepararon filtros y ungüentos para atentar contra la vida del propio señor papa, envenenando sus alimentos. ¡El papa pudo defenderse y reconocer la ponzoña, porque poseía unas joyas prodigiosas en forma de lengua de serpiente, reforzadas con maravillosas esmeraldas y rubíes, que por virtud divina permitían detectar la presencia de veneno en los alimentos! ¡Once le había regalado el rey de Francia, de tales lenguas preciosísimas, gracias al cielo, y sólo así nuestro señor papa pudo escapar de la muerte! Es cierto que los enemigos del pontífice no se limitaron a eso, y todos saben lo que se le descubrió al hereje Bernard Délicieux, arrestado hace diez años: en su casa se encontraron libros de magia negra con anotaciones en las páginas más abyectas, con todas las instrucciones para construir figuras de cera a través de las cuales podía hacerse daño a los enemigos. Y aunque os parezca increíble, también en su casa se encontraron figuras que reproducían, con arte sin duda admirable, la propia imagen del papa, con circulitos rojos en las partes vitales del cuerpo: y todos saben que esas figuras se cuelgan de una cuerda, delante de un espejo, para después hundirles en los círculos vitales alfileres y… ¡Oh! ¿Pero por qué me demoro en detallar estas repugnantes miserias? ¡El propio papa las ha mencionado y las ha descrito, condenándolas, hace sólo un año, en su constitución Super illius specula! Y sin duda espero que poseáis una copia en vuestra rica biblioteca, para que meditéis sobre ella como es debido…

—La tenemos, la tenemos —se apresuró a confirmar el Abad, muy perturbado.

—Está bien —concluyó Bernardo—. Ahora veo claramente lo que ha sucedido. Una bruja, un monje que se deja seducir, y un rito que por suerte no ha podido celebrarse. ¿Con qué fines? Eso es lo que hemos de saber, y para saberlo quiero sacrificar algunas horas de sueño. Ruego a vuestra excelencia que ponga a mi disposición un sitio donde pueda tener vigilado a este hombre…

—En el subsuelo del taller de los herreros —dijo el Abad—, tenemos algunas celdas, que por suerte se usan muy poco, y que están vacías desde hace años.

—Por suerte o por desgracia —observó Bernardo.

Y ordenó a los arqueros que se hiciesen mostrar el camino y que pusieran a los cautivos en dos celdas distintas; y que atasen bien al hombre de alguna argolla que hubiera en la pared, para que cuando, muy pronto, bajase a interrogarlo, pudiera mirarlo bien en la cara. En cuanto a la muchacha, añadió, estaba claro lo que era, y no valía la pena interrogarla aquella noche. Ya surgirían otras pruebas antes de que fuese quemada por bruja. Y si era bruja, no sería fácil que hablara. Pero el monje quizá aún podía arrepentirse (y miró a Salvatore, que temblaba, como dándole a entender que todavía le ofrecía una oportunidad), contar la verdad, y, añadió, denunciar a sus cómplices.

Se los llevaron: uno, silencioso y deshecho, como afiebrado; la otra, llorando, dando patadas, y gritando como un animal en el matadero. Pero ni Bernardo ni los arqueros ni yo mismo comprendíamos lo que decía en su lengua de campesina. Aunque hablase, era como si fuese muda. Hay palabras que dan poder y otras que agravan aún más el desamparo, y de este último tipo son las palabras vulgares de los simples, a quienes el Señor no ha concedido la gracia de poder expresarse en la lengua universal del saber y del poder.

Otra vez estuve por lanzarme tras ella, otra vez Guillermo, cuya expresión era muy sombría, me contuvo.

—Quédate quieto, tonto, la muchacha está perdida, es carne de hoguera.

Mientras observaba aterrado la escena, en medio de un torbellino de pensamientos contradictorios, con los ojos clavados en la muchacha, sentí que me tocaban el hombro. No sé cómo, pero antes de volverme supe que era la mano de Ubertino.

—¿Miras a la bruja, verdad? —me dijo.

Yo sabía que no podía estar al tanto de mi historia, y que, por consiguiente, sus palabras sólo expresaban lo que, con su tremenda capacidad para penetrar en las pasiones humanas, había leído en la tensión de mi mirada.

—No… —intenté zafarme—, no la miro… Es decir, quizá la mire, pero no es una bruja. No lo sabemos, quizá sea inocente…

—La miras porque es bella. Es bella, ¿verdad? —me preguntó enardecido y cogiéndome con fuerza del brazo—. Si la miras porque es bella, y su belleza te perturba (sé que estás perturbado porque te atrae aún más debido al pecado del que se le acusa), si la miras y sientes deseo, entonces, por eso mismo, es una bruja. Vigila, hijo mío… La belleza del cuerpo sólo existe en la piel. Si los hombres viesen lo que hay debajo de la piel, como sucede en el caso del lince de Beocia, se estremecerían de horror al contemplar a la mujer. Toda esa gracia consiste en mucosidades y en sangre, en humores y en bilis. Si pensases en lo que se esconde en la nariz, en la garganta y en el vientre, sólo encontrarías suciedad. Y si te repugna tocar el moco o el estiércol con la punta del dedo, ¿cómo podrías querer estrechar entre tus brazos el saco que contiene todo ese excremento?

Estuve a punto de vomitar. No quería seguir escuchando aquellas palabras. Acudió en mi ayuda Guillermo, que había estado oyendo. Se acercó bruscamente a Ubertino, y cogiéndolo por un brazo lo separó del mío.

—Ya está bien, Ubertino —dijo—. Pronto esta muchacha será torturada y después morirá en la hoguera. Se convertirá exactamente en lo que dices: moco, sangre, humores y bilis. Pero serán nuestros semejantes quienes extraigan de debajo de su piel lo que el Señor ha querido que esa piel protegiese y adornara. Y desde el punto de vista de la materia prima, tú no eres mejor que ella. Deja tranquilo al muchacho.

Ubertino quedó confuso:

—Quizá he pecado —murmuró—. Sin duda he pecado. ¿Qué otra cosa puede hacer un pecador?

Ya todos se estaban retirando, mientras comentaban lo sucedido. Guillermo habló un momento con Michele y los otros franciscanos, que le preguntaban qué pensaba de aquello.

—Ahora Bernardo tiene un argumento, aunque sea equívoco. Por la abadía merodean nigromantes que hacen lo mismo que se hizo contra el papa en Aviñón. Sin duda, no se trata de una prueba, y no puede usarse para perturbar el encuentro de mañana. Esta noche tratará de arrancarle a ese desgraciado alguna otra indicación, pero estoy seguro de que no la utilizará inmediatamente. No la utilizará mañana por la mañana, la tendrá en reserva para más adelante, para perturbar la marcha de las discusiones, en caso de que éstas tomen una orientación que no sea de su agrado.

—¿Podría hacerle decir algo que luego le sirviese contra nosotros? —preguntó Michele da Cesena.

Guillermo, dudó un momento:

—Esperemos que no —dijo por fin.

Comprendí que si Salvatore decía a Bernardo lo que nos había dicho a nosotros, sobre su pasado y sobre el pasado del cillerero, y si hacía alguna referencia al vínculo entre ambos y Ubertino, por fugaz que ésta fuese, se crearía una situación bastante incómoda.

—De todos modos, no nos adelantemos a los acontecimientos —dijo Guillermo con serenidad—. Además, Michele, todo estaba decidido de antemano. Pero tú quieres probar.

—Sí, quiero —dijo Michele—, el Señor me ayudará. Que San Francisco interceda por todos nosotros.

—Amén —respondieron todos.

—Pero no es seguro que pueda hacerlo —fue el irreverente comentario de Guillermo—. Quizá San Francisco está en alguna parte esperando el juicio, y aún no ve al Señor cara a cara.

—Maldito sea el hereje Juan —oí que gruñía micer Girolamo, mientras todos volvían a sus celdas—. Si ahora nos quita hasta el auxilio de los santos, ¿dónde acabaremos los pobres pecadores?

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