Sara Linton se recostó en su silla, murmurando con voz suave por el móvil: «Sí, mamá». Se preguntó si algún día eso volvería a parecerle normal, si volvería a sentir la misma alegría de antes al recibir una llamada de su madre, en lugar de ese dolor intenso que sentía ahora.
– Cariño -dijo Cathy con dulzura-, no pasa nada. Te estás cuidando y eso es todo lo que papá y yo necesitamos saber.
Sara notó que las lágrimas le escocían en los ojos. No era ni mucho menos la primera vez que lloraba en la sala de médicos del hospital Grady, pero estaba harta de hacerlo; harta de sentir, en realidad. ¿No era precisamente por eso por lo que se había trasladado a Atlanta dos años antes, dejando atrás la vida rural y a su familia, para no tener que recordar constantemente todo lo que había vivido?
– Prométeme que irás a la iglesia la semana que viene.
Sara murmuró algo que podía sonar como una promesa. Su madre no era tonta, y ambas sabían que era muy poco probable que Sara acudiera a misa aquel domingo de Pascua, pero Cathy no insistió.
Miró la pila de expedientes que tenía delante. Estaba terminando su turno y aún tenía que redactar los informes.
– Mamá, perdona, pero tengo que irme.
Cathy la obligó a prometer que volvería a llamar la semana siguiente antes de colgar. Sara se quedó unos minutos con el móvil en la mano, mirando el número en la pantalla hasta que empezó a desvanecerse; a continuación marcó el siete y el cinco con el pulgar, pero no pulsó la tecla de llamada. Dejó caer el teléfono en el bolsillo y la carta rozó el dorso de su mano.
La Carta. Pensaba en ella como si tuviera entidad propia.
Sara miraba el buzón al volver a casa para no ir cargando con las cartas de un lado a otro, pero una mañana, sin saber muy bien por qué, lo miró al salir. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver el nombre del remitente escrito en el blanco sobre. Guardó la carta sin abrir en el bolsillo de su bata de médico, con la idea de leerla a la hora de la comida. Pero pasó la hora de comer y siguió sin abrirla, y tampoco lo hizo al llegar a casa, ni al día siguiente. Fueron pasando los meses y la carta iba con Sara a todas partes, unas veces en su bata, otras en el bolso de la compra. Se había convertido en una especie de talismán, y de vez en cuando metía la mano en el bolsillo para tocarla, solo para asegurarse de que seguía estando allí.
Con el tiempo, las esquinas del sobre se doblaron y el matasellos del condado de Grant empezó a difuminarse. Y cuanto más tiempo pasaba, más se resistía Sara a abrir la carta y descubrir qué podía tener que decirle la esposa del hombre que mató a su marido.
– ¿Doctora Linton? -preguntó al llamar a la puerta Mary Schroder, una de las enfermeras-. Tenemos a una mujer que ha ingresado inconsciente, treinta y tres años, pulso filiforme, parece muy débil.
Sara miró las gráficas y a continuación, el reloj. El diagnóstico de una mujer de treinta y tres años con ese cuadro le llevaría un buen rato. Ya eran casi las siete y le quedaban solo diez minutos para acabar el turno.
– ¿No puede encargarse Krakauer?
– Ya la ha examinado. Ha pedido una analítica completa y se ha ido a tomar un café con la rubia de turno -replicó Mary, visiblemente irritada por esto último-. La paciente es policía.
Mary estaba casada con un policía, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que llevaba casi veinte años en el servicio de urgencias del Grady. Pero aunque no fuese así, existe una ley no escrita según la cual, en cualquier hospital del mundo, los agentes de la ley reciben siempre la mejor atención y de forma inmediata. Por lo visto Otto Krakauer no conocía dicha ley.
Sara no tuvo más remedio que ceder.
– ¿Cuánto tiempo ha estado inconsciente?
– Según ella, un minuto -respondió Mary meneando la cabeza; sabía que, en lo referente a su propia salud, el testimonio de los pacientes solía ser poco fiable-. Parece bastante desorientada.
Esta última frase fue la que hizo que Sara se levantara de la silla. El del Grady era el único servicio de urgencias de Nivel 1 de toda la región, además de uno de los pocos hospitales públicos que quedaban en Georgia. Las enfermeras atendían a diario a víctimas de accidentes de tráfico, tiroteos, apuñalamientos, sobredosis y toda clase de tragedias. Tenían una especie de sexto sentido para detectar a simple vista los casos más graves. Y, desde luego, un policía no ingresaba en un hospital a menos que estuviera a las puertas de la muerte.
Sara hojeó la historia de la mujer mientras atravesaba el servicio de urgencias. Otto Krakauer se había limitado a recopilar los datos para el historial y a pedir los análisis de sangre de rutina, pero aquello no le permitía aventurar ningún diagnóstico. Por lo demás, Faith Mitchell era una mujer de treinta y tres años perfectamente sana, sin enfermedades ni traumatismos previos al ingreso. Con un poco de suerte, los resultados de los análisis le darían más pistas.
Sara se tropezó con una cama en el pasillo y murmuró una disculpa. Como siempre, estaban al completo y había pacientes por los pasillos, unos en camas, otros en sillas de ruedas, pero todos con peor aspecto del que seguramente tenían cuando llegaron. Probablemente la mayoría no podían permitirse perder el sueldo de un día y habían venido al hospital al terminar su jornada laboral. Algunos la llamaron al ver su bata blanca, pero Sara los ignoró y siguió estudiando la historia.
– Enseguida la alcanzo. Está en la tres -dijo Mary, antes de dejarse arrastrar por una anciana que esperaba en una camilla.
Sara dio unos golpes en la puerta abierta de la consulta número tres; otro privilegio más de los policías: la privacidad. Una mujer rubia y muy menuda estaba sentada en el borde de la cama, completamente vestida y visiblemente enfadada. Mary era muy buena en su trabajo, pero hasta un ciego se habría dado cuenta de que Faith Mitchell no se encontraba nada bien. Estaba tan pálida como las sábanas de la cama, y aun a esa distancia su piel parecía fría y húmeda.
El hombre que la acompañaba no ayudaba mucho, paseando de un lado a otro de la habitación. Era atractivo, con el cabello dorado cortado al uno, y debía de medir más de metro ochenta. Tenía una cicatriz en la mandíbula, seguramente recuerdo de algún accidente de infancia, con la bicicleta o jugando al béisbol. Era delgado y fibroso, probablemente practicaba el atletismo y su terno delataba el torso musculoso de quien pasa muchas horas en el gimnasio.
El hombre se detuvo y miró alternativamente a Sara y a su compañera.
– ¿Y el otro médico?
– Ha tenido que atender una urgencia -dijo Sara, dirigiéndose hacia el lavabo para lavarse las manos-. Soy la doctora Linton. ¿Le importaría ponerme brevemente al corriente? ¿Qué le ha pasado?
– Se desmayó -dijo el hombre, jugando nervioso con la alianza. Debió de pensar que parecía histérico, así que moderó un poco el tono-. No le había pasado nunca.
El nerviosismo de su compañero exasperaba aún más a Faith Mitchell.
– Estoy bien -insistió. Y dirigiéndose a Sara-: Ya se lo he dicho al otro médico. Estoy destemplada, como si hubiera pillado un catarro. Eso es todo.
Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
– ¿Qué tal se encuentra ahora?
Faith miró a su acompañante.
– De los nervios.
Sara sonrió. Observó los ojos de Faith con la linterna, luego la garganta y realizó todo el examen físico de rutina, pero no encontró ninguna anomalía. Estaba de acuerdo con la evaluación preliminar de Krakauer: lo más probable era que estuviera un poco deshidratada. El corazón sonaba bien y no parecía haber sufrido ningún tipo de crisis.
– ¿Se golpeó la cabeza al caer?
Faith iba a responder cuando el hombre la interrumpió.
– Fue en el aparcamiento. Se dio un golpe contra el asfalto.
Sara preguntó a Faith.
– ¿Ha tenido algún otro síntoma?
– Alguna que otra jaqueca. -Parecía estar ocultando algo, pese a que a continuación añadió-: La verdad es que llevo todo el día prácticamente en ayunas. Esta mañana me he levantado con el estómago un poco revuelto. Y ayer también.
Sara abrió uno de los cajones para coger un martillo y comprobar sus reflejos, pero no vio nada anormal.
– ¿Ha ganado o perdido peso últimamente?
– No -dijo Faith.
– Sí -respondió él al mismo tiempo. Con aire compungido, intentó arreglarlo-. A mí me parece que te sienta muy bien.
Faith aspiró hondo y luego exhaló lentamente el aire. Sara estudió al hombre de nuevo, y pensó que debía de ser economista o abogado. Tenía la cabeza vuelta hacia la paciente, y Sara detectó una segunda cicatriz, menos marcada, que bordeaba su labio superior y que obviamente no se trataba de una incisión quirúrgica. No se la habían cosido con demasiado cuidado, y el extremo que ascendía hasta la nariz tenía un aspecto algo irregular. Probablemente fue boxeador en la universidad, o quizá simplemente se había golpeado la cabeza muchas veces, porque era obvio que no sabía que la única manera de salir de un hoyo es dejar de cavar.
– Faith, yo creo que esos kilos de más te sientan de maravilla. Tú puedes permitirte…
Ella lo fulminó con la mirada.
– Muy bien -dijo Sara, abriendo el historial para hacer unas anotaciones-. Le vamos a hacer una radiografía de cráneo, y también me gustaría realizar algunas pruebas más. Pero no se preocupe, con las muestras de sangre que le hemos extraído bastará; no más agujas de momento. -Anotó un par de cosas y marcó varias casillas antes de alzar la vista para mirar a Faith-. Le prometo que tardaremos lo menos posible, aunque ya habrá visto que hoy estamos saturados. Tendremos que esperar al menos una hora para las radiografías. Intentaré meterles prisa, pero quizá quieran bajar a comprar un libro o una revista para entretener la espera.
Faith no respondió, pero algo en la expresión de su cara había cambiado. Miró a su acompañante y luego a Sara.
– ¿Necesita que le firme eso? -preguntó, señalando el historial.
No había nada que firmar, pero Sara le pasó el documento de todos modos. Faith escribió algo en el margen inferior y se lo devolvió. Había escrito: «Estoy embarazada».
Sara asintió y tachó el volante de la radiografía. Evidentemente, Faith aún no se lo había comunicado al hombre, pero ahora mismo tenía otras preguntas que hacerle y no podía formularlas sin levantar la liebre.
– ¿Cuándo le hicieron la última citología?
Faith lo entendió a la primera.
– El año pasado.
– Pues vamos a aprovechar ahora que está aquí -dijo, y dirigiéndose al hombre-. ¿Le importa esperar fuera?
– Oh -replicó él, algo sorprendido-, claro. Estaré en la sala de espera si me necesitas.
– Vale -dijo Faith, que se quedó mirándole mientras se marchaba y se relajó visiblemente cuando cerró la puerta. Luego le preguntó a Sara-. ¿Le importa si me tumbo?
– Claro que no.
La ayudó a acomodarse en la cama, pensando que Faith aparentaba menos de treinta y tres años. Tenía la actitud propia de un policía, esa especie de firmeza en los hombros que parecía advertir «nada de tonterías». Ella y su marido abogado hacían una pareja extraña, pero Sara había conocido a parejas mucho más extrañas que esa.
– ¿De cuánto está? -le preguntó.
– Unas nueve semanas.
Sara lo anotó y continuó preguntando.
– ¿Ha hecho el cálculo usted misma o la ha visto ya el ginecólogo?
– Compré un test en la farmacia. -Enseguida se corrigió-. Bueno, en realidad me he hecho tres. Soy muy regular.
Sara añadió un test de embarazo al resto de pruebas.
– ¿Y cuánto peso ha ganado?
– Casi dos kilos y medio -admitió Faith-. Desde que me enteré no he parado de comer como una loca.
Según la experiencia de Sara, si confesaba dos kilos y medio de más probablemente habría engordado cinco.
– ¿Tiene usted más hijos?
– Uno… Jeremy… Dieciocho.
Sara lo anotó en su expediente y murmuró:
– Uy, la compadezco. Los niños a los dos años se ponen insoportables.
– Será más bien a los veinte. Jeremy tiene dieciocho años. Desconcertada, Sara se puso a hojear la historia de Faith.
– Le ahorraré la cuenta -dijo Faith-. Me quedé embarazada con catorce años. Tenía quince cuando di a luz a Jeremy.
Resultaba difícil sorprender a Sara a esas alturas, pero Faith Mitchell lo había conseguido.
– ¿Tuvo algún problema en su primer embarazo?
– ¿Quiere decir aparte de convertirme en la candidata perfecta para protagonizar uno de esos dramones adolescentes para la televisión? -Faith meneó la cabeza-. No, ningún problema.
– Muy bien -replicó Sara, cerrando el historial para centrar su atención en Faith-. Cuénteme qué ha pasado esta noche.
– Iba a coger el coche y de pronto sentí que me mareaba. Lo siguiente que recuerdo es a Will conduciendo para traerme aquí.
– ¿Cuando dice que se mareó se refiere a que todo le daba vueltas, o simplemente sintió que se desvanecía?
Faith se quedó pensando un momento antes de contestar.
– Más bien sentí que me desvanecía.
– ¿Vio usted luces o notó un sabor extraño en la boca?
– No.
– ¿Will es su marido?
Faith estalló en una risotada.
– Dios santo, no. Will es mi compañero… Will Trent.
– ¿Sigue aquí el detective Trent? Me gustaría hablar con él.
– En realidad es agente especial. Y ya ha hablado usted con él. Acaba de salir de la habitación.
Sara tuvo la impresión de que se había perdido algo.
– ¿El hombre que venía con usted es policía?
Faith se echó a reír otra vez.
– Es por el traje. No es usted la primera persona que lo toma por un enterrador.
– La verdad es que creí que era abogado -admitió Sara, pensando que en su vida había conocido a nadie con menos aspecto de policía.
– Tendré que decirle que lo ha confundido usted con un abogado, seguro que se siente muy complacido.
Sara reparó de repente en que Faith no llevaba alianza.
– Así que el padre es…
– No forma parte de mi vida -Faith lo reconoció sin el menor sonrojo, aunque Sara imaginó que habiéndose quedado embarazada con catorce años, pocas cosas podían sonrojarla ya-. Preferiría que Will no supiera nada de esto, es muy…
La mujer no terminó la frase. Cerró los ojos y apretó los labios. Su frente brillaba como si estuviera rompiendo a sudar.
Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso de nuevo.
– ¿Qué pasa?
Faith apretó las mandíbulas, pero no respondió.
A Sara le habían vomitado encima demasiadas veces como para no reconocer las señales. Fue hacia la pila para empapar una toallita de papel.
– Aspire hondo y espire poco a poco.
Faith obedeció con los labios temblorosos.
– ¿Tiene usted cambios de humor últimamente?
Pese al malestar, Faith respondió con cierta ironía.
– ¿Quiere decir más de los habituales? -De pronto se llevó la mano al estómago y se puso seria otra vez- Sí. Estoy nerviosa, irritable. -Tragó saliva-. Tengo como un zumbido en la cabeza, como si tuviera el cerebro lleno de abejas.
Sara le presionó la frente con la toallita húmeda.
– ¿Ha tenido náuseas?
– Por las mañanas, sí -respondió Faith con dificultad-. Imaginé que era cosa del embarazo, pero…
– ¿Y qué me dice de esas jaquecas?
– Son bastante fuertes, y casi siempre me dan a primera hora de la tarde.
– ¿Se ha fijado en si tiene más sed de lo habitual? ¿Orina mucho?
– Sí. No. No lo sé. -Haciendo un esfuerzo, logró abrir los ojos y preguntó-. ¿Qué es lo que tengo? ¿Es gripe, un tumor cerebral, o qué?
Sara se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano.
– Oh, Dios, ¿tan malo es? Los médicos y los policías solo se sientan cuando tienen que dar malas noticias.
Sara se preguntó cómo era que nunca se había fijado en eso. Creía que después de tantos años con Jeffrey Tolliver conocía todos sus tics, pero por lo visto había pasado por alto ese.
– Estuve casada quince años con un policía. Y no me había dado cuenta de eso, pero tiene usted razón… Mi marido siempre se sentaba cuando traía malas noticias.
– Yo soy policía desde hace quince años -replicó Faith-. ¿Le puso los cuernos, o se convirtió en un alcohólico?
Sara sintió un nudo en la garganta.
– Lo mataron hace tres años y medio.
– Oh, no -exclamó Faith, y se llevó la mano al pecho-. Lo siento mucho.
– No importa -dijo Sara, preguntándose por qué le habría contado a aquella mujer algo tan personal. Se había pasado los últimos años evitando hablar de Jeffrey y, de repente, se ponía a contarle cosas a una desconocida. Para quitarle hierro al asunto, añadió-: Pero acierta usted. Además, me puso los cuernos.
Era cierto, al menos la primera vez que se casó con él.
– Lo siento mucho -repitió Faith-. ¿Murió en acto de servicio?
Sara no quería responder a esa pregunta. De repente sintió náuseas, probablemente igual que Faith antes de perder el conocimiento. Esta se dio cuenta.
– No tiene por qué…
– Gracias.
– Espero que cogieran a ese hijo de puta.
Sara metió la mano en el bolsillo y envolvió el sobre con los dedos. Esa era la pregunta que todos le hacían: «¿Lo cogieron? ¿Pillaron al hijo de puta que mató a tu marido?». Cómo si eso importara. Como si la detención del asesino de Jeffrey pudiera aliviar en modo alguno el dolor que le había causado su muerte.
Afortunadamente, Mary entró en la habitación en ese mismo momento.
– Perdón -se disculpó la enfermera-. Los hijos de esa anciana la han dejado aquí tirada. He tenido que llamar a los servicios sociales. -Le pasó un papel a Sara-. Los resultados de la analítica.
La doctora frunció el ceño al leer los resultados.
– ¿Llevas encima el glucosómetro?
Mary metió la mano en el bolsillo y le pasó el medidor de glucosa. Sara limpió la yema del dedo de Faith con un poco de alcohol. La analítica estaba perfectamente, pero el Grady era un hospital muy grande y no sería la primera vez que confundían las muestras de sangre.
– ¿Cuándo comió por última vez? -le preguntó.
– Hemos estado todo el día en el juzgado. ¡Dios! -murmuró al notar el pinchazo, y continuó-: A eso de las doce me comí un bollito bastante pringoso que Will sacó de la máquina.
Sara insistió.
– Me refiero a su última comida «de verdad».
– Anoche, a eso de las ocho.
Por la expresión de culpa en la cara de Faith, Sara imaginó que había tirado de comida rápida.
– ¿Ha tomado café está mañana?
– Solo media taza. Ni siquiera podía soportar el olor.
– ¿Con leche y azúcar?
– Solo. Normalmente desayuno bastante bien: yogur, algo de fruta. Siempre lo hago cuando vuelvo de correr. ¿Hay algún problema con mis niveles de azúcar?
– Ahora lo veremos -le dijo Sara, presionándole el dedo para que la sangre impregnara la tira.
Mary alzó una ceja, como preguntando si quería apostar a ver qué salía. Sara meneó la cabeza: nada de apuestas. Mary insistió y usó los dedos para indicarle uno-cinco-cero.
– Creía que el test se hacía al final -dijo Faith, con voz insegura-, después de beber esa cosa azucarada.
– ¿Ha tenido problemas con los niveles de azúcar alguna vez? ¿Hay antecedentes de diabetes en su familia?
– No y no, que yo sepa.
El glucosómetro emitió un pitido y acto seguido apareció en la pantalla el 152.
Mary silbó, sorprendida de lo mucho que se había acercado. En una ocasión, Sara le había preguntado por qué no estudió medicina, a lo que le respondió que las enfermeras eran las que realmente sabían de medicina.
– Tiene usted diabetes -le dijo Sara a Faith.
Mary vaciló un momento antes de preguntar:
– ¿Qué?
– Yo diría que seguramente hace ya un tiempo que es usted prediabética. Tiene el colesterol y los triglicéridos muy altos. Y la tensión también está un poco alta. El embarazo y esos kilos que ha cogido de repente (cinco kilos es mucho para nueve semanas de embarazo), sumados a los malos hábitos dietéticos, han sido la gota que ha colmado el vaso.
– Pero en mi primer embarazo todo fue perfectamente.
– Entonces era usted muy joven. -Sara le dio una gasa para detener la sangre-. Quiero que vaya a ver a su médico mañana a primera hora. Tenemos que asegurarnos de no pasar por alto ninguna otra cosa. Mientras tanto, procure controlar sus niveles de azúcar. De lo contrario, desmayarse en un aparcamiento no es lo peor que le podría suceder.
– ¿Y no será simplemente…? Últimamente no estoy comiendo como Dios manda, en eso tiene razón, y…
Sara cortó en seco sus divagaciones.
– Cualquier cifra por encima de 140 se considera síntoma indiscutible de diabetes. De hecho, en el primer análisis la cifra no era tan alta.
Faith se tomó un tiempo para asimilar la información.
– ¿Y es crónica?
Era un endocrino quien debía responder a esa pregunta.
– Tendrá que hablar con su médico para que le siga haciendo pruebas.
No obstante, en su opinión, y según su experiencia, el pronóstico de Faith no era muy alentador. Siempre podía ser gestacional, pero no le parecía el caso.
Sara miró su reloj.
– Yo la dejaría esta noche en observación, pero para cuando terminemos de hacer el ingreso y de buscarle una habitación, su médico ya estará pasando consulta. De todos modos, algo me dice que usted no quiere quedarse aquí. -Había pasado suficiente tiempo entre policías como para saber que, a la menor oportunidad, Faith saldría pitando del hospital. Continuó hablando-: Tiene que prometerme que llamará a su médico a primera hora… y a primera hora quiere decir exactamente eso. Una de nuestras enfermeras le enseñará cómo utilizar el glucosómetro y cuándo debe usted inyectarse, pero mañana mismo tiene que ver a su médico.
– ¿Tendré que pincharme yo misma? -preguntó, bastante alarmada.
– La medicación oral está contraindicada durante el embarazo. Precisamente por eso debe usted ver a su doctor cuanto antes. Hay mucho de ensayo y error en esto. Su peso y sus niveles hormonales sufrirán cambios a lo largo del embarazo. Su médico será su mejor amigo durante los próximos ocho meses, al menos.
Faith parecía avergonzada.
– La verdad es que no tengo médico de cabecera.
Sara sacó su cuadernillo de recetas y escribió el nombre de la doctora con la que había hecho las prácticas.
– Delia Wallace pasa consulta en las afueras de Emory. Tiene una doble especialidad en ginecología y endocrinología. La llamaré esta noche para que le hagan un hueco mañana.
Faith no parecía muy convencida.
– ¿Cómo es posible que me haya pasado esto así, de repente? Sé que he cogido algunos kilos, pero no estoy gorda.
– No es necesario que esté gorda -le explicó Sara-. Ahora es usted mayor. El embarazo afecta a su sistema hormonal y a su capacidad para producir insulina. Además, últimamente no ha comido usted bien. Todos estos factores han precipitado la aparición de la enfermedad.
– Es por culpa de Will -masculló Sara-. Come como si tuviera doce años. Donuts, pizza, hamburguesas. Siempre que para en una gasolinera tiene que comprar unos nachos o un perrito caliente.
Sara volvió a sentarse en el borde de la cama.
– Faith, esto no es el fin del mundo. Está usted en buena forma. Y tiene un buen seguro médico. Se las arreglará perfectamente.
– Pero ¿y si…? -Faith se puso pálida y bajó la mirada-. ¿Y si no estuviera embarazada?
– No estamos hablando de una diabetes gestacional, sino de una diabetes en toda regla, de tipo dos. Un aborto no haría que desapareciera como por arte de magia. Mire, probablemente hace tiempo que empezó a desarrollarla; el embarazo simplemente ha hecho que se le declare antes. Al principio será todo un poco más complicado, pero nada más.
– Yo solo… -Faith no parecía capaz de terminar una sola frase.
Sara le dio unos golpecitos en la mano y se puso en pie.
– La doctora Wallace es una excelente profesional. Y sé que trabaja con el seguro médico municipal.
– Estatal -la corrigió Faith-. Pertenezco al DIG.
Sara imaginó que el seguro del Departamento de Investigación de Georgia sería muy parecido, pero aceptó la corrección. Era evidente que a Faith le estaba costando asimilar la noticia, y ella no se lo había puesto precisamente fácil. Pero lo hecho, hecho está. Le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo:
– Mary le pondrá una inyección. Se sentirá usted mejor enseguida. -Se dispuso a marcharse, no sin antes recordarle-: Hablaba en serio con lo de la doctora Wallace. Quiero que llame a su consulta mañana a primera hora, y tiene que dejar de alimentarse a base de bollitos pringosos. Una dieta baja en hidratos, sin grasas, y cinco comidas sanas al día, ¿estamos?
Faith asintió, un poco aturdida aún, y Sara salió de la habitación sintiéndose como una bruja. Sin duda, en los últimos años había perdido la costumbre de tratar a los pacientes, pero esta vez había sido especialmente torpe. ¿No era precisamente el anonimato lo que la había llevado a aceptar ese puesto en el Grady? Excepto por algunos vagabundos y prostitutas, raras veces veía al mismo enfermo dos veces. Eso era lo que realmente le atraía de aquel trabajo, que no tenía ocasión de involucrarse personalmente con los pacientes. En ese punto de su vida no quería establecer vínculos con nadie. Cada caso era una oportunidad para empezar de nuevo. Si tenía suerte -y si Faith se cuidaba un poco-, probablemente nunca volvería a verla.
En lugar de ir hacia la sala de médicos para terminar sus informes, Sara pasó por el puesto de enfermeras, atravesó la puerta de doble hoja, la sala de espera abarrotada de gente y, por fin, salió a la calle.
Había un par de terapeutas cardiorrespiratorios fumando un cigarrillo junto a la salida, así que Sara siguió caminando hacia la parte trasera del edificio. Se sentía culpable por no haber sabido comunicarle la noticia a Faith Mitchell como es debido, y buscó el número de Delia Wallace en su móvil antes de que se le olvidara. Dejó un mensaje en el contestador exponiéndole brevemente el caso de Faith y, al colgar, se sintió más tranquila.
Se había encontrado con Delia Wallace hacía un par de meses, cuando vino a visitar a uno de sus pacientes ricos, ingresado en el Grady tras un grave accidente de tráfico. Delia y Sara se habían graduado juntas en la facultad de medicina de Emory, y fueron las únicas mujeres incluidas en el cinco por ciento de los estudiantes que obtuvieron las mejores calificaciones. En aquella época existía una ley no escrita según la cual las mujeres que terminaban medicina solo tenían dos opciones: ginecología o pediatría. Delia se había inclinado por la primera, Sara por la segunda. A ambas les faltaba un año para cumplir los cuarenta. Delia parecía tenerlo todo; Sara la sensación de que no tenía nada.
La mayoría de los médicos -incluida Sara- eran arrogantes en mayor o menor medida, pero Delia siempre había sabido venderse muy bien. Mientras tomaban café en la sala común, Delia la había puesto al corriente de su vida: tenía una próspera consulta con dos despachos, un marido bróker y tres niños que sobresalían en casi todo. Le había enseñado a Sara algunas fotos, y parecían la familia perfecta, como sacados de un catálogo de Ralph Lauren.
Sara no le había contado nada de lo que había hecho al acabar la carrera; no le había dicho que regresó al condado de Grant, a su casa, para trabajar como pediatra rural. No le habló de Jeffrey, ni de por qué se había mudado a Atlanta o por qué trabajaba en el Grady cuando podía haber abierto su propia consulta y tener una vida más o menos normal. Se había limitado a encogerse de hombros y a decir: «Al final acabé volviendo aquí», y Delia la había mirado con una mezcla de decepción y solidaridad. Ambas emociones tenían que ver con el hecho de que Sara siempre había ido por delante de Delia en Emory.
Se metió las manos en los bolsillos y tiró de su fino abrigo hacia adelante para protegerse del intenso frío. Sintió la carta contra el dorso de su mano al pasar por la entrada de ambulancias. Se había presentado voluntaria para hacer un turno extra esa misma mañana, y había trabajado dieciséis horas seguidas para poder tomarse el día siguiente libre. El frío de la noche le hizo reparar en que estaba agotada, y se quedó allí, con las manos metidas en los bolsillos, inspirando con deleite aquel aire frío y relativamente limpio. Podía distinguir el olor de la lluvia entre el tufo de los coches y el de lo que fuera que hubiera en el contenedor. Quizás esa noche lograra dormir. Siempre dormía mejor cuando llovía.
Miró los coches que pasaban por la Interestatal. Ya casi había pasado la hora punta; hombres y mujeres regresaban a casa con su familia después del trabajo. Sara estaba en lo que se conocía como la «curva del Grady», la que los reporteros utilizaban como referencia cuando tenían que hablar de retenciones en la desviación que pasaba por el centro de Atlanta. La carretera estaba iluminada por las rojas luces de freno esa noche, pues una grúa estaba retirando un todoterreno del arcén de la izquierda. Había coches de policía bloqueando la escena, con las sirenas encendidas iluminando la oscuridad con su fantasmagórica luz. Aquello le recordó la noche en que murió Jeffrey: la policía irrumpiendo en la escena, los de estatal poniéndose al mando y varias docenas de hombres vestidos con trajes blancos peinando la zona para recoger las pruebas.
– ¿Sara?
Se volvió. Mary estaba en la puerta y le hacía señas para que volviera al hospital.
– ¡Deprisa, ven!
Sara corrió hacia la puerta mientras la enfermera le iba enumerando datos.
– AT, accidente de tráfico de un solo vehículo y un peatón. Krakauer está con el conductor, que presenta posible infarto de miocardio, y su acompañante. Tú te ocupas de la mujer atropellada: fractura abierta en brazo y pierna derechos, pérdida de consciencia en el lugar del accidente. Posible agresión sexual y tortura. Un TES, técnico de emergencias sanitarias, pasaba por allí e hizo lo que pudo, pero está muy mal.
Sara pensó que la había entendido mal.
– ¿Fue violada y atropellada?
Mary no se lo aclaró y se limitó a apretarle el brazo muy fuerte mientras corrían por el pasillo. La puerta de la sala de urgencias estaba abierta. Sara vio la camilla y a tres médicos en torno a ella. Todos los allí presentes eran hombres, incluido Will Trent, que estaba inclinado sobre la mujer.
– ¿Puede decirme su nombre? -le preguntaba.
Sara no dejó de correr hasta que estuvo al pie de la cama, y la mano de Mary seguía agarrándole el brazo. La paciente estaba tumbada sobre un costado, en posición fetal. Su cuerpo iba sujeto a la camilla con esparadrapo, y le habían puesto sendas férulas neumáticas en el brazo y la pierna derechos. Estaba despierta, le castañeteaban los dientes y murmuraba algo que resultaba ininteligible. Tenía una chaqueta doblada bajo la cabeza, y un collarín alrededor del cuello. Un lado de su cara estaba cubierto por una costra de sangre y suciedad; un trozo de cinta aislante colgaba de su mejilla y se pegaba a su oscuro cabello. Tenía la boca abierta y los labios cortados y llenos de sangre. Habían retirado la sábana que la cubría, dejando al descubierto un corte en el costado, a la altura de uno de sus pechos; era tan profundo que se podía distinguir perfectamente la amarilla capa de grasa.
– Señora -preguntó Will-, ¿sabe dónde está?
– Apártese -le ordenó Sara, empujándole con más fuerza de la que pretendía.
Will Trent perdió momentáneamente el equilibrio y se tambaleó. Sara continuó a lo suyo. Había visto la pequeña grabadora digital que tenía en la mano y no le gustaba nada lo que estaba haciendo. Se puso unos guantes mientras se arrodillaba y hablaba a la paciente.
– Soy la doctora Linton. Está usted en el hospital Grady. No se preocupe, la vamos a cuidar muy bien.
– Ayúdeme… Ayúdeme… -repetía la mujer, y su cuerpo temblaba con tal violencia que hacía traquetear la estructura metálica de la camilla. Miraba fijamente al frente, pero sin enfocar. Estaba demacrada y tenía la piel descamada y seca-. Ayúdeme…
Sara le apartó el cabello de la cara con la mayor delicadeza que pudo.
– Hay muchos médicos aquí y todos vamos a ayudarla. Usted quédese conmigo, ¿de acuerdo? Ahora ya está a salvo.
Se puso de pie y apoyó la mano sobre el hombro de la mujer para que supiera que no estaba sola. Dos enfermeras más se habían incorporado al equipo y esperaban instrucciones.
– Que alguien me ponga al día.
Se dirigió a los técnicos de emergencias, pero fue el hombre que estaba al otro lado de la camilla el que empezó a hablar, recitando a toda velocidad las constantes vitales de la paciente y los primeros auxilios que habían realizado por el camino. El hombre iba vestido de calle y sus ropas estaban manchadas de sangre; debía de ser el TES que la había socorrido en el lugar del accidente.
– Herida penetrante entre las costillas once y doce. Fracturas abiertas en brazo y pierna derechos. Contusión en la cabeza. Estaba inconsciente cuando llegamos, pero recuperó la conciencia cuando empecé a atenderla. No pudimos tumbarla de espaldas -explicó con creciente pánico-; no dejaba de gritar. Teníamos que meterla en la ambulancia, así que la inmovilizamos con esparadrapo. No sé por qué no… No sé qué…
El hombre intentaba contener las lágrimas. Su angustia era contagiosa. El aire de la sala estaba cargado de adrenalina; no era de extrañar, teniendo en cuenta el estado de la víctima. Sara tuvo también un momento de pánico, le costaba asimilar los terribles daños que había sufrido aquel cuerpo, las múltiples heridas, los evidentes signos de tortura. Más de uno en aquella sala tenía los ojos llenos de lágrimas. Intentó serenarse para rebajar la histeria a un nivel más asumible.
– Muchas gracias, caballeros. Han hecho ustedes cuanto han podido para traerla viva hasta aquí, pero ahora es mejor que despejemos un poco la sala para poder atenderla como es debido -dijo para despedir a los TES. A continuación, dirigiéndose a Mary-: Ponle suero intravenoso y prepara una vía central, por si acaso. -Y a otras dos enfermeras-: Trae un aparato de rayos, pide un TAC y llama al cirujano de guardia. Haz una gasometría, prueba de tóxicos, análisis metabólico completo, CSC y panel de coagulación.
Con mucho cuidado Sara auscultó a la mujer, tratando de ignorar las quemaduras y los cortes en forma de cruz. Escuchó los pulmones de la paciente, percibiendo el marcado relieve de las costillas bajo sus dedos. La respiración era regular, pero no tan fuerte como a Sara le hubiese gustado, probablemente a causa de la alta dosis de morfina que le habían puesto en la ambulancia. El pánico suele difuminar la frontera entre lo que ayuda y lo que estorba.
Se arrodilló de nuevo. Los ojos de la mujer seguían abiertos y le castañeteaban los dientes.
– Si le cuesta respirar, dígamelo y la ayudaré inmediatamente, ¿de acuerdo? ¿Cree que podrá hacerlo? -La mujer no respondió, pero Sara continuó hablándole de todas formas, explicándole paso a paso lo que iba haciendo y por qué-. Estoy comprobando sus vías respiratorias, quiero asegurarme de que respire bien. -Le abrió la boca con suavidad.
La mujer tenía los dientes de color rosado, lo que indicaba que tenía alguna herida abierta en la boca, pero Sara imaginó que se habría mordido la lengua. Su rostro estaba lleno de arañazos, como si le hubieran dado un zarpazo. Pensó que quizá tuviera que intubarla e inmovilizarla, por lo que esta sería su última oportunidad de hablar.
Esa era la razón de que Will Trent no quisiera marcharse. Le había preguntado a la víctima cómo estaba para sentar las bases para una declaración in articulo mortis. La víctima tenía que ser consciente de que se estaba muriendo para que su declaración fuera admitida como prueba ante un tribunal. Incluso ahora, Trent seguía allí, apoyado contra la pared, observándolo todo por si tenía que declarar en el juicio.
– Señora, ¿puede decirme cómo se llama? -le preguntó Sara. Al ver que la mujer movía los labios esperó unos segundos, pero de su boca no salía ningún sonido-. Empecemos con algo más fácil. Dígame solo cuál es su nombre de pila, ¿de acuerdo?
– Aa… Aa…
– ¿Anne?
– Na… Na…
– ¿Anna?
La mujer cerró los ojos y asintió levemente con la cabeza. Su respiración se había acelerado a consecuencia del esfuerzo.
– Y ahora su apellido -la animó Sara.
La mujer no respondió.
– Muy bien, Anna. Lo está haciendo muy bien. Quédese conmigo – dijo Sara mirando a Will Trent, que se lo agradeció con un gesto de la cabeza.
Volvió a centrarse en su paciente; examinó sus pupilas y le palpó el cráneo para ver si había alguna fractura.
– Tiene sangre en los oídos, Anna. Se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza. -Cogió una torunda húmeda y limpió la sangre seca de su rostro-. Sé que sigue usted ahí, Anna. Aguante un poco más, quédese conmigo.
Con mucho cuidado, Sara pasó los dedos por el cuello y el hombro y notó que la clavícula se movía. Siguió examinando la parte inferior de los hombros por delante y por detrás, y continuó con las vértebras. La mujer presentaba signos evidentes de desnutrición; sus huesos sobresalían de tal manera que prácticamente se le veía el esqueleto entero. La piel estaba desgarrada, como si le hubieran clavado anzuelos o ganchos y se los hubieran arrancado después. Tenía cortes superficiales por todo el cuerpo, y la larga y profunda incisión en el pecho seguía oliendo a infección; llevaba así varios días.
– La vía ya está lista y le he abierto del todo la llave del salino -dijo Mary.
Sara se volvió hacia Will Trent.
– ¿Ve el directorio que hay junto al teléfono? -Él asintió-. Llame a Phil Anderson. Dígale que le necesitamos aquí abajo de inmediato.
Will vaciló un momento.
– Mejor voy a buscarlo.
– Será más rápido llamarle al busca. Su extensión es la 392 -dijo Mary mientras fijaba la vía con esparadrapo en el dorso de la mano. Le preguntó a Sara-: ¿Vas a pautarle más morfina?
– Vamos a terminar con el diagnóstico primero.
Intentó examinar el torso de la mujer; no quería mover el cuerpo hasta saber exactamente lo que tenía entre manos. Presentaba un agujero en el costado izquierdo, entre las costillas once y doce, lo que explicaba por qué la mujer gritó de esa manera cuando intentaron enderezarla: con el músculo y el cartílago desgarrados, el dolor debía de ser insoportable.
El TES le había puesto un torniquete y una férula neumática en la pierna y el brazo derechos. Sara retiró el vendaje estéril de la pierna, y vio que el hueso asomaba por la herida. La pelvis parecía algo inestable también. Eran heridas recientes. El coche debía de haberla golpeado por el lado derecho, doblándola por la mitad.
Sacó unas tijeras del bolsillo, cortó el esparadrapo que la sujetaba a la camilla, y le explicó:
– Anna, voy a tumbarte sobre la espalda. -Sujetó a la mujer por los hombros y el cuello, mientras Mary le sujetaba la pelvis y las piernas-. Mantendremos las piernas dobladas, pero tenemos que…
– ¡No-no-no! -suplicó Anna-. ¡No, por favor! ¡No, por favor!
Sara y Mary continuaron con la maniobra, y Anna profirió tales gritos que Sara sintió escalofríos. No había oído nada tan aterrador en su vida.
– ¡No! -aullaba la mujer-. ¡No! ¡Por favor! ¡Nooooo!
Empezó a sufrir violentas convulsiones. Rápidamente, Sara se inclinó sobre la camilla para sujetar a Anna y que no se cayera al suelo. La oía resoplar entre convulsión y convulsión, pues cada vez que se movía era como si le clavaran un cuchillo en el costado.
– Cinco miligramos de Ativan -ordenó, esperando poder controlar así los ataques-. Quédate conmigo, Anna. No te me vayas.
De nada sirvieron las palabras de Sara. La mujer había perdido la conciencia a consecuencia de los ataques o del mismo dolor. Un rato después de que el calmante surtiera su efecto, los músculos seguían espásticos y su cabeza y sus piernas se convulsionaban de forma sincopada.
– Aquí viene la máquina de rayos -anunció Mary, urgiendo al técnico para que entrara en la sala-. Voy a ortopedia, a buscar a Sanderson.
– Macon -se presentó el técnico de rayos.
– Sara -respondió ella-. Yo te ayudo.
El técnico le dio un delantal de plomo y luego se puso a preparar la máquina. Sara acariciaba la frente de Anna, apartándole el oscuro cabello de la cara. La mujer seguía convulsionando cuando Sara y Macon la tumbaron de espaldas, con las rodillas flexionadas para hacerle el menor daño posible. Sara se dio cuenta entonces de que Will Trent seguía en la sala.
– Tengo que pedirle que salga mientras hacemos esto.
Sara ayudó a Macon a sacar las placas; los dos se movieron lo más rápido que podían. Rezó para que la paciente no despertara y se pusiera a gritar de nuevo. Seguía oyendo aquellos alaridos, como los de un animal que hubiera caído en una trampa. Aquello bastaría para establecer que la mujer era perfectamente consciente de que iba a morir. Nadie podía gritar así a menos que hubiera perdido hasta la última esperanza.
Macon ayudó a Sara a poner a Anna de costado y, a continuación, se fue para revelar las placas. Ella se quitó los guantes, se arrodilló junto a la camilla una vez más y acarició la mejilla de Anna.
– Siento haberle empujado -le dijo a Will Trent.
Al volverse lo vio a los pies de la camilla, mirando fijamente las piernas de la víctima, las plantas de sus pies. Tenía la mandíbula apretada, pero Sara no sabía si era de espanto, de rabia o de ambas cosas a la vez.
– Los dos tenemos un trabajo que hacer -replicó Trent.
– Aun así lo siento.
Trent se inclinó y tocó suavemente la planta del pie derecho de Anna, probablemente convencido de que era lo único que podía tocar sin hacerle daño. A la doctora le sorprendió el gesto, casi tierno.
– ¿Sara? -dijo Phil Sanderson desde la puerta, con sus guantes de cirujano recién lavados.
Se incorporó y, apoyando suavemente los dedos en el hombro de Anna, le dijo:
– Tenemos dos fracturas abiertas y una pelvis destrozada. Hay una profunda incisión junto a la mama derecha y una herida penetrante en el costado izquierdo. Desde el punto de vista neurológico, no sé muy bien qué decirte: las pupilas no están reactivas, pero ha hablado de forma coherente.
Phil se acercó a la paciente y comenzó a examinarla. No hizo comentario alguno sobre el estado en que se encontraba, totalmente concentrado en lo que podía arreglar: las fracturas abiertas y la pelvis destrozada.
– ¿No la has intubado?
– Las vías respiratorias están despejadas.
Era evidente que Phil no estaba de acuerdo con su decisión; en realidad, a los cirujanos ortopédicos les importaba muy poco que sus pacientes pudieran hablar o no.
– Y el corazón, ¿qué tal?
– Bien. La presión arterial es normal. Está estable.
En ese momento llegó el equipo de Phil y se pusieron a preparar el traslado de la paciente. Mary volvió con las placas ya reveladas y se las dio a Sara.
– Solo la anestesia podría matarla -advirtió Phil.
Sara colocó las placas en el panel luminoso.
– No habría llegado hasta aquí si no fuese una luchadora.
– La herida de la mama está infectada. Yo diría…
– Lo sé -interrumpió ella, poniéndose las gafas para examinar las placas.
– La herida del costado es bastante limpia. -Sanderson ordenó a su equipo que parara un momento y se inclinó para verla más de cerca-. ¿Sabes si el coche la arrastró? ¿Se cortó con alguna pieza metálica?
– Por lo que sabemos, le dieron de frente. Estaba de pie en mitad de la carretera -respondió Will Trent.
– ¿Había algo en el lugar del accidente con lo que pudiera haberse hecho este corte? Es muy limpio.
Will vaciló; probablemente preguntándose si el cirujano se habría dado cuenta de lo que había pasado aquella mujer antes de ser atropellada.
– Había muchos árboles, era una zona rural. Todavía no he hablado con los testigos. El conductor tenía un fuerte dolor en el pecho.
Sara volvió a concentrarse en las placas de rayos: o no habían salido bien o estaba más cansada de lo que creía. Contó las costillas, pensando que sus ojos podían estar jugándole una mala pasada.
Will parecía haber percibido su confusión.
– ¿Qué pasa?
– La undécima costilla -respondió Sara-. Se la han arrancado.
– ¿Cómo arrancado?
– Sí, no se la han extirpado quirúrgicamente.
– Eso es absurdo -exclamó Phil, dirigiéndose hacia el panel para examinar la placa-. Será que…
Phil colocó la segunda placa, la antero-posterior, y luego la lateral. Se acercó un poco más, con los ojos entornados.
– ¿Y dónde coño está? Una costilla no sale sola del cuerpo.
– Mira. -Sara recorrió con el dedo la línea dentada donde había estado el cartílago que antes sujetaba el hueso-. No es que falte: se la han arrancado.
Will condujo con los hombros caídos y la cabeza apretada contra el techo del Mini de Faith hasta donde se había producido el atropello. No había querido perder tiempo ajustando el asiento antes, cuando llevó a Faith al hospital, ni mucho menos cuando se dirigía a la escena del crimen más aterrador que había visto en su vida. El coche no iba del todo mal por las carreteras secundarias que conducían hasta la autopista 316, pese a que circulaba a mayor velocidad de la permitida. La amplia batalla del Mini se adaptaba mal a las curvas, pero Will fue aminorando a medida que se alejaba de la ciudad. Cada vez había más árboles, y la carretera se estrechaba más, y de pronto se encontró en una zona en la que no era raro que ciervos y zarigüeyas la cruzaran.
Iba pensando en la víctima; en la piel arañada, la sangre, las heridas por todo el cuerpo. En el mismo momento en que vio a los de la ambulancia empujando la camilla a toda prisa por el pasillo del hospital supo que aquello era obra de una mente muy enferma. La mujer había sido torturada. Alguien muy experimentado en el arte de infligir dolor le había dedicado mucho tiempo.
No podía haberse materializado en mitad de la carretera sin más. Las heridas en las plantas de sus pies eran recientes, por lo que debía de llevar un buen rato caminando por el bosque. Tenía una aguja de pino clavada en el puente, y las plantas llenas de tierra. Seguramente la habían retenido en alguna parte y, en un momento dado, había logrado huir de allí. El lugar tenía que estar cerca de la carretera, y Will iba a encontrarlo aunque tardara toda la vida.
Reparó en que estaba pensando en «ella» aunque la víctima tenía un nombre, Anna, que se parecía mucho a Angie, el de su esposa. Como Angie, la mujer tenía el cabello y los ojos oscuros, la piel morena y un lunar justo debajo de la corva. Will se preguntó si aquel lunar sería algo frecuente en las mujeres de piel morena; a lo mejor era algo genético, algo asociado con el color de los ojos y el cabello. Seguro que la doctora Linton lo sabía.
Le vino a la mente lo que dijo Sara Linton mientras examinaba su piel magullada y los arañazos en torno a la herida del costado: «Debía de estar consciente cuando le arrancaron la costilla». Se estremeció al recordarlo. A lo largo de su carrera se las había tenido que ver con muchos sádicos, pero ninguno tan cruel como este.
Sonó el móvil y trató de sacarlo del bolsillo sin perder el control del volante. Lo abrió con mucho cuidado: la carcasa de plástico llevaba meses rota, pero había conseguido arreglarla con pegamento, cinta aislante y cinco trozos de cordel que hacían las veces de bisagra. Aun así tenía que manejar el aparato con sumo cuidado para que no se le descuajeringara en la mano.
– Will Trent.
– Soy Lola, cielo.
Frunció el ceño. Su voz tenía la aspereza propia de alguien que fumaba dos cajetillas diarias.
– ¿Quién?
– Eres el hermano de Angie, ¿no?
– Soy su marido -la corrigió Will-.
¿Con quién hablo?
– Con Lola, una de sus chicas.
Angie trabajaba ahora como freelance para varias agencias de detectives, pero había sido agente de antivicio durante diez años. De vez en cuando Will recibía la llamada de alguna de las prostitutas con las que había trabajado. Todas necesitaban ayuda, y todas acababan volviendo a la cárcel, desde donde llamaban.
– ¿Qué quieres?
– No hace falta que seas tan borde conmigo, cielo.
– Mira, llevo ocho meses sin hablar con Angie. -Casualidades de la vida, su relación se había roto casi al mismo tiempo que el móvil-. No puedo ayudarte.
– Soy inocente. -Lola rio su propia gracia y sufrió un ataque de tos-. Me pillaron con una sustancia blanca, no sé lo que era, un amigo me pidió que se la guardara.
Esa clase de chicas sabían más de leyes que muchos policías, y se mostraban especialmente cautelosas cuando utilizaban el teléfono público de la cárcel.
– Búscate un abogado -le aconsejó Will, mientras aceleraba para adelantar al coche que tenía delante. Un relámpago estalló en el cielo e iluminó la carretera-. No puedo hacer nada por ti.
– Podría ofrecerte cierta información.
– Pues cuéntaselo a tu abogado. -Will oyó un pitido en la línea y reconoció el número de su jefa-. Tengo que dejarte.
Colgó sin darle tiempo a Lola para decir nada más.
– Will Trent.
Amanda Wagner tomó aire, y Will se preparó para un discurso torrencial.
– ¿Cómo demonios se te ocurre dejar a tu compañera en el hospital y marcharte en plan quijote a trabajar en un caso que está fuera de nuestra jurisdicción y en el que nadie nos ha pedido ayuda? Y para más inri, en un condado con el que no tenemos lo que se dice una buena relación.
– Nos pedirán ayuda -le aseguró Will.
– Tu intuición femenina no me impresiona nada esta noche, Will.
– Cuanto más tiempo dejemos esto en manos de la policía local, más se enfriará el rastro. No se trata de un secuestrador novato, Amanda. Esto no es ningún juego.
– La policía de Rockdale lo tiene todo bajo control -replicó ella-. Saben muy bien lo que se hacen.
– ¿Están controlando las carreteras y buscando coches robados?
– No son idiotas.
– Sí que lo son -insistió Will-. No la han dejado tirada en la carretera, ha estado retenida en algún lugar cerca de la carretera y ha logrado escapar por su propio pie.
Amanda guardó silencio unos instantes, probablemente esperando a que dejara de salirle humo por las orejas. Un segundo relámpago azotó el cielo, y el trueno que vino a continuación impidió a Will oír lo que le decían al otro lado de la línea.
– ¿Cómo? -preguntó.
– ¿En qué estado está la víctima? -repitió en tono cortante.
Will no pensó en Anna, sino en la mirada que había visto en los ojos de Sara Linton cuando subieron a la víctima al quirófano.
– La cosa pinta muy mal.
Amanda dejó escapar un hondo suspiro.
– Hazme un resumen.
Will le explicó el caso en líneas generales; el aspecto que tenía la mujer, los signos de tortura.
– Seguramente venía del bosque. Tiene que haber una casa en alguna parte, una cabaña o algo. No parecía que hubiera estado a la intemperie. Alguien la tuvo secuestrada durante un tiempo, la mató de hambre, la violó, la torturó.
– ¿Crees que algún paleto se la llevó?
– Creo que fue secuestrada -replicó Will-. Lleva un buen corte de pelo y tiene los dientes blanqueados. No hay marcas de pinchazos, ni cicatrices. Tenía dos pequeñas cicatrices en la espalda, probablemente de una liposucción.
– Así que no es una vagabunda ni una prostituta.
– Había sangre en las muñecas y en los tobillos, como si hubiera estado maniatada. Algunas heridas habían empezado a cicatrizar, otras eran recientes. Estaba flaca, mucho. Debía de llevar bastantes días secuestrada; una semana, quizá, a lo sumo dos.
Amanda maldijo entre dientes. El papeleo empezaba a ser excesivo. El DIG era a nivel estatal lo que el FBI al nacional: se coordinaba con los cuerpos de policía locales cuando los delitos traspasaban los límites de un condado, y su cometido era centrarse en la investigación más allá de las disputas territoriales. El estado disponía de ocho laboratorios forenses, de cientos de agentes especiales y de la policía científica, todos ellos dispuestos a colaborar con cualquier otro cuerpo de policía que lo solicitase. El problema era que la petición debía presentarse por escrito. Había formas de asegurarse de que la cumplimentaran, pero para eso había que pedir favores, y por razones que no sería de buena educación discutir en público, Amanda había perdido toda su influencia en Rockdale unos meses atrás por un caso relacionado con un padre mentalmente desequilibrado que había secuestrado y asesinado a sus propios hijos.
Will volvió a intentarlo:
– Amanda…
– Deja que haga algunas llamadas.
– Antes de nada, ¿podrías llamar a Barry Fielding? -preguntó, refiriéndose al responsable de la brigada canina del DIG-. No estoy muy seguro de que la policía local sepa exactamente a qué se enfrenta. No han visto a la víctima, ni han hablado con los testigos. Su detective ni siquiera había llegado al hospital cuando me fui. -Amanda no respondió, así que Will continuó-: Barry vive en el condado de Rockdale.
Al otro lado de la línea se oyó un tercer suspiro aún más profundo, y tras una pausa Amanda respondió.
– Vale. Pero intenta no tocarle los huevos a nadie más de lo estrictamente necesario. Llámame cuando descubras algo más. -Colgó.
Will cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta; en ese preciso instante, un relámpago iluminó el cielo y un trueno retumbó en sus oídos. Will aminoró la velocidad; tenía las rodillas pegadas al plástico del salpicadero. El plan era llegar hasta la autopista 316, al lugar en que se había producido el accidente y, una vez allí, pedir muy educadamente que le dejaran entrar en la escena. Lo que no había previsto era el control de tráfico. Había dos patrulleros de la policía de Rockdale atravesados en mitad de la carretera, cortando ambos sentidos, y dos recios agentes plantados justo delante. Unos quince metros más allá, unas gigantescas lámparas de xenón iluminaban un Buick con el morro aplastado. Los agentes de la policía científica estaban por todas partes, enfrascados en la pesada tarea de recoger cada mota de polvo, piedra y cristal para llevarlo todo a analizar al laboratorio.
Uno de los agentes se acercó al Mini. Will buscó el interruptor para bajar el cristal de la ventanilla, olvidando por un momento que estaba en el salpicadero. Para cuando logró bajar el cristal, el otro agente había venido a reunirse con su compañero y ambos le sonreían. Will cayó entonces en que debía de resultar bastante cómico verle metido en ese coche tan pequeño, pero eso ya no tenía solución. Cuando Faith se desmayó en el aparcamiento, lo único que pensó fue que el coche de ella estaba más cerca que el suyo y que tardaría menos en llegar al hospital si lo cogía.
– El circo está por ahí-le dijo el segundo agente, señalando hacia Atlanta con el dedo.
Will sabía que no debía intentar sacar la cartera mientras estuviera dentro del coche, de modo que abrió la puerta y salió del vehículo lo más dignamente que pudo. Un trueno retumbó por todo el cielo y los tres miraron hacia arriba.
– Agente especial Will Trent -les dijo, al tiempo que les mostraba su identificación.
Ambos adoptaron una actitud cautelosa. Uno de ellos se alejó, hablando por la radio que llevaba en el hombro, seguramente para consultar a su jefe (a veces la policía local se alegraba de poder contar con el DIG; otras preferían pegarles un tiro). El otro agente le preguntó:
– ¿Adónde vas tan elegante, si puede saberse? ¿O es que vienes de un funeral?
Will se limitó a ignorar la pulla.
– Estaba en el hospital cuando ingresaron a la víctima.
– Tenemos varias víctimas -respondió el agente, claramente dispuesto a ponerle las cosas difíciles.
– La mujer -especificó Will-. La que se cruzó en la carretera y fue atropellada por un Buick conducido por un matrimonio mayor. Creemos que se llama Anna.
El segundo agente ya estaba de vuelta.
– Voy a tener que pedirle que vuelva a su coche, caballero. Según mi superior, esto está fuera de su jurisdicción.
– ¿Puedo hablar con su superior?
– Ya imaginaba que diría eso -replicó el agente, con una aviesa sonrisa-. Me dijo que podía llamarle por la mañana, alrededor de las diez o diez y media.
Will miró hacia la escena del crimen.
– ¿Puede decirme su nombre?
El policía se tomó su tiempo y, con mucha parsimonia, sacó su libreta, después el bolígrafo y, por fin, anotó el nombre. Arrancó la hoja con sumo cuidado y se la dio a Will, que miró fijamente los garabatos que había encima del número.
– ¿Está en inglés?
– ¿Es usted idiota? Fierro. Es italiano. -El hombre miró el papel y añadió-. Está bien clarito.
Will dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.
– Gracias.
No era tan tonto como para creer que los dos agentes regresarían tranquilamente a sus puestos mientras él volvía a entrar en el Mini. Pero ahora ya no tenía ninguna prisa. Se agachó, vio la palanca que servía para ajustar el asiento del conductor y la empujó hacia atrás todo lo que pudo. Se metió en el coche y se despidió de los agentes con la mano mientras daba media vuelta y se alejaba.
La 316 no había sido siempre una carretera secundaria. Antes de que se construyera la I-20, era la autopista que conectaba Rockdale con Atlanta. Actualmente, la mayoría de los conductores preferían la interestatal, pero todavía quedaba gente que la utilizaba como atajo. A finales de los años noventa, Will había participado en una operación encubierta para erradicar la prostitución de la zona y sabía que incluso entonces no era una carretera con mucho tráfico. Que aquellos dos coches hubieran pasado por allí al mismo tiempo que la mujer era casi milagroso. Y que esta hubiera logrado cruzarse en el camino de uno de ellos era todavía más sorprendente.
A menos que Anna los estuviera esperando. Quizá se puso delante del Buick a propósito. Will había descubierto hacía mucho tiempo que escapar es más fácil que sobrevivir.
Siguió conduciendo despacio, buscando una desviación donde dar la vuelta: la encontró a unos cuatrocientos metros. El asfalto estaba muy deteriorado, y sentado al volante de un Mini no había bache pequeño. Un relámpago iluminó el bosque como un fogonazo. Desde la carretera no se veían casas, ni cabañas ni establos, tampoco ningún cobertizo de aquellos que antiguamente se utilizaban para esconder alambiques. Continuó hacia delante, utilizando como referencia los potentes focos de la escena del crimen, y se detuvo justo enfrente. Echó el freno de mano y sonrió. El lugar del accidente estaba a menos de doscientos metros, y con las luces y el ajetreo parecía un campo de fútbol en mitad del bosque.
Cogió la linterna de la guantera y se bajó del coche. La temperatura empezaba a descender. Esa misma mañana, el hombre del tiempo había anticipado que el cielo estaría parcialmente cubierto, pero a Will le daba la impresión de que se avecinaba el diluvio.
Se internó en el bosque, examinando el terreno a la luz de la linterna, buscando cualquier cosa que pareciera fuera de lugar. Puede que Anna hubiera pasado por allí, pero también era posible que hubiera llegado por el otro lado de la carretera. La cuestión es que la escena del crimen no debería limitarse solo a esta: deberían estar peinando el bosque en un radio de al menos un kilómetro. No sería tarea fácil: el bosque era bastante espeso, los arbustos y las ramas bajas entorpecían el paso y los árboles caídos y los hoyos lo hacían aún más peligroso de noche. Will intentó ubicarse y se preguntó en qué dirección estaría la I-20, la zona más habitada, pero su sentido de la orientación se volvió loco y dejó de intentarlo.
El terreno se inclinaba ahora hacia abajo. Aunque aún estaba lejos, Will oía los ruidos típicos de una escena del crimen: el zumbido eléctrico del generador, el de los focos, el clic de los flashes, el murmullo de los policías y los técnicos y, de vez en cuando, alguna carcajada de sorpresa.
En el cielo las nubes se abrían, dejando pasar de tanto en tanto un rayo de luna que multiplicaba las sombras sobre el terreno. Por el rabillo del ojo vio un montón de hojas que parecía haber sido removido. Se agachó para examinarlo, pero la luz de la luna no ayudaba mucho. Las hojas parecían muy oscuras, pero era difícil saber si eran manchas de sangre o de lluvia. Lo que sí parecía seguro era que algo había estado sobre ellas; pero la cuestión era si se trataba de un animal o de una mujer.
Intentó ubicarse de nuevo. Estaba a mitad de camino entre el Mini de Faith y el Buick accidentado. Las nubes volvieron a cubrir el cielo y la oscuridad reinó otra vez. La linterna que llevaba en la mano eligió ese preciso instante para agotarse: la bombilla adquirió primero un tono marrón amarillento y a continuación se volvió negra. Will le dio un golpe con la palma de la mano, intentando sacarle algo más de jugo a las pilas.
De pronto, el brillante foco de una linterna Maglite lo iluminó todo en un radio de dos metros.
– Usted debe de ser el agente Trent -dijo un hombre.
Will se llevó la mano a los ojos para proteger sus retinas. El hombre tardó unos segundos en enfocar la linterna hacia el pecho de Will. Con los potentes focos de la escena del crimen iluminándole desde la distancia, el desconocido parecía un globo de esos que se utilizan en el desfile anual de los grandes almacenes Macy’s: abullonado en la parte superior y muy estrecho en la inferior. Su pequeña cabeza flotaba sobre sus hombros, y el cuello se le derramaba por encima del cuello de la camisa. Teniendo en cuenta su perímetro, el hombre se movía con sorprendente ligereza. Will no le había oído llegar.
– ¿Detective Fierro? -aventuró Will.
El hombre enfocó su cara para que Will pudiera verla.
– Puede llamarme simplemente Capullo, porque así es como me va a llamar mientras conduce usted solito de vuelta a Atlanta.
Will, que seguía agachado, alzó la vista hacia la escena del crimen.
– ¿Por qué no me deja echar un vistazo primero?
Fierro volvió a dirigir el foco hacia sus ojos.
– Además de un tocapelotas es muy terco, ¿no?
– Usted cree que la dejaron ahí, pero se equivoca.
– ¿También lee la mente?
– Ha dado aviso a todas las unidades para que estén atentos a cualquier vehículo que resulte sospechoso, y tiene a la brigada científica examinando el Buick milímetro a milímetro.
– Si fuera un policía de verdad sabría que lo que he comunicado a todas las unidades es un 10-38, y la casa más cercana es la de un abuelo en silla de ruedas que vive unos tres kilómetros más arriba -Fierro hablaba con un desdén que a Will no le resultaba desconocido-. No pienso ponerme a discutir el caso contigo. Lárgate de mi escena.
– He visto lo que le han hecho a esa mujer -insistió Will-. No la metieron en un coche y la arrojaron a la cuneta: sangraba por todas partes. El que le hizo eso es un tipo listo; no la metería en un coche, ni se arriesgaría a dejar un rastro. Y estoy completamente seguro de que en ningún caso la habría dejado con vida.
– Tienes dos opciones -dijo Fierro, estirando dos de sus rechonchos dedos-: o te vas por tu propio pie o te sacan a rastras.
Will se incorporó y enderezó los hombros para que el hombre pudiera apreciarlo en toda su estatura.
– Vamos a ver si nos entendemos -contestó, mirando a Fierro con determinación-. Estoy aquí para ayudar.
– No necesito tu ayuda, Gómez. Te sugiero que des media vuelta, te metas en el coche de tu hermanita pequeña y te vuelvas por donde has venido. ¿Quieres saber lo que está pasando aquí? Pues léelo en el periódico.
– Seguramente quieres decir Lurch, el mayordomo de los Addams. Gómez era el padre -corrigió Will. Fierro frunció el ceño-. Mira, probablemente Anna, la víctima, estuvo tendida aquí. -Señaló el montón de hojas alborotadas-. Oyó que se acercaba un coche y caminó hacia la carretera para pedir ayuda. -Fierro no le interrumpió, de modo que Will continuó hablando-: Los perros están de camino. El rastro es reciente, pero la lluvia podría borrarlo.
En ese mismo instante, un relámpago seguido de un trueno vinieron a confirmar las palabras de Will. Fierro dio un paso al frente.
– Creo que no me estás escuchando, Gómez -dijo Fierro y, clavando la parte trasera de su linterna en el pecho de Will le obligó a retroceder. Continuó haciéndolo mientras añadía, subrayando cada palabra con un golpe-. Lárgate de aquí con tu traje de enterrador, señor DIG. Mete tu culo en ese cochecito de juguete y quítate de mi…
Los talones de Will chocaron contra algo duro. Ambos lo oyeron y se detuvieron.
Fierro abrió la boca, pero Will le indicó que guardara silencio y, a continuación, se arrodilló en el suelo. Will apartó las hojas con las manos y palpó el contorno de un tablero de contrachapado. Dos rocas colocadas a ambos lados de una esquina parecían señalar el lugar.
Se oía un ruido muy leve, una especie de murmullo. Will se inclinó un poco más y empezó a reconocer las palabras. Fierro también lo oía. Sacó su revólver y colocó la linterna a la altura del cañón para ver el objetivo. De repente, el detective ya no parecía molesto por la presencia de Will; de hecho, prefirió que fuera él quien levantara la trampilla de contrachapado y pusiera su cara en la línea de fuego.
Cuando Will alzó la vista para mirarle, Fierro se encogió de hombros, como diciendo: «Eras tú el que quería entrar en el caso.»
Trent se había pasado todo el día en los juzgados, por lo que había dejado el arma en casa, en el cajón de la mesilla de noche. Fierro tenía un bulto en el tobillo, seguramente una segunda arma. El detective no se la ofreció, y Will tampoco se la pidió. Iba a necesitar las dos manos para retirar la trampilla y apartarse a tiempo. Contuvo el aliento mientras apartaba las rocas y despejó el perímetro de tierra para poder agarrar bien los bordes de la trampilla. Medía aproximadamente dos por uno, y tenía poco más de un centímetro de grosor. La tierra estaba húmeda y, por lo tanto, levantarla le iba a costar un poco más.
Will miró a Fierro para asegurarse de que estaba preparado. A continuación, con un rápido movimiento, retiró la trampilla y se apartó, entre una nube de polvo y tierra.
– ¿Qué hay ahí? -preguntó Fierro, en un susurro-. ¿Ves algo?
Will alargó el cuello para ver lo que había descubierto. La fosa era profunda y había sido excavada de forma rudimentaria; la abertura medía unos setenta y cinco centímetros de lado. Se acercó a la fosa andando a gatas. Consciente de que, una vez más, se arriesgaba a que alguien le volara los sesos, se asomó rápidamente al interior para ver a qué se enfrentaban exactamente. No podía ver el fondo. Lo que sí descubrió fue una escalera de mano de fabricación casera que terminaba a poco más de un metro de la entrada.
Otro relámpago inflamó el cielo, iluminando aquel retablo en todo su esplendor. Era como una viñeta: la escalera del infierno.
– Deme la linterna -le dijo a Fierro en un susurro.
El detective se mostraba ahora más que dispuesto a colaborar, y le pasó la linterna de inmediato. Will volvió la cabeza: Fierro tenía las piernas muy separadas y apuntaba a la entrada de la fosa con los ojos desorbitados a causa del miedo.
Dirigió el foco de la linterna hacia el interior de la fosa. Abajo había una cueva en forma de L cuyo primer tramo medía aproximadamente un metro y medio y luego se desviaba hacia lo que debía de ser el espacio principal. El techo estaba apuntalado con vigas de madera. Al pie de la escalera se veían algunas provisiones: latas de comida, cuerdas, cadenas, ganchos. Will oyó un ruido procedente de la cueva y el corazón le dio un vuelco. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de un salto.
– ¿Es…? -preguntó Fierro.
Will se llevó un dedo a los labios, aunque dudaba de que a esas alturas pudieran contar con el elemento sorpresa. Quien estuviera allá abajo ya debía de haber visto el haz de la linterna moviéndose de un lado a otro. Casi a modo de confirmación, Will oyó un sonido gutural que procedía de abajo, algo así como un gemido. ¿Había otra víctima allí? Pensó en la mujer que estaba ingresada en el hospital, Anna. Will sabía perfectamente qué aspecto tenían las quemaduras eléctricas: dejan bajo la piel un polvillo oscuro que no desaparece nunca. Te acompañan durante el resto de tu vida, si es que aún te resta vida, claro está.
Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Alargó la mano hacia el tobillo de Fierro y sacó el revólver de su funda. Antes de que este pudiera detenerle entró en la cueva de un salto.
– Por Dios santo -susurró Fierro. Miró por encima de su hombro a los policías de la escena del crimen, a unos treinta metros; sin duda pensaba que había un modo mejor de hacer aquello.
Will volvió a oír el gemido. Tal vez no fuese más que un animal, o quizá se trataba de un ser humano. Apagó la linterna y se la guardó en la cinturilla del pantalón. Debería haber dicho algo -«Dile a mi mujer que la quiero», por ejemplo-, pero no quería darle ese disgusto o esa satisfacción a Angie.
– Espera -susurró Fierro. Quería pedir refuerzos.
Will le ignoró y se metió el revólver en el bolsillo delantero. Tuvo la precaución de probar si la endeble escalera aguantaba su peso; apoyó los talones en los travesaños, de modo que pudiera ver el interior de la cueva mientras descendía. El hueco era estrecho y sus hombros muy anchos, así que tuvo que estirar un brazo hacia arriba para poder entrar. A su alrededor continuaba cayendo tierra y las raíces le arañaban la cara y el cuello. La pared del hueco estaba a escasos centímetros de su nariz, produciéndole una claustrofobia que Will no había experimentado hasta ese momento. Notaba el sabor del barro en la parte posterior de la boca cada vez que respiraba. No podía mirar hacia abajo, porque no había nada que ver, y no quería hacerlo hacia arriba para no caer en la tentación de escapar de allí.
A cada paso que daba, el olor se hacía más insoportable: a heces, orina, sudor, miedo. Quizá fuera su propio miedo lo que olía. Anna había huido de aquella cueva. A lo mejor había tenido que enfrentarse a su secuestrador. A lo mejor el hombre estaba esperándole allá abajo, con una pistola o una navaja.
El corazón le latía con tal fuerza que le faltaba el aire. El sudor le caía a chorros y le temblaban las rodillas mientras bajaba por aquella interminable escalera. Por fin sintió la blanda tierra bajo sus pies. Tanteando el suelo con la punta del pie, detectó la cuerda y las cadenas. Para entrar en la cueva tenía que agacharse; una vez más estaría a merced de quien estuviera allá abajo.
Will oyó un jadeo y otro murmullo. Tenía el revólver de Fierro en la mano, pero no estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Había muy poco espacio y no podía sacar la linterna, que de todos modos se le había caído dentro del pantalón. Intentó flexionar las rodillas, pero su cuerpo no le obedecía. El jadeo se oía cada vez más alto, y entonces se dio cuenta de que procedía de su propia boca. Miró hacia arriba y no vio más que oscuridad. El sudor le nublaba la vista. Contuvo el aliento y se agachó.
No hubo disparos. Nadie le rajó el cuello. Nadie le clavó ganchos en los ojos. Una suave brisa le llegó desde el hueco, ¿o era algo que tenía delante? ¿Había alguien ante él? ¿Había agitado alguien una mano delante de su cara? Volvió a oír algo que se movía, dientes que castañeteaban.
– No se mueva -dijo Will por fin.
Apuntaba al frente con el revólver, y lo movió de un lado a otro por si había alguien. Con mano temblorosa metió la mano en su pantalón para sacar la linterna. El jadeo había vuelto, un ruido embarazoso que retumbaba entre las paredes de la cueva.
– Nunca… -murmuró una voz masculina.
Will tenía la mano empapada en sudor, pero sostenía con firmeza la linterna. Apretó con fuerza el botón y la luz se encendió.
Tres grandes ratas negras, con la barriga hinchada y garras afiladas, salieron corriendo. Dos de ellas fueron directas hacia Will, que instintivamente retrocedió, se empotró en la escalera y sus pies se enredaron en la cuerda. Se cubrió la cara con los brazos y las ratas treparon por su cuerpo, clavándole las garras. Will fue presa del pánico, y notó que la linterna se le caía al suelo; la recuperó de inmediato y escudriñó la cueva para comprobar si había alguien más.
Nadie.
– Mierda… -exclamó. Se dejó caer al suelo exhalando un suspiro.
El sudor le empañaba los ojos. Las ratas le habían dejado los brazos llenos de arañazos y tuvo que vencer el impulso de huir por el mismo camino.
Recorrió la cueva con el haz de la linterna, espantando a las cucarachas y demás insectos. No sabía por dónde se había ido la otra rata, pero tampoco iba a ponerse a buscarla. El espacio principal de la cueva estaba en desnivel, el suelo era unos noventa centímetros más bajo. Aquella depresión le daba cierta ventaja.
Se agachó lentamente, enfocando hacia delante la linterna para evitar más sorpresas. El espacio era más grande de lo que esperaba. Debían de haber tardado semanas en excavarlo, sacando la tierra en cubos y bajando vigas de madera para poder sujetar el techo. Calculó que debía de tener al menos tres metros de profundidad y uno ochenta de anchura. El techo tenía una altura de casi dos metros; lo suficiente como para que pudiera ponerse de pie, aunque en ese momento no se fiaba mucho de sus rodillas. El haz de la linterna no podía iluminarlo todo de una vez, así que el espacio parecía aún más opresivo. Si a aquella atmósfera inquietante le añadías la repugnante mezcla de olores del barro de Georgia, la sangre y los excrementos, todo parecía aún más pequeño y oscuro.
Pegado a una de las paredes había un catre hecho a base de madera reciclada. Encima, un estante con provisiones: jarras de agua, latas de sopa y varios instrumentos de tortura que Will solo había visto en libros. El colchón era fino, y por las rajas de la funda negra sobresalía el relleno de espuma manchado de sangre. Había pegotes de carne pegados a la funda, algunos en proceso de putrefacción. Los gusanos se amontonaban alrededor formando una especie de remolino. Había cabos de cuerda tirados en el suelo, al lado de la cama, y cuerda suficiente como para maniatar a cualquiera de pies a cabeza, casi como una momia. Los laterales de la cama estaban llenos de arañazos. Había agujas de coser, anzuelos, cerillas. En el mugriento suelo se veía un charco de sangre que se extendía por debajo de la cama como un lento goteo introduciéndose en un grifo.
– Dicho… -comenzó a decir una voz que enseguida se perdió entre el ruido de las interferencias.
Había un radiotelevisor portátil sobre una silla de plástico blanco situada en la parte posterior de la caverna. Will avanzó a gatas hasta ella. Se quedó mirando los botones y tuvo que pulsar varios antes de dar con el que apagaba la radio; se dio cuenta demasiado tarde de que debería haberse puesto los guantes.
Siguió el cable del televisor con la vista hasta una batería náutica a la que habían cortado el enchufe y empalmado el cable directamente a los polos. Había más cables con los extremos pelados que estaban ennegrecidos, y Will percibió el olor característico de las quemaduras eléctricas.
– Eh, Gómez -gritó Fierro. Su voz denotaba un exacerbado nerviosismo.
– No hay nadie -replicó Will.
El policía no se fiaba.
– De verdad -repitió Will, y volvió junto a la escalera para asomarse por el agujero-. No hay nadie.
– Dios.
Fierro salió de su campo de visión, pero antes Will lo vio santiguarse. Él también tendría que ponerse a rezar si no salía de allí de inmediato. Dirigió el haz de la linterna hacia la escalera y vio las marcas que habían dejado sus pies sobre las huellas ensangrentadas de los travesaños. Miró las suelas rayadas de sus zapatos y el sucio suelo y descubrió más huellas ensangrentadas que había alterado con sus pisadas. Con la espalda apretada contra la pared empezó a subir por la escalera, tratando de no estropear nada más. Los de la científica le iban a echar la bronca, pero ya no había nada que pudiera hacer al respecto salvo pedir disculpas.
Se paró en seco. Anna tenía cortes en los pies pero eran superficiales, la clase de cortes que se hacen al andar sobre agujas de pino, abrojos, cardos. Eso era lo que le había inducido a pensar que había estado caminando por el bosque. No sangraba lo suficiente como para dejar esas huellas tan marcadas en un suelo tan sucio. Se quedó allí, con el brazo estirado hacia arriba y un pie en la escalera, pensando.
Respiró hondo, volvió a agacharse y recorrió cada rincón de la cueva con el haz de la linterna. Había algo en la cuerda que no le cuadraba, el modo en que la habían enrollado a la cama. Le vino a la mente la imagen de Anna atada a la cama, con la cuerda enrollada por debajo de la estructura. Sacó uno de los trozos de cuerda de allí. El extremo presentaba un corte limpio, igual que los demás trozos. Echó un vistazo a su alrededor. ¿Dónde estaría el cuchillo?
Probablemente había ido a parar al mismo sitio que la tercera rata.
Will retiró el colchón, tapándose la nariz y la boca y tratando de no pensar en lo que estaban tocando sus manos desnudas. Continuó tapándose la nariz con la muñeca mientras quitaba las lamas de madera que sujetaban el colchón y rezaba para que la rata no le saltara encima y le sacara los ojos. Por si acaso, fue tirándolas al suelo con gran estrépito. Oyó un chillido a su espalda y se volvió. La rata estaba en un rincón, y sus diminutos ojos reflejaron la luz de la linterna. Will tenía una lama en la mano y, por un momento, pensó en lanzarla contra la rata, pero dado lo reducido del espacio no estaba seguro de poder acertar. Y tampoco quería arriesgarse a cabrearla.
Dejó el trozo de madera junto a los demás, mirando con cautela al roedor. Pero descubrió algo que le llamó la atención: había unos arañazos debajo de las lamas, unas muescas profundas con manchas de sangre que no parecían obra de ningún animal. Examinó el hueco que había debajo de la cama a la luz de la linterna: habían rebajado el suelo de debajo unos quince centímetros. Will introdujo la mano y sacó un trozo de cuerda que también había sido cortado pero, a diferencia de los demás trozos, tenía un nudo intacto.
Will quitó las lamas que faltaban. Había cuatro cerrojos de metal bajo el somier, uno en cada esquina, y un trozo de cuerda atado a uno de ellos que estaba manchado de sangre. Palpó la cuerda con los dedos y la notó mojada. Una esquirla le arañó el pulgar: pellizcó las fibras con las uñas para extraerla y examinarla a la luz de la linterna. Cuando supo lo que tenía en la mano sintió el amargo sabor de la bilis en la garganta.
– ¡Eh! -gritó Fierro-. ¡Gómez! ¿Subes ya o qué?
– ¡Llama a la científica! -dijo Will en tono perentorio.
– Pero ¿qué…?
Will miró el trozo de diente que tenía en la mano.
– ¡Hay otra víctima!
Faith estaba sentada en la cafetería del hospital, pensando que se sentía exactamente igual que la noche del baile de graduación: rechazada, gorda y embarazada. Miró al fibroso detective del condado de Rockdale que estaba sentado al otro lado de la mesa. Con su prominente nariz y el cabello grasiento colgando por encima de las orejas, Max Galloway tenía el aspecto hosco y perplejo de un perro cazador alemán. Y lo peor es que era un mal perdedor: no dejaba pasar una sola ocasión de recalcar que el DIG le había robado el caso. Lo había dejado bien claro desde el momento en que Faith pidió estar presente cuando interrogara a dos de los testigos.
– Seguro que la zorra de tu jefa ya está emperifollándose para hablar ante las cámaras.
Faith se mordió la lengua, aunque le resultaba imposible imaginarse a Amanda Wagner emperifollándose. Afilándose las garras, si acaso.
– Bien -comenzó Galloway, dirigiéndose a los testigos-. Así que iban ustedes tranquilamente por la carretera, no vieron nada extraño, y de repente, ¿se encontraron con el Buick y la chica en la carretera?
Faith tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Había trabajado en el departamento de homicidios de la policía de Atlanta durante ocho años antes de empezar a trabajar con Will Trent. Sabía muy bien lo que era ser un detective de homicidios y que viniera un fantasmón del DIG a decirte que podía llevar tu caso mejor que tú. Entendía la rabia y la frustración que generaba el hecho de que te trataran como a un paleto ignorante incapaz de encontrarte la mano derecha, pero ahora que ella era una agente del DIG solo pensaba en lo mucho que iba a disfrutar robándole el caso a ese paleto insufrible en particular.
En cuanto a su mano derecha, puede que Max Galloway sí fuera capaz de encontrársela, pero no daba para mucho más. Llevaba por lo menos media hora interrogando a Rick Sigler y a Jake Berman -los dos hombres que pasaban por la 316 cuando el Buick atropelló a la mujer-, y todavía no se había dado cuenta de que eran gays.
Galloway se dirigió a Rick, el técnico de emergencias sanitarias que había socorrido a la víctima en el lugar del accidente.
– Me decía usted que su mujer es enfermera, ¿no?
Rick se miró las manos. Llevaba una alianza de oro rosa y sus manos eran las más bonitas y delicadas que Faith había visto en un hombre.
– Hace el turno de noche en el Crawford Long.
Faith se preguntó cómo se sentiría la mujer sabiendo que su marido andaba echando una canita al aire mientras ella hacía el turno de noche.
– ¿Qué película fueron a ver? -les preguntó Galloway.
Les había hecho la misma pregunta por lo menos tres veces, y en todas había obtenido la misma respuesta. Faith también era capaz de cualquier cosa con tal de pillar en falta a un sospechoso, pero había que tener un par de dedos de frente y saber hacerlo; lamentablemente, Max Galloway no poseía esa habilidad. Desde el punto de vista de Faith parecía que aquellos dos testigos simplemente habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el lugar y momento equivocados. El único aspecto positivo de su participación en aquel asunto era que habían podido atender a la víctima mientras llegaba la ambulancia.
– ¿Cree que se pondrá bien? -preguntó Rick a Faith.
Esta imaginó que la víctima seguiría en el quirófano.
– No lo sé -admitió-. Pero usted hizo todo cuanto pudo, no le quepa la menor duda.
– He estado en un millón de accidentes de tráfico -dijo el hombre, mirándose las manos de nuevo-, pero jamás había visto una cosa igual. Era… Era algo espantoso.
En circunstancias normales Faith no era demasiado empática pero, como policía, sabía cuándo era necesario un enfoque más sensible. Sintió el impulso de inclinarse sobre la mesa y poner sus manos sobre las de Rick, para consolarle y también para sonsacarle, pero no estaba muy segura de cómo iba a reaccionar Galloway, de modo que prefirió no arriesgarse a empeorar aún más la cosa.
– ¿Se encontraron en el cine o fueron en un solo coche? -preguntó Max.
Jake, el otro testigo, se revolvió en su asiento. Había estado muy callado desde el principio, solo hablaba cuando le preguntaban directamente. No dejaba de mirar el reloj.
– Tengo que marcharme -dijo-. Tengo que levantarme dentro de cinco horas para ir a trabajar.
Faith miró el reloj de la pared. No se había dado cuenta de que era casi la una de la madrugada, probablemente porque la inyección de insulina le había producido un efecto extrañamente estimulante. Will se había ido dos horas antes. Le había hecho un breve resumen de lo que había pasado y había salido pitando hacia la escena del crimen, sin darle siquiera la oportunidad de ofrecerse a ir con él. Era muy tenaz, y Faith sabía que encontraría el modo de que le asignaran aquel caso. Ella lo único que quería saber era por qué tardaba tanto.
Galloway les pasó una libreta y un bolígrafo a los testigos.
– Anótenme sus números de teléfono.
Rick se puso pálido.
– Comuníquese conmigo solo a través del móvil, por favor. No me llame al trabajo -miró a Faith con inquietud, y luego volvió a dirigirse a Galloway-. A mi jefe no le gusta que atendamos llamadas personales en horas laborales. Estoy todo el día en la ambulancia. ¿De acuerdo?
– Claro. -Max se recostó en su silla, se cruzó de brazos y se quedó mirando fijamente a Faith-. ¿Ha oído eso, buitre?
Ella le respondió con una tensa sonrisa. Podía aguantar que manifestara abiertamente su hostilidad, pero ese rollo pasivoagresivo la estaba poniendo de los nervios.
Sacó dos tarjetas de visita y se las dio a los testigos.
– No duden en llamarme si recuerdan algo más, por favor. Aunque no les parezca nada importante.
Rick asintió y se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero. Jake se la quedó en la mano, y Faith imaginó que pensaba tirarla en la primera papelera que encontrara. Tenía la impresión de que aquellos dos hombres no se conocían demasiado. No habían dado muchos detalles sobre su relación, aunque los dos mostraron sus entradas cuando se lo pidieron. Probablemente se habían conocido en el cine y luego habían decidido buscar un sitio más discreto.
Un móvil empezó a sonar con lo que a Faith le pareció The Battle Hymn of the Republic (que comienza con el famoso «Glory, Glory Hallelujah»), pero enseguida corrigió su impresión inicial: probablemente era el himno de la Universidad de Georgia. Galloway contestó.
– ¿Sí?
Jake hizo ademán de levantarse y Galloway asintió con la cabeza, como si le diera permiso para marcharse.
– Gracias -dijo Faith dirigiéndose a los dos hombres-. Por favor, si recuerdan cualquier otra cosa llámenme.
Jake estaba ya casi en la puerta, pero Rick seguía allí.
– Siento no haber sido de más ayuda. Han sido muchas cosas de repente y… -no terminó la frase. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Era evidente que seguía traumatizado por lo que había ocurrido.
Faith le puso la mano en el brazo y le habló con voz suave.
– No me importa en absoluto lo que estuvieran haciendo ustedes allí. -Se puso colorado-. No es asunto mío. Lo único que quiero es encontrar al tipo que le hizo daño a esa mujer.
Rick desvió la mirada y en ese preciso instante Faith se dio cuenta de que había metido la pata. Él hizo un gesto con la cabeza sin atreverse a mirarla a los ojos.
– Siento no poder serle más útil.
Faith se quedó mirándole mientras se marchaba, deseando poder patearse el culo. Oyó a Galloway detrás de ella, maldiciendo entre dientes. De repente este se levantó de forma tan brusca que su silla cayó al suelo armando gran estrépito. Faith se volvió.
– Su compañero está como una puta cabra. Se le ha ido la pinza del todo.
Faith estaba de acuerdo -Will nunca hacía las cosas a medias-, pero nunca criticaba a su compañero a menos que lo tuviera delante.
– ¿Es un simple comentario o intenta decirme algo?
Galloway arrancó la página en la que los testigos habían escrito sus números de teléfono y la soltó en la mesa.
– El caso es suyo.
– Vaya, sí que ha dado un giro inesperado la situación -replicó ella mientras le ofrecía su tarjeta de visita con una gran sonrisa-. Le agradecería que me enviara por fax las declaraciones de todos los testigos y los informes preliminares. El número está ahí abajo.
Galloway cogió bruscamente la tarjeta y se dio media vuelta. Al marcharse, tropezó con la mesa y se alejó gruñendo:
– Sigue sonriendo, zorra.
Se agachó para recoger la silla y al levantarse se mareó un poco. La enfermera-educadora había sido más útil como lo primero que como lo segundo, así que no estaba muy segura de qué hacer con toda aquella parafernalia para diabéticos que le había dado. Eran algunas notas, formularios, una revista y un montón de papeles que tendría que llevarle a su médico por la mañana, pero nada de eso tenía el menor sentido para ella. O a lo mejor todo había sido muy repentino y no había terminado de procesarlo. Siempre se le habían dado bien las matemáticas, pero la sola idea de tener que pesar la comida y calcular las dosis de insulina se le hacía un mundo.
La puntilla se la había dado el resultado del test de embarazo que tan amablemente le habían pedido junto con los demás análisis. Hasta ese momento Faith se había agarrado a la esperanza de que los test de farmacia no eran fiables y podían haber dado un falso positivo los tres. ¿Qué fiabilidad podía tener un artilugio sobre el que había que mear? Se había estado debatiendo entre la posibilidad de un embarazo y de un tumor en el estómago, sin saber muy bien cuál de las dos noticias le aliviaría más. Cuando la enfermera, llena de alegría, le anunció: «¡Va a tener un bebé!», Faith creyó que se iba a desmayar otra vez.
Pero la cosa ya no tenía remedio. Volvió a sentarse a la mesa, mirando los números de teléfono de Rick Sigler y Jake Berman. Estaba casi segura de que el de Jake era falso, pero el juego no era nuevo para ella. Max Galloway se había molestado cuando ella les había pedido los carnés de conducir y había anotado la información en su libreta. Pero quizá Galloway no fuera del todo idiota: le había visto anotar en otra hoja los dos números mientras hablaba por el móvil. Faith se imaginó a Galloway teniendo que pedirle a ella los datos de Jake Berman y sonrió maliciosamente.
Volvió a mirar el reloj, preguntándose por qué tardarían tanto los Coldfield. Galloway le había dicho a Faith que les habían requerido que bajaran a la cafetería en cuanto terminaran de atenderles, pero al parecer el matrimonio se lo estaba tomando con calma. También sentía curiosidad por saber qué había hecho Will Trent para que Galloway dijera que se le había ido la pinza. Ella era la primera en reconocer que su compañero era poco convencional; hacía las cosas a su manera, pero era el mejor policía con el que había trabajado, si bien sus habilidades sociales eran más dignas de un párvulo que de un hombre hecho y derecho. Por ejemplo, a Faith le hubiera gustado enterarse por su compañero de que les habían asignado el caso, y no por el perro cazador del condado de Rockdale.
A lo mejor le venía bien tener algo de tiempo antes de hablar con Will. Aún no tenía la menor idea de cómo le iba a explicar por qué se había desmayado en el aparcamiento de los juzgados sin contarle toda la verdad.
Faith se puso a revolver en la bolsa de plástico con el instrumental para diabéticos y sacó el folleto que le había dado la enfermera, esperando ser capaz esta vez de concentrarse en la lectura. No había pasado del «Diagnóstico: diabetes» y ya estaba pensando otra vez que tenía que haber algún error. La inyección de insulina le había sentado bien, pero a lo mejor había sido el ratito que había estado echada y no el medicamento lo que le había ayudado a recuperarse. ¿Habría antecedentes de diabetes en su familia? Tendría que llamar a su madre, pero ni siquiera le había comunicado que estaba embarazada. Además, Evelyn estaba de vacaciones en México, y eran las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. Faith quería asegurarse de que tenía asistencia médica a mano cuando le contara la noticia.
A quien sí debería llamar era a su hermano. El capitán Zeke Mitchell era un cirujano de las Fuerzas Aéreas destinado en Landstuhl, Alemania. Como médico, sabría todo lo que hay que saber sobre la diabetes, y precisamente por eso se resistía a llamarlo. Cuando tenía catorce años y le contó a su familia que estaba embarazada, Zeke estaba terminando el último curso en el instituto. Vivió mortificado y humillado durante veinticuatro horas al día siete días a la semana: en casa tenía que ver a la furcia de su hermana pequeña hinchándose como un globo y en la escuela debía aguantar las despiadadas bromas que sus amigos hacían a costa de ella. No fue de extrañar que se enrolara en el ejército nada más terminar el instituto.
Y luego estaba Jeremy. Faith no tenía ni idea de cómo le iba a decir a su hijo que estaba embarazada. Tenía dieciocho años, la misma edad que Zeke cuando le arruinó la vida. Y si un adolescente prefiere no saber que su hermana tiene vida sexual, con toda seguridad tampoco lo querrá saber de su madre.
Faith había crecido con Jeremy, y ahora que este ya estaba en la universidad su relación se había instalado en un punto muy cómodo en el que podían hablar como adultos. Lógicamente, a veces le venían recuerdos de su hijo cuando era niño -su inseparable mantita, la época en la que le preguntaba constantemente cuándo pesaría demasiado para que ya no pudiera cogerlo en brazos-, pero finalmente había logrado aceptar el hecho de que su precioso niño era ahora un hombre adulto. ¿Cómo iba a soltarle semejante bomba ahora que habían conseguido llegar a un equilibrio? Y no solo era el embarazo, también estaba enferma. Padecía una enfermedad que su hijo podía haber heredado. Ahora tenía novia, y Faith sabía que mantenían relaciones sexuales. Los hijos de Jeremy podían ser diabéticos por su culpa.
– Dios -masculló. No era la diabetes, sino la idea de que podría acabar siendo abuela antes de cumplir los treinta y cuatro.
– ¿Cómo se encuentra?
Faith alzó la vista y vio a Sara Linton al otro lado de la mesa, con una bandeja de comida en las manos.
– Vieja.
– ¿Por el folleto?
Faith había olvidado que lo tenía en la mano. Le hizo un gesto a Sara para que tomara asiento.
– En realidad estoy cuestionando sus aptitudes como médico.
– No sería usted la primera -dijo Sara en tono contrito. Faith sintió curiosidad por su historia, y no por primera vez-. Creo que no he sido muy hábil a la hora de comunicarle la noticia.
Faith no se lo discutió. En urgencias había deseado odiarla por el único hecho de ser el tipo de mujer a la que deseas odiar a simple vista: alta y delgada, elegante, con una larga melena de color caoba y esa inusual belleza que hace que todos los hombres se vuelvan a mirar cuando entra en una habitación. Tampoco ayudaba el que, además, fuera una mujer inteligente que había logrado el éxito profesional. Había sentido la misma repulsión instintiva que le inspiraban las animadoras en el instituto. Le gustaba pensar que el hecho de haber madurado y haber fortalecido su carácter le había ayudado a superar esa reacción instintiva, pero lo que le pasaba era que le resultaba muy difícil odiar a una viuda; en especial a la de un policía.
– ¿Ha comido algo desde que hablamos? -preguntó Sara. Faith meneó la cabeza y miró la bandeja de la doctora: una raquítica porción de pollo asado sobre una hoja mustia de lechuga y algo que podía o no ser verdura. Sara se puso a cortar el pollo con el tenedor y el cuchillo de plástico, o eso intentó al menos. Finalmente acabó más bien desgajándolo. Quitó el panecillo de su bandeja, repartió el pollo y le pasó a Faith uno de los platos.
– Gracias -dijo Faith, pensando que los bollos de chocolate que había visto al entrar en la cafetería tenían un aspecto mucho más apetecible.
– ¿Les han asignado el caso de manera oficial?
La pregunta cogió a Faith por sorpresa, pero luego cayó en que Sara había atendido a la víctima; era natural que sintiera curiosidad.
– Will ha logrado meternos con calzador -respondió. Volvió a comprobar la cobertura del móvil, preguntándose por qué no habría llamado todavía.
– Seguro que la policía local estará encantada de que se ocupen ustedes.
Faith se echó a reír y pensó que el marido de Sara debía de haber sido un buen policía. Ella también lo era, y era consciente de la hora, la una de la madrugada, y que Sara le había dicho seis horas antes que estaba a punto de acabar su turno. Observó a la doctora, que brillaba con el inequívoco resplandor de una adicta a la adrenalina. Había bajado a la cafetería buscando información.
– He visto a Henry Coldfield, el conductor del Buick -explicó Sara. Aún no había probado la comida; había bajado a la cafetería para ver a Faith, no para comerse un trozo de pollo seco que debió de venir al mundo el año que renunció Nixon-. El airbag le ha provocado una contusión en el pecho y a la mujer le han tenido que dar un par de puntos, pero están bien.
– En realidad, por eso estoy aquí. Les estoy esperando -Faith miró el reloj de nuevo-. Se suponía que tenían que reunirse conmigo.
Sara parecía desconcertada.
– Se marcharon hace cosa de media hora con su hijo.
– ¿Cómo?
– Les vi hablar con el detective del pelo grasiento.
– Hijo de puta. -Por algo Max Galloway tenía ese aire de suficiencia cuando se fue de la cafetería-. Perdone. Ese tipo es más listo de lo que creía. Se ha reído de mí en mi propia cara.
– Coldfield es un apellido poco frecuente -le dijo Sara-. Seguro que figuran en el listín telefónico.
Eso esperaba Faith, porque no quería tener que recurrir a Max Galloway y darle esa satisfacción.
– También puedo copiar su dirección y su teléfono de los papeles del ingreso, si quiere -le ofreció Sara.
A Faith le sorprendió la oferta, que normalmente requería una orden judicial.
– Me haría un gran favor.
– No hay problema.
– Pero eso es, ejem… -Faith no terminó la frase y se mordió la lengua para no decirle a la médica que proporcionarle esos datos era ilegal. Decidió cambiar de tema- Will me dijo que fue usted quien atendió a la víctima cuando la ingresaron.
– A Anna, o eso me pareció entender.
Faith iba tanteando el terreno. Will había omitido detalles.
– ¿Y cuál es su impresión?
Sara se recostó en la silla, con los brazos cruzados.
– Mostraba síntomas graves de desnutrición y deshidratación. Tenía las encías blancas y la tensión muy baja. Dada la naturaleza de la cicatrización y el modo en que se coagulaba la sangre, yo diría que las heridas le fueron infligidas a lo largo de varios días. Tenía marcas en las muñecas y los tobillos que indicaban que había estado maniatada. La penetraron por vía anal y vaginal, según los indicios, con un objeto romo. No pude hacerle las pruebas de violación antes de que la subieran a quirófano, pero la examiné lo mejor que pude. Retiré varias astillas de debajo de sus uñas para que pudieran analizarlas en el laboratorio; creo que no era madera tratada, pero habrá que ver lo que dicen los de la científica.
Hablaba como si estuviera testificando ante el tribunal. Cada observación se sustentaba en una prueba, y cuando hacía una conjetura dejaba claro que se trataba de una hipótesis.
– ¿Cuánto tiempo cree que la han tenido secuestrada? -le preguntó Faith.
– Por lo menos cuatro días. Aunque si tenemos en cuenta la gravedad de la desnutrición podríamos estar hablando de una semana o diez días.
Faith no quería ni pensar que aquella pobre mujer hubiera podido ser torturada durante diez días.
– ¿Por qué cuatro días?
– Por el corte del pecho -explicó Sara señalando su propio pecho-. Es un corte profundo en estado de putrefacción; incluso he visto indicios de actividad de los insectos. Tendrá que hablar con un entomólogo para que examine las larvas y le diga en qué fase de desarrollo se encuentran, pero teniendo en cuenta que aún estaba viva, que su cuerpo estaba relativamente caliente y que disponían de sangre para alimentarse, cuatro días me parece un cálculo bastante ajustado. Dudo mucho que puedan salvarle el tejido.
Faith tenía los labios fuertemente apretados, tratando de resistirse al impulso de poner la mano sobre su propio pecho. ¿Cuántos pedazos de tu cuerpo podías perder antes de morir?
Sara continuó hablando, aunque Faith no la animara.
– La costilla número once, esta. -Señaló su abdomen-. Le ha sido extirpada hace poco, probablemente hoy mismo o ayer a última hora, y es un trabajo de precisión.
– ¿Precisión quirúrgica?
– No. De confianza. No hay marcas de vacilación, ni cortes preliminares. El que lo hizo confiaba en sus propias habilidades.
Faith pensó que la doctora también parecía muy segura.
– ¿Cómo cree usted que lo hizo?
Sara sacó su libreta y empezó a dibujar una serie de curvas que no cobraron sentido hasta que lo explicó.
– Las costillas se numeran por pares y de arriba abajo; hay doce a cada lado. -Fue señalándolas con el boli-. La primera está justo debajo de la clavícula y la número doce es la última. -Levantó la cabeza para asegurarse de que Faith la seguía-. La número once y la doce se consideran «flotantes» porque no van unidas al esternón. Están unidas únicamente a las vértebras, por detrás. -Dibujó una línea vertical que representaba la columna-. Las siete costillas superiores van unidas a las vértebras por detrás y por delante al esternón. Los tres pares siguientes van ensambladas a las de arriba, y se denominan costillas falsas. Todo este armazón es muy elástico para que podamos respirar, y por eso es muy difícil romper las costillas con un golpe directo, son muy flexibles.
Faith se había inclinado hacia delante y no perdía ripio.
– O sea, que esto lo hizo alguien con conocimientos de medicina.
– No necesariamente. Las costillas se pueden localizar fácilmente con los dedos. Todo el mundo sabe dónde las tiene.
– Pero aun así…
– Mire. -Sara se puso de pie, levantó el brazo derecho y se presionó el costado izquierdo con los dedos-. Pase usted su mano por la línea axilar posterior hasta llegar al extremo de la costilla… Es la número once, y la doce está un poco más abajo. -Agarró el cuchillo de plástico-. Cogió el cuchillo y cortó siguiendo la longitud de la costilla; pudo incluso haber apoyado la punta en el hueso. Luego apartó la grasa y el músculo, desarticuló la costilla de las vértebras y finalmente la agarró y tiró.
Faith sentía escalofríos solo de pensarlo. Sara dejó el cuchillo.
– Un cazador no tardaría ni un minuto, pero cualquiera podría hacerlo. No hablo de precisión quirúrgica. Seguro que si lo busca en Google encontrará esquemas mucho más completos del que le he dibujado yo.
– ¿Y es posible que la víctima no tuviera esa costilla, que naciera sin ella?
– Un pequeño porcentaje de la población nace con un par menos, pero la mayoría tenemos veinticuatro costillas.
– ¿Y lo de que los hombres tienen una costilla menos que las mujeres?
– ¿Por lo de Adán y Eva? -Sara esbozó una sonrisa y a Faith le dio la impresión de que la mujer se estaba aguantando las ganas de reír-. No crea usted todo lo que le contaron en la escuela dominical, Faith. Todos tenemos el mismo número de costillas.
– Vaya, ahora me siento como una idiota. Pero ¿está usted segura de todo esto? ¿Está segura de que le extirparon la costilla?
– Se la arrancaron. El cartílago y el músculo estaban desgarrados. Fue un acto de violencia.
– Parece que le ha dado muchas vueltas a esto.
Sara se encogió de hombros, como si todo fuera fruto de su curiosidad natural. Cogió de nuevo el cuchillo y el tenedor y se puso a cortar el pollo. Faith la observó mientras forcejeaba con aquel trozo de carne seca cuando, de repente, volvió a soltar los cubiertos. Le sonrió, casi como si le avergonzara lo que le iba a decir.
– He sido médica forense.
Faith se quedó boquiabierta. Sara le había dicho aquello como quien confiesa un talento oculto para las acrobacias o un pecado de juventud.
– ¿Dónde?
– En el condado de Grant. A unas cuatro horas de aquí.
– No me suena.
– Está en la costa -explicó Sara. Apoyó los brazos en la mesa y su voz adquirió un tono nostálgico-. Acepté el puesto para poder comprarle a mi socio su parte de la consulta de pediatría. Al menos eso era lo que yo creía. La verdad es que me aburría. Cuando trabajas con niños te pasas el día poniendo vacunas y curando rodillas despellejadas. Pasado un tiempo, acabas subiéndote por las paredes.
– Me imagino -murmuró Faith, pero estaba pensando en qué le parecía más alarmante: que la médica que le había diagnosticado diabetes fuera una pediatra o que fuera una forense.
– Me alegro de que les hayan asignado este caso -dijo Sara-. Su compañero es…
– ¿Raro?
Sara la miró con extrañeza.
– Iba a decir «intenso».
– Es bastante tozudo, sí -admitió Faith, pensando que era la primera vez que alguien que acababa de conocer a Will le hablaba tan bien de él. Normalmente uno tardaba un tiempo en llegar a apreciarlo.
– Parece un hombre muy sensible -dijo la doctora, alzando la mano para rechazar cualquier posible protesta-. No es que los policías no sean sensibles, sino que normalmente tienden a ocultarlo.
Faith no pudo sino asentir. Will rara vez mostraba sus emociones, pero Faith sabía que las víctimas de tortura le conmovían de forma especial.
– Es un buen policía.
Sara miró su bandeja.
– Puede comerse esto, si quiere. La verdad es que no tengo hambre.
– Yo diría que no ha venido usted aquí a comer. -Sara se puso colorada, como si la hubieran pillado en falta-. Está bien, no pasa nada. Pero si sigue dispuesta a facilitarme los datos de los Coldfield…
– Desde luego.
Faith sacó del bolso otra tarjeta de visita.
– El número de mi móvil está al dorso.
– Muy bien.
Con expresión resuelta, Sara leyó el número y Faith se dio cuenta de que no solo sabía que estaba infringiendo la ley, sino que además no le importaba.
– Otra cosa… -añadió Sara. Parecía dudar de si debía hablar o no-. Los ojos. Tenía petequias en la esclerótica, pero no he visto indicios de estrangulamiento. Las pupilas estaban desenfocadas. Podría ser una consecuencia del golpe o algo de tipo neurológico, pero no estoy segura de que pueda ver.
– Eso explicaría por qué se cruzó en medio de la carretera.
– Teniendo en cuenta lo que ha tenido que pasar…
Sara no terminó la frase, pero Faith la entendió perfectamente. No hacía falta ser médico para entender que, después de pasar por semejante infierno, una mujer pudiera exponerse deliberadamente a que un coche se la llevara por delante.
Sara se guardó la tarjeta de Faith en el bolsillo del abrigo.
– La llamaré dentro de un rato.
La detective se quedó mirándola mientras se alejaba, preguntándose cómo demonios había acabado Sara Linton trabajando en el hospital Grady. No debía de tener más de cuarenta años, pero las urgencias son para los más jóvenes; es la clase de trabajo del que uno sale huyendo despavorido antes de cumplir los treinta.
Volvió a mirar su móvil. Las seis barras estaban iluminadas, lo que indicaba que la intensidad de la señal era óptima. Intentó concederle a Will el beneficio de la duda. A lo mejor se le había vuelto a romper el móvil. De todos modos podría haberle pedido un aparato a cualquiera de los que estaban allí, así que a lo mejor era cierto que era un imbécil.
Mientras se levantaba y se dirigía hacia el aparcamiento, Faith pensó que también podía llamarle ella, pero por algo estaba embarazada y soltera por segunda vez en veinte años: no se le daba bien comunicarse con los hombres de su vida.
Will estaba en la entrada de la cueva bajando un equipo de luces con una cuerda para que Charlie Reed tuviera algo mejor que una linterna para recoger las pruebas. Estaba empapado hasta los huesos, pese a que hacía media hora que había dejado de llover. A medida que se acercaba el amanecer el aire se volvía más frío, pero prefería estar en la cubierta del Titanic antes que volver a bajar allí.
Las lámparas llegaron al suelo y vio un par de manos que las llevaban al interior de la cueva. Will se rascó los brazos. Las mangas de su camisa blanca tenían manchas de sangre en los puntos en los que le habían arañado las ratas, y se preguntaba si el picor sería un síntoma de la rabia. Era la clase de pregunta que normalmente le habría hecho a Faith, pero no quería molestarla. Tenía muy mal aspecto cuando la dejó en el hospital y allí no podía hacer nada, salvo esperar a su lado bajo la lluvia. Le pondría al corriente de todo por la mañana, pero necesitaba dormir bien esa noche. Aquel caso no se iba a resolver en una hora; al menos uno de los dos podría abordar la investigación bien descansado.
Oyó un helicóptero que sobrevolaba la zona, el traqueteo y la vibración retumbaban en sus oídos. Estaban haciendo un barrido con infrarrojos, buscando a la segunda víctima. Los equipos de rescate llevaban varias horas trabajando, peinando meticulosamente la zona en un radio de tres kilómetros. También había llegado ya Barry Fielding con los perros, y los animales se habían vuelto locos durante la primera media hora, pero luego habían perdido el rastro. Agentes uniformados del condado de Rockdale estaban batiendo la zona a pie, buscando más cuevas subterráneas, más pistas que pudieran darles una idea de hacia dónde había huido la otra víctima.
A lo mejor no había logrado huir. A lo mejor el secuestrador la había encontrado antes de que pudiera pedir ayuda. Tal vez llevaba muerta días, o incluso semanas. O quizá simplemente no había existido nunca. Will tenía la impresión de que, a medida que avanzaba la búsqueda, los policías se volvían más hostiles con él. Muchos creían que no había una segunda víctima, y pensaban que Will los tenía allí pasando frío por la simple razón de que era demasiado idiota para darse cuenta de que estaba equivocado.
Había una persona que podía aclarar aquello, pero seguía en el hospital Grady, luchando por su vida. Normalmente lo primero que se hacía en un caso de secuestro o asesinato era examinar con lupa la vida de la víctima, pero esta vez lo único que sabían era que se llamaba Anna. Will pensaba revisar por la mañana todos los informes de personas desaparecidas, pero habría cientos de ellos, y eso sin contar las denuncias de la ciudad de Atlanta, donde desaparecían una media de dos personas al día. Si la mujer procedía de otro estado, el papeleo sería mucho peor. Al FBI llegaban más de un cuarto de millón de casos de desaparición al año. Para complicar aún más las cosas, raras veces actualizaban los informes cuando encontraban al desaparecido.
Si Anna no estaba consciente por la mañana, Will enviaría al hospital a un técnico de huellas para hacerle la ficha. Era lo único que podía hacer para intentar identificarla. A menos que hubiera cometido algún delito, sus huellas no estarían en las bases de datos. Pero, a veces, atenerse al procedimiento era la mejor forma de hacer saltar la liebre. Hacía mucho tiempo que Will había aprendido que una posibilidad remota no dejaba de ser una posibilidad.
La escala que bajaba hasta la cueva se agitó, y Will la sujetó para que Charlie Reed pudiera subir. El cielo se había despejado bastante y las nubes dejaban pasar la luz de la luna. Aunque el chaparrón ya había pasado, todavía caía alguna que otra gota, que sonaba como un gato chasqueando la lengua. El bosque había adquirido un extraño tono azulado y había suficiente luz, ya no necesitaba la linterna para ver a Charlie Reed. Este sacó la mano por el agujero y soltó una bolsa grande llena de pruebas a los pies de Will para poder salir de allí.
– Mierda -exclamó.
Tenía el mono blanco lleno de barro. Se lo quitó tan pronto como llegó a la superficie, y Will vio que sudaba de tal manera que la camiseta se le había quedado pegada al pecho.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
– Mierda -repitió Charlie, limpiándose la frente con el dorso de la mano-. No puedo creer… Dios, Will.
Charlie se inclinó hacia adelante y se abrazó las rodillas con las manos. Jadeaba mucho, pese a que estaba en forma y la escalada desde la cueva no era difícil.
– No sé por dónde empezar. -Will entendía perfectamente cómo se sentía-. Había instrumentos de tortura… -Se secó la boca con el dorso de la mano-. Nunca había visto esa clase de cosas más que en la televisión.
– Había una segunda víctima -dijo Will, elevando el tono hacia el final de la frase para que Charlie la entendiera como una observación que requería ser confirmada.
– Nada de lo que he visto ahí abajo tiene ningún sentido. -Se puso en cuclillas y apoyó la cabeza en las manos-. Nunca había visto nada parecido.
Will se puso de rodillas para estar a su altura y cogió la bolsa de las pruebas.
– ¿Qué es esto?
Charlie meneó la cabeza.
– Las encontré enrolladas dentro de una lata que había junto a la silla.
Will alisó la bolsa sobre su pierna y utilizó la linterna de Charlie para examinar el contenido. Dentro había por lo menos cincuenta hojas arrancadas de un cuaderno escritas a lápiz por ambas caras. Miró fijamente las palabras, tratando de encontrarles algún sentido. Nunca había leído muy bien: las letras le bailaban y se le daban la vuelta; a veces se le enredaban de tal manera que llegaba a marearse intentando descifrarlas.
Charlie no conocía el problema de Will, así que este intentó sonsacarle algo de información.
– ¿Qué te parecen estas notas?
– Es una locura, ¿verdad? -Charlie se pellizcaba el bigote con el índice y el pulgar, un tic nervioso que solo se manifestaba en circunstancias como aquella-. No creo que pueda volver a bajar. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Se respira… maldad, eso es. Maldad en estado puro.
Will oyó un rumor de hojas y ramas que chasqueaban. Se volvió y vio a Amanda Wagner avanzando entre los árboles. Era una mujer mayor, debía de rondar los sesenta años. Solía llevar trajes monocromos con la falda por debajo de la rodilla y unas medias que realzaban lo que Will debía admitir que eran unas pantorrillas bastante bonitas para una mujer que a menudo le parecía el mismísimo Anticristo. Llevaba tacones altos, lo que debería dificultarle avanzar por un terreno tan irregular, pero se abría paso caminando con férrea determinación.
Will y Charlie se levantaron al verla llegar. Ella, como de costumbre, no se anduvo con rodeos.
– ¿Qué es esto? -preguntó, señalando la bolsa con las pruebas.
Aparte de Faith, Amanda era la única persona en el DIG que estaba al tanto de los problemas con la lectura de Will, algo que ambas aceptaban y al mismo tiempo criticaban. Este iluminó los papeles con la linterna y Amanda leyó en alto:
– «No voy a sacrificarme. No voy a sacrificarme» -Agitó la bolsa para ver el resto de las hojas-. La misma frase en todas las hojas, por delante y por detrás. Cursiva, y la caligrafía parece de mujer. -Le devolvió las notas a Will, mirándole con desaprobación-. Así que nuestro chico malo es un maestro cabreado o un gurú de la autoayuda. -Dirigiéndose a Charlie, preguntó-: ¿Qué más has encontrado?
– Pornografía. Cadenas. Esposas. Artilugios sexuales.
– Eso son pruebas. Necesito pistas.
Will tomó el relevo.
– Creo que la segunda víctima estuvo sujeta a la parte de abajo de la cama. Encontré esto en la cuerda. -Sacó una bolsita de pruebas del bolsillo de su chaqueta. Dentro había un fragmento de un diente con parte de su raíz-. Es un incisivo. La víctima que está en el hospital tiene la dentadura completa.
Amanda parecía más interesada en estudiar a Will que en el diente.
– ¿Estás seguro de eso?
– Tuve su cara justo delante de mí mientras intentaba obtener algo de información -respondió-. Le castañeteaban los dientes.
Amanda pareció satisfecha con la explicación.
– ¿Qué te hace pensar que ese diente fue arrancado hace poco? Y no me digas que es una corazonada, Will, porque tengo aquí a la policía del condado de Rockdale en pleno, empapados y muertos de frío, y están deseando lincharte por haberles mandado a cazar gamusinos en mitad de la noche.
– La cuerda fue cortada desde debajo de la cama -le explicó-. La primera víctima, Anna, estuvo atada encima; la segunda estaba debajo. Anna no pudo haber cortado la cuerda.
– ¿Estás de acuerdo con eso? -preguntó Amanda a Charlie.
Todavía bajo los efectos del shock, Charlie se tomó su tiempo para responder a la pregunta.
– La mitad de los trozos de cuerda cortados estaban debajo de la cama, así que tiene sentido que fueran cortados desde allí. Si lo hubieran hecho desde arriba los trozos habrían caído al suelo, junto a la cama, o en el mismo colchón, pero no debajo.
Amanda seguía dudando.
– Continúa -le dijo a Will.
– También había trozos de cuerda atados a los cerrojos situados debajo del somier. Alguien los cortó. Esa persona debió de escapar con la cuerda todavía atada a sus tobillos y, al menos, a una de sus muñecas. Anna no tenía cuerdas.
– A lo mejor se las quitaron en la ambulancia -señaló Amanda-. ¿ADN? ¿Fluidos?
– Por todas partes. Deberíamos tener los resultados en cuarenta y ocho horas. Pero a menos que el tipo esté fichado…
– contestó Charlie.
Miró a Will de soslayo. Todos sabían que intentar identificar a un asesino por una muestra de ADN era dar palos de ciego. A menos que su secuestrador hubiera cometido algún delito previo y la policía hubiese tomado muestras de su ADN para incluirla en las bases de datos no había manera de identificarlo.
– ¿Y qué tenemos en el apartado de desperdicios? -preguntó Amanda a Charlie.
Al principio no entendió la pregunta, pero luego respondió:
– No hay botes ni latas vacíos; imagino que se los llevó. Hay un cubo en un rincón que se ha usado como váter pero, bajo mi punto de vista, la víctima (o víctimas) estuvieron maniatadas la mayor parte del tiempo y no tuvieron más remedio que hacérselo encima. Lo que no puedo decirle es si esto apunta a que había una o dos personas. Depende de cuándo fueran secuestradas, de hasta qué punto estuvieran deshidratadas… ese tipo de cosas.
– ¿Has encontrado algo más reciente debajo de la cama?
– Sí -respondió Charlie, como si le sorprendiera su respuesta-. Lo cierto es que he encontrado una zona que da positivo en orina. Por el sitio donde está, yo diría que concuerda con la posibilidad de que hubiera alguien debajo de la cama, tumbado boca arriba.
– ¿No tardaría más el líquido en evaporarse bajo tierra? -presionó Amanda.
– No necesariamente. Los ácidos de la orina reaccionarían con el pH del suelo. Dependiendo de los minerales que lo compongan…
Amanda le interrumpió.
– No hace falta que me des una clase, Charlie, limítate a darme datos que pueda utilizar.
Charlie miró a Will como si quisiera disculparse.
– No sé si ha habido dos víctimas al mismo tiempo. Desde luego, no hay duda de que hubo alguien debajo de la cama, pero puede ser que el secuestrador moviera a la mujer de un lado a otro. Los fluidos corporales también podrían haberse filtrado desde arriba. -Se volvió hacia Will-. Tú has estado ahí abajo. Ya has visto de lo que es capaz ese tipo. -Palideció de nuevo-. Es horrible. Es espantoso.
Amanda continuó, tan comprensiva como de costumbre.
– Arriba los corazones, Charlie. Vuelve a bajar ahí y tráeme alguna prueba que me sirva para encontrar a ese hijo de puta. -Le dio unas palmaditas en la espalda para que se pusiera en marcha y se dirigió a Will-: Ven conmigo. Tenemos que encontrar al detective pigmeo ese al que has cabreado tanto y dorarle un poco la píldora para que no le vaya a llorar a Lyle Peterson.
Peterson era el jefe superior de la policía del condado de Rockdale, y Amanda no tenía muy buenas relaciones con él. Por ley solo el jefe superior de policía, el alcalde o el fiscal del distrito podían pedir al DIG que se hiciera cargo de un caso. Will se preguntaba qué hilos habría movido Amanda y hasta qué punto habría cabreado a Peterson.
– Bien -comenzó, y extendió los brazos para poder saltar un tronco caído en el suelo sin perder el equilibrio-. Te has redimido un poco al ofrecerte voluntario para bajar a inspeccionar la cueva, pero si vuelves a hacer algo tan estúpido te pongo a vigilar a los chaperos en el baño del aeropuerto el resto de tu vida, ¿estamos?
Will asintió.
– Sí, señora.
– Tu víctima no tiene buena pinta -le dijo, pasando por delante de un grupo de policías que habían hecho una pausa para fumarse un cigarrillo. Todos miraron con hostilidad a Will-. Ha habido complicaciones. He hablado con el cirujano, Sanderson, y no es muy optimista. Por cierto, me confirmó lo de la dentadura: está intacta.
Típico de Amanda, le obligaba a ganárselo todo a pulso. Will no se lo tomaba como un insulto, sino como un indicio de que podía tenerla de su lado.
– Los cortes en la planta del pie eran recientes -dijo Will-. Sus pies no sangraban cuando estuvo en la cueva.
– Cuéntamelo todo desde el principio.
Ya le había contado lo principal por teléfono, pero le volvió a explicar que había tropezado con la tabla de contrachapado, la había retirado y había bajado a la cueva. A continuación, le relató con todo detalle lo que había visto allí abajo, poniendo mucho interés en recrear la atmósfera que había percibido pero sin confesarle que se había quedado más petrificado aún que Charlie Reed.
– La cara inferior de las tablas estaba llena de arañazos. La segunda víctima… debía de tener las manos libres para poder arañarlas. El secuestrador no le habría dejado las manos libres estando sola, porque de ese modo podía liberarse y huir.
– ¿De verdad crees que tenía a una encima de la cama y a otra debajo?
– Creo que eso es exactamente lo que pasó.
– Si las dos estaban atadas y una de ellas logró hacerse con un cuchillo, tendría sentido que lo hubiera guardado la que estaba debajo de la cama mientras esperaban a que el secuestrador las dejara solas.
Will no dijo nada. Amanda podía ser sarcástica, mezquina y directamente mala, pero también era justa, a su manera, y sabía que por más que se burlara de las corazonadas de su subordinado, con el tiempo había llegado a confiar en ellas. Y además, la conocía demasiado bien como para esperar nada ni remotamente parecido a un elogio.
Habían llegado a la carretera donde Will había dejado aparcado el Mini horas antes. Amanecía deprisa, y la luz azulada iba adquiriendo un tono sepia. Decenas de coches patrulla de la policía de Rockdale mantenían la zona bloqueada. Había muchos hombres pululando por allí, pero sin las prisas de antes. La prensa también andaba merodeando por el lugar, y Will vio un par de helicópteros de los informativos sobrevolando la zona. Aún estaba demasiado oscuro para que las cámaras pudieran grabar, pero probablemente eso no les impedía retransmitir al detalle los movimientos que veían sobre el terreno, o al menos lo que ellos creían ver. La veracidad no era precisamente parte de la ecuación cuando tenías que rellenar veinticuatro horas de noticias.
Cruzaron al otro lado, y Will le ofreció su mano para ayudarla a mantener el equilibrio cuando se internaron en el bosque. Había cientos de policías divididos en grupos peinando la zona, algunos provenientes de otros condados. La Agencia de Gestión de Emergencias de Georgia (GEMA) había convocado a las brigadas caninas civiles, integradas por ciudadanos que entrenan a sus perros para seguir un rastro olfativo. Hacía horas que los perros habían dejado de ladrar. La mayoría de los voluntarios se habían ido a casa. Tan solo quedaban los policías, que no tenían elección. El detective Fierro debía de andar todavía por ahí, probablemente maldiciendo la hora en que había conocido a Will.
– ¿Qué tal está Faith? -le espetó Amanda.
La pregunta le cogió por sorpresa, pero lo cierto era que Amanda y Faith se conocían desde hacía años.
– Bien -respondió, cubriendo instintivamente a su compañera.
– Me han dicho que se ha desmayado.
Will fingió sorprenderse.
– ¿Ah, sí?
Amanda alzó las cejas.
– Hace tiempo que no tiene buen aspecto.
Will dio por sentado que se refería al aumento de peso, que no era para tanto teniendo en cuenta lo menuda que era Faith, pero esa tarde había aprendido que no hay que hablar nunca del peso de una mujer.
– Yo la encuentro bien.
– Está irritable y distraída.
Will mantuvo la boca cerrada, pues no estaba seguro de si Amanda estaba realmente preocupada o, simplemente, le estaba tirando de la lengua. La verdad era que Faith estaba, efectivamente, irritable y distraída últimamente. Llevaba trabajando con ella el tiempo suficiente como para conocer sus cambios de humor, si bien la mayor parte del tiempo era una mujer bastante cabal. Una vez al mes, siempre por las mismas fechas, se ponía de mal humor y no se desprendía de él durante un par de días o tres. Su tono se volvía cortante y tendía a buscar en la radio cantantes femeninas acompañadas de guitarras acústicas. Lo único que Will podía hacer en esos días era disculparse por todo cuanto dijera. No pensaba compartir esa información con Amanda, pero tenía que admitir que, últimamente, parecía que Faith estuviera siempre de mala gaita. Ella le tendió la mano y Will la ayudó a saltar un leño caído en el suelo.
– Sabes que odio trabajar en casos que no puedo resolver -dijo Amanda.
– Sé que te gusta resolver casos que nadie más es capaz de resolver.
Ella rio con desánimo.
– ¿Cuándo te vas a cansar de que te robe los laureles, Will?
– Soy infatigable.
– Veo que le estás dando buen uso al calendario.
– Es el mejor regalo que me has hecho nunca.
Solo a Amanda se le ocurriría regalarle a un analfabeto funcional un calendario con una palabra para aprender cada día.
Will vio que Fierro venía hacia ellos. El bosque a ese lado de la carretera era más espeso y había ramas y rastrojos por todas partes. Oyó blasfemar a Fierro al engancharse el pantalón en las ramas de un arbusto espinoso. Luego se dio una palmada en la nuca, probablemente para matar algún insecto.
– Qué amable por tu parte el unirte a esta pérdida de tiempo tan absurda, Gómez.
Will hizo las presentaciones.
– Detective Fierro, esta es la doctora Amanda Wagner.
El hombre la saludó con un gesto de la cabeza.
– La he visto en televisión.
– Gracias -replicó Amanda, como si le hubiera hecho un cumplido-. En este caso hay muchos detalles obscenos, detective Fierro. Espero que sus chicos sepan mantener la boca cerrada.
– ¿Nos toma por una pandilla de aficionados?
Obviamente era lo que Amanda pensaba.
– ¿Cómo va la búsqueda?
– Hemos encontrado exactamente lo que puede usted ver: nada. Niente. Cero. -Lanzó a Will una mirada cargada de hostilidad-. ¿Así es como lleváis las cosas los chicos del DIG? ¿Venís aquí y os fundís todo nuestro presupuesto en una absurda búsqueda en mitad de la puta noche?
Will estaba cansado y muy frustrado, y el tono de su voz lo reflejó.
– Normalmente os robamos las provisiones y violamos a vuestras mujeres primero.
– Ja, mira cómo me río -masculló Fierro, dándose otra palmada en la nuca. Al retirar la mano la vio empapada de sudor y con la sangre de un mosquito-. Vosotros si que os vais a partir el culo de risa cuando recupere mi caso.
– Detective Fierro -terció Amanda-, el jefe Peterson nos ha pedido que intervengamos. Usted no tiene autoridad para reasignar este caso.
– Peterson, ¿eh? -Hizo una mueca despectiva-. ¿Quiere eso decir que le ha estado engrasando el arma otra vez?
Will tragó tanto aire que un silbido escapó de sus labios. Amanda ni se inmutó, simplemente entornó los ojos y asintió con la cabeza una sola vez mirando a Fierro, como para indicarle que ya se ocuparía de él. A Will no le sorprendería si, cualquier día, Fierro amaneciera compartiendo su almohada con una cabeza de caballo cortada.
– ¡Eh! -gritó alguien-. ¡Aquí!
Los tres se quedaron allí plantados en diversos estados de shock, enfado y furia en estado puro.
– ¡He encontrado algo!
Will ya se había puesto en marcha. Corrió hacia la mujer que había dado la voz de alarma y agitaba las manos como una loca. Era una agente uniformada de la policía de Rockdale, llevaba puesto un gorro de punto y estaba rodeada de altas espigas de pasto varilla.
– ¿Qué es? -preguntó Will.
La agente señaló un denso grupo de árboles de ramas bajas. Vio que las hojas que había debajo estaban revueltas y había zonas en las que se veía la tierra.
– La luz de mi linterna se ha reflejado en algo -dijo, encendiéndola y enfocando hacia la zona en sombras situada al pie de los árboles.
Will no veía nada. Mientras Amanda llegaba hasta ellos se preguntó si la agente no estaría demasiado cansada o demasiado impaciente por encontrar algo.
– ¿Qué es? -inquirió Amanda. En ese preciso instante, la luz se reflejó en algo.
Fue un breve destello que no duró más de un segundo. Will parpadeó, pensando que quizá su mente le había jugado una mala pasada, pero la agente lo encontró de nuevo: un destello fugaz, como una diminuta explosión de pólvora, a unos seis metros de distancia.
Will sacó un par de guantes de látex del bolsillo de su chaqueta. Se fijó en el punto donde se producía el destello y fue hacia él apartando las ramas a su paso. Los leños caídos en el suelo y los rastrojos dificultaban el avance, y se agachó para ir más rápido. Enfocó la linterna hacia el suelo, buscando el objeto en cuestión. Quizá no fuera más que un trozo de espejo o el envoltorio de un chicle. Barajó las distintas posibilidades en su cabeza mientras intentaba localizarlo: una joya, un trozo de cristal, algún mineral brillante.
Un carné de conducir del estado de Florida.
El documento estaba a medio metro de la base del árbol. Junto a él había una navaja de bolsillo con la cuchilla tan manchada de sangre que se confundía con las oscuras hojas de alrededor. Las ramas se afinaban en la parte baja del árbol. Will se arrodilló y apartó una a una las hojas que cubrían el carné. El grueso plástico estaba doblado por la mitad. Los colores y el dibujo del estado de Florida en la esquina le dijeron dónde había sido expedido. Tenía grabado un holograma para evitar las falsificaciones que debía de haber sido lo que reflejaba la luz de la linterna.
Se inclinó y alargó el cuello para verlo mejor; no quería alterar la escena. Justo en el centro del carné descubrió la huella más clara que había visto nunca. Impregnada de sangre, las crestas casi parecían saltar de la satinada superficie de plástico. La fotografía era de una mujer de cabello y ojos oscuros.
– Hay una navaja y un carné de conducir -le dijo a Amanda, elevando el tono para que pudiera oírle-. En el carné hay una huella dactilar ensangrentada.
– ¿Puedes leer el nombre? -preguntó la jefa poniéndose en jarras y bastante enfadada.
Will notó que se le cerraba la garganta. Se concentró en las pequeñas letras de imprenta y distinguió una J, o quizá una I, pero enseguida se le embarulló todo. Amanda echaba humo.
– Trae eso para acá, haz el favor.
Un grupo de policías los rodeaban ahora y parecían confusos. Incluso a seis metros de distancia, Will podía oírles murmurar algo sobre el procedimiento. La integridad de la escena de un crimen era sacrosanta, pues los abogados defensores se agarraban a cualquier irregularidad. Había que tomar fotografías y medidas, hacer dibujos. La cadena de custodia no podía romperse, o las pruebas serían rechazadas en el juicio.
– ¿Will?
Una gota de lluvia se estrelló contra su nuca. Estaba caliente, casi ardiendo. Se iban acercando más policías a ver lo que habían descubierto. Seguramente se estarían preguntando por qué Will no había leído en alto el nombre, por qué no había enviado inmediatamente a alguien a buscarlo en el ordenador. ¿Así era como iba a acabar la cosa? ¿Iba a tener que salir de allí y confesarles a un montón de extraños que leía como un niño de ocho años? Si se divulgaba esa información ya podía irse a casa y meter la cabeza en el horno, porque no habría un solo policía en toda la ciudad dispuesto a trabajar con él.
Amanda echó a andar hacia él, se enganchó la falda en unos rastrojos y blasfemó entre dientes.
Will notó otra gota de lluvia en la nuca y se la limpió con la mano. Miró su mano enguantada y los dedos manchados de sangre. Pensó que a lo mejor se había arañado el cuello con una rama, pero entonces notó otra gota caliente, húmeda y viscosa. Se llevó la mano a la nuca de nuevo. Más sangre.
Will alzó la vista y vio a una mujer con el cabello y los ojos oscuros. Estaba colgada boca abajo, unos cuatro metros por encima de su cabeza. El tobillo enredado entre unas ramas era su única sujeción. Había caído de cabeza y se había partido el cuello. Tenía los hombros dislocados y los ojos abiertos, mirando fijamente al suelo. Uno de los brazos colgaba en vertical, como tendido hacia Will, y un trozo de cuerda estaba fuertemente atado a la otra muñeca. La boca estaba abierta. Se le veía roto un incisivo, del cual faltaba casi una tercera parte.
Otra gota de sangre goteó de sus dedos, y esta vez fue a caer en la mejilla de Will, justo debajo del ojo. Este se quitó un guante y tocó la sangre. Todavía estaba caliente.
Llevaba muerta menos de una hora.