Para nuestra desesperación y la de los médicos, Daniel no mejoró en absoluto durante los dos días siguientes. Diego y Miquel estaban tan perplejos por la ineficacia de los fármacos que, el viernes a última hora, decidieron cambiarle el tratamiento, pese a lo cual Miquel reconoció ante mi madre que, a esas alturas y viendo la total falta de evolución en cualquier sentido, albergaba ciertas dudas sobre una rápida y completa recuperación de mi hermano; a lo sumo, dijo, cabía esperar una ligera mejoría para finales de la siguiente semana o principios de la otra. Quizá estaba curándose en salud, exagerando por si las moscas, preparando el terreno por lo que pudiera pasar, pero, en cualquier caso, nos dejó destrozados, sobre todo a Clifford, que envejeció diez años en apenas unos minutos.
La presencia de mi abuela alivió mucho la presión que sufría la familia ya que, a las pocas horas de llegar, había organizado los turnos de tal manera que podíamos reconstruir nuestras vidas casi con normalidad, salvo por unos pequeños ajustes que a nadie molestaban porque se trataba de estar con Daniel. Mi abuela era una mujer fuerte y recia como un roble, con una gran capacidad de gestión y una cabeza infinitamente mejor amueblada que la de mi madre, a la que siempre ponía firme en cuanto se desmandaba en su presencia. Rápidamente se apoderó del relevo de la noche, enviándonos a Ona y a mí de vuelta a casa para dormir a las horas correctas. No pude evitar sospechar que, en breve, haría un montón de amigas y conocidas en la cafetería del hospital y que, pronto, aquel lugar se parecería a la plaza de Vic un domingo por la mañana después de misa.
Estaba citado a la una con Marta Torrent en su despacho de la universidad. Era sábado por la mañana -el mismo sábado, 1 de junio, en que los Barcelona Dragons jugaban el partido contra los Rhein Fire de Dusseldorf- y hacía un tiempo espléndido, una de esas mañanas luminosas que invitan a echarse a la calle para pasear con la excusa de comprar un buen libro o un CD de buena música. Mientras atravesaba con mi coche los túneles de Vallvidrera en dirección a la Autónoma, con las gafas de sol bien caladas sobre la nariz, seguía intentando descubrir la clave que diera sentido a las piezas del jeroglífico que había encontrado entre los papeles y en el despacho de mi hermano. Esperaba con toda mi alma que la catedrática pudiera ayudarme a resolverlo porque mi confusión todavía era mayor que la que sentía la noche que hablé con Jabba y Proxi en la cafetería.
Al día siguiente de aquella conversación, regresé al piso de Xiprer con los libros y los documentos que me había llevado dispuesto a trabajar las horas que hicieran falta hasta comprender en qué demonios se había metido Daniel. Después de registrar cajones, estanterías, carpetas y todo aquello que cayó en mis manos, hice una nueva clasificación, por montones, en los que separé todo lo inca de lo aymara y, dentro de ellos, todo lo que tuviera que ver con la historia, por un lado, y con el lenguaje y la escritura, por otro. Luego, hice un montón más con todo aquello que carecía de filiación y, aquí, el material era tan abundante que también hube de distinguir entre documentos escritos y documentos gráficos, pues había diagramas, mapas, fotografías, fotocopias de fotografías y esquemas garabateados por mi hermano. Quizá mi distribución no fuese la más ortodoxa académicamente hablando, pero era el único criterio que yo podía utilizar en aquel momento.
Lo primero que me llamó la atención fue la imagen de un cráneo alargado en cuyas cuencas todavía quedaban partes secas de los ojos. Sobrepuesto de la desagradable impresión de aquella mirada siniestra, la forma que tenían los huesos me desconcertó: en lugar de la redondez habitual que parte de la frente y llega hasta la nuca, aquella calavera se prolongaba hacia arriba como el capirote de un nazareno, con una forma cónica de proporciones desmesuradas. Junto a esta imagen, otras parecidas indicaban que el tema había preocupado bastante a Daniel. Dentro de la misma carpeta encontré, además, la fotografía de un muro de piedra con multitud de cabezas esculpidas en relieve y muy erosionadas por el tiempo, así como una ampliación digitalizada y borrosa de un extraño hombrecillo sin cuerpo, todo cabeza (de la que salían los brazos, delgaduchos, y unas piernas como ancas de rana), adornado con una espesa barba negra y un enorme gorro rojo. Cabezas y más cabezas… Otro enigma sin lugar en el mundo. Para remate, descubrí, plegada, la ampliación de una gran cara tallada en piedra, de forma cuadrangular y con grandes y redondos ojos negros, que yo hubiera jurado que había visto mil veces en mi vida pero que era completamente incapaz de situar. Debía de ser inca, sin duda alguna, pero, como mi hermano no había hecho ninguna anotación al respecto, podía tratarse tanto del logotipo de una marca comercial como de un sol -pues a eso recordaba, ya que de la cara salían rayos- esculpido en alguna pared de Cuzco, Machu Picchu, Tiwanacu, Vilcabamba o cualquiera de las innumerables ruinas repartidas por el territorio del viejo Imperio que ya empezaban a resultarme familiares.
También encontré, entre otras cosas igualmente inútiles, un dibujo hecho a mano (con rotulador rojo) por el propio Daniel en el que podía verse, esquemáticamente representada, una pirámide escalonada de tres pisos en cuyo interior aparecía una especie de vasija cuadrada de la que salían cuatro largos cuellos con cabezas de felino por la parte superior y seis que terminaban en cabezas de pájaro por los laterales y la base. Dentro de la vasija se removía una pequeña serpiente con cuernos. Mi hermano había anotado en la parte inferior: «Cámara», y le había hecho muchos y gruesos subrayados.
Otro tema que parecía obsesionar a Daniel era el de los tejidos incas. Tenía, en otra carpeta, decenas de reproducciones de paños decorados con diminutos cuadrados y rectángulos de un colorido excepcional. Cada una de esas pequeñas formas geométricas presentaba en su interior un diseño diferente y, en conjunto, la vista se perdía en aquel sinnúmero de casillas enfiladas y encolumnadas. Los paños eran muy distintos entre sí, a pesar de pertenecer al mismo estilo, un estilo que también podía observarse en seis o siete fotografías de cerámicas -vasos y jarrones- que guardaba en otra carpeta distinta. Tampoco en esta ocasión había la menor referencia escrita a lo que podía ser cada cosa, así que me quedé como estaba.
En todo aquel maremágnum de información baldía, destacaban un par de grandes fotocopias que aparecieron dobladas dentro de otro portafolio sin marcar. Eran las reproducciones de unos mapas antiguos, bastante estropeados, que me resultaron incomprensibles. En el primero de ellos, después de esforzarme mucho, reconocí, a la derecha, la forma de la península Ibérica y la costa occidental de África, rellenas ambas de numerosas figurillas humanas y animales casi indistinguibles, sobre las que pasaban (y se cruzaban) líneas procedentes de varias rosas de los vientos de distintos tamaños. Mejor situado ya en la geografía de la imagen, deduje, por lo tanto, que lo que se veía a la izquierda era la costa americana, con sus ríos y afluentes, muchos de los cuales partían de una espina dorsal montañosa, los Andes, que ponía fin al diseño por aquel lado, pues faltaba el perfil de la costa del Pacífico, sustituida por un largo párrafo escrito con diminuta letra árabe. En el segundo de los mapas, bosquejado sobre una especie de sábana de bordes deshilachados, se veía un gran lago rodeado de marcas y señales que parecían pisadas de hormigas y, en lugar relevante, el burdo trazado de una ciudad, al sur del lago, bajo la cual podía leerse, con alguna dificultad por lo historiado de la vieja grafía: «Camino de yndios Yatiris» y, debajo, «Dos mezes por tierra», y más abajo todavía, con letra más pequeña, «Digo yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, ques verdad. En la ciubdad de los Reyes a veinte y dos de febrero de mili e quinientos y setenta y cinco».
Aquello empezaba, por fin, a encarrilarse un poco: yatiris era una palabra que conocía y que mi hermano empleaba con frecuencia en su delirio. Habría que investigar más a los yatiris, me dije, porque parecían disfrutar de un papel protagonista en la historia y, además, y esto era lo curioso, según aquel viejo hidalgo español, Pedro Sarmiento de Gamboa, tenían un camino propio que, después de dos meses de recorrerlo, vaya usted a saber adónde iría a desembocar.
El grueso de la biblioteca de Daniel estaba compuesto por libros de antropología, historia y gramáticas varias. En los estantes más cercanos a su mesa, tanto a la derecha como a la izquierda, había dispuesto cómodamente los volúmenes sobre los incas y un montón de diccionarios, entre los que se encontraban el publicado en 1612 por el jesuita Ludovico Bertonio, Vocabulario de la lengua aymara, y el de Diego Torres Rubio, Arte de la lengua aymara, de 1616. Era el momento de averiguar qué demonios quería decir lawt'ata. Después de volverme loco durante un rato (porque no tenía ni idea de cómo se escribía en realidad), conseguí localizar el término a fuerza de mirar, una a una, todas las voces que empezaban por la letra ele, y así averigüé que era un adjetivo y que significaba «cerrado con llave», lo que me condujo de nuevo hasta el mensaje de la supuesta maldición, en cuya última línea, recordé, aparecían estas palabras. Esto, por supuesto, no vino a resolver nada, pero, al menos, sentí que había despejado una incógnita. Seguía teniendo pendiente echar un vistazo a las viejas crónicas españolas porque, entre otras razones además de una inmensa desgana, había dedicado todo mi tiempo a estudiar lingüística y, más en concreto, lingüística aymara, haciendo alguna que otra incursión en la red a la caza y captura de informaciones más precisas sobre este lenguaje.
Todo lo que Jabba y Proxi me habían contado se quedaba corto al lado de lo que, en realidad, era el aymara. Estaba claro que yo no sabía tantos idiomas como Daniel y que, si me sacaban del catalán, el castellano y el inglés, me quedaba tan desorientado como un recién nacido, de modo que pocas comparaciones podía hacer con otras lenguas naturales. Pero lo que yo sí dominaba eran los lenguajes de programación (Python, C/C++, Perl, LISP, Java, Fortran…) y, con ellos, me bastaba y me sobraba para darme cuenta de que el aymara no era una lengua como las demás. No podía serlo de ninguna manera porque se trataba de un auténtico lenguaje de programación. Era tan precisa como un reloj atómico, sin ambigüedades, sin dudas en sus enunciados, sin espacios para la imprecisión. Ni un diamante puro inmejorablemente tallado hubiera igualado sus propiedades de integridad, exactitud y rigor. En el aymara no cabían frases como aquellas tan tontas que, de pequeños, nos hacían reír por la incongruencia que albergaban, como «el pollo está listo para comer», por ejemplo. No, el aymara no consentía este tipo de absurdos lingüísticos y, además, era cierto que sus reglas sintácticas parecían construidas a partir de una serie invariable de fórmulas matemáticas que, al ser aplicadas, daban como resultado una extraña lógica de tres valores: verdadero, falso y neutro, al contrario que cualquier lengua natural conocida, que sólo respondía a verdadero o falso según la vieja concepción aristotélica de toda la vida. De modo que, en aymara, las cosas podían ser, de verdad y sin equívocos, ni sí, ni no, ni todo lo contrario, y, por lo visto, no había más idiomas en el mundo que permitieran algo semejante, lo cual, por otro lado, no era de extrañar, pues parte de la riqueza que las lenguas adquirían con los siglos de evolución estribaba precisamente en su capacidad literaria para las confusiones y las ambigüedades. De modo que, mientras los aymaras que todavía empleaban esta lengua en Sudamérica se sentían avergonzados por ello y marginados como pobres y atrasados indígenas sin cultura, su lengua pregonaba a los cuatro vientos que procedían de alguna civilización mucho más adelantada que la nuestra o, al menos, capaz de crear un lenguaje basado en algoritmos matemáticos de alto nivel. No me sorprendía nada que Daniel se hubiera quedado fascinado con estos descubrimientos y que hubiera abandonado el estudio del quechua para dedicarse por completo al aymara; lo que sí me llamaba poderosamente la atención era que no hubiera contado conmigo para que le ayudase a comprender todos aquellos conceptos tan abstractos y tan alejados de las materias que él conocía y había estudiado. Que yo recordara, me había pedido en varias ocasiones que le escribiese algunos programillas sencillos y muy específicos para guardar, clasificar y recuperar información (bibliografías, datos estadísticos, archivos de imágenes…), pero incluso esas pequeñas aplicaciones le parecían complejas y difíciles de manejar, así que dudaba mucho de que él solo hubiera sido capaz de reconocer las similitudes que presentaba el aymara con los modernos y sofisticados lenguajes de programación.
Tampoco encontré por ninguna parte el famoso quipu en aymara imaginado por Jabba y Proxi. Por un lado, en materia de quipus, sólo localicé un grueso archivador que contenía las copias de los Documentos Miccinelli, pero daba la sensación, por el lugar donde se hallaba sepultado y por la fina pátina de polvo que se veía en el interior de las cubiertas, que Daniel no lo había tocado en mucho tiempo; por otro, si ese conjunto de cuerdas con nudos o, mejor, su reproducción gráfica se encontraba en algún lugar de aquel despacho, sólo podía ser en el interior del ordenador portátil de mi hermano, el flamante IBM que yo le había regalado en Navidad y que todavía permanecía conectado a la red eléctrica alimentando una batería suficientemente cargada. Pulsé el botón de arranque y, de inmediato, el pequeño disco duro volvió a la vida con un suave ronroneo y la pantalla se iluminó desde el centro hacia los bordes mostrando las breves líneas de instrucciones de los ficheros del sistema antes de exhibir la pantalla azul de Windows. Me arrellané en el asiento, a la espera de que terminara el proceso y, mientras me frotaba los ojos cansados, un inesperado destello de luz anaranjada me advirtió de algún proceso anormal en la puesta en marcha del sistema operativo. Parpadeando nerviosamente para enfocar la mirada después del restregón, me encontré con una sorprendente petición de clave de acceso. No se trataba de la clave de las BIOS ni tampoco de la inútil clave de red de Windows; era un programa completamente distinto que yo no había visto nunca y que, por su diseño, parecía haber sido escrito por algún astuto programador que, obviamente, no había sido yo. Me quedé de una pieza. ¿Para qué necesitaba mi hermano semejante protección en su máquina?
El programa no daba pista alguna sobre la longitud y el tipo de clave requerida, así que reinicié Windows en modo a prueba de fallos para ver si, de este modo, podía saltarme la dichosa petición. Mi sorpresa fue en aumento al descubrir que ni con este truco ni con otros parecidos -a través de las BIOS- podía puentear la barrera y que, por lo tanto, la puerta iba a seguir cerrada hasta que contara con mejores armas para abrirla. Existían mil modos de romper aquella ridícula medida de seguridad pero, para ello, debía llevarme el portátil a casa y aplicarle unas cuantas herramientas básicas, así que, para evitar tanto lío, decidí probar primero con la lógica, ya que partía de la convicción absoluta de que me iba a resultar muy fácil averiguar la clave. Mi hermano no era un hacker y no tenía necesidad de protegerse de manera exagerada. Estaba seguro de que había conseguido aquel software en alguna revista de informática o a través de algún compañero de trabajo, lo que me aseguraba, de entrada, la ruptura de la encriptación en apenas un suspiro.
– ¡Ona! -grité a pleno pulmón, girando levemente la cabeza hacia atrás. De inmediato escuché un chillido feliz de mi sobrino que debía haber penado lo suyo por tener que permanecer alejado del despacho. Sus pisadas, acercándose velozmente por el pasillo, me alertaron del peligro-. ¡Ona!
– ¡Ven aquí, Dani! -escuché decir a mi cuñada, que había salido en pos de mi sobrino para interceptarle el paso-. Dime, Arnau.
– ¿Conoces la clave del ordenador de Daniel?
– ¿La clave…? -se sorprendió, asomando por la puerta con Dani en brazos, que pugnaba por soltarse y bajar al suelo-. No sabía que le hubiera puesto una clave.
Arqueé las cejas y miré de nuevo la pantalla anaranjada.
– ¿Y cuál supones que podría ser?
Ella sacudió la cabeza.
– No tengo la menor idea, en serio. ¡Estáte quieto, Dani, por favor…! Imagino que no quería que nadie del departamento curioseara su trabajo mientras estaba dando clase. -Sujetó con fuerza las dos manos de su hijo, que le tironeaba del pelo para exigirle libertad, y se alejó hacia el salón-. Pero no creo que sea un obstáculo insalvable para ti, ¿no es cierto?
No debería serlo. Estadísticamente, casi el setenta por ciento de las claves que la gente utilizaba eran alfabéticas, es decir, formadas sólo por letras y, de manera general, se trataba de nombres propios, tanto de personas como de lugares u objetos. La extensión de la clave alfabética no solía superar los ocho caracteres, encontrándose casi siempre entre seis y ocho, y rara vez se utilizaban las mayúsculas. De modo que, conociendo un poco a la persona cuya clave se quería averiguar, antes o después terminaba dándose en la diana probando con los nombres de sus familiares, de sus aficiones, de su lugar de nacimiento o residencia, etc. Sin embargo, después de intentarlo sin éxito varias veces, descubrí que Daniel no parecía encontrarse entre ese setenta por ciento de incautos: ninguna de las palabras que utilicé sirvió para quitar el cerrojo y eso que creía conocerle lo suficiente como para no dejarme nada importante en el tintero.
Decidí probar con las reglas básicas de las claves numéricas. Casi el ciento por ciento de ellas tenía invariablemente seis dígitos y no porque a la gente le gustaran más las cifras de esta longitud, sino porque se utilizaban las fechas de los cumpleaños más significativos. Probé con el de Daniel, el de Ona, el de nuestra madre, el de Clifford, el de Dani… y, finalmente, desesperado, recurrí a las claves más tontas que tan frecuentemente suelen encontrarse por la red: «123456», «111111», y otras simplezas por el estilo. Pero tampoco funcionaron. No me quedaba más remedio que llevarme el portátil a casa y estrenar un nuevo sentimiento de respeto hacia mi hermano, al que hasta entonces había considerado un usuario informático más bien torpe y poco imaginativo.
Sin embargo, empecé a sospechar lo muy equivocado que había estado cuando, ya en el estudio de casa, comprobé que ninguno de los ataques acometidos con los potentes programas de averiguación de claves surtía el menor efecto. Mis diccionarios de passwords eran los más completos que podían encontrarse y los programas usaban la fuerza bruta con una insuperable potencia de cálculo, pero aquella pequeña aplicación seguía resistiéndose a facilitarme la llave de acceso al ordenador. Estaba realmente confundido y sólo acertaba a pensar que Daniel hubiera utilizado una palabra en aymara de bastante longitud, lo que convertiría en casi imposible su identificación. Después de un par de horas, poco más me quedaba por hacer que recurrir al desciframiento incremental, basado en combinaciones aleatorias de letras o números o de letras y números juntos, pero, si no quería dedicar a ello el resto de mi vida, debía poner a trabajar, a la vez, todos los ordenadores de Ker-Central y cruzar los dedos para que el proceso no se prolongara indefinidamente. El problema era que muchas de las máquinas de la empresa seguían procesando tareas durante la noche, de modo que programé el sistema desde casa para que utilizara sólo las disponibles y los tiempos muertos de las ocupadas.
Aquella mañana de sábado, mientras conducía hacia la Autónoma, todavía no había obtenido la clave, pero ya no podía faltar mucho y con esa esperanza me dirigía a mi cita con la catedrática mientras disfrutaba del sol, de la luz y de la sensación de normalidad que me devolvían la carretera y mi coche. Me había dejado el pelo suelto, que ya sobrepasaba de largo los hombros, y me había puesto uno de mis nuevos trajes, el de color beige, con una camisa de cuello tunecino y zapatos de piel. Si aquella mujer era tan dura como Ona decía, mi aspecto debía ser el de un serio y respetable empresario.
La Autónoma era un sitio que me gustaba bastante. Cuando acudía allí para alguna reunión con los del Instituí d'Investigació en Intel· ligència Artificial, sentía que me encontraba en una especie de gran ciudad, moderna y acogedora, por cuyas aceras y jardines deambulaban los profesores y los estudiantes, que también se desparramaban con sus libros sobre la hierba buscando la sombra de los árboles. En invierno, la escarcha o la nieve cubrían por la mañana las zonas verdes hasta que el sol de mediodía dejaba el campo brillante y anegado; pero, en primavera, podían verse grupos numerosos dando clase al aire libre, bajo los rayos del sol. Lo único que no terminaba de agradarme de aquel lugar era un cierto tipo de edificio, en concreto las facultades más antiguas, que habían sido construidas siguiendo la triste moda arquitectónica de los años setenta, tan amante de los feos mazacotes de cemento, aluminio y cristal que dejaban al aire los tubos-venas de su estructura.
Deseché con un cabeceo estos pensamientos y decidí preguntar a diestro y siniestro para no tener que rondar de un lado a otro durante todo el día, aunque, como era de esperar, terminé perdiéndome, ya que las abundantes señalizaciones del campus de Bellaterra más que orientar, extraviaban. Menos mal que tenía tiempo de sobra porque en una ocasión me encontré saliendo en dirección a Sabadell y, en otra, a Cerdanyola. Por fin, encontré el aparcamiento semisubterráneo y pude dejar el coche, iniciando un agradable paseo, cartera en mano, hacia la Facultad de Filosofía y Letras, donde se encontraba el Departamento de Antropología Social y de Prehistoria en el que trabajaban tanto mi hermano como Marta Torrent.
Por desgracia, aquella facultad era de las antiguas, así que me vi recorriendo largos pasillos grisáceos (cubiertos de posters, pintadas y pasquines variados) en busca de algún bedel que pudiera echarme una mano. No tuve éxito, quizá porque era sábado, pero tropecé con un grupo de estudiantes que salían de un examen y ellos me indicaron cómo moverme por aquel laberinto. Subí escaleras, torcí pasillos, pasé por donde ya había pasado y, finalmente, en el Edificio B, me encontré frente a una puerta tan anodina como las demás en la que un letrero me anunciaba que, tras una difícil navegación sin brújula, había conseguido arribar a buen puerto. Saqué la mano izquierda del bolsillo y golpeé suavemente la madera. Detrás se oían voces y ruidos, así que no me esperaba recibir la indiferencia por respuesta, pero eso fue exactamente lo que obtuve a cambio de mi llamada. El segundo intento me convenció de que no había nada que hacer; allí nadie me abriría la puerta, de modo que tenía dos opciones, o la abría yo sin contemplaciones o reanudaba los golpes con mucha más energía. Y eso fue lo que hice. Ni corto ni perezoso golpeé con tanta fuerza que detrás se hizo automáticamente el silencio más profundo y unos pasos ligeros acudieron a recibirme. Cuando la entrada quedó despejada, vi a cuatro o cinco personas que, completamente inmóviles, me observaban con enorme expectación.
– ¿Sí? -dijo por todo saludo la chica delgaducha de pelo corto y negro que me había franqueado la puerta. Ella y las otras mujeres presentes me examinaron de arriba abajo mientras se les dibujaba una sonrisilla en los ojos, que no en los labios. Aunque ya estaba acostumbrado a ver esta reacción en casi todas las mujeres que no eran amigas ni de la familia, no por ello dejaba de gustarme siempre que se producía. La humildad no es negar lo que uno tiene de bueno -eso es hipocresía-, sino reconocerlo y aceptarlo.
– Busco a Marta Torrent.
– ¿A la doctora Torrent…? -repitió la chica, añadiendo el título académico por si lo había olvidado-. ¿De parte de quién?
– Soy el hermano de Daniel Cornwall. Tengo una cita con ella al…
– ¡El hermano de Daniel! -exclamaron varias voces al unísono, pronunciando el nombre como se dice aquí, con el acento en la última sílaba. Y, como si aquel nombre hubiera sido una inmejorable tarjeta de visita, todos se levantaron de sus asientos y se me acercaron.
– Te pareces muchísimo a tu hermano… ¡Aunque en moreno! -dejó escapar una joven de barbilla pronunciada y largo flequillo mientras me tendía la mano-. Yo soy Antonia Marí, compañera de Daniel.
– Todos lo somos -me aclaró un hombrecillo de grandes entradas canosas y gafas de níquel-. Pere Sirera. Encantado. Yo fui quien habló contigo cuando llamaste pidiendo una entrevista con Marta.
Me estrechó también la mano y dejó sitio a la siguiente.
– ¡Así que tú eres el informático ricachón, ¿eh?! -soltó una mujer de unos cuarenta años que avanzó hacia mí asomando el cuello desde el interior de un estrambótico vestido floreado estilo Josefina Bonaparte-. Soy Mercè Boix. ¿Cómo está Daniel?
– Igual, gracias -repuse devolviéndole el saludo.
– Pero, ¿qué le ha pasado exactamente? -insistió la tal Mercè.
– Sabemos que Mariona vino a traer la baja, pero la doctora Torrent no nos ha explicado nada -dijo la chica de la puerta, cerrándola por fin e incorporándose al grupo.
– Sólo ha dicho que está ingresado en La Custodia y que no ha sido un accidente -pronunció lentamente Pere Sirera. Parecía estar pensando que, quizá, no era buena idea aquel interrogatorio. Y tenía razón.
– ¿Podemos ir a verle? -quiso saber Mercè.
– Bueno… -¿Cuántos de aquellos eran amigos de Daniel y cuántos sus enemigos, rivales o adversarios? ¿Quién estaba preocupado de verdad y quién ansiaba saber si iba a tener tiempo de ocupar su puesto antes de que volviera?-. De momento no recibe visitas… -Carraspeé-. Se desmayó. Perdió el conocimiento y le están haciendo algunas pruebas. Los médicos dicen que podrá regresar a casa esta semana.
– ¡Me alegro! -afirmó con una sonrisa Josefina Bonaparte-. ¡Estábamos bastante preocupados!
Me golpeé suavemente el pantalón con la rígida cartera de cuero, comunicando mi impaciencia. Quería ver a la catedrática y no podía pasar lo que quedaba de mañana charlando en aquella especie de sala comunal llena de mesas, sillas y armarios.
– Tengo una cita con la doctora Torrent -murmuré-. Debe de estar esperándome.
– Yo te acompaño -dijo Antonia, la del flequillo largo, dirigiéndose hacia un estrecho pasillo, casi invisible tras unos altos archivadores.
– ¡Dale recuerdos nuestros a Daniel!
– Por supuesto. Gracias -murmuré siguiendo a mi anfitriona.
Un póster con la imagen gibosa de un Neanderthal y con el lema «Del mono al hombre. Sevilla. VI Jornadas de Antropología Evolutiva» aparecía pegado junto a la puerta del despacho de la catedrática. Antonia dio un par de golpecitos sobre la hoja de madera y la entreabrió, introduciendo la cabeza por la rendija.
– Marta, ha venido el hermano de Daniel.
– Dile que entre, por favor -concedió una voz grave y modulada, tan musical que me pareció estar escuchando a una locutora de radio o a una cantante de ópera. Pero la voz me engañó porque, cuando la joven del flequillo se hizo a un lado para dejarme pasar, descubrí que Ona no había exagerado respecto a la edad y el carácter de la doctora Torrent. Lo primero que vi fue un pelo corto a punto de ser completamente blanco y, entre éste y unas cejas también blancas, un terrible ceño fruncido que me puso en guardia. Ciertamente, el ceño desapareció en cuanto sus ojos, cubiertos por unas modernas gafas de montura azul, muy estrechas y con un cordoncillo metálico que le colgaba de las patillas, se apartaron de los papeles que estaban examinando para fijarse en mí, pero yo ya me había llevado una desagradable impresión que no me abandonaría durante mucho tiempo. Si Ona había dicho que era una bruja, así debía de ser, porque, de entrada, no me había parecido otra cosa.
Amablemente, aunque sin exagerar, se quitó las gafas, se puso en pie y rodeó su mesa, deteniéndose a mitad de camino sin hacer el menor gesto de saludo. Tampoco sonreía; parecía como si yo le resultara indiferente, y aquella entrevista, sólo uno de los tantos inconvenientes que comportaba su cargo. Había que reconocerle una cosa: vestía con una elegancia impropia de alguien que se dedica al estudio y la investigación. Siempre había imaginado que las profesoras universitarias de cierta edad tendían a no ir muy arregladas, pero, si eso era cierto, la señora Torrent -que tendría unos cincuenta años y un cuerpo pequeño y delgado-, no se ajustaba al patrón. Llevaba un traje de chaqueta de ante, con unos tacones muy altos y, por todo complemento, un collar de perlas a juego con los pendientes y una ancha pulsera de plata. No le vi reloj por ninguna parte. Ahora, eso sí: debía de acudir todos los días a tomar rayos UVA porque morena, lo que se dice morena, lo estaba y mucho, hasta el punto de no necesitar maquillaje.
– Adelante, señor Cornwall. Tome asiento, por favor -dijo con aquella hermosa voz que parecía corresponder a otra persona.
– Me llamo Arnau Queralt, doctora Torrent. Soy el hermano mayor de Daniel.
Si le sorprendió la diferencia de apellidos no lo manifestó, limitándose a ocupar de nuevo su sillón y a mirarme fijamente a la espera de que yo diera comienzo a la charla. Por desgracia, como buen hacker, mi bagaje de habilidades sociales -que no intelectuales ni laborales- era mínimo y mis recursos procedían exclusivamente de la determinación y la fuerza de voluntad, así que dejé la cartera en el suelo, junto a mí, y me quedé en silencio, preguntándome por dónde empezar y qué debía decir. Lo malo fue que ese silencio se prolongó durante muchísimo tiempo porque la doctora Torrent era, desde luego, una mujer dura, con una flema fuera de lo normal, capaz de permanecer impertérrita en una situación que se estaba volviendo, por segundos, más y más violenta.
– Espero no molestarla demasiado, doctora Torrent -dije, al final, cruzando las piernas.
– No se preocupe -murmuró tan tranquila-. ¿Cómo está Daniel?
Ella también pronunciaba el nombre de mi hermano poniendo el acento en la última sílaba.
– Exactamente igual que el día que enfermó -le expliqué-. No ha mejorado.
– Lo lamento.
Fue precisamente entonces, ni un segundo antes ni un segundo después, cuando descubrí que me hallaba en el despacho de una demente y, lo que era aún peor, en su arriesgada compañía. No sé por qué pero, hasta ese momento, mi atención se había centrado exclusivamente en la catedrática, sin percatarme de que había entrado en la celda psiquiátrica de una loca peligrosa. Si mi hermano tenía centenares de libros y carpetas en su pequeño despacho de casa, aquella mujer, disfrutando del doble o el triple de espacio, tenía la misma congestión literaria pero, además, en los huecos había incrustado los objetos más delirantes que se pueda imaginar: lanzas con puntas de sílex, jarras de cerámica toscamente pintadas, ollas rotas con tres patas, vasos con caras humanas de ojos saltones, extrañas esculturas de granito tanto de hombres como de animales, fragmentos de toscos tejidos coloreados colgados en la parte alta de las paredes como si fueran refinados tapices, largas hojas de cuchillos desportillados, ídolos antropomórficos con unos curiosos gorritos parecidos a los cubiletes para jugar a los dados, y, por si faltaba algo, sobre una peana, en un rincón, una pequeña momia reseca, encogida sobre sí misma, que miraba hacia el techo con un gesto descompuesto y un grito inacabado. De haber podido, yo hubiera hecho lo mismo que ella porque, además, colgando de invisibles hilos de nailon, a media altura del cuarto se balanceaban un par de hermosas calaveras -¡de cráneo alargado!- movidas por los torbellinos del aire acondicionado.
Supongo que debí de dar un buen respingo en el asiento porque a la catedrática, a modo de carcajada, se le escapó de golpe el aire por la nariz y esbozó el leve rictus de una sonrisa. ¿Acaso la Conselleria de Sanitat no tenía una rigurosa legislación sobre el enterramiento obligatorio de cadáveres o, en todo caso, sobre su conservación en los museos…?
– ¿De qué quería usted hablar conmigo? -preguntó, recuperada ya la compostura, como si no hubiera todo un cementerio a nuestro alrededor.
A punto estuve de no poder pronunciar ni una palabra, pero adiviné que aquella extraña decoración formaba parte de un juego privado en el que sólo ella se divertía y controlé de tal modo mis gestos y mi voz que, al menos por esa vez, no obtuvo su trofeo.
– Es muy sencillo -dije-. No sé si lo sabe, pero mi hermano sufre dos patologías llamadas agnosia e ilusión de Cotard. La primera, no le permite reconocer a nadie ni a nada y la segunda le hace creer que está muerto.
Sus ojos se abrieron enormemente, incapaces de disimular la sorpresa, y yo pensé que aquel tanto era mío.
– ¡Caramba! -murmuró, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que oía-. No…, no lo sabía… no sabía nada de todo esto. -La noticia la había afectado bastante, así que deduje que debía de apreciar un poco a mi hermano-. Desde secretaría de la facultad me informaron de que ya teníamos la baja médica pero… no me leyeron los diagnósticos y Mariona tampoco me dio muchos detalles.
Al hablar, la doctora dejó ver una blanquísima hilera de dientes irregulares.
– No parece responder a los medicamentos, aunque ayer empezaron a administrarle un tratamiento distinto y aún no sabemos qué pasará. Hoy, desde luego, tampoco ha habido cambios.
– Lo siento muchísimo, señor Queralt. -Y parecía sentirlo de veras.
– Sí, bueno… -Mientras con la mano derecha recogía la cartera del suelo, con la izquierda me retiré el pelo de la cara, echándolo hacia atrás-. La cuestión es que Daniel delira. Pasa el día y la noche pronunciando palabras extrañas y hablando de cosas raras.
No movió ni un solo músculo de la cara. Ni siquiera parpadeó.
– El psiquiatra que le está llevando, el doctor Diego Hernández, de La Custodia, y el neurólogo, Miquel Llor, no se explican muy bien el origen de esos delirios y suponen que pueden tener alguna relación con su trabajo.
– ¿Mariona no les ha contado…?
– Sí. Mi cuñada nos ha explicado, más o menos, en qué consistía la investigación que Daniel estaba haciendo para usted.
Permaneció impertérrita, aceptando glacialmente aquella imputación. Yo continué:
– No obstante, los médicos piensan que podría tratarse de algo más que de la presión sufrida por un exceso de trabajo. Sus delirios en un extraño lenguaje…
– Quechua, sin duda.
– …así parecen confirmarlo -proseguí-. Quizá había algo, algún aspecto determinado de la investigación que le preocupaba, alguna circunstancia que, por decirlo de algún modo, terminó por cortocircuitarle el cerebro. Los doctores Llor y Hernández nos han pedido que averigüemos si había tenido problemas, si había encontrado alguna dificultad específica que hubiera podido afectarle demasiado.
Desde que había decidido concertar aquella entrevista, la posibilidad de compartir con la catedrática mis verdaderos (y seguía pensando que también ridículos) temores había quedado excluida, de modo que monté una coartada relativamente verosímil en la que, a la fuerza, tenía que involucrar a los médicos.
– No sé cómo podría yo ayudarles en eso -declaró ella con tono neutro-. Desconozco esos detalles que me pide. Su hermano me informaba muy de tanto en tanto. Estoy por decirle que durante el último mes no vino a verme ni una sola vez. Si lo desea, podría confirmárselo consultando mi agenda.
Aquel pequeño detalle todavía resaltaba más el secretismo llevado por Daniel.
– No, no es necesario -rehusé abriendo la cartera y extrayendo algunos de los documentos que había encontrado en el despacho de mi hermano-. Sólo necesito que me oriente un poco respecto a este material que he traído.
Una corriente eléctrica atravesó repentinamente la habitación. Sin levantar la cabeza pude percibir que la catedrática se había envarado en el asiento y que una chispa de agresividad salía despedida de su cuerpo.
– ¿Esos papeles son parte de la investigación que realizaba su hermano? -preguntó con un timbre afilado que me encogió el estómago.
– Bueno, verá -manifesté sin alterarme y manteniendo el pulso firme mientras sujetaba aquellas copias frente a ella-, he tenido que estudiar a fondo el trabajo de Daniel durante esta semana para intentar responder a las preguntas que nos han hecho los médicos.
La catedrática estaba tensa como la cuerda de un violín y pensé que no tardaría en coger uno de aquellos cuchillos de las estanterías para extraerme el corazón y comérselo aún caliente. Creo que todas las desconfianzas y traiciones posibles pasaron por su cabeza a la velocidad del rayo. Aquella mujer llevaba, bien visibles, los estigmas de la infelicidad.
– Discúlpeme un momento, señor Queralt -dijo poniéndose en pie y saliendo de detrás de su mesa-. Vuelvo en seguida. Por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba?
– Arnau Queralt -repuse, siguiéndola con la mirada.
– ¿A qué se dedica usted, señor Queralt?
– Soy empresario.
– ¿Y qué hace su empresa? ¿Fabrica algo? -preguntó ya desde la puerta, a punto de dejarme solo con todos aquellos muertos.
– Podría decirse así. Vendemos seguridad informática y desarrollamos proyectos de inteligencia artificial para motores de internet.
Dejó escapar un «¡Oh, ya veo!» muy falso y salió precipitadamente, dando un pequeño portazo. Casi podía escucharla a través de las paredes: «¿Quién demonios es este tipo? ¿Alguien sabe si Daniel tiene, de verdad, algún hermano con diferente apellido que se dedica a la informática?», y no debí de equivocarme mucho en mis suposiciones porque un murmullo de voces y risas atravesó los frágiles muros y, aunque no conseguí entender las palabras, el tono de la charla unido a los temores de la catedrática y, sobre todo, a la forma como me miraba cuando volvió (examinando mis rasgos uno por uno para comprobar el parecido), certificaron mis sospechas. No podía acusarla de ser excesivamente suspicaz: los papeles que yo traía en la cartera formaban parte de su propio trabajo de investigación, un trabajo de gran repercusión académica según Ona, y, a fin de cuentas, yo era un completo desconocido que venía haciendo preguntas sobre algo que, en principio, no me importaba en absoluto.
– Lamento la interrupción, señor Queralt -se disculpó con el aplomo recobrado, mientras tomaba asiento de nuevo sin quitarme los ojos de la cara.
– No pasa nada -rechacé con una amable sonrisa-. Como le decía, sólo necesito que me dé algunas indicaciones. Pero antes, déjeme tranquilizarla: no quisiera que se preocupara pensando que voy a utilizar inadecuadamente este material. Lo único que quiero es ayudar a mi hermano. Si todo esto vale para algo, pues muy bien; si no es así, al menos habré aprendido un par de cosas interesantes.
– No estaba preocupada.
¡Ya! Y yo no me llamaba Arnau.
– ¿Puedo, entonces, mostrarle algunas imágenes?
– Naturalmente.
– Antes de nada, ¿podría explicarme por qué las calaveras que ha puesto en el techo tienen esa forma puntiaguda?
– ¡Ah, se ha fijado! La mayoría de la gente, después de descubrirlas, no vuelve a levantar la vista y procura salir de mi despacho lo antes posible -sonrió-. Sólo por eso ya valen su peso en oro aunque, en realidad, forman parte del material didáctico del departamento, como esa momia de ahí -y la señaló con la mirada-, pero a mí me sirven de perfecto repelente para moscas y mosquitos.
– ¿En serio? -inquirí asombrado. Ella me miró con incredulidad.
– ¡No, hombre, no! ¡Era una forma de hablar! Por moscas y mosquitos quería decir visitas desagradables y estudiantes pesados.
– ¡Ah, algo así como yo!
Sonrió de nuevo sin decir absolutamente nada. Había quedado bastante claro. Levanté la vista otra vez para examinar las calaveras y repetí mi pregunta. Tras un leve suspiro de resignación, abrió uno de los cajones de su mesa y sacó un paquete de cigarrillos y un mechero. Sobre la mesa tenía un pequeño cenicero de cartón aluminado con la marca de una conocida cadena de cafeterías, lo que indicaba que su vicio de fumar era clandestino, algo cuyas pruebas debían poder hacerse desaparecer rápidamente. Además del miserable cenicero, tenía también algunas carpetas y los papeles que estaba examinando a mi llegada. El único objeto personal era un marco de plata de mediano tamaño cuya foto sólo ella podía contemplar. ¿Dónde tendría el ordenador? Ya no era concebible una oficina sin él y, menos aún, el despacho de una autoridad de departamento universitario. Aquella mujer era tan rara como un cable coaxial en un silbato.
– ¿Fuma?
– No. Pero no me molesta el humo.
– Estupendo -estaba seguro de que le hubiera dado lo mismo que me molestara; aquél era su despacho-. ¿Su interés por las calaveras tiene algo que ver con lo que trae en la cartera?
– Sí.
Asintió suavemente, como asimilando mi respuesta, y, luego, declaró:
– Muy bien, veamos… La deformación del cráneo era una costumbre de ciertos grupos étnicos del Imperio inca, que la utilizaban para distinguir a las clases altas del resto de la sociedad. La deformación se conseguía aplicando unas tablillas a las cabezas de los bebés, sujetándolas fuertemente con cuerdas hasta que los huesos adoptaban la apariencia deseada.
– ¿Qué grupos étnicos tenían estas prácticas?
– Oh, bueno, en realidad, se trata de una costumbre anterior a los incas. Los primeros cráneos deformados de los que se tiene constancia han sido encontrados en los yacimientos arqueológicos de Tiwanacu, en Bolivia. -Se detuvo un instante y me miró, dudosa-. Discúlpeme, no sé si ha oído hablar de Tiwanacu…
– No había oído casi nada hasta hace unos pocos días -le aseguré, descruzando y cruzando de nuevo las piernas en sentido contrario-, pero últimamente creo que no hablo o leo sobre otra cosa.
– Ya me imagino… -exhaló el humo del cigarrillo y se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo, con las manos colgando de los extremos de los brazos del sillón-. Bueno, Tiwanacu es la cultura más antigua de Sudamérica y su centro político-religioso estaba en la ciudad del mismo nombre, situada en las proximidades del lago Titicaca, hoy dividido en dos por la frontera entre Bolivia y Perú.
De las aguas del lago Titicaca, recordé, había surgido Viracocha, el dios de los incas, para crear a la humanidad y ésta, a su vez, había construido Tiwanacu. Pero también había visto otro lago -¿otro lago o el mismo lago?- en el mapa dibujado por Sarmiento de Gamboa, aquel del «Camino de yndios Yatiris. Dos mezes por tierra». Más tarde volvería sobre eso. Ahora debía terminar con los cráneos y las cabezas.
– Me estaba contando usted -evoqué para que retomara el hilo- que los habitantes de Tiwanacu fueron los primeros en deformar las cabezas de los recién nacidos para distinguir unas clases sociales de otras.
– Cierto. Otras culturas también lo hicieron, pero fue por imitación y nunca de la misma manera. En Wari, por ejemplo, se aplastaban la nuca, y en la costa oriental del Titicaca se hundían la frente, haciendo sobresalir las sienes.
– ¿Wari…? ¿Qué es Wari? -pregunté.
Sé que estuvo a punto de mandarme a tomar vientos porque, para ella, dar una clase de párvulos era inapropiado y, además, aburrido. Podía comprenderla. Era como si a mí me preguntaran cómo cerrar las ventanas de Windows.
– El Imperio wari fue el gran enemigo del Imperio de Tiwanacu -repitió con voz de haberlo explicado mil veces-. Se cree que Tiwanacu comenzó en torno al año 200 antes de nuestra era con algunos primitivos asentamientos de una cultura llamada Pukará, un pueblo del que lo desconocemos casi todo, incluso si realmente fundó Tiwanacu, hipótesis que, por cierto, cada día se vuelve más improbable… En fin, nueve siglos más tarde, esos asentamientos alcanzaron la condición de imperio. Wari apareció más tarde, en el valle de Ayacucho, al norte, y, por razones desconocidas, se enfrentó a Tiwanacu, que parece haber sido una cultura de carácter eminentemente religioso, dominada por alguna clase de casta sacerdotal. Lo cierto es que de Wari sabemos poco. Los incas jamás los mencionaron. Por cierto, no sé si sabe que llamar incas a todos los habitantes del imperio es un error, los Incas eran los reyes y se consideraban descendientes de una estirpe divina originaria de Tiwanacu.
– Sí, sabía todo eso. De modo -recapitulé-, que las clases privilegiadas de las culturas andinas anteriores a los incas se deformaban el cráneo de una manera u otra para emular a los tiwanacotas, que eran una especie de árbitros de la elegancia, pero no me ha dicho la procedencia de estos cráneos cónicos. -Y señalé con el índice hacia el techo-. ¿Son de Tiwanacu?
– Sí, en efecto, son de Tiwanacu. La deformación frontoccipital, que produce esta forma cónica, fue históricamente la primera que se realizó y era exclusiva de los tiwanacotas.
– ¿Y los incas? ¿Practicaron también esta deformación?
– No, los incas no. Los únicos que la continuaron fueron los collas, los descendientes de los antiguos habitantes de Tiwanacu.
– ¿Los collas? -Yo ya tenía un desbarajuste mental imposible de aclarar-. Pero, ¿los descendientes de los tiwanacotas no eran los aymaras?
– Los collas y los aymaras son el mismo pueblo. Collas fue el nombre que les dieron los españoles porque a su territorio, la zona del altiplano que rodea el Titicaca, lo llamaron, castizamente, El Collao, ya que los incas lo habían bautizado previamente como Collasuyu. Esa zona abarcaba, además, los altos de Bolivia y el norte de Argentina. Estos cráneos que ve usted ahí arriba son de Collasuyu, en concreto, como ya le he dicho, de Tiwanacu.
No cabía la menor duda de que todo era sencillo y claro en la historia del continente americano. Primero fueron -o no- los pukará, que dieron origen -o no- a los tiwanacotas, que, a su vez, eran los aymaras pero también los collas, aunque ahora volvían a llamarse aymaras. Al menos esto lo entendía, de modo que lo sujeté con clavos en mi memoria antes de que se me desdibujara como un sueño.
Ante el peligro de que la cosa continuara complicándose indefinidamente, decidí que ya estaba bien de calaveras deformes y, sin pensármelo más, extraje del montón de fotocopias de Daniel la del muro de piedra con las incontables cabezas en relieve y se la alcancé a la catedrática, que apagaba su cigarrillo contra el pequeño y endeble cenicero como si estuviera matando la colilla. Tras una primera ojeada, el gesto de su cara expresó disgusto.
– ¿Sabe qué es eso, doctora?
– Tiwanacu -dijo un poco molesta, poniéndose las gafas con un gesto rápido y examinando cuidadosamente el papel; no sé por qué su respuesta no me sorprendió demasiado-. Las llamadas Cabezas Clavas, es decir, cabezas antropomorfas de piedra incrustadas en las paredes. Se encuentran en los muros del Qullakamani Utawi, conocido como Templete semisubterráneo, un gran patio abierto situado en las cercanías del recinto Kalasasaya. Ya sabe que Tiwanacu es un conjunto arquitectónico en el que todavía quedan restos visibles de unos dieciséis edificios, lo que apenas viene a suponer un cuatro por ciento del total. El resto se halla bajo tierra.
No sabía qué podía haber causado aquel patente malestar que la catedrática reprimía educadamente. Mientras le entregaba la ampliación digitalizada del hombrecillo sin cuerpo, el antepasado barbudo del Humpty Dumpty de Alicia en el país de las maravillas, anoté mentalmente que no debía preguntarle nada más sobre Tiwanacu; lo que quisiera saber, lo buscaría en internet, especialmente páginas con fotografías.
– No sé qué es esto -me dijo mirándome por encima de las gafas-. No lo había visto en mi vida.
– ¿No es inca? -me sorprendí.
Ella lo examinó con mucha atención, acercando y alejando la imagen de su cara, así que deduje que las gafas debían funcionarle sólo de modo intermitente, como una bombilla floja. Eso, o necesitaba una revisión óptica con urgencia.
– No, no es inca -aseguró-. Ni inca, ni pukará, ni tiwanacota, ni wari, ni, desde luego, aymara.
– Y, ¿no tiene idea de cuál podría ser su origen?
Volvió a mirar con atención y frunció los labios como si fuera a dar un beso, sumamente concentrada, dejándolos así durante unos segundos. Lamentablemente, el gesto se disolvió en la nada y yo me tragué la risa como si me hubiera tragado un chicle por accidente.
– Sólo puedo decirle que es demasiado figurativo. El personaje está perfectamente dibujado, con colores muy vivos y sombras y degradados que le proporcionan volumen. La barba lo sitúa claramente en Europa o Asia y, por todo esto, no debe de ser anterior al siglo XIV. Seguramente formará parte de una representación mucho más grande, ya que los bordes recortan lo que parece un paisaje de piedras y ramas. Lo único que me resulta vagamente familiar es ese sombrero rojo, que podría parecerse a los típicos gorros collas que cubrían los cráneos deformes. Fíjese en aquellos ídolos -me pidió, señalando las estatuillas tocadas con cubiletes-. Si lo desea, también puede examinarlos con más detalle en la obra de Guamán Poma de Ayala, Nueva crónica y buen gobierno. Su hermano debe de tener un ejemplar.
– Sí, en efecto -dije mientras recogía al hombrecillo con una mano y, con la otra, le entregaba la fotocopia de la cara cuadrangular con rayos solares.
– Tiwanacu -repitió nada más echar una ojeada y, de nuevo, el gesto de su cara volvió a torcerse y su voz, tan peculiar, adoptó un timbre oscuro-. Inti Punku, la Puerta del Sol. Durante siglos se pensó que esta figura, que corona la pieza, era una representación del dios Viracocha. Los descubrimientos de Wari han hecho tambalear esta hipótesis y ahora prefiere hablarse de un desconocido Dios de los Báculos adorado por ambas culturas.
– Con razón me resultaba tan familiar -comenté yo, inclinándome ligeramente sobre la mesa para contemplar la imagen invertida-. La Puerta del Sol. Es muy famosa.
Se puso en pie como si alguna idea importante le rondara la cabeza y se acercó a una de las estanterías de la que extrajo un libro de gran tamaño que colocó sobre la mesa, delante de mí. Era un volumen de fotografías, uno de esos que apenas tienen texto, en cuyas páginas abiertas, nada más apartarse ella, divisé, a la izquierda, la reproducción de un bloque de piedra con un vano a modo de puerta en cuya parte superior se veían, labradas, tres bandas horizontales partidas por una figura central de gran tamaño cuya cara era, sin posibilidad de error, la que Daniel había ampliado en la fotocopia. En la página de la derecha podía verse, con todo detalle, la misma figura mucho más grande, de manera que no sólo reconocí su cara sino también, inesperadamente, lo que había debajo de sus pies -si por pies podía entenderse un par de pequeños muñones que le salían de la cintura-, y lo que había no era otra cosa que la pirámide escalonada de tres pisos dibujada con rotulador rojo por mi hermano. ¿Por qué Daniel había ampliado, concretamente, la cabeza y delineado en rojo el suelo del Dios de los Báculos?
– Eso es la Puerta del Sol, que en quechua se llama Inti Punku y en aymara Mallku Punku, o Puerta del Cacique -me explicó. Yo no la estaba observando en ese momento y, por lo tanto, no podía ver su expresión, sin embargo, su voz seguía llenándose de tonalidades sombrías cargadas de enojo, lo que me obligó a levantar los ojos del libro para descubrir con sorpresa que tenía la cara tan imperturbable como una estatua y que sólo sus manos estaban contraídas por la tensión-. Es el monumento más famoso de las ruinas de Tiwanacu. Está fabricado con un bloque monolítico de roca volcánica de más de trece toneladas de peso que mide unos tres metros de alto por cuatro de largo y cincuenta centímetros de grosor. El tallado de la piedra es perfecto, preciso… Los arqueólogos y los expertos aún no se explican cómo pudo ser realizado por un pueblo que no conocía ni la rueda, ni la escritura, ni el hierro, ni, lo que es más sorprendente todavía, el número cero, tan necesario para los cálculos astronómicos y arquitectónicos.
Quizá la catedrática era una mujer dura, quizá, incluso, una arpía; seguramente Ona no se equivocaba en sus opiniones y comentarios sobre ella, pero yo hubiera añadido, además, que estaba como una cabra. En cuestión de minutos había pasado de la tirantez a la normalidad y otra vez a la tirantez sin que yo pudiera explicarme los motivos. La doctora Torrent no podía disimular un acusado carácter ciclotímico y no podía hacerlo porque, aunque controlara sus movimientos y los gestos de su cara, su voz, tan grave y peculiar, la delataba. Ése era su talón de Aquiles, la grieta que daba al traste con la muralla. Buscando una razón lógica que hubiera podido provocar su malhumor, pensé que, quizá, había prolongado excesivamente mi visita y que sería conveniente marcharme cuanto antes. En ese momento, fijó sus ojos helados en mí y, tan glacial era su mirada, que a punto estuve de emprender la huida hacia la puerta caminando humildemente de espaldas y haciendo reverencias como los cortesanos chinos al despedirse del emperador.
– ¿Qué más trae en ese montón de papeles? -me preguntó a bocajarro.
– ¿Quiere que se lo cuente o desea mirarlo usted misma?
– Déjeme verlo -ordenó, extendiendo el brazo para que le entregara el fajo de documentos. No quedaba mucho por examinar: además de las fotografías de los cráneos tiwanacotas, que ella no había llegado a ver, sólo faltaba el dibujo de la pirámide escalonada, las reproducciones de los tejidos y jarrones decorados con filas y columnas de cuadrados, y las fotocopias de los mapas de las rosas de los vientos y de Sarmiento de Gamboa. Sin embargo, se entretuvo mucho tiempo mirándolo todo, como si aquello fuera nuevo para ella y enormemente interesante. Al cabo de cinco o seis eternos y aburridos minutos, abrió uno de los cajones de su mesa y sacó una gran lupa como la de Sherlock Holmes pero de madera oscura y profusamente tallada, que, así, de pronto, se me ocurrió que debía de valer un dineral. Un objeto semejante no podía encontrarse fácilmente en las tiendas de antigüedades de Barcelona. Con las gafas apoyadas en una arruga de la frente y mirando a través de la lente, estuvo contemplando los mapas antiguos con un interés poco común, hasta el punto de hacerme pensar que había cometido el error más grande de mi vida concertando aquella entrevista. Si mi hermano se curaba con el nuevo tratamiento y aquella mujer, por mi culpa, se apropiaba de su material de investigación, habría metido la pata más allá de lo imaginable y era posible, incluso, que mi hermano dejara de dirigirme la palabra durante el resto de su vida… o de la mía, según quién se muriera antes.
Por fin, después de muchísimo tiempo, la doctora Torrent emitió un largo suspiro, dejó la lupa y los papeles sobre la mesa y se quitó las gafas para mirarme directamente a los ojos.
– ¿Todo esto lo encontró usted en casa de Daniel? -dijo modulando su radiofónica voz de tal manera que me recordó el silbido de una serpiente (o, al menos, a como sonaba el silbido de una serpiente en las películas).
– En su casa, sí -admití, dispuesto a salir pitando de allí con toda la documentación.
– Permítame que le haga una pregunta… ¿Cree usted que todo esto está relacionado con esas enfermedades que padece su hermano?
Chasqueé la lengua antes de responder a aquella pregunta tan directa y, en ese breve espacio de tiempo, apenas unas décimas de segundo, decidí que no debía decir ni media palabra más sobre nada.
– Ya le expliqué que los médicos quieren saber si Daniel podía haber tenido problemas con el trabajo.
– Ya… Pero no me refiero a eso exactamente. -Puso las dos manos sobre el borde de la mesa y se incorporó-. Verá, este material, tomado en conjunto, revela que su hermano seguía una línea de investigación muy diferente a la que yo le confié. No quisiera que se lo tomara usted a mal, ni mucho menos, pero, de alguna manera que no puedo ni imaginar, Daniel tomó prestados todos los documentos de este mismo despacho. Sin comunicármelo.
¿Estaba insinuando que mi hermano le había robado? ¡Menuda imbécil! Me levanté del asiento yo también y me encaré con ella. A pesar de que la ancha tabla nos separaba, mi estatura me permitía mirarla desde muy arriba con todo el frío desprecio del que era capaz. Y era capaz de mucho en situaciones como aquélla. Durante una fracción de segundo, involuntariamente, dirigí la mirada hacia la fotografía enmarcada que descansaba sobre la mesa y que ahora quedaba expuesta a mis ojos con toda claridad, y mis retinas retuvieron el destello de un hombre mayor y sonriente, con barba, que pasaba los brazos sobre los hombros de dos muchachos de veintitantos años. La típica familia feliz al estilo americano. Y Doris Day se atrevía a insultar a mi hermano, la persona más honrada y decente que había conocido en mi vida. La única ladrona que había allí era ella misma, que quería apoderarse, de la manera más sucia, del trabajo de Daniel.
– Escuche, doctora Torrent -silabeé, amenazante-. No suelo perder los papeles a menudo, pero si lo que está diciendo es que mi hermano Daniel es un ladrón, usted y yo vamos a terminar muy mal esta conversación.
– Lamento que se lo tome así, señor Queralt… Sólo puedo decirle que no va a llevarse de nuevo esta documentación. -Tenía redaños, la doctora-. Si Daniel estuviera bien, mantendría con él una larga conversación y estoy segura de que resolveríamos este lamentable asunto, pero, como está enfermo, tengo que limitarme a recuperar lo que es mío y a pedirle que sea respetuoso y que, por el bien de su hermano, guarde completo silencio respecto a esta cuestión.
Sonreí y, de un manotazo rápido, recuperé los documentos que ella había dejado sobre la mesa, supuestamente fuera de mi alcance. Jamás he aguantado las majaderías y, aún menos, los insultos, y si algún estúpido (o estúpida, como era el caso) se imaginaba que podía tomarme el pelo e impedir que yo hiciera lo que me diera la gana, se equivocaba por completo de una manera lamentable.
– Escúcheme bien, doctora. No he venido con la intención de mantener un altercado con la jefa de mi hermano, pero tampoco voy a consentir que usted se invente una película en la que Daniel es un ladrón y usted una pobre víctima desvalijada. Lo siento, señora Torrent, pero me marcho con todo esto. -Y, diciéndolo, introduje de nuevo en mi cartera todas las fotocopias y reproducciones, encaminándome después hacia la puerta-. Cuando mi hermano se encuentre mejor, ya resolverán ustedes dos este tema. Buenos días.
Abrí con gesto brusco y me marché dando un portazo. Ya no quedaba nadie en el departamento. Mi reloj del capitán Haddock indicaba que eran casi las dos y media de la tarde. Hora de comer y, por qué no, hora de escupir todos los insultos que conocía contra aquella imbécil a la que debieron de pitarle los oídos durante los cuarenta minutos que tardé en llegar a casa y en borrarla para siempre de mi vida.
No fui al partido, ni falta que me hizo. Pasé la mayor parte de la tarde en el hospital, con Daniel y, luego, me fui a cenar con Jabba, Proxi y Judith, una amiga de Proxi con la que, años atrás, estuve saliendo durante unos meses. Judith era una persona estupenda en la que, ciertamente, se podía confiar pero, aunque no hubiera sido así, habría dado lo mismo porque, antes de encontrarnos en el restaurante, Proxi ya le había contado todo lo que había que contar. Así las cosas y ante los hechos consumados, me explayé a gusto criticando a la catedrática y, a base de hacer bromas sobre ella, terminó por pasárseme el cabreo. Lo único malo de la noche fue que, si no hubiera tenido mi casa llena de gente que decía ser mi familia, Judith se habría quedado conmigo, porque seguíamos conservando la buena química y a ninguno le gustaba desaprovechar las ocasiones. Pero, en fin, no era mi día de suerte y ahí se quedó la cosa. Para animarme, y como no tenía sueño, a las dos de la madrugada, después de comprobar que los ordenadores de la empresa continuaban buscando la dichosa contraseña de Daniel, decidí que era tan buen momento como cualquier otro para arriesgarme, por fin, con las malditas crónicas de los conquistadores españoles. Ya no se trataba sólo de confirmar una estrafalaria teoría; aquello se había convertido para mí en un desafío, en una cuestión de lealtad a mi hermano. Le había fallado exponiendo su trabajo a la rapacidad de su jefa y debía compensarle de alguna forma. Si llegaba a curarse, bien con la magia de las palabras de la que hablaban Jabba y Proxi (y también Judith, que se sumó entusiasmada a la idea), bien con los medicamentos de Diego y Miquel (lo que sería más probable), yo quería tener algo interesante que ofrecerle, una idea que él pudiera explorar, un espejismo que, quién sabe, a lo mejor podría hacerle ganar algún día un premio Nobel que humillara muchísimo a la necia de su jefa.
Empecé, obviamente, por la Nueva crónica y buen gobierno escrita por el tal Felipe Guamán Poma de Ayala a principios del siglo XVII. Sentí que el alma se me caía a los pies al encararme con los tres volúmenes que formaban la inmensa obra de aquel indio de la nobleza peruana que creyó poder conmover el alma piadosa y cristiana del rey Felipe III de España contándole la verdad de lo que estaba pasando en el viejo Imperio inca desde los primeros años de la conquista. Eso, al menos, era lo que refería la introducción, además del azaroso peregrinaje del manuscrito hasta que fue descubierto en Copenhague a principios del siglo XX. Di un par de sorbos desesperanzados a mi botella de agua, y eché una rápida mirada a las hojas de notas que mi hermano había dejado, plegadas, entre las páginas del primer libro. Por fortuna, Daniel había escrito aquellos borradores con el ordenador -imprimiéndolos, por detrás, en papel usado de la Divisió d'Antropologia Social-, salvándome así de uno de los dos principales escollos con los que temía enfrentarme: descifrar su letra y enterarme del contenido. En cuanto empecé a leer, me abstraje de todo cuanto me rodeaba y, sin darme cuenta, en ese mismo instante dejé de caminar a ciegas y empecé a recorrer, pisando las huellas de Daniel, la senda que él había explorado en solitario apenas unos meses atrás.
Por lo visto, desde el preciso momento en que Colón descubrió América en 1492 a los reyes españoles se les planteó un dilema jurídico sorprendente: debían justificar la necesidad de la conquista y de la posterior colonización de América porque, en cualquier otro caso, la legislación de la época (como la de ahora) no permitía que un Estado arrasara y usurpara por las buenas lo que no le correspondía. Había algo llamado Ley Natural que amparaba el derecho de cada pueblo a la soberanía sobre sus tierras. De modo que los doctísimos letrados castellanos del siglo XVI tuvieron que devanarse los sesos para encontrar torpes excusas y motivos sin fundamento que permitieran afirmar incuestionablemente que las Indias Occidentales no pertenecían a nadie cuando Colón arribó a sus costas porque los indígenas allí encontrados ni eran legítimos ni tenían reyes verdaderos que pudieran certificar la propiedad natural del territorio. A tal efecto, en 1570, el nuevo virrey del Perú, don Francisco de Toledo, cumpliendo un mandato de Felipe II, ordenó una Visita General a todo el territorio del Virreinato con el fin de elaborar unas Informaciones en las que se demostrara que los incas habían robado la tierra a unos desdichados, incultos y salvajes indígenas que, desde entonces, habían malvivido bajo su tiranía, lo que justificaba «legalmente» la apropiación del Imperio incaico por la corona española. Esto, por supuesto, dio lugar a numerosos desmanes, a la falsificación de datos y a la deformación de la historia que los visitadores recogían de boca de los, en realidad, civilizados, bien alimentados y, en su mayoría, felices pobladores del imperio que, de entrada, desconocían el dinero porque no les hacía falta, tenían reservas de alimentos para más de seis meses en todos los pueblos y no establecían grandes diferencias sociales entre hombres y mujeres, aunque cada uno realizara tareas distintas.
Mis ojos se detuvieron, de improviso, en una frase curiosa: «En la Visita General ordenada por el Virrey, actuaba como historiador y Alférez General un tal Pedro Sarmiento de Gamboa, quien, durante cinco años, viajó exhaustivamente por el Perú colonial recogiendo, de los indígenas más ancianos de cada lugar, datos sociales, geográficos, históricos y económicos.» ¿Pedro Sarmiento de Gamboa…? ¿El mismo Pedro Sarmiento de Gamboa del «Camino de yndios Yatiris. Dos mezes por tierra»…? Me sentí tan eufórico que no pude evitar ponerme en pie y mover un poco el esqueleto al son de una samba inexistente y silenciosa. ¡Tenía una pieza del rompecabezas! Las cosas empezaban a encajar. Era una satisfacción pírrica, pero era más de lo que tenía antes.
Dejándome llevar por la intuición, hice una búsqueda rápida en la red sobre el tal Pedro Sarmiento y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que aquel tipo había sido alguien muy importante en el siglo XVI, una figura destacada que, según el contenido de la página por la que pasara, aparecía como navegante, cosmógrafo, matemático, militar, historiador, poeta y estudioso de las lenguas clásicas. No sólo había explorado el Pacífico y descubierto más de treinta islas, entre ellas las Salomón, sino que fue el primer gobernador de las provincias del Estrecho de Magallanes, participó en las guerras contra los incas rebeldes, realizó la Visita General al Virreinato de Perú, inventó un instrumento de navegación llamado ballestrilla que servía para calcular, de una manera aproximada, la longitud (un dato desconocido en su época), escribió una Historia Incaica, y, además, fue raptado por el pirata Richard Grenville y conducido a Inglaterra, donde hizo amistad con sir Walter Raleigh y la reina Isabel, con la que se comunicaba en un perfecto latín. Pero, por si algo le faltaba a un personaje como éste, en dos ocasiones tuvo que vérselas con la Santa Inquisición, que estaba dispuesta a quemarlo vivo en cualquier plaza pública de Lima (llamada entonces Ciudad de los Reyes) por brujo y astrólogo aunque, concretando un poco más, por la fabricación de unos anillos de oro que atraían la buena suerte. Acusado de nigromancia y de «prácticas mágicas con instrumentos», tuvo que escapar a uña de caballo y refugiarse en Cuzco y, diez años más tarde, exactamente por los mismos cargos (con la diferencia de que, esta vez, se trataba de una tinta capaz de provocar el amor o cualquier otro sentimiento en quien leyera lo que con ella se escribía), acabó en las cárceles secretas del Santo Oficio.
Pues bien, había llegado al punto de poder explicar el mapa que Daniel había fotocopiado o, al menos, de poder situarlo históricamente con bastante precisión porque Pedro Sarmiento de Gamboa acabó la Visita General en 1575, cinco años después de iniciada, y se desplazó (o fue llevado) a la Ciudad de los Reyes, donde, a principios de ese mismo año fue juzgado por la Inquisición y encarcelado en julio. Sarmiento afirmaba haber terminado el mapa del «Camino de yndios Yatiris» el veintidós de febrero y, según un documento del Tribunal de la Santa Inquisición de Lima (8), en el inventario de objetos incautados a Sarmiento el treinta de julio por el alguacil del Santo Oficio don Alonso de Aliaga, aparecían «tres lienços pintados de lugares de yndios y tierras».
(8) Historia del tribunal de la Inquisición de Lima: 1569-1820. Tomo II, Apéndice documental del historiador peruano Carlos A. Mackehenie (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Universidad de Alicante).
Según las crípticas notas de mi hermano, aquellos lienços salieron hacia España muchos años después junto con otros objetos y documentos de Sarmiento de Gamboa y permanecieron en el Archivo de Indias de Sevilla durante casi un siglo, reapareciendo brevemente en la Casa de Contratación de esta misma ciudad antes de culminar su viaje, vaya usted a saber por qué, en el Depósito Hidrográfico de Madrid, donde, al parecer, se encontraban en aquel momento y donde, deduje, los había descubierto Daniel.
Sólo me faltaba adivinar cuál era el lago del que partía el «Camino de yndios Yatiris», pero eso fue lo más fácil de todo cuanto había llevado a cabo aquella madrugada porque me bastó con buscar en la red un mapa del altiplano boliviano para descubrir que los perfiles del Titicaca se correspondían exactamente con los dibujados por Sarmiento de Gamboa y que la gran ciudad que él había trazado al sur se ajustaba como un clavo a la ubicación de las ruinas de Tiwanacu. Lo que ya no quedaba tan claro era el recorrido del camino que, partiendo de allí, descendía los cuatro mil y pico metros de altitud a que se encontraba la ciudad para internarse en la selva, corriendo paralelo al curso de un río sin nombre que no pude identificar en el mapa de mi pantalla debido a la complejidad de afluentes que, como en el sistema circulatorio de un cuerpo humano, se tejían, trenzaban y entrecruzaban hasta formar un amasijo de hebras de agua imposibles de separar. El dibujo quedaba bruscamente interrumpido por la rasgadura de lo que, en un principio, yo había tomado por una sábana de bordes deshilachados así que, en realidad, tampoco era posible saber adónde conducía aquel camino de pisadas de hormiga que se internaba en el Amazonas. En cualquier caso, daba lo mismo porque no era significativo para mi búsqueda; lo significativo ya lo había encontrado y era el hecho de que, durante aquellos cinco años que Pedro Sarmiento de Gamboa estuvo recorriendo Perú para escribir las Informaciones de la Visita General, se encontró con los yatiris en Tiwanacu y dibujó un mapa que mi hermano había considerado importante y, nada más terminar el mapa, la Inquisición lo encerró por elaborar una tinta mágica. De nuevo tropezaba con la magia de las palabras, el Supercalifragilisticoespialidoso que tanto le gustaba a Proxi.
Resultaba obvio que mi hermano había dejado aquellas notas dentro del primer volumen de la Nueva crónica y buen gobierno porque alguna relación tenían al margen de que el indio Felipe Guamán se hubiera visto en la necesidad de escribir casi mil doscientas páginas para refutar las mentiras de las Informaciones de la Visita General, así que me cargué de valor, miré el reloj -eran casi las cuatro de la madrugada- y afronté la lectura. No tenía sueño pero, aunque lo hubiera tenido, me habría despejado igualmente con sólo echar un vistazo a las prodigiosas ilustraciones de aquel libro. Acostumbrado a las modernas imágenes digitales diseñadas por ordenador, con vectores en movimiento y millones de colores, capaces, incluso, de recrear virtualmente la realidad, el choque con los toscos dibujos en tinta negra de Guamán Poma fue brutal, devastador, como si una descarga eléctrica me hubiera formateado el disco duro del cerebro dejándome inerme frente a aquellas burdas pinturas -de las que había cuatrocientas en total, intercaladas en el texto-. Era como un cómic, donde la acción se visualiza y desarrolla en las viñetas, con la única diferencia de que aquella obra tenía cerca de cuatrocientos años.
Me llamó la atención, en primer lugar, un dibujo en el que se veía a Viracocha (en el quechua de Guamán, Vari Vira Cocha Runa) vestido con hojas de árboles bajo un brillante sol de rostro jovial, parecido a uno de esos -en jerga- smileys o emoticones que circulan por la red para expresar, de manera rápida y sencilla, con signos de puntuación, estados de ánimo o actitudes. Por lo que pude ver, todos los soles que pintaba Guamán tenían cara y todos manifestaban con muecas de emoticón su parecer sobre lo que podía verse en la escena. Pero lo más significativo del dibujo era la barbita que, para recordar su origen divino y no indio, le había puesto a Viracocha: cuatro pelos en el bigote y una perilla como la mía. Otra imagen destacable era la del escudo con las primeras armas reales o emblemas de los Incas. Resultaba evidente que la forma era un remedo de los escudos españoles y no de los rectangulares walqanqa, pero había algo genial en esa mezcla de un campo cuartelado en cruz encerrado en adornos de volutas barrocas con esos ingenuos retratos de un sol barbudo llamado Inti, una luna llamada Quya, una estrella refulgente de dieciséis puntas, Willka, y un ídolo antropomórfico situado sobre una colina.
Aturdido por esta borrachera iconográfica en blanco y negro donde cada escena era un mundo de detalles en el que perderse, me quedé sin visión periférica, ignorando por completo el color amarillo fosforescente de los fragmentos resaltados por mi hermano del mismo modo que hubiera ignorado con toda tranquilidad un semáforo en rojo si hubiese estado conduciendo. Hay imágenes, o estilos de imágenes, músicas, olores, sabores o texturas que tienen la poderosa capacidad de arrancarnos del mundo real, de modo que, hasta que no me recuperé de la impresión no descubrí que Daniel había vuelto a señalarme el camino destacando en amarillo luminoso las palabras, frases o párrafos importantes.
La primera marca que pude encontrar estaba situada junto al dibujo de otro escudo barroco con los segundos emblemas reales (un pájaro, cierto tipo de palmera, una borla y dos serpientes), y resaltaba una frase en la que se afirmaba que «ellos», los Incas, habían salido de «la laguna del Titicaca y de Tiahuanaco» y que, partiendo del «Collau», los ocho hermanos y hermanas «Yngas» originales habían llegado a Cuzco y fundado la ciudad. En el párrafo siguiente, Guamán Poma, con la biliosa colaboración de Daniel C., afirmaba, nada más y nada menos, que todos cuantos tenían «orexas», o sea, orejas, se llamaban Incas y que los demás no. En un primer momento, me quedé preocupado ante la idea de que los veintinueve millones y pico de habitantes del Tihuantinsuyu que no formaban parte de la realeza hubieran podido ser unos desorejados, pero de inmediato recordé la leyenda que decía que los descendientes directos de los hijos de Viracocha formaban la nobleza «Orejona», que se distinguía de los que no tenían sangre solar insertándose grandes discos de oro en los lóbulos de las orexas. Y, efectivamente, así era, porque, pasando la hoja de los segundos emblemas, en la siguiente se veía al primer Inca, Manco Capac («Capac» quería decir poderoso), con una pieza redonda a cada lado de la cabeza a modo de enorme pabellón auditivo. De repente recordé un detalle curioso. ¿No había dicho Proxi que los sacerdotes-astrónomos que gobernaban Tiwanacu se llamaban «Capaca»? ¿No sería Capac una derivación de Capaca? Sólo había una forma de comprobarlo y era usando el diccionario de Ludovico Bertonio que mi hermano tenía… en su casa. No me quedó más remedio que hacer una búsqueda en internet, pero la suerte me acompañó y no tardé en encontrar un acceso libre al diccionario a través de la biblioteca virtual de la Universidad de Lima, en Perú, y un Bertonio transcrito al lenguaje de las páginas Web me confirmó, efectivamente, que «Capaca» quería decir Rey o Señor, aunque matizaba que era una palabra muy antigua (él lo decía en 1612) y que ya no se utilizaba. De modo que, quizá, las leyendas incas tenían su parte de razón y, a lo mejor, Manco Capac, o Capaca, y su hermana-esposa, Mama Ocllo, procedían efectivamente de Tiwanacu y desde allí subieron al norte para fundar Cuzco y el Imperio inca.
Manco Capac aparecía elegantemente ataviado. Llevaba un gran manto sobre el vestido, un cíngulo alrededor de la cabeza que le sujetaba un adorno sobre la frente, sandalias abiertas, lazos bajo las rodillas y, en las manos, un curioso quitasol y una lanza. Pero lo que más me llamó la atención fueron los adornos del vestido: una banda de tres líneas de pequeños rectángulos como los de las fotocopias de tejidos de Daniel, que cruzaban horizontalmente la tela por la cintura. Esta vez, sin embargo, me fijé mejor y descubrí en el interior de ellos diminutas estrellas, pequeños rectángulos, tildes alargadas, rombos con puntos en el centro… Los motivos se repetían tres veces cada uno, en diagonal, y me pregunté qué podrían tener de insólito estos diseños textiles para que mi hermano se hubiera empeñado en coleccionarlos.
Me sobresaltó la luz de la pantalla grande de la pared, que se encendió de pronto para informarme de que mi madre acababa de despertarse. Mientras me giraba para observar, la imagen se dividió por la mitad y, en la ventana derecha, pobremente iluminada, apareció ella saltando de la cama con su discreto camisón de raso color verde. Mi casa, obviamente, estaba dotada de todo tipo de sensores de movimiento pero, además, el sistema de identificación distinguía perfectamente a cada uno de los miembros de mi familia.
Suspiré notando una oleada de creciente desesperación mientras la veía avanzar por los pasillos como el Titanic hacia el hielo. Incluso cuando ya notaba su mirada sobre mi nuca y su imagen en el visor me indicaba que estaba exactamente detrás de mí, en el umbral de la puerta, todavía albergaba yo la inútil esperanza de que tomara otro rumbo y desapareciera.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo a estas horas? -me increpó, avanzando un poco más y deteniéndose frente a la pantalla en la que podía verse a sí misma con los brazos en jarras, el camisón verde, los pelos de punta y la cara de enfado-. ¿Y se puede saber por qué me espías? ¡No recuerdo haberte enseñado a espiar cuando eras pequeño!
– Estoy leyendo.
– ¿Leyendo…? -se indignó-. ¡No, si ya verás como al final tendré que hacer lo mismo que hacía cuando tenías diez años! ¡Apagarte la luz por las buenas!
Me eché a reír.
– Pues encenderé una linterna, como hacía entonces.
Ella sonrió también.
– ¿Crees que no lo sabía? -preguntó, acercando un sillón y acomodándose; la noche estaba perdida-. Todavía recuerdo las pilas de petaca, los cables y aquellas bombillas diminutas con las que te fabricabas las linternas para leer debajo de las mantas. ¿Sabes que tu hermano te copió la idea? Cuando vivíamos en Londres y tú estabas interno en La Salle, él hacía lo mismo, salvo que tú leías cómics y él, libros de verdad. ¡Era tan listo para su edad…! -¿Había comentado ya que Daniel era el hijo favorito de mi madre?-. Chaucer, Thomas Malory, Milton, Shakespeare, Marlowe, Jonathan Swift, Byron, Keats…
– Vale, mamá. Siempre he sabido lo inteligente que era mi hermano.
Para ella, la cultura se reducía al campo de las humanidades. Lo que yo hacía jamás había alcanzado la categoría de «respetable» y, por supuesto, jamás sería otra cosa que un pasatiempo adolescente. Mi madre miraba con mejores ojos a un zapatero remendón o a un pintor de brocha gorda que a mí; al menos, el zapatero y el pintor hacían algo útil. Por supuesto, desde esa perspectiva, Daniel siempre salía ganando: antropólogo, profesor de universidad, erudito, con pareja y con un hijo precioso. ¿Qué título tenía yo?, ¿qué era eso de internet?, ¿por qué seguía soltero y sin compromiso?, ¿por qué no le daba nietos? En su última visita había dejado muy claro que, por mucho dinero que yo tuviera, siempre sería el fracaso más grande de su vida y en aquel preciso momento me daba la impresión de que estaba a punto de repetir el desagradable comentario.
– Tienes que hacer algo de una vez, Arnie -me reprochó cariñosamente-. No puedes, de ninguna manera, seguir así. Ya tienes treinta y cinco años. Eres un hombre y es hora de que tomes decisiones importantes. Clifford y yo hemos pensado hacer testamento… Sí, ya sé que todavía es pronto, pero Clifford está empeñado y yo, claro está, no voy a negarme. Sería una tontería, ¿no te parece? Te lo digo porque hemos pensado dejarle a Daniel una parte mayor que a ti… Espero que no te importe, cariño. Él no tiene tantos recursos como tú y ya se sabe que los profesores no ganan dinero. Además, tiene un hijo y, probablemente, tenga más porque tanto Ona como él son jóvenes todavía. Así que…
– No me importa, mamá -afirmé, convencido. ¿Qué más me daba? Además, por lo que yo sabía, mi madre llevaba mucho tiempo ayudándole con pequeñas cantidades mensuales y pagándole la hipoteca del piso de la calle Xiprer. Me parecía acertado que mi hermano recibiera más que yo, aunque no podía dejar de ver una maniobra de Clifford detrás de todo aquello. Clifford era un buen hombre y ambos nos apreciábamos, pero Daniel era su hijo y yo no. En cualquier caso, a mí, afortunadamente, no me hacía falta el dinero y a mi hermano, tanto si se recuperaba como si no, siempre le vendría bien.
– Naturalmente, si tuvieras hijos esta cuestión ni se habría planteado. Para nosotros, los dos sois exactamente iguales. Ya sabes lo que te quiere Clifford. Pero, desde luego, mientras sigas soltero no hay discusión. De todos modos, no nos vamos a morir, por supuesto. No todavía. Ahora que…, también te digo otra cosa: si, en unos pocos años, encuentras a una buena chica como Ona y te casas o te juntas o como se diga, y tienes hijos, pues nada, se rehace el testamento y en paz.
Yo no salía de mi asombro.
– ¿Estás diciendo que si me caso y tengo hijos me dejarás más dinero en herencia?
Mi madre siempre conseguía desconcertarme. ¿Acaso creía que con ese argumento, totalmente inútil, podía obligarme a cambiar mi vida? El laberinto de sus pensamientos era un auténtico sinsentido.
– ¡Por supuesto! ¿Crees que yo, ¡yo!, sería tan injusta como para discriminar a los nietos de un hijo en beneficio de los nietos del otro? Jamás! ¡Todos serían iguales para mí! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡Arnau, por favor! ¡Parece que no conozcas a tu madre, hijo mío!
No llevábamos hablando ni cinco minutos de reloj y yo ya estaba mareado y con una angustia terrible en la boca del estómago.
– Ven conmigo, mamá -le dije, poniéndome en pie y tendiéndole una mano como si fuera una niña pequeña. De hecho, sólo tenía sesenta años recién cumplidos y se conservaba estupendamente, mucho mejor que la doctora Torrent, por ejemplo, que, con ese pelo blanco, parecía una vieja; mi madre, gracias a la gimnasia, la cirugía estética y los tintes, apenas aparentaba los cincuenta.
– ¿Adónde vamos? -quiso saber mientras se incorporaba para seguirme.
– A la cocina. Yo voy a prepararme un té y tú te tomarás un vaso de leche caliente.
– ¡Desnatada!
– Por supuesto. Y, después -le susurré avanzando por el pasillo, llevándola de la mano-, te irás a la cama y me dejarás trabajar, ¿de acuerdo?
Soltó una risita feliz (le encantaba que Daniel y yo la tratáramos de aquella manera) y se dejó llevar dócilmente sin despegar los labios.
Di gracias a Viracocha cuando vi que se bebía la leche sin chistar y que me daba un beso rápido en la mejilla antes de perderse de nuevo en la penumbra. Eran las cinco y media de la madrugada del domingo. Sentí tentaciones de salir al jardín y contemplar el cielo, pero Guamán Poma me estaba esperando y ya no quedaba mucha noche por delante. No podía irme a la cama sin saber un poco más.
Cuando mi madre volvió a acostarse, el sistema borró del monitor de la pared las imágenes de las cámaras de su habitación. Sabiendo que podía hacerse de día sin que me diera cuenta, le dije al ordenador que me avisara a las siete y le pedí información sobre los progresos en la búsqueda de la clave de Daniel. La respuesta se proyectó tanto en la pantalla gigante de la pared como en los tres monitores que tenía repartidos por el estudio: la clave debía de ser ya una cadena superior a los seis dígitos pues, por debajo de eso, ninguna combinación había dado resultado. Tecleé un par de órdenes para capturar una instantánea del proceso y comprobar qué tipo de series verificaba el sistema en ese momento. Unas cincuenta palabras de siete dígitos aparecieron sobre el fondo negro, alternando tanto mayúsculas como minúsculas, números, espacios en blanco y símbolos especiales (admiraciones, paréntesis, guiones, comillas, corchetes, barras, tildes, todo tipo de puntos, todo tipo de acentos, etc.). El asunto se complicaba por momentos porque las combinaciones de nueve o diez dígitos podrían arrastrar y consumir todos los recursos del sistema. Si la clave no aparecía pronto, iba a tener que pedir ayuda.
Giré el asiento y, sujetándome con las dos manos al borde de la mesa donde tenía los libros, tiré con fuerza y me deslicé hasta allí patinando sobre las ruedecillas del sillón para seguir mirando dibujos mientras aparecían, poco a poco, las frases resaltadas por mi hermano con rotulador fosforescente.
El segundo Inca, Cinche Roca, aparecía dos páginas después de su antecesor vestido de forma muy similar y, naturalmente, con sus grandes orejeras bien visibles. Las varias líneas destacadas en la página adyacente me aportaron una valiosa información: decía Guamán Poma de Cinche Roca que había gobernado el Cuzco y conquistado a todos los orejones y ganado toda Collasuyu con muy pocos soldados porque los collas eran «flojos y pusilánimes, gente para poco». Un hijo de este Inca, el capitán Topa Amaro, «conquistaba, mataba y sacaba los ojos» a los collas principales y, para que no hubiera dudas de cómo lo hacía, Guamán Poma lo ilustraba detalladamente con otro dibujo en el que se veía al capitán con unas largas pinzas en las manos pinchando un ojo a un pobre cautivo que permanecía arrodillado ante él y que lucía en su cabeza un curioso gorrito con forma de estilizado macetero. ¡Así que aquél era un collaaymara!, me dije examinándolo con gran curiosidad. La verdad era que me parecía conocerlo de toda la vida.
Sobre Cinche Roca Inca (el título real se ponía detrás del nombre) el cronista aún aportaba otros datos más reveladores. Describiendo minuciosamente su vestimenta, Poma de Ayala decía que el awaki de su vestido, el diseño que podía verse en el dibujo, llevaba «tres vetas de tukapu» o, lo que venía a ser lo mismo, tres filas de pequeñas formas rectangulares rellenas de signos muy parecidos a los símbolos especiales del ordenador.
Giré el asiento, me deslicé rápidamente hacia el teclado y lancé una búsqueda general en internet sobre tukapus. Para mi desgracia, sólo aparecieron dos documentos que, al final, resultaron ser el mismo en inglés y en español. Era un estudio titulado Guamán Poma y su crónica ilustrada del Perú colonial: un siglo de investigaciones, hacia una nueva era de lectura, de la doctora Rolena Adorno, profesora de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Yale, en Estados Unidos. El trabajo apabullaba por su erudición y profundidad. Lo leí con atención y, entre otras muchas cosas interesantes que la doctora Adorno decía sobre Guamán, encontré un párrafo en el que hacía referencia a los trabajos sobre tukapus de un tal Cummins, el cual insistía en que este cronista desvelaba muy poco sobre el significado secreto de esos diseños textiles abstractos y menos aún sobre el sentido codificado de, por ejemplo, el ábaco que aparecía en el dibujo del khipukamayuq, o secretario del Inca que llevaba la cuenta de los khipus de información dinástica y estadística. Comprender que los khipus eran los quipus, es decir, las cuerdas de nudos de las que me habló Ona en el hospital, no me costó demasiado, ya me estaba acostumbrando a ver la misma palabra escrita de mil formas diferentes, pero tardé un poco más en darme cuenta de que el khipukamayuq era el quipucamayoc del que también me había hablado mi cuñada. Esta idea me llevó, obviamente, a otra muy parecida: si khipus podía ser quipus y khipukamayuq podía ser quipucamayoc, ¿por qué los tukapus, o sea, las casillas con simbolitos de los tejidos, no podía ser tucapus o tucapos o tocapus…? Sin embargo, al lanzar la búsqueda de la primera opción sólo aparecieron algunos documentos de poca utilidad y la segunda alternativa dio todavía menos resultados, así que sólo me quedaba probar con la tercera antes de rendirme. Pero esa vez sí tuve suerte: más de sesenta páginas contenían la palabra «tocapus» y di por sentado que alguna de ellas me explicaría por qué mi hermano estaba tan interesado (más que Rolena Adorno y el tal Cummins) en esos curiosos diseños textiles andinos que parecían tener unos significados secretos que Guamán Poma no había querido revelar.
Afortunadamente, apenas deslicé la mirada por los títulos de las primeras páginas tropecé con un nombre conocido: Miccinelli, documentos Miccinelli… ¿Acaso no eran ésos los manuscritos descubiertos por la amiga de la doctora Torrent en un archivo privado de Nápoles que contenían el quipu de nudos sobre el que trabajaba mi hermano? ¡Pues claro que sí, no cabía la menor duda! Pinché el vínculo, cargué la página y allí estaba: «Actas del coloquio Guamán Poma y Blas Valera. Tradición Andina e Historia Colonial. Nuevas pistas de investigación», por la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, Italia. ¿Y qué tenía que decir la profesora Laurencich-Minelli sobre los tejidos con bandas de tocapus…? ¿Acaso no se ocupaba de los quipus? No, recordé, de los quipus se ocupaba Marta Torrent y, por delegación, mi hermano Daniel; la profesora Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos.
Los documentos Miccinelli, descubiertos a mediados de los ochenta, eran dos manuscritos jesuíticos, Exsul Immeritus Blas Valera Populo Suo e Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, escritos en los siglos XVI y XVII y encuadernados en un solo volumen en 1737 por otro jesuita, el padre Pedro de Illanes quien, poco después, lo vendió a Raimondo de Sangro, príncipe de Sansevero. Probablemente, el efímero rey de España, Amadeo I (1870-1873), de la casa de Saboya, los hizo llegar a su nieto, el duque Amadeo de Saboya Aosta, quien los regaló al Mayor Riccardo Cera, tío de la actual propietaria, Clara Miccinelli, en cuyo archivo privado, el Archivo Cera, los encontró ella misma en 1985. Parte del segundo manuscrito, Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, estaba redactado en Lima, entre 1637 y 1638, por el padre italiano Anello Oliva, quien agregó tres medios folia en los cuales estaba dibujado el quipu literario Sumac Ñusta y, pegadas, unas cuantas cuerdas con nudos que formaban parte del mismo, confeccionadas en lana. Sin duda, se trataba del quipu que Daniel estaba estudiando por encargo de la doctora Torrent.
El asunto era serio: los documentos venían a decir que Guamán Poma era el pseudónimo adoptado por un jesuita mestizo llamado Blas Valera (escritor, lingüista experto en quechua y aymara e historiador) y que los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega eran un plagio de una obra inédita del mismo Valera que éste le había confiado durante el tiempo que anduvo en terribles juicios con la Inquisición por ser el líder de un grupo que, además de pretender mantener viva la cultura inca, acusaba a los españoles de los mayores abusos, robos y crímenes imaginables contra los indios. Pero, lo que todavía era más grave: los documentos afirmaban de manera tajante que Francisco Pizarro había derrotado al último Inca, Atahualpa, no en una verdadera batalla como contaba la historia que había ocurrido en Cajamarca, sino envenenando a sus oficiales con vino moscatel mezclado con rejalgar que, por lo visto, era como se denominaba en aquella época al arsénico. La profesora Laurencich-Minelli acompañaba cada uno de estos asuntos con una amplia batería de bibliografía documental que demostraba y complementaba tales aseveraciones pero, por muy interesante que me resultase el tema, lo que yo necesitaba eran las referencias a los enigmáticos tocapus y no otro puñado más de misterios.
Por fin, llegué a la parte del ensayo en la que aparecía lo que yo buscaba y, nada más leer el subtítulo de la sección, supe por qué mi hermano, un antropólogo del lenguaje, se había interesado tanto por los tejidos incas y sus diseños. En el fondo, a esas alturas no me hubiera debido costar tanto deducirlo, vista la línea general de los datos, pero, para un profano, todos los mares parecen iguales por el simple hecho de no haberlos navegado nunca. El subtítulo rezaba La escritura mediante quipus y textiles y, sólo con eso, ya hubiera debido sentirme idiota de remate no sólo por mi ceguera sino también por algo que, ahora, resultaba palmariamente claro: la catedrática conocía el asunto de los tocapus tan bien como el de los quipus porque, sin duda, sabía lo mismo que sabía yo en aquel momento -o más-, no en vano, los documentos Miccinelli habían pasado por sus manos y la autora de aquel ensayo que yo leía era su amiga y asociada.
Pues bien, según decía aquella amiga de la doctora Torrent, los documentos Miccinelli afirmaban que tanto los quipus de nudos como los textiles con tocapus eran como nuestros libros y, aunque ella hacía mucho más hincapié en los quipus, en una frase mencionaba la necesidad de estudiar atentamente las ilustraciones de la Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma-Blas Valera porque, «en su nivel más secreto», contenían textos escritos con los tocapus dibujados como adornos en las vestiduras que, disponiendo de los adecuados medios humanos y técnicos, se podrían llegar a descifrar.
Pensativo, regresé al libro de Guamán (si es que ése era el verdadero nombre de su autor) y repasé cavilosamente las imágenes que tanto me habían impresionado. Miré aquellas bandas de tocapus en las ropas con unos nuevos ojos, como si mirara una pared llena de jeroglíficos egipcios que no porque yo no supiera leerlos dejaban de ser un lenguaje escrito formado por palabras y repleto de ideas. Sólo una duda me quedaba y la verdad era que no me sentía capaz de resolverla aquella noche: ¿en qué lengua estarían escritos los tocapus? Ya no cabía ninguna duda de que los nudos servían para escribir en quechua, el idioma de los Incas y de sus súbditos, pero daba la impresión de que los tocapus también. ¿Dos sistemas de escritura, igualmente misteriosos, para la misma lengua…? Entonces, ¿dónde demonios entraba el aymara en esta historia?
– Correo para Jabba-exclamé con desánimo, sin moverme. Los monitores se pusieron en blanco y el cursor negro parpadeó al inicio de una plantilla para mailes escritos mediante el sistema de reconocimiento de voz-. Buenos días a los dos -empecé a dictar; las palabras fueron apareciendo mecánicamente en las pantallas-. Mirad la hora a la que os envío este mail y adivinaréis la noche que he pasado. Necesito que sigáis investigando más cosas sobre el lenguaje aymara. En concreto, cualquier relación del aymara con algo llamado tocapus. -La máquina se detuvo después de «llamado»-. Deletreo: t de Toledo, o de Orense, c de Cáceres, a de Alicante, p de Falencia, u de Urgell y s de Sevilla. -La palabra se visualizó de inmediato, correctamente escrita-. Memorizar: tocapu. Significado: diseño textil inca. Plural: tocapus. Continúo dictando correo para Jabba. Sólo me interesa el quechua si aparece relacionado con los tocapus y el aymara, si no, no. Me levantaré a mediodía y, por la tarde, estaré en el hospital con Daniel por si queréis localizarme. En otro mail os envío parte del material que no he conseguido descifrar, por si también podéis echarme una mano. Feliz domingo. Gracias de nuevo. Saludos, Root. Fin del correo para Jabba. Codificación normal. Prioridad normal. Enviar.
Extraje de la cartera de cuero las fotocopias del mapa de las rosas de los vientos y del hombrecillo barbudo sin cuerpo (Humpty Dumpty) y las pasé por el escáner más potente para darles toda la resolución posible. Los ficheros resultantes eran enormes, pero mejor así, porque, de ese modo, Jabba y Proxi no tendrían problemas añadidos de pérdida de nitidez.
– Seleccionar imágenes uno y dos -concluí, arrellanándome en el sillón y apoyando la cara sobre el puño izquierdo-. Correo para Jabba. Adjuntar ficheros seleccionados. Fin del correo para Jabba. Codificación normal. Prioridad normal. Enviar.
Los monitores se apagaron y yo, que seguía frente a la Nueva Crónica , continué pasando maquinalmente páginas hasta que localicé otro párrafo resaltado con rotulador amarillo, pero, en ese momento, los monitores volvieron a iluminarse, apareciendo un mensaje del sistema recordándome que eran las siete de la mañana y, a continuación, haciendo un magistral fundido, mostró uno de mis cuadros preferidos: Harmatan, de Ramón Enrich. Como si aquel aviso hubiera hecho sonar alguna alarma interior, de manera automática sentí un agotamiento infinito y el entumecimiento de todos los músculos de mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentado, navegando entre apuntes y libros? Ya no recordaba la hora a la que había comenzado. Mientras bostezaba ruidosamente y me estiraba en el sillón todo lo largo que era hasta quedar convertido en un recio travesaño, me vinieron a la cabeza las innumerables noches que había pasado en blanco mientras permanecía frente al ordenador hacheando sistemas. Eran retos apasionantes que, una vez conseguidos, te dejaban el ego por las nubes, la vanidad en el hiperespacio y una satisfacción personal que no podía compararse con ninguna otra cosa de este mundo. Pues bien, aquella noche, a pesar del cansancio (o quizá debido a él) me sentía igual de omnipotente y, en un delirio final antes de caer en la cama rendido por el sueño, decidí que, a partir de aquel momento, cambiaría mi tag por algún acrónimo de Arnau Capac Inca, o Poderoso Rey Arnau.
Sonaba francamente bien. Tan bien como la suave y algo triste pieza de piano de Erik Satie con la que me dormí, el fragmento número uno de Gymnopédies. Satie siempre dijo que Gymnopédies significaba «danza de mujeres espartanas desnudas», pero casi todo el mundo estaba seguro de que se lo había inventado. A mí, en realidad, más que en mujeres desnudas, me hacía pensar en los millares -si no millones- de personas que murieron en América luchando contra la tiranía y la opresión de la corona y la iglesia españolas.
Cuando me desperté a mediodía, escuché ruidos extraños en la casa. En un primer momento supuse que sería mi abuela que se había levantado pronto, pero mi abuela era una mujer muy considerada y jamás hubiera organizado un escándalo semejante mientras alguien estuviera durmiendo. Desde luego, podía tratarse de mi madre, que jamás guardaba tales miramientos, pero mi madre y Clifford debían de estar en el hospital desde primera hora de la mañana o sea, que, de la lista de los posibles culpables, sólo quedaban Magdalena y Sergi, el jardinero, que estaban automáticamente excluidos porque era domingo. Esta escalonada reflexión a lo Sherlock la hice todavía más dormido que despierto, pero no hay nada como un buen razonamiento lógico acompañado por un fondo de detonaciones para terminar de despejar al cerebro más agotado.
Salté de la cama y, con los ojos cerrados, avancé a tientas por el pasillo dirigiéndome a trompicones hacia el origen del estrépito. Menos mal, pensé, que mi abuela dormía como un tronco. Dice la ciencia médica que las personas de edad avanzada necesitan menos horas de sueño que la gente más joven pero, con sus más de ochenta años, doña Eulalia Monturiol i Toldrà, toda inteligencia, semejante a uno de esos brillantes cristales de cuarzo llenos de aristas, dormía sus diez u once horas todos los días sin que nada, ni siquiera atender durante la noche en el hospital a uno de sus nietos, alterara esta saludable costumbre. Sostenía que su bisabuela, que había vivido hasta los ciento diez años, dormía todavía más y que ella pensaba superar esa edad con diferencia. Mi madre, horrorizada por semejante despilfarro de vida, la recriminaba duramente y le aconsejaba reducir el tiempo de sueño a las siete horas recomendadas por los especialistas, pero mi abuela, terca como ella sola, decía que los médicos de ahora no tenían ni idea de lo que era la calidad de vida y que, de tanto pasarse el tiempo luchando a brazo partido contra las enfermedades, se habían olvidado de lo que era la norma básica para la buena salud, a saber: vivir a cuerpo de rey.
Entreabrí los ojos con esfuerzo cuando alcancé el punto álgido del ruido y descubrí a Jabba y a Proxi tirados en el suelo de mi estudio rodeados de cables, torres de ordenadores -que identifiqué como procedentes del «100»- y elementos diversos de hardware. Había olvidado que también ellos tenían acceso libre a mi casa.
– ¡Ah, hola, Root! -me saludó Jabba apartándose las greñas rojas de la cara con el antebrazo.
Solté un taco bastante grueso y les maldije repetidamente mientras me adentraba en el estudio y me clavaba en la planta del pie derecho un pequeño y afilado multiplicador de puertos USB, lo que me hizo seguir escupiendo pestes.
– ¡Parad de una vez! -fue lo primero coherente que dije-. ¡Mi abuela está durmiendo!
Proxi, que no me había hecho ni caso durante mi explosión tabernaria, levantó la cabeza de lo que fuera que estaba haciendo y me miró espantada, dejándolo todo.
– ¡Para, Jabba! -clamó, incorporándose-. No lo sabíamos, Root, en serio. No teníamos ni idea.
– ¡Venid conmigo a la cocina y, mientras desayuno, me contáis qué demonios estabais haciendo!
Me siguieron dócilmente por el pasillo y entraron delante de mí con gesto contrito. Cerré la puerta sigilosamente para que pudiéramos hablar sin molestar a nadie.
– Bueno, venga -dije con acritud, avanzando hacia la estantería donde estaban los tarros de cristal y las especias-. Quiero una explicación.
– Hemos venido a ayudarte… -empezó a decir la voz de Proxi, pero Jabba la interrumpió.
– Sabemos de dónde ha salido tu hombrecillo cabezudo.
Con el tarro del té en la mano me giré como un molinillo para mirarles. Se habían sentado en lados opuestos de la mesa de la cocina. No hizo falta que les preguntara: el gesto de mi cara era, literalmente, una enorme interrogación.
– Lo sabemos casi todo -se pavoneó mi supuesto amigo con aires de suficiencia.
– Sí, es cierto -corroboró Proxi, adoptando la misma actitud-, pero no te lo vamos a contar porque no nos has ofrecido nada, ni siquiera un poco de ese café que vas a prepararte.
Suspiré.
– Es té, Proxi -le anuncié mientras ponía la cantidad exacta de agua en la menuda jarra de cristal. El gusto por el té me había venido impuesto por mi madre que, a la fuerza, nos había acostumbrado a todos desde que se fue a vivir a Inglaterra. Al principio lo odiaba pero, con el tiempo, terminé acostumbrándome.
– ¡Ah, entonces no quiero!
Esperé a que estallasen las pequeñas burbujas para cerciorarme de que la medida de agua era la correcta y, al comprobar que faltaba todavía un poco, dejé caer un hilillo que resbaló desde la boca de la botella de agua mineral.
– Yo te preparo un café -le dijo Jabba poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la cafetera italiana que se veía en uno de los estantes-. A mí también me apetece. Es que, en cuanto terminamos de comer -me explicó-, nos vinimos en seguida hacia aquí.
– Sírvete tú mismo -mascullé mientras metía la jarra en el microondas y programaba el tiempo en la pantalla digital. Jabba rellenó con agua del grifo el depósito inferior de la cafetera. Era bebedor compulsivo de café pero, incluso para esto, carecía por completo de paladar-. ¿Quién me lo cuenta todo? -insistí.
– Yo te lo cuento, tranquilo -repuso Proxi.
– ¿Dónde está el café?
– El café está en el tarro de cristal que hay al lado del hueco dejado por el tarro del té. ¿Lo ves?
– Tu «Cabeza de huevo», Root-continuó la mercenaria de la seguridad-, es uno de los minúsculos dibujitos que aparecen en el mapa que nos enviaste anoche.
– Di, mejor, esta mañana -objeté, ajeno a la información que acababa de recibir.
– Bueno, pues esta mañana -concedió mientras el hombre de su vida echaba cestos de café jamaicano en el platillo del filtro y lo comprimía con toda su alma antes de enroscar la parte superior. Apreté los labios y me dije que sería mejor no seguir mirando si no quería acabar peleándome con aquel pedazo de animal.
Y, entonces, caí en la cuenta de lo que Proxi había dicho.
– ¿El hombrecillo barbudo estaba en el mapa de las letras árabes…? -dejé escapar, absolutamente perplejo.
– ¡Está situado justo encima de la cordillera de los Andes! -precisó Jabba, soltando una carcajada-. ¡Con los piececitos sobre los picos, en la zona donde debería aparecer Tiwanacu!
– Desde luego, es muy pequeño, apenas se distingue. Tienes que fijarte muy bien.
– O mirar con una lupa muy grande, como hemos hecho nosotros.
– Por eso Daniel realizó una ampliación digitalizada.
Durante unos segundos me quedé sin habla, pero, luego, a pesar de que el microondas estaba pitando, salí de la cocina como un rayo y regresé al estudio en busca de la carpeta en la que había guardado el maldito mapa después de escanearlo. Salté por encima de las piezas sueltas que se escampaban por el suelo y lo rescaté con ansiedad, desplegándolo. Sí, aquella mancha era el cabezudo, en efecto. Pero no podía distinguirlo bien.
– ¡Luz, más luz! -exclamé como Goethe en su lecho de muerte, y, de inmediato, el sistema aumentó la intensidad lumínica del estudio. Allí estaba. ¡Allí estaba el dichoso Humpty Dumpty, con su barba negra, su gorro colla y sus ancas de rana! Era tan pequeño que apenas resultaba visible, de modo que saqué la ampliación de Daniel para examinarlo como si fuera la primera vez que lo veía. ¡Vaya con el «Cabeza de huevo»! Había estado delante de mis narices todo el tiempo.
– Vuelve a coger el mapa y ven a la cocina -me rogó Proxi desde la puerta.
Jabba permanecía de pie frente a la vitrocerámica contemplando la cafetera como si el fuego necesario para calentar el agua no fuera otro que el de sus ojos.
– ¿Ya lo has visto? -se apresuró a preguntar en cuanto cerramos otra vez la puerta.
– ¡Es increíble! -exclamé, sacudiendo la hoja de papel como un paipay.
– ¿Verdad que sí? -convino ella, dirigiéndose al microondas. Llevaba unos pantalones elásticos muy ceñidos y floreados y, arriba, una gruesa camisa de leñador, abierta, que dejaba ver una camiseta blanca de tirantes sobre la que chispeaban las cuentas de varios collares-. Siéntate, anda. Yo terminaré de prepararte ese té nauseabundo.
Se lo agradecí de corazón. Aunque le repugnara el té, a Proxi siempre le salía buenísimo.
– Vale -declaró mi amigo-, pues, ahora, límpiate bien las orejas y escucha con atención lo que vamos a contarte. Si lo del aymara era fuerte, esto ya es increíble.
– Por eso, precisamente, hemos decidido ayudarte.
– Sí, verás, todo esto es demasiado para ti, Root. Demasiadas cosas, demasiados libros, demasiados documentos… Proxi y yo hemos llegado a la conclusión de que el asunto requería el esfuerzo combinado de nuestras tres cabezas. Así que, dando por sentado que no te negarás, vamos a tomarnos una semana de vacaciones en Ker-Central y a venir aquí todos los días para echarte una mano.
– ¿Tanto tiempo vamos a necesitar? -le interrumpí-. Además, te recuerdo que ya tengo la casa llena de gente.
– ¿Por qué trabajamos para este tipo, Proxi? -masculló Jabba, rencoroso.
– Porque nos paga una pasta.
– Es verdad -se lamentó él, levantando la tapadera de la cafetera italiana para ver cómo iba la cocción.
– Y porque nos cae bien -continuó ella, terminando de echar el agua caliente en la tetera de porcelana-, porque le gustan las mismas cosas que a nosotros, porque está tan loco como tú y porque nos conocemos desde hace ya… ¿Cuántos? ¿Diez años? ¿Veinte…?
– Él y yo, toda la vida -señalé, aunque no era exactamente así-. Tú llegaste hace sólo tres, cuando monté Ker-Central.
– Cierto. Está claro que se me ha hecho eterno.
A Jabba lo encontré en la red. A pesar de vivir no demasiado lejos (él era de un pequeño pueblo de Girona) estuvimos años programando y pirateando juntos sin conocernos personalmente, llevando a cabo sonadas hazañas que manteníamos en secreto, no como esos hackers de pacotilla que siempre andan alardeando de sus pequeños triunfos sin recordar que por la boca muere el pez. Los dos éramos tipos raros que no querían ni necesitaban demasiado contacto con seres de carne y hueso, quizá por timidez o, quién sabe, quizá por ser dueños de una pasión por la informática y los ordenadores que nos hacía sentirnos distintos a los demás. Yo no supe su verdadero nombre hasta que no le contraté para trabajar en Inter-Ker en 1993. Hubiera podido afirmar sin mentir que aquel adolescente grueso, grande y pelirrojo que entró en el bar donde habíamos quedado aquella tarde para vernos por primera vez era el mejor amigo que había tenido nunca y, sin duda, yo también era el suyo pero, hasta ese momento, no nos habíamos visto las caras jamás. Hablamos poco. Le conté mi proyecto para la empresa y me dijo que sí, que trabajaría para mí siempre y cuando pudiera seguir con sus estudios. Él era cinco años más joven que yo y sus padres, que eran agricultores, estaban empeñados en que fuera a la universidad aunque tuvieran que llevarlo a bofetones. Así comenzó la segunda fase de nuestra amistad. Cuando vendí Inter-Ker me siguió a Keralt.com y, después, a Ker-Central, ya como ingeniero informático, y fue entonces cuando ambos conocimos a Proxi, que entró a trabajar en el departamento de seguridad pocos meses después de montar la empresa. Lo de ellos dos fue lo que se dice una verdadera cursilada, un flechazo, amor a primera vista. Mi amigo entonteció, perdió los papeles, se volvió medio idiota por aquella informática esmirriada y desconcertante que nos daba vuelta y media en recursos. Pero ella no se quedó atrás. Aunque no hacía mucha falta que se esforzara, le acosó descaradamente hasta que el pobre no pudo más y cayó rendido a sus pies. La cuestión fue que encajaron a la perfección y que, desde entonces -hacía ya tres años-, no se habían vuelto a separar más que para trabajar en despachos diferentes de la empresa.
– En fin… -siguió diciendo ella, acercándome la taza y la tetera rebosante-, la cuestión, Root, es que vamos a regalarte una semana de nuestras escasas y siempre cortas vacaciones anuales para descubrir en qué estaba metido Daniel, porque, cuanto más sabemos, más extraño se vuelve todo.
– Acepto vuestro ofrecimiento -declaré, observando cómo Jabba cogía la cafetera por el asa para retirarla bruscamente de la placa-, pero, ¿por qué aquí, en casa? ¿por qué no en el «100»? Estaríamos más cómodos.
– ¡Cómodos, dice! -se burló él, dejando caer un hilo de humeante y aromático brebaje en dos tazas pequeñas.
– Cuando llamaste a Jabba para pedirle que investigáramos la lengua aymara, le contaste que tenías un montón de libros que hojear.
– Y ya hemos visto cómo tienes el estudio. ¡No podemos llevarnos todo eso al «100»!
– ¿Cuánto has avanzado con las crónicas?
– Poco, muy poco -reconocí, centrando la taza en el platillo.
– Tenemos que trabajar aquí porque en el «100» no hay sitio para tantos libros, papeles y carpetas. Allí no hay una sola mesa libre. Y, para no empezar a discutir por los ordenadores, hemos decidido traer unos cuantos de abajo y conectarlos al sistema.
Cuando Proxi terminó de hablar, los tres estábamos, por fin, tranquilamente sentados. Deslizándolo sobre la madera, atraje hacia mí el dichoso mapa de las rosas de los vientos y las letras árabes.
– Bueno, bueno… -murmuré, observando al diminuto Humpty Dumpty-. Contadme qué habéis averiguado.
– Ese papelucho -empezó Jabba-, es una reproducción de lo que queda de un gran mapamundi dibujado en 1513 por un famoso pirata turco llamado Piri Reis.
– ¿Cómo lo sabes? -inquirí.
– ¿Que cómo lo sé? -refunfuñó-. Pues porque Proxi y yo nos hemos tomado la molestia de visitar todas las páginas de cartografía antigua que hay en la red. En realidad, no quedan tantos mapas viejos como podrías suponer. Hay muchísimos de los últimos dos o tres siglos, pero si retrocedes más, el número se reduce tanto que puedes contarlos con los dedos de unas pocas manos.
– Una vez que supimos que se trataba del mapa de Piri Reis, empezamos a buscar todo lo que había sobre él.
– Y, por más que te esfuerces -sentenció Jabba-, nunca imaginarás lo que encontramos.
– En una de las direcciones había una lista de los objetos, personas y animales que aparecen en el mapamundi y, allí, mencionado, se encontraba tu «Cabeza de huevo», descrito como un monstruo barbudo y sin cuerpo, de naturaleza demoníaca.
– O sea, que no lo habéis descubierto usando una lupa grande.
– ¡Sí lo hemos descubierto con la lupa! -protestó, bravucón, Jabba-, aunque admito que después de saber que estaba allí. Pero encontrarlo en el mapa ha sido como buscar la pieza de un puzzle en una bolsa en la que hay otras cinco mil.
– Bueno, probablemente no tanto -rehusó Proxi-, pero nos ha costado lo suyo.
– Y, ahora, te vamos a contar un cuento. El cuento más raro que hayas oído en tu vida. Pero, ¡cuidado! -observó, levantando en el aire los índices de ambas manos-, en este cuento todo es verdad. Hasta el último detalle. Aquí no hablamos de Hobbits ni de Elfos. ¿Vale?
– Vale -asentí, en ascuas. Sin embargo, no fue Jabba quien me lo contó sino Proxi, después de dar un pequeño sorbo al café y dejar la taza sobre el platillo.
– Tras la caída del Imperio otomano… -empezó a relatar.
– ¿A que parece que lo haya estado haciendo toda su vida? -me preguntó Jabba, fingiendo una profunda admiración.
Me reí y asentí con firmeza.
– ¿Ha dicho romano u otomano? -recabé cándidamente.
– Sois un par de imbéciles -declaró ella, asqueada-. Los imbéciles más imbéciles del mundo. Tras la caída del Imperio otomano después de la primera guerra mundial, los gobernantes de la nueva República de Turquía decidieron rescatar los valiosos tesoros que habían permanecido ocultos durante siglos en el gigantesco palacio de Topkapi, la antigua residencia del sultán, en Estambul. Haciendo el inventario de los fondos, en noviembre de 1929 el director del Museo Nacional, Halil No-sé-qué, y un teólogo alemán llamado Adolf Deissmann, descubrieron un viejo mapa incompleto pintado sobre cuero de gacela.
– Como verás, se ha pasado la mañana estudiando -comentó alguien que, a continuación, se llevó un buen capirotazo en su roja cabeza.
Yo enmudecí, por si seguían repartiendo aquellas cosas entre la concurrencia.
– Como ya te ha comentado este ignorante -prosiguió ella, impasible-, se trataba de los restos del gran mapamundi del almirante de la flota turca, cartógrafo y famoso pirata, Piri Reis, dibujado por él mismo en 1513. El mapa representaba Bretaña, España, África Occidental, el océano Atlántico, parte del norte de América, el sur y la costa antártica. Es decir, exactamente lo que puedes ver en esta reproducción.
Entorné los ojos para fijar la mirada y busqué todas las zonas que ella había mencionado. Desde luego, el Atlántico, que ocupaba ampliamente el centro de la imagen con su pálido color azulino, se veía con total claridad, lleno de barquitos, rosas de los vientos, líneas, islas, etc. Bretaña, sin embargo, no aparecía por ninguna parte, pero me abstuve de comentarlo. A la derecha, se apreciaba España sin ningún problema y, debajo, la costa occidental y barriguda de África, mostrando en su interior lo que parecía un elefante rodeado de reyes magos sentados con las piernas cruzadas. Norteamérica era un litoral difuso pegado al límite izquierdo del supuesto cuero de gacela, como si estuviera inclinado hacia ese lado y se perdiera de vista por la circunferencia de la Tierra, pero Sudamérica se reconocía perfectamente, con sus ríos principales, su cordillera de los Andes (su hombrecito tocado con el gorro rojo), sus animalitos… Sólo el cono sur resultaba raro porque, donde debería estar el estrecho de Magallanes, uniendo el Atlántico con el Pacífico, la tierra, sin fragmentarse, daba un giro y regresaba hacia el este, como buscando el extremo meridional de África, de lo que deduje que debía de tratarse de la costa antártica, aunque mal representada. Pero, bueno, a pesar de todo ello, podía decirse que Proxi tenía más o menos razón.
– ¿Notas algo raro?
– Pues sí -dije muy convencido, poniendo el dedo sobre el ausente estrecho de Magallanes-, esto está mal. Además, Norteamérica está torcida. ¡Ah! Y este elefante africano es demasiado delgado, apenas tiene barriga. Parece un galgo con trompa.
– Todo eso es correcto, Root-me animó Jabba, unidos de nuevo frente a una adversaria común-, pero hay mucho más. Recuerda todo lo que sabes sobre Pizarro y los incas, sobre el descubrimiento de Perú.
– No le des más pistas, Judas – resopló Proxi.
– ¡Mujer, no seas así! – imploró él.
Mientras ellos continuaban su parloteo, yo observé de nuevo Sudamérica en aquel mapa de Piri Reis. ¿Qué tenía de raro? Desde luego, Humpty Dumpty no era muy normal, pero la llama que aparecía a su lado estaba bastante bien dibujada, así como los ríos y las montañas. ¿Qué fallaba bajo mis ojos? A ver… Pizarro había conquistado a los incas en 1532, en Cajamarca, a unos mil kilómetros al norte de Cuzco, posiblemente envenenando a todos los nobles Orejones y capturando al último de sus monarcas, Atahualpa Inca, al que mató poco después. A partir de ahí dio comienzo el Virreinato de Perú y la destrucción sistemática del antiguo imperio, la implantación del cristianismo y de la Inquisición, la redacción de las primeras crónicas… ¿Qué demonios se me estaba escapando?
– ¿No se te ocurre nada? – preguntó Proxi.
– Pues no, la verdad es que no – murmuré sin dejar de buscar, atusándome despacio la perilla mientras me inclinaba sobre la gran fotocopia como un alumno aplicado.
– ¡Venga, ánimo! – me alentó Jabba, deseoso de una victoria por mi parte.
– Te repito el dato crucial: el mapa fue dibujado en 1513.
– ¿Y con eso, qué? – inquirí, mosqueado; pero se trataba más de una protesta que de una verdadera pregunta. No quería ayuda, no deseaba una solución, y ambos lo sabían. Por lo visto, tenía en la cabeza los datos necesarios para resolver el enigma, así que debía dejarme guiar por la intuición, como si trabajara en una de esas zonas oscuras de código donde sólo las corazonadas te llevan a buen puerto. De nuevo era un intrépido Ulises intentando conducir mi nave hasta Itaca, un osado hacker luchando por abrir algo que estaba lawt'ata, «cerrado con llave».
Aunque me fastidiase, gracias a Proxi sabía que debía empezar por las fechas. Tenía dos: 1513, año del mapa, y 1532, año en el que Pizarro llegó, por fin, hasta Cajamarca para iniciar la conquista del Imperio inca. Entre 1513 y 1532 había diecinueve años de diferencia… curiosamente, a favor del mapa. Según lo poco que yo sabía, cuando Pizarro salió de Panamá en 1531, nadie había visto todavía Perú, ni Bolivia, ni Chile, ni Tierra de Fuego. Por lo tanto, era imposible que, en 1513, se conocieran la forma y la extensión de la cordillera de los Andes y el trazado de los grandes ríos y, desde luego, era igualmente imposible que alguien hubiera contemplado jamás la zona del lago Titicaca y Tiwanacu y, mucho menos, que conociera a los collas y sus gustos en cuestión de sombreros.
Pero, además, aquel mapa había sido trazado en 1513 ¡por un turco! Vale que Colón no fuera el descubridor original del continente americano -pocas dudas quedaban, con el rollo ése de los vikingos-, pero, ¿los turcos…? ¡Venga ya!
– Este mapa es falso -afirmé, convencido-. Este mapa es cronológicamente incorrecto y, por lo tanto, si de verdad es antiguo, sólo puede tratarse de una falsificación apolillada.
Mis dos atentos espectadores sonrieron con orgullo satisfecho. Los ojos de Proxi se estrecharon hasta quedar convertidos en dos finas líneas de pestañas.
– ¡Sabía que te darías cuenta! -exclamó.
– Entonces, ¿es realmente un fraude? -pregunté, arqueando las cejas, sorprendido por lo fácil que había sido.
– ¡Pero qué fraude ni qué niño muerto! -saltó Jabba despectivamente-. ¡El mapa es auténtico! Dibujado en Gallípoli, cerca de Estambul, por el mismísimo e histórico Piri Reis en 1513.
– No. No puede ser.
– ¿No te advertí que, en esta historia, todo era verdad hasta el último detalle? Te dije: «Aquí no hablamos de Hobbits ni de Elfos.» ¿Verdad que sí?
– ¡Pero no tiene sentido! -objeté, empezando a cabrearme-. En 1513 no se sabía cómo era el territorio del Nuevo Mundo. Es más, estoy por jurar que todavía creían que habían llegado a la India-India, la de Oriente.
– ¡Tienes razón! Y ahí está, precisamente, el quid de la cuestión. ¿Cómo pudo hacerse este mapa? Que no es una falsificación lo demuestra su reconocimiento y catalogación por parte de los organismos especializados, además de las múltiples comprobaciones históricas que se han efectuado para corroborar todo cuanto tiene relación con él, con su autor y con los muchos datos que el propio Piri Reis aporta en esas cuantiosas anotaciones que puedes ver distribuidas por todo el diseño, escritas en turco-otomano con caracteres árabes.
– ¡Ya empezamos con las tonterías! -me sulfuré-. ¿Otra vez juegos de magia? ¡Por favor! Este mapamundi es falso y no hay más que hablar. Debió de trazarse varios años después de lo que afirma Piri Reis.
– ¿Años después, eh? -me espetó Proxi, muy ufana-. ¿Entonces por qué ha sido admitido como auténtico por todas las organizaciones cartográficas del mundo, por qué los expertos, a pesar de lo incómoda que resulta su existencia, no han podido demostrar que se trate de una falsificación? Sólo tú, Arnau Queralt, te atreves a afirmar tal cosa. ¡Vaya listo!
– ¡Bueno, muy bien! ¡Supongamos que es auténtico! Explícame cómo demonios consiguió ese tal Piri Reis dibujar los Andes cuando aún no se conocían.
Podía aceptar, con reservas, que el aymara fuera un lenguaje algorítmico y matemático porque, a fin de cuentas, seguíamos hablando de algo computable y serio, pero me habían educado para considerar menospreciable cualquier mito absurdo, cualquier concepto erróneo que oliera ligeramente a heterodoxia. Si hubiera vivido en la Edad Media o el Renacimiento quizá el mapa de Piri Reis me hubiera servido para entablar una cruzada libertaria contra las versiones oficiales de una Iglesia represora, como hizo, por ejemplo, Giordano Bruno con esa teoría del universo infinito de la que hablaba Daniel en sus delirios. Pero yo vivía en la Edad de la Ciencia, en la Era del Positivismo Científico, que se encargaba de marcar claramente los límites de lo aceptable a través de la lógica y la verificación. Nos había costado demasiados siglos librarnos de los grilletes de la superstición y la ignorancia como para, ahora, dar pábulo a despropósitos fantásticos.
Jabba, nervioso, se puso en pie y empezó a pasear por la cocina. Sus vaqueros estaban tan viejos y astrosos como flamante e impecable su camisa azul comprada en Bergdorf Goodman, Quinta Avenida de Nueva York.
– Vayamos por partes -propuso, ajustándose mecánicamente a la cintura los rozados pantalones-. El mapa de Piri Reis contiene muchos secretos, no sólo la discrepancia de fechas. Quizá analizándolos todos encontremos algo que nos dé alguna pista. Saca la chuleta, Proxi… El Cabezudo no está ahí por casualidad, ni tampoco Daniel guardaba por nada una copia del mapamundi.
– ¿Y no te parece ya bastante raro que un turco, y pirata por más señas, dibujara el continente americano en 1513? ¡Vamos, ni que Colón le hubiera llevado en su carabela!
– En eso tienes parte de razón -convino Proxi, alisando con la palma de las manos una cuartilla que había extraído, plegada, del bolsillo superior de su camisa de leñador-. La zona de las Antillas está copiada, según él mismo afirma, de un mapa de Cristóbal Colón. En una de las inscripciones reconoce haber utilizado cuatro planos portugueses contemporáneos, otros planos más antiguos de la época de Alejandro Magno y algunos más basados en las matemáticas.
– ¡Ahí lo tienes! -afirmé triunfante-. No hay nada raro en el mapamundi de Piri Reis.
– Al margen de las fuentes utilizadas -siguió, imperturbable-, que, si te fijas, no son lo que se diría muy concretas, cabe destacar los siguientes aspectos del fragmento recuperado en el palacio Topkapi, a saber: en el mapa aparecen las islas Malvinas, que no se descubrieron oficialmente hasta 1592. Aparecen los Andes, que, como sabemos, no fueron pisados por Pizarro hasta 1524, en su primera e incompleta exploración hacia el sur. Aparece dibujada una llama, mamífero desconocido en 1513, así como el nacimiento exacto y el trazado del río Amazonas. A la altura del ecuador, surgen del mar dos grandes islas que no existen en nuestros días; los modernos sondeos submarinos han demostrado la presencia, en estos lugares, de dos cimas montañosas pertenecientes a la cordillera que atraviesa el fondo del Atlántico de norte a sur y lo mismo ocurre con un grupo de islas que no fueron descubiertas hasta 1958 bajo los hielos antárticos.
Me embargó una sensación de rigidez generalizada. En aquella cocina no se movía ni el aire. Creo que hasta el sistema, siempre a la escucha, prestaba en ese momento una especial atención.
– Pero no es esto lo mejor del mapa de Piri Reis -declaró Proxi, levantando los ojos de la chuleta y mirándome sin expresión-. Todavía queda lo más fuerte. Como tú mismo notaste, Root, el extremo sur de Tierra del Fuego no termina para dejar paso al mar, comunicando los dos océanos a través del estrecho de Magallanes. En el mapa de Reis, el extremo sur del continente se prolonga y se une, mediante un puente de tierra, a una extraña Antártida sin hielos. Bien, cuando se descubrió el mapa en 1929, este dato fue considerado una más de sus imprecisiones, producto de la ignorancia de la época en la que fue elaborado. Sin embargo…
– ¿Sin embargo…? -la animé.
– Sin embargo, sondeos acústicos realizados en la zona por barcos oceanográficos han demostrado que ese puente de tierra que une Sudamérica y la Antártida existe tal y como puede verse en el mapa de Piri Reis, aunque ahora se encuentra bajo el nivel del mar. Por lo visto, fue antes de la última Era Glacial cuando estuvo fuera del agua y transitable. Al margen de que la última Era Glacial durase, según dicen, dos millones y medio de años, con sus variaciones y épocas cálidas por en medio, la cuestión es que terminó hace unos diez mil u once mil años. De modo que, hablando en sentido figurado… o quizá no -matizó-, la Antártida es una península del continente americano.
Mascullé un disparate mientras me frotaba enérgicamente la cara con las manos y Jabba soltaba una sarcástica risita ahogada.
– Pero la sorpresa alcanzó su punto máximo cuando, con ayuda de la tecnología de los satélites, se descubrió que bajo el hielo antártico también había tierra firme, detalle que no se conoció hasta 1957, y se comprobó que el trazado de las costas, las montañas, las bahías y los ríos que aparecían en las fotografías infrarrojas tomadas desde el espacio coincidían, exactamente, con lo que ves ahí, dibujado por la mano de nuestro amigo, el pirata turco. No hay errores. Piri Reis había copiado la Antártida de otros mapas, no cabe duda, pero de unos mapas que debían de ser asombrosamente antiguos porque reflejaban este continente no como es desde hace diez mil años, sino como era antes de ser cubierto por los hielos.
Fruncí los labios, con gesto de perplejidad, y tardé una eternidad en poder articular dos palabras seguidas.
– Y, claro -balbucí, finalmente-, habiendo sido descubierto el mapa en Estambul en 1929, quedaba eliminada la posibilidad de una falsificación hecha con los datos obtenidos por los satélites en 1957.
– Eliminada, en efecto -confirmó Jabba sin dejar de pasear-. Sigue, Proxi, que todavía quedan algunas cosas.
– ¿Más…? -exclamé.
– Sí, hijo, sí… Pero ya termino -se llevó la taza a los labios y bebió, aunque su café debía de estar frío-. El dichoso mapamundi utiliza un sistema de medición llamado de los «ocho vientos». No me preguntes qué es porque, aunque he intentado comprenderlo, no he podido. Sólo sé que funciona centrando con un compás las diferentes partes del mapa en ángulos de veintitantos grados, o algo así. La cuestión es que utiliza este, por lo visto, arcaico sistema, así como una medida griega llamada estadio, que equivale a 186 metros de los nuestros. Una vez hecha la adaptación a magnitudes geográficas modernas, el mapamundi es, atiende bien -y puso el dedo índice de su mano derecha en el centro de mi aturdida frente-, absolutamente exacto en todas sus proporciones y distancias. Aunque, a simple vista, te parezca un mapa deformado e irreal, lleno de falsedades geográficas, resulta que es tan preciso como el mejor de nuestros mapas actuales, y refleja perfectamente la latitud y la longitud de todos los puntos del globo. La latitud era conocida y utilizada desde tiempos inmemoriales, porque sólo se necesitaba la ayuda del sol, pero el cálculo de la longitud no pudo realizarse hasta el siglo XVIII, en concreto hasta… -miró sus notas-, hasta 1761, eso es, porque hacían falta conocimientos de trigonometría esférica e instrumentos geodésicos que no existieron hasta esa fecha. Sin embargo, Piri Reis, o los mapas antiguos de los que copió, indicaban puntualmente los meridianos terrestres y sus cálculos eran absolutamente correctos, lo cual se da de bofetadas con lo que sabemos hoy día.
Plegó cuidadosamente su hojita y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa, dando por terminada la explicación.
Mi cabeza daba vueltas intentando encontrar algún sentido a todo aquello. Estábamos volando sin paracaídas por unos cielos llenos de turbulencias y nos faltaba muy poco para caer en picado y estrellarnos contra el suelo. ¿Cómo diablos se habría metido Daniel en una historia semejante? ¿Qué hacía mi hermano, mi sensato y cuadriculado hermano, vagando por estos andurriales?
– ¿Sabes por qué los informáticos somos tan malos amantes? -preguntó Jabba, tomando asiento de nuevo frente a su vacía taza de café.
– Mal amante lo serás tú -discrepé, preparándome para escuchar con resignación un nuevo y terrible chiste de informáticos. Pero Jabba estaba lanzado.
– Porque siempre estamos intentando hacer el trabajo lo más rápidamente posible y, cuando lo terminamos, creemos haber mejorado la versión anterior.
– ¡No, por favor, no! -gemí echándome sobre la mesa con un gesto de desesperación que hizo desternillarse a Proxi.
Estábamos descomprimiéndonos. La tensión acumulada, añadida al desconcierto, nos acercaba a ese estado de presión insoportable del que hay que escapar abriendo válvulas. Miré distraídamente mi reloj y vi que ya eran las seis menos cuarto de la tarde.
– Mi abuela está a punto de despertarse -comenté, con la mejilla pegada a la madera.
– ¿Y qué? -bufó Jabba-. ¿Acaso ahora muerde?
Proxi seguía riendo sin ton ni son, como si hacerlo le limpiase el cerebro de brumas.
– No seas cretino. Es, simplemente, que yo debería estar ya en el hospital.
– Pues vete. Nosotros seguiremos trabajando en tu estudio.
– ¿A qué hora volverás? -preguntó ella, cruzándose de brazos y acomodándose en el asiento.
– Pronto. En realidad, no hago ninguna falta. Ona, mi madre, Clifford y mi abuela forman un equipo compacto y bien organizado. Pero quiero saber cómo está Daniel.
– Pues entonces -canturreó la voz de mi abuela desde la puerta, haciendo que Jabba diera un brinco y que yo me incorporara de golpe-, vente conmigo, le ves y te vuelves.
No la habíamos oído entrar y, de pronto, allí estaba, de pie, mirándonos, con los pelos blancos perfectamente peinados, su elegante bata de colores y sus zapatillas a juego.
– ¡Abuela! ¿Cómo has conseguido levantarte sin que el sistema se haya dado cuenta?
Doña Eulalia Monturiol avanzó hacia la cafetera con paso de reina.
– Pero, Arnauet -mi abuela me llamaba Arnauet desde que era pequeño-, si sólo es un vulgar sensor de movimiento como el que tengo en mi casa para los ladrones. Basta con moverse despacito.
Jabba y Proxi no pudieron contener las carcajadas.
– ¡Pues muy despacito te has tenido que mover! -protesté.
– De eso nada, que lo tengo muy bien estudiado. Deberías subirle la sensibilidad -y sonrió, satisfecha, mientras se servía una gran taza de café con leche que introdujo en el microondas-. Hola, Marc. Hola, Lola. Disculpad que no os haya dicho nada.
– No te preocupes, Eulalia -repuso, amablemente, Proxi-. Llevas una bata preciosa. Me gusta mucho.
– ¿Sí? ¡Pues si supieras lo barata que me costó!
– ¿Dónde la compraste?
– En Kuala Lumpur, hace dos años.
Proxi me miró, encantada, enarcando brevemente una de sus cejas.
– Entonces, abuela -tercié para no desviar el tema-, dices que te lleve al hospital, que me quede un rato y que me vuelva.
– Pues claro, hombre -aprobó con un cabeceo de sus cardados rizos-. No sé qué os traéis entre manos, pero, por vuestras caras, parece muy interesante.
Proxi abrió la boca pero sólo exhaló una bocanada de aire sin sonido porque el pisotón que le di por debajo de la mesa -y eso que iba descalzo- desarticuló las palabras que iba a pronunciar.
– Es trabajo de la empresa, abuela.
Ella se giró hacia mí, cargada con su servilleta, su tazón de café con leche y su tarro de galletas, y yo empecé a menguar lentamente bajo su mirada mientras se acercaba a la mesa.
– A ver qué día descubres, Arnauet -silabeó con acento afilado, sentándose-, que a tu abuela no puedes contarle mentiras.
– ¡No voy a explicarte nada, abuela! -advertí, creciéndome de nuevo.
– ¿Te he pedido yo que lo hagas? Sólo repito lo que siempre te he dicho: tu abuela tiene rayos-x en los ojos.
– Ah… Eso lo has sacado de alguna película, ¿verdad, Eulalia? -interrumpió Jabba, tan impulsivo como siempre.
Mi abuela se echó a reír mientras mordisqueaba una galleta.
– ¡Hala, venga, salid de la cocina y dejadme desayunar a gusto!
Pero no podía contener la risa y la oímos toser, atragantada, mientras avanzábamos por el pasillo en dirección al estudio.
– Cuando estoy con tu abuela, Root -comentó Jabba, perplejo-, me siento como si tuviera diez años otra vez.
– Hay que atarla corto -concluí-. Si no la frenas, acaba haciéndote bailar al son que ella quiere.
– ¡Es una dulce ancianita muy peligrosa! -se rió Proxi-. Pero tú la tienes dominada, ¿eh, Arnauet?
– Pues sí -concedí-. Me ha costado bastante, pero sí.
– Ya se ve, ya… ¿Por qué no vamos al jardín?
– ¿Para qué? -quiso saber Jabba.
– Para airearnos un poco, para despejar la cabeza.
– Podríamos bajar a la habitación de juegos de Ker-Central y usar un rato el simulador. ¿Te apetece, Root?
– ¡No vamos a jugar con el simulador! -rechazó Proxi, tajante-. Ya jugamos bastante entre semana. Necesito respirar aire libre y ver un poco de cielo. Tengo el cerebro atascado.
– Salid vosotros -dije-. Yo, mientras, me daré una ducha y me vestiré.
– Pues estás muy bien así. No veo la necesidad de…
– Proxi… -la reconvino Jabba.
– Te esperamos en el jardín.
Me alejé de ellos sonriendo, dispuesto a quedarme bajo el agua durante un buen rato. El monitor del cuarto de baño se empeñaba en mostrarme una y otra vez a mi abuela registrando todos y cada uno de los armarios y cajones de la cocina. No sé qué demonios estaría haciendo pero no podía ser nada bueno. Jabba y Proxi, por su parte, paseaban tranquilamente, cogidos de la mano, charlando como si en sus vidas no hubiera sucedido nada digno de mención durante los últimos días. Viéndolos, nadie diría que se habían enfrentado a dos misterios de las proporciones del lenguaje aymara y del mapa de Piri Reis. En ese momento, dejé de sentir los pequeños dardos de agua caliente a pesar de que caían sobre mí con una fuerte presión.
Todo era una locura. Todo. ¿Acaso nos estábamos volviendo paranoicos? Una extraña maldición escrita en un lenguaje de diseño matemático; un pueblo misterioso, el aymara, que hablaba ese lenguaje y que parecía haber sido el origen del Imperio inca; un mapa de existencia imposible dibujado por un pirata turco, con una enorme y monstruosa cabeza sobre unos Andes que aún no se conocían; una catedrática chalada que acusaba de ladrón a mi hermano; dos extrañas enfermedades mentales, de síntomas tan sólo aparentes, que se relacionaban con la extraña maldición. Círculo cerrado. Volvíamos al principio, dejando de lado los quipus, los tocapus, los yatiris, las deformaciones craneales, Tiwanacu, el Dios de los Báculos de Tiwanacu, su cabeza, su pedestal, Sarmiento de Gamboa… Es decir, todas las cosas que seguían lawt'ata. ¡Si Daniel pudiera decirme algo! ¡Si mi hermano pudiera echarme una mano, hacer un poco de luz en aquella oscuridad…! ¿Qué había dicho la primera noche que Ona y yo nos quedamos con él en el hospital? Había hablado sobre un lenguaje, el lenguaje original, de eso estaba casi seguro, pero no podía recordar sus palabras. En aquel momento creí que deliraba y no había prestado atención. Apoyando las manos contra los mosaicos de la ducha, apreté los párpados con fuerza y fruncí la frente en un vano intento por rescatar del olvido aquellas pocas frases que tan importantes me parecían ahora, sólo seis días después. Era algo relativo a los sonidos de ese lenguaje, pero ¿qué?
Mientras me secaba y me vestía, seguía dando vueltas en torno al huidizo recuerdo, rozándolo con las puntas de los dedos sin llegar a alcanzarlo. Y, entonces, sonó el teléfono. Examiné la pantalla de mi habitación y pude ver el número y el nombre de la persona que me llamaba, pero no reconocí ni uno ni otro. Jamás había oído hablar de Joffre Viladomat No-sé-qué.
– Rechaza la llamada -le dije al sistema, mientras utilizaba un calzador para introducir los pies en las deportivas sin tener que deshacer los nudos y los lazos. Pero, treinta segundos después, Joffre Viladomat insistió-. Rechaza la llamada -repetí, y el ordenador dio tono ocupado por segunda vez. Pero ni aun así Viladomat se dio por vencido. Supongo que si las circunstancias hubieran sido otras, habría ordenado un rechazo sistemático de todas las llamadas procedentes de ese número, pero debía de estar con la guardia muy baja porque, al tercer intento, aunque cabreado, contesté. Me quedé de piedra al escuchar la inolvidable voz de contralto de una mujer absolutamente detestable.
– Señor Queralt… -¿Por qué la naturaleza dotaba de instrumentos tan perfectos como aquella voz a personas tan vulgares como aquella catedrática?-. Buenas tardes. Soy Marta Torrent, la directora del departamento de su hermano.
– La recuerdo perfectamente, doctora Torrent. Dígame qué desea.
No salía de mi asombro.
– Espero que no le moleste que Mariona me haya dado su número de teléfono -dijo con una perfecta modulación.
– ¿Qué desea? -repetí, ignorando su prosopopeya.
Permaneció un segundo en silencio.
– Ya veo que está molesto y, sinceramente, creo que no tiene ningún motivo. Soy yo quien debería estar enfadada y, sin embargo, le estoy llamando.
– ¡Doctora Torrent, por favor, dígame de una vez qué es lo que desea!
– Muy bien… Verá, no puedo dejar en sus manos el material que me mostró ayer en el despacho. Usted cree que yo intento robar el trabajo de investigación de Daniel, pero está muy equivocado. Si pudiéramos hablar con más tranquilidad…
– Discúlpeme, pero me pareció que usted acusaba a Daniel de ladrón.
– Sólo una parte de la documentación es mía, lo reconozco; la otra, pertenece por entero a Daniel, aunque es obvio que la obtuvo después. Se trata de una situación muy delicada, señor Queralt, hablamos de un trabajo muy importante que ha costado muchos años de investigación. Quisiera que comprendiera que, sólo con que uno de los papeles que usted conserva se perdiera o cayera en las manos equivocadas, sería una catástrofe para el mundo académico. Usted es informático, señor Queralt, y no puede imaginarse, ni de lejos, la importancia que tiene ese material. Devuélvamelo, por favor.
No sólo su voz era radiofónica; su forma de expresarse, también. Pero ni su voz ni su expresión podían ocultar la urgencia que la embargaba. La catedrática tenía prisa por hacerse con la documentación.
– ¿Por qué no espera a que Daniel se recupere?
– ¿Se recuperará…? -preguntó, irónica-. ¿Cree usted, de verdad, que se recuperará? Piénselo bien, señor Queralt.
Marta Torrent acababa de sobrepasar otra vez la línea y, ahora, de manera definitiva.
– ¡Si quiere la documentación, presente una denuncia en el juzgado! -proferí con rabia, pulsando la tecla de Escape para cortar en seco la comunicación-. Rechaza todas las llamadas que procedan de este número -troné- y también todas las que procedan del titular del número, sea quien sea; las de Marta Torrent y las del departamento de Antropología de la Universidad Autónoma de Bellaterra.
Salí de mi habitación a grandes zancadas, preguntándome por qué diablos tenía que verme involucrado con gente de esa calaña. Suponiendo que Daniel fuera realmente un ladrón, cosa que yo no podía creer de ninguna de las maneras, y suponiendo que todo lo que decía aquella bruja fuera cierto, ¿no había otra manera de reclamar la documentación? ¿Tenía que insultar a mi hermano, llamarme a mi casa un domingo por la tarde e insinuar que Daniel no iba a ponerse bien nunca? Pero, ¿quién demonios se había creído que era aquella mujer? ¿Es que no tenía conciencia? Lo del juzgado se lo había dicho muy en serio. Sólo si recibía la citación empezaría a creerla y, aun así, dudaba mucho que yo pudiera llegar a sospechar ni remotamente que mi hermano Daniel fuera capaz de apropiarse de un material de investigación que no le pertenecía. ¡Pero si cuando éramos pequeños y me cogía algo me dejaba una nota! Mi hermano era incapaz de robar nada, de aprovecharse de nada que no fuera suyo y de eso estaba completamente seguro, por lo tanto, la única conclusión posible era que la señora Torrent hubiera visto algo en la documentación de Daniel que le había interesado muchísimo, algo por lo que estaba dispuesta a herir, a insultar y a mentir como una bellaca. Quizá a Ona hubiera podido convencerla; a ella o a cualquier otra persona con menos carácter que yo, pero la catedrática había tenido la mala suerte de tropezar conmigo y lo iba a tener muy difícil para apoderarse del trabajo de mi hermano. Uno no llega a director de un departamento universitario teniendo un corazón de oro. Sólo los trepas, los verdaderos tiburones, son capaces de medrar en ambientes muy competitivos y la gente buena, como mi hermano, solían ser sus víctimas, los escalones que pisaban para subir. Yo había acudido a ella en busca de ayuda y no había hecho otra cosa que despertar al monstruo. Jamás debí sacar a la luz el material de Daniel, pero ya era tarde para lamentarlo. Ahora, se trataba de averiguar lo más rápidamente posible qué había visto la catedrática en los papeles para que se hubiera despertado de aquel modo su ambición.
El lunes por la mañana me desperté a las ocho dispuesto a comenzar una larga y dura jornada de trabajo. Pero no sentía la pereza normal de un inicio cualquiera de semana. De hecho, casi nada era lo mismo que antes de caer enfermo Daniel. Esa mañana no tenía que bajar a mi despacho y escuchar a Núria recitando la retahíla de entrevistas y reuniones previstas para el día mientras yo tomaba posesión de mi sillón y el sistema me conectaba a los canales de información económica y bursátil del mundo. No tenía que celebrar videoconferencias con Nueva York, Berlín ni Tokio y tampoco tenía que reunirme con técnicos y programadores de sistemas expertos, redes neuronales, algoritmos genéticos o lógica difusa. Mi única obligación era desayunar tranquilamente al sol y esperar la llegada de Jabba y Proxi -acordada para las nueve la noche anterior, antes de que se marcharan a su casa dejando mi estudio hecho una pena, que todo hay que decirlo.
Mi abuela llegó puntual del hospital mientras yo daba sorbos al té y disfrutaba en el jardín de la incipiente mañana. Por su forma de taconear, de resoplar y de hablar con Magdalena y Sergi mientras avanzaba inexorablemente hacia donde yo me encontraba, adiviné que traía el humor revuelto y el disco duro bloqueado.
Entró como un huracán en el jardín, todavía quitándose la gruesa chaqueta que le gustaba ponerse por la noche en el hospital. Su cara alterada cambió al verme y esbozó una cariñosa sonrisa mezclada aún con un redoble de suspiros entrecortados.
– ¡Debí de quedarme muy a gusto el día que traje a tu madre al mundo! -fue lo primero que dijo mientras tomaba asiento a mi lado y me pasaba la mano por la peluda mejilla a modo de saludo.
– No deberías tomarla en serio, abuela -exclamé mientras me desperezaba levantando los brazos hacia el cielo, espléndidamente azul. Estaba comprobado que, en cuanto mi madre y mi abuela pasaban juntas un par de días, comenzaba la tercera guerra mundial. En esta ocasión el inicio de las hostilidades había sufrido un cierto retraso porque apenas se habían visto, pero, al final, y como era de esperar, la oportunidad se había dado en uno de los breves encuentros para el relevo-. Ya sabes cómo es.
– ¡Por eso mismo lo digo! ¿Cómo pude tener una hija tan tonta, Señor…? Reconozco que su padre era un poco tarambana, pero siempre tuvo la cabeza en su sitio. ¿A quién habrá salido esta niña…? ¡Si supieras la de veces que me lo he preguntado!
La niña, como ella decía, había sobrepasado ya la frontera de los sesenta.
– ¿Qué tal la noche? -le pregunté para cambiar de tema.
Mi abuela bajó la mirada hacia la tetera y arregló con pena la esquina de mi servilleta.
– Daniel ha estado muy inquieto -me contestó-. No ha parado de hablar.
Nos quedamos en silencio, contemplando el paso discreto de Sergi junto a las adelfas.
– ¿Quieres tomar algo? -le pregunté.
– Un vaso de leche caliente.
– ¿Desnatada?
– ¡Quita, por Dios, valiente agua sucia! No, leche entera, la de toda la vida.
No tenía que molestarme en pedirla. El sistema retransmitiría la orden a Magdalena en cualquier parte de la casa en que ésta pudiera encontrarse.
– Pues anoche estaba muy tranquilo -comenté, recordando mi breve visita.
– Anoche, sí -asintió, ahuecándose con las manos el pelo aplastado con un gesto de cansancio-, pero, luego, no sé qué le pasó que no hubo forma de hacerle dormir ni con las pastillas esas que le dan. Ha sido terrible.
– ¿Se movía? -quise saber, esperanzado.
– No, no se movía -murmuró mi abuela tristemente-. Estaba obsesionado con su entierro. Quería que le amortajáramos y le sepultáramos. Menos mal que, cuando le expliqué que esas cosas ya no se llevan y que ahora se incinera a los muertos, no insistió más. ¿Por qué tendrá esa manía tan rara?
– Es el síndrome de Cotard, abuela.
Ella hizo un rictus extraño con la boca y me miró, rechazando mis palabras con suaves negaciones de cabeza.
– Dime una cosa, Arnauet -vaciló-. Eso que Lola, Marc y tú estáis haciendo, está relacionado con Daniel, ¿verdad?
Un rayo de sol se acercó lentamente hacia mi taza y, de repente, saltó desde allí hasta mis ojos con un destello. Estrechando los párpados, asentí. Ella volvió a suspirar.
– ¿Serviría de algo que te contase lo que dice tu hermano por las noches o sería una tontería?
¡Qué mujer más lista e intuitiva! Siempre conseguía sorprenderme. Sonreí mientras me retiraba el pelo de la cara.
– Cuéntame, genio. -Y me incliné para darle un beso estruendoso en la frente. Ella manoteó en el aire para apartarme, pero ni siquiera me rozó.
– Te lo contaré con la condición de que me dejes fumar un cigarrillo sin amargarme la vida.
– ¡Abuela, por favor! -protesté-. ¡A tu edad ya no deberías hacer estas cosas!
– ¡A mi edad, precisamente, es cuando puedo hacerlas!
Y, sin mediar más palabras, extrajo del bolso una preciosa pitillera de piel y sacó un cigarrillo de boquilla dorada.
– Los jóvenes de ahora no tenéis ni idea de lo que es bueno.
– No me evangelices.
– ¿Acaso estoy hablando de religión? ¡Hablo de disfrutar! Además, si vas a darme la tabarra, me voy a mi habitación y en paz. No te cuento nada de lo que dice Daniel.
Me tragué mis protestas y, con la frente fruncida para dejar patente mi disgusto, la vi exhalar la primera nube de humo. Lo curioso es que había empezado a fumar muy tarde, cerca de los sesenta años, influida por sus locas amigas, y no había comida ni celebración en la que no sacara, al final, su pitillera.
– Mariona me ha explicado que esas palabras raras que dice son de un lenguaje en el que estaba trabajando para la universidad -empezó, reclinándose en el sillón de mimbre-. Quechua, me dijo, o aymara. No está segura. No me pidas que te las repita porque no sería capaz. Pero también habla mucho de una cámara que hay debajo de una pirámide, sobre todo cuando está más nervioso. Entonces habla de esa cámara y dice que allí está escondido el lenguaje original.
Me incorporé de golpe, apoyando los codos sobre la mesa y la miré fijamente.
– ¿Y qué dice de ese lenguaje original?
Mi abuela pareció sorprenderse por mi reacción, pero en seguida volvió a perder la mirada en los arbustos que nos rodeaban.
– Habla mucho de eso, pero yo creía que eran tonterías, la verdad. En fin, lo que repite a menudo es que el lenguaje original está formado por unos sonidos raros que tienen propiedades naturales, o algo parecido -dilató las fosas nasales y apretó los labios intentando ahogar discretamente un bostezo-. También dice que esos sonidos están en la cámara, que la cámara está debajo de una pirámide y, me ha parecido entender aunque no me hagas mucho caso, que la pirámide tiene una puerta encima. -Suspiró con desolación-. ¡Qué triste, Dios mío! ¡Mi pobre nieto Dani! ¿Tú crees que se curará?
Magdalena apareció por las puertas que daban al salón con una bandeja en la mano sobre la que descansaba un platillo con un vaso de leche. Tras ella, enmarcándola como una sombra gigantesca, venía Jabba y, a su lado, Proxi, vestida con unos vaqueros elásticos que hacían parecer sus largas piernas mucho más interminables y estilizadas. Ambos lucían el pelo extrañamente acharolado, como si se hubieran echado litros de gel fijador y, como Jabba lo tenía muy rojo y Proxi muy negro, el contraste resultaba, cuando menos, curioso.
– ¡Buenos días, buenos días! -exclamó Jabba, dejándose caer, pictórico y expansivo, en uno de los sillones de mimbre, que crujió como si fuera a despanzurrarse. Menos mal que era recio y que tenía buenos y mullidos almohadones de lona-. ¡Es fantástico no tener que ir a trabajar!
Proxi se situó entre mi abuela y yo, dándole la espalda al sol, sin dejar de mirar, asombrada, el cigarrillo que aquélla fumaba y del que se desprendía el humo en suaves volutas.
– ¿Llegas ahora del hospital, Eulalia? -le preguntó. Mi abuela dibujó una sonrisa desfallecida.
– Ahora mismo, pero, si no os importa, me voy a dormir. -Fue poniéndose lentamente en pie, como si el cuerpo le pesara una tonelada-. Sé que es una descortesía marcharme justo cuando acabáis de llegar, pero me encuentro muy cansada. Daniel ha pasado mala noche. Tú se lo cuentas, ¿de acuerdo, Arnauet?
– No te preocupes, abuela. Que descanses.
– Descansa, Eulalia -le deseó Proxi.
– Buenas noches, niños -murmuró mi adormilada antepasada llevándose con ella el vaso de leche y los restos de su dosis de alquitrán y nicotina.
– ¿Queréis desayunar? -les pregunté a aquellos dos una vez que mi abuela hubo desaparecido en el interior de la casa.
– No, gracias, Root. Venimos servidos -me explicó Proxi-. Además, no tendrías comida suficiente para ofrecerle a este troglodita. Se lo come todo por las mañanas.
– ¿Daniel ha pasado mala noche? -inquirió Jabba con ganas de cambiar rápidamente de tema. La gruesa capa de lípidos que le abrigaba era algo muy íntimo para él. De hecho, su hermano mayor había empezado a llamarle Jabba después de ver en La Guerra de las Galaxias al enorme y fofo gusano que, con ese nombre, dirigía la mafia intergaláctica y perseguía a Harrison Ford (Han Solo) para cobrar el dinero que éste le debía.
– Ha estado muy inquieto -les expliqué, girando mi asiento hasta quedar en dirección al sol. Era muy agradable sentirlo así, en el jardín de casa, sin tener prisa por bajar al despacho-, pero no ha recuperado el movimiento. Sin embargo, mi abuela me ha contado algunas de las cosas que farfulla mientras delira y me parece que el cerebro de mi hermano no está tan perdido como todos creen.
– ¿Qué cosas son ésas? -preguntó Proxi, interesada.
– Habla sobre el lenguaje original.
– ¡Qué dices! -saltó Jabba, acercando su asiento hasta quedar pegado a mí-. ¿Del lenguaje original, del aymara?
– No, él no menciona el aymara. Sólo afirma que hay un lenguaje original que está formado por sonidos naturales. La primera noche que estuvo ingresado comentó algo parecido delante de Ona y de mí, pero, hasta ahora, no había conseguido recordar sus palabras. Daniel dijo textualmente que existía un lenguaje primigenio cuyos sonidos eran inherentes a la naturaleza de los seres vivos y de los objetos.
– ¿El aymara? -insistió el grueso gusano mafioso.
– ¡Que no, que él no dice nada del aymara! -vociferé, cabreado.
– ¡Vale! Pero estoy seguro que se refiere al aymara.
– ¿Y de qué más habla?
– ¿Estáis bien sentados? Vale, pues dice mi abuela que Daniel no deja de repetir que esos sonidos están escondidos en una cámara, que esa cámara está debajo de una pirámide y que esa pirámide tiene una puerta encima.
Se hizo tal silencio en el jardín que casi podía escucharse, a pesar de las pantallas protectoras, el ahogado ruido del tráfico que subía desde la calle. Como impulsados por un pensamiento común que se materializó en significativos cruces de miradas, sin decir palabra nos pusimos en pie al mismo tiempo y nos dirigimos hacia mi estudio. Había un dibujo hecho a mano por mi hermano que debíamos comprobar, uno en el que se veía una pirámide escalonada de tres pisos con una serpiente cornuda en su interior y que tenía anotada, debajo, la palabra «Cámara». Yo ya sabía, porque lo había visto en el despacho de la doctora Torrent, que esa pirámide no era sino el pedestal sobre el que se apoyaba el Dios de los Báculos de la Puerta del Sol de Tiwanacu, de manera que ya teníamos perfectamente localizada la cámara con la serpiente en el interior de la pirámide; lo único que fallaba era que la puerta no estaba en la cúspide. Por supuesto, podía tratarse de un dibujo simbólico, algo así como un plano, en cuyo caso, debajo de la Puerta del Sol podía encontrarse la mencionada pirámide.
– Bueno… -musitó Proxi entre dientes tras examinar el boceto-, creo que las piezas siguen encajando. Debemos liquidar el asunto de las crónicas antes del mediodía.
Obedecimos como corderillos. En tanto que yo retomé los tres tomos de la Nueva crónica y buen gobierno, Jabba se apoderó de los dos impresionantes volúmenes de los Comentarios Reales de los Incas y Proxi de La crónica del Perú de Pedro de Cieza de León y de la Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos. Ellos se sentaron en un par de amplios sillones y yo en mi habitual lugar de trabajo, frente a la mesa. En aquel momento podía parecer una estupidez haber conectado tantos ordenadores porque, aunque encendidos, sólo servían para ondear sincronizadamente en sus pantallas el logo de Ker-Central, pero ¿qué otro recurso se le podía haber ocurrido a unos informáticos que se disponían a trabajar duramente enfrentándose a temas extravagantes y desconocidos? Yo, a veces, pensaba que por mis venas no circulaba sangre sino un torrente de bits (pequeñas unidades de información similares a nuestras neuronas) y que mi material físico estaba compuesto por líneas de código. Siempre decía, en broma, que mi cuerpo era el hardware, mi mente el software y mis órganos sensoriales los periféricos que dejaban entrar y salir los datos. ¿Había existido alguna vez un mundo sin ordenadores? ¿Cómo era la gente antes de poder conectarse a través de la red? ¿En la Edad Media sobrevivían sin teléfono móvil? ¿Los incas no tenían fibra óptica, ni DVD…? ¡Qué extraño era el pasado! Sobre todo porque aquellas personas no habían sido tan diferentes de nosotros. Sin embargo, a pesar de nuestros avances técnicos, el mundo que nos había tocado en suerte era bastante absurdo y nuestra época estaba tan plagada de despropósitos -ataques terroristas, guerras, mentiras políticas, contaminación, explotación, fanatismos religiosos, etc.-, que la gente ya no era capaz de creer que pudieran pasarle cosas extraordinarias. Sin embargo, allí estábamos nosotros para demostrar que sí, que ocurrían de verdad, y ¿qué podíamos hacer sino dejarnos arrastrar por ellas?
Estuve mirando la crónica de Guamán durante toda la mañana, pasando página tras página y recreándome con los dibujos, buscando, con ayuda de los índices, la menor referencia a los collas, los aymaras y Tiwanacu (que, en esta edición venía como Tiauanaco, nombre que sumé a la colección: Tiahuanaku, Tiahuanacu, Tihuanaku, Tiaguanacu y Tiahuanaco), pero ya no encontré más frases subrayadas por mi hermano ni tampoco más datos significativos, aunque sí muchas curiosidades que no tenían nada que ver con nuestra investigación: la descripción minuciosa de las torturas y castigos impuestos a los indios por los gobernadores o la Iglesia era digna del mejor cine de terror y la división social y racial sobrevenida por la aparición de todas las combinaciones posibles de españoles, indios y «negros de Guinea» era increíble.
Pero si yo no encontré nada realmente útil, Proxi desechó a Juan de Betanzos con las manos vacías en menos de media hora y Jabba apenas tuvo algo más de suerte con Garcilaso de la Vega. El Inca parecía confundir a los aymaras con otro pueblo muy diferente situado en un lugar llamado Apurímac, a mucha distancia del Collao y del lago Titicaca y, de los collas, sólo hablaba para referirse a las derrotas de las que fueron objeto por parte de los incas o para escandalizarse cristianamente de lo muy libres que eran sus mujeres para hacer lo que quisieran con su cuerpo antes de casarse. La información que daba sobre Tiwanacu apenas aportaba datos sobre los edificios y el diseño del lugar, limitándose a hablar sobre las dimensiones megalíticas de los sillares utilizados: «…piedras tan grandes que la mayor admiración que causa es imaginar qué fuerzas humanas pudieron llevarlas donde están siendo, como es verdad, que en muy gran distancia de tierra no hay peñas ni canteras de donde se hubiesen sacado aquellas piedras», «Y lo que más admira son unas grandes portadas de piedra hechas en diferentes lugares. Y muchas de ellas son enterizas, labradas de una sola piedra por todas cuatro partes», «Y estas piedras tan grandes y las portadas son de una pieza, las cuales obras no se alcanza ni se entiende con qué instrumentos o herramientas se pudieran labrar». Después, con toda la flema del mundo, reconocía haber copiado la información de la crónica de Pedro de Cieza de León, en la que Proxi estaba trabajando en ese momento. El único dato curioso -o revelador, según se mire- que Jabba encontró en Garcilaso, fue una frase entre paréntesis aparecida al principio del libro VII en la que el autor, descendiente de Orejones por parte de su madre, explicaba que los Incas habían mandado que todos los habitantes del imperio aprendiesen por la fuerza la «lengua general», o sea, el quechua, para lo cual pusieron maestros en todas las provincias. Entonces, como si tal cosa, afirma: «(Y es de saber que los Incas tuvieron otra lengua particular que hablaban entre ellos, que no la entendían los demás indios ni les era lícito aprenderla, como lenguaje divino.)»
– Juraría -murmuró Jabba, pensativo- que ya hemos leído algo sobre esto.
– Pues claro -afirmé, y Proxi asintió con la cabeza-. Tú mismo me dijiste que, buscando información sobre los aymaras y su lengua, habías encontrado un documento en el que se decía que la lengua que utilizaban los yatiris para curar enfermedades era el idioma secreto que los Orejones hablaban entre ellos.
– ¡Ah, claro! -profirió, dándose un golpe en la frente con la palma de la mano-. ¡Qué burro soy! ¡Los yatiris!
«Estoy muerto porque los yatiris me han castigado», repitió en ese momento la voz de mi hermano dentro de mi cabeza. Y, de pronto, sin saber muy bien cómo, hice una chocante asociación de ideas a la velocidad de la luz: los yatiris, esos aymaras de noble alcurnia descendientes directos de la cultura Tiwanacota, reverenciados por los incas y considerados por los suyos como grandes sabios y filósofos, eran también, curiosamente, unos extraños médicos que sanaban con palabras como los brujos, ya que, al parecer, poseían un lenguaje secreto y mágico que compartían con los Orejones, los de la sangre solar y todo aquel rollo. Si curaban con palabras, ¿por qué no podían también hacer enfermar con palabras? ¿Y si, acaso, el lenguaje divino del que hablaba Garcilaso no era otro que el aymara, la lengua perfecta, matemática, el idioma original cuyos sonidos procedían de la naturaleza misma de los seres y las cosas? Pero, ¿por qué iban los yatiris a castigar a Daniel?
– Las piezas siguen encajando una tras otra -observó de nuevo Proxi que no se había dado cuenta de mi breve ausencia-. ¿Sabéis qué creo…? Creo que todo lo que vamos encontrando converge hacia dos únicos puntos: Tiwanacu y los yatiris. Dejad que os cuente por encima lo que dice Cieza de León.
Pero mi cerebro seguía trabajando en segundo plano: Pedro Sarmiento de Gamboa estuvo recorriendo Perú desde 1570 hasta 1575 para escribir las Informaciones de la Visita General y, durante esos cinco años, se encontró con los yatiris en Tiwanacu -aunque la ciudad sólo era ya un cúmulo de ruinas- y dibujó un mapa en el que reflejaba un camino que, desde allí e internándose después en la selva, conducía hasta algún lugar seguramente importante. Y, apenas terminado el mapa, la Inquisición le acusó de practicar la brujería y le encerró en las cárceles secretas que el Santo Oficio tenía en Lima por elaborar una tinta que provocaba cualquier tipo de sentimiento en quien leyera lo que se escribía con ella.
– A Cieza le nombraron Cronista Oficial de Indias en 1548 -explicó Proxi a modo de introducción, apoyando la suela de sus zapatos en el filo de la vieja mesa de ratán-, y, a partir de entonces, se dedicó a visitar los lugares más importantes de Perú narrando hasta el último detalle de lo que veía y oía.
– ¿También cuenta lo libertinas que eran las mujeres collas antes del matrimonio? -pregunté con sorna.
– También -admitió Proxi de mala gana-. Y eso que no era cura. ¡Menos mal que he nacido en esta época! -exclamó a pleno pulmón-. Creo que me hubiera muerto si llego a tener que aguantar a tanto retrógrado machista.
– Bueno, ¿y qué más dice de los collas? -atajó rápidamente Jabba antes de que los disparos se volvieran contra él.
– Pues, por ejemplo, que se deformaban las cabezas.
– ¿Ah, sí? -aquello me interesaba mucho.
– Escucha: «En las cabezas traen puestos unos bonetes a manera de morteros, hechos de su lana, que nombran chullos -leyó-; y tienen todos las cabezas muy largas y sin colodrillo, porque desde niños se las quebrantan y ponen como quieren, según tengo escrito.»
– ¡El gorrito se llama chullo! -exclamé, muy risueño.
– ¿Qué es colodrillo? -quiso saber Jabba.
– La parte posterior de la cabeza -le explicó Proxi.
– Hay algo que no me cuadra -dije-. ¿Por qué dice que todos los collas se quebrantaban la cabeza desde pequeños? A mí, la catedrática me dijo que la deformación del cráneo se utilizaba sólo entre las clases altas, como señal de distinción.
– Aquí cada uno dice una cosa distinta -rezongó la mercenaria-. Cada arqueólogo y cada antropólogo tiene su propia y diferente versión de los hechos, y, luego, con todo ese batiburrillo, los historiadores se montan una especie de teoría general que no aborda determinado tipo de cuestiones para no pillarse los dedos.
– ¿Y por qué no se coordinan? -protestó Jabba-. ¡Nuestra vida sería más sencilla!
– No le pidas peras al olmo, Marc -sentencié-. Si quieres, te vuelvo a contar la bronca que tienen montada con los documentos Miccinelli.
– No, muchas gracias -se apresuró a responderme con cara de terror-. Proxi, rápido, sigue con Cieza.
– A ver dónde estaba… Aquí. Mira, voy a haceros un resumen y luego entraremos a fondo con Tiwanacu, ¿de acuerdo? Bueno, los collas le contaron a Cieza de León que ellos descendían de una civilización muy antigua, anterior al diluvio, pero que no sabían mucho de aquellos antepasados. Aseguraban haber sido una nación muy grande que, antes de los incas, tenía grandes templos y veneraba mucho a los sacerdotes, pero, luego, abandonaron a sus antiguos dioses y creyeron en Viracocha, que salió un día de la gran laguna Titicaca para crear el sol y acabar con las tinieblas en las que había quedado sumido el mundo después del diluvio. Como los egipcios, veneraban y momificaban a sus muertos y les levantaban importantes edificaciones de piedra llamadas chullpas.
– ¿Y qué dice de Tiwanacu? -pregunté viendo que Proxi había terminado el resumen.
Ella bajó los ojos al libro, pasó un par de hojas hacia delante y hacia atrás, buscando algo, y, cuando lo encontró, alisó bien las páginas con la palma de la mano y empezó a leer:
– «Yo para mí tengo esta antigualla por la más antigua de todo el Perú; y así, se tiene que antes que los ingas reinasen, con muchos tiempos, estaban hechos algunos edificios destos; porque yo he oído afirmar a indios que los incas hicieron los edificios grandes del Cuzco por la forma que vieron tener la muralla o pared que se ve en este pueblo.»
– ¡Vaya manera de hablar! ¡No se entiende nada!
– ¡Cállate, Jabba! Sigue leyendo, Proxi, por favor.
– «Yo pregunté a los naturales, en presencia de Juan Varagas (que es el que sobre ellos tiene encomienda), si estos edificios se habían hecho en tiempos de los ingas, y riéronse desta pregunta, afirmando lo ya dicho, que antes que ellos reinasen estaban hechos, mas que ellos no podían decir ni afirmar quién los hizo, mas de que oyeron a sus pasados que en una noche remaneció hecho lo que allí se vía.»
– ¿Qué narices se supone que ha querido decir? -bramó Jabba, que se removía en el sillón como una fiera en su jaula.
– Que los collas aseguraban que Tiwanacu se construyó mucho antes de la llegada de los incas y que, según sus antepasados, toda la edificación se levantó en una sola noche.
– Cieza, además -siguió, imperturbable, Proxi-, hace una detallada descripción de las ruinas tal y como él las vio en su visita.
– ¿Tienes algún plano de Tiwanacu, Root?
– Hasta ahora no me había hecho falta.
– Pues si tenemos que situar la Puerta del Sol y entender lo que dice Cieza, deberíamos bajarnos uno de internet.
– Luego lo haremos -le dije, sin moverme-. Es la hora de comer.
Su rostro se iluminó e hizo el conato de saltar del sofá como si sufriera toda el hambre del mundo, pero el breve arpegio musical que acompañó al mensaje que apareció en las pantallas, frustró bruscamente su intento.
Después de casi cuatro días de búsqueda incesante a toda potencia, el sistema acababa de completar la clave de acceso al ordenador de Daniel.
Si alguien me hubiera asegurado que mi hermano sería algún día el presidente de Estados Unidos probablemente no le hubiese creído. Si me lo hubiera jurado, dado por cierto y mostrado documentos acreditativos de tal suceso, al final, hubiera tenido que aceptarlo, claro, pero habría mantenido mis reservas hasta el día de su toma de posesión, e incluso entonces hubiera pensado que aquello era un sueño raro del que terminaría despertándome.
Pues bien, exactamente eso fue lo que sentí cuando tuve ante mis ojos la palabra clave elegida por mi hermano para proteger su ordenador:
(¯`Ðån¥ëL´¯)
Doce caracteres ni más ni menos, el doble de lo normal, y, encima, los más impredecibles e imposibles de adivinar. Nadie usaba ese tipo de claves, nadie tenía tanta imaginación -o tanta prudencia-, nadie era, en definitiva, tan rebuscado, sobre todo porque escasas aplicaciones te permitían utilizar cadenas tan largas y, mucho menos, símbolos tipográficos tan pintorescos. Sólo programas muy sofisticados o, por el contrario, programillas cutres escritos por hackers de medio pelo permitían semejante exhibicionismo criptográfico, pero, incluso teniéndolo permitido, lo que me admiraba era que Daniel hubiera hecho ese alarde de fantasía y de cautela informática tan impropio de él. Vivir para ver…
Jabba y Proxi no daban crédito a sus ojos. Ambos mostraron, primero, su mayor asombro y, segundo, su absoluta seguridad en que esa clave no la había inventado Daniel.
– No te ofendas, Root-me dijo Proxi como experta en la materia, dejando caer una mano sobre mi hombro-, pero tu hermano no tiene el nivel informático necesario para conocer la existencia de estas claves en ASCII (9). Pondría la mano en el fuego a que la copió de alguna parte, fíjate, y estoy segura de que no me quemaría.
(9) American Standard Code for Information Interchange (ASCII). El código ASCII reúne todos los caracteres de texto y todos los signos de puntuación en una tabla estándar, representándolos como números.
– En cualquier caso, da igual -balbuceé, todavía ofuscado por el descubrimiento.
– Sí, desde luego. Eso es lo que menos importa en este momento -afirmó Jabba, subiéndose los pantalones hasta donde su barriga se lo permitía-. Lo que ahora tenemos que hacer es guardar una copia de seguridad de la clave e irnos a comer.
Por supuesto, no le hicimos el menor caso, de modo que así se quedó, pregonando su hambruna en el desierto mientras Proxi y yo nos adentrábamos en las tripas del portátil con un extraño sentimiento de inseguridad por lo que fuera que nos esperaba allí adentro. En cuanto tuve el control de la máquina, le eché una ojeada al contenido del disco duro y me llamó la atención la gran cantidad de memoria que tenía ocupada para tan pocas carpetas como se veían en el directorio raíz, pero el misterio quedó pronto aclarado al comprobar que, dentro de esas carpetas, los subdirectorios se ramificaban hasta el infinito con incontables archivos de imágenes y con gigantescas aplicaciones (una de las cuales era la barrera de clave de acceso) que, rápidamente, pasamos al ordenador central para poder reventarlas a seis manos desde distintos terminales.
Cuando se utiliza cualquier programa de ordenador, por regla general se pone en marcha en su forma ejecutable, es decir, traducido al frío lenguaje binario que emplea la máquina: largas series de ceros y unos cuyo sentido es imposible de entender para un ser humano. Por eso se utilizan lenguajes intermedios, lenguajes que, en forma de código algebraico, le dicen al ordenador lo que el programador quiere que haga. En ese código suelen insertarse comentarios y explicaciones que el procesador ignora a la hora de trabajar y que sirven para ayudar a comprender el funcionamiento de la aplicación a otros programadores así como para facilitar la tarea de revisión. Pues bien, en cuanto tuvimos delante el código del programa de claves de acceso, comprendimos que teníamos que vérnoslas con algo bastante inesperado.
Un programa de ordenador presenta muchas similitudes con una obra musical, un libro, una película o un plato de cocina. Su estructura, su ritmo, su estilo y sus ingredientes permiten identificar o, al menos, acercarse mucho, al autor que está detrás. Un hacker no es sino una persona que practica la programación informática con un cierto tipo de pasión estética y que se identifica con un cierto tipo de cultura que no se reduce simplemente a una forma de ser, vestir o vivir, sino también a una manera especial de ver el código, de comprender la belleza de su composición y la perfección de su funcionamiento. Para que el código de un programa presente esa belleza sólo tiene que cumplir dos normas elementales: simplicidad y claridad. Si puedes hacer que el ordenador ejecute una orden con una sola instrucción, ¿para qué utilizar cien, o mil? Si puedes encontrar una solución brillante y limpia a un problema concreto, ¿para qué copiar pedazos de código de otras aplicaciones y malcasarlos con remiendos? Si puedes clasificar las funciones una detrás de otra de forma clara, ¿para qué complicar el código con saltos y vueltas que sólo sirven para ralentizar su funcionamiento?
Sin embargo, lo que teníamos delante era el trabajo sucio de uno o varios programadores inexpertos que habían metido la tijera en otras aplicaciones y que habían llenado con miles de líneas de código inútil un programa que, casi de milagro, funcionaba bien. Parecía uno de aquellos trabajos de colegio que se hacían copiando páginas enteras de libros y enciclopedias hasta conseguir un pastiche legible que se adornaba con una lujosa opinión final.
– ¿Qué diablos es esta porquería? -aulló Jabba, espantado.
– ¿Habéis visto los comentarios del código? -preguntó Proxi poniendo el índice sobre su pantalla.
– Me suena… -murmuré, mordiéndome los labios-. Me suena mucho. Esto ya lo había visto antes.
– Y yo también -confirmó la mercenaria, pulsando los cursores para moverse arriba y abajo rápidamente.
– Juraría que viene de Oriente -aventuré-. Pakistán, India, Filipinas…
– Filipinas -sancionó Proxi sin la menor duda-. De la Facultad de Informática de la Escuela Universitaria AMA, de Manila.
– Recuérdame que te suba el sueldo.
– ¿Cuándo quieres, exactamente, que te lo recuerde?
– Sólo era una manera de hablar.
– ¡No, no, de eso nada! -Jabba no iba a dejar pasar la ocasión-. ¡Yo he oído cómo se lo has dicho!
– ¡Bueno, vale, está bien! -farfullé, girando mi asiento para quedar frente a ellos-. Hablaremos del tema cuando acabemos con esta historia, en serio. Ahora, dame más datos sobre los programadores, Proxi.
– Estudiantes del último curso de Informática. La Escuela Universitaria AMA es la más prestigiosa de Filipinas, se encuentra en el distrito financiero de Makati y de sus aulas han salido auténticos genios como el deplorable Onel de Guzmán, autor del virus «I Love You», que infectó cuarenta y cinco millones de ordenadores de todo el mundo y que me tuvo trabajando como una loca durante un mes para impedir que nuestros sistemas se contagiaran. Estos chicos programan para pagarse los estudios o para conseguir trabajo en Occidente. Son listos, son pobres y tienen acceso a internet. Necesitan ganar dinero y llamar la atención.
– ¿Y cómo consiguió Daniel un programa de este tipo?
– He registrado los comentarios del código en busca de pistas -precisó Jabba-, pero no hay nada y dudo mucho que se publicase en alguna revista de informática porque suelen ser bastante cuidadosas con lo que sacan. El nombre del programa tampoco dice mucho: «JoviKey»… ¿Quizá «La llave de Jovi»? Imposible de saber. Lo único que se me ocurre es que Daniel lo encontrase en internet, pero me extrañaría porque los programas que se ponen en la red para uso gratuito suelen llevar copyright y éste no lo tiene.
– Y eso no es normal -apostilló Proxi, levantando el dedo en el aire a modo de pantocrátor.
– No, no lo es -admití, perplejo.
A regañadientes, hicimos un descanso para comer en la terraza alrededor de las tres de la tarde pero antes de media hora habíamos vuelto al despacho para seguir desbrozando el contenido del portátil. Magdalena nos trajo el té y el café al estudio y la tarde pasó como una exhalación abriendo aplicaciones, estudiándolas y examinando fotografías y textos.
Y allí estaba todo. No nos habíamos equivocado. Habíamos seguido los pasos de Daniel con una precisión milimétrica, reproduciendo en una intensa y difícil semana lo que él, completamente solo, había investigado durante seis meses. Pero su esfuerzo había valido la pena porque los descubrimientos que encontramos en la documentación archivada eran realmente impresionantes. Había realizado un trabajo brillante, inmenso, de modo que no era de extrañar que hubiera terminado agotado y con los nervios rotos.
Según dedujimos de sus caóticas notas y esquemas, trabajando en el quipu quechua de los documentos Miccinelli que Marta Torrent le había entregado, mi inteligente hermano tropezó una y mil veces con grandes dificultades que le llevaron al convencimiento de que no era el quechua puro el idioma que se utilizaba normalmente para escribir con nudos. Investigando, descubrió en Garcilaso de la Vega la referencia al lenguaje secreto de los Orejones, que, aunque con influencias e infiltraciones del quechua, resultó ser básicamente el aymara. A partir de ese momento -y como después haríamos nosotros tres-, descubrió todo lo que de extraño tenía esta lengua y, así, abandonó las cuerdas para centrarse en los tocapus, los cuadraditos objeto de diseños textiles, ya que sus lecturas de Guamán Poma y los demás cronistas le llevaron a pensar que éste era el sistema de escritura de la «Lengua Sagrada», como él la denominaba. Estudió con ahínco y, cuanto más aprendía, más seguro estaba de que todo aquello encerraba un antiguo misterio relacionado con el poder de las palabras. Descubrió a los yatiris, descubrió Tiwanacu, y, para nuestra sorpresa, descubrió una extraña veneración a las cabezas por parte de los aymaras que él relacionaba con el mencionado poder de las palabras. Por eso se dedicó a coleccionar fotografías de cráneos deformados y por eso le llamó la atención el mapa de Piri Reis. Daniel suponía que, en tiempos muy antiguos, quizá algunos milenios antes de nuestra era, los aymaras (o collas, o pucaras) habían adorado a algún dios parecido al Humpty Dumpty cabezón y por eso se había empeñado en desvelar la antigüedad del mapa, para descubrir en qué momento histórico los aymaras habían desarrollado esa devoción por un dios megalocefálico que él identificaba con un ulterior y más humanizado Dios de los Báculos, aunque no estaba seguro de que esa representación simbolizara realmente a un dios, como todo el mundo decía, y, mucho menos, a Viracocha, de quien afirmaba que era un invento inca de creación muy cercana a la llegada de los españoles.
Debió de realizar multitud de intentos para interpretar los textos escritos en tocapus, porque había cientos de reproducciones escaneadas de textiles y objetos de cerámica con esta decoración. Almacenaba desesperadamente ejemplos y más ejemplos en busca de la clave que le permitiera confirmar que aquellos diseños geométricos eran, en realidad, un sistema de escritura. Los subdirectorios con estas reproducciones en formato digital eran interminables y su catalogación no parecía tener el menor sentido, ya que sus nombres estaban formados por largas ristras de cifras no correlativas.
Pero, entonces, encontramos el programa informático que, finalmente, le desveló la clave. Se llamaba «JoviLoom» (¿quizá «El telar de Jovi»?) y, como su hermano gemelo, «JoviKey», carecía de copyright y estaba formado por millones de instrucciones obviamente robadas y, encima, mal estructuradas y peor unidas; aunque, de nuevo, e inesperadamente, el engendro funcionaba e invadía, él solo, la casi totalidad del disco duro. Hubiéramos necesitado unas cuantas cabezas más y algunas semanas de trabajo para poder revisarlo por entero. Sin embargo, con las indagaciones que hicimos tuvimos suficiente y nuestra primera y obvia conclusión fue que aquellos hackers filipinos eran admiradores de Bon Jovi, la famosa banda de rock duro de New Jersey.
«JoviLoom» era, básicamente, un programa de gestión de bases de datos. Hasta ahí, todo normal. Tampoco resultaba espectacular el hecho de que gestionara imágenes en lugar de secuencias de información, porque había cientos de programas que también lo hacían. De nuevo, todo correcto. Lo curioso era que, al abrirlo, se desplegaban dos ventanas verticales, una junto a la otra, y que, en la primera, aparecía un muestrario de más de doscientos pequeños tocapus ordenados en filas de tres que podían ser seleccionados uno a uno con el cursor y arrastrados hasta la ventana contigua para reproducir el diseño de cualquier paño. Entonces, tras confirmar que habías terminado de «tejer» el texto que querías, el programa convertía el boceto en una línea continua de tocapus y rastreaba esta veta en busca de cadenas idénticas. Si encontraba dos iguales, partía la línea en pedazos empezando por la primera letra (o tocapu) de la cadena (o palabra) encontrada y reiniciaba la búsqueda comenzando por el segundo tocapu del diseño. Lo que, en resumidas cuentas, venía a hacer «JoviLoom» era algo parecido a lo que se realizaba en esos pasatiempos llamados sopas de letras, buscando coincidencias de secuencias, incluso, en sentido vertical, diagonal o inverso. Así, de un manto rectangular, por ejemplo, decorado con un número determinado de tocapus, podían extraerse incontables combinaciones y permutaciones que daban, como resultado final, una serie de matrices (igual que en el pasatiempo) que encerraban las supuestas palabras localizadas y que «JoviLoom» recolocaba y separaba siguiendo un orden lógico conforme a su emplazamiento original. Una vez compuesto el texto de este modo, es decir, adaptado a la forma gramatical latina, ya sólo faltaba traducirlo, pero eso no lo hacía «JoviLoom», que se limitaba a ofrecer generosamente una anárquica versión formada por raíces y sufijos aymaras en aparente tumulto. Por lo visto, un solo tocapu podía representar tanto una letra (por cierto, consonantes a secas) como una sílaba de dos, tres y hasta cuatro letras, o, incluso, una palabra completa, de lo que dedujimos que cada uno de ellos podía tener un sentido simbólico, al representar un concepto o cosa, y un sentido fonético, al representar un sonido. Pero «JoviLoom» también unía, a veces, dos o tres tocapus a la hora de ofrecer un único sufijo o raíz.
– A mí me parece -empezó a decir Jabba, muy puesto en su papel- que tienen que ser palabras compuestas, como «puntapié» o «cuentakilómetros».
– ¡Apaga el cerebro, listillo! -le ordenó Proxi.
Por si la queríamos, «JoviLoom» también nos ofrecía una versión impresa del resultado, pero, para lo que nosotros sabíamos de aymara, venía a darnos lo mismo.
– ¿Y si este puñado absurdo de consonantes no fuera aymara? -pregunté, alarmado de repente.
– ¿Y qué demonios iba a ser? -repuso Jabba.
Pero, a partir de ahí, cayó sobre nosotros la duda en forma de pesado silencio. Fuimos conscientes de que estábamos atrapados porque no teníamos manera de confirmar que aquel galimatías sin vocales se correspondiera con el lenguaje de los collas. Y en ese desgraciado momento mi abuela tuvo la ocurrencia de entrar a despedirse antes de marcharse al hospital, de manera que la pobre se fue sin que nadie se dignara dirigirle otra cosa que gruñidos.
Afortunadamente, poco después, encontramos, en los ficheros almacenados en una de las carpetas del programa, un montón de sopas de letras ya fraccionadas y, junto a ellas, en ficheros de texto con el mismo nombre, su versión en caracteres latinos formando palabras reconstruidas y completadas por Daniel y, ¡oh, sorpresa!, el escrito resultante sí que estaba en aymara. Por supuesto, estas reconstrucciones seguían siendo pura jerigonza para nosotros pero, por lo menos, ya podíamos consultar algunos términos en los diccionarios de Ludovico Bertonio y de Diego Torres Rubio y comprender lo que querían decir. Además, algunos de estos ficheros estaban también traducidos por mi hermano, pero, en vista de su contenido (por ejemplo, Amayan marcapa hiuirinacan ucanpuni cuna huchasa camachisi, o lo que es lo mismo, «Del muerto en su pueblo los mortales en ese siempre algún pecado se realiza»), decidimos que los que habían llegado a un punto muerto por ese día éramos nosotros tres, sobre todo porque la noche se nos había echado encima y Clifford y mi madre llevaban más de una hora esperándonos para cenar.
Sin embargo, a pesar de que la jornada había sido sumamente fructífera, el hallazgo más espectacular lo hicimos al día siguiente, martes, poco después de empezar a trabajar. Casi por casualidad, tropezamos, en el interior del ordenador de Daniel, con un documento bastante grande llamado Tiwanacu.doc, archivado de forma incomprensible en uno de los abarrotados subdirectorios de imágenes, y cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que se trataba de una curiosa recopilación de traducciones de textos aymaras cuyos originales, dedujimos, debían de encontrarse en la amplia colección fotográfica de textiles y cerámicas. Los fragmentos eran de tamaños distintos, unos muy grandes y otros pequeños, de apenas una o dos líneas, pero todos hablaban de un lugar místico y sagrado llamado Taipikala, así que, al principio, no entendimos por qué narices el fichero se llamaba Tiwanacu. Taipikala, según Daniel, quería decir, «Piedra de en medio» o «Piedra central», y allí, en Taipikala, se había producido el nacimiento del primer ser humano, hijo de una diosa venida del cielo, llamada Oryana, y de alguna clase de animal terrestre. Después de parir setenta criaturas y, por tanto, cumplida con creces su curiosa misión, la diosa se marchó, regresando a las profundidades del universo de las que había venido. Pero su numerosa descendencia -al parecer, gigantes que vivían cientos de años-, levantó Taipikala en su honor y allí siguió adorándola durante milenios hasta que un terrible cataclismo (tan grande que hizo desaparecer el cielo, el sol y las estrellas) y un posterior diluvio que ahogó en agua la «Piedra central» y a casi toda su población, acabó para siempre con la raza de los gigantes, cuyos enfermizos y debilitados descendientes empezaron a crecer menos en cada nueva generación y a morir mucho antes. Pero, como conservaron las enseñanzas de Oryana y sabían utilizar los sonidos de la naturaleza y hablar el lenguaje sagrado, siguieron siendo yatiris.
Creo que fue en este punto cuando empezamos a tener claro de qué iba todo aquello. Si desbrozábamos el mito y nos quedábamos con ciertos datos significativos, la leyenda recogida en fragmentos dispersos de tocapus venía a ratificar lo que nosotros, por nuestra cuenta, habíamos descubierto. Aceptamos también que Taipikala tenía todas las papeletas para ser Tiwanacu, y esto lo fuimos corroborando con los datos que vinieron a continuación.
Mucho tiempo después del diluvio, Willka, el sol, reapareció por fin y lo hizo surgiendo de las tinieblas en un punto situado en el centro de la gran laguna llamada Kotamama (¿Titicaca?), pegada a Taipikala. Allí se le vio por primera vez y los agotados -y, probablemente, congelados- seres humanos, temerosos de que pudiera producirse una nueva desaparición, le adoraron de todas las formas posibles, ofreciéndole ceremonias y sacrificios de cualquier talante imaginable. La ciudad de Taipikala renació lentamente de sus cenizas bajo el gobierno de los yatiris más sabios, llamados Capacas, que convirtieron el culto al sol en el eje central de su nueva y asustadiza religión. Willka no podía volver a desaparecer; la continuidad del ser humano dependía de ello. Si Willka se marchaba de nuevo, morirían, y, con ellos, tal y como habían estado a punto de poder comprobar, la naturaleza al completo. De modo que el sol se convirtió en dios y Taipikala en su ciudad-santuario. Allí, con gran ceremonia, se ataba a Willka a la piedra de los solsticios, la llamada «piedra para amarrar al sol», con una larga y gruesa cadena de oro que lo sujetaba al espacio-tiempo. A pesar de todo, de vez en cuando el sol se soltaba de la cadena y desaparecía, y el terror invadía a los habitantes de Taipikala. Pero los Capacas volvían a sujetarlo fuertemente a la piedra y no lo dejaban marchar. No olvidaron a Oryana, pero ella ya no estaba y Willka era, a efectos prácticos e inmediatos, mucho más importante y necesario. Como importante y necesario era también Thunupa, otro nuevo dios nacido del miedo que simbolizaba el poder del agua y del rayo que anuncia la tormenta. Thunupa no era tan significativo como Willka, pero ambos se complementaban en la tarea de evitar un nuevo desastre. Además, desde el diluvio, las épocas de las lluvias habían cambiado de una manera extraña y la abundancia anterior de los cultivos no había vuelto a darse. Willka y Thunupa, el sol y el agua, eran los dioses fundamentales del panteón de Taipikala.
Los yatiris se convirtieron en los depositarios y guardianes de la sabiduría antigua y, por tanto, pronto se encontraron en la cima del poder social y religioso. El mundo había cambiado mucho; incluso la laguna Kotamama, que antes llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala, ahora se encontraba a una considerable distancia, pero ellos seguían teniendo la capacidad de sanar las enfermedades y de retener al sol en el cielo día tras día. Pronto constituyeron una casta aparte: hablaban un lenguaje propio, estudiaban el firmamento minuciosamente, podían predecir los acontecimientos y enseñaban la manera de llevar el agua desde la gran laguna hasta los lejanos cultivos para obtener grandes cosechas a pesar del frío que, desde el diluvio, azotaba la zona. El lugar más sagrado de Taipikala era la Pirámide del Viajero, un lugar apartado del resto de edificios en el que se custodiaban unas grandes planchas de oro sobre cuyas lisas superficies se escribió, para que nunca se olvidara, la memoria de la creación del mundo, la llegada de Oryana, la historia de los gigantes, del diluvio, el renacer de la humanidad tras el regreso del sol, y todo cuantos los yatiris sabían del universo y la vida. La Pirámide del Viajero contenía, además, importantes dibujos que mostraban el firmamento y la tierra antes y después del cataclismo, así como el cuerpo mismo del viajero y su equipaje para recorrer los mundos que le esperaban en el más allá hasta su regreso. Todo esto estaba pensado, por lo visto, para ayudar a una próxima Humanidad en caso de que volviera a suceder alguna catástrofe.
Aunque la lectura de todas aquellas leyendas aymaras resultaba muy entretenida, había que reconocer que sólo eran fábulas para niños que no nos aportaban ningún dato realmente interesante. Muchos fragmentos de texto, entre los recogidos devotamente por mi hermano, elogiaban la sabiduría, el valor y los extraordinarios poderes de los yatiris y sus Capacas, pero, dado que toda la información procedía de textiles y cerámicas de fecha muy posterior, resultaba obvio que aquello estaba necesariamente teñido por el mito y por la belleza que proporciona la nostalgia, de modo que no nos servía de nada. Los yatiris hacían muchas cosas, sí, ¿y qué? Mejor para ellos. Punto.
Pero cuando ya Proxi estaba empezando a farfullar palabrotas contra Taipikala y Jabba se había largado a la cocina en busca de algo para comer, apareció, por fin, el primer fragmento realmente provechoso: los yatiris, sacerdotes de Willka y descendientes directos de los gigantescos hijos de Oryana, eran poseedores de una sangre sagrada que no podían mezclar y, por lo tanto, estaban obligados a reproducirse sólo entre ellos.
– ¡Cuánto me alegro, caramba! -exclamó Proxi, presa de una súbita satisfacción-. ¡La casta de los yatiris no era sólo de hombres!
– Es evidente que había mujeres -aceptó Jabba, devorando una bolsa de galletas-. Pero hasta ahora ningún documento lo había dicho.
– ¡Ése es siempre vuestro error! -Y Proxi nos señaló a ambos con el dedo, acusatoriamente-. Dais por sentado que las palabras sin género se refieren sólo a los hombres.
– No es cierto -salté-. Lo que pasa es que Daniel pone el artículo plural masculino delante de «yatiris».
– ¿Y Daniel qué es…? -gruñó, despectiva-. ¡Otro hombre! Si no falla nunca. ¿Tú te acuerdas, Jabba, de lo que leímos sobre el uso del género cuando estábamos buscando información sobre el aymara?
Jabba asintió con la boca llena, sin dejar de masticar frenéticamente. Ella continuó:
– En esta lengua perfecta, no existe diferencia de género para las personas gramaticales. No existe ella o él, ni nosotras o nosotros, ni vosotras o vosotros.
– Es… lo mismo -farfulló Jabba, lanzando al aire partículas de galleta desmenuzada.
– Tampoco los adjetivos tienen género -siguió Proxi-. No existe, por ejemplo, diferencia alguna entre nuevo y nueva o guapo y guapa.
– Es… lo mismo.
– ¡Exactamente! Así que la palabra «yatiris» puede referirse tanto a hombres como a mujeres.
– Aunque eso fuera cierto -me atreví a comentar aun a riesgo de morir en el intento-, no es lo que nos importa en este momento. Vale, había mujeres entre los yatiris, pero a mí me llama mucho más la atención el rollo ese de la sangre sagrada que no se podía mezclar. ¿No os recuerda a los Orejones?
Jabba, que tenía la boca llena, casi se atragantó al intentar responderme. Después de carraspear varias veces, dándose golpes con la mano en el pecho, y de dejar la bolsa de galletas sobre la mesa para alejar la tentación, me dijo, ceñudo:
– Pero, ¿no te has dado cuenta de que es la misma historia que nos contaste sobre Viracocha, pero sin Viracocha? Aquello de las dos razas humanas, la de los gigantes, que él destruyó con columnas de fuego y con el diluvio, y la otra, de la que salieron los incas. Las leyendas coinciden hasta en lo del sol. ¿No nos dijiste que Viracocha lo había hecho salir del lago Titicaca para iluminar el cielo después del diluvio?
Solté una andanada de exabruptos por mi falta de reflejos. Jabba volvía a tener razón y yo llegaba tarde al argumento, pero lo disimulé mirando hacia la pantalla del portátil, como si fuera la sorpresa la que desataba mi lengua.
Mientras nosotros dos continuábamos leyendo, Proxi se puso a trabajar en otro de los ordenadores cercanos. La vi afanarse con distintos buscadores de internet mientras la historia confeccionada por mi hermano con su selección de textos escritos con tocapus seguía adelante. No le preguntamos lo que estaba haciendo porque, cuando encontrara lo que buscaba, nos lo diría.
En algún momento de la historia, seguía contando la crónica elaborada por Daniel, se produjo un espectacular seísmo en el altiplano que acabó con la vida de cientos de personas y dio al traste con los principales edificios de Taipikala, ya debilitados por los años y el antiguo cataclismo y posterior diluvio. La ruina fue completa. Ante la magnitud del desastre hubo que tomar una serie de decisiones importantes, lo que motivó una fuerte bronca entre los Capacas gobernantes. El largo poema o canción en el que se narraba el suceso -casi dos hojas de versos con sus oportunos y machacones estribillos- no explicaba las razones del altercado pero recordaba lo doloroso que fue el enfrentamiento y lo dignos y honrados que fueron los bandos entre sí. La trifulca acabó con la marcha de la ciudad de un nutrido grupo de Capacas, yatiris y campesinos que iniciaron un éxodo hacia el norte a través de la cordillera. Por fin, después de mucho tiempo, llegaron a un valle rico y soleado y los Capacas decidieron que era el lugar idóneo para fundar una segunda Taipikala, a la que dieron el nombre de Cuzco, el «ombligo del mundo», por semejanza de sentido con «la piedra central». Pero las cosas no funcionaron como se había previsto y la necesidad de guerrear continuamente con los pueblos vecinos acabó por provocar la aparición de un líder militar: el yatiri Manco Capaca, conocido también como Manco Capac. Ni más ni menos que el primer Inca.
La realidad y la leyenda volvían a cruzarse ante nuestros ojos mientras íbamos conociendo la versión aymara de la historia. Pero aún había más: los Capacas de Cuzco que conservaron su papel sacerdotal y curandero pasaron a denominarse, con el tiempo, kamilis y su origen, en apariencia, se perdió en el transcurso de la formación del gran imperio que vino después. Se fundieron (o confundieron) con unos médicos llamados kallawayas, que trataban a la nobleza inca Orejona y que se ganaron fama de tener una lengua propia, un lenguaje secreto que nadie entendía y que les servía como seña de identidad. Su pista se difuminaba irremediablemente mientras que los textos que hablaban de los yatiris de Taipikala dejaban constancia de su pervivencia a pesar de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse. La ciudad nunca volvió a ser lo que fue tras el terremoto. Sus pobladores y las gentes que habían vivido en las inmediaciones se desperdigaron poco a poco y aparecieron pequeños estados soberanos (Canchi, Cana, Lupaca, Pacaje, Caranga, Quillaca…) a modo de reinos de Taifas.
– ¡Lo tengo! -exclamó Proxi-. Escuchad lo que he encontrado en una revista boliviana: «Los indígenas la llamaban Tiwanaku. Relataban que un día, un siglo antes, el Inca Pachakutej contemplaba las antiguas ruinas y, viendo llegar un mensajero, le dijo: Tiai Huanaku (siéntate, guanaco). Y la frase acuñó el nombre. Posiblemente, nadie quería contarles a los nuevos conquistadores que el nombre de la ciudad perdida en el tiempo era Taipikala (la piedra del medio). Menos aún que se decía que allí el dios Viracocha inició la creación y que aquélla era la piedra del medio, pero del medio del universo (10).»
(10) «Tiwanacu. Historia del asalto al cielo», R. Sagárnaga. Revista Escape, 18-10-02. Arqueología. Diario La Razón digital, Bolivia.
– Creo que esa tontería de «Siéntate, guanaco» también la cuenta Garcilaso de la Vega -comentó Jabba con desprecio.
– Bueno, pues hemos confirmado -dije- que Taipikala era el nombre original de Tiwanacu, aunque la verdad es que cabían pocas dudas.
– Sólo me falta comprobar un detalle -anunció Proxi, volviendo a su ordenador-. Quiero estar segura de que Taipikala-Tiwanacu tenía un puerto para las aguas del Titicaca.
– Va a ser difícil encontrar algo así -observé-. Sobre todo por el cambio de nombre del lago.
– ¿Más difícil que algo de lo que hemos buscado hasta ahora? -preguntó con una sonrisilla irónica. Sus preciosos ojos oscuros brillaban con inteligencia. Podía comprender qué había visto Jabba en ella, al margen de los extraños peraltes y desniveles de sus formas.
– No, más difícil no -repuse.
– Pues, hala, dejadme trabajar en paz un rato.
– Pero te estás perdiendo todo lo de los yatiris -le advirtió Jabba, cogiendo de nuevo la abandonada bolsa de galletas.
– Luego me lo contáis.
Los yatiris que habían permanecido en Taipikala tras el terremoto tuvieron que reorganizar la vida de la ciudad, que ya no era más que un recuerdo de lo que fue. Lucharon por mantener sus antiguos conocimientos y se adaptaron a la vida en las ruinas. Habilitaron algunos templos para las ceremonias y algunas estancias para vivir, pero ya no podían mover las grandes piedras con la facilidad con que lo hicieron sus antepasados, los gigantes, de modo que Taipikala no volvió a brillar bajo la luz del sol aunque conservaba las placas de oro y plata en sus puertas y muros, y todas las piedras preciosas en sus estelas, relieves y esculturas; tampoco sus suelos y terrazas, de color rojo y verde en las épocas de esplendor, lucían como antes, porque ahora el recinto estaba prácticamente abandonado. Los yatiris se refugiaron en sus estudios sobre el firmamento y continuaron con sus investigaciones. Seguían practicando la curación con las palabras y adivinando el futuro, por lo que supieron antes que nadie que un gran ejército invasor estaba a punto de llegar y que su mundo se había terminado. Entonces se prepararon para el acontecimiento.
– ¡Si todo esto fuera cierto, colega! -murmuró Jabba a mi lado.
– Y si lo fuera, ¿qué?
– ¡Cuántos libros de historia habría que cambiar! -dijo, y soltó una carcajada tan ruidosa que temí por el sueño de mi abuela.
– Me preocuparía más el hecho de incluir a los gigantes en los programas de estudio.
– Bueno, vale. Todo es mentira. ¿Te gusta más?
No dije nada pero sonreí. En el fondo, y pese a todo, siempre me había atraído poderosamente la idea de convertirme en un partisano zapatista y no podía negarse que, en la forma, era un auténtico hacker, así que cambiar todos los libros de historia y que los niños estudiaran en los colegios a los gigantes, el mapa de Piri Reis y todo lo que pusiera en solfa la verdad establecida, me parecía una gran idea. Los textos que Daniel había traducido y ordenado se acababan (el fichero tenía unas treinta páginas y ya estábamos en la número veinticinco), pero, conforme se acercaba el final, las cosas se iban poniendo más interesantes. Un largo pasaje explicaba que, ante el reiterado aviso de las estrellas de que se acercaba un gran ejército enemigo, los yatiris de Taipikala decidieron esconderse entre la población de los reinos collas cercanos, haciéndose pasar por campesinos y comerciantes. Pero, antes de abandonar para siempre los muros de Taipikala, tenían que hacer algo muy importante que se explicaba en fragmentos posteriores. La tarea fundamental era esconder al Viajero. No podían marcharse sin dejarlo bien protegido, a él y a todo cuanto contenía de importante su tumba, que era mucho, porque, además, la pirámide y la cámara sepulcral aparecían claramente reflejadas en los relieves de la puerta que remataba el edificio. De manera que quitaron dicha puerta, sustituyéndola por otra sin adornos y, durante dos años, se afanaron en levantar una colina de tierra y piedras para ocultar la pirámide pero, cuando por fin terminaron la tarea, dos lluvias de estrellas cayeron una noche del cielo, siendo la segunda mucho más grande que la primera y dejando importantes estelas resplandecientes que advirtieron a los yatiris de la llegada de un segundo ejército que acabaría con el primero y que cambiaría el mundo para siempre. Entonces escribieron todo eso en planchas de oro y dejaron dicho en ellas dónde se esconderían hasta que pasara la destrucción. Accedieron de nuevo a la cámara por uno de los dos corredores que llegaban hasta la pirámide desde lugares que sólo los yatiris conocían, dejaron allí las planchas y volvieron a sellarlo todo, añadiendo más protecciones y defensas. Ellos intentarían que Willca no desapareciera de nuevo, pero, si lo hacía, los humanos supervivientes podrían encontrar su legado.
Y, entonces, llegaron los Incap rúnam… (11).
(11) Según Blas Valera, citado por Garcilaso de la Vega (Libro I, cap. VI), «vasallos del Inca», ciudadanos del Tihuantinsuyu, el Reino de las Cuatro Regiones.
– Serán los incas, claro.
– Serán.
Los yatiris les vieron pasar mezclados entre la gente de las poblaciones y ciudades conquistadas. Al mando iba Pachacuti (o Pachakutej, como lo llamaba la revista boliviana), el noveno Inca, muy alto y de rostro redondo, ataviado con un vestido rojizo que llevaba dos largas vetas de tocapus desde el cuello hasta los pies y cubierto con un gran manto verde. Taipikala perdió su nombre y pasó a llamarse Tiwanacu, sin que se diera razón de por qué. Así la denominaban los Incap rúnam y así quedó hasta la llegada de los viracochas (12), los hombres blancos y barbudos que hablaban una lengua extraña que sonaba como un riachuelo cayendo sobre un lecho de piedras. La gente sentía un pánico atroz de los viracochas, seres ambiciosos que robaban el oro, la plata y las piedras preciosas, que esclavizaban y mataban a los hombres y a los niños y violaban a las mujeres. Como los Incap rúnam años atrás, que trajeron a Viracocha, los españoles traían también a su propio dios, pero lo imponían por la fuerza del látigo y los palos, destruyendo los viejos templos y, con sus piedras, construyendo iglesias por todas partes.
(12) Así llamaban los incas a los españoles, por su parecido físico con el dios Viracocha.
– En esta magnífica época -comenté, al hilo de mis pensamientos- debió de ser cuando Pedro Sarmiento de Gamboa se encontró con los yatiris en El Collao, en la zona de Tiwanacu. Estamos hablando, por lo tanto, del año 1575.
– Cuarenta años después de que Pizarro matara al último Inca en Cajamarca y conquistara el imperio -dijo Proxi.
– Exacto.
Pero, aún peor que la esclavitud, las torturas y la nueva religión fueron las fiebres ponzoñosas que empezaron a diezmar a la población tras la llegada de los conquistadores. Por donde estos pasaban, los naturales morían a miles, atacados por unas misteriosas enfermedades que los yatiris no habían visto antes y no podían curar. También ellos empezaron a morir y, entonces, antes de que ya no quedara nadie que conservara la antigua sabiduría, decidieron seguir adelante con el propósito que los había animado a salir de Taipikala y, un día, simplemente, se marcharon. Nadie sabía adónde, pero un par de poemas de pocos versos expresaban la alegría de los aymaras porque habían logrado ponerse a salvo.
Y eso era todo. Daniel ya no había añadido nada más. Buscamos y rebuscamos en el disco duro por si quedaba más información, pero no encontramos ningún otro documento significativo. Ni siquiera dimos con la transcripción de la maldición hecha por «JoviLoom», lo cual nos sorprendió bastante.
– ¿Sabéis lo que me explicaba mi madre cuando yo era pequeño? -nos preguntó Jabba a Proxi (que seguía a lo suyo) y a mí-. Que nosotros no habíamos sido tan bestias con los indios de Sudamérica como los ingleses con los de Norteamérica; que lo único que habíamos hecho era tener hijos mestizos y que, por eso, en el norte, que los mataban, no quedaban más que unos pocos en las reservas mientras que en el sur vivían felizmente como buenos cristianos en sus propios países.
Aunque la madre de Jabba era madrileña, la mía también me había contado la misma película cuando yo tenía pocos años. Esa peregrina idea de nuestras madres era, sin duda, el resultado de los planteamientos hispanistas y católicos de la época franquista. Debía de haber sido un argumento repetido hasta la saciedad durante mucho tiempo para acallar nuestras conciencias. Si los ingleses eran peores que nosotros, entonces los españoles no éramos tan malos; podíamos, incluso, y por comparación, ser hasta buenos y haberlo hecho de maravilla. Cataluña no participó junto a Castilla en la conquista de América -el reino de Castilla, lógicamente, quería toda la riqueza, ya que había descubierto el continente-, pero desde el principio, desde el segundo viaje de Colón, los catalanes, aragoneses y valencianos viajamos a las Indias y nos establecimos allí.
– ¿Qué dices de toda esta historia de los yatiris, Jabba? -le pregunté, alisándome la perilla con la mano.
– No sé, no sé, es… -Se quedó pensativo un momento y, luego, enarcó las cejas, asustado-. ¡Un momento! ¿No tendremos que ir a Tiwanacu para buscar la Pirámide del Viajero, verdad?
A mí ni se me había pasado por la cabeza.
– Pues, ahora que lo dices… -repuse.
Su rostro se ensombreció. La perspectiva de coger un avión le paralizaba. Volaba, desde luego; viajaba a cualquier parte del mundo sin negarse ni poner trabas, pero con el absoluto convencimiento de que iba a morir, de que no volvería a pisar tierra firme. Para él, cada viaje en avión era una aceptación resignada de la muerte.
– Deberíamos estudiar a fondo Tiwanacu -propuso- y localizar la Pirámide del Viajero. ¡Lo mismo la abrieron hace siglos y hoy ya no contiene nada!
– Lo mismo.
Proxi carraspeó de forma sonora y contundente.
– ¿Cuántos mapas de Tiwanacu queréis? -dijo.
– ¿Cuántos tienes? -le pregunté, inclinándome sobre el teclado de mi ordenador. Jabba hizo lo mismo con otra de las máquinas.
– Tres o cuatro bastante aceptables. El resto no vale nada.
– Lánzalos por la impresora.
– Deja que primero los retoque un poco. Son bastante pequeños y de baja resolución.
– Yo leeré todo lo que haya sobre Tiwanacu -le indiqué a Jabba-. Tú busca por Tiahuanacu, Tiahuanaco y el resto de variaciones posibles.
– Yo os ayudaré -apuntó la mercenaria.
La impresora láser estaba escupiendo los pedazos del segundo mapa cuando Magdalena nos avisó de que la comida estaba lista. Llevábamos un par de días frenéticos y todavía teníamos un trabajo impresionante por hacer: la búsqueda de Tiwanacu en internet me había proporcionado más de tres mil trescientos documentos para revisar y Jabba y Proxi no habían tenido mejor suerte. O empezábamos a aplicar filtros o nos haríamos viejos en el intento. Pero, antes que cualquier otra cosa, había que comer.
Con el café ardiendo en las tazas volvimos al estudio, sabiendo que nos esperaba una tarde muy larga por delante. Regresamos a nuestros años de colegio haciendo trabajos manuales para recomponer los mapas con pegamento y cinta adhesiva y, una vez restaurados, los sujetamos con chinchetas a las paredes para hacernos una mejor idea de lo que era el conjunto arqueológico. Apiñados en el centro, con el norte hacia arriba y el sur hacia abajo, había tres monumentos principales: el más importante del recinto, el más colosal y majestuoso, era Akapana, una gigantesca pirámide de siete escalones con una base de cerca de doscientos metros de largo y algo menos de ancho, de la que actualmente no quedaba casi nada, apenas el diez por ciento de las piedras originales. Según los expertos, había servido como depósito de agua y materiales, y también para celebrar ritos de carácter religioso, aunque en otros lugares leímos que su función principal fue la de observatorio astronómico. Recientemente, los arqueólogos habían descubierto en su interior una compleja red de extraños canales zigzagueantes que habían sido definidos como vulgares cañerías, aunque, claro, volvía a ser sólo una hipótesis. En un primer momento creímos que Akapana podía querer decir Viajero, pero nos llevamos un chasco porque su traducción literal podía significar tanto «Desde aquí se mide» como «Aquí hay un pato silvestre blanco».
– ¡Ojalá tuviésemos a Daniel para echarnos una mano! -suspiró Proxi.
– Si tuviésemos a Daniel, no estaríamos haciendo todo esto -repuso Jabba, y yo asentí.
Sobre Akapana, al norte, se veían dos edificaciones más: una, la de la derecha, muy pequeña, que resultó ser el Templete semisubterráneo -aquel que tenía las paredes llenas de cabezas clavas-, y otra, mucho más grande, que era Kalasasaya, un templo ceremonial a cielo abierto construido con arenisca roja y andesita verdosa, de ciento y pico metros de largo por ciento y pico metros de ancho, edificado a modo de plataforma sobre el suelo y encerrado por un muro de contención en cuyo interior existía un gran patio rectangular al que se llegaba bajando una escalinata de seis peldaños tallada en una sola roca. Por lo visto, este enorme templo estaba construido con bloques de más de cinco metros de altura y cien toneladas de peso, los cuales, según decía la página oficial del Museo de Tiwanaku, habían sido acarreados desde distancias de hasta trescientos kilómetros.
– ¡Uf…! ¿Cómo pudieron…? ¡Pero si no conocían la rueda!
– Olvídalo, Proxi-le exigí-. No tenemos tiempo para resolver tantos misterios.
– Pues a mí todo esto me suena a las pirámides de Egipto -comentó Jabba-. Las mismas piedras ciclópeas, el mismo misterio sobre la forma de moverlas, el mismo tipo de construcción, el desconocimiento de la rueda…
– Y la sangre sagrada -dije, burlándome-. No te olvides de la sangre sagrada. Los faraones egipcios se casaban con sus hermanas porque también tenían que preservar la pureza de la sangre y también se creían hijos del sol. ¿Cómo se llamaba? ¿Atón…? ¿Ra…?
– ¡Eso, tú ríete! ¡Pero quien ríe el último ríe mejor!
– Pues escuchad esto… -murmuró Proxi, que miraba fijamente su pantalla.
– ¿Alguna otra cosa rara? -pregunté.
– He encontrado información sobre un tal Arthur Posnansky, un ingeniero naval, cartógrafo y arqueólogo que escribió más de cien obras sobre Tiwanacu durante la primera mitad del siglo XX. Este arqueólogo estudió las ruinas a lo largo de toda su vida y llegó a la conclusión de que fue construida por una civilización con tecnología y conocimientos muy avanzados respecto a nosotros. Después de medir, cartografíar y analizar todo el recinto, aplicando complicados cálculos y utilizando el cambio en la posición de la tierra respecto a su órbita con el sol, llegó a la conclusión de que Tiwanacu había sido construida catorce mil años atrás, lo que encajaría con la historia de los yatiris.
– Supongo que la arqueología académica rechaza de plano esa teoría -comenté.
– ¡Naturalmente! La arqueología académica no puede aceptar que hubiera una cultura superior hace diez mil años, cuando se supone que el hombre vestía con pieles y vivía en cuevas para protegerse del frío de la última era glacial. Pero hay un gran sector de arqueólogos que no sólo la acepta como buena sino que la sostiene contra viento y marea. Por lo visto, el tal Posnansky, que murió hace mucho tiempo, sigue siendo toda una celebridad en Bolivia.
– ¿Podría haber sido construida hace catorce mil años? -se asombró Jabba.
– Vete a saber… -repuse-. En Tiwanacu todo es muy extraño.
Una vez bajada la escalinata del templo Kalasasaya, se cruzaba una gran puerta de roca maciza y, muy al fondo, a la derecha, se podía divisar la silueta de la Puerta del Sol, con el relieve del Dios de los Báculos y del supuesto plano de la cámara de los sonidos naturales, pero, por unanimidad, decidimos posponer su examen hasta que conociéramos al dedillo los demás restos arqueológicos y, así, andar sobre seguro. Pues bien, bajando la escalinata, en el centro mismo del patio de Kalasasaya, había una extraña escultura humana llamada Monolito Ponce, de unos dos metros de altura, que representaba a un extraño ser de ojos cuadrados. Ciertos arqueólogos, bastante categóricos en su interpretación, afirmaban que era la imagen de un monarca o de un sacerdote, pero lo cierto era que no se sabía. En el patio existían, asimismo, unas curiosas estatuas de hombres, de una etnia desconocida, con grandes mostachos y perillas muy parecidas a la mía.
– Pero, ¿Kalasasaya quiere decir viajero o no? -se impacientó Jabba.
– No -le respondió Proxi-. Acabo de leer que significa «Los pilares derechos».
– Vaya, hombre.
También el pequeño Templete semisubterráneo, situado al este de Kalasasaya, tenía estelas de hombres con barba.
– Empiezo a pensar -comentó Jabba- que hay demasiado barbudo por aquí y, sin embargo, los indios de América no tienen pelo en la cara, ¿verdad?
– Verdad -repuse.
– ¡Pues nadie lo diría viendo Tiwanacu!
Pegado al templo Kalasasaya, a la izquierda, había otra pequeña construcción de tamaño similar al Templete semisubterráneo. Era Putuni, «El sitio adecuado», un palacio cuadrangular del que sólo se conservaban algunos sillares de la fachada y el portalón de la entrada que, en el pasado, quedaba sellado por una gran piedra que lo convertía en inexpugnable. Los conquistadores, viendo semejante protección, creyeron que allí se escondían grandes tesoros y provocaron importantes desperfectos sin encontrar absolutamente nada, ya que lo único que había era un montón de oquedades, en forma de cajas de piedra, de un metro treinta centímetros de ancho por uno cuarenta de largo y uno de alto. A pesar de la forma casi cuadrada y del tamaño, los españoles creyeron que eran sepulcros, y Putuni fue conocido desde entonces como el Palacio de los Sepulcros, sin que hubiera pruebas a favor o en contra de tal suposición. Se dio por hecho que, en cada uno de aquellos huecos, había habido una momia con todos los enseres necesarios para su tránsito por el más allá, puesto que los aymaras creían que la muerte era una especie de viaje con billete de ida y vuelta a la vida, algo parecido a la reencarnación. Para ellos, un muerto era sólo un sariri, un viajero.
– ¡Lo tenemos! -vociferé.
– ¡No seas idiota, Arnau! -me espetó Proxi con un bufido-. No tenemos nada. Putuni no es una pirámide, ¿vale?
– ¿Y el viajero, qué?
– ¡Jabba, por favor, dile que se calle, anda!
– Cállate, Root.
La Pirámide de Akapana, el Templete semisubterráneo, el Templo de Kalasasaya y el Palacio Putuni formaban un núcleo compacto de edificaciones en el centro del área excavada de Tiwanacu pero, dispersas a su alrededor y en mejor o peor estado de conservación, había otras muchas, la mayoría de las cuales ni siquiera aparecían citadas en las páginas sobre el complejo arqueológico ni, por descontado, reflejadas en los planos y mapas. Sin embargo, los nombres de cuatro de aquellos lugares surgían, por aquí y por allá, con alguna frecuencia: Kantatallita, Quirikala, Puma Punku y Lakaqullu. Con desánimo pensamos que, si tampoco alguno de ellos se correspondía con la descripción dada por Daniel en sus delirios, íbamos a tener un grave problema, pues excavar en Tiwanacu era algo que quedaba fuera de nuestras posibilidades, tanto legales, como económicas y de tiempo.
De Kantatallita, o «Luz del amanecer», no quedaba nada, tan sólo algunos vestigios desperdigados por el lugar donde debió de levantarse pero, entre ellos, había una curiosa puerta culminada en arco. Las diversas fuentes afirmaban que Kantatallita había sido un edificio de cuatro paredes orientadas a los cuatro puntos cardinales, con un patio central en el cual, según unos, se encontraba el taller donde trabajaban los arquitectos de Tiwanacu -se habían encontrado maquetas de algunos palacios, adornos y elementos de construcción-, y, según otros, se celebraban ceremonias en honor a Venus, el astro más brillante del cielo después del sol y la luna, conocido también como Lucero del Alba por ser muy visible a esas horas, lo que armonizaba con el nombre del lugar. Además, para confirmar esta segunda teoría, entre los elementos ornamentales allí encontrados destacaban y abundaban los motivos alegóricos a Venus. En fin, quizá servía como templo y como taller a la vez. Nadie podía confirmar una u otra cosa.
Quirikala, o Kerikala, «El horno de piedra», era, supuestamente, el palacio-residencia de los sacerdotes tiwanacotas. Apenas había sido investigado y sólo subsistían algunos muros bastante estropeados que no decían nada. Como muchas de las piedras del resto de los edificios de Tiwanacu, las de Quirikala habían sido utilizadas para construir antiguos edificios en La Paz y en otras ciudades cercanas y, las más pesadas, fueron voladas en pedazos por los barrenos para emplearlas como cascotes en las obras de la vía férrea Guaqui-La Paz (así desaparecieron Putuni, Kalasasaya y la mayoría de las estatuas).
Puma Punku ya era otra cosa. No es que quedara mucho en pie, para variar, pero daba la impresión de haber sido un lugar importante. Puma Punku («La Puerta del Puma») aparecía definida como el segundo templo en importancia después de Kalasasaya, aunque la mayoría de las informaciones la describían como una pirámide idéntica a la de Akapana, igual de gigantesca y majestuosa, con la que formaría una especie de pareja en la distancia porque entre ambas había un kilómetro de separación, con Puma Punku al sudoeste. Según las prospecciones arqueológicas, la pirámide seguía casi entera bajo tierra y, por tanto, susceptible de ser recuperada algún día, cuando hubiera dinero para sacarla. También Puma Punku habría tenido siete terrazas coloreadas alternativamente en rojo, verde, blanco y azul, y, a su alrededor, habría existido un amplio recinto al que se accedía a través de cuatro pórticos, parecidos a la Puerta del Sol, de los que sólo quedaban tres y destrozados, que presentaban relieves con motivos solares. Entre los escombros y fragmentos que, sin orden ni concierto, se esparcían por el lugar, podían verse todavía algunos de los sillares de piedra que habían formado parte del suelo del recinto y que alcanzaban tranquilamente las ciento treinta toneladas de peso, siendo los bloques más colosales extraídos de las canteras de toda Sudamérica. Pero «La Puerta del Puma» albergaba otros secretos que alegraron a Proxi:
– ¡Por fin! -clamó-. ¡Esto era lo que estaba buscando!
– Casi no lo encuentras, ¿eh? -la mortificó Jabba.
Parte del perímetro de Puma Punku estaba sorprendentemente delimitado por dos grandes dársenas portuarias que, en la actualidad, daban a tierra seca y a riscos montañosos, convirtiendo el paisaje en un espacio incongruente. A pesar de que el lago Titicaca distaba casi veinte kilómetros, los estudios geológicos llevados a cabo en la zona habían detectado importantes acumulaciones de sedimentos marinos y fósiles de origen claramente acuático, y las decoraciones encontradas entre los restos de Puma Punku mostraban innumerables frisos con motivos de peces.
– ¡La historia de los yatiris reconstruida por Daniel es real! -exclamó, satisfecha-. La laguna Kotamama-Titicaca llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala-Tiwanacu. ¿No es fantástico?
– ¡Repítelo, por favor! -me reí-. Te ha salido un trabalenguas perfecto.
– No montéis tanta bulla, insensatos -gruñó de mala manera el grueso y apestoso gusano-. Todavía no hemos encontrado nuestra Pirámide del Viajero y sólo nos queda por estudiar esa miseria de Lakaqullu.
– Tranquilo. Seguro que está ahí -me sentí obligado a decir, pero, en cuanto empezamos a buscar información sobre «El montón de piedras» (que tal era la traducción del nombre), deseé haberme tragado esas palabras: Lakaqullu era, por decirlo de alguna manera, un minúsculo promontorio perdido al norte del recinto de Tiwanacu, muy por encima del resto de las edificaciones, que tenía, como único aspecto destacable, una puerta tallada en piedra conocida como la Puerta de la Luna (por oposición a la Puerta del Sol, aunque estéticamente no tenían nada que ver la una con la otra).
– Primer requisito, cumplido -anunció Proxi.
– ¿De qué hablas? -le pregunté.
– ¡Bah, tonterías mías! No me hagas caso.
Aunque en la actualidad no lo pareciera en absoluto, Lakaqullu había sido, por lo visto, el lugar más sagrado y temido de Tiwanacu. A pesar de no haberse llevado todavía a cabo excavaciones en la zona, hundidos a cierta profundidad se habían encontrado, en la pequeña colina, infinidad de huesos humanos de cientos de años de antigüedad, especialmente calaveras.
– Segundo requisito, cumplido -volvió a pregonar Proxi.
Y ya no hizo falta que dijera más. Jabba y yo comprendimos automáticamente que nos estábamos acercando al objetivo: según la crónica de los yatiris, la Pirámide del Viajero se encontraba apartada del resto de los edificios y era el lugar más sagrado de Taipikala. La mención a las calaveras era un punto más a su favor.
Según todos los expertos, la Puerta de la Luna era una obra inconclusa, circunstancia que se daba también en Puma Punku y en otras edificaciones, como si los constructores hubieran tenido mucha prisa por marcharse, dejando abandonado el cincel y el martillo de la noche a la mañana. Esa peculiaridad le daba el triste aspecto de un simple vano de aire recortado por un dintel liso y dos jambas de piedra sin relieves ni adornos.
– Tercer requisito, señores -anunció triunfante.
– Éste no lo he pillado -comenté nervioso.
– Los yatiris salieron zumbando de Taipikala porque vieron en el cielo que venían los Incap rúnam y, luego, los españoles. Para ocultar la Pirámide del Viajero levantaron encima, a toda marcha, una colina de tierra y piedras, quitaron la puerta original, que mostraba en sus relieves la pirámide y la cámara que había debajo, y colocaron otra sin adornos en la cúspide. No creo que tuvieran tiempo de dejar todo aquello muy bonito. Por cierto, Jabba, tú que estás más cerca de los diccionarios, ¿qué palabra utilizaban los aymaras para decir «pirámide»? O sea, ¿cómo dirían «Pirámide del Viajero»?
– ¡Qué pesada eres, cariño! -se quejó Marc, retorciéndose para alcanzar los libros.
– Entonces… -farfullé-, debajo de ese promontorio tendría que encontrarse la pirámide de tres pisos que aparece dibujada a los pies del Dios de los Báculos.
– Tú ayuda a Jabba y yo veré qué encuentro por ahí.
Cuando Proxi organizaba el trabajo, nadie cuestionaba las órdenes, ni siquiera el jefe (que era yo), de modo que cogí uno de los diccionarios y empecé a buscar. Al cabo de un rato, y después de consultar en voz baja con Jabba para no molestar a Proxi, hicimos un nuevo descubrimiento que le contamos a la mercenaria cuando, por fin, la vimos alisar el ceño: los aymaras no utilizaban la palabra «pirámide», para ellos, esas construcciones eran montañas, imitaciones de montañas, y por lo tanto así era como las llamaban: colinas, cerros, montañas, montones, promontorios…
– ¿En resumen…?
– En resumen -expliqué-, la palabra que utilizaban en lugar de pirámide era «qullu».
– ¿Como en Lakaqullu?
– Como en Lakaqullu -asentí-, que, además de «montón de piedras», significa también «pirámide de piedras».
– Exactamente lo que hicieron los yatiris para ocultar al Viajero: una pirámide de tierra y piedras.
– Y tú, ¿encontraste lo tuyo? -le preguntó Jabba, en plan competitivo.
– ¡Claro que sí! -exclamó ella risueña-. El gobierno de Bolivia tiene un portal de utilidades muy bueno con una página estupenda de información turística. Si buscas Tiwanacu -pulsó rápidamente un par de teclas para pasar el artículo a primer plano-, puedes encontrar maravillas como ésta: «La Puerta de la Luna se sitúa sobre una pirámide cuadrada de tres terrazas.»
– ¿Nada más? -inquirí tras una pausa-. ¿Sólo eso?
– ¿Qué más quieres? -se sorprendió-. Date por satisfecho, muchacho. ¡Hemos localizado la única pirámide de tres terrazas de todo Tiwanacu -dijo mirando a Jabba- y él pregunta si la nota sobre la Puerta de la Luna dice algo más! ¡Hijo, Root, qué raro eres!
– Es que toda esta porquería me crispa.
– ¿Te crispa? -me preguntó Jabba-. ¿Qué demonios es lo que te crispa?
– ¿Es que no os dais cuenta? -repliqué, levantándome-. ¡Esto va en serio! ¿No lo veis? ¡Toda esta locura es cierta! Hay una maldición, hay un lenguaje perfecto, hay unos tipos que dicen descender de gigantes y que tienen el poder de las palabras… ¡Y hay una maldita pirámide de tres pisos en Tiwanacu! -rugí para terminar, lanzándome como un loco, a continuación, sobre las carpetas y revolviendo todos los papeles hasta dar con el que buscaba, mientras Proxi y Jabba, paralizados, me seguían con los ojos. Supongo que lo que me pasaba era que había descubierto, de manera irrefutable, que la historia que nos traíamos entre manos como si fuera un juego era algo muy real y peligroso-. ¡Mi hermano no tiene ni agnosia ni Cotard…! «¿No escuchas, ladrón? -empecé a leer acaloradamente sin bajar el volumen-. Estás muerto. Jugaste a quitar el palo de la puerta. Esta misma noche, los demás mueren todos por todas partes para ti. Este mundo dejará de ser visible para ti. Ley. Cerrado con llave» -agité el papel en el aire-. ¡Esto es lo que tiene mi hermano!
Me dejé caer en uno de los sofás y enmudecí. Jabba y Proxi tampoco dijeron nada. Cada uno se quedó a solas con sus pensamientos durante unos minutos muy largos. No estábamos locos, pero tampoco parecíamos cuerdos. La situación resultaba demencial y, sin embargo, entonces más que nunca la fantasía de curar a Daniel con aquellas malditas artes mágicas se volvía cierta. Mi hermano no iba a recuperarse nunca con medicamentos, pensé. No existía ningún medicamento contra una programación cerebral escrita en código aymara por los yatiris. La única manera de desprogramarlo era utilizando el mismo lenguaje, aplicando la misma magia, brujería, hechicería o lo que demonios fuera que poseían las palabras secretas empleadas por los sacerdotes de la vieja Taipikala. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, en aquel texto (probablemente extraído de alguno de los cientos de textiles con tocapus copiados en el ordenador de Daniel, transformado al alfabeto latino por el maldito «JoviLoom» y traducido a medias por mi hermano) alguien había puesto una maldición para castigar a un ladrón que había robado algo que se escondía detrás de una puerta… o debajo de una puerta.
– ¡Eh! -grité, levantándome-. ¡Se me acaba de ocurrir una idea!
Aquellos dos, con más cara de muertos que de vivos, me miraron a su vez.
– Daniel estaba trabajando exclusivamente sobre material relacionado con Tiwanacu, ¿no es cierto?
Ambos asintieron.
– ¡La maldición procede de Tiwanacu! Mi hermano sabía lo de la cámara. Él mismo nos dejó un dibujo del pedestal del Dios de los Báculos señalando muy claramente dónde se encontraba escondido el oro de los yatiris con todos sus conocimientos. Y sabe, porque no deja de repetirlo en sus delirios, que en esa cámara se guarda el secreto del poder de las palabras. Había descubierto la existencia real de la Pirámide del Viajero: la cámara está en una pirámide, dice, y la pirámide tiene una puerta encima. ¡Lakaqullu, colegas, Lakaqullu! Él sabía cómo llegar y, cuando lo descubrió, tropezó con la dichosa maldición, la maldición que protege la cámara.
Proxi parpadeó, intentando asimilar mis palabras.
– Pero… -vaciló-, ¿por qué no nos afecta a nosotros?
– ¡Porque no sabemos aymara! Si desconocemos el código, no puede afectarnos.
– Pero tenemos la transcripción del texto en aymara -insistió- y la hemos leído.
– ¡Sí, pero sigo diciendo que no nos perjudica porque no sabemos aymara! El código funciona con sonidos, con esos dichosos sonidos naturales. Nosotros podemos leer el texto en aymara, pero jamás conseguiríamos pronunciarlo de la manera correcta. Daniel sí, y lo hizo. Por eso le afectó.
– O sea -balbuceó Jabba haciendo un gran esfuerzo-, que el código, en realidad, contiene una especie de virus.
– ¡Exacto! Un virus dormido que sólo se activa en determinadas condiciones, como esos virus informáticos que empiezan a borrar el disco duro en el aniversario de un acto terrorista o los viernes que son día trece del mes. En este caso, la condición que ejecuta lo programado es el sonido, algún tipo de sonido que nosotros no somos capaces de reproducir.
– Entonces, a los aymarahablantes, o a cualquiera que sepa aymara, sí les afectaría -aventuró Proxi-. A Marta Torrent, sin ir más lejos, ¿no?
Me quedé en suspenso unos segundos, inseguro de mi respuesta.
– No sé… -dije-. Imagino que, si lo oyera o lo leyera en voz alta, sí.
– Es cuestión de probarlo -propuso Jabba-. Vamos a llamarla.
Proxi y yo sonreímos.
– En cualquier caso -dije-. Se impone ir a Tiwanacu y entrar en la cámara.
– ¡Pero…! ¡Tú estás loco! -exclamó Marc, saltando de su asiento y encarándoseme-. ¿Te has parado a pensar la majadería que acabas de decir?
Le miré con toda la sangre fría del mundo antes de responder.
– Mi hermano no va a curarse si no entramos en esa cámara y buscamos una solución; lo sabes igual que yo.
– ¿Y qué haremos una vez que estemos allí? -replicó-. ¿Coger una pala y empezar a cavar? ¡Oh, lo siento, señor policía boliviano, no sabía que esto era un área arqueológica protegida!
– ¿Acaso no te acuerdas de lo que decía la crónica de los yatiris? -le preguntó Proxi.
Jabba estaba tan nervioso que la miró sin comprender.
– Después de terminar la montaña que hoy es Lakaqullu, esos tipos se vieron en la necesidad de regresar a la cámara, y lo hicieron, cito de memoria, por uno de los dos corredores que llegaban hasta la pirámide desde lugares que sólo ellos conocían, añadiendo, al salir, más defensas y blindajes.
– La palabra no era exactamente blindajes -la corregí.
– Bueno, pues la que fuera -gruñó-. Creía que hablaba con personas inteligentes.
– ¿Y quieres que nosotros encontremos esos corredores? -le preguntó Jabba, incrédulo-. Te recuerdo que ha llovido mucho desde entonces, y no lo digo sólo en sentido figurado.
Proxi, que hasta entonces había permanecido sentada, se irguió y avanzó hasta los mapas de Tiwanacu suspendidos de la pared.
– ¿Sabéis…? -dijo sin mirarnos-. Mi trabajo consiste en encontrar fallos en los sistemas informáticos, agujeros de seguridad en los programas más potentes que existen en el mercado, incluidos los nuestros. No estoy diciendo que sea la mejor, pero soy muy buena y sé que en Taipikala hay una brecha que puedo encontrar. Los yatiris fueron magníficos programadores, pero no escondieron su código para que permaneciera oculto eternamente. ¿Qué sentido tendría haber escrito todas aquellas planchas de oro destinadas a una supuesta humanidad superviviente de un segundo diluvio universal? -Puso los brazos en jarras y meneó la cabeza con decisión-. No, la entrada hasta la cámara existe, estoy segura, sólo está disimulada, enmascarada para que no sea descubierta antes de que su contenido resulte necesario. Ellos la dejaron protegida contra los ladrones pero no contra la necesidad humana. Es más, no tengo la menor duda de que el acceso a la cámara está abierto y disponible, incluso diría que lo tenemos delante de nuestras narices. El problema es que no lo vemos.
– Quizá porque no hemos analizado todavía la Puerta del Sol -insinuó Jabba.
– Quizá porque sólo podremos encontrarlo buscándolo allí mismo, en Tiwanacu -contrarresté.
Un destello de brillante lucidez atravesó los ojos negros de Proxi cuando se volvió hacia nosotros.
– ¡Venga, manos a la obra! -exclamó-. Tú, Marc, busca todas las fotografías de la Puerta del Sol que puedas encontrar e imprímelas en alta calidad; tú, Root, busca toda la información sobre la Puerta y apréndetela de memoria. Yo me encargaré del Dios de los Báculos.
Sin disimular su satisfacción, Jabba me miró triunfante.
Su opción había resultado la ganadora… por el momento, pensé.
Segundos después, mi abuela se asomó discretamente para decirnos adiós pero, esta vez, fuimos un poco más educados y respondimos con sonrisas amables aunque distraídas. Si en aquel momento hubiera sabido que iba a tardar tanto tiempo en volver a verla, con toda seguridad me hubiera levantado para darle un beso y decirle adiós, pero no lo sabía, de modo que se fue y yo no le dije nada. Eran poco más de las siete de la tarde y mi cuerpo empezaba a crujir como una silla vieja.
– ¿Por qué no buscamos algún documento que comente, aunque sea de pasada, si la Puerta del Sol pudo haber estado alguna vez en Lakaqullu? -preguntó Jabba de repente.
Proxi le miró con una sonrisa:
– Es una buena idea. Yo lo hago.
– Utiliza filtros para limitar la búsqueda -le sugirió Jabba, acercándose a ella y doblándose por la mitad para apoyarse de codos sobre la mesa.
– ¿«Tiwanacu», «Lakaqullu» y «Puerta»?
– ¡Y algo más, mujer! Añade también «Puerta del Sol» y «mover», por ejemplo, ya que los yatiris la cambiaron de sitio.
– Vale. Allá va.
Yo seguía trabajando en lo mío, buscando todo lo relativo a la Puerta, que era mucho.
– ¿Sólo cinco documentos? -oí decir a Jabba-. Qué pocos, ¿no?
Pero Proxi no le contestó. Entonces me giré y la vi mover la mano y poner el dedo sobre la pantalla, señalando algo. Recuerdo que pensé que iba a dejar una huella digital del tamaño de un camión. Luego, ambos se inclinaron al unísono sobre el monitor sin decir palabra y permanecieron inmóviles durante mucho tiempo, tanto que, al final, me cansé de ver los fondillos de Jabba frente a mi cara y me incorporé para acercarme.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
Ahora eran ellos los que no parecían tener ganas de hablar.
– ¡Eh, que estoy aquí! -dije, acercándome. Entonces Jabba se apartó un poco para dejarme ver la pantalla y yo me incrusté entre ambos. Lo primero que vi fue una foto bastante benévola de la doctora Torrent, de primer plano, en la que exhibía una ligera sonrisa. La página era de un diario de Bolivia, El nuevo día, y el titular informaba de que la famosa antropóloga española acababa de llegar a La Paz para sumarse a las nuevas excavaciones de Tiwanacu. El resto de la noticia, que llevaba fecha de aquel mismo martes, 4 de junio, contaba que Marta Torrent, quien había sido tan amable de atender al periodista nada más bajar del avión a pesar del cansancio del largo viaje, iba a sumarse al equipo del arqueólogo Efraín Rolando Reyes, quien había iniciado recientemente las excavaciones en Puma Punku con la intención de sacar a la luz la pirámide gemela de Akapana o, al menos, parte de ella. Esta incomparable mujer, antropóloga de profesión pero arqueóloga de vocación, había conseguido incluir la pirámide de Puma Punku en el plan de financiación del Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) gracias a sus magníficos contactos con el gobierno boliviano y a su gran influencia en los sectores culturales y económicos del país. «Tenemos un enorme laburo por delante de varios meses de duración. Habrá que mover toneladas de tierra», había dicho. La catedrática española, a quien gustaba más el trabajo de campo que el de despacho, procedía de una familia de arqueólogos con larga tradición de exploraciones en Tiwanacu, como su tío abuelo, Alfonso Torrent, estrecho colaborador de don Arturo Posnansky, y su padre, Carlos Torrent, que pasó más de media vida junto a las ruinas intentando reconstruir el período preincaico y estudiando la Puerta del Sol. Ella había heredado la pasión de la familia y su apellido la ponía a salvo de los muchos obstáculos con los que tan a menudo se encontraban otros investigadores. Prueba de ello era la autorización para iniciar excavaciones preliminares en Lakaqullu obtenida pocos días antes, por teléfono, desde España. «Nadie hace caso a Lakaqullu por ser un monumento menor, pero vengo dispuesta a demostrar que todos se equivocan.» «Lo conseguirá», acababa diciendo el periodista.
– ¡Está… en Bolivia! -tartamudeó Proxi, espantada.
Jabba escupió una retahíla de improperios tal, que a la catedrática debieron de pitarle los oídos al otro lado del Atlántico. Yo no me quedé corto. Los dije en catalán y castellano, y hasta solté todos los que sabía en inglés. Sentí que la sangre me hervía en las venas: el rápido viaje de la catedrática a Bolivia confirmaba su intención de aprovecharse de los descubrimientos realizados por mi hermano.
– Ha ido a buscar la cámara -mascullé cargado de veneno.
– Sabe lo de Lakaqullu… -dijo Jabba, perplejo.
– ¡Lo sabe todo, la muy…!
– Tranquila, Proxi.
– ¿Tranquila…? ¿Cómo puedes decirme que me quede tranquila, Marc? ¿Es que no ves que va a entrar en la cámara antes que nosotros? ¡Puede dejarnos sin la ayuda para Daniel!
– Iniciar la excavación de Lakaqullu le va a llevar cierto tiempo -comenté, echándome las manos a la cabeza, no sé si para retirarme el pelo o para contener los pensamientos asesinos.
– Ése es nuestro plazo para llegar a Tiwanacu -comentó Proxi con firmeza. Jabba se puso súbitamente muy pálido y pareció quedarse desencajado.
– ¡Localiza a Núria! -le grité al sistema.
El monitor de la pared mostró cómo se marcaban varios números de teléfono simultáneamente hasta que, en uno de ellos, hubo respuesta. Núria estaba en su casa desde hacía dos horas y su voz demostraba la alarma que mi inesperada llamada le había causado. La tranquilicé diciéndole que no sucedía nada malo, que sólo tenía que pedirle un favor:
– Necesito que consigas tres billetes en el próximo vuelo que salga para Bolivia.
– ¿Quieres que vaya a la oficina? -me preguntó.
– No, no hace falta. Conéctate al sistema y hazlo desde casa.
– ¿Los quieres para ayer o me das algún margen?
– Para ayer.
– Lo suponía. Vale, en unos minutos te mando las reservas.
Jabba y Proxi, con las caras serias, se habían puesto en pie y me observaban.
– ¿Cuánto se tarda en llegar a Bolivia? -preguntó Jabba, con el ceño fruncido.
– No lo sé -dije, y era cierto; yo no había viajado nunca al continente americano-, pero no debe de ser mucho. Piensa que, si Marta Torrent me llamó el domingo por la tarde, debió de salir hacia allí esa misma noche o, como muy tarde, ayer, lunes, por la mañana, y que llegó a tiempo para hacer una entrevista que sale hoy en el periódico. O sea, unas ocho o diez horas, supongo.
– ¡Qué poco sabes de la vida, Root! Olvidas un pequeño detalle -me espetó él, volviendo a tomar asiento frente al ordenador-. En el mejor de los casos, hay un desfase de seis o siete horas con el continente americano.
– Lo que Marc intenta decirte -me explicó Proxi, imitándole-, es que, cuando en España son las nueve de la noche, en Bolivia los relojes marcan, aproximadamente, las tres de la tarde y que, si Marta Torrent salió ayer por la mañana y llegó ocho o diez horas después, a eso hay que sumar la diferencia, de manera que el tiempo real de vuelo podría ser de unas dieciséis horas.
Pero no, no duraba dieciséis horas. Cuando Núria me llamó para informarme de los detalles, la cosa resultó muchísimo peor. No había vuelo directo a Bolivia desde España. La mejor opción era viajar a Madrid por la mañana y, desde allí, coger un avión hacia Santiago de Chile, donde, si no había retrasos, podríamos embarcar en un vuelo con escalas hasta La Paz. Duración estimada del viaje: veintidós horas y veinte minutos. La otra alternativa era salir desde Barcelona hacia Amsterdam y, allí, coger un vuelo a Lima, Perú, y, luego, otro hasta La Paz. Total: veintiuna horas y cincuenta y cinco minutos. La cara de Jabba era como una de esas máscaras japonesas que se ponen los actores para representar al demonio o a un espíritu maligno que vuelve a la Tierra para buscar venganza.
– ¿Cuándo sale el vuelo hacia Amsterdam?
– A las siete menos veinte de la mañana. ¡Ah!, y no necesitas visado. Dadas las buenas relaciones entre ambos países -me explicó Núria-, con el pasaporte tienes suficiente y puedes quedarte hasta tres meses usando sólo el documento nacional de identidad.
– Haz las reservas para Marc, para Lola y para mí, y búscanos un buen hotel en La Paz, por favor. Y deja abierta la fecha de los billetes de regreso.
– ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?
– Si volvemos… -masculló Jabba.
– Ojalá lo supiera -repuse yo.