Al encontrarse cara a cara con Selver se había sobresaltado. Mientras volaba desde la aldea al le de la colina Pase Central, Lyubov intentaba saber por qué se había inquietado, analizaba por qué se le habían crispado los nervios. Porque, en definitiva, uno no se aterroriza cuando se encuentra por casualidad con un buen amigo.
No le había sido fácil conseguir que la matriarca le invitase. Tuntar había sido su principal lugar de estudio durante el verano; había tenido allí excelentes informadores y estaba en buenas relaciones con el Albergue y con la matriarca, que le había permitido observar y, participar libremente en las actividades de la comunidad. Obtener de ella una auténtica invitación, por mediación de algunos de los antiguos sirvientes que aún permanecían en el área, le había llevado mucho tiempo, pero al fin se la había concedido, brindándole, de acuerdo con las nuevas instrucciones, una genuina “ocasión propuesta por los athshianos”. El mismo, más que el coronel, había insistido en este detalle A Dongh le interesaba el encuentro. Estaba preocupado por la “amenaza creechi”. Le pidió a Lyubov que los observase, que “viera cómo reaccionan ahora que ya no los molestamos”. Esperaba noticias tranquilizadoras. Lyubov no sabía si el informe que traía tranquilizaría o no al coronel Dongh.
En las cepas del desmonte, en quince kilómetros alrededor de Centralville, se había cumplido el ciclo completo de descomposición, y el bosque era ahora un extenso y melancólico llano de fibrillas, grises y ensortijadas en la lluvia. Bajo esa hojarasca hirsuta crecían en las matas los primeros renuevos, los zumaques, los álamos temblones enanos y las salviformes que al crecer protegerían a su vez los embriones de los árboles. Si se la dejaba en paz, esa región, con ese clima lluvioso y uniforme, volvería a poblarse de árboles en menos de treinta años, y dentro de cien el bosque alcanzaría de nuevo la madurez.
Súbitamente reapareció el bosque, en el espacio no en el tiempo: bajo el helicóptero el verde infinitamente variado de las hojas tapizaba las suaves elevaciones y los profundos repliegues de las colinas de Sornol septentrional.
Como les sucede en Terra a la mayoría de los terráqueos, Lyubov nunca había caminado entre árboles silvestres, no había visto jamás un bosque más grande que una manzana urbana. Al principio en Athshe se había sentido oprimido y angustiado en el bosque, ahogado por la infinita multitud e incoherencia de troncos, ramas, hojas en la perpetua penumbra verdosa o pardusca. La compacta maraña de varias vidas competitivas pujando y expandiéndose hacia arriba y afuera, en busca de la luz, el silencio nacido de una multitud de susurros sin sentido, la indiferencia total, vegetativa a la presencia del pensamiento, todo eso lo había perturbado, y como los demás, no se había alejado de los claros y de la playa. Pero poco a poco había empezado a gustarle. Gosse le tomaba el pelo, llamándolo señor Gibón; en realidad, Lyubov se parecía bastante a un gibón, la cabeza redonda, la cara morena, los largos brazos y el pelo prematuramente encanecido; pero el gibón era una especie extinguida. A gusto o a disgusto, como experto que era, tenía que internarse en los bosques en busca de los esvis; y ahora, al cabo de cuatro años, se sentía perfectamente cómodo bajo los árboles, quizá más que en cualquier otro lugar.
También había aprendido a gustar de los nombres que los atlishianos daban a sus territorios y poblados: sonoras palabras bisilábicas: Sornol, Tuntar, Eshreth, Eslisen —que ahora era Centralville—, Endtor, Abtan y sobre todo Athshe, que significaba el Bosque, y el Mundo. De modo que tierra, terra, tellus significaba a la vez el suelo y el planeta, dos significados y uno. Pero para los atlishianos el suelo, la tierra, no era el lugar adonde vuelven los muertos y el elemento del que viven los vivos: la sustancia del mundo no era la tierra sino el bosque. El hombre terráqueo era arcilla, polvo rojo. El hombre atlishiano era rama y raíz. Ellos no esculpían imágenes de sí mismos en la piedra; sólo tallaban la madera…
Posó el helicóptero en un pequeño claro al norte del poblado, y fue caminando hasta más allá del Albergue de Mujeres. Los olores penetrantes de un caserío athshiano flotaban en el aire: humo de madera, pescado, hierbas aromáticas, sudor extraño. La atmósfera de una casa subterránea, si un terráqueo hubiera podido de algún modo acomodarse en ella, era una rara mezcla de CO2 y olores desagradables. Lyubov había pasado muchas horas intelectualmente estimulantes doblado en dos y sofocado en la nauseabunda penumbra del Albergue de Hombres en Tuntar. Pero no le parecía que esta vez fueran a invitarlo.
Naturalmente los pobladores estaban enterados de la masacre de Campamento Smith, seis semanas atrás. Tenían que haberse enterado pronto, pues las noticias corrían rápidamente entre las islas, si bien no tan rápidamente como para constituir un “misterioso poder telepático”, como les gustaba creer a los leñadores. La gente del poblado también sabía que después de la masacre de Campamento Smith, mil doscientos esclavos habían sido liberados en Centralville, y Lyubov estaba de acuerdo con el coronel en que los nativos podrían interpretar el segundo acontecimiento como consecuencia del primero. Eso crearía lo que el coronel llamaba “una impresión falsa”, pero probablemente no tendría mucha importancia. Lo importante era que los esclavos habían sido liberados.
Los daños ya causados eran irremediables, pero al menos no se volverían a cometer.
Ahora podían comenzar de nuevo: los nativos sin esa dolorosa pregunta sin respuesta de por qué los “yumenos” trataban a los hombres como animales; y él sin el peso abrumador de la explicación y el mordisco de la culpa irremediable.
Sabiendo cuánto valoraban el candor y la franqueza al tratar temas escabrosos o alarmantes, esperaba que la gente de Tuntar le hablaría de esas cosas en tono de triunfo, o de disculpa, o de regocijo, o de desconcierto. Nadie lo hizo. Nadie le dirigió una sola palabra.
Había llegado a última hora de la tarde, que era como llegar a una ciudad terráquea justo después del amanecer. En realidad los athshianos dormían —los colonos, como solía suceder, habían pasado por alto la evidencia—, pero en ellos el bajón fisiológico se producía entre el mediodía y las cuatro de la tarde, en tanto que entre los terráqueos ocurre normalmente entre las dos y las cinco de la madrugada; y tenían un doble ciclo de alta temperatura y alta actividad, que culminaba en los dos crepúsculos, el matutino y el vespertino. La mayoría de los adultos dormía cinco o seis horas de las veinticuatro del día, en varias siestas breves; y los adeptos dormían apenas dos horas de las veinticuatro; de modo que si se descontaban como “holgazanería” las siestas y los estados de ensoñación, se podía decir que no dormían nunca. Era mucho más sencillo decirlo que comprenderlo. A esa hora, en Tuntar, todos empezaban a activarse nuevamente después del reposo vespertino.
Lyubov reparó en la presencia de muchos forasteros. Todos le miraban, pero ninguno se acercó a hablarle; eran meras presencias que pasaban de largo por otros senderos en la penumbra del robledal. Al fin, una conocida, Sherrar, la prima de la matriarca, una anciana de poca importancia y escaso entendimiento, se cruzó en su camino. Le saludó cortésmente, pero no respondió sus preguntas sobre el paradero de la matriarca y sus dos mejores informadores, Egath el Hortelano y Tubab el Soñador. Oh, la matriarca estaba muy ocupada, y quién era Egath, no decir Geban, y Tubab podía estar por aquí o por allá, o no. No dejaba a Lyubov ni a sol ni a sombra, y nadie más se acercó a hablarle.
Acompañado por la coja, quejosa y diminuta viejecita verde, Lyubov se encaminó a través de los bosques y los claros de Tuntar al Albergue de Hombres.
—Allí están ocupados —le dijo Sherrar.
—¿Soñando?
—¿Qué puedo saber yo? Ven conmigo, Lyubov, ven a ver… —Sabía que él siempre quería ver cosas, pero no se le ocurría qué podía mostrarle para alejarlo —. Ven a ver las redes de pescadores —dijo débilmente.
Una muchacha, una de las Jóvenes Cazadoras, lo miró al pasar: una mirada sombría, cargada de una animosidad como nunca había visto en un athshiano, excepto quizá en una niña pequeñita, asustada por la estatura y la cara lampiña de Lyubov. Pero esta muchacha no estaba asustada.
—Está bien —le dijo a Sherrar, comprendiendo que la única actitud posible era la docilidad.
Si en verdad los athshianos habían desarrollado, al fin y bruscamente, el sentido de enemistad de grupo, él tenía que aceptarlo, y por demostrarles simplemente que él seguía siendo un amigo leal e invariable.
Pero ¿cómo, después de tanto tiempo, podían haber cambiado tan rápidamente de manera de sentir y pensar? Y, ¿por qué? En Campamento Smith la provocación había sido inmediata e intolerable: la crueldad de Davidson hubiera incitado a cualquiera a la violencia. Pero este pueblo, Tuntar, no había sido atacado por los terrestres, allí no se reclutaron esclavos, ni se talaron o quemaron los bosques. Él, Lyubov en persona, había estado allí —el antropólogo no siempre puede dejar su sombra fuera del cuadro —pero de eso hacía ya más de dos meses. No ignoraban los sucesos de Smith, y había entre ellos nuevos refugiados, ex esclavos, que habían sufrido en manos de terráqueos y que hablarían de eso.
Pero ¿a posible que las noticias y rumores hubiesen transformado de ese modo a los athshianos, que los hubiesen cambiado radicalmente? ¿A ellos para los que la no agresividad era un sentimiento tan acendrado que constituía la esencia misma de su cultura y su sociedad, de su subconsciente, lo que llamaban el “tiempo-sueño”, y acaso de su fisiología misma? Que la inaudita crueldad podía incitarles a matar, él lo sabía: lo había comprobado una vez. Que una comunidad desmantelada podía asimismo ser provocada por atrocidades igualmente intolerables, tenía que creerlo: había ocurrido en Campamento Smith. Pero que simples comentarios y rumores, por muy brutales y aterradores que fuesen, pudieran enfurecer a una apacible comunidad de athshianos hasta el punto de que actuasen en contra de sus costumbres y de su razón, destruyendo por completo todo un estilo de vida, eso no podía admitirlo. Era psicológicamente improbable. El cuadro no estaba completo El viejo Tubab salía del Albergue en el momento en que Lyubov pasaba por allí; detrás iba Selver.
Selver salió gateando por la puerta del túnel, se enderezó, parpadeó ante la claridad grisácea de la lluvia atenuada por el follaje. Alzó los ojos oscuros, y se encontró con los de Lyubov. Ninguno de los dos habló. Lyubov estaba muy asustado.
En el vuelo de regreso, cuando trataba de descubrir qué fibra le había tocado Selver, pensó ¿por qué miedo? ¿Por qué tuve miedo de Selver? ¿Un presentimiento inverificable, o una falsa analogía? Irracional en todo caso.
Nada había cambiado entre Selver y Lyubov. Lo que Selver había hecho en Campamento Smith podía justificarse; y aunque no pudiera justificarse, no importaba mucho. La amistad entre ellos era demasiado profunda para verse rota por una duda moral. Habían trabajado juntos intensamente; se habían enseñado el uno al otro, en algo más que en el sentido literal, sus respectivas lenguas. Habían hablado sin reservas. Y al afecto que Lyubov sentía por su amigo se sumaba esa gratitud que siente el salvador hacia aquel cuya vida ha tenido el privilegio de salvar.
En verdad, hasta ese momento casi no había advertido lo fuertes que eran los lazos de afecto y lealtad que le unían a Selver. El miedo que había sentido ¿habría sido acaso el miedo a que Selver, luego de conocer el odio racial, pudiese rechazarlo, despreciar su lealtad, y tratarlo no como “a un igual”, sino como a “uno de ellos”?
Después de aquella larga mirada Selver se había adelantado lentamente y saludado a Lyubov, tendiéndole las manos.
El contacto era una forma importante de comunicarse entre los habitantes del bosque.
Entre los terráqueos siempre puede implicar amenaza, agresión, y por eso no conocen casi otras formas de contacto que el formal apretón de manos y la caricia sexual. Todo ese vacío lo llenaban los athshianos con una variada serie de hábitos de contacto. La caricia destinada a tranquilizar era tan fundamental para ellos como entre una madre y un hijo, o entre amantes; pero podía tener además un significado social, no sólo maternal y sexual. La caricia era parte del lenguaje. Estaba por lo tanto reglamentada, codificada, pero era a la vez infinitamente modificable. “Siempre andan tocándose”, se burlaban algunos de los colonos, incapaces de ver en ese intercambio de caricias otra cosa que no fuera una imagen de ellos mismos; ese erotismo que, obligado a concentrarse exclusivamente en el sexo, y luego reprimido y frustrado, invade y emponzoña todo placer sensual, toda respuesta humana; la victoria de un Cupido furtivo, de ojos vendados sobre la gran madre que cobija en sí mima los mares y las estrellas, todas las hojas de los árboles, todos los gestos de los hombres, Venus Genetrix…
Selver se adelantó pues con las manos extendidas, estrechó la mano de Lyubov a la manera terráquea, y luego le tomó ambos brazos con un movimiento acariciador justo por encima del codo. Tenía poco más de la mitad de la altura de Lyubov, lo que dificultaba todos los gestos y los entorpecía, pero la caricia de esa mano pequeña, de huesos menudos y piel verde no tenía nada de inseguro ni de infantil. Era un contacto tranquilizador. Lyubov se sintió muy feliz.
—Selver, qué suerte encontrarte aquí Necesito tanto hablar contigo…
—No puedo ahora, Lyubov.
Selver hablaba con dulzura, pero cuando Lyubov le oyó, la esperanza de encontrar una amistad inquebrantable se le desvaneció inmediatamente. Selver había cambiado. Había cambiado, desde la raíz.
—¿Puedo volver otro día —dijo Lyubov con ansiedad —y hablar contigo, Selver? Es importante para mí…
—Me marcho de aquí hoy —dijo Selver con voz aún más dulce, pero soltando los brazos de Lyubov, y desviando la mirada.
Con este gesto se ponía literalmente fuera de contacto. La cortesía exigía que Lyubov hiciese lo mismo, y diese por terminada la conversación. Pero entonces no tendría a nadie con quien hablar. El viejo Tubab ni siquiera le había mirado; el pueblo entero le había vuelto la espalda. Y éste era Selver, que había sido su amigo.
—Selver, esa matanza en Kelme Deva, quizá piensas que eso nos separa. Pero no es así. Tal vez nos haya acercado más. Y tu gente en el pabellón de los esclavos, todos han sido puestos en libertad, así que ya no queda ningún resquemor entre nosotros. Y aun cuando quedase, siempre, de todos modos, yo… yo soy el mismo de antes, Selver.
Al principio el athshiano no respondió. El rostro extraño, los grandes ojos profundamente hundidos, las fuertes facciones desfiguradas por las cicatrices y desdibujadas por la piel corta y sedosa, que enmarcaba y a la vez ensombrecía los contornos, ese rostro se apartó de Lyubov, cerrado, obstinado. Luego, repentinamente, miró alrededor, como contra su propia voluntad.
—Lyubov, no tendrías que haber venido aquí. Tendrías que marchase de Central dentro de dos noches. No sé qué eres. Habría sido mejor no haberte conocido nunca.
Y con estas palabras se alejó, el paso ligero como un gato de patas largas, un revoloteo verde entre los robles oscuros de Tuntar, y desapareció. Tubab lo siguió lentamente, siempre apartando los ojos de Lyubov. Una lluvia fina caía silenciosa sobre las hojas de los robles y sobre los estrechos senderos que llevaban al Albergue y al río.
Sólo escuchando atentamente se podía oír la lluvia, una música demasiado multitudinaria para que una mente pudiera captarla, un único e interminable acorde tañido en toda la extensión del bosque.
—Selver es un dios —dijo la vieja Sherrar —. Ven a ver las redes de pesca ahora.
Lyubov declinó la invitación. Hubiera sido descortés e imprudente quedarse; de todos modos no se sentía con ánimos.
Trató de decirse que Selver no lo había rechazado a él, a Lyubov, sino a él como terráqueo. Pero eso no cambiaba las cosas. Nunca las cambia.
Siempre le sorprendía desagradablemente descubrir lo Vulnerables que eran sus sentimientos, cuánto le dolía que lo hiriesen. Esa especie de sensibilidad adolescente era vergonzosa; a esta altura de la vida tendría que haber desarrollado una coraza más resistente.
La viejecita, la piel verde cubierta de polvo y gotas plateadas de lluvia, suspiró con alivio cuando él se despidió. Cuando ponía en marcha el helicóptero, no pudo menos que sonreír al verla, brincando bosque adentro lo más rápido posible, como un renacuajo que ha escapado de una serpiente.
La calidad es un factor importante, pero también lo es la cantidad: la talla relativa. La reacción de un adulto normal frente a una persona mucho más pequeña puede ser de arrogancia, o de protección, o de condescendencia, o bien afectuosa o intimidatoria, pero cualquiera que sea, la mayoría de las veces actúa como si el otro fuera un niño y no un adulto. Y si la persona de la talla de un niño es peluda por añadidura, provocará forzosamente una segunda reacción, la que Lyubov denominaba Reacción Osito de Felpa. Los athshianos utilizaban muy frecuentemente la caricia, pero la motivación básica continuaba siendo sospechosa. Y por último, la inevitable Reacción a lo Extravagante, el rechazo de lo que siendo humano no lo parece del todo.
Pero aparte de todo eso los athshianos, lo mismo que los terráqueos, tenían a veces un aspecto realmente curioso. Ciertamente, algunos de ellos parecían renacuajos, búhos, orugas. Sherrar no era la primera viejecita que vista de espaldas tenía una figura extravagante a los ojos de Lyubov…
Y ése es uno de los problemas de la colonia, pensó mientras tomaba altura y Tuntar desaparecía bajo los robles y los huertos sin hojas. No hay mujeres viejas entre nosotros.
Ni hombres viejos, excepto Dongh, y sólo tiene unos sesenta años. Pero las mujeres viejas son diferentes del remo, dicen lo que piensan. Los athshianos, si se puede considerar que tienen gobierno, son gobernados por mujeres viejas. El intelecto para los hombres, la política para las mujeres, y la ética, la interacción de ambos; así son las cosas entre ellos. Tiene su encanto, y además funciona… para ellos. Ojalá la Administración hubiese enviado un par de abuelas junto con todas esas mujeres jóvenes, núbiles y fértiles de pechos altos. Claro que esa chica con quien dormí la otra noche es realmente agradable, y agradable en la cama, tiene un corazón tierno, pero por Dios, pasarán cuarenta años antes que pueda decirle algo a un hombre…
Pero todo el tiempo, detrás de estas reflexiones acerca de mujeres dejas y jóvenes, el sobresalto persistía, la intuición o la realidad que se negaba a salir a la luz.
Tenía que pensar bien antes de informar al Cuartel General.
Selver: ¿qué pasaba con Selver, entonces?
Selver era sin duda una figura clave para Lyubov. ¿Por qué? ¿Porque lo conocía bien, o porque había en su personalidad una superioridad real que Lyubov no había valorado nunca conscientemente?
Pero la había valorado; desde el comienzo había distinguido a Selver como una persona extraordinaria; “Sam”, como lo llamaban antes, sirviente de tres oficiales que compartían una casa desmontable. Lyubov recordó a Benson, cómo se jactaba del excelente creechi que habían conseguido, de lo bien que lo habían adiestrado.
Muchos athshianos, especialmente los Soñadores de los Albergues, no podían alterar el ritmo policíclico que regía su sueño —reposo para amoldarlo al terráqueo. Si dormían de noche, como los terráqueos, no podían tener sueños paradójicos, REM, cuyo ciclo de ciento veinte minutos regulaba la vida diurna y nocturna de los athshianos, y no podían cumplir la jornada de trabajo terráquea. Una vez que uno ha aprendido a soñar sus sueños en el estado de vigilia total, a apoyar la salud de la mente no en el filo de navaja de la razón sino en el doble platillo, el delicado equilibrio de la razón y el sueño; una vez que uno ha aprendido eso, ya nunca puede olvidarse de cómo pensar. Muchos de los hombres parecían borrachos, confusos, y hasta catatónicos. Las mujeres, atontadas y abatidas, se comportaban con la hosca indiferencia de los recién esclavizados. Los varones no iniciados y algunos de los Soñadores más jóvenes lo toleraban mejor; se adaptaban, trabajaban duramente en los desmontes o se convertían en sirvientes diestros. Sam había sido uno de éstos, un ayuda de cámara eficiente y sin carácter, cocinero, lavandero, mayordomo, friegaespaldas y chivo emisario de tres amos. Había aprendido a hacerse invisible. Lyubov lo había pedido en préstamo como informador etnológico, y gracias a una afinidad de espíritu y de naturaleza, se había granjeado inmediatamente la confianza de Sam. Había encontrado en Sam el informador ideal, profundo conocedor de las costumbres de su pueblo, intérprete lúcido y rápido, que traducía para Lyubov, salvando el abismo entre dos lenguas, dos culturas, dos especies del género Hombre.
Por espacio de dos años, Lyubov había viajado, estudiado, llevando a cabo entrevistas y observaciones, y no había logrado dar con la llave que abriera la mente de los athshianos. Ni siquiera sabía dónde estaba la cerradura. Había estudiado los hábitos de reposo de los athshianos, llegando a la conclusión de que aparentemente no los tenían, que no dormían. Había conectado incontables electrodos a incontables cráneos verdes 31 peludos, sin que llegara a sacar nada en limpio de los trazos que le eran tan familiares, los husos y lazos, las alfas y las deltas y las thetas que aparecían en el encefalograma.
Fue Selver quien le hizo comprender, por fin, el significado athshiano de la palabra “sueño”, que era al mismo tiempo la palabra “raíz” y así puso en sus manos la llave del reino del bosque. Como sujeto de un EEG, fue en Selver donde vio claramente y por primera vez los extraordinarios ritmos de pulsión de un cerebro que entra en un estado onírico sin dormir ni estar despierto: comparar ese estado con el dormir —con —sueños de los terráqueos sería como comparar el Partenón con una choza de barro: básicamente la misma cosa pero con el agregado de complejidad, calidad y control.
¿Qué entonces, qué más?
Selver hubiera podido escapar. Se quedó, primero como criado, más tarde (gracias a uno de los pocos privilegios útiles de Lyubov como especialista) como Asistente Científico; todavía encerrado noche tras noche con los otros creechis en el corral (el Pabellón para el Cuerpo Voluntario de Mano de Obra Autóctona).
—Te llevaré en el helicóptero a Tuntar y trabajaré allí contigo —le había dicho Lyubov, la tercera o cuarta vez que habló con Selver —. Por el amor de Dios ¿por qué te quedas aquí?
—Mi esposa Thele está en el pabellón —le había contestado Selver.
Lyubov había tratado de conseguir que la soltaran, pero Thele trahilaba en las cocinas del cuartel general y los sargentos que dirijan el personal de cocina no toleraban ninguna intromisión de los “galonudos” y los “sabihondos”. Lyubov debía tener sumo cuidado, pues podían llegar a vengarse en la mujer. Ella y Selver parecían dispuestos a esperar con paciencia, hasta que pudieran escapar juntos, o los liberaran. Hombres y mujeres vivían estrictamente separados en los pabellones creechis —hecho que nadie parecía saber —y las parejas rara vez tenían la oportunidad de verse. Lyubov consiguió concertar algunas citas entre ellos en la cabaña donde vivía solo, al norte del poblado. Fue cuando Thele volvía al cuartel general de uno de esos encuentros cuando Davidson la vio y se sintió atraído al parecer por su gracia frágil y tímida. La había hecho llevar a sus habitaciones esa noche, y la había violado.
La había mando en el acto, tal vez; eso ya había ocurrido antes, como consecuencia de la disparidad Isla; o bien ella había dejado de vivir. Como algunos terráqueos, los athshianos tenían el don de un auténtico deseo de muerte, y podían dejar de vivir. En uno u otro caso era Davidson quien la había matado. Crímenes de esa naturaleza ya se habían cometido antes. Lo que no había ocurrido antes era lo que hizo Selver, el segundo día después de la muerte de su mujer.
Lyubov había llegado al lugar del enfrentamiento cuando ya estaba finalizando.
Recordaba los ruidos; él corriendo por la Calle Mayor al calor del sol; el polvo, el nudo de hombres. Todo el incidente pudo haber durado sólo cinco minutos, mucho tiempo para una lucha homicida. Cuando Lyubov llegó, Selver estaba cegado por la sangre, una especie de juguete con el que Davidson se entretenía; y sin embargo se había recobrado y volvía a atacar, no con un furor frenético, sino con una desesperación inteligente. Y seguía atacando. Y a la postre, era Davidson el que estaba enajenado, loco de furia y miedo ante esa terrible persistencia; había derribado a Selver de un revés, y se había adelantado, con la bota levantada, listo para pisotearle la cabeza. En ese preciso instante, Lyubov entró en el círculo. Consiguió detener la pelea (pues a pesar de la sed de sangre y venganza de los diez o doce hombres que miraban, ya había sido saciada con creces, y apoyaron a Lyubov cuando le ordenó a Davidson que se retirase); y desde entonces él había odiado a Davidson y Davidson le había odiado a él, por haberse inmiscuido entre el matador y su propia muerte.
Porque si el suicida es quien mata al resto de nosotros, el asesino se mata a sí mismo, aunque tiene que hacerlo una y otra y otra vez.
Lyubov había levantado a Selver, un peso ligero en sus brazos. La cara mutilada se había apretado contra la camisa de Lyubov empapándola de sangre y mojándole la piel.
Había llevado a Selver a su cabaña; le entablilló la muñeca rota, hizo todo lo que pudo por la herida, y lo acodó en su cama; noche tras noche trataba de hablarle, de llegar a él, a aquella desolación de dolor y humillación. Todo eso era, por supuesto, contrario al reglamento.
Nadie le mencionó los reglamentos. No tenían por qué. Si alguna vez había disfrutado de una cierta posición entre los oficiales de la colonia, sabía que ahora la estaba perdiendo.
Siempre había intentado estar del lado del cuartel general, cuestionando sólo los casos de brutalidad extrema contra los nativos, tratando de persuadir antes que desafiar, y de conservar en lo posible un mínimo de poder e influencia. El no podía impedir la explotación de los athshianos. Era mucho peor de lo que su entrenamiento le había permitido esperar, pero poco podía hacer al respecto aquí y ahora. Sus informes a la Administración y a la Comisión de Derechos podrían —luego del viaje circular de cincuenta y cuatro años —tener algún efecto; era posible incluso que Terra decidiese que la política de Colonia Abierta aplicada en Athshe era un craso error. Mejor cincuenta y cuatro años tarde que nunca. Si sus superiores dejaban de tolerarlo, censurarían o invalidarían sus informes, y entonces no habría ninguna esperanza.
Pero ahora estaba demasiado indignado para atenerse a esa estrategia. Al demonio con todos, si insistían en ver los cuidados que le prestaba a un amigo como un insulto a la Madre Tierra y como una traición a la colonia.
Si le ponían el mote de “enamorado de los creechis” ya no podría ayudar mucho a los athshianos; pero él no podía poner un bien posible, general, por encima de las imperiosas necesidades de Selver. Uno no puede salvar a un pueblo vendiendo al amigo. Davidson, curiosamente enfurecido por Es pequeñas heridas que Selver le había infligido y por la intromisión de Lyubov, se había paseado por ahí anunciando su propósito de exterminar a ese creechi rebelde; y de tener una oportunidad lo haría, sin lugar a dudas. Lyubov permaneció junto a Selver noche y día durante dos semanas, y lo sacó en helicóptero de Central y lo dejó en Brotor, una población de la costa occidental, donde tenía parientes.
No había castigos por ayudar a huir a los esclavos, ya que los athshianos no eran en ningún sentido esclavos salvo en los hechos; eran Personal Voluntario de Mano de Obra Autóctona. A Lyubov ni siquiera le llamaron la atención. Pero desde entonces, los oficiales regulares ya no desconfiaban de él en pare, sino del todo; y hasta sus colegas de los Servicios Especiales, el exobiólogo, los coordinadores de agua y de forestación, los ecólogos le hicieron saber por distintos medios que su conducta había sido irracional, quijotesca o estúpida.
—¿Creías que habías venido de excursión? —le preguntó Gosse.
—No, no creí que venía a una excursión de caza —le respondió Lyubov, malhumorado.
—No entiendo por qué hay expertos en esvis que se alistan como voluntarios para una Colonia Abierta. Tú sabes que la gente que estás estudiando va a ser explotada, y probablemente exterminada. Es algo que está en la naturaleza humana, y sabes que eso no puedes cambiarlo. ¿Por qué entonces vienes a observar qué pasa? ¿Masoquismo?
—No sé qué es la “naturaleza humana”. Quizá sea parte de esa naturaleza humana dejar descripciones de aquello que exterminamos. ¿Es tanto más agradable para un ecólogo, realmente?
Gosse hizo oídos sordos.
—De acuerdo entonces, redacta tus descripciones. Pero no te metas en el matadero. Un biólogo que estudia una colonia de ratas no tratará de rescatar a la rata mascota cuando las atacan, eso lo sabes.
Lyubov estalló. Había soportado demasiado.
—No, claro que no —dijo —. Una rata puede ser una mascota, pero no un amigo. Selver es mi amigo. En realidad es el único hombre en este mundo a quien considero amigo.
Eso le había dolido al pobre Gosse, que quería ser una figura paterna para Lyubov, y no le había hecho ningún bien a nadie. Sin embargo había sido verdad. Y la verdad os hará libres… Quiero a Selver; lo respeto; le salvé la vida; sufrí con él; le tengo miedo.
Selver es mi amigo.
Selver es un dios.
Eso era lo que había dicho la viejecita verde como si todo el mundo lo supiera, de la misma manera como hubiera podido decir Fulano es un cazador.
—Selver sha’ab.
Pero ¿qué significaba sha’ab? Muchas palabras de la Lengua de las Mujeres, el lenguaje cotidiano de los athshianos, venían de la Lengua de los Hombres, que era la misma en todas las comunidades, y a menudo esas palabras no sólo eran bisilábicas sino también bifacéticas. Eran monedas, anverso y reverso. Sha’ab significaba dios, o ente numinoso, o ser poderoso; también significaba algo muy diferente, pero Lyubov no podía recordar qué. A esa altura de sus reflexiones, Lyubov ya había llegado a su cabaña, y no tuvo más que consultar el diccionario que Selver y él habían compilado en cuatro meses de trabajo agotador pero armónico. Claro: sha’ab, traductor.
Era casi demasiado exacto, demasiado a propósito.
¿Había una relación entre los dos significados? La había a menudo, pero no tanto como para constituir una regla. Si un dios era un traductor ¿qué traducía? Selver era en verdad un intérprete de talento, pero ese talento sólo había podido manifestarse en el hecho fortuito de que una lengua verdaderamente extranjera hubiese entrado en su mundo. ¿Era un sha’ab alguien que traducía el lenguaje del sueño y la filosofía, la Lengua de los Hombres, al lenguaje cotidiano? Pero eso podían hacerlo todos los Soñadores.
Entonces, podía ser alguien capaz de traducir a la vida de la vigilia la experiencia capital de la visión: alguien que sirviera de eslabón entre las dos realidades, consideradas por los athshianos como idénticas, el tiempo-sueño y el tiempo-mundo, y cuyas relaciones, aunque vitales, son oscuras. Un eslabón: alguien que podía expresar con palabras las percepciones del subconsciente. “Hablar” esa lengua es actuar. Hacer una cosa nueva.
Cambiar o ser cambiado, desde la raíz. Porque la raíz es el sueño.
Y el traductor es el dios. Selver había introducido una palabra nueva en el lenguaje de su pueblo. Había cometido un acto nuevo. La palabra, el acto, el crimen. Sólo un dios podía llevar de la mano a través del puente entre los mundos a un recién llegado tan majestuoso como la Muerte.
Pero ¿había aprendido a matar a sus semejantes en medio de sus propios sueños de duelo y atrocidades, o de los actos jamás soñados de los forasteros? ¿Hablaba su propio idioma o el del capitán Davidson? Aquello que parecía nacer de la raíz misma del dolor y expresar el cambo radical de un ser, quizá no fuese sino una infección, una peste extranjera, y no convertiría a la raza de Selver en un pueblo nuevo, sino que la destruiría.
No estaba en la naturaleza de Raj Lyubov preguntarse ¿qué puedo hacer? Por carácter y formación tendía a no inmiscuirse en los asuntos de otros hombres. Su trabajo consistía en descubrir lo que hacían, y su inclinación era dejar que lo siguieran haciendo. Prefería aprender a enseñar, buscar verdades más que la Verdad. Pero aun un alma poco misionera, a menos que pretenda no tener sentimientos, se ve a veces obligada a elegir entre comisión y omisión. El “¿Qué están haciendo?” se convierte de pronto en un “¿Qué estamos haciendo?”, y acto seguido en un “¿Qué debo hacer?”.
Ahora sabía que había llegado a ese punto crítico de tomar una opción, y sin embargo no sabía claramente por qué, ni cuál era la alternativa.
En ese momento nada podía hacer por mejorar las perspectivas de supervivencia de los athshianos; Lepennon, Or y él ansible habían conseguido mucho más de lo que él había esperado ver alguna vez. La Administración en Terra era explícita en cada comunicación transmitida por el ansible, y el coronel Dongh, a pesar de las protestas de parte de la plana mayor y los leñadores jefes, estaba cumpliendo las órdenes. Era un oficial leal; y además, el Shackleton regresaría para observar e informar. Los informes que se enviaban a Terra tenían algún valor, ahora que este ansible, esta máquina de máquinas funcionaba para impedir la vieja y cómoda autonomía colonial, y permitir que uno fuese responsable, en vida, de lo que hacía. Ya no había un margen de error de cincuenta y cuatro años. Y la política ya no era estática. Una decisión de la Liga de los Mundos ahora podía limitar de la noche a la mañana la existencia de la colonia a un Continente, o prohibir el talado de árboles, o incitar a la matanza de nativos… nadie podía saberlo.
Las firmes instrucciones de la Administración no permitían adivinar cómo funcionaba la liga y qué clase de política estaba desarrollando. A Dongh le preocupaban esos múltiples futuros posibles, pero Lyubov disfrutaba con ellos. En la diversidad está la vida y donde hay vida hay esperanza, era la suma total de su credo, bastante modesto por cierto.
Los colonos dejaban en paz a los athelianos y ésos dejaban en paz a los colonos. Un estado de cosas saludable, que no tenía sentido perturbar innecesariamente. Lo único que acaso pudiera perturbarlo era el miedo.
De momento cabía suponer que los athshianos se sintiesen recelosos y todavía resentidos, pero no particularmente amedrentados. En cuanto al pánico que había cundido en Centralville ante la noticia de la masacre de Campamento Smith, nada había acontecido que lo reavivara. Ningún athshiano había dado señales de violencia desde entonces. Y con la liberación de los esclavos, y la reintegración de los creechis a los bosques, el constante factor irritativo de la xenofobia había desaparecido. La tensión de los colonos empezaba por fin a aflojarse.
Si Lyubov informaba que había visto a Selver en Tuntar, Dongh y los oros se alarmarían. Quizá Insistirían en que era necesario capturar a Selver y llevarlo a Central para que lo juzgaran. El Código Colonial prohibía que se procesara a un miembro de una sociedad planetaria de acuerdo con la legislación de otro planeta, pero la Corte Marcial pasaba por alto esas discriminaciones. Podían juzgar a Selver, probar que era culpable y fusilarlo. Davidson vendría desde Nueva Java a prestar testimonio. Oh no, pensó Lyubov, guardando el diccionario en un estante lleno a rebosar. Oh no, pensó y olvidó el asunto.
De este modo eligió sin siquiera saber que había elegido algo.
Presentó un informe breve al día siguiente; decía que en Tuntar continuaba la rutina de costumbre, y que no había notado repudio ni amenazas. Era un informe tranquilizador, y el más inexacto que Lyubov hubiera escrito en su vida. Omitía todo lo que era significativo; la no aparición de la matriarca, el hecho de que Tubab le negase el saludo, el gran número de forasteros que había en el lugar, la expresión de la joven cazadora, la presencia de Selver… Naturalmente, esta última era una omisión deliberada, pero fuera de eso el informe era bastante imparcial, pensó; sólo había omitido las impresiones subjetivas, como es deber de un científico. Tuvo una fuerte jaqueca mientras lo escribía, y otra peor después de presentarlo.
Tuvo muchos sueños esa noche, pero por la mañana no pudo recordarlos. Tarde en la segunda noche después de su visita a Tuntar, despertó bruscamente, y en medio del aullido histérico de la sirena de alarma y el estampido sordo de las explosiones, se encaró, por fin, con lo que se había negado a ver: que sólo él en toda Centralville no estaba sorprendido. En ese momento supo lo que era: un traidor.
Y sin embargo ni siquiera estaba convencido de que aquél pudiese ser un ataque athshiano. Era el terror en la noche.
Su cabaña, en medio de un pequeño huerto y dejada de las otras casas, había sido ignorada; tal vez la protegerán los árboles de alrededor, pensó mientras salía corriendo.
El centro de la ciudad estaba en Danos. Incluso la mole de piedra del cuartel general ardía desde dentro como una estufa rota. El ansible estaba allí: el precioso eslabón.
También había incendios en la zona del helipuerto y del Campo. ¿De dónde habían sacado los explosivos? ¿Cómo se explicaba que todos los incendios hubieran estallado al mismo tiempo? Todos los edificios a ambos lados de la Calle Mayor, construidos en madera, ardían a la vez; el rugido de las llamas era pavoroso. Lyubov corrió hacia los incendios. El camino estaba inundado; al principio pensó que el agua venía de una manguera de extinción, luego advirtió que el río Menend se estaba desbordando inútilmente sobre el terreno mientras las casas ardían con ese espantoso rugido aspirante. ¿Cómo lo habían hecho? Había guardias motorizados en el Campo… Disparos: descargas, el tableteo de una ametralladora. Alrededor de Lyubov unas figuras pequeñas corrían de un lado a otro, y él corría en medio de ellas sin prestarles demasiada atención.
Ahora estaba frente a la Hostería, y vio a una muchacha de pie en la entrada, el fuego le lamía la espalda y tenía delante un camino seguro, por donde podía escapar. No se movía. Lyubov la llamó a gritos, luego cruzó el patio y por la fuerza le arrancó las manos del quicio de la puerta donde se había aferrado, enloquecida de pánico, la arrastró y le habló con dulzura: “Vamos, amor, vamos”. Entonces ella le siguió, pero no con suficiente rapidez. Cuando cruzaban el patio, el frontispicio de la planta superior, ardiendo desde dentro, cayó lentamente hacia adelante, empujado por el maderamen del techo que se hundía. Las tejas y las vigas volaban como fragmentos de metralla; el extremo de una viga incandescente golpeó a Lyubov y le derribó. Cayó de bruces en el lago de barro iluminado por el fuego. No vio a una pequeña cazadora cubierta de piel verde que se abalanzaba sobre la muchacha, la arrastraba hacia atrás y le acuchillaba el cuello. No vio nada.