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Era cosa de no creer. Se habían vuelto todos locos. Este condenado mundo extraño les había sorbido el seso, despachándoles al otro lado, al distante país de los sueños, a hacerles compañía a los creechis. No podía creer lo que había visto en esa “conferencia” y las instrucciones que vinieron después, aunque lo volviese a ver de cabo a rabo en una película. El comandante de una nave de la flota lamiéndole las botas a dos humanoides.

Los ingenieros y los técnicos babeando y balbuciendo a propósito de una radio fantástica que con mucho bombo y mucha socarronería les regalaba un cetiano peludo, ¡como si el CID no hubiera sido pronosticado por la ciencia terráquea haba años! Los humanoides habían robado la idea, la habían llevado a la práctica, y ahora lo llamaban un “ansible” para que nadie se diera cuenta que no era ni más ni menos que un CID. Pero la peor parte había sido la conferencia, con la mente de Lyubov delirando y lloriqueando, y el coronel Dongh como si tal, dejándole insultar a Davidson y a la plana mayor y a la Colonia entera, y los dos humanoides allí sentados y sonriendo todo el tiempo, el mico gris y el gran maricón blanco, burlándose de los humanos.

Había sido espantoso. Y las cosas no habían mejorado desde la partida del Shackleton. A él no le importaba que le mandasen al Campamento Nueva Java a las órdenes del mayor Muhamed. El coronel tenía que castigarle; era muy posible que el viejo Ding Dong aprobara con entusiasmo el ataque incendiario a la Isla Smith, pero la incursión había violado la disciplina y el viejo había tenido que llamarle la atención. De acuerdo, eran las reglas del juego. Pero lo que no estaba dentro de las rejas del Pego era toda esa charla que llegaba por el televisor monumental que llamaban el ansible, ese nuevo ídolo de latón que ahora veneraban en el Cuartel General.

Órdenes del Departamento de Administración Colonial en Karachi: Restringir los contactos entre terráqueos y athshianos a encuentros propuestos por los athshianos. En otras palabras, ya no se podía ir a las madrigueras de los creechis a buscar mano de obra. Se desaconseja el empleo de la mano de obra voluntaria; se prohíben terminantemente los trabajos forzados. Y más y más, siempre la misma cantinela. ¿Cómo diantres suponían que se hada el trabajo? ¿Queda la Tierra esa madera, sí o no? Ellos seguían mandando a Nueva Tahití las naves robot de carga, claro que sí, cuatro por año, y cada una llevaba de regreso a la Madre Tierra maderas de primerísima calidad por valor de unos treinta millones de dólares nuevos. Seguro que la gente de Desarrollo quería esos millones. Eran hombres de negocios. Estos mensajes no venían de allí, cualquier imbécil podía darse cuenta.

El status colonial de Mundo 41 —pero ¿por qué no lo llamaban más Nueva Tahití? está en estudio. Hasta que no se tome una decisión ha de observarse una extrema cautela en todos los contactos con las nativas… El uso de armas de cualquier índole, excepto armas blancas pequeñas para uso personal, está terminantemente prohibido… igual que en la Tierra, con la diferencia de que allí un hombre ya no podía ni siquiera portar armas blancas. ¿Qué demonios venía a hacer uno a un mundo fronterizo, a veintisiete años luz de la Tierra, si luego decían nada de fusiles, nada de dinamita, nada de bombas de microbios, nada de nada, a quedarse quietecitos como niños buenos y esperar que vengan los creechis a escupirte en la cara y a cantarte canciones y a hundirte un cuchillo en las tripas y a quemar tu campamento?; pero tú no vayas a dañar a los preciosos hombrecillos verdes, ¡no señor!

Se recomienda muy especialmente una política de moderación; toda política de agresión o represalias queda estrictamente prohibida.

Ésa era la sustancia de todos los mensajes, y cualquier imbécil podía ver que no era la Administración Colonial la que hablaba. No podían haber cambiado tanto en treinta años.

Aquellos eran hombres prácticos, con la cabeza bien puesta, y sabían lo que era la vida en los planetas fronterizos. Era perfectamente claro, para cualquiera que no hubiese perdido el juicio en el geoshock, que los mensajes del “ansible” eran falsificados. Podían haber implantado directamente en la máquina toda una serie de respuestas a preguntas altamente probables, por computadora. Los ingenieros decían que si fuera así ellos lo habrían detectado; tal vez. En tal caso aquel chisme se comunicaba instantáneamente, sí, con otro mundo. Pero ese mundo no era la Tierra, por supuesto. No había hombres enviando las respuestas por teletipo en la otra punta del truco; había extraños,, humanoides. Cetianos probablemente, puesto que la máquina era de fabricación cetiana.

Una pandilla de demonios astutos, capaces de poner precio a la supremacía interestelar.

Y los hainianos se habían unido a ellos en la conspiración, naturalmente; toda esa charla lacrimógena de las supuestas instrucciones tenía un tono hainiano. Cuáles eran los objetivos a largo plazo de los humanoides, era difícil adivinarlo desde allí; probablemente se proponían debilitar al Gobierno Terráqueo enredándolo en ese montaje de la “Liga de los Mundos”, hasta que los extraños fuesen bastante fuertes como para proceder a una ocupación armada. Pero el plan para la Nueva Tahití era fácil de adivinar: permitir que los creechis les libraran de los humanos. Atar de pies y manos a los hombres con un montón de instrucciones falsificadas transmitidas por el “ansible” y dejar que comenzara la matanza. Los humanoides ayudan a los humanoides: las ratas ayudan a las ratas.

Y el coronel Dongh se lo había creído. Cumpliría órdenes. Si hasta se lo había dicho a Davidson.

—Tengo el propósito de cumplir las órdenes que me llegan del Cuartel General de la Tierra, y tú, Don, por Dios, cumplirás mis órdenes de la misma manera, y en Nueva Java obedecerás las órdenes del mayor Muhamed.

Era estúpido, el viejo Ding Dong, pero le tenía simpatía a Davidson, y Davidson simpatizaba con él. Si eso significaba traicionar a la raza humana en favor de una conspiración de humanoides, él no podía obedecer esas órdenes, pero a pesar de todo le daba lástima el viejo soldado. Imbécil, sí pero leal y valiente. No era un traidor nato como ese llorón chismoso y mojigato de Lyubov. Si a alguien deseaba que los creechis le cayeran encimo era al sabelotodo de Raj Lyubov, que tanto los amaba.

Algunos hombres, especialmente los asiatiformes y los de tipo indostánico son en verdad traidores natos. No todos, pero algunos. Otros hombres son salvadores natos. Era como tener ascendencia euraf, o un buen físico; cosas por las que no se atribuía ningún mérito. Si podía salvar a los hombres y mujeres de Nueva Tahití, lo haría; si no podía, al menos lo habría intentado de todo corazón; y eso era lo que importaba, al fin y al cabo.

Las mujeres, ahora, eso lo irritaba. Se habían llevado a las diez damiselas que había en Nueva Java y no habían mandado ninguna de las nuevas desde Centralville. “Todavía no hay garantías”, balaba el Cuartel General. Bastante desconsiderado para con los tres campamentos de avanzada. ¿Qué esperaban que hicieran los acantonados si los creechis eran intocables y las hembras humanas se las reservaban los afortunados bastardos de Centralville? El resentimiento sería espantoso. Pero no podía durar mucho tiempo, la situación era demasiado descabellada. Si ahora que el Shackleton se había marchado ellos no empezaban a enderezar las cosas, entonces el capitán D. Davidson tendría que hacer un pequeño trabajo extra y enderezarlas él mismo.

En la mañana del día en que Davidson se marchó de Central habían dejado en libertad a todos los trabajadores creechis. Habían pronunciado un noble discurso en angliparla, habían abierto las puertas de los corrales, y dejado salir a cada uno de los creechis domesticados, cargadores, poceros, cocineros, limpiadores, criados, doncellas, todos. No quedó ninguno. Algunos habían estado con sus amos desde que se fundara la colonia, hacía cuatro años terrestres. Pero ellos no sabían lo que era la lealtad. Un perro, un chimpancé se habría quedado rondando en las cercanías. Estas alimañas no tenían ni siquiera ese nivel de desarrollo, eran como las víboras o las ratas, apenas lo bastante astutos como para darse la vuelta e hincarle a uno los dientes tan pronto como los dejaba salir de la jaula. Ding Dong estaba loco de remate, dejar a todos esos creechis sueltos en la vecindad. Arrojarlos como basura que eran en Isla Triste para que se muriesen de hambre, ésa hubiera sido la mejor solución. Pero Dongh les seguía teniendo miedo a los dos humanoides de la caja parlante. Si los creechis de Centralville querían imitar la atrocidad de Campamento Smith, ahora contaban con montones de nuevos reclutas realmente valiosos, que conocían al dedillo el plano de la ciudad, las costumbres, el sitio donde estaba el arsenal, los puestos de los guardias, y todo. Y si Centralville era incendiada, los del Cuartel General sólo tendrían que darse las gracias a sí mismos. Y bien merecido que lo tendrían, al fin y al cabo. Por dejarse embaucar por los traidores, por escuchar a los humanoides y desoír los consejos de hombres que realmente sabían cómo eran los creechis. Ninguno de ellos había vuelto al campamento y encontrado cenizas y ruinas y cadáveres calcinados, como le había sucedido a él. Y el cuerpo de Ok, allí donde habían masacrado a la cuadrilla de leñadores, con una flecha clavada en cada ojo, como un insecto monstruoso con las antenas tendidas al aire. Cristo, esa imagen no se le borraba de la mente Pero eso sí, dijeran lo que dijesen las “instrucciones” apócrifas, los muchachos de Central no iban a contentarse con usar “armas blancas pequeñas” para defensa personal. Tenían lanzallamas y ametralladoras; los dieciséis helicópteros pequeños estaban armados con ametralladoras y eran útiles para lanzar granadas incendiarias; los cinco grandes contaban con todo un arsenal, pero no sería necesario emplear los grandes aparatos. Bastaría volar sobre una de las áreas desbrozadas, y sorprender allí a un montón de creechis con sus malditos arcos y flechas, y empezar a bombardearlos con granadas de fuego, y verlos correr de un lado a otro despavoridos y ardiendo como ratas.

Sería divertido. Se le calentaba a uno un poco la sangre al imaginarlo, como cuando uno pensaba en el cuerpo de una mujer, o cuando se acordaba del momento en que ese creechi, Sam, le había atacado y él le había destrozado la cara de cuatro puñetazos, uno tras otro. Memoria eidética, y también una imaginación más vívida que la de la mayoría de los hombres. No se jactaba, simplemente así era él.

Lo cierto es que un hombre es real e íntegramente un hombre sólo en dos momentos; cuando acaba de estar con una mujer o cuando acaba de matar a otro hombre. Eso no era original, lo había leído en algún viejo libraco, pero era verdad. Por eso le gustaba imaginar escenas de este tipo. Aunque los creechis no fuesen realmente hombres.

Nueva Java era el más austral de los cinco grandes continentes, justo al norte del ecuador, y por lo tanto también más caluroso que Central o Smith, donde el clima era casi perfecto. Más caluroso y muchísimo más húmedo. En la estación húmeda llovía todo el tiempo en todos los sitios de Nueva Tahití, pero en los continentes norteños la lluvia era fina y silenciosa, no dejaba de caer pero nunca mojaba, ni enfriaba. Aquí, en cambio, llovía a cántaros, y soplaban unos vendavales tipo monzón que impedían caminar y mucho más trabajar. Lo único que protegía de la lluvia era un techo bien sólido, o el bosque. El maldito bosque era tan espeso que ni las tormentas penetraban en él. Uno se mojaba, claro está, por el goteo de las hojas, pero en la espesura no había viento, y si de pronto uno salía a un claro, el huracán le derribaba a uno, y le embadurnaba con ese barro líquido, rojizo y baboso que formaba la lluvia en los terrenos desbrozados. Entonces ya no era posible regresar rápidamente al refugio del bosque; estaba oscuro, hacía calor, y era fácil perderse.

Y para colmo el comandante en Jefe, el mayor Muhamed, era un asqueroso bastardo.

En Nueva Java se hacía todo de acuerdo con el reglamento: el talado se hacía invariablemente por franjas de determinados kilómetros, la fibrilla volvía a plantarse en los desmontes, las licencias para ir a Central se concedían según un orden rotatorio y estricto, los alucinógenos estaban racionados, y prohibidos en horas de trabajo, y así sucesivamente. Sin embargo, una de las cosas buenas que tenía Muhamed era que no se pasaba la vida mandando radiogramas a Central. Nueva Java era su campamento, y lo manejaba a su manera. No le gustaban las órdenes del Cuartel General. Las obedecía, por supuesto, había dejado en libertad a todos los creechis y requisado todas las armas excepto las pistolas de bolsillo, cuando llegaron las órdenes. Pero no se lo pasaba mendigando órdenes ni consejos. Ni de Central ni de nadie. Era un hombre farisaico: siempre creía tener razón. Ése era su defecto principal.

Cuando Davidson estaba en el Cuartel General con la plana mayor de Dongh, había tenido de vez en cuando la oportunidad de hojear los legajos de los oficiales. Tenía una memoria extraordinaria para esas cosas, y recordaba por ejemplo que el CI de Muhamed era 107. El suyo en cambio era 118 Había una diferencia de once puntos; pero por supuesto no podía decirle eso al viejo Moo, y Moo no podía saberlo, así que no había forma de hacerlo entrar en razón. Se creía más listo que Davidson, y así eran las cosas.

Todos en realidad desconfiaban de él al principio. Ninguno de esos hombres de Nueva Java sabía nada acerca de la atrocidad de Campamento Smith, excepto que el Comandante en Jefe había viajado a Central una hora antes del ataque, y era por lo tanto el único humano que había salvado el pellejo. Dicho de esa manera, sonaba mal. Se podía comprender por qué en un principio todos le miraban como si fuese una especie de Jonás, o peor aún, una especie de Judas. Pero cuando le conociesen mejor cambiarían de idea. Empezarían a comprender que lejos de ser un desertor o un traidor, estaba empeñado en salvar de la traición a la colonia de Nueva Tahití. Y se darían cuenta de que el exterminio definitivo de los creechis era el único medio de lograr que este mundo fuese apto y seguro para el estilo de vida terráqueo.

No era demasiado difícil hacer correr la voz entre los leñadores. Ellos nunca habían simpatizado con las ratitas verdes, pues tenían que obligarlas a trabajar todo el día y vigilarlas toda la noche, pero ahora empezaban a comprender que los creechis no sólo eran repulsivos, sino también peligrosos. Cuando Davidson les contó lo que había encontrado en Campamento Smith, cuando les explicó cómo los dos humanoides de la flota les habían lavado el cerebro a los del Cuartel General, cuando les demostró que exterminar a los terráqueos en Nueva Tahití era sólo una mínima parte de la gran conspiración humanoide contra la Tierra, cuando les recordó las cifras frías, inexorables: dos mil quinientos humanos contra tres millones de creechis… entonces empezaron a apoyarle realmente.

Aquí, hasta el Oficial de Control Ecológico estaba de su parte. No corno el pobre tonto de Kees, furioso contra los hombres porque mataban ciervos, para terminar con las tripas reventadas por esos hipócritas de los creechis. Este individuo, Atranda, odiaba a muerte a los creechis. Le provocaban ataques de locura furiosa y sufría de geoshock o algo así; tenía tanto terror de que los creechis fuesen a atacar el campamento que parecía una de esas mujeres que viven temiendo que alguien las viole. De todos modos era útil tener como aliado al sabiondo local.

Tratar de convencer al comandante no tenía sentido; rápido para conocer a los hombres, Davidson se había dado cuenta de que era inútil, casi a primera vista. Muhamed era un hombre de mentalidad rígida. Además tenía un prejuicio contra Davidson, y nadie le haría cambiar de idea; tenía algo que ver con el asunto de Campamento Smith. Había llegado a decirle a Davidson que no lo consideraba un oficial digno de confianza.

Era un bastardo testarudo, pero el hecho de que gobernase el campamento Nueva Java con un sistema tan rígido era una ventaja. Una organización compacta, acostumbrada a obedecer órdenes, era más fácil de tomar que una liberal compuesta de individuos independientes, y más fácil de mantener unida en las operaciones militares defensivas y ofensivas, una vez que él, Davidson, asumiese el mando. Tendría que hacerlo. Moo era un buen capataz para un campamento de leñadores, pero no era un soldado.

Davidson siguió tratando de obtener el apoyo leal de algunos de los mejores leñadores y oficiales jóvenes. No tenía prisa. Cuando hubo reunido un número suficiente de hombres de confianza, un pelotón de diez, robó algunas armas de la cámara de seguridad del viejo Moo, en el subsuelo de la Receptoría, que estaba repleta de juguetes bélicos, y un domingo se fueron a los bosques a jugar Unas semanas atrás, Davidson había localizado el poblado creechi, y había reservado el festín para su gente. Hubiera podido hacerlo a solas, pero así era mejor. Se estimulaba el sentimiento de camaradería, una verdadera unión entre los hombres. No hicieron más que entrar en el lugar a plena luz del día, y embadurnaron de gelinita a todos los creechis que pudieron atrapar, y los quemaron, y luego vertieron gasolina sobre los techos de las madrigueras y asaron al resto. Los que trataban de escapar eran rociados con gelinita; ésa fue la parte artística, esperar a las ratas miserables a la salida de las ratoneras, hacerlas creer que se habían salvado, y luego freírlas tranquilamente de pies a cabeza, y verlas arder como antorchas. Esa pelambrera gris ardía de verdad.

En realidad no era mucho más excitante que cazar verdaderas ratas, que eran casi los únicos animales salvajes que quedaban en la Madre Tierra, pero había más emoción en la cosa; los creechis eran mucho más grandes que las ratas, y uno sabía que eran capaces de reaccionar, aunque esta vez no lo hicieron. En realidad, algunos de ellos se tiraban al suelo en lugar de huir, se tendían boca arriba y cerraban los ojos. Era repugnante. Los otros compañeros pensaban lo mismo, y uno de ellos hasta enfermó realmente y, vomitó después de que hubo quemado a uno de los que yacían en el suelo.

No dejaron con vida a ninguna de las hembras, y no las violaron, aunque no les faltaban ganas. Todos habían estado de acuerdo con Davidson: un acto así casi podía llamarse perverso. La homosexualidad se daba entre los humanos, era normal. Estos seres, en cambio, podían estar conformados como hembras humanas, pero no lo eran, y era preferible la excitación de matarlas, y conservarse limpios. Esto les había parecido sensato a todos, y lo habían respetado.

Ninguno de ellos abrió la boca en el campamento; no lo contaron ni siquiera a los amigos más íntimos. Eran hombres de una sola pieza. Ni una palabra acerca de la expedición llegó a los oídos de Muhamed. Hasta donde el viejo Moo sabía, todos sus hombres eran muchachos juiciosos que se dedicaban a aserrar troncos y mantenerse alejados de los creechis, sí señor; y podía seguirlo creyendo hasta que llegase el día D.

Porque los creechis iban a atacar. En alguna parte. Aquí, o en uno de los campamentos de Iba lüng, o en Central. Davidson lo sabía. Era el único oficial de toda la colonia que lo sabía con absoluta certeza. No era ningún mérito, pero él sabía pura y simplemente que no se equivocaba. Nadie más le había creído, excepto esos hombres a quienes había Negado a convencer. Pero todos los demás verían, tarde o temprano, que él tenía razón.

Y él tenía razón.

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