CUARTO DÍA

Capítulo veinte

Pauline tenía hambre, pero podía soportarlo. Entendía los dolores que tenía en el estómago y en los intestinos, el modo en que los espasmos reverberaban por todo su vientre intentando absorber cualquier atisbo de nutriente. Conocía bien esos dolores, y podía soportarlos. Pero la sed era algo diferente. No había manera de eludirla. Nunca antes había pasado tanto tiempo sin beber agua. Estaba desesperada, deseando poder hacer algo. Incluso había hecho pis en el suelo y había intentado beberlo, pero solo le había dado más sed, así que acabó sentándose sobre sus tobillos, aullando como un lobo.

No podía más. No podía seguir en aquel lugar tan oscuro por mucho tiempo. No podía dejar que se apoderara de ella, que la envolviera de tal modo que lo único que quería entonces era hacerse una bola y llorar por Felix.

Felix. Él era la única razón para salir de allí, para luchar, para detener a los cabrones que la alejaban de su niño.

Se tumbó de lado, con los brazos pegados a las caderas, haciendo fuerza con los pies para elevar el tronco, estirando el cuello para poder enderezarse. Se mantuvo en esa posición, con los músculos en tensión, sudando, con la venda raspándole la piel, mientras se concentraba en el objetivo. Las cadenas que llevaba en las muñecas tintineaban al moverse y, sin pensarlo, echó la cabeza hacia atrás y la golpeó contra la pared.

Un intenso dolor bajó por su cuello. Vio estrellas -literalmente- flotando ante sus ojos. Cayó sobre su espalda jadeando, tratando de no hiperventilar, deseando no desmayarse.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó la otra mujer.

¿La muy zorra había estado tendida de espaldas como un cadáver las últimas doce horas, inmóvil, indiferente, y ahora se ponía a hacer preguntas?

– Cállate -le espetó Pauline.

No tenía tiempo para esa mierda. Rodó una vez más sobre el costado, poniendo su espalda en paralelo a la pared, moviéndose unos centímetros más. Contuvo la respiración, cerró los ojos con fuerza y volvió a golpear la cabeza contra la pared.

– ¡Joder! -gritó, le dolía tanto la cabeza que parecía que iba a estallar.

Volvió a tumbarse sobre la espalda. Tenía sangre en la frente, empezaba a gotear por debajo de la venda y se le estaba metiendo en los ojos. No podía parpadear, no podía limpiársela. Sentía como si tuviera una araña paseándose por sus párpados, filtrándose hasta sus globos oculares.

– No -dijo Pauline, y se encontró envuelta en una alucinación, con arañas caminando sobre su rostro, metiéndose dentro de su piel, poniendo huevos en sus ojos-. ¡No!

Se volvió a sentar rápidamente, y la cabeza le dio vueltas por el repentino movimiento. Estaba jadeando otra vez y colocó la cabeza entre las rodillas, tocando sus muslos con el pecho. Tenía que serenarse. No podía ceder a la sed. No podía dejar que la demencia se instalara de nuevo en su cerebro y le hiciera olvidar dónde estaba.

– ¿Qué estás haciendo? -le susurró la extraña, asustada.

– Déjame en paz.

– Te va a oír. Va a bajar.

– No -le espetó Pauline. Entonces, para demostrarlo, se puso a gritar-. ¡Baja aquí, hijo de puta! -Tenía la garganta tan irritada que el esfuerzo le hizo toser, pero continuó gritando-: ¡Estoy intentando escapar! ¡Ven a detenerme, cabrón, hijo de puta!

Se quedaron esperando. Pauline contaba los segundos. No se oyeron pisadas en la escalera. No se encendió ninguna luz. No se abrió ninguna puerta.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó la extraña-. ¿Cómo sabes lo que está haciendo?

– Está esperando a que una de las dos se desmorone -le dijo Pauline-. Y no voy a ser yo.

La mujer le hizo otra pregunta, pero Pauline la ignoró y se colocó otra vez junto a la pared. De nuevo intentó golpear su cabeza contra la pared, pero no pudo hacerlo. No podía hacerse daño deliberadamente otra vez. No en ese momento. Más tarde. Descansaría unos minutos y volvería a intentarlo.

Rodó sobre su espalda, llorando. No abrió la boca porque no quería que su compañera supiera que estaba llorando. Pero la otra mujer la oyó, y oyó que se deslizaba por encima de su propio pis. Aquel espectáculo se había terminado. Ya no se venderían más entradas.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó la desconocida.

– ¡No es asunto tuyo! -ladró Pauline. No quería hacer amigos. Quería salir de allí como fuera, y si para eso tenía que pasar por encima del cadáver de aquella mujer lo haría sin el menor reparo-. Cállate ya.

– Dime qué es lo que estás haciendo, a lo mejor puedo ayudarte.

– Tú no puedes ayudarme, ¿te enteras? -Pauline se retorció para volverse hacia la desconocida, pese a que estaban en medio de la más absoluta oscuridad-. Escúchame bien, zorra: solo una de las dos va a salir de aquí con vida y no vas a ser tú. ¿Me has entendido? La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que huela a cloaca cuando todo esto acabe, ¿vale?

La desconocida guardó silencio. Pauline se echó sobre su espalda, mirando hacia arriba en la oscuridad y tratando de acercarse a la pared de nuevo.

– Tú eres Delgada de Atlanta, ¿verdad? -le preguntó la mujer en un susurro.

A Pauline se le cerró la garganta como si le hubieran puesto una soga al cuello.

– ¿Qué?

– «La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que acabe oliendo a cloaca» -repitió la mujer-. Lo dices muy a menudo. -Pauline se mordió el labio-. Yo soy Mia-Tres.

«Mia», una forma coloquial de referirse a la bulimia. Pauline reconoció el nombre de usuario, pero siguió en sus trece.

– No sé de qué me hablas.

– ¿Enseñaste ese correo electrónico a la gente del trabajo?

Pauline abrió la boca para respirar un poco. Se puso a pensar en qué más cosas había dicho en aquel grupo Pro-Ana en Internet, todos aquellos pensamientos desesperados que de algún modo había acabado tecleando en su ordenador. Era casi como purgarse, solo que en lugar de vaciar el estómago se vaciaba tu cerebro. Contarle a alguien todos aquellos pensamientos horribles, saber que ellas también los tenían, hacía que fuese un poco más fácil levantarse por la mañana.

Y ahora la desconocida ya no era tal.

– ¿Les enseñaste el correo? -repitió Mia.

Pauline tragó saliva, aunque en su garganta no había más que polvo. No podía creerse que estuviera atada como un puto cerdo y aquella mujer quisiera hablar de trabajo. Eso ya no importaba. Nada importaba ya. El mensaje de correo pertenecía a otra vida, una vida en la que Pauline tenía un trabajo que no quería perder, una hipoteca, una letra del coche. Estaban esperando a que las violaran, las torturaran y las asesinaran, ¿y a esa mujer le preocupaba un puto correo electrónico?

– No llegué a llamar a Michael, mi hermano -dijo Mia-. Quizá me esté buscando.

– No te va a encontrar -le dijo Pauline-. No aquí.

– ¿Dónde estamos?

– No lo sé -dijo Pauline, y era verdad-. Cuando me desperté estaba en el maletero de un coche, encadenada. No estoy muy segura de cuánto tiempo estuve allí. El maletero se abrió, me puse a gritar y entonces me dio otra descarga. -Cerró los ojos-. Luego me desperté aquí.

– Yo estaba en el jardín trasero de mi casa -le contó Mia-. Oí un ruido. Pensé que a lo mejor era un gato… Cuando recobré el sentido estaba dentro de un maletero. No estoy segura de cuánto tiempo me tuvo allí. A mí me parecieron días. Intenté llevar la cuenta de las horas, pero…

Se quedó callada un rato, y Pauline no supo cómo interpretar ese silencio. Por fin Mia se decidió a hablar.

– ¿Crees que fue así como nos encontró, a través del chat?

– Seguramente -mintió Pauline.

Pauline sabía cómo las había encontrado, y no había sido en aquel maldito chat. Había sido ella quien las había llevado hasta allí; había sido su enorme bocaza la que las había metido en aquel lío. No iba a contarle a Mia lo que sabía: solo serviría para que le hiciera más preguntas, y con las preguntas vendrían las acusaciones que Pauline sabía que no podría soportar.

No en ese momento. No cuando sentía que su cerebro estaba relleno de algodón, y la sangre que se le metía en los ojos era como las patas peludas de un millón de arañas.

Pauline respiró hondo, intentando no caer presa del pánico. Pensó en Felix y en cómo olía cuando lo bañaba con ese jabón que compró en Colony Square durante su pausa para comer.

– Todavía está en la caja, ¿verdad? -le dijo Mia- Encontrarán el mensaje en la caja y sabrán que le dijiste al tapicero que midiera el ascensor.

– ¿Y qué coño importa eso ahora? ¿Es que no te das cuenta de dónde estamos, de lo que nos va a pasar? ¿Qué más da si encuentran el correo o no lo encuentran? Pues menudo consuelo. «Está muerta, pero tenía razón desde el principio.»

– Ya es más de lo que conseguiste en vida.

Compartieron un momento de mutua conmiseración. Pauline intentó recordar lo poco que sabía de Mia. La mujer no publicaba mucho en el chat, pero cuando lo hacía solía ser muy certera. Como a Pauline y a unas cuantas usuarias más, a Mia no le gustaban los lloriqueos, no tragaba con toda esa mierda.

– No pueden matarnos de hambre -dijo Mia-. Yo puedo aguantar hasta diecinueve días sin comer.

Pauline estaba impresionada.

– Yo más o menos igual -mintió. Su récord estaba en doce, y había acabado ingresada en el hospital, donde la habían cebado como si fuera un pavo de Acción de Gracias.

– El problema es el agua -continuó Mia.

– Sí. ¿Cuánto tiempo puedes…?

– Nunca he intentado prescindir del agua -le interrumpió Mia, terminando la frase por ella-. No tiene calorías.

– Cuatro días -le dijo Pauline-. En alguna parte leí que solo se puede sobrevivir unos cuatro días sin agua.

– Podremos aguantar más.

No era un alarde de optimismo: si Mia era capaz de aguantar diecinueve días sin comer, seguro que aguantaría sin agua más que Pauline.

Ese era el problema. Podía sobrevivir a Pauline. Ninguna había sobrevivido a Pauline hasta ahora.

Mia formuló la pregunta más obvia.

– ¿Por qué no nos ha violado?

Pauline apretó la cabeza contra el frío suelo de cemento, intentando evitar que el pánico se apoderara de ella. Que las violara no era el problema. Era todo lo demás: los juegos, el escarnio, las trampas… las bolsas de basura.

– Quiere que nos debilitemos -dijo Mia-. Quiere asegurarse de que no podamos defendernos.

Las cadenas de Mia tintineaban cada vez que se movía. Su voz sonaba más cercana ahora, y Pauline imaginó que se habría puesto de costado.

– ¿Qué estabas haciendo? Me refiero a lo de antes. ¿Por qué golpeabas la cabeza contra la pared?

– Si puedo abrir un boquete en la pared, quizá pueda escapar. Según la normativa vigente, las vigas deben estar separadas por una distancia mínima de cuarenta centímetros.

– ¿Tienes unas caderas de cuarenta centímetros? -preguntó Mia, sobrecogida.

– No, subnormal. Pero me puedo poner de lado.

Mia se rio de su propia tontería, pero entonces señaló algo que hizo que Pauline se sintiera todavía más estúpida.

– ¿Y por qué no usas los pies?

Las dos se quedaron calladas, pero Pauline empezó a notar una sensación extraña. Sintió un espasmo en la barriga y se oyó a sí misma estallar en carcajadas con una risa sincera, espontánea, mientras pensaba en lo idiota que había sido.

– Oh, Dios -suspiró Mia. También ella se reía-. Mira que eres idiota.

Pauline se retorció, intentando girar sobre su hombro. Juntó los pies para que las cadenas no se le enredaran y golpeó la pared con los pies. El pladur se rompió al primer intento.

– Subnormal -dijo, esta vez refiriéndose a sí misma.

Se deslizó para ponerse de frente al hueco y retiró los trozos de yeso con la boca. El polvo era venenoso, pero no le importaba. Prefería morir con la cabeza asomando unos centímetros por fuera de aquella habitación que atrapada allí mientras esperaba a que aquel cabronazo viniera a por ella.

– ¿Lo has conseguido? -preguntó Mia- ¿Lo has roto?

– Cállate -le dijo Pauline mordiendo el aislante.

Había insonorizado las paredes. Era de esperar; tampoco suponía mayor problema. Lo agarró con los dientes y fue retirando el aislante trozo a trozo, loca por sentir el aire fresco en su cara.

– ¡Joder! -gritó Pauline.

Se arrastró hacia la pared, de modo que su cintura quedara a la altura del hueco. Alargó el brazo y estiró los dedos, que apenas llegaban un poco más allá del pladur roto. Arrancó el aislante y sus dedos palparon algo que parecía una pantalla. Arqueó la espalda, estirando las manos todo lo que pudo. Sus dedos tropezaron con una malla de alambre.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué es?

– Una malla de alambre.

La había puesto en las paredes para que no pudieran escapar.

Pauline volvió a colocarse perpendicular a la pared y golpeó la malla con los pies. Las suelas de sus pies toparon con algo macizo. En lugar de ceder la pantalla la hizo rebotar y deslizarse varios centímetros por el suelo de la habitación. Volvió a acercarse para intentarlo de nuevo, rodando sobre su tripa y apoyando las sudorosas palmas contra el cemento. Pauline encogió las piernas y, con todas sus fuerzas, le sacudió otra patada. De nuevo sus pies rebotaron y salió despedida.

– Oh, Dios -jadeó, dejándose caer sobre su espalda. Empezó a llorar otra vez y las diminutas patas de araña volvieron a nublarle los ojos-. ¿Qué voy a hacer ahora?

– ¿Llegas con las manos?

– No -sollozó Pauline.

Sus esperanzas empezaban a desvanecerse. Sus manos estaban atadas con fuerza al cinturón y la malla de alambre estaba justo detrás del pladur. No había manera de que pudiera alcanzarla con las manos.

El cuerpo de Pauline empezó a convulsionarse por el llanto. Llevaba años sin verle, pero él no había olvidado cómo funcionaba su cabeza. El sótano era su campo de pruebas, una cárcel cuidadosamente preparada para doblegarlas matándolas de hambre. Pero eso no era lo peor. Debía de haber una cueva en alguna parte, un lugar oscuro que habría excavado en la tierra con sumo esmero. El sótano serviría para doblegarlas, en la cueva las destruiría. El muy hijo de puta lo tenía todo muy bien pensado.

Otra vez.

Mia había conseguido arrastrarse hasta ella. Su voz sonaba muy cerca, casi encima de Pauline.

– Cállate. Utilizaremos la boca.

– ¿Qué?

– Es alambre, ¿no? Una malla de alambre.

– Sí, pero…

– Si lo doblas hacia adelante y hacia atrás, se rompe.

Pauline meneó la cabeza. Aquello era una locura.

– Solo tenemos que romper un trozo -dijo Mia, como si fuera una simple cuestión de lógica-. Muérdelo con los dientes y tira hacia adelante y hacia atrás. Tarde o temprano se romperá, y entonces podremos abrirlo a patadas. O a mordiscos.

– No podemos…

– No me digas que no podemos, zorra de mierda. -Mia tenía los pies encadenados, pero se las arregló para sacudirle una patada en la espinilla.

– ¡Ah!

– Empieza a contar -le ordenó Mia arrastrándose hacia el agujero-. Cuando llegues a doscientos, será tu turno.

Pauline no iba a hacerlo porque no pensaba dejar que aquella zorra le dijera lo que tenía que hacer. Entonces oyó un ruido -un ruido de dientes mordiendo el metal, retorciéndolo, royéndolo. Doscientos segundos. Se iban a desgarrar la piel. Se iban a destrozar las encías. Ni siquiera tenían garantizado que funcionara.

Pauline se dio la vuelta y se sentó sobre sus talones.

Empezó a contar.

Capítulo veintiuno

Faith nunca había sido madrugadora, pero había cogido la costumbre de entrar a trabajar pronto cuando Jeremy era pequeño. Daba igual que no fueras madrugadora cuando tenías un crío hambriento que alimentar, vestir, inspeccionar y dejar en la parada del autobús a las 7:13 como muy tarde. De no ser por Jeremy habría sido una noctámbula de las que se acuestan pasada la medianoche, pero solía acostarse a eso de las diez incluso cuando Jeremy ya era un adolescente con horarios mucho más flexibles.

Will también tenía sus razones para entrar pronto a trabajar. Faith vio su Porsche aparcado en el sitio habitual cuando entró con el Mini en el edificio este de la alcaldía. Aparcó y se quedó allí sentada intentando colocar el asiento de manera que pudiera llegar al mismo tiempo al volante y a los pedales sin tener que incrustarse el primero en el pecho y estirarse para llegar a los segundos. Al cabo de un buen rato encontró por fin la distancia justa y se le pasó por la cabeza hacer que bloquearan el asiento para que no pudiera moverse. Si Will quería conducir su coche tendría que hacerlo con las rodillas pegadas a las orejas.

Golpearon en la ventanilla del Mini con los nudillos y Faith levantó la vista, sobresaltada. Era Sam Lawson, que traía un café en la mano.

Faith abrió la puerta del coche y se bajó con dificultad; tenía la sensación de haber engordado diez kilos en una noche. Esa mañana le había costado lo indecible encontrar algo que ponerse. Su cuerpo retenía líquido suficiente como para llenar un tanque del acuario municipal. Por suerte, su cuelgue con Sam Lawson había sido un virus de veinticuatro horas. No le apetecía tener una conversación con él en aquel momento, más que nada porque necesitaba concentrarse en el caso que tenía entre manos.

– Hola, nena -dijo Sam, mirándola de arriba a abajo con mirada golosa.

Faith cogió el bolso del asiento de atrás.

– Vaya, cuánto tiempo.

Sam se encogió de hombros dándole a entender que no era más que una víctima de las circunstancias.

– Toma -le dijo, ofreciéndole el café-. Es descafeinado.

Faith había intentado tomarse un café esa mañana. Nada más olerlo había tenido que salir disparada hacia el baño.

– Lo siento -dijo. Faith ignoró el café y se apartó de Sam para que no le volvieran las náuseas.

Sam tiró el vaso en una papelera y salió detrás de ella.

– ¿Náuseas matutinas?

Faith echó un vistazo alrededor, pues temía que alguien les oyera.

– No se lo he dicho a nadie más que a mi jefa.

Intentó recordar cuándo se suponía que debías decírselo a la gente. Había que esperar unas semanas para asegurarse de que el embrión había prendido. Faith debía de estar acercándose ya a ese momento. Dentro de poco empezaría a contarlo. ¿Debería reunirlos a todos, invitar a cenar a su madre y a Jeremy y llamar a su hermano con el manos libres, o había algún modo de enviarles un correo anónimo a todos y largarse al Caribe unas semanas para eludir el chaparrón?

Sam chasqueó los dedos delante de su cara.

– ¿Hay alguien ahí?

– Apenas. -Faith llegó a la puerta al mismo tiempo que él y dejó que la abriera y le cediera el paso-. Tengo muchas cosas en la cabeza.

– En cuanto a lo de anoche…

– En realidad fue hace dos noches.

Sam sonrió abiertamente.

– Sí, pero no me paré a pensarlo hasta anoche.

Faith suspiró y apretó el botón del ascensor.

– Ven aquí -dijo, empujándola hacia el hueco que había enfrente del ascensor. Había una máquina expendedora con tres hileras de bollitos, cosa que Faith sabía sin necesidad de mirar.

Sam le colocó el pelo detrás de la oreja y Faith se lo volvió a soltar. No estaba de humor para carantoñas a esa hora de la mañana. Sin pensarlo, miró para asegurarse de que ninguna cámara de seguridad los estaba grabando.

– La otra noche me porté como un idiota. Lo siento.

Faith oyó las puertas del ascensor que se abrían y se volvían a cerrar.

– No pasa nada.

– Sí, sí pasa.

Sam se inclinó para besarla, pero ella lo rechazó.

– Sam, estoy de servicio. -No añadió lo que estaba pensando, que era que estaba en mitad de un caso en el que había muerto ya una mujer, otra había sido torturada y dos más continuaban desaparecidas-. No es el momento.

– Nunca es el momento -dijo Sam, algo que le había dicho muchas veces cuando salían juntos-. Quiero volver a intentarlo contigo.

– ¿Y qué pasa con Gretchen?

Sam se encogió de hombros.

– Me gusta jugar sobre seguro.

Faith dejó escapar un quejido y le empujó. Volvió al ascensor y pulsó de nuevo el botón. Sam no se iba, así que le dijo:

– Estoy embarazada.

– Lo recuerdo.

– No quiero romperte el corazón, pero el niño no es tuyo.

– No me importa.

Faith se volvió para mirarle de frente.

– ¿Intentas exorcizar a los fantasmas porque tu mujer abortó?

– Lo que intento es volver a formar parte de tu vida, Faith. Y sé que para eso debo aceptar tus condiciones.

Faith rechazó el ambiguo cumplido.

– Creo recordar que uno de los problemas que había entre tú y yo, además del hecho de que eres un borracho, de que yo soy policía y de que mi madre cree que eres el Anticristo, era que no te gustaba nada que yo tuviera un hijo.

– Estaba celoso de la atención que le prestabas.

En su momento ella le había acusado de eso mismo. Oírle admitirlo ahora la dejó sin habla.

– He crecido -le dijo Sam.

El ascensor se abrió. Faith se aseguró de que iba vacío y sujetó la puerta con la mano.

– Ahora mismo no puedo hablar contigo. Tengo mucho trabajo. -Entró en el ascensor y soltó la puerta.

– Jake Berman vive en el condado de Coweta.

Faith casi pierde la mano al intentar evitar que se cerraran las puertas.

– ¿Qué?

Sam sacó su cuaderno del bolsillo y anotó algo mientras hablaba.

– Le he localizado a través de su parroquia. Es diácono y catequista. Tienen una estupenda página web en la que figura su foto. Corderitos y arcoiris. Evangélico.

El cerebro de Faith no podía procesar la información.

– ¿Por qué te pusiste a buscarlo?

– Quería ver si podía ganarte por la mano.

A Faith no le gustaba nada hacia adónde iba aquello. Intentó neutralizar la situación.

– Mira, Sam, no sabemos si es uno de los malos.

– Supongo que nunca has estado en el lavabo de caballeros del centro comercial Georgia.

– Sam…

– No he hablado con él -la interrumpió-. Solo quería ver si podía localizar a alguien a quien nadie había sido capaz de localizar. Estoy harto de que los de Rockdale me toquen las pelotas. Prefiero que lo hagas tú.

Faith pasó por alto el comentario.

– Déjame esta mañana para que hable con él.

– Ya te lo he dicho, no ando buscando una historia -sonrió, mostrándole todos sus dientes-. Era solo un acto de fe, por algo te llamas así.

Faith le miró con los ojos entornados.

– Quería comprobar si podía hacer tu trabajo. -Arrancó la hoja y se la entregó-. Ha sido facilísimo.

Faith cogió la dirección antes de que cambiara de opinión. Él le sostuvo la mirada mientras las puertas se cerraban y se quedó mirando su propio reflejo en las puertas. Ya estaba sudando, aunque imaginó que podía pasar por un sofoco de embarazada. Su cabello comenzaba a encresparse porque, pese a que solo estaban en abril, la temperatura había subido mucho.

Leyó la dirección que le había dado Sam. Estaba dentro de un corazón, lo que le pareció al mismo tiempo adorable y de mal gusto. No terminaba de creer que no estuviera buscando una historia sobre Jake Berman. Quizás el Atlanta Beacon estaba trabajando en alguna exclusiva deprimente, y pensaba sacar del armario a hombres devotos con una doble vida gay que por el camino se encontraban con mujeres violadas y torturadas en mitad de la carretera.

¿Podía ser Jake Berman el hermano de Pauline? Ahora que tenía su dirección, Faith no estaba tan segura. ¿Qué posibilidades había de que Jake Berman hubiera ligado con Rick Sigler y estuvieran los dos en la carretera justo en el mismo momento en que los Coldfield atropellaban a Anna?

Las puertas se abrieron y Faith salió del ascensor. Las luces del pasillo estaban apagadas, y pulsó los interruptores según se dirigía al despacho de Will. No se veía luz por debajo de la puerta, pero llamó de todos modos, pues había visto su coche y sabía que estaba en el edificio.

– ¿Sí?

Faith abrió la puerta. Will estaba sentado detrás de su escritorio con las manos entrelazadas sobre su barriga. Tenía las luces apagadas.

– ¿Va todo bien? -le preguntó.

Will no respondió a la pregunta.

– ¿Qué tal?

Faith cerró la puerta y abrió la silla plegable. Vio el dorso de la mano de Will y percibió algunos arañazos nuevos, aparte de los que tenía después de pelearse con Simkov. No dijo nada sobre el particular y fue directa al caso.

– Tengo la dirección de Jake Berman. Está en Coweta. Eso está a unos cuarenta y cinco minutos de aquí, ¿no?

– Si no hay mucho tráfico -dijo extendiendo la mano para coger la dirección.

Faith se la leyó en alto.

– Calle Lester, 935.

Will aún tenía la mano extendida. Por alguna razón, Faith no pudo hacer otra cosa que mirar sus dedos.

– No soy un puto imbécil, Faith -le espetó Will-. Puedo leer una dirección.

Su tono era lo suficientemente hostil como para que a Faith se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Will no solía decir tacos y era la primera vez que le oía decir «puto».

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

– No me pasa nada. Solo quiero ver la dirección. Yo no puedo ir a la entrevista con Simkov. Iré a buscar a Berman y nos veremos aquí cuando vuelvas de tu cita. -Agitó la mano-. Dame la dirección de una vez.

Faith se cruzó de brazos. Sería capaz de morirse antes de darle el papel.

– No sé qué coño te pasa, pero será mejor que te saques la cabeza del culo antes de que tengamos un problema de verdad.

– Faith, solo tengo dos testículos. Si quieres uno tendrás que hablar con Amanda o con Angie.

Angie. Con solo pronunciar esa palabra, desapareció su mal humor. Faith se recostó en la silla, con los brazos cruzados, y le miró fijamente. Will miró por la ventana, y ella pudo percibir la fina cicatriz que recorría su mandíbula. Quería saber cómo se la había hecho, cómo le habían desgarrado la piel de la mandíbula, pero como todo lo demás era algo de lo que nunca hablaban.

Dejó el papel sobre el escritorio y lo deslizó hacia él.

– Tiene un corazón alrededor -dijo Will después de echarle una ojeada.

– Ha sido Sam.

Will dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.

– ¿Estás saliendo con él?

A Faith no le apetecía decir que era solo sexo, así que se limitó a encogerse de hombros.

– Es complicado.

Will asintió, que era lo que solían hacer cuando se trataba de un asunto personal del que no querían hablar.

Faith estaba harta de aquello. ¿Qué iba a pasar dentro de un mes, cuando el embarazo se empezara a notar? ¿Qué pasaría dentro de un año si se desmayaba estando de servicio porque había calculado mal la dosis de insulina? Le resultaba fácil imaginarse a Will inventando excusas para explicar el aumento de peso o simplemente ayudándola a levantarse y diciéndole que tuviera cuidado de dónde ponía el pie. Se le daba muy bien fingir que la casa no estaba en llamas incluso si echaba a correr para buscar agua y apagar el fuego.

Levantó las manos en señal de rendición.

– Estoy embarazada.

Will alzó las cejas, estupefacto.

– Víctor es el padre. Además soy diabética. Por eso me desmayé en el garaje. -Will parecía demasiado sorprendido para hablar-. Debería habértelo dicho antes. Esa es la razón de mi cita secreta en Snellville. Voy al médico a ver si me puede ayudar a mantener esto de la diabetes bajo control.

– ¿Tu médico no será Sara?

– Me ha derivado a una especialista.

– Si te va a ver un especialista, debe de ser grave.

– Es un reto. La diabetes me pone las cosas un poco más difíciles, pero se puede controlar. -Tuvo que añadir-: Al menos, eso dice Sara.

– ¿Quieres que vaya a esa cita contigo?

Faith se imaginó a Will sentado en la sala de espera de Delia Wallace con su bolso en el regazo.

– No, gracias. Necesito hacerlo yo sola.

– ¿Víctor sabe…?

– No lo sabe. No lo sabe nadie más que Amanda y tú. Y a ella solo se lo dije porque me pilló inyectándome la insulina.

– ¿Tienes que inyectártela tú?

– Sí.

Faith casi podía leerle el pensamiento, las preguntas que quería hacerle pero no sabía cómo plantearle.

– Si quieres cambiar de compañero… -le dijo Faith.

– ¿Y por qué voy a querer cambiar?

– Porque es un problema, Will. No sé cuán grande, pero mis niveles de azúcar suben y bajan, y tengo cambios de humor, y lo mismo siento ganas de arrancarte la cabeza de cuajo que me da por llorar, y no sé cómo voy a hacer mi trabajo con esta historia.

– Encontrarás un modo -dijo él, tan razonable como de costumbre-. Yo lo he hecho. He encontrado el modo de sobrellevar mi problema.

Tenía una capacidad de adaptación sorprendente. Cuando sucedía algo malo, por muy horrible que fuera, Will asentía y seguía adelante. Faith imaginaba que debía de haberlo aprendido en el orfanato. O quizá se lo había inculcado Angie Polaski. Como estrategia de supervivencia era encomiable, pero como base de una relación, era de lo más irritante. Y no había absolutamente nada que Faith pudiera hacer al respecto.

Will se enderezó y, como siempre, recurrió al humor para relajar tensiones.

– Si me das a elegir, prefiero que me arranques la cabeza de cuajo a que te pongas a llorar.

– Lo mismo te digo.

– Te debo una disculpa -dijo poniéndose serio de repente-. Por lo que le hice a Simkov. Nunca le había dado una paliza a nadie. En mi vida. -La miró fijamente a los ojos-. Te prometo que jamás volverá a suceder.

– Gracias -fue todo cuanto acertó a decir Faith. Naturalmente, no le gustaba lo que había hecho Will, pero resultaba difícil recriminarle nada cuando era obvio que se estaba castigando muy bien él solito.

Ahora le tocaba a ella quitar hierro al asunto.

– Vamos a dejar lo de poli bueno y poli malo una temporada.

– Si a nosotros nos va mucho mejor lo de poli tonto y poli borde. -Will metió la mano en el bolsillo del chaleco y le devolvió el papel con la dirección de Jake Berman-. Deberíamos llamar a la policía de Coweta para que vayan a echarle un ojo a Berman y se aseguren de que es el tío que buscamos.

Las ruedas del cerebro de Faith tardaron un poco en cambiar el sentido del giro. Miró la caligrafía de Sam y el estúpido corazón que había dibujado alrededor de la dirección.

– No sé por qué Sam piensa que puede localizar a este tío en cinco minutos cuando tenemos a toda la división de procesamiento de datos trabajando en ello desde hace dos días sin ningún resultado.

Faith sacó su móvil. No quería molestarse en seguir los canales establecidos, así que llamó a Caroline, la secretaria de Amanda. La mujer prácticamente vivía en el edificio, y cogió el teléfono a la primera. Faith le dio la dirección de Berman y le pidió que llamara al agente del condado de Coweta para que verificara que se trataba del mismo Jake Berman que estaban buscando.

– ¿Quieres que te lo traiga aquí? -le preguntó Caroline.

Faith se quedó pensándolo un momento, pero no quería tomar esa decisión ella sola.

– ¿Quieres que nos traigan a Berman? -le preguntó.

Will se encogió de hombros y contestó:

– ¿Queremos ponerle sobre aviso?

– Que un policía llame a su puerta le pondrá sobre aviso de todos modos.

Will volvió a encogerse de hombros.

– Dile que intente verificar su identidad pero manteniendo las distancias. Si es él, iremos nosotros a detenerle. Dale al agente mi número de móvil. Nos acercaremos cuando acabes de hablar con Simkov.

Faith le transmitió el mensaje a Caroline. Colgó el teléfono y Will giró hacia ella el monitor de su ordenador, diciéndole:

– He recibido este correo de Amanda.

Faith se acercó el teclado y el ratón. Cambió los colores para que sus retinas no se destruyeran por combustión espontánea y abrió el correo. Fue resumiendo a medida que leía:

– Los informáticos no han podido crackear ninguno de los dos ordenadores. Dicen que es imposible acceder sin la contraseña al chat pro-anorexia; por lo visto la encriptación es bastante sofisticada. Las órdenes para el banco donde trabaja Olivia deberían estar listas esta tarde a primera hora para que podamos revisar sus archivos y su registro de llamadas. -Utilizó el scroll para seguir leyendo-. Hummm. -Lo leyó en silencio y luego se lo explicó a Will-. Vale, bueno, esto es algo que podríamos utilizar contra el portero. Había una huella parcial en el asidero de la puerta de la salida de emergencias del ático, de un pulgar derecho.

Will sabía que Faith se había pasado la mayor parte de la tarde anterior peinando el edificio de Anna Lindsey.

– ¿Cómo se accede a las escaleras?

– Desde el vestíbulo y desde el ático -dijo Faith mientras leía el siguiente párrafo-. En la escalera de incendios que baja por la pared del edificio había otra huella que coincide con la de la puerta. La han enviado a la policía de Michigan para que la comparen con sus bases de datos. Si el hermano de Pauline está fichado, saltará. Y si conseguimos un nombre, ya tenemos la mitad del camino hecho.

– Deberíamos comprobar los tickets de aparcamiento de la zona. En Buckhead no se puede aparcar en cualquier parte. Enseguida te ponen una multa.

– Buena idea -dijo Faith, abriendo su correo para enviar una petición-. Pediré también los tickets de aparcamiento alrededor de las zonas en las que desaparecieron todas las víctimas.

– Al Hijo de Sam lo cogieron gracias a un ticket de aparcamiento.

Faith se puso a teclear.

– Tienes que dejar de ver tanta televisión.

– No tengo mucho más que hacer por las noches.

Faith le miró las manos, los arañazos nuevos.

– ¿Cómo sacó a Anna Lindsey del edificio? -preguntó Will-. No puede habérsela echado al hombro y haber bajado con ella por la escalera de incendios.

Faith envió el correo antes de contestar.

– La puerta de emergencia está conectada a la alarma. Habría saltado si alguien la hubiera abierto. Quizá la bajó por el ascensor y atravesó el vestíbulo con ella.

– Podrías preguntárselo a Simkov.

– El portero no está en su puesto las veinticuatro horas del día -le recordó Faith-. El asesino podría haber esperado a que Simkov se fuera, y entonces usar el ascensor para bajarla. Se supone que Simkov debería echar un ojo al portal mientras no está de servicio, pero no se esmeraba mucho en su trabajo.

– ¿No había otro portero para darle el relevo?

– Llevan seis meses intentando encontrar a alguien. Por lo visto es difícil hallar quien quiera pasarse ocho horas sentado detrás de un mostrador; razón por la cual le han aguantado tantas cosas a Simkov. Él no tenía problema en doblar el turno cuando era necesario.

– ¿Y qué hay de las cámaras de seguridad?

– A las veinticuatro horas empiezan a sobregrabarse. Excepto las de ayer, que parecen haber desaparecido.

Amanda se había asegurado de que destruyeran las imágenes en las que Will estampaba la cara de Simkov contra el mostrador.

Will se sentía culpable, pero preguntó:

– ¿Habéis encontrado algo en el apartamento de Simkov?

– Lo hemos puesto patas arriba. Conduce un viejo Monte Carlo que pierde aceite por todas partes y no hemos encontrado ningún recibo que indique que tenga alquilado un trastero ni nada parecido.

– Estamos seguros de que no es el hermano de Pauline.

– Nos hemos obsesionado tanto con eso que no hemos visto nada más.

– Muy bien, pues vamos a sacar al hermano de la ecuación. ¿Qué me dices de Simkov?

– No es muy listo. Entiéndeme, no es que sea idiota, pero nuestro asesino está eligiendo a mujeres a las que desea vencer. Tampoco digo que nuestro hombre sea un genio, pero sí un cazador. Simkov es un gilipollas bastante patético que guarda revistas porno debajo del colchón y deja que las putas se la chupen para subir a los apartamentos vacíos.

– Nunca has sido muy partidaria de los perfiles.

– Tienes razón, pero esta vez no tenemos mucho más. Vamos a hablar de nuestro hombre -dijo Faith, algo que normalmente solía hacer Will-. ¿Qué clase de tipo es nuestro asesino?

– Listo -admitió Will-. Probablemente trabaja para una mujer dominante, o hay alguna mujer dominante en su vida.

– Eso hoy en día incluye a prácticamente todos los hombres del planeta.

– A mí me lo vas a contar.

Faith sonrió, tomándose aquello como una broma.

– ¿Qué clase de trabajo tiene?

– Uno que le permite llevar una existencia por debajo del radar. Tiene un horario flexible. Vigilar a esas mujeres, enterarse de cuáles son sus costumbres, lleva mucho tiempo. Debe de tener un trabajo que le permite ir y venir a su antojo.

– Hagámonos la misma pregunta estúpida y aburrida una vez más: ¿y las mujeres? ¿qué tienen en común?

– Ese rollo de la anorexia y la bulimia.

– El chat. Pero, naturalmente, ni siquiera el FBI es capaz de averiguar a nombre de quién está registrado el sitio. Nadie ha conseguido crackear la contraseña de Pauline. ¿Cómo llegó hasta allí nuestro asesino?

– Quizá fue él quien abrió el sitio para buscar a sus víctimas.

– ¿Y cómo descubrió sus verdaderas identidades? Todas las mujeres son altas, delgadas y rubias en Internet. Y por lo general tienen doce años y son muy cachondas.

Will estaba dándole vueltas a su alianza de nuevo, mirando por la ventana. Faith no podía dejar de mirar los arañazos que tenía en la mano. En la jerga de los forenses los habrían denominado heridas defensivas. Will había tenido un rifirrafe con alguien que le había clavado las uñas con saña.

– ¿Cómo te fue con Sara anoche? -le preguntó.

Will se encogió de hombros.

– Solo fui a recoger a Betty. Creo que le caen bien los perros de Sara, dos galgos.

– Los vi ayer por la mañana.

– Ah, es verdad.

– Sara es buena gente -le dijo Faith-. Me cae muy bien. -Will asintió-. Deberías invitarla a salir.

Will se echó a reír, meneando al mismo tiempo la cabeza.

– Me parece que no.

– ¿Por Angie?

Will dejó de darle vueltas a la alianza.

– Las mujeres como Sara Linton… -Faith vio algo en sus ojos que no supo discernir. Esperaba que se encogiera de hombros, pero Will continuó hablando-: Faith, no hay una sola parte de mí que no esté herida. -Su voz sonaba espesa-. No me refiero solo a las cosas que se ven. Hay más cosas. Cosas muy feas. -Meneó la cabeza de nuevo en un gesto contenido, más para sí mismo que para Faith-. Angie sabe quién soy. Alguien como Sara… Si de verdad me gustara Sara Linton, lo último que querría es que me conociera realmente.

A Faith no se le ocurrió otra cosa que decir más que su nombre.

– Will.

Will soltó una risa forzada.

– Tenemos que dejar de hablar de esto antes de que a uno de los dos nos suba la leche. -Sacó su móvil-. Son casi las ocho. Amanda estará esperándote en la sala de interrogatorios.

– ¿Vas a estar mirando?

– Voy a hacer unas cuantas llamadas a Michigan a ver si les doy la brasa para que se pongan con lo de las huellas de la salida de emergencia de Anna. ¿Por qué no me llamas cuando salgas del médico? Si Sam ha localizado al verdadero Jake Berman podemos ir juntos a hablar con él.

Faith se había olvidado de su cita con el médico.

– Si es el auténtico Jake Berman, empezaremos desde cero como habíamos planeado.

– Los Coldfield, Rock Sigler y el hermano de Olivia Tanner -enumeró.

– Ahí tenemos trabajo más que suficiente.

– ¿Sabes qué es lo que me molesta? -Will meneó la cabeza, y ella le dijo-: Que todavía no hemos recibido los informes de Rockdale.

Alzó las manos, sabiendo que el asunto de Rockdale era terreno pantanoso.

– Si vamos a empezar desde el principio tenemos que hacer precisamente eso: leer el informe de la primera escena del crimen desde el primer agente que atendió la llamada y repasar uno a uno todos los detalles. Sé que Galloway dijo que el agente está de pesca en Montana, pero si sus notas son buenas no será preciso hablar con él.

– ¿Qué es lo que estás buscando?

– No lo sé. Pero me escama que Galloway no nos lo haya enviado todavía.

– No está lo que se dice muy pendiente de las cosas.

– No, pero todo lo que se ha guardado hasta ahora ha sido por algún motivo. Tú mismo lo dijiste. La gente no hace cosas estúpidas sin una explicación lógica.

– Llamaré a su despacho y veré si la secretaria lo puede resolver sin meter a Galloway de por medio.

– Deberías hacer que te miren también esos arañazos.

Will se miró la mano.

– Creo que tú ya los has mirado bastante.

Excepto por la charla con Anna Lindsey en el hospital el día anterior, Faith nunca había trabajado mano a mano con Amanda en un caso. Por lo general, la distancia a la que se relacionaban solía incluir un escritorio de por medio; Amanda a un lado con las manos juntas como una crítica maestra de escuela y ella revolviéndose en su asiento mientras recitaba su informe. Precisamente por eso Faith tendía a olvidar que Amanda había conseguido ascender en una época en la que las policías solían estar relegadas a llevar cafés y mecanografiar informes. Ni siquiera les permitían llevar armas, porque los jefes pensaban que, en caso de verse en la tesitura de elegir entre disparar a un delincuente y romperse una uña, darían más importancia a lo segundo.

Amanda había sido la primera oficial femenina en sacarles de su error. Estaba en el banco cobrando su cheque cuando un ladrón decidió hacer una retirada imprevista. Una de las cajeras se dejó llevar por el pánico y el ladrón empezó a golpearla con la pistola. Amanda le disparó un solo tiro en el corazón, lo que en los campos de tiro se denominaba un K-5 por el círculo correspondiente de la diana. Una vez le contó a Faith que después fue a hacerse la manicura.

A Otik Simkov, el portero del edificio de Anna Lindsey, le habría venido bien conocer esa historia. O quizá no. Aquel pequeño trol se daba muchos aires pese a estar atrapado dentro de un estrecho uniforme naranja fosforito como de preso y unas sandalias abiertas que habían usado cientos de reclusos antes que él. Tenía la cara llena de hematomas pero iba muy erguido, con los hombros rectos. Cuando Faith entró en la sala de interrogatorios la miró como un granjero miraría a una vaca.

Cal Finney, el abogado de Simkov, miró ostensiblemente su reloj. Faith le había visto muchas veces por televisión; sus anuncios tenían una musiquilla insoportable. Era tan guapo en persona como en pantalla. El reloj que llevaba en la muñeca podría financiar los estudios universitarios de Jeremy.

– Siento llegar tarde. -Faith se disculpó dirigiéndose a Amanda, sabiendo que era la única que importaba. Se sentó en la silla situada frente a Finney percibiendo la hostilidad en la expresión de Simkov, que la miraba fijamente. Era evidente que no era la clase de hombre que supiera respetar a las mujeres. Puede que Amanda consiguiera hacerle cambiar de actitud.

– Le agradezco que haya venido a hablar con nosotros, señor Simkov -comenzó Amanda.

Por el momento se mostraba amable, pero Faith había asistido a las suficientes reuniones con su jefa como para saber que Simkov lo iba a pasar mal. Amanda tenía las manos apoyadas sobre un expediente. La experiencia le decía a Faith que, en algún momento, su jefa abriría la carpeta y, con ella, las puertas del infierno.

– Solo queremos hacerle algunas preguntas en relación con… -dijo Amanda.

– Que le den por saco, señora -ladró Simkov-. Hable con mi abogado.

– Doctora Wagner -dijo Finney-, seguro que está usted enterada de que hemos presentado una demanda contra la ciudad por brutalidad policial esta misma mañana.

Finney abrió su maletín y sacó un legajo que soltó pesadamente sobre la mesa. Faith notó que se ruborizaba, pero Amanda no se inmutó.

– Estoy al corriente, señor Finney, pero su cliente se enfrenta a un cargo por obstrucción a la justicia en un caso especialmente atroz. Durante su turno de vigilancia secuestraron a una de las inquilinas. Ha sido torturada y violada, y ha logrado escapar in extremis. Estoy segura de que lo habrá visto en los informativos. Dejaron a su hijo abandonado y expuesto a morir de inanición, una vez más, mientras su cliente estaba de guardia. La víctima se ha quedado ciega y no va a recuperar la visión. De modo que entenderá usted por qué en cierto modo nos sentimos frustrados ante la poca intención de colaborar que tiene su cliente a la hora de ayudarnos a averiguar lo que sucedió en ese edificio.

– Yo no sé nada -insistió Simkov, con un acento tan marcado que resultaba cómico. Miró al abogado-. Sáqueme de aquí. ¿Por qué me tienen prisionero? Dentro de poco seré rico.

Finney ignoró a su cliente y le preguntó a Amanda:

– ¿Cuánto tiempo va a durar esto?

– No mucho. -Su sonrisa indicaba más bien lo contrario.

Finney no se dejó engañar.

– Tienen diez minutos. Y limiten sus preguntas al caso de Anna Lindsey. -Le advirtó a Simkov-. Si coopera ahora le beneficiará en la demanda civil.

La perspectiva del dinero que esperaba ganar le hizo cambiar de actitud.

– Sí, entendido. ¿Cuáles son sus preguntas?

– Dígame, señor Simkov -continuó Amanda-, ¿cuánto tiempo lleva en nuestro país?

Simkov miró a su abogado, que asintió para indicarle que podía contestar.

– Veintisiete años.

– Habla muy bien el idioma. ¿Cree usted que tiene la fluidez necesaria, o prefiere que llame a un intérprete para que se sienta más cómodo?

– Estoy perfectamente cómodo con mi inglés -dijo sacando pecho-. Leo libros y periódicos americanos constantemente.

– Es usted de Checoslovaquia -dijo Amanda-, ¿es correcto?

– Sí, soy checo -respondió, probablemente porque su país ya no existía-. ¿Por qué me hace preguntas? Soy yo quien les ha puesto una demanda. Usted debería responder a las mías.

– Tiene que ser usted ciudadano americano para poder demandar al gobierno.

– El señor Simkov es un inmigrante legal -terció Finney.

– Ustedes cogieron mi tarjeta de residencia -añadió Simkov-. Estaba en mi cartera. Usted la vio.

– Por supuesto que lo vio. -Amanda abrió la carpeta y el corazón de Faith dio un vuelco-. Le agradezco que lo mencione. Eso me va ahorrar tiempo. -Se puso las gafas de cerca y empezó a leer-: «Las tarjetas de residencia expedidas entre 1979 y 1989 que carecen de fecha de caducidad deberán ser renovadas en un plazo no superior a 120 días a partir del recibo de la presente. Los residentes permanentes de pleno derecho deberán cumplimentar una solicitud para renovar la tarjeta de residencia permanente, formulario I-90, con el fin de reemplazar su tarjeta de residencia actual o su permiso de residencia permanente les será revocado». -Dejó el folio sobre la mesa-. ¿Le suena de algo esta notificación, señor Simkov?

Finney alzó una mano.

– Déjeme ver eso.

Amanda le pasó el papel.

– Señor Simkov, me temo que el departamento de inmigración no tiene constancia de que haya presentado usted el formulario I-90 para renovar su situación legal como residente en este país.

– Tonterías -replicó Simkov, pero sus ojos buscaban desesperadamente los de su abogado.

Amanda le pasó a Finney otro folio.

– Esta es una fotocopia de la tarjeta de residencia del señor Simkov. Como verá, no tiene fecha de caducidad. Su situación legal es irregular. Me temo que tendremos que ponerlo a disposición del departamento de inmigración. -Amanda sonrió con candidez-. Además, esta mañana he recibido una llamada del departamento de seguridad nacional. La verdad es que no tenía ni idea de que en estos momentos los terroristas estuviesen aprovisionándose de armas de fabricación checa. Señor Simkov, tengo entendido que usted trabajó en el sector metalúrgico antes de venir a Estados Unidos.

– Era herrador -replicó de inmediato-. Ponía herraduras a los caballos.

– De modo que posee usted conocimientos específicos sobre la fabricación de herramientas metálicas.

Finney maldijo entre dientes.

– Son ustedes de lo que no hay, ¿lo sabía?

Amanda se recostó en su silla.

– No recuerdo bien sus anuncios, señor Finney; ¿está usted familiarizado con las leyes de inmigración? -Se puso a silbar la melodía de los anuncios televisivos de Finney.

– ¿Cree usted que se va a salir por la tangente con un tecnicismo? Mire a este hombre.

Finney señaló a su cliente y Faith tuvo que admitir que el abogado tenía razón. Simkov tenía la nariz torcida en el punto en que Will le había destrozado el cartílago. Tenía el ojo derecho tan hinchado que apenas podía abrirlo. Incluso la oreja estaba hecha una pena; había varios puntos en el lóbulo, que Will le había roto en dos.

– Su oficial le dio una paliza de muerte -dijo Finney-, ¿y a usted le parece bien? -No esperó a que Amanda respondiera-. Otik Simkov huyó de un régimen comunista y vino a este país para poder empezar desde cero. ¿Cree usted que lo que está haciendo respeta el espíritu de nuestra Constitución?

Amanda tenía respuesta para todo.

– La Constitución es para los inocentes.

Finney cerró bruscamente su maletín.

– Voy a convocar una rueda de prensa.

– Será un placer poder contarles a los medios que el señor Simkov obligó a una puta a que le hiciera una mamada antes de dejarla subir para dar de comer a un bebé moribundo de seis meses. -Se inclinó sobre la mesa-. Dígame, señor Simkov: ¿le ofreció unos minutos más con el niño si se lo tragaba?

Finney se tomó unos segundos para rearmarse.

– No niego que este hombre sea un cabrón, pero incluso los cabrones tienen derechos.

Amanda le dedicó a Simkov una gélida sonrisa.

– Solo si son ciudadanos de Estados Unidos.

– Es increíble, Amanda. -Finney parecía realmente asqueado-. Algún día esto se va a volver en tu contra. Lo sabes, ¿no?

Amanda mantenía una especie de duelo de miradas con Simkov, dejando al margen a todos los demás. Finney se volvió entonces hacia Faith.

– ¿A usted le parece bien todo esto, agente? ¿Le parece bien que su compañero le haya dado una paliza a un testigo?

A Faith no le parecía nada bien, pero no era el momento de andarse con evasivas.

– En realidad soy agente especial. «Agente» es un término que se utiliza para referirse a un policía uniformado de a pie.

– Esto es genial. Atlanta es ahora Guantánamo. -Se volvió hacia Simkov-. Otik, no te dejes intimidar. Tienes tus derechos.

Simkov seguía mirando fijamente a Amanda como si pensara que podía desarmarla con la mirada. Movía los ojos de un lado a otro, percibiendo su resistencia. Finalmente asintió con brusquedad.

– Muy bien. Retiro la demanda. Y a cambio se olvida usted de todo esto.

Finney no quería ni oír hablar de ello.

– Como su abogado le aconsejo que…

– Ya no es usted su abogado -le interrumpió Amanda-. ¿No es cierto, señor Simkov?

– Correcto -confirmó. Se cruzó de brazos y miró al frente.

Finney volvió a maldecir entre dientes.

– Esto no se acaba aquí.

– Yo creo que sí -le dijo Amanda, recogiendo el legajo con los detalles de la demanda contra la ciudad.

Finney maldijo de nuevo, incluyendo esta vez a Faith, y abandonó la sala.

Amanda tiró los papeles de la demanda a la papelera. Faith percibió el ruido de los folios al volar por los aires. Se alegraba de que Will no estuviera presente, porque por más remordimientos de conciencia que esto le provocara a ella, a su compañero prácticamente le estaban matando los suyos. Finney tenía razón: Will se había librado del correspondiente castigo por un mero tecnicismo. Si Faith no hubiera estado ayer en ese pasillo vería las cosas de un modo muy diferente.

Rememoró la imagen de Balthazar Lindsey tendido en el cubo del reciclaje a escasos metros del apartamento de su madre, y todo lo que se le venía a la mente excusaba el comportamiento de Will.

– Muy bien -dijo Amanda-. ¿Podemos dar por supuesto que hay honor entre delincuentes, señor Simkov?

Simkov asintió ostensiblemente.

– Es usted una mujer muy dura.

Amanda parecía halagada por el cumplido, y Faith se dio cuenta de lo contenta que estaba de volver a verse en la sala de interrogatorios. Probablemente le aburría soberanamente pasarse la vida en reuniones administrativas discutiendo presupuestos y remodelando organigramas. No era de extrañar que aterrorizar a Will fuera su único hobby.

– Hábleme del chanchullo que tenía usted montado con los apartamentos.

Simkov extendió las manos y se encogió de hombros.

– Esta gente rica se pasa la vida viajando. A veces les alquilo los apartamentos a otras personas. Ellos entran allí, se dedican a… -hizo un gesto obsceno con las manos-… y yo me saco un dinerito. La criada va al día siguiente y todos contentos.

Amanda asintió, como si fuera algo totalmente comprensible.

– ¿Qué pasó con el apartamento de Anna Lindsey?

– Pensé que por qué no sacarle partido. El cabrón del señor Regus, el del 9.°, sabía que estaba pasando algo. Él no fuma, y volvió de uno de sus viajes de negocios y se encontró una quemadura de cigarrillo en su moqueta. Yo la vi, casi no se notaba. No era para tanto. Pero me causó problemas.

– ¿Le despidieron?

– Me dijeron que tenía quince días para irme, que me darían referencias. -Se encogió de hombros otra vez-. Yo ya tenía otro trabajo a la vista. Una urbanización cerca del Phipps Plaza. Vigilancia veinticuatro horas. Un sitio con mucha clase. Turnos con otro tío: él hace el turno de día y yo el de noche.

– ¿Cuándo reparó usted en que Anna Lindsey no estaba?

– Todos los días a las siete en punto sale con su bebé. Y de repente un día no apareció. Miré mi buzón, que es donde los vecinos me dejan notas y sobre todo quejas: no puedo abrir tal ventana, no puedo sintonizar los canales de televisión… cosas que no tienen nada que ver con mi trabajo, ¿entiende? El caso es que vi una nota de la señora Lindsey diciéndome que se iba de vacaciones dos semanas. Imaginé que se habría ido ya. Normalmente me dicen adónde van, pero a lo mejor pensó que yo ya no estaría allí cuando volviera y que no merecía la pena.

Aquello coincidía con lo que les había dicho Anna Lindsey.

– ¿Es así cómo se comunicaba normalmente con usted, por medio de notas? -preguntó Amanda.

Simkov asintió.

– No le caigo bien. Dice que soy muy descuidado. -Torció el gesto-. Hizo que la comunidad me comprara un uniforme que me hace parecer un mono. Me obligaba a decir «sí, señora» y «no, señora» como si fuera un niño.

Eso parecía encajar con el perfil de las víctimas.

– ¿Cómo supo que se había ido? -le preguntó Faith.

– No la vi bajar. Normalmente va al gimnasio, o a la tienda, saca al bebé a pasear. Me suele pedir ayuda para sacar y meter el cochecito en el ascensor. -Se encogió de hombros-. Pensé que se habría ido.

– Así que usted dio por supuesto que Anna Lindsey estaría fuera dos semanas -dijo Amanda-, y las fechas coincidían perfectamente con sus últimos quince días en ese edificio.

– Me lo puso muy fácil -admitió.

– ¿A quién llamó usted?

– Al chulo. Al que encontraron muerto. -Por primera vez Simkov perdió algo de su arrogancia-. No era tan malo. Le llamaban Freddy. No sé cuál era su verdadero nombre, pero siempre fue honesto conmigo. No como otros: si le decía dos horas, se quedaba dos horas. Y pagaba a la criada. Así de fácil. Hay otros que intentan apretarme las tuercas… intentan negociar, no se van cuando se tienen que ir. Yo también lo hago; no les llamo cuando tengo un apartamento disponible. Freddy grabó un vídeo musical una vez en un apartamento. Esperaba poder verlo en la tele, pero nunca lo vi. A lo mejor es que no pudo encontrar un agente. La música es un negocio muy duro.

– La fiesta en casa de Anna Lindsey se les fue de las manos -dijo Amanda, constatando lo que era evidente.

– Sí, sí -admitió-. Freddy es un buen tipo. Yo no subo allí a ver lo que pasa. Cada vez que cojo el ascensor alguien me dice: «Ah, señor Simkov, podría arreglarme esto», «podría sacar a pasear a mi perro», «¿podría usted regarme las plantas?». No es mi trabajo, pero me tienen atrapado en el ascensor, ¿qué les voy a decir? ¿«Que le den por culo»? No, no puedo. Así que me quedo en mi puesto, les digo que no puedo hacer nada porque mi trabajo es vigilar el portal y no pasear a sus perritos. ¿No?

– El apartamento parecía una cuadra -le dijo Amanda-. Me cuesta creer que adquiriera ese aspecto en solo una semana.

Simkov se encogió de hombros.

– Esa gente no respeta nada. Cagan en los rincones como si fueran perros. Pero a mí no me sorprende. Son como animales, hacen lo que sea para meterse un pico.

– ¿Y qué me dice del bebé? -le preguntó Amanda.

– La puta… Lola. Pensé que quería subir para hacer algún servicio. Freddy estaba allí. Lola tenía debilidad por él. Yo no sabía que estaba muerto, ni que habían dejado el apartamento de la señora Lindsey como un estercolero. Obviamente.

– ¿Con qué frecuencia subía Lola?

– No llevo la cuenta de esas cosas. Un par de veces al día. Yo pensé que hacía algún servicio de vez en cuando. -Se tocó la nariz y aspiró, el gesto universal para indicar que esnifaba cocaína-. No es mala chica. Una buena chavala descarriada por las malas circunstancias.

Simkov no parecía darse cuenta de que él era una de esas malas circunstancias.

– ¿Ha visto algo fuera de lo habitual en el edificio en estas dos últimas semanas? -preguntó Faith.

Apenas se dignó mirarla y le preguntó a Amanda:

– ¿Por qué me hace preguntas esta chica?

No era la primera vez que la ninguneaban, pero Faith pensó que aquel tipo necesitaba que lo ataran en corto.

– ¿Prefiere que llame a mi compañero para que le haga él las preguntas?

Simkov gruñó, como si no tuviera miedo de que le dieran otra paliza, pero respondió a la pregunta de Faith.

– ¿Qué quiere decir con «fuera de lo habitual»? Está en pleno Buckhead. No existe lo habitual.

El ático de Anna Lindsey debía de haberle costado tres millones de dólares. La mujer no vivía precisamente en una zona deprimida.

– ¿Vio usted a algún desconocido merodeando? -insistió Faith.

El hizo un gesto con la mano.

– Hay desconocidos por todas partes. Es una gran ciudad.

Faith pensó en su asesino. Tenía que tener acceso al edificio para poder dejar a Anna inconsciente con la Taser y llevársela del apartamento. Obviamente Simkov no se lo iba a poner fácil, así que intentó amedrentarle.

– Sabes perfectamente a qué me refiero, Otik. No me jodas o llamaré a mi compañero para que termine de reventarte esa cara tan fea que tienes.

Simkov se encogió de hombros, pero su expresión era ahora muy diferente. Faith esperó y el hombre se decidió a hablar.

– A veces salgo a fumarme un cigarrillo en la parte de atrás.

La escalera de incendios que llegaba hasta la azotea estaba en la parte de atrás.

– ¿Qué es lo que viste?

– Un coche -dijo-. Plateado, de cuatro puertas.

Faith trató de no perder la calma. Tanto los Coldfield como la familia de Tennessee habían visto un sedán blanco alejándose a toda velocidad del lugar del accidente. Estaba anocheciendo. Quizá les había parecido blanco y en realidad era plateado.

– ¿Anotaste la matrícula?

Simkov dijo que no con la cabeza.

– Vi que habían desbloqueado la escalera de incendios y subí a la azotea.

– ¿Por la escalera?

– En el ascensor. No puedo subir por esa escalera. Son veintitrés pisos, y tengo una rodilla mal.

– ¿Qué vio al llegar a la azotea?

– Había una lata de refresco que alguien había utilizado como cenicero. Había un montón de colillas dentro.

– ¿Dónde estaba?

– En la cornisa, justo al lado de la escalera.

– ¿Y qué hiciste con ella?

– Le di una patada -dijo encogiéndose de hombros-. Vi cómo se estrellaba contra el suelo. Explotó como… -Simkov junto las manos y las volvió a separar-. Muy espectacular.

Faith había estado en la parte trasera del edificio, lo había registrado a fondo.

– No encontramos ninguna colilla ni ninguna lata de refresco detrás del edificio.

– A eso me refiero. Al día siguiente no había nada. Alguien lo había limpiado.

– ¿Y el coche plateado?

– Tampoco estaba.

– ¿Estás seguro de que no viste a ningún tipo sospechoso merodeando por el edificio?

Simkov resopló.

– No, señora, ya se lo he dicho. Solo la cerveza de raíz.

– ¿Qué cerveza de raíz?

– La lata de refresco. Era cerveza de raíz Doc Peterson.

La misma que habían encontrado en el sótano de la casa que estaba detrás de la de Olivia Tanner.

Capítulo veintidós

Will iba de camino a casa de Jake Berman, en Coweta, preguntándose hasta qué punto se enfadaría Faith cuando descubriese que le había engañado. No estaba seguro de qué le iba a cabrear más: el hecho de que le hubiera mentido descaradamente por teléfono al decirle que Sam no había localizado al verdadero Jake Berman, o el hecho de que fuera a hablar con él sin nadie que le cubriera. Sabía que se saltaría la cita con la médico si le hubiera dicho que el verdadero Jake Berman estaba vivo y coleando y vivía en Lester Drive. Habría insistido en ir con él, y Will no habría sido capaz de inventar una excusa para evitarlo, salvo que estaba embarazada y era diabética y ya tenía bastantes problemas como para poner su vida en peligro interrogando a un testigo que bien podía ser un sospechoso.

Eso le habría sentado estupendamente a Faith.

Will le había pedido a Caroline, la secretaria de Amanda, que cotejara los datos de Jake Berman con la dirección de Lester Drive. Gracias a esa información clave habían podido reconstruir fácilmente su historial. La hipoteca estaba a nombre de su mujer, al igual que sus tarjetas de crédito y las facturas. Lydia Berman era maestra de escuela, y Jake había agotado su subsidio por desempleo y aún no había encontrado trabajo. Hacía dieciocho meses que se había declarado en bancarrota. Arrastraba una deuda de cerca de medio millón de dólares. Quizás esa fuera la razón por la que les había costado tanto localizarlo, algo tan simple como que intentaba eludir a sus acreedores. Teniendo en cuenta que había sido detenido unos meses antes por escándalo público, no era de extrañar que Jake Berman prefiriera mantener un perfil bajo. Pero también tendría sentido si era su sospechoso.

El Porsche no resultaba cómodo en viajes de larga distancia, y para cuando llegó a Lester Drive a Will le dolía la espalda. El tráfico estaba peor de lo normal, un tractor-tráiler había volcado en mitad de la interestatal y la circulación había quedado bloqueada durante casi una hora. Will no quería quedarse a solas con sus pensamientos, así que para cuando llegó al condado de Coweta había escuchado prácticamente todas las emisoras del dial.

Will se detuvo junto a un Chevy Caprice aparcado a la entrada de Lester Drive. Por el maletero asomaba una cortadora de césped. El hombre que iba al volante llevaba un mono de trabajo y una gruesa cadena de oro alrededor del cuello. Will reconoció a Nick Shelton, el agente de campo regional del Distrito 23.

– ¿Cómo va la cosa? -le preguntó Nick apagando la radio. Will lo había visto varias veces. Era tan de campo que tenía la nuca quemada por el sol, pero era un buen investigador y sabía muy bien cómo hacer su trabajo.

– ¿Sigue Berman en la casa? -le preguntó Will.

– A menos que se haya escaqueado por la puerta de atrás, sí -le respondió Nick-. No te preocupes. Me da la impresión de que es más bien perezoso.

– ¿Has hablado con él?

– Me hice pasar por un jardinero en busca de trabajo. -Le di una tarjeta de visita-. Le dije que solo le costaría doscientos dólares al mes, y me contestó que era perfectamente capaz de ocuparse de su jardín, muchas gracias. -Soltó una carcajada-. Eran las diez de la mañana y el tío estaba todavía en pijama.

Will miró la tarjeta, y vio unos dibujos de un cortador de césped y unas flores.

– Muy bonita -le dijo.

– El número de teléfono falso es muy útil con las damas. -Nick se echó a reír otra vez-. Lo he mirado bien mientras me daba una clase magistral sobre precios y competitividad. Es el tipo que buscas, no me cabe duda.

– ¿Has entrado en su casa?

– No ha sido tan idiota. ¿Quieres que me quede por aquí?

Will sopesó la situación y pensó que si le hubiera preguntado a Faith habría tenido razón: no te metas en una situación que no controlas sin que alguien te cubra las espaldas.

– Si no te importa… Quédate aquí y asegúrate de que no me vuelan la cabeza.

Los dos se rieron un poco más alto de lo que el comentario exigía, probablemente porque en realidad Will no estaba bromeando.

Will subió la ventanilla y continuó su camino. Para facilitarle las cosas, Caroline había llamado a Jake Berman antes de que Will se marchara de la oficina. Se había hecho pasar por una operadora de una compañía local de televisión por cable. Berman le había asegurado que estaría en casa para atender al técnico que estaba llevando a cabo una revisión de todas sus instalaciones para cerciorarse de que el servicio no quedara interrumpido. Había muchos trucos para asegurarse de que alguien estaba en casa, y la treta del cable era la mejor. La gente podía prescindir de un montón de cosas, pero eran capaces de esperar en casa durante días a que llegara el técnico de la tele.

Will comprobó los números en el buzón para confirmar que coincidían con los de la nota que Sam Lawson le había dado a Faith. Con la ayuda de MapQuest, que utilizaba grandes flechas para señalar las direcciones, y después de parar a preguntar en un par de tiendas, Will había conseguido orientarse por la ciudad sin equivocarse más que en un par de giros.

Aun así comprobó el número del buzón por tercera vez antes de salir del coche. Vio el corazón que Sam había dibujado alrededor de la dirección y volvió a preguntarse por qué habría hecho eso un hombre que no era el padre del hijo de Faith. Will solo había visto al periodista una vez, pero no le caía bien. Víctor no estaba mal, en cambio; había hablado por teléfono con él un par de veces y se había sentado a su lado en una aburridísima entrega de premios a la que Amanda había insistido en invitar a su equipo, más que nada porque quería asegurarse de que alguien la aplaudiera cuando pronunciaran su nombre. Víctor quería hablar de deportes, pero no de fútbol americano ni de béisbol, que eran los dos únicos deportes que Will seguía. El hockey era para los yanquis del norte, y el fútbol para los europeos. No estaba muy seguro de cómo había llegado a interesarse por esos dos deportes, pero fue una conversación de lo más aburrida. Fuera lo que fuese lo que Faith había visto en él, Will se alegró mucho cuando unos meses antes se dio cuenta de que el coche de Víctor ya no estaba delante de la casa de su compañera.

Desde luego no era el más indicado para juzgar las relaciones de nadie; todavía le dolía todo el cuerpo después de haber pasado la noche con Angie. Pero no era un dolor agradable, sino esa clase de dolor que hace que te entren ganas de meterte en la cama y dormir una semana entera. Sabía por experiencia que no importaba, porque en el mismo instante en que empezara a poner un pie detrás de otro y a reconstruir mínimamente su vida Angie regresaría y él volvería a sentirse exactamente igual. Nada iba a cambiar eso.

La casa se veía habitada en el peor sentido de la palabra: el césped estaba demasiado crecido y los parterres estaban llenos de malas hierbas. El Camry verde aparcado a la entrada tenía mugre. En los neumáticos había costras de barro y la carrocería tenía una capa de polvo tan gruesa que daba la impresión de no haberse movido de allí en mucho tiempo. Había dos sillas para niños en el asiento de atrás y algunos Cheerios pegados al parabrisas. Dos carteles en forma de rombo colgaban en las ventanillas de atrás, probablemente de esos que decían: «Bebé a bordo». Will puso la mano sobre el capó. El motor estaba frío. Miró la hora en su móvil y vio que eran casi las diez. Probablemente Faith ya estaría en el médico.

Will llamó a la puerta y esperó. Volvió a pensar en Faith y en lo furiosa que se iba a poner, especialmente si estaba a punto de encontrarse cara a cara con el asesino. Aunque no parecía que fuera a tener un cara a cara con nadie. Nadie salía a abrir la puerta. Volvió a llamar por segunda vez. Al ver que no pasaba nada dio unos pasos atrás y miró hacia las ventanas. Todas las persianas estaban abiertas y había algunas luces encendidas. Puede que Berman estuviera en la ducha. O a lo mejor se había dado cuenta de que la policía estaba intentando hablar con él. El numerito del jardinero pueblerino de Nick había sido impresionante, pero llevaba una hora aparcado al final de la calle. En un vecindario tan pequeño lo más probable era que ya hubiesen estado sonando los teléfonos.

Will intentó abrir la puerta principal, pero estaba cerrada con llave. Dio la vuelta a la casa mirando por las ventanas. Había una luz al final del pasillo. Iba a mirar por la siguiente ventana cuando oyó un ruido en el interior de la casa, como un portazo. Will se llevó la mano al arma y notó que el vello se le ponía de punta. Algo no iba bien, y Will sabía perfectamente que Nick Shelton estaba ahora mismo sentado en su coche escuchando la radio.

Oyó el inconfundible estampido de una ventana cerrada de golpe. Corrió hacia la parte de atrás y vio a un hombre que salía corriendo por el jardín trasero. Jake Berman llevaba los pantalones del pijama y el torso desnudo, pero logró ponerse unas deportivas. Miró por encima de su hombro según pasaba por delante de un adornado columpio y corría hacia la valla metálica que separaba su propiedad de la del vecino de enfrente.

– Mierda -murmuró Will, y salió tras él. Will era un buen corredor, pero Berman era muy rápido: se impulsaba con las manos y sus piernas se movían a toda velocidad.

– ¡Policía! -gritó Will, y calculó tan mal la altura de la valla que se le enganchó el pie. Cayó al suelo y se levantó lo más rápido que pudo. Vio a Jake Berman meterse por un jardín lateral, pasar por delante de otra casa y dirigirse a la carretera. Will hizo lo mismo, pero cogiendo un atajo para salir directamente a la calle.

Las ruedas del coche de Nick Shelton chirriaron sobre el asfalto, pero Berman logró sortear el coche y golpeó el capó con la mano abierta mientras se dirigía hacia el jardín trasero de otra casa.

– Maldita sea -exclamó Will-. ¡Policía! ¡Alto!

Berman continuó huyendo, pero era un velocista, no un corredor de fondo. Si había algo que a Will le sobraba era resistencia. Aceleró justo cuando Jake frenaba para intentar abrir la puerta de la valla del vecino. Miró por encima de su hombro, vio a Will y echó a correr de nuevo. Sin embargo, Jake Berman había perdido mucho fuelle, y Will supo al ver que sus piernas se movían más despacio que estaba a punto de tirar la toalla. No pensaba darle la menor oportunidad: cuando estuvo lo suficientemente cerca, arremetió contra él y los dos cayeron al suelo completamente agotados.

– ¡Gilipollas! -gritó Nick Shelton, dándole una patada en el costado.

Teniendo en cuenta la pelea que había tenido el día anterior con el portero del edificio de Anna, Will pensaba que esta vez se aproximaría al testigo con algo más de delicadeza, pero su corazón latía con tal fuerza que sentía náuseas. Y peor aún, la adrenalina le inoculaba en el cerebro toda clase de malos pensamientos.

Nick le dio otra patada a Jake Berman.

– Nunca hay que huir de la ley, capullo.

– No sabía que eran policías…

– Cállate -dijo Will poniéndole las esposas, pero Berman se revolvió intentando zafarse. Nick levantó de nuevo la pierna, y Will puso la rodilla en la espalda de Berman apretando de tal forma que notó cómo se le doblaban las costillas-. Para ya.

– ¡No he hecho nada!

– ¿Y por eso corrías?

– He salido a correr -gritó-. Salgo todos los días a esta hora.

– ¿En pijama? -le preguntó Nick.

– Que te den.

– Mentir a la policía es un delito grave. -Will se puso de pie y tiró de Jake Berman-. Cinco años de cárcel. Allí hay un montón de lavabos de caballeros.

Berman se puso pálido. Algunos de sus vecinos habían salido a ver lo que pasaba. No parecían muy contentos, ni, según le pareció a Will, muy solidarios tampoco.

– No pasa nada -dijo Jake Berman-. Solo es un malentendido.

– Un malentendido por parte de este gilipollas que cree que puede huir de la policía.

A Will no le preocupaban las apariencias. Tiró hacia arriba de Berman y le obligó a cruzar la calle inclinado hacia adelante.

– Tendrán ustedes noticias de mi abogado.

– Que no se te olvide contarle que has salido corriendo como una colegiala histérica -le dijo Nick.

Will empujó a Berman y preguntó al policía:

– ¿Puedes llamar y pedir refuerzos?

– ¿Quieres a la caballería?

– Quiero que un coche de policía venga a esta casa cagando leches y con las sirenas a todo trapo para que todos los vecinos sepan que está aquí.

Nick le hizo un saludo militar y se fue hacia su coche.

– Están cometiendo un error -le dijo Berman.

– Fuiste tú quien cometió un error al huir de la escena del crimen.

– ¿Qué? -Berman se dio la vuelta, parecía realmente sorprendido-. ¿Qué crimen?

– Autopista 316.

Berman parecía bastante confuso.

– ¿Todo esto es por eso?

O bien su interpretación era digna de un óscar o el hombre no entendía absolutamente nada.

– Presenció usted un accidente de tráfico hace cuatro días en la autopista 316. Un coche atropelló a una mujer. Habló usted con mi compañera.

– Yo no dejé tirada a la chica. Había llegado ya la ambulancia. Le conté al policía del hospital todo lo que vi.

– Le dio una dirección y un número de teléfono falsos.

– Yo solo… -Miró a su alrededor y Will se preguntó si estaría pensando en echar a correr de nuevo-. Sáqueme de aquí -le suplicó Berman-. Lléveme a la comisaría, ¿de acuerdo? Lléveme a la comisaría, deje que haga la llamada que me corresponde y aclararemos todo esto.

Will le dio la vuelta, agarrándole por el hombro por si decidía volver a probar suerte. Con cada paso que daba Will sentía que su irritación crecía cada vez más. Berman resultaba cada vez más patético, la mezquina sombra de un ser humano. Se habían pasado los dos últimos días buscándole y el muy capullo había hecho que lo persiguieran por todo el vecindario.

Se giró.

– ¿Por qué no me quita esas esposas y…?

Will le obligó a volverse de una forma tan brusca que tuvo que agarrarlo para evitar que se cayera de cara. La vecina de al lado estaba en el umbral de la puerta principal, observándoles. Como las otras vecinas, no parecía desagradarle el hecho de ver a Berman esposado.

– ¿Te odian porque eres gay? -le preguntó Will-. ¿O porque vives a costa de tu mujer?

Berman se giró de nuevo.

– ¿Pero qué coño te…?

Will le empujó y esta vez le hizo perder el equilibrio.

– Son las diez de la mañana y todavía estás en pijama. -Lo empujó para que avanzara por el descuidado césped de su jardín-. ¿No tienes un cortacésped?

– No podemos permitirnos un jardinero.

– ¿Dónde están tus hijos?

– En la guardería. -Intentó girarse de nuevo-. ¿De qué va todo esto?

Will le empujó una vez más, obligándole a avanzar por el camino de entrada. Le odiaba por diversas razones, entre otras, porque tenía una esposa y dos hijos que seguramente le querían mucho y él no era capaz de corresponderles cortando el césped o lavando el coche.

– ¿Adónde me lleva? Le dije que me llevara a la comisaría de policía.

Will guardó silencio y continuó empujándole hacia la casa, tirando de sus manos hacia arriba cuando aminoraba el paso o intentaba volverse.

– Si estoy detenido tiene que llevarme a la cárcel.

Fueron hacia la parte trasera de la casa, y Berman no dejó de protestar. Estaba acostumbrado a que le escucharan y parecía molestarle más el hecho de que le ignoraran que el de que le empujaran, así que Will continuó sin decir una palabra.

Intentó abrir la puerta de atrás, pero estaba cerrada con llave. Miró a Jake, y su expresión arrogante pareció indicar que pensaba que ahora tenía la sartén por el mango. La ventana por la que había salido el hombre se había quedado cerrada, pero Will la deslizó hacia arriba, haciendo chirriar los viejos muelles.

– No se preocupe. Yo le espero aquí -le dijo Berman.

Will se preguntó dónde estaría Shelton. Seguramente estaba en la parte de delante, pensando que le hacía un favor dejándole a solas con el sospechoso.

– Vale -dijo abriendo las esposas para encadenar a Berman a la parrilla de la barbacoa. Se apoyó en el alféizar y subió a pulso hasta la ventana.

Aterrizó en la cocina, que estaba decorada con dibujos de gansos: gansos en el zócalo, en los paños y en la alfombra que había bajo la mesa de la cocina.

Se volvió para mirar por la ventana. Berman estaba allí, alisándose el pijama como si estuviera en un probador de Macy’s.

Will inspeccionó rápidamente la casa, pero no encontró más que lo que esperaba: la habitación de los niños con una litera, el dormitorio principal con baño propio, la cocina, la sala de estar y un despacho con un solo libro en los estantes. Will no fue capaz de leer el título, pero reconoció la foto de Donald Trump en la cubierta y supuso que sería uno de esos libros que enseñan cómo hacerse rico en poco tiempo. Obviamente Jake Berman no había seguido los consejos del millonario. Aunque teniendo en cuenta que se había quedado sin trabajo y se había declarado en bancarrota, a lo mejor sí los había seguido.

No había sótano y en el garaje no había más que tres cajas que, al parecer, contenían los objetos personales que Berman había recogido al dejar su puesto: una grapadora, un bonito juego de escritorio, un montón de documentos con gráficos y esquemas. Will deslizó la puerta de cristal del patio trasero y se encontró al detenido sentado bajo la parrilla, con el brazo colgando sobre su cabeza.

– No tiene derecho a registrar mi casa.

– Saliste huyendo de tu domicilio. No necesito más que eso.

Aparentemente Berman se tragó la explicación, que le había sonado razonable al propio Will aunque sabía que era del todo ilegal.

Will cogió un silla de la mesa y se sentó. El aire seguía siendo frío, y el sudor de la carrera que se había dado persiguiendo a Berman se le estaba enfriando.

– Esto no es justo -dijo Berman-. Quiero su número de placa, su nombre y…

– Pero ¿quieres los de verdad o prefieres que me los invente, como hiciste tú?

Berman tuvo el sentido común de no contestar.

– ¿Por qué corrías, Jake? ¿Adónde pensabas ir en pijama?

– No lo he pensado -masculló Berman-. Es solo que no quiero pasar por esto ahora. Bastante tengo con lo mío.

– Tienes dos opciones: o me cuentas lo que ocurrió esa noche, o te llevo a la cárcel en pijama. -Para dejar bien clara la amenaza añadió-: Y no me refiero al Club de Campo de Coweta, te voy a llevar derecho a la cárcel de Atlanta y no voy a dejar que te cambies.

Señaló el pecho de Berman, que subía y bajaba aceleradamente a causa del miedo y de la ira. Era evidente que el tipo se cuidaba. Tenía los abdominales bien definidos y los hombros anchos y musculosos.

– Ya verás como tantas horas levantando pesas te van a venir muy bien.

– ¿De eso es de lo que va todo esto? ¿Eres uno de esos cabrones homófobos?

– Me da exactamente igual a quién te estuvieras tirando en ese lavabo. -Aquello era cierto, pero Will utilizó un tono que parecía indicar lo contrario. Todo el mundo tenía un punto débil, y el de Berman era su orientación sexual. En aquel momento Will le estaba haciendo creer que el suyo era el hecho de que aquel cabrón que tenía esposado a un Grillmaster 2000 andaba poniéndole los cuernos a su mujer mientras dejaba que tragara con todo y se comportara como una buena esposa. No se le escapaba la ironía estilo Oprah.

– A los chicos del penal les encanta recibir carne fresca -le dijo.

– Que te den.

– Ah, sí, te van a dar, no te preocupes. Te van a dar por sitios que ni siquiera imaginas.

– Vete al carajo.

Will le dejó que siguiera enfureciéndose un poco más mientras intentaba controlar sus propias emociones. Se concentró en el tiempo que habían perdido buscando a ese patético imbécil cuando podrían haber estado siguiendo alguna pista más útil.

– Resistencia a la detención, mentir a la policía, malgastar el tiempo de la policía, obstrucción a la justicia -enumeró Will-. Podrían caerte diez años por esto, Jake, y eso si le caes bien al juez, cosa que dudo, porque tienes antecedentes y además eres un gilipollas muy arrogante.

Por fin Berman empezó a darse cuenta del lío en el que se había metido.

– Tengo hijos -dijo, con voz suplicante-. Mis niños.

– Sí, ya lo vi en el informe de cuando te detuvieron en el centro comercial.

Berman bajó la vista y se quedó mirando el suelo de cemento.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Quiero la verdad.

– Yo ya no sé cuál es la verdad.

Era evidente que estaba autocompadeciéndose otra vez. Will quería darle una patada en la cara, pero sabía que no serviría de nada.

– Tienes que entender que yo no soy tu psicólogo, Jake. No me importan tus remordimientos, ni que tengas hijos ni que estés engañando a tu mujer…

– ¡La quiero! -dijo, mostrando por primera vez una emoción que no fuera autocompasión-. Quiero a mi mujer.

Will aflojó un poco y trató de controlarse. Podía ponerse furioso o conseguir algo de información. Y había ido hasta allí a por eso.

– Antes era alguien. Tenía un trabajo. Iba a trabajar cada día. -Miró hacia la casa-. Vivía en un lugar agradable. Conducía un mercedes.

– ¿Eras constructor? -le preguntó Will, aunque ya lo había averiguado cuando Caroline encontró las declaraciones de impuestos de Berman.

– Torres de apartamentos -respondió-. El mercado se desplomó. Tuve suerte de conservar al menos la ropa.

– ¿Por eso lo pusiste todo a nombre de tu esposa?

Berman asintió lentamente.

– Estaba arruinado. Dejamos Montgomery y nos mudamos aquí hace un año. Se supone que íbamos a volver a empezar, pero…

Se encogió de hombros, como si no tuviera sentido continuar hablando.

A Will le parecía que su acento era bastante fuerte.

– ¿Naciste allí, en Alabama?

– Allí conocí a mi mujer. Los dos fuimos a la Universidad de Alabama. Lydia estudió inglés, los libros eran su hobby hasta que perdí mi trabajo. Ahora da clases en un colegio y yo me paso el día con los niños. -Se quedó mirando los columpios, que se mecían con la brisa-. Antes viajaba mucho. Aquello me permitía dar salida a mis impulsos. Cuando estaba de viaje hacía lo que quería, y luego volvía a casa para estar con mi mujer y mis hijos e ir a la iglesia. Funcionó perfectamente durante casi diez años.

– Te detuvieron hace seis meses.

– Le dije a Lydia que era un error. Que el centro comercial estaba lleno de maricones que intentaban ligar con hombres como Dios manda y la policía estaba tomando medidas drásticas. Le dije que me tomaron por uno de ellos porque… No recuerdo lo que le dije. Porque llevaba un bonito corte de pelo. Ella quería creerme, así que lo hizo.

Will supuso que no podían culparle por sentirse más identificado con la mujer que estaba siendo engañada.

– Dime que ocurrió en la 316.

– Vimos un accidente, gente en mitad de la carretera. Debería haber hecho algo más. El otro hombre… ni siquiera sé su nombre. Tenía conocimientos médicos. Intentó ayudar a la mujer que habían atropellado. Yo estaba en medio de la carretera, tratando de inventar una mentira que pudiera contarle a mi mujer. Si volviera a suceder algo parecido no me creería, daría igual lo que le dijera.

– ¿Cómo le conociste?

– Se suponía que estaba en el bar viendo un partido. Le vi entrar en el cine. Era un tipo muy atractivo, y estaba solo. Sabía por qué había ido allí. -Exhaló un hondo suspiro-. Le seguí hasta los lavabos, pero decidimos buscar un lugar más discreto.

Jake Berman no era un neófito, y Will no le preguntó por qué había conducido cuarenta kilómetros para ver el partido en un bar. Coweta podía ser una ciudad de provincias, pero Will había visto por lo menos tres bares cuando se dirigía a la interestatal y seguramente en el centro habría más.

– Deberías saber que es peligroso meterse en un coche con un desconocido sin más ni más -le advirtió Will.

– Supongo que me sentía solo -admitió Berman-. Quería estar con alguien. Ya sabe, alguien con quien pudiera ser yo mismo. Dijo que podíamos ir en su coche y buscar algún lugar en el bosque donde pudiéramos estar juntos un poco más de tiempo que en los lavabos. -Soltó una estentórea carcajada-. El olor de la orina no es un buen afrodisíaco para mí, créame. -Miró a Will directamente a los ojos-. ¿Le da asco oír hablar de esto?

– No -respondió sinceramente Will. Había escuchado miles de historias sobre polvos de una noche y sexo puramente animal. En realidad daba lo mismo si era una mujer o un hombre; las emociones eran muy similares, y el objetivo de Will era siempre el mismo: conseguir la información que necesitaba para resolver el caso.

Obviamente Jake sabía que Will no iba a darle mucha más cuerda.

– Íbamos por la autopista y el hombre que me acompañaba…

– Rick.

– Rick, eso es. -Por su expresión, parecía que hubiera preferido no saber su nombre-. Él iba conduciendo. Tenía los pantalones desabrochados. -Se ruborizó-. Me apartó. Dijo que había algo en la carretera, empezó a aminorar y vi lo que parecía un accidente grave.

Hizo una pausa, quería medir bien sus palabras y su sentido de culpa.

– Le dije que no parara, pero me dijo que era técnico de emergencias, que no podía ignorar el accidente. Imagino que tendrán un código o algo así.

Berman hizo otra pausa y Will imaginó que estaba haciendo memoria.

– Tómate tu tiempo -le dijo.

Jake asintió y continuó callado unos segundos más.

– Rick se bajó del coche, yo me quedé dentro. Ese matrimonio mayor estaba en medio de la autopista. El hombre se agarraba el pecho. Yo me quedé sentado en el coche, mirando como si fuera una película. La mujer cogió el móvil, imagino que para llamar a la ambulancia. Pero fue muy raro, porque se puso la mano delante de la boca, así. -Se puso la mano delante de la boca, tal como hacía Judith Coldfield cuando sonreía-. Era como si estuviera contando un secreto, pero no había nadie cerca que pudiera oírla, así que…

Berman se encogió de hombros.

– ¿Te bajaste del coche?

– Sí, al final me bajé. Oí la sirena de la ambulancia y me acerqué al señor mayor. ¿Henry, se llama? -Will asintió-. Sí, Henry. No tenía muy buen aspecto. Creo que los dos estaban en shock. El otro hombre, Rick, estaba atendiendo a la mujer desnuda. La verdad es que no la vi muy bien. No era algo agradable de mirar, ¿sabe? Quiero decir que resultaba difícil mirarla. Recuerdo que cuando llegó su hijo se quedó mirándola, como pensando: «Oh, Dios».

– Espere un momento -dijo Will-. ¿El hijo de Judith Coldfield estuvo en la escena del crimen?

– Sí.

Will trató de recordar la conversación con los Coldfield, preguntándose por qué Tom habría omitido un detalle tan importante. Había tenido muchas ocasiones de hablar, aun cuando su dominante madre estuviera presente.

– ¿En qué momento llegó el hijo?

– Unos cinco minutos antes que la ambulancia.

Will se sentía ridículo repitiendo todo lo que decía Jake Berman, pero quería tenerlo todo claro.

– ¿Tom Coldfield llegó a la escena antes de que llegara la ambulancia?

– Llegó antes que la policía, que vino después de que se fueran las dos ambulancias. No había nadie allí. Fue algo espantoso. Esa chica estuvo como veinte minutos tirada en la carretera y nadie vino a ayudarla.

Will tuvo la sensación de que acababa de encajar una pieza del rompecabezas; no la que necesitaban para resolver el caso, sino la que explicaba por qué Max Galloway se había mostrado tan reacio a compartir la información desde el principio. El detective debía de saber que la ambulancia se había llevado a la víctima antes de que llegara la policía. Faith tenía razón: había un motivo para que los de Rockdale no les hubieran enviado el informe del policía que atendió la llamada, y era que se estaban cubriendo las espaldas. La tardanza de la policía en acudir a los avisos era lo típico que a las agencias de noticas locales les gustaba destacar. En lo que a Will respectaba, esta era la gota que colmaba el vaso. Antes de que acabara el día haría que le retiraran a Galloway la placa de detective. A saber qué otras pruebas les habían ocultado o, peor aún, cuántas pruebas habrían puesto en peligro.

– Eh -le dijo Berman-. ¿Quiere oír el resto o no?

Will se percató de que se había quedado absorto en sus pensamientos y retomó el hilo de la narración.

– Así que entonces llegó Tom Coldfield -dijo-. ¿Y después vinieron las ambulancias?

– Primero llegó una. Se llevaron a la mujer, a la que habían atropellado con el coche. Henry dijo que prefería esperar porque quería que su mujer le acompañara y no había sitio para todos en la ambulancia. Se produjo una discusión, pero Rick dijo: «Váyanse, váyanse ya», porque sabía que la mujer estaba muy mal. Me dio las llaves de su coche y se fue con ella en la ambulancia para seguir atendiéndola.

– ¿Cuánto tiempo pasó hasta que llegó la segunda ambulancia?

– Unos diez o quince minutos.

Will echó cuentas mentalmente. Habían pasado en total unos cuarenta y cinco minutos y la policía no había aparecido.

– ¿Y después qué sucedió?

– Se llevaron a Henry y a Judith. El hijo les siguió en su coche, y yo me quedé en la autopista.

– ¿Y la policía no había llegado aún?

– Oí las sirenas nada más marcharse la segunda ambulancia. El coche estaba ahí… el de los Coldfield. La escena del crimen, ¿no? -Miró hacia los columpios del jardín como si estuviera visualizando a sus hijos jugando al sol-. Pensé en llevarme el coche de Rick y dejarlo en el cine. Nadie me conocía. Quiero decir que no habrían podido identificarme si no hubiera ido al hospital y les hubiera dado mi nombre.

Will se encogió de hombros, pero era cierto. De no ser porque Jake Berman les había dado su verdadero nombre no estaría allí hablando con él.

– Así que me subí al coche y me fui hacia el cine.

– ¿Hacia los coches de policía?

– Ellos venían en dirección contraria.

– ¿Por qué cambiaste de opinión?

Se encogió y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Supongo que estaba cansado de huir. De huir de… todo. -Se limpió los ojos con la mano que tenía libre-. Rick me dijo que la llevaban al Grady, así que cogí la interestatal y me fui al Grady.

Al parecer su valor empezó a flaquear poco después, pero Will prefirió no mencionarlo.

– ¿El viejo está bien? -preguntó Berman.

– Sí, está perfectamente.

– He oído en las noticias que la mujer está bien ya.

– Se está recuperando -le dijo Will-. Pero va a tener que vivir con eso toda la vida. No va a poder escapar de ello.

Berman se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Una lección para mí, ¿no? -El hombre volvía a autocompadecerse-. Aunque a usted le da igual, ¿verdad?

– ¿Sabes qué es lo que no me gusta de ti?

– Por favor, ilumíneme.

– Estás engañando a tu mujer. No me importa con quién, el caso es que la estás engañando. Si quieres estar con otras personas, me parece muy bien, pero entonces deja que tu mujer se vaya. Déjala vivir su vida. Deja que encuentre a alguien que la quiera de verdad, que la entienda y que quiera estar con ella.

El hombre meneó lentamente la cabeza.

– Usted no lo entiende.

Will imaginó que no servía de nada intentar razonar con él. Se levantó y le quitó las esposas.

– Ten cuidado, no te metas en un coche con cualquier desconocido.

– Eso se acabó. Lo digo en serio. No volveré a hacerlo.

Parecía tan seguro de sí mismo, que Will casi le creyó.

Will tuvo que esperar a estar lejos del vecindario de Jake Berman para tener cobertura suficiente y poder usar el móvil. Incluso entonces la recepción no era muy buena, y paró en el arcén para poder hablar. Marcó el número del móvil de Faith y dejó que sonara. Saltó el buzón de voz, y colgó. Miró la hora: las 10:15. Probablemente todavía estaba en Snellville con su médico.

Tom Coldfield no les había dicho que hubiera estado en la escena del crimen; otro que también les había mentido. Abrió el móvil y marcó el número de información. Le pasaron con la torre de control del aeropuerto Charlie Brown, y una operadora le dijo que Tom había hecho una pausa para fumarse un cigarrillo. Will iba a dejarle un mensaje cuando la operadora se ofreció a facilitarle el número del móvil. Unos minutos más tarde, le respondió la voz de Tom gritando para hacerse oír sobre el estruendo del motor de un avión.

– Me alegro de que haya llamado, agente Trent. -Hablaba prácticamente a gritos-. Le he dejado un mensaje a su compañera, pero no me ha devuelto la llamada.

Will se tapó la oreja con el dedo, como si con eso pudiera tapar el ruido del avión que despegaba al otro lado de la línea.

– ¿Ha recordado algo más?

– Oh, no, no es nada de eso -dijo Tom. Ya no había tanto ruido y hablaba normal-. Estuve hablando anoche con mis compañeros, y nos preguntábamos cómo iba la investigación.

Se oyó el ruido ensordecedor de un avión acelerando. Will esperó a que pasara, pensando que aquello era una locura.

– ¿A qué hora sale usted de trabajar?

– Dentro de diez minutos, luego tengo que ir a recoger a los niños a casa de mi madre.

Will imaginó que podía matar dos pájaros de un tiro.

– ¿Podemos vernos en casa de sus padres?

Tom esperó a que el ruido le permitiera hablar.

– Claro. Estaré allí en unos cuarenta y cinco minutos. ¿Hay algún problema?

Will miró el reloj del salpicadero.

– Le veo en cuarenta y cinco minutos.

Colgó antes de que Tom pudiera hacerle más preguntas. Por desgracia, también lo hizo antes de que pudiera darle la dirección de sus padres. Pero la urbanización en la que vivían no podía ser muy difícil de encontrar. La carretera de Clairmont atravesaba todo el condado de DeKalb, pero las urbanizaciones para jubilados estaban en una zona muy concreta, cerca del hospital de veteranos de Atlanta. Will puso el coche en marcha y se dirigió hacia la interestatal.

Mientras conducía iba pensando si llamar a Amanda para contarle que Max Galloway la había cagado otra vez, pero ella le preguntaría dónde estaba Faith, y Will no quería recordarle a su jefa que Faith tenía problemas médicos. Amanda odiaba cualquier tipo de debilidad y se mostraba implacable con el problema de Will. A saber hasta qué punto estaba dispuesta a castigar a Faith por ser diabética. No iba a darle más munición.

Naturalmente podía llamar a Caroline para que le pasase la información a Amanda. Cogió el móvil, rezando para que no se le descuajeringara mientras marcaba el número de la secretaria.

Caroline siempre miraba el identificador de llamadas.

– Hola, Will.

– ¿Te importaría hacerme otro favor?

– En absoluto.

– Judith Coldfield llamó al 911 y dos ambulancias llegaron al lugar del accidente antes que la policía de Rockdale.

– Eso no está bien.

– No -confirmó Will. No estaba bien. El hecho de que Max Galloway hubiera mentido implicaba que, en lugar de hablar con un agente bien entrenado sobre lo que había visto al llegar a la escena del crimen, iba a tener que confiar en lo que los Coldfield pudieran recordar-. Necesito que reconstruyas la secuencia temporal. Estoy seguro de que Amanda querrá saber por qué tardaron tanto.

– Voy a llamar directamente a Rockdale para que me confirmen los tiempos.

– Mira los registros telefónicos de Judith Coldfield. -Si Will podía pillarles en una mentira, Amanda podría utilizarlo en su contra-. ¿Tienes su número?

– Cuatro-cero-cuatro…

– Espera -dijo Will, pensando que le vendría bien tener el número de Judith. Siguió conduciendo con la punta de los dedos mientras sacaba una grabadora del bolsillo-. Adelante.

Caroline le dio el número del móvil de Judith Coldfield. Will apagó la grabadora y se llevó el teléfono a la oreja para darle las gracias. Antes tenía un sistema para ordenar los datos personales de los testigos y los sospechosos, pero Faith se había ido haciendo cargo poco a poco de todo el papeleo y sin ella estaba perdido. No le gustaba la idea de depender tanto de ella, sobre todo ahora que estaba embarazada. Probablemente estaría de baja al menos una semana cuando llegara el bebé.

Marcó el número de Judith, pero le saltó el buzón de voz. Le dejó un mensaje y llamó a Faith para decirle que iba hacia la casa de los Coldfield. Con un poco de suerte le llamaría y podría darle la dirección exacta. No quería volver a llamar a Caroline porque le extrañaría que un agente no tuviera todos esos datos escritos en alguna parte. Además, el móvil había empezado a hacer ruidos extraños. Tendría que hacer algo al respecto ya. Will lo dejó con mucha delicadeza sobre el asiento del copiloto; lo único que lo mantenía todo sujeto era un cordel y un trozo de cinta aislante bastante deteriorada.

Will bajó un poco la radio al entrar en la ciudad. En lugar de ir por el centro pasó directamente a la I-85. Había más tráfico de lo habitual en la salida de Clairmont, así que cogió el camino más largo, rodeando el aeropuerto de DeKalb Peachtree y atravesando barrios en los que la diversidad cultural era tal que había letreros que ni siquiera Faith podría leer.

Una vez sorteado el tráfico llegó a su destino. Giró en la primera urbanización cerrada que había enfrente del hospital, sabiendo que lo mejor en una situación así era ser metódico. El guarda de la puerta fue muy educado, pero los Coldfield no figuraban en la lista de residentes. En la siguiente urbanización le dijeron lo mismo, pero al llegar al tercer complejo dio en el blanco.

– Henry y Judith. -El guarda de la puerta sonrió, como si fueran viejos amigos-. Creo que Hank está en el campo de golf, pero Judith estará en casa.

Will esperó mientras el guarda llamaba para que le dejaran pasar. Miró aquellos jardines tan cuidados y sintió una punzada de envidia. Will no tenía hijos ni familia de la que hablar. La jubilación era un asunto que le preocupaba, y había estado ahorrando desde su primer sueldo. No era partidario de las inversiones arriesgadas, así que no había invertido mucho en bolsa. La mayor parte del dinero la tenía invertida en bonos del Tesoro y obligaciones municipales. Le aterrorizaba acabar siendo un pobre viejo solitario en algún geriátrico público. Los Coldfield estaban disfrutando de la clase de jubilación que a él le gustaría tener: un simpático guarda de seguridad en la puerta, jardines cuidados y un centro social donde poder jugar a las cartas o a la petanca.

Pero sabiendo cómo funcionaban en realidad las cosas, seguro que Angie acabaría contrayendo alguna terrible y devastadora enfermedad que duraría lo suficiente como para acabar con sus ahorros antes de morirse.

– ¡Adelante, joven! -El guarda le sonrió, mostrando su blanca dentadura bajo el poblado bigote gris-. Gire en la primera a la izquierda, luego a la derecha y estará en Taylor Drive. Es el 1693.

– Gracias -dijo Will, pero solo se quedó con el nombre de la calle y los números. El hombre le había hecho un gesto para indicarle hacia dónde debía girar la primera vez, así que cruzó la puerta y giró en esa dirección. Después de eso tendría que improvisar.

– Mierda -murmuró Will observando el límite de dieciséis kilómetros por hora mientras rodeaba el gran lago que había justo en el centro de la urbanización. Las casas tenían una sola planta y eran todas iguales: camino de gravilla, garajes con espacio para un solo coche y gran variedad de patos y conejos de piedra desperdigados por el impecable césped.

Había ancianos que habían salido a dar un paseo y le saludaban con la mano al pasar. Will les devolvía el saludo, probablemente para que pensaran que sabía por dónde iba. Que no era el caso. Detuvo el coche junto a una anciana que llevaba un mono de color lila. Portaba palos de esquí en las manos como si estuviera haciendo esquí de fondo.

– Buenos días -le saludó Will-. Estoy buscando el 1693 de Taylor Drive.

– ¡Oh, Henry y Judith! -exclamó la esquiadora- ¿Es usted su hijo?

Will dijo que no con la cabeza.

– No, señora. -No quería alarmar a nadie, así que le dijo-: Soy solo un amigo.

– Lleva usted un coche muy bonito.

– Gracias, señora.

– Seguro que yo no podría subir -le dijo-. Y aunque pudiera, ¡sería incapaz de salir!

Will le rio la gracia por educación, tachando esa urbanización de la lista de lugares en los que le gustaría retirarse.

– ¿Trabaja usted con Judith en el albergue para personas sin hogar? -le preguntó.

A Will no le habían hecho tantas preguntas desde que lo entrenaron para los interrogatorios en la academia del DIG.

– Sí, señora -mintió.

– Me compré esto en su tienda -dijo señalando el mono-. Parece nuevo, ¿eh?

– Es precioso -le aseguró Will, aunque el color parecía sobrenatural.

– Dígale a Judith que tengo varias chucherías para la tienda, si me envía el camión. -Le miró con expresión significativa-. A mi edad, una necesita ya muy pocas cosas.

– Sí, señora.

– Bueno. -La mujer asintió, complacida-. Siga por aquí a la derecha. -Will observó atentamente su mano-. Y a la izquierda está Taylor Drive.

– Gracias. -Se dispuso a arrancar, pero la anciana le detuvo-. Verá, la próxima vez será mejor que, nada más cuzar la puerta, gire a la izquierda, luego otra vez a la izquierda, y…

– Gracias -repitió Will arrancando el coche.

Si tenía que volver a hablar con algún vecino le iba a estallar la cabeza. Continuó avanzando lentamente, esperando haber acertado con la dirección. Sonó el móvil y casi lloró de alivio al comprobar que se trataba de Faith.

Con mucho cuidado, abrió el móvil y se lo acercó a la oreja.

– ¿Qué tal te ha ido en el médico?

– Muy bien -le dijo-. Escucha, acabo de hablar con Tom Coldfield…

– ¿Has quedado con él? Yo también.

– Jake Berman va a tener que esperar.

Will notó un nudo en el pecho.

– Ya he hablado con Jake Berman.

Faith se quedó callada. Demasiado.

– Faith, lo siento. Solo pensé que sería mejor que yo… -Will no sabía como terminar la frase. El teléfono se le empezó a escurrir de la mano y la línea se llenó de ruido. Esperó a que pasara y repitió-: Lo siento.

Faith le torturó durante un rato con su silencio, y cuando se decidió a hablar su tono era cortante y tenía la voz estrangulada.

– Yo no te trato de manera diferente porque tengas un problema.

No era cierto, pero Will sabía que no era el momento de discutirlo.

– Berman me ha dicho que Tom Coldfield estuvo en la escena del crimen. -Faith no le gritó, así que continuó-: Imagino que Judith lo llamó porque creía que Henry estaba sufriendo un ataque al corazón. Tom los siguió en su coche hasta el hospital. La policía apareció por allí cuando ya se habían ido todos.

Parecía que Faith no sabía si gritarle o comportarse como una policía. Como siempre, lo último se impuso.

– Por eso Galloway nos ha estado puteando. Estaba cubriéndole las espaldas al departamento de policía de Rockdale. -Pasó al siguiente problema-. Y Tom Coldfield no nos dijo que había estado en la escena del crimen.

Will hizo una pausa para evitar el ruido.

– Lo sé.

– Tiene treinta y tantos, más o menos mi edad. El hermano de Pauline era mayor, ¿no?

Will prefería hablar con ella en persona, su móvil estaba en las últimas.

– ¿Dónde estás? -le preguntó.

– Estoy ya en la urbanización de los Coldfield.

– Bien -dijo, sorprendida de que hubiera sido capaz de llegar tan lejos solo-. Estoy muy cerca. Llego en dos minutos.

Will colgó y soltó el móvil en el asiento del copiloto. Se había salido otro cable de la carcasa. Era rojo, y eso no debía de ser buena señal. Miró por el retrovisor: la esquiadora se dirigía hacia él. Andaba deprisa, así que aceleró a veinticinco kilómetros por hora para alejarse de ella.

Las señales eran más grandes de lo normal, y los letreros estaban escritos en blanco sobre negro, lo que para Will era una pésima combinación. Giró en la primera calle que encontró, sin molestarse en leer ni la primera letra del cartel. El Mini de Faith destacaría de lejos entre los Cadillacs y los Buicks que conducían los jubilados.

Will llegó hasta el final de la calle, pero no vio ningún Mini. Dobló en la siguiente esquina y prácticamente se dio de bruces con la esquiadora. Ella le hizo un gesto con la mano para que bajara la ventanilla.

– ¿Sí, señora? -le preguntó, con una amable sonrisa.

– Es ahí -le dijo, señalando la casa de la esquina.

En el jardín había una estatuilla de un jockey con la cara blanca recién pintada. Había dos cajas de cartón al lado del buzón, etiquetadas con rotulador negro.

– ¿Supongo que no pensará llevárselas en ese coche tan pequeño? -le dijo la anciana.

– No, señora.

– Judith me ha dicho que su hijo va a pasarse luego con el camión. -Miró hacia arriba-. Más vale que no tarde mucho.

– Seguro que no tardará -le dijo Will. Pero esta vez no parecía tan dispuesta a continuar la conversación. La anciana se despidió con la mano y siguió su camino.

Will miró las cajas delante de la casa de Judith y Henry Coldfield, y le recordó la basura que Jacquelyn Zabel había sacado de casa de su madre, aunque se suponía que las cajas y las bolsas que Jackie había dejado en la acera no eran para tirar. Charlie Reed le había dicho que había tenido que espantar a unos que venían con un camión de la beneficencia justo antes de que llegaran Faith y Will. ¿Había mencionado específicamente la ONG Buena Voluntad o había utilizado el término como genérico, como hacía la gente con la aspirina o los kleenex?

Desde el principio, habían estado buscando una conexión física entre las víctimas, algo que todas ellas tuvieran en común. ¿Acababa de toparse con ella?

Se abrió la puerta principal y salió Judith, que descendió con cuidado los dos escalones del porche con una caja grande en los brazos. Will se bajó del coche y corrió hacia ella, llegando justo a tiempo de coger la caja antes de que se le cayera al suelo.

– Gracias -le dijo.

Judith se había quedado casi sin aliento y sus mejillas se sonrojaron.

– Llevo toda la mañana intentando sacar todo esto y Henry no ha sido capaz de echarme una mano. -Se fue hacia el bordillo-. Déjela aquí con las otras. Se supone que Tom vendrá dentro de un rato a llevárselas.

Will dejó la caja en la acera.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando como voluntaria en el refugio?

– Oh -dijo, y fue pensándolo de vuelta a la casa-, pues no lo sé. Desde que nos trasladamos aquí. Hará unos dos años, más o menos. Santo cielo, el tiempo pasa volando.

– Faith y yo estuvimos viendo un folleto el otro día. Había un listado de las empresas que lo patrocinan.

– Quieren sacar partido de sus inversiones. No hacen caridad porque sea lo correcto, sino para mejorar sus relaciones públicas.

– Recuerdo haber visto el logo de un banco en el folleto.

Incluso ahora recordaba la imagen de un ciervo de cuatro puntas en la parte inferior del folleto.

– Oh, sí. Buckhead Holdings. Donan la mayor parte del dinero, pero entre usted y yo, apenas llega.

Will notó una gota de sudor que le bajaba por la espalda. Olivia Tanner era la responsable de las relaciones con la comunidad de Buckhead Holdings.

– ¿Y qué me dice de los asuntos legales? -preguntó-. ¿Hay algún bufete que atienda de forma gratuita los problemas del refugio?

Judith abrió la puerta principal.

– Hay un par de bufetes que nos echan una mano. Es un refugio para mujeres, ya sabe. Muchas de ellas necesitan ayuda para cumplimentar los papeles del divorcio, conseguir órdenes de alejamiento. Algunas tienen problemas con la ley. Es muy triste.

– ¿Bandle & Brinks es uno de ellos? -preguntó Will, dándole el nombre del bufete en el que trabajaba Anna Lindsey.

– Sí -contestó Judith, sonriendo-. Nos ayudan mucho.

– ¿Conoce usted a una mujer llamada Anna Lindsey?

Judith dijo que no con la cabeza según entraba en la casa.

– ¿Es alguna mujer del refugio? Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero son tantas que no tengo ocasión de hablar con ellas individualmente.

Will entró con ella y echó un vistazo alrededor. La distribución era exactamente como se podía imaginar desde la calle: había un amplio salón que daba a un porche cubierto y al lago. La cocina estaba en el mismo lado de la casa que el garaje, y en el otro estaban los dormitorios. Todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas. Pero lo más sorprendente era que daba la impresión de que dentro de la casa hubiera estallado un huevo de Pascua gigante. Había adornos por todas partes, y conejos con trajes de color pastel por doquier. Diseminadas por el suelo, se veían varias cestas con huevos de plástico sobre un lecho de suave hierba verde.

– Pascua -dijo Will.

Judith sonrió abiertamente.

– Es mi segunda época favorita del año.

Will se aflojó la corbata, pues empezaba a sudar profusamente.

– ¿Y eso?

– La Resurrección. El renacimiento de Nuestro Señor. La redención de todos nuestros pecados. El perdón es un don poderoso que lo transforma a uno. Lo veo en el refugio todos los días. Esas pobres mujeres, rotas, buscan la redención. Y no se dan cuenta de que no es algo que puedan obtener sin más. El perdón hay que ganárselo.

– ¿Y se lo ganan?

– Teniendo en cuenta a qué se dedica, yo diría que conoce mejor que yo la respuesta a esa pregunta.

– ¿Cree que hay mujeres que no lo merecen?

Judith dejó de sonreír.

– La gente cree que hemos avanzado mucho desde los tiempos de la Biblia, pero seguimos viviendo en una sociedad que desprecia a las mujeres, ¿no le parece?

– ¿Como si fueran basura?

– Dicho así suena un poco duro, pero cada uno toma sus propias decisiones.

Will notó que el sudor comenzaba a empaparle la espalda.

– ¿Siempre le ha gustado la Pascua? -le preguntó.

Le enderezó la pajarita a uno de los conejos.

– Supongo que en parte tiene que ver con que Henry solo tenía vacaciones en Navidad y en Pascua. Para nosotros eran épocas muy especiales. ¿No le encanta estar con la familia?

– ¿Está Henry en casa? -preguntó Will.

– Ahora mismo no. -Le dio la vuelta a su reloj de muñeca-. Siempre llega tarde. Pierde la noción del tiempo con mucha facilidad. Se suponía que íbamos a ir al centro social cuando Tom se llevara a los niños.

– ¿Trabaja Henry en el refugio?

– Oh, no.-Soltó una risita según entraba en la cocina-. Henry está muy ocupado disfrutando de su jubilación. Pero Tom sí viene a echar una mano cuando puede. Se queja, pero es un buen chico.

Will recordó que Tom estaba intentando arreglar un cortacésped cuando le vieron en la tienda benéfica.

– ¿Suele trabajar en la tienda?

– No, no. Lo odia.

– ¿Y qué hace, entonces?

Judith cogió una bayeta y la pasó por la encimera.

– Un poco de todo.

– ¿Como por ejemplo?

La mujer dejó de frotar.

– Si una mujer necesita consejo legal se encarga de hablar con alguno de los abogados; si a uno de los niños se le derrama algo, coge una fregona. -Sonrió con orgullo-. Lo que le decía, es un buen chico.

– Eso parece -admitió Will-. ¿Qué más cosas hace?

– Oh, esto y lo otro. -Hizo una pausa y se quedó pensándolo-. Coordina las donaciones. Se le da muy bien hacer llamadas. Si le parece que la persona con la que está hablando puede dar un poco más, se acerca con el camión a recoger lo que sea, y nueve de cada diez veces vuelve además con un cheque. Creo que le gusta salir y hablar con la gente. En el aeropuerto no hace otra cosa en todo el día más que mirar puntitos en una pantalla. ¿Quiere un poco de agua fría? ¿Limonada?

– No, gracias -contestó-. ¿Y qué me dice de Jacquelyn Zabel? ¿Le suena ese nombre de algo?

– Sí que me suena, pero no sé de qué. Es un nombre poco frecuente.

– ¿Y Pauline McGhee? ¿O Pauline Seward, quizá?

Judith sonrió y se tapó la boca con la mano.

– No.

Will se obligó a ir más despacio. La primera regla en un interrogatorio era mantener la calma, porque era difícil saber cuándo alguien estaba tenso si tú lo estabas también. Judith se había quedado quieta cuando le formuló la última pregunta, así que la repitió.

– ¿Pauline McGhee o Pauline Seward?

– No -respondió ella, meneando la cabeza. Impostó un tono despreocupado-. El caso es que no estoy muy segura. Debo de tener mi calendario por alguna parte. Normalmente marco las fechas. -Abrió uno de los cajones de la cocina y empezó a revolverlo. Era evidente que estaba nerviosa, y Will sabía que había abierto el cajón para no tener que mirarle a los ojos-. Tom es muy generoso con su tiempo. Está muy involucrado con el grupo de jóvenes de la parroquia. Todos participamos en el comedor de caridad una vez por semana.

El agente no permitió que escurriera el bulto.

– ¿Va él solo a recoger las donaciones?

– A menos que donen un sofá o algún mueble grande. -Cerró el cajón y abrió otro-. No tengo ni idea de dónde he puesto el calendario. Todos estos años deseando tener a mi marido en casa conmigo y ahora me vuelve loca guardando las cosas donde Dios le da a entender.

Will miró por la ventana, preguntándose por qué tardaría tanto Faith.

– ¿Los niños están aquí?

Judith abrió otro cajón.

– Están durmiendo la siesta.

– Tom me dijo que nos veríamos aquí. ¿Por qué no nos dijo que estuvo en el lugar del accidente con Anna Lindsey?

– ¿Qué? -Por un momento dio la impresión de estar algo confusa, pero contestó-. Bueno, la verdad es que llamé a Tom para que viniera a ver a Henry. Pensé que estaba teniendo un ataque al corazón, que Tom querría estar allí, que…

– Pero su hijo no nos contó que había estado allí -repitió Will-. Ni ustedes tampoco.

– Yo no… -Hizo un gesto de rechazo con la mano-. Quería estar con su padre.

– Las mujeres que han secuestrado eran muy cautelosas. No le habrían abierto la puerta a cualquiera. Tenía que ser alguien en quien ellas confiaran. Alguien a quien esperaban.

Judith dejó de buscar el calendario. En su rostro se leía perfectamente lo que estaba pensando: sabía que algo iba muy mal.

– ¿Dónde está su hijo, señora Coldfield? -le preguntó.

A Judith se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿Por qué me hace todas estas preguntas sobre Tom?

– Se suponía que había quedado conmigo aquí.

– Dijo que tenía que irse a casa. -Su voz era apenas un susurro-. No entiendo…

En ese momento Will cayó en la cuenta de algo, de algo que Faith le había dicho por teléfono. Había hablado ya con Tom Coldfield. La razón de que no hubiera llegado todavía era que Tom le había dado la dirección de otra casa.

– Señora Coldfield -dijo Will en tono muy serio-, necesito saber dónde está Tom en este momento.

Judith se tapó la boca con la mano y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Había un teléfono en la pared. Will arrancó el auricular. Marcó el número del móvil de Faith, pero no llegó a pulsar el último botón. Sintió un dolor ardiente en la espalda y el peor espasmo muscular que había sentido en su vida. Se llevó la mano al hombro, buscando a tientas un nudo, pero no sentía más que un metal frío y afilado. Miró hacia abajo y vio la punta ensangrentada de lo que debía de ser un cuchillo muy grande sobresaliendo de su pecho.

Capítulo veintitrés

Faith estaba en el exterior de la casa de Tom Coldfield con el auricular pegado a la oreja mientras oía sonar el móvil de Will. Le había dicho que estaba a dos minutos, pero hacía ya más de diez. Saltó el buzón de voz. Seguramente se había perdido y estaba conduciendo en círculos, buscando su Mini porque era demasiado cabezón para pedir ayuda. Si estuviera de mejor humor saldría a buscarle, pero le daba miedo lo que pudiera llegar a decirle a su compañero si se quedaba a solas con él.

Cada vez que pensaba que Will le había mentido y había ido a hablar con Jake Berman a sus espaldas tenía que agarrarse con fuerza al volante para no estrellar el puño contra el salpicadero. No podían seguir así, como si ella fuera un lastre. Si pensaba que podía arreglárselas solo ahí fuera no había razón para que continuaran trabajando juntos. Podía aguantar muchas cosas de Will, pero si no confiaba en ella la cosa no podía funcionar. Y él también tenía sus propios lastres; por ejemplo no poder distinguir entre algo tan simple como la derecha y la izquierda.

Faith miró la hora otra vez. Le daría otros cinco minutos antes de entrar en la casa.

La médica no le había dado buenas noticias, que era lo que esperaba absurdamente Faith. Desde el momento en que pidió la cita para ir a ver a Delia Wallace su salud había mejorado de forma apreciable. Esa mañana no se había levantado bañada en sudor frío. Tenía el azúcar alto, pero no por las nubes. Tenía la mente despejada, centrada. Y entonces Delia Wallace se lo había echado todo por tierra.

Sara le había hecho una prueba en el hospital que mostraba la pauta de sus niveles de azúcar a lo largo de las últimas semanas. Tendría que ir a ver a un dietista. La doctora Wallace le había dicho que iba a tener que planificar cuidadosamente sus comidas, lo que comía entre horas y en cada momento de su vida hasta que se muriera; algo que podía suceder de forma prematura porque sus niveles de azúcar fluctuaban de tal modo que lo mejor que podía hacer era tomarse un par de semanas libres y concentrarse en aprender a tratar su diabetes.

Le encantaba que los médicos dijeran cosas así, como si cogerse dos semanas libres fuera algo que uno pudiera conseguir simplemente chasqueando los dedos. A lo mejor podía irse a Hawái o a Fiji. O podía llamar a Oprah Winfrey para preguntarle el nombre de su cocinero personal.

Afortunadamente también le había dado buenas noticias. Faith había visto a su bebé. Bueno, en realidad no lo había visto exactamente -el niño era poco más que una manchita todavía-, pero había podido escuchar los latidos de su corazón y ver la imagen por ultrasonidos y el delicado sube y baja de la diminuta mancha que crecía en su interior, y aunque Delia Wallace le había insistido mucho en que era pronto para eso, Faith habría jurado que había visto una manita diminuta.

Marcó de nuevo el número de Will. El buzón de voz saltó casi de inmediato. Se preguntó si su móvil habría entregado el alma por fin. No podía entender por qué no se compraba uno nuevo. A lo mejor es que tenía algún extraño vínculo emocional con ese aparato.

En cualquier caso le estaba haciendo perder mucho tiempo. Abrió la puerta y se bajó del coche. Tom Coldfield vivía a diez minutos del lugar donde sus padres habían tenido el desafortunado accidente. Su casa estaba en mitad de la nada: para visitar al vecino más próximo se necesitaba el coche. Tenía ese aspecto de caja típico de la moderna arquitectura de los suburbios. Faith prefería su casa, con su tarima desigual y sus espantosas paredes de falsa madera en el cuarto de estar.

Todos los años, cuando le llegaba la devolución de Hacienda, se prometía que iba a hacer algo con esas paredes, pero cada vez, como por arte de magia, Jeremy necesitaba algo importante por las mismas fechas en las que le llegaba el cheque. Una vez estuvo a punto de librarse, pero el muy canalla se rompió un brazo intentando demostrarles a sus amigos que podía saltar con el patinete desde el tejado hasta un colchón que habían encontrado en el bosque.

Se llevó la mano a la barriga. No se iba a librar en su vida de esos paneles de falsa madera.

Faith buscó su identificación en el bolso mientras se dirigía hacia la puerta principal. Llevaba tacones y uno de sus mejores vestidos, porque por alguna razón esa mañana le había parecido importante estar presentable para su cita con Delia Wallace; un esfuerzo inútil, pues se había pasado la mayor parte del tiempo con un camisón de papel.

Se dio la vuelta y miró la calle vacía. No se veía a su compañero por ninguna parte. No entendía por qué tardaba tanto. Tom le había dicho a Faith por teléfono que ya le había dado a Will las indicaciones necesarias para llegar hasta la casa. Pese a su problema para distinguir la derecha y la izquierda, Will se las arreglaba muy bien para encontrar el camino. Ya debería haber llegado. En cualquier caso, debería coger el teléfono. A lo mejor le había vuelto a llamar Angie. Teniendo en cuenta lo que sentía en ese momento Faith por Will esperaba que su mujer estuviera mostrándole su lado más dulce y amoroso.

Faith llamó al timbre y tuvo que esperar un buen rato a que le abrieran la puerta. Demasiado tiempo considerando que llevaba un cuarto de hora aparcada justo delante.

– Hola. -La mujer que salió a abrirle la puerta era delgada y angulosa, pero no podía considerarse en absoluto guapa. El cabello rubio le caía lacio sobre la frente y tenía las raíces oscuras. Tenía ese aspecto descuidado que se te queda cuando tienes niños pequeños.

– Soy la agente especial Faith Mitchell -se presentó, enseñándole su placa.

– Darla Coldfield. -Tenía una voz susurrante de esas que denotan delicadeza. Se pellizcó el cuello de la blusa morada que llevaba puesta. Faith se percató de que el borde estaba desgastado y deshilachado por las costuras.

– He quedado aquí con Tom.

– Está a punto de llegar. -La mujer reparó en que estaba bloqueando la puerta y se echó a un lado-. ¿Quiere pasar?

Faith entró en el recibidor, cuyo suelo estaba embaldosado en blanco y negro. Vio que era igual en el resto de la casa, desde la cocina hasta la sala de estar. Incluso el comedor y el estudio que se veían a ambos lados del recibidor tenían el suelo de baldosas.

De todos modos Faith cumplió con el protocolo de decirle a la mujer que tenía una casa muy bonita, mientras el eco de sus propias pisadas resonaba en sus oídos según se dirigían a la sala de estar. El mobiliario tenía un toque más masculino de lo que Faith hubiera imaginado. Había un sofá de cuero marrón y un sillón reclinable a juego. La alfombra era negra y no tenía una sola mota de polvo. No había juguetes, algo bastante raro teniendo en cuenta que los Coldfield tenían dos niños. A lo mejor no les dejaban jugar en aquella habitación. Se preguntó qué utilizarían como sala de estar. En la parte de la casa que había visto hacía calor, aunque afuera hiciera fresco, y era muy poco acogedora. Faith estaba a punto de romper a sudar. El sol entraba a raudales por las ventanas, pero tenían todas las luces encendidas.

– ¿Le apetece un té? -preguntó Darla.

Faith estaba mirando su reloj, extrañada de que Will tardara tanto.

– Claro.

– ¿Con o sin azúcar?

La respuesta de Faith no fue todo lo automática que debería haber sido.

– Sin azúcar. ¿Llevan mucho tiempo viviendo aquí?

– Ocho años.

La casa parecía más deshabitada que un almacén vacío.

– Tienen ustedes dos hijos, ¿no?

– Un niño y una niña. -Sonrió con aire inseguro-. ¿No tiene usted un compañero?

La pregunta parecía algo extraña, teniendo en cuenta por dónde estaba llevando Faith la conversación.

– Tengo un hijo.

La mujer sonrió y se tapó la boca, un gesto que probablemente le había pegado su suegra.

– No, me refería a un compañero de trabajo.

– Sí. -Faith miró las fotos familiares que había sobre la repisa de la chimenea. Pertenecían a la misma serie que las que Judith les había enseñado cuando estuvieron en el refugio-. ¿No le importaría llamar a Tom a ver si va a tardar mucho?

Su sonrisa vaciló.

– Oh, no. No quiero molestarle.

– Es un asunto policial, la verdad es que necesito que le moleste.

Darla apretó los labios. Faith no pudo descifrar su expresión. Era prácticamente neutra.

– A mi marido no le gusta que le metan prisa.

– Y a mí no me gusta que me hagan esperar.

Darla sonrió con la misma timidez de antes.

– Iré a buscar ese té.

Hizo ademán de marcharse, pero Faith le preguntó:

– ¿Le importa si paso un momento al baño?

Darla se volvió, con las manos entrelazadas delante de su pecho. Su expresión seguía siendo neutra.

– Al final del pasillo, a la derecha.

– Gracias.

Faith siguió sus indicaciones; sus tacones resonaban como un tambor según pasaba por delante de la despensa y de lo que debía de ser la puerta del sótano. Darla Coldfield le daba mala espina, pero no sabía muy bien por qué. Quizá era simplemente que Faith odiaba de manera instintiva a las mujeres que se sometían de esa manera a sus maridos.

Una vez dentro del baño fue derecha al lavabo, donde se refrescó la cara con agua fría. Las luces del tocador también estaban encendidas y Faith pulsó los interruptores, pero siguieron así. Volvió a intentarlo un par de veces más y las luces no se apagaron. Miró hacia arriba. Las bombillas debían de ser de cien vatios.

Parpadeó varias veces, pensando que mirar directamente una bombilla encendida no debía de ser la cosa más inteligente que había hecho en su vida. Se agarró al pomo del armario de las toallas para no perder el equilibrio, mientras esperaba a que se le pasara el mareo. A lo mejor podía esperar ahí dentro a que llegara Will, en lugar de sentarse en el sofá con Darla Coldfield a tomar el té estrujándose el cerebro para darle conversación. El baño era bonito, aunque algo austero. Tenía forma de L, con un armario para las toallas entre ambos lados. Faith imaginó que al otro lado estaría el cuarto de la colada. Se oía el rumor de la secadora a través del tabique.

Como Faith era una persona bastante indiscreta abrió el armario de las toallas. Las bisagras chirriaron, y Faith se quedó esperando a que entrara Darla Coldfield y le echase en cara su mala educación. Pero al ver que no pasaba nada miró dentro del armario. Era más profundo de lo que había imaginado, pero las baldas eran estrechas; había varios juegos de toallas dobladas con mimo y un juego de sábanas con dibujos de coches que debían de ser de los niños.

¿Dónde estaban los niños? A lo mejor estaban jugando afuera. Faith cerró el armario y miró por el ventanuco. El jardín de atrás estaba vacío; ni siquiera había columpios ni una casita en el árbol. Quizá estaban durmiendo la siesta para estar frescos cuando vinieran los abuelos. Faith nunca había dejado que Jeremy se echara la siesta antes de que sus padres vinieran a visitarles. Quería que terminaran de agotarlo para que luego durmiera de un tirón hasta la mañana siguiente.

Exhaló un hondo suspiro según se sentaba en la taza, que estaba al lado del lavabo. Estaba un poco mareada, probablemente a consecuencia del calor. O a lo mejor era el azúcar. En la consulta del médico lo tenía bastante alto.

Se colocó el bolso sobre las rodillas y se puso a buscar el glucosómetro. Delia Wallace tenía una variada colección de glucosómetros en la pared de su consulta. La mayoría eran muy baratos o gratuitos, porque con lo que de verdad hacían dinero era con las tiritas reactivas. Cada fabricante tenía la suya, así que una vez que elegías un determinado glucosómetro tenías que seguir usándolo de por vida. A menos que se te cayera al suelo y se rompiera.

– Mierda -murmuró Faith, agachándose para coger el aparato, que se le había deslizado y había ido a parar al lado de la pared. Oyó un leve pero sonoro ruido proveniente del objeto.

Faith lo cogió del suelo, preguntándose si se habría roto. La pantalla seguía marcando cero, a la espera de la tirita. Agitó el glucosómetro y se lo acercó a la oreja para volver a escuchar el ruido. Se agachó y trató de volver a ponerlo en la misma posición que estaba cuando oyó el ruido. Volvió a oírlo, pero esta vez el sonido era alto y frenético.

Y no venía del glucosómetro.

¿Sería un gato? ¿Algún animal atrapado en las tuberías de la calefacción? Unas Navidades, el jerbo de Jeremy se murió en la secadora, y Faith prefirió vendérsela a un vecino para no tener que ver la carnicería. Pero fuera lo que fuese estaba vivo, y obviamente pretendía seguir con vida. Se agachó por tercera vez, acercándose a la rejilla de la calefacción que había junto a la base de la taza.

El ruido se oía ahora con más claridad, pero amortiguado. Faith se puso de rodillas, y pegó la oreja a la rejilla. Parecía que decía algo.

Socorro.

No era un animal. Era una mujer que pedía socorro.

Faith metió la mano en el bolso y sacó la funda de terciopelo en la que guardaba su Glock cuando no la llevaba a la cintura. Tenía las manos sudorosas.

De repente llamaron a la puerta con los nudillos: era Darla.

– ¿Está usted bien, agente Mitchell?

– Estoy bien -mintió Faith, intentando que su voz no la delatara. Cogió el móvil, tratando de ignorar el temblor de sus manos-. ¿Ha llegado ya Tom?

– Sí -respondió la mujer, y no dijo nada más. Tan solo esa única palabra flotando en el aire.

– ¿Darla? -No hubo respuesta-. Darla, mi compañero viene para acá. Llegará en cualquier momento. -El corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho-. ¿Darla?

Volvieron a golpear la puerta, pero esta vez más fuerte. Faith soltó el móvil y cogió el revólver con ambas manos, dispuesta a disparar contra quien se atreviera a entrar en el baño. La Glock no tenía un seguro convencional, solo se disparaba si apretabas el gatillo hasta el fondo. Faith apuntó al centro de la puerta, preparándose para darle con todas sus fuerzas.

Nada. Nadie entró por la puerta. El pomo no se movía. Rápidamente miró hacia abajo, buscando su móvil. Estaba detrás de la taza. Continuó apuntando hacia la puerta mientras se agachaba para recoger el teléfono.

Seguía cerrada.

Las manos le sudaban de tal forma que sus dedos resbalaban sobre las teclas. Se equivocó al marcar el número y maldijo entre dientes. Estaba intentando marcarlo otra vez cuando vio que se abría la puerta del armario que tenía detrás.

Se dio la vuelta y se encontró apuntando con el revólver al pecho de Darla. Faith lo comprendió todo de repente: la puerta falsa en la pared del armario, la lavadora al otro lado, la Taser en las manos de la señora Coldfield.

Faith se inclinó hacia un lado y apretó el gatillo sin molestarse en apuntar. Los electrodos de la Taser le pasaron de largo y los cables brillaron a la potente luz de las bombillas mientras los electrodos se estrellaban contra la pared.

Darla seguía allí de pie, con la Taser en las manos. Por encima de su hombro Faith vio un desconchón en el yeso de la pared.

– No se mueva -le advirtió Faith, apuntando al pecho de Darla mientras con la otra mano buscaba el pomo de la puerta-. Hablo en serio. No se mueva.

– Lo siento -murmuró la mujer.

– ¿Dónde está Tom? -Al ver que no respondía, Faith gritó-. ¿Dónde coño está Tom?

Darla se limitó a menear la cabeza. Faith abrió la puerta y salió de espaldas sin dejar de apuntarle.

– Lo siento mucho -repitió la mujer.

Dos fuertes brazos agarraron a Faith por detrás; era un hombre, pues su cuerpo era duro y tenía mucha fuerza. Tenía que ser Tom. La cogió en volandas y, sin pensarlo, Faith apretó el gatillo apuntando hacia el suelo. Darla seguía delante del armario y Faith disparó de nuevo, pero esta vez apuntando a la mujer para que encontraran el casquillo y pudieran identificar su arma. Falló el tiro, y Darla se agachó y se apartó, cerrando tras de sí la puerta del armario.

Faith disparó otra vez, y otra, mientras Tom la arrastraba por el pasillo. Apretó la muñeca de Faith con fuerza, y sintió un dolor tan fuerte que pensó que le había roto los huesos. Agarró el revólver todo lo que pudo, pero Tom tenía demasiada fuerza. Soltó el arma y empezó a darle patadas mientras intentaba agarrarse a lo que fuera: el marco de la puerta, la pared, el pomo de la puerta del sótano. Todos los músculos de su cuerpo aullaban de dolor.

– Pelea -gruñó Tom, y sus labios estaban tan cerca de la oreja de Faith que casi le parecía que estaba dentro de su cabeza. Se percató de que el cuerpo del hombre respondía a la pelea, el placer que sentía con su miedo.

Faith sintió que la rabia se apoderaba de ella y le infundía valor. Anna Lindsey, Jacquelyn Zabel, Pauline McGhee, Olivia Tanner. Ella no iba a ser otra de sus víctimas. No iba a acabar en el anatómico. No iba a abandonar a su hijo. No iba a perder a su hijo.

Se volvió y arañó la cara de Tom, clavándole las uñas en los ojos. Utilizó todo su cuerpo -las manos, los pies, los dientes- para defenderse. No iba a tirar la toalla. Le mataría con sus propias manos si era necesario.

– ¡Sácame de aquí! -gritó una voz que venía del sótano. El grito le sorprendió. Por una décima de segundo dejó de luchar, y Tom también. La puerta tembló-. ¡Sácame de aquí de una puta vez!

Faith volvió en sí. Empezó a darle patadas, a pegarle con las manos y a hacer todo lo que se le ocurría para librarse de él. Tom seguía atenazándola con sus fuertes brazos. Quien fuera que estuviese en el sótano estaba aporreando la puerta, intentando echarla abajo. Faith gritó a pleno pulmón:

– ¡Socorro! ¡Ayúdeme!

– ¡Hazlo! -rugió Tom.

Darla estaba al final del pasillo, con la Taser recargada en la mano. Faith vio la Glock a los pies de la mujer.

– ¡Hazlo! -le ordenó Tom, aunque los golpes en la puerta ahogaban su voz-. ¡Dispara ya!

Faith solo podía pensar en el hijo que llevaba dentro, en aquellos diminutos deditos, en el delicado latido de su corazón dentro de su minúsculo pecho. Se quedó completamente laxa, con los músculos relajados. Tom no esperaba esa reacción y se tambaleó al tener que sostener todo su peso de repente. Los dos cayeron al suelo. Faith se arrastró y alargó la mano para coger el arma, pero él tiró de ella como si fuera un pez atrapado en el anzuelo.

La puerta se abrió de golpe y saltó en pedazos. Una mujer salió corriendo tropezándose por el pasillo y gritando obscenidades. Tenía las manos atadas a la cintura y los pies encadenados, pero se abalanzó sobre Tom con la precisión de un láser.

Faith aprovechó la distracción para coger la Glock y se retorció para apuntar a los cuerpos que se revolcaban por el suelo.

– ¡Hijo de puta! -gritó Pauline McGhee.

Estaba de rodillas sobre el pecho de Tom, inclinada sobre él. Tenía las manos esposadas a un cinturón que llevaba alrededor de la cintura, pero logró colocárselas alrededor del cuello.

– ¡Muérete! -gritó con la boca deshecha y escupiendo sangre. Tenía los labios destrozados y la mirada de una maníaca. Cargaba todo su peso sobre el cuello de Tom.

– ¡Alto! -logró decir Faith, con la voz ronca. Sintió un fuerte y punzante dolor en el vientre, como si algo se hubiera desgarrado en su interior, pero continuó apuntando al pecho de Pauline. Aún le quedaba medio cargador en la Glock y estaba dispuesta a usarlo si no tenía más remedio-. Apártate de él.

Tom seguía peleando, clavándole los dedos a Pauline. Esta apretó más fuerte, apoyándose en sus rodillas, cargando todo su peso sobre el cuello de Tom.

– Mátale -le suplicó Darla. Estaba acurrucada junto a la puerta del baño, con la Taser a su lado, en el suelo-. Por favor… mátale.

– Para -le advirtió Faith a Pauline, esperando que no le temblara la mano que sujetaba el revólver.

– Deja que lo haga -le suplicó Darla-. Por favor, déjala.

Faith se puso en pie aullando de dolor. Apuntó a Pauline directamente a la cabeza y habló con voz lo más serena posible.

– Apártate ahora mismo o aprieto este puto gatillo, como hay Dios.

Pauline alzó la vista. Sus miradas se encontraron y Faith deseó que la expresión de su rostro fuera implacable, aun cuando lo único que quería era caer de rodillas y rezar para no perder al bebé que llevaba dentro.

– Déjalo ya -le ordenó Faith.

Pauline se tomó su tiempo antes de obedecer, como si pensara que manteniendo la presión un segundo más se saldría con la suya. Se sentó en el suelo con las manos atadas. Tom rodó sobre su cuerpo y se puso a toser tan fuerte que se convulsionó por el esfuerzo.

– Llamen a una ambulancia -dijo Faith, pero nadie se movió. Su mente se aceleró, su visión empezaba a nublarse. Tenía que llamar a Amanda. Tenía que encontrar a Will. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había llegado?

– ¿A usted qué le pasa? -le preguntó Pauline, mirando a Faith con encono.

A Faith la cabeza le daba vueltas. Se apoyó en la pared, intentando no desmayarse. Sintió algo húmedo entre las piernas. Otro retortijón, casi como una contracción.

– Llamen a una ambulancia -repitió.

– Basura… -murmuró Tom Coldfield-. No sois más que basura.

– Cállate -le espetó Pauline.

– Aparta a esta mujer de mí… -dijo Tom con voz ronca-. Y tira la llave después…

– Cállate -repitió Pauline con los dientes apretados.

Tom emitió un sonido gutural. Estaba riéndose.

– «Oh, Absalón, me he alzado».

Pauline forcejeó para ponerse de rodillas.

– Vas a ir derecho al infierno, cabrón enfermo.

– No -le advirtió Faith, alzando de nuevo su revólver-. Busca un teléfono.

Miró a Darla por encima de su hombro.

– Coge mi móvil del baño -le dijo.

Pauline se inclinó sobre Tom y Faith volvió bruscamente la cabeza.

– No -repitió.

Pauline sonrió maliciosamente, su boca parecía la de una calabaza de Halloween. En lugar de volver a colocar sus manos alrededor del cuello de Tom Coldfield, le escupió en la cara.

– En Georgia está vigente la pena de muerte, hijo de puta. ¿Por qué crees que me trasladé aquí?

– Espera -dijo Faith desconcertada-, ¿le conoces?

Los ojos de la mujer centellearon con un odio infinito.

– Pues claro que le conozco, zorra ignorante. Es mi hermano.

Capítulo veinticuatro

Will estaba tendido de lado en el suelo de la cocina de Judith Coldfield, viéndola llorar con la cara enterrada entre sus manos. Le picaba la nariz, y era curioso que eso le molestara, pues tenía un cuchillo de cocina clavado en la espalda; al menos creía que era un cuchillo de cocina. Cada vez que intentaba girar la cabeza, el dolor se volvía tan intenso que le daba la sensación de que se iba a desmayar.

No sangraba demasiado. Lo realmente peligroso era que el cuchillo se moviera, que se saliera de la vena o arteria afectada y empezara a desangrarse. Si lo pensaba en términos puramente mecánicos, la hoja de acero estaba clavada entre el músculo y el tendón, y eso hacía que la cabeza le diera vueltas. Tenía el cuerpo empapado en sudor y empezaba a sentir escalofríos. Curiosamente, mantener el cuello erguido era lo más difícil. Tenía los músculos tan tensos que su cabeza palpitaba con cada latido. Si los relajaba un segundo, el dolor que sentía en los hombros le traía a la boca el sabor del vómito.

– Es un buen chico -le dijo Judith sin levantar la cara de las manos-. Usted no sabe lo bueno que es.

– Cuéntemelo. Dígame por qué cree que es bueno.

La petición la cogió por sorpresa. Por fin se quitó las manos de la cara y le miró, y al parecer se percató de que la vida de Will estaba en peligro.

– ¿Le duele?

– Pues sí, me duele mucho -admitió-. Tengo que llamar a mi compañera. Tengo que saber si está bien.

– Tom nunca le haría daño.

El hecho de que se sintiera obligada a decirlo hizo que la sangre de Will se le helara en las venas. Faith era una buena policía. Sabía cuidar de sí misma, excepto si no podía. Hacía unos días se había desmayado, se había derrumbado en el suelo del aparcamiento de los tribunales. ¿Y si volvía a desmayarse? ¿Y si se desmayaba y, al despertar, se encontraba en otra cueva, en otra cámara de tortura excavada por Tom Coldfield?

Judith se limpió los ojos con el dorso de la mano.

– No sé qué hacer…

Will no creía que fuera a aceptar sugerencias.

– Pauline Seward se fue de Ann Arbor, Michigan, hace veinte años. Tenía entonces diecisiete.

Judith apartó la vista.

– Según el expediente de su desaparición, se fue de casa porque su hermano abusaba de ella -aventuró Will.

– Eso no es cierto. Pauline era… ella se lo inventó.

– He leído el informe -mintió Will-. Vi lo que su hermano le hizo.

– Él no le hizo nada -insistió Judith-. Pauline se lo hizo ella sola.

– ¿Se hacía daño a sí misma?

– Se hacía daño, sí. Se inventaba cosas. Siempre andaba causando problemas, desde el mismo momento en que nació.

Will debería haberlo imaginado.

– Pauline es su hija. -Judith asintió, evidentemente disgustada por el hecho-. ¿Qué clase de problemas causaba?

– No quería comer -explicó la anciana-. Se negaba a comer. Nos pasábamos la vida de médico en médico. Nos gastamos hasta el último centavo en ayudarla, y ella nos lo pagó yendo a la policía y contándoles cosas horribles sobre Tom. Cosas verdaderamente horribles.

– ¿Que le hacía daño?

Judith vaciló y asintió de forma casi imperceptible.

– Tom siempre ha tenido una naturaleza tierna. Pero Pauline era demasiado… -Meneó la cabeza, incapaz de encontrar las palabras-. Inventaba historias sobre él. Historias espantosas. Yo sabía que no podían ser ciertas. Incluso cuando era una niña decía mentiras. Siempre estaba buscando nuevas formas de hacer daño a la gente. De hacerle daño a Tom.

– Ese no es su verdadero nombre, ¿verdad?

Judith miraba algo por encima de su hombro, probablemente el mango del cuchillo.

– Tom es su segundo nombre. El primero es…

– ¿Matías? -aventuró Will.

Judith asintió de nuevo y por un momento se permitió pensar en Sara Linton. Lo había dicho de broma, pero había acertado de pleno. «Encuentra a uno que se llame Matías y habrás encontrado a tu asesino.»

– Después de la traición de Judas, los apóstoles tuvieron que decidir quién les iba a ayudar a contar la historia de la resurrección de Jesús. -Por fin lo miró a los ojos-. Eligieron a Matías. Era un hombre santo, un fiel discípulo de nuestro Señor.

Will parpadeó para evitar que el sudor se le metiera en los ojos.

– Todas las mujeres que han desaparecido o muerto están relacionadas con su refugio. Jackie donó las cosas de su madre, el banco donde trabaja Olivia Tanner es uno de los patrocinadores, el bufete de Anna Lindsey se ocupa gratuitamente de sus asuntos legales. Ahí es donde Tom debió de conocerlas.

– ¿Y cómo lo sabe?

– Dígame qué otra cosa pueden tener en común.

Judith le miró fijamente a los ojos y Will pudo leer la desesperación en su rostro.

– Pauline -dijo-, ella podría…

– Pauline ha desaparecido, señora Coldfield. La secuestraron en un aparcamiento hace dos días. Delante de su hijo de seis años.

– ¿Tiene un hijo? -preguntó Judith boquiabierta-. ¿Pauline tiene un niño?

– Felix, su nieto.

Judith se llevó la mano al pecho.

– Los médicos nos dijeron que nunca podría… No lo entiendo. ¿Cómo ha podido tener un hijo? Dijeron que nunca podría quedarse…

Meneaba la cabeza con aire incrédulo.

– ¿Su hija padecía un trastorno de la alimentación?

– Buscamos ayuda, pero al final… -Movió la cabeza, como si todo fuera inútil-. Tom la chinchaba con su peso, pero todos los hermanos pequeños hacen rabiar a sus hermanas mayores. Él nunca quiso hacerle daño. Nunca fue su intención…

La mujer hizo una pausa para sobreponerse. Se abrió una grieta en su fachada cuando se permitió considerar la posibilidad de que su hijo fuera realmente el monstruo que le estaba describiendo Will. Pero se recuperó de inmediato y meneó la cabeza enérgicamente.

– No, no le creo. Tom jamás le haría daño a nadie.

El cuerpo de Will comenzó a temblar. Seguía sin perder mucha sangre, pero solo conseguía apartar el dolor de su mente durante un minuto. No podía sujetar la cabeza, o tenía que parpadear para que el sudor no le entrara en los ojos, y entonces el dolor era insoportable. La oscuridad seguía llamándole, seguía teniendo la tentación de dejarse llevar. Cerró los ojos por unos segundos, luego unos segundos más. Se obligó a despertar alzando bruscamente la cabeza y aullando de dolor.

– Necesita ayuda -dijo Judith-. Debería ir a buscar ayuda.

Pero la mujer no se movió. El teléfono volvió a sonar y ella se limitó a mirarlo.

– Hábleme de la cueva.

– Yo no sé nada de eso.

– ¿A su hijo le gustaba excavar hoyos?

– A mi hijo le gusta ir a la iglesia. Adora a su familia. Le gusta ayudar a la gente.

– Hábleme del número once.

– ¿Y qué quiere que le diga?

– Tom parece sentir preferencia por ese número. ¿Tiene algo que ver con su nombre?

– Le gusta, eso es todo.

– Judas traicionó a Jesús. Había once apóstoles hasta que llegó Matías.

– Conozco perfectamente la Biblia.

– ¿Pauline la traicionó? ¿Se sentía usted incompleta hasta que llegó su hijo?

– Eso que dice no tiene sentido para mí.

– Tom está obsesionado con el número once -le explicó Will-. Le arrancó la undécima costilla a Anna Lindsey. Le metió once bolsas de basura en la vagina.

– ¡Basta! -gritó-. No quiero oír nada más.

– Las electrocutó. Las torturó y las violó.

– ¡Solo intentaba salvarlas! -chilló Judith.

Sus palabras resonaron por la diminuta habitación como una bola de pinball al chocar contra los topes metálicos.

Judith se cubrió la boca con la mano, horrorizada.

– Usted lo sabía -dijo Will.

– Yo no sabía nada.

– Tiene que haberlo visto en las noticias. Los nombres de algunas de las mujeres se han hecho públicos. Tuvo que reconocerlos por su trabajo en el refugio. Vio a Anna Lindsey en la carretera después de que Henry la atropellara. Llamó a Tom para que se ocupara de ella, pero había demasiada gente alrededor.

– No.

– Judith, usted conoce…

– Conozco a mi hijo -insistió-. Si estuvo con esas mujeres sería porque intentaba ayudarlas, nada más.

– Judith…

La mujer se puso de pie y Will se percató de que estaba furiosa.

– No voy a seguir escuchando sus mentiras sobre mi hijo. Lo he criado desde que era un bebé. Lo he tenido entre… -juntó los brazos como si estuviera acunando a un recién nacido-. Lo apreté contra mi pecho y juré que lo protegería.

– ¿Y no hizo eso con Pauline, también?

Su rostro carecía ahora de toda expresión.

– Si Tom no viene tendré que ocuparme de usted yo misma. -Cogió un cuchillo de un taco de madera-. No me importa pasar el resto de mi vida en la cárcel. No voy a permitir que destruya a mi hijo.

– ¿Está segura de poder hacerlo? Apuñalar a alguien por la espalda no es lo mismo que hacerlo de frente.

– No voy a permitir que le haga daño. -Sujetaba el cuchillo con ambas manos-. No lo voy a permitir.

– Suelte el cuchillo.

– ¿Qué le hace pensar que puede decirme lo que tengo que hacer?

– Mi jefa está detrás de usted, apuntándole a la cabeza con un revólver.

La mujer se sobresaltó, emitiendo un gemido al volver la cabeza y ver a Amanda al otro lado de la ventana. Sin previo aviso, Judith alzó el cuchillo y se dispuso a clavarlo en el pecho de Will. La ventana explotó y la anciana cayó al suelo justo delante de él, con el cuchillo todavía en la mano. La sangre formó un círculo perfecto en la parte de atrás de su blusa.

Will oyó el golpe al abrirse la puerta. Un montón de gente irrumpió en la casa, se oyeron fuertes pisadas, una voz dando órdenes enérgicamente, y ya no pudo percibir nada más. Dejó caer la cabeza y el dolor le perforó hasta el alma. Medio inconsciente, vio los tacones de Amanda. Se arrodilló junto a él. Su boca se movía, pero no podía oír lo que estaba diciendo. Quería preguntarle por Faith, por su bebé, pero resultaba demasiado fácil dejarse arrastrar por la oscuridad.

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