Will se había obligado a salir de la cama a las cinco de la mañana, su hora habitual. Había salido a correr con desgana y la ducha no le había espabilado mucho más. Estaba apoyado en el fregadero de la cocina mientras sus cereales se ablandaban en el cuenco cuando Betty se puso a lamerle el tobillo para sacarle de su estupor.
Cogió la correa de la perra, que estaba junto a la puerta, y se agachó para engancharla al collar. Betty le lamió la mano y él acarició su minúscula cabeza. Salir a la calle con el chihuahua le resultaba muy embarazoso. Era la clase de perro que una joven estrella podía sacar a pasear dentro de un bolso de piel, pero apenas podía seguirle el paso a Will. Para más inri, no levantaba ni quince centímetros del suelo, y cuando fue a comprar la correa la única lo suficientemente larga para que pudiera llevarla con comodidad era de color rosa chillón. En el parque, muchas mujeres atractivas le habían hecho notar que hacía juego con su collar de strass justo antes de intentar arreglarle una cita con sus hermanos.
Betty había llegado a su vida como una especie de herencia, cuando su vecino la dejó abandonada un par de años antes. Angie odió a la perra a primera vista y castigó a Will por lo que ambos sabían era la pura verdad: que un hombre que se había criado en un orfanato no iba a arrojar al estanque a un animal abandonado, por muy ridículo que se sintiera cada vez que tenía que sacarlo a pasear.
No era ese el único detalle vergonzoso de su vida con la perra, había algunos más que ni siquiera Angie conocía. Los horarios de trabajo de Will eran bastante irregulares y a veces, cuando una investigación empezaba a avanzar, apenas tenía tiempo de pasar por casa para cambiarse de camisa. Había puesto el estanque en el jardín para Betty, pensando que así podría distraerse viendo nadar a los peces. Los primeros días se dedicaba a ladrarles, pero luego se había olvidado de ellos y prefería quedarse tumbada en el sofá a esperar a Will.
Will sospechaba que en realidad le tomaba el pelo, que se subía corriendo al sofá cuando oía las llaves y fingía haberse pasado todo el tiempo esperándolo allí tumbada cuando en realidad había estado entrando y saliendo por la gatera, jugando con las carpas del estanque y escuchando sus discos.
Se palpó los bolsillos para asegurarse de que llevaba la cartera y el móvil y se colocó la funda de la pistola en el cinturón. Salió de casa y cerró la puerta con llave. De camino al parque, Betty llevaba el rabo tieso y lo agitaba alegremente. Will miró la hora en el móvil: había quedado con Faith al cabo de treinta minutos en la cafetería del otro lado del parque. Cuando un caso estaba en pleno apogeo, normalmente prefería encontrarse con ella en la cafetería que pasar a recogerla por su casa. Si Faith había reparado alguna vez en que la cafetería estaba justo al lado de un centro de día para perros llamado Mr. Ladrador había tenido el buen gusto de no mencionarlo.
Cruzaron la calle con el semáforo en rojo; Will iba despacio para que la perra pudiera seguirle el paso, más o menos como con Amanda el día anterior. No sabía qué le preocupaba más, si el caso, en el que seguían sin tener muchas pistas con las que trabajar, o el hecho de que Faith estuviera enfadada con él. No era ni mucho menos la primera vez que ocurría, pero en esta ocasión su enfado tenía un punto de decepción.
Había notado cierta presión por su parte, aunque Faith no hubiera llegado a verbalizarlo. El problema radicaba en que eran dos tipos de policía completamente distintos. Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que su falta de agresividad a la hora de encarar el trabajo chocaba frontalmente con el enfoque de Faith, pero lejos de ser una fuente de conflicto, siempre había sido un contraste beneficioso para los dos. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Faith quería que se comportara como la clase de policía que Will detestaba: los que primero sacan los puños y dejan los remordimientos para después. Will odiaba a esos policías, en más de una ocasión había tenido que sacarlos a patadas de un caso. No podías ir por ahí diciendo que eras de los buenos si te comportabas exactamente igual que los malos. Faith no podía ignorar eso: venía de una familia de policías. Pero a su madre la habían expulsado del cuerpo por conducta impropia, así que a lo mejor sí lo sabía y no le importaba.
Él no podía aceptar ese razonamiento. Faith no era solo una buena policía, era una buena persona. Todavía seguía insistiendo en la inocencia de su madre, creía que existía una línea perfectamente definida que separa el bien del mal. Will no podía explicarle sin más que su método era mejor; tendría que descubrirlo por sí misma.
Él nunca había patrullado las calles como Faith, pero se había movido mucho en comunidades pequeñas y había aprendido a fuerza de golpes que era mejor no enfrentarse con la policía local. Por ley, eran los jefes los que solicitaban la ayuda del DIG, no los detectives ni los agentes. Ellos seguían trabajando en sus casos, pensando que podían resolverlos por sus propios medios, y se mostraban hostiles a cualquier interferencia que viniera de fuera. Pero lo más probable era que antes o después necesitaras su colaboración, y si los dejabas en evidencia y no mantenías siquiera un resquicio que les permitiera salvar la cara se dedicaban a sabotear tu trabajo por todos los medios a su alcance sin pensar en las consecuencias.
Lo que había sucedido con la policía de Rockdale era un buen ejemplo. Amanda se había puesto en contra a Lyle Peterson, el jefe superior de policía, en un caso anterior en el que habían tenido que trabajar juntos. Ahora que necesitaban la colaboración del departamento de policía local, Rockdale les estaba saboteando el caso por mediación de Max Galloway, cuya gilipollez rayaba en la negligencia.
Lo que tenía que entender Faith era que los policías no siempre actuaban de forma desinteresada. Tenían su ego, su propio territorio. Eran como animales que iban marcando su terreno: si lo invadías iban a por ti sin importarles lo más mínimo cuántos cadáveres pudieran dejar por el camino. Para algunos no era más que un juego, un juego que tenían que ganar a toda costa.
Como si pudiera leerle la mente, Betty se paró a la entrada del parque Piedmont a hacer sus cosas. Will esperó, recogió las heces y tiró la bolsa en una papelera. Había mucha gente corriendo, unos con perro y otros solos. Corrían en grupo para combatir el frío, pero por el modo en que el sol fundía la niebla Will anticipó que hacia las doce tendría el cuello irritado por el roce de la camisa.
Hacía veinticuatro horas que habían abierto el caso y Faith y Will iban a tener un día muy ajetreado: debían hablar con Rick Sigler, el técnico sanitario que había atendido a Anna en el lugar del accidente; buscar a Jack Berman, el acompañante de Sigler; interrogar a Joelyn Zabel, la odiosa hermana de Jacquelyn. Will sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas, pero había visto a la mujer en todos los informativos, tanto locales como nacionales, la noche anterior. Por lo visto le gustaba hablar. Y al parecer le encantaba despotricar. Will se alegró de haber estado en la autopsia el día anterior y de haber podido quitarse de encima el remordimiento por la muerte de Zabel, porque si no, los comentarios de su hermana se le habrían clavado en lo más profundo del alma.
Le hubiera gustado poder registrar la casa de Pauline McGhee, pero seguramente Leo Donnelly se habría opuesto. Tenía que haber algún modo de sortear la cuestión, y si había algo que Will quería hacer ese día era encontrar el modo de meterlo en el caso. Apenas había dormido, se había pasado la noche pensando en Pauline McGhee. Cada vez que cerraba los ojos se le fundían la imagen de la cueva y la de Pauline, y la veía en aquella cama de madera, atada como un animal, mientras él la miraba impotente. Su instinto le decía que algo estaba pasando con ella. Se había escapado una vez hacía veinte años, pero ahora tenía raíces. Felix era un buen chico. Su madre no le abandonaría.
Se rio para sus adentros. Él debería saber mejor que nadie que las madres abandonaban a sus hijos continuamente.
– Vamos -dijo, tirando de la correa de Betty para apartarla de una paloma que era casi tan grande como ella.
Se metió la mano en el bolsillo para calentarse sin dejar de pensar en el caso. Will no era tan idiota como para adjudicarse todo el mérito de los arrestos que había llevado a cabo. De hecho, la mayor parte de los delincuentes eran bastante idiotas. La mayoría de los asesinos cometían errores porque por lo general se dejaban llevar por sus impulsos. Se producía una pelea, había un revólver de por medio, los ánimos se exaltaban y, una vez que todo había acabado, la única duda era si el fiscal le acusaría de homicidio en primer o segundo grado.
Sin embargo, los secuestros a manos de un extraño eran diferentes, más difíciles de resolver, sobre todo cuando había más de una víctima. Los asesinos en serie, por definición, eran buenos en su trabajo: sabían de antemano que iban a asesinar a alguien, a quién y cómo iban a hacerlo. Habían practicado sus habilidades una y otra vez y las habían ido perfeccionando. Sabían cómo evitar que los descubrieran, ocultando las pruebas o simplemente no dejándolas. Dar con ellos tenía más que ver con que la policía tuviera un golpe de suerte que con que el asesino se confiara demasiado.
A Ted Bundy lo habían detenido gracias a un control de rutina. Dos veces. A BTK -que firmaba irónicamente sus cartas con dichas iniciales para indicar que le gustaba atar, torturar y matar a sus víctimas (Bind, torture and kill)- lo cogieron por un CD que le pasó accidentalmente a su pastor. A Richard Ramírez lo atrapó un ciudadano cuyo coche había intentado robar. A todos ellos les pillaron por casualidad, y tenían ya varios crímenes a sus espaldas cuando los detuvieron. Para la mayoría de los asesinatos en serie pasaban los años, y lo único que podía hacer la policía era esperar a que aparecieran más cadáveres y rezar para que el azar llevara a los criminales ante la justicia.
Will pensó en lo que sabían de su hombre: un sedán blanco a toda velocidad por la carretera, una cámara de tortura en mitad de la nada, unos testigos bastante mayores que no habían podido aportar nada útil. Jake Berman podía ser una pista, pero igual no lo encontraban nunca. Rick Sigler estaba limpio como una patena, salvo por los dos meses de hipoteca que debía, cosa que no era de extrañar dado el mal momento que atravesaba la economía. Los Coldfield eran -según los papeles, al menos- un matrimonio de jubilados absolutamente ejemplar. A Pauline McGhee le preocupaba su hermano, pero su preocupación podía deberse a motivos que nada tenían que ver con el asunto. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que Pauline tuviera algo que ver con su caso.
Las pruebas físicas eran igualmente endebles. Las bolsas de basura que encontraron dentro del cuerpo de las víctimas eran comunes y corrientes, como las que se pueden comprar en cualquier tienda. A los objetos encontrados en la cueva, desde la batería de barco hasta los instrumentos de tortura, tampoco podían seguirles la pista. Había muchas huellas y fluidos que podían compararse con sus bases de datos, pero no había saltado ninguna coincidencia. Los depredadores sexuales eran muy astutos e imaginativos. Casi el ochenta por ciento de los crímenes que se resolvían gracias al ADN eran principalmente robos, no asesinatos. Un cristal roto, un cuchillo de cocina manejado con torpeza, una barra de cacao que se caía de un bolsillo; todo ello conducía directamente al ladrón, que por lo general ya tenía una larga lista de antecedentes. Pero en una violación a manos de un extraño, donde la víctima no había tenido contacto previo con el asaltante, era como buscar una aguja en un pajar.
Betty se detuvo para olisquear unas hierbas junto al lago. Will alzó la vista y vio a una corredora que se dirigía hacia ellos. Llevaba mallas negras, una chaqueta de color verde fluorescente y el cabello recogido bajo una gorra qa juego. Iba flanqueada por dos galgos grises que llevaban la cabeza erguida y el rabo tieso; unos perros muy bonitos, elegantes, fuertes y con las patas largas. Exactamente igual que su dueña.
– Mierda -murmuró Will cogiendo a Betty en brazos y escondiéndola a su espalda.
Sara Linton se detuvo a unos metros de distancia y los perros se pararon también como comandos bien adiestrados. Will solo había podido enseñar a Betty a comer.
– Hola -dijo Sara visiblemente sorprendida. Al ver que no respondía, preguntó-: Eres Will, ¿no?
– Hola -dijo él mientras Betty le lamía la palma de la mano.
Sara se quedó mirándole.
– ¿Es un chihuahua eso que tienes ahí detrás?
– No, es que me alegro de verte.
Un poco confusa, Sara le sonrió; él, algo reticente, le mostró a Betty.
Los perros se saludaron y se olisquearon mutuamente, y Will se preparó para oír la pregunta habitual.
– ¿Es de tu mujer?
– Sí -mintió-. ¿Vives por aquí?
– En Milk Lofts, pasada la avenida Norte.
Vivía a menos de dos manzanas de su casa.
– No te pega vivir en un loft.
Sara se quedó algo confundida de nuevo.
– ¿Y qué me pega?
Will nunca había sido muy ducho en el arte de la conversación, y desde luego no sabía cómo expresar lo que, según él, le iba bien a Sara Linton; no sin quedar como un idiota, al menos.
Se encogió de hombros y dejó a Betty en el suelo. Los perros de Sara se alborotaron un poco y ella chasqueó la lengua una sola vez para llamarles al orden.
– Será mejor que me vaya -dijo Will-. He quedado con Faith en la cafetería al otro lado del parque.
– ¿Te importa si te acompaño?
– preguntó sin esperar respuesta. Los perros se levantaron y Will cogió a Betty para ir más deprisa. Sara era alta, casi tan alta como él. Intentó calcularlo sin que se notara demasiado. Angie casi podía apoyar la barbilla en su hombro si se ponía de puntillas, y Sara podría hacerlo sin demasiado esfuerzo. Podría acercarle la boca a la oreja si quisiera hacerlo.
– He estado pensando en lo de las bolsas de basura -dijo ella mientras se quitaba la gorra y se apretaba la coleta.
Will la miró de soslayo.
– ¿Y has llegado a alguna conclusión?
– Es un mensaje muy potente.
A Will no se le había ocurrido que pudieran ser un mensaje; más bien un horror.
– Cree que sus víctimas son basura.
– Y lo que les hace: privarlas de sus sentidos. -Will la miró de nuevo-. Quedaos ciegas, sordas y mudas ante la maldad.
Will asintió, preguntándose por qué no se le habría ocurrido mirarlo de esa manera.
– Me he estado preguntando si podría haber un cierto componente religioso en todo esto. En realidad fue algo que dijo Faith la primera noche lo que me llevó a planteármelo. Dios le quitó a Adán una costilla para crear a Eva.
– Vesalius -murmuró Will.
Sara se echó a reír sorprendida.
– No había vuelto a oír ese nombre desde mi primer año en la facultad de medicina.
Will se encogió de hombros, agradeciéndole mentalmente a Dios el haberse tropezado con la semana de los grandes hombres de la ciencia en el canal de historia. Andreas Vesalius era un anatomista que, entre otras cosas, demostró que los hombres y las mujeres tenían el mismo número de costillas; el Vaticano estuvo a punto de meterlo en prisión por su descubrimiento.
– Pero también está el número once -continuó Sara-: once bolsas de basura, la undécima costilla. Tiene que tener alguna relación.
Will se paró.
– ¿Qué?
– Las mujeres. Las dos tenían once bolsas de basura en el interior de su cuerpo. Y la costilla que le arrancaron a Anna fue la número once.
– ¿Crees que el asesino está obsesionado con el número once?
Sara echó a andar y Will caminó a su lado.
– Si piensas en cómo se manifiestan las conductas compulsivas, como el abuso de sustancias, los desórdenes alimenticios, los trastornos obsesivo-compulsivos en los que un individuo siente la necesidad de comprobar las cosas una y otra vez (si ha dejado la puerta bien cerrada, el horno o la plancha apagados) entonces tiene sentido que un asesino en serie, alguien que siente la necesidad de matar, siga una determinada pauta o, como en este caso, un número específico que tiene un significado para él. Por eso el FBI tiene una base de datos, para poder comparar los métodos y buscar pautas. Quizá podríais buscar algún hecho significativo que esté relacionado con el número once.
»Ni siquiera estoy segura de si se puede hacer una búsqueda con ese criterio. Lo que se registra en esa base está más relacionado con objetos: cuchillos, navajas, etc. Tiene que ver con lo que hacen, no con cuántas veces lo hacen, a menos que sea algo muy ostensible.
»Deberíais consultar la Biblia. Averiguar si el número once tiene algún significado religioso, de ese modo quizá podríais descubrir cuál es el móvil del asesino. -Sara se encogió de hombros, como si hubiera concluido su exposición, pero añadió-: El próximo es Domingo de Pascua. Eso también podría formar parte de la pauta.
– Once apóstoles -dijo Will.
Ella le miró con extrañeza.
– Tienes razón. Judas traicionó a Jesús, de modo que solo quedaron once apóstoles. Luego hubo uno que vino a reemplazarlo… ¿Dídimo? No me acuerdo. Seguro que mi madre lo sabe. -Sara se encogió de hombros otra vez-. A lo mejor no es más que una pérdida de tiempo.
Will creía firmemente en que las coincidencias eran, por lo general, pistas.
– Es una posibilidad que podemos explorar.
– ¿Qué hay de la madre de Felix?
– De momento no es más que un caso de desaparición.
– ¿Habéis localizado al hermano?
– La policía de Atlanta lo está buscando.
Will no quería revelarle muchos más datos. Sara trabajaba en el Grady y la policía andaba todo el día entrando y saliendo de urgencias con sospechosos y testigos.
– Ni siquiera estamos seguros de que tenga algo que ver con nuestro caso -añadió.
– Por el bien de Felix espero que no. No puedo siquiera imaginar lo que debe de ser verse abandonado de esa manera, atrapado en uno de esos espantosos hogares del estado.
– Esos sitios no están tan mal -dijo Will en su defensa. Y sin ser consciente de lo que decía añadió-: Yo me crié bajo la tutela del estado.
Sara se quedó tan sorprendida como él, aunque evidentemente por razones bien distintas.
– ¿Qué edad tenías?
– Era un crío. -Deseaba retirar sus palabras, pero ya no podía contenerse-. Un bebé. Tenía cinco meses.
– ¿Y nunca te adoptaron?
Hizo que no con la cabeza. La cosa empezaba a complicarse y, peor aún, se estaba volviendo muy embarazosa.
– Mi marido y yo… -Sara se quedó mirando al frente, con la vista perdida-… pensábamos adoptar un niño. Llevábamos mucho tiempo en lista de espera y… -Se encogió de hombros-. Cuando lo mataron fue demasiado para mí.
Will no sabía si debía mostrarse comprensivo, pero en lo único que podía pensar en ese momento era en todos los pícnics y las barbacoas a las que había tenido que asistir de niño, pensando que después volvería a casa con sus nuevos padres, para acabar volviendo una vez más a su habitación en el orfanato.
Sintió un inconmensurable alivio al oír el estridente claxon del Mini de Faith, que había aparcado de forma completamente ilegal enfrente de la cafetería. Faith se bajó del coche dejando el motor en marcha.
– Amanda quiere vernos en su despacho -dijo saludando a Sara con un gesto de la cabeza-. Joelyn Zabel ha cambiado su cita para la entrevista. Nos va a hacer un hueco entre Buenos días América y la CNN. Tendremos que llevar a Betty a casa más tarde.
Will se había olvidado de que llevaba a la perra en la mano. Tenía el hocico metido entre los botones de su chaleco.
– Yo me quedo con ella -se ofreció Sara.
– No creo…
– Voy a estar todo el día en casa haciendo la colada -explicó-. Estará bien. Puedes pasar a recogerla cuando termines de trabajar.
– Eso es muy…
Faith parecía más impaciente de lo habitual.
– Dale la perra de una vez, Will -le dijo, y volvió a meterse en el coche mientras él miraba a Sara como disculpándose.
– ¿En los Milk Lofts? -le preguntó como si no se acordara.
Sara cogió a Betty en brazos y rozó accidentalmente a Will, que notó que tenía los dedos muy fríos.
– ¿Betty? -preguntó Sara. Will asintió y ella le tranquilizó-. No te preocupes si se te hace tarde. No tengo planes para hoy.
– Gracias.
Sara sonrió, alzando a la perra como en un brindis.
Will cruzó la calle y se subió al coche de Faith. Se alegró de que nadie se hubiera sentado en el asiento del acompañante desde la última vez, pues así no parecería un mono contorsionándose para encajar en un espacio tan pequeño.
Faith se alejó de la acera y salió zumbando de allí.
– ¿Qué hacías con Sara Linton?
– Me la he encontrado por casualidad.
Se preguntó por qué estaría tan a la defensiva, lo que le llevó a cuestionarse por qué Faith había adoptado una actitud tan hostil hacia él. Imaginó que aún seguía enfadada por el modo en que se había comportado con Max Galloway el día anterior, y no sabía qué podía hacer salvo distraerla.
– Sara tenía una pregunta, o una teoría, bastante interesante sobre nuestro caso.
Faith se sumó al denso tráfico.
– Me muero por oírla.
Will sabía que no era cierto, pero le explicó la teoría de Sara de todos modos, poniendo especial énfasis en lo del número once y enumerando las demás cuestiones que había planteado.
– El domingo es Pascua -le dijo-. Todo esto podría tener algo que ver con la Biblia.
En honor a la verdad le dio la impresión de que Faith se tomaba la cosa en serio.
– No lo sé -dijo ella finalmente-. Podríamos coger una Biblia de la comisaría y hacer una búsqueda en el ordenador a ver si encontramos algo sobre el número once. El mundo está lleno de meapilas, y seguro que muchos tienen página web.
– ¿En qué libro de la Biblia se cuenta eso de que Dios creó a Eva a partir de una costilla de Adán?
– En el Génesis.
– Eso es la parte vieja, ¿no? No los libros nuevos.
– El Antiguo Testamento. Es el primer libro de la Biblia, el que narra el principio de todo. -Faith lo miró con la misma extrañeza que Sara-. Ya sé que no puedes leer la Biblia, pero ¿nunca has ido a la iglesia?
– Sí que puedo leer la Biblia -le espetó Will. Prefería aguantar sus impertinencias antes que su furia, así que continuó hablando-. Acuérdate de dónde me crié. Separación Iglesia-Estado.
– Oh, no lo había pensado nunca.
Probablemente porque era una mentira como un piano. El orfanato no podía organizar actividades religiosas, pero había voluntarios de todas las parroquias cercanas que todas las semanas fletaban furgonetas para recoger a los niños y llevarlos a la escuela dominical. Will había ido una vez, pero cuando se dio cuenta de que era una escuela de verdad, donde se esperaba de ti que leyeras las lecciones, decidió no volver más.
– ¿Nunca has ido a la iglesia? ¿De verdad? -insistió Faith.
Will mantuvo la boca cerrada pensando que había sido una estupidez abrir esa puerta.
Faith aminoró la velocidad al ver el semáforo en rojo.
– Creo que nunca había conocido a nadie que no haya pisado una iglesia -murmuró Faith.
– ¿Podemos cambiar de tema?
– Es que se me hace raro.
Will miró distraídamente por la ventanilla pensando que nunca había conocido a nadie que, antes o después, no le hubiera llamado raro. El semáforo se puso en verde y el Mini siguió su camino. El edificio del lado este de la alcaldía estaba a cinco minutos en coche del parque. Esa mañana el trayecto se le estaba haciendo eterno.
– Aun suponiendo que Sara tuviese razón, ya lo está haciendo otra vez, ya está intentando meterse en nuestro caso.
– Es forense. O lo era, al menos. Atendió a Anna en el hospital. Es normal que quiera saber qué está pasando.
– Es la investigación de un asesinato, no un episodio de Gran Hermano -replicó Faith-. ¿Sabe dónde vives?
Will no se había planteado esa posibilidad, pero él no era tan paranoico como Faith.
– ¿Cómo iba a saberlo?
– A lo mejor te ha seguido hasta allí.
Will se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando vio que Faith se había puesto seria.
– Vive prácticamente al lado. Ha salido a correr con sus perros, nada más.
– Mucha coincidencia me parece a mí.
Will meneó la cabeza, exasperado. No iba a permitir que le hiciera pagar a Sara Linton los problemas que tenía con él.
– Tenemos que acabar con esto de una vez, Faith. Sé que estás enfadada conmigo por lo de ayer, pero para poder sacar algo en claro de esta entrevista tenemos que trabajar en equipo.
Faith aceleró en cuanto se abrió el semáforo.
– Es que somos un equipo.
A pesar de ello no hablaron mucho durante el resto del corto trayecto. Faith no se decidió a abrir la boca hasta que llegaron a su destino, ya dentro del ascensor.
– Llevas la corbata torcida.
Will se arregló el nudo. Sara Linton debía de haberse llevado una mala impresión.
– ¿Mejor ahora?
Su compañera estaba enredando con su BlackBerry, pese a que allí dentro no había cobertura. Lo miró de refilón y asintió antes de volver a concentrarse en el aparato.
Will estaba pensando en algo que decir cuando se abrieron las puertas. Amanda les estaba esperando junto a la puerta, comprobando su correo igual que Faith, aunque ella tenía un iPhone. Will se sentía como un idiota con las manos vacías, exactamente igual que cuando vio aparecer a Sara con sus impresionantes perros y tuvo que coger a Betty en la mano como si fuera un carrete de hilo.
Amanda siguió comprobando su correo mientras les hablaba en tono distraído de camino a su despacho.
– Ponedme al día.
Faith enumeró en voz alta todo lo que sabían, que era prácticamente nada. Mientras tanto, la jefa continuó mirando su correo, caminando y haciendo como que escuchaba a Faith mientras le contaba lo que seguramente ya habría leído en el informe.
Will no era lo que se dice un fan de la multitarea, más que nada porque a su modo de ver era media-tarea. Era humanamente imposible prestar toda tu atención a dos cosas al mismo tiempo. Como para confirmar su teoría Amanda levantó la cabeza y dijo:
– ¿Qué?
Faith repitió lo que acababa de decir.
– Linton cree que el asunto podría tener un trasfondo religioso.
Amanda dejó de caminar. Dejó su iPhone para centrarse en lo que le estaban contando.
– ¿Por qué?
– Undécima costilla, once bolsas de basura y el Domingo de Pascua para rematar la semana.
Amanda volvió a coger su iPhone y habló mientras enredaba con la pantalla táctil.
– He avisado a los del departamento jurídico para que estén presentes en la entrevista con Joelyn Zabel. Ha venido con su abogado, así que he pedido que nos manden a tres de los nuestros. Tenemos que actuar como si el mundo entero nos estuviera mirando, porque estoy segura de que cualquier cosa que le digamos será gritada a los cuatro vientos. -Los miró a los dos muy significativamente-. Seré yo quien lleve la voz cantante. Vosotros podéis hacer las preguntas que consideréis oportunas, pero sin improvisar.
– No vamos a sacarle nada a Zabel -dijo Will-. Contando solo a los abogados, ya tenemos a cuatro personas en la habitación. Más los tres aquí presentes, siete, y ella como protagonista absoluta, sabiendo que las cámaras la estarán esperando a la salida. Tenemos que anotarnos este tanto.
Amanda volvió a concentrarse en su iPhone.
– ¿Y tu brillante idea para conseguirlo es…?
No se le ocurría nada.
– A lo mejor podemos reunirnos con ella después de que hable con las televisiones, cogerla por banda en su hotel, lejos de la prensa y todo ese barullo -acertó a decir.
Amanda no tuvo la cortesía de levantar la cabeza.
– Y a lo mejor me toca la lotería. A lo mejor te conceden el ascenso. ¿Ves adónde nos lleva el «a lo mejor»?
La frustración y la falta de sueño se le vinieron encima de golpe.
– Entonces, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué no se ocupa usted de Zabel y nos deja continuar haciendo algo más útil que darle más material para su futuro libro?
Por fin, Amanda alzó la vista de su iPhone y se lo ofreció a Will.
– No sé qué pensar, agente Trent. ¿Por qué no lee esto y me dice qué le parece?
De repente su vista se agudizó y empezaron a pitarle los oídos. Amanda sujetaba el iPhone con dos dedos. Había palabras en la pantalla, eso era todo cuanto podía decir. Will notó el sabor de la sangre en la boca; se estaba mordiendo la lengua. Alargó la mano para coger el iPhone pero Faith se le adelantó.
– «En la Biblia, el once suele representar un juicio o una traición… En un principio los mandamientos eran once, pero los católicos fusionaron los dos primeros y los protestantes hicieron lo mismo con los dos últimos para dejarlos en diez. -Utilizó el scroll para poder continuar leyendo-. Los filisteos le pagaron a Dalila mil cien monedas de oro a cambio de que esta les entregara a Sansón. Jesús contó once parábolas mientras se dirigía a Jerusalén, donde encontraría la muerte. La Iglesia católica acepta como canónicos once de los libros incluidos entre los evangelios apócrifos.»
Faith le devolvió el móvil a Amanda.
– Podríamos seguir haciendo esto todo el día. El 11 de septiembre de 2001 el vuelo 11 se estrelló contra una de las Torres Gemelas, que también podían parecer un 11. El Apolo XI fue el primero en llegar a la luna. La Primera Guerra Mundial acabó el día once del undécimo mes. Y tú te mereces un undécimo círculo en el infierno por lo que acabas de hacerle a Will.
Amanda sonrió y se guardó el móvil en el bolsillo.
– Recordad las normas, niños -les dijo mientras avanzaba por el pasillo.
Will no sabía si se refería a la normas que tenían que ver con su cargo o a las que les había dado sobre la entrevista con Joelyn Zabel. De todos modos no había tiempo para reflexionar, porque Amanda cruzó a toda prisa la antesala de su despacho y abrió la puerta. Una vez hechas las presentaciones se fue hacia su escritorio y tomó asiento. Su despacho era, lógicamente, el más grande del edificio, con una superficie similar a la de la sala de juntas que había en la planta donde estaban los despachos de Will y Faith.
Joelyn Zabel y un hombre que no podía ser más que su abogado ocuparon los asientos destinados a las visitas. Tras la mesa de Amanda había dos sillas vacías que, según dedujo Will, debían de ser para ellos. Los abogados del departamento jurídico estaban sentados en un sofá al fondo de la habitación, los tres juntitos, vestidos como era de rigor: con traje negro y discreta corbata de seda. El abogado de Joelyn Zabel llevaba un traje azul tiburón, cosa que a Will le pareció de lo más apropiada dado que hacía juego con su sonrisa.
– Gracias por venir -dijo Faith estrechando la mano de Joelyn antes de tomar asiento.
Joelyn Zabel se parecía mucho a su hermana, solo que con algunos kilos más. No es que fuera gorda, pero tenía las caderas bien redondeadas, mientras que Jacquelyn era tan flaca que casi parecía un chico. Will percibió el olor del tabaco impregnado en su piel cuando le estrechó la mano.
– Lamento mucho su pérdida -le dijo.
– Trent -dijo ella-. Fue usted quien la encontró.
Will trató de no apartar la vista para no alimentar los remordimientos que sentía por no haber encontrado a tiempo a la hermana de aquella mujer. Lo único que se le ocurrió en ese momento fue repetir una vez más:
– Lamento mucho su pérdida.
– Sí -le espetó ella-, ya lo he oído.
Will se sentó al lado de Faith y Amanda batió palmas como una maestra de parvulario para llamar la atención de sus alumnos. Apoyó la mano sobre una carpeta de papel manila que, supuso Will, debía de contener el resumen de la autopsia. Habían dado instrucciones a Pete para que omitiera el detalle de las bolsas de basura. Teniendo en cuenta el idilio que el departamento de policía de Rockdale mantenía con la prensa, se estaban quedando sin información confidencial que pudieran utilizar como conocimiento culpable con los futuros sospechosos.
– Señora Zabel -comenzó Amanda-, entiendo que ha tenido ya ocasión de leer el informe de la autopsia, ¿me equivoco?
El abogado habló por ella.
– Voy a necesitar una copia para mis archivos, Mandy.
Amanda le sonrió con la frialdad de un tiburón todavía mayor.
– Por supuesto, Chuck.
– Genial, así que ya se conocían. -Joelyn se cruzó de brazos, sus hombros estaban muy tensos-. ¿Le importaría explicarme qué coño están haciendo ustedes para encontrar al asesino de mi hermana?
Amanda continuó sin perder la sonrisa.
– Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para…
– ¿Tienen ya algún sospechoso? Quiero decir, joder, ese tipo es un animal.
Amanda no respondió, lo que Faith interpretó como una señal para que interviniera.
– Estamos de acuerdo con usted. El que le hizo eso a su hermana es un animal. Precisamente por eso necesitamos que usted nos hable de ella. Necesitamos saber cómo era su vida, quiénes eran sus amigos, cuáles eran sus costumbres.
Joelyn bajó la mirada por un momento, se sentía culpable.
– No tenía mucho trato con ella. Las dos estábamos siempre muy ocupadas y ella vivía en Florida.
Faith trató de suavizar un poco las cosas.
– Vivía en la zona de la bahía, ¿verdad? Debe de ser un lugar muy agradable. Y una buena excusa para hacer una escapadita y ver a la familia.
– Sí, bueno, eso habría estado muy bien, pero la muy zorra nunca me invitó.
Su abogado le acarició el brazo como para recordarle que mantuviera la compostura. Will había visto a Joelyn Zabel en las principales cadenas de televisión gimoteando por la trágica muerte de su hermana delante de todos los periodistas que la habían entrevistado. No había visto ni una sola lágrima en sus ojos, aunque hacía todos los gestos que hace una persona cuando llora: suspirar, limpiarse los ojos, mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Pero ahora no hacía ni siquiera eso. Por lo visto necesitaba estar delante de una cámara para sentir dolor. Y al parecer su abogado no le iba a dejar interpretar otro papel que el de angustiada hermana de la difunta.
Joelyn suspiró, aunque siguió sin verter una sola lágrima.
– Yo quería mucho a mi hermana. Mi madre acaba de ingresar en una residencia. Puede que no le queden más de seis meses y le sucede esto a su hija. La pérdida de un hijo es algo devastador.
Faith intentó colarle alguna pregunta más.
– ¿Tiene usted hijos?
– Cuatro -dijo muy orgullosa.
– ¿Jacquelyn no tenía…?
– Joder, no. Abortó tres veces antes de cumplir los treinta. Le daba pánico engordar. ¿Se lo pueden creer? La única razón por la que se deshizo de ellos fue conservar su puta figura. Y entonces se plantó al borde de los cuarenta y le entraron las prisas por ser madre.
Faith disimuló su sorpresa perfectamente.
– ¿Estaba intentando quedarse embarazada?
– ¿No me ha oído cuando le he contado lo de los abortos? Puede comprobarlo, no le he mentido en eso.
Will tenía asumido que cuando una persona insistía mucho en que no estaba mintiendo sobre un asunto en particular era porque estaba mintiendo en relación con otra cosa. Averiguar en qué mentía les daría la clave para poder manejar a Joelyn Zabel. No daba la impresión de ser una persona muy cautelosa, y seguro que querría alargar cuanto le fuera posible sus diez minutos de fama.
– ¿Buscaba Jackie una madre de alquiler? -le preguntó Faith.
Joelyn se percató de la importancia que tenían sus palabras. De repente, todos la escuchaban con atención. Se tomó su tiempo para responder.
– Una adopción.
– ¿Privada? ¿Pública?
– Y yo qué coño sé. Tenía mucho dinero. Estaba acostumbrada a comprar todo lo que se le antojaba. -Joelyn se agarraba con fuerza a los brazos de la silla y Will se percató de que habían tocado un tema del que le gustaba hablar-. Esa es la verdadera tragedia aquí: no poder ver cómo adopta a algún marginado para que acabe robándole o volviéndose esquizofrénico por su culpa.
Will notó que Faith se ponía en guardia y tomó el relevo.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermana?
– Hace cosa de un mes. Me soltó un sermón sobre la maternidad, como si supiera de qué estaba hablando. Me habló de adoptar a un niño chino o ruso, o no sé qué. Ya saben, algunos de esos niños acaban siendo unos asesinos. Abusan de ellos y eso les trastorna. Nunca están del todo bien.
– Hemos visto muchos casos, sí. -Will meneó la cabeza con aire compungido, como si fuera una tragedia de lo más común-. ¿Y había hecho algún progreso? ¿Sabe con qué agencia estaba tramitando la adopción?
Joelyn empezó a mostrarse reticente cuando le pidió más detalles.
– Jackie no hablaba mucho de sus cosas. Protegía su intimidad de forma verdaderamente obsesiva. -Inclinó la cabeza hacia los abogados del estado, que hacían todo lo posible por mimetizarse con el mobiliario-. Sé que estos idiotas que están ahí sentados no van a dejar que se disculpe, pero al menos podía reconocer que la cagó bien cagada.
Amanda se apresuró a intervenir.
– Señora Zabel, la autopsia demuestra…
Joelyn se encogió de hombros con expresión beligerante.
– Lo que demuestra es lo que ya sabía: que ustedes estaban ahí como pasmarotes sin hacer absolutamente nada mientras mi hermana se moría.
– Puede que no haya leído el informe con la debida atención, señora Zabel. -Amanda hablaba en tono suave, precisamente la clase de tono que había utilizado en el pasillo justo antes de humillar a Will-. Su hermana se quitó la vida.
– Únicamente porque ustedes no movieron un puto dedo para ayudarla.
– ¿Es usted consciente de que estaba ciega y sorda? -le preguntó Amanda.
Por el modo en que Joelyn miró a su abogado, Will se dio cuenta de que no tenía la menor idea de ello.
Amanda sacó otra carpeta del cajón superior de su escritorio. Comenzó a pasar páginas y Will vio las fotos en color de Jacquelyn Zabel colgada del árbol y en la mesa de autopsias. Le pareció de una crueldad algo excesiva incluso para Amanda. Por muy odiosa que fuera Joelyn Zabel, acababa de perder a su hermana de la forma más espantosa posible. Vio que Faith se revolvía en su asiento y supo que ella estaba pensando lo mismo.
Amanda se tomó su tiempo para llegar a la página que buscaba, que parecía estar enterrada entre las fotografías más aterradoras. Por fin encontró un fragmento que hablaba del examen externo del cadáver.
– Segundo párrafo -le indicó.
Joelyn vaciló un momento y se sentó al borde de la silla. Intentaba acercarse para ver mejor las fotos, como hay gente que reduce la velocidad para ver un accidente de tráfico especialmente truculento. Finalmente cogió el informe y se recostó en su silla. Will la vio mover los ojos mientras leía pero, de pronto, dejó la mirada fija en un punto y Will se dio cuenta de que no estaba viendo nada en absoluto.
Joelyn tragó saliva con dificultad. Se puso en pie y murmuró «discúlpenme» antes de abandonar la habitación.
– Eso ha sido un golpe bajo, Mandy -le dijo el abogado.
– Así es la vida, Chuck.
Will se levantó también.
– Voy a estirar las piernas.
Salió del despacho sin esperar a que nadie dijera nada.
Caroline, la secretaria de Amanda, estaba en su mesa. Will la saludó haciendo un gesto con la cabeza y ella le susurró:
– Está en el baño.
El agente salió al pasillo con las manos en los bolsillos. Se detuvo frente a la puerta del lavabo de señoras y la abrió con el pie. Se asomó al interior. Joelyn estaba delante del espejo. Tenía un cigarrillo encendido en la mano y dio un respingo al ver a Will.
– No puede entrar aquí -le dijo, levantando el puño como si estuviera buscando pelea.
– No está permitido fumar en el edificio -dijo Will, entrando en el lavabo y apoyando la espalda contra la puerta cerrada sin sacar las manos de los bolsillos.
– ¿Qué está haciendo?
– Quería asegurarme de que estaba usted bien.
Joelyn dio una profunda calada al cigarrillo.
– ¿Colándose por la fuerza en el lavabo de señoras? Esto está fuera de su jurisdicción, ¿vale? No puede estar aquí.
Will echó un vistazo alrededor. Nunca había entrado en un lavabo de señoras. Había un sofá que parecía bastante cómodo y una mesita al lado con un jarrón lleno de flores. El aire olía a perfume, había papel en los dispensadores y el lavabo no estaba lleno de salpicaduras como en el de caballeros, de modo que te podías lavar las manos sin empaparte los pantalones. Ahora entendía por qué las mujeres pasaban tanto tiempo en los baños.
– Tú, pirado, sal del lavabo de señoras.
– ¿Qué es lo que no me está contando?
– Les he contado todo lo que sé.
Will meneó la cabeza.
– Aquí no hay cámaras, ni abogados, ni público. Cuénteme lo que no está contando.
– Que le den.
Will notó que alguien empujaba la puerta con suavidad y volvía a cerrarla de inmediato.
– Su hermana no le caía demasiado bien -le dijo.
– Como el culo, Sherlock. -Se llevó el cigarrillo a la boca con mano temblorosa.
– ¿Qué le hizo para que la odiase tanto?
– Era una zorra.
Lo mismo podría decirse de Joelyn, pero Will se guardó para sí el comentario.
– ¿Se manifestaba eso de alguna manera en concreto en relación con usted, o habla en general?
Joelyn se le quedó mirando fijamente.
– ¿Qué coño quiere decir eso?
– Quiere decir que no me importa adónde vaya usted cuando salga de aquí. Que le ponga una demanda al estado o no se la ponga. Que me demande a mí a título personal. Me da igual. El tipo que ha matado a su hermana probablemente ya tiene a otra víctima en su poder. En este preciso instante, mientras usted y yo hablamos, otra mujer está siendo torturada y violada, y ocultarme algo en este momento es como decir que lo que le está pasando a esa otra mujer está perfectamente bien.
– No ponga en mi boca palabras que no he dicho.
– Entonces dígame qué es lo que me está ocultando.
– No estoy ocultando nada -dijo, y se dio media vuelta para limpiarse los ojos sin que se le corriera el maquillaje-. Era Jackie la que ocultaba cosas.
Will se quedó callado.
– Siempre andaba con secretitos, comportándose como si fuera mejor que yo.
Will asintió, indicándole que lo había entendido.
– Era ella la que llamaba la atención de todo el mundo, de todos los hombres. -Joelyn meneó la cabeza, se volvió hacia Will y apoyó una mano en el lavabo-. De niña mi peso subía y bajaba continuamente. Jackie se burlaba de mí cada vez que íbamos a la playa.
– Es obvio que ha superado ya ese problema.
Ella rechazó el cumplido, incrédula.
– Siempre conseguía lo que quería sin el menor esfuerzo: dinero, hombres, éxito. Le gustaba a todo el mundo.
– No se crea -le dijo Will-. Ninguno de sus vecinos la echó de menos cuando desapareció. No se enteraron hasta que la policía llamó a su puerta. Me dio la sensación de que se alegraban de perderla de vista.
– No le creo.
– La vecina de su madre, Candy, tampoco me pareció lo que se dice desolada.
Joelyn seguía sin estar muy convencida.
– No, Jackie decía que Candy era como un caniche: siempre pegada a sus faldas, siempre queriendo estar con ella.
– Pues no es cierto -le dijo Will-. No la tenía en gran estima. De hecho, yo diría que le caía aún peor que a usted.
Joelyn remató el cigarrillo y entró en una de las cabinas para tirarlo por el retrete. Will se dio cuenta de que se estaba tomando su tiempo para procesar toda esa nueva información sobre su hermana, y le gustaba.
– Siempre fue una mentirosa. Mentía en cosas tontas, cosas que ni siquiera importaban.
– ¿Como qué?
– Pues, por ejemplo, decía que iba a la tienda cuando en realidad iba a la biblioteca. O decía que estaba saliendo con un chico cuando en realidad estaba saliendo con otro.
– Debía de ser bastante retorcida.
– Y tanto. Es la palabra que mejor la describe: retorcida. A mi madre la volvía loca.
– ¿Se metía en muchos líos?
Joelyn soltó una carcajada seca.
– Jackie era siempre la favorita del profesor, siempre sabía a quién había que hacerle la pelota. Los tenía a todos completamente engañados.
– A todos, no -le hizo notar Will-. Acaba de decir que volvía loca a su madre. Ella debía de saber cómo era en realidad.
– Lo sabía. Se gastó un montón de dinero en ayudar a Jackie. Me arruinó toda mi puta infancia. Todo giraba siempre alrededor de Jackie: cómo se sentía, lo que hacía, si era feliz o no. A nadie le importaba si yo era feliz.
– Hábleme de ese asunto de la adopción. ¿Qué agencia le llevaba el papeleo?
Joelyn bajó la mirada para que Will no pudiera ver que se sentía culpable.
Will continuó hablando como si nada.
– Le voy a explicar por qué le pregunto esto: si Jackie estaba intentando adoptar un niño tendremos que ir hasta Florida y encontrar la agencia que llevaba su caso. Si se trataba de una adopción internacional, quizá tengamos que ir a Rusia o a China para comprobar si los trámites eran conforme a la ley. Si su hermana estaba buscando un vientre de alquiler en Estados Unidos, tendremos que hablar con todas las mujeres que hayan podido ponerse en contacto con ella. Deberemos ir de agencia en agencia hasta que encontremos algo, cualquier cosa, que tenga relación con Jackie, porque en algún momento conoció a una persona que la estuvo torturando y violando durante al menos una semana, y si podemos descubrir cómo conoció su hermana al secuestrador quizá podamos averiguar quién es. -Hizo una pausa para dejar que reflexionara-. ¿Encontraremos alguna conexión a través de una agencia de adopciones, Joelyn?
La mujer se miró las manos, pero no respondió. Will se puso a contar los azulejos de la pared que tenía detrás. Iba por el treinta y seis cuando Joelyn se decidió a hablar.
– Solo hablaba por hablar. Sí es verdad que Jackie lo había comentado, pero no iba a hacerlo. Le gustaba la idea de ser madre, pero sabía que no sería capaz.
– ¿Está usted segura?
– Es como cuando la gente ve un perro bien adiestrado, ¿entiende? Dicen que quieren tener un perro, pero lo que en realidad quieren es tener a ese animalito tan bien adiestrado, no uno cualquiera que van a tener que adiestrar ellos.
– ¿Le gustaban sus hijos?
Joelyn se aclaró la garganta.
– Ni siquiera los conocía.
Will le dio algo de tiempo para sobreponerse.
– La detuvieron por conducir en estado de ebriedad poco antes de su muerte.
– ¿En serio?
– ¿Bebía mucho?
Joelyn meneó la cabeza con vehemencia.
– No le gustaba perder el control.
– La vecina, Candy, dice que compartieron algún canuto.
Joelyn se quedó con la boca abierta y volvió a menear la cabeza.
– No me lo creo. Jackie no le daba a ese tipo de cosas; le gustaba que otra gente bebiera y perdiera los papeles, pero ella nunca lo hacía. Estamos hablando de una mujer que mantuvo el mismo peso desde los dieciséis años. Tenía el culo tan prieto que le chirriaba al andar. -Se quedó pensándolo un momento, y volvió a decir que no con la cabeza-. No, Jackie no.
– ¿Por qué prefirió limpiar personalmente la casa de su madre? ¿Por qué no contrató a alguien para que se encargara del trabajo sucio?
– No confiaba en nadie más. Siempre sabía cuál era la mejor manera de hacer cualquier cosa, y nadie más que ella lo sabía, todos los demás lo hacíamos mal.
Eso, al menos, concordaba con lo que les había dicho Candy. Todo lo demás daba una imagen de ella muy diferente, aunque tenía sentido: Joelyn no tenía demasiado trato con su hermana.
– ¿El número once tiene algún significado especial para usted? -le preguntó.
– Absolutamente ninguno -replicó con el ceño arrugado.
– ¿Y qué me dice de la frase «No voy a sacrificarme»?
Ella dijo que no con la cabeza.
– Pero es curioso… Con todo lo rica que era, Jackie se pasaba la vida sacrificándose.
– ¿En qué sentido?
– Se privaba de la comida, del alcohol, de divertirse. -Rio con tristeza-. Amigos, familia, amor.
Los ojos de Joelyn se llenaron de lágrimas, y por primera vez fueron auténticas. Will se marchó y se encontró a Faith esperándolo en el pasillo.
– ¿Te ha dicho algo? -le preguntó.
– Nos mintió en lo de la adopción. Al menos eso dice.
– Podemos preguntarle también a Candy, a ver qué nos cuenta. -Faith sacó el móvil y continuó hablando con Will mientras marcaba el número-. Se supone que habíamos quedado con Rick Sigler en el hospital hace diez minutos. Le he llamado para decirle que nos íbamos a retrasar, pero no me coge el teléfono.
– ¿Y qué hay de su amigo, Jake Berman?
– Es lo primero que he hecho esta mañana, encargar a varios agentes que lo localicen.
– ¿No te parece raro que no hayamos podido encontrarle aún?
– Ahora mismo no, pero si al acabar la jornada seguimos sin localizarlo vuelve a preguntarme.
Faith se llevó el móvil a la oreja y Will la oyó dejar un mensaje en el contestador de Candy Smith para que la llamara en cuanto pudiera. Cerró el teléfono pero no lo guardó. Will empezó a sentir miedo, preguntándose qué iría a decir su compañera a continuación: ¿algo sobre Amanda, una diatriba contra Sara Linton o contra él? Por suerte, era algo relacionado con el caso.
– Creo que la desaparición de Pauline McGhee está relacionada con todo esto.
– ¿Por qué?
– No sé, es una corazonada. No puedo explicarlo, pero me parecen demasiadas coincidencias.
– El caso sigue siendo de Leo. No tenemos jurisdicción ni un motivo para pedirle que nos lo ceda. -Will tenía que preguntarlo-. ¿Crees que podrías sugerírselo de algún modo?
Faith negó con la cabeza.
– No quiero causarle ningún problema a Leo.
– Pero quedó en llamarte, ¿no? Cuando localizara a algún pariente de Pauline en Michigan.
– Eso es lo que dijo, sí.
Esperaron en silencio a que llegara el ascensor.
– Creo que deberíamos ir al estudio donde trabaja Pauline -dijo Will.
– Tienes razón.
Faith atravesó el vestíbulo de Xac Homage, el estudio de diseño donde trabajaba Pauline McGhee. Las oficinas ocupaban toda la planta decimotercera de la torre Symphony, el extravagante rascacielos que se erigía en la esquina de Peachtree con la calle Catorce como un gigantesco espéculo. Faith se estremeció ante este último pensamiento, recordando lo que había leído en el informe de la autopsia de Jacquelyn Zabel.
En consonancia con su pretencioso nombre, el acristalado vestíbulo de Xac Homage estaba amueblado con sofás a ras del suelo en los que resultaba imposible sentarse a menos que uno tuviera los glúteos de acero o se dejara caer sin más, en cuyo caso necesitaría que alguien le ayudara para poder levantarse. Faith se habría inclinado por la segunda opción de no haber llevado puesta una falda que tendía a subirse con facilidad, incluso cuando no estaba sentada, como a la fulana de un gánster en un vídeo de rap.
Tenía hambre, pero no sabía qué comer. Se le estaba acabando la insulina y seguía sin estar muy segura de si estaba calculando bien las dosis. No había pedido cita con la médica que le había recomendado Sara. Tenía los pies hinchados, la espalda la estaba matando y quería darse de cabezazos contra las paredes porque era incapaz de dejar de pensar en Sam Lawson por más que lo intentara.
Además, por las insistentes miraditas de reojo de Will tenía la sensación de que se estaba comportando como una auténtica pirada.
– Dios -murmuró Faith, apoyando la frente contra el límpido cristal que circundaba el vestíbulo. ¿Por qué no dejaba de meter la pata? No era ninguna idiota. O a lo mejor sí. A lo mejor se había estado engañando a sí misma todo el tiempo y al final resultaba que, de hecho, era una de las idiotas más profundas del mundo.
Miró los coches que circulaban por la calle Peachtree, como hormiguitas correteando sobre el negro asfalto. El mes anterior, en la consulta del dentista, Faith había leído en un artículo de una revista que las mujeres estaban genéticamente condicionadas para permanecer ligadas a los hombres con los que habían mantenido relaciones sexuales durante al menos las tres semanas posteriores al encuentro sexual porque ése es el tiempo que tarda el cuerpo en descubrir si habían quedado embarazadas o no. En aquel momento se había reído, porque Faith nunca se había sentido ligada a un hombre. Al menos no después de separarse del padre de Jeremy que, literalmente, abandonó el estado cuando Faith le comunicó que estaba embarazada.
Y sin embargo, ahí estaba ella, comprobando sus llamadas y su correo electrónico cada diez minutos, deseando hablar con Sam, saber lo que estaba haciendo y si estaba enfadado con ella, como si lo sucedido hubiera sido culpa suya. Como si hubiera sido un amante tan maravilloso que Faith nunca tuviera suficiente. Ella ya estaba embarazada; no podía ser un condicionamiento genético lo que hacía que se comportara como una colegiala tonta. O a lo mejor sí. Quizá simplemente estaba siendo víctima de sus hormonas.
O tal vez lo que pasaba era que no debería confiar su formación científica al Ladies’ Home Journal.
Faith volvió la cabeza y se puso a mirar a Will, que estaba en el hueco del ascensor. Hablaba por el móvil, sujetándolo con las dos manos para que no se le descuajeringara. No podía seguir enfadada con él. Había estado muy bien con Joelyn Zabel, tenía que admitirlo. Su enfoque del trabajo policial era distinto del suyo, y a veces eso jugaba a su favor y a veces en su contra. Meneó la cabeza. No podía empecinarse ahora en esas diferencias; no cuando toda su vida estaba al borde de un gigantesco precipicio y el suelo temblaba bajo sus pies.
Will terminó de hablar y fue hacia ella. Miró la mesa vacía donde antes había estado la secretaria. Hacía por lo menos diez minutos que la mujer había ido a avisar a Morgan Hollister. A Faith le vinieron a la cabeza imágenes de los dos destruyendo documentos, aunque era más probable que la secretaria, una rubia de bote que parecía tener grandes dificultades para procesar cualquier petición por simple que fuera, se hubiera olvidado de ellos y estuviera colgada del móvil en el lavabo de señoras.
– ¿Con quién hablabas? -preguntó Faith.
– Con Amanda -respondió Will, cogiendo un par de caramelos del cuenco que había en la mesita-. Llamaba para disculparse.
Faith se rio del chiste y Will se echó a reír también. Cogió unos cuantos caramelos más y le ofreció el cuenco a Faith. Ella dijo que no con la cabeza, y él continuó hablando.
– Ha convocado otra rueda de prensa para esta tarde. Joelyn Zabel va a retirar la demanda contra el estado.
– ¿Y cómo es eso?
– Su abogado se ha dado cuenta de que no tiene caso. No te preocupes, saldrá en la portada de alguna revista la semana que viene, y a la siguiente volverá a amenazarnos con una demanda por no haber sido capaces de encontrar al asesino de su hermana.
Era la primera vez que uno de los dos verbalizaba lo que realmente les preocupaba de todo esto: que el asesino fuera lo suficientemente bueno como para salir impune de todo.
Will señaló la puerta cerrada que había tras la mesa de la secretaria.
– ¿Crees que deberíamos volver sin más?
– Dale otro minuto.
Faith intentó limpiar la mancha que había dejado en el cristal al apoyar la frente, pero solo consiguió ensuciarlo todavía más. La tensión entre ellos se había aflojado un poco en el trayecto, de modo que a Will ya no le preocupaba que se pusiera hecha un basilisco con él. Ahora era ella la que tenía miedo de que él estuviera enfadado.
– ¿Estamos bien? -le preguntó.
– Claro, perfectamente.
No le creía, pero con una persona que decía una y otra vez que no había ningún problema no había nada que hacer, porque seguiría insistiendo en ello hasta que te sintieras como si te lo estuvieras inventando todo.
– Bueno, al menos ya sabemos que la mala leche es algo hereditario en la familia Zabel.
– Joelyn no está tan mal.
– Es duro ser la hermana buena.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues quiero decir que si eres la niña buena de la familia, sacas buenas notas, no te metes en líos, etc., y tu hermana siempre anda liándola y llamando la atención, empiezas a sentirte excluida, como si diera igual lo bien que te portes, porque tus padres solo se preocupan por tu descarriada hermanita.
Sus palabras debieron de sonar muy duras, porque Will preguntó:
– ¿Tu hermano no era un buen chico?
– Lo es -respondió Faith-. Yo era la hermanita descarriada que acaparaba la atención de mis padres. Recuerdo que una vez llegó a pedirles que lo dieran en adopción.
Will esbozó una media sonrisa.
– Todo el mundo quiere ser adoptado.
Faith recordó las cosas tan horribles que había dicho Joelyn sobre las ganas de adoptar un niño que tenía su hermana.
– Lo que dijo Joelyn…
Will la interrumpió.
– ¿Por qué su abogado se empeñaba en llamar «Mandy» a Amanda?
– Es una abreviatura de Amanda.
Will asintió con aire pensativo, y Faith se preguntó si también tenía problemas con las abreviaturas de los nombres. Tenía sentido: había que saber cómo se escribía un nombre para poder abreviarlo.
– ¿Sabías que el dieciséis por ciento de los asesinos en serie que conocemos eran adoptados?
Ella arrugó el ceño.
– Eso no puede ser verdad.
– Joel Rifkin, Kenneth Bianchi, David Berkowitz. Y a Ted Bundy lo adoptó su padrastro.
– ¿Y cómo es que de repente te has convertido en un experto en asesinos en serie?
– El Canal Historia -respondió Will-. Es muy útil, confía en mí.
– ¿De dónde sacas tiempo para ver tanta televisión?
– No tengo lo que se dice una agitada vida social.
Faith volvió a mirar por la ventana, pensando en el encuentro que había tenido Will esa mañana con Sara Linton. De lo que había leído en el informe sobre Jeffrey Tolliver, Faith había deducido que era un policía diametralmente opuesto a Will: muy físico, con iniciativa, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para resolver un caso. No es que su compañero no fuera también un policía tenaz, pero era más de quedarse mirando al sospechoso hasta que confesaba que de sacarle la confesión a golpes. Su instinto le decía que Will no era el tipo de Sara Linton, y esa era la razón de que hubiera sentido lástima por él esa mañana, viendo lo nervioso que lo ponía la doctora. Él también debía de estar pensando en lo de esa mañana, porque de repente le dijo:
– No sé qué número es el de su apartamento.
– ¿Te refieres a Sara?
– Vive en los Milk Lofts, en Berkshire.
– Imagino que a la entrada habrá un di… -Faith se interrumpió-. Puedo apuntarte su apellido para que lo mires en el directorio. No creo que haya muchos vecinos.
Will se encogió de hombros, algo avergonzado.
– También podemos mirarlo en Internet.
– No creo que aparezca su dirección.
La puerta se abrió y apareció la secretaria rubia de bote. Detrás de ella había un hombre exageradamente alto, exageradamente bronceado y exageradamente guapo vestido con el traje más bonito que Faith había visto en su vida.
– Morgan Hollister -se presentó, tendiéndoles la mano mientras cruzaba el vestíbulo-. Siento haberles hecho esperar tanto tiempo. Estaba en medio de una videoconferencia con un cliente de Nueva York. Este asunto de Pauline ha sido como un jarro de agua fría, como se suele decir.
Faith no sabía muy bien quién solía decir eso, pero le perdonó y le estrechó la mano. Era a un tiempo el hombre más atractivo y más gay que había conocido en mucho tiempo. Y teniendo en cuenta que estaban en Atlanta, la capital gay del Sur, eso era mucho decir.
– Soy el agente Trent y ella es la agente Mitchell -dijo Will, ignorando el vivo interés que su persona parecía despertar en Morgan Hollister.
– ¿Va usted al gimnasio?
– Entreno con mancuernas, más que nada. Y de vez en cuando utilizo el banco de pesas.
Morgan le dio un cachete en el brazo.
– Puro acero.
– Le agradezco que nos permita echar un vistazo a las cosas de Pauline -dijo Will, aunque Morgan aún no les había dado permiso para nada-. Sé que la policía de Atlanta ya ha estado por aquí. Espero no causarle mucha molestia.
– De ningún modo. -Morgan puso su mano en el hombro de Will mientras le conducía hacia la puerta-. Estamos destrozados por lo de Pauline. Era una chica estupenda.
– Corre el rumor de que no resultaba fácil trabajar con ella.
Morgan se rio, lo que Faith entendió como un «como todas las mujeres». Le alegraba comprobar que el machismo también calaba hondo entre la comunidad gay.
– ¿Le suena de algo el nombre de Jacquelyn Zabel? -le preguntó Will.
Morgan negó con la cabeza.
– Conozco a todos nuestros clientes. Estoy casi seguro de que lo recordaría, pero puedo mirarlo en el ordenador. -Adoptando una expresión de tristeza, añadió-: Pobre Paulie. Ha sido un shock tremendo para nosotros.
– Le hemos buscado a Felix un acomodo temporal -le comunicó Will.
– ¿Felix? -Morgan parecía algo confuso, pero enseguida cayó-. Ah, sí, el pequeñín. Seguro que estará bien, es un campeón.
Morgan los llevó por un pasillo muy largo. A su derecha estaban los cubículos con las mesas de los empleados, con ventanas al fondo que daban a la interestatal. Las mesas estaban llenas de muestras de tela y bocetos. Faith miró una serie de fotocopias de planos extendidas sobre la mesa de reuniones y sintió una oleada de nostalgia.
De niña quería ser arquitecta, un sueño al que tuvo que renunciar con catorce años cuando la expulsaron del colegio por estar embarazada. Ahora las cosas eran muy distintas, pero en aquella época lo que se esperaba de una adolescente embarazada era que desapareciera del mapa, nadie volvía a mencionar su nombre salvo en relación con el chico que se la había tirado, y en ese caso se referían a ella como «ese putón que estuvo a punto de arruinarle la vida quedándose preñada».
Morgan se detuvo frente a la puerta cerrada de uno de los despachos. Tenía un letrero con el nombre de Pauline McGhee. Sacó una llave.
– ¿El despacho se cierra siempre con llave? -le preguntó Will.
– Pauline solía hacerlo, sí. Una de sus manías.
– ¿Tenía muchas manías?
– Le gustaba hacer las cosas a su manera -respondió Morgan, encogiéndose de hombros-. Yo la dejaba a su aire. Se le daba bien el papeleo y sabía mantener a raya a los de las subcontratas.
– Dejó de sonreír-. Aunque acabó metiéndome en un lío. Metió la pata con un pedido muy importante y su error le costó al estudio mucho dinero. De hecho, no estoy muy seguro de que siguiera trabajando aquí si no hubiera sucedido esto.
Si Will se preguntaba por qué Morgan hablaba de Pauline en pasado, no expresó sus dudas en voz alta. Se limitó a poner la mano para coger la llave.
– Cerraremos con llave al salir.
Morgan vaciló un momento. Obviamente había dado por supuesto que estaría presente mientras registraban el despacho.
– Se la devolveré cuando hayamos terminado, ¿de acuerdo? -dijo Will y le dio un cachete en el brazo-. Gracias.
Le dio la espalda y entró en el despacho. Faith entró detrás de él y cerró la puerta tras de sí.
– ¿No te molesta? -preguntó.
– ¿Morgan? -Will se encogió de hombros-. Sabe que no me interesa.
– Pero aun así…
– En el orfanato había muchos chavales gays. La mayoría eran infinitamente más agradables que los heteros.
No podía imaginar siquiera que un padre pudiera deshacerse de su propio hijo por ninguna razón, y mucho menos por esa en particular.
– Qué barbaridad.
Era evidente que Will no tenía ganas de hablar del asunto. Echó un vistazo al despacho y dijo:
– Yo diría que es bastante austero.
Faith estaba de acuerdo con él. Parecía como si hubiera estado siempre desocupado. No había ni una sola nota sobre su escritorio. Las bandejas de entrada y salida estaban vacías. Los libros de diseño que había en las estanterías estaban colocados por orden alfabético, con los lomos perfectamente alineados. Las revistas estaban como nuevas y perfectamente ordenadas en cajas de colores. Hasta el monitor parecía estar colocado en un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados con la esquina del escritorio. El único objeto personal que se veía por allí era una foto de Felix en los columpios.
– «Es un campeón» -dijo Will, burlándose de la expresión que había utilizado Morgan para referirse al hijo de Pauline-. Hablé con la trabajadora social anoche. Felix no lo lleva nada bien.
– ¿En qué sentido?
– Se pasa el día llorando. No quiere comer.
Faith contempló la fotografía, la alegría en los ojos del niño sonriendo a su madre. Pensó en Jeremy cuando tenía esa misma edad, tan bonito que le daban ganas de comérselo como si fuera un caramelo. Ella acababa de graduarse en la academia de policía y se trasladaron a un apartamento barato más allá de Monroe Drive; la primera vez que vivían lejos de Evelyn. Sus vidas se habían entrelazado de un modo que Faith jamás habría imaginado que fuera posible. Jeremy formaba parte de ella hasta tal punto que apenas podía soportar tener que dejarle en la guardería. Por la noche se ponía a colorear mientras ella redactaba sus informes en la mesa de la cocina. Le cantaba con esa vocecita chillona mientras ella le preparaba la cena y el almuerzo para el día siguiente. A veces se metía en su cama y se acurrucaba bajo su brazo como un gatito. Nunca se había sentido tan importante ni tan necesitada; ni antes, ni mucho menos después.
– ¿Faith? -Will había dicho algo, pero no se había enterado.
Dejó la fotografía sobre el escritorio de Pauline antes de berrear como una cría:
– ¿Qué?
– Decía que qué te apuestas a que la casa de Jacquelyn en Florida está tan ordenada y limpia como esta.
Faith se aclaró la garganta tratando de concentrarse en lo que estaba haciendo.
– La habitación que utilizaba en casa de su madre estaba muy ordenada, desde luego. Pensé que la tenía así porque el resto era una leonera, ya sabes, una isla de calma en medio de la tempestad. Pero a lo mejor es que es una fanática del orden.
– Personalidad de tipo A.
Will dio la vuelta a la mesa y abrió los cajones. Faith miró lo que había dentro: unos lapiceros de colores perfectamente alineados sobre una bandeja de plástico y varios paquetes de Post-it apilados y bien cuadrados. Will abrió el siguiente cajón y vio una carpeta grande. La colocó encima de la mesa y se puso a hojearla. Faith encontró planos de habitaciones, bocetos, fotos de muebles sujetas con clips.
Faith encendió el ordenador mientras Will inspeccionaba el resto de los cajones. Estaba casi segura de que no iba a encontrar nada, pero tenía la extraña sensación de que lo que hacían les estaba ayudando de algún modo a resolver el caso. Había vuelto a congeniar con Will, a verlo más como a un compañero que como a un adversario. Eso tenía que ser una buena señal.
– Mira esto.
Había abierto el último cajón de la izquierda. Estaba todo revuelto, como un cajón de sastre; los papeles mezclados, y en el fondo había varias bolsas de patatas vacías.
– Bueno, ahora ya sabemos que es humana -comentó Faith.
– Es muy raro -dijo Will-. Todo está perfectamente limpio y ordenado menos este cajón.
Ella cogió una bola de papel y la alisó sobre la mesa. Era una lista, y al lado de cada cosa había una marca que debía de indicar que ya no estaba pendiente: supermercado; avisar para que arreglen la lámpara del despacho de Powell; hablar con Jordan sobre los bocetos de los sofás. Sacó otra bola de papel y vio que era otra lista de tareas.
– A lo mejor los descartaba una vez que había completado todas las tareas.
Miró la lista con los ojos entornados y trató de verla como la veía Will. Era tan bueno haciéndole creer a la gente que sabía leer que a veces ella olvidaba de que tenía ese problema.
Will inspeccionó la librería, y cogió una caja llena de revistas de uno de los estantes de en medio.
– ¿Qué es esto? -preguntó mientras sacaba más cajas. Faith vio la rueda de una caja fuerte.
Will intentó abrirla, pero no hubo suerte. Pasó los dedos por el borde.
– Está empotrada en la pared.
– ¿Quieres ir a preguntarle la combinación a tu amigo Morgan?
– Me apuesto el sueldo de un año a que no la sabe.
Faith no quiso aceptar la apuesta. Como Jacquelyn Zabel, parecía que Pauline McGhee disfrutaba guardando secretos.
– Mira a ver si la encuentras en el ordenador, si no iré a preguntarle.
Faith miró la pantalla. Había saltado un cuadro de diálogo que le pedía una contraseña.
Will también lo vio.
– Prueba con «Felix».
Faith escribió el nombre del niño y, milagrosamente, acertó. Tomó nota mentalmente de que tenía que cambiar su contraseña, «Jeremy», mientras abría el programa de correo. Ojeó los mensajes mientras Will volvía a la librería. Encontró cosas de trabajo, pero nada personal que indicara la existencia de algún amigo o confidente. Se recostó en la silla y abrió el navegador, esperando encontrar en el historial algún otro servicio de correo electrónico. No apareció ninguna cuenta de Gmail o de Yahoo, pero sí varias páginas web.
Escogió una al azar e hizo clic, y se encontró en YouTube. Comprobó el volumen mientras se cargaba el vídeo. Se oyó el sonido de una guitarra por los altavoces de debajo del monitor y en la pantalla aparecieron sucesivamente un par de frases: «Soy feliz» y «Estoy sonriendo».
Will estaba detrás de ella. Faith leyó en alto las frases que iban saliendo: «Estoy sintiendo. Estoy viviendo. Estoy muriendo».
El sonido de la guitarra se iba haciendo más furioso con cada palabra, y apareció una fotografía de una chica vestida de animadora. La cinturilla de los shorts dejaba su ombligo al descubierto, y el top apenas le cubría los pechos. Estaba tan delgada que Faith podía contarle las costillas.
– Por Dios -murmuró.
Apareció otra imagen en la pantalla, esta vez una chica afroamericana. Estaba acurrucada encima de una cama, de espaldas a la cámara. Tenía la piel tensa y se podían apreciar con toda claridad cada una de sus vértebras y costillas. Su omóplato sobresalía por debajo de la piel como un cuchillo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Will-. ¿La página de alguna asociación que recauda fondos para la investigación del SIDA?
Faith meneó la cabeza mientras en la pantalla aparecía una nueva imagen: una modelo con un paisaje urbano al fondo cuyas piernas y brazos eran finos como palillos. A continuación otra imagen, esta vez de una mujer con las clavículas tan pronunciadas que daba grima mirarla. La piel de los hombros parecía papel mojado adherido a los tendones, que podían distinguirse perfectamente.
Faith desplegó el historial del navegador. Encontró un segundo vídeo. La música era diferente, pero empezaba más o menos igual.
– «Come para vivir. No vivas para comer» -leyó en voz alta.
Las palabras se desvanecieron y apareció la foto de una chica tan flaca que dolía mirarla. Faith abrió otra página, y luego otra.
– «La única libertad que nos queda es la libertad de matarnos de hambre.» «Delgada eres hermosa. Gorda eres fea.» -Miró la parte superior de la pantalla, para ver a qué categoría pertenecía el vídeo-. Thinspo. No tengo ni la más remota idea de lo que es eso.
– No lo entiendo. Esas chicas parecen famélicas, pero tienen tele en su habitación y van bien vestidas.
Faith probó suerte con otro enlace.
– Thinspiration -dijo-. Por Dios bendito, no me lo puedo creer. Están escuálidas.
– ¿Hay algún grupo de noticias o algo?
Faith revisó el historial más antiguo. Repasó la lista y encontró más vídeos, pero nada que pareciera un chat. Siguió bajando, pasó a la página siguiente y le tocó la lotería.
– Atlanta-Pro-Ana-punto-com -leyó en voz alta-. Es una página pro-anorexia.
Faith hizo clic sobre el enlace, pero le saltó otra ventana que le pedía una contraseña. Probó de nuevo con «Felix», pero esta vez no funcionó. Leyó la letra pequeña.
– Me pide una contraseña de seis caracteres, y Felix solo tiene cinco. -Probó con algunas variantes del nombre, diciéndolas en voz alta para que Will se enterara-. Cero-Felix, uno-Felix, Felix-cero…
– ¿Cuántas letras tiene «Thinspiration»? -preguntó Will.
– Demasiadas -dijo-. Pero «Thinspo» tiene siete.
Probó con esta última, pero no hubo suerte.
– ¿Cuál es su usuario?
Faith leyó el nombre que había encima del espacio para la contraseña.
– «Dlgd A-T-L» -Faith se percató de que Will no lo entendía-. Es una especie de abreviatura de «Delgada Atlanta».
Introdujo el usuario como contraseña.
– Nada. Cero. -De pronto se le ocurrió una idea-. El cumpleaños de Felix.
Abrió el calendario y buscó en la categoría «cumpleaños». Solo aparecieron dos resultados, uno era el de Pauline y el otro el de Felix.
– Uno-dos-ocho-cero-tres. -La ventana continuaba allí-. Nada, no ha funcionado.
Will asintió con la cabeza mientras se rascaba el brazo con aire distraído.
– Las cajas fuertes suelen tener una combinación de seis dígitos, ¿no?
– No pierdes nada por probar. -Faith se quedó esperando, pero Will no se movió.
– Uno-dos-ocho-cero-tres -repitió, sabiendo que Will retendría perfectamente los números. Pero siguió sin moverse y finalmente a Faith se le encendió una lucecita-. Oh. Perdona.
– No te disculpes. Es culpa mía.
– No, es culpa mía.
Se levantó y fue hasta la caja fuerte. Giró la rueda a la derecha hasta el número doce, luego dos vueltas a la izquierda hasta el ocho. Los números no eran el problema, pero no distinguía la derecha y la izquierda.
Faith marcó el último número, la puerta se desbloqueó y se sintió un poco decepcionada al ver lo fácil que había sido. Abrió la caja y vio un cuaderno de espiral como los que llevaban los niños al colegio y un folio impreso. Leyó el texto por encima. Era una copia impresa de un mensaje de correo relacionado con las medidas de un ascensor para asegurarse de que cabía un sofá, algo que a Faith no se le había ocurrido nunca, y eso que cuando compró la nevera se encontró con que no le cabía por la puerta de la cocina.
– Un asunto de trabajo -le explicó a Will, y cogió el cuaderno.
Al abrirlo por la primera página el vello de la nuca se le puso de punta, y tuvo que reprimir un escalofrío al darse cuenta de lo que estaba viendo. Una sola frase, escrita con una bonita caligrafía, llenaba toda la hoja. Faith pasó una página, y luego otra más. En algunas partes el trazo era tan enérgico que el bolígrafo había traspasado el papel. No creía en idioteces sobrenaturales, pero se podía palpar la rabia que emanaba de esas páginas.
– Es lo mismo, ¿verdad?
Will debía de haber reconocido la caligrafía, una frase corta repetida una y otra vez en todo el cuaderno, como la obra de arte de un sádico.
«No voy a sacrificarme… No voy a sacrificarme… No voy a sacrificarme…»
– Exactamente igual -le confirmó Faith-. Esto demuestra que Pauline tiene algo que ver con la cueva, y con Jackie Zabel y Anna.
– Está escrito con boli -dijo Will-. Las que encontramos en la cueva estaban escritas a lápiz.
– Pero es la misma frase: «No voy a sacrificarme». Pauline escribió esto porque quiso, no porque la obligaran. Nadie le dijo que lo hiciera. Y por lo que sabemos no ha estado en esa cueva. -Faith siguió pasando páginas para asegurarse de que no había nada más escrito-. Jackie Zabel era delgada. No como las chicas de esos vídeos, pero estaba muy delgada.
– Joelyn Zabel dijo que su hermana seguía pesando lo mismo que cuando estaba en el instituto.
– ¿Crees que padecía un trastorno alimenticio?
– Creo que se parece mucho a Pauline: le gusta controlarlo todo, guardar secretos. Pete pensó que Jackie estaba desnutrida, pero quizás era ella misma la que se estaba matando de hambre.
– ¿Y qué me dices de Anna? ¿Está delgada?
– Igual. Le sobresalía mucho… -Se llevó la mano a la clavícula-. Pensamos que podía formar parte de la tortura: privarles de la comida. Pero las chicas de esos vídeos lo hacen a propósito, ¿no? Esos vídeos son como pornografía para anoréxicas.
Asintió y, de repente, se le ocurrió otra posible conexión.
– A lo mejor se conocieron a través de Internet.
Volvió a la ventana de la contraseña que bloqueaba el acceso al chat Pro-Ana e introdujo la fecha del cumpleaños de Felix combinada de distintas formas: omitiendo los ceros, con los ceros, con todos los dígitos, en orden inverso.
– Puede que le asignaran una determinada contraseña y no pudiera cambiarla.
– O a lo mejor el contenido de ese chat es más valioso para ella que el resto de su ordenador o de la caja.
– Esta es la conexión, Will. Si todas padecían trastornos alimenticios, ya tenemos un nexo común entre ellas.
– Y un chat al que no podemos acceder, y familiares que no nos están siendo muy útiles, que digamos.
– ¿Y qué hay del hermano de Pauline? Le dijo a Felix que era un hombre malo. -Se apartó del ordenador para mirar a Will-. Quizá deberíamos volver a hablar con Felix a ver si recuerda alguna otra cosa.
Will no parecía muy seguro.
– Solo tiene seis años, Faith. Se siente solo y está asustado porque ha perdido a su madre. No creo que podamos sacarle nada más.
Ambos dieron un brinco cuando sonó el teléfono de encima de la mesa. Faith alargó la mano sin pensar y contestó.
– Despacho de Pauline McGhee.
– Hola. -Morgan Hollister no parecía muy contento.
– ¿Ha encontrado a Jacquelyn Zabel en su lista de clientes? -le preguntó Faith.
– Me temo que no, detective, pero… es curioso… Tengo una llamada para usted por la línea dos.
Faith miró a Will y se encogió de hombros mientras apretaba el botón iluminado.
– Faith Mitchell.
Leo Donnelly empezó a hablar de manera torrencial.
– ¿No se te ha ocurrido llamarme antes de meter las narices en mi caso?
Faith iba a disculparse de todas las maneras posibles, pero Leo no le dio ocasión.
– He recibido una llamada de mi jefe que, a su vez, ha recibido una llamada de Hollister preguntándole por qué unos agentes del estado estaban registrando el despacho de McGhee cuando ya lo hemos hecho nosotros esta misma mañana. -Leo respiraba con dificultad-. Mi jefe, Faith, quiere saber por qué no puedo hacer mi trabajo como es debido. ¿Tienes idea de en qué posición me has dejado?
– Está relacionado -le dijo Faith-. Hemos encontrado una conexión entre Pauline McGhee y las demás víctimas.
– Pues me alegro muchísimo por ti, Mitchell. Mientras tanto, a mí me tienen agarrado por los huevos porque tú no pudiste perder dos segundos para coger el teléfono y avisarme.
– Leo, lo siento mucho…
– Ahórrate las disculpas -dijo-. Ahora debería guardarme esto, pero no soy esa clase de tipo.
– Guardarte, ¿qué?
– Tengo otra mujer desaparecida.
Faith sintió que el corazón le daba un vuelco.
– ¿Otra mujer desaparecida? -repitió para que Will supiera de qué hablaban-. ¿Coincide con el perfil?
– Treinta y tantos, morena, ojos castaños. Trabaja en un banco muy exclusivo, en Buckhead, en el que tienes que ser asquerosamente rico solo para que te dejen entrar. No tenía amigos, y todo el mundo dice que era insufrible.
Faith miró a Will y asintió. Otra víctima, otra cuenta atrás.
– ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?
– Olivia Tanner -soltó el nombre y la dirección tan rápido que Faith le pidió que se lo repitiera-. En Virginia Highland.
Faith se anotó la dirección en el dorso de la mano.
– Me debes una -le dijo.
– Leo, lo siento, yo…
Leo no la dejó terminar la frase.
– Si yo estuviera en tu lugar, Mitchell, me andaría con mucho cuidado. Excepto por lo del éxito en los negocios, últimamente encajas perfectamente en el puto perfil.
Faith oyó un leve clic, que en cierto modo era peor que si hubiera colgado de golpe el auricular.
Olivia Tanner vivía en una de esas casitas del Midtown que parecían engañosamente pequeñas; desde la calle daban la impresión de tener unos cien metros cuadrados, pero luego tenían seis dormitorios, cinco baños y un servicio, y costaban alrededor de un millón de dólares. Tras haber registrado el despacho de Pauline McGhee y haber visto la psique de la mujer al desnudo, Faith veía la casa de Olivia Tanner con ojos muy diferentes. El jardín era muy bonito, pero todas las plantas estaban perfectamente alineadas. El exterior de la casa estaba recién pintado, y los canalones elegantemente alineados con los aleros. Por lo que Faith sabía del barrio, la casita debía de ser treinta años más antigua que su vieja casa estilo rancho, pero en comparación parecía completamente nueva.
– Muy bien -dijo Will, hablando por el móvil-. Gracias por hablar conmigo. -Al finalizar la llamada le contó a Faith-: Joelyn Zabel dice que su hermana tuvo problemas de anorexia y bulimia cuando estaba en el instituto. No está muy segura de cómo lo llevaba últimamente, pero parece evidente que no lo había superado.
Faith dejó que la información se asentara en su cerebro.
– Vale.
– Ya lo tenemos. Esa es la conexión.
– ¿Y adónde nos conduce? -preguntó Faith sacando la llave del contacto-. Los informáticos no pueden acceder al Mac de Jackie Zabel. Además, podrían tardar semanas en averiguar la contraseña de Pauline McGhee, y ni siquiera sabemos si el chat pro-Ana era el punto de encuentro con las demás mujeres o si simplemente se topó con él por casualidad mientras navegaba por Internet en la pausa para el almuerzo. -Se volvió para mirar la casa de Olivia Tanner-. ¿Qué te apuestas a que tampoco encontramos nada ahí dentro?
– Estás pensando en Felix cuando lo que deberías hacer es centrarte en Pauline -le dijo Will con delicadeza.
Faith quería decirle que se equivocaba, pero él tenía razón. No podía dejar de pensar en que Felix estaba en un hogar de acogida, llorando como un descosido. Tenía que concentrarse en las víctimas, en el hecho de que Jacquelyn Zabel y Anna habían sido las precursoras de Pauline McGhee y Olivia Tanner. ¿Por cuánto tiempo podrían aguantar las torturas, la degradación? Cada minuto que pasaba era otro minuto más de sufrimiento para ellas.
– El único modo en que podemos ayudar a Felix es ayudando a Pauline -le dijo Will.
Faith exhaló un hondo suspiro.
– Que me conozcas tan bien empieza a fastidiarme mucho.
– Por favor -murmuró Will-, eres un enigma envuelto en un bollito pringoso.
Will abrió la puerta del coche y se bajó. Faith se quedó mirándole mientras se dirigía hacia la casa con paso decidido. Bajó del coche y lo siguió.
– No tiene garaje ni BMW -comentó.
Tras la incómoda llamada de Leo, se había puesto en contacto con el sargento que había atendido la denuncia de la desaparición de Olivia Tanner. La mujer conducía un BMW 325, algo que no llamaría la atención en un barrio como ese. Era soltera, la vicepresidenta de un banco local, no tenía hijos y su hermano era su único pariente vivo.
Will intentó entrar por la puerta principal, pero estaba cerrada con llave.
– ¿Por qué tarda tanto el hermano? -dijo Faith mirando el reloj-. Su avión aterrizó hace una hora. Si hay mucho tráfico…
Faith no terminó la frase. En Atlanta siempre había mucho tráfico, especialmente en los alrededores del aeropuerto.
Will se agachó para comprobar si había una llave debajo del felpudo. Al ver que no había nada pasó la mano por el dintel y miró en las macetas que había junto a la puerta, pero no encontró ninguna llave.
– ¿Crees que deberíamos forzar la puerta?
Faith decidió no hacer ningún comentario sobre sus ansias de cometer un allanamiento. Llevaba trabajando con él el tiempo suficiente como para saber que la frustración hacía que a Will se le disparase la adrenalina, mientras que a ella le hacía más bien el efecto de un Valium.
– Vamos a darle unos minutos más.
– Deberíamos ir llamando a un cerrajero por si el hermano no tiene llave.
– Vamos a tomarnos esto con un poco de calma, Faith. ¿De acuerdo?
– Me hablas igual que a los testigos.
– Ni siquiera sabemos si Olivia Tanner es una de nuestras víctimas. A lo mejor resulta que es rubia de bote y tiene un montón de amigos.
– En el banco dicen que no ha faltado al trabajo ni una sola vez desde que empezó a trabajar allí.
– Igual se ha caído por las escaleras. O ha decidido tomarse el día libre. O fugarse con un extraño al que conoció anoche en un bar.
Will no dijo nada. Colocó las manos a ambos lados de la cara para poder ver el interior desde una de las ventanas. Seguramente el agente uniformado que había tomado nota de la denuncia el día anterior ya habría hecho eso mismo, pero Faith le dejó hacer mientras esperaban a que apareciera Michael Tanner, el hermano de Olivia.
Pese a su enfado, Leo les había hecho un gran favor pasándoles el aviso. Según el procedimiento, deberían haberle asignado el caso a un detective. Y dependiendo de este, Michael Tanner podría haber tenido que esperar hasta veinticuatro horas para hablar con alguien que pudiera hacer algo más que rellenar un formulario. En ese caso habrían tardado todavía un día más en avisar al DIG de que había desaparecido una mujer que encajaba en su perfil. Leo les había regalado dos preciosos días en un caso para el que necesitaban ayuda desesperadamente. Y ellos se lo habían agradecido con una patada en plena boca.
Faith notó que su BlackBerry empezaba a vibrar. Faith comprobó su e-mail y, mentalmente, le dio las gracias a Caroline, la secretaria de Amanda.
– Tengo el informe del arresto de Jake Berman por el incidente en el centro comercial.
– ¿Y qué dice?
Faith se quedó mirando la barra de descargas.
– Va a tardar unos minutos en bajarse.
Will dio una vuelta a la casa, comprobando cada ventana. Faith lo siguió mirando la BlackBerry como si fuera la varita de un zahorí. Por fin recibió la primera página del informe y comenzó a leer en voz alta.
– «En relación con las quejas recibidas por parte de la dirección del Mall de Georgia… -Faith utilizó el scroll para desplazarse por el texto y buscar las partes más relevantes-…el sospechoso hizo el típico gesto con la mano para indicar que deseaba mantener relaciones sexuales. Yo respondí asintiendo dos veces con la cabeza, y él me llevó hasta una de las cabinas del fondo del lavabo de caballeros. -Faith se saltó algunos párrafos-. La esposa y los dos hijos del sospechoso, de uno y tres años de edad respectivamente, le estaban esperando fuera.»
– ¿Se menciona el nombre de la esposa?
– No.
Will subió por las escaleras hasta la terraza que había en la parte posterior de la casa. Atlanta está situada en la falda de los montes Apalaches, por lo que hay muchos valles y colinas. La casa de Olivia Tanner se hallaba al final de una empinada pendiente, por lo que sus vecinos de atrás podían verla perfectamente.
– A lo mejor han visto algo -sugirió Will.
Faith miró la casa del vecino. Era muy grande, como esas mansiones horteras que normalmente solo se veían en las afueras. Los dos pisos superiores tenían una terraza enorme, y en el sótano había también una terraza amueblada con una chimenea de ladrillo. Todas las contraventanas de la parte de atrás estaban cerradas, salvo por un par de cortinas abiertas en una de las puertas del sótano.
– Parece que no hay nadie -dijo Faith.
– Seguramente estará embargada -replicó Will, probando suerte con la puerta de atrás. Estaba cerrada con llave también-. Olivia lleva en paradero desconocido desde ayer, como mínimo. Si es una de nuestras víctimas debió de ser secuestrada justo antes o justo después que Pauline.
Will comprobó las ventanas.
– ¿Crees que Jake Berman podría ser el hermano de Pauline McGhee? -preguntó.
– Es una posibilidad -le concedió Faith-. Pauline advirtió a Felix de que su hermano era peligroso. No quería que se relacionara con su hijo.
– Debía de tener un motivo para tenerle miedo. Puede que sea un tipo violento. Quizá fuera su hermano la razón por la que se mudó y se cambió el nombre. Cortó todos los lazos cuando era todavía muy joven. Debía de tenerla aterrorizada.
– Jake Berman estaba en el lugar de los hechos y se halla en paradero desconocido. No colaboró mucho como testigo. Y su nombre no figura en ninguna parte, salvo por ese arresto -dijo Faith.
– Si Berman es el alias que está usando el hermano de Pauline, debe de estar muy bien situado. Lo arrestaron y su nombre salió indemne de todo el proceso judicial.
– Si se cambió de nombre cuando Pauline huyó de casa, veinte años son toda una vida en lo que a documentos públicos se refiere. Todavía están poniendo al día las bases de datos, digitalizando información y casos antiguos. Muchos de esos expedientes se han quedado por el camino, especialmente en las ciudades pequeñas. Mira lo difícil que le ha resultado a Leo dar con los padres de Pauline, y eso que denunciaron la desaparición de su hija.
– ¿Qué edad tiene Berman?
Faith subió hasta el principio del informe.
– Treinta y siete.
Will se quedó quieto.
– Pauline también. ¿Serán mellizos?
Faith se puso a revolver en su bolso y sacó la fotocopia del carné de conducir de Pauline McGhee. Intentó recordar la cara de Jake Berman, pero entonces se acordó de que tenía su ficha en la otra mano. La BlackBerry seguía cargando el archivo. Lo alzó por encima de su cabeza a ver si así mejoraba la calidad de la señal.
– Volvamos a la parte delantera -sugirió Will.
Dieron la vuelta a la casa y Will fue asomándose por las ventanas para asegurarse de que no había nada sospechoso. Para cuando llegaron al porche el archivo había terminado de cargarse.
En la foto que le hicieron para la ficha, Jake Berman tenía una barba poblada, del tipo que se dejan los padres de los barrios residenciales cuando quieren parecer subversivos. Se la enseñó a Will.
– Estaba afeitado cuando hablé con él -explicó Faith.
– Felix dijo que el hombre que se llevó a su madre llevaba bigote.
– No creo que le haya dado tiempo a dejárselo.
– Podríamos pedir que nos hicieran un dibujo para ver qué aspecto tendría afeitado, con bigote, o lo que sea.
– Pero es Amanda quien tendrá que decidir si lo hacemos público o no.
Publicar un dibujo podría provocar que a Jake Berman le entrara el pánico y empezara a cubrir aún mejor su rastro. Y si en efecto era su hombre, también le pondría sobre aviso. Podía decidir matar a todos los testigos y abandonar el estado, o peor aún, el país. Del aeropuerto internacional de Hartsfield salían y entraban dos mil quinientos vuelos todos los días.
– Es moreno y tiene los ojos castaños, como Pauline -observó Will.
– Y tú también.
Se encogió de hombros.
– No parece que sean mellizos. Pero sí podrían ser hermanos.
Faith se volvió a sentir como una idiota. Miró sus fechas de nacimiento.
– Berman cumplió años después del arresto. Nació ocho meses antes que Pauline. Serían «mellizos irlandeses»: hermanos que nacen con menos de doce meses de diferencia.
– ¿Vestía de traje el día que lo arrestaron?
Faith consultó de nuevo la ficha.
– Vaqueros y jersey. Lo mismo que cuando hablé con él en el Grady.
– ¿Consta en la ficha a qué se dedica?
Faith lo comprobó.
– En paro -continuó leyendo los detalles y meneó la cabeza-. Este informe es una chapuza. No puedo creer que un teniente le diera el visto bueno.
– Yo he llevado a cabo muchas operaciones como esa. Arrestas a diez o quince tíos al día; la mayoría se declaran culpables de un delito menor o pagan la multa y esperan que todo se olvide. Ninguno va a juicio, porque lo último que quieren es tener que enfrentarse a la persona que los acusó.
– ¿Y cuál es «el típico gesto con la mano» que hacen para indicar que quieren mantener relaciones sexuales? -preguntó Faith llena de curiosidad.
Will hizo un gesto decididamente obsceno con los dedos y Faith deseó no haber preguntado.
– Tiene que haber alguna razón para que Jake Berman no quiera ser localizado -insistió Will.
– ¿Cuáles son las opciones? O es un moroso, o el hermano de Pauline, o nuestro asesino. O las tres cosas a la vez.
– O ninguna -señaló Will-. En cualquier caso tenemos que hablar con él.
– Amanda tiene a todo el equipo buscándole. Están trabajando con todas las combinaciones que se les ocurren: Jake Seward, Jack Seward. Lo están buscando como McGhee, Jackson, Jakeson.
– ¿Cuál es su segundo nombre?
– Henry. Así que hay que probar con Hank, Harry, Hoss…
– ¿Cómo es posible que esté fichado y aún no hayamos podido dar con él?
– No ha usado ninguna tarjeta de crédito. No tiene móvil de contrato ni hipoteca. Tampoco hemos encontrado nada en sus anteriores direcciones. No sabemos para quién trabaja ni para quién lo ha hecho.
– Puede que lo tenga todo a nombre de su esposa… Pero no sabemos cómo se llama.
– Si arrestaran a mi marido con la minga fuera en un centro comercial mientras yo le espero a la salida con los niños… -Faith no se molestó en terminar la frase-. Para colmo, el abogado que le llevó el caso es un gilipollas.
El abogado se negaba a revelar información sobre ninguno de sus clientes e insistía en que no tenía idea de cómo ponerse en contacto con este. Amanda estaba pidiendo órdenes judiciales para poder requisar sus archivos, pero la tramitación de las órdenes llevaba su tiempo, y se les estaba agotando.
Un Ford Escape aparcó delante de la casa. El hombre que se bajó del coche era la imagen misma de la ansiedad, desde el ceño fruncido hasta el modo en que se retorcía las manos por delante de su incipiente barriga. Tenía un aspecto bastante anodino, le clareaba mucho el pelo y tenía los hombros cargados. Faith estaba casi segura de que trabajaba en algo que le obligaba a pasarse más de ocho horas al día sentado al ordenador.
– ¿Son ustedes los policías con los que he hablado por teléfono? -preguntó el hombre bruscamente. Entonces, reparando en lo rudo que había sido, volvió a intentarlo-: Perdonen, soy Michael Tanner, el hermano de Olivia. ¿Son ustedes de la Policía?
– Sí, señor. -Faith sacó su identificación e hizo las presentaciones-. ¿Tiene usted llave de la casa de su hermana?
Michael parecía a un tiempo avergonzado y preocupado, como si todo aquello tuviera que ser un malentendido.
– No sé si deberíamos hacer esto. A Olivia no le gusta que invadan su intimidad.
Faith y Will intercambiaron miradas. Otra mujer experta en levantar barreras.
– Podemos llamar a un cerrajero si hace falta -le ofreció Will-. Es importante que inspeccionemos el interior de la casa por si ha sucedido algo. Olivia podría haberse caído, o…
– Tengo una llave. -Michael se metió la mano en el bolsillo y sacó una sola llave colgada de una cinta elástica-. Me la mandó por correo hace tres meses, no sé por qué. Solo me dijo que quería que tuviera una. Supongo que me la dio porque sabía que no iba a usarla. A lo mejor no debería hacerlo.
– No habría tomado un vuelo para venir desde Houston si no creyera que ha pasado algo malo -le dijo Will.
Michael se puso pálido y Faith se hizo una idea de cómo debían de haber sido las últimas horas en la vida de aquel hombre: conducir hasta el aeropuerto, subirse al avión, alquilar un coche, todo el rato pensando que estaba haciendo una estupidez, que su hermana estaba perfectamente. Y en el fondo pensando que no, que lo más probable era que le hubiera sucedido algo.
Michael le dio la llave a Will.
– El policía con el que hablé ayer me dijo que enviaría a un agente para que se acercara a echar un vistazo. -Hizo una pausa, como si necesitara que le confirmaran que lo habían hecho-. Me preocupaba que no me tomaran en serio. Sé que Olivia es una mujer adulta, pero es un animal de costumbres. Nunca altera su rutina.
Will abrió la puerta y entró en la casa. Faith se quedó con el hermano en el porche.
– ¿Y cuál es su rutina? -le preguntó.
El hombre cerró los ojos un momento para hacer memoria.
– Trabaja en un banco en Buckhead desde hace casi veinte años. Trabaja seis días a la semana, todos salvo el domingo, que es el día que aprovecha para ir de compras y resolver sus asuntos: ir a la tintorería, a la biblioteca, al supermercado. Llega al banco a las ocho de la mañana y sale a las ocho de la tarde, excepto si tiene que asistir a algún evento o lo que sea. Trabaja como relaciones públicas. Si hay una fiesta a algún acto patrocinado por el banco debe asistir. Si no, siempre está en casa.
– ¿Le llamaron del banco?
Se llevó la mano al cuello y se frotó una cicatriz de color rojo brillante. Faith imaginó que le habrían hecho una traqueotomía o alguna otra operación de garganta.
– En el banco no tienen mi teléfono -les explicó-. Fui yo quien se puso en contacto con ellos cuando no tuve noticias de ella ayer por la mañana. Los llamé nada más aterrizar. No tienen la menor idea de dónde puede estar. Es la primera vez que falta al trabajo.
– ¿Tiene usted alguna fotografía reciente de su hermana?
– No. -De pronto, cayó en por qué Faith le pedía la foto-. Lo siento. Olivia detesta que le saquen fotos. Desde siempre.
– No se preocupe -le dijo Faith-. La sacaremos de su carné de conducir si es necesario.
Will bajó por las escaleras. Meneó la cabeza y Faith entró en la casa con Michael.
– Es una casa muy bonita.
– Es la primera vez que vengo -confesó.
Miraba a su alrededor igual que Faith, probablemente pensando lo mismo que ella: aquello parecía un museo.
El pasillo atravesaba toda la planta y desembocaba en la cocina, que resultaba muy luminosa con la encimera de mármol y los armarios blancos. La escalera tenía una moqueta blanca de pelo largo, y la sala de estar era igualmente espartana; todo, desde las paredes hasta los muebles pasando por la moqueta era de un blanco inmaculado. Incluso los cuadros de las paredes eran lienzos blancos enmarcados en blanco.
Michael se estremeció.
– Hace mucho frío aquí.
Faith sabía que no hablaba de la temperatura.
Los llevó hasta la sala de estar. Había un sofá y dos sillas, pero Faith no sabía muy bien si sentarse o quedarse de pie. Al final se sentó en el sofá; el asiento estaba tan duro que apenas se hundió bajo su peso. Will se sentó en la silla que había al lado de su compañera y Michael en la que había al otro lado del sofá.
– Vamos a empezar por el principio, señor Tanner -dijo Faith.
– Doctor -la corrigió, y frunció el ceño-. Lo siento. Da lo mismo. Por favor, llámeme Michael.
– Muy bien, Michael -Faith le hablaba con voz serena, tranquilizadora, pues percibió que el hombre estaba al borde del pánico. Empezó por una pregunta sencilla-. ¿Es usted médico?
– Soy radiólogo.
– ¿Trabaja en un hospital?
– En el Centro Metodista de la Mama.
Parpadeó. Faith se percató de que estaba intentando contener las lágrimas. Fue directa al grano.
– ¿Qué le impulsó a llamar a la policía ayer?
– Ahora Olivia me llama todos los días. Antes no lo hacía. Estuvimos distanciados muchos años, se fue a la universidad y nos distanciamos aún más. -Sonrió débilmente-. Tuve un cáncer hace dos años. La tiroides. -Se tocó la cicatriz del cuello de nuevo-. ¿Solo sentí una especie de vacío? -dijo en tono interrogativo, y Faith asintió como si lo entendiera-. Quería estar con mi familia, recuperar a Olivia. Sabía que tendría que aceptar sus condiciones, pero estaba dispuesto a hacer ese sacrificio.
– ¿Qué condiciones impuso?
– No puedo llamarla. Es ella la que me llama siempre.
Faith no sabía muy bien qué decir.
– ¿Sus llamadas siguen alguna clase de pauta? -preguntó Will.
Michael asintió con la cabeza, parecía aliviado al ver que alguien entendía por fin por qué estaba tan preocupado.
– Sí. Los últimos dieciocho meses me ha llamado a diario. A veces no me cuenta gran cosa, pero me telefonea cada mañana a la misma hora siempre, pase lo que pase.
– ¿Por qué no le cuenta gran cosa? -preguntó Will.
Michael se miró las manos.
– Es difícil para ella. Tuvo algunos problemas cuando era más joven. No es de las que piensan en la palabra «familia» y sonríe. -Se frotó la cicatriz una vez más y Faith percibió que una profunda tristeza se apoderaba de él-. En general no sonríe demasiado, esa es la verdad.
Will miró a Faith para confirmar que no le importaba que él continuara con las preguntas. Ella asintió discretamente. Era evidente que Michael Tanner se sentía más cómodo hablando con Will. Lo que tenía que hacer Faith ahora era quedarse en un segundo plano.
– ¿Su hermana no es feliz? -preguntó Will.
Michael meneó la cabeza lentamente y su tristeza se extendió por toda la habitación. Will se quedó callado para no agobiar al hombre.
– ¿Quién abusó de ella?
A Faith le sorprendió la pregunta, pero las lágrimas de Michael confirmaron que Will había dado en el clavo.
– Nuestro padre. Algo muy de moda ahora.
– ¿Cuándo?
– Nuestra madre murió cuando Olivia tenía ocho años. Supongo que debió de empezar poco después. Estuvo haciéndolo varios meses, hasta que Olivia acabó en el médico. El médico dio parte a la policía, pero mi padre…
– Michael rompió a llorar-. Mi padre dijo que se lo había hecho ella a propósito. Que se había metido algo… ahí abajo… para herirse. Dijo que solo intentaba llamar la atención porque echaba de menos a su madre. -Se secó las lágrimas con rabia-. Nuestro padre era juez. Conocía a todo el departamento de policía, y ellos creían conocerlo. Dijo que Olivia mentía, así que todo el mundo dio por supuesto que era una mentirosa, sobre todo yo. Durante muchos años no la creí.
– ¿Y qué le hizo cambiar de opinión?
Michael rio con desgana.
– Pura cuestión de lógica. No tenía sentido que ella… que ella fuera de esa manera a no ser que le hubiera pasado algo espantoso.
Will continuó mirando directamente a los ojos de Michael.
– ¿Su padre llegó a hacerle daño a usted en algún momento?
– No -respondió demasiado deprisa-. No abusó sexualmente de mí, quiero decir. A veces me castigaba; se quitaba el cinturón. Podía ser brutal, pero yo pensaba que eso era lo que hacían todos los padres. Era lo normal. La mejor manera de evitar que me diera una paliza era ser un buen hijo, así que eso fui.
Will se tomó su tiempo antes de formular la siguiente pregunta.
– ¿Cómo se castigaba Olivia por lo que sucedió?
El hombre estaba hecho un manojo de nervios, intentaba controlar sus emociones, pero no podía. Por fin, se presionó los ojos con el índice y el pulgar y se echó a llorar. Will se quedó quieto, sin decir nada, y Faith lo imitó. Sabía por puro instinto que lo peor que podía hacer en ese momento era intentar consolar a Michael Tanner. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
– Olivia era bulímica -dijo, por fin-. Es posible que siga siendo anoréxica, pero me juró que ya no vomitaba.
Faith se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Olivia Tanner padecía un trastorno de la alimentación, igual que Pauline McGhee y Jackie Zabel.
– ¿Cuándo comenzó el problema? -preguntó Will.
– Cuando tenía diez u once años, no lo recuerdo. Yo soy tres años menor que ella. Lo único que recuerdo es que era espantoso. Ella… empezó a consumirse.
Will se limitó a asentir y a dejar que el hombre continuara hablando.
– Olivia siempre ha estado obsesionada con su aspecto. Era guapa, pero nunca pudo aceptar… -Michael hizo una pausa-. Imagino que mi padre empeoró todavía más la cosa. Siempre pinchándola y diciendo que tenía que deshacerse de esos michelines. No estaba gorda. Era una niña normal, muy guapa, preciosa. ¿Sabe lo que ocurre cuando uno deja de comer?
Michael miraba a Faith, y ella dijo que no con la cabeza.
– Le salieron costras en la espalda, unas heridas grandes en los puntos en los que los huesos sobresalían por debajo de su piel. Ni siquiera podía sentarse, no podía ponerse cómoda. Tenía frío todo el tiempo, se le dormían las manos y los pies. Algunos días no tenía energía suficiente ni para ir al baño y se lo hacía encima. -Hizo una pausa, abrumado por los recuerdos-. Dormía diez o doce horas al día. Se le cayó el pelo. Le daban unas tiritonas que no podía controlar. Tenía taquicardias. Su piel era como… era repugnante. Estaba llena de escamas que se le desprendían sin más. Y ella pensaba que merecía la pena. Pensaba que así estaba más guapa.
– ¿La hospitalizaron en algún momento?
Michael se rio; todavía no entendían hasta qué punto llegó a ser horrible aquella situación.
– Entraba y salía del hospital general de Houston todo el tiempo. La alimentaban a través de una sonda. Ganaba el peso suficiente para que le dieran el alta, y en cuanto salía empezaba a meterse los dedos en la boca para vomitar otra vez. Sus riñones se colapsaron dos veces. Estaban muy preocupados por los daños que podía estar sufriendo el corazón. Yo estaba muy enfadado con ella por aquel entonces. No entendía por qué se infligía deliberadamente un daño tan monstruoso. Parecía… ¿Por qué matarse de hambre deliberadamente? ¿Por qué se hacía eso…? -Echó un vistazo a la habitación, al hogar tan frío que su hermana había creado para sí misma-. Control. Ella solo quería controlar algo, y supongo que fue lo que introducía en su boca.
– ¿Está mejor? Me refiero a estos últimos años -le preguntó Faith.
Michael asintió y se encogió de hombros al mismo tiempo.
– Mejoró cuando se alejó de mi padre. Fue a la universidad, se licenció en empresariales. Luego se trasladó aquí, a Atlanta. Creo que la distancia la ayudó.
– ¿Hace terapia?
– No.
– ¿Tiene algún grupo de apoyo? ¿O un chat?
Michael negó con la cabeza, parecía muy seguro.
– Olivia cree que no necesita ayuda. Piensa que lo tiene todo bajo control.
– ¿Tiene amigos, o…?
– No, no, nadie.
– ¿Vive aún su padre?
– Murió hace unos diez años. No sufrió. Todo el mundo se alegró de que hubiera muerto mientras dormía.
– ¿Es Olivia una persona religiosa? ¿Va a la iglesia o…?
– Quemaría el Vaticano si los guardias la dejaran pasar.
– ¿Le suenan de algo los nombres de Jacquelyn Zabel, Pauline McGhee o Anna? -le preguntó Will.
Michael dijo que no con la cabeza.
– ¿Usted o su hermana han estado alguna vez en Michigan?
Michael los miró un poco desconcertado.
– Nunca. Es decir, yo no. Olivia ha vivido en Atlanta toda su vida adulta, pero puede que haya viajado allí en algún momento y yo no lo sepa.
– ¿Le suena la frase «No voy a sacrificarme»? -preguntó Will.
– No. Pero es exactamente lo contrario de lo que hace Olivia con su vida. Se priva de todo, se sacrifica.
– ¿Y las palabras «thinspo» y «thinspiration»?
– No -respondió Michael, meneando la cabeza.
Faith tomó el relevo.
– ¿Y los niños? ¿Tuvo algún hijo Olivia? ¿Quería tener hijos?
– Habría sido físicamente imposible -respondió Michael-. Su cuerpo… Se hizo mucho daño. Sería imposible que pudiera llevar a término un embarazo.
– Pero podría adoptarlo.
– Olivia odiaba a los niños -lo dijo en voz tan baja que Faith apenas pudo oírle-. Sabía lo que podía pasarles.
Will formuló la pregunta que Will tenía en mente.
– ¿Cree usted que lo estaba haciendo otra vez? Me refiero a no comer.
– No -respondió Michael-. Por lo menos no como antes. Por eso me llamaba cada mañana, a las seis en punto, para que supiera que estaba bien. A veces cogía el teléfono y me contaba algo. Otras veces simplemente decía: «Estoy bien», y colgaba el teléfono. Creo que para ella era como el Teléfono de la Esperanza. Espero que lo fuera.
– Pero ayer no lo llamó -dijo Faith-. ¿Es posible que estuviera enfadada con usted?
– No. -Se secó las lágrimas una vez más-. Nunca se enfadaba conmigo. Se preocupaba por mí. Se preocupaba por mí todo el tiempo.
Will se limitó a asentir y Faith preguntó:
– ¿Por qué se preocupaba?
– Porque ella era… -Michael se interrumpió y se aclaró la garganta un par de veces.
– Le protegía de su padre -dijo Will.
El hombre asintió repetidas veces y la habitación se quedó en silencio de nuevo. Parecía estar reuniendo valor para continuar.
– ¿Creen ustedes que…? Olivia nunca alteraba su rutina.
Will lo miró directamente a los ojos.
– Puedo ser amable o puedo ser sincero, doctor Tanner. Solo existen tres posibilidades. La primera es que su hermana haya huido; la gente hace cosas así, le sorprendería saber lo frecuente que es. La segunda es que haya tenido un accidente…
– He llamado a todos los hospitales.
– La policía de Atlanta también. Han comprobado los expedientes y los tienen identificados a todos.
Michael asintió, probablemente porque ya lo sabía.
– ¿Y cuál es la tercera posibilidad? -preguntó con temor.
– Que alguien la haya secuestrado -respondió Will-. Alguien que piensa hacerle daño.
Michael tragó saliva. Se estuvo mirando las manos un largo rato antes de asentir.
– Le agradezco su sinceridad, detective.
Will se puso en pie.
– ¿Le parece bien que echemos un vistazo a la casa, a las cosas de su hermana?
El hombre volvió a asentir y Will le dijo a Faith:
– Yo miraré arriba, tú echa un vistazo por aquí abajo.
No le dio ocasión de discutir el plan y Faith decidió no discutir con él, pese a que lo más probable era que Olivia Tanner tuviera el ordenador arriba.
Dejó a Michael Tanner en la sala de estar y se dirigió a la cocina. La luz entraba a raudales por las ventanas, haciendo que todo pareciera aún más blanco. La cocina era muy bonita pero, al igual que el resto de la casa, parecía haber sido esterilizada. Las encimeras estaban completamente vacías, excepto por el televisor más plano que había visto en su vida. Hasta los cables y el enchufe estaban camuflados dentro de un diminuto agujero practicado en el mármol levemente veteado de la encimera.
En la despensa no había mucha comida. Todo estaba cuidadosamente apilado y alineado, las cajas del derecho para que se viera bien la etiqueta, todas las latas exactamente en la misma posición. Había seis botes grandes de aspirinas sin abrir. La marca era diferente de la que Faith había visto en el dormitorio de Jackie Zabel, pero le pareció extraño que ambas mujeres tomaran tantas aspirinas.
Y había otro detalle que tampoco tenía ningún sentido.
Faith hizo algunas llamadas mientras registraba los armarios de la cocina. En voz muy baja pidió que comprobaran los antecedentes de Michael Tanner, solo para poder descartarlo cuanto antes. La siguiente llamada fue para pedir a varios agentes de la policía de Atlanta que hablaran con los vecinos. Solicitó también el registro de llamadas del fijo de Olivia Tanner para ver con quién había estado hablando, pero el móvil de la mujer probablemente estaría registrado a nombre del banco. Con un poco de suerte, en alguna parte habría una BlackBerry desde donde pudieran revisar su correo electrónico. Quizás había alguien en la vida de Olivia Tanner de cuya existencia no estaba al tanto su hermano. Faith meneó la cabeza, sabiendo que no había muchas posibilidades de que así fuera. La casa era digna de verse, pero parecía que nadie viviera allí. Nadie había celebrado ninguna fiesta allí, ni ninguna reunión de amigos. Y desde luego, ningún hombre había vivido allí.
¿Cómo sería la vida de Olivia Tanner? Faith había trabajado antes en casos de personas desaparecidas. La clave para averiguar lo que les había sucedido a esas mujeres -casi siempre se trataba de mujeres- era ponerse en su pellejo. ¿Qué cosas les gustaban y cuáles no? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Qué tenían de malo sus novios/maridos/amantes para que quisieran huir?
Con Olivia no había pistas, ningún ancla emocional a la que poder agarrarse. La mujer vivía en una casa sin vida sin un sofá cómodo en el que arrellanarse al final del día. Todos sus platos y cuencos estaban como nuevos, sin un solo arañazo, como si no se hubieran usado nunca. Hasta las tazas de café relucían por dentro. ¿Cómo podía ponerse en el lugar de una mujer que vivía en una aséptica caja blanca?
Faith volvió a los armarios de la cocina, pero no encontró nada fuera de lugar. Incluso el cajón donde se van guardando las cosas que siempre andan por enmedio estaba perfectamente ordenado: destornilladores en un estuche de plástico, un martillo colocado sobre una cuerda enrollada. Faith pasó el dedo por el interior del armario y no encontró ni una mota de polvo. Aquella mujer limpiaba los armarios de la cocina por dentro y por fuera.
Abrió el cajón de abajo y encontró un sobre grande como los que se usan para enviar fotografías por correo. Levantó la solapa y encontró unas páginas de papel cuché que habían sido cuidadosamente recortadas de unas revistas. En todas ellas se veían modelos en diferentes grados de desnudez, anunciando indistintamente perfumes o relojes de oro. No eran el tipo de mujer que se pone un jersey con una rebeca a juego y un collar de perlas mientras pasa alegremente el plumero y cuida de sus adorables niños. Esas modelos posaban de forma muy sensual, lasciva, pero sobre todo eran muy delgadas.
Faith había visto a esas modelos escuálidas antes. Hojeaba las revistas femeninas -Cosmopolitan, Vogue, Elle- como todo el que tenía que hacer cola en la caja del supermercado, pero al ver ahora a esas mujeres anoréxicas, sabiendo que Olivia Tanner había escogido esas fotos no porque quisiera recordar que tenía que comprar una sombra de ojos o un brillo de labios nuevos, sino porque aspiraba a ser un esqueleto viviente, Faith sintió que se le revolvía el estómago.
Recordó lo que les había contado Michael Tanner, la tortura a la que se había sometido su hermana deliberadamente para estar delgada. No sabía por qué Will estaba tan seguro de que la mujer había intentado proteger a su hermano. No parecía probable que un hombre que violaba a su hija fuera también tras su hijo, pero Faith llevaba demasiado tiempo trabajando en la policía como para saber que los criminales no siempre seguían una pauta lógica. Por más que se hubiera quedado embarazada siendo una adolescente, la familia de Faith era bastante normal; no había alcohólicos maltratadores ni tíos pervertidos. En asuntos relacionados con infancias disfuncionales, Faith confiaba en el criterio de Will.
Nunca le había contado nada explícitamente, pero ella imaginaba que había sufrido abusos en diversas ocasiones cuando era niño. Tenía el labio superior partido, y no había cicatrizado bien. La leve cicatriz que recorría su mandíbula y se perdía dentro del cuello de su camisa parecía muy antigua, una de esas heridas que te haces de niño y te dejan una huella con la que tienes que vivir el resto de tu vida. Había trabajado con Will en los días más calurosos del verano y nunca le había visto remangarse ni aflojarse el nudo de la corbata. La pregunta sobre cómo se castigaba Olivia Tanner había sido muy reveladora; Faith pensaba a menudo que Angie Polaski era un castigo que el propio Will se imponía a sí mismo.
Oyó pasos en las escaleras. Will entró en la cocina meneando la cabeza.
– He pulsado la tecla de rellamada del teléfono de arriba. Me saltó el contestador de su hermano en Houston.
Traía un libro en la mano.
– ¿Qué es eso?
Will le pasó la delgada novela, que tenía la signatura de una biblioteca en el lomo. En la cubierta se veía a una mujer desnuda sentada a horcajadas. Llevaba tacones de aguja, pero la pose era más artística que pornográfica, indicando que aquello era literatura, no basura. No era la clase de novela que solía leer Faith. Leyó la sinopsis de la contracubierta y le explicó a Will:
– Va de una mujer que es diabética, adicta a la metanfetamina y tiene un padre que abusa de ella.
– Una historia de amor -dijo, y aventurándose con el título-. ¿Revelación?
Le faltó muy poco. Faith imaginó que, por lo general, Will leía las tres primeras letras de una palabra y, a partir de ahí, trataba de adivinar el resto. Casi siempre acertaba, pero patinaba con las palabras poco frecuentes.
Dejó el libro bocabajo sobre la encimera.
– ¿Has visto algún ordenador?
– Ni ordenador, ni diario, ni agenda. -Se puso a abrir los cajones y encontró el mando a distancia del televisor. Lo encendió y giró la pantalla para verlo mejor.
– Esta es la única televisión que hay en la casa.
– ¿No hay una en el dormitorio?
– No. -Will zapeó y encontró los canales habituales-. No tiene cable, y tampoco hay ningún módem ADSL en el cajetín del sótano.
– Así que no tiene una conexión de alta velocidad -dedujo Faith-. Quizás use una telefónica. A lo mejor tiene un portátil en el trabajo.
– O a lo mejor se lo ha llevado alguien.
– O simplemente prefiere no traerse el trabajo a casa. Su hermano dice que está en la oficina desde que amanece hasta que se pone el sol.
Will apagó el televisor.
– ¿Has encontrado algo aquí abajo?
– Aspirinas -respondió Faith, señalando los frascos que había en la despensa-. ¿Qué querías decir con eso de que Olivia protegía a Michael?
– Es lo que estábamos hablando en el despacho de Pauline. ¿Dedicaban mucho tiempo tus padres a tu hermano cuando tú te metías en líos?
Faith negó con la cabeza y se dio cuenta de que lo que decía tenía mucho sentido. Olivia había llamado la atención sobre sí misma para que su hermano pudiera crecer tranquilo y tener una vida lo más normal posible. No era de extrañar que el hombre estuviera carcomido por la culpa. Era un superviviente.
Will estaba mirando por la ventana del fondo, a la casa aparentemente deshabitada de enfrente.
– Esas cortinas abiertas me dan mala espina.
Faith se acercó a la ventana. Tenía razón. Todas las persianas de las ventanas de la parte de atrás estaban cerradas, salvo por las cortinas abiertas en la puerta del sótano.
– Doctor Tanner, vamos a salir fuera un momento. Enseguida volvemos -dijo elevando el tono de voz.
– De acuerdo -respondió el hombre.
Aún tenía la voz temblorosa, así que Faith explicó:
– No hemos encontrado nada todavía. Solo estamos mirando.
Se quedó esperando una respuesta, pero Michael no respondió. Will abrió la puerta y salieron a la terraza.
– Usa la talla 36. ¿Es eso normal? -preguntó Will.
– Para mí la quisiera -murmuró Faith, y entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir-. Es una talla pequeña, pero no horrible.
Inspeccionó de nuevo el jardín de Olivia. Como la mayoría de parcelas urbanas, medía apenas mil metros cuadrados, el perímetro estaba vallado y había postes telefónicos cada sesenta metros. Faith siguió a Will por las escaleras. La valla de cedro parecía muy cara, las tablas eran lisas y los soportes estaban por fuera.
– ¿Crees que es nueva? -le preguntó.
Will dijo que no con la cabeza.
– La han limpiado a presión. El cedro es más rojizo.
Llegaron al límite de la parcela y se detuvieron. Había marcas en las planchas de cedro, unos arañazos profundos que llegaban hasta el centro.
– Parecen hechos con los pies, como si alguien hubiera intentado trepar por ella.
Faith miró la casa de enfrente otra vez.
– A mí me parece que está vacía. ¿Crees que la habrán embargado?
– Solo hay un modo de saberlo. -Will se fue hacia el otro lado de la valla y se puso a escalarla sin darse cuenta de que Faith estaba a su lado-. ¿Me esperas aquí? O podemos dar una vuelta por fuera.
– ¿Tan patética te parezco? -preguntó Faith agarrándose a la valla.
Era uno de los ejercicios que hacían en la academia de policía, pero de eso hacía muchos años y entonces no llevaba falda. Fingió no darse cuenta cuando Will la empujó por detrás, y confió en que él fingiera no ver que llevaba unas bragas azules que parecían de su abuela. De algún modo logró pasar al otro lado. Will se aseguró de que se había apartado y saltó por encima de la valla como un gimnasta chino de diez años.
– Exhibicionista -murmuró Faith mientras subía la cuesta en dirección a la casa vacía.
El sótano tenía un gran ventanal con puertas correderas en ambos extremos. A medida que se acercaba vio que una de ellas estaba abierta. Una ráfaga de viento agitó las cortinas.
– No puede ser tan fácil -dijo Will, seguramente pensando lo mismo que Faith: «¿Estaría su sospechoso escondido en aquella casa? ¿Era ahí donde tenía a sus víctimas?». Se dirigió hacia la casa con paso decidido.
– ¿Pido refuerzos? -preguntó Faith.
Will no parecía muy preocupado. Empujó la puerta con el codo y se asomó.
– ¿Has oído hablar de la causa probable?
– ¿Oyes ese ruido? -preguntó Will, pero los dos sabían que no habían oído nada. Según la ley, no podían entrar en un domicilio particular sin una orden judicial o alguna señal de peligro inminente.
Faith se dio la vuelta y miró hacia la casa de Olivia Tanner. Era evidente que la mujer no sentía la necesidad de cubrir las ventanas con cortinas o persianas. Desde donde estaba Faith podía ver perfectamente la cocina y lo que debía de ser el dormitorio de Olivia.
– Deberíamos llamar y pedir una orden.
Will ya estaba dentro de la casa. Faith maldijo entre dientes mientras sacaba la pistola del bolso. Entró por el sótano, andando con mucho cuidado sobre la alfombra bereber. El sótano estaba acondicionado, probablemente lo usaban como salón de juegos. Había una mesa de billar, un pequeño bar con un fregadero y cables sueltos en la pared, probablemente para un sistema de home cinema. No veía a Will por ninguna parte.
– Idiota -masculló Faith, dando un paso más y abriendo la puerta hasta dejarla pegada a la pared. Se puso a escuchar, agudizando el oído hasta hacerse daño-. ¿Will? -susurró.
No hubo respuesta, y Faith continuó avanzando con el corazón desbocado. Se inclinó por encima del bar y vio una caja vacía con una lata de refresco al lado. A su espalda había un armario con la puerta entornada. Faith la abrió con el cañón de la pistola.
– Está vacío -dijo Will, apareciendo por detrás de una esquina y dándole un susto de muerte.
– ¿Qué coño estás haciendo? -espetó Faith en tono cortante-. Ese tío podía haber estado dentro.
Will no se inmutó.
– Tenemos que averiguar quién tiene acceso a esta casa. Agentes inmobiliarios, contratistas, alguien interesado en comprarla. -Sacó un par de guantes de látex del bolsillo e inspeccionó la puerta corredera-. Hay marcas hechas con una herramienta. Alguien ha forzado la cerradura.
Fue hacia las ventanas, que estaban cubiertas con contraventanas de plástico barato. Una de las hojas estaba doblada. Will abrió y dejó que la luz natural iluminara la estancia. Se agachó y examinó el suelo.
Faith se guardó la pistola en el bolso. Su corazón seguía latiendo como un tambor militar.
– Will, me has dado un susto de mil pares de narices. No vuelvas a entrar así en una casa sin mí.
– Mira -dijo, cogiéndola de la mano-. Huellas de pisadas.
La agente vio la silueta rojiza de un par de zapatos en la superficie de la alfombra. Una de las cosas buenas de vivir en Georgia era la arcilla roja que se adhería a todas las superficies, ya estuvieran secas o mojadas. Echó un vistazo por la ventana, más allá de la contraventana rota. Desde allí se veía perfectamente la casa de Olivia.
– Tenías razón -dijo Will-. Las ha estado vigilando. Las sigue, estudia sus rutinas, sabe quiénes son.
Se fue al bar y abrió los armarios de detrás de la barra.
– Alguien ha usado esta lata de Coca-Cola como cenicero.
– Los operarios de la mudanza, seguramente.
Will abrió la nevera. Oyó un tintineo de cristales.
– Cerveza de raíz Doc Peterson -probablemente había reconocido el logo.
– Deberíamos largarnos de aquí para no contaminar la escena más de lo que ya lo hemos hecho.
Afortunadamente, parecía que Will era de la misma opinión. Salió tras ella y volvió a dejar la puerta como la habían encontrado.
– Este caso es diferente -dijo Faith.
– ¿Qué quieres decir?
– No lo sé -admitió ella-. No encontramos nada en casa de la madre de Jackie ni en el despacho de Pauline. Leo registró su casa y tampoco había nada allí. Nuestro hombre no deja pistas, así que, ¿cómo es que ahora tenemos dos huellas de zapatos? ¿Por qué se dejó la puerta abierta?
– Perdió a sus dos primeras víctimas; Anna y Jackie lograron escapar. Quizá ya le había echado el ojo a Olivia Tanner. A lo mejor tuvo que adelantar el secuestro para reemplazarlas.
– ¿Quién puede saber que esta casa está deshabitada?
– Cualquiera que se haya fijado un poco.
Faith miró de nuevo hacia la casa de Olivia y vio a Michael Tanner en el porche de atrás. La idea de volver a arrastrar su culo por encima de aquella valla no le hacía demasiada gracia.
– Yo saltaré la valla. Tú vuelve dando un rodeo.
Faith meneó la cabeza y caminó hacia el jardín con paso decidido. Saltar la valla desde ese lado parecía más fácil, pues podía apoyar el pie en los soportes. Había una tabla larga en la parte inferior que utilizó como escalón y pudo pasar por encima con menos ayuda que antes. Will volvió a saltarla apoyándose en una sola mano.
Michael estaba en la puerta trasera de la casa de su hermana, con las manos entrelazadas, mirándoles mientras se acercaban.
– ¿Pasa algo?
– Nada que podamos contarle ahora mismo -le dijo Faith-. Voy a necesitar que…
Su pie resbaló en el primer escalón y Faith se cayó lanzando un cómico grito, algo así como un «guau», aunque lo que sintió en ese momento no tenía ninguna gracia. Su vista se volvió loca por unos segundos y la cabeza le dio vueltas. Instintivamente se llevó la mano a la barriga, sin pensar en nada más que en la criatura que llevaba en el vientre.
– ¿Estás bien? -le preguntó Will.
Se había arrodillado junto a ella y le sujetaba la cabeza con la mano. Michael Tanner estaba al otro lado.
– Respire despacio hasta que recobre el aliento. -Tanteó su columna vertebral con las manos, y Faith estaba a punto de darle un sopapo cuando recordó que era médico-. Respire hondo. Inspire, espire.
Faith intentó seguir sus indicaciones. Estaba jadeando y no sabía por qué.
– ¿Estás bien? -le preguntó Will.
Faith asintió, pensando que quizás sí.
– Solo se me ha cortado la respiración un momento -dijo, por fin-. Ayúdame a levantarme.
Will la cogió por las axilas y Faith se dio cuenta de lo fuerte que era al ver con qué facilidad la levantaba del suelo.
– Tienes que dejar de caerte de esta manera.
– Soy una idiota.
Todavía tenía la mano en la barriga. Faith se obligó a retirarla. Se quedó allí de pie, callada, escuchando el interior de su cuerpo, a ver si sentía una punzada o un retortijón que pudiera indicar que algo iba mal. No sintió nada, no oyó nada. Pero ¿estaría bien?
– ¿Qué es esto? -preguntó Will, quitándole algo que tenía enganchado en el pelo. Era un pedacito de algo parecido al confeti.
Faith se pasó los dedos por el pelo y miró hacia atrás. Vio que había varios pedacitos de papel en la hierba.
– ¡Joder! -exclamó Will-. Vi papelitos como estos dentro de la mochila de Felix. Pero no es confeti: son de una Taser.
Sara no tenía ni idea de por qué estaba en el Grady en su día libre. Se había dejado la colada a medias, se había limitado a recoger un poco la cocina y el baño, que estaba en un estado tan lamentable que se moría de vergüenza cada vez que pensaba en ello. Y sin embargo allí estaba, otra vez en el hospital, subiendo a la decimosexta planta por las escaleras para que nadie la viera de camino a la UCI.
Se sentía culpable por no haberle efectuado un examen completo a Anna cuando la ingresaron en urgencias. Placas de rayos, resonancias magnéticas, ultrasonidos, escáner. Anna había pasado por prácticamente todos los cirujanos del hospital y todos habían pasado por alto las once bolsas de basura. Incluso habían llamado al CDC para que hicieran cultivos de la infección y no habían sacado nada en claro. A Anna la habían torturado, cortado, quemado, y tenía multitud de heridas que no se curaban por culpa del plástico que tenía dentro. Cuando Sara sacó las bolsas el hedor invadió toda la habitación. La mujer había empezado a pudrirse por dentro. Era un milagro que no hubiera sufrido un shock tóxico.
Lógicamente Sara sabía que no era culpa suya, pero en lo más íntimo de su ser sentía que había cometido un error. Se había pasado la mañana doblando ropa y fregando platos y, mientras tanto, había repasado mentalmente lo que había sucedido dos noches antes, cuando ingresaron a Anna. Se encontró inventando una realidad alternativa en la que podía hacer algo más que pasarle el caso al siguiente médico. Tuvo que recordarse que hasta el simple hecho de estirarle las piernas para poder sacarle las placas le había causado un dolor insoportable. El trabajo de Sara consistía en estabilizarla para poder meterla en el quirófano, no en hacerle un examen ginecológico completo.
Pero aun así, se sentía culpable.
Se detuvo al llegar al rellano del piso diecisés para recobrar el aliento. Probablemente estaba más en forma de lo que había estado nunca, pero la cinta y la bicicleta elíptica de su gimnasio no eran lo que se dice un buen entrenamiento para la vida real. En enero se había jurado que saldría a correr por lo menos una vez a la semana. El gimnasio de al lado de casa -con sus televisores y su atmósfera de temperatura controlada- la privaban de una de las ventajas que tenía salir a correr: tiempo a solas con sus pensamientos. Naturalmente una cosa era decir que querías pasar tiempo a solas y otra muy distinta hacerlo de verdad. Enero había dado paso a febrero, y ahora ya estaban en abril, pero esa mañana había salido a correr por primera vez desde que se hiciera aquella promesa.
Se agarró a la barandilla y subió el siguiente tramo. Para cuando llegó a la décima planta los muslos le ardían. Cuando por fin llegó a la decimosexta tuvo que pararse un momento y doblarse por la cintura para recobrar el aliento y que las enfermeras de la UCI no pensaran que se había vuelto completamente loca.
Metió la mano en el bolsillo para sacar la barra de cacao y se quedó paralizada. Una sensación de pánico le invadió el pecho mientras miraba en los demás bolsillos. No tenía la carta. La había llevado encima durante meses, como un amuleto que acariciaba cada vez que pensaba en Jeffrey. Siempre le recordaba a la odiosa mujer que la había escrito, la responsable de su muerte, y ahora ya no la tenía.
Sara se puso a pensar rápidamente dónde la había dejado. ¿Estaría en un bolsillo de la ropa que había echado a lavar? El corazón se le encogía solo de pensarlo. Repasó sus movimientos y, por fin, recordó que el día anterior, cuando llegó a casa después de la autopsia de Jacquelyn Zabel, había dejado la carta sobre la encimera de la cocina.
Abrió la boca y exhaló un profundo suspiro de alivio. La carta estaba en casa. Esa misma mañana se la había llevado a la repisa de la chimenea, aunque parecía un sitio extraño para dejarla. La alianza de Jeffrey estaba allí, junto a la la urna que contenía parte de sus cenizas. Aquellas dos cosas no deberían estar juntas. ¿En qué demonios estaba pensando?
La puerta se abrió y salió una enfermera con una cajetilla en la mano. Sara reconoció a Jill Marino, la mujer de la UCI que había estado cuidando de Anna la mañana anterior.
– ¿No es hoy tu día libre? -le preguntó Jill.
Sara se encogió de hombros.
– Nunca me canso de este sitio. ¿Cómo está la paciente?
– La infección está respondiendo a los antibióticos. Estuviste rápida ahí. Si no le hubieras sacado esas bolsas a estas alturas ya estaría muerta.
Sara le hizo un gesto con la cabeza para agradecerle el cumplido, pensando que si las hubiera visto en el momento en que la examinó Anna se habría podido recuperar con más facilidad.
– Le han retirado la respiración artificial a eso de las cinco. -Jill abrió la puerta para dejar pasar a Sara-. Ya han llegado los resultados del escáner. Todo parece en orden, salvo por los daños en el nervio óptico; eso es permanente. Los oídos están bien, así que por lo menos puede oír. Todo lo demás está bien. No hay razón para que no despierte. -De repente, se dio cuenta de que la mujer tenía muchas razones para no despertar y añadió-: Bueno, ya sabes lo que quiero decir.
– ¿Has terminado ya?
Jill señaló la cajetilla con expresión de culpabilidad.
– Voy a la azotea a contaminar un poco el aire.
– ¿Serviría de algo que me molestara en decirte que eso te va a matar?
– Trabajar aquí me matará primero -replicó la enfermera, y empezó a subir las escaleras con paso cansino.
Seguía habiendo dos policías en la puerta de la habitación de Anna. No eran los mismos del día anterior, pero ambos se llevaron la mano a la gorra para saludar a Sara. Uno de ellos incluso le apartó la cortina y ella le sonrió al entrar en la habitación. Había un bonito centro de flores en la mesa junto a la pared. Sara las inspeccionó, pero no vio ninguna tarjeta.
Se sentó en la silla y se puso a pensar en las flores. Probablemente le habían dado el alta a algún paciente y este les había dado su ramo a las enfermeras para que ellas las repartieran como creyeran más conveniente. Pero parecían frescas, como si alguien las hubiera arrancado esa misma mañana del jardín de su casa. A lo mejor las había mandado Faith. Sara descartó esa idea de inmediato; no le parecía una mujer demasiado sentimental. Ni tampoco muy lista, al menos no en lo que a su salud se refería. Había llamado a la consulta de Delia Wallace esa mañana: Faith no había pedido cita aún. No iba a tardar en quedarse sin insulina. Tendría que arriesgarse a sufrir otro desmayo, o bien recurrir a ella otra vez.
Apoyó los brazos en la cama de Anna, y se quedó contemplando su rostro. Sin el tubo de la respiración era más fácil ver la cara que tenía antes de que todo aquello sucediera. Los moratones de la cara empezaban a curarse, por lo que su aspecto era aún peor. Su piel tenía un tono más saludable, pero estaba hinchada por todos los fluidos que le estaban suministrando. La desnutrición estaba tan avanzada que tardaría semanas en ganar el peso necesario.
Sara cogió su mano y la acarició. Seguía muy seca, así que cogió un frasco de leche hidratante del neceser que había junto a las flores. Era el que daban a todos los pacientes del hospital cuando ingresaban, con los artículos que el comité administrativo pensaba que podían necesitar: patucos antideslizantes, bálsamo labial y una leche hidratante que olía un poco a antiséptico.
Sara vertió un poco en la palma y se frotó las manos para entibiar la crema antes de coger la frágil mano de Anna entre las suyas. Podía contarle uno por uno los huesos, y sus nudillos parecían canicas. Tenía la piel tan seca que absorbía la crema tan pronto como la extendía. Estaba poniéndose un poco más en la mano cuando la paciente empezó a revolverse.
– ¿Anna? -Sara le puso la mano en la mejilla y la presionó suavemente para reconfortarla.
Movió levemente la cabeza. La gente no se despertaba del coma como por arte de magia. Era un proceso, por lo general bastante largo. Un día podía abrir los ojos, balbucear cosas sin sentido, fragmentos de alguna conversación mantenida mucho tiempo atrás.
– ¿Anna? -repitió Sara, tratando de que su voz se mantuviera serena-. Necesito que te despiertes ya.
Volvió a mover la cabeza, pero esta vez estaba claro que la inclinaba hacia Sara. Esta continuó hablando con voz firme.
– Sé que es difícil, cariño, pero necesito que te despiertes. -los párpados de Anna se despegaron levemente. Sara se levantó y se colocó en su línea de visión, aunque sabía que la mujer no podía verla-. Despierta, Anna. Ya estás a salvo. Nadie va a hacerte daño.
Sus labios se movieron, pero estaban tan secos y cortados que la piel se rompió.
– Estoy aquí -le dijo Sara-. Puedo oírte, cielo. Intenta despertarte, hazlo por mí.
La respiración de Anna se aceleró, tenía miedo. La mujer estaba empezando a recordar lo que había sucedido, la agonía que había soportado y el hecho de que estaba ciega.
– Estás en el hospital. Sé que no puedes ver nada, pero oyes mi voz. Estás a salvo. Dos policías vigilan tu puerta día y noche. Nadie va a hacerte daño.
Anna alargó una mano temblorosa y sus dedos rozaron el brazo de Sara. La doctora le cogió la mano y la apretó cuanto pudo sin causarle dolor.
– Ya estás a salvo -le prometió Sara-. Nadie más te va a hacer daño.
De pronto Anna estrujó la mano de Sara con tal fuerza que sintió una punzada aguda en los dedos.
– ¿Dónde está mi hijo?
Cuando aprietas el gatillo de una Taser se disparan dos dardos conectados al arma por unos alambres y propulsados por gas nitrógeno que se proyectan a unos cincuenta metros por segundo. En unidades para uso civil cinco metros de cable metálico aislado administran una descarga de cincuenta mil voltios a la persona que lleva adheridos los electrodos contenidos en los dardos. Los impulsos eléctricos bloquean las funciones motoras y sensoriales, además del sistema nervioso central. A Will le habían disparado con una Taser en una sesión de entrenamiento. Todavía seguía sin recordar lo sucedido en el lapso de tiempo inmediatamente anterior y posterior a la descarga, solo recordaba que había sido Amanda la que había apretado el gatillo y que, cuando por fin logró levantarse del suelo, su jefa lucía una amplia sonrisa de satisfacción.
Como las balas de un arma de fuego, la Taser requería el uso de unos cartuchos que venían ya cargados con los cables y los dardos. Dado que los redactores de la Constitución no podían prever la invención de un arma de estas características, no existía ningún derecho inalienable en relación con la posesión de una Taser. Algún brillante pensador se las había arreglado para introducir un codicilo en su manufactura: todos los cartuchos para Taser debían incluir unos PIPUC, o Puntos Identificativos para la Prevención del Uso Criminal, que se liberaban por centenares cada vez que se disparaba un cartucho. A primera vista esos pequeños puntos parecían confeti. El diseño era deliberado: eran tantos los puntos que se disparaban, que al delincuente le resultaba imposible recogerlos todos para cubrir su rastro. Y lo mejor de todo era que, examinado a través de una lente de aumento, el confeti revelaba un número de serie que servía para identificar el cartucho. Taser Internacional quería tener de su lado a la comunidad legal, así que había elaborado su propio programa de seguimiento. Lo único que había que hacer era llamarles y darles el número de serie de uno de los confetis para que ellos te proporcionaran el nombre y la dirección de la persona que había comprado el cartucho.
Faith solo tuvo que esperar tres minutos para que la empresa le proporcionara un nombre.
– Mierda -susurró Faith. Al darse cuenta de que seguía al teléfono añadió-: No gracias. Con eso me basta.
Cerró su móvil mientras se inclinaba para arrancar el Mini.
– El cartucho de la Taser fue adquirido por Pauline Seward. La dirección que me han dado es la de la casa vacía que hay enfrente de la de Olivia Tanner.
– ¿Y cómo abonaron la compra?
– Con una tarjeta de regalo de American Express. La tarjeta no estaba a nombre de nadie, no hay manera de seguirle la pista. -Le lanzó a Will una mirada significativa-. Compraron los cartuchos hace dos meses, lo que implica que ha estado vigilando a Olivia Tanner durante todo ese tiempo como mínimo. Y puesto que utilizó el nombre de Pauline, debemos suponer que también estaba planeando secuestrarla.
– La casa vacía es propiedad del banco, pero no de la entidad en la que trabaja Olivia. -Will había llamado al número de la inmobiliaria que figuraba en el cartel que había en el jardín delantero mientras Faith hablaba con Taser-. Lleva vacía casi un año. Nadie se ha interesado en ella desde hace seis meses.
Faith se volvió para salir marcha atrás. Will alzó la mano para despedirse de Michael Tanner, que estaba sentado en el interior del Ford Escape, agarrando el volante con ambas manos.
– No reconocí los papelitos que había en la mochila de Felix -se lamentó Will.
– ¿Y por qué ibas a hacerlo? Era la mochila de un niño y lo más lógico era que fuera confeti. Hace falta una lupa para leer el número de serie. Si quieres culpar a alguien échale la culpa a la policía de Atlanta por no haberlos recogido en la escena del crimen. Sus chicos de la científica estaban allí. Imagino que pasarían un aspirador por las alfombras del coche, pero todavía no lo han analizado porque la desaparición de una mujer no es un asunto prioritario.
– La dirección del comprador del cartucho nos habría llevado hasta la casa que está justo detrás de la de Tanner.
– Olivia Tanner había desaparecido ya cuando inspeccionaste la mochila de Felix -le recordó Faith-. Fue la policía de Atlanta la que procesó la escena. Son ellos los que la han cagado.
Sonó el móvil de Faith. Miró la pantalla para ver quién llamaba y decidió no contestar.
– Además, saber que los puntos de la mochila de Felix provienen del mismo lote que los que encontramos en el jardín trasero de Olivia Tanner tampoco nos ha servido de mucho. Lo único que nos indica es que nuestro hombre lleva mucho tiempo planeando esto y que es bueno cubriendo su rastro. Pero eso ya lo sabíamos cuando nos levantamos esta mañana.
Will pensó que sabían mucho más que eso. Ahora tenían una conexión que vinculaba a las cuatro mujeres.
– Podemos vincular a Pauline con las demás mujeres. La frase «no voy a sacrificarme» establece una conexión entre Anna y Jackie, y los puntos la relacionan con Olivia.
Se quedó pensando en ello unos segundos, preguntándose qué más habría pasado por alto. Faith estaba en el mismo punto.
– Vamos a repasarlo todo desde el principio. ¿Qué es lo que tenemos?
– A Pauline y a Olivia las secuestraron ayer. A las dos las asaltaron con una pistola Taser cargada con el mismo cartucho.
– Las tres, Pauline, Jackie y Olivia padecen trastornos de la alimentación. Y por lo tanto debemos suponer que Anna también los padece, ¿no?
Will se encogió de hombros. No era un gran avance, pero era algo nuevo.
– Sí, vamos a suponerlo.
– Ninguna de ellas tiene amigos que puedan echarlas de menos. Jackie tenía a la vecina, Candy, pero tampoco es lo que se dice una amiga íntima. Las tres son mujeres muy atractivas, delgadas, morenas y con los ojos castaños. Todas ellas se ganan muy bien la vida.
– Todas vivían en Atlanta, excepto Jackie -dijo Will a modo de advertencia-. Así que, ¿cómo la escogió? Solo llevaba una semana en Atlanta, vino para recoger las cosas de su madre.
– Debió de venir antes para ayudar con el traslado a la residencia de Florida -elucubró Faith-. Y nos estamos olvidando del chat. Podrían haberse conocido a través de él.
– Olivia no tenía ordenador en casa.
– A lo mejor tenía un portátil y se lo robaron.
Will se rascó el brazo pensando en la primera noche en la cueva, con todas aquellas enloquecedoras no-pistas que habían estado siguiendo desde entonces, todos los callejones sin salida en los que habían acabado.
– Parece como si el punto de partida de todo fuera Pauline.
– Ella fue la cuarta víctima. -Faith sopesó la situación-. Puede que haya estado reservándose lo mejor para el final.
– A Pauline no la secuestró en su casa, como parece que hizo con las otras víctimas. Fue secuestrada a plena luz del día. Su hijo estaba dentro del coche. La echaron de menos en el trabajo porque tenía una reunión importante. Nadie se percató de la desaparición de las demás mujeres, salvo por Olivia, pero no podía saber que esta llamaba a su hermano a diario a menos que nuestro hombre pinchara su teléfono, cosa que, obviamente, no hizo.
– ¿Y qué me dices del hermano de Pauline? Insisto en que debía de estar muy asustada para advertir a su hijo. No hemos encontrado ni rastro de él. Podría haberse cambiado de nombre, como hizo Pauline cuando tenía diecisiete años.
Will se puso a enumerar todos los hombres que habían conocido a lo largo de la investigación.
– Henry Coldfield es demasiado mayor y tiene problemas de corazón. Rick Sigler ha vivido en Georgia toda su vida. Jake Berman… ¿quién sabe?
Faith tamborileó con los dedos sobre el volante, ensimismada. De repente dijo:
– Tom Coldfield.
– Debe de tener más o menos tu edad. Debía de ser apenas un adolescente cuando Pauline se fugó.
– Tienes razón -admitió-. Además los tests psicológicos que hay que pasar para ingresar en las fuerzas aéreas habrían levantado la liebre hace tiempo.
– Michael Tanner -sugirió Will-. La edad encaja.
– Ya he pedido que comprueben su historial. Me habrían llamado si hubieran encontrado algo.
– Morgan Hollister.
– También lo están investigando -dijo Faith-. No parecía muy afectado por la desaparición de Pauline.
– Felix dijo que el hombre que se llevó a su madre vestía un traje como los que lleva Morgan, su compañero de trabajo.
– Claro. ¿Crees que Felix habría podido reconocer a Morgan?
– ¿Con un bigote postizo? -Will negó con la cabeza-. No lo sé. De momento no vamos a tachar a Morgan de la lista. Podemos hablar con él al final del día, si no hay ningún otro avance.
– Tiene edad suficiente para ser su hermano, pero si lo fuera, ¿por qué iba Pauline a trabajar con él?
– La gente que sufre abusos se comporta de forma estúpida muchas veces -le recordó Will-. Tenemos que hablar con Leo a ver qué ha podido averiguar. Estaba en contacto con la policía de Michigan, intentando encontrar a los padres de Pauline. Se escapó de casa. ¿De quién quería huir?
– Del hermano -dijo Faith cerrando el círculo.
Volvió a sonar su móvil. Dejó que saltara el buzón de voz antes de abrirlo y marcar un número.
– Voy a ver dónde está Leo. Probablemente haya salido a trabajar sobre el terreno.
– Yo llamaré a Amanda y le diré que tiene que solicitar que nos traspasen oficialmente el caso de Pauline McGhee -se ofreció Will, que abrió el móvil justo cuando le entraba una llamada. Como estaba roto, a veces le hacía extraños ruidos. Se llevó el auricular a la oreja y contestó.
– Eh. -La voz sonaba despreocupada, como miel tibia que acariciaba su oído. Le vino a la mente el lunar que tenía en la pantorrilla y el tacto que tenía cuando le acariciaba la pierna-. ¿Estás ahí?
Will miró a Faith y notó que un sudor frío empezaba a empaparlo.
– Sí.
– Cuánto tiempo.
Volvió a mirar a Faith.
– Sí -repitió. Habían pasado ocho meses desde que un día saliera del trabajo y se encontrara con que el cepillo de dientes de Angie no estaba en el vaso del cuarto de baño.
– ¿Qué haces? -preguntó Angie.
– Estoy en mitad de un caso.
– Qué bien. Me imaginé que andarías liado.
Faith había terminado de hablar por teléfono. Tenía la vista puesta en la carretera, pero si hubiera sido un gato habría tenido la oreja girada hacia Will.
– ¿Llamas por lo de tu amiga? -preguntó Will.
– Lola tiene información interesante.
– Yo no me ocupo de eso -le dijo. El DIG no abría casos, los cerraba.
– Un chulo ha convertido un ático en un punto de venta de droga. Tienen sustancias de todos los colores, como si fueran caramelos. Coméntaselo a Amanda. Podrá presumir en las noticias de las seis posando delante de toda esa droga.
Will intentaba concentrarse en lo que le estaba diciendo Angie. Solo se oían el motor del Mini y el atentísimo oído de Faith.
– ¿Sigues ahí, cariño?
– No me interesa -le dijo.
– Tú solo pasa la información por mí. Es el ático de un edificio de apartamentos llamado Veintiuno Beeston Place. El nombre es la dirección: el veintiuno de Beeston.
– No puedo ayudarte.
– Repítemelo para que yo sepa que te vas a acordar.
A Will le sudaban las manos de tal manera que tenía miedo de que se le escurriera el teléfono.
– Veintiuno Beeston Place.
– Te debo una.
No pudo contenerse.
– Me debes un millón. -Pero ya era demasiado tarde, Angie había colgado el teléfono. Will fingió que aún había alguien al otro lado, y dijo-: De acuerdo. Adiós.
Para empeorar aún más las cosas el móvil se le escurrió cuando iba a cerrarlo y el cordel se despegó de la cinta aislante. De repente vio unos cables que sobresalían del aparato y que no había visto hasta ese momento. Oyó que Faith abría la boca, y la volvía a cerrar chasqueando los labios.
– Tengamos la fiesta en paz -le dijo Will.
Ella cerró la boca y tensó los dedos sobre el volante para girar con el semáforo en rojo.
– He llamado a la central. Leo está en la avenida North. Un doble homicidio.
El coche aceleró y Faith se saltó otro semáforo. Will se aflojó el nudo de la corbata pensando que hacía mucho calor dentro del coche. Le estaban empezando a picar los brazos otra vez. Estaba un poco mareado.
– Voy a ver si localizo a Amanda para… Angie me llamaba para darme un soplo. -Las palabras salieron de su boca sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Se puso a pensar rápidamente en el modo de evitar decir nada más, pero su lengua parecía ignorar las órdenes que le daba el cerebro-. Han convertido un ático de Buckhead en un punto de venta de droga.
– Ah -fue todo cuanto dijo Faith.
– Está esa chica a la que conoció cuando trabajaba en antivicio. Una prostituta, Lola. Quiere salir de la cárcel y está deseando delatar a los traficantes.
– ¿Es un buen soplo?
Will se encogió de hombros.
– Probablemente.
– ¿Vas a ayudarla?
Se encogió de hombros otra vez.
– Angie es una ex policía, ¿no conoce a nadie en narcóticos? -preguntó Faith.
Will dejó que ella misma sacara sus conclusiones. Angie no era de las que deja puentes sin quemar: tendía a incendiarlos con alegría y luego vertía gasolina sobre las llamas. Evidentemente, Faith llegó a la misma conclusión.
– Puedo hacer algunas llamadas -le ofreció-. Nadie sabrá que es cosa tuya.
Will intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Detestaba que Angie le causara ese efecto. Y detestaba aún más que Faith lo presenciara en primera fila.
– ¿Qué te ha dicho Leo? – preguntó.
– No me lo coge, probablemente porque sabe que soy yo.
Justo en ese momento sonó su móvil. Faith miró quién llamaba y de nuevo decidió no cogerlo. Will imaginó que no tenía derecho a preguntarle qué estaba pasando, ahora que había decidido no discutir con ella sus llamadas personales. Se aclaró la garganta varias veces para poder hablar sin que su voz sonara como la de un adolescente.
– Una pistola Taser se utiliza a cierta distancia. Si pudiera acercarse más a ellas habría usado una porra eléctrica.
Faith retomó el hilo de la conversación original.
– ¿Qué más tenemos? -preguntó-. Estamos esperando a que lleguen los resultados del ADN de Jacquelyn Zabel, a ver qué dicen los informáticos del portátil de Zabel y del ordenador del despacho de Pauline y a ver si encuentran más pruebas forenses en la casa de al lado de Olivia.
Will oyó un zumbido y Faith sacó su BlackBerry. Siguió manejando el volante con una sola mano mientras leía el mensaje.
– Es el registro de llamadas de Olivia Tanner. El mismo número cada mañana a eso de las siete. Es un número de Houston, Texas.
– Las siete de aquí son las seis en Houston -dijo Will-. ¿Es el único número al que llamaba?
Faith asintió.
– Desde hace meses. Probablemente usaba más el móvil. -Volvió a guardar la BlackBerry en el bolsillo-. Amanda está intentando conseguir una orden para el banco. Han tenido la deferencia de mirar en sus bases de datos a ver si aparecían los nombres de las demás víctimas y no han encontrado nada, pero no nos van a permitir que toquemos el ordenador, el teléfono ni el correo electrónico de Olivia así como así. Por no sé qué de la legislación bancaria federal. Tenemos que entrar en ese chat.
– Yo creo que si formaba parte de algún grupo en Internet tendría que poder acceder desde casa.
– Su hermano dice que está todo el día en la oficina.
– Quizá se conocían en persona. Como en Alcohólicos Anónimos o en un grupo de costura.
– Hombre, no es la clase de anuncio que puedas poner en un tablero. «¿Disfrutas matándote de hambre? ¡Únete a nosotras!»
– ¿Y de qué podían conocerse entonces?
– Jackie es agente inmobiliaria, Olivia trabaja en un banco que no concede hipotecas, Pauline es diseñadora de interiores y Anna se dedicará a lo que se dedique, que sin duda estará igualmente bien pagada. -Faith exhaló un profundo suspiro-. Tiene que ser el chat, Will. ¿De qué otro modo pudieron conocerse?
– ¿Y por qué tendrían que conocerse? -replicó Will-. Al único que por fuerza tienen que conocer es al secuestrador. ¿Quién podría relacionarse con mujeres que trabajan en campos tan diferentes?
– Un conserje, el técnico que instala el cable, un basurero, un exterminador…
– Amanda ya se ha encargado de comprobar todo eso. Si hubiera alguna conexión a estas alturas ya lo sabríamos.
– Perdóname si no soy muy optimista. Han tenido dos días y ni siquiera han sido capaces de encontrar a Jake Berman.
Faith giró el volante y se metió por la avenida North. Dos coches de la policía de Atlanta bloqueaban el acceso a la escena del crimen. Vieron a Leo agitando las manos frenéticamente mientras le gritaba a un pobre chaval de uniforme.
El móvil de Faith volvió a sonar y se lo echó al bolso antes de bajarse del coche.
– Ahora mismo Leo no me puede ni ver. Quizá sería mejor que hablaras tú.
Will coincidió en que era lo mejor, sobre todo porque en ese momento parecía estar algo más que furioso. Seguía gritándole al policía cuando se acercaron a él. Una de cada dos palabras que pronunciaba era «joder» y tenía la cara tan congestionada que Will se preguntó si no estaría sufriendo un ataque al corazón.
Un helicóptero sobrevolaba la zona, lo que los agentes locales llamaban un «pájaro del gueto». Volaba tan bajo que a Will le palpitaban los tímpanos. Leo esperó a que se marchara antes de preguntarles:
– ¿Qué coño hacéis vosotros aquí?
– Olivia Tanner, la mujer desaparecida de la que nos hablaste -le dijo Will-. Encontramos puntos de una Taser en la escena del crimen que nos han llevado hasta un cartucho adquirido por Pauline Seward.
– Joder -murmuró Leo.
– También encontramos una prueba en el despacho de Pauline McGhee que la relaciona con la cueva.
La curiosidad de Leo pudo más que el enfado.
– ¿Creéis que Pauline es la persona que buscáis?
Will ni siquiera se había planteado esa posibilidad.
– No, creemos que la secuestró el mismo hombre que secuestró a las demás. Tenemos que averiguar todo lo que podamos…
– No hay mucho que contar -le interrumpió Leo-. He hablado con la policía de Michigan esta mañana. Me lo estaba guardando porque tu compañera últimamente es como un puto rayito de sol.
Faith abrió la boca, pero Will alzó la mano para detenerla.
– ¿Qué has averiguado?
– Hablé con un veterano que atiende a los denunciantes. Se llama Dick Winters. Lleva treinta años en el oficio y le ponen a contestar teléfonos. ¿Te lo puedes creer?
– ¿Se acordaba de Pauline?
– Sí, se acordaba. Era una chica muy guapa. Me dio la impresión de que al viejo le ponía.
A Will no le interesaban en absoluto los devaneos de un carcamal con una jovencita.
– ¿Qué pasó?
– La pilló un par de veces por pequeños hurtos, bebía demasiado y se iba de la lengua. No llegó a detenerla nunca, se limitaba a llevarla de vuelta a su casa y a echarle un sermón. Era menor de edad, pero cuando cumplió los diecisiete empezó a ser difícil hacer la vista gorda. El propietario de una tienda se puso legalista y presentó cargos por hurto. Entonces el viejo policía fue a visitar a la familia para echarles una mano, y se dio cuenta de que algo no iba bien, de modo que se guardó la polla en los pantalones y se puso a hacer su trabajo. La chica tenía problemas en el colegio, y también en casa. Le dijo al policía que estaban abusando de ella.
– ¿Llamó a los de servicios sociales?
– Sí, pero la pequeña Pauline desapareció antes de que pudieran hablar con ella.
– ¿Recordaba los nombres de los padres? ¿Algo?
Leo negó con la cabeza.
– Nada. Solo Pauline Seward. -Chasqueó los dedos-. Sí dijo algo de un hermano que no estaba muy bien de la cabeza, ya sabéis lo que quiero decir. Un tío algo rarito, vamos.
– ¿Raro en qué sentido?
– Pues eso: raro. Ya sabéis, un tío de esos que te dan mal rollo.
Will tuvo que preguntar de nuevo.
– ¿Pero el policía no recuerda su nombre?
– El expediente está sellado porque la chica era menor. Y el tribunal de menores no nos va a dar facilidades. Vais a necesitar una orden judicial para que los de Michigan puedan desbloquearlo. Han pasado veinte años. El viejo me ha dicho que hubo un incendio o no sé qué en el archivo hace diez. A lo mejor ni siquiera existe ya el expediente.
– ¿Hace veinte años exactamente? -le preguntó Faith.
Leo la miró de reojo.
– Hará veinte años en Pascua.
Will quería dejar esto claro.
– ¿Este domingo, el Domingo de Pascua, hará exactamente veinte años que desapareció Pauline McGhee, o Seward?
– No -dijo Leo-. Hace veinte años la Pascua cayó en marzo.
– ¿Lo has comprobado? -le preguntó Faith.
Leo se encogió de hombros.
– Siempre es el domingo siguiente a la primera luna llena tras el equinoccio de primavera.
Will tardó unos segundos en darse cuenta de que Leo estaba hablando en su mismo idioma. Era parecido a oír ladrar a un gato.
– ¿Estás seguro?
– ¿De verdad creéis que soy idiota? -preguntó-. No hace falta que respondáis. El viejo estaba seguro. Pauline se largó el veintiséis de marzo, Domingo de Pascua.
Will intentó echar las cuentas pero Faith se le adelantó.
– Hace dos semanas. Eso podría encajar con las fechas en que pudieron secuestrar a Anna, según los cálculos de Sara.
Volvió a sonar su móvil.
– Dios -murmuró mientras miraba la pantalla para ver quién era. Esta vez atendió la llamada-. ¿Qué quieres?
La expresión de Faith fue cambiando paulatinamente: irritación, sorpresa y finalmente incredulidad.
– Oh, Dios mío -exclamó, llevándose la mano al pecho. Will pensó que se trataba de Jeremy, el hijo de Faith-. ¿Cuál es la dirección? -Se quedó boquiabierta- Beeston Place.
– Ahí es donde Angie… -dijo Will.
– Vamos para allá. -Faith cerró el móvil-. Era Sara. Anna se ha despertado. Está hablando.
– ¿Y qué te ha dicho de Beeston Place?
– Es ahí donde vive… viven. Anna tiene un hijo de seis meses. La última vez que lo vio fue en su ático en el veintiuno de Beeston Place.
Will se puso al volante de un salto, echó bruscamente el asiento hacia atrás y arrancó sin esperar a que Faith cerrara la puerta. Iba a toda velocidad, derrapando y rebotando sobre las planchas metálicas que cubrían los tramos de asfalto en construcción. En Piedmont saltó por encima de la mediana y se metió en dirección contraria, sorteando los coches para ahorrarse el semáforo. Faith iba callada a su lado, pero Will vio que apretaba los dientes con cada salto y cada giro.
– Vuelve a contarme lo que ha dicho -le dijo Faith.
No quería pensar en Angie en ese momento, no quería ni pensar que a lo mejor sabía que había un crío de por medio, un bebé cuya madre había sido raptada, un niño que se había quedado solo en un ático que se había convertido en un punto de venta de droga.
– Drogas -le dijo a Faith-. Eso es todo lo que me dijo, que lo estaban usando como punto de venta.
Faith se quedó callada mientras Will aminoraba y doblaba por la calle Peachtree. No había mucho tráfico teniendo en cuenta la hora, lo que significaba que había un atasco de unos cuatrocientos metros. Volvió a ir en dirección contraria, pero tuvo que meterse en el estrecho arcén para no chocar con un camión de la basura. Faith clavó las manos en el salpicadero cuando dio un volantazo y frenó justo delante de los apartamentos Beeston Place.
El coche se tambaleó cuando Will se bajó. Corrió hacia la entrada. Oyó a lo lejos las sirenas de los coches patrulla y una ambulancia. El portero estaba tras un mostrador alto leyendo el periódico. Era un tipo gordo, y el uniforme era demasiado pequeño para su inmensa barriga.
Will sacó su identificación y se la puso justo delante de la cara.
– Tengo que entrar en el ático.
El portero le dedicó una de las sonrisas más antipáticas que Will había visto últimamente.
– ¿Ah, sí? ¿En serio? -dijo con acento ruso o ucraniano.
Faith se reunió con ellos casi sin resuello. Echó un vistazo a la chapa con el nombre.
– Señor Simkov, esto es importante. Creemos que un niño podría estar en peligro.
El portero se encogió de hombros.
– Nadie entra si no está en la lista, y puesto que ustedes no están…
Will sintió que algo se rompía en su interior. Antes de saber qué le estaba pasando su mano se disparó, agarró a Simkov por la nuca y estampó su cara contra el mostrador de mármol.
– ¡Will! -gritó Faith, sorprendida.
– Deme la llave -ordenó Will, apretando la cabeza del hombre con más fuerza aún.
– Bolsillo -logró decir Simkov, que tenía la boca tan apretada contra el mostrador que los dientes arañaban la superficie.
Will tiró de él, buscó en los bolsillos delanteros y encontró un manojo de llaves sujetas por un aro. Se las tiró a Faith y se dirigió hacia el ascensor con los puños apretados a los lados.
Ella pulsó el botón del ático.
– Dios -murmuró-. Ya lo has demostrado, ¿vale? Me ha quedado claro que puedes ser un tipo duro. Ahora haz el favor de calmarte.
– Vigila la puerta. -Will estaba tan furioso que apenas podía hablar-. Sabe todo lo que pasa en el edificio. Tiene las llaves de todos los apartamentos, incluido el de Anna.
La agente comprendió que aquello no había sido una exhibición.
– Vale. Tienes razón. Pero vamos a tomarnos las cosas con calma, ¿de acuerdo? No sabemos lo que nos vamos a encontrar ahí arriba.
Will sentía que los tendones de sus brazos temblaban. El ascensor llegó al ático y las puertas se abrieron. Salió al descansillo y esperó a que Faith encontrara la llave correspondiente para abrir la puerta. La halló, y Will colocó su mano sobre la de ella para coger la llave. No se anduvo con miramientos. Sacó la pistola y abrió la puerta de un golpe.
– ¡Ah! -exclamó Faith, llevándose la mano a la nariz.
Will también podía olerlo: una desagradable mezcla de plástico quemado y algodón de azúcar.
– Crack -dijo Faith agitando la mano delante de su cara.
– Mira. -Will señaló el recibidor. En el suelo, unos confetis rizados se habían quedado secos en medio de un líquido amarillo: puntos de una Taser.
Frente a Will había un largo pasillo con dos puertas cerradas a un lado. Al fondo se veía el salón. Los sofás estaban volcados y les habían arrancado el relleno. Había basura por todas partes. Un tipo muy grande estaba tumbado bocabajo en el recibidor, con los brazos en cruz. Tenía una de las mangas de la camisa remangadas, un torniquete alrededor del bíceps y una jeringuilla clavada en el brazo.
Will avanzó apuntando al frente con su Glock. Faith sacó también su arma, pero su compañero le hizo un gesto para indicarle que esperara. Se percibía el olor putrefacto del cadáver, pero le buscó el pulso por si acaso. Había un revólver junto al pie del cadáver, un Smith & Wesson con las cachas doradas que le daban un aspecto similar a los que se pueden encontrar en la sección de juguetería de un todo a cien. Will apartó el revólver de una patada, aunque el hombre ya no estaba en condiciones de cogerlo.
Hizo pasar a Faith y, a continuación, se dirigió a la primera puerta cerrada del pasillo. Esperó a que ella estuviera en posición y echó la puerta abajo. Era un armario con un montón de abrigos amontonados en el suelo. Will apartó el montón con el pie, comprobando que no había nada debajo de los abrigos antes de pasar a la siguiente puerta. De nuevo esperó a que Faith estuviera preparada y abrió la puerta de una patada.
Ambos se taparon la boca para no respirar el fuerte hedor. El retrete estaba rebosando y había manchas de heces por las oscuras paredes de ónix. Un líquido de color marrón oscuro había atascado el lavabo. Will notó que la carne se le ponía de gallina: el olor de la habitación le recordaba la cueva en la que habían estado encerradas Anna y Jackie. Tuvieron que ir sorteando cristales, agujas, condones. Había una camiseta blanca hecha una bola y manchada de sangre por la parte exterior. Al lado se veía una zapatilla con los cordones todavía atados apoyada en la pared.
La cocina estaba al lado del salón. Will miró detrás de la isla para asegurarse de que no había nadie allí, mientras Faith se abría camino entre los muebles volcados y más cristales.
– Despejado -dijo Faith.
– Por aquí también.
Will abrió el armario de debajo del fregadero, buscando el cubo de la basura. La bolsa era blanca, como las que habían encontrado dentro de las mujeres. El cubo estaba vacío, era lo único limpio en todo el apartamento.
– Coca -aventuró Faith señalando un par de ladrillos blancos que había sobre la mesita de café. Alrededor había varias pipas desperdigadas y agujas, billetes enrollados, cuchillas de afeitar-. Qué desastre. No me puedo creer que hubiera gente viviendo aquí.
A Will no le sorprendían los extremos a los que podía llegar un yonqui, ni la destrucción que acarreaban. Había visto bonitas casas de las afueras convertidas en fumaderos de crack en cuestión de días.
– ¿Dónde está todo el mundo?
Faith se encogió de hombros.
– No creo que un cadáver les asustara tanto como para dejarse aquí toda esa coca. -Echó un vistazo al cadáver del hombre-. Igual lo dejaron aquí vigilando la mercancía.
Registraron el resto del apartamento los dos juntos. Tres dormitorios, uno de ellos decorado en tonos azules y con motivos infantiles y dos baños más. Todos los lavabos y los retretes estaban atascados. Las sábanas estaban revueltas encima de las camas, los colchones estaban del revés, habían sacado la ropa de los armarios y los televisores habían desaparecido. Había un ratón y un teclado sobre un escritorio en una de las habitaciones, pero no había ordenador. Obviamente, quien hubiera estado ocupando el apartamento había arramblado con todo.
Will guardó el arma en su funda. Estaba al fondo del pasillo. Dos técnicos sanitarios y un agente de uniforme esperaban en la puerta principal. Will les hizo un gesto para que entraran.
– Muerto del todo -dictaminó uno de los sanitarios, limitándose a hacer la comprobación de rutina con el cadáver del yonqui.
– Mi compañero está hablando con el portero -dijo el policía. Se dirigió a Will con voz serena-: Parece como si se hubiera caído. Tiene un golpe en el ojo.
Faith enfundó su arma.
– Estos suelos resbalan mucho.
El policía asintió con una mirada de complicidad.
– Sí, seguro que fue un resbalón.
Will volvió a la habitación del niño. Registró el armario lleno de ropa de bebé colgada en minúsculas perchas. Fue hasta la cuna y levantó el colchón.
– Ten cuidado -le advirtió Faith-. Podría haber alguna aguja.
– Él no se lleva a los niños -dijo pensando en voz alta-. Se lleva a las mujeres, pero deja a los niños.
– A Pauline no la secuestró en su casa.
– Pauline es diferente -le recordó Will-. A Olivia la asaltó en su jardín. A Anna, en la puerta principal. Ya has visto los puntos de la Taser. Y yo diría que a Jackie Zabel la secuestró en casa de su madre.
– A lo mejor el bebé de Anna está con alguna amiga.
Will dejó de buscar, sorprendido por el tono de desesperación que percibió en la voz de Faith.
– Anna no tiene amigos. Ninguna de esas mujeres tiene amigos. Por eso las secuestra.
– Ha pasado como mínimo una semana, Will -dijo Faith, con voz temblorosa-. Mira a tu alrededor. Este sitio es un desastre.
– ¿Quieres convertir el apartamento en una escena del crimen? -le preguntó, dejando que ella sobreentendiera el resto: «¿Quieres que sea otra persona la que encuentre el cadáver?».
Faith probó con otra táctica.
– Sara me dijo que el apellido de Anna es Lindsay. Es abogada mercantil. Podemos llamar a su despacho y ver si…
Con mucho cuidado Will levantó la cubierta de plástico del cubo de los pañales que había junto al cambiador. Los pañales estaban usados, pero no era la fuente del penetrante hedor que había en el apartamento.
– Will…
El agente fue al cuarto de baño contiguo y miró en la papelera.
– Quiero hablar con el portero.
– ¿Por qué no dejas que…?
Will salió del cuarto de baño antes de que ella pudiera terminar la frase. Volvió al salón, miró debajo de los sofás y sacó el relleno de varias sillas para ver si había algo o alguien dentro.
El policía estaba probando la coca, y parecía encantado con el descubrimiento.
– Esto es un alijo encontrado en un registro completamente justificado. Tengo que llamar para dar parte.
– Dame un minuto -le dijo Will.
Uno de los sanitarios preguntó:
– ¿Queréis que nos quedemos por aquí?
– No -respondió Faith.
– Sí -dijo Will al mismo tiempo-. No os vayáis a ninguna parte -le dijo Will, para que quedara claro.
– ¿No conocerás a un técnico de ambulancias llamado Rick Sigler? -le preguntó Faith.
– ¿Rick? Sí -respondió el hombre, un tanto sorprendido por la pregunta.
Will interrumpió su conversación. Volvió al baño, respirando por la boca para que el olor del pis y de la caca no le hicieran vomitar. Cerró la puerta y volvió a la entrada principal. Se agachó para examinar los papelitos: estaba casi seguro de que estaban impregnados de orina seca.
Will se puso de pie, salió al pasillo y miró hacia el apartamento. El ático de Anna ocupaba toda la planta. No había más pisos, ni vecinos. Nadie la habría oído gritar ni habría visto al asaltante.
El asesino habría estado delante de la puerta principal, donde estaba Will. Miró hacia el pasillo, pensando que el hombre podría haber subido por las escaleras, o bajado. Había una salida de emergencia. Podría haber entrado desde la azotea. O a lo mejor el impresentable del portero le había dejado entrar por el portal, igual hasta le pulsó el botón del ascensor. La puerta de Anna tenía mirilla. Seguro que había mirado antes de abrir. Todas estas mujeres eran precavidas. ¿A quién dejaría entrar? A alguien que le traía un paquete. Al de mantenimiento. Quizás al portero.
Faith se dirigía hacia Will. La expresión de su cara era indescifrable, pero la conocía lo suficiente como para saber lo que estaba pensando: «Es hora de marcharse». Miró hacia el descansillo una vez más. Había otra puerta un poco más allá, en la pared de enfrente del apartamento.
– Will… -dijo Faith, pero él ya se dirigía hacia la puerta.
Abrió la puerta. Dentro había una trampilla metálica para tirar la basura, cajas apiladas para reciclar y un cubo para el vidrio y otro para las latas. Un bebé descansaba en el cubo de los plásticos. Tenía los ojos entrecerrados y los labios un poco separados. Su piel estaba muy pálida, cerúlea.
Faith se asomó por detrás de Will. Le agarró del brazo: se había quedado inmóvil. El mundo había dejado de girar. Se agarró al pomo de la puerta al notar que sus rodillas flaqueaban. Faith emitió un sonido que parecía un gemido.
El bebé giró la cabeza hacia el sonido y abrió lentamente los ojos.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Faith. Apartó a Will de un empujón y cayó de rodillas para coger al niño en brazos-. ¡Ve a buscar ayuda! ¡Will, busca ayuda!
El agente sintió que el mundo volvía a la normalidad.
– ¡Aquí! -les gritó a los sanitarios-. ¡Traed el maletín!
Faith se acercó al niño y lo examinó para ver si tenía cortes o golpes.
– Corderito -susurró-, estás bien. Ya te tenemos. Estás bien.
Will se quedó contemplando a su compañera con el bebé en brazos, el modo en que le acariciaba la cabeza y le besaba la frente. La criatura apenas podía abrir los ojos y tenía los labios muy pálidos. Will quería decir algo, pero tenía un nudo en la garganta. Sentía frío y calor al mismo tiempo, como si pudiera echarse a llorar delante de todo el mundo.
– Ya te tengo, mi vida -murmuró Faith con la voz estrangulada por la angustia. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Will nunca la había visto en su papel de madre, al menos no con un bebé. Le rompió el corazón ver el lado dulce de Faith, esa parte de ella que era capaz de preocuparse tanto por otro ser humano que sus manos temblaban cuando lo acercó a su pecho.
– No llora -susurró-. ¿Por qué no llora?
Por fin Will consiguió hablar.
– Sabe que nadie vendrá a ver por qué llora.
Se inclinó y rodeó la cabecita del niño con la mano, intentando no pensar en las horas que había pasado allí solo, llorando, esperando a que alguien viniera.
El sanitario tragó saliva, anonadado. Llamó a su compañero mientras cogía al bebé de los brazos de Faith. El pañal estaba sucio. Tenía el abdomen distendido; la cabeza le colgaba hacia un lado.
– Está deshidratado. -El sanitario miró si sus pupilas estaban reactivas y le levantó los labios para mirarle las encías-. Y desnutrido.
– ¿Se pondrá bien? -le preguntó Will.
El hombre meneó la cabeza.
– No lo sé. Está muy mal.
– ¿Cuánto tiempo…? -Faith no pudo terminar la frase-. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?
– No lo sé -repitió el hombre-. Un día. Quizá dos.
– ¿Dos días? -preguntó Will seguro de que el hombre se equivocaba-. La madre desapareció hace una semana, quizá más.
– Si llevara más de una semana estaría muerto. -Con mucho cuidado, el sanitario le dio la vuelta-. Tiene costras de haber estado tumbado mucho tiempo en la misma posición. -Soltó un improperio entre dientes-. No sé cuánto tiempo tardan en aparecer, pero alguien le ha estado dando de beber, por lo menos. No podría haber sobrevivido sin eso.
– Puede que la prostituta… -dijo Faith.
No terminó la frase, pero Will sabía lo que quería decir. Seguramente Lola le habría estado echando un ojo al bebé de Anna después de que la secuestraran. Entonces se la habían llevado detenida y el bebé se había quedado solo.
– Si Lola lo estaba cuidando -dijo Will-, tendría que salir y entrar del edificio.
Se abrieron las puertas del ascensor. Will vio a un segundo policía que venía con Simkov, el portero. Tenía un hematoma debajo del ojo y la ceja partida de cuando Will lo estrelló contra el mostrador.
– Ese -dijo el portero señalando a Will con gesto triunfal-. Ese es el que me golpeó.
Will apretó los puños. Tenía la mandíbula tan apretada que pensó que se le iban a romper los dientes.
– ¿Sabía que este bebé estaba aquí arriba?
Simkov adoptó un tono desdeñoso.
– ¿Y yo qué sé de un bebé? A lo mejor el portero de noche… -Se interrumpió y miró hacia el apartamento-. ¡Jesús, María y José! -murmuró algo en su lengua materna-. Pero ¿qué han estado haciendo aquí?
– ¿Quién? -preguntó Will- ¿Quién ha estado aquí?
– ¿Ese hombre está muerto? -preguntó Simkov con la vista fija en el desastre del apartamento-. Por Dios bendito, miren este sitio. ¡Qué peste!
Simkov intentó entrar en el apartamento, pero el policía se lo impidió. Will le dio otra oportunidad al portero, y vocalizando bien las palabras le preguntó:
– ¿Sabía que este bebé estaba aquí arriba?
Simkov se encogió de hombros, alzándolos hasta las orejas.
– ¿Y qué coño sé yo lo que pasa en las casas de estos ricachones? ¿Me pagan ocho dólares a la hora y usted pretende que me sepa sus vidas?
– Hay un bebé -dijo Will tan furioso que apenas podía hablar-. Un bebé que se está muriendo.
– Muy bien, hay un bebé. ¿Y a mí que coño me importa?
La ira se apoderó de Will de forma tan repentina que no se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que estuvo encima del hombre, dejando caer su puño una y otra vez como un martillo neumático. Pero no paró. No quería parar. Pensaba en ese bebé sentado sobre su propia mierda, en el asesino dejándolo en el cuarto de la basura para que se muriera de inanición, en la prostituta que quería negociar con él su salida de la cárcel a cambio de información y en Angie… Angie estaba en todo lo alto de ese montón de excrementos, manipulando a Will como siempre había hecho, volviéndole loco para que sintiera que era una basura como todos los demás.
– ¡Will! -gritó Faith.
Tenía los brazos extendidos, como cuando uno habla con un loco. Will sintió un fuerte dolor en los hombros cuando los dos policías le agarraron los brazos y se los sujetaron detrás de la espalda. Jadeaba como un perro rabioso. El sudor chorreaba por su cara.
– Muy bien -dijo Faith mientras se acercaba a él con las manos aún extendidas-. Vamos a calmarnos. Cálmate, Will.
Le puso las manos encima y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía. Le cogió la cara y le obligó a mirarla a ella en lugar de a Simkov, que se retorcía en el suelo.
– Mírame -le ordenó en voz baja, como si solo ellos pudieran escuchar sus palabras-. Will, mírame.
Se obligó a mirarla. Los ojos de Faith eran de un azul intenso, y lo miraba asustada.
– Todo está bien -le dijo Faith-. El bebé se va a poner bien. ¿Sí, de acuerdo?
Will asintió y los policías le soltaron un poco las manos. Faith seguía delante de él, sujetándole la cara.
– Estás bien -le dijo, hablándole en el mismo tono que había empleado con el bebé-. Vas a estar bien.
Will retrocedió un paso para que Faith le soltara. Era consciente de que estaba tan asustada como el portero. Él también lo estaba: aún quería golpear a Simkov, y si los agentes no hubieran estado allí, si hubiera estado a solas con él, lo habría hecho hasta matarlo con sus propias manos.
Faith siguió mirándolo fijamente a los ojos unos segundos más. Luego se volvió a mirar al hombre que estaba tendido en el suelo, cubierto de sangre.
– Levántate, imbécil.
Simkov gruñó y se hizo un ovillo.
– No puedo moverme.
– Cierra la boca -dijo Faith, tirándole del brazo.
– ¡La nariz! -aulló, estaba tan mareado que solo se sostenía porque tenía el hombro apoyado en la pared- ¡Me ha roto la nariz!
– Estás perfectamente. -Faith miró a un lado y a otro. Miraba a ver si había cámaras de seguridad.
Will hizo lo mismo y se sintió aliviado al ver que no había ninguna.
– ¡Brutalidad policial! -gritó el hombre-. Ustedes lo han visto. Son ustedes testigos.
Uno de los agentes que estaba detrás de Will dijo:
– Te has caído, amigo. ¿No te acuerdas?
– Yo no me he caído -insistió el hombre. La sangre le salía a chorros por la nariz y se deslizaba por entre sus dedos como el agua de una esponja.
El otro sanitario le estaba poniendo una vía al niño. No levantó la vista, pero dijo:
– Será mejor que mire dónde pisa la próxima vez.
Y así, de repente, Will se convirtió en la clase de policía que nunca había querido ser.
A Faith todavía le temblaban las manos cuando llegó a la habitación de Anna Lindsey en la UCI. Los dos policías que custodiaban su puerta estaban charlando con las enfermeras en el mostrador, pero miraban hacia allí de vez en cuando, como si conocieran lo que había sucedido en el exterior del apartamento de Anna Lindsey y no supieran muy bien qué pensar. Will, por su parte, estaba frente a Faith, con las manos en los bolsillos y mirando fijamente la pared. Faith se preguntaba si habría entrado en estado de shock. Qué demonios, se preguntaba si le había pasado también a ella.
En su vida personal, Faith había sido objeto de atención para muchos hombres cargados de ira, pero jamás había presenciado un despliegue de violencia como el de Will. Hubo un momento en el descansillo del último piso de Beeston Place en el que Faith temió que Will matara al portero. Fue la expresión de su cara lo que la impresionó tanto: fría, implacable, con el único objetivo de reventarle la cara a golpes. Como cualquier otra madre, la de Faith siempre le había dicho que tuviera mucho cuidado con lo que deseaba: ella había deseado que Will fuera un poco más agresivo, ahora daría cualquier cosa para que volviera a ser el de antes.
– No dirán nada -le dijo a Will-. Ni los policías ni los de la ambulancia.
– Da igual.
– Encontraste al bebé -le recordó-. ¿Quién sabe cuánto tiempo habría pasado antes de que alguien…?
– Para.
Se oyó un timbrazo cuando se abrieron las puertas del ascensor. Amanda salió caminando con paso resuelto. Echó un vistazo al descansillo, para ver quién estaba por allí y probablemente para intentar neutralizar a los testigos. Faith se preparó para recibir un buen repaso, suspensiones inmediatas e incluso retirada de placas. Sin embargo Amanda preguntó:
– ¿Estáis bien?
Faith asintió. Will se quedó mirando al suelo.
– Me alegro de ver que por fin te han crecido un buen par -le dijo a Will-. Te voy a suspender el sueldo por el resto de la semana, pero no pienses ni por un minuto que vas a dejar de trabajar para mí.
– Sí, señora -dijo Will con voz ronca.
Amanda se fue hacia la escalera a grandes zancadas. Ambos la siguieron y Faith se percató de que su jefa había perdido su gracejo y su dominio habituales. Parecía tan aturdida como ellos.
– Cierra la puerta.
Al cerrarla vio que todavía le temblaban las manos.
– Charlie está comprobando el ático de Anna Lindsey -les informó Amanda, y su voz resonó por el hueco de las escaleras. Bajó un poco el tono-, llamará si encuentra algo. Obviamente, tienes que mantenerte alejado del portero -le dijo a Will-. Los resultados deberían estar listos mañana por la mañana, pero no os hagáis muchas ilusiones, ya habéis visto cómo estaba ese apartamento. Los informáticos no han podido acceder a los ordenadores de ninguna de las dos mujeres. Están pasándoles todos los programas de desencriptación que tienen, pero podrían tardar meses en acceder. La web pro-anorexia está alojada en una empresa fantasma de Frisia, que a saber dónde coño está. En Europa. No quieren darnos la información de registro, pero los informáticos han logrado encontrar las estadísticas en Internet. Tienen unos dos mil usuarios únicos al mes. Eso es todo lo que sabemos.
Will no dijo nada, así que Faith preguntó:
– ¿Y qué pasa con la casa vacía que hay detrás de la de Olivia Tanner?
– Las huellas son de unas zapatillas Nike de talla 45 y se venden en unas mil doscientas tiendas en todo el país. Encontramos algunas colillas en la lata de Coca-Cola que había detrás del bar. Vamos a intentar conseguir unas muestras de ADN, pero a saber de quién serán.
Faith preguntó:
– ¿Se sabe algo de Jake Berman?
– ¿Tú qué coño crees? -Amanda respiró hondo para calmarse-. Hemos difundido un dibujo y su foto de archivo por la red del estado. Estoy segura de que en cualquier momento saltará a la prensa, pero ya les hemos pedido que la retengan durante al menos veinticuatro horas.
Faith tenía un montón de preguntas en la cabeza, pero no le salió ninguna. Hacía menos de una hora que había estado en la cocina de Olivia Tanner y no podía recordar ni el más mínimo detalle de la casa. Will habló por fin. Su voz, como su rostro, era la viva expresión de la derrota.
– Deberías despedirme.
– No te vas a librar de esto tan fácilmente.
– No estoy bromeando, Amanda. Deberías despedirme.
– Yo tampoco estoy de broma, capullo ignorante. -Puso los brazos en jarras, y ahora sí se pareció más a la Amanda borde que Faith tan bien conocía-. El bebé de Anna Lindsey está a salvo gracias a ti. Creo que eso es un triunfo para el equipo.
Will se rascó el brazo. Faith vio que sus nudillos estaban despellejados y sangraban. Recordó aquel momento en el descansillo cuando le sujetó la cara con las manos, y en cómo deseó que volviera a su ser porque no sabía como podría seguir viviendo si Will Trent dejaba de ser el hombre con el que había compartido su vida cotidiana desde hacía un año.
Amanda miró a la agente.
– Danos un minuto.
Faith abrió la puerta y salió al descansillo. Había bastante ajetreo en la UCI, pero ni remotamente parecido al que se vivía abajo, en la sala de urgencias. Los policías habían vuelto a su puesto y vigilaban la entrada de la habitación de Anna. Ambos la siguieron con la vista cuando pasó por delante de ellos.
– Están en la sala de exploración número tres -le dijo una de las enfermeras.
Faith no sabía por qué le daba esa información, pero de todos modos fue hacia allí. Sara Linton estaba en la sala, junto a un moisés de plástico. Tenía al bebé de Anna cogido en brazos.
– Se está recuperando -le dijo a Faith-. Tardará un par de días en ponerse bien del todo, pero lo conseguirá. De hecho, creo que estar otra vez con su madre les hará mucho bien a los dos.
Faith no podía comportarse como un ser humano en ese momento, así que se obligó a ser una policía.
– ¿Ha dicho algo más Anna?
– No mucho. Tiene muchos dolores. Ahora que está despierta le han subido la morfina.
Faith pasó su mano por la columna vertebral del niño y percibió la elasticidad de su piel y sus diminutas vértebras.
– ¿Cuánto tiempo crees que ha estado solo?
– El TES tenía razón. Yo diría que dos días, como máximo. Si no la situación sería muy diferente. -Sara se pasó el bebé al otro hombro-. Alguien le ha dado agua. Está deshidratado, pero he visto casos mucho peores.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Faith. Su pregunta era completamente inocente. Al oírla le pareció una buena cuestión, así que la repitió-. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué estabas con Anna?
Sara volvió a dejar al niño en el moisés con mucho cuidado.
– Es mi paciente. Vine a ver cómo estaba. -Tapó al bebé con una manta-. Del mismo modo que intenté llamarte a ti esta mañana para ver cómo estabas. En la consulta de Delia Wallace me dijeron que todavía no te habías puesto en contacto con ella.
– He estado algo ocupada rescatando a un bebé de un cubo de basura.
– Faith, no soy el enemigo. -Sara adoptó el irritante tono de quien intenta ser razonable-. Ya no se trata solo de ti. Llevas un niño en tu vientre, otra vida de la que también eres responsable.
– Esa es decisión mía.
– Pues se te está agotando el tiempo, más vale que decidas ya. No dejes que tu cuerpo decida por ti, porque entre la diabetes y el niño aquella tiene todas las de ganar.
Faith respiró hondo, pero no le sirvió de gran cosa. Se dejó llevar.
– Mira, puede que estés intentando meterte con calzador en mi caso, pero estás muy equivocada si crees que voy a permitir que te entrometas en mi vida privada.
– ¿Perdón? -Sara tuvo el descaro de aparentar sorpresa.
– Ya no eres forense, Sara. Ya no estás casada con un jefe de policía. Está muerto: lo viste saltar en pedazos con tus propios ojos. Rondando por el anatómico y entrometiéndote en una investigación en curso no vas a conseguir que vuelva.
Sara se quedó con la boca abierta, incapaz de articular una respuesta. Increíblemente, Faith rompió a llorar.
– ¡Oh, Dios mío, lo siento mucho! Eso… es horrible. -Se tapó la boca-. No puedo creer que haya dicho…
Sara meneó la cabeza y miró al suelo.
– Lo siento mucho. Dios, lo siento. Por favor, perdóname.
La doctora se tomó su tiempo antes de hablar.
– Supongo que Amanda te habrá puesto al día de los detalles.
– Lo busqué en el ordenador. No debería…
– ¿El agente Trent también lo ha leído?
– No -Faith habló con voz firme-. No. Él dijo que no era asunto suyo, y tiene razón. Tampoco es cosa mía. No debería haberlo hecho. Lo siento. Soy una persona horrible, espantosa, Sara. No puedo creer que te haya dicho esas barbaridades.
Sara se inclinó y acarició la cara del bebé.
– No pasa nada.
Faith no sabía qué decir, así que se puso a recitar todas las cosas horribles que se le ocurrieron sobre sí misma.
– Verás, te mentí en cuanto al peso. He ganado siete kilos, no cinco. Como bollos de mermelada para desayunar, y a veces también para cenar, pero eso sí, con una Coca-Cola Light. Nunca hago ejercicio. Jamás. Solo corro para ir al baño antes de que se acaben los anuncios, y si te digo la verdad, desde que tengo un disco duro ni eso. -Sara seguía callada-. Lo siento muchísimo.
La doctora continuaba enredando con la manta, remetiéndola por los lados, asegurándose de que el bebé estuviera cómodo y bien abrigado.
– Lo siento -repitió Faith, que se sentía tan mal que pensaba que iba a vomitar.
Sara guardaba sus pensamientos para sí. La agente estaba intentando encontrar la manera de abandonar la habitación sin perder la dignidad cuando la médica le dijo:
– Sabía que eran siete kilos.
Faith percibió que la tensión empezaba a disiparse. Y no estaba dispuesta a arruinarlo todo otra vez abriendo la boca.
– Nadie me habla nunca de él. Quiero decir, al principio sí lo hacían, claro, pero nadie se atreve a pronunciar su nombre. Es como si no quisieran disgustarme, como si pronunciar su nombre pudiera provocar que yo volviera a… -Sara meneó la cabeza-. Jeffrey. No puedo recordar cuándo fue la última vez que lo dije en voz alta. Se llama, se llamaba Jeffrey.
– Es un nombre muy bonito.
Sara asintió y tragó saliva.
– He visto alguna foto -admitió Faith-. Era muy guapo.
La doctora esbozó una sonrisa.
– Sí, lo era.
– Y un buen policía. Lo sé por lo que decían de él los informes.
– Era un buen hombre.
Faith se quedó sin palabras y se puso a pensar qué más podía decir. Sara se le adelantó.
– ¿Y qué me dices de ti? -le preguntó.
– ¿De mí?
– El padre.
Para su vergüenza, Faith se había olvidado de Victor. Se llevó la mano al vientre.
– ¿Te refieres al padre de mi hijo? -Sara se permitió una sonrisa-. Buscaba una madre, no una novia.
– Vaya, Jeffrey nunca tuvo ese problema. Sabía cuidar de sí mismo muy bien. -Tenía la mirada perdida-. Fue lo mejor que me ha pasado en la vida.
– Sara…
La médica se puso a mirar en los cajones del escritorio y encontró un glucosómetro.
– Vamos a ver cómo tienes el azúcar.
Esta vez Faith estaba demasiado arrepentida para protestar. Extendió la mano, dispuesta a recibir el pinchazo. La doctora siguió hablando mientras le medía el azúcar.
– No intento recuperar a mi marido. Créeme, si fuera tan sencillo como entrometerme en la investigación de un caso mañana mismo me inscribiría en la academia de policía. -Faith hizo una mueca al notar el pinchazo-. Solo quiero volver a sentirme útil. -Su voz adquirió un tono de confidencia-. Quiero sentir que estoy haciendo algo más para ayudar a la gente que prescribir pomadas para una erupción que probablemente se curará por sí sola o remendar a un puñado de matones para que puedan salir a la calle de nuevo y seguir acribillándose unos a otros.
Faith no se había planteado que las motivaciones de Sara pudieran ser tan altruistas. Imaginó que no decía mucho en su favor el que siempre diera por supuesto que todo el mundo se comportaba de forma egoísta en la vida.
– Por cómo hablas de él parece que tu marido era… perfecto -comentó Faith.
Sara se echó a reír mientras manipulaba la tira reactiva.
– Dejaba la cartuchera colgando del pomo de la puerta del baño, nada más casarnos se acostaba con cualquiera (cosa que descubrí personalmente un día al llegar del trabajo) y tenía un hijo ilegítimo del que no supo nada hasta los cuarenta años. -Sara leyó el resultado y, a continuación, se lo mostró a Faith-. ¿Qué te parece? ¿Zumo o insulina?
– Insulina -confesó Faith-. Me quedé sin insulina a la hora de comer.
– Me lo imaginaba. -Cogió el teléfono y llamó a una de las enfermeras-. Tienes que mantener esto bajo control.
– Este caso es…
– Este caso es el que te ocupa ahora, pero es exactamente igual que los demás casos en los que has trabajado y trabajarás. Estoy segura de que el agente Trent podrá pasarse sin ti un par de horas mientras te ocupas de esto. -Sara volvió a centrarse en el niño-. Se llama Balthazar -le dijo.
– Y yo aquí pensando que le habíamos salvado nosotros.
Sara tuvo la delicadeza de reírse, pero habló completamente en serio.
– Soy especialista en medicina pediátrica, Faith. Me gradué entre los primeros de mi promoción en la Universidad de Emory, y he dedicado los últimos veinte años de mi vida a ayudar a la gente, ya sea en vida o después de muerta. Puedes cuestionar mis motivos todo lo que quieras, pero no cuestiones mi profesionalidad como médica.
– Tienes razón. -Faith estaba aún más arrepentida ahora-. Lo siento. Ha sido un día muy duro.
– Pues tener ese nivel de azúcar no ayuda. -Alguien llamó a la puerta y Sara fue a coger los lápices de insulina que le traía la enfermera-. Tienes que tomártelo en serio.
– Lo sé.
– Posponerlo no va a servir de nada. Cógete un par de horas y vete a ver a Delia para que te ponga en orden y puedas concentrarte en tu trabajo.
– Lo haré.
– Cambios de humor, ataques de furia… Todo eso son síntomas de la enfermedad que padeces.
Faith se sentía como si su madre le acabara de echar una regañina, pero quizá era precisamente eso lo que necesitaba ahora mismo.
– Gracias.
Sara apoyó las manos en el moisés.
– Te dejo para que te pongas la insulina.
– Espera -le dijo Faith-. Tú tratas a chicas jóvenes, ¿no?
Sara se encogió de hombros.
– Tenía más trato con ellas antes, cuando tenía mi consulta. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Te suena de algo la palabra «thinspo»?
– No sé mucho -admitió Sara-, solo que así es como llaman a la propaganda pro-anorexia, generalmente la que se hace por Internet.
– Tres de nuestras víctimas tienen relación con ello.
– Anna sigue estando muy delgada -comentó Sara-. El hígado y los riñones le funcionan muy mal, pero yo pensé que tenía que ver con todo lo que ha sufrido, no que se lo hubiera hecho ella misma.
– ¿Podría ser anoréxica?
– Es posible. No me lo planteé por la edad que tiene; la anorexia es un problema más típico de la adolescencia. Aunque Pete hizo algún comentario en ese sentido durante la autopsia de Jacquelyn Zabel. Estaba muy delgada, pero es que la tuvieron privada de agua y comida durante al menos dos semanas. Di por supuesto que sería una mujer delgada antes del secuestro. Se la veía muy menuda. -Se inclinó sobre Balthazar y le dio unos golpecitos en la mejilla-. Anna no podría haber tenido un niño si fuera anoréxica. No sin arriesgarse a sufrir complicaciones muy serias.
– Quizá logró mantenerlo bajo control el tiempo suficiente como para tener al niño -aventuró Faith-. Nunca estoy muy segura de qué es cada cosa: ¿anorexia es cuando vomitan?
– Eso es bulimia. Los anoréxicos dejan de comer. Hay anoréxicos que usan laxantes, pero no se purgan. Cada vez hay más indicios que apuntan a un condicionamiento genético: anomalías cromosómicas que predisponen a sufrir ese tipo de desórdenes. Por lo general son los factores ambientales los que funcionan como desencadenantes.
– ¿Como el abuso o los malos tratos?
– Podría ser. A veces es el abuso, a veces dismorfia corporal. Algunos les echan la culpa a las revistas y a las estrellas de cine, pero es demasiado complicado como para poder achacarlo a una sola causa. Cada vez se ven más casos de anorexia masculina. Es francamente difícil de tratar, por el componente psicológico.
Faith pensó en sus víctimas.
– ¿Esos desórdenes están asociados a un cierto tipo de personalidad?
Sara se quedó pensando unos segundos antes de responder.
– Lo único que te sé decir es que a los pocos pacientes a los que yo he podido tratar les producía un inmenso placer el privarse de comer. Hace falta mucha fuerza de voluntad para dominar el imperativo fisiológico. A veces sienten que su vida está completamente fuera de control, y que lo único que pueden controlar es lo que ingieren. Además, el cuerpo responde al hecho de matarse de hambre: mareos, euforia, a veces incluso alucinaciones. Puede producir un efecto similar al de los opiáceos, y llegar a ser una sensación muy adictiva.
Faith intentó recordar cuántas veces había bromeado sobre lo feliz que sería si tuviera la fuerza de voluntad necesaria para volverse anoréxica por una semana.
– El problema más grande que plantea el tratamiento de esta clase de desórdenes es que estar demasiado delgada es mejor aceptado por la sociedad que el tener sobrepeso.
– Todavía no he conocido a una sola mujer que esté satisfecha con su peso.
Sara se rio con tristeza.
– Pues yo sí: mi hermana.
– ¿Qué es, una santa o algo así?
Faith lo había dicho en plan de broma pero, para su sorpresa, Sara le respondió.
– Casi. Es misionera. Se casó con un predicador hace unos años. Están en África, trabajando con bebés que nacen con SIDA.
– Vaya por Dios, ya la odio y ni siquiera la conozco.
– También tiene sus defectos, créeme -le confesó Sara-. Has dicho tres víctimas. ¿Significa eso que ha desaparecido otra mujer?
Faith se percató entonces de que el caso de Olivia Tanner todavía no había saltado a los medios.
– Sí. Pero guárdame el secreto si puedes.
– Desde luego.
– Al parecer dos de ellas tomaban muchas aspirinas. La última tenía seis frascos de tamaño familiar en su casa. Jacquelyn Zabel también tenía un frasco grande en la mesilla de noche.
Sara asintió, como si aquello tuviera sentido para ella.
– En grandes dosis es un emético. Eso explicaría por qué Zabel tenía el estómago tan ulcerado. También explicaría por qué seguía sangrando cuando Will la encontró. Deberías decírselo: estaba muy abatido por no haber llegado a tiempo.
Will tenía muchos más motivos para sentirse abatido ahora mismo. Aun así, Faith recordó algo.
– Necesita el número de tu apartamento.
– ¿Por qué? -preguntó Sara, pero enseguida cayó en la cuenta-. Ah, el perro de su mujer.
– Exacto -dijo Faith, pensando que aquella mentira era lo menos que le debía.
– El doce. Está en el directorio. -Volvió a apoyar las manos en el moisés-. Voy a llevar a este niño con su madre.
Faith le sujetó la puerta y Sara cogió el moisés. El rumor del pasillo zumbó en los oídos de la agente hasta que volvió a cerrar la puerta. Se sentó en el taburete que había junto al mostrador y se levantó la falda, buscando un punto que no estuviera ya amoratado por los pinchazos. El folleto sobre la diabetes decía que había que ir cambiando el lugar del pinchazo, así que Faith exploró su vientre, donde encontró un prístino y blanco michelín que pellizcó con el índice y el pulgar.
Tenía el bolígrafo de insulina a unos centímetros de su barriga, pero no se pinchó. En alguna parte, detrás de todos aquellos bollos de mermelada, había un bebé diminuto con sus pequeñas manitas y sus piececitos, y ojos, y una boca; un bebé que respiraba cuando ella respiraba, que hacía pis cada diez minutos cuando ella salía corriendo hacia el baño. Las palabras de Sara le habían abierto los ojos, pero ver a Balthazar Lindsey había despertado en Faith algo que nunca antes había sentido. Por más que quisiera a Jeremy, su nacimiento no fue precisamente algo para celebrar. Los quince no eran una edad muy adecuada para una fiesta premamá, y hasta las enfermeras del hospital la habían mirado con lástima.
Sin embargo, esta vez sería diferente. Faith tenía edad más que suficiente para ser madre. Podría pasearse por el centro comercial con su bebé en brazos sin preocuparse porque la gente pudiera pensar que era la hermana mayor de su propio hijo. Podría llevarlo al pediatra y rellenar todos los impresos sin que su madre tuviera que firmarlos también. Podría mandar al cuerno a sus profesores en las reuniones del AMPA sin tener que preocuparse de que la mandaran directa al despacho del director. Qué demonios, ahora tenía edad para conducir.
Esta vez podría hacerlo bien. Podría ser una buena madre de principio a fin. Bueno, quizá no desde el principio. Faith se puso a pensar en todas las cosas que le había hecho a su hijo tan solo en esa semana: lo había ignorado, había negado su existencia, se había desmayado en un garaje, había pensado en abortar, lo había expuesto a lo que pudiera tener Sam Lawson, se había caído de un porche y había arriesgado las vidas de ambos intentando evitar que Will le reventara la cabeza a un portero yugoslavo contra la elegante moqueta del descansillo del ático de Beeston Place.
Y ahí estaban los dos ahora, madre e hijo en la UCI del hospital Grady, y ella a punto de clavarle una aguja en la cabeza.
La puerta se abrió.
– ¿Qué coño estás haciendo? -preguntó Amanda, pero enseguida se lo figuró-. Oh, por el amor de Dios. ¿Cuándo pensabas hablarme de esto?
Faith se bajó la falda, pensando que era un poco tarde para andarse con remilgos.
– En cuanto te dijera que estoy embarazada.
Amanda intentó cerrar dando un portazo, pero el mecanismo hidráulico se lo impidió.
– Joder, Faith. Nunca llegarás a ninguna parte si tienes que ponerte a criar un bebé.
Faith se indignó.
– Pues he llegado hasta aquí criando a uno.
– Eras una cría de uniforme que ganaba dieciséis mil dólares al año. Ahora tienes treinta y tres tacos.
– Imagino que esto significa que no me vas a dar una fiesta premamá -replicó Faith.
– ¿Lo sabe tu madre? -le preguntó Amanda con una mirada que podría cortar un cristal.
– Pensé que era mejor dejar que disfrutara de sus vacaciones.
La jefa se dio una palmada en la frente, un gesto que habría resultado cómico de no ser porque tenía la vida de Faith en sus manos.
– Un disléxico corto de luces con problemas para controlar su genio y una diabética fértil y gorda que carece de las nociones más básicas sobre el control de la natalidad. -Le clavó el dedo en la cara-. Espero que te guste trabajar con tu compañero, porque vas a seguir emparejada con Will Trent lo que te quede de vida.
Faith trató de ignorar la parte en que la había llamado «gorda» que, en honor a la verdad, era lo que más le había molestado de todo.
– Se me ocurren cosas mucho peores que tener de compañero a Will Trent el resto de mi vida.
– Deberías alegrarte de que no hubiera cámaras de seguridad que pudieran grabar su rabieta.
– Will es un buen policía, Amanda. A estas alturas no lo tendrías trabajando para ti si no lo creyeras tú también.
– Bueno… Quizá cuando no saca a relucir sus problemas de abandono.
– ¿Está bien?
– Sobrevivirá -replicó Amanda sin demasiada convicción-. Le he mandado a buscar a esa prostituta, Lola.
– ¿No está en la cárcel?
– Había de todo en aquel apartamento: heroína, metanfetamina, coca. Angie Polasky ha logrado que la suelten por el soplo -dijo Amanda encogiéndose de hombros. No siempre podía controlar todo el departamento de policía de Atlanta.
– ¿Crees que es buena idea enviar a Will a buscar a Lola, teniendo en cuenta lo cabreado que está por dejar solo al bebé?
Amanda volvió a ser la Amanda que no permitía que discutieran sus decisiones.
– Tenemos a dos mujeres desaparecidas y a un asesino en serie que sabe muy bien qué hacer con ellas. Si no obtenemos resultados pronto, el caso se nos irá de las manos. El tiempo se agota, Faith. Ahora mismo podría estar vigilando a su próxima víctima.
– Se suponía que tenía que reunirme hoy con Rick Sigler, el TES que atendió a Anna.
– Envié a alguien hace una hora a su casa. Su esposa estaba con él. Negó rotundamente conocer a ningún Jake Berman. Apenas admitió que había pasado por esa carretera aquella noche.
Faith no se le ocurrió peor manera de interrogar al hombre.
– Es gay. La mujer no tiene ni idea.
– Nunca tienen ni idea -replicó Amanda-. En cualquier caso no tenía muchas ganas de hablar, y no tenemos motivos suficientes para llevárnoslo a comisaría.
– No estoy muy segura de que no sea un sospechoso.
– Todo el mundo es sospechoso en lo que a mí respecta. Leí el informe de la autopsia; vi lo que le han hecho a Anna. A nuestro chico malo le gusta experimentar. Y va a seguir haciéndolo hasta que lo detengamos.
Faith había seguido funcionando en las últimas horas a base de adrenalina, y al oír a Amanda se le volvió a disparar.
– ¿Quieres que vigile a Sigler?
– Tengo a Leo Donnelly aparcado frente a su casa en este momento. Algo me dice que no quieres pasarte la noche atrapada con él en un coche.
– No señora -respondió Faith, y no solo porque Leo fuera un fumador empedernido. Probablemente culparía a Faith de haberle puesto en la lista negra de Amanda. Y tenía razón.
– Alguien tiene que ir a Michigan y buscar los archivos relativos a la familia de Pauline Seward. La orden está en camino, pero por lo visto los expedientes de hace más de quince años no están digitalizados. Tenemos que encontrar a alguien que la conociera en aquella época y tenemos que encontrarlo ya; a los padres o, con un poco de suerte, al hermano, si no resulta ser nuestro misterioso Jake Berman. Por razones más que evidentes no puedo mandar a Will a leer expedientes.
Faith dejó el lápiz de insulina sobre el mostrador.
– Yo me ocupo.
– ¿Tienes esa diabetes bajo control? -La expresión de Faith debió de responder a su pregunta-. Enviaré a otro de mis agentes, uno que pueda hacer su trabajo.
Amanda hizo un gesto con la mano rechazando cualquier queja que pudiera formular Faith.
– Vamos a partir desde ahí hasta que vuelva a mordernos el culo otra vez, ¿puede ser?
– Siento mucho todo esto. -Faith se había disculpado más veces en los últimos diez minutos que en toda su vida.
Amanda meneó la cabeza, dejando claro que no estaba dispuesta a discutir lo estúpido de aquella situación.
– El portero ha pedido un abogado. Tenemos una reunión con él a primera hora de la mañana.
– ¿Le has arrestado?
– Detenido. Resulta obvio que es un inmigrante. La Ley Patriótica nos permite retenerle durante veinticuatro horas mientras comprobamos su situación. Con un poco de suerte podremos poner patas arriba su apartamento y encontrar algo más contundente que podamos utilizar en su contra.
Faith no era quién para discutir sobre la recta interpretación de la ley.
– ¿Qué hay de los vecinos de Anna? -preguntó Amanda.
– Es un edificio muy tranquilo. El apartamento que está debajo del ático lleva meses vacío. Podrían haber lanzado una bomba atómica desde el piso de arriba y nadie se habría enterado.
– ¿Y el muerto?
– Un traficante. Sobredosis de heroína.
– ¿Nadie echó de menos a Anna en su lugar de trabajo?
Faith le contó lo poco que había podido averiguar.
– Trabaja para un bufete de abogados, Bandle y Brinks.
– Santo Dios, esto no hace más que empeorar. ¿Sabes algo de ese bufete? -Amanda no le dio tiempo para responder-. Están especializados en demandas contra organismos municipales: policía, servicios sociales; se agarran a cualquier cosa, se abalanzan sobre ti y te ponen una demanda por el doble del presupuesto municipal. Han demandado al estado con éxito más veces de las que soy capaz de contar.
– No se mostraron muy dispuestos a colaborar. No nos entregarán sus archivos sin una orden judicial de por medio.
– En otras palabras, actúan como abogados. -Amanda se puso a pasear por la habitación-. Tú y yo vamos a hablar con Anna ahora mismo, luego volveremos a su casa y la pondremos patas arriba antes de que en su bufete se enteren de lo que estamos haciendo.
– ¿Cuándo tenemos la entrevista con el portero?
– Mañana a las ocho en punto. ¿Crees que podrás hacerle un hueco en tu apretada agenda?
– Sí, señora.
Amanda volvió a menear la cabeza como si fuera la madre de Faith; frustrada y algo disgustada.
– Imagino que esta vez el padre tampoco pinta nada en todo esto.
– Estoy ya un poco mayor para intentar algo nuevo.
– Enhorabuena -dijo Amanda abriendo la puerta. Habría sido un bonito detalle de no ser por el «idiota» que murmuró según salía al pasillo.
Faith no se había dado cuenta de que estaba aguantando la respiración hasta que su jefa salió de la habitación. Exhaló un profundo suspiro, y por primera vez desde que le comunicaron que era diabética, se clavó la aguja a la primera. Tampoco dolía tanto, o a lo mejor estaba tan aturdida que ya no sentía nada.
Se quedó mirando fijamente la pared de enfrente, intentando centrarse en la investigación. Cerró los ojos y empezó a visualizar las fotos de la autopsia de Jacquelyn Zabel y de la cueva en la que Jacquelyn y Anna habían estado encerradas. Repasó todas las cosas horribles que habían tenido que pasar aquellas mujeres: la tortura, el dolor. Se puso la mano sobre el vientre otra vez. ¿Sería una niña? ¿A qué clase de mundo la iba a traer Faith? A un lugar en el que las niñas eran violadas por sus propios padres, en el que las revistas les repetían constantemente que nunca serían lo suficientemente perfectas, en el que un sádico podía apartarte de tu vida, de tu propio hijo, en un abrir y cerrar de ojos y condenarte a vivir en el infierno el resto de tu vida?
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se puso en pie y abandonó la habitación.
Los dos policías que vigilaban la puerta de Anna se hicieron a un lado. Faith sintió frío al entrar y cruzó los brazos sobre su pecho. Anna estaba en la cama, con Balthazar en sus huesudos brazos. Tenía los hombros muy pronunciados, igual que las chicas que había visto Faith en los vídeos del ordenador de Pauline McGhee.
– La agente Mitchell acaba de entrar en la habitación -comunicó Amanda-. Es la encargada de averiguar quién le hizo esto.
Anna tenía los ojos velados, como si tuviera cataratas. Miró hacia la puerta sin ver. Faith sabía que no había ningún protocolo para una situación como aquella. Había llevado casos de violación y abusos, pero ninguno así. Tenía que traducir el procedimiento habitual. No era necesario entablar una charla insustancial. No había que preguntarles cómo se encontraban, porque la respuesta era obvia.
– Sé que está atravesando por un momento muy difícil. Solo queremos hacerle algunas preguntas -le dijo Faith.
– La señora Lindsey me estaba contando que acababa de terminar con un caso importante y había cogido unas semanas de vacaciones para poder estar con su hijo -le explicó Amanda.
– ¿Sabía alguien más que se iba de vacaciones? -preguntó Faith.
– Le dejé una nota al portero. Mis compañeros de trabajo lo sabían: mi secretaria, los socios. No tengo trato con los vecinos del edificio.
Faith percibió que Anna Lindsey se había rodeado de un alto muro. Había algo en la mujer que resultaba tan frío que parecía imposible establecer ninguna conexión. Se ciñó a las preguntas cuya respuesta necesitaban.
– ¿Puede decirnos qué sucedió cuando la raptaron?
Anna se pasó la lengua por sus deshidratados labios y cerró los ojos. Cuando habló, su voz era poco más que un susurro.
– Estaba en mi apartamento vistiendo a Balthazar para bajar al parque a dar un paseo. Es lo último que recuerdo.
Faith sabía que las descargas de la Taser producían amnesia.
– ¿Qué vio usted cuando recobró la conciencia?
– Nada. No he vuelto a ver nada desde entonces.
– ¿Recuerda algún sonido, alguna sensación?
– No.
– ¿Reconoció a su atacante?
Anna negó con la cabeza.
– No, no recuerdo nada.
Faith dejó pasar unos segundos y trató de contener la frustración que sentía.
– Voy a darle una serie de nombres. Necesito que me diga si alguno de ellos le suena de algo.
Anna asintió y deslizó la mano por las sábanas buscando la boca de su bebé. El niño empezó a succionarle el dedo, haciendo ruiditos con la garganta.
– Pauline McGhee.
Anna dijo que no con la cabeza.
– Olivia Tanner.
De nuevo dijo que no.
– Jacquelyn, o Jackie, Zabel.
No.
Faith había preferido guardarse a Jackie para el final. Las dos mujeres habían estado juntas en la cueva. Ese era el único hecho que podían dar por seguro.
– Encontramos una huella dactilar suya en el permiso de conducir de Jackie Zabel.
– No -replicó Anna, con voz firme-. No la conozco.
Amanda miró a Faith arqueando las cejas. ¿Sería amnesia traumática? ¿O se trataba de algo más?
– ¿Y qué me dice de algo llamado «thinspo»? -preguntó Faith.
Anna se enderezó.
– No -dijo, esta vez de inmediato y con voz más fuerte.
Faith le concedió unos segundos más para dejar que reflexionara.
– Encontramos algunas notas en el lugar donde la tuvieron retenida. Solo había una frase repetida una y otra vez: «No voy a sacrificarme». ¿Tiene esa frase algún significado para usted?
Una vez más, Anna dijo que no.
Faith se esforzó en que su voz no delatara su desesperación.
– ¿Puede decirnos algo de su agresor? ¿Recuerda que oliera de un modo especial, a gasolina o a aceite? ¿Notó usted si tenía vello en la cara o algún otro rasgo físico…?
– No -susurró Anna, palpando el cuerpo del niño con las manos para cogerle la manita-. No puedo decirles nada. No recuerdo nada. Nada.
Faith abrió la boca para decir algo, pero Amanda le ganó por la mano.
– Aquí está usted a salvo, señora Lindsey. Hay dos guardias armados vigilando su puerta desde que llegó. Nadie puede hacerle daño ya.
Anna volvió la cabeza hacia su hijo, arrullándolo para tranquilizarlo.
– No tengo miedo de nada.
A Faith le desconcertó la seguridad con la que hablaba la mujer. Puede que cuando uno logra sobrevivir a todo lo que había pasado Anna acabe creyendo que puede soportar cualquier cosa.
– Creemos que ahora mismo tiene secuestradas a otras dos mujeres -le explicó Amanda-. Que les está haciendo lo mismo que le hizo a usted. Una de ellas tiene un niño, señora Lindsey. Se llama Felix. Tiene seis años y quiere estar con su madre. Estoy segura de que esa mujer, allá donde esté, estará pensando en él, deseando volver a abrazarle.
– Espero que sea una mujer fuerte -murmuró Anna. Habló más alto-. Como ya he dicho varias veces, no recuerdo nada. No sé quién lo hizo, ni dónde me secuestraron o por qué. Solo sé que por fin se acabó, y ahora tengo que olvidarme de ello para poder seguir con mi vida. -Faith percibió que Amanda se sentía tan frustrada como ella-. Necesito descansar.
– Podemos esperar -le dijo Faith-. Quizá podamos volver dentro de unas horas.
– No -la expresión de Anna se endureció-. Conozco perfectamente mis obligaciones legales. Firmaré una declaración, o haré un garabato, o lo que sea que hace una persona ciega, pero si quieren volver a hablar conmigo tendrán que concertar una cita con mi secretaria cuando me reincorpore al trabajo.
Faith lo intentó una vez más.
– Pero Anna…
Ella volvió la cabeza hacia su bebé. La ceguera de Anna le impedía poder verlas, pero su actitud les impedía que pudieran acceder a sus pensamientos.
Finalmente Sara se las arregló para terminar de limpiar su apartamento. No recordaba cuándo fue la última vez que tuvo tan buen aspecto; quizá cuando se vio con el agente de la inmobiliaria antes de mudarse. Los Milk Lofts habían sido en tiempos una vaquería, abastecida por las granjas que había en la zona este de la ciudad. El edificio tenía seis plantas, y en cada una había dos apartamentos separados por un largo pasillo con grandes ventanales en ambos extremos. La zona principal de la casa de Sara era un espacio diáfano que incluía la cocina y un enorme salón. Una de las paredes era un ventanal que iba desde el suelo hasta el techo -mantenerlo limpio exigía un esfuerzo ímprobo-, y tenía unas magníficas vistas del centro cuando estaban abiertas las persianas. En la parte de atrás había tres dormitorios con baño incorporado. Naturalmente, Sara dormía en el principal, pero nadie había dormido nunca en la habitación de invitados. El tercer dormitorio lo utilizaba como despacho y trastero.
Nunca se había planteado vivir en un loft, pero cuando se trasladó a Atlanta quería que su nueva vida fuera tan distinta de la antigua como fuera posible. En lugar de elegir una bonita casa en una de las calles antiguas y arboladas de la ciudad optó por un espacio que era poco más que una caja vacía. El mercado inmobiliario de Atlanta estaba tocando fondo, y Sara tenía dinero más que de sobra. Todo estaba nuevo cuando se mudó, pero de todos modos renovó la casa de arriba a abajo. Solo con lo que le había costado la cocina habría bastado para alimentar a una familia de tres miembros durante un año. Si a eso le añadimos los baños, dignos de un palacio, resultaba casi embarazoso pensar en la ligereza con la que Sara había tirado de su chequera.
En su vida anterior, siempre había sido cuidadosa con el dinero, no se permitía más lujo que el de estrenar un BMW cada cuatro años. Tras la muerte de Jeffrey, se había encontrado con el dinero de su seguro de vida, su pensión, sus ahorros y el dinero de la venta de la casa. Lo había dejado todo en el banco, pues tenía la sensación de que gastarse ese dinero era como admitir que Jeffrey estaba muerto y no volvería. Incluso se había planteado renunciar a la exención de impuestos que le ofrecía el estado por ser la viuda de un oficial de policía muerto en acto de servicio, pero su contable se mostró reacio y ella no quiso discutir.
Más tarde, el dinero que enviaba todos los meses a Sylacauga, Alabama, para ayudar a la madre de Jeffrey, salía de su propio bolsillo mientras que el dinero de su marido seguía ingresado en el banco local generando unos exiguos intereses. Sara pensaba a menudo en entregárselo al hijo de Jeffrey, pero eso habría sido demasiado complicado. Al niño nunca le habían contado quién era su verdadero padre. No podía arruinarle la vida y luego regalarle una pequeña fortuna a un chaval que estaba todavía en la universidad.
De modo que el dinero de Jeffrey seguía en el banco, de la misma manera que la carta seguía en la repisa de la chimenea de Sara. Se quedó junto a esta, acariciando el borde del sobre, preguntándose por qué no lo había vuelto a guardar en su bolso o en el bolsillo de su bata. En lugar de eso, durante el zafarrancho de limpieza se había limitado a levantarlo para limpiar el polvo de la repisa.
Sara vio la alianza de Jeffrey en el otro extremo. Ella aún llevaba puesta la suya -un anillo de oro blanco igual que el de su marido-, pero el sello de la universidad de Jeffrey, de oro y con la insignia de la Universidad de Auburn grabada, era más importante. La piedra azul estaba arañada y era demasiado grande para ella, así que lo llevaba colgado al cuello con una cadena larga, como las placas de identificación que llevan los soldados. No lo llevaba a la vista, sino siempre por dentro de la blusa, cerca de su corazón, para poder sentirlo cerca.
Cogió la alianza de Jeffrey y la besó antes de volver a dejarla sobre la repisa. Con el paso de los años, de algún modo su mente había trasladado a Jeffrey a otro lugar. Era como si estuviera haciendo el luto de nuevo, pero esta vez en la distancia. En lugar de despertarse desolada, como en los últimos tres años, sentía una profunda tristeza. Tristeza al darse la vuelta en la cama y no verle a su lado. Tristeza al pensar que nunca volvería a verle sonreír. Tristeza al saber que nunca volvería a abrazarle o a sentirlo dentro de ella. Pero ya no se sentía completamente desolada. Ya no sentía que cada movimiento, cada pensamiento, le exigía un enorme esfuerzo. Ya no sentía que quería morirse. Ya no sentía que no había luz al final del túnel.
Y había algo más: Faith Mitchell había sido muy cruel con ella hoy, pero Sara había sobrevivido, no se había quedado deshecha. No se había desmoronado ni se había roto en pedazos. Se había mantenido entera. Lo curioso era que, en cierto modo, Sara se sentía ahora más cerca de su marido a consecuencia de ello. Se sentía más fuerte, más cerca de la mujer de la que él se había enamorado que de la que se había hundido sin él. Cerró los ojos y casi pudo sentir su aliento en la nuca, sus labios acariciando su piel con tal suavidad que notó un cosquilleo en la espalda. Se imaginó la mano de Jeffrey alrededor de su cintura, y se sorprendió al poner allí su mano y no sentir nada más que el calor de su propia piel.
Sonó el interfono y los perros se soliviantaron, igual que Sara. Se fue hacia el aparato para abrir al chico que le traía la pizza y tranquilizó a los perros. Billy y Bob, sus dos galgos, habían adoptado de inmediato a Betty, la perra de Will Trent. Un rato antes, cuando estaba limpiando, los tres perros se acomodaron en el sofá, y solo la miraban de vez en cuando, cuando entraba en la habitación o hacía demasiado ruido. Ni siquiera la aspiradora logró que se movieran de allí.
Sara abrió la puerta y esperó a Armando, que le traía una pizza al menos dos veces por semana. Ella fingía que era completamente normal que se tutearan, y por lo general le daba una buena propina para que el repartidor no diera importancia al hecho de verla más a menudo que a sus propios hijos.
– ¿Todo bien? -le preguntó mientras intercambiaban pizza y dinero.
– Estupendo -respondió Sara, pero en realidad tenía la cabeza en el apartamento y en lo que estaba haciendo antes de que sonara el interfono. Hacía tanto tiempo que no podía recordar cómo era estar con Jeffrey que quería recrearse en ello, meterse en la cama y dejar que su mente volara hacia aquellos recuerdos tan dulces.
– Que tengas un buen día, Sara. -Armando hizo ademán de marcharse, pero recordó algo y se volvió de nuevo hacia ella-. Ah, hay un tipo raro merodeando por el portal.
Vivía en una gran ciudad; aquello no era algo insólito.
– ¿Raro sin más o raro como para llamar a la policía?
– Yo creo que es un policía. No es que lo parezca, pero he visto su placa.
– Gracias -le dijo.
Armando se despidió con un gesto de la cabeza y se fue hacia el ascensor. Sara dejó la pizza sobre la encimera y fue hasta el otro extremo del pasillo. Abrió la ventana y se asomó. Seis pisos más abajo vio una mancha que se parecía sospechosamente a Will Trent.
– ¡Eh! -le gritó. Will no respondió y ella le observó ir y venir unos segundos, pues no estaba segura de si la había oído. Volvió a intentarlo, gritando como una hincha en un partido de fútbol-. ¡Eh!
Por fin Will alzó la vista y Sara le dijo:
– En el sexto.
Le vio entrar en el edificio, cruzándose en la puerta con Armando, que la saludó con la mano y le dijo algo de volver a verse pronto. Sara cerró la ventana, rezando para que Will no hubiera oído a Armando o para que al menos tuviera la delicadeza de fingirlo. Echó un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hubiera nada fuera de lugar que llamara demasiado la atención. Había dos sofás en el salón, uno lleno de perros y el otro lleno de cojines. Sara los ahuecó y los colocó esperando que dieran la impresión de haber sido arreglados con cierta gracia.
Después de haberse pasado dos horas frotando con esmero la cocina estaba reluciente, incluso la placa de cobre del frontal, que parecía muy bonita hasta que descubrías que había que utilizar dos productos distintos para limpiarla. Pasó junto al televisor de pantalla plana de la pared y se paró en seco. Se había olvidado de limpiar la pantalla. Se estiró la manga de la blusa y la limpió lo mejor que pudo.
Para cuando abrió la puerta, Will ya estaba saliendo del ascensor. Sara solo le había visto unas cuantas veces, pero tenía un aspecto espantoso, como si llevara semanas sin dormir. Vio su mano izquierda y se fijó en que tenía los nudillos despellejados de un modo que daba la impresión de que le había partido la boca a alguien a puñetazos.
De vez en cuando Jeffrey volvía a casa con esas mismas heridas. Sara siempre le preguntaba, y él siempre mentía. Ella se obligaba a aceptar sus mentiras porque no se sentía cómoda pensando que su marido podía estar traspasando los límites de la ley; deseaba creer que era un buen hombre en todos los aspectos. Parte de ella quería pensar que Will era también un buen hombre, así que se dispuso a creer cualquier cosa que le contase cuando le preguntara.
– ¿Y esa mano?
– Le he pegado a uno. Al portero del edificio donde vive Anna.
Su sinceridad pilló a Sara fuera de juego, y tardó unos segundos en responder.
– ¿Por qué?
Una vez más Will respondió con total sinceridad.
– Me sacó de quicio.
– ¿Te va a causar eso problemas con tu jefa?
– Parece que no.
Sara se dio cuenta de que lo tenía en el pasillo, así que se hizo a un lado para dejarle pasar.
– Ese bebé tiene mucha suerte de que lo hayas encontrado. No sé si habría podido resistir un día más.
– Sí, es una excusa muy oportuna. -Will echó un vistazo a su alrededor, rascándose distraídamente el brazo-. Nunca había golpeado a un sospechoso. Había amenazado con hacerlo, pero es la primera vez que lo hago de verdad.
– Mi madre siempre me decía que existe una línea muy fina entre el nunca y el siempre. -Will parecía confuso, así que Sara se lo explicó-. Una vez que has hecho algo malo es más fácil volver a hacerlo otra vez, y luego otra, y sin darte cuenta empiezas a hacerlo de manera habitual sin que la conciencia te remuerda por ello.
Will se quedó mirándola durante casi un minuto. Sara se encogió de hombros.
– Depende de ti. Si no te gusta cruzar esa línea, no vuelvas a hacerlo. No permitas que se vuelva fácil.
La expresión de Will pasó de la sorpresa al alivio. Pero en lugar de reconocer lo que acababa de ocurrir, le dijo:
– Espero que Betty no te haya causado muchas molestias.
– Se ha portado muy bien. No ladra nada.
– No pretendía endilgártela de esta manera.
– No pasa nada -le tranquilizó Sara, aunque tenía que admitir que Faith Mitchell tenía razón esta mañana en cuanto a los motivos que tenía. Se había ofrecido a cuidar de la perra porque quería saber cómo iba el caso. Quería ayudarles en la investigación, volver a sentirse útil.
Will estaba de pie en medio del salón, con el terno arrugado y el chaleco un poco holgado, como si hubiera perdido peso últimamente. No había visto a nadie tan perdido en su vida.
– Siéntate, por favor -le dijo.
Will parecía indeciso, pero finalmente se sentó en el sofá encarado al de los perros. No lo hacía como la mayoría de los hombres, con las piernas separadas y los brazos abiertos apoyados en el respaldo. Era un hombre grande, pero daba la impresión de que se esforzaba mucho en no ocupar demasiado sitio.
– ¿Has cenado? -preguntó Sara.
Will dijo que no con la cabeza y Sara puso la pizza sobre la mesita de café. Los perros estaban muy interesados en sus movimientos, así que se sentó con ellos en el sofá para mantenerlos a raya. Esperó a que Will cogiera una porción, pero se quedó sentado ahí, con las manos sobre las rodillas.
– ¿Es esa la alianza de tu marido? -le preguntó.
Desconcertada, se volvió hacia el anillo, que estaba sobre la reluciente repisa de caoba. La carta estaba en el otro extremo de la repisa y a Sara le preocupó que Will pudiera adivinar lo que contenía.
– Perdona -se disculpó-. No debería preguntar esas cosas.
– Sí, es su alianza -dijo ella, percatándose de que con los nervios había estado apretando y dando vueltas a su propio anillo.
– ¿Y eso que…? -preguntó Will llevándose la mano al pecho.
Sara imitó el gesto y se sintió como si la hubieran pillado en falta al descubrir que se refería al sello que llevaba colgado del cuello y que se transparentaba bajo la fina tela de su blusa.
– Otra cosa -dijo sin entrar en detalles.
Will asintió y continuó mirando a su alrededor.
– A mí también me encontraron en el cubo de la basura. -Habló de forma algo brusca, como si a él mismo le sorprendieran sus palabras-. Al menos eso es lo que dice el expediente.
Sara no supo qué decir, sobre todo cuando él se echó a reír como si acabara de contar un chiste verde en una fiesta parroquial.
– Perdona. No sé por qué he dicho eso. -Cogió una porción de pizza y puso la otra mano debajo para recoger el queso que goteaba.
– No pasa nada -dijo ella poniendo una mano sobre la cabeza de Bob, que parecía querer lanzarse sobre la mesita. Ni siquiera podía comprender lo que le acababa de contar Will. Igual podría haberle dicho que había nacido en la luna.
– ¿Qué edad tenías? -le preguntó.
Terminó de masticar y tragó antes de responder.
– Cinco meses.
Cogió otra porción de pizza y Sara le observó mientras masticaba. Trató de imaginar a Will Trent con cinco meses. Habría empezado a mantener la espalda derecha por sí solo y a reconocer sonidos. Él dio otro bocado y masticó con aire pensativo.
– Mi madre me dejó allí.
– ¿En el cubo de la basura?
Asintió.
– Alguien irrumpió en la casa, un hombre. Ella sabía que iba a matarla y que probablemente me mataría a mí también. Me escondió en el cubo de la basura, debajo del fregadero, y el hombre no me encontró. Imagino que supe que debía quedarme callado. -Esbozó una media sonrisa-. Hoy he estado en el apartamento de Anna y he buscado en todos los cubos de basura. No podía dejar de pensar en lo que me dijiste esta mañana, eso de que el asesino les metía esas bolsas dentro para enviar un mensaje, porque quería decirle al mundo que eran mierda, que no valían nada.
– Obviamente, tu madre solo intentaba protegerte. No estaba enviando ningún mensaje.
– Sí -dijo Will-, lo sé.
– ¿Y lo…? -No tenía la mente muy despejada para hacer preguntas.
– ¿Que si cogieron al tipo que la mató? -preguntó Will, terminando la frase por ella. Volvió a mirar a su alrededor-. ¿Pillaron al que mató a tu marido?
Había formulado una pregunta, pero no esperaba una respuesta. Solo intentaba poner de manifiesto lo poco que eso importaba, algo que Sara sintió en el mismo instante en que le comunicaron que el hombre que había sido responsable de la muerte de Jeffrey había fallecido.
– Eso es lo único que parece importarles a todos los policías que conozco: ¿cogieron a ese tío?
– Ojo por ojo -dijo. Señaló la pizza-. ¿Te importa si…?
Se había comido ya media.
– Adelante.
– Ha sido un día muy largo.
Sara se rio, la expresión se quedaba corta para describirlo. Will se rio también.
– ¿Quieres que te cure eso? -le preguntó Sara, señalando su mano.
Will se miró las heridas como si acabara de reparar en ellas.
– ¿Qué puedes hacer?
– Creo que es demasiado tarde para darte unos puntos -se levantó para ir a la cocina a buscar el botiquín-, pero puedo limpiar las heridas. Y tendrás que tomar un antibiótico para evitar que se infecten.
– ¿Y para la rabia?
– ¿La rabia? -Se recogió el pelo con una goma que cogió de un cajón de la cocina y se enganchó las gafas de cerca en el cuello de la blusa-. En la boca hay muchas bacterias, pero es muy raro…
– Son de rata. Había ratas en la cueva donde estuvieron encerradas Jackie y Anna. -Will se rascó otra vez el brazo derecho y Sara se dio cuenta de por qué lo hacía-. Las ratas pueden contagiar la rabia, ¿no?
Sara se quedó paralizada unos segundos, y alargó la mano para coger un cuenco de acero inoxidable del armario.
– ¿Te mordieron?
– No, treparon por mis brazos.
– ¿Unas ratas treparon por tus brazos?
– Solo dos. Quizá tres.
– ¿Dos o tres ratas?
– Me quedo mucho más tranquilo oyéndote repetir todo lo que digo en voz más alta.
Sara se echó a reír, pero continuó preguntándole.
– ¿Actuaban de forma errática? ¿Intentaron atacarte?
– La verdad es que no. Solo querían salir de allí. Creo que estaban tan asustadas de mí como yo de ellas. -Se encogió de hombros-. Bueno, una de ellas se quedó. Me miró fijamente, como si observara mis movimientos. Pero no se me acercó en ningún momento.
Sara se puso las gafas y se sentó a su lado.
– Súbete las mangas.
Will se quitó la chaqueta y se subió la manga izquierda, aunque se había estado rascando el brazo derecho. Sara no quiso discutir. Examinó los arañazos que tenía en el antebrazo: eran muy superficiales, ni siquiera sangraban. Probablemente lo recordaba mucho peor de lo que en realidad había sido.
– Creo que te pondrás bien.
– ¿Estás segura? A lo mejor es por eso por lo que me he vuelto loco esta tarde.
Sara se percató de que bromeaba solo a medias.
– Dile a Faith que me llame si empiezas a soltar espuma por la boca.
– Entonces no te sorprendas si tienes noticias suyas mañana.
Sara colocó el cuenco de acero inoxidable sobre sus rodillas y metió la mano izquierda de Will en él.
– Esto te va a escocer -le avisó, vertiendo el agua oxigenada sobre los arañazos. Will no se inmutó y Sara aprovechó su resistencia para hacerle una cura más a fondo. Intentó concentrarse en lo que hacía, pero sentía mucha curiosidad.
– ¿Y qué hay de tu padre?
– Había circunstancias atenuantes. -Fue todo cuanto le dijo-. No te preocupes. Los orfanatos no son tan malos como parecen en las novelas de Dickens.
Will decidió cambiar de tema.
– ¿Tienes muchos hermanos?
– Solo tengo una hermana pequeña.
– Pete dijo que tu padre es fontanero.
– Exacto. Mi hermana estuvo trabajando con él un tiempo, pero ahora es misionera.
– Eso está bien. Las dos ayudáis a la gente.
Sara intentó buscar otra pregunta, algo que le ayudara a abrirse, pero no se le ocurría nada. No tenía ni idea de cómo hablar con alguien que no tenía familia. ¿Qué anécdotas de tiranía fraterna o angustia paterna podías compartir?
Por lo visto a Will tampoco se le ocurría nada, o a lo mejor prefería guardar silencio. Sea como fuere, no abrió la boca hasta que ella empezó a ponerle tiritas en los nudillos para intentar cubrirle las heridas.
– Eres una buena médica -le dijo.
– Deberías verme sacando astillas.
Will se miró las manos y flexionó los dedos.
– Eres zurdo -observó Sara.
– ¿Y eso es malo? -le preguntó él.
– Pues espero que no -dijo alzando su mano izquierda, la que había estado usando para curarle las heridas-. Mi madre dice que eso significa que eres más listo que los demás. -Empezó a recoger las cosas-. Y hablando de mi madre, la he llamado para preguntarle esa duda que tenías. Sobre el nombre del apóstol que sustituyó a Judas. Se llamaba Matías. -Se echó a reír -. Si te encuentras con alguien que se llame así puedes estar seguro de que has encontrado a tu asesino.
Will se rio también.
– Pasaré un aviso a todas las unidades.
– La última vez que lo vieron vestía túnica y sandalias.
Will meneó la cabeza sin dejar de sonreír.
– No hagas bromas con eso. Es la mejor pista que me han dado hoy.
– ¿Anna no ha dicho nada?
– No he hablado con Faith desde… -Movió su mano herida-. Habría llamado si hubiera alguna novedad.
– No es como yo pensaba -le dijo Sara-. Anna. Sé que está feo decirlo, pero es muy desapasionada. Carece de emociones.
– Lo ha pasado muy mal.
– Entiendo lo que quieres decir, pero su insensibilidad va más allá de eso. -Sara meneó la cabeza-. Quizá sea mi ego. Los médicos no estamos acostumbrados a que nos traten como lacayos.
– ¿Qué te dijo?
– Cuando le llevé al niño, a Balthazar, no sé, fue muy raro. No esperaba recibir una medalla ni nada parecido, pero pensé que al menos me daría las gracias. En lugar de eso se limitó a decirme que podía marcharme.
Will se bajó la manga.
– Ninguna de esas mujeres es especialmente agradable.
– Faith dijo que podría tener algo que ver con la anorexia.
– Podría ser. No sé mucho sobre ese tema. ¿Los anoréxicos suelen ser gente horrible?
– No, claro que no. Cada uno es como es. Faith me preguntó lo mismo esta tarde. Le expliqué que hace falta ser muy tenaz para matarse de hambre de esa manera, pero eso no quiere decir que sean mala gente. -Sara se quedó pensando un momento-. Probablemente vuestro asesino no escogió a esas mujeres porque fueran anoréxicas, sino porque son mala gente.
– Si sabe que son malas será porque las conoce. Tendría que haber tenido contacto con ellas.
– ¿Habéis encontrado alguna otra conexión aparte de la anorexia?
– Ninguna de ellas está casada. Dos tienen hijos. Una odia a los niños y otra tal vez quisiera tener un hijo, o no. Una ejecutiva de banca, una abogada, una agente inmobiliaria y una diseñadora de interiores.
– ¿Qué clase de abogada?
– Mercantilista.
– ¿No se dedica a asuntos inmobiliarios?
Will dijo que no con la cabeza.
– La ejecutiva de banca no trabaja con hipotecas, tampoco. Llevaba las relaciones con la comunidad: recaudación de fondos, asegurarse de que el presidente del banco saliera fotografiado en los periódicos junto a un niño enfermo de cáncer, esa clase de cosas.
– ¿Y no pertenecen a un grupo de apoyo?
– Hay un chat, pero no podemos acceder sin la contraseña. -Se frotó los ojos con las manos-. Es como la pescadilla que se muerde la cola.
– Pareces cansado. Quizás una buena noche de sueño te ayude a resolverlo.
– Sí, debería irme ya. -Pero no lo hizo. Se quedó allí sentado, mirándola.
Sara tuvo la sensación de que la habitación se quedaba como insonorizada y la atmósfera estaba cargada de repente, casi le costaba respirar. En aquel momento era muy consciente de la presión que la alianza ejercía sobre su piel, y se percató de que su muslo rozaba el de Will.
Will fue el primero en romper el hechizo, volviéndose para coger la chaqueta del respaldo.
– Tengo que marcharme -le dijo, levantándose para ponerse la chaqueta-. He de buscar a una prostituta.
Sara estaba segura de haberle entendido mal.
– ¿Perdón?
Will se echó a reír.
– Una testigo, se llama Lola. Fue ella quien cuidó del bebé y nos dio el soplo sobre el apartamento de Anna. Llevo toda la tarde buscándola. Ahora que ya ha anochecido habrá salido de su guarida.
Sara se quedó en el sofá, pensando que probablemente era mejor mantener un poco las distancias para que Will no se hiciera una idea equivocada.
– Te envolveré un trozo de pizza.
– No te molestes, gracias. -Se acercó al otro sofá, cogió a Betty y se la acercó al pecho-. Gracias por la conversación. -Se quedó callado un momento-. Y en cuanto a lo que te he contado… Mejor nos olvidamos de ello, ¿vale?
Sara intentó buscar una respuesta que no fuera un chiste o, peor aún, una invitación.
– Claro. No te preocupes.
Will le sonrió de nuevo y se marchó.
Sara se recostó en el sofá y exhaló un hondo suspiro, preguntándose qué demonios acababa de ocurrir. Repasó la conversación que habían tenido, preguntándose si le había lanzado alguna señal a Will, algo que pudiera haber interpretado así. O a lo mejor no había pasado nada. A lo mejor estaba sacando demasiadas conclusiones por el modo en que la había mirado cuando estaban sentados en el sofá. Seguramente tampoco había ayudado mucho el hecho de que, poco antes de que llegara Will, Sara hubiera estado fantaseando con su marido. A pesar de todo volvió a repasar la escena una vez más, intentando averiguar qué era lo que había provocado ese momento de tensión, o si había existido realmente esa tensión.
Hasta que no recordó el momento en que le había metido la mano en el cuenco, para limpiarle las heridas de los nudillos, no se dio cuenta de que Will Trent ya no llevaba puesta su alianza.
Will se preguntaba cuántos hombres en el mundo estarían en ese mismo momento de caza con sus coches en busca de una prostituta. Probablemente cientos de miles, si no millones. Miró a Betty, pensando que seguramente él era el único que lo hacía con un chihuahua en el asiento del copiloto.
Al menos eso esperaba.
Will miró sus manos sobre el volante, las tiritas que cubrían sus heridas. Ya no recordaba la última vez que se había visto envuelto en una pelea de verdad. Debió de ser cuando aún estaba en el orfanato. Había allí un abusón que le hizo la vida imposible; Will tragó y tragó hasta que un día saltó y Tony Campano acabó con los dientes delanteros rotos, como una calabaza de Halloween.
Will flexionó los dedos. Sara había hecho lo que había podido con las tiritas, pero no había modo de impedir que se desprendieran. Intentó recordar las veces que había pasado por la consulta de un médico cuando era pequeño: tenía una cicatriz por cada visita, prácticamente, y las utilizaba para hacer memoria, recordando el nombre del padre de acogida o del responsable de la casa que había tenido la amabilidad de romperle algún hueso o quemarle o rajarle la piel.
Perdió la cuenta, o quizá no era capaz de mantener la concentración porque no podía dejar de pensar en el aspecto que tenía Sara cuando salió a abrirle la puerta. Sabía que tenía el cabello largo y normalmente lo llevaba recogido, pero en ese momento lo llevaba suelto en una cascada de sedosos rizos por debajo de los hombros. Se había puesto unos vaqueros y una blusa de manga larga que realzaban y permitían adivinar perfectamente lo que había debajo. Iba descalza, sus zapatos estaban tirados detrás de la puerta. Olía muy bien; no era el perfume, sino un olor limpio y cálido y maravilloso. Mientras le curaba la mano tuvo que hacer un gran esfuerzo por contenerse y no inclinarse a oler su cabello.
Will se acordó de un voyeur al que había detenido en el condado de Butts unos años antes. El hombre seguía a sus víctimas hasta el aparcamiento de un centro comercial y les ofrecía dinero a cambio de que le dejaran olerles el cabello. Will todavía recordaba cómo habían contado la historia en los informativos, el ayudante del sheriff visiblemente nervioso ante las cámaras. Lo único que el policía había acertado a explicarle al reportero fue: «Tiene un problema. Un problema con el cabello».
Will tenía un problema con Sara Linton.
Le rascó la barbilla a Betty mientras esperaba a que cambiara el semáforo. La chihuahua había hecho un buen trabajo integrándose con los perros de Sara, pero Will no era tan estúpido como para pensar que podía sacar partido de ello. No hacía falta que nadie le dijera que no era el tipo de hombre que interesaría a esa mujer. En primer lugar, vivía en un palacio; Will había remodelado su casa unos años antes, así que sabía perfectamente lo que costaban todas esas cosas tan bonitas que no podía permitirse. Solo los electrodomésticos de la cocina costaban alrededor de cincuenta mil dólares, el doble de lo que se había gastado él en reformar toda la casa.
En segundo lugar, era muy lista. No presumía de ello, pero era médica. No ingresabas en la facultad de medicina si eras un zote, en ese caso él también habría sido médico. Sara no tardaría en darse cuenta de que era un analfabeto, y por eso se alegraba de no tener que pasar más tiempo con ella.
Anna estaba mejorando. Pronto le darían el alta. El bebé también estaba perfectamente. No había ninguna razón para que Will tuviera que volver a ver a Sara Linton a menos que pasara por el Grady y diera la casualidad de que ella estuviera de turno aquel día.
Imaginó que aún le quedaba la esperanza de que le dispararan. Pensó que eso era exactamente lo que quería hacer Amanda esa tarde, cuando se lo llevó a la escalera, aunque se limitó a decirle: «Llevaba mucho tiempo esperando a que te creciera la barba». No era exactamente lo que uno esperaba oír de su superior después de haber golpeado a un hombre hasta dejarlo al borde de la inconsciencia. Todo el mundo excusaba su actuación, todo el mundo le cubría, y al parecer Will era el único que pensaba que lo que había hecho estaba mal.
El semáforo cambió, Will aceleró y se dirigió hacia una de las zonas más degradadas de la ciudad. Se estaba quedando sin ideas sobre dónde buscar a Lola, y eso le preocupaba, y no solo porque Amanda le hubiera dicho que no se molestara en volver si no daba con la prostituta. Lola tenía que conocer la existencia del niño. Y desde luego estaba al tanto de lo que estaba pasando con las drogas en el apartamento de Anna Lindsey. Puede que hubiera visto algo más, algo con lo que no estaba dispuesta a negociar porque podía poner en peligro su vida. O a lo mejor era una persona fría e insensible y le daba igual ver cómo el bebé se moría lentamente. Ya debía de haberse corrido la voz de que Will era un policía capaz de darle una paliza a un sospechoso. Quizá Lola le tuviera miedo. Qué demonios, hubo un momento en aquel pasillo en el que el propio Will tuvo miedo de sí mismo.
Se sintió aturdido cuando llegó al apartamento de Sara, como si ni siquiera tuviera un corazón latiendo dentro de su pecho. Se puso a pensar en todos los hombres que le habían enseñado los puños cuando era pequeño, en toda la violencia que había visto, en todo el dolor que había tenido que soportar. Y él era tan mala persona como ellos por haberle pegado una paliza al portero.
En parte le había contado el incidente a Sara Linton porque quería ver la decepción en sus ojos, saber con una sola mirada que jamás le daría el visto bueno. Pero lo que había obtenido había sido… comprensión. Sara reconoció que Will había cometido un error, pero no había dado por supuesto que eso pudiera definir su carácter. ¿Qué clase de persona hacía algo así? Nadie a quien Will hubiera conocido. No la clase de mujer que Will podía llegar a comprender.
Sara tenía razón en que resultaba más fácil hacer algo por segunda vez. Will lo veía continuamente en su trabajo: reincidentes que habían salido impunes una vez y decidían que merecía la pena volver a probar suerte. Quizá formaba parte de la naturaleza humana el intentar traspasar esos límites. Un tercio de los conductores detenidos por superar los límites de alcohol volvían a conducir borrachos. Más de la mitad de los delincuentes violentos que arrestaban habían pasado antes por la cárcel. Los violadores tenían una de las tasas de reincidencia más elevadas del sistema penitenciario.
Will había aprendido mucho tiempo atrás que lo único que podía controlar en cualquier situación era a sí mismo. No era una víctima, no era esclavo de su temperamento. Podía elegir ser buena persona. Eso era lo que le había dicho Sara. Y ella hacía que pareciera fácil.
Y entonces él había forzado ese momento incómodo, cuando estaban sentados en el sofá, mirándola fijamente como si fuera el asesino del hacha.
– Idiota -se frotó los ojos, deseando poder borrar así el recuerdo de ese momento. No tenía sentido pensar en Sara Linton. A fin de cuentas no conducía a ningún lado.
Will vio a un grupo de mujeres merodeando por la acera. Iban disfrazadas: de colegiala, de stripper, un transexual que se parecía mucho a la madre de Los problemas crecen. Will bajó la ventanilla y ellas intercambiaron miradas para ponerse de acuerdo sobre quién se acercaba. Conducía un Porsche 911 reconstruido pieza a pieza. Le había llevado casi una década restaurarlo, y las prostitutas tardaron una década en decidir a quién enviar.
Por fin se acercó una de las colegialas. Se asomó por la ventanilla, pero retrocedió de forma igualmente precipitada.
– Ah, no -le dijo-. Ni hablar. No pienso follarme a un perro.
Will sacó un billete de veinte dólares.
– Estoy buscando a Lola.
La prostituta torció el gesto y cogió el billete tan rápido que Will sintió que el papel le quemaba los dedos.
– Sí, esa zorra sí que se follará a tu perro. Está en la Dieciocho. Por la zona de la antigua oficina de correos.
– Gracias.
La chica volvió con su grupo.
Will subió la ventanilla y dio la vuelta. Vio a las chicas por el retrovisor. La colegiala le había dado los veinte dólares a su gorila, que a su vez se lo pasaría a su chulo. Will sabía por Angie que las chicas no solían quedarse con el dinero. Sus chulos se ocupaban de alojarlas, darles de comer, comprarles la ropa. Lo único que tenían que hacer ellas era jugarse la vida y la salud todas las noches tirándose a cualquiera que les ofreciera el dinero suficiente. Era la moderna esclavitud, lo cual resultaba irónico, teniendo en cuenta que la mayoría de los chulos, si no todos, eran negros.
Will giró por la calle Dieciocho y aminoró al toparse con un sedán aparcado bajo una farola. El conductor estaba al volante con la cabeza echada hacia atrás. Will esperó unos minutos y una cabeza se alzó desde el regazo del hombre. Se abrió la puerta y una mujer intentó bajarse del coche, pero el hombre la agarró del pelo.
– Mierda -murmuró Will, saliendo del coche de un brinco. Cerró la puerta con el control remoto, echó a correr hacia el coche y abrió la puerta.
– ¿Qué coño? -gritó el hombre, que aún tenía agarrada por los pelos a la mujer.
– Hola, cielo -dijo Lola, alargando su mano hacia Will. Él la agarró sin pensar y ella salió del coche, dejando su peluca en las manos del hombre. Este soltó un improperio, la arrojó a la calle y se apartó del bordillo a tal velocidad que la puerta del coche se cerró sola.
– Tenemos que hablar -dijo Will.
Ella se agachó para recoger su peluca, y a causa de la farola Will le vio hasta las amígdalas.
– Tengo un negocio que atender aquí.
– La próxima vez que necesites ayuda… -dijo Will.
– Fue Angie la que me ayudó, no tú. -Se colocó bien la falda-. ¿Es que no ves las noticias? La policía encontró en ese apartamento coca suficiente para enseñar a cantar al mundo entero. Soy una puta heroína.
– Balthazar se va a poner bien. Me refiero al bebé.
– ¿Baltha-qué? -preguntó frunciendo el ceño-. Dios, ese crío no tenía mucho futuro.
– Tú le cuidaste. Significaba algo para ti.
– Sí, bueno. -Lola se puso la peluca intentando que quedara derecha-. Tengo dos hijos, ¿sabes? Los tuve en el trullo. Tenía que pasar un tiempo con ellos antes de que el estado me los quitara.
Tenía los brazos muy flacos, y a Will le recordó a las chicas de los videos thinspo que había visto en el ordenador de Pauline. Esas chicas pasaban hambre porque querían estar delgadas; Lola porque no tenía dinero para comer.
– Así -dijo Will enderezándole la peluca.
– Gracias.
Echó a andar para reunirse con su grupo. Se veía la mezcla habitual de colegialas y golfas, pero eran mayores, más resabiadas. La calle acababa endureciéndolas. Dentro de nada, Lola y su pandilla estarían en la Veintiuno, una calle tan degradada que en el orden del día de la comisaría del distrito figuraba como algo rutinario el envío de ambulancias para recoger a las que morían durante la noche.
– Podría arrestarte por obstrucción a la justicia -la amenazó.
Lola siguió caminando.
– Pues tampoco me importaría volver a la cárcel. Hace mucho frío esta noche para andar por la calle.
– ¿Angie sabía lo del bebé? -Lola se detuvo-. Dímelo.
Muy despacio, la prostituta se dio la vuelta. Buscó los ojos de Will con la mirada, no tratando de encontrar la respuesta adecuada, sino intentando descubrir lo que Will quería oír.
– No.
– Mientes.
La expresión del rostro de Lola se mantuvo impasible.
– ¿De verdad se va a poner bien?
– Ahora está con su madre. Creo que sí.
Lola se puso a buscar algo dentro del bolso y sacó una cajetilla de tabaco y una caja de cerillas. Will esperó a que se encendiera el cigarrillo y le diera una calada.
– Estaba en una fiesta. Un tío que conozco me dijo que habían montado un tenderete en un ático de lujo y que el portero hacía la vista gorda; la gente entraba y salía como Pedro por su casa. Era un rollo para pijos, ya sabes, gente que necesita un sitio agradable para un par de horas donde nadie haga preguntas. Se monta una buena juerga, al día siguiente viene la chacha y lo limpia todo. Los que viven allí vuelven de Palm Beach o de donde sea y no se enteran de nada. -Se quitó un poco de tabaco de la lengua-. Pero esa vez la cosa no salió bien. Simkov, el portero, le tocó las pelotas a alguien del edificio. Le dijeron que en quince días le daban la patada y él empezó a dejar pasar a lo peor de lo peor.
– ¿Como tú? -Lola alzó la barbilla-. ¿Cuánto se llevaba el portero?
– Tienes que hablar de eso con los chicos. Yo me limito a ir y a follar.
– ¿Qué chicos?
Lola exhaló una larga bocanada de humo. Will esperó, sabía que no debía presionarla demasiado.
– ¿Conocías a la dueña del apartamento?
– Ni la he visto, ni la conozco, ni he oído hablar de ella.
– Así que llegas allí, Simkov te deja pasar. ¿Entonces qué?
– Al principio todo iba bien. Normalmente íbamos a alguno de los apartamentos de más abajo, pero ese día era el ático. Estaba lleno de gente guapa y había buen material: coca, algo de caballo. El crack apareció un par de días más tarde. Luego la meta. Y a partir de ahí fue todo cuesta abajo.
Will recordó el lamentable estado en el que se encontraba el apartamento.
– Debió de ser muy rápido.
– Sí, bueno. Los drogadictos no son gente muy comedida. -Se rio al recordarlo-. Hubo un par de broncas, y algunas putas se metieron por en medio. Luego llegaron los travelos y… -Lola se encogió de hombros, como diciendo «¿Qué esperabas?»
– ¿Y el niño?
– El niño estaba en su habitación cuando yo llegué. ¿Tienes hijos?
Will dijo que no con la cabeza.
– Chico listo. Angie no es lo que se dice muy maternal.
Will no se molestó en darle la razón, porque ambos sabían que era la pura verdad.
– ¿Qué hiciste cuando encontraste al bebé?
– El apartamento no era un lugar muy adecuado para él. Lo veía venir. Aquello empezaba a llenarse de gente muy poco recomendable. Simkov estaba dejando pasar a todo el mundo. Me llevé al niño al pasillo.
– Al cuarto de la basura.
Lola sonrió.
– En aquella fiesta nadie se molestaba en tirar las cosas al cubo.
– ¿Le diste de comer?
– Sí -dijo Lola-. Utilicé lo que había en los armarios de la cocina y le cambié el pañal. También lo hacía con mis niños, ¿sabes? Como te decía, te los dejan durante un tiempo antes de quitártelos. Aprendí a darles de comer y todo ese rollo. Cuidé muy bien de él.
– ¿Por qué lo dejaste allí? -le preguntó Will-. Te detuvieron en la calle.
– Mi chulo no sabía nada de aquel rollo… No estaba de servicio, solo me divertía un poco. Pero se enteró y me dijo que volviera al tajo, y eso fue lo que hice.
– ¿Y cómo volviste arriba a cuidar del bebé?
Ella agitó un puño arriba y abajo.
– Le hice una paja a Simkov y me dejó pasar.
– ¿Por qué no me dijiste que había un niño involucrado en todo eso cuando me llamaste la primera vez?
– Pensaba que podría seguir cuidando de él cuando saliera -admitió-. Estaba haciendo un buen trabajo, ¿no? Estaba haciendo algo bueno por él, le daba de comer y le cambiaba los pañales. Es un niño precioso. Tú le has visto, ¿eh? Sabes que es una monada.
Aquel precioso niño estaba deshidratado y al borde de la muerte cuando lo vio Will.
– ¿De qué conocías a Simkov?
Lola se encogió de hombros.
– Otik es un buen cliente, ¿entiendes? -Señaló hacia la calle-. Lo conocí aquí en la Milla de Oro.
– A mí no me parece lo que se dice un buen tipo.
– Me hizo un favor dejándome subir. Me saqué una buena pasta. Cuidé del niño. ¿Qué más quieres de mí?
– ¿Sabía Angie lo del crío?
Lola tosió desde lo más profundo del pecho. Cuando escupió en la acera Will notó que se le revolvía el estómago.
– Eso vas a tener que preguntárselo a ella.
Se echó el bolso al hombro y fue a reunirse con su grupo.
Will sacó su móvil mientras se dirigía hacia el coche. El aparato estaba en las últimas, pero aun así consiguió hacer la llamada.
– ¿Sí? -dijo Faith.
Will no quería hablar de lo que había sucedido esa tarde, así que no le dio ocasión de pronunciar palabra.
– Acabo de hablar con Lola. -Will le contó lo que le había dicho la prostituta-. Simkov la llamó para que se ganara unos pavos extra. Y de paso se quedó con un buen pellizco, seguro.
– Quizá podamos usar eso en su contra -respondió Faith-. Amanda quiere que hable mañana con Simkov. Veremos si su versión coincide con la de Lola.
– ¿Qué has podido averiguar de él?
– No mucho. Vive en el edificio, en el bajo. Se supone que tiene que estar en su puesto desde las ocho hasta las seis, pero últimamente han tenido algunos problemas con eso.
– Supongo que por eso le dijeron que tenía quince días para marcharse.
– No tiene antecedentes. Y su cuenta corriente está saneada, como no paga alquiler… -Faith hizo una pausa y Will la oyó pasar las páginas de su libreta-. Encontramos algo de porno en su apartamento, pero nada de pedofilia ni perversiones. Y su registro telefónico está limpio.
– Me pareció entender que dejaba pasar a cualquiera siempre y cuando soltara la pasta suficiente. ¿Te ha dado algo Anna Lindsey?
Faith le contó su infructuosa conversación con la mujer.
– No sé por qué no quiere hablar. Puede que esté asustada.
– O puede que piense que si lo aparta de su mente, si no habla de ello, desaparecerá.
– Supongo que eso funciona si uno tiene la madurez emocional de un niño de seis años. -Will prefirió no tomarse aquello como algo personal-. Revisamos el libro de visitas del edificio. Había un técnico del cable y un par de repartidores. He hablado con todos ellos, y con los que se encargan del mantenimiento del edificio. Lo están verificando. No tienen antecedentes y sus coartadas son muy sólidas.
Will se subió al coche.
– ¿Qué hay de los vecinos?
– Por lo visto nadie sabe nada, y esa gente es demasiado rica para rebajarse a hablar con la policía.
Will ya había tropezado antes con ese tipo de gente. No querían verse involucrados, ni tampoco que sus nombres figuraran en los archivos.
– ¿Alguno conocía a Anna?
– Lo mismo que con las demás: los que la conocían no la tenían en gran estima.
– ¿Y qué han dicho los de la científica?
– Los resultados deberían estar mañana por la mañana.
– ¿Y los ordenadores?
– Nada, y todavía no tenemos las órdenes para el banco, así que no hay acceso al móvil de Olivia Tanner, ni a su BlackBerry, ni a su ordenador del trabajo.
– Nuestro asesino es más listo que nosotros.
– Sí -admitió Faith-. Parece que volvemos a estar en un callejón sin salida.
Hicieron un alto en la conversación. Will buscó algo que decir, pero Faith le ganó por la mano.
– Amanda y yo interrogaremos al portero a las ocho de la mañana, luego tengo una cita a la que no puedo faltar. Es en Snellville.
Will no era capaz de imaginar para qué podía necesitar alguien ir a Snellville.
– Imagino que tardaré una hora, más o menos. Con un poco de suerte ya tendremos identificado a Jake Berman para entonces. También tenemos que hablar con Rick Sigler. Es más escurridizo que una anguila.
– Es blanco y tiene cuarenta y tantos.
– Amanda me dijo lo mismo. Envió a alguien a hablar con él esta mañana. Estaba en casa con su mujer.
– ¿Negó haber estado en la escena del crimen? -gruñó Will.
– Al parecer lo intentó. Ni siquiera reconoció que estaba con Jake Berman, lo cual me confirma que era un rollo de una noche. -Faith suspiró-. Amanda ha ordenado que sigan a Sigler, pero está limpio. No tiene ningún alias, ni múltiples direcciones, nació y se crio en Georgia. Tiene sus expedientes académicos desde el parvulario hasta el instituto en Conyers. No hay indicios de que haya estado alguna vez en Michigan, y por descontado nunca ha vivido allí.
– La única razón por la que seguimos atascados con esto del hermano es que Pauline McGhee le advirtió a su hijo de que tuviera cuidado con su tío.
– Es cierto, pero ¿qué otra pista tenemos? Si seguimos dándonos contra el muro se nos va a llenar la cabeza de chichones.
Will esperó unos segundos.
– ¿Qué clase de cita tienes mañana?
– Es un asunto personal.
– Vale.
Después de aquello ninguno de los dos tenía nada más que decir. ¿Por qué le resultaba tan fácil a Will sincerarse con Sara Linton pero apenas lograba mantener una conversación normal con todas las demás mujeres de su vida, y especialmente con su compañera?
– Te cuento lo mío si tú me cuentas lo tuyo -le propuso Faith.
Will se echó a reír.
– Creo que deberíamos empezar desde el principio. Con el caso, quiero decir.
– La mejor manera de averiguar si has pasado algo por alto es volver sobre tus pasos.
– Cuando vuelvas de tu cita iremos a hablar con los Coldfield, luego a ver a Rick Sigler al trabajo para poder hablar con él sin que su mujer esté presente, y después seguiremos con los demás testigos, con cualquiera que haya tenido algo que ver con esto, por remota que sea la relación. Compañeros de trabajo, personal de mantenimiento que haya visitado la casa, soporte técnico, cualquiera que haya podido tener contacto con ellas.
– No tenemos nada que perder -dijo Faith. Hubo otra pausa y de nuevo fue ella la primera en hablar-. ¿Estás bien?
Will acababa de llegar a su casa. Aparcó, deseando que cayera un rayo y lo matara: el coche de Angie estaba en el camino de entrada.
– ¿Will?
– Sí. Nos vemos por la mañana.
Colgó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Las luces del salón estaban encendidas, pero Angie no se había molestado en encender la del porche. Llevaba dinero encima, y además tenía las tarjetas. Tenía que haber algún sitio donde admitieran perros, o a lo mejor podía esconder a Betty bajo la chaqueta. La chihuahua se puso de pie en el asiento y se estiró. Se encendió la luz del porche.
Will murmuró entre dientes y cogió a la perra en brazos. Se bajó del coche, lo cerró y se dirigió a su casa. Abrió la puerta del jardín de atrás y dejó a Betty sobre el césped; luego se quedó delante de su propia casa sin saber muy bien qué hacer, hasta que decidió que aquello era una estupidez y se obligó a entrar.
Angie estaba acurrucada en el sofá. Llevaba el cabello suelto, como a él le gustaba, y un vestido negro muy ceñido que abrazaba cada una de sus curvas. Sara estaba preciosa, pero Angie estaba muy sexy. Llevaba un maquillaje de noche, con los labios rojo sangre. Se preguntó si se habría arreglado así para él. Probablemente. Angie siempre presentía cuándo Will se distanciaba de ella. Era como un tiburón, capaz de oler la sangre en el agua. Lo saludó igual que la prostituta.
– Hola, cielo.
– Hola.
Angie se levantó del sofá, estirándose como un gato mientras se acercaba a él.
– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó, colocando los brazos alrededor de su cuello. Will volvió la cabeza y ella se la giró otra vez y lo besó en los labios.
– No vuelvas a hacer eso -le dijo.
Angie volvió a besarle, no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Will se mantuvo tan impasible como pudo y Angie se rindió y retiró los brazos.
– ¿Qué te ha pasado en la mano?
– He pegado a un tipo.
Angie se echó a reír como si fuera una broma.
– ¿En serio?
– Sí -dijo Will, apoyando la mano en el respaldo del sofá. Una de las tiritas empezaba a desprenderse.
– Así que le has pegado a un tipo. -Ahora se lo tomaba en serio-. ¿Y hay testigos de eso?
– Ninguno que esté dispuesto a testificar en mi contra.
– Bien hecho, cielo. -Estaba justo detrás de él-. Seguro que Faith ha mojado las bragas. -Le pasó el dedo por el brazo, y se detuvo al llegar a la muñeca-. ¿Dónde está tu alianza? -le preguntó en un tono muy diferente.
– En mi bolsillo.
Will se la había quitado antes de subir a casa de Sara. En aquel momento había intentado engañarse pensando que lo hacía porque se le habían hinchado los dedos y el anillo empezaba a apretarle.
Angie metió la mano en el bolsillo de su pantalón. Will cerró los ojos, sintiendo que el día entero se le venía encima. Y no solo ese día, sino los últimos ocho meses. Angie era la única mujer con la que había estado, y su cuerpo la echaba tanto de menos que casi le dolía físicamente.
Los dedos de ella le acariciaron a través de la fina tela de los bolsillos. La reacción de Will fue inmediata, y cuando le susurró al oído se agarró con fuerza al respaldo del sofá para no caerse. Le mordió la oreja suavemente.
– ¿Me has echado de menos?
Will tragó saliva, incapaz de hablar mientras ella apretaba sus pechos contra su espalda. Echó la cabeza hacia atrás y Angie le besó el cuello, pero no era en ella en quien pensaba mientras lo acariciaba. Era en Sara, en sus largos y finos dedos curándole la mano mientras estaban sentados en el sofá. Recordó el olor de su pelo, porque se había permitido inclinarse brevemente para olerlo sin que ella se diera cuenta. Olía a bondad, a compasión, a dulzura. Olía a todo cuanto Will había deseado siempre, a todo lo que nunca tendría.
– Eh -Angie dejó de acariciarle-. ¿Adónde te has ido?
Haciendo un esfuerzo, Will se subió la cremallera de la bragueta. Apartó a Angie y se fue hacia el otro lado de la habitación.
– ¿Estás en esos días otra vez? -le preguntó Angie.
– ¿Sabías lo del bebé?
Angie se puso la mano en la cadera.
– ¿Qué bebé?
– Me da igual lo que respondas, pero quiero la verdad. Necesito saberla.
– ¿Vas a pegarme si no te lo digo?
– Voy a odiarte -replicó Will, y ambos sabían que lo que decía era cierto-. Ese bebé podríamos haber sido tú o yo. Qué coño, ese bebé era yo.
– ¿Mamá lo dejó en el cubo de la basura? -preguntó en tono brusco, a la defensiva.
– Era eso o ponerla a hacer la calle para comprar anfetamina.
Angie apretó los labios, pero no apartó la mirada.
– Touché -dijo por fin, porque eso era exactamente lo que había hecho Deirdre Polaski con su hija.
Will repitió la pregunta, lo único que le importaba ya.
– ¿Sabías que había un bebé en el ático?
– Lola lo estaba cuidando.
– ¿Qué?
– No es mala chica, se aseguraba de que estuviera bien. Si no la hubieran detenido…
– Espera un momento. -Usó las manos para detenerla-. ¿De verdad crees que esa puta estaba cuidando del niño?
– Ahora está bien, ¿no? He llamado un par de veces al Grady. El niño y su madre ya están juntos.
– ¿Que hiciste un par de llamadas? -Will no podía creer lo que oía-. Por Dios bendito, Angie, es un bebé de meses. Si llegamos a tardar un poco más lo habríamos encontrado muerto.
– Pero no lo hicisteis, no está muerto.
– Angie…
– La gente siempre cuida de los bebés, Will. ¿Quién cuida de la gente como Lola?
– ¿Te preocupas por una puta adicta al crack cuando hay un bebé en el cuarto de la basura muriéndose de inanición? -No le dio tiempo a contestar-. Se acabó. Se acabó todo.
– ¿Qué coño significa eso?
– Significa que he acabado contigo. Significa que la cuerda de este yoyó se ha roto.
– Que te den.
– Se acabó el baile. Se acabó el andar revoloteando a mi alrededor, se acabó el salir corriendo en mitad de la noche para volver un mes o un año más tarde como si fueras la única que puede lamerme las heridas.
– Dicho así suena tan romántico.
Will abrió la puerta principal.
– Quiero que te largues de mi casa y que salgas de mi vida.
Angie no se movió, así que Will se fue hacia ella y empezó a empujarla.
– ¿Qué estás haciendo? -Lo empujó, pero al ver que no cedía, lo abofeteó-. Quítame las manos de encima, cabrón.
Will la cogió en volandas por detrás y Angie cerró la puerta con el pie.
– Lárgate -le dijo Will, intentando agarrar el pomo sin soltarla a ella.
Angie había sido policía antes de que la ascendieran a detective, y sabía cómo defenderse. Le dio una patada en la corva y lo derribó. Will la agarró, la tiró al suelo y se pusieron a pelear como si fueran perros rabiosos.
– ¡Para! -gritó ella, sin dejar de darle patadas y de usar todo su cuerpo para hacerle daño.
Will rodó sobre su barriga y la aplastó contra el suelo de madera. Le agarró las manos con una sola de las suyas y las estrujó para que no pudiera seguir peleando. Sin pensarlo siquiera, alargó el brazo y le arrancó la ropa interior. Ella le clavó las uñas en la palma y Will deslizó sus dedos dentro de ella.
– Hijo de puta -murmuró, pero estaba tan húmeda que Will apenas sentía sus dedos al deslizarlos adentro y afuera. Dio con el punto exacto, y ella le insultó otra vez, apretando la cara contra el suelo. Ella nunca llegaba al orgasmo con él, formaba parte de su juego de poder. Siempre llevaba a Will hasta el límite, pero nunca permitía que él hiciera lo mismo con ella.
– Para -exigió Angie, pero no dejaba de mover las caderas, tensándose con cada movimiento.
Will se desabrochó los pantalones y se metió dentro de ella. Angie intentó cerrar las piernas, pero él la embistió con más fuerza, obligándola a abrirlas. Ella gimió y sintió una dulce descarga mientras él la penetraba más y más a fondo. Will la obligó a ponerse a cuatro patas y empezó a penetrarla tan deprisa como podía, mientras seguía estimulándola con los dedos para llevarla hasta el límite. Angie empezó a gemir, y emitió un gemido profundo, gutural, que él no había oído nunca. La embistió con todas sus fuerzas, sin preocuparse de si le dejaba marcas por todo el cuerpo, sin importarle si la rompía en dos. Cuando por fin Angie se corrió le apretó con tal fuerza que casi dolía estar dentro de ella. El orgasmo del propio Will fue tan salvaje que acabó derrumbado encima de ella, jadeando, con todo el cuerpo escocido.
Rodó sobre su espalda. Angie tenía el pelo enredado cubriéndole la cara. Se le había corrido el maquillaje y jadeaba igual que Will.
– Dios mío -murmuró Angie-. Oh, dios.
Alargó la mano para acariciarle la cara, pero Will la apartó de un manotazo.
Se quedaron tumbados en el suelo, jadeando, durante un buen rato. Will intentó sentir remordimientos, o ira, pero no sentía más que agotamiento. Estaba tan harto de aquello, tan harto de que Angie se pasara la vida sacándole de quicio. Volvió a pensar en lo que le había dicho Sara: «Aprende de tus errores».
En ese momento a Will le parecía que Angie Polaski era el error más grande que había cometido en toda su vida.
– Dios -Angie seguía jadeando. Rodó sobre un costado, y deslizó la mano bajo su camisa. Tenía las manos calientes y sudorosas-. Sea quien sea, dale las gracias de mi parte.
Will miraba fijamente al techo, no quería mirarla porque no se fiaba de sí mismo.
– Llevo follando contigo veintitrés años, cielo, y es la primera vez que me lo haces de esta manera. -Le acarició la costilla, en el punto donde tenía la cicatriz de una quemadura de cigarrillo-. ¿Cómo se llama?
Will continuó callado.
– Dime cómo se llama -le susurró Angie.
Will notó que le dolía la garganta al tragar saliva.
– No hay nadie.
Ella soltó una carcajada.
– ¿Enfermera o policía? -Se echó a reír otra vez-. ¿Una puta?
Will no dijo nada. Intentó apartar a Sara de su mente, no quería pensar en ella ahora porque sabía lo que venía a continuación. Se había anotado un punto, así que Angie tenía que anotarse diez.
Angie encontró un nervio sensible en su lastimada piel y Will se estremeció de dolor.
– ¿Es normal? -le preguntó.
«Normal.» En el orfanato empleaban esa palabra para referirse a la gente que no era como ellos: a los que tenían familia, una vida, padres que no les pegaban ni les obligaban a prostituirse ni les trataban como si fueran basura.
Angie siguió acariciando el contorno de la cicatriz con el dedo.
– ¿Conoce tu problema?
Intentó tragar saliva de nuevo. Le rascaba la garganta. Se encontraba mal.
– ¿Sabe que eres idiota?
Will se sentía atrapado bajo su dedo, el modo en que le acariciaba la cicatriz había derretido su carne. Justo cuando pensaba que no podía soportarlo más ella se detuvo, le acercó los labios a la oreja y deslizó los dedos por debajo de su manga. Llegó hasta el punto en que la hoja de afeitar había cortado carne.
– Recuerdo la sangre -le dijo-. Cómo te temblaba la mano, la hoja cortando tu piel. ¿Te acuerdas?
Will cerró los ojos, pero se le escaparon las lágrimas. Naturalmente que se acordaba. Si se concentraba mucho todavía podía sentir el filo de la navaja arañándole el hueso porque sabía que el corte tenía que ser profundo, lo suficientemente profundo como para cortar la vena, lo suficientemente profundo para hacerlo bien.
– ¿Recuerdas cómo te abracé? -le preguntó, y Will sintió sus brazos alrededor de su cuerpo, aunque ella no le estaba abrazando. El modo en que le arropó con su cuerpo, como si fuera una manta-. Había tanta sangre…
La sangre goteó por sus propios brazos, por sus piernas, por sus pies.
Le había abrazado tan fuerte que Will casi no podía respirar, y él la había querido tanto. Ella entendía por qué lo había hecho, por qué tenía que acabar con toda esa locura que le rodeaba. Cada cicatriz que tenía en el cuerpo, cada quemadura, cada corte; Angie los conocía tan bien como se conocía a sí misma. Todos los secretos de Will Angie los guardaba en lo más hondo de su ser. Se agarraba a ellos como a un clavo ardiendo.
Ella era su vida.
Will tragó saliva, pero tenía la boca seca.
– ¿Cuánto tiempo más?
Angie puso su mano sobre la barriga de Will. Sabía que volvía a tenerlo en sus manos, que solo tenía que chasquear los dedos.
– ¿Cuánto tiempo más, qué, cielo?
– Cuánto tiempo más tengo que seguir queriéndote.
Angie no respondió de inmediato, y Will estaba a punto de repetir la pregunta cuando ella dijo:
– ¿No es el título de una canción country?
Will se volvió para mirarla buscando en sus ojos algún indicio de la ternura que jamás había encontrado.
– Solo dime cuánto tiempo más, para que pueda ir tachando los días, para que pueda saber cuándo se va a acabar esto de una vez.
Angie le acarició la mejilla.
– ¿Cinco años? ¿Diez? -Se le cerraba la garganta, como si hubiera comido cristales-. Dímelo, Angie. ¿Cuándo voy a poder dejar de quererte?
Angie se inclinó y le susurró al oído:
– Nunca.
Se levantó del suelo, se colocó la falda y cogió sus zapatos y su ropa interior. Will se quedó allí tumbado mientras ella abría la puerta y se marchaba sin molestarse en mirar atrás. Sabía muy bien lo que dejaba, del mismo modo que siempre sabía lo que le esperaba.
Will no se levantó al oír sus pasos en el porche ni tampoco cuando arrancó el coche. No se levantó cuando oyó a Betty arañando la gatera, que Will había olvidado dejarle abierta. No se movió por nada. Se quedó tumbado en el suelo toda la noche, hasta que el sol que entraba por las ventanas le anunció que ya era hora de volver al trabajo.