Davidson le encontró una utilidad a la grabadora del comandante Muhamed. Alguien tenía que registrar los sucesos de Nueva Tahití, hacer una historia de la crucifixión de la Colonia Terráquea. Para que cuando llegasen las naves desde la Madre Tierra pudieran conocer la verdad. Para que las futuras generaciones supieran de cuánta deslealtad, cobardía y estupidez eran capaces los humanos, y de cuánto coraje mostraban en la adversidad. En sus momentos libres —no mucho más que momentos desde que había asumido el mando —grababa toda la historia de la masacre de Campamento Smith, y llevaba al día los registros de Nueva Java, así como los de Isla King y Central, lo mejor que podía con ese histérico parloteo adulterado que era lo único que recibía a guisa de noticias desde el cuartel general de Central.
Exactamente lo que había sucedido allí, nadie lo sabría jamás, excepto los creechis, pues los humanos estaban tratando de esconder sus propias traiciones y errores. Las líneas generales eran claras; sin embargo. Una pandilla organizada de creechis, capitaneada por Selver, había tenido acceso al Arsenal y los hangares, y provista de dinamita, granadas, fusiles y lanzallamas se había desbandado por la ciudad destruyéndola y asesinando a los humanos. Que habían contado con la complicidad de alguien del poblado, lo probaba el hecho de que el primer edificio que volaron fuera el cuartel general. Lyubov, por supuesto, había estado en la traición, y sus verdes amiguitos del alma se lo habían agradecido como era de esperar, cortándole el gañote lo mismo que a los otros. Al menos Gosse y Benton pretendían haberlo visto muerto a la mañana siguiente de la masacre. Aunque en realidad, ¿se podía creer lo que dijera cualquiera de ellos? Estaba plenamente justificado suponer que de los humanos que quedaban con vida en Central después de aquella noche, todos, quien más quien menos, eran traidores.
Traidores a su propia raza.
Las mujeres estaban todas muertas, aseguraban. Esto era ya bastante grave pero había algo peor: podía no ser cierto. Era fácil para los creechis esconder prisioneros en los bosques, y nada más fácil de atrapar que una chica que huye despavorida de una ciudad en llamas. ¿Y no les gustaría a los pequeños demonios verdes apoderarse de una muchacha humana y tratar de experimentar con ella? Sabe Dios cuántas de las mujeres seguían con vida en las madrigueras de los creechis, atadas de pies y manos en una de esas hediondas cuevas subterráneas, toqueteadas y manoseadas y ensuciadas por los inmundos, los peludos pigmeos antropoides. Era inconcebible. Pero por Dios, algunas veces uno tenía que ser capaz de concebir lo inconcebible.
Un helicóptero de King había lanzado a los prisioneros de Central un receptor transmisor al día siguiente de la masacre, y a partir de ese día Muhamed había grabado todas las conversaciones con Central. Lo más increíble de todo era una conversación entre Muhamed y el coronel Dongh. La primera vez que la escuchó, Davidson había arrancado la cinta del aparato y la había quemado. Ahora deseaba haberla conservado, como documento, como una prueba perfecta de la absoluta incompetencia de los comandantes, tanto en Central como en Nueva Java. La había destruido en un arranque de furia, es cierto. Pero ¿cómo hubiera podido escuchar pacientemente las voces del coronel y del comandante tramando una rendición incondicional ante los creechis, decidiendo no tornar represalias, no defenderse, renunciar a todas las armas grandes, y amontonarse todos juntos en un pedacito de tierra elegido para ellos por los creechis, un reducto que les era concedido por los generosos vencedores, las bestezuelas verdes. Era increíble, literalmente increíble.
Probablemente el viejo Ding Dong y Moo no eran en realidad traidores conscientes. Se habían vuelto locos, estaban reblandecidos. Y la culpa la tenía este planeta del demonio.
Había que tener una personalidad fuerte para aguantarlo. Había algo en el aire, tal vez el polen de todos esos árboles, que actuaba como una especie de droga, que hacía que los humanos comunes empezaran a volverse tan estúpidos y a vivir tan fuera de la realidad como los propios creechis. Para colmo, al ser tan inferiores numéricamente, eran meras piltrafas, fáciles de exterminar para los creechis.
Era una lástima que Muhamed hubiera tenido que ser eliminado pero nunca habría estado dispuesto a aceptar los planes de Davidson, eso era evidente; había ido demasiado lejos. Cualquiera que hubiese oído aquella grabación increíble pensaría lo mismo. Por eso fue mejor fusilarlo antes de que supiera realmente lo que estaba pasando, y ahora él tenía un nombre sin mancha, no como Dongh y todos los otros oficiales que seguían con vida en Central.
Dongh no había aparecido por la radio últimamente. Casi siempre hablaba Juju Sereng, de Ingeniería. Davidson había salido de juerga frecuentemente con Juju y le consideraba un amigo, pero ahora no se podía confiar en nadie. Y Juju era otro asiatiforme. En verdad, parecía raro que tantos de ellos hubiesen sobrevivido a la masacre de Centralville; de todos los hombres con quienes había hablado, el único no-asio era Gosse. Aquí en Java los cincuenta y cinco hombres leales que quedaban luego de la reorganización eran casi todos eurafs como él, algunos afros y afroasiáticos, pero ninguno asio puro. La sangre es la sangre. Uno no podía ser verdaderamente humano si no llevaba en las venas unas gotas de sangre de la Cuna del Hombre. Eso no le impediría, por supuesto, salvar a los infelices bastardos amarillos de Central, pero explicaba en parte el colapso moral y la escasa resistencia de esa gente.
—¿No te das cuenta del aprieto en que nos estás metiendo, Don? —de había preguntado Juju Sereng con esa voz insulsa que tenía —. Hemos pactado una tregua formal con los creechis. Y tenemos órdenes directas de la Tierra de no interferir en la vida de los esvis, ni tomar represalias. Y de todas maneras, ¿qué represalias podríamos tomarnos? Ahora que todos los hombres de Isla King y Central del Sur están aquí con nosotros, no llegamos a dos mil, y ¿cuántos tienes tú allí en Java, unos sesenta y cinco, no? ¿Crees de veras que dos mil hombres pueden dominar a tres millones de enemigos inteligentes, Don?
—Juju, cincuenta hombres pueden hacerlo. Es cuestión de voluntad, habilidad, y armamento.
—¡Mierda! Pero el hecho es, Don, que se ha pactado una tregua. Y si se viola, estamos perdidos. Es lo único que nos mantiene a flote por el momento. Tal vez cuando la nave vuelva de Prestno y vea lo que ha pasado, decidan acabar con los creechis. No lo sabemos. Pero al parecer, los creechis tienen la intención de respetar la tregua, al fin y al cabo fue idea de ellos, y tuvimos que aceptarla. Pueden acabar con nosotros en cualquier momento, por simple superioridad numérica, como lo hicieron en Centralville. Eran miles y miles. ¿No puedes entenderlo, Don?
—Escucha, Juju, claro que lo entiendo. Si vosotros tenéis miedo de usar los tres helicópteros que os quedan, podríais mandarlos aquí, con algunos hombres que vieran cómo hacemos las cosas. Si voy a liberaros a todos sin ayuda, algunos helicópteros más me vendrían muy bien.
—Novas a liberarnos, vas a incinerarnos, ¡pedazo de estúpido! Manda ese helicóptero que te queda aquí a Central, ahora mismo: es una orden personal del coronel, como comandante efectivo. Utilízalo para mandar aquí a tus hombres; doce viajes, en cuatro días locales podrás hacerlo. Acata esas órdenes y manos a la obra.
Clic, había cortado… tenía miedo de seguir discutiendo con él.
Al fin empezó a preocuparle que pudieran mandar los tres helicópteros y bombardear o ametrallar el Campamento Nueva Java; porque técnicamente, él, Davidson, estaba desobedeciendo órdenes, y al viejo Dongh no le gustaba la gente independiente. Bastaba ver cómo se las había tomado ya con Davidson, a causa de esa incursión insignificante en represalia por lo de Campamento Smith. La iniciativa era castigada. Lo que a Ding Dong le gustaba era la sumisión, como a la mayoría de los oficiales. El peligro era que el oficial mismo podía volverse sumiso. Davidson comprendió finalmente, con genuina sorpresa, que los helicópteros no representaban ninguna amenaza para él, pues Dongh, Sereng, Gosse y hasta Benton tenían miedo de mandarlos. Los creechis les habían ordenado conservar los helicópteros dentro del Reducto Humano: y estaban obedeciendo órdenes.
Cristo, le daba náuseas. Era tiempo de actuar. Habían estado esperando de brazos cruzados durante casi dos semanas. Él tenía su campamento bien defendido; habían reforzado la empalizada para que ningún hombre mono enano y verde pudiese saltarla, y ese chico tan hábil, Aabi, había armado montones de minas terrestres y las había sembrado alrededor de la empalizada en un círculo de cien metros. Era hora de demostrar a los creechis que a esos borregos de Central podían llevarles por las narices, pero que aquí, en Nueva Java, era con hombres con quienes tenían que habérselas. Salió en el helicóptero y con él guió a un escuadrón de infantería de quince hombres hasta una madriguera creechi al sur del campamento. Había aprendido a localizarlas desde el aire; lo que las delataba eran los huertos, las concentraciones de ciertos tipos de árboles, aunque no los plantaban en hileras como los humanos. Era increíble la cantidad de madrigueras que aparecían una vez que uno aprendía a localizarlas. El bosque era un verdadero vivero. El grupo invasor incendió a mano esa madriguera, y luego, en el vuelo de regreso con un par de los muchachos, Davidson localizó otra, a menos de cuatro kilómetros del campamento. En, ésa, sólo para dejar su firma bien clara y que todos pudieran leerla, dejó caer una bomba. Una simple bomba incendiaria, no una de las grandes, pero cómo hizo volar la piel verde. Dejó un enorme agujero en el bosque, y los bordes del agujero estaban en Ramas.
Naturalmente, ésa seda su auténtica arma cuando llegase la hora de las represalias en masa. Incendios en los bosques. Con bombas y gelinita arrojadas desde el helicóptero, podía arrasar con fuego cualquiera de esas islas. Tendría que esperar un mes o dos, hasta que pasara la estación de las lluvias. ¿Por dónde empezaría, por King, Smith o Central? King primero, quizá, a modo de advertencia, ya que allí no quedaban humanos.
Luego Central, si no reaccionaban por las buenas.
—¿Qué diantre está tratando de hacer? —dijo la voz en la radio, y Davidson no pudo menos que sonreír, tan agónica sonaba, como una vieja a la que tienen contra la pared —. ¿Se da cuenta de lo que está haciendo, Davidson?
—Ajá.
—¿Se imagina que va a vencer a los creechis?
No era Juju esta vez; quizá el sabihondo de Gosse, o cualquiera de ellos; ninguna diferencia: todos balaban baa baa.
—Sí, eso creo —dijo Davidson con irónica mansedumbre.
—¿Supone que si sigue quemando aldeas irán a buscarlo para rendirse… tres millones?
¿Eso supone?
—Tal vez.
—Mire, Davidson —dijo la radio, al cabo de un momento, zumbando y gimiendo; estaban utilizando un equipo de emergencia, ya que habían perdido el transmisor grande, junto con ese ansible de pacotilla que más valía perderlo —. Oiga, ¿hay alguien más allí con quien podamos hablar?
—No; todos están muy ocupados. Mire, por aquí todo anda de perlas, pero nos hemos quedado sin postres, sabe, ensalada de frutas, melocotones, esas menudencias. Y algunos de los muchachos las echan de menos, realmente. Y estábamos esperando una partida de marihuana cuando los volaron a ustedes. Si mando hasta allí un helicóptero, ¿podrían separarnos unos cuantos cajones de golosinas y un poco de hierba?
Una pausa.
—Sí, mándelo, y nada más.
—Fantástico. Preparen las cosas en una red, para que los muchachos puedan pescarlas sin necesidad de aterrizar.
Sonrió mostrando los dientes.
Hubo algunas idas y venidas allá en Central, y de pronto el viejo Dongh apareció en la línea, la primera vez que le hablaba a Davidson. La voz sonaba débil y sin aliento en la crepitante onda corta.
—Escuche, capitán, quiero saber si se da cuenta realmente de las medidas que tendré que tomar por las acciones que usted está dirigiendo en Nueva Java; si continúa desobedeciendo las órdenes. Estoy tratando de razonar con usted como soldado leal y razonable. A fin de garantizar la seguridad de mi gente aquí en Central, entienda que me veré en la necesidad de informar a los nativos de que no podemos asumir absolutamente ninguna responsabilidad por las acciones de usted.
—Eso es correcto, señor.
—Lo que estoy tratando de hacerle entender es que esto significa que nos veremos obligados a tener que decirles que no podemos impedir que usted viole la tregua allá en Java. El personal ahí es de sesenta y seis hombres, ¿correcto?; pues bien, quiero tener a esos hombres sanos y salvos aquí en Central con nosotros para esperar la llegada del Shackleton y mantener unida la Colonia. Usted está empeñado en una carrera suicida y soy responsable por los hombres que están ahí con usted.
—No, usted no es responsable, señor. Yo lo soy. Usted quédese tranquilo. Pero cuando vean la selva en llamas, corran y busquen algún Desmonte. No queremos asarlos vivos junto con los creechis.
—Escuche ahora, Davidson, le ordeno entregar inmediatamente el mando al teniente Temba y presentarse aquí —dijo la voz distante y llorosa, y Davidson, asqueado, apagó la radio de golpe.
Estaban todos locos de remate, todavía jugando a los soldados, fuera de todo contacto con la realidad. Eran en verdad muy pocos los hombres capaces de enfrentar la realidad cuando las cosas se ponían difíciles.
Tal como esperaba, los creechis no reaccionaron a los ataques a las madrigueras. El único modo de tenerlos a raya, como él lo había sabido desde el principio, era aterrorizarlos y no darles cuartel. De esa manera, ellos sabían quién mandaba, y se mostraban sumisos. Al parecer, y en un radio de treinta kilómetros, los creechis abandonaban las aldeas antes de que él llegara, pero continuaba enviando hombres a incendiarlas cada tres o cuatro días.
Los muchachos empezaban a impacientarse. Hasta entonces, los había mantenido atareados en los desmontes, ya que cuarenta y ocho de los cincuenta y cinco sobrevivientes leales eran leñadores. Pero todos sabían que las naves automáticas no bajarían a cargar la madera, seguirían llegando una tras otra y se pondrían en órbita, esperando la señal que nunca recibirán. No tenía sentido seguir cortando árboles inútilmente. Era un trabajo demasiado duro. Mejor quemarlos. Ejercitaba a sus hombres en equipos, desarrollando técnicas incendiarias. El tiempo era aún demasiado lluvioso, pero les mantenía el cerebro ocupado. Si al menos tuviese los otros tres helicópteros, entonces sí que podría dar el gran golpe. Estudiaba la posibilidad de una incursión en Central para liberar los helicópteros, pero no había mencionado aún esta idea ni siquiera a Aabi y Temba, sus mejores hombres. A algunos de los muchachos podría amedrentarlos la idea de una invasión armada a su propio cuartel general. Seguían hablando de “cuando volvamos a reunirnos con los otros”. No sabían que aquellos otros les habían abandonado, les habían traicionado, se habían vendido a los creechis. Y él no podía decirles semejante cosa, no la soportarían.
Un buen día, él, Aabi, Temba y otro hombre con la cabeza bien puesta y de confianza llegarían en helicóptero; luego tres de ellos bajarían con metralletas, montarían cada uno en un helicóptero, y de vuelta a casa, ta-ta-ta. Con cuatro buenas batidoras para batir los huevos. No se puede hacer una tortilla In batir los huevos. Davidson se rió a carcajadas en la oscuridad de la cabaña. Mantuvo este plan en secreto un tiempo más porque le divertía mucho pensar en él.
Al cabo de otras dos semanas habían destruido todas las madrigueras creechis de los alrededores, y el bosque estaba ahora limpio y reluciente. No más humaredas por encima de los árboles. Ya nadie saltaba desde atrás de un arbusto y se despatarraba en el suelo con los ojos cerrados, esperando que uno le pisara la cabeza. No más monstruitos verdes. Sólo un revoltijo de árboles y algunos parajes quemados. Los muchachos empezaban a mostrarse inquietos y aburridos; era hora de hacer la incursión de rescate de los helicópteros. Una noche les confió el plan a Aabi, Temba y Post.
Ninguno de ellos dijo nada durante un minuto; luego Aabi preguntó: —¿Y el combustible, capitán?
—Tenemos combustible suficiente.
—No para cuatro helicópteros; no duraría ni una semana.
—¿Quieres decir que para ése nos queda combustible sólo para un mes?
Aabi asintió.
—Y bien, en ese caso, sacamos también un poco de combustible, me parece.
—¿Cómo?
—Pensad un poco.
Los tres seguían mudos e inmóviles, con caras de estúpidos. Eso le enfurecía.
Dependían de él para todo. Él era un jefe nato, pero le gustaban los hombres que tenían ideas propias.
—Piensa algún medio, es tu especialidad, Aabi —dijo.
Y salió a quemar un poco de hierba, asqueado por la forma en que todos se comportaban, como si estuviesen acobardados. No eran capaces de enfrentar la cruda realidad.
Andaban escasos de marihuana y Davidson no fumaba desde hacía un par de días. No le sirvió de nada. La noche negra e impenetrable, húmeda, calurosa, olía a primavera.
Pasó Ngenene caminando como un patinador sobre el hielo, o casi como un robot sobre ruedas; giró sobre sí mismo con un lento movimiento felino y contempló largamente a Davidson, que estaba en el porche de la cabaña a la luz mortecina de la entrada. Era un hombre inmenso que manejaba una sierra eléctrica en el aserradero.
—La fuente de mi energía está conectada con el Gran Generador y no me puedo desenchufar —dijo con voz monótona, sin dejar de mirar a Davidson.
—¡Vuélvete a tu barraca a dormir la mona! —dijo Davidson con esa voz restallante que nadie desobedecía jamás.
Al cabo de un momento Ngenene se alejó deslizándose con paso cauteloso, ligero y grácil. Era excesivo el número de hombres que abusaban cada vez más de los alucinógenos. Había alucinógenos en abundancia, pero estaban destinados a aliviar las tensiones de los leñadores durante los domingos, no a los soldados de una guarnición minúscula abandonada en un mundo hostil. No podían darse el lujo de volar, de soñar.
Tendría que guardarlos bajo llave. Además, a algunos de los muchachos podían reventarlos. Y bueno, que reventaran. No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Tal vez pudiera mandarlos a Central a cambio de un poco de combustible.
Ustedes me dan dos, tres tanques de gas y yo les daré dos, tres cuerpos calientes, soldados leales, buenos leñadores, justo lo que ustedes necesitan, un poco perdidos en el país de los sueños…
Sonrió, y se disponía a entrar para exponerles esta nueva idea a Temba y los oros, cuando oyó un grito del guardia apostado en la chimenea del aserradero.
—¡Aquí vienen! —chilló con voz aflautada, como un crío que juega a negros y rhodesianos.
Alguien más se puso a gritar también desde el oeste, del otro lado de la empalizada.
Sonó un disparo.
Y venían, Cristo, venían. Era increíble. Miles y miles. Ningún rumor ningún sonido, haba ese grito del guardia; y en seguida ese único disparo; luego una explosión —una de las minas terrestres que volaba y luego otra, y otra, y centenares y centenares de antorchas que se encendían y volaban en el aire húmedo como cohetes, y los muros de la empalizada eran ahora un hervidero de creechis, una lluvia de creechis, un diluvio, movedizos, pululantes, millares de creechis. Le recordaron un ejército de ratas que había visto una vez cuando era chico, durante la última Hambruna, en las calles de Cleveland, Ohio, donde se había criado. Algo había impulsado a las ratas a abandonar sus agujeros y habían salido a plena luz del día, una legión de ratas que trepaba por las paredes, un manto palpitante de piel y ojos y manos y dientes diminutos, y él había gritado llamando a mamá y corriendo como loco, ¿o era sólo un sueño que había tenido entonces? No podía perder la cabeza. El helicóptero se encontraba en el corral de los creechis, todavía a oscuras y llegó allí rápidamente. La puerta estaba cerrada con llave, siempre la tenía cerrada por si a alguna de las hermanitas pusilánimes se le meta en la cabeza la idea de volar a los brazos de Papá Ding Dong en una noche oscura. Le pareció una eternidad el tiempo que tardó en sacar la llave e introducirla en la cerradura y hacerla girar, pero sólo era cuestión de no perder la cabeza, y luego tardó otra eternidad en correr hasta el helicóptero y abrir la portezuela, también cerrada con llave. Post y Aabi estaban con él ahora. Por fin oyó el estruendo trepidante de los rotores, batiendo huevos, tapando todos los otros ruidos sobrenaturales, las voces aflautadas que gritaban, chillaban y cantaban.
Subieron, y el infierno desapareció debajo: un corral repleto de ratas, ardiendo.
—Se necesita sangre fría para dominar rápidamente una situación de emergencia —dijo Davidson —. Ustedes, muchachos, pensaron y actuaron rápidamente. Buen trabajo.
¿Dónde está Temba?
—Con una lanza clavada en el estómago —dijo Post.
Le pareció que Aabi, el piloto, quería dirigir la máquina, trepó a uno de los asientos traseros y se tendió relajando los músculos. Allá abajo el bosque era un mar de sombras, negro sobre negro.
—¿Qué rumbo estás tomando, Aabi?
—Central.
—No. No queremos ir a Central.
—¿Adónde queremos ir? —dijo Aabi con una especie de risita afeminada —. ¿A Nueva York? ¿A Pekín?
—Continúa volando sobre el campamento, Aabi. En grandes círculos. Por donde no nos oigan.
—Capitán, a esta altura ya no hay ningún Campamento Nueva Java —dijo Post, un capataz de leñadores; era un hombre rechoncho y tranquilo.
—Cuando los creechis hayan acabado de quemar el campamento, iremos nosotros y quemaremos a los creechis. Ha de haber unos cuatro mil amontonados allí, en un solo lugar. Hay seis lanzallamas en la parte de atrás de ese helicóptero. Les daremos unos veinte minutos. Comencemos con las bombas de gelinita y luego atrapemos con los lanzallamas a los que intentan huir.
—Cristo —dijo Aabi con violencia—, algunos de nuestros hombres podrían estar allí, quizá los creechis han tomado prisioneros, no lo sabemos. Yo no voy a volver allí a quemar humanos.
No había cambiado el rumbo del helicóptero.
Davidson puso el caño de su revólver contra la nuca de Aabí y dijo: —Sí, vamos a volver; así que cálmate y no me pongas en una situación difícil.
—Hay combustible suficiente como para llegar a Central, capitán —dijo el piloto. Movía la cabeza tratando de esquivar el contacto del revólver, como si fuese una mosca que lo importunaba —. Pero no hay más. Es todo cuanto nos queda.
—Entonces tenemos de sobra para muchos kilómetros. Vuelve, Aabi.
—Creo que es preferible que vayamos a Central, capitán —dijo Post con su voz estólida.
Esa conjuración contra él enfureció a Davidson. Le dio la vuelta al revólver y atacó con la celeridad de una serpiente y le asestó a Post un culatazo por encima de la oreja. El leñador se dobló sobre sí mismo como una tarjeta de Navidad, y se quedó allí inmóvil en el asiento delantero con la cabeza entre las rodillas y las manos colgando contra el suelo.
—Da la vuelta, Aabi —dijo Davidson, el restallido del látigo en la voz.
El helicóptero giró en un arco amplio.
—Demonios, ¿dónde está el campamento? Nunca volé en este aparato de noche y sin señales —dijo Aabi, con una voz que sonó apagada y nasal, como si estuviese acatarrado.
—Sigue hacia el este y busca el incendio —dijo Davidson, frío y tranquilo.
Ninguno de ellos tenía verdaderas agallas. Ninguno le había respaldado cuando la situación se puso realmente difícil. Tarde o temprano todos se unirían contra él, y sólo porque nadie era como él. Los débiles conspiran contra los fuertes, y el hombre fuerte tiene que luchar a solas y cuidar de sí mismo. Así eran las cosas. ¿Dónde estaba el campamento?
En esa oscuridad total tendrían que haber visto a kilómetros de distancia los edificios en llamas, aún bajo la lluvia. No se veía nada. Cielo gris negro, suelo gris. Los incendios debían de haberse apagado. O los habrían apagado. ¿Sería posible que los humanos hubiesen derrotado a los creechis? ¿Luego que él huyera? El pensamiento le cruzó por la mente como un rocío de agua helada. No, claro que no, no cincuenta contra miles. Pero por Dios, de todos modos tenía que haber montones de creechis despedazados por allí, dispersos por los campos minados. Los creechis habían atacado en filas apretadas. Nada hubiera podido detenerlos. Él no podía haberlo previsto. ¿De dónde habían salido?
Durante días y días no se había visto un solo creechi merodeando —por los bosques de alrededor. Tenían que haberse desplegado desde algún escondrijo, desde todas direcciones, arrastrándose por los bosques, saliendo de las cuevas como ratas. No había forma de detener a millares y millares de creechis. ¿Dónde demonios estaba el campamento? Aabi fingía, había cambiado de rumbo, por supuesto.
—Encuentra el campamento, Aabi —dijo en voz baja.
—Por amor de Cristo, es lo que trato de hacer —dijo el muchacho.
Post, doblado allí, junto al piloto, no se había movido.
—No puede haberse esfumado, no, Aabi. Tienes siete minutos para encontrarlo.
—Encuéntrelo usted —dijo Aabi, con voz hosca y chillona.
—No hasta que tú y Post dejéis de insubordinaros, querido. Baja un poco ahora.
Al cabo de un minuto Aabi dijo: —Eso parece el río.
Había un río, y un gran claro pero ¿dónde estaba el Campamento Java? No aparecía por ninguna pase a medida que volaban hacia el norte por encima del claro.
—Tiene que ser éste, no hay ningún otro claro grande ¿no? —dijo Aabi, volviendo a volar sobre el área sin árboles.
Los faros de aterrizaje del helicóptero refulgían, pero fuera de los conos de luz no se veía absolutamente nada; lo mejor era apagarlos. Davidson pasó el brazo por encima del hombro del piloto y apagó las luces. La oscuridad húmeda, impenetrable, les azotó los ojos como toallas negras.
—¡Por Cristo! —gritó Aabi, y encendiendo otra vez las luces giró rápidamente el helicóptero hacia la izquierda y hacia arriba, pero no con bastante rapidez.
Los árboles asomaron inmensos en la noche y atraparon la máquina.
Las paletas chillaron, lanzando un ciclón de hojas y ramas a través de las sendas luminosas de los faros, pero los troncos de los árboles eran muy Tejos y fuertes. La pequeña máquina alada cayó de cabeza, pareció que se elevaba otra vez, y se hundió de costado ende los árboles. Las luces se apagaron. Los ruidos se interrumpieron.
—No me siento muy bien —dijo Davidson.
Lo repitió, y no lo dijo más, porque no había nadie a quien decírselo. Luego se dio cuenta de que ni siquiera lo había dicho. Se sentía como atontado. Seguramente se había golpeado la cabeza. Aabi no estaba allí. ¿Dónde estaba? Esto era el helicóptero; caído de costado, pero él seguía en su asiento. La oscuridad se cerraba alrededor; era como estar ciego. Buscó a tientas y encontró a Post, inerte, siempre doblado, hecho un ovillo entre el asiento delantero y el tablero de control. El helicóptero temblaba cada vez que Davidson se movía, y entendió al fin que no estaba en el suelo sino encajado entre los árboles, enganchado como una cometa. Ahora se sentía mejor de la cabeza y deseaba cada vez más salir de aquella cabina oscura y peligrosamente inclinada. Trepó al asiento del piloto y sacó las piernas afuera, colgado de las manos, y no sintió el suelo, Sólo ramas que le raspaban las piernas suspendidas en el aire. Por último se dejó caer, sin conocer la distancia, pero tenía que salir de esa cabina. Era poco más de un metro. La cabeza le trepidó con el golpe, pero ahora se sentía mejor. Si al menos no hubiese tanta oscuridad, tanta negrura. Tenía una linterna en el cinto, siempre llevaba una cuando andaba de noche por el campamento. Pero no estaba allí. Eso era extraño. Debía de habérsele caído. Lo mejor sería volver al helicóptero a buscarla. Quizá Aabi se la había sacado. Aabi había estrellado el helicóptero a propósito, le había robado la linterna a Davidson y había huido. El pequeño y viscoso bastardo, igual a todos los demás. El aire era negro y húmedo y uno no sabía dónde ponía el pie, todo era raíces y arbustos y marañas. Había ruidos alrededor, agua que goteaba, crujidos, susurros, animales pequeños que reptaban y se escabullían en la oscuridad. Mejor volver al helicóptero, se dijo, a buscar la linterna.
Pero no sabía qué hacer para volver a subir. El borde de la portezuela estaba justo fuera del alcance de sus dedos.
Hubo una luz, un débil resplandor que brilló un instante y desapareció entre los árboles.
Aabi se había llevado la linterna y había salido a explorar, a orientarse, un muchacho muy despierto.
—¡Aabi! —llamó con un susurro penetrante.
Pisó algo extraño mientras trataba de ver de nuevo la luz. Lo pateó con las botas, luego acercó la mano, con cautela, pues no era prudente andar tocando cosas que no podía ver. Un montón de algo húmedo, pegajoso, como una rata muerta. Retiró rápidamente la mano. Tanteó en otro lugar al cabo de un momento; era una bota lo que tocaba, podía palpar los cordones cruzados. Tenía que ser Aabi que yacía allí, justo a sus pies. Había sido despedido del helicóptero cuando el aparato cayó. Bueno, se lo merecía por esa tramoya de Judas, tratando de escapar a Central. A Davidson no le gustó el tacto húmedo de las ropas y el cabello invisibles. Se enderezó. Otra vez estaba ahí la luz, un claroscuro recortado por los troncos negros de los árboles cercanos y distantes, un resplandor lejano que avanzaba.
Davidson se llevó la mano a la cartuchera. El revólver no estaba allí.
Lo había tenido en la mano, por si Post y Aabi se decidían a actuar. Ahora no lo tenía en la mano. Debía de estar en el helicóptero junto con la linterna.
Permaneció agazapado, inmóvil; de pronto, bruscamente echó a correr. No veía por dónde iba. Rebotaba en los troncos de los árboles y las raíces se le enredaban en los pies. Cayó de bruces, ruidosamente entre los arbustos. Avanzando a cuatro patas, trató de esconderse. Las ramas húmedas, desnudas, le rozaban y arañaban la cara. Se arrastró un poco más lejos. Tenía el cerebro totalmente ocupado por los complejos olores a podredumbre y vegetación, a hojas muertas, a descomposición, a renuevos y frondas y flores, los olores de la noche y de la primavera y de la lluvia. La luz lo iluminó de pleno.
Vio a los creechis.
Recordó lo que ellos hacían cuando alguien los acorralaba, y el comentario de Lyubov.
Se dio la vuelta poniéndose boca arriba y echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. El corazón galopaba en su pecho.
No ocurrió nada.
Era difícil abrir los ojos, pero al cabo de un rato lo consiguió. Seguían allí, y eran muchos: unos diez o veinte. Llevaban esas lanzas que utilizaban para cazar, esas armas pequeñas que parecían de juguete, pero las hojas de hierro afiladas podían perforarle a uno las tripas. Cerró los ojos y permaneció tendido en la misma posición.
Y no pasaba nada.
Su corazón se había calmado, y le pareció que ahora podía pensar mejor. Algo se agitó dentro de él, algo que era casi una risa. Por Dios, ¡los creechis no podían con él! Si sus propios hombres le habían traicionado, y si ya la inteligencia humana no podía hacer nada por él, entonces recurría a la artimaña que ellos mismos utilizaban, se hacía el muerto así, y despertaba en ellos ese reflejo instintivo que les impedía matar a nadie que estuviera en esa postura. Y allí seguían, a su alrededor cuchicheando entre ellos. No podían hacerle daño. Era como si fuese un dios.
—Davidson.
Tuvo que abrir nuevamente los ojos. La antorcha de resina que llevaba uno de los creechis ardía aún, pero parecía más pálida, y el bosque era más gris ahora, ya no renegrido. ¿Qué había pasado? Habían transcurrido apenas cinco o diez minutos. La visibilidad era todavía escasa, pero ya no era de noche. Distinguía las hojas y las ramas, el bosque. Reconoció la cara que le miraba desde arriba. En la penumbra sin matices del amanecer, era un rostro incoloro. Las facciones marcadas por cicatrices parecían las de un hombre. Los ojos eran agujeros sombríos.
—Déjame levantar —dijo repentinamente Davidson con voz ronca, estridente.
Tendido allí, en el suelo húmedo, tiritaba de frío. No podía seguir acostado mientras Selver le mirada desde arriba.
Selver tenía las manos vacías, pero muchos de los pequeños demonios que le rodeaban no sólo llevaban lanzas sino también revólveres. Robados de la armería del campamento, sin duda. Se incorporó con dificultad. Las ropas le colgaban, heladas, de los hombros y del dorso de las piernas, y no podía dejar de temblar.
—Hazlo de una vez —dijo —. ¡Rápido-volando!
Selver lo miró. Ahora, por fin, tenía que levantar la vista, muy arriba, para encontrar los ojos de Davidson.
—¿Quiere que lo mate ahora? —preguntó.
Por supuesto, había aprendido a hablar de esta manera gracias a Lyubov; hasta por la voz, podía haber sido Lyubov el que hablaba. Era macabro.
—Puedo elegir, ¿no?
—Bueno, usted ha estado tendido toda la noche como pidiendo que le dejásemos vivir.
¿Quiere morir ahora?
El dolor en la cabeza y en el estómago, Ni el odio que senda por ese horrible monstruo diminuto que hablaba como Lyubov y que le tenía a su merced, esa combinación de dolor y de odio le revolvieron el estómago, sintió náuseas y estuvo a punto de vomitar.
Temblaba de frío. Trató de juntar valor. De pronto dio un paso adelante y le escupió a Selver en la cara.
Hubo una pequeña pausa, y entonces Selver, con una especie de paso de danza, le escupió a Davidson. Y rompió a reír. Y no hizo ningún movimiento para matar a Davidson.
Davidson se limpió de los labios el frío escupitajo.
—Mire, capitán Davidson —dijo el creechi con esa vocecita tranquila, que a Davidson le producía vértigo y repugnancia—, los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente, y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante; como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos.
Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio.
Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el regalo del otro. Sin embargo, usted tendrá que cargarlo solo. La gente en Eslisen me dice que si le llevo allí, le juzgarán y le matarán, pues al lo exige la ley. Por eso, porque deseo darle vida, no puedo llevarle a Eslisen con los otros prisioneros; y no puedo dejarle en el bosque; es usted demasiado dañino. De manera que será tratado como uno de los nuestros cuando se vuelve loco. Será llevado a Rendlep, donde ya no habita nadie y allí se quedará.
Davidson miraba al creechi, no podía sacarle los ojos de encima. Era como si ejerciese sobre él un poder hipnótico. Y eso no lo podía soportar. Nadie tenía sobre él ningún poder. Nadie podía hacerle daño.
—Tenía que haberte roto el pescuezo, directamente, el día que intentaste atacarme dijo, la voz todavía espesa y ronca.
—Tal vez hubiera sido lo mejor —respondió Selver —. Pero Lyubov se lo impidió. Como ahora me impide que le mate. La matanza ha terminado. Y el talado de los árboles. No quedan árboles para talar en Rendlep. Es el lugar que ustedes llaman Isla Dump. Ustedes no dejaron allí un solo árbol, de modo que no podrá construirse un bote y escapar. Ya no crece allí casi nada, y tendremos que mandarle víveres y leña para calentarse. No hay nada que se pueda matar en Rendlep. Ni árboles, ni gente. Había árboles 31 había gente, pero ahora sólo quedan allí los sueños de todos ellos. Me parece un lugar apropiado para que usted viva en él, ya que debe vivir. Allí tal vez aprenda a soñar, pero es más probable que siga con su locura hasta sus últimas consecuencias.
—Mátame ahora y acaba de una vez con este ensañamiento.
—¿Que le mate? —dijo Selver y los ojos alzados hada Davidson parecieron relampaguear, clarísimos y terribles, en la media luz del bosque —. Yo no puedo matarle, Davidson. Usted es un dios. Tendrá que hacerlo usted mismo.
Dio media vuelta y echó a andar, ligero y veloz, y a los pocos pasos desapareció entre los árboles grises.
Un lazo corredizo se deslizó por encima de la cabeza de Davidson y se le cerró alrededor del cuello. Unas lanzas pequeñas se le acercaron por los flancos y la espalda.
No trataban de hacerle daño. Podía echar a correr, huir, y ellos no le matarían. Las hojas de las lanzas eran pulidas, afiladas, como navajas. El lazo corredizo tironeaba apretándole el cuello. Los siguió adonde lo conducían.
Selver no había visto a Lyubov durante mucho tiempo. El sueño lo había acompañado hasta Rieshwel. Había evado con Lyubov cuando le habló a Davidson por última vez, y lego Lyubov había desaparecido, quizá durmiera ahora en la tumba de Eshsen, porque nunca se le apareció en el pueblo de Brotor donde Selver vivía ahora.
Pero cuando la nave grande regresó, y Selver fue a Eshsen, Lyubov se reunió allí con él. Una figura silenciosa y tenue, muy triste, que otra vez despertó en Selver aquella pena devoradora.
Lyubov lo acompañaba, una sombra en la mente, hasta cuando se reunía con los yumenos de la nave. Éstos eran poderosos, muy diferentes de todos los yumenos que Selver había conocido, excepto Lyubov, pero mucho más fuertes que él.
Ya no dominaba el yumeno como antes, y al principio dejó que hablaran ellos. Cuando supo con certeza qué clase de personas eran, empujó la pesada caja que había traído desde Brotor.
—Aquí adentro está la obra de Lyubov —dijo, buscando a tientas las palabras —. Él sabía más de nosotros que todos los demás. El aprendió mi lengua y la Lengua de los Hombres; lo anotamos todo. Él comprendía algo de cómo vivimos y cómo soñamos. Los otros no.
Les daré a ustedes la obra, si la llevan al lugar que Lyubov deseaba.
El alto, el de la tez muy blanca, Lepennon, parecía feliz, y le dio las gracias a Selver, diciéndole que los trabajos serían llevados adonde Selver deseaba, y serían altamente apreciados. Esto complació a Selver.
Pero había sido doloroso para él pronunciar en voz alta el nombre de su amigo; en el rostro de Lyubov había una tristeza amarga cada vez que Selver se volvía a él dentro de su mente. Se apartó un poco de los yumenos y les observó. Dongh y Gosse y otros de Eshsen se habían reunido allí junto con los cinco de la nave. Los nuevos estaban limpios y pulidos como hierro nuevo. A los viejos les habían crecido pelos en las caras, y ahora parecían unos athshianos gigantescos, de pelambrera negra.
Todavía llevaban ropas, pero estaban viejas y poco limpias. No habían adelgazado, excepto el Viejo, que seguía enfermo desde la Noche de Eshsen; pero todos daban la impresión de ser hombres extraviados o locos.
Este encuentro ocurrió en el límite del bosque, en la zona donde, por un acuerdo tácito, ni la gente del bosque ni los yumenos habían levantado viviendas ni acampado en los últimos años. Selver y sus acompañantes se instalaron a la sombra de un gran fresno que crecía un poco apartado de la orilla del bosque. Las bayas del fresno eran aún pequeños nudos verdes contra las ramas, las hojas largas y suaves, labiadas, de color verde estío.
Debajo del árbol la luz era débil, mezclada con sombras.
Los yumenos se consultaban e iban y venían, y por último uno de ellos fue hasta el fresno. Era el hombre duro de la nave, el comandante. Se sentó en cuclillas cerca de Selver, sin pedir permiso, pero sin ninguna visible intención de rudeza. Dijo: —¿Podemos conversar un poco?
—Naturalmente.
—Ya sabe que nos llevaremos de aquí a todos los terráqueos. Hemos traído con nosotros una segunda nave para poder transportarlos. Este mundo nunca más será una colonia.
—Ése fue el mensaje que escuché en Brotor hace tres días, cuando ustedes llegaron.
—Quería estar seguro de que usted lo entendía. La decisión es terminante. No volveremos. Este mundo ha sido declarado proscrito por la Liga. Eso significa para ustedes lo siguiente: puedo prometerles que nadie vendrá aquí a cortar los árboles o a ocupar las tierras, mientras subsista la Liga.
—Ninguno de ustedes volverá jamás —dijo Selver, afirmación o pregunta.
—No por cinco generaciones. Nadie. Luego quizá algunos pocos hombres, diez o veinte, no más de veinte, podrían venir a dialogar con ustedes, a estudiar este mundo, como lo hicieron aquí algunos de los hombres.
—Los científicos, los especialistas —dijo Selver. Meditó un momento —. Ustedes deciden las cosas todos a la vez —dijo, nuevamente entre afirmación y pregunta.
—¿Qué quiere decir?
El comandante parecía receloso.
—Bueno, usted dice que ninguno de ustedes cortará los árboles de Athshe: y todos dejan de hacerlo. Y sin embargo ustedes viven en muchos sitios. Aquí, si una matriarca diera una orden en Karach, ni aun los habitantes de la aldea más próxima la obedecerían en seguida, y nunca todos los habitantes del mundo al mismo tiempo…
—No, porque ustedes no tienen gobierno central. Pero nosotros lo tenemos, ahora, y le aseguro que las órdenes son obedecidas. Por todos nosotros al mismo tiempo. Aunque en verdad, tengo entendido, por lo que me han contado los colonos, que cuando usted, Selver, dio una orden, fue obedecida por todo el mundo en todas las islas a la vez.
¿Cómo lo consiguió?
—En aquel entonces yo en un dios —dijo Selver, inexpresivo.
El comandante se retiró y el hombre alto y blanco se fue acercando poco a poco y le preguntó si podía sentarse a la sombra del árbol. Tenía tacto, éste, y era sumamente inteligente. Selver se sentía intranquilo con él. Como Lyubov, este hombre era afable; comprendía, pero era también absolutamente incomprensible. Pues hasta el más bondadoso de ellos era tan inaccesible corno el más cruel. Por eso mismo la presencia de Lyubov en su mente seguía siendo dolorosa, y en cambio los sueños en los que veía y tocaba a su mujer muerta, Thele, eran hermosos y serenos.
—Cuando estuve aquí antes —dijo Lepennon —conocí a ese hombre, Raj Lyubov. Tuve muy pocas oportunidades de hablar con él pero recuerdo lo que dijo; y he tenido tiempo de leer algunos de sus estudios sobre el pueblo de usted. La obra de Lyubov, como usted dice. A esa obra se debe principalmente que Athshe ya no sea Colonia Terráquea. Esa libertad se había convertido en la meta de la vida de Lyubov, creo yo. Usted, como amigo de él, verá que la muerte no le impidió alcanzar esa meta, finalizar el viaje.
Selver estaba inmóvil. La inquietud se le transformaba en miedo. Este hombre hablaba como un Gran Soñador.
Pío respondió.
—Querrá usted decirme una cosa, Selver. Si la pregunta no lo ofende. No habrá más preguntas después… Hubo varias matanzas: en Campamento Smith, luego en este sitio, Eshsen, y por último la de Campamento Nueva Java donde Davidson encabezó al grupo rebelde. Eso fue todo. Ninguna más desde entonces… ¿Es ésa la verdad? ¿No ha habido más matanzas?
—Yo no maté a Davidson.
—Eso no importa —dijo Lepennon, interpretando mal las palabras de Selver.
Selver quería decir que Davidson no estaba muerto; pero Lepennon entendió que era otro quien había matado a Davidson. Aliviado al comprobar que los yumenos podían equivocarse, Selver no le corrigió.
—¿No ha habido más matanzas, entonces?
—Ninguna. Ellos podrán confirmárselo —dijo Selver, señalando con un gesto al coronel y a Gosse.
—Entre su propia gente, quiero decir. Athshianos que hayan matado a athshianos.
Selver guardó silencio.
Alzó los ojos a Lepennon, un rostro extraño, blanco como la máscara del Espíritu del Fresno, que cambió de algún modo mientras Selver lo miraba.
—A veces llega un dios —dijo Selver —. Trae una nueva forma de hacer una cosa, o una cosa nueva para hacer. Una nueva clase de canto, o una nueva clase de muerte. Lo trae a través del puente entre el tiempo-sueño y el tiempo-mundo. Y una vez que lo ha hecho, hecho está.
Uno no puede tomar cosas del mundo y tratar de llevarlas al sueño, encerrarlas en el sueño con muros y engaños. Eso es demencia. Lo que es, en No pretenderé, ahora, que nosotros no sabemos cómo matarnos unos a otros.
Lepennon apoyó la larga mano en la mano de Selver, tan rápidamente, tan delicadamente que Selver aceptó el contacto como si el otro no fuera un extraño. Las sombras verdes y doradas de las hojas del fresno revolotearon sobre ellos.
—Pero no digan que tienen razones para matarse unos a otros. No hay ninguna razón para el asesinato —dijo Lepennon, el rostro tan ansioso y triste como el de Lyubov —. Nosotros partiremos. Dentro de dos días nos habremos marchado. Todos. Para siempre.
Y entonces los bosques de Athshe volverán a ser lo que eran antes.
Lyubov salió de las sombras de la mente de Selver y dijo: —Yo estaré aquí.
—Lyubov estará aquí —dijo Selver —. Y Davidson estará aquí. Los dos. Después que yo muera, tal vez la gente vuelva a ser como antes de que yo naciese, y antes de que viniesen ustedes. Pero yo no lo creo.