SEGUNDO DÍA

Capítulo cinco

Pauline McGhee giró su Lexus LX a la derecha y aparcó en una de las plazas para minusválidos del parking situado enfrente del supermercado City Foods. Eran las cinco de la mañana; probablemente todos los minusválidos seguían dormidos a esa hora. Y sobre todo era demasiado pronto para tener que caminar más de lo estrictamente necesario.

– Vamos, gatito dormilón -le dijo a su hijo, apretándole el hombro con suavidad.

Felix se revolvió, no quería despertarse. Pauline le acarició la mejilla, pensando -no por primera vez- que era un milagro que algo tan perfecto hubiera podido salir de su imperfecto cuerpo.

– Vamos, mi amor -le dijo, haciéndole cosquillas hasta que el niño se retorció como un gusanito.

Pauline se bajó del coche, y luego ayudó a su hijo a salir del Lexus. Los pies del niño no habían tocado aún el suelo cuando su madre comenzó con la rutina de siempre.

– ¿Ves dónde hemos aparcado? -Felix asintió con la cabeza-. ¿Qué hacemos si nos perdemos?

– Nos encontramos en el coche -respondió Felix, intentando contener un bostezo.

– Muy bien.

Pauline iba tirando de él mientras se dirigían a la tienda. Cuando era pequeña le decían que si alguna vez se perdía debía buscar a un adulto, pero con los tiempos que corren uno no podía confiar en nadie. Un guardia de seguridad podía ser un pedófilo; una ancianita podía ser una bruja pirada que dedicaba su tiempo libre a esconder cuchillas de afeitar dentro de las manzanas. Muy mal andaban las cosas cuando el recurso más seguro para un niño de seis años era un objeto inanimado.

Las luces artificiales del súper eran demasiado brillantes para esa hora de la mañana, pero la culpa la tenía Pauline por no haber comprado antes las magdalenas para los compañeros de Felix. Se lo habían dicho hacía una semana, pero no había previsto el infierno que se desataría en el trabajo. Uno de los clientes más importantes del estudio de interiorismo les había encargado un sofá italiano de cuero marrón de sesenta mil dólares que no cabía en el maldito ascensor, y la única manera de subirlo hasta el ático del cliente era con una grúa cuyo alquiler era de diez mil dólares por hora.

El cliente le echaba la culpa al estudio de Pauline por no haberlo previsto, el estudio culpaba a Pauline por haber diseñado un sofá demasiado grande, y Pauline culpaba al cantamañanas del tapicero, pues le había pedido explícitamente que se pasara por el edificio de la calle Peachtree para medir el ascensor antes de hacer el maldito sofá. Ante la disyuntiva de tener que afrontar la factura de una grúa de diez mil dólares la hora o rehacer un sofá de sesenta mil dólares, el tapicero, lógicamente, decidió que le convenía más olvidar aquella conversación, pero Pauline no pensaba permitir que se saliera con la suya. Faltaría más.

Había una reunión a las siete en punto con todas las partes implicadas, y Pauline iba a ser la primera en llegar para contar su versión de la historia. Como le decía su padre, la mierda resbala siempre hacia abajo, y al final del día no sería Pauline McGhee la que oliera a alcantarilla. Tenía pruebas que avalaban su versión, por ejemplo la copia de un intercambio de correos electrónicos con su jefe en los que le pedía que le recordara al tapicero que tenía que pasarse a tomar medidas. Y lo más importante era la respuesta de Morgan: «Yo me ocupo». El jefe fingía que esa correspondencia no había tenido lugar, pero Pauline no estaba dispuesta a comerse el marrón. Alguien iba a perder su empleo ese día, y desde luego no iba a ser ella.

– No, cariño -dijo, tirando de Felix para apartarlo de un paquete de gominolas con forma de osito que colgaba de forma tentadora de uno de los estantes. Pauline sabía que ponían esa clase de cosas a la altura de los niños con la única intención de obligar a los padres a comprarlas. Más de una vez había visto a alguna madre ceder ante un berrinche solo para que el niño se callase. Pero Pauline nunca entraba en ese juego, y Felix lo sabía. Si intentaba cualquier cosa le cogía en volandas y se iban de la tienda, incluso aunque ello significara dejar en medio del súper un carrito con la mitad de la compra hecha.

Giró en el pasillo del pan y casi se dio de bruces con un carro lleno de productos. El hombre rio de buena gana y Pauline logró esbozar una sonrisa.

– Que tenga un buen día -le dijo el hombre.

– Igualmente -respondió Pauline.

Esa, pensó, era la última vez que iba a ser amable con alguien esa mañana. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, a las tres se había levantado para correr un rato en la cinta, arreglarse, prepararle el desayuno a Felix y vestirle para ir al colegio. Atrás quedaban sus días de soltera, cuando podía pasarse toda la noche de fiesta, volver a casa con el que más le gustara y saltar de la cama a la mañana siguiente veinte minutos antes de entrar a trabajar.

Pauline le atusó el cabello al niño y pensó que no echaba en absoluto de menos todo aquello. Aunque echar un polvo de vez en cuando sería una bendición del cielo.

– Magdalenas -dijo, aliviada al verlas apiladas en el mostrador de la panadería. El alivio desapareció en cuanto vio que todas ellas iban decoradas con conejitos y huevos de Pascua multicolores. La circular del colegio especificaba que las magdalenas no podían ir decoradas con motivo religioso alguno, pero Pauline no estaba muy segura de lo que eso significaba exactamente, excepto que en el carísimo colegio privado donde estudiaba su hijo eran unos fanáticos de la corrección política y todas esas chorradas. Ni siquiera habían querido llamarlo fiesta de Pascua: era una fiesta de Primavera que, curiosamente, se celebraba unos días antes del Domingo de Resurrección. ¿Qué religión no celebraba la Pascua? Pauline sabía que los judíos no festejaban la Navidad, pero por el amor de Dios, la Pascua la conmemoraban todos. Incluso los paganos tenían sus conejitos y sus huevos.

– Muy bien -dijo Pauline, pasándole el bolso a Felix. El niño se lo colgó del hombro como solía hacer su madre, y Pauline sintió una punzada de angustia: trabajaba en un estudio de interiorismo y todos los hombres de su vida tenían pluma. Tendría que hacer un esfuerzo y empezar a relacionarse ya mismo con hombres heterosexuales, por el bien de ella y de su hijo.

Había seis magdalenas en cada caja, así que Pauline cogió cinco, pensando que los profesores también querrían probarlas. No podía soportar a la mayoría de los maestros del claustro, pero adoraban a Felix y Pauline adoraba a su hijo, ¿qué mas le daba gastarse cuatro dólares con setenta y cinco más en alimentar a las harpías que cuidaban de su retoño?

Se fue con las magdalenas hacia la caja, y el aroma de los bollos recién horneados le dio hambre y náuseas al mismo tiempo, como si quisiera hartarse a comer magdalenas hasta que se pusiera tan enferma que tuviera que pasar el resto de la mañana en el cuarto de baño. Era demasiado pronto para oler cualquier cosa cubierta de azúcar, eso desde luego. Se dio la vuelta buscando a Felix, que iba detrás de ella arrastrando los pies. Estaba agotado y la culpa era de Pauline. Consideró la posibilidad de comprarle las gominolas que quería, pero su móvil sonó en el mismo momento en que ponía las cajas de magdalenas sobre la cinta, y se olvidó por completo de todo al ver quién la llamaba.

– ¿Sí? -preguntó, observando cómo avanzaban sus cosas hacia la cajera. La mujer estaba tan gorda que apenas podía juntar las manos por delante, como un T-Rex o un bebé foca.

– Paulie, ¿puedes creer lo de la reunión de hoy?

Morgan, el jefe, parecía de los nervios. Se comportaba como si estuviera de su parte, pero Pauline sabía que la apuñalaría por la espalda en cuanto bajara la guardia. Iba a disfrutar como una enana viéndole recoger sus cosas después de que sacara a relucir aquellos correos electrónicos en la reunión.

– Lo sé -respondió, fingiendo consternación-. Es terrible.

– ¿Estás en el súper?

Debía de haber oído los pitidos del escáner. La T-Rex estaba pasando las cajas una por una, aunque todas eran exactamente iguales. De no haber estado hablando por teléfono, Pauline habría saltado por encima del mostrador para escanearlas ella misma. Pasó por el arco de seguridad a la parte de atrás de la caja y cogió unas bolsas de plástico para aligerar la operación. Sujetando el teléfono con el hombro, preguntó:

– ¿Qué crees que va a pasar?

– Bueno, está claro que no es culpa tuya -dijo Morgan, pero Pauline se apostaba el cuello a que eso era exactamente lo que le había dicho a su jefe.

– Ni tuya tampoco -replicó ella, aunque había sido Morgan quien había recomendado a ese tapicero, probablemente porque parecía un chaval de trece años y se depilaba con cera sus musculosas piernas para que lucieran en todo su esplendor. Sabía que el muy marica se aprovechaba de las preferencias sexuales de Morgan, pero estaba muy equivocado si creía que era ella la que iba a acabar pagando el pato. Había tardado dieciséis años en ascender de secretaria a ayudante de diseñador. Había asistido durante no sabía cuánto tiempo a clases nocturnas en la Escuela de Arte y Diseño de Atlanta para conseguir su título, arrastrándose cada mañana hasta el trabajo para poder pagar el alquiler y finalmente conseguir un puesto que le permitiera vivir con más desahogo y poder permitirse traer un niño al mundo como Dios manda. Felix vestía ropa de marca, tenía los mejores juguetes y estudiaba en uno de los colegios más caros de la ciudad. Pero Pauline no se había conformado con darle lo mejor a su hijo. Se había arreglado la dentadura y se había operado los ojos con láser; todas las semanas le daban un masaje, cada quince días se hacía una limpieza de cutis y en sus malditas raíces no se apreciaba otra cosa que un impecable y sensual tono castaño gracias a la peluquera de Peachtree Hills a la que visitaba puntualmente cada mes y medio. Ni harta de vino iba a renunciar a ninguno de esos lujos. Ni de broma.

Morgan haría bien en recordar de dónde había partido Pauline. Ya trabajaba de secretaria cuando no existían ni las transferencias ni la banca electrónica, cuando todos los cheques se guardaban en la caja fuerte hasta que llegaba la hora de cerrar y se acercaban al banco a ingresarlos. Tras la última reforma de la oficina, Pauline se había trasladado a un despacho más pequeño con el fin de que pudieran instalar la caja fuerte en su sitio. Y por si acaso, había tenido la precaución de llamar a un cerrajero para que viniera fuera del horario de oficina y cambiara la combinación; ahora, solo ella la conocía. A Morgan le sacaba de quicio no saber la combinación de la caja, pero a Pauline eso le venía de maravilla, porque la copia del correo electrónico que le iba a salvar el culo estaba guardada precisamente ahí. Llevaba días imaginando de mil maneras diferentes aquel momento. Se veía a sí misma abriendo la caja con mucha ceremonia y agitando el mensaje de correo en las narices de Morgan, dejándole con un palmo de narices delante de su jefe y del cliente.

– Menudo jaleo -suspiró Morgan, adoptando un tono más dramático-. Te juro que no me puedo creer…

Pauline le cogió el bolso a Felix y buscó dentro de la cartera. Se quedó embobada mirando las barras de caramelo mientras deslizaba la tarjeta de débito por el lector de bandas magnéticas y continuó de forma automática con el resto de trámites.

– Ajá -dijo, mientras Morgan despotricaba contra el cliente y le aseguraba que no se quedaría sentado mientras arrastraban por el lodo la reputación profesional de Pauline. Si hubiera tenido a alguien cerca para apreciarlo, habría simulado arcadas-. Venga, cielo -dijo, empujando a Felix hacia la puerta con suavidad.

Sujetó el teléfono con el hombro mientras cogía las bolsas por las asas, y entonces se preguntó por qué se había molestado en meter las cajas en bolsas, si no hacía ninguna falta. Cajas y bolsas de plástico: las profesoras del colegio de Felix se escandalizarían ante semejante atentado contra el medio ambiente. Pauline apiló las cajas y apoyó la barbilla en la tapa de la última para sujetarlas. Tiró las bolsas vacías a la papelera y, con la mano que le quedaba libre, buscó las llaves del coche en el bolso mientras se dirigía a las puertas automáticas.

– Te juro que es lo peor que me ha pasado en toda mi carrera profesional -se lamentaba Morgan. Pese a la tortícolis, Pauline se había olvidado de que estaba hablando por teléfono.

Presionó el botón del control remoto para abrir el maletero del coche. La puerta se abrió con un suspiro y Pauline pensó en lo mucho que le gustaba el sonido que hacía, en que era un lujo tener dinero suficiente como para no tener que abrir siquiera la puerta del maletero. No estaba dispuesta a perderlo todo por un niñato de culito prieto que no era capaz de tomarse la molestia de medir un puto ascensor.

– Tienes razón -dijo, aunque lo cierto era que no había prestado ninguna atención a lo que Morgan decía en ese momento.

Guardó las cajas en el maletero y apretó el botón de abajo para volver a cerrarlo. Ya estaba metida en el coche cuando se dio cuenta de que Felix no estaba con ella.

– Joder -murmuró, cerrando el móvil.

Salió del coche como una exhalación y paseó la mirada por el aparcamiento, que se había llenado bastante mientras estaban en el súper.

– ¿Felix?

Dio la vuelta al coche, pensando que a lo mejor se había escondido al otro lado. No estaba allí.

– ¡Felix! -gritó, y echó a correr hacia el supermercado. A punto estuvo de estamparse contra las puertas de cristal porque no se abrieron lo suficientemente rápido.

Se fue hacia la cajera y le preguntó:

– ¿Ha visto por aquí a mi hijo? -La mujer parecía algo confusa, y Pauline lo repitió en tono cortante-: Mi hijo. Estaba conmigo hace un momento. Es moreno, más o menos así de alto, tiene seis años. -La dejó por imposible-. Hay que joderse.

»¡Felix! -gritó, pero el corazón le latía con tal fuerza que casi no oía su propia voz.

Empezó a recorrer los pasillos andando a toda prisa, y luego fue corriendo como una loca por toda la tienda. Acabó en la sección de panadería, a punto de echar el bofe. ¿Qué ropa le había puesto hoy? Las playeras rojas. Siempre quería ponérselas porque tenían a Elmo dibujado en la suela. ¿Y le había puesto la camisa blanca o la azul? ¿Y los pantalones? ¿Le había planchado el pantalón cargo esa mañana, o al final le había puesto los vaqueros? ¿Por qué no podía recordar algo tan sencillo?

– Afuera he visto a un niño -dijo alguien, y Pauline salió disparada hacia las puertas.

Vio a Felix detrás del coche; iba hacia el lado del copiloto. Llevaba puesta la camisa blanca, el pantalón cargo y sus playeras rojas de Elmo. Aún tenía el pelo húmedo; todas las mañanas se levantaba con un remolino en la coronilla y tenía que domarlo con un poco de agua.

Pauline dejó de correr, y fue dándose palmaditas en el pecho como si quisiera calmar su corazón. No iba a gritarle porque él no lo entendería, y solo conseguiría asustarle. Iba a abrazarlo y a cubrirlo de besos de la cabeza a los pies hasta que empezara a revolverse, y luego le iba a decir que si volvía a apartarse de ella le retorcería su precioso cuello.

Se limpió las lágrimas mientras pasaba por detrás del coche. Felix estaba dentro, con la puerta abierta y las piernas colgando. No estaba solo.

– Oh, muchas gracias -le dijo al extraño, en tono efusivo. Y, acariciando a Felix, continuó-: Se despistó en el súper y…

Pauline sintió que la cabeza le explotaba y cayó desplomada al suelo como una muñeca de trapo. Lo último que vio al alzar la vista fue la sonriente cara de Elmo mirándola desde la suela de la zapatilla de Felix.

Capítulo seis

Sara se despertó sobresaltada. Tuvo un momento de desorientación antes de recordar que estaba en la UCI, sentada en una silla junto a la cama de Anna. La habitación no tenía ventanas. La cortina de plástico que hacía las veces de puerta tapaba la luz que entraba desde el pasillo. Sara se inclinó hacia adelante, miró el reloj a la luz de los monitores y vio que eran las ocho de la mañana. El día anterior había hecho doble turno para poder tomarse ese día libre y poner un poco de orden en sus asuntos: la nevera estaba vacía, tenía facturas que pagar y la ropa sucia se había acumulado en el suelo de su armario hasta el punto de que ya no podía cerrar la puerta.

Y sin embargo, allí estaba todavía.

Se acomodó en la silla y sintió una punzada de dolor al estirar la espalda. Cogió la muñeca de Anna con los dedos para tomarle el pulso, aunque los monitores registraban los latidos de su corazón y su respiración. Sara no tenía ni idea de si Anna podía sentir sus dedos o su presencia, pero a ella le hacía sentir mejor.

Quizá fuera una suerte que no estuviera despierta. Su cuerpo estaba luchando contra una virulenta infección que había hecho descender peligrosamente su nivel de leucocitos. Tenía el brazo entablillado y le habían extirpado la mama derecha. Le habían puesto tracción en la pierna, cuyos huesos estaban ahora unidos por varios tornillos. Le habían inmovilizado la pelvis con una férula de plástico para mantener los huesos bien alineados mientras se soldaban las fracturas. El dolor debía de ser inimaginable aunque, teniendo en cuenta lo que había tenido que pasar durante su cautiverio, probablemente era lo de menos.

Lo que a Sara no se le escapaba era el hecho de que, incluso en su estado actual, Anna era una mujer muy atractiva. Probablemente esa era una de las cualidades que primero había llamado la atención del secuestrador. No era guapa al estilo de una estrella de cine, pero había algo llamativo en sus rasgos que seguramente hacía que la gente se volviera a mirarla. A lo mejor había visto demasiadas historias sensacionalistas en las noticias, pero no tenía ningún sentido que una mujer tan atractiva como Anna pudiera desaparecer sin que ni una sola persona la echara de menos. La gente solía prestar más atención cuando era una mujer guapa la que desaparecía, como en los casos de Laci Peterson o Natalee Holloway.

Sara no sabía por qué le daba tantas vueltas a todo aquello: tratar de imaginar lo que había podido ocurrir era el trabajo de Faith Mitchell. No tenía nada que ver con el caso, y realmente no tenía por qué haberse quedado en el hospital esa noche. Anna estaba en buenas manos. Las enfermeras y los médicos estaban al final del pasillo y había dos policías en la puerta. Debería haberse ido a casa a meterse en la cama y esperar a que llegara el sueño arrullada por el sonido de la lluvia. El problema era que normalmente le costaba dormir o -peor aún- a veces lo hacía demasiado profundamente y se encontraba atrapada en un sueño, reviviendo su vida junto a Jeffrey, cuando esta era exactamente como ella quería que fuese.

Habían pasado tres años y medio desde que mataron a su marido y, desde entonces, Sara no había dejado de pensar en él ni un momento. En los días inmediatamente posteriores a su muerte sintió pánico al pensar que podía llegar a olvidar algo importante de Jeffrey. Hizo interminables listas enumerando todas las cosas que le gustaban de él: el aroma de su piel cuando salía de la ducha, lo mucho que le gustaba sentarse detrás de ella y cepillarle el cabello, el sabor de sus labios cuando la besaba. Jeffrey siempre llevaba un pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón, usaba una loción hidratante de avena para mantener suaves sus manos, era un buen bailarín, era un buen policía, cuidaba de su madre, la adoraba a ella.

La adoraba, en pasado.

Las listas eran cada vez más exhaustivas y acababan convirtiéndose en una especie de interminable desglose: canciones que ya no podía escuchar, películas que ya no podía ver, sitios a los que ya no podía ir. Páginas y páginas de libros que habían leído juntos, vacaciones, largos fines de semana sin salir de la cama y quince años de una vida que ya nadie podía devolverle.

Sara no tenía ni idea de qué había hecho con aquellas listas. Quizá su madre las había guardado en una caja y se las había llevado al guardamuebles de su padre, o quizá no habían existido nunca. Puede que soñara que escribía esas listas en los días que siguieron a la muerte de Jeffrey, cuando el dolor fue tan insoportable que hasta había agradecido los sedantes. A lo mejor soñó que se sentaba en la cocina durante horas, escribiendo para la posteridad todas las cosas maravillosas que amaba en su marido.

Xanax, Valium, Ambien, Zoloft; casi se había envenenado tratando de sobrevivir día a día. A veces se tumbaba en la cama, medio traspuesta, y evocaba las manos de Jeffrey, sus labios, sobre su cuerpo. Entonces se quedaba dormida y soñaba con la última vez que habían estado juntos, el modo en que él la había mirado a los ojos, tan seguro de sí mismo, mientras iba despertando poco a poco su deseo hasta volverla loca. Sara se despertaba con una punzada de dolor, luchando contra el impulso de volver a hacerse ilusiones con la posibilidad de disfrutar tan solo unos momentos más de esa otra vida.

Había perdido horas y horas recreándose en el recuerdo de su vida sexual con él, evocando cada sensación, cada centímetro de su cuerpo, con morboso detalle. Durante semanas, había estado obsesionada con el recuerdo de la primera vez que hicieron el amor -no de la primera vez que se acostaron, que fue un frenético arrebato de pasión que hizo que Sara saliera de su casa avergonzada a la mañana siguiente-, sino de la primera vez que se miraron y acariciaron con ternura, mirándose a los ojos, como hacen los amantes.

Era un hombre dulce y tierno. Siempre la escuchaba, siempre le abría la puerta y le cedía el paso. Confiaba en su criterio: había construido su vida en torno a ella. Siempre estaba a su lado cuando le necesitaba.

Estaba, otra vez en pasado.

Pasados unos meses, empezó a recordar detalles absurdos: una pelea que habían tenido por cómo había que colocar el papel higiénico en el portarrollos. Una discusión sobre a qué hora habían quedado en un restaurante. Su segundo aniversario, cuando a él se le ocurrió que ir en coche hasta Auburn para ver un partido de fútbol era un fin de semana romántico. Un día de playa en el que ella se puso celosa porque una mujer en un bar le prestaba demasiada atención.

Jeffrey sabía cómo arreglar la radio del cuarto de baño. En los viajes largos, le encantaba leerle en voz alta mientras ella conducía. Aguantaba a su gato, que se hizo pis en sus zapatos la primera noche que durmió en casa después de mudarse de manera oficial. Le empezaban a salir patas de gallo alrededor de los ojos, y a Sara le gustaba besarlas y pensar en lo maravilloso que iba a ser envejecer junto a aquel hombre.

Y ahora, cuando se miraba al espejo y detectaba una nueva arruga en su propio rostro, el único pensamiento que se le venía a la cabeza era el de que iba a tener que envejecer sin él.

Sara no sabía muy bien cuánto tiempo le había llorado; de hecho, no estaba segura de haber dejado de llorar. Su madre había sido siempre la fuerte, y nunca lo había sido más que cuando su hija la necesitó a su lado. Tessa, la hermana de Sara, se sentó a su lado días enteros, para abrazarla y mecerla algunas veces como si fuera un bebé. Su padre se encargaba de la intendencia doméstica: sacaba la basura, paseaba a los perros y se acercaba hasta la oficina de correos para recoger el correo de Sara. Un día se lo encontró en la cocina, llorando y murmurando: «Mi hijo… Mi único hijo…». Jeffrey había sido el hijo que nunca había tenido.

– Está completamente destrozada -le contó su madre a la tía Bella por teléfono. La frase describía tan bien cómo se sentía Sara que se había quedado ensimismada, imaginando que sus brazos y sus piernas se separaban de su cuerpo. ¿Qué más daba? ¿Para qué necesitaba las piernas o las manos o los pies si ya no podría correr nunca más hacia él, si nunca más podría abrazarle ni acariciarle? Sara nunca había sido la clase de mujer que necesita un hombre a su lado para sentirse completa pero, de alguna manera, Jeffrey se había convertido en aquello que la definía, y sin él se sentía como si fuera a la deriva.

¿Quién era ella sin él, entonces? ¿Quién era esa mujer que se negaba a vivir sin su marido, que había tirado la toalla? Quizás esa era la auténtica raíz del dolor que sentía; no era solo el hecho de haber perdido a Jeffrey, también se había perdido a sí misma.

Todos los días, Sara se prometía que iba a dejar de tomar las pastillas, que iba a dejar de anestesiarse para poder soportar el simple hecho de estar viva y de que el tiempo pasara tan despacio -a veces creía que habían pasado semanas cuando tan solo habían pasado unas pocas horas-. Cuando por fin consiguió dejar las pastillas, dejó de comer. No era que no quisiera alimentarse, sino que la comida le sabía a rayos. La bilis se le subía a la garganta por más que su madre intentara llevarle sus platos favoritos. Sara se encerró en casa, se abandonó por completo. Quería dejar de existir, pero no sabía cómo hacerlo sin ir en contra de sus principios más básicos.

Al final, su madre fue a hablar con ella y le suplicó:

– Decídete de una vez: o vives o te matas, pero no nos obligues a ver cómo te vas apagando de esta manera.

Sara había considerado sus opciones fríamente: pastillas, una cuerda, una pistola, un cuchillo. Nada de eso le iba a devolver a Jeffrey, ni tampoco iba a cambiar lo que había sucedido.

Pasó el tiempo, y el reloj iba hacia adelante cuando lo que ella quería era que diera marcha atrás. El día del primer aniversario de su muerte, Sara se despertó y se dio cuenta de que, si se hubiera suicidado, los recuerdos de Jeffrey habrían desaparecido con ella también. No habían tenido hijos, no habían dejado ningún monumento perdurable de lo que había sido su vida en común. Solo quedaba Sara y los recuerdos que guardaba en su mente.

Y después de eso no le quedó otro remedio que recomponerse, recoger y unir los trozos poco a poco. Lentamente, una mujer que recordaba lejanamente a Sara dejó de funcionar como un autómata. Se levantaba por la mañana, salía a correr, trabajaba media jornada, intentando vivir su vida como la había vivido antes, pero sin Jeffrey. Fue valiente e intentó transitar por aquella mala imitación de su vida anterior, pero no podía hacerlo. No podía seguir en la casa donde se habían amado, en la ciudad donde habían vivido juntos. Ni siquiera era capaz de asistir a las tradicionales comidas del domingo en casa de sus padres porque, enfrente de ella, siempre habría una silla vacía.

Una compañera de estudios de Emory, que no tenía ni idea de lo que le había sucedido a Sara, le envió por correo electrónico el anuncio de la vacante en el hospital Grady. Lo hizo en plan de broma, como diciendo: «¿Quién querría volver a ese infierno?». Pero Sara llamó al administrador del hospital al día siguiente y entró en el Grady para trabajar en el departamento de urgencias. Sabía que el sistema de salud pública era un dinosaurio gigantesco y obsoleto y que un servicio de urgencias fagocita tu vida personal, tu alma. Alquiló su casa, vendió su consulta, regaló la mayor parte de sus muebles y, un mes más tarde, se mudó a Atlanta.

Y ahí estaba ella. Habían pasado dos años y Sara seguía estancada. No tenía muchos amigos fuera del trabajo, pero nunca había tenido demasiada vida social, que había girado en torno a su familia. Su hermana Tessa siempre había sido su mejor amiga, y su madre, su confidente más íntima. Jeffrey era el jefe superior de policía del condado de Grant, Sara la forense. Trabajaban juntos muy a menudo, y Sara se preguntaba si su relación hubiera sido tan íntima si hubieran vivido cada uno por su lado y no se hubieran visto más que a la hora de cenar.

El amor, como el agua, siempre transcurre por la vía que ofrece menos resistencia.

Sara se había criado en una ciudad pequeña. La última vez que había tenido una cita propiamente dicha no estaba bien visto que las chicas llamaran a los chicos por teléfono, y ellos debían pedir permiso al padre para salir con su hija. Esas costumbres resultaban pintorescas ahora, casi ridículas, pero ella las echaba de menos. No entendía cómo funcionaban ahora las relaciones entre hombres y mujeres adultos, pero se había obligado a intentarlo para comprobar si esa parte de ella había muerto también con Jeffrey.

Había salido con dos hombres desde que se mudó a Atlanta, conocidos a través de las enfermeras del hospital, y ambos le habían parecido rematadamente anodinos. El primero era guapo y listo, un profesional de éxito, pero no había nada detrás de su deslumbrante sonrisa y sus impecables modales; después de que Sara rompiera a llorar la primera vez que la besó, no la volvió a llamar. Con el segundo salió tres meses atrás. La experiencia fue algo mejor, o quizá ella se engañaba. Se acostó con él una vez, pero tuvo que tomarse tres copas de vino para reunir el valor necesario y apretó los dientes todo el rato, como si aquello fuera un examen que estuviera decidida a aprobar. El hombre rompió con ella al día siguiente, pero Sara no se enteró hasta que llegó a casa y comprobó su buzón de voz una semana después.

Si tuviera que lamentar algo de su vida en común con Jeffrey, sería esto: ¿Por qué no le había besado más? Como la mayoría de los matrimonios habían desarrollado un lenguaje íntimo y secreto: un beso largo indicaba normalmente el deseo de sexo, no solo cariño. Luego estaban los besos en la mejilla y los fugaces en los labios que se daban antes de ir a trabajar, que no tenían nada que ver con los que se daban cuando empezaron a salir, cuando los besos apasionados eran regalos exóticos y sensuales que no siempre acababan en la cama.

Sara quería regresar a ese principio, volver a disfrutar de esas largas horas en el sofá con la cabeza de Jeffrey en su regazo, besándole con pasión, acariciando su suave cabello. Sentía nostalgia de aquellos momentos robados en coches aparcados, pasillos o cines, cuando pensaba que se iba a morir si no la besaba. Quería esa sorpresa de coincidir con él en el trabajo, ese vuelco que le daba el corazón cuando le veía a lo lejos, caminando por la calle. Quería volver a sentir mariposas en el estómago cuando sonaba el teléfono y oía su voz al otro lado de la línea. Quería volver a sentir cómo la sangre se concentraba en su vientre cuando iba sola en su coche o pasaba por un pasillo en la farmacia y, de repente, olía su aroma impregnado en su propia piel.

Quería recuperar a su amante.

Alguien descorrió la cortina de vinilo con un chirrido metálico. Jill Marino, una de las enfermeras de urgencias, sonrió al dejar el historial de Anna sobre la cama.

– ¿Qué tal la noche? -preguntó. Deambuló por la habitación comprobando los monitores y asegurándose de que la vía seguía en su sitio-. Ya están los resultados de la gasometría.

Sara abrió el historial y revisó las cifras. La noche anterior, el oxímetro que Anna llevaba puesto en el dedo detectó un descenso en la saturación del oxígeno. Pero, al parecer, esta mañana había vuelto a la normalidad de forma espontánea. A Sara no dejaba de maravillarle la capacidad del cuerpo humano para sanarse por sí mismo.

– Te hace sentir innecesaria, ¿verdad?

– A un médico, puede -replicó Jill para chincharla-, pero ¿a una enfermera?

– Bien visto.

Sara metió la mano en el bolsillo de su bata de trabajo y palpó la carta. Se había cambiado después de atender a Anna y había trasladado la carta de forma automática al ponerse la bata limpia. A lo mejor debería abrirla. A lo mejor debería sentarse, romper el sobre y acabar con aquello de una vez por todas.

– ¿Te pasa algo? -le preguntó Jill.

Negó con la cabeza.

– No. Gracias por dejar que me quedara aquí esta noche.

– Has sido tú la que me ha quitado trabajo de encima -admitió la enfermera. Como de costumbre, la UCI estaba hasta los topes-. Te llamaré si se produce algún cambio. -Acarició la mejilla de Anna y le sonrió-. Puede que nuestra chica quiera despertarse hoy.

– Seguro que sí.

Sara no creía que Anna pudiera oírla, pero ella se sentía mejor diciéndolo en voz alta.

Los dos policías que guardaban la puerta de la habitación se llevaron la mano a la gorra al salir Sara. Sintió sus ojos clavados en la nuca mientras se alejaba por el pasillo, pero no porque la encontraran atractiva, sino porque sabían que era la viuda de un policía. Sara no había hablado nunca de Jeffrey con sus compañeros del Grady, pero siempre había mucho trasiego de policías en urgencias, y la noticia había acabado por extenderse. No tardó en convertirse en un secreto a voces del que todo el mundo hablaba, aunque nunca en su presencia. No había sido su intención convertirse en una figura trágica, pero si eso disuadía a la gente de hacer preguntas, no le importaba.

El gran misterio era por qué le había salido de una forma tan natural hablarle de Jeffrey a Faith. Sara prefería pensar que Faith era simplemente una buena detective antes que admitir lo que más se acercaba a la verdad: se sentía sola. Su hermana vivía al otro lado del mundo, sus padres estaban a cuatro horas de viaje y su vida se limitaba al trabajo y a ver lo que estuvieran poniendo en la televisión cuando llegaba a casa.

Y lo peor de todo era que sospechaba que no había sido Faith lo que la había atraído, sino el caso. Jeffrey siempre buscaba el consejo de Sara en sus investigaciones, y echaba de menos esa clase de actividad mental.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, el último pensamiento de Sara antes de quedarse dormida no fue para Jeffrey, sino para Anna. ¿Quién la había secuestrado? ¿Por qué la había elegido precisamente a ella? ¿Qué pistas había dejado en el cuerpo de Anna que pudieran ayudarle a averiguar el móvil del animal que le había hecho aquello? Mientras hablaba con Faith en la cafetería Sara tuvo la sensación de que su cerebro servía para algo más que para mantenerla viva. Y lo más probable es que fuera la última vez en mucho tiempo que se iba a sentir así.

Se frotó los ojos, tratando de espabilarse. Sabía que la vida sin Jeffrey iba a resultar muy dolorosa, pero lo que no sabía era que, además, iba a ser tan asquerosamente irrelevante.

Casi había llegado a los ascensores cuando le sonó el móvil. Dio media vuelta y volvió a dirigirse hacia la habitación de Anna mientras atendía el teléfono.

– Estoy de camino.

– Sonny llegará en menos de diez minutos -replicó Mary Schroder.

Sara se paró; se le cayó el alma a los pies al oír las palabras de la enfermera. Sonny era el marido de Mary, un agente que hacía el primer turno de la mañana.

– ¿Está bien?

– ¿Te refieres a Sonny? -preguntó Mary-. Está perfectamente. ¿Dónde estás tú?

– Estoy arriba, en la UCI. -Sara se dio la vuelta y se fue hacia los ascensores-. ¿Qué es lo que pasa?

– Sonny ha recibido una llamada alertándole de que había un niño solo en el City Foods de Ponce de León. Tiene seis años. El pobre ha estado esperando en el asiento trasero del coche durante al menos tres horas.

Sara pulsó el botón del ascensor.

– ¿Y la madre?

– Ha desaparecido. Su bolso estaba en el asiento del conductor, las llaves en el contacto y había sangre en el suelo, junto al coche.

Sara sintió que su corazón volvía a latir.

– ¿Y el niño vio algo?

– Está demasiado afectado para hablar, y Sonny no vale para eso. No tiene ni idea de cómo tratar a un niño de esa edad. ¿Estás bajando?

– Estoy esperando el ascensor. -Sara miró su reloj-. ¿Está seguro de que han sido tres horas?

– El encargado del súper vio el coche aparcado cuando llegó a trabajar. Dijo que la madre había estado allí un rato antes, como loca porque no encontraba a su hijo.

Sara volvió a apretar el botón, sabiendo perfectamente que no tenía ningún sentido.

– ¿Por qué ha tardado tres horas en llamar a la policía?

– Porque la gente es así de gilipollas -respondió Mary-. La gente es total y absolutamente gilipollas.

Capítulo siete

El Mini rojo de Faith estaba aparcado a la puerta de su casa cuando se despertó esa mañana. Amanda debía de haber seguido a Will con su coche y después lo había llevado a su casa. Probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor a Faith, pero esta seguía teniendo ganas de estrangularle. Cuando Will la llamó para decirle que pasaría a recogerla a las ocho y media, como siempre, ella le respondió con un cortante «vale» que se quedó flotando sobre su cabeza.

Su furia se aplacó un poco cuando Will le contó lo que había pasado esa noche: su estúpida incursión en la cueva, el hallazgo de la segunda víctima, las dificultades con Amanda. La última parte parecía especialmente dura: Amanda nunca le ponía a uno las cosas fáciles. Will parecía agotado y Faith se compadeció de él cuando le describió a la mujer colgada del árbol, pero tan pronto como hubo colgado el teléfono volvió a enfurecerse.

¿Cómo se le ocurría meterse en esa cueva sin nadie más que Fierro para guardarle las espaldas? ¿Por qué demonios no la había llamado para que le ayudara a buscar a la segunda víctima? ¿Por qué, por el amor de Dios, pensaba que estaba haciéndole un favor impidiendo que hiciera su trabajo? ¿Acaso pensaba que no era capaz de hacerlo, que no era lo suficientemente buena? Faith no era una simple mascota. Su madre era policía. Había empezado como agente y ascendido a detective más rápido que cualquier otro miembro de su brigada. No venía de recoger margaritas cuando Will entró en su vida; no era el maldito Watson de Sherlock Holmes.

Se obligó a respirar hondo. Estaba lo suficientemente cuerda como para darse cuenta de que su ira podía ser algo desproporcionada. Pero únicamente cuando se sentó a la mesa de la cocina y se midió el azúcar supo el por qué. De nuevo rondaba el ciento cincuenta que, según Vivir con diabetes, podía aumentar el nerviosismo y la irritabilidad. Y tener que inyectarse la insulina no le ayudaba precisamente a calmar el nerviosismo y la irritabilidad.

Tenía el pulso firme cuando giró el dial para seleccionar la dosis -esperando haber elegido la correcta-, pero su pierna empezó a temblar cuando intentó pincharse, de modo que parecía un perro rascándose con ganas. Debía de haber algo en su inconsciente que hacía que su mano se paralizara sobre su tembloroso muslo, algo que le impedía infligirse daño alguno de forma deliberada. Probablemente eso mismo era lo que le impedía embarcarse en una relación estable con un hombre.

– A tomar por saco -dijo con determinación, se clavó el bolígrafo y empujó el émbolo. La aguja quemaba como el fuego del infierno, por más que el folleto que le habían dado asegurara que era prácticamente indoloro. A lo mejor después de pincharte seis mil millones de veces a la semana, clavarte una aguja en el muslo o en el abdomen resultara relativamente indoloro, pero Faith no había llegado aún a ese punto, ni siquiera era capaz de imaginárselo. Cuando extrajo la aguja sudaba de tal manera que tenía las axilas pegajosas.

La hora siguiente la pasó entre el teléfono e Internet, hablando con diversas organizaciones gubernamentales para avanzar un poco en la investigación mientras se ponía de los nervios buscando información en Google sobre la diabetes de tipo 2. Los diez primeros minutos estuvo esperando a que la atendieran los del departamento de policía de Atlanta, y se entretuvo buscando un posible diagnóstico alternativo por si Sara Linton se había equivocado. Al final todo quedó en un sueño imposible, y para cuando la pusieron en espera en el laboratorio del DIG en Atlanta ya había encontrado su primer blog para diabéticos. Luego descubrió otro, y otro: miles de personas explayándose sobre las dificultades que entraña vivir con una enfermedad crónica.

Faith estuvo leyendo acerca de bombas y glucosómetros, de la retinopatía diabética, los problemas de circulación, el descenso de la libido y un montón de cosas maravillosas que venían de regalo con la diabetes. Había curas milagrosas, reseñas sobre artilugios y un pirado que decía que la enfermedad era una excusa que se había inventado el gobierno de Estados Unidos para recaudar subrepticiamente miles de millones de dólares que le permitían financiar la guerra por el petróleo.

Después de familiarizarse con las teorías conspiranoicas en torno a la diabetes, Faith estaba dispuesta a creer cualquier cosa que pudiera librarla de tener que pasarse el resto de su vida midiéndolo todo. Se había pasado la vida probando absolutamente todas las dietas adelgazantes del Cosmo, y eso le había enseñado a controlar los carbohidratos y las calorías, pero no soportaba la idea de convertirse en un acerico. Profundamente deprimida -y esperando a que alguien de Equifax se pusiera al teléfono-, pasó rápidamente a las páginas de los laboratorios farmacéuticos con sus fotos de risueños diabéticos de aspecto saludable montando en bicicleta, haciendo yoga o jugando con cachorritos, gatitos, niños pequeños y cometas; a veces combinaciones de los cuatro. Seguramente la mujer que correteaba tras ese bebé tan adorable no sufría de sequedad vaginal.

Teniendo en cuenta que llevaba toda la mañana al teléfono, Faith podría haber llamado a la consulta de la doctora Wallace y pedido una cita para esa misma tarde. Tenía el número que Sara le había anotado, y naturalmente ya había comprobado los antecedentes de Delia Wallace para saber si le habían puesto alguna demanda por mala praxis o tenía alguna multa por conducir bajo los efectos del alcohol. Faith conocía al detalle el currículum de la médica y su expediente de tráfico, pero seguía sin ser capaz de hacer la llamada.

Sabía que se iba a pasar una buena temporada trabajando en la oficina por culpa del embarazo. Amanda fue novia de Ted, el tío de Faith, pero la relación empezó a deteriorarse cuando esta empezó el instituto, y Amanda la Jefa era muy diferente de la Tía Amanda. Le iba a hacer la vida imposible como solo una mujer puede hacérsela a otra por la clase de cosas a la que se dedican la mayoría de las mujeres. Faith estaba preparada para afrontar esa clase de infierno, pero ¿le permitirían volver a su puesto cuando se enteraran de que padecía diabetes?

¿Sería capaz de volver a salir a la calle con un arma a perseguir a los malos sabiendo que sus niveles de glucosa podían desplomarse en cualquier momento? El ejercicio intenso podía provocar una caída de la glucosa. ¿Qué pasaría si le daba un bajón y se desmayaba mientras perseguía a un sospechoso? Las emociones intensas también podían comprometer sus niveles de glucosa. ¿Y si un día estaba entrevistando a un testigo y no se daba cuenta de que estaba fuera de control hasta que intervinieran los de asuntos internos? ¿Y Will? ¿Podía confiar en ella para cubrirle las espaldas? Por más que se quejara de su compañero, Faith sentía una profunda devoción por él. Era a un tiempo su copiloto, su parachoques contra el mundo y su hermana mayor. ¿Cómo iba a protegerle si ni siquiera podía protegerse a sí misma?

Tal vez ni siquiera dependía de ella.

Se quedó mirando fijamente la pantalla del ordenador, pensando en buscar en Internet cuál era la política oficial en cuanto a los diabéticos en las fuerzas de seguridad. ¿Los arrinconaban tras una mesa de despacho hasta que se atrofiaban o dimitían? ¿Los despedían? Colocó las manos sobre el teclado. Pulsó la H sin pensar y sintió que rompía a sudar de nuevo. Cuando sonó el teléfono se llevó un susto de muerte.

– Buenos días -dijo Will-. Estoy afuera, sal cuando estés lista.

Faith cerró el portátil. Cogió las notas que había ido tomando al teléfono, metió toda su parafernalia para diabéticos en el bolso y salió por la puerta principal sin mirar atrás.

Will conducía un Dodge Charger negro sin distintivo policial, lo que en su jerga se denominaba un vehículo G, perteneciente al parque móvil del Gobierno. Esta belleza de coche en particular tenía una raya hecha con una llave sobre una de las ruedas traseras y una gran antena montada sobre un muelle para que el escáner pudiera captar cualquier señal en un radio de ciento sesenta kilómetros. Hasta un niño ciego de tres años lo habría identificado como un vehículo policial.

Según abría la puerta del coche, Will le informó:

– Tengo la dirección de Jacquelyn Zabel en Atlanta.

Se refería a la segunda víctima, la mujer que habían encontrado colgada de un árbol.

Faith subió al coche y se abrochó el cinturón de seguridad.

– ¿Cómo?

– El sheriff de Walton Beach me llamó esta mañana. Estuvieron hablando con sus vecinos. Al parecer, acababa de ingresar a su madre en una residencia y Jacquelyn estaba viviendo allí mientras recogía sus cosas para poner la casa en venta.

– ¿Dónde está la casa?

– En Inman Park. Charlie se reunirá con nosotros allí, y he llamado a la policía de Atlanta para que nos envíen a alguien. Dicen que pueden prestarnos dos agentes un par de horas. -Dio la vuelta para salir y miró a Faith de reojo-. Tienes mejor aspecto. ¿Has podido dormir?

Faith no respondió. Sacó su cuaderno y repasó la lista de todas las llamadas que había hecho esa mañana.

– Pedí que enviaran a nuestros laboratorios las astillas que Sara encontró bajo las uñas de Anna. Y, antes de nada, he mandado a un técnico al hospital para tomarle las huellas. He pasado un aviso a todas las comisarías del estado para que miren a ver si tienen alguna mujer desaparecida que encaje con la descripción de Anna; van a intentar mandar a un dibujante para que le haga un retrato. Su cara está bastante amoratada, no creo que nadie pudiera reconocerla en una foto tal como está.

Pasó la página y echó un vistazo a las notas.

– He hablado con el CNIC (Centro Nacional de Información Criminal) y con el PDCV (Programa para la Detención de Criminales Violentos) a ver si tienen constancia de algún caso similar, y aunque el FBI no tiene abierto ningún caso como este, he introducido los detalles en la base de datos por si saltaba la liebre. -Pasó a la página siguiente-. Tenemos controladas las tarjetas de crédito de Jacquelyn Zabel por si alguien intenta utilizarlas. He llamado al anatómico; la autopsia está programada para las once. También he hablado con los Coldfield, el matrimonio que iba en el Buick que atropelló a Anna, y me han dicho que podemos localizarles en el refugio donde trabaja ella como voluntaria, aunque ya le habían contado a ese detective tan simpático, Galloway, todo lo que sabían. Y hablando de ese gilipollas: he llamado a Jeremy esta mañana y le he pedido que dejara un mensaje en el buzón de voz de Galloway identificándose como inspector de Hacienda y diciéndole que había encontrado algunas irregularidades. -Will se echó a reír-. Estamos esperando a que la policía de Rockdale nos envíe por fax los informes de la escena del crimen y las declaraciones de los testigos. Aparte de eso, no tenemos nada más. -Faith cerró su libreta-. Y tú, ¿qué has hecho esta mañana?

Will señaló el posavasos con la barbilla.

– Te he traído chocolate caliente.

Faith miró el vaso de plástico con expresión golosa; se moría de ganas de lamer la espuma de nata que rebosaba por debajo de la tapa. Le había mentido descaradamente a Sara cuando le describió su dieta. La última vez que Faith se dio una carrera fue desde su coche a la puerta delantera del restaurante de comida rápida Zesto para poder comprarse un batido antes de que cerraran. Su desayuno habitual consistía en un pastelito relleno y una Coca-Cola Light, pero esa mañana se había comido un huevo duro y una tostada seca, que debía de ser lo que desayunaban los presos en la cárcel. El azúcar del chocolate podía matarla, así que se apresuró a decir: «No gracias», antes de que cambiara de opinión.

– Oye, si estás intentando perder peso, podría…

– Will -le interrumpió-, llevo a dieta los últimos dieciocho años. Si quiero dejarme, estoy en mi derecho.

– Yo no he dicho…

– Además, solo he subido dos kilos y medio -mintió-. Tampoco estoy como para que me pongan el logo de Michelin en el culo.

Sin abrir la boca, Will miró de reojo el bolso que tenía en el regazo. Cuando por fin se decidió a hablar, dijo:

– Lo siento.

– Gracias.

– Si no vas a… -dejó la frase sin terminar y cogió el chocolate del posavasos.

Faith puso la radio para no tener que oírle tragar. El volumen estaba bajo, y por los altavoces se oía el murmullo de un locutor dando las noticias. Fue cambiando de emisora hasta que encontró algo suave e inocuo que no la exasperara.

Notó cómo se tensaba el cinturón de seguridad cuando Will frenó para no atropellar a un peatón que se cruzó de improviso en su camino. Faith no tenía excusa para ponerse así con él, y Will no era ningún idiota; evidentemente sabía que algo no iba bien, pero, como de costumbre, no quería presionarla. Faith sintió una punzada de culpabilidad por guardar secretos, si bien su compañero tampoco era lo que se dice extrovertido. Había descubierto que era disléxico por casualidad; al menos lo que ella creía que era dislexia. Desde luego tenía serias dificultades con la lectura, pero a saber a qué se debían. Observándole, Faith se había dado cuenta de que podía leer algunas palabras, pero tardaba una eternidad, y la mayor parte de las veces no interpretaba bien lo que leía. Cuando le preguntó si le habían dado algún diagnóstico, Will se hizo el sueco con tal naturalidad que Faith se puso como un tomate, avergonzada por haberse atrevido a preguntar siquiera.

Odiaba tener que admitir que hacía bien en ocultar su problema. Faith llevaba en el cuerpo el tiempo suficiente como para saber que la mayoría de los oficiales de policía tenían la inteligencia de una ameba. Eran un grupo bastante conservador, de mente no muy abierta. Seguramente el pasarse la vida entre lo peorcito que puede ofrecer la sociedad les hacía rechazar instintivamente cualquier cosa que se saliera mínimamente de lo normal en sus compañeros. Sea como fuere, Faith sabía que si se corría el rumor de que Will era disléxico, ningún policía se lo perdonaría. Si ya tenía problemas para ser aceptado, eso lo convertiría en un apestado.

Will giró a la derecha en la avenida Moreland y Faith se preguntó cómo sabía hacia dónde debía girar si distinguir la derecha y la izquierda le resultaba prácticamente imposible. Era muy hábil ocultando su problema: por si no le bastaba con su prodigiosa memoria, llevaba siempre una grabadora digital en el bolsillo que le hacía las veces de libreta. Alguna vez se equivocaba pero, por lo general, se las arreglaba tan bien que dejaba a Faith con la boca abierta. Will había logrado terminar sus estudios sin que nadie se diera cuenta de que tenía un problema. Además, crecer en un orfanato no era lo que se dice entrar con buen pie en la vida. Tenía muchos motivos para sentirse orgulloso, y eso hacía aún más triste que tuviera que ocultar su dificultad.

Estaban en mitad de Little Five Points, una parte bastante ecléctica de la ciudad donde los garitos más cutres convivían con tiendas de moda demasiado caras para la ropa que vendían.

– ¿Estás bien? -se decidió a preguntarle Will.

– Solo estaba pensando -respondió Faith, pero no quiso contarle lo que de verdad pasaba por su cabeza-. ¿Qué sabemos de las víctimas?

– Las dos morenas, en forma, muy atractivas. Creemos que la mujer del hospital se llama Anna. Según el carné de conducir, la que encontramos colgando del árbol se llama Jacquelyn Zabel.

– ¿Y qué hay de las huellas?

– Hallamos una huella latente en la navaja, de Zabel. Sin embargo, no hemos podido identificar la que había en el carné: no es de Zabel y no encontramos ninguna coincidencia en el ordenador.

– Deberíamos compararla con las huellas de Anna para ver si coincide. Si esta tocó el carné podríamos demostrar que estuvieron juntas en la cueva.

– Buena idea.

A Faith le fastidiaba tener que sacarle la información con cuchara pero, teniendo en cuenta que últimamente andaba de un humor de perros, no podía culparle.

– ¿Has podido averiguar algo más sobre Zabel?

Will se encogió de hombros como si no supiera mucho más, pero se puso a recitar:

– Jacquelyn Zabel tenía treinta y ocho años, era soltera y sin hijos. El departamento de policía de Florida nos echará una mano: registrarán la casa, revisarán los registros telefónicos y tratarán de encontrar a algún familiar aparte de la madre que viva en Atlanta. El sheriff dice que no hay nadie que conociera bien a Zabel en la ciudad. Tenía cierta relación con una vecina que le regaba las plantas, pero esta no sabe nada de ella. El vecindario anda algo soliviantado con algunos vecinos que sacan sus contenedores de basura a la calle. El sheriff dice que Zabel les dio la lata en los últimos seis meses, se quejaba de que las fiestas en las piscinas eran demasiado ruidosas y la gente aparcaba el coche delante de su casa.

Faith reprimió el impulso de preguntarle por qué no le había contado todo eso desde el principio.

– ¿El sheriff llegó a conocer a Zabel en persona?

– Me ha dicho que atendió sus llamadas un par de veces y que no le pareció una persona muy agradable.

– O sea, te dijo que era una bruja -precisó Faith. Para ser policía, Will hablaba con mucha educación-. ¿Cómo se ganaba la vida?

– Trabajaba en el negocio inmobiliario. El mercado está en crisis, pero parece que a ella le iba bastante bien: casa en la playa, un BMW, un yate en el puerto.

– ¿No me habías dicho que la batería que encontraste en la cueva era de barco?

– Le dije al sheriff que mirara en su yate y la batería estaba en su sitio.

– Había que intentarlo -murmuró Faith, pensando que todos aquellos detalles no les servían de mucho.

– Charlie dice que la batería que encontramos en la cueva tiene por lo menos diez años; los números de serie se habían borrado. Va a intentar conseguir más información, pero todo apunta a que no servirá de nada. Es la clase de objeto que se puede adquirir de segunda mano en cualquier rastrillo. -Se encogió de hombros-. Lo único que nos indica es que el tipo sabía qué uso le iba a dar.

– ¿Y eso por qué?

– La batería de un coche está diseñada para soltar una descarga eléctrica breve e intensa, justo lo que se necesita para arrancar. Una vez lo hace empieza a funcionar el alternador y ya no se necesita hasta que se ha de arrancar otra vez. La de la cueva es lo que se denomina una batería náutica de ciclo profundo, es decir, libera una descarga constante y prolongada. Si usaras una de coche para lo que la utilizaba este tipo, se quemaría. La batería náutica puede estar funcionando durante horas.

Faith se quedó callada, intentando encontrarle algún sentido a todo aquello. Pero lo cierto era que no tenía ninguno: lo que les habían hecho a esas dos mujeres no había sido obra de una mente sana.

– ¿Dónde está el BMW de Zabel? -preguntó.

– No está en su casa de Florida, ni tampoco en la de su madre.

– ¿Has pasado un aviso a todas las unidades con la descripción del coche?

– En Florida y en Georgia.

Will alargó el brazo hacia el asiento de atrás y sacó un montón de carpetas. Estaban clasificadas por colores, y fue pasándolas una por una hasta que encontró una de color naranja y se la dio a Faith. Esta la abrió y encontró una copia impresa del carné de conducir de Jacquelyn Alexandra Zabel. En la foto se podía apreciar que era una mujer muy atractiva, morena con el pelo largo y ojos castaños.

– Es muy guapa -comentó.

– Igual que Anna. Cabello castaño, ojos castaños.

– Nuestro hombre tiene un tipo definido. -Faith pasó a la siguiente página y leyó en alto el historial de tráfico de la víctima-. El coche de Zabel es un BMW 540i rojo del 2008. Le pusieron una multa por exceso de velocidad hace seis meses, iba a 129 en un tramo con velocidad límite de 88. Se saltó un stop en las cercanías de un colegio el mes pasado y en un control hace dos semanas, se negó a soplar por el alcoholímetro; el juicio está pendiente de fecha. -Hojeó el resto del historial-. Su expediente estaba bastante limpio hasta hace poco.

Will se rascó el antebrazo con aire distraído mientras esperaba a que cambiara el semáforo.

– A lo mejor le sucedió algo.

– ¿Y qué hay de las notas que Charlie encontró en la cueva?

– «No voy a sacrificarme» -recordó, y sacó la carpeta azul-. Están buscando huellas en el papel. Las hojas son de un cuaderno de espiral corriente y están escritas a mano, probablemente por una mujer.

Faith echó un vistazo a la fotocopia; la misma frase una y otra vez, como si fuera un castigo que le hubieran impuesto muchas veces en el colegio.

– ¿Y la costilla?

Will seguía rascándose el brazo.

– No encontramos ni rastro de ella en la cueva ni por los alrededores.

– ¿Un trofeo?

– Podría ser. No había cortes en el cadáver de Jacquelyn. -Will se corrigió-. Me refiero cortes profundos como el que le hicieron a Anna para quitarle la costilla. Pero yo diría que las dos pasaron por el mismo infierno.

– Tortura. -Faith intentó ponerse en el lugar del secuestrador-. Ata a una mujer a la cama y a la otra debajo. A lo mejor las alterna: le hace algo horrible a Anna y luego le da la vuelta y le hace lo mismo a Jacquelyn.

– Y luego vuelve a colocarlas en la posición original -continuó Will-. Puede que Jacquelyn oyera gritar a Anna mientras le arrancaba la costilla; supo lo que le esperaba y se puso a roer la cuerda que tenía alrededor de las muñecas.

– Seguramente buscó la navaja, o quizá ya la tenía escondida debajo de la cama.

– Charlie ha examinado las lamas de madera que había bajo el colchón y las ha vuelto a colocar en el mismo orden. Todas tenían un arañazo en el centro hecho con la punta de un cuchillo muy afilado, como si alguien hubiera cortado la cuerda desde debajo de la cama, de la cabeza a los pies.

Faith reprimió un escalofrío mientras constataba lo evidente.

– Jacquelyn estaba bajo la cama mientras mutilaban a Anna.

– Y probablemente aún estaba viva mientras peinábamos el bosque.

Abrió la boca para decir algo del tipo «No es culpa tuya», pero sabía que sería inútil; hasta ella misma se sentía culpable por no haber estado allí, participando en la búsqueda. No podía imaginar cómo se debía sentir Will, que había dado tumbos por el bosque mientras la mujer se moría.

– ¿Qué te pasa en el brazo? -le preguntó, cambiando de tema.

– ¿A qué te refieres?

– No dejas de rascarte.

Will detuvo el coche y entornó los ojos intentando descifrar el nombre de la calle.

– Hamilton -leyó Faith en voz alta.

Will miró su reloj: el truco que usaba para distinguir la derecha y la izquierda.

– Las dos víctimas estaban muy bien situadas -dijo, girando a la derecha por Hamilton-. Anna estaba desnutrida, pero su cabello tenía buen aspecto (me refiero al color) y se había hecho la manicura recientemente. El esmalte de las uñas estaba descascarillado, pero parecía un trabajo profesional.

Faith no quiso preguntarle cómo podía distinguir una manicura profesional de una que no lo era.

– Esas mujeres no eran prostitutas. Tenían una casa y un trabajo. Es raro que un asesino escoja como víctimas a dos mujeres cuya ausencia puede llamar la atención.

– Móvil, medios, ocasión -recitó Will, recordando los fundamentos de toda investigación-. El móvil es el sexo y la tortura y, quizá, la costilla.

– Medios -continuó Faith, tratando de imaginar el modo en que el asesino había secuestrado a las víctimas-. Puede que manipule sus coches para que se estropeen. Podría ser un mecánico.

– Los BMW incluyen un sistema de asistencia en carretera. Solo tienes que apretar un botón y te mandan una grúa.

– Qué práctico -comentó Faith. El Mini era como el BMW de los pobres: tenías que coger tu móvil y llamar a un taller si necesitabas una grúa-. Jacquelyn estaba mudándose a casa de su madre, y eso quiere decir que seguramente contrató a una empresa de mudanzas o se puso en contacto con alguien para vender los muebles.

– Necesitaba un certificado de que la casa no tenía termitas para poder venderla -añadió Will. En el Sur es difícil conseguir una hipoteca sin demostrar antes que las termitas no se han comido los cimientos-. Nuestro hombre podría ser un exterminador, un contratista, un transportista de mudanzas…

Faith sacó un boli y comenzó a escribir una lista en la parte posterior de la carpeta naranja.

– Su licencia de agente inmobiliaria no sería válida aquí, así que debía de tener un agente en Atlanta para poder vender la casa.

– A menos que la vendiera directamente como propietaria, en cuyo caso puede que hubiera enseñado la casa a varios posibles compradores. Eso significa que pudo haber extraños entrando y saliendo de la casa todo el tiempo.

– ¿Y cómo es que nadie reparó en su desaparición? -preguntó Faith-. Sara dijo que Anna había estado secuestrada como mínimo cuatro días.

– ¿Quién es Sara?

– Sara Linton.

Will se encogió de hombros y Faith estudió detenidamente su expresión. Will nunca olvidaba un nombre. Nunca olvidaba nada.

– La médica que me atendió ayer.

– ¿Ese es su nombre? -Faith se mordió la lengua para no soltar: «Venga ya»-. ¿Y cómo sabe el tiempo que estuvo retenida Anna?

– Fue forense de un condado que queda un poco más al sur.

Will alzó las cejas. Aminoró la velocidad para leer otro letrero.

– ¿Forense? Qué raro.

Cómo si él no fuera raro.

– Era forense y pediatra.

Will murmuró, intentando descifrar el letrero.

– Y yo que pensé que era bailarina.

– Woodland -leyó en voz alta Faith-. ¿Bailarina? Pero si mide como seis metros.

– También hay bailarinas altas.

Faith apretó los dientes para no soltar la carcajada.

– Bah. -Will no añadió nada más, y usó esa palabra para indicar que daba por finalizada esa parte de la conversación.

Mientras giraba el volante, Faith se quedó mirando el perfil de su compañero con la misma intensidad que él miraba fijamente al frente. Will era un hombre atractivo, incluso guapo, pero se comportaba como si no lo fuera. Su mujer, Angie Polaski, debió de ver algo más allá de sus rarezas, entre las cuales estaba su incapacidad para mantener una charla insustancial y los anacrónicos ternos que insistía en vestir. Will, por su parte, decidió pasar por alto el hecho de que Angie se hubiera acostado con la mitad del cuerpo de policía de Atlanta, incluyendo además -de ser ciertas las pintadas en el lavabo de señoras de la tercera planta- a un par de mujeres. Se habían conocido en el Hogar para Niños de Atlanta, y Faith imaginaba que era eso lo que tenían en común. Ambos eran huérfanos, abandonados por sus padres. Como en todo lo que se refería a su vida personal, Will no le había contado los detalles. Faith ni siquiera se había enterado de que Will y Angie estaban casados hasta que lo vio aparecer un día con una alianza en el dedo.

Y hasta ahora jamás le había visto mirar a ninguna otra mujer, ni tan siquiera de reojo.

– Aquí es -dijo Will torciendo a la derecha por una calle estrecha y arbolada.

Faith vio la furgoneta blanca de la policía científica aparcada frente a una casa muy pequeña. Charlie Reed estaba en la acera, examinando el cubo de la basura junto con dos de sus ayudantes. Quien hubiera sacado la basura debía de ser la persona más ordenada del mundo. Había varias cajas apiladas cuidadosamente junto al bordillo, tres pilas de dos, todas ellas con una etiqueta que identificaba el contenido. Junto a estas, varias bolsas de basura negras puestas en fila, como si montaran guardia. Al otro lado del buzón había un colchón y un canapé alineados con esmero, y un par de muebles que los traperos del vecindario no habían recogido aún. Detrás de la furgoneta de Charlie había dos coches patrulla vacíos de la policía de Atlanta, por lo que Faith supuso que los dos agentes que había pedido Will estarían preguntando ya por el vecindario.

– Su marido era policía -dijo-. Parece que murió en acto de servicio. Espero que frieran al cabrón en la silla.

– ¿El marido de quién?

Will sabía perfectamente de quién estaba hablando.

– El de Sara Linton. La médica-bailarina.

Will aparcó y apagó el motor.

– Le pedí a Charlie que nos esperara para que podamos echar un vistazo a la casa. -Sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de su chaqueta y le pasó uno a Faith-. Imagino que estará todo en cajas por la mudanza, pero nunca se sabe.

Faith se bajó del coche. Charlie tendría que precintar la casa en cuanto empezara a recoger pruebas. Si dejaba que echaran un vistazo antes, no tendrían que esperar a que procesaran todas las pruebas para empezar a seguir las posibles pistas.

– Hola, chicos -gritó Charlie, en tono casi jovial, saludándoles con la mano. Señaló las bolsas de basura-. Llegáis justo a tiempo. Cuando llegamos, los de Goodwill estaban a punto de llevárselas.

– ¿Qué tenéis?

Les señaló las etiquetas que había en las bolsas.

– La mayor parte es ropa, menaje de cocina, unas licuadoras viejas…, ese tipo de cosas -dijo esbozando una sonrisa-. Un descanso después de haber estado en ese espeluznante agujero.

– ¿Cuándo crees que tendremos los resultados de las pruebas que recogiste en la cueva? -preguntó Will.

– Amanda les ha dicho que tiene prioridad absoluta. Había un montón de mierda ahí abajo, en sentido literal y también metafórico. Hemos dado preferencia a las pruebas que consideramos más importantes. Ya sabéis que el ADN de los fluidos tardará cuarenta y ocho horas; las huellas las están metiendo en el ordenador directamente. Si hay alguna prueba decisiva ahí abajo, lo sabremos mañana por la mañana, a más tardar. -Simuló un teléfono con la mano y se la llevó a la oreja-. Seréis los primeros en enteraros.

Will señaló las bolsas de basura.

– ¿Habéis encontrado algo que nos sea útil?

Charlie le pasó un paquete de cartas. Will le quitó la goma y miró los sobres uno por uno antes de pasárselos a Faith.

– El matasellos es reciente -comentó. Le resultaba casi imposible descifrar las palabras, pero leía los números sin problemas; era una de sus muchas argucias para disimular su problema. Además, se le daba bien reconocer los logos de las empresas-. La factura del gas, la de la luz, la de televisión por cable…

Faith leyó en voz alta el nombre del destinatario.

– Gwendolyn Zabel. Un nombre anticuado pero muy bonito.

– Como Faith -dijo Will, y a ella le sorprendió oír de sus labios un comentario tan personal. Él se apresuró a desviar su atención-. Y vivía en una casa anticuada pero muy bonita.

«Bonito» no era el adjetivo que hubiera utilizado Faith para describir aquel pequeño bungaló, pero sí tenía un aire muy pintoresco con sus tablillas grises y sus adornos rojos. La casa no había sido reformada, ni siquiera se habían hecho trabajos de mantenimiento. Los canalones estaban combados por el peso de las hojas acumuladas durante años y, desde lejos, el tejado parecía el lomo de un camello. El césped estaba cortado con pulcritud, pero no estaban los parterres ni los setos esculpidos tan típicos de los jardines de Atlanta. Menos una, todas las demás casas de la calle habían añadido una planta más o habían sido directamente derribadas a fin de dejar libre la parcela para una mansión. La de Gwendolyn Zabel debía de ser una de las últimas casas de la zona que aún conservaban intacto su aspecto original; la única con dos dormitorios y un solo baño. Faith se preguntó si los vecinos se habrían alegrado de que la anciana se mudara. Su hija debía de estar encantada de poder embolsarse el cheque de la venta. Una casa como esa debía de haber costado unos treinta mil dólares cuando se construyó. Ahora, solo la parcela debía de valer alrededor de medio millón.

– ¿Habéis tenido que desmontar la cerradura? -le preguntó Will a Charlie.

– La puerta no estaba cerrada con llave. Los chicos y yo hemos echado un vistazo por los alrededores y no hemos visto nada raro, pero si surge algo seréis los primeros en saberlo. -Charlie señaló el montón de basura que tenía delante-. Esto es solo la punta del iceberg. Tenemos trabajito para rato.

Will y Faith intercambiaron miradas de camino a la casa. Inman Park estaba lejos de Mayberry; nadie dejaba la puerta abierta a menos que esperara una indemnización de su seguro.

Faith abrió la puerta principal, y cruzar el umbral fue como viajar a los años setenta. La moqueta verde tenía el pelo tan largo que casi le cubría las deportivas, y el papel irisado de las paredes le recordó con mucha delicadeza que había engordado siete kilos en el último mes.

– ¡Uau! -exclamó Will, echando un vistazo rápido a la habitación. Había una ingente cantidad de porquerías por todas partes: pilas de periódicos viejos, libros encuadernados en rústica, revistas-. No puede ser bueno para la salud vivir aquí.

– Imagínate la pinta que debía de tener antes de que sacaran todo lo que hay afuera. -Faith cogió un exprimidor oxidado que había en lo alto de una pila de números atrasados de la revista Life-. A algunos ancianos les da por coleccionar toda clase de cosas. Y una vez que empiezan, ya no saben parar.

– Esto es una locura -dijo Will, acariciando una pila de singles de vinilo. Una nube de polvo se disolvió en el cargado aire de la habitación.

– La casa de mi abuela era peor que esta -le contó Faith-. Tardamos una semana entera en poder pasar al otro lado de la cocina.

– ¿Qué es lo que lleva a alguien a hacer algo así?

– No lo sé.

Su abuelo había muerto cuando ella era niña, y su abuela paterna había vivido sola la mayor parte de su vida. Había empezado a acumular cosas a los cincuenta años, y para cuando la ingresaron en la residencia su casa estaba llena de trastos hasta el techo. Viendo el hogar abarrotado de trastos de otra anciana solitaria, Faith se preguntó si algún día Jeremy diría lo mismo de cómo tenía su casa.

Al menos él tendría un hermano o una hermana pequeña para echarle una mano. Faith se llevó la mano a la tripa, haciéndose preguntas por primera vez sobre la criatura que llevaba dentro. ¿Sería niño o niña? ¿Sería rubio, como ella, o moreno y con rasgos latinos, como su padre? Jeremy no se parecía a su padre en absoluto, gracias a Dios. El primer amor de Faith había sido un macarra con una pinta que recordaba a la de Spike, el hermano de Snoopy. De bebé, Jeremy tenía un aspecto casi delicado, como de porcelana fina, con unos piececitos pequeños y adorables. Aquellos primeros días, Faith se había pasado horas contemplando aquellos deditos diminutos, besándole los talones. Le parecía que era la cosa más maravillosa sobre la faz de la tierra. Había sido su muñeco favorito.

– ¿Faith?

Retiró la mano de su tripa, preguntándose qué demonios le había dado. Se había inyectado suficiente insulina esa mañana. A lo mejor no eran más que los cambios hormonales típicos del embarazo, que habían hecho de sus catorce años una época tan feliz para ella y para toda la gente que tenía a su alrededor. ¿Cómo demonios iba a pasar por todo eso otra vez? ¿Y cómo iba a hacerlo estando sola?

– ¡Faith!

– Me vas a gastar el nombre, Will -le espetó. Señaló hacia el fondo de la casa -. Ve a mirar en la cocina. Yo me ocupo de los dormitorios.

Will la miró de arriba a abajo antes de dirigirse a la cocina.

Faith fue por el pasillo hasta las habitaciones del fondo, sorteando licuadoras, tostadoras y teléfonos rotos. Se preguntó si la anciana habría recogido todo aquello de la basura o si, simplemente, lo había ido acumulando a lo largo del tiempo. Las fotografías enmarcadas de la pared parecían antiguas, algunas tenían un tono sepia y otras estaban hechas en blanco y negro. Faith les echó un vistazo al pasar, preguntándose cuándo había empezado la gente a sonreír a la cámara y por qué. Tenía algunas fotos antiguas de los abuelos de su madre por las que sentía un cariño especial. En los tiempos de la Gran Depresión vivían en una granja, y un fotógrafo ambulante hizo una foto de la familia con una mula a la que llamaban Big Pete. La mula era la única que sonreía.

No había ninguna mula en la pared de Gwendolyn Zabel, pero en algunas de las fotografías en color se veía a dos niñas; las dos con sendas melenas castañas que llegaban más allá de sus cinturas de avispa. No tenían la misma edad, pero no cabía la menor duda de que eran hermanas. No aparecían juntas en ninguna de las fotos más recientes. La hermana de Jacquelyn prefería posar en paisajes desérticos para las fotos que le mandaba a su madre, mientras que Jacquelyn parecía preferir la playa y un bikini que se ceñía a aquellas caderas, tan estrechas que parecían las de un niño. Faith no pudo evitar pensar que si ella tuviera esa pinta con treinta y ocho años, también querría hacerse una foto en bikini. No había muchas imágenes recientes de su hermana, que había engordado un poco con los años. Faith esperaba que no hubiera perdido el contacto con su madre. Podían rastrear las llamadas telefónicas a la inversa para salir de dudas.

El primer dormitorio no tenía puerta, y la habitación estaba igualmente saturada de trastos, más periódicos y más revistas. Había algunas cajas, pero en general la habitación estaba tan llena de basura que no pudo dar más que un par de pasos. En el ambiente flotaba un desagradable olor a humedad, y Faith recordó un caso que había visto en las noticias muchos años antes. La protagonista de la historia era una mujer que había guardado un recorte de una revista vieja y había muerto a consecuencia de una enfermedad rara. Salió del dormitorio y se asomó al cuarto de baño. Más porquería, pero alguien había despejado los trastos para poder pasar al cuarto de baño y limpiarlo. En el lavabo había un cepillo de dientes y otros artículos de higiene personal colocados en fila, y varias bolsas de basura amontonadas dentro de la bañera. La cortina de ducha estaba prácticamente negra del moho acumulado.

Faith tuvo que ponerse de lado para poder cruzar la puerta del dormitorio principal. La razón la descubrió nada más entrar: había una vieja mecedora detrás de la puerta con tal cantidad de ropa encima que no se había caído al suelo precisamente porque estaba apoyada contra ella. También había ropa tirada por toda la habitación del tipo que se etiqueta como vintage y se vende por cientos de dólares en las vanguardistas tiendas de Little Five Points.

Hacía calor en la casa y, con las manos sudadas, le costó más trabajo enfundarse los guantes de látex. Hizo caso omiso del pegote de sangre seca que tenía en la punta de uno de los dedos, no quería pensar en nada que pudiera provocarle un estúpido ataque de llanto.

Empezó por los cajones de la cómoda. Estaban todos abiertos, así que no tenía más que apartar un poco la ropa para buscar cartas o alguna agenda que pudiera contener los datos de otros familiares. Habían hecho la cama con esmero y las sábanas estaban limpias; debía de ser lo único en toda la casa que podía calificarse de «limpio». No había nada que le indicara si Jacquelyn Zabel había dormido en el dormitorio de su madre o si había preferido alojarse en algún hotel del centro.

O sí. Faith vio un bolso de viaje abierto junto a la funda de un portátil en el suelo. Debería haberlos visto nada más entrar, porque ambos estaban fuera de lugar en aquel contexto: la funda era de cuero y el bolso de una conocida firma de moda. Faith encontró dentro de la funda un MacBook Air por el que su hijo habría sido capaz de matar. Pulsó el botón de encendido, pero la pantalla de inicio le pedía un usuario y una contraseña. Charlie tendría que enviárselo a quien correspondiera para poder acceder a la información, pero según su experiencia, los Macs que estaban protegidos con contraseña eran inviolables, ni siquiera el fabricante podía decodificarla.

A continuación examinó el bolso. La ropa que había dentro era de firma: Donna Karan y Jones New York. Los zapatos de Jimmy Choo eran especialmente impresionantes, sobre todo para Faith, que llevaba una falda que parecía una tienda de campaña porque ya no se podía abrochar ninguno de los pantalones que tenía en el armario. Jacquelyn Zabel, por lo visto, no tenía ese problema, y Faith se preguntó por qué había decidido quedarse en aquella pocilga cuando era evidente que podía permitirse un alojamiento mucho más cómodo. Sí había estado durmiendo en aquella habitación: la cama hecha con primor, un vaso de agua y un par de gafas de cerca sobre la mesa indicaban, sin lugar a dudas, que alguien había ocupado el dormitorio recientemente. También había un enorme bote de aspirinas, como los que tienen en los hospitales. Faith lo abrió y vio que estaba medio vacío. Seguramente ella también necesitaría aspirinas si tuviera que empaquetar los enseres de su madre. Había visto lo duro que le resultó a su padre tomar la decisión de ingresar a su madre en una residencia para ancianos. El hombre hacía años que había fallecido, pero Faith sabía que nunca había podido superar el haber ingresado a la abuela en una residencia.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas sin poder hacer nada por evitarlo. Dejó escapar un gemido y se limpió con el dorso de la mano. Desde que vio el signo positivo en el test de embarazo no había pasado un solo día sin que su cerebro encontrara alguna excusa para hacer que rompiera a llorar.

Volvió a concentrarse en el bolso. Iba buscando a tientas algún papel -un cuaderno, un diario, un billete de avión- cuando oyó unos gritos que venían del otro extremo de la casa. Faith se encontró a Will en la cocina y a una mujer corpulenta muy enfadada gritándole a escasos centímetros de su cara.

– ¡No tenéis ningún derecho a estar aquí, cerdos!

Faith pensó que la mujer parecía una de esas viejas hippies que se dirigían a los policías con ese apelativo cariñoso: «cerdos». Llevaba el pelo recogido en una trenza y llevaba un chal hecho con una manta de montar que le hacía las veces de camiseta. Imaginó que la mujer debía de ser la última de su especie en el vecindario, cuya casa pronto sería la más cutre de la calle. No tenía pinta de ser una de esas mamás adictas al yoga que seguramente vivían en mansiones recién estrenadas.

Will permanecía llamativamente sereno, apoyado contra la nevera con una mano en el bolsillo.

– Señora, haga el favor de tranquilizarse.

– Que te den. Y a ti también -dijo al ver aparecer a Faith.

Ahora que la veía más de cerca, calculó que tendría unos cuarenta y tantos años. No obstante, tampoco resultaba fácil calcular su edad, porque su cara estaba roja y bastante desfigurada por el enfado. Sus facciones parecían estar especialmente diseñadas para expresar ira.

– ¿Conocía usted a Gwendolyn Zabel? -le preguntó Will.

– No tienes derecho a interrogarme sin que haya un abogado presente.

Faith puso los ojos en blanco, regodeándose en lo infantil del gesto. Will se comportó de forma algo más madura.

– ¿Podría decirme su nombre?

La mujer se puso a la defensiva de nuevo.

– ¿Por qué?

– Me gustaría saber cómo debo dirigirme a usted.

La mujer se quedó meditando sus opciones.

– Candy.

– Muy bien, Candy. Soy el agente especial Trent, del DIG, y ella es la agente especial Faith Mitchell. Siento tener que comunicarle que la hija de la señora Zabel ha sufrido un accidente.

Candy se arrebujó en el chal.

– ¿Iba borracha?

– ¿Conocía usted a Jacquelyn? -le preguntó Will.

– Jackie. -Candy se encogió de hombros-. Estuvo viviendo aquí un par de semanas o tres para recoger las cosas de su madre y vender la casa. Hablamos de vez en cuando.

– ¿Contrató a algún agente inmobiliario, o pensaba venderla ella directamente?

– Llamó a un agente local. -La mujer cambió de postura para no ver a Faith-. ¿Está bien Jackie?

– Me temo que no. Murió a consecuencia del accidente.

Candy se llevó la mano a la boca.

– ¿Ha visto a alguien merodeando por los alrededores de la casa? ¿Alguien sospechoso?

– Por supuesto que no. Habría llamado a la policía.

Faith contuvo un bufido. Los que despotricaban contra los «cerdos» eran los primeros en llamar a la policía en cuanto intuían el menor problema.

– ¿Tenía Jackie algún familiar con el que podamos ponernos en contacto? -le preguntó Will.

– ¿Estás ciego o qué te pasa? -replicó Candy, señalando hacia la nevera con un gesto de la cabeza.

Faith vio una lista de nombres y números de teléfono pegada en la puerta de la nevera donde estaba apoyado Will. Las palabras NÚMEROS DE EMERGENCIA encabezaban la lista impresa en negrita, a menos de quince centímetros de su cara.

– Dios, ¿es que no os enseñan a leer en la academia?

Will parecía estar pasándolo fatal, y Faith habría abofeteado a Candy si la hubiera tenido más cerca. Sin embargo, se limitó a decir:

– Señora, voy a necesitar que vaya al centro para hacer una declaración formal.

Will la miró y meneó la cabeza, pero Faith estaba tan furiosa que le costaba hablar sin que le temblara la voz.

– Un coche patrulla la llevará hasta el edificio Este del Ayuntamiento. Será cuestión de un par de horas.

– ¿Por qué? -preguntó Candy-. ¿Para qué necesitáis que…?

Faith sacó su móvil y marcó el número de su antiguo compañero del departamento de policía de Atlanta. Leo Donelly le debía un favor -más bien muchos favores- y pensaba cobrárselos para hacerle la vida imposible a aquella mujer.

– Hablaré con vosotros aquí. No hace ninguna falta que me llevéis al centro.

– Su amiga Jackie está muerta -dijo Faith en tono cortante-. Usted elige: o nos ayuda con la investigación o la acuso de obstrucción.

– Vale, vale -dijo la mujer alzando las manos en señal de rendición-. ¿Qué queréis saber?

Faith miró de reojo a Will, que se miraba fijamente los pies. Pulsó el botón de colgar y se ahorró la llamada a Leo.

– ¿Cuándo vio usted a Jackie por última vez? -le preguntó.

– El fin de semana pasado. Vino buscando un poco de compañía.

– ¿Qué clase de compañía?

Candy respondió con evasivas y Faith empezó a marcar el número de Leo otra vez.

– Está bien -gruñó Candy-. Por dios, estuvimos fumando un poco de marihuana. Estaba hasta las narices de toda esta mierda. Llevaba bastante tiempo sin visitar a su madre; ninguno nos habíamos dado cuenta de lo mal que estaba.

– ¿A quién se refiere cuando dice «ninguno de nosostros»?

– A mí y a un par de vecinos más que le echábamos un ojo a Gwen de vez en cuando. Es una mujer muy mayor. Sus dos hijas viven fuera del estado.

Muy atentos no debían de estar si no se habían dado cuenta de que estaba viviendo en un vertedero.

– ¿Conoce usted a la otra hija?

– Joelyn -respondió Candy, señalando con un gesto de la cabeza hacia la lista que había en la nevera-. Ella nunca venía por aquí. Al menos yo no la he visto en los diez años que llevo viviendo en este barrio.

Faith miró de reojo a Will una vez más. Este tenía la mirada perdida en un punto indefinido por encima del hombro de Candy.

– Así que vio a Jackie por última vez la semana pasada, ¿no?

– Eso es.

– ¿Y qué hay de su coche?

– Lo tenía aparcado delante de la casa hasta hace un par de días.

– ¿Un par de días quiere decir dos días?

– En realidad hace más bien cuatro o cinco días. Tengo una vida. No me dedico a observar las idas y venidas de mis vecinos.

Faith pasó por alto el sarcasmo.

– ¿Ha visto usted a alguien de aspecto sospechoso merodeando por aquí?

– Ya te he dicho que no.

– ¿Quién era su agente inmobiliario?

Mencionó el nombre de uno de los mejores agentes inmobiliarios de la ciudad, un hombre que se anunciaba en todas las paradas de autobús.

– Jackie ni siquiera le conocía en persona; lo negociaron todo por teléfono. El tipo tenía la casa vendida antes de poner el cartel en el jardín. Hay un promotor que está comprando todas las parcelas del vecindario, y cierra el trato en diez días con dinero en efectivo.

Faith sabía que era una práctica bastante extendida. Incluso a ella le habían llegado varias ofertas por su humilde casa en los últimos años, si bien no había aceptado ninguna porque con el dinero de la venta no hubiera podido permitirse comprar una casa nueva en la misma zona.

– ¿Y qué me dice de la empresa de mudanzas?

– Mire todas estas porquerías. -Golpeó con la palma de la mano un montón de periódicos viejos-. Lo último que me dijo Jackie fue que iba a pedir un contenedor de esos que se utilizan en la construcción.

Will se aclaró la voz. Ya no miraba a la pared, pero tampoco miraba directamente a la testigo.

– ¿Y por qué no dejar las cosas como están, sin más? -preguntó-. Prácticamente no hay más que basura, y el constructor va a derribar la casa de todas formas.

A Candy le horrorizó la idea.

– Esta era la casa de su madre. Jackie se crio aquí; su infancia está enterrada bajo todas estas porquerías. Uno no puede deshacerse de su pasado así, sin más ni más.

Will cogió el móvil como si hubiera sonado. Faith sabía que tenía estropeado el modo vibración (Amanda había estado a punto de matarle la semana anterior porque le sonó en mitad de una reunión). Sin embargo miró la pantalla y dijo:

– Disculpadme.

Salió por la puerta de atrás, apartando con el pie un montón de revistas que le obstaculizaban el paso.

– ¿Cuál es su problema? -preguntó Candy refiriéndose a Will.

– Es alérgico a las zorras -bromeó Faith, aunque de haber sido cierto esa mañana Will tendría el cuerpo invadido por un sarpullido de la cabeza a los pies-. ¿Con qué frecuencia visitaba Jackie a su madre?

– ¿Me has tomado por su secretaria personal?

– Quizá recupere la memoria si la llevo a la central.

– Joder -murmuró Candy-. Vale. Puede que viniera a verla unas dos veces al año, más o menos.

– ¿Y nunca ha visto a la hermana, a Joelyn, por aquí?

– No.

– ¿Pasaba usted mucho tiempo con Jackie?

– No mucho. No se puede decir que fuéramos amigas ni nada parecido.

– ¿Y eso de que estuvieron fumando marihuana la semana pasada? ¿Le contó algo sobre su vida?

– Me dijo que la residencia donde había ingresado a su madre costaba cincuenta de los grandes al año.

Faith tuvo que contenerse para no silbar.

– Pues se llevará todo lo que saque por la venta de la casa.

Candy no parecía compartir su opinión.

– Hace tiempo que Gwen no está bien. No creo que supere este año. Jackie me dijo que a lo mejor le llevaba algo bonito cuando fuera a visitarla.

– ¿Dónde está la residencia?

– En Sarasota.

Jackie Zabel vivía en la parte noroccidental de Florida, a unas cinco horas en coche de Sarasota. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos.

– Las puertas no estaban cerradas con llave cuando llegamos.

Candy meneó la cabeza.

– Jackie vivía en una urbanización cerrada. Nunca cerraba las puertas con llave. Una noche se dejó las llaves en el coche; cuando vi sus llaves en el contacto no me lo podía creer. Fue un milagro que no se lo robaran. -Con cierta tristeza, añadió-: Siempre tuvo mucha suerte.

– ¿Estaba saliendo con alguien?

Candy volvió a mostrarse reticente pero Faith esperó a que la mujer respondiera.

– No era tan simpática, ¿sabes? -respondió por fin-. Estaba bien para compartir un porro, pero en general se podría decir que era una arpía; y los hombres querían follársela, pero no se quedaban a charlar con ella después. No sé si me explico.

Faith no era la más indicada para juzgarla.

– ¿Podría ser más específica? ¿A qué se refiere con eso de que era una arpía?

– Solo ella sabía cuál era el camino más adecuado para ir a Florida, la clase de gasolina que hay que ponerle al coche, cómo hay que tirar la maldita basura. -Candy hizo un gesto señalando la abarrotada cocina-. Por eso quería encargarse de todo esto personalmente. Está forrada; podía haberse permitido contratar a una cuadrilla y le habrían dejado la casa limpia en dos días. Pero pensaba que solo ella podía hacerlo como es debido. Esa es la única razón por la que se quedó aquí: tiene obsesión por controlarlo absolutamente todo.

Faith pensó en las bolsas alineadas con pulcritud en la acera.

– Dice que no salía con nadie. ¿Había algún hombre en su vida? ¿Algún ex marido, un antiguo novio?

– Quién sabe. A mí no me hacía demasiadas confidencias, y Gwen lleva años sin saber ni en qué día vive. Honestamente creo que Jackie solo necesitaba dar un par de caladas para relajarse y sabía que yo tenía marihuana.

– ¿Y por qué la compartió con ella?

– No estaba mal cuando se relajaba.

– Ha preguntado usted si iba borracha cuando tuvo el accidente.

– Sé que tuvo un problema con eso en Florida. Le cabreaba mucho ese asunto. -Con mucha seguridad, añadió-: Esos controles son absurdos. Una triste copa de vino y te plantan las esposas como si fueras un delincuente. Lo único que quieren es cubrir su cuota.

Faith había tenido que hacer muchos controles de alcoholemia y sabía que había salvado muchas vidas. No le cabía la menor duda de que Candy, por su parte, debía de haber tenido más de un rifirrafe con la policía.

– Así que Jackie no le caía bien, pero tenía bastante trato con ella. No la conocía muy bien, pero sabe que estaba recurriendo una denuncia por conducir bajo los efectos del alcohol. ¿En qué quedamos?

– Es más fácil seguirle la corriente a la gente, ¿sabes? No soy de las que van buscando problemas.

Por lo visto, prefería buscárselos a los demás. La agente sacó su libreta.

– ¿Podría decirme cuál es su apellido?

– Smith. -Faith la miró fijamente a los ojos-. En serio: me llamo Candace Courtney Smith. Vivo en esa ruina que hay al otro lado de la calle.

Miró fugazmente por la ventana y vio a Will hablando con uno de los agentes de uniforme. Por el modo en que el hombre meneaba la cabeza imaginó que no habían averiguado nada nuevo.

– Siento haberme puesto así -dijo Candy-. Es que no me gusta ver a la policía husmeando por aquí.

– ¿Y eso por qué?

La mujer se encogió de hombros.

– Hace tiempo tuve algún que otro problema con la poli.

Faith ya lo había adivinado. Candy tenía la típica actitud hostil de quien ha ocupado el asiento trasero de un coche de policía en más de una ocasión.

– ¿Qué clase de problemas?

Se encogió de hombros otra vez.

– Solo lo digo porque de todas maneras lo van a averiguar y no quiero que vuelvan aquí como si fuera una psicópata homicida.

– Muy bien. ¿Qué hay?

– Me detuvieron por prostitución cuando tenía veinte años.

A Faith no le sorprendió en absoluto.

– Conoció a un tipo que la inició en las drogas y la convirtió en una yonqui -aventuró.

– Romeo y Julieta -confirmó Candy-. El muy cabrón me endilgó toda su mierda. Dijo que a mí no me encerrarían por eso.

Tenía que haber una fórmula matemática que permitiera calcular con exactitud cuánto tiempo tardaba una mujer en ponerse a hacer la calle para costearse sus vicios después de que su novio la enganchara a las drogas. Faith imaginó que el resultado sería cero coma poco. -¿Cuánto tiempo le cayó?

– Una mierda -rio Candy-. Delaté al cabrón y a su camello. No pasé entre rejas ni un solo día.

Esto tampoco sorprendió a Faith.

– Hace mucho que dejé las drogas duras -explicó la mujer-. Pero la hierba me relaja mucho.

De nuevo miró a Will de reojo. Evidentemente, había algo en él que la ponía nerviosa. Faith decidió preguntarle directamente.

– ¿Qué es lo que tanto la preocupa?

– No parece un policía.

– ¿Y qué parece?

Candy meneó la cabeza.

– Me recuerda a mi primer novio: muy calladito y muy educado pero con un carácter… -Estampó el puño contra la palma de su otra mano-. Me zurraba que daba gusto. Me rompió la nariz. Y un día me rompió una pierna porque no gané el suficiente dinero. Todavía me duele cuando hace frío.

Faith vio adónde quería ir a parar. Si se había puesto a hacer la calle para comprar drogas y la habían pillado más de una vez por conducir en estado de embriaguez no era por su culpa, sino por la de su malvado novio o el estúpido policía que no pensaba en otra cosa que en cumplir con su cuota. Y ahora era a Will a quien le tocaba hacer el papel de malo. Candy era una experta manipuladora que sabía perfectamente cuándo estaba perdiendo el favor de su público.

– No te estoy mintiendo.

– La verdad es que no me interesan los sórdidos detalles de su trágico pasado -dijo Faith-. Dígame qué es lo que le preocupa de verdad.

Candy vaciló unos segundos.

– Ahora solo me dedico a criar a mi hija. Estoy limpia.

– Ya.

Temía que le quitaran a su hija.

Candy señaló a Will con un gesto de la cabeza.

– Me recuerda a esos cabrones de los servicios sociales.

Que Will le pareciera un trabajador social resultaba más verosímil que lo de que le recordaba a su violento novio.

– ¿Qué edad tiene su hija?

– Va a cumplir cuatro años. No creo que pudiera soportar… después del infierno que he tenido que pasar. -Candy sonrió, ya no parecía un basilisco, sino una gordita relativamente atractiva-. Hannah es un cielo. Le tenía mucho cariño a Jackie; quería ser como ella de mayor: tener un buen coche y un armario lleno de ropa elegante.

A Faith le daba la impresión de que Jackie no era el tipo de mujer que disfrutaría teniendo a una mocosa de tres años zascandileando a su alrededor y jugando con sus zapatos de Jimmy Choo, entre otras cosas porque los niños de esa edad siempre tenían las manos sucias y pegajosas.

– ¿Y Jackie se llevaba bien con ella?

Candy se encogió de hombros.

– ¿A quién no le gustan los niños? -Y formuló por fin la pregunta que cualquiera que no fuera tan egocéntrico habría formulado diez minutos antes-: ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Estaba bebida?

– Ha sido asesinada.

Candy abrió la boca, y la cerró.

– ¿Asesinada? -Faith asintió con la cabeza-. ¿Y quién podría hacer una cosa así? ¿Quién querría hacerle daño?

Faith había presenciado esa escena muchas veces y sabía cómo acababa. Esa era la razón por la que en un principio había ocultado la verdadera causa de la muerte de Jacquelyn Zabel: nadie se atrevía a hablar mal de los muertos, ni siquiera una fu-meta con aires de hippie y con serios problemas para controlar su ira.

– No era mala chica -insistió Candy-. Quiero decir que, en el fondo, era buena gente.

– Seguro que sí -dijo Faith, aunque en realidad le parecía que debía de ser todo lo contrario.

– ¿Cómo le voy a explicar a Hannah que Jackie está muerta? -dijo con los labios temblorosos.

En ese momento sonó el móvil de Faith; la llamada no pudo ser más oportuna, porque no sabía qué responder a la pregunta de Candy. Peor aún, no le importaba lo más mínimo, ahora que le había sacado toda la información que necesitaba. Seguro que Candy Smith no ocupaba el primer puesto en la clasificación de malos padres, pero tampoco era lo que se dice una bellísima persona, y ahí estaba su hija de tres años para pagar el pato.

– Mitchell -dijo Faith activando el teléfono.

– ¿Has sido tú la que me ha llamado hace un rato? -preguntó el detective Leo Donnelly.

– Me equivoqué de tecla -mintió Faith.

– De todos modos iba a llamarte yo. Has sido tú la que ha lanzado la alerta, ¿no?

Se refería a la que Faith había pasado a todas las unidades esa misma mañana. Levantó un dedo para pedirle a Candy que le diera un minuto y se fue hacia la sala de estar.

– ¿Qué es lo que tienes?

– No es exactamente una persona desaparecida -le explicó-. Un agente encontró a un niño solo en el interior de un coche esta mañana y no hemos podido localizar a la madre.

– ¿Y? -preguntó Faith, sabiendo que tenía que haber más. Leo era un detective de homicidios, no le llamaban para coordinarse con los servicios sociales.

– Tu alerta parece que encaja con la descripción de la madre: cabello castaño, ojos marrones.

– ¿Qué dice el niño?

– Ni mu -admitió-. Ahora mismo estoy con él en el hospital. Tú tienes un hijo. ¿Te importaría venir a ver si logras hacerle hablar?

Capítulo ocho

El montón de periodistas apostados en la entrada principal del hospital Grady habían espantado temporalmente a las palomas, pero no a los vagabundos, que parecían decididos a hacer de figurantes en todas las tomas. Will aparcó en una de las plazas reservadas que había frente a la entrada con la esperanza de poder colarse sin llamar la atención, pero no parecía que hubiera muchas posibilidades. Las furgonetas de los informativos tenían las parabólicas orientadas hacia arriba, y había varios reporteros impecablemente trajeados y con el micrófono en la mano contando la trágica historia del niño que había sido abandonado en el aparcamiento de City Foods esa misma mañana. Bajó del coche y le dijo a Faith:

– Amanda pensó que el niño les distraería de nuestro caso durante un tiempo. Se va a poner hecha un basilisco cuando se entere de que los dos casos podrían estar relacionados.

– Si quieres se lo digo yo -se ofreció Faith.

Will se metió las manos en los bolsillos.

– Si puedo elegir, prefiero que me insultes a que me compadezcas.

– Incluso puedo hacer ambas cosas a la vez.

Will se rio, aunque el haber pasado por alto la lista que había en la puerta de la nevera le hacía tanta gracia como el no haber sido capaz de leer el nombre de Jacquelyn Zabel en su carné de conducir mientras la mujer colgaba de un árbol justo un poco por encima de él.

– Candy tiene razón, Faith. Ha dado justo en el clavo.

– Me habrías enseñado la lista a mí -le defendió Faith-. La hermana de Jackie Zabel ni siquiera estaba en casa. No creo yo que se vaya a hundir el mundo por haber tardado cinco minutos más en dejarle un mensaje en el contestador. Y si anoche no te hubieras parado justo debajo de ese árbol con el carné en la mano, seguramente no hubierais descubierto el cadáver hasta después de amanecer. A lo mejor ni eso.

Will vio que los reporteros se fijaban en todo el que entraba por la puerta principal del Grady, intentando averiguar si serían o no importantes en lo que a su historia se refería.

– Algún día vas a tener que dejar de buscarme excusas -le dijo a Faith.

– Algún día tendrás que sacarte la cabeza del culo.

Will siguió caminando. En una cosa tenía razón Faith: podía insultarle y compadecerle al mismo tiempo. El descubrimiento no le sirvió de consuelo. Faith era de sangre azul -no porque tuviera nada que ver con la aristocracia, sino porque llevaba la policía en las venas- y tenía el mismo reflejo que, a fuerza de mucho insistir, le habían inculcado a Angie en la academia y mientras patrullaba las calles. Cuando alguien atacaba a tu compañero o a tu brigada, tú los defendías a capa y espada. Era nosotros contra ellos, y a la mierda la verdad, a la mierda lo correcto.

– Will… -Faith no pudo continuar porque los reporteros se arremolinaron a su alrededor. La identificaron de inmediato como policía pero Will, como de costumbre, pudo entrar sin que nadie le importunara. Este alzó la mano para tapar una cámara y apartó de un codazo a un fotógrafo que llevaba el logo del Atlanta Journal en la parte de atrás de su cazadora.

– Faith, ¡Faith! -dijo una voz masculina.

La agente se dio la vuelta y vio al reportero, pero negó con la cabeza y siguió su camino.

– ¡Venga ya, nena! -gritó el hombre.

Will pensó que, pese a su descuidada barba y su ropa arrugada, parecía exactamente el tipo de hombre capaz de llamar «nena» a una mujer sin que le partieran la cara. Faith se volvió, pero no dejó de menear la cabeza mientras se dirigía a la entrada del hospital. Will esperó hasta que estuvieron dentro del edificio y hubieron pasado por el detector de metales para preguntar:

– ¿De qué conoces a ese tipo?

– Sam trabaja para el Atlanta Beacon. Me acompañó un día en el coche patrulla para escribir un reportaje.

Will no solía pensar en cómo era la vida de Faith antes de conocerla, en el hecho de que había patrullado las calles y coordinado una brigada antes de que la ascendieran a detective. Ella soltó una carcajada que no entendió.

– Mantuvimos una relación bastante tormentosa durante unos cuantos años.

– ¿Y qué pasó?

– No le gustaba que tuviera un crío. Y a mí no me gustaba que fuera un alcohólico.

– Vaya… -dijo Will, intentando encontrar una respuesta adecuada-. Parece un buen tipo.

– Sí, lo parece -respondió ella.

Will vio a los reporteros con las cámaras pegadas al cristal, desesperados por captar algunas imágenes. El hospital Grady era público, pero la prensa necesitaba un permiso para filmar en el interior del edificio y a esas alturas todos sabían ya que los guardias de seguridad no tenían el menor reparo en sacarles de las orejas si les pillaban importunando a los pacientes o, peor aún, al personal.

– Will -dijo Faith, y por su tono de voz él supo que quería volver sobre el asunto de la lista pegada en la nevera, sobre lo de su flagrante analfabetismo. Así que dijo algo que sabía le haría desistir de su propósito.

– ¿Por qué te contó todo eso la doctora Linton?

– ¿A qué te refieres?

– A lo de su marido, y a lo de que había trabajado como forense en el sur.

– La gente me cuenta cosas.

Eso era cierto. Faith poseía ese don que tienen algunos policías de saber cuándo es mejor callarse para que la gente sienta el impulso de llenar el silencio hablando.

– ¿Y qué más te contó?

Faith sonrió con malicia.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que le deje una nota en su taquilla?

Will volvió a sentirse como un idiota, y esa clase de estupidez era mucho peor.

– ¿Qué tal está Angie? -le preguntó ella.

– ¿Qué tal está Víctor? -replicó él.

Así las cosas, atravesaron el vestíbulo en silencio.

– ¡Eh, eh! -Leo alzó los brazos y salió al encuentro de Faith-. ¡Aquí viene mi chica favorita del DIG! -La abrazó efusivamente y, para sorpresa de Will, ella lo permitió-. Estás estupenda, Faith. Realmente fantástica.

La agente hizo un gesto con la mano y se echó a reír con expresión de incredulidad, algo que Will hubiera interpretado como un gesto infantil si no la conociera tan bien.

– Me alegro de verte, compañero -bramó Leo, ofreciendo enérgicamente su mano.

Intentó no arrugar la nariz al percibir el fuerte olor a tabaco que emanaba del detective. Leo Donnelly era de estatura y peso medio, pero por desgracia era un policía muy por debajo de la media. Se le daba bien cumplir órdenes, pero se negaba a pensar por sí mismo. Aunque no era algo precisamente insólito en un detective de homicidios ascendido en la década de los ochenta, Leo representaba exactamente la clase de policía que Will detestaba: desaliñado, arrogante y sin escrúpulos a la hora de pasar a las manos cuando un sospechoso se resistía a hablar.

Will intentó mostrarse amable, estrechó la mano del detective y le preguntó:

– ¿Cómo te va, Leo?

– No puedo quejarme. -Pero comenzó a hacer exactamente eso mientras se dirigían a urgencias-. Me faltan dos años para retirarme y me están presionando para que me vaya. Creo que es por la cuestión médica: ya sabéis de mis problemillas con la próstata. -Ninguno de los dos respondió, pero eso no le frenó-. Los cabrones del seguro se niegan a pagar algunas de las medicinas que tengo que tomar. No os pongáis malos o encontrarán la manera de joderos bien jodidos; no digáis que no os avisé.

– ¿Y qué medicinas son esas? -le preguntó Faith.

Will no entendía por qué le daba cuerda.

– La puta Viagra. Seis pavos por pildorita. Es la primera vez en mi vida que pago por tener sexo.

– Eso no me lo creo -replicó Faith-. Háblanos del niño. ¿Alguna pista de dónde puede estar la madre?

– Nasti de plasti. El coche está registrado a nombre de Pauline McGhee. Encontramos sangre en el lugar de los hechos; no mucha, pero sí suficiente para ver que no era de una hemorragia nasal.

– ¿Habéis encontrado algo en el coche?

– Solo el bolso y el monedero. El permiso de conducir confirma que se trata de Pauline McGhee. Las llaves estaban puestas en el contacto. El niño, Felix, se había quedado dormido en el asiento de atrás.

– ¿Quién lo encontró?

– Un cliente. Vio al crío dormido en el coche y avisó al gerente.

– Seguramente el miedo lo ha dejado exhausto -murmuró Faith-. ¿Y qué hay del vídeo?

– La única cámara operativa estaba en el exterior, es una basculante para controlar toda la fachada del edificio.

– ¿Y las demás?

– Unos gamberros las dejaron fuera de combate. -Leo se encogió de hombros, como si fuera lo más normal-. El coche estaba fuera de encuadre, así que no tenemos imágenes. Tenemos a McGhee entrando con su hijo, saliendo sola, a la carrera. Yo diría que no se dio cuenta de que el niño no estaba con ella hasta que llegó al coche. Puede que hubiera alguien fuera, lo tuviera escondido y lo utilizara después como cebo para poder acercarse a ella. Luego la golpeó y se la llevó.

– ¿Se ve salir del súper a alguien más?

– La cámara hace un barrido de izquierda a derecha. El niño estaba dentro de la tienda, eso seguro. Me imagino que quienquiera que se lo llevara estaba vigilando la cámara. Debió de aprovechar para colarse cuando enfocaba hacia el otro lado.

– ¿Sabes a qué colegio va Felix? -preguntó Faith.

– A uno de esos colegios privados tan pijos de Decatur. Ya les he llamado. -Leo sacó su libreta y se la pasó a Faith para que pudiera copiar toda la información-. Me dijeron que la madre no les dejó ningún contacto para casos de emergencia. El padre eyaculó en un vaso; ahí se terminó su colaboración. Tampoco se sabe nada de los abuelos. Y a título informativo, es un comentario personal, sus compañeros de trabajo no le tienen mucho cariño que digamos. Me ha dado la impresión de que la consideran una auténtica arpía. -Sacó un papel doblado de su bolsillo y se lo pasó a Faith-. Aquí tienes una fotocopia de su carné de conducir. Es un pibón.

Will se asomó por encima del hombro de Faith para ver la foto. Era en blanco y negro, pero resultaba fácil adivinar.

– Cabello y ojos oscuros.

– Igual que las otras -confirmó Faith.

– Ya hemos mandado algunos hombres a casa de McGhee -explicó Leo-. Por lo visto, ningún vecino sabe quién coño es ni tampoco les importa lo más mínimo que haya desaparecido. Dicen que es muy reservada, nunca saluda, nunca asiste a las fiestas del edificio ni a ningún otro evento. Vamos a ver que nos dicen en su lugar de trabajo; es un estudio de diseño de muchas campanillas en Peachtree.

– ¿Has comprobado sus cuentas?

– Tiene mucha pasta -respondió Leo-. Está al día con la hipoteca, el coche es suyo y tiene dinero en el banco, algunas inversiones en bolsa y un plan de pensiones. Está claro que no cobra precisamente un salario de policía.

– ¿Algún movimiento reciente en sus tarjetas?

– Estaba todo en su bolso: el monedero, las tarjetas y sesenta pavos en efectivo. La última vez que utilizó su tarjeta de débito fue esta mañana en el City Foods. De todos modos, he dado la alerta por si alguien ha tomado nota de los números. Si surge cualquier cosa os avisaré enseguida. -Leo miró a su alrededor. Estaban justo delante de la puerta de entrada del servicio de urgencias-. ¿Todo esto tiene algo que ver con el Asesino del Riñón?

– ¿El Asesino del Riñón? -preguntaron Will y Faith al unísono.

– Qué monos -dijo Leo-. Me recordáis mucho a los gemelos Bobbsey.

– ¿De qué estás hablando? -Faith parecía tan descolocada como Will.

– El departamento de policía de Rockdale filtra más que mi próstata -les informó Leo, en tono confidencial pero encantado de poder divulgar la noticia-. Dicen que a vuestra primera víctima le extirparon un riñón. Supongo que será uno de esos casos de tráfico de órganos, o alguna secta. Me han dicho que por un riñón te pueden dar una pasta, unos cien de los grandes.

– Dios Santo -exclamó Faith-, es la cosa más idiota que he oído en la vida.

– ¿Se lo extirparon o no? -Leo parecía decepcionado.

Faith no respondió, y Will no pensaba darle a Leo ninguna información para que tuviera algo de que hablar cuando volviera a comisaría.

– ¿Ha dicho algo Felix? -preguntó Will.

Leo negó con la cabeza y mostró su placa para que les dejaran pasar a la sala de urgencias.

– Ni una sola palabra. He llamado a los de servicios sociales, pero tampoco han sido capaces de hacerle hablar. Ya sabes cómo son a esa edad. El pobre debe de ser un poquito retrasado.

Faith se enfadó.

– Probablemente está hecho polvo porque vio cómo secuestraban a su madre. ¿Qué esperabas?

– ¡Y yo qué coño sé! Tú tienes un crío. Me imaginé que tú sabrías cómo hablar con él.

Will tuvo que preguntar.

– ¿Tú no tienes hijos?

Leo se encogió de hombros.

– ¿Te parezco la clase de hombre que mantiene una buena relación con sus hijos?

Aquella pregunta no necesitaba respuesta.

– ¿Le han hecho algo al niño?

– La médica dice que está bien. -Dio un codazo a Will-. Por cierto, está para mojar pan. Qué barbaridad, qué bellezón. Pelirroja, y las piernas le llegan hasta aquí.

Faith sonrió con malicia y a Will le dieron ganas de volver a preguntarle por Víctor Martínez, pero no iba a hacerlo delante de Leo, que le estaba clavando el codo en todo el hígado.

En ese momento se oyó un pitido que provenía de una de las habitaciones, y un grupo de enfermeras y médicos pasó corriendo por delante de ellos, chocando con los carritos y con los estetoscopios. Will notó que se le hacía un nudo en el estómago al percibir esos sonidos y esas imágenes tan familiares. Siempre le habían dado miedo los médicos, especialmente los del Grady, que eran los que atendían a los niños del orfanato en el que se había criado. Cada vez que le sacaban de un hogar de acogida, la policía lo llevaba al hospital. Cada arañazo, cada corte, cada cardenal, cada quemadura: todo tenía que ser fotografiado y catalogado. Las enfermeras lo habían hecho tantas veces que sabían que había que tomar un poco de distancia, pero los médicos no tenían tanto callo. Les gritaban como locos a los de servicios sociales y te hacían pensar que, por una vez, todo iba a ser distinto, pero un año más tarde te encontrabas otra vez de vuelta en el hospital, con otro médico indignado gritando las mismas cosas.

Ahora que Will era policía entendía que tenían las manos atadas, pero seguía haciéndosele el mismo nudo en el estómago cada vez que entraba en las urgencias del Grady. Como si tuviera una especie de sexto sentido para empeorar las cosas, Leo le dio unas palmaditas en el brazo y le dijo:

– Siento que Angie y tú os hayáis separado, tío. Puede que haya sido para bien.

Faith no dijo nada, pero Will pensó que tenía mucha suerte de que no pudiera lanzar llamas con los ojos.

– Voy a ver dónde anda la doctora -dijo Leo-. Se han llevado al niño a la salita, a ver si se tranquilizaba un poco.

Se fue, y el prolongado silencio de Faith mientras miraba fijamente a Will no pudo ser más elocuente. Este hundió las manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared. No había tanto ajetreo en la sala de urgencias como la noche anterior pero, aun así, había demasiada gente por allí como para mantener una conversación con un mínimo de privacidad. Por lo visto a Faith no le importaba.

– ¿Cuánto hace que se fue Angie?

– Poco menos de un año.

Se le cortó la respiración.

– Solo habéis estado casados nueve meses.

– Sí, bueno. -Will miró a su alrededor, no quería hablar de eso ni allí ni en ninguna otra parte-. En realidad solo se casó conmigo para demostrar que estaba dispuesta a casarse conmigo. -Pese a las circunstancias no pudo reprimir una sonrisa-. Tenía más ganas de ganar la pelea que de casarse.

Faith meneó la cabeza como si lo que decía no tuviera ningún sentido, y Will no estaba muy seguro de poder ayudarla. Él mismo no había entendido nunca la relación que tenía con Angie Polaski. La conocía desde que tenía ocho años y no había logrado entender mucho más en los años siguientes, excepto que en el momento en el que se sintió demasiado cerca de él cogió la puerta y se marchó. Pero siempre volvía, y Will había llegado a apreciar esa pauta por su simplicidad.

– Se pasa la vida dejándome, Faith -le explicó-. Tampoco es que me cogiera de sorpresa.

La agente mantuvo la boca cerrada, y él no sabía muy bien si estaba cabreada o solo demasiado estupefacta para hablar.

– Quiero subir a ver a Anna antes de marcharnos -dijo Will.

Faith asintió y su compañero volvió a intentarlo.

– Amanda me preguntó anoche qué tal estabas.

De repente ella le prestó toda su atención.

– ¿Y qué le dijiste?

– Qué estás perfectamente.

– Bien, porque lo estoy.

Se la quedó mirando fijamente como había hecho ella pocos minutos antes: él no era el único que se reservaba información.

– Estoy perfectamente -insistió Faith-. Al menos lo estaré pronto, ¿vale? Así que deja ya de preocuparte por mí.

Faith se quedó callada y Will apretó los hombros contra la pared. El murmullo de fondo de la sala de urgencias empezó a hacerle el mismo efecto que la nieve del televisor: al cabo de un par de minutos tenía que esforzarse mucho para mantener los ojos abiertos. Se había acostado alrededor de las seis de la mañana, pensando que podría dormir un par de horas antes de pasar a recoger a su compañera. Había ido repasando mentalmente y reduciendo, a medida que pasaban las horas, sus actividades matutinas, pensando primero que podía ahorrarse el sacar a pasear al perro, sacando luego el desayuno de la lista y, finalmente, su habitual café. Las horas fueron pasando con desesperante lentitud, cosa que pudo comprobar cada veinte minutos, al despertarse con el corazón en la garganta y pensando que seguía atrapado en aquella cueva.

Will notó que el brazo volvía a picarle, pero no se rascó por miedo a que Faith reparara en el gesto. Cada vez que pensaba en la cueva, en aquellas ratas usando la carne de sus brazos como escalera, se le ponía la carne de gallina. Teniendo en cuenta todas las cicatrices que tenía en su cuerpo, era absurdo obsesionarse con un par de arañazos que se curarían sin dejar siquiera marcas, pero no podía evitar preocuparse y, cuanto más lo hacía, más le picaba.

– ¿Crees que los informativos habrán difundido ya esa historia del Asesino del Riñón? -le preguntó a Faith.

– Y si no, espero que haya salido a la luz cuando se conozca la verdadera historia. Así esos cretinos de la policía de Rockdale quedarán como lo que son: una panda de gilipollas.

– ¿Te conté lo que Fierro le dijo a Amanda?

Faith negó con la cabeza y Will le explicó lo de la inoportuna alusión al arma del jefe Peterson. Se quedó tan perpleja que apenas logró susurrar:

– ¿Y qué le hizo Amanda?

– Ni idea, pero Fierro se volatilizó -respondió Will sacando su móvil-. No sé adónde se fue, pero no he vuelto a verle desde entonces. -Miró la hora en la pantalla del móvil-. La autopsia empieza dentro de una hora. Si no le sacamos nada al niño será mejor que nos vayamos al anatómico a ver si podemos meterle prisa a Pete para que empiece cuanto antes.

– Se supone que hemos quedado con los Coldfield a las dos. Puedo llamarles e intentar adelantarlo a las doce.

Will sabía que Faith odiaba estar presente en las autopsias.

– ¿Quieres que nos dividamos?

Estaba claro que a ella no le hacía mucha gracia la idea.

– Vamos a ver si podemos cambiar la hora de la cita. De todos modos, nuestra participación en el postmórtem no debería llevarnos mucho tiempo.

Eso mismo esperaba Will. No le seducía demasiado la idea de profundizar en los detalles más morbosos de la tortura que había tenido que soportar Jacquelyn Zabel antes de huir para acabar rompiéndose el cuello mientras esperaba a que alguien viniera a socorrerla.

– A lo mejor para entonces tenemos alguna pista más. Una conexión.

– ¿Quieres decir aparte de que las dos víctimas eran mujeres de éxito, solteras, atractivas y no despertaban precisamente las simpatías de la gente de su entorno?

– Eso es algo frecuente en las mujeres así -dijo Will. En cuanto se oyó pronunciar esa frase se dio cuenta de que parecía un machista asqueroso-. Quiero decir que hay muchos hombres que se sienten amenazados por…

– Ya lo pillo, Will. A la gente no le gustan las mujeres triunfadoras. -Con cierta tristeza, añadió-: A veces las mujeres se lo toman incluso peor que los hombres.

Will sabía que probablemente estaba pensando en Amanda.

– Quizá sea ese el móvil de nuestro asesino. Puede que le moleste que esas mujeres hayan triunfado por sus propios méritos y no necesiten tener un hombre a su lado.

Faith se cruzó de brazos y consideró todas las perspectivas.

– Ahí está el truco: escogió a dos mujeres a las que nadie echaría de menos, Anna y Jackie Zabel. Bueno, en realidad tres si tenemos en cuenta a Pauline McGhee.

– Es morena y tiene los ojos castaños, como las otras dos víctimas. Por lo general estos tipos siguen una pauta, tienen un patrón específico.

– Jackie Zabel era una mujer de éxito. Según me dijiste, a Anna también le iba muy bien. McGhee conduce un Lexus y está criando a su hijo ella sola, cosa que, te puedo asegurar, no resulta nada fácil. -Faith se quedó callada un momento y Will se preguntó si estaría pensando en Jeremy, pero no tuvo tiempo para preguntar-. Otra cosa es asesinar a prostitutas: nadie se da cuenta hasta que has matado a cuatro o cinco. Pero él está escogiendo mujeres que tienen una posición de poder en el mundo, por lo que podemos suponer que, previamente, las ha estado vigilando durante un tiempo.

Will no lo había considerado bajo ese punto de vista, pero probablemente tenía razón.

– A lo mejor se lo plantea como parte de la cacería -continuó Faith-. Primero lleva a cabo una labor de reconocimiento para hacerse una idea de cómo es su vida, luego las sigue y, por fin, las secuestra.

– Entonces, ¿de qué clase de hombre estamos hablando? ¿De un tipo que trabaja para una mujer por la que no siente mayor aprecio? ¿De un solitario que se sintió abandonado por su madre? ¿De un cornudo? -elucubró él.

No quiso continuar profundizando en el perfil del sospechoso, pues de repente todo aquello le resultaba demasiado familiar.

– Podría ser cualquiera -dijo Faith-. Ese es el problema, que podría ser cualquiera.

Will sentía la misma frustración que percibía en la voz de Faith. Ambos sabían que el caso estaba llegando a un punto crítico. Los secuestros llevados a cabo por un extraño eran los más difíciles de resolver. Normalmente escogían sus víctimas al azar, y el secuestrador era un cazador experto que sabía cómo cubrir su rastro. Fue un golpe de suerte que hubiera descubierto la cueva la noche anterior, pero Will tenía que agarrarse a la esperanza de que el secuestrador se estuviera volviendo descuidado; dos de sus víctimas habían logrado escapar. Puede que estuviera empezando a desesperarse, que sintiera que había perdido el control de su propio juego. Tendrían que tener la suerte de su lado para poder atraparle.

Se guardó el móvil en el bolsillo. Llevaban ya doce horas en marcha y estaban a punto de meterse en un callejón sin salida. A menos que Anna recobrara la conciencia, a menos que Felix pudiera ofrecerles alguna pista sólida o que de entre las pruebas encontradas en el lugar de los hechos surgiera alguna pista que les permitiera avanzar, seguirían estando en la casilla de salida y sin nada que hacer más que cruzarse de brazos y esperar a que apareciera el cadáver de otra mujer.

Era obvio que Faith se estaba haciendo los mismos planteamientos.

– Necesitará un sitio nuevo para su siguiente víctima.

– Dudo que sea otra cueva -dijo Will-. Debe de haberle resultado bastante duro excavarla. Casi me muero cavando un hoyo en mi jardín para el estanque que puse el verano pasado.

– ¿Tienes un estanque en el jardín?

– Con carpas doradas -le dijo-. Tardé dos fines de semana.

Faith se quedó callada unos segundos, como si estuviera intentando imaginarse el estanque de Will.

– Puede que alguien ayudara a nuestro sospechoso a excavar la cueva.

– Los asesinos en serie suelen trabajar en solitario.

– ¿Y qué me dices de aquellos dos tipos de California?

– Charles Ng y Leonard Lake.

Will conocía el caso, más que nada porque fue una de las investigaciones más largas y más caras de la historia de California. Lake y Ng construyeron un búnker de cemento en las colinas y llevaron hasta allí diversos instrumentos de tortura para hacer realidad sus perversas fantasías. Se turnaron para filmar lo que hacían con sus víctimas, entre las que había tanto hombres como mujeres y niños, algunos de los cuales no pudieron llegar a identificarse nunca.

– Los estranguladores de Hillside también trabajaban juntos -continuó Faith.

Buono y Bianchi eran primos y habían asesinado a mujeres marginadas, prostitutas y fugitivas.

– Tenían una placa de policía falsa. Así era cómo lograban que sus víctimas confiaran en ellos.

– No quiero ni considerar esa posibilidad.

Will sentía lo mismo, pero era algo que había que tener en cuenta. El BMW de Jackie Zabel estaba en paradero desconocido. A la mujer del City Foods la habían secuestrado esa mañana justo al lado de su coche. Alguien que se hiciera pasar por policía podría haber inventado cualquier excusa para acercarse a los vehículos.

– Charlie no encontró en la cueva nada que apuntara a la existencia de dos secuestradores. -Pero tuvo que añadir-: Aunque tampoco estaba dispuesto a permanecer allí dentro más tiempo del estrictamente necesario.

– ¿Qué sentiste cuando estabas allí abajo?

– Que si no salía pronto me daría un ataque al corazón -admitió Will, y los brazos empezaron a picarle de nuevo-. No es la clase de sitio en el que apetece quedarse.

– Echaremos un vistazo a las fotos. A lo mejor Charlie y tú pasasteis algo por alto en ese primer momento.

Will sabía que era bastante probable. Posiblemente las fotos de la cueva ya estarían en su mesa cuando volvieran a la oficina. Podría examinar la escena del crimen con calma, sin la claustrofobia de estar encerrado allí abajo.

– Dos víctimas: Anna y Jackie. ¿Dos secuestradores, quizá? -Faith siguió avanzando en su razonamiento-. Si ese es su tipo, y Pauline McGhee es otra víctima, necesitará una más.

– ¡Eh! -los llamó Leo, haciéndoles una seña con la mano. Estaba en una puerta con un gran letrero.

– «Sala de médicos» -leyó Faith en voz alta. Había cogido la costumbre de leer todos los letreros en voz alta, lo cual Will detestaba y apreciaba a partes iguales.

– Buena suerte -les dijo Leo dándole una palmadita en el hombro a Will.

– ¿Te marchas? -le preguntó ella.

– La doctora acaba de darme una patada en el culo con mucha elegancia. -No parecía especialmente molesto-. Podéis hablar con el crío pero, a menos que se demuestre que esto tiene algo que ver con vuestro caso, quiero que os mantengáis alejados de él.

A Will le sorprendió un poco la advertencia de Leo, que normalmente estaba encantado de que otros le hicieran el trabajo.

– Confiad en mí -les dijo-, me encantaría dejar esto en vuestras manos, pero tengo a mis jefes observándome por encima del hombro. Están buscando cualquier excusa para darme la patada. Necesito una conexión sólida antes de pasar esto a los de arriba y meteros en el caso, ¿vale?

– No te preocupes, nos aseguraremos de cubrirte bien las espaldas -le prometió Faith-. ¿Puedes seguir atento a las desapariciones para avisarnos si hay otra que coincida con el perfil? Blancas, treinta y tantos años, cabello castaño oscuro, bien situadas en el terreno laboral, pero no con muchos amigos que puedan echarlas de menos.

– Morena y con malas pulgas, ¿no? -dijo Leo guiñándole un ojo-. ¿Y qué otra cosa tengo que hacer aparte de seguir vuestro caso? -preguntó sin la menor acritud-. Si hay alguna novedad estaré en el City Foods. Ya tenéis mis números.

Will se quedó mirándolo mientras se alejaba por el pasillo y le preguntó a Faith:

– ¿Por qué quieren quitárselo de encima? Quiero decir, aparte de las razones más evidentes.

Faith había sido compañera de Leo durante varios años y Will percibió que seguía sintiendo el impulso de defenderle.

– Está ya en el máximo nivel salarial. Resulta más barato poner en su lugar a un policía joven, recién salido del coche patrulla, que haga su trabajo por la mitad de dinero. Además, si Leo se prejubila tendría que renunciar al veinte por ciento de su pensión. Si tenemos en cuenta también los gastos médicos, mantenerle en su puesto resulta bastante costoso. Eso es lo primero que miran los jefes cuando estiman los presupuestos.

Faith iba a abrir la puerta, pero en ese instante empezó a sonar su móvil. Miró la pantalla para ver quién era.

– Es la hermana de Jackie.

Atendió la llamada y le indicó a Will que empezara sin ella.

Tenía la mano sudorosa cuando empujó la puerta para abrirla. El corazón le hizo un ruido extraño -como un doble latido- que él achacó a la falta de sueño y al hecho de haber tomado demasiado chocolate caliente esa mañana. Entonces vio a Sara Linton, y el fenómeno se repitió.

Estaba sentada en una silla junto a la ventana, con Felix Mc-Ghee sentado en sus rodillas. El niño era demasiado grande para tenerlo sentado encima, pero Sara parecía manejarse perfectamente. Un brazo rodeaba la cintura del crío, y el otro sus hombros. Le estaba acariciando el pelo mientras le susurraba al oído palabras de consuelo. Levantó la vista cuando Will entró en la habitación, pero no dejó que su presencia perturbara la escena. Felix miraba por la ventana, con la vista perdida y los labios ligeramente separados. Sara hizo un gesto con la cabeza, señalando la silla que tenía enfrente, y al ver que estaba a menos de quince centímetros de la rodilla de ella Will dedujo que era donde había estado sentado Leo.

– Felix -dijo Sara con voz serena y controlada, el mismo tono que había usado con Anna la noche anterior-, este es el agente Trent. Es policía y ha venido para ayudarte.

Felix siguió mirando por la ventana. El ambiente en la sala era bastante fresco, pero Will se percató de que el niño tenía el pelo empapado en sudor. Una gota rodó por su mejilla y Will sacó su pañuelo para limpiarla. Cuando volvió a mirar a Sara esta le estaba mirando como si acabara de sacar un conejo del bolsillo.

– Una vieja costumbre -murmuró Will, doblando avergonzado el pañuelo.

Con los años se había dado cuenta de que solo los ancianos y los dandis llevaban pañuelo ya, pero en el orfanato obligaban a todos los niños a llevarlo, y sin él Will se sentía como si estuviera desnudo.

Sara meneó la cabeza, como queriendo decirle que no le importaba. Besó con suavidad la coronilla de Felix. El niño no se movió, pero Will se fijó en que sus ojos se movían para mirarle y ver lo que estaba haciendo.

– ¿Qué es esto? -preguntó, reparando en la mochila escolar que había junto a la silla de Sara. Por los dibujos y los colores supuso que pertenecía a Felix. Se inclinó y abrió la cremallera, apartó unos papelitos de colores y examinó el contenido.

Seguramente Leo ya la habría registrado, pero Will fue sacando las cosas una por una como si estuviera buscando pistas.

– Bonitos lápices. -Sacó un estuche negro, algo poco habitual teniendo en cuenta que pertenecían a un crío-. Son de niño mayor. Debes de ser un verdadero artista.

Will no esperaba que le respondiera y Felix no lo hizo, pero ahora lo observaba atentamente, como si quisiera asegurarse de que no le quitaba nada.

A continuación Will abrió una carpeta. En la parte delantera había un escudo que debía de ser el del colegio de Felix. En un bolsillo encontró varios documentos de aspecto oficial con el membrete de la escuela y, en el otro, lo que debían de ser los deberes. Will no pudo leer las circulares del colegio, pero por el papel pautado que encontró junto a los deberes dedujo que Felix estaba aprendiendo a escribir derecho. Se los mostró a Sara.

– Tiene una caligrafía muy bonita.

– Desde luego -dijo Sara.

Lo observaba con la misma atención que Felix, y Will tuvo que apartarla de su mente para no olvidarse de hacer su trabajo. Era demasiado guapa, demasiado lista y demasiado todo lo que Will no era.

Volvió a guardar la carpeta en la mochila y sacó tres libros bastante finos. Pudo leer las tres primeras letras del abecedario que adornaban la cubierta del primer libro, pero los otros dos eran un misterio, así que se los enseñó a Felix y le dijo:

– Me pregunto de qué irán estos dos libros. -Cuando vio que Felix no se decidía a contestar volvió a mirar las cubiertas intentando orientarse por los dibujos-. Me parece que este cerdito trabaja en un restaurante, porque está sirviendo tortitas a la gente. -Felix continuó callado y Will pasó al siguiente libro-. Y este ratón está sentado dentro de una fiambrera, así que yo diría que alguien se lo va a merendar.

– No -Felix habló en voz tan baja que Will no estaba seguro de si había dicho algo.

– ¿No? -le preguntó mirando el dibujo otra vez. Lo bueno de tratar con los niños era que podía ser completamente sincero y ellos pensaban que les estaba chinchando-. Esto de la lectura no se me da muy bien. ¿Qué dice aquí?

Felix se revolvió y Sara le ayudó a darse la vuelta para que pudiera mirar a Will. En lugar de contestar el niño agarró los libros y los apretó contra su pecho. Le empezó a temblar el labio superior.

– Tú mamá te lee cuentos, ¿verdad?

Felix asintió mientras dos lagrimones rodaban por sus mejillas. Will se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en sus piernas.

– Estoy intentando encontrar a tu mamá.

Felix tragó saliva, como si intentara tragar su pena.

– El hombre grande se la llevó.

Will sabía que para un niño todos los adultos eran grandes. Se enderezó, poniendo bien recta la espalda.

– ¿Tan grande como yo?

Felix miró realmente a Will por primera vez desde que entrara en la habitación. Se quedó pensando unos momentos y dijo que no con la cabeza.

– ¿Te acuerdas del detective que ha estado aquí antes que yo, uno que olía fatal? ¿Era tan grande como él?

Felix asintió.

Will intentó no precipitarse, mantener el tono desenfadado para que el crío siguiera contestando a sus preguntas sin que se diera cuenta de que le estaba interrogando.

– ¿Tenía el pelo como yo, o era más oscuro?

– Más oscuro.

Asintió y se rascó la barbilla mientras sopesaba las distintas posibilidades. Los niños no eran unos testigos demasiado fiables, bien porque intentaban complacer a los adultos que les interrogaban o bien porque eran tan sensibles a la sugestión que era fácil sembrar cualquier idea en sus cabezas y conseguir que juraran que eso fue lo que realmente sucedió.

– ¿Y qué me dices de su cara? ¿Tenía pelo en la cara o iba afeitado, como yo?

– Tenía bigote.

– ¿Te dijo algo?

– Me dijo que mi mamá quería que me quedara en el coche. Will continuó con mucha cautela.

– ¿Llevaba un uniforme como el de un conserje, un bombero o un oficial de policía?

Felix dijo que no con la cabeza.

– Llevaba ropa normal.

Will notó que una oleada de calor inundaba su rostro. Sabía que Sara le miraba con asombro. Había estado casada con un policía; seguramente no le había gustado aquella insinuación.

– ¿De qué color era su ropa?

Felix se encogió de hombros y Will se preguntó si el niño había decidido no responder a más preguntas o si realmente no se acordaba. Este pellizcó el borde del libro.

– Llevaba un traje como el de Morgan.

– ¿Morgan es un amigo de tu mamá?

Felix asintió.

– Es del trabajo, pero ella está enfadada con él porque ha dicho una mentira y quiere buscarle problemas, pero mi mamá no va a dejar que se salga con la suya por la caja fuerte.

Se preguntó si Felix habría escuchado alguna conversación telefónica o si Pauline McGhee sería la clase de mujer que se desahogaba contándole sus problemas a un niño de seis años.

– ¿Recuerdas algo más del hombre que se llevó a tu mamá?

– Dijo que me haría mucho daño si le hablaba a alguien de él.

El rostro de Will tenía una expresión completamente neutra, y el de Felix también.

– Pero tú no tienes miedo de ese hombre. -No era una pregunta, sino una afirmación.

– Mi mamá dice que nunca va a dejar que nadie me haga daño.

Parecía tan seguro de sí mismo que Will no pudo evitar sentir un gran respeto por la clase de madre que era Pauline McGhee. Había entrevistado a muchos niños a lo largo de su vida profesional y, aunque la mayoría querían a sus padres, no era frecuente que exhibieran tal grado de confianza.

– Tu madre tiene razón. Nadie va a hacerte daño.

– Mi mamá me protegerá -insistió Felix, y Will empezó a cuestionarse la naturaleza de esa seguridad que el niño mostraba. Normalmente uno no tranquilizaba a un niño si previamente no existía un temor real.

– ¿Le preocupaba a tu mamá que alguien pudiera hacerte daño?

Felix pellizcó la cubierta del libro otra vez y asintió de forma casi imperceptible. Will esperó un momento, no quería precipitarse con su siguiente pregunta.

– ¿De quién tenía miedo, Felix?

El niño respondió en voz muy queda, casi en un susurro.

– De su hermano.

Un hermano. A lo mejor, después de todo, no se trataba más que de un problema familiar.

– ¿Te dijo su nombre?

Felix dijo que no con la cabeza.

– No le he visto nunca, pero es malo.

Se quedó mirando fijamente al niño, sin saber muy bien cómo formular la siguiente pregunta.

– Malo, ¿cómo?

– Peligroso -dijo Felix-. Mamá dice que es peligroso, y que ella me va a proteger de él porque me quiere más que a nadie en el mundo. -Lo dijo de forma tajante, como si quisiera zanjar esa cuestión exactamente ahí-. ¿Ahora ya me puedo ir a casa?

Will habría preferido que le clavaran un puñal en el pecho a tener que responder a esa pregunta. Miró a Sara en busca de ayuda, y ella tomó el relevo.

– ¿Te acuerdas de la mujer que te he presentado antes, la señorita Nancy? -Felix asintió con la cabeza-. Va a buscar a alguien para que te cuide hasta que vuelva tu mamá.

Los ojos del niño se llenaron de lágrimas. Will no podía reprochárselo. La señorita Nancy debía de ser una trabajadora social, y seguramente estaría a años luz de las profesoras del colegio privado en el que estudiaba Will y de las amistades pijas de su madre.

– Pero yo quiero irme a casa -protestó.

– Lo sé, cariño -le dijo Sara con suavidad-. Pero si te vas a casa estarás solo. Tenemos que asegurarnos de que estés bien hasta que vuelva tu mamá.

Felix no parecía muy convencido. Will puso una rodilla en el suelo para ponerse a su altura. Posó la mano en su hombro, tocando accidentalmente el brazo de Sara al hacerlo. Sintió un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Mírame, Felix. -Esperó hasta que el niño le miró a la cara-. Me voy a asegurar personalmente de que tu mamá vuelva contigo, pero necesito que seas valiente mientras trabajo para encontrarla.

La cara de Felix tenía una expresión tan inocente y confiada que dolía mirarle.

– ¿Cuánto tiempo tardarás? -preguntó con voz entrecortada.

– Pues, como mucho, una semana -respondió, haciendo un esfuerzo por no apartar la mirada. Si Pauline McGhee seguía sin aparecer pasada una semana significaría que había muerto y que Felix se habría quedado huérfano-. ¿Puedes darme una semana?

El niño seguía mirando fijamente a Will como si intentara discernir si le estaba diciendo la verdad o no. Por fin asintió.

– Muy bien -dijo Will con la sensación de tener un yunque sobre su pecho.

Vio que Faith estaba sentada en una silla junto a la puerta y se preguntó cuándo habría entrado en la habitación. Se levantó y le hizo un gesto con la cabeza para que saliera con ella. Will le dio unas palmaditas en la pierna a Felix antes de salir al pasillo.

– Le comentaré a Leo lo del hermano -dijo Faith-. Parece una disputa familiar.

– Probablemente. -Miró de reojo la puerta cerrada. Quería volver a entrar, pero no por Felix-. ¿Qué te ha dicho la hermana de Jackie?

– Joelyn. No se ha quedado lo que se dice desolada al saber que habían matado a su hermana.

– ¿Qué quieres decir?

– Que la mala leche debe de ser cosa de familia.

Will alzó las cejas.

– No me hagas caso, tengo un mal día -zanjó, aunque eso no era exactamente una explicación-. Joelyn vive en Carolina del Norte. Dijo que tardaría unas cinco horas en llegar hasta aquí. -Como si se le hubiera ocurrido en ese momento, añadió-: Ah, y piensa demandar al departamento de policía y hacer que nos despidan si no encontramos al hombre que mató a su hermana.

– Vaya, es una de esas.

No sabía qué era peor: si los familiares que se quedaban tan devastados por la pena que hacían que te sintieras como si te hubieran metido la mano en el pecho y te estuvieran estrujando el corazón o los que se enfadaban tanto que parecía que te estrujaban algo un poco más abajo.

– Quizá deberías hablar tú con Felix.

– Me ha parecido que estaba bastante abatido -replicó Faith-. No creo que pueda sacarle mucho más.

– A lo mejor hablar con una mujer…

– Se te dan muy bien los niños -le interrumpió con un dejo de sorpresa en la voz-. En cualquier caso, ahora mismo tienes más paciencia que yo.

Will se encogió de hombros. Había echado una mano con algunos de los niños más pequeños cuando estaba en el orfanato, principalmente para evitar que los recién llegados se pasaran toda la noche llorando y no dejaran dormir a los demás.

– ¿Le pediste a Leo el teléfono del trabajo de Pauline McGhee? -Faith asintió-. Tenemos que llamar y preguntar por un tal Morgan. Felix dice que el secuestrador iba vestido como él, y puede que le guste llevar un tipo de traje concreto. Nuestro hombre mide alrededor de uno setenta, tiene bigote y el cabello moreno.

– El bigote podría ser postizo.

Will no podía negarlo.

– Felix es muy listo para su edad, pero no estoy muy seguro de que sea capaz de distinguir entre un bigote real y uno postizo. Puede que Sara haya conseguido sacarle algo más.

– Vamos a dejarles solos un poco más -sugirió Faith-. Diría que crees que Pauline McGhee es otra de nuestras víctimas.

– ¿A ti qué te parece?

– He preguntado primero.

Will suspiró.

– Mis tripas me inclinan a pensarlo. Pauline está bien situada, tiene un buen trabajo, es morena y de ojos castaños. -Se encogió de hombros-. Tampoco es un argumento muy sólido.

– Es más de lo que teníamos al levantarnos hoy por la mañana -señaló Faith, aunque no sabía muy bien si compartía la corazonada de Will o se estaba agarrando a un clavo ardiendo.

– Vamos a llevar esto con cautela. No quiero causarle problemas a Leo por andar metiendo las narices en su caso para luego dejarle con el culo al aire si esto se queda en nada.

– De acuerdo.

– Llamaré al estudio donde trabaja Pauline McGhee y preguntaré lo de los trajes de Morgan. Igual puedo sacarles algo más de información sin poner a Leo en un compromiso. -Sacó su móvil y miró la pantalla-. Me he quedado sin batería.

– Toma -dijo Will ofreciéndole el suyo.

Faith lo cogió con ambas manos y mucho cuidado y marcó un número que tenía apuntado en su libreta. Will se preguntó si tendría una pinta tan ridícula como Faith sujetando las dos piezas del teléfono junto a su cara y se figuró que probablemente todavía más. Faith no era exactamente su tipo, pero era atractiva, y las mujeres así siempre salen airosas de cualquier circunstancia. Sara Linton, por ejemplo, podría salir garbosa de un asesinato.

– Perdón -dijo Faith al teléfono-, no le oigo muy bien.

Le lanzó a Will una mirada de reproche, como si él tuviera la culpa, antes de echar a andar hacia el otro extremo del pasillo que parecía tener mejor cobertura.

Will apoyó el hombro contra la jamba de la puerta. Cambiar de teléfono representaba para él un problema prácticamente imposible de resolver; era lo que solía solucionar Angie. Había intentado hablar con su compañía de teléfonos para que le enviaran uno nuevo, pero le habían dicho que tenía que pasar por una tienda y rellenar unos formularios. Aun suponiendo que se obrara el milagro, Will tendría que averiguar cómo funcionaba el nuevo, cómo establecer el tono de llamada para que no molestara a nadie, cómo programar los números que necesitaba para trabajar. Imaginaba que podía pedirle el favor a Faith, pero su orgullo seguía interponiéndose en su camino. Sabía que ella le ayudaría de mil amores, pero querría tener una conversación sobre el asunto.

Por primera vez en su vida adulta, Will se encontró anhelando que Angie volviera a su vida.

Notó una mano en el brazo y oyó «Disculpa». Era una chica morena muy delgada que quería entrar en la salita. Imaginó que debía de ser la señorita Nancy, de los servicios sociales, que venía a recoger a Felix. Era demasiado pronto para enviarle a una institución; seguramente encontrarían una familia de acogida que pudiera cuidarle durante un tiempo. Con un poco de suerte, la señorita Nancy llevaría en esto el tiempo suficiente como para tener en su agenda algunas buenas familias que le debieran algún favor. Era difícil colocar a los niños que estaban en esa especie de limbo; el propio Will había estado en él el tiempo justo para llegar a esa edad en la que la adopción era prácticamente imposible.

Faith ya estaba de vuelta. Traía el ceño fruncido cuando le devolvió el teléfono.

– Deberías cambiar este cacharro.

– ¿Por qué? -preguntó él guardando el móvil en el bolsillo-. Si funciona perfectamente.

Faith pasó por alto lo que evidentemente era una mentira.

– Morgan viste de Armani, exclusivamente, y parecía muy convencido de ser el único hombre de Atlanta con estilo suficiente para lucir un Armani.

– O sea, que estamos hablando de un traje de entre dos mil quinientos y cinco mil dólares.

– Yo diría más bien lo segundo, a juzgar por su tono altanero. También me ha dicho que Pauline McGhee no se habla con su familia desde hace por lo menos veinte años. Dice que se fue de casa con diecisiete y no volvió a mirar atrás. Nunca le ha oído mencionar a su hermano.

– ¿Qué edad tiene ahora Pauline?

– Treinta y siete.

– ¿Sabe Morgan cómo podemos ponernos en contacto con su familia?

– Ni siquiera sabe de qué estado procede. Al parecer ella no hablaba mucho de su pasado. Le he dejado un mensaje a Leo en el buzón de voz; creo que podrá localizar al hermano antes de que acabe el día. Probablemente ya estará procesando las huellas encontradas en el coche.

– ¿Podría ser que estuviera viviendo bajo un nombre falso? Uno no se marcha de casa con diecisiete años solo porque sí. Y es obvio que Pauline tiene una buena situación financiera: a lo mejor tuvo que cambiarse de nombre para que eso sucediera.

– Obviamente, Jackie sí mantenía el contacto con su familia y no ha cambiado de nombre; también se apellida Zabel. -Faith se echó a reír y comentó-: Todos los nombres de esa familia riman: Gwendolyn, Jackelyn, Joelyn. Es un poco raro, ¿no?

Will se encogió de hombros. Nunca había podido reconocer las palabras que riman, un problema que seguramente estaba relacionado con sus dificultades para la lectura. Afortunadamente, tampoco era una habilidad que necesitara a menudo.

– No sé por qué misteriosa razón, cuando tienes un niño te decantas por los nombres más absurdos. Estuve a punto de ponerle Jeremy Fernando Romántico a mi hijo por uno de los cantantes de Menudo. Gracias a Dios, mi madre impuso su criterio.

La puerta se abrió y Sara Linton se reunió con ellos en el pasillo; traía la cara de alguien que siente que acaba de abandonar a un niño en manos de los servicios sociales. Will no era el más indicado para poner en tela de juicio el sistema, pero la realidad era que daba igual lo amables que fueran los trabajadores sociales o lo mucho que se esforzaran: eran pocos y no disponían de los medios necesarios. Si a esto le añadimos que los padres de acogida eran o bien gente muy humilde o bien gente que solo quería el dinero -generalmente sádicos que odiaban a los niños-, resultaba fácil entender hasta qué punto podía llegar a desgarrarte el alma todo aquello. Por desgracia, era el alma de Felix McGhee la que se iba a llevar la peor parte.

– Ha estado muy bien ahí dentro -le dijo a Will.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír como un crío al que acabaran de darle unas palmaditas en la cabeza.

– ¿Le ha contado Felix algo más? -preguntó Faith.

La doctora negó con la cabeza.

– ¿Qué tal se encuentra?

– Mucho mejor -respondió Faith un poco a la defensiva.

– Ya me han contado que anoche encontraron una segunda víctima.

– Will fue quien la encontró. -Faith hizo una pausa, como si se arrepintiera de lo que acababa de decir-. No es algo que deba divulgarse, pero la mujer se rompió el cuello al caer de un árbol.

Sara frunció el ceño.

– ¿Y qué hacía en un árbol?

Will tomó el relevo del relato.

– Estaba esperando a que la encontráramos. Por lo visto, tardamos demasiado.

– No se puede saber cuánto tiempo llevaba en el árbol -le dijo Sara-. La hora de la muerte no es una ciencia exacta.

– Su sangre aún estaba caliente -replicó Will, sintiendo que la oscuridad volvía a apoderarse de él al pensar en las gotas cayéndole en la nuca.

– Hay otras razones que podrían explicar eso. Si estaba en un árbol, probablemente las hojas actuaron como aislante térmico. O puede que el secuestrador la tuviera medicada. Existen diversos fármacos que pueden elevar la temperatura corporal y mantenerla incluso después de que la muerte haya tenido lugar.

– Todavía no se había coagulado -contraatacó Will.

– Algo tan simple como un par de aspirinas puede impedir eso.

– Jackie tenía un frasco grande de aspirinas junto a su cama prácticamente vacío -recordó Faith.

Will seguía sin estar muy convencido, pero Sara ya estaba en otro asunto.

– ¿Sigue siendo Pete Hanson el forense de esta región? -preguntó a Faith.

– ¿Le conoce?

– Es un buen forense. Hice un par de cursos con él la primera vez que me eligieron para el puesto.

Will había olvidado que en las ciudades de provincias el puesto de médico forense se designaba por votación. No podía imaginarse el rostro de Sara en un cartel.

– De hecho, pensábamos irnos hacia allá para asistir a la autopsia de la segunda víctima.

Sara parecía algo indecisa.

– Hoy tengo el día libre.

– Pues espero que lo disfrute.

Lo dijo como si se estuviera despidiendo, pero no hizo ademán de marcharse. Will se percató de que ya no había tanto trasiego de gente en el pasillo y distinguió el sonido de unos tacones a sus espaldas. Amanda Wagner venía hacia él caminando con paso enérgico. Parecía bien descansada, pese a que se había quedado en el bosque hasta las tantas, igual que Will. Llevaba el estricto peinado de siempre en forma de casco y un traje pantalón de color morado oscuro. Como de costumbre, tenía que ocuparse personalmente de todo.

– La huella ensangrentada en el carné de conducir de Jacquelyn Zabel pertenece a nuestra primera víctima. ¿Seguimos llamándola Anna? -No les dio tiempo para contestar-. ¿El secuestro en el supermercado tiene alguna relación con nuestro caso?

– Podría ser -respondió Will-. La madre fue secuestrada a eso de las cinco y media de la mañana. Al niño, Felix, lo encontraron dormido en el coche. Nos ha dado una descripción muy vaga del secuestrador; el chico solo tiene seis años. La policía de Atlanta está colaborando, pero, que yo sepa, no nos han pedido ayuda.

– ¿Quién está al mando de la investigación?

– Leo Donnelly.

– Inútil -gruñó Amanda-. De momento le dejaremos seguir con su caso, pero quiero que lo atéis bien corto. Dejad que la policía de Atlanta se ocupe del trabajo a pie de calle y de los gastos forenses, pero si empieza a cagarla, sacáoslo de encima.

– Eso no le va a gustar un pelo -dijo Faith.

– ¿Tengo cara de que me importe? Parece que nuestros amigos del condado de Rockdale se están arrepintiendo de habernos pasado el caso. He convocado una rueda de prensa para dentro de cinco minutos y quiero que Faith y tú estéis conmigo y pongáis cara de que lo tenemos todo bajo control mientras yo le explico a la gente que sus riñones están a salvo de los perversos traficantes de órganos. -Le tendió la mano a Sara-. Doctora Linton, supongo que no le extrañará si digo que esta vez nos encontramos en mejores circunstancias.

– En lo que a mí respecta, desde luego -dijo Sara, estrechándole la mano.

– Fue una ceremonia muy emotiva. Un homenaje digno de un gran policía.

– Oh… -exclamó Sara, algo confusa y con la voz entrecortada. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se aclaró la voz y trató de recuperar la compostura-. No la vi… Ese día estaba muy aturdida.

Amanda se quedó estudiándola con atención y, con voz sorprendentemente amable le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?

– Tres años y medio.

– Me enteré de lo que pasó en la cárcel de Coastal. -No había soltado la mano de Sara, y Will se percató de que la estrechaba con cariño-. Cuidamos de los nuestros.

Sara se enjugó las lágrimas y miró de reojo a Faith, como si se sintiera un poco estúpida.

– Estaba a punto de ofrecerles mi ayuda a sus agentes.

Will vio que Faith abría la boca, pero volvió a cerrarla de inmediato.

– Adelante -dijo Amanda.

– Atendí a la primera víctima, Anna. No tuve ocasión de hacerle un examen completo, pero he pasado algún tiempo con ella. Pete Hanson es uno de los mejores forenses que conozco, pero si quiere que asista a la autopsia de la segunda víctima, podría aportar mi experiencia con Anna y señalar las similitudes y las diferencias entre una y otra.

Amanda no perdió el tiempo considerando su decisión.

– Le tomo la palabra. Faith, Will, venid conmigo. Doctora Linton, mis agentes se reunirán con usted en el edificio este de la alcaldía dentro de una hora. -Al ver que ninguno se movía, dio unas palmadas-. Vamos.

Amanda estaba ya por la mitad del pasillo cuando Will y Faith se decidieron a ir tras ella.

Will iba detrás, dando pasos cortos para no adelantarla. La mujer caminaba deprisa para ser tan menuda pero, dada su altura, Will se sentía siempre como el Gigante Verde mientras intentaba mantener una distancia respetuosa. Mirando la nuca de Amanda se preguntó si el asesino trabajaría con una mujer como ella. No se le escapaba el hecho de que, en ciertos hombres, una mujer como esa podía despertar un odio atroz en lugar de la mezcla de exasperación y ganas de complacer que le inspiraba a él.

Faith le tiró del brazo.

– ¿Te lo puedes creer?

– ¿El qué?

– El modo en que se ha colado Sara en nuestra autopsia.

– Yo creo que es buena idea que vea a las dos víctimas.

– Tú has visto a las dos víctimas.

– Pero yo no soy forense.

– Ni ella tampoco -le espetó Faith-. Ni siquiera es propiamente una médica. Es pediatra. ¿Y a qué coño se refería Amanda cuando mencionó la cárcel de Coastal?

Will también sentía curiosidad por saber lo que había sucedido allí, pero lo que más le intrigaba era lo mucho que parecía cabrearle a Faith todo ese asunto. Amanda les habló por encima del hombro.

– Aceptaréis cualquier tipo de ayuda que Sara Linton os ofrezca. -Obviamente, había oído su conversación-. Su marido era uno de los mejores policías del estado, y yo confío plenamente en la pericia de Sara como médica forense.

Faith no se molestó en disimular su curiosidad.

– ¿Qué le pasó?

– Murió en acto de servicio. ¿Qué tal te encuentras después de la caída de ayer, Faith?

– Perfectamente -respondió la agente en un tono sorprendentemente jovial.

– ¿La doctora te ha dado el alta?

– Al cien por cien -respondió en tono aún más jovial.

– Ya hablaremos de eso con más tranquilidad. -Al llegar al vestíbulo, Amanda les indicó con un gesto a los guardias de seguridad que se marcharan y le dijo a Faith-: Después de la rueda de prensa tengo una reunión con el alcalde, pero te espero en mi despacho al final del día.

– Sí, señora.

Will no sabía si se estaba volviendo idiota por momentos o si eran las mujeres de su vida las que se volvían cada vez más obtusas. Sin embargo, no era el momento más oportuno para ponerse a dilucidarlo. Adelantó a Amanda para abrirle la puerta de cristal. Habían colocado una tarima con una alfombra detrás para que hablara. Como de costumbre, Will se colocó a un lado, sabiendo que las cámaras no filmarían más que su pecho y, como mucho, el nudo de su corbata cuando cerraran plano sobre Amanda. Naturalmente Faith sabía que no tendría tanta suerte, y se colocó detrás de su jefa con el ceño fruncido.

Destellaron los flashes de las cámaras. Amanda se acercó a los micrófonos. Empezaron a lloverle las preguntas, pero esperó a que guardaran silencio antes de sacar un papel doblado del bolsillo de su chaqueta y colocarlo sobre el atril.

– Soy la doctora Amanda Wagner, subdirectora de la oficina regional del DIG. -Hizo una pausa para darle mayor solemnidad al discurso-. Algunos de ustedes habrán oído ya los falaces rumores que corren sobre el llamado «asesino del riñón». Comparezco ante ustedes para desmentir categóricamente dichos rumores. No existe tal asesino. A la víctima no le fue extirpado ninguno de sus riñones; no se le practicó ninguna intervención quirúrgica. El departamento de policía de Rockdale afirma que no ha tenido nada que ver con la filtración y, por nuestra parte, debemos confiar en la honestidad de nuestros colegas.

Will no necesitaba mirar a Faith para saber que estaba reprimiendo una sonrisa. El detective Max Galloway había logrado sacarla de sus casillas y Amanda acababa de abofetear al departamento de policía de Rockdale en pleno delante de las cámaras.

Uno de los reporteros le preguntó:

– ¿Qué puede decirnos de la mujer que ingresó anoche en el hospital Grady?

Al parecer, Amanda sabía del caso mucho más de lo que Will y Faith le habían contado, aunque aquello no era ninguna novedad.

– Les facilitaremos un retrato de la víctima a la una de la tarde.

– ¿Por qué no unas fotografías?

– La víctima tiene marcas de golpes en la cara. Queremos ofrecerles un retrato lo más fiel posible para facilitar su identificación.

Una mujer de la CNN preguntó:

– ¿Cuál es el pronóstico?

– Reservado.

Señaló a uno de los periodistas que habían levantado la mano, Sam, el tipo que había llamado la atención de Faith cuando llegaron al hospital. Por lo que podía ver Will era el único que tomaba notas a mano en lugar de utilizar una grabadora digital.

– ¿Tiene algún comentario sobre las declaraciones de la hermana de Jacquelyn Zabel, Joelyn Zabel?

Will notó que su mandíbula se tensaba, pero se obligó a seguir mirando al frente con el rostro impasible. Imaginó que Faith estaba haciendo lo mismo, porque los periodistas seguían concentrados en Amanda sin preocuparse de los dos perplejos agentes que tenía detrás.

– Lógicamente la familia está consternada -respondió Amanda-. Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano por resolver este caso.

Sam insistió.

– Sin duda debe de estar molesta por la dureza de sus acusaciones contra el DIG.

Will dedujo por la expresión de Sam que Faith debía de estar sonriendo. Estaban jugando, porque obviamente el periodista sabía perfectamente que Amanda no sabía de qué le estaba hablando.

– Tendrá que preguntarle a la señora Zabel sobre sus declaraciones. Yo no tengo más que comentar sobre ese asunto.

Respondió a un par de preguntas más y luego dio por concluida la rueda de prensa con la petición habitual de que cualquiera que tuviera alguna información relativa al caso se pusiera en contacto con las autoridades.

Los periodistas comenzaron a dispersarse para informar a su público de los avances, aunque Will estaba convencido de que ninguno iba a asumir su responsabilidad por no haber contrastado la información antes de divulgar los falaces rumores sobre el supuesto asesino del riñón.

Amanda refunfuñó algo dirigiéndose a Faith en voz tan baja que Will apenas pudo entenderlo.

– Ve.

Faith no necesitaba una explicación, ni tampoco apoyo, pero de todos modos se agarró del brazo de Will mientras se dirigían hacia la multitud de periodistas. Pasó al lado de Sam y debió de decirle algo, porque el periodista los siguió hasta un estrecho callejón que había entre el hospital y el garaje.

– He pillado al dragón con la guardia baja, ¿eh?

Faith señaló a Will.

– Agente Trent, este es Sam Lawson, de profesión capullo. Sam sonrió.

– Encantado de conocerle.

Will no respondió, pero al periodista no pareció importarle. Estaba más interesado en Faith, y la miraba con tal descaro que Will sintió el primario impulso de romperle la mandíbula de un puñetazo.

– Caramba, Faith, estás muy sexy -dijo Sam.

– Has cabreado a Amanda.

– ¿No es su estado habitual?

– No te conviene tenerla como enemiga, Sam. Acuérdate de lo que pasó la última vez.

– Lo bueno de beber tanto es que después no recuerdo nada -dijo sonriendo y mirándola de arriba abajo-. Estás muy guapa, nena. Quiero decir… estás fantástica.

Faith meneó la cabeza, aunque Will se percató de que se sentía halagada. Nunca le había visto mirar a un hombre como miraba a Sam Lawson. Definitivamente tenían algo pendiente. No se había sentido tan de sobra en su vida. Por suerte, la agente recordó que estaba allí por algo.

– ¿Han sido los de Rockdale los que te han hablado de la hermana de Zabel?

– Las fuentes de un periodista son confidenciales -respondió Sam, lo que no hizo sino confirmar sus sospechas.

– ¿Qué declaraciones ha hecho Joelyn?

– Resumiendo, dice que os pasasteis tres horas discutiendo como gilipollas quién se haría cargo del caso mientras su hermana se moría en lo alto de un árbol.

Los labios de Faith eran una línea blanca y delgada, y Will se puso literalmente enfermo. Sam debía de haber hablado con la hermana justo después de Faith, lo que explicaría por qué el periodista estaba tan seguro de que Amanda no sabía nada del asunto. Finalmente la agente preguntó:

– ¿Fuiste tú quien le dio a Zabel esa información?

– Como si no me conocieras.

– Fueron los de Rockdale, y luego tú recogiste sus declaraciones.

Sam se encogió de hombros, confirmando de nuevo sus sospechas.

– Soy periodista, Faith. Solo hago mi trabajo.

– Pues qué trabajo más triste: acosar a familiares consternados por su pérdida, dejar en evidencia a la policía, publicar una información sabiendo que es falsa.

– Ahora entenderás porque me convertí en un alcohólico. Faith puso los brazos en jarras y exhaló un largo suspiro de frustración.

– Eso no fue lo que pasó con Jackie Zabel.

– Ya lo imaginaba -Sam sacó el bolígrafo y la libreta-, así que dame algo que pueda publicar.

– Sabes que no puedo…

– Háblame de esa cueva. He oído que tenía una batería de barco ahí abajo y la usaba para quemarlas.

Lo de la batería del barco era lo que en su argot denominaban «conocimiento culpable», la clase de información que solo el asesino podía conocer. Muy pocas personas habían visto las pruebas que Charlie Reed había recogido en la cueva y todos ellos llevaban placa. Al menos de momento. Faith dijo en voz alta lo que Will estaba pensando.

– Eso es información confidencial, solo Galloway o Fierro han podido proporcionártela. Ellos nos dejan con el culo al aire y tú consigues una historia para la primera página. Todo el mundo sale ganando, ¿no?

La amplia sonrisa de Sam confirmó sus especulaciones. No obstante, mantuvo la farsa.

– ¿Y por qué iba yo a hablar con la policía de Rockdale si tú eres mi contacto en este caso?

En las últimas semanas Will había visto a Faith perder la calma en cuestión de décimas de segundo; resultaba agradable no ser el blanco de sus iras, para variar.

– Yo no soy tu contacto ni nada que se le parezca, gilipollas, y tus fuentes no te han contado más que mentiras.

– Pues ilumíname, preciosa.

Por un momento parecía que Faith iba a hacer exactamente eso, pero recobró el buen juicio en el último minuto.

– El DIG no tiene ningún comentario que hacer sobre las declaraciones de Joelyn Zabel.

– ¿Puedo citar tus palabras?

– Cita esto, nene.

Faith siguió a su compañero hasta el coche, no sin antes dedicarle una sonrisa al periodista. Will estaba convencido de que el gesto de Faith no era algo que se pudiera publicar en un periódico.

Capítulo nueve

Sara se había pasado los últimos tres años y medio perfeccionando su habilidad para la negación, así que no era sorprendente que hubiera tardado una hora de reloj en darse cuenta de que había cometido un terrible error al ofrecer sus servicios a Amanda Wagner. En esa hora le había dado tiempo a pasar por casa para ducharse y cambiarse de ropa y a conducir hasta el sótano del edificio este del ayuntamiento, donde cayó en la cuenta de su error. Su mano estaba ya sobre el pomo de una puerta con un letrero que rezaba MÉDICO FORENSE DIG pero se detuvo, incapaz de abrirla. Otra ciudad. Otra morgue. Otro modo de echar de menos a Jeffrey.

Pero ¿acaso estaba mal decir que le gustaba trabajar con su marido? ¿Que al mirarle por encima del cadáver de la víctima de un tiroteo o de un conductor borracho sentía que su vida estaba completa? Eran pensamientos macabros y tontos que Sara creía haber superado cuando se mudó a Atlanta, pero ahí estaba de nuevo, con la mano en el pomo de una puerta que separaba la vida y la muerte, incapaz de abrirla.

Apoyó la espalda contra la pared y fijó la vista en las letras pintadas sobre el cristal opaco. ¿No era aquí adonde habían traído a Jeffrey? ¿No era Pete Hanson el hombre que había diseccionado el hermoso cadáver de su marido? Sara tenía su informe en alguna parte. En aquel momento le había parecido de vital importancia conservar toda la información relativa a su muerte: los exámenes de toxicología, el peso y las medidas de cada uno de sus órganos, los análisis de las muestras de tejido y de huesos. Había visto morir a Jeffrey en Grant County, pero en ese lugar, en ese sótano situado bajo el ayuntamiento, todo lo que había hecho de él un ser humano había quedado reducido a un montón de análisis y de informes.

¿Qué era exactamente lo que había convencido a Sara para que volviera a aquel lugar? Pensó en la gente con la que había tenido contacto en las últimas horas: Felix McGhee, con esa mirada perdida en su pálido rostro, buscando a su madre por los pasillos del hospital con el labio inferior temblando, insistiendo una y otra vez en que ella nunca le dejaría solo; Will Trent ofreciendo su pañuelo al niño. Sara creía que su padre y Jeffrey eran los únicos hombres sobre la faz de la tierra que aún usaban pañuelo. Y luego Amanda Wagner, hablándole del funeral.

Estuvo tan sedada el día que enterraron a Jeffrey que apenas pudo tenerse en pie. Su primo le pasó el brazo por la cintura y, literalmente, la sostuvo para que pudiera andar hasta la tumba. Ella se quedó con el brazo extendido por encima de su ataúd, negándose a abrir la mano para soltar la tierra. Al final se rindió y apretó el puño contra su pecho, queriendo embadurnarse la cara con la tierra, inhalarla, meterse en la fosa con Jeffrey y abrazarle hasta que sus pulmones dejaran de respirar.

Sara se llevó la mano al bolsillo trasero de sus vaqueros para asegurarse de que la carta seguía allí. La había doblado tantas veces que el sobre empezaba a romperse, dejando entrever el papel de color amarillo que había en su interior. ¿Qué haría si, de repente, se abría? ¿Qué haría si una mañana echaba un vistazo y veía los limpios trazos, las pesarosas explicaciones o las descaradas excusas de la mujer cuyas acciones habían conducido a la muerte de Jeffrey?

– ¡Sara Linton! -vociferó Pete Hanson al llegar al último escalón. Llevaba una camiseta hawaiana de colores chillones, un estilo por el que se decantaba a menudo, si la memoria de Sara no le fallaba. En la expresión de su cara había una mezcla de alegría y de curiosidad-. ¿A qué se debe este inconmensurable placer?

Sara le contó la verdad.

– Me las he arreglado para colarme en uno de tus casos.

– Ah, la estudiante viene a relevar al profesor.

– No creo yo que estés pensando en retirarte.

Pete le guiñó un ojo con picardía.

– Ya sabes que tengo el corazón de un chaval de diecinueve años.

Sara reconoció la broma.

– ¿Sigues teniéndolo en un tarro sobre tu mesa de despacho?

Pete soltó una carcajada, como si fuera la primera vez que oía esa respuesta. Ella pensó que debía explicarle mejor el motivo de su presencia.

– Vi a una de las víctimas anoche, en el hospital.

– Sí, he oído hablar de ella. ¿Hay signos de tortura, agresión sexual?

– Sí.

– ¿Pronóstico?

– Están intentando controlar la infección.

No dio más detalles, pero no hacía ninguna falta. Pete había visto a lo largo de su carrera a muchos pacientes que no respondían al tratamiento con antibióticos.

– ¿Le aplicaste el procedimiento para víctimas de violación?

– No hubo tiempo suficiente antes de meterla en el quirófano, y después…

– Ya se había roto la cadena de pruebas -acabó Pete.

Conocía bien las bases jurídicas de su trabajo. El cuerpo de Anna había sido desinfectado con Betadine y expuesto a diferentes entornos. Cualquier abogado defensor podía encontrar a un perito que alegaría que las muestras tomadas después de varias intervenciones quirúrgicas estaban demasiado contaminadas para ser admitidas como prueba.

– Le saqué algunas astillas de debajo de las uñas, pero supongo que lo mejor que puedo ofrecer es un examen forense comparado de ambas víctimas.

– Un razonamiento más que dudoso, pero estoy tan contento de verte que ignoraré tu absurda lógica.

Sara sonrió; Pete siempre había sido muy directo, aunque sin renunciar a esa cortesía tan típicamente sureña: una de las cosas que hacían de él un gran profesor.

– Gracias.

– El placer de tu compañía es recompensa más que suficiente -replicó él abriéndole la puerta. Sara vaciló y Pete señaló hacia el exterior-. Los ojos tardan un poco en acostumbrarse.

Se armó de valor mientras lo seguía hasta la morgue. Lo primero que le impactó fue el olor. Siempre había creído que «empalagoso» era el adjetivo que mejor lo describía, y que este carecía de todo sentido hasta que uno olía algo verdaderamente empalagoso. El olor que predominaba sobre todos los demás no era el de los muertos, sino el de los productos que utilizaban para desinfectar. Antes de que el escalpelo entrara en acción, los cadáveres se catalogaban, pasaban por rayos X, les tomaban fotografías, les quitaban la ropa y los lavaban con desinfectante. Además estaba el producto con el que se fregaban los suelos, y el que usaban para limpiar las mesas de acero inoxidable, y el que se utilizaba para esterilizar el instrumental médico. Todos ellos componían un aroma penetrante y dulzón que resultaba difícil olvidar e impregnaba la piel y las fosas nasales de tal manera que no reparabas en él hasta que dejabas de olerlo durante una temporada.

Siguió a Pete hasta el fondo de la sala, sintiéndose atrapada por su estela. La morgue estaba tan lejos del ajetreo del Grady como el condado de Grant de la estación Grand Central. A diferencia del infinito rosario de casos que pasaban por un servicio de urgencias, una autopsia era como una pregunta contenida que casi siempre tenía respuesta. Sangre, fluidos, órganos, piel; cada uno por separado constituía una pieza del puzle. Un cadáver no puede mentir. Los muertos no siempre se llevan sus secretos a la tumba.

En Estados Unidos mueren dos millones y medio de personas al año. Las de Georgia ascienden a unas setenta mil, de las cuales menos de un millar son homicidios. Según las leyes del estado, cualquier muerte sucedida fuera de un hospital o de cualquier otro centro médico debe ser investigada. En las ciudades pequeñas, donde las muertes violentas no son frecuentes, o en las comunidades más desfavorecidas donde el director de la funeraria local suele actuar como forense, normalmente se deja que el estado se ocupe de ese tipo de casos, que en su mayor parte terminan en la morgue de Atlanta. Ello explicaba por qué la mitad de las mesas estaban ocupadas por cadáveres en distintas fases de disección.

– Snoopy -dijo Pete dirigiéndose a un hombre negro algo mayor que llevaba puestos unos guantes quirúrgicos-. Esta es la doctora Sara Linton. Va a ayudarme con el caso Zabel. ¿Dónde estábamos?

Sin detenerse a saludar a Sara, el hombre replicó:

– Tenemos los rayos X en la pantalla. Puedo sacarla ya, si quiere.

– Bien. -Pete fue hasta el ordenador y tecleó algo. Inmediatamente las imágenes de rayos aparecieron en la pantalla-. ¡Alta tecnología! -exclamó, y Sara no pudo por menos de sentirse impresionada.

En el condado de Grant la morgue estaba en los sótanos del hospital, casi como si se hubieran acordado de ella en el último momento. La máquina de rayos X estaba diseñada para los vivos, al contrario que la de Atlanta, mucho más potente, pues a los muertos no les preocupan los niveles de radiación. Las placas eran de una claridad prístina y podían verse en un monitor plano de veinticuatro pulgadas, en lugar de en un panel luminoso cuyo parpadeo constante podía provocar un ataque epiléptico. La única mesa de porcelana que Sara utilizaba en Grant no admitía comparación con las hileras de mesas de acero que tenía detrás ahora. En el vestíbulo situado al lado de la morgue la doctora vio a varios ayudantes e investigadores que iban de un lado a otro ocupados en diversas tareas. Reparó en que Pete y ella estaban solos; eran los dos únicos seres vivos en la sala de autopsias.

– Dejamos a un lado todos los demás casos cuando nos lo trajeron -explicó. Sara no entendió a qué se refería y Pete señaló una mesa vacía, la última de la fila-. Ahí fue donde lo examiné.

Sara se quedó mirando la mesa vacía, preguntándose por qué no podía rememorar aquella imagen, la horrible visión de la última vez que había visto a su marido. Todo cuanto veía era la mesa limpia, y la luz de la lámpara reflejada en la superficie mate de acero inoxidable. Allí fue donde Pete recopiló las pruebas que habían conducido hasta el asesino de Jeffrey, donde se resolvió el caso, donde quedó probado más allá de toda duda quién había sido el responsable del crimen.

Sara pensaba que al entrar en esa morgue se sentiría abrumada por los recuerdos, pero allí no había más que calma y una especie de determinación profesional. Lo que allí se hacía era bueno. Ayudaban a la gente, incluso después de muerta. Sobre todo después de muerta.

Lentamente se volvió hacia Pete. Seguía sin poder ver a Jeffrey, pero sentía su presencia, como si estuviera con ella en esa misma sala. ¿Por qué sería? ¿Cómo era posible que, después de tres años suplicándole sin éxito a su cerebro que le proporcionara alguna sensación que le permitiera recrear lo que era tener a Jeffrey a su lado, el simple hecho de estar en aquella morgue hubiera obrado el milagro?

Por lo general los policías detestaban tener que asistir a una autopsia, y Jeffrey no era ninguna excepción, pero para él era una forma de mostrar su respeto por la víctima. Era como prometerle que haría todo cuanto estuviese en su mano para llevar a su asesino ante la justicia. Esa era la razón por la que se había hecho policía; no solo para ayudar a los inocentes, sino también para castigar a los criminales que los amenazaban.

Con toda sinceridad, ese era el motivo por el que ella había aceptado el puesto de forense. Jeffrey ni siquiera había oído hablar del condado de Grant la primera vez que Sara entró en la morgue del sótano, examinó a la víctima y ayudó a resolver el caso. Muchos años antes ella había conocido la violencia de primera mano, pues había sido víctima de un terrible asalto. Cada incisión en forma de Y que hacía, cada muestra que recogía, cada vez que subía al estrado a dar testimonio de las cosas terribles que había podido documentar, sentía la intensa satisfacción que proporciona una justa venganza.

– ¿Sara?

De pronto se dio cuenta de que llevaba un rato muda. Tuvo que aclararse la voz antes de decirle a Pete:

– He ordenado que nos envíen las placas de la víctima que ingresó anoche en el Grady. Pudo decir algunas palabras antes de caer inconsciente. Creemos que se llama Anna.

Pete hizo clic sobre el fichero y las placas de Anna aparecieron en el monitor.

– ¿Está consciente?

– Llamé al hospital antes de venir. Sigue inconsciente.

– ¿Hay daño neurológico?

– Ha superado la intervención, que ya es más de lo que esperábamos. Sus reflejos son buenos, pero las pupilas siguen sin reaccionar. El cerebro está algo tumefacto. Hoy le van a hacer un escáner. Pero lo verdaderamente preocupante es la infección; le están haciendo unos cultivos, a ver si encuentran el tratamiento adecuado. Sanderson ha llamado al Centro de Control de Enfermedades.

– Oh, Dios. -Pete estudiaba las placas en el monitor-. ¿Cuánta fuerza crees que hace falta para arrancar una costilla?

– Estaba desnutrida y deshidratada. Supongo que eso le facilitó las cosas.

– Si la tenía atada no podría hacer gran cosa por defenderse. Me recuerda a la tercera señora Hanson. Vivian era culturista, ¿sabes? Tenía los bíceps tan grandes como mi pierna. Una mujer tremenda.

– Gracias, Pete. Gracias por ocuparte de él.

Él le guiñó el ojo de nuevo.

– El respeto hay que ganárselo respetando a los demás.

Sara reconoció la frase, pues Pete solía utilizarla en sus clases.

– Snoopy -dijo el doctor al ver entrar a su ayudante por la puerta de doble hoja empujando una mesa de autopsias.

La cabeza de Jacquelyn Zabel asomaba por encima de una sábana blanca, con el rostro amoratado después de haber estado colgada del árbol boca abajo. El tono era aún más oscuro alrededor de sus labios, como si alguien le hubiera restregado un puñado de arándanos por la boca. Sara reparó en que era una mujer atractiva, tan solo unas leves patas de gallo delataban su edad. Una vez más pensó en Anna, que también era muy guapa.

Pete parecía estar pensando lo mismo.

– ¿Por qué será que cuanto más guapa es la mujer, más horrendo es el crimen?

Sara se encogió de hombros. Era un fenómeno que ya había tenido ocasión de observar cuando trabajaba como forense en el condado de Grant: las mujeres bellas solían pagar un precio mucho más alto en lo que a homicidios se refiere.

– Llévala a mi sitio -le dijo Pete a su asistente.

Sara observó la ausencia total de expresividad con la que Snoopy llevaba a cabo su trabajo y el cuidado metódico con que giraba la mesa para colocarla en el hueco que había en mitad de la fila. En aquel lugar, Pete estaba en minoría; la mayor parte de los que trabajaban en la morgue eran afroamericanos o mujeres. Ocurría lo mismo en el Grady, lo que no dejaba de tener sentido, pues, según la experiencia de Sara, cuanto más horrible era el trabajo más probable era que acabaran encargándoselo a una mujer o a un miembro de una minoría. Sara captó la ironía que encerraba el hecho de que ella misma estuviera incluida en dicho grupo.

Snoopy bajó los frenos de la mesa con el pie y se puso a ordenar los diversos escalpelos, bisturíes y sierras que iba a necesitar Pete para la autopsia. Acababa de sacar unas tijeras de podar como las que se ven en la sección de jardinería de las grandes superficies cuando Will y Faith entraron en la sala.

El agente avanzó por la sala mirando desconcertado los cadáveres abiertos. Faith, por su parte, tenía peor aspecto que la primera vez que Sara la vio en el hospital. Sus labios estaban pálidos, y mantuvo la vista al frente al pasar junto a un hombre al que le habían quitado la cara para que el forense pudiera examinar mejor las contusiones.

– Doctora Linton -comenzó Will-, gracias por venir. Ya sé que hoy es su día libre.

Sara se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza, sorprendida por la formalidad de Will. Cada minuto que pasaba sonaba más como un banquero. A Sara seguía costándole asociar al hombre con su profesión. Pete le ofreció un par de guantes, pero ella los rechazó.

– Solo estoy aquí para observar.

– ¿No quieres ensuciarte un poco las manos? -le preguntó Pete, inflando un guante para poder abrirlo-. ¿Comemos juntos después? Hay un italiano nuevo muy bueno en Highland. Puedo bajarme un vale de Internet.

Sara iba a poner una excusa cuando Faith hizo un ruido que hizo que todos se volvieran a mirarla. Agitaba la mano frente a su cara, y Sara imaginó que el tono ceniciento que había adquirido de repente Faith Mitchell se debía únicamente a su presencia en aquella morgue. Pete ignoró su reacción.

– Encontramos gran cantidad de esperma y fluidos en la piel antes de lavar el cadáver. Lo empaquetaré junto con las pruebas de violación y las mandaré a analizar.

Will se rascó el brazo por debajo de la manga de su chaqueta.

– Dudo mucho que nuestro hombre esté fichado, pero veremos qué dice el ordenador.

De acuerdo con el procedimiento establecido, Pete puso en marcha la grabadora y, tras decir la hora y la fecha, comenzó a dictar:

– Estamos ante el cadáver de Jacquelyn Alexandra Zabel, mujer, treinta y ocho años, presenta signos de desnutrición. Fue hallado en la madrugada del sábado 8 de abril, en una zona boscosa próxima a la Nacional 316, en Conyers, localidad perteneciente al condado de Rockdale, Georgia. La víctima se encontraba colgada de un árbol, boca abajo, con el pie derecho atrapado entre las ramas. Tiene el cuello roto y señales que indican que fue cruelmente torturada antes de morir. Realizará la autopsia el doctor Pete Hanson. También están presentes los agentes especiales Will Trent y Faith Mitchell, y la inimitable doctora Sara Linton.

Will retiró la sábana y Faith tragó saliva. Sara se dio cuenta de que era la primera vez que la agente veía el trabajo del secuestrador. La cruda luz de la morgue reveló todas y cada una de sus iniquidades: los oscuros moratones, los verdugones, los rasguños en la piel, las marcas negras de las quemaduras eléctricas, que parecían polvo pero no se podían limpiar. Habían lavado el cuerpo previamente y le habían limpiado la sangre, de modo que las heridas destacaban de forma brutal sobre la extrema palidez de la piel. Había unos cortes poco profundos en forma de cruz por todo el cuerpo; con la profundidad justa para sangrar pero no causar la muerte. Sara imaginó que debían de haberlos hecho con una navaja de afeitar o con un cuchillo muy fino y afilado.

– Tengo que… -Faith no terminó la frase. Simplemente se dio la vuelta y se marchó. Will la observó mientras se alejaba y se encogió de hombros mirando a Pete, como si intentara disculparse.

– No es su parte favorita de este trabajo -comentó este-. Está demasiado delgada. La víctima, quiero decir.

Tenía razón. Los huesos de Jacquelyn Zabel sobresalían bajo la piel.

– ¿Cuánto tiempo la tuvieron retenida? -preguntó el forense a Will. Este encogió los hombros.

– Esperábamos que usted pudiera decírnoslo.

– Podría ser consecuencia de la deshidratación -masculló Pete, presionando el hombro de la mujer con los dedos. Preguntó a Sara-. ¿A ti qué te parece?

– La otra víctima, Anna, fue hallada en las mismas condiciones. Puede que les diese diuréticos y las tuviera sin comer y sin beber. Es un método de tortura relativamente corriente.

– Desde luego empleó todos los que se le ocurrieron -suspiró Pete, desconcertado-. La sangre debería darnos más datos.

Continuaron con el examen. Snoopy utilizó una regla para medir los cortes y tomó algunas fotografías. Mientras, Pete iba marcando en un dibujo el lugar donde estaba cada herida para incluirla en el informe de la autopsia. Finalmente dejó el bolígrafo y abrió los párpados al cadáver para comprobar el color de los ojos.

– Interesante -murmuró, y le hizo una seña a Sara para que se acercase a mirar.

En un ambiente seco, los órganos de un cadáver en descomposición tienden a encoger, de modo que la carne se contrae alrededor de las heridas. Al examinar los ojos, Sara descubrió varios agujeros en la esclerótica; unos diminutos puntos rojos que formaban un círculo perfecto.

– Agujas o alfileres -aventuró Pete-. Pinchó cada globo al menos una docena de veces.

Sara examinó los párpados de la mujer y vio que los agujeros los habían perforado limpiamente.

– Anna tenía las pupilas fijas y dilatadas -dijo cogiendo unos guantes de la bandeja y mirando las ensangrentadas orejas de la mujer mientras se los ponía. Snoopy había limpiado la sangre, pero parte de ella se había quedado pegada en los conductos auditivos-. ¿Tienes un…?

Snoopy le pasó un otoscopio. Sara lo colocó en el oído de Zabel y las lesiones que descubrió le recordaron a las que había visto en niños que habían sido víctimas de abusos.

– Tiene el tímpano perforado. -Le giró la cabeza para examinar el otro oído y oyó el chasquido de una vértebra cervical que acababa de romperse-. Y este también.

Le pasó el otoscopio a Pete para que examinara los oídos.

– ¿Lo hizo con un destornillador? -preguntó.

– Tijeras -sugirió Sara-. Mira la entrada del conducto, la piel está levantada.

– La trayectoria se inclina hacia arriba y se hace más profunda en la parte superior.

– Claro, porque las tijeras son más estrechas en la punta.

Pete asintió y continuó tomando notas.

– Sorda y ciega.

El siguiente paso era obvio, y Sara le abrió la boca para examinarla. La lengua estaba intacta. Presionó con los dedos la zona externa de la tráquea y, a continuación, utilizó el laringoscopio que le había pasado Snoopy para inspeccionar la garganta.

– El esófago está en carne viva. ¿Hueles eso?

Pete se inclinó.

– ¿Lejía? ¿Ácido?

– Desatascador.

– Había olvidado que tu padre es fontanero. -Señaló la mancha oscura que rodeaba los labios de la mujer-. ¿Ves esto?

En un cadáver la sangre tiende a acumularse en el punto más bajo, dejando una mancha que se denomina lividez. El rostro de Zabel, que había estado colgada boca abajo, estaba muy amoratado. Resultaba difícil distinguir la mancha alrededor de los labios, pero una vez que Pete la señaló, Sara pudo reconocer el punto por el que habían vertido el líquido en la boca. Después, como la víctima estaba amordazada, el líquido se había desbordado por las comisuras.

Pete palpó el cuello.

– Las lesiones son muy graves. Está claro que el asesino le obligó a beber algún astringente. Veremos si llegó al estómago cuando la abramos.

Sara se sorprendió al oír la voz de Will; había olvidado que estaba allí.

– Yo creo que se rompió el cuello al caer, que resbaló.

Sara recordó la conversación que habían tenido unos minutos antes, y lo seguro que estaba de que Jacquelyn Zabel había estado colgada del árbol todo el tiempo mientras él la buscaba. Había dicho que la sangre de la mujer aún estaba tibia.

– ¿Fue usted quien la bajó? -le preguntó.

Will negó con la cabeza.

– Tenían que hacerle las fotos primero.

– ¿Miró a ver si tenía pulso en las arterias carótidas? -le preguntó Sara.

Will asintió.

– La sangre goteaba por sus dedos. Y estaba caliente.

Sara examinó las manos de la mujer y vio que tenía las uñas rotas, y que algunas habían sido arrancadas de raíz. Por rutina habían sacado fotos del cadáver antes de que Snoopy lo lavara. Pete sabía lo que Sara estaba pensando.

– Snoopy, ¿podrías ponernos las fotos que sacamos antes de lavarla? -preguntó señalando el monitor.

El hombre hizo lo que se le pedía con Pete y Sara mirando por encima de su hombro. Todo estaba en la base de datos, desde las primeras fotos tomadas en la escena del crimen hasta las últimas que le habían hecho en la morgue. Snoopy tuvo que abrirlas una por una, y Sara pudo ver la escena original en una rápida sucesión de imágenes; en todas ellas se veía a Jacquelyn Zabel colgada del árbol, con el cuello torcido de forma poco natural. Tenía el pie atrapado de tal manera entre las ramas que probablemente tuvieron que cortárselo para bajarla.

Snoopy llegó por fin a las fotos de la autopsia. El rostro, las piernas, todo el cuerpo estaba completamente cubierto por una costra de sangre.

– Ahí -dijo Sara señalando el pecho. Los dos se volvieron hacia el cadáver y Sara se frenó en seco-. Lo siento. Este caso es de Pete.

El ego de Pete continuaba intacto. Levantó el pecho de la mujer y descubrió otro corte en forma de cruz. Pero este era más profundo en el centro de la X. Pete acercó un poco más la lámpara y examinó la herida con mayor detenimiento, levantando la piel con los dedos. Snoopy le pasó una lupa y el forense se acercó aún más.

– ¿Encontró alguna navaja en la escena del crimen? -preguntó a Will.

– Las únicas huellas que había eran de la víctima; la del cuchillo no era más que una huella latente.

Pete le pasó a Sara la lupa para que pudiera examinar el corte.

– ¿De la mano izquierda o de la derecha? -preguntó Pete a Will.

– Pues… -Will vaciló y miró hacia la puerta buscando a Faith-. No lo recuerdo.

– ¿La huella era de un pulgar? ¿De un índice?

Snoopy había ido al ordenador a buscar la información, pero finalmente Will dijo:

– Huella parcial de un pulgar en el extremo del mango.

– ¿Hoja de siete centímetros?

– Más o menos.

Pete asintió mientras lo apuntaba en el diagrama, pero Sara no iba a dejar al agente esperando mientras terminaba.

– Se apuñaló ella misma -le dijo mientras sujetaba la lupa sobre la herida y le indicaba que se acercara a echar un vistazo-. ¿Ve que la herida tiene forma de V en la parte inferior y plana en la superior? -Will asintió-. La hoja entró de arriba a abajo y siguió una trayectoria ascendente. -Se lo demostró haciendo como que se apuñalaba en el pecho-. Tenía el pulgar apoyado en el extremo del cuchillo para poder empujarlo hacia adentro. Seguramente se le cayó de la mano. Mire su tobillo. -Señaló unas leves marcas situadas en la base del peroné-. El corazón había dejado de latir cuando el pie se le quedó enganchado. Tenía los huesos rotos, pero no había tumefacción ni indicio alguno de traumatismo. Si la sangre hubiera estado en circulación, esta zona estaría muy amoratada.

Will meneó la cabeza.

– Ella no…

– Los hechos lo corroboran -le interrumpió Sara-. La herida fue autoinfligida. Seguramente fue todo muy rápido, no sufrió mucho tiempo. Al menos no mucho más de lo que ya había sufrido.

Will se quedó mirándola fijamente a los ojos, y Sara tuvo que obligarse a no desviar la mirada. Puede que aquel hombre no tuviera pinta de policía, pero no le cabía la menor duda de que pensaba como tal. Cuando un caso abierto llegaba a un callejón sin salida, cualquier policía que fuera digno de su placa pensaba automáticamente que la culpa era suya, por haber tomado una decisión inoportuna o haber pasado por alto alguna prueba evidente. Sin duda, eso era lo que Will Trent estaba haciendo en ese momento: buscar el modo de culparse a sí mismo por la muerte de Jacquelyn Zabel.

– Es ahora cuando puede usted ayudarla. Pero ayer, en el bosque, no podía hacer nada por ella -le dijo Sara.

Pete soltó el bolígrafo.

– La doctora tiene razón -dijo, presionando el pecho del cadáver con las manos-. Parece que hay mucha sangre aquí dentro, y la verdad es que calculó muy bien el mejor sitio para clavarse el cuchillo. Probablemente dio de lleno en el corazón. Yo coincido en que tanto la rotura del pie como la del cuello fueron posteriores a la muerte. -Se quitó un guante mientras se dirigía hacia el ordenador para ver las fotos de la escena del crimen-. Fíjese: la cabeza parece descansar sobre las ramas, un poco ladeada. No es eso lo que sucede cuando te rompes el cuello en una caída; en ese caso se habría quedado como encajada en las ramas. Cuando estás vivo, tus músculos están preparados para evitar ese tipo de lesiones. Estamos hablando de un traumatismo muy severo, no de una simple torcedura. Bien visto, jovencita.

Pete sonrió a Sara, que sintió que se sonrojaba como si aún fuera su mejor alumna.

– Pero ¿por qué iba a matarse? -preguntó Will, como si después de semejante tortura la mujer no tuviera motivo más que suficiente.

– Probablemente estaba ciega y casi con toda seguridad sorda. Lo que me sorprende es que fuera capaz de subirse al árbol. No podía oír las voces de la batida, no tenía ni idea de que la estaban buscando.

– Pero ella…

– Los infrarrojos de los helicópteros no la detectaron -le interrumpió Pete-. Si usted no hubiera estado allí, si no se le hubiera ocurrido mirar hacia arriba, jamás la habrían encontrado. Todo lo más, al llegar la temporada de caza algún trampero la habría hallado y habría llamado a la policía para denunciar un M.A.M.

«Muerto Ahí Mismo», quería decir Pete. Cada cuerpo de policía tiene su jerga, que a veces resulta bastante pintoresca. Los cazadores eran conocidos por dar numerosos partes de M.A.M.

Pete se volvió hacia Sara.

– ¿Te importa? -le preguntó, señalando con un gesto de la cabeza la bolsa con el material para las muestras de violación. Snoopy era un magnífico ayudante, pero Sara captó el mensaje: volvía a ser una mera observadora. Se quitó los guantes, abrió la bolsa y sacó las espátulas para frotis y las ampollas. Pete cogió el espéculo y separó las piernas de Zabel para poder introducirlo en la vagina.

Al igual que en algunas violaciones que terminaban en homicidio, las paredes vaginales permanecían contraídas después de la muerte, y el espéculo de plástico se rompió cuando Pete intentó abrirlo. Snoopy le pasó uno metálico y Pete lo intentó de nuevo. Tuvo que hacer tanta fuerza para abrirlo que las manos le temblaron. No era algo agradable de ver, y Sara se alegró de que Faith no estuviera presente para oír el escalofriante ruido del metal al separar la carne. Sara le pasó una espátula de frotis a Pete, que trató de insertarla en la vagina, pero no pudo.

Pete se inclinó para ver cuál era el obstáculo.

– Por Dios bendito -murmuró, mientras revolvía la bandeja del instrumental buscando unos pequeños fórceps-. Ponte los guantes, Sara. Tienes que ayudarme con esto.

Sara se puso los guantes y colocó sus manos alrededor del espéculo mientras Pete introducía los fórceps, que en realidad no eran más que unas pinzas largas. Por fin atrapó algo y tiró hacia afuera. Era un trozo de plástico alargado y blanco, que salía como un pañuelo de seda de la manga de un mago. Pete continuó y fue dejando los trozos de plástico ensangrentado en una palangana. Estaban unidos por una línea troquelada.

– Bolsas de basura -dijo Will.

Sara se quedó sin respiración.

– Anna -dijo-. Tenemos que examinar a Anna.

Capítulo diez

El despacho de Will en la tercera planta del edificio este de la alcaldía era poco más que un cuarto de servicio, con una ventana que daba a un par de vías de tren en desuso y al aparcamiento de un almacén de ultramarinos, punto de encuentro este último de cierta gente de aspecto sospechoso y con coches muy caros. El respaldo de su silla estaba tan pegado a la pared que cada vez que se movía arañaba el yeso. Aunque tampoco tenía que moverse mucho: podía ver todo el despacho sin ni siquiera mover la cabeza. Incluso resultaba difícil sentarse en la silla, porque tenía que pasar de perfil entre la ventana y el escritorio para poder llegar a ella; esta maniobra le hacía alegrarse de no ser una mujer embarazada.

Apoyó la barbilla en la mano mientras esperaba a que arrancara el ordenador, viendo parpadear la pantalla y los iconos que surgían en el escritorio. Lo primero que hizo fue abrir el correo y colocarse los auriculares para escucharlos con el SpeakText que había instalado unos años antes. Tras borrar un par de mensajes publicitarios con ofertas para mejorar su vida sexual y una petición de un depuesto presidente nigeriano encontró un mensaje de Amanda y un aviso de cambio en las condiciones del seguro médico del estado; lo reenvió a su cuenta personal para poder desentrañar tranquilamente los nuevos recortes de cobertura.

Pero el mensaje de Amanda no requería mucho estudio. Ella siempre escribía en mayúsculas y no se complicaba mucho con la gramática. «PONME AL DÍA», rezaba escuetamente también en negrita.

¿Qué podía contarle? ¿Que a su víctima le habían introducido en la vagina quince bolsas de basura? ¿Que a Anna, la que había logrado sobrevivir, le habían hecho lo mismo? ¿Que habían transcurrido doce horas y seguían sin tener ninguna pista sobre quién había podido secuestrarlas, y mucho menos aún sobre la relación que había entre ambas mujeres?

Ciegas, probablemente sordas y mudas. Will había estado en la cueva donde las habían tenido retenidas. No podía siquiera imaginar el infierno por el que habían tenido que pasar. Ver los instrumentos que había utilizado su torturador ya había sido bastante horrible, pero imaginaba que no poder verlos debía de ser mucho peor. Al menos ya no se culpaba por la muerte de Jackie Zabel, aunque saber que la mujer había elegido el fin estando tan cerca de ser rescatada no le reconfortaba precisamente.

Todavía podía oír el tono compasivo que había empleado Sara Linton al explicarle cómo se había quitado la vida Zabel. No era capaz de recordar cuándo fue la última vez que una mujer le habló así, tratando de lanzarle un salvavidas en lugar de gritarle para que nadara más deprisa, como hacía Faith o, aún peor, agárrandose de sus piernas, como solía hacer Angie.

Will se recostó en su silla, sabiendo que debía sacarse a Sara de la cabeza. Tenía entre manos un caso que requería toda su atención, de modo que se obligó a concentrarse en las mujeres por las que realmente podía hacer algo.

Anna y Jackie debían de haber huido de la cueva al mismo tiempo; Jackie sorda y ciega, y Anna probablemente ciega. Las dos mujeres no habrían podido comunicarse más que a través del tacto. ¿Habrían andado cogidas de la mano, tropezando, tratando de encontrar a tientas el camino para salir del bosque? En cualquier caso, en algún momento se separaron y terminaron perdiéndose. Anna debió de saber que estaba en la carretera al notar el frío del asfalto bajo sus pies desnudos, y quizás oyó el motor del coche que se acercaba. Jackie fue en dirección contraria y encontró un árbol por el que trepó para sentirse más segura. Y se quedó allí esperando. Notar el crujido de la madera, el movimiento de las ramas le debió de helar la sangre en las venas, pues esperaba que su secuestrador la encontrara en cualquier momento y la llevara de vuelta a aquel lugar oscuro y frío.

Debió de coger su carné de conducir, su identidad, con una mano, y el arma que usó para suicidarse en la otra. Su elección resultaba completamente incomprensible. ¿Bajarse del árbol para caminar sin rumbo en busca de ayuda, arriesgándose a ser capturada de nuevo, o hundir el cuchillo en su pecho? ¿Luchar por su vida o tomar el control y darle fin por su propia mano?

La autopsia daba testimonio de cuál había sido su decisión. La hoja había perforado su corazón, seccionando la arteria principal y haciendo que la sangre inundara su pecho. Según Sara, lo más probable era que Jackie hubiera muerto de forma instantánea, pues su corazón se paró antes incluso de caerse del árbol. Soltó el cuchillo y el carné de conducir. Habían encontrado aspirina en su estómago que había fluidificado su sangre, por ello había goteado durante un buen rato después de su muerte, y de ahí las gotas calientes en la nuca de Will. Al mirar hacia arriba y ver su mano extendida este creyó que le pedía ayuda para liberarse, pero en realidad ya lo había logrado ella por sus propios medios.

El policía abrió una carpeta grande que tenía sobre el escritorio y sacó las fotos de la cueva. Vio los instrumentos de tortura, la batería de barco, las latas de sopa sin abrir; Charlie lo había documentado todo perfectamente y había hecho una lista describiendo cada objeto. Fue pasando las fotos y encontró la imagen con el mejor encuadre de la cueva; su compañero se había agachado junto a la escalera, tal como había hecho Will la noche anterior. Las lámparas de xenón iluminaban hasta el último resquicio. Will encontró otra foto que mostraba los instrumentos de tortura alineados como si fueran hallazgos de un yacimiento arqueológico. A simple vista podía imaginar para qué servían la mayoría de ellos, pero algunos eran tan complicados, tan espantosos, que ni siquiera era capaz de concebir para qué servían exactamente.

Wil estaba tan absorto en sus pensamientos que tardó en darse cuenta de que su móvil estaba sonando. Lo abrió con mucho cuidado y contestó:

– Trent.

– Soy Lola, cielo.

– ¿Quién?

– Lola. Una de las chicas de Angie.

La prostituta de la otra noche. Will intentó imprimirle a su voz un tono indiferente, porque con quien estaba furioso era con su ex, no con la puta, que se limitaba a hacer lo que hacen los oportunistas: intentar aprovecharse de las circunstancias. Pero no iba a dejar que se aprovecharan de él, estaba harto de tener a esas chicas revoloteando a su alrededor.

– Mira, no voy a sacarte de la cárcel. Si eres una de las chicas de Angie, habla con ella.

– No puedo localizarla.

– Ya, pues yo tampoco, así que deja de llamarme. Ni siquiera tengo su número. ¿Lo pillas?

No le dio ocasión de responder, simplemente colgó y dejó el móvil sobre la mesa con mucho cuidado. La cinta aislante empezaba a despegarse y el cordel se había aflojado. Le había pedido a Angie que le ayudara con lo del móvil antes de irse, pero, como era habitual en ella, no se había preocupado en ningún momento del asunto.

Se miró la mano, la alianza que llevaba en el dedo. ¿Era un idiota o solamente patético? Ya no veía la diferencia entre una cosa y otra. Seguro que Sara Linton no era el tipo de mujer que aguanta toda esa mierda en una relación; y sin duda el marido de Sara tampoco era un flojo capaz de aguantar cosas así.

– Dios, cómo odio las autopsias -dijo Faith entrando en el despacho. El color aún no había vuelto a sus mejillas. Will sabía de sobra que era así, ella no lo disimulaba, pero era la primera vez que le oía admitirlo abiertamente-. Caroline, la secretaria de Amanda, me ha dejado un mensaje en el buzón de voz. No podemos hablar con Joelyn Zabel sin que su abogado esté presente.

– ¿De verdad piensa demandar al departamento?

– En cuanto encuentre un abogado en las Páginas Amarillas. ¿Estás listo para salir?

Will miró el reloj en la pantalla del ordenador. Habían quedado con los Coldfield en media hora y el refugio estaba a diez minutos de allí.

– Antes hablemos un poco de esto -sugirió.

Había una silla plegable apoyada contra la pared; Faith tuvo que cerrar la puerta para poder sentarse. Su despacho no era mucho más grande que el de Will, pero al menos podía estirar las piernas. El policía no sabía muy bien por qué, pero siempre acababan reuniéndose en su despacho; quizá porque el de Faith sí había sido antes un cuarto de servicio. No tenía ventana y aún flotaba en el ambiente un fuerte tufo a orina y a desinfectante. La primera vez que cerró la puerta, casi se desmaya por culpa de los efluvios.

Ella señaló el ordenador con un gesto de la cabeza.

– ¿Qué es lo que tienes?

Giró el monitor para que pudiera leer el mensaje de Amanda. Faith entornó los ojos y frunció el ceño: su compañero seguía teniendo el fondo del mensaje en rosa y la letra en azul marino porque, por alguna extraña razón, así le resultaba más fácil descifrar las palabras. Rezongando, cambió los colores y se acercó el teclado para responder. La primera vez que lo hizo Will se quejó amargamente, pero con el tiempo se había dado cuenta de que Faith era así con todo el mundo. Puede que tuviera que ver con el hecho de ser madre desde los quince años, o a lo mejor era simplemente un rasgo de su carácter, pero no se quedaba tranquila si no lo hacía todo ella.

Ahora que Jeremy estaba en la universidad y Víctor Martínez había salido de su vida, Will era el único al que podía mangonear. Él imaginaba que era como tener una hermana mayor, si bien Angie se comportaba igual y se acostaba con ella. Cuando coincidían, claro.

– A estas horas Amanda ya debe de tener los resultados de la autopsia de Jacquelyn Zabel -dijo Faith sin dejar de teclear-. ¿Qué tenemos? No hay huellas ni rastro que seguir. Mucho ADN en el esperma y en la sangre, pero todavía no hay ninguna coincidencia con las bases de datos. Tampoco hemos podido averiguar la identidad de Anna, ni tan siquiera su apellido. Un atacante que ciega a sus víctimas, les perfora el tímpano, las obliga a beber desatascador de tuberías… Las bolsas de basura… ¡Mierda! No sé ni por dónde empezar. Las tortura con dios sabe qué, a una de ellas le extirpa una costilla. -Utilizó la flecha de desplazamiento para insertar algo al principio del renglón-. Probablemente con Zabel iba a hacer lo mismo.

– La aspirina -dijo Will-. La dosis encontrada en el estómago de Jacquelyn Zabel era diez veces superior a la normal.

– Un detalle por su parte darles algo para mitigar el dolor. ¿Te lo imaginas? Atrapadas en esa cueva, sin poder oírle, sin ver lo que hacía, sin poder pedir auxilio. -Faith hizo clic en el botón de enviar y se recostó en la silla-. Doce bolsas de basura. ¿Cómo pudo pasarlo por alto Sara con la primera víctima?

– Seguro que tú no habrías dudado en hacerle un examen pélvico a una paciente con casi todos los huesos de su cuerpo rotos y un pie en la tumba.

– No seas quisquilloso. No sé qué pinta en este caso.

– ¿Quién?

Faith puso los ojos en blanco y cogió el ratón para abrir el navegador.

– ¿Qué haces?

– Voy a investigarla. Su marido murió en acto de servicio, seguro que salió en los periódicos.

– Eso no es justo.

– ¿Qué quieres decir con que no es justo?

– Faith, son asuntos personales. No te metas…

Pulsó la tecla de Intro. Will no sabía qué hacer, así que se agachó y desenchufó el ordenador. Ella movió el ratón y le dio a la tecla de espacio. El edificio era antiguo, la luz se iba cada dos por tres, así que levantó la vista y se percató de que las luces seguían encendidas.

– ¿Has apagado el ordenador?

– Si Sara Linton quisiera que conocieras los detalles de su vida personal te los contaría ella misma.

– ¿El palo que llevas metido por el culo te ayuda a mejorar la postura? -Faith se cruzó de brazos y le lanzó una mirada asesina-. ¿No te parece raro el modo en que se ha colado en nuestro caso? Ya no es forense, es una médica civil. Si no fuera tan guapa tú también lo encontrarías raro…

– ¿Y qué tiene que ver su belleza con todo esto?

Faith tuvo la cortesía de dejar sus palabras flotando sobre ellos como un neón con la palabra «idiota». Y las luces siguieron brillando durante un minuto antes de continuar.

– Por si lo has olvidado, te recuerdo que tengo un ordenador en mi despacho. Si quiero investigarla me resultará muy fácil.

– Pues encuentres lo que encuentres, no quiero saberlo.

Faith se frotó la cara con las manos. Se quedó mirando el cielo gris que se veía desde la ventana durante otro largo minuto.

– Esto no tiene ningún sentido. Es un callejón sin salida. Necesitamos un hilo del que podamos tirar -conjeturó Faith.

– Pauline McGhee…

– Leo no ha podido localizar al hermano. Dice que la casa de Pauline está limpia: no hay documentos ni nada que tenga que ver con sus padres ni otros parientes. Tampoco parece tener ningún alias, aunque sería fácil ocultarlo; bastaría con pagar lo suficiente a la gente adecuada. Los vecinos de Pauline mantienen su versión: o no la conocen o no es santo de su devoción; en cualquier caso no saben nada de su vida. Leo ha hablado también con los profesores del colegio del niño: lo mismo. Por el amor de dios, su hijo está con los de servicios sociales porque la madre no tiene ningún amigo que quiera hacerse cargo de él.

– ¿En qué está ahora Leo?

Faith miró su reloj de pulsera.

– Probablemente intenta encontrar un modo de liquidar todo esto cuanto antes -dijo frotándose los ojos de nuevo-. Está comprobando las huellas de McGhee, pero no creo que saque nada en limpio. A menos que haya sido detenida alguna vez.

– ¿Sigue molesto por que nos hayamos metido en su caso?

– Más que antes. -Faith apretó los labios-. Yo creo que es porque ha estado enfermo hace poco. Ya sabes cómo funciona: calculan lo que les cuesta tu seguro y buscan la manera de deshacerse de ti si generas demasiados gastos. Y más te vale no tener una enfermedad crónica que requiera un tratamiento más o menos caro.

Por suerte, ni Will ni Faith tenían motivos para preocuparse por eso todavía.

– Podemos dejar de lado el secuestro de Pauline; a lo mejor fue una simple discusión y su hermano acabó perdiendo los papeles, o la secuestró un extraño. Es una mujer muy atractiva.

– Si no tiene relación con nuestro caso, lo más probable es que fuera alguien de su entorno.

– El hermano.

– No habría prevenido al niño en ese sentido a menos que realmente estuviera preocupada -razonó Faith-. Y también está el tal Morgan… Un cabrón arrogante; cuando hablé con él por teléfono sentí ganas de abofetearle. A lo mejor había algo entre Pauline y él.

– Trabajaban juntos. Puede que ella lo presionara demasiado y se le fuera la mano. Les pasa mucho a los hombres que trabajan con marimandonas.

– Ja, ja -replicó Faith-. Pero ¿no crees que Felix lo habría reconocido?

Will se encogió de hombros. Los niños podían bloquear cualquier cosa. Y a los adultos tampoco se les daba mal.

– Ninguna de las otras dos víctimas que conocemos tiene hijos. Y nadie ha dado parte a la policía de su desaparición, que sepamos. El coche de Jacquelyn Zabel ha desaparecido. No sabemos si Anna tiene coche, ni siquiera sabemos aún su apellido. -El tono se iba haciendo más agudo según avanzaba en la enumeración-. ¿Qué digo su apellido? Igual ni siquiera se llama Anna. ¿Quién sabe lo que oyó Sara en realidad?

– Yo también lo oí -dijo Will, defendiéndola-. Oí que dijo «Anna».

Faith lo ignoró.

– ¿Todavía crees que podría haber dos secuestradores?

– Ahora mismo no estoy seguro de nada, excepto de que quienquiera que sea no es un aficionado. Su ADN está por todas partes, lo que probablemente indica que no está fichado y no le preocupan nuestras bases de datos. No tenemos ninguna pista porque no las ha dejado. Es bueno. Sabe cómo cubrir su rastro.

– ¿Un poli? -Dejaron la pregunta en el aire y Faith continuó razonando-: De algún modo se las arregla para que las mujeres no desconfíen de él… Le dejan acercarse lo suficiente como para que pueda secuestrarlas sin que nadie lo vea.

– Un traje -dijo Will-. En principio las mujeres, y los hombres también, suelen fiarse más de un extraño si va bien vestido. Suena clasista, pero es la verdad.

– Genial. Ahora ya solo tenemos que interrogar a todos los hombres de Atlanta que llevaban traje esta mañana. No había huellas en las bolsas de basura que encontramos dentro de las dos víctimas. Nada en la cueva que podamos rastrear. La huella ensangrentada en el carné de Jaquelyn Zabel es de Anna. No sabemos su apellido. No sabemos dónde vive, ni dónde trabaja, ni si tiene familia. -Fue contando con los dedos.

– Es evidente que el secuestrador tiene un método. Y es paciente: excavó la cueva y la preparó para acomodar a sus víctimas. Como has dicho antes, seguramente vigila a las mujeres antes de secuestrarlas. No es la primera vez que lo hace; a saber cuántas víctimas habrá habido ya.

– Sí, pero ninguna ha vivido para contarlo, o habríamos encontrado algo en la base de datos del FBI.

En ese momento sonó el teléfono y Faith lo cogió.

– Mitchell.

Escuchó unos segundos y sacó su libreta del bolso. Anotó en grandes mayúsculas lo que le decían, pero Will no era capaz de leer las palabras.

– ¿Podrías seguir buscando a ver si averiguas algo más? -Esperó-. Genial. Cualquier cosa, llámame al móvil-. Era Leo: ya tiene los resultados de las huellas que encontramos en el todoterreno de Pauline McGhee. Su verdadero nombre es Pauline Agnes Seward. Alguien denunció su desaparición en Ann Arbour, Michigan, en 1989, cuando tenía diecisiete años. Según la denuncia, sus padres dijeron que habían tenido una fuerte discusión. Por lo visto iba por mal camino: consumía drogas y no volvía a casa a dormir. Tenían sus huellas porque fue acusada de robar en una tienda, aunque ella se declaró inocente. La policía local siguió el protocolo habitual y archivaron sus huellas; hacía veinte años que nadie preguntaba por ella. Eso concuerda con lo que dijo Morgan. Pauline le contó que su hermana se escapó de casa con diecisiete años. Sobre el hermano no ha encontrado nada, pero va a investigar sus antecedentes más a fondo. -Faith volvió a guardar la libreta en su bolso-. Está intentando localizar a sus padres. Esperemos que sigan viviendo en Michigan.

– Seward no es un apellido muy común.

– No. Pero habríamos encontrado algo en las bases de datos si el hermano hubiera estado implicado en algún delito grave.

– ¿Tenemos un rango de edad? ¿Algún nombre?

– Leo ha dicho que volverá a llamar en cuanto averigüe algo nuevo.

Will se recostó en su silla y apoyó la cabeza en la pared.

– Pauline sigue sin formar parte del caso, de momento. No tenemos ninguna pauta que nos permita conectarla con las otras víctimas.

– Pero se parece mucho a ellas: no cae muy bien a los que la conocen; no tiene amigos, ninguno íntimo, al menos.

– Quizás ella y su hermano fueran íntimos -sugirió Will-. Leo dice que Pauline recurrió a un donante de esperma para tener a Felix. ¿Y si el hermano hubiera sido el donante?

Faith soltó un gruñido de repugnancia.

– Por Dios, Will.

El tono de ella le hizo sentirse culpable por haberse atrevido a sugerir algo así, pero el hecho era que su trabajo consistía precisamente en ponerse en lo peor.

– Y entonces, ¿qué otro motivo podía tener para advertirle a su hijo de que su tío era un hombre malo del que ella debía protegerle?

Faith tardó unos segundos en decidirse a responder.

– Abusos sexuales.

– A lo mejor me equivoco -admitió Will-. A lo mejor resulta que el hermano es un ladrón, un estafador o un yonqui. Incluso puede que esté en el talego.

– Si hubiera algún Seward fichado en Michigan, Leo ya habría encontrado su expediente en las bases de datos.

– Quizás haya habido suerte.

Faith meneó la cabeza.

– Pauline le tenía miedo, no quería que su hijo se acercara a él. Eso indica que había un problema de violencia, un temor relacionado con algún hecho violento.

– Pero tú misma lo acabas de decir: si la hubiera amenazado o acosado habríamos encontrado una denuncia o algo parecido.

– No necesariamente. La gente no recurre a la policía para resolver un problema familiar, y no deja de ser su hermano. Lo sabes perfectamente.

Will no estaba tan seguro, pero ella tenía razón en cuanto a la denuncia.

– ¿Qué tendría que suceder para que no permitieras que Jeremy tuviera ninguna relación con tu propio hermano?

Faith se quedó pensando un momento.

– No se me ocurre qué podría hacer Zeke para que yo prohibiera a Jeremy hablar con él.

– ¿Y si te pegara?

Faith abrió la boca para contestar, pero cambio de opinión sobre lo que iba a decir.

– Aquí no se trata de lo que haría yo, sino Pauline. -Se quedó callada, pensando-. La familia es un mundo muy complejo. La gente traga con cualquier cosa cuando se trata de un miembro de la suya.

– ¿Chantaje? -Will sabía que se estaba agarrando a un clavo ardiendo, pero continuó-: ¿Y si el hermano sabía de algo comprometedor relacionado con el pasado de Pauline? Tuvo que haber una razón para que se cambiase el nombre a los diecisiete años. Veinte después tiene un buen trabajo, paga la hipoteca con comodidad, conduce un buen coche… Probablemente estaría dispuesta a pagar con tal de conservar ese estatus. -Pero él mismo echó abajo su teoría-. Por otro lado, si el hermano le estuviera haciendo chantaje no le convendría en absoluto apartarla de su trabajo. No hay motivo para un secuestro.

– No la han secuestrado para pedir un rescate. A nadie le importa que haya desaparecido.

Will meneó la cabeza. Otro callejón sin salida.

– Vale. A lo mejor Pauline no tiene nada que ver con nuestro caso. Quizá tenga con su hermano un rollo al estilo de la película Flores en el ático. Y entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos sentamos a esperar a que desaparezca una tercera o una cuarta mujer?

Will no sabía qué responder a eso. Por suerte no era él quien debía responder. Su compañera miró el reloj.

– Ya es hora de ir a hablar con los Coldfield.

Había varios niños en el refugio para mujeres de la calle Fred, algo con lo que Will no había contado, aunque era lógico que las mujeres sin hogar tuvieran hijos en semejante situación. Habían acordonado una zona delante del refugio para que pudieran jugar. Los había de diversas edades, pero imaginó que todos tenían menos de seis años porque a esas horas los mayores estarían en el colegio. Todos llevaban ropas desparejadas y descoloridas, y sus juguetes habían conocido tiempos mejores: Barbies con el pelo cortado, coches a los que les faltaba ya alguna rueda. Will pensaba que debería sentir pena por ellos, porque verles allí jugando era como contemplar una escena de su propio pasado, si bien aquellos niños, a diferencia de él, tenían al menos a uno de sus progenitores para cuidarlos: una mínima conexión con el mundo normal.

– Por dios santo -dijo Faith mientras revolvía dentro del bolso. Había un bote para donativos en el mostrador de la entrada principal, e introdujo dos billetes de diez-. Pero ¿quién vigila a estos niños?

Will echó un vistazo al vestíbulo. Las paredes estaban decoradas con recortables y dibujos de Pascua de los niños. También vio una puerta cerrada con un cartel que indicaba que era el lavabo de señoras.

– Seguramente estará en el baño.

– Cualquiera podría llevárselos tranquilamente.

Will no creía que hubiera mucha gente interesada en llevarse a estos niños. Ese era parte del problema.

– «Pulse el timbre y le atenderemos» -dijo Faith. Will imaginó que estaba leyendo el cartel que había debajo del timbre, cosa que hasta un mono habría podido suponer. Se asomó por encima del mostrador y pulsó el timbre.

– Dan clases de informática.

– ¿Qué?

Faith cogió uno de los folletos que había sobre el mostrador y le mostró los dibujos de mujeres y niños sonrientes en la primera página, y un par de logos de patrocinadores debajo.

– Clases de informática, orientación psicopedagógica, comidas -leyó Faith-. Consejo médico de orientación cristiana. -Volvió a dejar el folleto en su sitio-. Supongo que eso significa que te dirán que vas a ir al infierno si abortas. Buen consejo para una mujer que ya tiene una boca que no puede alimentar.

Pulsó el timbre con tal impaciencia que salió rodando por el mostrador. Will se agachó para recoger el timbre del suelo y, al levantarse se encontró con una mujerona hispana detrás del mostrador con un niño en brazos. Con un fuerte acento tejano habló directamente a Faith:

– Si han venido a arrestar a alguien solo les pido que no lo hagan delante de los niños.

– Hemos venido a hablar con Judith Coldfield -replicó Faith en voz baja. Imaginaba que los niños habrían adivinado que era policía, igual que la mujer.

– Tienen que ir por el otro lado. Judith está a cargo de la tienda hoy.

Sin esperar a que le dieran ni las gracias, dio media vuelta y desapareció por el vestíbulo otra vez. Faith abrió la puerta y salieron a la calle.

– Estos sitios me ponen de los nervios.

Will pensó que era raro odiar un refugio para indigentes, incluso en Faith.

– ¿Y eso?

– Deberían limitarse a ayudarlas, sin pedir a cambio que recen.

– Hay gente que encuentra cierto consuelo en la oración.

– ¿Y los que no? ¿No merecen que se les ayude? No tienes casa y estás muerto de hambre, pero no te dan una comida gratuita ni un lugar seguro donde dormir a menos que asumas que el aborto es un crimen abominable y aceptes que otros te digan lo que debes hacer con tu cuerpo.

Will no estaba muy seguro de cómo responder, así que se limitó a seguirla por el lateral del edificio de ladrillo mientras ella se acomodaba bruscamente la correa del bolso en el hombro. Cuando llegaron a la puerta de la tienda, Faith seguía rezongando. Fuera había un letrero que probablemente tenía escrito el nombre del refugio. Nadie andaba sobrado de dinero en esos momentos, y menos las instituciones que dependían de la caridad y el altruismo de la gente. Muchos de los albergues de la zona aceptaban donativos en especie que revendían para recaudar fondos que les permitieran seguir manteniendo al menos los servicios básicos. Había carteles en el escaparate publicitando los artículos que se vendían en la tienda; Faith los leyó según se acercaban a la entrada.

– «Menaje, textil hogar, ropa, se admiten donaciones, portes gratuitos para artículos grandes.»

Will abrió la puerta, deseando que Faith se callara durante un buen rato.

– «Abrimos de lunes a sábado.» «No se admiten perros.»

– Vale, ya está -le dijo Will echando un vistazo al interior de la tienda.

En un estante había varias licuadoras puestas en fila, y en el de debajo, tostadoras y un microondas compacto. También había ropa colgada en perchas, la mayoría prendas que estaban de moda en los ochenta. Las latas de sopa y demás comestibles no perecederos estaban almacenados en la parte de la tienda menos expuesta al sol que entraba por los escaparates. A Will le sonaron las tripas, y de pronto se acordó de las latas de comida que llegaban al orfanato durante las vacaciones. Nadie donaba nunca cosas buenas. La mayoría eran latas baratas de jamón y encurtidos, justo lo que todos los niños querían cenar en Nochebuena. Faith vio otro cartel:

– «Todos los donativos se pueden desgravar.» «El dinero recaudado se destina íntegramente a ayudar a mujeres y niños sin hogar.» «Dios bendice a quienes bendicen al prójimo.»

Will se percató de que le dolía la mandíbula de tan abierta como tenía la boca. Afortunadamente no tuvo mucho tiempo para recrearse en el dolor: un hombre apareció detrás del mostrador vestido como un granjero de película.

– ¿En qué puedo ayudarles?

Sobresaltada, Faith se llevó una mano al pecho.

– ¿Quién coño es usted?

El hombre se puso tan colorado que Will casi pudo sentir su calor en la cara.

– Lo siento -dijo limpiándose la mano en la pechera de su camiseta. Unas sombras negras indicaban que repetía ese mismo gesto a menudo-. Soy Tom Coldfield. He venido a ayudar a mi madre con…

Señaló el suelo de detrás del mostrador. Will vio que estaba arreglando un cortador de césped y tenía el motor parcialmente desmontado. Parecía que intentaba cambiar la correa del ventilador, pero eso no justificaba que hubiera despiezado el carburador.

– Hay un… -comenzó Will.

– Soy la agente especial Faith Mitchell -le interrumpió ella-. Y este es mi compañero Will Trent. Venimos a hablar con Judith y Henry Coldfield. ¿Es usted familiar suyo?

– Son mis viejos -explicó el hombre. Sonrió a Faith mostrando sus grandes dientes de conejo-. Están ahí detrás. Parece que a mi padre no le hace mucha gracia perderse su partida de golf.

El hombre pareció reparar en lo absurdo que debía de resultar para ellos este comentario.

– Disculpen, ya sé que lo que le ocurrió a esa mujer es espantoso. Es solo que… En fin… Que ya le contaron a ese otro detective todo lo que vieron.

Faith continuó sin perder la amabilidad.

– Estoy segura de que no tendrán inconveniente en volver a contárnoslo a nosotros.

Tom Coldfield no parecía muy de acuerdo con ella, pero les hizo un gesto para que le acompañaran a la trastienda. Will le cedió el paso a Faith y fueron abriéndose camino entre las múltiples cajas que había por el suelo. Will dedujo que Tom debía de haber sido bastante atlético, pero su complexión había cambiado al superar la barrera de los treinta y ahora tenía una amplia cintura y los hombros caídos. La pequeña calva que lucía en la coronilla parecía la tonsura de un monje franciscano. Sin necesidad de preguntar imaginó que debía de tener un par de críos: su aspecto era el de un padre devoto. Probablemente conducía una furgoneta familiar y jugaba al fútbol online.

– Disculpen el desorden -dijo Tom-. Andamos cortos de voluntarios.

– ¿Trabaja usted aquí? -le preguntó Faith.

– Oh, no, me volvería loco si tuviera que hacerlo -dijo riendo ante la expresión de sorpresa de Faith-. Soy controlador aéreo. Mi madre me chantajea para que venga a echarle una mano cuando andan cortos de gente.

– ¿Estuvo usted en el ejército?

– En las fuerzas aéreas… Seis años. ¿Cómo lo ha adivinado? Faith se encogió de hombros.

– Es la forma más fácil de conseguir la titulación -respondió-. Mi hermano está en las fuerzas aéreas, destinado en Alemania.

Tom apartó una caja que les estorbaba el paso.

– ¿En Ramstein?

– En Landstuhl. Es cirujano.

– Las cosas andan feas por allí. Su hermano debe de ser un buen hombre.

Faith dejó a un lado sus opiniones personales y volvió a su faceta de policía.

– Sí lo es.

Tom se detuvo frente a una puerta cerrada y llamó con los nudillos. Will miró hacia el pasillo y vio el mostrador donde les había atendido la mujer. Faith se dio cuenta y, mirando a Will, puso los ojos en blanco. El hombre abrió la puerta.

– Mamá, estos son el detective Trent y… Perdone, ¿Mitchell?

– Sí -respondió Faith.

Les presentó a sus padres, aunque no había necesidad alguna, pues en la habitación no había más que dos personas. Judith estaba sentada tras un escritorio, encima del cual tenía abierto un libro de contabilidad. Henry estaba sentado en una silla, junto a la ventana, leyendo un periódico, y se tomó su tiempo para cerrarlo y doblarlo cuidadosamente antes de atender a los agentes. Tom no había mentido al decir que a su padre no le había hecho ninguna gracia perderse su partido de golf. Henry Coldfield era como una parodia del típico viejo gruñón.

– ¿Traigo más sillas? -preguntó Tom, y desapareció sin esperar respuesta.

La oficina era de tamaño normal, lo suficientemente grande como para albergar a cuatro personas sin que sus codos se rozaran. No obstante, Will se quedó en la puerta mientras Faith tomaba asiento en la única silla que quedaba libre. Normalmente se ponían de acuerdo de antemano sobre quién llevaría la voz cantante, pero esta vez no habían preparado nada. Cuando miró a Faith esta se limitó a encogerse de hombros. Resultaba difícil saber por dónde respiraban los Coldfield, de modo que no tenían más remedio que improvisar. Al interrogar a un testigo, lo primero y más importante era hacer que se sintiera cómodo; la gente no suele abrirse de forma espontánea, y no proporciona información relevante hasta que no le dejas claro que no eres el enemigo. Puesto que era Faith la que se había sentado más cerca de ellos, fue ella la primera en hablar.

– Antes de nada, quisiera agradecerles que hayan accedido a hablar con nosotros. Sé que han hablado ya con el detective Galloway, pero lo que vieron la otra noche debió de resultar muy traumático, y a veces hacen falta unos días para recordar los detalles con claridad.

– La verdad es que nunca nos había pasado nada parecido -dijo Judith Coldfield.

Will se preguntó si aquella mujer creía que los demás mortales atropellaban todos los días a una mujer que previamente había sido violada y torturada en una cueva subterránea. Al parecer su marido pensaba lo mismo.

– Judith…

– Oh, qué tontería -dijo la mujer llevándose la mano a la boca para ocultar una sonrisa avergonzada.

Will supo entonces de quién había heredado Tom los dientes de conejo y la facilidad para ruborizarse.

– Quiero decir que es la primera vez que hablamos con la policía -se explicó la mujer acariciando la mano de su marido-. A Henry le multaron por exceso de velocidad una vez, pero nada más. ¿Cuándo fue, te acuerdas?

– En el verano del 83 -respondió Henry. A juzgar por el modo en que apretó la mandíbula no guardaba un buen recuerdo de aquella experiencia. Miró a Will como si únicamente un hombre pudiera entenderlo-. Siete millas por encima del límite.

Will buscó una fórmula que le permitiera solidarizarse con él, pero tenía la mente en blanco.

– ¿Son ustedes del norte? -preguntó a Judith.

– ¿Tanto se nota? -rio la señora, tapándose la boca de nuevo para ocultar su sonrisa. Sus dientes debían de acomplejarla mucho-. Somos de Pennsylvania.

– ¿Vivían allí antes de jubilarse?

– Oh, no. Nos mudábamos con frecuencia por el trabajo de Henry. Vivimos en Oregón, en el estado de Washington, en California… Aquello no nos gustó demasiado, ¿verdad? -Henry emitió un gruñido-. También vivimos en Oklahoma, pero por poco tiempo. ¿Ha estado allí alguna vez? Es todo muy llano.

Faith decidió ir al grano.

– ¿Y en Michigan?

Judith meneó la cabeza, pero Henry dijo:

– Estuve en un partido de fútbol americano en Michigan en el 71. Michigan contra Ohio. Quedaron diez a siete. Hacía un frío de mil demonios.

Faith aprovechó la oportunidad para tirarle de la lengua.

– ¿Le gusta el fútbol americano?

– Lo detesto -respondió Henry, y su ceño parecía indicar que no guardaba un buen recuerdo de aquello, aunque muchos matarían por asistir en directo a un partido tan reñido.

– Henry era viajante -les informó Judith-. Y antes de eso ya había viajado mucho. Su padre era militar, estuvo en el ejército treinta años.

Faith volvió a la carga, intentando encontrar el modo de conectar con Henry.

– Mi abuelo también era militar.

Judith terció de nuevo.

– Henry tenía una prórroga y no participó en la guerra. -Will imaginó que se refería a Vietnam-. Pero tenemos amigos que fueron movilizados, y nuestro hijo estuvo en las fuerzas aéreas, lo cual es un orgullo para nosotros. ¿Verdad, Tom?

Will no se había dado cuenta de que Tom ya estaba allí. El hijo de los Coldfield sonrió con aire de disculpa.

– Lo siento, no hay más sillas. Los niños las han cogido para construir un puente.

– ¿Dónde estuvo destinado? -le preguntó Faith.

– En Keesler, dos veces -respondió Tom-. Primero hice la instrucción y luego fui ascendiendo hasta llegar a sargento mayor a cargo de la torre, en el escuadrón 334. Hablaban de trasladarme a la base de Altus cuando solicité la licencia del ejército.

– Iba a preguntarle por qué dejó usted el ejército, pero claro, acabo de caer en que Keesler está en Mississippi y nadie querría vivir en ese agujero.

Tom se puso colorado como un tomate y rio, avergonzado.

– Cierto, sí.

Faith se volvió hacia Henry, pues supuso que no le sacarían mucho a Judith sin obtener antes la bendición de su marido.

– ¿Han viajado alguna vez al extranjero?

– No, nunca hemos salido de Estados Unidos.

– Tiene usted acento de militar -comentó la agente, y Will imaginó que se refería a su falta de acento.

Finalmente pareció que su esfuerzo empezaba a dar frutos.

– Uno va adonde le dicen que tiene que ir.

– Eso mismo dijo mi hermano cuando lo mandaron a Alemania -dijo Faith inclinándose hacia adelante-. Si le digo la verdad, yo creo que a él le gusta pasarse la vida de un lado a otro, sin echar raíces en ninguna parte.

Henry empezó a abrirse un poco más.

– ¿Está casado?

– No.

– ¿Una mujer en cada puerto?

– Dios, espero que no -replicó Faith riéndose-. En lo que a mi madre respecta, eran las fuerzas aéreas o el sacerdocio.

Henry se echó a reír.

– Sí, casi todas las madres quieren lo mismo para sus hijos -dijo apretando la mano de su esposa, quien miraba a Tom sonriendo con orgullo.

– ¿Dijo usted que era controlador aéreo? -le preguntó al hijo.

– Eso es. Trabajo en Charlie Brown -dijo refiriéndose al aeropuerto civil situado al oeste de Atlanta-. Llevo allí unos diez años, y me gusta. Algunas noches dirigimos también el tráfico de Dobbins. -Una base militar situada en las afueras de la ciudad-. Seguro que su hermano ha pasado por allí más de una vez.

– No me extrañaría nada -replicó Faith, mirándole a los ojos el tiempo suficiente como para que el hombre se sintiera halagado-. ¿Vive usted en Conyers?

– Sí, señora -sonrió Tom, mostrando sus grandes dientes de conejo. Parecía más cómodo ahora, con ganas de hablar-. Me mudé a Atlanta cuando dejé Keesler. -Señaló a su madre con un gesto de la cabeza-. Mis padres me dieron una alegría cuando se vinieron a vivir aquí.

– Ellos viven en la calle Clairmont, ¿verdad?

Tom, sin dejar de sonreír, asintió con la cabeza.

– Lo suficientemente cerca como para no tener que traer maleta cuando vienen a verme.

Parecía que a Judith no le agradaba la repentina complicidad que se había establecido entre ellos y se apresuró a intervenir.

– A la mujer de Tom le encanta la jardinería -dijo mientras buscaba algo en el bolso-. Mark, su hijo, es un fanático de los aviones. Cada día se parece más a su padre.

– Mamá, no hace falta que les enseñes…

Pero ya era demasiado tarde. Judith sacó una fotografía y se la pasó a Faith, que no olvidó proferir las exclamaciones de rigor antes de pasársela a Will.

Este contempló la foto de la familia con gesto impasible. Sin duda, los genes de los Coldfield eran dominantes: tanto el niño como la niña eran clavaditos a su padre. Para más inri, Tom no se había buscado una mujer atractiva que compensara un poco la herencia genética: su mujer tenía el pelo rubio y grasiento y una mueca de resignación que parecía indicar que eso era lo más a lo que podía aspirar.

– Darla -les informó Judith-. Llevan casados casi diez años, ¿verdad, Tom?

El hombre se encogió de hombros con expresión avergonzada, como si fuera un niño.

– Bonita familia -dijo Will devolviéndole la foto a Judith.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó Judith a Faith.

– Uno, sí -replicó sin entrar en más detalles-. ¿Tom es su único hijo?

– Sí -respondió Judith con una sonrisa que volvió a ocultar con su mano-. Henry y yo pensamos que nunca podríamos… -Sin terminar la frase, miró a Tom con orgullo y añadió-: Fue un auténtico milagro.

El hombre se encogió de hombros una vez más, visiblemente avergonzado. Faith cambió sutilmente de tercio para abordar el asunto que los había llevado hasta allí.

– ¿Iban ustedes a visitar a Tom el día del accidente?

Judith asintió.

– Quería hacer algo especial para celebrar nuestros cuarenta años de casados, ¿verdad, Tom? -Su voz adquirió entonces un tono distante-. Qué cosa más horrible. No creo que pueda evitar recordarlo en los aniversarios que nos queden por delante…

– No entiendo cómo pudo suceder algo así. Cómo pudo esa mujer… -dijo Tom meneando la cabeza- No tiene sentido. ¿Quién coño podría hacer algo tan espantoso?

– Tom -exclamó Judith-, esa lengua.

Faith miró a Will dándole a entender que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no poner los ojos en blanco. Pero reaccionó de inmediato y habló directamente a los padres.

– Sé que ya se lo contaron todo al detective Galloway, pero vamos a repasarlo desde el principio. Ustedes iban por la carretera cuando vieron a la mujer, ¿y entonces?

– Al principio pensamos que era un ciervo -comenzó Judith-. Hemos visto algunos al lado de la carretera otras veces. De noche, Henry conduce más despacio por si se nos cruza alguno.

– Al ver los faros se quedan petrificados -explicó Henry, como si un ciervo en la carretera fuera algo insólito.

– Pero solo empezaba a atardecer. Y entonces vi que había algo en la carretera. Abrí la boca para avisar a Henry, pero ya era demasiado tarde. Ya lo habíamos atropellado. La habíamos atropellado, quiero decir. -La mujer sacó un pañuelo de su bolso y se secó los ojos-. Esos hombres tan amables intentaron socorrerla, pero creo que no… Lógicamente, después de…

Henry apretó de nuevo la mano de su esposa.

– Sigue en el hospital -les explicó Faith-. Aunque no saben si saldrá del coma.

– Dios bendito -susurró Judith casi como si rezara-. Espero que no.

– Mamá… -protestó Tom, sorprendido.

– Ya sé que suena fatal, pero espero que no tenga que recordarlo nunca.

La familia se quedó unos instantes en silencio. Tom miró a su padre. Henry tragó saliva, y Will se dio cuenta de que el hombre estaba recordándolo todo de golpe.

– Creí que me estaba dando un ataque al corazón -dijo.

Judith bajó el tono, como si quisiera confiarles un secreto sin que Henry, que estaba justo a su lado, se enterara.

– Henry padece del corazón.

– Nada grave -aclaró él-. El dichoso airbag me saltó al pecho. Dispositivo de seguridad, dicen; ese invento del demonio casi me mata.

– Señor Coldfield, ¿vio usted a la mujer en la carretera? -le preguntó Faith.

Henry asintió.

– Pero es lo que dice Judith, ya era demasiado tarde para frenar. No iba deprisa. Iba dentro del límite de velocidad. Vi algo… pensé que era un ciervo, como ha dicho. Pisé el freno a fondo. Apareció de repente, no sé de dónde salió, de dónde demonios salió. No me di cuenta de que era una mujer hasta que me bajé del coche y la vi allí tirada. Un horror. Un auténtico horror.

– ¿Siempre ha llevado usted gafas? -preguntó Will con suma cautela.

– Soy piloto aficionado. Me gradúo la vista dos veces al año. -Se quitó las gafas con actitud defensiva, pero continuó hablando sin subir el tono-. Puede que sea viejo, pero llevo la graduación perfectamente al día. No tengo cataratas y las gafas corrigen mi vista al cien por cien.

Will decidió que valía la pena tirarse a la piscina directamente.

– ¿Y su corazón?

– No es nada, en realidad -terció Judith-. Solo hay que tenerlo controlado y vigilar que no se canse mucho.

Henry seguía indignado.

– No necesito para nada a los médicos. Tomo un montón de pastillas y no levanto pesos. Estoy estupendo.

Para calmarle, Faith cambió de tema.

– ¿Hijo de un militar y además piloto?

Henry vaciló unos instantes, dudando si dejar de lado la cuestión de su salud o no. Finalmente respondió:

– Mi padre me dio algunas clases de niño. Lo destinaron a una base en mitad de la nada, en Alaska, y pensó que era un buen modo de mantenerme ocupado.

Faith sonrió y continuó suavizando las cosas.

– ¿Y el tiempo acompañaba?

– Solo de vez en cuando -replicó él. Se echó a reír-. Había que aterrizar con mucho cuidado… Aquel viento helado podía dar la vuelta al avión como si fuera una tortilla. A veces me limitaba a cerrar los ojos y a rezar para que el tren tocara tierra y no hielo.

– Campo frío -dijo Faith, haciendo un juego de palabras con su apellido, Coldfield.

– Sí -replicó Henry, como si le hubieran gastado la misma broma muchas veces. Volvió a ponerse las gafas y se puso serio-. Miren, no soy quién para decirle a nadie cómo tiene que hacer su trabajo, pero ¿por qué no nos preguntan por el otro coche?

– ¿Qué otro coche? -inquirió Faith-. ¿El que se paró para socorrerla?

– No, el otro, el que pasó como un rayo en dirección contraria. Debió de ser unos dos minutos antes de que atropelláramos a la chica.

Judith se apresuró a romper el silencio que siguió a esta declaración.

– Pero ustedes ya lo sabían, se lo contamos todo al otro policía.

Capítulo once

Faith se pasó todo el trayecto hasta la comisaría del condado recitando todos los improperios que le vinieron a la cabeza.

– Sabía que ese cretino me estaba mintiendo -dijo maldiciendo a Max Galloway y a todo el cuerpo de policía de Rockdale-. Tenías que haber visto con qué soberbia me miró cuando se marchó del hospital. -Golpeó el volante con la mano abierta, deseando poder hacer lo mismo con la cara de Galloway-. ¿A qué coño están jugando? ¿Es que no han visto lo que le hicieron a esa mujer, por el amor de Dios?

A su lado, Will guardaba silencio. Como de costumbre, Faith no tenía la menor idea de lo que podía estar pensando su compañero. No había abierto la boca desde que se subieron al coche, y no lo hizo hasta que llegaron al aparcamiento para visitantes de la comisaría de Rockdale.

– ¿Se te ha pasado ya el cabreo? -le preguntó.

– Pues no, desde luego que no. Nos han mentido. Ni siquiera nos han enviado por fax el informe sobre el escenario del crimen. ¿Cómo coño vamos a avanzar en un caso si nos ocultan información que podría…?

– Piensa en por qué lo han hecho -le interrumpió Will-. Una de las víctimas está muerta, la otra poco más o menos, y aun así siguen ocultándonos información. Las víctimas les importan un carajo, Faith. Lo único que les importa es su propio ego y dejarnos a nosotros en evidencia. Están filtrando información a la prensa, se niegan a colaborar con nosotros. ¿Crees que si entramos ahí pegando tiros a diestro y siniestro nos van a dar lo que queremos?

Faith abrió la boca para contestar, pero Will se estaba bajando ya del coche. Dio la vuelta hasta el otro lado y le abrió la puerta a su compañera como si fueran novios.

– Por una vez en la vida hazme caso. Es mejor manejar este asunto con un poco de mano izquierda.

Faith hizo un gesto despectivo con la mano.

– No pienso lamerle el culo a Max Galloway.

– Lo haré yo, no te preocupes -la tranquilizó Will, ofreciéndole su mano como si necesitara ayuda para salir del coche.

Ella cogió su bolso del asiento de atrás y siguió a su compañero por la acera, pensando que no era de extrañar que todo el que se encontraba con Will Trent lo tomara por un abogado del estado. La falta de ego de su compañero le resultaba difícil de entender. Hacía un año que trabajaban juntos, y en todo ese tiempo no le había visto expresar emoción alguna más allá de cierta irritación ocasional, generalmente dirigida a ella. Unos días se le veía más serio y otros más risueño, y a menudo se sentía culpable por un montón de cosas, pero jamás le había visto verdaderamente enfadado. En una ocasión estuvo encerrado en una habitación con un tipo que unas horas antes había intentado meterle una bala en la cabeza, y no mostró otra cosa que no fuera empatía.

El policía de uniforme que atendía el mostrador en la recepción lo reconoció de inmediato.

– Trent -dijo a modo de saludo.

– Detective Fierro -lo saludó Will, aunque era evidente que el hombre ya no era detective. Los botones del uniforme apenas lograban contener su inmensa barriga. Teniendo en cuenta lo que le había dicho a Amanda de sacar brillo a la porra de Lyle Peterson, a Faith le sorprendía que el hombre no hubiera acabado en silla de ruedas.

– Tendría que haber cerrado la trampilla y haberte dejado en esa cueva -dijo Fierro.

– Pues yo me alegro de que no lo hicieras -replicó Will. Señaló a Faith-. Esta es mi compañera, la agente especial Mitchell. Tenemos que hablar con el detective Mark Galloway.

– ¿Hablar de qué?

Faith no estaba dispuesta a seguir con delicadezas. Abrió la boca para decir una barbaridad, pero Will la disuadió con una sola mirada.

– Si el detective Galloway está ocupado, quizá podamos hablar con el jefe Peterson -dijo.

– O también podríamos hablar con ese amiguete vuestro del Atlanta Beacon y explicarle que esas historias que habéis estado filtrándole no son más que una cortina de humo para tapar todos los errores que habéis cometido en este caso.

– No me cabe duda de que eres una auténtica zorra.

– Y todavía no has visto nada -le espetó Faith-. Tráeme a Galloway de inmediato o doy parte a la jefa. Ya te ha dejado sin placa, ¿qué será lo próximo? Yo apostaría por tu minúsculo…

– Faith -dijo Will a modo de aviso.

Fierro levantó el auricular y marcó una extensión.

– Max, aquí hay un par de capullos que quieren hablar contigo -dijo. Colgó bruscamente el teléfono-. Al otro lado del vestíbulo, primer pasillo a la derecha, primera puerta a la izquierda.

Faith condujo a su compañero, pues él no habría sabido hacia dónde ir. La comisaría era el típico edificio estatal de los años sesenta, con mucho pavés y mal ventilado. Las paredes estaban llenas de carteles con recomendaciones, fotografías de oficiales en barbacoas y eventos para recaudar fondos. Siguiendo las instrucciones de Fierro, giró a la derecha y se detuvo frente a la primera puerta a la izquierda.

Faith leyó el cartel que había en la puerta.

– Cabrón -masculló.

Fierro les había mandado a la sala de interrogatorios.

Will alargó el brazo y abrió la puerta. Faith le vio mirar la mesa anclada al suelo y las barras situadas a los lados para esposar a los detenidos mientras les interrogaban.

– La nuestra es más acogedora -fue todo cuanto dijo Will.

Había dos sillas, una a cada lado de la mesa. Faith soltó su bolso en la que estaba de espaldas al falso espejo y se cruzó de brazos; no quería estar sentada cuando Galloway entrara en la habitación.

– Estamos haciendo el gilipollas. Deberíamos dar parte a Amanda. A buenas horas iba ella a permitir que nos torearan de esta manera.

Will se apoyó contra la pared y se metió las manos en los bolsillos.

– Si involucramos a Amanda en todo esto, ellos ya no tendrían nada que perder. Deja que se desahoguen un poco a nuestra costa. ¿Qué más da si al final conseguimos la información que necesitamos?

Faith miró fugazmente el falso espejo, preguntándose si estarían todos detrás observándolos.

– Cuando esto haya terminado pienso presentar una queja por escrito. Por obstrucción a la justicia, por obstaculizar una investigación en curso, por mentir a un oficial de policía. A ese gilipollas de Fierro ya le han quitado su placa de detective, y Galloway tendrá suerte si le destinan a la perrera del condado.

Faith oyó en el pasillo una puerta que se abría y se volvía a cerrar. Unos segundos más tarde Galloway apareció por la puerta con la misma pinta de cateto ignorante de la noche anterior.

– Me han dicho que querían hablar conmigo.

– Venimos de hablar con los Coldfield -dijo Faith.

El hombre saludó a Will con un gesto de la cabeza. Este hizo lo propio.

– ¿Puedo saber por qué no me habló del otro vehículo anoche? -preguntó ella.

– Creí haberlo hecho.

– Y una mierda. -Faith no sabía qué la irritaba más, si que Galloway se lo tomara como un juego, o que se sintiera obligada a usar con él el mismo tono que con Jeremy cuando lo castigaba. El policía alzó las manos sonriendo a Will.

– ¿Su compañera es siempre así de histérica? Quizás es que está en esos días…

Faith sintió que sus puños se contraían con fuerza. Estaba a punto de mostrar lo que era una mujer verdaderamente histérica.

– Vamos -terció Will interponiéndose entre los dos-, tú cuéntanos lo del coche y todo lo que hayas averiguado hasta ahora. No vamos a meterte un puro. No queremos tener que sacarte la información por las malas.

Will se fue hacia la silla y quitó de encima el bolso de Faith antes de sentarse. Se quedó con él en el regazo, lo que le daba un aspecto un tanto ridículo, como si estuviera esperando a su mujer mientras se probaba ropa. Hizo un gesto a Galloway para que se sentara al otro lado de la mesa y dijo:

– Tenemos a una víctima ingresada en el hospital, probablemente en estado de coma irreversible. La autopsia de Jacquelyn Zabel, la mujer del árbol, no ha arrojado ninguna luz sobre el caso. Ahora mismo hay otra mujer desaparecida, secuestrada en el aparcamiento de una tienda de alimentación. Su hijo se quedó solo en el asiento delantero. Se llama Felix y tiene seis años. Está bajo la tutela de los servicios sociales, al cuidado de gente a la que no conoce. Solo quiere que su mamá vuelva a casa.

Galloway permaneció impasible. Y Will prosiguió:

– No te dieron esa placa de detective por tu cara bonita. Anoche pusiste controles en las carreteras. Sabías que los Coldfield habían visto un segundo coche. Estuviste parando a la gente. -Decidió cambiar de táctica-. No le hemos ido con el cuento a tu jefe y no te hemos echado encima a nuestra jefa porque no podemos darnos el lujo de perder el tiempo. La madre de Felix ha desaparecido. Podría estar en otra cueva, atada a otra cama, bajo la cual no tardará en haber otra víctima. ¿De verdad quieres llevar todo ese peso sobre tu conciencia?

Por fin Galloway exhaló un profundo suspiro y se sentó. Se recostó en la silla y sacó su libreta del bolsillo de atrás, gruñendo como si le provocara dolor físico.

– ¿Os dijeron que era blanco, probablemente un sedán? -preguntó Galloway.

– Sí -respondió Will-. Henry Coldfield no conocía el modelo. Dijo que parecía antiguo.

Galloway asintió. Le pasó su libreta a Will, que fijó la vista en las palabras y pasó las páginas como si estuviera leyendo antes de pasársela a Faith. Ella vio tres nombres con direcciones de Tennessee y números de teléfono. Le cogió el bolso a Will para copiar los detalles.

– Dos mujeres, hermanas, y el padre -les explicó el detective-. Venían de Florida y se dirigían a Tennessee. Su coche se averió a unas seis millas de donde el Buick atropelló a nuestra primera víctima. Vieron un sedán blanco que venía en la otra dirección y una de las hermanas intentó pararlo. Aminoró un poco, pero no se detuvo.

– ¿Pudo ver al conductor?

– Negro, con una gorra de béisbol y la música a todo trapo. Me dijo que se alegró de que no parara.

– ¿Vio la matrícula?

– Solo tres letras: Alfa, Foxtrot, Charlie. Eso reduce las posibilidades a unos trescientos mil coches, de los cuales dieciséis mil son blancos, y la mitad están registrados en esa zona.

Faith anotó las correspondientes letras -A, F, C- pensando que la matrícula no les serviría de nada a no ser que tropezaran con un coche que respondiera a la descripción. Hojeó el cuaderno de Galloway, tratando de averiguar qué más les ocultaba.

– Me gustaría hablar con los tres -dijo Will.

– Demasiado tarde -replicó el policía-. Regresaron a Tennessee esta mañana. El padre es muy mayor y no se encuentra muy bien. Me dio la impresión de que se lo llevaban de vuelta para que muriera en su casa. Podríais llamarles, o desplazaros hasta allí, pero os aseguro que no os contarán nada nuevo.

– ¿Encontrasteis algo más en la escena del crimen? -preguntó Will.

– Lo que leísteis en los informes, nada más.

– Todavía no los tenemos.

Galloway parecía casi arrepentido.

– Lo siento. La secretaria tendría que habéroslos mandado por fax inmediatamente. Probablemente estarán en su mesa, enterrados bajo un montón de papeles.

– Podemos pasar a recogerlos antes de irnos -le dijo Will-. ¿Te importa hacerme un resumen?

– Más o menos lo que cabría esperar. Cuando llegó la patrulla, el tipo que se detuvo a ayudar, el enfermero, estaba atendiendo a la víctima. Judith Coldfield estaba fuera de sí, junto a su marido, pensando que había sufrido un ataque al corazón. Llegó la ambulancia, se llevó a la víctima y el viejo ya se encontraba mejor, así que se quedó esperando a la segunda, que vino a los pocos minutos. Nuestros chicos llamaron a los detectives y acordonaron la zona: nada fuera de lo habitual. Esta vez no os miento: no encontramos nada.

– Nos gustaría hablar con el agente que llegó primero para conocer sus impresiones de primera mano.

– Ahora mismo está en Montana de pesca con su suegro -dijo Galloway encogiéndose de hombros-. No os estoy tomando el pelo, de verdad. Tenía planeadas esas vacaciones desde hace tiempo.

Faith había visto un nombre en las notas de Galloway que le resultaba familiar.

– ¿Qué pinta aquí Jake Berman? -preguntó Faith, y le explicó a Will-: Rick Sigler y Jake Berman son los dos tipos que se detuvieron para socorrer a Anna.

– ¿Anna? -preguntó Galloway.

– Es el nombre que la víctima nos dio cuando la ingresaron -explicó Will-. Rick Sigler era el TES que no estaba de servicio, ¿verdad?

– Eso es -confirmó Galloway-. Esa historia de que habían ido al cine a ver una película me pareció un tanto imprecisa.

Faith emitió un gruñido, preguntándose en cuántos callejones sin salida podía meterse aquel tipo antes de caerse de puro idiota.

– El caso -continuó ignorando a Faith- es que estuve comprobando sus antecedentes. Sigler está limpio, pero Berman tiene antecedentes.

Faith sintió un nudo en el estómago. Esa misma mañana se había pasado dos horas frente al ordenador y no se le había ocurrido comprobar los antecedentes de los implicados.

– Una condena por exhibicionismo y provocación sexual. -Sonrió al ver la cara de sorpresa de Faith-. El tipo está casado y tiene dos hijos, y lo pillaron hace seis meses follándose a otro tío en el centro comercial Georgia. Por lo visto, un chaval entró y se los encontró en plena faena. Un degenerado de mierda. Mi mujer compra allí.

– ¿Has hablado con Berman? -preguntó Will.

– Me dio un número falso. -De nuevo lanzó a Faith una mirada cargada de ironía-. La dirección que figura en su carné de conducir tampoco está actualizada, y la búsqueda cruzada no ha dado ningún resultado.

Faith vio que había una laguna en su historia y saltó.

– ¿Cómo sabes que tiene mujer y dos hijos?

– Está en el informe del arresto. Estaba con ellos en el centro comercial; le estaban esperando afuera. -Galloway torció el gesto-. Si me admitís un consejo, id tras él.

– Pero las víctimas fueron violadas -dijo Faith devolviéndole su libreta-. A los gays no les interesan las mujeres. Es lo que los hace gays.

– ¿Te parece que a ese asesino le gustan las mujeres?

Faith no respondió, más que nada porque no le faltaba razón.

– ¿Y qué hay de Rick Sigler? -preguntó Will.

Galloway cerró su libreta con mucha parsimonia y se la guardó en el bolsillo.

– Está limpio. Trabaja como técnico sanitario desde hace dieciséis años. Fue al instituto Heritage, un poco más abajo. -Galloway puso cara de asco-. Estaba en el equipo de fútbol, por increíble que parezca.

Will se tomó su tiempo antes de formular una última pregunta.

– ¿Qué más te guardas?

Galloway le miró a los ojos.

– Eso es todo lo que tengo, kimosabi.

Faith no le creyó, pero Will parecía satisfecho.

– Gracias por atendernos, detective -dijo, y le estrechó la mano.

Faith encendió las luces al entrar en la cocina, soltó el bolso sobre la encimera y se desplomó en la misma silla en la que había empezado el día. Le dolía la cabeza y tenía el cuello tan tenso que le dolía moverlo. Cogió el teléfono para escuchar los mensajes del contestador. Jeremy le había dejado un mensaje breve e inusualmente cariñoso. «Hola, mamá, solo llamo para saber cómo estás. Te quiero». Faith frunció el ceño, pensando que o bien había suspendido el examen de química o necesitaba dinero extra.

Marcó su número, pero colgó antes de que diera señal. Faith estaba tan agotada que hasta tenía la vista un poco nublada, y lo único que quería era darse un baño caliente y tomarse una copa de vino, aunque teniendo en cuenta su estado, ninguna de las dos cosas le convenía demasiado. No quería empeorarlo todo echándole una bronca a su hijo.

Su portátil seguía en la mesa, pero no quiso mirar el correo. Amanda le había dicho que se pasara por su despacho al final del día para hablar de su desmayo del día anterior. Faith miró el reloj de la cocina. La jornada laboral había terminado hacía rato, de hecho eran casi las diez de la noche. Seguramente Amanda estaría ya en casa, chupándoles la sangre a los insectos que hubieran caído ese día en su tela de araña.

Se preguntó si habría algo que pudiera empeorar aún más el día, pero decidió que a esas horas era matemáticamente imposible. Se había pasado las últimas cinco en compañía de Will, entrando y saliendo del coche, llamando a puertas, hablando con todo hombre, mujer o niño que había salido a abrir -algunos ni siquiera se habían molestado en abrir- y preguntando por Jake Berman. Había veintitrés personas con ese nombre repartidas por toda el área metropolitana. Faith y Will habían hablado con seis de ellos, descartado a doce y no habían podido localizar a otros cinco, que o no estaban en casa, o no estaban en su puesto de trabajo o, simplemente, no habían querido abrir la puerta.

Si encontrar al tipo fuera más fácil puede que Faith no estuviera tan preocupada. Los testigos mentían a la policía todo el tiempo; daban nombres falsos, falsos números de teléfono, detalles inexactos. Era algo tan habitual que ya ni siquiera le molestaba. Pero lo de Berman era distinto. Todo el mundo deja un rastro documental tras de sí; barriendo registros antiguos de móviles o direcciones anteriores puedes localizar rápidamente a tu testigo y plantarte delante de él como si no hubieras tenido que perder una mañana entera siguiéndole la pista.

Con Jake Berman no había rastro documental alguno. Ni siquiera había presentado la declaración de la renta el año anterior; al menos no con el nombre de Jake Berman. Esto trajo a su mente el espectro del hermano de Pauline McGhee. Quizá Berman había cambiado de nombre, igual que Pauline Seward. Tal vez Faith había compartido mesa con el asesino la primera noche en la cafetería del hospital Grady. O puede que fuera un defraudador y por eso no usaba nunca tarjetas de crédito ni teléfonos móviles, y que Pauline McGhee hubiera decidido marcharse de este mundo porque sí, porque a veces las mujeres se marchan sin más.

Faith empezaba a comprender que esa opción tenía sus ventajas.

En uno de los trayectos entre casa y casa, Will había llamado a Beulah, Edna y Wallace O’Connor, de Tennessee. Max Galloway no les había engañado en cuanto al padre; el anciano estaba en una residencia y no andaba muy bien de la cabeza. Las hermanas se mostraron muy comunicativas y era evidente que querían ayudar, pero lo único que pudieron decirles sobre el sedán blanco que habían visto pasar a toda velocidad en sentido contrario es que tenía el parachoques manchado de barro.

Rick Sigler, el hombre que acompañaba a Jake Berman aquella noche, tampoco les había ayudado mucho más. Cuando Faith lo llamó y se identificó, el hombre se llevó un susto de muerte, como si le fuera a dar un infarto. Estaba en una ambulancia, trasladando a un paciente al hospital, y todavía tenía que pasar a recoger a otros dos. Faith concertó una cita con él para la mañana siguiente, a las ocho, cuando terminara su turno.

Se quedó mirando su portátil. Sabía que debía escribirle un e-mail a Amanda para mantenerla informada, aunque su jefa se las arreglaba muy bien para enterarse de todo. Finalmente decidió cumplir con su deber. Se acercó el portátil, lo abrió y pulsó la barra espaciadora para activarlo.

En lugar de abrir el programa de correo pinchó sobre el icono del navegador. Extendió sus manos sobre el teclado y sus dedos comenzaron a moverse de forma espontánea: «Sara Linton Condado de Grant Georgia».

El Firefox le devolvió casi tres mil resultados. Clicó en el primer enlace, que la llevó hasta una página de medicina pediátrica que le pedía un nombre de usuario y una contraseña para acceder al artículo de Sara Linton sobre malformaciones del septo ventricular en niños desnutridos. El segundo enlace remitía a otro sitio igualmente fascinante y Faith fue hasta el final de la página, donde encontró un artículo sobre un tiroteo en un bar de Buckhead cuyas víctimas habían sido atendidas por Sara en el Grady.

Era consciente de que lo que estaba haciendo era absurdo. Hacer una búsqueda general estaba bien, pero incluso los artículos publicados en los periódicos solo recogían una parte de la historia. Cuando mataban a un oficial de policía, siempre se recurría al DIG. Faith podía acceder a los archivos policiales a través de la base de datos internacional de la agencia. Abrió el programa e hizo una búsqueda genérica; de nuevo el nombre de Sara aparecía por todas partes, había testificado en cientos de casos en calidad de perito forense. Faith redujo el ámbito de la búsqueda eliminando sus comparecencias como perito.

Esta vez obtuvo solo dos resultados. El primero era un caso de agresión sexual con más de veinte años de antigüedad. Como es habitual en la mayoría de buscadores había una breve descripción de los contenidos justo debajo del enlace, unas cuantas líneas que explicaban someramente el caso. Las leyó y colocó el puntero sobre el enlace, pero sin llegar a pinchar. Le vinieron a la cabeza las palabras de Will, su valiente defensa de la intimidad de Sara Linton.

Quizá tuviera una parte de razón.

Pinchó en el segundo enlace y accedió al expediente del caso de Jeffrey Tolliver. Saltaba a la vista que la víctima era un policía. Los informes eran largos y detallados; del tipo que escribes cuando quieres que todas y cada una de las palabras allí escritas se sostengan cuando subas al estrado a testificar. Ojeó el historial de Tolliver, sus años de servicio como representante de la ley. Había hipervínculos que permitían acceder a los casos en los que había trabajado. Faith conocía algunos de haberlos visto en las noticias, y otros porque había oído hablar de ellos a algún compañero en la cantina.

Continuó leyendo sobre la vida de Tolliver y, por el respeto con que la gente lo describía, se hizo una idea de la clase de hombre que debió de ser. No paró hasta que llegó a las fotos pertenecientes a la escena del crimen: Tolliver había muerto a consecuencia de la explosión de una bomba de fabricación casera. Sara estaba con él, lo había presenciado todo, le había visto morir. Las fotografías eran sobrecogedoras, el cuerpo había quedado destrozado. De algún modo las fotos de la escena del crimen habían terminado mezclándose: Sara con las manos extendidas para que la cámara pudiera captar las salpicaduras de sangre. El rostro de la doctora, en un primer plano muy corto, con los ojos tan inertes como los de su marido en las fotos tomadas en la morgue.

Según todos los archivos, el caso seguía abierto. No había ninguna resolución. Ningún arresto. Ninguna condena. Resultaba extraño, teniendo en cuenta que se trataba del asesinato de un policía. ¿Qué era lo que había dicho Amanda sobre Coastal?

Faith abrió otra ventana. Entre las competencias del DIG estaba la de investigar todas las muertes ocurridas en instituciones públicas. Faith buscó las muertes sucedidas en la cárcel de Coastal en los últimos cuatro años. Eran dieciséis en total. Tres de ellas habían sido homicidios: un racista de extrema derecha había muerto por apaleamiento en la sala común y dos afroamericanos se habían apuñalado mutuamente con el mango de un cepillo de plástico afilado. Faith ojeó rápidamente los otros trece: ocho suicidios y cinco muertes debidas a causas naturales. Pensó en lo que Amanda le había dicho a Sara Linton: «Nosotros cuidamos de los nuestros».

Los guardias de las instituciones penitenciarias lo llamaban «liberar a un preso bajo la custodia del Altísimo». La muerte tenía que ser discreta, poco llamativa y, sobre todo, verosímil. Un policía sabía perfectamente cómo cubrir sus huellas. Faith imaginó que alguno de los que habían muerto por sobredosis o suicidio debía de ser el asesino de Tolliver; era una muerte triste y lamentable, pero un acto de justicia, al fin y al cabo. Sintió una especie de alivio al saber que el asesino había sido castigado y que le habían ahorrado a la viuda un largo y penoso juicio.

Faith cerró los archivos uno por uno y volvió a abrir el Firefox. Escribió el nombre de Jeffrey Tolliver al lado del de Sara Linton en la barra de búsquedas e inmediatamente aparecieron en la pantalla varios artículos en el periódico local. El Grant Observer no era exactamente un periódico de primera línea: publicaba en su portada el menú diario de la escuela de primaria y las noticias más destacadas glosaban las proezas del equipo de fútbol del instituto.

Dado que ahora ya conocía las fechas exactas no tardó mucho en localizar los artículos relacionados con el asesinato de Tolliver. Coparon las páginas del periódico durante varias semanas. A Faith le sorprendió descubrir que era un hombre muy guapo. Había una foto del matrimonio en un evento formal: él iba de esmoquin y Sara lucía un vestido negro y ceñido. Junto a su marido se la veía radiante, parecía otra mujer. Curiosamente fue esa foto la que le hizo sentirse culpable por andar fisgoneando en la vida privada de Sara. Parecía insultantemente feliz en ella, como si absolutamente toda su vida fuera perfecta. Faith miró la fecha: la fotografía había sido tomada dos semanas antes de la muerte de Tolliver.

Con este último descubrimiento, cerró el portátil. Se sentía abatida y levemente asqueada de su comportamiento. Al menos en esto Will tenía toda la razón: no debería haber curioseado.

En penitencia sacó el glucosómetro. Le había subido el azúcar, y tuvo que pararse un momento a pensar para recordar lo que debía hacer. Tenía que pincharse otra vez. Miró en su bolso. Solo le quedaban tres dosis de insulina y aún no había pedido cita con Delia Wallace.

Se subió la falda para pincharse en el muslo. Todavía tenía la marca de la inyección que se había puesto en el baño a la hora de comer. Un pequeño hematoma rodeaba la marca de la aguja, y pensó que lo mejor era pincharse en la otra pierna. La mano no le tembló tanto como la vez anterior, y solo tuvo que contar hasta veintiséis antes de clavar la aguja en su muslo. Se recostó en la silla, esperando a que la inyección le hiciera efecto. Pasó un minuto entero y se sintió aún peor.

«Mañana», pensó. Lo primero que haría al levantarse sería pedir cita con Delia Wallace.

Se levantó y se estiró la falda. La cocina estaba hecha un desastre: los platos se acumulaban en el fregadero y el cubo de la basura estaba desbordado. No era demasiado ordenada, pero normalmente su cocina estaba impecable; había tenido que visitar demasiadas escenas del crimen en las que la víctima yacía en el suelo de una mugrienta cocina y la escena siempre despertaba en ella un sentimiento de hostilidad hacia la mujer, como si se mereciera que su novio la matara a palos o que un desconocido le pegara un tiro por tener el fregadero lleno de platos sucios.

Se preguntó qué pensaría Will cuando contemplaba la escena de un crimen. Habían investigado juntos muchos homicidios, pero cuando estaban frente a un cadáver su rostro era siempre inescrutable. Había empezado su carrera en el DIG. Nunca había llevado uniforme, nunca le habían llamado para investigar un olor extraño y se había encontrado con una anciana muerta en su sofá, no sabía lo que era salir a patrullar, ni había tenido que parar a un conductor por exceso de velocidad sin saber de antemano si sería un adolescente inofensivo o un pandillero armado el que iba al volante.

Era asquerosamente «pasivo». Faith no podía entenderlo. Pese a su actitud, Will era un hombre fuerte y grande. Salía a correr todos los días, así cayeran chuzos de punta o hiciera un sol se justicia, levantaba pesas, incluso había excavado un estanque en su jardín. Había tanto músculo bajo esos trajes que tanto le gustaban que su cuerpo parecía estar labrado en piedra. Y sin embargo, esa misma tarde se había quedado sentado, con el bolso de Faith en el regazo, suplicándole a Galloway un poco más de información. Si ella hubiera estado en su lugar habría arrinconado al cretino de Galloway contra la pared para estrujarle los testículos hasta que cantara La Traviata.

Pero ella no era Will, y este nunca haría una cosa así. Él se limitaba a estrecharle la mano a Galloway y a agradecerle la cortesía profesional como un gorila corto de luces.

Se agachó para sacar el detergente en polvo de debajo del fregadero, pero la caja estaba vacía. Volvió a dejarla en su sitio y fue hacia la nevera para apuntarlo en la lista de la compra. Llevaba tres letras escritas cuando vio que ya lo había apuntado. Dos veces.

– Mierda -murmuró, y se llevó la mano al vientre. ¿Cómo iba a hacerse cargo de un niño si ni siquiera era capaz de cuidar de sí misma? Quería a Jeremy, lo adoraba, pero había tenido que esperar dieciocho años para empezar a hacer su vida, y ahora que por fin lo había conseguido tendría que volver a esperar otros dieciocho. Para entonces tendría ya más de cincuenta, sería casi una abuela con derecho a descuentos para la tercera edad.

¿Era eso lo que quería? ¿Estaba realmente en condiciones de hacer frente a algo así? No podía pedirle otra vez a su madre que le echara una mano. Evelyn quería mucho a Jeremy, y jamás se había quejado por tener que cuidar de su nieto -ni durante el tiempo que Faith estuvo en la academia de policía ni cuando tenía que doblar el turno para poder llegar a fin de mes-, pero a estas alturas no podía esperar que su madre la ayudara como la ayudó entonces.

¿Con quién más podía contar?

Con el padre de la criatura no, desde luego. Víctor Martínez era alto, moreno, guapo… y completamente incapaz de cuidar de sí mismo. Era jefe de estudios en la politécnica de Georgia y tenía casi veinte mil alumnos a su cargo, pero ni siquiera era capaz de encontrar un par de calcetines limpios por las mañanas. Habían salido juntos seis meses antes de que él se mudara a su casa, cosa que a ella le había parecido increíblemente impulsiva y romántica hasta que empezaron a convivir realmente. Al cabo de una semana, Faith ya le hacía la colada a Víctor, le recogía la ropa del tinte, le preparaba la comida y limpiaba lo que él ensuciaba. Era como tener que criar a Jeremy otra vez, aunque a su hijo al menos lo podía castigar si no cumplía con sus obligaciones. Un día, Faith acababa de fregar la pila cuando llegó Víctor y le dejó un cuchillo pringado de manteca de cacahuete en el escurridor; fue la gota que colmó el vaso. Si hubiera tenido a mano la pistola en ese momento le habría pegado un tiro.

A la mañana siguiente se fue de su casa.

A pesar de todo, Faith no pudo evitar enternecerse pensando en Víctor mientras cerraba la bolsa de la basura. Esa era otra diferencia entre su hijo y su ex amante: a este no había que pedirle seis veces que sacara la basura. Era una de las tareas que más odiaba Faith, y -por ridículo que pueda parecer- sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras pensaba que tenía que sacar la basura, bajar con la bolsa por las escaleras y tirarla en el contenedor.

Alguien llamó a la puerta: tres golpes cortos y luego el timbre.

Se enjugó las lágrimas de camino a la puerta; tenía las mejillas tan húmedas que tuvo que usar la manga. Todavía llevaba encima la pistola, así que no se molestó en mirar por la mirilla.

– Esto sí que es nuevo -dijo Sam Lawson-. Normalmente las mujeres lloran cuando me voy, no cuando llamo a su puerta.

– ¿Qué quieres, Sam? Es tarde.

– ¿No vas a invitarme a entrar? -preguntó moviendo las cejas-. Lo estás deseando.

Faith estaba demasiado cansada para discutir, así que se dio media vuelta y le invitó a seguirla hasta la cocina. Había estado saliendo unos años con Sam Lawson, pero ya ni siquiera sabía qué había visto en él. Bebía demasiado, estaba casado, no le gustaban los críos. Le resultaba cómodo y sabía cuándo marcharse, lo cual significaba que se iba en cuanto había cumplido su función.

Vale, ahora ya recordaba qué era lo que había visto en él.

Sam se sacó el chicle de la boca y lo tiró a la basura.

– Me alegro de haber tropezado hoy contigo. Tengo que contarte algo.

Faith se preparó para escuchar las malas noticias.

– Tú dirás.

– Ya no bebo. Llevo un año completamente sobrio.

– ¿Has venido a hacer las paces?

Sam se echó a reír.

– Por Dios, Faith. Debes de ser la única persona en mi vida a la que no he dejado tirada.

– Solo porque yo te di la patada antes de que tuvieras ocasión

– replicó Faith cerrando la bolsa de la basura de un tirón.

– Esa bolsa se va a romper.

No había terminado la frase cuando el plástico se rajó.

– Mierda -masculló Faith.

– ¿Quieres que…?

– Puedo sola.

Sam se inclinó sobre el mostrador.

– Me encanta observar a una mujer haciendo las tareas del hogar.

Faith lo fulminó con la mirada.

Sam sonrió de nuevo.

– Creo que hoy en Rockdale te has despachado a gusto.

Faith blasfemó mentalmente al recordar que Max Galloway todavía no les había enviado los informes relativos a la escena del crimen. Estaba tan furiosa que no había estado pendiente, y no estaba dispuesta a permitir que volviera a salirle con que todo era mera rutina.

– Faith, te estoy hablando.

– La policía de Rockdale colabora sin reservas en la investigación -respondió sin salirse de lo acordado.

– Es la hermana la que debería preocuparte. ¿Has visto las noticias? Joelyn Zabel va por ahí culpando a tu compañero de la muerte de su hermana.

Aquello era algo que no pensaba permitir.

– Lee el informe de la autopsia.

– Ya lo he leído -replicó Sam. Faith imaginó que Amanda había filtrado el informe a ciertas personas para que divulgaran su contenido lo antes posible-. Jacquelyn Zabel se suicidó.

– ¿Le has dicho eso a la hermana? -le preguntó Faith.

– A ella no le importa la verdad.

Faith le miró con ironía.

– Como a la mayoría.

El periodista encogió los hombros.

– Ya consiguió lo que quería de mí. Ahora prefiere salir en televisión.

– El Atlanta Beacon no es lo suficientemente bueno para ella, ¿eh?

– ¿Por qué te pones tan borde conmigo?

– No me gusta tu trabajo.

– A mí tampoco me enloquece el tuyo, ¿sabes? -Se fue hacia el armario del fregadero para sacar una bolsa de basura-. Métela dentro de otra bolsa.

Faith cogió una nueva bolsa y trató de no pensar en lo que Pete había hallado durante la autopsia.

– ¿Qué dice él? Me refiero a tu compañero, Trent -preguntó Sam con aire distraído mientras volvía a guardar el paquete de bolsas en el armario.

– El departamento de relaciones públicas te dará la información que necesites.

No era de los que aceptaban un no por respuesta.

– Francis me dijo que Galloway le ha dejado hoy a la altura del betún. Me lo ha pintado como un gorila con pocas luces.

La agente se olvidó por un momento de la basura.

– ¿Quién es Francis?

– Fierro.

Mentalmente Faith se regodeó en lo afeminado del nombre.

– Y tú vas y publicas lo que te dice ese capullo sin molestarte en contrastar la información con alguien que te contaría la verdad.

Se apoyó en el mostrador de la cocina.

– Afloja un poco, ¿quieres? Me limito a hacer mi trabajo.

– ¿Te dejan poner excusas en Alcohólicos Anónimos?

– No publiqué lo del asesino del riñón.

– Porque se demostró que no era verdad antes de que lo hicieras.

Se echó a reír.

– No hay manera de colarte un farol -dijo observándola mientras forcejeaba con la basura para meterla en la segunda bolsa-. Dios, cómo te he echado de menos.

Faith le fulminó con la mirada, pero sus palabras no le dejaron indiferente. Sam había sido su salvavidas durante muchos años; podía recurrir a él cuando de verdad lo necesitaba, pero no la agobiaba con sus atenciones.

– No he publicado nada sobre tu compañero -le dijo.

– Gracias.

– Pero ¿qué es lo que pasa con Rockdale? Es evidente que van a por vosotros.

– Tienen más interés en dejarnos en evidencia que en encontrar al tipo que secuestró a esas mujeres.

– Faith no se paró a pensar en que estaba verbalizando los sentimientos de Will-. Sam, es algo terrible. He visto a una de ellas con mis propios ojos. Ese asesino… quienquiera que sea…

Tardó demasiado en darse cuenta de con quién estaba hablando.

Off the record -dijo él.

– Nada es off the record.

– Por supuesto que sí.

Faith sabía que era sincero. En el pasado le había contado secretos que él había guardado celosamente. Cosas relacionadas con algunos de sus casos. Secretos sobre su madre, una buena policía que había perdido su trabajo porque habían pillado a algunos de sus detectives metiendo la mano en alijos de droga. Sam jamás había publicado nada de lo que Faith le había contado, y por eso debía confiar en él ahora. Pero no podía, porque no se trataba solo de ella, también concernía a Will. Puede que en ese momento odiara a su compañero por ser tan pusilánime, pero por nada del mundo iba a dejar que nadie le cuestionara.

– ¿Qué te pasa, nena?

Faith miró la bolsa de basura rasgada que tenía a sus pies, sabiendo que si levantaba la vista él podría leerlo todo en su cara. Recordó el día en que descubrió que a su madre la habían expulsado del cuerpo. Evelyn no quiso que nadie la consolara; prefirió que la dejaran sola, y su hija se sintió igual hasta que apareció Sam, que se había colado en su casa exactamente igual que ahora. Al sentir sus brazos alrededor de su cuerpo, Faith se desmoronó y rompió a llorar como un bebé.

– ¿Nena?

Ella abrió la bolsa nueva de una sacudida.

– Estoy cansada, de mal humor y parece que no te enteras de que no voy a darte ningún titular.

– No quiero un titular. -El tono de Sam había cambiado. Faith alzó la vista para mirarle, sorprendida al ver una sonrisa bailando en sus labios-. Estás…

Se le vinieron a la cabeza muchas formas de terminar la frase: hinchada, sudorosa, como una ballena.

– Preciosa -dijo Sam para sorpresa de ambos. Nunca había sido muy proclive al halago, y desde luego Faith no estaba acostumbrada a escucharlos.

Salió de detrás del mostrador y se acercó a ella.

– Te veo distinta -dijo tocándole el brazo. La rugosidad de su palma hizo que una oleada de calor y de deseo recorriera todo el cuerpo de ella-. No sé, pareces tan…

Estaba muy cerca y miraba fijamente sus labios, como si quisiera besarlos.

– Oh -exclamó Faith-. No, Sam.

Se apartó bruscamente. Ya le había pasado con su primer embarazo: a los hombres les daba por tirarle los tejos, por decirle que estaba preciosa, aunque tuviera la barriga tan grande que no podía ni atarse los cordones de los zapatos. Debían de ser las hormonas, las feromonas, o algo así. Con catorce le daba un poco de grima, pero ahora, con treinta y tres, simplemente le molestaba.

– Estoy embarazada.

Sus palabras quedaron flotando entre los dos como un globo de plomo. Faith cayó en la cuenta entonces de que era la primera vez que las pronunciaba en alto.

Sam intentó quitarle hierro al asunto haciendo una broma.

– Vaya, y ni siquiera he tenido que quitarme los pantalones.

– Lo digo en serio. Estoy embarazada.

– ¿Y eso…? -A Sam parecía costarle encontrar las palabras-. ¿El padre?

Faith pensó en Víctor; aún tenía calcetines suyos en el cubo de la ropa sucia.

– No lo sabe.

– Deberías decírselo. Tiene derecho a saberlo.

– ¿Desde cuándo eres el más indicado para decidir lo que es moral o inmoral en una relación?

– Desde que mi mujer se sometió a un aborto sin decirme nada. -Sam se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros. Levantó los suyos-. Gretchen pensaba que no estaba preparado. Probablemente tenía razón, pero aún así…

Faith se mordió la lengua. Pues claro que Gretchen tenía razón: hasta un dingo le habría sido de más ayuda para criar a un hijo.

– ¿Fue mientras salías conmigo?

– Después -respondió Sam bajando la vista. Apretó el brazo de Faith y recorrió con los dedos el cuello de su blusa-. Todavía no había tocado fondo.

– No estabas en situación de tomar una decisión responsable.

– Todavía estamos intentando entender lo que pasó.

– ¿Por eso estás aquí?

Sam la besó apasionadamente. Faith sintió la aspereza de su barba y el sabor de la canela del chicle que había estado mascando. La subió encima del mostrador y sus lenguas se entrelazaron. A Faith no le desagradó, y cuando las manos de Sam se deslizaron por sus muslos y le subieron la falda no se resistió. De hecho le ayudó, aunque probablemente no debería haberlo hecho, porque eso precipitó el final de manera innecesaria.

– Perdona -se disculpó Sam meneando la cabeza y casi sin aliento-. No pretendía… Yo solo…

A Faith le daba igual. Pese a que con los años había logrado quitárselo de la cabeza, por lo visto su cuerpo recordaba cada centímetro del de Sam. Era tan condenadamente agradable volver a estar en sus brazos, volver a sentir la cercanía de alguien que lo sabía todo de su familia, de su trabajo y de su pasado… incluso aunque ese cuerpo no le sirviera de mucho ahora mismo.

Faith besó sus labios con mucha ternura.

– No pasa nada.

Sam se apartó. Estaba demasiado avergonzado para darse cuenta de que no importaba.

– Sammy…

– Todavía no le he cogido el tranquillo a esto de estar sobrio.

– No pasa nada -repitió Faith, e intentó besarle de nuevo.

Él se apartó bruscamente, mirando por encima de su hombro para no mirarla a los ojos.

– ¿Quieres que…? -dijo, señalando su entrepierna sin demasiada convicción.

Faith exhaló un profundo suspiro. ¿Por qué todos los hombres de su vida la decepcionaban siempre? Dios sabía que sus expectativas no eran muy altas.

Sam miró su reloj.

– Gretchen debe de estar esperándome. Últimamente estoy trabajando hasta tarde.

Faith se rindió y apoyó la cabeza en el armario que tenía detrás. Pero aún podía sacar partido de aquella situación.

– ¿Te importa llevarte la basura al salir?

Capítulo doce

Maldita sea -murmuró Pauline, e inmediatamente se preguntó por qué no lo gritaba a voz en cuello-. ¡Joder! -aulló, con todas sus fuerzas.

Agitó las manos, sujetas con esposas, y tiró con fuerza, pese a que sabía que no le serviría de nada. Era como si la hubieran metido en la cárcel: las esposas estaban fuertemente atadas a un cinturón de cuero, de modo que aunque lograra doblar su cuerpo hasta hacerlo una bola no podía ni tocarse la barbilla con la punta de los dedos. Tenía los pies encadenados y los gruesos eslabones tintineaban a cada paso que daba. Había practicado tanto el yoga que podía ponerse los pies detrás de la cabeza pero ¿de qué le servía? ¿Para qué demonios servía la postura del arado cuando era tu vida lo que estaba en juego?

La venda que le cubría los ojos solo empeoraba las cosas, aunque había logrado desplazarla un poco frotando su cara contra los bloques de cemento situados a lo largo de una de las paredes. Estaba muy apretada. Milímetro a milímetro, había conseguido aflojarla, aunque para ello había tenido que despellejarse media cara. La habitación estaba a oscuras, pero Pauline sentía que había avanzado algo, que estaría preparada cuando la puerta se abriera y pudiera ver algo de luz por debajo de la venda.

Pero de momento, todo estaba a oscuras. Oscuridad era todo cuanto podía ver. No había ventanas, ni luz, ni nada que pudiera servirle para medir el paso del tiempo. Pensándolo bien, aunque no podía verlo, bien podía ser que alguien la estuviera vigilando, o grabándola, o peor aún, que se estuviera volviendo loca. Qué demonios, ya estaba empezando. Estaba empapada en sudor. Las gotas brotaban de su cuero cabelludo y le hacían cosquillas al deslizarse por la nariz. Resultaba enloquecedor, y la maldita oscuridad lo hacía aún más difícil.

A Felix le gustaba la oscuridad. Le encantaba que se metiera en la cama con él y le contara cuentos. Le gustaba esconderse entre las sábanas y taparse la cabeza con la manta. Quizá le había mimado demasiado cuando era más pequeño. Nunca le permitía irse a donde ella no pudiera verlo. Le daba miedo que alguien lo secuestrara, que alguien se diera cuenta de que en realidad ella no debería ser madre, de que no estaba capacitada para amar a un niño de la forma en que necesita ser amado. Pero lo quería: adoraba a su hijo. Lo quería tanto que pensar en él era lo único que le impedía hacerse una bola, enrollarse las cadenas alrededor del cuello y suicidarse.

– ¡Socorro! -gritó, sabiendo que no serviría de nada. Si alguien pudiera oírla la habrían amordazado.

Unas horas antes había recorrido la habitación y calculado que debía de medir unos seis metros de largo por un poco más de cuatro. Una de las paredes estaba hecha de bloques de cemento, las demás de yeso, y había también una puerta metálica que estaba cerrada por fuera. En un rincón había un colchón de vinilo y un cubo con tapa para hacer sus necesidades. El cemento estaba frío bajo sus pies desnudos. Se oía un zumbido que venía de la habitación de al lado: un calentador de agua, algo mecánico. Estaba en un sótano, bajo tierra, y eso le hacía sentir pavor. Odiaba estar bajo tierra. Ni siquiera dejaba el coche en el garaje cuando iba a la oficina, hasta ese punto lo detestaba.

Dejó de caminar y cerró los ojos.

Nadie aparcaba en su sitio, justo al lado de la puerta. A veces salía a que le diera un poco el aire y se acercaba hasta la puerta del garaje para asegurarse de que su plaza estaba vacía. Podía leer el letrero desde la calle: PAULINE MCGHEE. Dios, lo que tuvo que batallar con la empresa que pintaba los rótulos para que pusieran esa «c» en minúscula. A alguien le había costado el puesto, pero a ella le daba igual, porque quien fuera no había sabido hacer su trabajo.

Si descubría que alguien había aparcado en su sitio llamaba al encargado para que lo sacara con la grúa. Porsche, Bentley, Mercedes… a Pauline le daba igual. Se había ganado a pulso esa puñetera plaza. Y aunque no la usara, no iba a permitir que nadie más lo hiciera.

– ¡Sáquenme de aquí! -gritó, y sacudió los brazos, intentando deshacerse del cinturón. Pero era muy grueso, se parecía a los que llevaba su hermano en los años setenta. Tenía una doble fila de agujeros y dos dientes en la hebilla. El metal parecía recubierto de cera, y sabía que los dientes estaban soldados. No podía recordar cuándo había ocurrido, pero sabía de sobra qué tacto tenía un cinturón soldado.

– ¡Socorro! -gritó-. ¡Que alguien me ayude!

Nada. Nadie venía a ayudarla. Nadie respondía. El cinturón se le clavaba en la piel y le hacía daño en las caderas. Si no estuviera tan asquerosamente gorda podría escabullirse tranquilamente.

«Agua», pensó. ¿Cuándo había bebido por última vez? Podías estar sin comer varias semanas, incluso meses, pero no sin beber. Podías aguantar tres o cuatro días hasta que aparecieran los primeros síntomas: calambres, delirio, fuertes dolores de cabeza. ¿Pensarían darle agua? ¿O iban a dejar que se debilitara para poder hacerle lo que quisieran mientras ella estaba indefensa como un niño?

«Un niño.»

No. No quería pensar en Felix. Morgan cuidaría de él; no permitiría que a su hijo le pasara nada malo. Era un cabrón y un mentiroso, pero cuidaría de Felix, porque en el fondo no era una mala persona. Pauline sabía distinguir a la gente mala, y Morgan Hollister no lo era.

Oyó ruido de pasos a su espalda, al otro lado de la puerta. Se detuvo aguantando la respiración para poder escuchar mejor. Escaleras, alguien estaba bajando por las escaleras. Pese a la oscuridad podía ver las paredes que la rodeaban. ¿Qué era peor: estar sola allí abajo o estar atrapada en compañía de otra persona?

Sabía muy bien lo que venía a continuación. Lo sabía perfectamente. Nunca se conformaba con una sola. Siempre quería dos: cabello oscuro, ojos oscuros y un corazón solitario para poder destrozarlo. Las había mantenido separadas de momento, pero ahora quería tenerlas a las dos juntas. Enjauladas como dos animales. Forcejeando desesperadamente, como animales.

La primera ficha del dominó estaba a punto de caer, y detrás irían cayendo todas las demás. Una mujer sola, dos mujeres solas, y después…

Oyó una voz que decía: «No-no-no-no», y se dio cuenta de que era su propia voz lo que oía. Se echó hacia atrás y se pegó a la pared; las rodillas le temblaban de tal manera que, de no haberse apretado contra el rugoso bloque de cemento, se habría caído al suelo. Sus manos también temblaban y hacían tintinear la cadena de las esposas.

– No -murmuró, solo una palabra, para no sucumbir al miedo. Era una superviviente. No se había esforzado tanto durante los últimos veinte años para acabar muriendo en un maldito zulo subterráneo.

La puerta se abrió. Vio un fogonazo de luz por debajo de la venda.

– Aquí tienes a tu amiga -dijo el hombre.

Oyó algo que caía al suelo y, a continuación, un angustiado suspiro, ruido de cadenas y, por fin, el silencio. Oyó también otro sonido, más suave; un ruido sordo que resonó por toda la habitación.

La puerta se cerró. La luz desapareció. Se oía un ruido sibilante, como de alguien que respiraba con dificultad. A tientas, Pauline encontró el cuerpo del que provenía la respiración. Cabello largo, los ojos vendados, el rostro delgado, senos pequeños y las manos esposadas por delante. La mujer tenía la nariz rota, de ahí el sonido sibilante.

Pero no había tiempo para preocuparse de eso. Registró los bolsillos de su compañera, esperando encontrar algo que las ayudara a salir de allí. Nada. Solo otra persona más que también necesitaría agua y comida.

– Mierda -masculló, y se sentó sobre sus talones, tratando de reprimir las ganas que tenía de ponerse a aullar a pleno pulmón. Sus pies chocaron con algo duro y alargó la mano, recordando que había oído caer algo más.

Pasó las manos por los bordes de la caja de cartón, calculando que mediría unos quince centímetros cuadrados. Pesaba lo menos un par de kilos. Tenía una línea troquelada en uno de los lados, así que presionó el cartón y abrió la caja. En el interior encontró algo resbaladizo.

– ¡No! -exclamó.

«Otra vez no.»

Cerró los ojos y notó que una lágrima se escapaba por debajo de la venda. Felix, su trabajo, su Lexus, su vida… Todo se desvaneció cuando sus dedos acariciaron el plástico de las bolsas de basura.

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