3

El capitán Raj Lyubov tenía dolor de cabeza. Había comenzado como una molestia en los músculos del hombro derecho; después había crecido hasta convertirse en un concierto de tambores aplastante sobre el oído. Los centros del lenguaje están en la corteza cerebral izquierda, pensó, pero él no lo hubiera asegurado. No podía hablar, ni leer, ni dormir, ni pensar. Corteza, vórtice. Migraña de dolor de cabeza, margarina de dolor de pan, olí, olí, olí. Por supuesto, le habían curado la jaqueca, una vez en la Universidad y otra durante las sesiones de Psicoterapia Profiláctica Militar obligatorias, pero se había llevado algunas píldoras de ergosmina de la Tierra como precaución. Había tomado dos, y un anestésico y un tranquilizante, y una gragea digestiva para contrarrestar la cafeína que contrarrestaba la ergotamina, pero la barrena seguía agujereándole desde dentro, justo por encima de la oreja derecha, al compás de un tambor gigante. Barrena, pena, oh Dios. Líbranos Señor. Medio kilo de hígado. ¿Qué harían los athshianos contra la jaqueca? Ellos no podían tener jaqueca, cuando soñaban despiertos ahuyentaban las tensiones una semana antes que apareciesen. Prueba, prueba a soñar despierto.

Empieza como Selver te enseñó. Aunque no sabía nada de electricidad ni podía comprender los principios del EEG, ni tampoco había oído hablar de las ondas alfa y cuándo aparecen, Selver dijo: “Ah, sí, se refiere a esto”, y en el aparato que registraba el funcionamiento de la cabecita verde aparecieron los inconfundibles garabatos alfa; y en una clase de apenas media hora le había enseñado a Lyubov cómo provocar e interrumpir los ritmos alfa. Y no era nada difícil en realidad. Pero no ahora, el mundo nos abruma demasiado, olí, olí, olí, sobre la oreja derecha escucho siempre la carroza alada del Tiempo que se acerca veloz, pues anteayer los athshianos incendiaron Campamento Smith y mataron a doscientos hombres. Doscientos siete, para ser exacto. Todos, excepto el capitán. No era extraño que las píldoras no pudiesen llegar al centro de la jaqueca, porque dos días atrás estaba en una isla a trescientos kilómetros de distancia. Del otro lado de las colinas y lejos. Cenizas, cenizas, todo destruido. Y entre las cenizas, todo lo que sabía de las Formas de Vida Inteligentes en Mundo 41. Polvo, basura, un embrollo de datos falsos y falsas hipótesis. Casi cinco años aquí y había estado convencido de que los athshianos eran incapaces de matar a hombres de cualquier especie. Había escrito largos informes para explicar cómo y por qué los athshianos no podían matar. Todo equivocado.

Falso del principio al fin.

¿Qué se le había escapado?

Era casi hora de ir a la reunión en el Cuartel General. Lyubov se levantó con cautela, desplazándose como una sola mole para que el costado derecho de la cabeza no se le cayese; se acercó a su escritorio con el andar de un hombre que camina bajo el agua, se sirvió un trago de vodka, producción común, y se lo bebió. El alcohol le dio la vuelta como un guante: le puso de nuevo en contacto con el exterior, le normalizó. Se sintió mejor.

Salió, e incapaz de soportar los traqueteos de la motocicleta, empezó a caminar por la larga y polvorienta calle principal de Centralville hacia el Cuartel General. Al pasar por el Luau pensó con avidez en otro vodka; pero en ese momento entraba el capitán Davidson y Lyubov no se detuvo.

La gente del Shackleton ya estaba reunida en la sala de conferencias. El comandante Yung, a quien Lyubov conocía de antes, había bajado con algunas caras nuevas esta vez.

No llevaban el uniforme de la Armada. Al cabo de un momento se dio cuenta con un ligero sobresalto de que eran humanos no terrícolas. En seguida, intentó que se los presentaran. Uno de ellos, el señor Or, era un cetiano peludo, de color gris, bajo y serio; el otro, el señor Lepennon, era alto, blanco y bien parecido: un hainiano. Saludaron a Lyubov con interés, y Lepennon le dijo: —Acabo de leer su trabajo sobre el control consciente del sueño paradójico entre los athshianos, doctor Lyubov.

Era un comentario agradable. Y también lo era que le llamasen por su bien merecido título de doctor. Por su conversación, parecía que los extraterrestres habían estado en la Tierra, y que podían ser expertos en esvis o algo parecido; pero el comandante, al presentárselos, no lo había mencionado.

La sala se iba llenando. Llegó Gosse, el ecologista de la colonia, y también los oficiales; y el capitán Susun, director de Desarrollo Planetario —operativo talado —cuyo cargo, igual que el de Lyubov, era un invento necesario para la tranquilidad de espíritu de los militares. El capitán Davidson entró solo, apuesto y erguido, el rostro enjuto de facciones marcadas, sereno y un tanto serio. Había guardias custodiando todas las puertas. Todos los señorones del Ejército estaban tiesos como estacas. La conferencia era, lisa y llanamente, una investigación. ¿Quién tenía la culpa? Yo, yo tengo la culpa, pensó Lyubov con desesperación, pero esa misma desesperación le llevó a mirar hacia la mesa al capitán Davidson con odio y desprecio.

El comandante Yung habló con voz muy tranquila.

—Como ustedes saben, señores, mi nave se detuvo aquí, en Mundo 41 para bajarles un nuevo cargamento de colonas, y nada más; el destino del Shackleton es Mundo 88, Prestno, uno de los planetas del Grupo Hainiano. SI embargo este ataque a un campamento de avanzada, desencadenado durante nuestra larga permanencia aquí, no puede su ignorado; sobre todo a la luz de ciertas circunstancias de las que se informará un poco más adelante, en el curso normal de los acontecimientos. El hecho es que el status del Mundo 41 como Colonia Terráquea está en estos momentos en discusión, y la masacre del campamento podría precipitar las decisiones de la Administración Colonial.

Naturalmente, las decisiones que nosotros podamos adoptar tienen que ser tomadas en seguida, pues no puedo retener aquí mi nave durante mucho tiempo. Ahora bien, antes que nada, deseamos estar seguros de que los hechos pertinentes son de conocimiento de todos. El informe del capitán Davidson sobre los sucesos de Campamento Smith fue grabado y escuchado por todos nosotros en la nave; ¿lo han escuchado también todos ustedes? Muy bien. Si alguno de ustedes desea preguntarle algo al capitán Davidson, adelante. Yo, personalmente, tengo una pregunta. Usted volvió al solar del campamento al día siguiente, capitán Davidson, en un helicóptero grande y acompañado por seis soldados; ¿tenía usted permiso de algún superior aquí en Central?

Davidson se puso de pie.

—Lo tenía, señor.

—¿Estaba usted autorizado para aterrizar e incendiar el bosque próximo al campamento?

—No, señor.

—Y sin embargo lo hizo.

—Sí, señor. Estaba tratando de que los creechis salieran del bosque. —Muy bien.

¿Señor Lepennon?

El alto hainiano se aclaró la voz.

—Capitán Davidson —dijo—, ¿cree usted que la gente que trabajaba bajo sus órdenes en Campamento Smith estaba contenta en general?

—Sí, lo creo.

La actitud de Davidson era firme y directa; el hecho de que se encontrara en dificultades no parecía molestarle. Por supuesto, estos oficiales de la Armada y esos extranjeros no podían obligarle a nada. De la pérdida de doscientos hombres y de las represalias que él había tomado sin autorización, no tenía que responder ante nadie, excepto al coronel. Pero el coronel estaba allí, escuchando.

—¿Quiere decir, entonces, que estaban bien alimentados, alojados decentemente, sin demasiado trabajo, en la medida en que esto es posible en un campamento de frontera?

—Sí.

—¿La disciplina era muy rigurosa?

—No.

—¿Qué opina usted, entonces? ¿Qué provocó la rebelión?

—No comprendo.

—Si no había descontentos, ¿por qué unos masacraron a los otros y lo destruyeron todo?

Hubo un preocupado silencio.

—Si se me permite una breve intervención —dijo Lyubov—, fueron los esvis nativos, los athshianos empleados en el campamento y los que habitaban en el bosque quienes atacaron a los humanos terrícolas. En su informe el capitán Davidson se refiere a los athshianos como los “creechis”.

Lepennon parecía molesto y ansioso.

—Gracias, doctor Lyubov. Quiere decir que me equivoqué de medio a medio. A decir verdad, supuse que la palabra “creechi” aludía a una casta terrícola que desempeñaba tareas menores en los campamentos de leñadores. Creyendo, como todos nosotros, que los athshianos eran una especie intermedia no agresiva, nunca pensé que ellos fueran “los creechis”. En realidad, tampoco sabía que cooperaban con ustedes en los campamentos. De todos modos, sigo ignorando qué pudo provocar el ataque y el motín.

—No lo sé, señor.

—¿Cuando el capitán dijo que la gente que trabajaba bajo sus órdenes estaba contenta, incluía también a los nativos? —preguntó Or, el cetiano, en un áspero murmullo.

El hainiano entendió enseguida, y le preguntó a Davidson, con voz Preocupada y cortés: —¿Cree usted que los athshianos que vivían en el campamento estaban contentos?

—Hasta donde yo sé.

—¿No había nada fuera de lo común en la situación de esta gente, o en el trabajo que hacían?

Lyubov sintió cómo se elevaba la tensión, una vuelta de tuerca, en el coronel Dongh y la plana mayor, y también en el comandante de la astronave. Davidson se mantenía tranquilo y desenvuelto.

—Nada fuera de lo común.

Lyubov sabía ahora que sólo sus estudios científicos habían sido enviados al Shackleton; las protestas, y hasta los informes anuales acerca de la “Adaptación de los Nativos a la Presencia Colonial” pedidos por la Administración, habían quedado arrinconados en el cajón de algún escritorio del cuartel general. Estos dos humanoides no terráqueos desconocían por completo la forma en que se explotaba a los atlishianos. El comandante Yung estaba enterado, desde luego; no era la primera vez que bajaba, y habría visto las pocilgas de los creechis. De todos modos un comandante de la Armada Colonial no tenía mucho que aprender sobre las relaciones entre los terráqueos y las especies nativas inteligentes. Aprobase o no la política de la Administración Colonial, poco o nada podía sorprenderle. Pero un cetiano y un hainiano ¿qué podían saber, a menos que la casualidad los trajese a una colonia terráquea mientras iban a alguna otra parte? Lévennos y Or no habían tenido nunca la intención de bajar. O quizá no habían pensado bajar, pero al enterarse de los disturbios, ellos mismos habían insistido. ¿Por qué les había traído el comandante: por iniciativa propia o porque ellos lo habían querido así? Quienesquiera que fuesen había en ellos un aura de autoridad, una vaharada del áspero, embriagador olor del poder. El dolor de cabeza de Lyubov había desaparecido como por encanto, se sentía alerta y excitado, las mejillas un tanto acaloradas.

—Capitán Davidson —dijo—, tengo un par de preguntas, a propósito de su enfrentamiento de anteayer con los cuatro nativos. ¿Está usted seguro de que uno de ellos era Sam, o Selver Thele?

—Creo que sí.

—Usted no ignora que él está resentido contra usted.

—No sé nada.

—¿No lo sabe? La mujer de Selver murió en las habitaciones de usted inmediatamente después de una relación sexual, y él le considera responsable de esa muerte, ¿no lo sabía usted? Selver le atacó una vez, antes, aquí en Centralville; ¿lo había olvidado? Y bien, lo cierto es que el odio personal de Selver hacia el capitán Davidson puede servir como explicación o motivación parcial de este ataque sin precedentes. Los atlishianos no son incapaces de utilizar la violencia personal, nunca afirmé nada semejante. Los adolescentes que no han dominado aún el sueño controlado o el canto competitivo suelen luchar entre ellos, o pelearse a puñetazos, y no siempre amistosamente. Pero Selver es un adulto y un adepto; y, su primer ataque personal al capitán Davidson, que yo presencié en parte, era sin lugar a dudas una tentativa de asesinato. Como lo fue, dicho sea de paso, la represalia del capitán Davidson. En ese momento, consideré el ataque como un episodio psicótico aislado, producto de un dolor compulsivo e incontenible. Me equivoqué.

Capitán, cuando los cuatro atlishianos se abalanzaron sobre usted desde un lugar oculto, corno dice usted en el informe, ¿quedó postrado en el sumo?

—Sí.

—¿En qué posición?

El rostro sereno de Davidson se puso tenso y rígido, y Lyubov sintió una punzada de remordimiento. Quería acorralar a Davidson en sus mentiras, obligarle a decir la verdad alguna vez, pero no quería humillarle en presencia de otros. Las acusaciones de violación y asesinato corroboraban la imagen que Davidson tenía de sí mismo, la del hombre totalmente viril, pero ahora esa imagen estaba en peligro: Lyubov había presentado al soldado, el luchador, el hombre frío y rudo, derribado por enemigos de la talla de un niño de seis años… ¿Tanto le costaba a Davidson, entonces, recordar aquel momento en que tendido en el suelo miraba por una vez desde abajo a los hombrecillos verdes, no desde arriba?

—Estaba boca arriba.

—¿Tenía la cabeza echada hacia atrás, o vuelta hacia un costado?

—No lo sé.

—Estoy tratando de establecer un hecho, capitán, un hecho que podría contribuir a explicar por qué Selver no le mató, pese a que tenía una cuenta pendiente con usted y que pocas horas antes había ayudado a matar a doscientos hombres. Me preguntaba si usted habrá estado echado por ventura en una el tras posiciones atlishianas que obligan al adversario a interrumpir el ataque.

—No lo sé.

Lyubov paseó una mirada rápida alrededor de la mesa de conferencias; en todos los rostros había una curiosidad y cierta tensión.

—Esos gestos y posiciones que previenen la agresión, pueden tener alguna raíz innata, pueden ser provocados por el instinto de supervivencia, y por supuesto se enseñan, pero se los fomenta y se los propaga socialmente. La más eficaz y la más completa es una posición postrada, decúbito dorsal, con los ojos cerrados, la cabeza volcada hacia atrás, exponiendo la garganta. Creo que un atlishiano de las culturas locales sería incapaz de golpear a un enemigo en esa posición. La cólera y la agresión tendrían que ser descargadas de algún otro modo. ¿Cuando fue derribado, Selver no cantó, por casualidad?

—¿No qué?

—No cantó.

—No lo sé.

Bloqueo. Nada que hacer. Lyubov estaba a punto de encogerse de hombros y abandonar la partida, cuando el cetiano preguntó: —¿Por qué, señor Lyubov?

La característica más fascinante del desapacible temperamento cetiano era la curiosidad, una curiosidad inoportuna e inagotable; los cetianos se morían de impaciencia, siempre queriendo ver lo que había después.

—Vea usted —dijo Lyubov—, los atlishianos utilizan una especie de canto ritual en sustitución de la lucha física. También éste es un fenómeno social universal que puede tener bases fisiológicas, aunque es muy difícil definir algo como “innato” en los seres humanos. Aquí, sin embargo, todos los primates superiores participan en torneos vocales entre dos machos, mucho aullido y mucho silbido; al fin, el macho vencedor puede asestarle al otro un puñetazo, pero en general se limitan a pasar una hora o algo así tratando de descubrir quién chilla más fuerte. Los propios athshianos advierten la semejanza de esta costumbre de los primates con sus propios concursos de canto, que también se disputan exclusivamente entre machos; pero como ellos mismos observan, esos concursos no son una simple descarga de agresividad, sino una forma de arte. El mejor artista gana. Lo que me preguntaba era si Selver había cantado sobre el capitán Davidson, y en ese caso, si cantó porque no podía matarle, o porque prefirió una victoria sin derramamiento de sangre. Estas preguntas necesitan ahora respuestas bastante urgentes.

—Doctor Lyubov —dijo Lepennon—, ¿en qué medida son eficaces estos mecanismos de canalización de la agresividad? ¿Son universales?

—Entre los adultos, sí. Así lo manifiestan mis informantes, y todas mis observaciones parecían corroborarlo, hasta anteayer. La violación, la agresión violenta y el asesinato no existen virtualmente entre ellos. Hay accidentes, por supuesto. Y hay psicóticos, pero no muchos.

—¿Qué hacen con los psicóticos peligrosos?

—Los aíslan. Literalmente. En islas pequeñas.

—Los athshianos son carnívoros. ¿Cazan animales?

—La carne es un alimento común.

—Asombroso —dijo Lepennon, y su tez blanca palideció aún más de pura excitación —. ¡Una sociedad humana con una barrera eficaz contra la guerra! ¿Y a qué costo, doctor Lyubov?

—No estoy seguro, señor Lepennon. Quizá a expensas del cambio. Son una sociedad estática, estable, uniforme. No tienen historia. Perfectamente integrada y absolutamente inmóvil. Pero esto no significa que no sean capaces de adaptarse.

—Señores, todo esto es muy interesante, sobre todo para los especialistas, sin duda, pero puede no tener mucha relación con lo que estamos tratando…

—No, discúlpeme, coronel Dongh, quizá éste sea el centro de la cuestión. ¿Decía, doctor Lyubov?

—Bueno, me pregunto si no están demostrando que pueden adaptarse, ahora.

Adaptando su comportamiento al nuestro. A la Colonia Terráquea. Durante cuatro años se han comportado con nosotros como se comportan entre ellos. A pesar de las diferencias físicas, nos reconocieron como miembros de la misma especie, como hombres. Sin embargo, nosotros no les respondimos como miembros de esa especie. Hicimos caso omiso de las respuestas, los derechos y las obligaciones de la no violencia. Hemos matado, violado, dispersado y esclavizado a los humanos nativos, hemos destruido sus comunidades, y talado sus bosques. No sería sorprendente que hayan llegado a la conclusión de que no somos humanos.

—Y que por lo tanto pueden matarlos, como animales, sí, sí —dijo el cetiano, disfrutando de la lógica; pero la cara de Lepennon era como de piedra, imperturbable, y blanca.

—¿Esclavizado? —dijo.

—Las opiniones y teorías del capitán Lyubov son personales —dijo el coronel Dongh —. Tengo la obligación de declarar que me parecen erróneas, y él y yo ya lo hemos discutido muchas veces con anterioridad. Nosotros no empleamos esclavos, señor. Algunos de los nativos cumplen funciones útiles en nuestra comunidad. El Cuerpo Voluntario de Mano de Obra Autóctona es parte integrante de todos los campamentos, excepto los temporarios.

Disponemos aquí de muy escaso personal para llevar a cabo nuestras tareas y necesitamos obreros y empleamos todos los que podemos conseguir, pero de ninguna manera en condiciones que pudieran llamarse de esclavitud.

Lepennon estaba a punto de hablar, pero le cedió la palabra al cetiano, quien dijo solamente: —¿Cuántos de cada raza?

Gosse replicó: —Dos mil seiscientos cuarenta y un terráqueos, ahora. Lyubov y yo pensamos que la población nativa de esvis es de alrededor de tres millones.

—¡Tendrían que haber tomado en cuenta esas estadísticas, señores, antes de alterar las tradiciones nativas! —dijo Or, con una sonrisa desagradable pero perfectamente genuina.

—No nos faltan armas ni equipos para resistir cualquier tipo de agresión por parte de los nativos —dijo el coronel —. Sin embargo, todos parecían estar de acuerdo; tanto las primeras Misiones Exploradoras como nuestro equipo de especialistas dirigido por el capitán Lyubov: los neotahitianos serían una especie primitiva inofensiva y amante de la paz. Es obvio ahora que esta información era errónea…

Or interrumpió al coronel.

—¡Obvio! ¿Considera usted que la especie humana es primitiva, inofensiva y amante de la paz, coronel? No. ¿Pero sabía que los esvis de este planeta son humanos? ¿Tan humanos como usted o yo o Lepennon… ya que todos descendemos de la misma cepa hainiana original?

—Esa es la teoría científica, lo sé…

—Coronel, es la verdad histórica.

—No estoy obligado a aceptarla como un hecho —dijo el viejo coronel montando en cólera —y no me gusta que me atribuyan cosas que no he dicho. Lo importante es que estos creechis miden un metro de estatura, están cubiertos de piel verde, no duermen y según mi criterio no son seres humanos.

—Capitán Davidson —dijo el cetiano—, ¿usted considera humanos a los esvis nativos, o no?

—No lo sé.

—Pero usted tuvo relaciones sexuales con una… la mujer de ese Selver. ¿Tendría usted relaciones sexuales con un animal? ¿Y qué opina el resto de ustedes? —Miró uno tras otro al congestionado coronel, a los ceñudos comandantes, a los lívidos capitanes, a los rastreros especialistas —. No han pensado las cosas a fondo —concluyó. De acuerdo con sus propios criterios, era un insulto brutal.

El comandante del Shackleton sacó al fin algunas palabras del abismo de embarazoso silencio.

—Bien, señores, la tragedia de Campamento Smith está por cierto íntimamente ligada con todo el problema de las relaciones entre colonos y nativos, y no es de ningún modo un episodio insignificante o aislado. Esto es lo que teníamos que establecer. Y siendo éste el caso, creo que podemos aliviar los problemas de ustedes. La finalidad principal de nuestro viaje no era traer aquí un par de centenares de muchachas, aunque sé que Es han evado esperando, sino llegar a Prestno, donde ha habido alguna dificultad, y entregarle al gobierno un ansible. Es decir, un transmisor CID.

—¿Qué? —dijo Sereng, un ingeniero.

Alrededor de la mesa, todas las miradas parecían hipnotizadas.

—El que tenemos a bordo es un modelo antiguo, y cuesta aproximadamente una renta planetaria anual. Esto, por supuesto, hace veintisiete años de tiempo planetario, cuando partimos de la Tierra. Hoy los fabrican en serie, y son relativamente económicos: parte del equipo normal de las naves de la Armada. A su debido tiempo una nave robot o tripulada vendrá hasta aquí para traerles el que corresponde a la colonia. En realidad, será una nave tripulada de la Administración, que ya está en camino, y llegará aquí dentro de nueve punto cuatro años terrestres, si mal no recuerdo.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó alguien, enfrentándose al comandante Yung.

—Por el ansible, el que tenemos a bordo —respondió sonriendo el comandante —. Señor Or, ustedes inventaron el instrumento, ¿podría explicárselo a los aquí presentes que no están familiarizados con los términos?

El cetiano no se conmovió.

—No intentaré explicar a los presentes —dijo —cómo funciona un ansible, pero para describir los efectos basta una frase: la transmisión instantánea de un mensaje a cualquier distancia. Uno de los elementos tiene que estar instalado en un gran cuerpo sólido, el otro puede ser cualquier punto del cosmos. Desde que está en órbita el Shackleton se ha comunicado diariamente con Terra, ahora a una distancia de veintisiete años luz. Un mensaje no tarda cincuenta y cuatro años en ir y venir, como ocurre con los aparatos electromagnéticos. No tarda ningún tiempo. Ya no hay brecha de tiempo entre los mundos —Tan pronto como salimos del tiempo de dilatación NAFAL y entramos en el espacio tiempo planetario, aquí, telefoneamos a casa, como quien dice —prosiguió la voz suave del comandante —. Y nos contaron todo lo que ocurrió durante los veintisiete años que estuvimos viajando. La brecha de tiempo subsiste para los cuerpos, pero no para la información. Como ustedes comprenderán, esto es tan importante para nosotros como especie interestelar, como la aparición del lenguaje en las etapas primitivas de nuestra evolución. Tendrá el mismo efecto: hacer posible una sociedad.

—El señor Or y yo partimos de la Tierra, hace veintisiete años, como delegados de nuestros respectivos gobiernos, Tau II y Hain —dijo Lepennon. La voz era siempre suave y afable, pero ya no había en ella ninguna vehemencia —. Cuando partimos, la gente hablaba de la posibilidad de fundar una especie de liga entre los mundos civilizados, ahora que las comunicaciones eran posibles. La Liga de los Mundos ya existe. Existe desde hace dieciocho años. El señor Or y yo somos ahora Emisarios del Consejo de la Liga, y por consiguiente tenemos ciertos poderes y responsabilidades que no teníamos en la Tierra.

Los tres, los que habían bajado de la nave, seguían diciendo las mismas cosas: existe un comunicador instantáneo, existe un gobierno supremo interestelar… Créase o no. Se habían confabulado, y mentían. Cuando este pensamiento le cruzó por la mente, Lyubov reflexionó, y decidió que era una sospecha razonable pero injustificada, un mecanismo de defensa. Sin embargo, algunos de la plana mayor, habituados a pensar en compartimientos estancos, especialistas en autodefensa, aceptarían la sospecha tan sin dilaciones como él la había desechado. Quienquiera que reivindicase de pronto una nueva autoridad no podía ser sino un farsante o un conspirador. Una reacción no menos compulsiva que la de Lyubov, que había aprendido a mantener la mente abierta en cualquier circunstancia.

—¿Tenernos que aceptarlo todo… sólo porque usted lo dice, señor? —preguntó el coronel Dongh, con dignidad y cierto patetismo.

El, demasiado aturdido para mantener los pensamientos en compartimentos estancos, sabía que no debía creer lo que decían Lepennon, Or y Yung, pero en realidad lo creía, y tenía miedo.

—No —dijo el cetiano —. Eso es cosa del pasado. Antes, una colonia como esta recibía las noticias que llegaban en anacrónicos mensajes radiales, traídos por naves de paso, y nada más. Ahora ustedes pueden comprobar lo que decirnos. Vamos a dejarles el ansible destinado a Prestno. Tenemos autorización de la Liga para hacerlo. Recibida, naturalmente, a través del ansible. Esta colonia se halla en mala situación. Peor de lo que me pareció comprender a través de los informes de ustedes. Esos informes son muy incompletos; culpa de la censura o de la tontería. Ahora, sin embargo, tendrán el ansible, y podrán hablar con la Administración Terráquea; podrán pedir órdenes, y así sabrán qué hacer. Dados los profundos cambios que se han producido en la organización del Gobierno Terráqueo desde que partimos de allí les recomendaría que hablaran inmediatamente. Ya no hay pretextos para actuar de acuerdo con órdenes obsoletas; por ignorancia; por una autonomía irresponsable.

Agrio el cetiano y, como la leche, se mantenía agrio. El tono del señor Or había sido despótico, y el comandante Yung tendría que ordenarle que cerrase la boca. Pero ¿podía acaso? ¿Cuál era el rango de un “Emisario del Consejo de la Liga de los Mundos”?

¿Quién manda aquí? pensó Lyubov, y también él sintió de pronto un estremecimiento de miedo. El dolor de cabeza le había vuelto como una sensación de constricción, una venda que le oprimía las sienes.

Miró a través de la mesa las manos blancas de dedos largos de Lepennon, la izquierda apoyada sobre la derecha, inmóviles, sobre la desnuda madera pulida. De acuerdo con las normas estéticas de Lyubov, aprendidas en la Tierra, la piel blanca era un defecto, pero la serenidad y la fuerza de aquellas manos le seducían. Para los hanianos, reflexionó la civilización era algo natural. La conocían desde hacía tanto. Vivían la vida sociointelectual con la gracia de un gato que caza en un jardín, la precisión de la golondrina que busca el verano más allá del mar. Eran expertos. Nunca tenían que posar, que fingir. Eran lo que eran. En ningún otro pueblo la envoltura humana parecía tan adecuada. ¿Excepto, quizá, los hombrecillos verdes? Los descarriados, minúsculos, supraadaptados y estancados creechis, que eran tan absolutamente, tan honestamente, tan serenamente lo que eran…

Un oficial, Benton, le preguntó a Lepennon si él y Or estaban en este planeta como observadores de la (titubeó) Liga de los Mundos, o si estaban autorizados para…

Lepennon se apresuró a responderle cortésmente: —Somos simples observadores, sin autoridad para dar órdenes, sólo para informar.

Ustedes siguen siendo responsables sólo ante el gobierno de la Tierra.

El coronel Dongh dijo con alivio: —Entonces nada ha cambiado fundamentalmente…

—Se olvida usted del ansible —le interrumpió Or —. Tan pronto como hayamos finalizado con esta discusión, le diré cómo manejarlo, coronel. Y entonces podrá consultar a la Administración Colonial.

—Visto y considerando que el problema de ustedes aquí es bastante urgente, y que la Tierra es ahora un miembro de la Liga y podría en los últimos años haber modificado de algún modo el Código Colonial, el consejo del señor Or es a la vez adecuado y oportuno.

Tendríamos que agradecer profundamente al señor Or y al señor Lepennon la decisión de ceder a esta colonia terráquea el ansible destinado a Prestno. Ellos lo decidieron; a mí sólo me toca aplaudir. Ahora bien, hay que tomar aún una decisión, Y ésta me incumbe; apelaré como guía al juicio de todos ustedes. Si creen que la colonia corre peligro inminente de nuevos y más graves ataques por parte de los nativos, puedo dejar mi nave aquí una o dos semanas como arsenal de defensa; también puedo evacuar a las mujeres.

No hay niños todavía ¿no?

—No, señor —dijo Gosse —. Cuatrocientas ochenta y una mujeres, ahora.

—Bien, tengo espacio para trescientos ochenta pasajeros y podría acomodar a otro centenar. El peso suplementario hará que el baje de regreso dure un año más, pero no es imposible. Desgraciadamente, esto es todo cuanto puedo hacer. Ahora seguiremos viaje a Prestno, el vecino más cercano, que como todos saben, está a una distancia de uno coma ocho años luz. Nos detendremos aquí en el viaje de regreso a Terra, pero eso será dentro de otros tres años Y medio terrestres. ¿Podrán resistir?

—Sí —dijo el coronel, y otras voces le hicieron eco —. Ahora estamos sobre aviso y no nos pillarán desprevenidos otra vez.

—Otra cosa —dijo el cetiano—, ¿podrá la población nativa resistir la situación otros tres años y medio terrestres?

—Sí —dijo el coronel.

—No —replicó Lyubov.

Había estado observando el rostro de Davidson, y una especie de pánico se había apoderado de él.

—¿Coronel? —dijo cortésmente Lepennon.

—Ya llevamos aquí cuatro años, y los nativos están florecientes. Sobra lugar para todos nosotros; como usted puede ver es un planeta excesivamente subpoblado, y la Administración no lo habría adaptado para fines de colonización si no fuera así. Además, aunque no sé en qué cabeza cabe, no volverán a cogernos desprevenidos; se nos había informado erróneamente acerca de la naturaleza de estos nativos, pero estamos perfectamente armados y somos capaces de defendernos, aunque no es nuestra intención tornar represalias. Eso está expresamente prohibido en el Código Colonial, aunque no sé qué otras reglamentaciones puede haber adoptado el nuevo gobierno; de todos modos nos guiaremos por las nuestras, como lo hemos hecho hasta ahora, y ellas desautorizan rotundamente las represalias en masa y el genocidio. No enviaremos mensajes pidiendo auxilio, al fin y al cabo una colonia que está a veintisiete años luz de la Tierra tiene que confiar en sus propias fuerzas y ser en realidad totalmente autosuficiente, y yo no veo que el CID vaya a cambiar la situación, ya que las naves y los hombres y los materiales viajan todavía casi a la velocidad cercana de la luz. Proseguiremos con nuestros embarques de madera con destino a la Tierra, y cuidaremos de nosotros mismos. Las mujeres no están en peligro.

—¿Señor Lyubov? —dijo Lepennon.

—Llevamos aquí cuatro años. No sé si la cultura humana nativa sobrevivirá cuatro más.

En cuanto a la ecología total del continente, creo que Gosse estará de acuerdo conmigo si digo que hemos destruido irremisiblemente los sistemas de vida nativos en una de las grandes islas, hemos causado daños inmensos en este subcontinente, Sornol, y si continuamos talando y desbrozando al ritmo actual, dentro de diez años habremos reducido a desiertos los principales territorios habitables. De esto no tiene la culpa la Administración Colonial ni el Departamento de Silvicultura; ellos no han hecho más que seguir un Plan de Desarrollo trazado en la Tierra sin un conocimiento suficiente de los sistemas de vida en este planeta, o de la población humana nativa.

—¿Señor Gosse? —dijo la voz afable.

—Bueno, Raj, estás magnificando un poco las cosas. No negaré que lo de Iba Dump, que fue excesivamente desbrozada contra mis propias recomendaciones, es un lamentable fracaso. Si en un área determinada se tala más de cierto porcentaje de bosque, las plantas fibrosas vuelven a dar semillas y las raíces de estas plantas son el elemento principal que da cohesión en un terreno desbrozado; sin ellas el suelo se vuelve polvoriento y volátil y desaparece rápidamente por la erosión de los vientos y las lluvias intensas. Pero no puedo admitir que nuestras directivas básicas sean erróneas, siempre y cuando se las siga escrupulosamente. Se sustentaban en un minucioso estudio del planeta. Aquí, en Central, ateniéndose al plan, hemos tenido éxito: la erosión es mínima y el suelo desbrozado es altamente cultivable. Talar un bosque no significa, al fin y al cabo, transformarlo en un desierto, excepto quizá desde el puso de vista de una ardilla. No podemos anticipar con precisión cómo se adaptarán los sistemas de vida nativos al nuevo medio bosque-pradera-cultivo previsto en el Plan de Desarrollo, pero hay muchas posibilidades de que un alto porcentaje se adapte y sobreviva.

—Eso fue lo que dijo el Departamento de Explotación de Tierras a propósito de Alaska durante la Primera Ola de Hambre —dijo Lyubov. Algo le oprimía la garganta y su voz sonaba ronca y aflautada. Contaba con el apoyo de Gosse —. ¿Cuántos abetos Spruce has visto en tu vida, Gosse? ¿O cuántos búhos de las nieves? ¿O lobos? ¿O esquimales?

El porcentaje de supervivencia de las especies nativas en el habitat, después de quince años de Programa de Desarrollo, era del cero coma tres por ciento. Ahora es cero. La ecología de un bosque es muy delicada. Si el bosque perece, la fauna puede extinguirse junto con él. La palabra que para los athshianos designa el mundo designa también el bosque. Yo denuncio, comandante Yung, que si bien la colonia puede no estar en peligro inminente, el planeta mismo…

—Capitán Lyubov —dijo el viejo coronel —. Es improcedente que los oficiales del cuerpo de especialistas presenten denuncias de esta naturaleza ante oficiales de otras ramas del servicio; esas cuestiones deberán someterse al juicio de los oficiales superiores de la Colonia, y no toleraré más intentos como éste de dar consejos sin permiso previo.

Sorprendido por su propio arranque, Lyubov se disculpó y procuró parecer tranquilo. Si al menos no perdiera la calma, si no le flaqueara y se le enronqueciera la voz, si pudiera conservar la compostura…

—Es evidente para nosotros —prosiguió el coronel —que usted cometió un grave error de juicio cuando se refirió al temperamento pacífico de los nativos del planeta, y por haber confiado en la descripción de un especialista ha ocurrido esa terrible tragedia de Campamento Smith. De modo que tendremos que esperar hasta que otros especialistas en esvis hayan tenido tiempo de estudiarlos, porque evidentemente las teorías de usted eran básicamente erróneas.

Lyubov, inmóvil, acusó el golpe. Que los hombres de la nave les vieran pasarse la culpa de mano en mano como un ladrillo caliente: tanto mejor. Cuanto más discrepancias entre ellos salieran a la luz, mayores eran las probabilidades de que estos Emisarios les observasen y les vigilasen. Y él era culpable: él se había equivocado. Al demonio con el amor propio, si el pueblo del bosque tiene una oportunidad, pensó Lyubov, y el sentimiento de humillación y autosacrificio fue tan intenso que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Sabía que Davidson le estaba observando.

Se irguió, muy tieso, el rostro enrojecido, las sienes palpitantes. Ese bastardo de Davidson se burlaría de él. ¿No veían Or y Lepennon la clase de hombre que era Davidson, y cuánto poder tenía aquí, mientras que el poder de Lyubov, llamado “asesoramiento”, no era más que una ráfaga de humo? Si se daba a los colonos rienda suelta sin otra vigilancia que la de una superradio, la masacre de Campamento Smith se convertiría casi con certeza en el pretexto de una agresión sistemática contra los nativos.

El exterminio bacteriológico, muy probablemente. El Shackleton volvería a Nueva Tahití dentro de tres años y medio o cuatro, y encontraría una próspera colonia terráquea, y ningún problema creechi. Absolutamente ninguno.

Qué lamentable fue lo de la peste, a pesar de haber tomado todas las precauciones requeridas por el Código; pero era una especie mutante, no tenía resistencia natural, aunque logramos salvar a unos pocos trasladándoles a la Nueva Falkland en el sur, y allí andan a las mil maravillas los sesenta sobrevivientes.

La conferencia no se prolongó mucho tiempo más.

Lyubov se puso de pie y se inclinó hacia Lepennon por encima de la mesa.

—Usted tiene que decide a la liga que salve los bosques, a la gente de los bosques —le dijo en voz casi inaudible, con la garganta oprimida—, tiene que hacerlo, por favor.

El hainiano buscó los ojos de Lyubov; su mirada era reservada, bondadosa y profunda como un pozo. No dijo nada.

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