III

Describir como una pesadilla aquel largo viaje con Marc sería quedarse muy corto. Durante el primer tramo, desde Barcelona hasta el aeropuerto de Schiphol, en Amsterdam, no conseguimos que abriera los ojos ni una sola vez, ni tampoco que aflojara las garras de los apoyabrazos del asiento, ni, por descontado, que articulara una sola palabra. Era un fardo rígido con un gesto de suprema angustia en la cara. Proxi, que ya estaba acostumbrada, disfrutó enormemente del viaje y sin cesar proponía nuevos temas de conversación, insensible al drama que se desarrollaba a su lado; pero yo, que no había viajado en avión con Jabba en toda mi vida, no podía dejar de mirarle, atónito, por la fuerza con que ceñía la frente, apretaba los párpados, contraía los labios y se sujetaba al asiento. Estaba fascinado por el espectáculo. Daba igual que le dirigieras la palabra o que le ofrecieras un vaso de agua: sus músculos no se relajaban ni por un segundo. Cuando llegamos al inmenso aeropuerto de Schiphol, alrededor de las nueve de la mañana, estaba agotado por la tensión, pálido, sudoroso y tenía una mirada vidriosa que parecía la de un enfermo terminal. Mirando tiendas y tomando algo en una de las cafeterías del aeropuerto (nuestro próximo vuelo salía a las once), se animó un poco y volvió a ser el Jabba corrosivo y ácido que tan bien conocíamos. Pero sólo fue un espejismo porque, en cuanto los altavoces nos convocaron para embarcar en el vuelo de la KLM con destino a Araba y Lima, volvió a convertirse en una gruesa estatua de sal que avanzaba con movimientos de robot. Quiso la mala suerte que, a medio viaje, atravesáramos una zona de turbulencias que duró al menos cuarenta y cinco minutos. Los dientes de Jabba comenzaron a rechinar, sus brazos y sus manos se crisparon aún más, y presionaba con tanta fuerza el reposacabezas que pensé que terminaría arrancándolo del sitio. Nunca había visto sufrir tanto a una persona y llegué a la conclusión de que, si yo fuera él, ni borracho montaría en un avión aunque mi vida entera dependiera de ello. Sinceramente, no valía la pena. Era inhumano que alguien tuviera que pasar por algo semejante, y más un tipo grande, fuerte y perdonavidas como Jabba. Volar no tenía por qué gustarle a todo el mundo.

Hicimos escala en el aeropuerto Reina Beatrix de Aruba, en las Antillas, en torno a las tres de la tarde, hora local, aunque allí eran ya como cinco horas menos que en España, y volvimos a despegar a las cuatro. Por el momento, cumplíamos con la agenda prevista, así que, si no había contrariedades, llegaríamos a Perú con el cielo todavía claro. Resultaba curioso eso de viajar en la misma dirección que el sol, llevándolo siempre al lado, casi en la misma posición. El día pasaba pero, para nosotros, revivía continuamente. El pobre Jabba, que no aceptó la comida que le ofrecieron, era ya sólo un guiñapo humano cuando, por fin, pusimos el pie en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Quince horas reales de vuelo era mucho más de lo que podía soportar. Tenía el pelo del color del barro, por el sudor, y pegado a la cabeza como un casco.

– Pero, ¿es que le ha pasado algo alguna vez en un avión y no me lo ha contado? -le pregunté a Proxi mientras subíamos al autobús que nos llevaría hasta la terminal. Hacía frío en Perú, mucho más que en España, así que me levanté el cuello de la chaqueta y noté que respiraba con un poco de fatiga.

– No, nunca le ha pasado nada -me aclaró-. El miedo a volar no tiene necesariamente un motivo. Puede tenerlo, por supuesto, pero en realidad es un trastorno de ansiedad. Jabba no puede controlarlo. Creo que es mejor que dejes de preocuparte por él, Root, no vas a curarle.

– Pero… Mírale -susurré en su oreja para que el interesado no me escuchara-. Parece un muerto viviente. ¡Y lleva así desde que salimos de El Prat esta mañana!

– Hazme caso, Arnau -me ordenó-. Déjale. No hay nada que pueda aliviarle. Él está convencido de que avión es sinónimo de muerte y se ve continuamente a sí mismo, y a mí, en esos últimos minutos de pánico mientras caemos al vacío en vertical hasta explotar contra el suelo. Cuando lleguemos a Bolivia se le pasará.

– El mono loco -murmuré.

– ¿Qué dices?

– Leí una vez que los antiguos griegos llamaban así a la imaginación desbocada, esa que provoca fantasías que nos aceleran el corazón y nos obsesionan destructivamente.

– Sí, es una buena definición. Me gusta. El mono loco -repitió, mientras se sujetaba a una de las barras verticales del autobús, que ya estaba completamente lleno. El vehículo arrancó y cruzó las grandes pistas diáfanas bajo una luz que ya era de atardecer. Disponíamos de poco más de una hora antes de nuestro próximo y último vuelo.

– Debería llamar a mi abuela -dije pensativo-. No he podido despedirme y quiero saber cómo está Daniel.

– En España ya es más de medianoche, Root-me dijo ella echando una ojeada a su reloj de pulsera.

– Lo sé, por eso precisamente voy a llamarla. Ahora estará en el hospital, leyendo.

– O durmiendo.

– O charlando en el pasillo con alguien de su quinta, que será lo más probable.

– Estoy mareado -comentó en ese momento Jabba, sorprendiéndonos.

– Es puro agotamiento -le dijo Proxi, pasándole una mano por la cara.

Después de una hora y media en un bar sin que nos llamaran a embarcar hacia Bolivia, nos acercamos hasta uno de los mostradores de información para preguntar qué estaba pasando. Y menos mal que lo hicimos, porque, de otra manera, no nos hubiéramos enterado de que el avión de la Taca Airlines que debía llevarnos hasta La Paz sufría un retraso de dos horas por problemas técnicos desconocidos. Durante ese tiempo aproveché para charlar con mi abuela, que me contó que Daniel se encontraba igual que siempre, sin variaciones para bien ni para mal y que iban a cambiarle otra vez el tratamiento. Se mostró muy interesada por mi estado de salud porque notó mi respiración fatigosa, y cuando le conté que Jabba se encontraba mal porque sufría de miedo a volar y que estaba bastante mareado por la tensión nerviosa, se alarmó sobremanera:

– ¡Dios mío, y aún no habéis llegado a La Paz! -exclamó preocupada-. Acércate ahora mismo a cualquier mostrador y pide oxígeno para los dos -ordenó.

– Pero, ¿qué tonterías estás diciendo, abuela?

– ¡El soroche, Arnauet, el soroche, que es muy malo! Te lo digo yo, que lo he pasado varias veces. Haced el favor de caminar muy despacito y de respirar muy lentamente. Y bebed agua sin parar, ¡dos o tres litros cada uno, como mínimo!

¿Cómo no se nos había pasado por la cabeza el maldito soroche? ¡Por las prisas! Era de sentido común recordar que, cuando se viaja a un país andino, se sufre el desagradable mal de altura por falta de oxígeno en el aire, que es muy pobre. Lo raro era que Jabba subía montañas de tres mil metros casi todos los fines de semana, aunque, claro, estaba hecho un asco con lo de los aviones.

– Si te da vergüenza pedir el oxígeno -concluyó ella-, en cuanto lleguéis a La Paz tomaros una infusión de coca. Mate de coca le llaman ellos, como los argentinos. Ya verás como os sentís mejor inmediatamente.

Aunque sabía que a ella le daría lo mismo, me abstuve de hacerle ningún comentario sarcástico porque preferí no imaginar a mi santa abuela ingiriendo alcaloides.

Por fin, cerca de la medianoche en Bolivia, aterrizamos en el aeropuerto de El Alto, en La Paz. El nombre era muy apropiado porque se encontraba a más de cuatro mil metros de altitud y, como consecuencia, el frío era mucho más que insoportable y nuestras ropas resultaban, a todas luces, grotescamente insuficientes. Hacía casi veinticuatro horas que habíamos salido de Barcelona y, sin embargo, para nosotros seguía siendo el mismo día, el miércoles, 5 de junio. Durante el último vuelo nos habían informado puntualmente de los efectos del mal de altura y nos explicaron los remedios para combatirlo, que eran los mismos que me había dicho mi abuela. Pero, mientras viajábamos en un radio-taxi particular hacia el hotel, situado en el centro de la ciudad -curiosamente, en la calle Tiahuanacu-, nuestro estado comenzó a volverse alarmante: nos sentíamos mareados, con sudores fríos, dolor de cabeza, zumbidos en los oídos y taquicardias. Por fortuna, en cuanto cruzamos la puerta del hotel se hicieron cargo de nosotros entre sonrisas amables y gestos de comprensión.

– Ahorita mismo sube el doctor a verles -nos dijo el recepcionista- y el servicio de habitaciones les llevará unos matesitos de coca. Ya verán qué bien. Y, si me permiten, les voy a dar este consejo que decimos a todos los extranjeros: «Comer poquito, andar despacito y dormir sólito.» Que disfruten su visita a La Paz.

Pese a lo que pueda parecer, los bolivianos no tenían un acento excesivamente recargado. Me sorprendió porque yo esperaba algo más fuerte, pero no fue así. Por supuesto, hablaban con giros, expresiones y un seseo peculiar, pero no sólo no resultaba chirriante sino que estoy por afirmar que era, incluso, más suave que la entonación canaria, por ejemplo, a la que estamos tan acostumbrados. Al poco, ni siquiera me daba cuenta de ello y, curiosamente, nosotros mismos desarrollamos una cadencia especial, catalano-boliviana, que nos acompañó durante mucho tiempo.

Es cierto que el áspero mate de coca y el Sorochipil, las pastillas que nos recetó el médico del hotel, paliaban los desagradables síntomas, pero no consiguieron revitalizarme lo suficiente como para hacerme salir de la habitación hasta dos días después. El cuerpo me pesaba como si fuera de plomo y respirar era un esfuerzo agotador. Mi abuela me llamaba con frecuencia para saber cómo estaba, pero apenas podía responderle más que con gemidos ahogados. Proxi, que se recuperó pronto, venía a verme a menudo y me contaba que Jabba dormía tan profundamente que no conseguía despertarle ni echándole agua en la cara. Lo único que puedo decir es que, desde el lecho del dolor, yo comprendía muy bien a mi colega, al que me sentía hermanado en la distancia. Al menos, aquellos dos días sirvieron para adaptarnos al cambio de horario y para que Jabba olvidara el mal trago del viaje.

El viernes, por fin, pudimos salir a dar una vuelta por la tarde. La Paz es una ciudad tranquila, en la que apenas existe otra delincuencia que los pequeños hurtos a turistas despistados, de modo que, con nuestra documentación y dinero a buen recaudo en bolsillos interiores, deambulamos tranquilamente por las calles del centro, disfrutando de un entorno tan distinto al nuestro y tan lleno de olores y colores diferentes. Allí el ritmo general era lento (quizá por la falta de oxígeno, quién sabe), y la vida transmitía una sensación de calma completamente desconocida. Casi desde cualquier calle podían verse, al fondo, las lejanas y altas montañas nevadas que rodeaban la hondonada en la que había sido construida La Paz. Según nos habían dicho en el hotel, la población era mayoritariamente india, sin embargo, en las calles que recorrimos también abundaban los blancos y los cholos (mestizos), pero nuestra sorpresa fue tremenda cuando caímos en la cuenta de que aquellos a quienes allí llamaban indios, sin más, no eran otra cosa que aymaras de pura cepa, descendientes de los antiguos dueños y señores de todas aquellas tierras, poseedores de una lengua prodigiosa que, de manera increíble, era despreciada como signo de analfabetismo e incultura. Nos costó bastante asimilar estas absurdas ideas y nos quedábamos absortos mirando a cualquier vendedor callejero de piel oscura y pelo negro-azulado, o a cualquier chola vestida con su amplia pollera y su bombín inglés, como si fueran auténticos yatiris de Taipikala. Tan entusiasmado estaba que me acerqué a uno de los que se parapetaba tras una mesa de objetos para turistas y le pedí que nos dijera algunas frases en aymara. El hombre no pareció entenderme bien al principio pero, luego, en cuanto vio los billetes de bolivianos (13), se lanzó a recitar una especie de poesía que, por supuesto, no comprendimos ni falta que nos hizo porque, ¡por fin!, estábamos oyendo hablar aymara, el auténtico aymara, y era la lengua más endiabladamente escabrosa que había escuchado en mi vida: sonaba como los tambores de Calanda pero sin ritmo, a golpes irregulares, con extrañas aspiraciones y gorgoteos de aire en algunas sílabas, chasquidos de lengua y emisiones explosivas de sonidos desde la garganta o la boca. Por unos segundos nos quedamos sin reacción, incrédulos ante aquella catarata de efectos acústicos inverosímiles y, cuando reaccionamos, fue para despedirnos del vendedor, que nos dejó ir con un amable ¡Jikisinkama! (algo así como «¡Hasta la vista!»), y para seguir nuestro paseo por las inmediaciones de la iglesia de San Francisco con la sensación de estar de nuevo bajo los efectos del soroche. A nuestro alrededor, los cuentacuentos narraban sus fábulas en el centro de los pequeños círculos de oyentes que se detenían a escucharlos y los puestos de telas, objetos mágicos, collares, figuritas y gorros de alpaca atraían a un número cada vez mayor de compradores locales y turistas como nosotros.

(13) Moneda nacional de Bolivia.

– ¿Ésos eran -se atrevió, por fin, a comentar Proxi, muy extrañada- los famosos sonidos naturales?

Los tres íbamos bien enfundados en nuestras chaquetas y abrigos, porque mientras que en España el verano estaba dando sus primeros pasos con un tiempo magnífico, allí, en el hemisferio sur, daba comienzo el crudo invierno de la estación seca.

– No cabe duda de que sí lo eran -murmuré, pisando con cuidado el suelo de adoquines. Por la angosta calle, llena de gente, sólo circulaban algunas motocicletas a paso de tortuga. La Paz era una ciudad de muros ocres y marrones sobre los que se superponían los vistosos colores de los ponchos, las polleras, los sombreros y las mantas de los aymaras. En todas las calles, las casas bajas tenían balconcillos enrejados, llenos de macetas con flores y ropa puesta a secar.

– El lenguaje original -masculló Jabba, mirando hacia delante con determinación-. El posible lenguaje de Adán y Eva cuyos sonidos son los de la naturaleza y están formados por los mismos elementos que los seres y las cosas. ¡Pues vaya materia prima si el resultado es éste!

– Parece increíble que aquel tipo pudiera producir tales silbidos y detonaciones con la boca y la garganta -añadí admirado-. Y, encima, se supone que son palabras con sentido. ¡Menudo galimatías!

– Pues lo siento por vosotros -comentó la mercenaria mientras se acercaba a uno de los puestos-, pero ese galimatías es la lengua más perfecta del mundo, sea o no la de Adán y Eva, y es el auténtico código de programación que contiene los secretos de los yatiris.

El vendedor del puestecillo callejero, que había escuchado las últimas palabras de Proxi, se emocionó visiblemente y comenzó a gesticular con entusiasmo:

– Oigan, ¿se fijaron en estos bellos productos? Yo soy yatiri y puedo ofrecerles los mejores fetos de llama y los más eficaces amuletos. Miren, miren… ¿Quieren hierbas medicinales?, ¿bastones de Viracocha?, ¿hojas de coca? Se los puedo asegurar: no las hay mejores en todo el mercado.

– ¿Usted es yatiri? -le preguntó Proxi, poniendo cara de boba.

– ¡Claro que sí, señorita! Éste es el Mercado de los Brujos, ¿no es cierto? Todos aquí somos yatiris.

– Creo que deberíamos adquirir unas cuantas guías turísticas de Bolivia -me susurró Jabba en la oreja-. O estamos más perdidos que un pulpo en un garaje o aquí hay algo que huele a chamusquina.

– No hemos venido de turismo -repuse, frotándome la helada nariz-. Estamos aquí para entrar en la cámara secreta de Lakaqullu.

Mientras hablaba, estuve a punto de comprarle al «yatiri» un bastón de Viracocha, no tanto por afán investigador como por llevarle un regalo a mi sobrino cuando volviéramos a casa. Los bastones de Viracocha eran una triste reproducción en madera de los báculos del Dios de la Puerta del Sol pintados de colorines chillones y con borlas de lana de llama colgando de uno de sus extremos. No lo hice porque pensé que Ona me tiraría de cabeza por el hueco de la escalera si le daba a su hijo el arma perfecta para destrozarle la casa.

– Vale. Nada de turismo. Pero te advierto que, mientras tanto, estamos haciendo el ridículo.

En una terminal de buses, como allí llamaban a las casuales paradas de las viejas movilidades, o furgonetas para el transporte urbano, encontramos una caseta de información turística y nos hicimos con un plano de la ciudad y algunos folletos informativos, pero no tardamos mucho en darnos cuenta de que el plano resultaba bastante inútil si las calles no exhibían los rótulos con sus respectivos nombres y que los folletos apenas aportaban datos sobre lo que teníamos delante y mucho menos sobre algo tan necesario como un buen restaurante para comer o cenar. Pese a ello, en una reseña descubrimos algunos datos sobre el Mercado de los Brujos, donde al parecer habíamos estado, en el que los yatiris, «nombre aymara de los curanderos» según el folleto, vendían productos tradicionales para la salud y la suerte. De modo que, al borde de la depresión, decidimos disfrutar un rato más del paseo por aquel laberinto de callejuelas empedradas de inconfundible aire colonial, abarrotado de elegantes edificios y numerosas iglesias de estilo barroco andino llenas de curiosos motivos incas bastante paganos.

Conseguimos cenar, por fin, en el bar de un viejo hotel llamado París, situado en una esquina de la plaza Murillo, y nos pusimos ciegos de todo lo que nos sirvieron, que era mucho y muy picante: empezamos con una sopa de choclo (maíz), yuca y quinoa que no podía estar mejor y, luego, seguimos con el plato llamado Paceño que tenía papas, habas y queso, y con una Jakhonta de carne que Proxi y yo apenas pudimos probar y de la que dio buena cuenta, sin cortarse un pelo, un Jabba completamente recuperado y con hambre de tres días. La mesera que nos atendió -así llamaban a las camareras; y, a los camareros, garsones-, y que se presentó a sí misma como Mayerlin, nos recomendó visitar una peña cercana, La Naira, en la calle Jaén, donde podríamos tomar unos matesitos antes de retirarnos y escuchar a Enriqueta Ulloa, una famosa cantante aymara, y al grupo Llapaku, el mejor en cuestiones de música folclórica andina.

En la calle, aún colmada de gente, se oía un tumulto de voces en castellano y aymara, y, sobrepasándolo, los gritos de los niños boleteros, recitando el largo recorrido de las movilidades de transporte, de cuyas puertas desvencijadas se sujetaban peligrosamente colgando por el exterior, aunque a nadie parecía preocuparle su seguridad. Los comerciantes de los mercadillos populares que antes habíamos atravesado se retiraban ya para sus hogares, cargados con bultos a la espalda que fácilmente les doblaban o triplicaban en peso. Era un mundo extraño donde no se veía a la gente hablando sin parar por el teléfono móvil, ni corriendo con prisas de un lado para otro, ni tampoco desviando las miradas si, por casualidad, se cruzaban con las nuestras. No, allí te miraban fijamente y te sonreían, dejándote cortado y fuera de juego. A veces, aquello que convierte a las cosas en sorprendentes no es tanto lo que se ve, por muy distinto que sea del paisaje habitual, como lo que se percibe inconscientemente a través de los otros cuatro sentidos, y todas las señales que nosotros recibíamos nos indicaban bien a las claras que estábamos en un universo diferente y en otra dimensión.

En la peña La Naira, llena hasta los topes, disfrutamos, en un ambiente cargado, de la hermosa música que Llapaku interpretaba con instrumentos típicos de las cumbres de los Andes (el charango, el siku de doble fila de cañas, los tambores…) y de las canciones de Enriqueta Ulloa, que tenía una voz realmente prodigiosa, vibrante y llena de armónicos. Con pena, nos marchamos pronto porque, al día siguiente, teníamos que madrugar, pero llegamos al hotel bastante animados y cargados de energía para afrontar lo que se nos avecinaba.

Siguiendo las indicaciones de uno de los gerentes del hotel, nos levantamos a las seis de la mañana (aún noche cerrada) para estar listos alrededor de las siete y coger un taxi particular hasta Tiwanacu. El problema de los taxis en La Paz es que son colectivos, es decir, que actúan como pequeños autobuses. Para evitarlo, hay que llamar a alguna compañía de radio-taxi y advertir desde el principio que estás dispuesto a pagar los bolivianos que te pidan con tal de que no te metan a nadie en el hueco de al lado. El hecho de ir en taxi hasta las ruinas también tenía su peculiar explicación: los, llamémosles, autobuses que hacían el recorrido de setenta kilómetros eran, en realidad, viejos y potentes camiones en los que se viajaba en compañía de personas, productos del mercado y animales, todos amontonados en el mismo y reducido espacio. Pero si creímos que por viajar en vehículo privado iríamos como en nuestros coches por Barcelona, nos equivocamos por completo: la carretera era estrecha y llena de baches y nuestro conductor se empeñó en adelantar peligrosamente a cualquiera que se nos pusiera por delante, sin importarle que estuviéramos en plenas pendientes altiplánicas ni que las ruedas rechinaran en las curvas contra el borde mismo del pavimento. Tardamos casi dos horas en llegar a Tiwanacu y, cuando descendimos del taxi, teníamos los músculos agarrotados por el pánico y los cerebros entumecidos.

Pero allí estábamos. En Tiwanacu. O, mejor aún, en Taipikala, «La piedra central», un lugar que habíamos investigado tanto que nos parecía conocerlo como nuestra propia casa. Las montañas nevadas seguían rodeándonos, con cumbres inverosímiles entre las que destacaba la del Illimani, un monte sagrado de más de seis mil metros de altitud. Me faltaba la costumbre de mirar a través de espacios tan amplios, ya que, en la ciudad, los edificios limitan agradablemente la vista y, en el trabajo, lo hacen las pantallas de los ordenadores, así que tanta cima blanca en la distancia y tanto cielo despejado me aturdieron un poco. Nuestro taxista, que ostentaba el pomposo nombre de Yonson Ricardo, nos dejó al pie de la entrada principal del recinto y prometió volver por nosotros a la hora de comer; él pasaría la mañana en el cercano pueblito de Tiahuanaco, construido en su mayoría con piedras extraídas de las ruinas.

Agradeciendo el tibio calor del sol en aquella mañana helada, iniciamos el suave ascenso hacia Taipikala. Una barrera de alambre de espino protegía todo el recinto arqueológico hasta donde la vista se perdía. Iba a ser difícil colarse en aquel lugar fuera de las horas de visita. Saqué la cartera para pagar el tíquet de entrada y, entonces, súbitamente, caí en la cuenta de un pequeño detalle:

– ¿Y si nos encontramos de narices con la catedrática? -pregunté, volviéndome hacia Jabba y Proxi, que, bajo la atenta mirada de los dos guardias de seguridad que vigilaban apostados tras la verja, intentaban reunir las monedas para los quince bolivianos por cabeza que costaba el boleto.

Me miraron desconcertados un par de segundos y, luego, Jabba se encogió de hombros y Proxi, más pragmática, descolgó de un expositor de ventas un sombrero panamá y me lo encasquetó en la cabeza. En aquella cabina de boletos, como rezaba el letrero que había sobre la ventanilla, tenían toda clase de artículos chocantes a disposición de los turistas, desde gorras y gafas para el sol hasta paraguas y bastones que se convertían en sillas plegables.

– Arreglado -dijo-. Recógete la melena y ocúltala bajo el sombrero. No creo que te reconozca si está por aquí.

– No, claro -repuse, cabreado-. Y menos aún si me corto las piernas y mido medio metro menos.

– ¡Pero, Root, que hoy es sábado y los sábados no se trabaja! Estará en La Paz, tranquilízate.

– Pero, ¿y si está por aquí y me la tropiezo? -insistí.

– Pues la saludas si te da la gana y si no, no -dijo Jabba.

– Pero se dará cuenta de que hemos venido buscando lo mismo que ella -objeté, cabezón. El hombre de la taquilla empezaba a impacientarse.

– ¡No seas pesado y compra la entrada de una vez! -me gritó Jabba-. Ella sólo te conoce a ti y, como nosotros la hemos visto en foto, podemos descubrirla antes de que te vea.

Más calmado por esta idea, pagué y crucé el umbral que daba paso a Tiwanacu. Al instante olvidé todo cuanto hubiera podido pasarme por la cabeza desde el día de mi nacimiento. Taipikala era grandiosa, inmensa, impresionante… No, en realidad era mucho más que eso: era increíblemente hermosa. El viento discurría libremente por aquellos ilimitados espacios cubiertos de ruinas. Frente a nosotros, un camino serpenteante llevaba hacia el Templete semisubterráneo, que se veía como un agujero cuadrado en el suelo de tierra, a la derecha del cual, con unas dimensiones inconcebibles, se encontraba la plataforma elevada del templo de Kalasasaya, del que podíamos distinguir, pese a la distancia, sus bloques de más de cinco metros de altura y cien toneladas de peso. Todo allí era colosal y rezumaba grandeza y energía, y la hierba silvestre que lo cubría no le quitaba ni un ápice de majestuosidad.

– Estoy sufriendo alucinaciones -murmuró la mercenaria mientras caminábamos hacia el Templete-. Me parece estar viendo a los yatiris.

– No eres la única -musité.

Sin hablar, recorrimos la hondonada del Templete, de unos dos metros de profundidad, observando las extrañas cabezas clavas que sobresalían de la pared. Jabba fue el primero en detectar algo extraño:

– A ver… -exclamó a pleno pulmón-. ¿Eso que veo ahí no es la cabeza de un chino?

– ¡Venga ya! -se burló Proxi.

Pero yo estaba mirando en la dirección que señalaba Jabba y, sí, aquella cabeza era claramente la de un oriental, con unos ojos oblicuos incuestionables. Dos o tres cabezas más arriba había otra que mostraba rasgos inequívocamente africanos: nariz ancha, labios gruesos… Después de un rato de dar vueltas mirando arriba y abajo, ya no nos cupo la menor duda de que, entre las ciento setenta y cinco cabezas que el librito informativo que habíamos comprado decía que había, se encontraban representadas todas las razas del mundo: pómulos salientes, labios gruesos y finos, frentes anchas y estrechas, ojos saltones, redondos, rasgados, hundidos…

– ¿Qué dice la guía de esto? -quise saber.

– Da varias interpretaciones -leyó Proxi, que se había apoderado del libro-. Dice que, probablemente, era costumbre de los guerreros tiwanacotas exhibir aquí las cabezas cortadas de los enemigos después de los enfrentamientos bélicos y que, con el paso del tiempo, debieron de hacerlas en piedra para que duraran. También que este lugar podía ser una especie de facultad de medicina donde se enseñaba a diagnosticar las enfermedades que, supuestamente, están representadas en estas caras. Pero, en fin, como no hay pruebas ni de una cosa ni de la otra, acaba diciendo que, lo más probable es que se trate de una simple muestra del contacto de Tiwanacu con diferentes culturas y razas del mundo.

– ¿Con los negros y los chinos? -se extrañó Jabba.

– Eso ni lo menciona.

– Hijo mío… -dije poniendo una mano paternal en el hombro a mi amigo-, sobre esta ciudad misteriosa no tienen ni puñetera idea, así que tonto el último en dar su versión de los hechos. Ni caso. Nosotros, a lo nuestro.

Era una lástima, pensé, que Bolivia no dispusiera de suficiente dinero para emprender unas excavaciones a fondo en Tiwanacu y era una vergüenza que los organismos internacionales no aportaran los fondos necesarios para ayudar al país en esta tarea. ¿Acaso nadie estaba interesado en descubrir qué se ocultaba en aquella extraña ciudad?

– ¿Y el tipo éste con barba? -insistió Jabba señalando con el dedo a una de las tres estelas de piedra que se erguían en el centro del recinto. Era la más alta y tenía tallada la imagen de un hombre de ojos enormes y redondos con un gran bigote y una hermosa perilla. Iba vestido con un largo manto y, a ambos lados, se distinguían las siluetas de un par de serpientes que se alzaban desde el suelo hasta los hombros.

– La guía dice que es un rey o un sacerdote principal.

– ¡Imaginación al poder! ¿No podrían variar de argumento? Empiezo a aburrirme.

– También dice que lleva esas serpientes porque son el símbolo del conocimiento y la sabiduría en la cultura tiwanacota.

– Entonces, eso es lo que quiere decir el reptil cornudo del interior de la cámara de Lakaqullu.

– Vámonos de aquí -ordené, dando los primeros pasos hacia la escalera para dirigirme hacia Kalasasaya. Éramos cuatro gatos y medio recorriendo las ruinas, más un grupo de escolares que visitaban Tiwanacu acompañados por sus profesores y que armaban un jaleo tremendo a corta distancia de nosotros. Ante tal soledad humana, mi temor a encontrarnos con la catedrática se agudizó: si tantos recursos políticos tenía aquella mujer en Bolivia, con una simple llamada a la policía acusándonos de ladrones de piezas arqueológicas le sobraba para quitarnos de en medio, impidiendo que llegásemos a la cámara antes que ella. Y sería su palabra contra la nuestra.

Subiendo con cautela la gran escalinata de Kalasasaya, fue apareciendo poco a poco frente a nuestros ojos una figura familiar y majestuosa que resultó ser el Monolito Ponce, llamado así por el arqueólogo que lo descubrió, Carlos Ponce Sanjinés. Sin embargo, a pesar de su imponente presencia, que parecía dominar la inmensa explanada del Kalasasaya, nuestras miradas y pasos se dirigieron de manera automática y directa hacia el lejano lindero del templo donde, a la derecha, se divisaba la forma inconfundible de la Puerta del Sol. Toda la historia había comenzado allí, en los relieves de aquella puerta, con la copia hecha a mano por Daniel de la pirámide de tres pisos que servía de soporte al Dios de los Báculos. En aquel momento, sin dejar de caminar y sin poder evitarlo, sentí que se me formaba un nudo en la garganta. ¡Cuánto habría disfrutado mi hermano viendo sus ideas puestas en marcha y sus hallazgos a punto de confirmarse! Casi podía notarlo a mi lado, callado, silencioso, pero con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja. Él había trabajado como un negro para desvelar el secreto de los yatiris y, cuando estaba a punto de conseguirlo, había caído prisionero de sus propios descubrimientos. Algún día, cuando se curase, haría de nuevo aquel viaje con él.

Seguimos avanzando hacia la gran Puerta y, conforme los metros que nos separaban de ella fueron reduciéndose, los tres entramos en una especie de campo magnético que nos atraía con la misma fuerza con que la gravedad nos pegaba al suelo. A la vista de aquella silueta recortada contra el cielo, mi mente dio un salto hasta la noche anterior a nuestro viaje, poco después de pedirle a Núria que nos reservara los vuelos y el hotel. Como aún teníamos tiempo para trabajar un rato antes de la hora de la cena y de que Jabba y Proxi se marcharan a su casa para hacer los equipajes, reemprendimos la búsqueda de la información sobre la Puerta, que era lo único de Tiwanacu que nos faltaba por investigar. Marc se dedicó a buscar imágenes y a imprimirlas, Lola a investigar al misterioso Dios de los Báculos y yo a recopilar toda la información existente sobre el monumento.

La catedrática me había dicho que la Puerta pesaba más de trece toneladas y así parecían confirmarlo las páginas de internet que hablaban sobre el tema. Las dimensiones ya eran más variadas, aunque, por regla general, rondaban los tres metros de alto por cuatro de largo. Sobre la anchura no encontré discusión: medio metro de forma unánime.

La Puerta del Sol representaba el paso entre ninguna parte y la nada. Su ubicación era absolutamente ficticia y nadie parecía saber su procedencia real: unos decían, por su lejano parecido, que era la cuarta puerta de Puma Punku, la que faltaba, otros que venía de algún monumento desaparecido, otros que de la Pirámide de Akapana… Nadie estaba seguro, pero lo que resultaba un verdadero misterio era cómo una piedra de trece toneladas había podido ser movida de su sitio y dejada caer, boca abajo, en aquel recinto de Kalasasaya en el que hoy se encontraba. El monumento presentaba una grieta ancha y profunda desde la esquina superior derecha del vano hacia arriba, en diagonal, partiendo el friso en dos. La leyenda decía que un rayo era el causante de aquel destrozo pero, aunque las tormentas eléctricas eran frecuentes en el altiplano, difícilmente tal fenómeno hubiera podido ocasionar en un bloque de durísima traquita una resquebrajadura semejante. Lo más probable era que, al caer boca abajo, se hubiera partido, pero tampoco estaba claro.

En la parte posterior de la puerta había cornisas y hornacinas tan perfectamente trabajadas que era difícil comprender cómo podían haber sido hechas sin la ayuda de maquinaria moderna y lo mismo podía decirse del friso de la fachada principal, con su impresionante Dios de los Báculos en el centro. El dios era asunto de Proxi, pero, a la hora de leer las descripciones de la Puerta, costaba mucho separar lo que se decía del dios de todo lo demás. De ese modo descubrí que la práctica totalidad de los documentos afirmaba que la figurilla sin piernas representaba a Viracocha, el dios inca, lo que me llevó a plantearme de nuevo la absoluta desinformación que existía sobre la materia. La mayoría de expertos había desechado esta teoría desde hacía tiempo, según me había contado la catedrática, y, sin embargo, pocos eran los que se daban por enterados. El Dios de los Báculos seguiría siendo Viracocha durante mucho tiempo y las cuarenta y ocho figurillas que lo flanqueaban -veinticuatro a cada lado, en tres filas de ocho cada una- continuarían siendo cuarenta y ocho querubines por el mero hecho de tener alas y una rodilla doblada en actitud de carrera o de reverencia. Daba igual que algunas de ellas lucieran hermosas cabezas de cóndor sobre cuerpos humanos: mientras nadie demostrara lo contrario, muchos seguirían viendo en aquellos personajes zoomorfos unos geniecillos alados equiparables en todo a los ángeles.

Algunos de los más reconocidos arqueólogos exponían, sin el menor recato, la extraña teoría de que el friso era un calendario agrícola y de que los personajes del friso no simbolizaban otra cosa que los treinta días del mes, los doce meses del año, los dos solsticios y los dos equinoccios. Quizá fuera verdad, pero había que tener mucha imaginación -o, seguramente, mejores conocimientos que los míos- para aventurar semejante propuesta, sobre todo porque algunos de tales expertos aseguraban también que el calendario de la Puerta del Sol, además de agrícola, podía ser venusino, con doscientos noventa días distribuidos en diez meses.

No obstante, en el momento en que mi escepticismo y mi desconfianza rozaban los límites de lo soportable, me llevé una sorpresa mayúscula. Estaba yo leyendo tan tranquilo cuando tropecé con una afirmación que me chocó. Un investigador llamado Graham Hancock había descubierto que en la Puerta del Sol aparecían representados un par de animales supuestamente extinguidos muchos miles de años atrás, en una época en la que, según la ciencia oficial, Tiwanacu aún no existía. Por lo visto, en la parte inferior del friso, en una cuarta banda de adornos que no me había llamado la atención, podían distinguirse con toda claridad las cabezas de dos Cuvieronius, una en cada extremo de los cuatro metros del dintel y, en algún otro lado, una cabeza de toxodonte. Lo increíble de esto era que ambas especies habían desaparecido de la superficie del planeta -junto con otras muchas en todo el mundo- entre diez mil y doce mil años atrás, al final del período glacial, sin que nadie supiera explicar por qué.

Me levanté de mi asiento y cogí todas las ampliaciones fotográficas de la Puerta del Sol que Jabba estaba sacando por la impresora láser. A pesar de distinguir la cuarta banda, no pude ver sino ciertas formas imprecisas de relieves, así que, después de pensar un momento, me dirigí hacia la habitación de mi abuela con la esperanza de encontrar alguna de sus gafas para leer y tuve suerte porque, en la mesilla de noche, tenía dos dentro de sus fundas. De vuelta al estudio con las improvisadas lupas, le pasé una de ellas a Jabba, que ya me seguía la pista como un setter que ha olfateado la presa. Al toxodonte, un herbívoro muy parecido al rinoceronte aunque sin cuerno en la nariz, no lo encontramos por ningún lado, quizá porque no supimos verlo, pero a los Cuvieronius, que eran idénticos a los elefantes actuales, los localizamos en seguida, inconfundibles con sus grandes orejas, sus trompas y sus colmillos. Estaban, efectivamente, bajo las columnas tercera y cuarta de geniecillos alados, contado desde los márgenes. Resultaba asombroso contemplarlos, confirmando sin discusión que la Puerta del Sol tenía más de diez mil años de antigüedad ya que era imposible que los artistas tiwanacotas hubieran llegado a ver un elefante en toda su vida porque nunca habían existido en Sudamérica; sólo podía tratarse del Cuvieronius, un mastodonte antediluviano cuyos restos fósiles sí atestiguaban su presencia en el continente hasta su repentina e inexplicable desaparición diez mil o doce mil años atrás.

– Y, ¿cuándo dicen los arqueólogos que se construyó Tiwanacu? -preguntó confundido Jabba.

– Doscientos años antes de nuestra era -repuse.

– O sea, hace dos mil doscientos años, ¿no es así?

Asentí con un gruñido gutural.

– Pues no encaja… No encaja con estos animalitos, ni con el mapa de Piri Reis, ni con la supuesta antigüedad del lenguaje aymara, ni con la historia de los yatiris…

En aquel momento, Proxi dio un brinco de entusiasmo en su asiento y se giró velozmente para mirarnos. Tenía los ojos brillantes.

– Os ahorraré todo lo inútil e iré directamente a lo que nos interesa -exclamó-. Según los últimos estudios sobre el tema, el Dios de los Báculos podría ser, en realidad, Thunupa, ¿os acordáis?, el dios del diluvio, el de la lluvia y el rayo.

– ¡Caramba! Tiwanacu es un pañuelo, ¿eh? -dije con sorna.

– Parece que esas marcas que tiene en las mejillas son lágrimas -siguió explicando- y los bastones simbolizarían su poder sobre el rayo y el trueno. Nuestro amigo Ludovico Bertonio aporta un dato muy curioso en su famoso diccionario: Thunupa, después de la conquista, se transformó en Ekeko, un dios que, actualmente, sigue teniendo muchos adeptos entre los aymaras porque, según el arqueólogo Carlos Ponce Sanjinés (14), la lluvia, por escasa, ha pasado a ser sinónimo de abundancia y Ekeko es el dios de la abundancia y la felicidad.

(14) C. Ponce Sanjinés, Thunupa y Ekeko: Estudio Arqueológico acerca de las efigies precolombinas de dorso adunco, Academia Nacional de Ciencias de Bolivia, La Paz, 1969.

– Muy imaginativo -masculló Jabba. Ella ni se inmutó.

– Así que los aymaras siguen adorando a Thunupa después de tantos miles de años. ¿No es fantástico? La cuestión es que, como sabéis, el mapa de la cámara se encuentra bajo los piececitos de este dios y… -arrastró largamente el sonido mientras subía el tono para destacar lo que iba a decir-, resulta que el nombre del dios tiene un significado muy especial. -Su rostro se ensanchó con una amplia sonrisa de satisfacción-. ¿Sabéis lo que quiere decir Thunu en aymara?

– Si me dejas consultar el diccionario de Bertonio… -dije, haciendo el gesto de ir a levantarme.

– Puedes consultar lo que quieras pero, antes, deja que yo te lo cuente. Thunu, en aymara, significa algo que está oculto, escondido como el bulbo de una planta bajo la tierra, y la terminación Pa pone a Thunu en relación con la tercera persona singular. O sea, que Thunupa quiere decir que hay algo oculto bajo la figura del dios. El dios señala el lugar.

Jabba y yo nos quedamos callados durante unos instantes, asimilando el hecho de que las piezas seguían encajando unas con otras de manera sorprendente.

– Quizá es así de simple -observó Jabba, con voz insegura.

– ¡No es simple! -exclamó Proxi, sin dejar de sonreír-. Es perfecto.

– ¡Pero eso no nos dice nada nuevo! -objeté con energía-. Ya sabíamos que el dios señalaba el lugar. ¿Dónde están las entradas a la cámara?

– Utiliza la lógica, Arnauet: si, hasta ahora, todo viene reflejado en el friso de la Puerta del Sol, las entradas a los corredores secretos también deben aparecer allí. Y si aparecen, como cabría esperar, las hemos tenido delante de las narices desde el principio, ¿no crees?

Yo la miraba con ojos de loco, abiertos de par en par.

– Observa esta ampliación del Dios de los Báculos -continuó ella, impertérrita, alargándome un papel que yo recogí-. Descríbeme la pirámide de tres pisos.

– Pues… Como su nombre indica, es una pirámide y tiene, en efecto, tres pisos. Dentro aparecen una serie de bichos extraños y un cuadrado con una serpiente cornuda.

– ¿Qué más? -me animó Proxi, en vista de que me quedaba callado.

– Nada más -repuse-, aunque si quieres que también te describa al dios, lo hago.

– ¿Ves lo que tiene el dios en las manos?

– Los báculos.

– Y, ¿hacia dónde señalan los báculos?

– ¿Hacia dónde van a señalar…? -mascullé exasperado, pero, entonces, me di cuenta de algo-. Deberían señalar hacia arriba, ¿no es cierto?

Ella sonrió.

– Pero, en realidad, es como si el dios los llevara al revés: los picos de los cóndores, o lo que sean, señalan hacia…

– ¿Hacia…?

– Hacia abajo. Es un poco extraño, ¿no?

– ¿Y hacia dónde señalan esos báculos invertidos? -insistió.

– Hacia estas cosas raras que sobresalen de…, de la pirámide. Vaya… Tú tenías razón -murmuré devolviéndole el papel, que ella abandonó sobre la mesa.

Me cabreé conmigo mismo. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Había estado viendo aquellas prolongaciones de la pirámide desde que descubrí el dibujo de mi hermano y, aunque resultara increíble, precisamente por ser tan raras, no les había prestado la menor atención. Eran un adorno, un ornamento más. Mi cerebro las había ignorado por completo por resultarle inexplicables.

– Como ves, del escalón inferior de la pirámide -terminó ella- parte una línea horizontal a derecha e izquierda que debería representar el suelo pero que, curiosamente, al poco, vuelve a elevarse hacia arriba dibujando una especie de chimeneas a ambos lados que están cubiertas por dos objetos estrafalarios y sin sentido.

– Son como… -murmuró Jabba examinando otra reproducción del dios-. ¡La verdad, no sé cómo son! ¿Podrían simbolizar cascos de guerreros?

– Sí, y también animales extraterrestres o naves espaciales -se burló Proxi-. Observa que cada uno tiene un único ojo redondo y profundo idéntico a los ojos del dios. Pero, bueno, ¿qué más da? En realidad, no creo que sean otra cosa que una marca. Allá donde aparezcan estas cosas en Tiwanacu, estarán los accesos a los corredores. ¿Tú qué dices, Root?

Ya no recordaba exactamente lo que le había contestado aquella noche pero, obviamente, supongo que me mostré conforme. Toda aquella conversación, sostenida poco antes de hacer las maletas para venirnos a Bolivia, había vuelto a mi mente en el breve plazo que tardamos en recorrer la distancia que nos separaba de la auténtica y verdadera Puerta del Sol. Quizá el soroche había borrado dos días completos de mi vida pero, sin duda, había respetado aquella última hora de trabajo en Barcelona. Y, ahora, allí estábamos, frente a la Puerta, separados de ella tan sólo por la endeble alambrada que la protegía. Mis ojos se incrustaron directamente en la figura central del dios, que, en vivo y en directo, con sus relieves y sus sombras producidas por la luz del sol, parecía un pequeño monstruito de malvadas intenciones. Aquél era Thunupa, el dios del diluvio, el que escondía un secreto… Sus ojos redondos miraban hacia ninguna parte, sus brazos en V sujetaban los báculos (un propulsor y una honda, decía la guía que llevaba Proxi) y, de sus codos, colgaban cabezas humanas, igual que de su cinturón. En el pecho, sobre el pectoral, se repetía la imagen de la pequeña culebra que aparecía a sus pies, en la cámara secreta que intentaríamos alcanzar aunque aún no supiéramos muy bien cómo. Y allí estaba la pirámide de tres terrazas, con su interior lleno de corredores acabados en cabezas de pumas y de cóndores, con las dos entradas laterales que parecían chimeneas cubiertas por esos extraños cascos de guerreros que también podían ser animales extraterrestres o naves espaciales dotadas de ojos. Jabba, que no paraba de moverse a izquierda y derecha de la Puerta, soltaba exclamaciones de admiración a la vista de sus amigos los elefantes-Cuvieronius, inconfundibles hasta el punto de clamar al cielo por la indiferencia que provocaban en la ciencia oficial, una ciencia que decía regirse por lo empíricamente verificable. Pues bien, ahí estaba la prueba indiscutible de que al menos la Puerta tenía que haber sido hecha cuando aquellos mastodontes pululaban por el Altiplano, es decir, un mínimo de once mil años atrás. Sin embargo, como al mapa de Piri Reis, nadie parecía hacerles caso. No pude evitar preguntarme una vez más por qué. Tenía que existir alguna razón. El miedo al ridículo académico no podía ser un motivo tan fuerte como para negarse a investigar la verdad. Ciertamente, en la Edad Media la Inquisición castigaba la herejía con la muerte pero, ahora, ¿qué razón podía haber?

– Bueno, pues aquí estamos -comentó Proxi disparando fotografías con su minúscula cámara digital. Habíamos traído con nosotros un buen equipo informático de reducidas dimensiones que nos permitiría trabajar en el hotel en caso necesario. Sólo teníamos que descargar las imágenes en uno de los portátiles y podríamos obtener las ampliaciones e impresiones que nos hicieran falta. Lo cierto era que, por culpa del soroche, aún no habíamos instalado nada y yo empezaba a sentir remordimientos por el montón de correos que me habría enviado Núria y que estarían esperando respuesta.

– Parece mentira -comenté- que hace una semana ni siquiera pensáramos en venir a Taipikala y hoy estemos aquí.

– Espero que todo el esfuerzo haya servido para algo -dijo Jabba, rencoroso, justo en el momento de pasar junto a nosotros en su ir y venir entre Cuvieronius.

– Venga, no perdamos más tiempo -declaré-. Tenemos mucho que ver todavía.

La verdad era que de Akapana no quedaba demasiado, sólo un par de enormes terrazas de piedra saliendo de una colina cubierta de hierba. Aquello de que era una pirámide de siete pisos lo creímos por fe, porque no había ninguna pista que lo indicara. En la parte superior de la colina, a la que subimos por detrás, podía verse una especie de hoyo que era, presuntamente, el depósito en el que se recogía el agua de la lluvia para hacerla circular por los recién descubiertos canales zigzagueantes que nadie sabía de verdad para qué servían. Pero, puestos a hacer canalizaciones, ¿por qué con aquella forma tan extraña si total no iban a verse?

Proxi soltó una risita borde.

– Pues si creéis que esto es un desastre -nos advirtió-, esperaos a Lakaqullu, que no puede ser mucho mejor.

– Será peor, seguro -confirmé con desaliento, recordando que Lakaqullu estaba enterrada por completo bajo tierra.

Según ascendía el sol en el cielo y avanzaba la mañana, la temperatura se volvía más agradable. Terminamos por desabrocharnos las chaquetas y quitarnos los jerseys, anudándolos a la cintura para que no nos dieran calor. Llegó un momento en que hasta me sentí afortunado por llevar en la cabeza el sombrero panamá y lo que, desde luego, agradecimos hasta el infinito fue el cómodo calzado que nos permitía ascender colinas, caminar sobre tierra y roquedos y superar con facilidad los afilados fragmentos de viejas piedras talladas que abundaban por todas partes. El número de visitantes aumentaba también con el calor y ya se veían grupos dispersos por aquí y por allá. Los ruidosos colegiales que nos precedían desaparecieron de nuestra vista y nuestros oídos, seguramente para desarrollar alguna actividad escolar sedentaria y, en su lugar, empezaron a ensordecernos las cigarras, con sus monótonas carracas.

La ruta por las ruinas nos llevó a continuación hasta Puma Punku, a un kilómetro de distancia de su supuesta gemela, Akapana, donde, además de comprobar que, efectivamente, los motivos ornamentales eran marinos y que, sin duda, por la perfección, la piedra había tenido que ser trabajada con lo que fuera que los aymaras utilizaran como taladro mecánico, nos encontramos con un poco más de lo mismo: caos total en un mar de piedras gigantescas. Sólo tropezamos con algo inesperado al doblar un recodo de la colina: una valla metálica que circunvalaba una zona en la que, sin lugar a dudas, se estaba llevando a cabo una excavación. Había gente dentro del perímetro, todos uniformados con gorras o sombreros vaqueros o panamás, camisetas, pantalones cortos y recias botas de las que les sobresalían los calcetines. En total habría una docena de personas subiendo y bajando escaleras de mano y transportando cajas de un lado para otro. En uno de los extremos del vallado se levantaba una gran tienda militar de lona (el cuartel general, probablemente) con el emblema de la UNAR, la Unidad Nacional de Arqueología Regional.

– ¿Conque los sábados no se trabaja, eh? -pregunté con ironía.

– Calla y retrocede -farfulló Jabba a mi lado, cogiéndome por el brazo.

– Pero, ¿qué pasa?

– Que ella está ahí, ¿no la ves? -murmuró Proxi, dando la espalda al campamento y caminando lentamente en dirección contraria-. Es la que lleva la camiseta roja.

Antes de girarme para seguir a mis amigos, tuve tiempo de vislumbrar a la mujer que decía Proxi, pero me pareció imposible que fuera Marta Torrent.

– No es ella -murmuré, mientras nos alejábamos con aires de turistas despistados-. Ésa no es la catedrática.

– Le he visto la cara, así que no te detengas y sigue caminando.

– Pero, ¿queréis no ser burros, por favor? -exclamé cuando hubimos rodeado la colina y quedado fuera del campo visual de la excavación-. Esa mujer de la camiseta roja no tenía el cuerpo ni la pinta de una cincuentona estirada y pija, ¿vale? Estaba cubierta de tierra y lucía unas piernas estupendas.

– ¿No te está diciendo Jabba que le hemos visto la cara? ¡Pero si hasta le sobresalía el pelo blanco por debajo del sombrero!

– Me juego el cuello a que los dos os habéis equivocado.

Yo recordaba a una mujer mayor, elegantemente vestida con un traje de chaqueta de ante, calzada con unos zapatos de tacón muy fino, pendientes y collar de perlas, una ancha pulsera de plata, y unas gafas estrechas de montura azul con cordoncillo metálico que le cubrían los ojos. Sus movimientos eran distinguidos y su voz y su forma de hablar un tanto góticas. ¿Qué demonios tenía todo eso que ver con aquella mujer mucho más joven, de sombrero vaquero, botas mugrientas, camiseta sucia de manga corta y pantalones militares cortos y viejos que cargaba cajas con aires de estibador? ¡Por favor! Ni que fuera el doctor Jekyll y mister Hyde.

– Vale, nos hemos equivocado, pero vámonos de aquí por si se le ocurre venir.

Caminamos de regreso hacia Akapana como si nos persiguiera el diablo.

– Quizá deberíamos marcharnos -murmuró pensativo Jabba.

– Yonson Ricardo vendrá por nosotros a partir de las horas catorce -recordó Proxi, repitiendo la expresión que nos había dicho el taxista y que nos había dejado sin aliento-, y todavía faltan dos horas y pico.

– Pero tenemos su número de celular -dije yo, imitando también la forma de hablar del boliviano.

– No, no nos iremos -atajó ella, muy decidida-. Buscaremos las entradas a la cámara de Lakaqullu y organizaremos la manera de hacerlo, tal y como teníamos pensado, aunque estaremos muy pendientes de la gente que se nos acerque.

En el siguiente cruce de caminos de tierra torcimos hacia la izquierda, dirigiéndonos hacia Putuni, el Palacio de los Sepulcros. Según la guía, allí habían vivido los sacerdotes de Tiwanacu, en unas habitaciones de muros coloreados situadas junto a las extrañas oquedades del suelo. Esta información nos sorprendió bastante porque, según habíamos leído nosotros estando en Barcelona, la supuesta residencia de los Capacas y los yatiris había sido Kerikala, el edificio que íbamos a visitar a continuación. En fin, lo cierto es que tampoco quedaba mucho que ver, pues ni siquiera podía advertirse ya aquella supuesta puerta inexpugnable que confundió a los conquistadores haciéndoles creer que allí se escondían grandes tesoros.

Kerikala fue el penúltimo desengaño, aunque no debería llamarlo así porque, puestos a ser jueces del pasado, también la Acrópolis de Atenas podía considerarse un resto menospreciable de lo que fue en su época de esplendor. Sin embargo, lo que no podía negarse era que, entre conquistadores y oriundos, habían hecho un gran trabajo de sistemática y tenaz destrucción. Quizá el cercano pueblo de Tiahuanaco (especialmente su catedral) y la vía férrea Guaqui-La Paz fueran un motivo de orgullo nacional o tuvieran una función social realmente importante, pero nada justificaba la devastación que habían ocasionado en un lugar tan importante e irremplazable como Taipikala.

Y, por fin, arribamos a Lakaqullu, situado al norte de Kerikala. Apenas podíamos creernos que estuviésemos de verdad allí, aunque ese allí se resumiera en dos palabras: un montículo de tierra rojiza con cuatro escalones de piedra que daban a una puerta de andesita verdosa tan simple y falta de adornos que bien hubiera podido salir de cualquier fábrica moderna de ladrillos. A nuestro alrededor el campo aparecía cubierto por matorral alto justo hasta el vallado de espino que rodeaba Tiwanacu. Forzando un poco la vista, tras el cercado se distinguían camiones y autobuses circulando por la carretera.

– ¿Esto es todo? -pregunté de mal humor. No sé qué había esperado, quizá algo más vistoso, más bello o, por el contrario, algo tan feo que llamara la atención. De todo lo que habíamos inspeccionado aquella mañana en Taipikala, Lakaqullu era lo más pobre y miserable. No había nada y, cuando digo nada, quiero decir literalmente nada.

Estábamos solos frente a los escalones. El resto de turistas que visitaban el lugar ni siquiera se dignaban acercarse: quedaba lejos del resto de ruinas y, realmente, no había mucho que ver.

– Oye, Root -me dijo Proxi, desafiante-, ¿tienes los pies en el suelo?

– Claro. ¿Quieres que flote?

– Pues debajo de tus zapatos está el secreto que puede devolverle la cordura a tu hermano.

Me quedé sin reacción. Proxi tenía razón: debajo de mis pies, a no se sabía qué profundidad, había una cámara sellada por los yatiris antes de marcharse al destierro y allí se escondía el secreto de su extraño lenguaje de programación. Si alguna esperanza tenía mi hermano de recuperar su vida se encontraba, como había dicho la mercenaria, debajo de mis zapatos. Aquél era un lugar sagrado, el lugar más importante de Taipikala. Los yatiris habían dejado allí muchas cosas valiosas a la espera de regresar algún día o para que sirvieran de ayuda a una humanidad en apuros. Y nadie lo sabía salvo nosotros y, quizá, la catedrática, que había anunciado a bombo y platillo que estaba dispuesta a demostrar al mundo que Lakaqullu era un lugar importante.

– Muy bien -empecé a decir, lleno de una nueva energía-. Vamos a dividirnos. Se supone que por aquí tienen que estar las señales que nos indicarán la entrada a las chimeneas.

– La Puerta es el centro -indicó Jabba subiendo los escalones y poniéndose frente a ella al tiempo que abría los brazos y tocaba las jambas con las manos-. Si la pirámide de tres pisos es cuadrada, como leímos, y las chimeneas son dos, como aparece reflejado en el pedestal del dios Thunupa, debemos suponer que la orientación la marca esta puerta. O sea que tú, Root, vete hacia la derecha -y con la mano derecha me señaló la dirección- y tú, Proxi, vete hacia la izquierda.

– Oye, guapo -protestó ella, poniendo los brazos en jarras-, ¿y qué se supone que vas a hacer tú?

– Vigilar por si viene la catedrática. ¡No querréis que nos pille!, ¿verdad?

– ¡Vaya morro que tienes…! -exclamé muerto de risa mientras comenzaba a caminar en línea recta desde el lado derecho de la Puerta de la Luna, hacia el este.

– ¡No lo sabes tú bien! -gritó Proxi, alejándose en dirección contraria.

Me interné en la maleza, que me llegaba hasta las rodillas, con una molesta sensación de aprensión. Mi hábitat natural era la ciudad, con su contaminación, su cemento y su ajetreo, y mi suelo habitual, el asfalto. El profundo silencio de fondo y el constante canto de las cigarras que atacaban mis oídos no me sentaban bien, como tampoco caminar por el campo pisoteando matojos en los que se advertía la alarmante presencia de bichos desconocidos. Nunca fui un niño que coleccionara escarabajos, gusanos de seda o lagartijas. En mi actual casa de Barcelona no entraba ni una mosca, ni una hormiga, ni ninguna otra clase de insecto, y eso a pesar del jardín, ya que Sergi llevaba buen cuidado en evitarlo. Yo era un urbanícola acostumbrado a respirar contaminación y aire acondicionado, a conducir un buen coche por calles atestadas y a comunicarme con el mundo a través de las tecnologías más avanzadas, de modo que la naturaleza en vivo no resultaba saludable para mi cuerpo. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, dijo Arquímedes; dadme a mí una pista de fibra óptica y un ordenador y desafiaré al mundo o lo cambiaré de arriba abajo, pero no me hagáis caminar por el campo como Heidi porque me sentiré enfermo.

Pues bien, allí estaba yo, arrastrándome entre hierbajos con el espinazo doblado como un esclavo recolector de algodón y separando los matorrales con las manos desnudas para poder examinar el suelo de tierra en busca de algo que se pareciera a un casco de guerrero, un animal extraterrestre o una nave espacial. Vaya tela.

– ¡Te estás torciendo, Arnau! -me gritó Jabba-. ¡Gira un poco a la derecha!

– Ya podías estar tú aquí, capullo… -mascullé con los dientes apretados, haciendo lo que me decía.

Avanzaba paso a paso, muy despacio, esquivando los cantos de piedra que salpicaban el terreno y que se ocultaban en la maleza, intentando que las descomunales hormigas no me mordieran los dedos.

Habría recorrido apenas unos treinta metros cuando escuché una exclamación a mi espalda y me giré para ver como Jabba descendía velozmente los escalones y echaba a correr en dirección a Proxi. No lo pensé dos veces y también yo eché a correr como un loco con la esperanza de que a ella no le hubiera pasado nada y de que todo aquel alboroto estuviera motivado porque habíamos encontrado una de las entradas. Cuando les alcancé, Proxi estaba inclinada, con una rodilla en el suelo, limpiando con la mano lo que parecía una pequeña placa conmemorativa, una de esas que tienen un texto rimbombante grabado en la piedra. Jabba hincó también la rodilla en tierra y yo hice lo mismo, resoplando por el esfuerzo de la carrera. Allí estaba, en el centro de la plancha, nuestro casco de guerrero o nave espacial, el mismo dibujo que aparecía en la pirámide de tres pisos a los pies de Thunupa. Si no hubiéramos sabido que todo aquello obedecía a un propósito estratégicamente ideado quinientos o seiscientos años atrás, la placa nos hubiera parecido uno de tantos fragmentos de piedra de los que alfombraban Taipikala. Sin embargo, a pesar de sobresalir apenas del suelo y de estar oculta por la maleza y cubierta por tierra roja y broza, era, ni más ni menos, la cerradura que nos permitiría (o impediría) descender hasta la cámara de los yatiris.

– Bueno, y ahora ¿qué? -pregunté, limpiando también la piedra con la palma de la mano.

– ¿Intentamos levantarla? -propuso Jabba.

– ¿Y si nos ve alguien?

Proxi, vigila.

– ¿Por qué yo? -objetó ella, poniendo cara de mosqueo.

– Porque levantar piedras -le explicó Jabba, con un tono que sonaba paternal- es un trabajo de hombres.

Ella se incorporó despacio y, mientras se sacudía las manos en el pantalón, murmuró:

– Mira que sois idiotas.

Jabba y yo empezamos a tirar de la placa hacia arriba, cada uno por un lado, pero aquel pedrusco, obviamente, no se alzó ni un milímetro.

– ¿Idiotas…? -farfullé, cogiendo impulso de nuevo y estirando-. Idiotas, ¿por qué?

El segundo envite tampoco sirvió de nada, así que, los dos a una, empezamos a empujar hacia un lado, para ver si conseguíamos moverla ya que, a lo mejor, no era muy profunda.

– Porque una clave secreta puede descubrirse empleando la fuerza bruta, como hicimos con la clave del ordenador de Daniel, pero un código sólo puede entenderse usando la inteligencia. Y no necesito recordaros que los yatiris trabajaban con código, listillos. Se trata de un lenguaje, y los idiomas no se aprenden memorizando millones de palabras al azar pensando que, entre ellas, están las de la lengua que queremos aprender, que es lo que, en resumidas cuentas, estáis haciendo vosotros dos en este momento.

Un tanto deslomado, me incorporé para mirarla, llevándome las manos a los riñones.

– ¿Qué quieres decir con todo ese rollo?

– Que dejéis de hacer el burro y empecéis a utilizar los cerebros.

Bueno, tenía sentido. Toda aquella historia era un juego de luces y sombras de modo que, efectivamente, emprenderla a lo bestia contra la placa podía no servir de nada.

– ¿Y cómo la abrimos? -pregunté. Jabba se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como un buda barrigón.

– No lo sé -murmuró Proxi, frunciendo el ceño y fotografiando la placa desde varios ángulos con su cámara-, pero todo está en la Puerta del Sol, así que sería buena idea que volviéramos a examinarla. Tiene muchos detalles a los que todavía no hemos prestado atención.

– El problema es que son casi las horas catorce -dije mirando mi reloj.

Los tres nos quedamos en silencio, pensativos.

– Y yo tengo un hambre terrible -anunció Jabba, como si eso fuera una novedad.

– Vámonos -resolvió Proxi-. Le diremos a Yonson Ricardo que nos lleve a comer a algún sitio cercano y volveremos esta tarde.

Me incliné para echar sobre la placa la tierra que habíamos quitado, con el fin de ocultarla, y Marc arregló la maleza a guantazos. Después emprendimos el camino hacia la salida.

– ¿Os dais cuenta de que se va cumpliendo todo lo que descubrimos en Barcelona? -preguntó Proxi con un deje de íntima satisfacción mientras pasábamos frente a la taquilla de boletos.

No le respondimos. Tenía razón y era una sensación fantástica.

Allí mismo nos estaba esperando Yonson Ricardo, con una amplia sonrisa en la boca, apoyado contra una de las puertas de su radio-taxi. Desde luego podía estar contento porque, sin hacer prácticamente nada, ese día iba a ganar un montón de dinero. Así que, cuando le dijimos que nos llevara a comer cerca de allí porque queríamos regresar por la tarde, se le iluminó la cara.

Conduciendo como un loco, para variar, nos llevó hasta el pueblo de Tiahuanaco, a escasos minutos de las ruinas, y lo cruzó como una exhalación. El pueblo era bonito, de casas bajas y aspecto limpio y agradable. Las vendedoras aymaras, con sus voluminosas polleras multicolores, sus mantas con flecos y sus largas trenzas negras saliendo de debajo de sus bombines, menudeaban por las calles vendiendo ajíes secos, limones y papas moradas. Según nos explicó Yonson Ricardo, si las mujeres aymaras llevaban el bombín ladeado significaba que estaban solteras y si lo llevaban bien puesto sobre la cabeza era porque estaban casadas.

– ¡La catedral de Tiahuanaco, señores! ¡San Pedro! -nos informó de pronto, mientras pasábamos frente a una pequeña iglesia de estilo colonial con muchas bicicletas aparcadas junto a su verja.

Naturalmente, apenas tuvimos tiempo de echar una ojeada porque, para cuando había terminado de gritar, ya estábamos a bastante distancia. Me hubiera gustado visitarla para comprobar si sus piedras guardaban restos de antiguas tallas tiwanacotas, pero Yonson Ricardo, levantando una gran polvareda de tierra, ya estaba deteniendo el auto frente a una casita color ocre que, con letras blancas pintadas en la fachada, se anunciaba como «Hotel Tiahuanacu». En el muro exterior, se exhibía un gran cartel de Taquiña Export, la cerveza más famosa de Bolivia.

– ¡El mejor restaurant del pueblo!

Cruzando las miradas para comunicarnos discretamente las serias dudas que albergábamos al respecto, descendimos del coche y entramos en el local. Yonson Ricardo desapareció en la cocina del restaurante después de presentarnos a don Gastón Ríos, el propietario del hotel, quien, muy amablemente, nos acompañó hasta una mesa pequeña y nos recomendó la trucha a la plancha. El sol entraba por las ventanas y el salón-comedor estaba bastante lleno de gente que charlaba con mucha animación, produciendo un molesto ruido de fondo que nos obligaba a hablar a gritos.

– Parece que nuestro taxista saca su comisión en la cocina por traer aquí a los turistas -vociferó Proxi, con una sonrisa.

– En este país tienen que espabilarse -dije yo-. Son muy pobres.

– Los más pobres de toda Sudamérica -asintió ella-. Mientras estabais enfermos de soroche, estuve leyendo los periódicos y resulta que más del setenta por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Los gobiernos dictatoriales que tuvieron durante los años setenta dispararon la deuda externa por encima de los cuatro mil millones de dólares, pero lo más fuerte es que ese dinero no se destinó al país, sino que, según un tipo (15) que salía en un artículo, casi las tres cuartas partes fueron depositadas en cuentas personales de bancos norteamericanos. Por lo tanto, desde entonces, los bolivianos pagan más impuestos, han perdido sus trabajos, apenas tienen cobertura sanitaria, no reciben educación, etc., y todo para devolver un dinero que se quedaron cuatro mangantes. Los más pobres de todos, los que viven en la miseria más extrema, son los indígenas, a los que no les queda más remedio que dedicarse al cultivo de la coca para sobrevivir.

(15) Gregorio Triarte, economista, citado en «Bolivia: las consecuencias de la deuda externa», por Marie Dennis. NACLA, North American Congress on Latin America, vol. 31, n.° 3, noviembre/diciembre de 1997.

– ¡Yo es que no lo entiendo! -bramó Jabba, enfadado-. En España pides un préstamo a un banco y te exigen hasta la fe de bautismo de tu madre. Pero cualquier país dirigido por sinvergüenzas pide préstamos multimillonarios al Fondo Monetario Internacional o al Banco Mundial y, oye, sin problemas: aquí están los millones, amigos, para que hagáis lo que os dé la gana. Ahora, eso sí, luego todo el mundo tiene que apechugar para devolverlos aunque sea muriéndose de hambre. ¡Os juro que no lo entiendo!

Indignados y cabreados seguimos dándole vueltas al tema, ideando soluciones que no estaban al alcance de tres miserables individuos perdidos en el mundo y, así, nos comimos sin enterarnos una especie de sopa con unas patatas muy raras y muchas especias. Cuando nos estaban cambiando los platos, poniéndonos delante las truchas, la puerta del comedor se abrió una vez más para dar paso a un numeroso grupo de gente vestida con camisetas, pantalones cortos y recias botas de cuero. Y, sí, la catedrática iba al frente junto a un tipo con la cabeza rapada al cero, gafas y una corta barba grisácea. Iban charlando animadamente, seguidos por una tropa de jóvenes arqueólogos que armaban más escándalo ellos solos que todo el comedor junto. Don Gastón, con una amabilidad que destilaba respeto y devoción se dirigió hacia ellos y les acompañó hasta una gran mesa, al fondo, que parecía estar esperándolos.

Me quedé sin sangre en las venas. Si nos veía, estábamos perdidos. Mis amigos también se habían dado cuenta de su llegada y los tres nos quedamos petrificados como estatuas siguiendo a la catedrática con la mirada. Ella, afortunadamente, no nos había descubierto, distraída como iba por la charla con don Gastón y el calvo. Tomaron todos asiento alrededor de la larga mesa y siguieron montando bulla con gran animación. Parecían contentos.

– No podemos quedarnos aquí -murmuró Proxi.

No conseguimos escucharla.

– ¿Qué dices?

– ¡Que no podemos quedarnos aquí! -gritó.

– Pero tampoco podemos irnos -le advertí-. Si nos levantamos, nos verá.

– ¿Y qué hacemos? -titubeó Jabba.

Pero ya era tarde. Por el rabillo del ojo pude distinguir cómo Marta Torrent pasaba la mirada, abstraída, por todas las mesas del comedor y cómo, bruscamente, la detenía en la nuestra y, luego, en mí, examinándome con atención y cambiando el gesto de la cara de alegre a serio y reconcentrado.

– Me ha visto.

– Joder! -exclamó mi amigo, dando una palmada en la mesa.

No valía la pena seguir comportándonos como criaturas que juegan al escondite. Tenía que afrontar aquella mirada y devolver el reconocimiento, así que giré la cabeza, la observé con la misma seriedad con que ella me examinaba y aguanté el tirón con toda la frialdad del mundo. Ninguno hizo el menor gesto de saludo y ninguno desvió los ojos hacia otro lado. Yo ya conocía su juego, así que, esta vez, no me pilló desprevenido. No sería yo quien retrocediera o se amilanara. Y así estuvimos durante unos segundos que, como en ninguna otra ocasión de mi vida, se me hicieron, de verdad, eternos.

Cuando la situación era ya insostenible, el calvo se inclinó hacia ella y le dijo algo. Sin dejar de mirarme fijamente, la catedrática le respondió y, a continuación, se puso en pie, echando la silla hacia atrás y empezando a recorrer la mesa en sentido horizontal. Venía hacia mí, de modo que también yo, como un espejo, me levanté del asiento, dejé la servilleta arrugada junto a mi plato y avancé. Pero no mucho. No como para encontrarnos a mitad de camino. Era ella quien debía acercarse a mi territorio, así que me detuve a dos pasos, dándoles la espalda a Jabba y a Proxi. Estoy seguro de que ella se dio cuenta de mi intención.

Mis amigos habían acertado de lleno cuando la reconocieron en la excavación de Puma Punku y fui yo quien se equivocó, bloqueado por una idea preconcebida sobre cómo debía ser y vestir aquella mujer. Lamentablemente, con su nuevo aspecto parecía mucho más humana y joven, mucho más persona, y eso me fastidiaba. Por suerte, seguía contando con esa mirada de hielo que me devolvía la tranquilidad al sentir que reconocía al enemigo. Llevaba el pelo blanco revuelto, con la marca circular del sombrero, y sus ropas de trabajo le quitaban, de golpe, casi diez años de encima. Aquella sorprendente transformación no me pasó inadvertida, sobre todo porque ya la tenía frente a mí, a muy poca distancia. Debíamos de ofrecer una imagen curiosa porque su cabeza me llegaba, exactamente, a la altura del cuello, a pesar de lo cual no daba la impresión de ser más baja que yo. Tal era la fuerza que desprendía.

– Sabía que le vería por aquí muy pronto, señor Queralt -entonó con su grave y hermosa voz a modo de saludo.

– Y yo estaba seguro de encontrarla en cuanto viniera a Tiwanacu, doctora Torrent.

Permanecimos callados unos instantes, observándonos con desafío.

– ¿Por qué está aquí? -quiso saber, aunque no parecía albergar ninguna duda al respecto-. ¿Por qué ha venido?

– Ya sé que a usted le da lo mismo -repuse, cruzando los brazos sobre el pecho-, pero, para mí, mi hermano es la persona más importante del mundo y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ayudarle.

Me miró de una manera rara y, sorprendentemente, esbozó el inicio de una sonrisa.

– Así pues, o Daniel me robó más documentación de la que usted trajo a mi despacho, o usted y sus amigos… -dijo, mirando levemente hacia la mesa, detrás de mí-, son muy listos y han conseguido en pocos días lo que a otros nos ha costado años de duro trabajo.

– Pasaré por alto su repetida acusación de robo porque no vale la pena discutir con usted, doctora Torrent. El tiempo pondrá a todos en su sitio y usted lamentará, de un modo u otro, haber insultado de esta forma a mi hermano. Por cierto… -observé, echándome a un lado y utilizando un tono exageradamente educado-. Éstos son mis amigos, Lola Riera y Marc Martí. Ella es la doctora Torrent, de la que tanto os he hablado.

Ambos, puestos en pie, le tendieron las manos y la catedrática las estrechó sin alterar el gesto adusto de la cara. En realidad, ninguno sonreía. Luego, se volvió hacia mí.

– Como usted ha dicho, el tiempo nos pondrá a todos en nuestro sitio, señor Queralt. No lo dude. Pero, mientras lo hace, y dado que no puedo saber cuáles son sus verdaderas intenciones, déjeme recordarle que cualquier excavación realizada en Tiwanacu sin las autorizaciones legales necesarias es un delito muy grave que, en este país, se paga con penas que podrían mantenerles a usted y a sus amigos en la cárcel durante el resto de sus vidas.

– Muy bien, doctora, pero déjeme recordarle, a mi vez, que el robo, plagio o lo que sea, de material de investigación académica, también está castigado en España y que su prestigio podría hundirse para siempre junto con su cargo en la universidad y su buen nombre.

Ella sonrió con ironía.

– No olvide sus palabras -dijo y, dándose la vuelta, se alejó despacio, con esos andares elegantes que ya le había visto en Barcelona y que no pegaban nada con su aspecto actual.

Me moví rápidamente, regresando a mi asiento, mientras Marc y Lola seguían de pie como esos muñecos que llevan un peso en la parte inferior y que, por mucho que los empujes, siempre vuelven a ponerse rectos.

– ¿Queréis sentaros de una maldita vez? -les dije, enfadado-. Aquí no ha pasado nada, ¿vale? Así que, venga, a comer, que las truchas se nos están quedando frías.

– Es alucinante -balbució Proxi, dejándose caer como un saco en su silla-. ¡Qué fuerte! ¿Habéis oído cómo nos ha amenazado?

– ¿Que si lo he oído…? -vaciló Jabba-. Todavía tengo las tripas revueltas de imaginarme, con sesenta años, en una cárcel boliviana.

– ¡Ni caso, venga! ¿No os dije cómo era? ¿Acaso no os avisé? ¡Pues ya habéis podido comprobarlo vosotros mismos! ¡Está dispuesta a cualquier cosa con tal de que no le arruinemos el descubrimiento! ¡Un descubrimiento que es de mi hermano!

Marc y Lola me miraron de tal manera que supe que la catedrática había conseguido hacerles dudar.

– ¿Estás seguro, Arnau? -me preguntó Proxi-. No te ofendas, por favor, pero… ¿Estás completamente seguro?

Hice un chasquido con la lengua y suspiré.

– Tú conoces a Daniel, Lola. No puedo ofrecerte nada más.

Ella bajó la cabeza, apesadumbrada.

– Tienes razón, perdóname. ¡Es que esa mujer habla con tal convicción que es capaz de hacer dudar hasta al mismísimo Espíritu Santo!

– Por más que me esfuerce -añadió Jabba, malhumorado-, no puedo imaginar a Daniel robando. Pero debo reconocer que esa imbécil me ha hecho desconfiar de él.

– Entonces, ¿vamos a volver a Tiwanacu o no? -preguntó Proxi, mirándome.

– Por supuesto que vamos a volver. Aunque hoy no consigamos nada, al menos seguiremos estudiando la forma de entrar.

Terminamos de comer envueltos en un hosco silencio y, tras pagar la cuenta, nos marchamos de allí sin dirigir ni una mirada hacia la catedrática. Yonson Ricardo nos devolvió a las ruinas y prometió regresar a las horas seis para llevarnos de vuelta a La Paz. Pero ya no teníamos el mismo buen humor que por la mañana. Andábamos cabizbajos y serios, notando cómo el frío se iba haciendo más intenso según caía la tarde.

Como maltrechos supervivientes de un naufragio regresamos a la Puerta del Sol y, con la luz del día declinando, nos dedicamos a examinar los muchos detalles que aquella maravillosa obra de arte ocultaba en sus dibujos, especialmente en la recargada figura del dios Thunupa. Cualquier pequeño detalle parecía estar lleno de significación, pero el problema real era que, al menos yo, tenía la mente en otro sitio y me costaba concentrarme en lo que andábamos buscando. Mi cabeza divagaba, atrapada por la mirada maliciosa de los ojos redondos del dios, unos ojos que parecían bucear en mi interior haciendo resonar ecos familiares de un pasado tan lejano como desconocido. Yo sabía que allí había una verdad, pero carecía de las armas necesarias para poder interpretarla. Me sentía desvalido en mi ignorancia; quería saber por qué personas tan normales y corrientes como Marc, Lola o yo habían adorado a aquel ser sin piernas miles de años atrás, por qué lo que ahora sólo era una figura que atraía a los turistas había sido un dios poderoso -quizá temido, quizá amado-, portador de unos báculos invertidos que nadie sabía interpretar, y por qué la ciencia era tan temerosa de su propia imagen de infalibilidad y sentía tanto miedo de aceptar verdades que escapaban a su comprensión o de plantearse preguntas que pudieran conducirla a respuestas incómodas.

Cansado de estar de pie y también de respirar un aire tan pobre en oxígeno, me dejé caer sobre la tierra desnuda y crucé las piernas como un indio frente a la misma valla de alambres, sin importarme si las hormigas gigantes me subían por las piernas. Estaba harto de no comprender y me daba lo mismo si la catedrática, o cualquiera, pasaba por allí y me veía tirado en el suelo como un visitante grosero. Jabba y Proxi se habían alejado para escudriñar desde una cierta distancia, pero yo estaba sentado casi debajo de la Puerta y no pensaba moverme más. Hastiado por haber llegado hasta allí para acabar fracasando, levanté la mirada hacia el dios como esperando que él me aclarara el entuerto.

Y lo hizo. Fue un chispazo de comprensión, un deslumbramiento. El lugar en el que estaba sentado me colocaba casi a los pies de Thunupa y, al mirar hacia arriba, de repente, la perspectiva de la puerta cambió, ofreciéndome una nueva imagen del dios que, inesperadamente, lo aclaraba todo. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¡Había que suplicar!

– ¡Hay que suplicar! -grité, como un loco-. ¡Venid, venid! La clave está aquí. ¡Hay que suplicar la ayuda del dios!

Jabba y Proxi, que ya se acercaban corriendo, entendieron inmediatamente lo que quería decirles y se dejaron caer, de rodillas, a mi lado, mirando hacia arriba, levantando los ojos hacia Thunupa, el dios del diluvio al que había que pedir ayuda si una catástrofe similar se volvía a producir.

– ¿Lo veis? -aullé-. ¿Lo veis? ¡Mirad los báculos!

Desde nuestra posición, los picos de los cóndores que remataban los báculos se clavaban en los agujeros redondos y profundos que, a modo de ojos idénticos a los del dios, tenían los cascos, naves o animales extraterrestres que cubrían las chimeneas. Lo que veíamos con toda claridad era al dios empuñando aquellos bastones e incrustándolos con fuerza en las cavidades redondas.

– Eso era, eso era… -salmodiaba Proxi, fascinada-. Tan sencillo como eso.

– ¡Pero había que suplicar! -exclamé, entusiasmado-. Sólo arrodillándose frente al dios podía descubrirse el mensaje.

– Y tiene todo el sentido del mundo -convino Jabba-. Como tú dijiste, Proxi, los yatiris, al marcharse, ocultaron la forma de entrar en la cámara sólo hasta que su contenido resultara necesario. Y la necesidad lleva a la súplica. Además, observa la posición de los monigotes ésos de las bandas laterales: parecen estar arrodillados, implorando. Teníamos que habernos fijado antes.

– Tienes razón -admití, examinando a los falsos querubines alados-. Ellos decían lo que había que hacer. ¿Cómo no lo vimos?

– Porque no les hemos hecho caso. Los yatiris lo dejaron todo a la vista.

– No, no… Algo no funciona. Esta puerta es mucho más antigua -objetó Proxi pensativa-, miles de años más antigua que la llegada de los incas y los españoles.

– Es muy posible que todo esto estuviera planeado desde el diluvio -dije yo, incorporándome y sacudiéndome los pantalones- y que los Capacas y yatiris del siglo XVI cumplieran un plan fraguado miles de años atrás. No olvidéis que ellos poseían secretos y conocimientos que se transmitían de generación en generación, y muy bien podía ser éste uno de aquellos secretos. Eran unos seres especiales que sabían lo que había ocurrido diez mil años atrás y sabían también lo que tenían que hacer en caso de una catástrofe o una invasión.

– ¡Estamos especulando! -protestó Jabba-. En realidad, ni siquiera sabemos si vamos a poder abrir las entradas, así que, ¿a qué viene tanta pregunta sobre cosas que jamás podremos conocer?

Jabba tiene razón -murmuró Proxi, levantándose también-. Lo primero es comprobar que podemos incrustar un báculo con pico de cóndor en el ojo de la figura de la placa.

– ¡Como si eso fuera tan fácil! -me sorprendí-. ¿Dónde demonios…? -Y, de repente, recordé-. ¡Los báculos que venden los yatiris en el Mercado de los Brujos de La Paz!

– Cruza los dedos para que mañana, domingo, funcione el dichoso mercado -refunfuñó Jabba.

– Entonces, vámonos -dije-. De todas formas, hoy sólo habíamos venido para examinar el terreno. No estamos preparados para entrar.

– Mañana tenemos mucho que hacer -confirmó Proxi, empezando a cruzar la explanada de Kalasasaya en dirección a la salida-, así que llama al celular de Yonson Ricardo y dile que venga a buscarnos.


El domingo por la mañana nos levantamos tarde y desayunamos tranquilamente antes de irnos al mercado que, por suerte, según nos informaron en el hotel, «se desempeñaba» todos los días. Así que nos dirigimos, paseando y disfrutando del sol, hacia la calle Linares, cerca de la iglesia de San Francisco, dispuestos a encontrarnos con los yatiris del siglo XXI, ajenos, al parecer, a su auténtico origen y sus ancestros. El mercado estaba tan abarrotado de gente que apenas podíamos hacer otra cosa que dejarnos llevar por la marea, una marea que, para nuestra desesperación, avanzaba con la lentitud de un glaciar. Tendrían que saber aquellos bolivianos lo que era una tarde de sábado en las Ramblas o en el passeig de Gràcia de Barcelona.

– ¿Quiere que le vea su destino en las hojas de coca, señor? -me preguntó desde su tenderete una yatiri de cara redonda y mejillas como manzanas. No dejaba de llamarme la atención la normalidad y alegría con la que circulaba la coca por aquellos lugares. Tuve que recordarme a mí mismo que allí era un producto consumido desde hacía miles de años para evitar el hambre, el cansancio y el frío.

– No, muchas gracias -le respondí-. Pero, ¿tendría bastones de Viracocha?

La mujer me miró de una manera indescifrable.

– Eso son tonterías, señor -repuso; la corriente humana me alejaba-, recuerdos para turistas y yo soy una auténtica kallawaya… una yatiri -me aclaró, creyendo que mi cara de sorpresa obedecía a la ignorancia, cuando era por todo lo contrario: recordaba muy bien cómo la crónica de los yatiris de Taipikala explicaba que los Capacas que marcharon a Cuzco y conservaron su papel de médicos de la nobleza Orejona pasaron a ser conocidos como kallawayas-. Puedo ofrecerle cualquier medicina que usted necesite -siguió diciéndome-. Tengo las hierbas para sanar todos los males, hasta los del amor. Amuletos contra los espíritus malignos y ofrendas para la Pachamama.

– No, gracias -repetí-, sólo quiero bastones de Viracocha.

– Entonces vaya a la calle Sagárnaga -me dijo amablemente-. Allí los encontrará.

– ¿Y qué calle es ésa? -le pregunté, doblando la cabeza hacia atrás para mirarla, pero ya no me oía, pendiente de otros posibles clientes que pasaban frente a su tenderete.

Las mesas de los puestos estaban cargadas de productos de lo más variopinto pero en todas abundaban los fetos de llama, que resultaban bastante repugnantes a la luz del sol. Eran como pollos momificados, aunque con cuatro patas y la piel negruzca por el secado o el ahumado. El caso es que se exhibían como trofeos, en grupos, y los puestos más grandes y ricos eran los que más tenían, colocados junto a bolsas de celofán que parecían contener caramelos envueltos en brillantes papeles de colores pero que no eran eso en absoluto, o al lado de botellas que imitaban a las de champán, con una capa de aluminio amarillo o rojo ocultando el tapón, y que resultaban ser de vino espumoso con extrañas mezclas de hierbas, o colgando de ganchos sobre cantidades ingentes de sobrecillos que daban la impresión de contener semillas para plantar flores pero que tampoco eran de semillas sino que escondían mejunjes para hacer hechizos o para escapar de los mismos. En fin, aquello había que verlo para creerlo. Y, al frente de cada puesto, una o un yatirikallawaya, feliz de sus conocimientos y de su lugar en el mundo, consciente del poder sagrado de sus productos.

Proxi no paraba de tomar fotografías a diestro y siniestro: ahora era un niño aymara que vendía globos llenos de agua y, luego, una anciana que ofrecía tejidos multicolores con diseños muy parecidos, aunque no iguales, a los tocapus con los que antiguamente se comunicaban por escrito sus antepasados. Jabba, sin embargo, dispuesto a correr todos los riesgos, se metía en la boca cualquier cosa que le ofrecieran a probar, sin importarle la higiene ni los posibles efectos secundarios. No era probable que cayera enfermo porque tenía un estómago a prueba de bomba, pero yo no y sólo de verle chupetear huesecillos de origen desconocido y tragar pastas de colores inciertos ya me estaba poniendo malo. Por suerte, nada más doblar una esquina, empezamos a ver casetas con artículos diferentes, más de usar que de comer, tales como chullos de lana, muñecos de piernas cortas, collares, colonias baratas, unas figurillas femeninas muy raras…

– ¿Has visto eso? -me preguntó Jabba, señalando con el dedo las diez o quince pequeñas estatuas que representaban a una mujer embarazada con grandes orejas y cabeza cónica-. ¡Oryana!

– ¿Quieren una Madre Orejona? -nos preguntó rápidamente el vendedor, dándose cuenta de nuestro interés.

– ¿Madre Orejona? -repetí.

– La diosa protectora del hogar, señor -explicó el yatiri levantando una de aquellas imágenes en el aire-. Cuida del hogar, de la familia y, especialmente, de las embarazadas y de las madres.

– Es increíble -farfulló Jabba en voz baja-. ¡Siguen adorando a Oryana después de miles de años!

– Sí, pero no saben quién es en realidad -repuse, haciéndole un gesto al vendedor con la mano para indicarle que me mostrara los muñecos de piernas cortas; uno de aquellos monstruos podía ser el regalo perfecto para Dani.

– ¿Quiere el señor un Ekeko, el dios de la buena suerte?

Jabba y yo nos miramos significativamente mientras el vendedor ponía en mis manos un monigote de plástico que representaba a un hombrecito de raza blanca, con bigote y unas piernas tan cortas como las del Viracocha de Tiwanacu. Y no era de extrañar, pues, según sabíamos, el Dios de los Báculos no era otro que Thunupa, el dios de la lluvia y el diluvio, que había cruzado los siglos convertido en Ekeko. El muñeco llevaba el típico gorro andino de lana, con forma de cono y orejeras, y una espantosa guitarra española entre las manos.

– No irás a comprar eso, ¿verdad? -se alarmó Jabba.

– Necesito un regalo para mi sobrino -le expliqué muy serio, pagándole al vendedor los veinticinco bolivianos que me pedía.

– Lo que necesitas es un psiquiatra. El pobre crío va a tener pesadillas durante años.

¿Pesadillas…? No es que el Ekeko tuviera mucha gracia, la verdad, pero estaba seguro de que Dani sabría apreciarlo en lo que valía y que disfrutaría de lo lindo destrozándolo.

– ¡Aquí, aquí! -nos llamó de repente Proxi, señalando un puesto en el que se veían un montón de bastones de Viracocha.

Sobre la mesa de madera del tenderete, decenas de báculos acabados en cabezas de cóndores se exhibían para su venta y, con gran alegría del yatiri, adquirimos cinco, es decir, todos los que medían entre ochenta centímetros y un metro, ya que ésas eran, a ojo, las dimensiones del Thunupa de la Puerta y de sus báculos originales.

Comimos en un restaurante de la zona y seguimos deambulando como turistas el resto de la tarde, hasta la hora de volver al hotel. Teníamos mucho trabajo, de modo que pedimos que nos subieran la cena a la habitación de Jabba y Proxi, que era más grande, y nos concentramos en los aspectos prácticos de la tarea que llevaríamos a cabo al día siguiente. Pero antes me conecté a internet para bajar mi correo. Tenía veintiocho mailes, la mayoría de Núria, así que los leí todos y resumí en uno muy largo las múltiples respuestas. Mientras tanto, Proxi había enchufado la cámara digital al otro portátil y estaba descargando las fotografías que había tomado en Tiwanacu. Hizo una ampliación a tamaño real de la placa del suelo de Lakaqullu y la imprimió en fragmentos en la pequeña impresora de viaje.

En caso de tener suerte y de que realmente funcionara lo de clavar el báculo en la hendidura del casco de guerrero, lo que venía a continuación era un completo misterio pero, aun así, había ciertos detalles que teníamos claros: circularíamos por corredores que no habían sido pisados en quinientos años, careceríamos de iluminación, quizá nos toparíamos con alimañas o con trampas, y, lo más importante de todo, necesitaríamos llevar el «JoviLoom», porque, en caso de alcanzar la cámara del viajero, de nada nos serviría haber llegado hasta allí si no éramos capaces de leer las planchas de oro. Así que el traductor era imprescindible y, por lo tanto, todas las baterías del ordenador portátil (la original y las de repuesto) debían estar cargadas y listas.

Hicimos una lista con lo que tendríamos que comprar al día siguiente antes de salir hacia Tiwanacu, teniendo muy presente que el material debía ocupar el menor espacio posible para no despertar la curiosidad de los guardias de la puerta, a los que habíamos visto registrando ocasionalmente carteras y mochilas. Según decían las guías, era frecuente que algunos turistas poco escrupulosos intentaran llevarse piedras como recuerdo. La idea de colarnos por la noche, fuera del horario de visita, tal y como habíamos pensado hacer en un principio, la descartamos en seguida porque, después de haber estado allí, los tres coincidíamos en que resultaría un suicidio vagar a oscuras por aquel pedregoso terreno con el riesgo de herirnos o rompernos la crisma. De modo que lo haríamos por la tarde, con luz, aprovechando la soledad de Lakaqullu y la escasa seguridad del recinto.

A la mañana siguiente, recorrimos el centro de La Paz de un lado a otro así como los lujosos barrios residenciales de Sopocachi y Obrajes, en la parte baja de la ciudad, donde había centros comerciales, bancos, galerías de arte, cines… Allí, en tiendas distintas, adquirimos tres linternas frontales de leds marca Petzl, otras tres Mini-Maglite (finas como un bolígrafo y no más largas que la palma de la mano), un par de delgados rollos de cuerda de espeleología, guantes antiabrasión, unos pequeños prismáticos Bushnell, una brújula Silva modelo Eclipse-99 y unas cuantas navajas multiusos Wenger. Podrá parecer un contrasentido que encontrásemos fácilmente estas marcas tan caras en un país tan pobre y endeudado pero, dejando al margen que Bolivia era un destino típico para alpinistas, resultaba que, por su cercanía con los Estados Unidos, disponía de los mejores y más modernos productos mucho antes, incluso, de que llegaran a España, y eso lo comprobamos con nuestros propios y atónitos ojos en las tiendas de informática de Sopocachi. Otra cosa distinta era que la mayoría de la población pudiera comprarlos -que no podía, obviamente-, pero allí estaban, a disposición de la gente adinerada del país y de los turistas con fondos.

A mediodía regresamos al hotel y llamamos a Yonson Ricardo para preguntarle si, esa tarde, podía volver a llevarnos a Tiwanacu.

– No, no voy a poder -nos dijo sin asomo de pena- porque hoy es feriado para mi equipo de taxis y podría buscarme problemas con el sindicato, pero los voy a dejar en buenas manos, en las de mi hijo Freddy, que les llevará con su coche particular y ustedes le abonan el mismo monto que me dieron a mí el otro día. ¿Les parece bien?

Muy justo no resultaba porque al padre le habíamos pagado por un día completo de trabajo y de aquel lunes ya había transcurrido casi la mitad y, además, Freddy no era taxista, pero no valía la pena complicarse la vida por minucias ni discutir por una cantidad de bolivianos que, en euros, salía ridícula, así que aceptamos.

Freddy resultó un conductor más temerario que su padre pero estábamos tan preocupados por lo que teníamos que hacer que casi nos daba lo mismo que se estrellara contra cualquier viejo vehículo cargado de animales o que nos sacara de la carretera dando vueltas de campana por el Altiplano. Afortunadamente, no ocurrió nada de todo esto y aterrizamos vivos en Taipikala, con nuestros bastones de Viracocha en las manos a modo de graciosos recuerdos, como visitantes que llegaban directamente del Mercado de los Brujos. Nadie nos detuvo ni nos registró las bolsas. Pagamos los boletos y entramos tan campantes, dispuestos, en primer lugar, a echar una mirada a la excavación de Puma Punku para comprobar si la catedrática andaba por allí. Y sí, estaba: pude verla con toda claridad a través de los prismáticos, sentada frente a una mesa, escribiendo en un gran cuaderno. De modo que nos encaminamos hacia Lakaqullu dando un largo rodeo por el Templete semisubterráneo para no ser descubiertos.

En cuanto dejamos atrás el palacio de Putuni, nos quedamos solos en la vasta extensión de terreno que nos separaba de nuestro objetivo. No se veía ni un alma y el viento frío se hizo más fuerte al no encontrar edificios que le impidieran el paso, zarandeando la maleza sin piedad en una dirección y en otra. Caminábamos en silencio, aturdidos por lo que se nos avecinaba, por lo que íbamos a hacer. Jabba y Proxi se cogieron de las manos; yo, me encerré más y más en mi interior, me hice pequeño dentro de mí mismo, como siempre que sentía miedo. No me asustaba saltarme alguna norma que otra en España, ni dejar mi tag en los lugares más protegidos y vedados, ni colarme con mi ordenador en sistemas oficiales para conseguir lo que me hubiera propuesto, pero jamás en la vida se me hubiera ocurrido invadir un monumento arqueológico con riesgo de dañarlo y, encima, en un país extranjero, como era el caso. No tenía ni idea de lo que podría pasar, sentía que no controlaba la situación, y eso me ponía nervioso y me asustaba, aunque no lo exteriorizase en absoluto porque mi paso seguía siendo firme y mis gestos decididos. Con sarcasmo pensé que, en eso, la catedrática y yo nos parecíamos bastante: ambos sabíamos ocultar nuestros verdaderos pensamientos.

La segunda placa con el casco de guerrero la encontramos a la misma distancia de la Puerta de la Luna que la primera, pero en dirección este. Pensamos que sería buena idea localizarla antes de empezar a clavar bastones por si acaso hacía falta hincarlos en las dos a la vez. Era exactamente igual que la otra, aunque mucho más estropeada, y, ya que estábamos, decidimos empezar allí mismo para no perder más tiempo. Jabba sujetó con fuerza el bastón más pequeño, el de ochenta centímetros, y lo incrustó despacio en el ojo del animal extraterrestre hasta que el borde de la circunferencia puso el límite y, entonces, la placa, junto con el metro cuadrado de maleza que estaba a su alrededor, empezó a hundirse lenta y silenciosamente con Jabba y uno de mis pies encima. Amedrentados, nos echamos hacia atrás de un salto para salir del pequeño ascensor que se perdía en las profundidades de la tierra mientras Proxi soltaba una exclamación de júbilo y se agachaba para mirar.

– ¡La entrada! -gritó por encima del lejano ruido de piedras que venía del fondo.

A mí el corazón me latía a mil por hora así que, dado el poco oxígeno del que podía disponer, sentí que me mareaba y que tenía que sentarme a toda prisa. Pero no fui el único: Marc, blanco como el papel, se dejó caer al suelo al mismo tiempo que yo.

– Pero, ¿qué os pasa? -preguntó, sorprendida, Proxi, mirándonos alternativamente a uno y a otro. Como ella se había inclinado para mirar, nuestras tres cabezas estaban a la misma altura.

– ¡Vaya porquería de aire que tienen en este país! -dejó escapar Jabba, dando bocanadas como un besugo sobre la cubierta de un pesquero.

– Eso -resoplé-, échale la culpa al aire.

Nos miramos y nos echamos a reír. Ahí estábamos los dos, como patos mareados, mientras Proxi resplandecía llena de entusiasmo.

– No valemos nada -me dijo Jabba, recuperando poco a poco el color en la cara.

– Estoy de acuerdo contigo.

Del fondo de aquel agujero salía un tufillo a tumba que acobardaba, una vaharada de humedad terrosa que revolvía el estómago. Me incliné junto a Proxi para mirar y vi unos escalones de piedra peligrosamente inclinados que se perdían en las sombrías profundidades. Saqué la linterna de mi bolsa y la encendí: los escalones descendían tanto que no podía verse el final.

– ¿Tenemos que meternos ahí dentro? -farfulló Jabba.

No le contesté porque la respuesta era obvia. Sin pensarlo dos veces me puse en pie, rodeé mi cabeza con el cordón del frontal de leds, lo encendí y, como un minero, comencé a bajar con mucho cuidado por aquella estrecha y apurada escalinata que parecía llevar hacia el centro de la Tierra. Ni siquiera me cabía un pie completo en cada peldaño, de modo que tenía que girarlos un poco y ponerlos de lado para no perder el equilibrio a las primeras de cambio. Conforme descendía, la pared que tenía enfrente se iba convirtiendo en techo, elevándose y reduciendo su ángulo respecto a la superficie, lo que me iba a dejar pronto sin punto de apoyo. Me detuve unos segundos, indeciso.

– ¿Qué sucede? -preguntó la voz de Proxi desde una altura considerable.

– Nada -contesté, y seguí bajando mientras sofocaba los gritos desesperados de mi instinto de supervivencia. Sentía el pulso en las sienes y un frío helado en la frente.

Para que mis pies siguieran descendiendo, me obligué a pensar en mi hermano, allá en Barcelona, acostado en su cama de hospital con el cerebro chamuscado.

– Ya no tengo donde sujetarme -avisé-. El pozo se ha hecho demasiado ancho para que llegue a ninguna parte con las manos.

– Ilumina bien a tu alrededor.

Pero, por más que iluminara girando la cabeza de un lado a otro, a mi alrededor no había otra cosa que espacio vacío delimitado, más allá de mis brazos, por muros de piedras perfectamente encajadas como las que se veían por toda Tiwanacu. Por suerte, los escalones empezaron también a ensancharse y a prolongarse.

– ¿Todo bien, Root? -el vozarrón de Jabba llegó hasta mí rebotando en los muros de aquella chimenea.

– Todo bien -exclamé con fuerza, pero era una de esas frases que se dicen por decir cuando no lo tienes nada claro.

El descenso se prolongó durante más tiempo del que me hubiera gustado. Al lado de aquello, cualquiera de las galerías verticales del subsuelo de Barcelona era una autopista de ocho carriles. Tenía las palmas de las manos sudorosas y echaba de menos mis útiles de espeleología: el menor resbalón con aquel jabonoso musgo negro que lo cubría todo daría con mis huesos contra las piedras del fondo y, si seguía vivo, Jabba y Proxi lo iban a tener muy crudo para sacarme de allí. Por eso descendía lentamente, tomando todas las precauciones posibles, afianzando muy bien un pie antes de colocar el siguiente y con todos mis sentidos alerta para evitar cualquier vacilación.

La primera señal que tuve de que aquello se acababa fue un cambio sutil en el aire: de repente se volvió menos pesado, más fluido y seco, y supe que me acercaba a un espacio grande. Un minuto después, mi linterna frontal iluminaba el final de la chimenea y el principio de un corredor lo suficientemente amplio para que cupiésemos los tres holgadamente.

– Veo el final -anuncié-. Hay un pasadizo.

– ¡Por fin se acaba esta maldita escalera! -oí tronar a Jabba.

En aquel momento yo estaba dejando atrás el último escalón e iluminaba el túnel que tenía enfrente. No había más remedio que seguirlo y avanzar. Proxi me alcanzó y el ruido de los pies de Jabba anunció su inminente aparición a nuestro lado.

– ¿Adelante? -inquirí, aunque no se trataba en realidad de una pregunta.

– Adelante -repuso ella, animosa.

En el mismo orden con el que habíamos descendido, tomamos el túnel. Era larguísimo, casi tanto como la chimenea, pero en sentido horizontal y perfectamente cúbico. El suelo, el techo y los muros estaban construidos también con grandes sillares encajados unos con otros. No sé qué esperaba encontrar al final de aquel largo pasillo que no se terminaba nunca pero, desde luego, no fue lo que descubrí. Con el susto, casi se me heló la sangre en las venas. Noté que Proxi se colocaba en silencio junto a mí y se cogía con fuerza de mi brazo mientras nuestros dos frontales enfocaban una gigantesca cabeza de cóndor que nos miraba con ojos ciegos desde el fondo del pasadizo.

– ¡Vaya! -murmuró ella, reponiéndose del sobresalto-. ¡Es impresionante!

Escuché un silbido agudo y vi un tercer foco luminoso sobre el monstruo y supe que Jabba había llegado y que estaba contemplando también la enorme cabeza que clausuraba el corredor a unos tres metros delante de nosotros.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó mosqueado.

– No tengo ni idea -farfullé.

Desde lo alto del túnel, la piedra se curvaba dibujando la frente del animal y deslizándose hasta los grandes ojos redondos, un par de círculos perfectos colocados sobre un pico enorme que caía en vertical, afilándose, hasta casi rozar el suelo. A ambos lados podía verse una pequeña porción de la parte inferior del pico. Proxi disparó varias fotografías con la cámara digital que, debido a la oscuridad, calibró automáticamente la intensidad del flash al máximo y soltó unos fogonazos impresionantes.

– Pues por ahí no se puede pasar -siguió diciendo Jabba.

– Eso ya lo veremos -afirmó Proxi, muy decidida, guardando la cámara y avanzando hacia la colosal escultura que parecía ir a comérsela en un abrir y cerrar de pico.

– ¡Espera! ¡No seas loca! -exclamó Jabba. Yo me giré, raudo, para mirarlos, y, en aquel momento de confusión, los rayos luminosos de las linternas bailaron sobre el cóndor y las paredes. En un parpadeo, me pareció ver algo junto a la cabeza del ave, así que, ignorando a mis colegas, hice un nuevo barrido por la zona con mi luz y vi, a la derecha, un extraño panel de grabados.

– Oh, oh… -dejó escapar Proxi al divisarlo.

– Espero que no se trate de una de esas maldiciones aymaras -dijo Jabba.

– Recuerda que no podría afectarnos -musité.

– No sé qué decirte.

Nos fuimos acercando con todas las precauciones del mundo, por si las moscas, y, por fin, nos detuvimos frente a cinco tocapus labrados en la roca y enmarcados por una pequeña moldura. A nuestra espalda, el gigantesco perfil derecho del pico del cóndor resultaba de lo más amenazador.

– Bueno, venga, saca el portátil -me sugirió Proxi, con la cámara de nuevo entre las manos, lista para tomar más fotografías-. Esto hay que traducirlo con el «JoviLoom».

– ¡A ver si vamos a tener un disgusto! -se alteró el gusano cobarde.

Mirando con aprensión la escultura, me senté en el suelo y apoyé la espalda contra ella mientras sacaba el ordenador de la bolsa y lo ponía en marcha. Crucé las piernas y, cuando el sistema estuvo listo, arranqué el programa traductor de mi hermano. Las dos ventanas se abrieron y, arrastrándolos con el pequeño ratón del portátil, fui trasladando de una a otra los cinco tocapus que aparecían en el muro. El primero contenía un rombo, el segundo una especie de reloj de sol con una raya horizontal en el centro, el tercero algo parecido a una tilde alargada pero más sinuosa, el cuarto un asterisco formado por tres pequeñas líneas cruzadas en el centro y, el quinto, dos rayas horizontales paralelas, muy cortas, semejantes a un signo de igual.

Confirmé que había terminado de «tejer» y el programa empezó sus particiones y alineamientos. No tardó mucho en ofrecer el extraño resultado: «Seis cortado en dos raíz de tres.»

– ¿«Seis cortado en dos raíz de tres»? -exclamé en voz alta, sorprendido.

– ¿Una división…? -Jabba no daba crédito a lo que oía. Tenía los ojos abiertos como platos-. ¡Una división! ¿Y qué demonios se supone que tenemos que hacer con una ridícula y absurda división? ¿En qué nos ayuda saber que seis dividido entre dos es igual a tres?

– No es eso exactamente lo que dice -objeté.

– ¡Pero es lo que quiere decir!

– No lo sabemos.

– ¿Me vas a contar tú a mí que…?

– ¡Aquí hay más! -gritó Proxi desde el otro lado del cóndor.

Sujeté el portátil por la cubierta y me puse en pie de un salto, corriendo en pos de Jabba, que había salido disparado. En el lado izquierdo del bicho, labrados en el muro, otros cinco tocapus casi idénticos a los anteriores aparecían también enmarcados por la misma pequeña moldura.

– ¡Menuda historia! -exclamé, acercándome al nuevo panel. Los tocapus primero, cuarto y quinto eran iguales mientras que el segundo y el tercero diferían. Cuando las miradas de mis colegas confluyeron interrogativamente sobre mí, supe que tenía que volver a sentarme en el suelo e introducir las piezas en el telar de Jovi. La traducción resultó, de nuevo, un completo galimatías: «Seis crecido en cinco raíz de tres.»

– Bueno, me da lo mismo si los yatiris decoraban sus paredes con fórmulas matemáticas -dijo Jabba-. La cuestión es que este pequeño pajarito -y propinó unas sonoras palmadas al monstruoso pico- pone fin al pasadizo. Se acabó. Punto. Volvamos a la superficie.

– Quizá se trate de resolver algún problema -razoné.

– Exactamente. Y si somos tan listos como para resolverlo, la cabeza del cóndor se abrirá como una puerta y podremos cruzar al otro lado. ¡Pues vaya manera de ayudar a una supuesta humanidad en problemas! Menuda pandilla de…

– Escuchadme los dos -nos interrumpió Proxi, zanjando la discusión-, tenemos dos planteamientos claros y sencillos: por un lado «Seis cortado en dos raíz de tres» y, por otro, «Seis crecido en cinco raíz de tres». El mismo número, es decir, el seis, se corta en dos y crece en cinco dando como resultado en ambos casos el tres. Obviamente, hay gato encerrado.

– Sí -admití-, lo hay, pero ¿cuál?

– La diferencia. Tiene que ser la diferencia -señaló ella-. Los tocapus divergentes son los que aportan información.

– Pues, venga -la animé-. Quizá haya que pulsarlos o algo así. Inténtalo, a ver qué pasa.

Muy decidida, se acercó al panel frente al que nos encontrábamos y apretó los tocapus segundo y tercero. No sucedió nada.

– En realidad -explicó-, no se hunden bajo la presión. Están fijos.

– Vamos a intentarlo en el panel de la derecha -propuse.

Nos encaminamos hacia allí y Proxi repitió la operación. Pero tampoco ocurrió nada.

– Igual que en el otro -murmuró-. No pueden pulsarse.

– ¿Y los demás? -pregunté.

Lo intentó y, luego, sin volverse, agitó la cabeza en sentido negativo.

– Volvamos al otro panel para presionar los tocapus que nos faltan -murmuré.

Pero de nuevo topamos con el fracaso más absoluto. Ninguno de los diez tocapus respondía a la presión de la mano. No eran piezas sueltas. Estaban tallados directamente en el muro.

– No lo entiendo… -se quejó la mercenaria-. Y, ahora, ¿qué?

– Quizá nos falta algo por encontrar -razoné-. Quizá estos dos paneles son sólo un ejemplo, una muestra para indicarnos cómo encontrar la solución.

– Claro, y luego se la gritamos al viento -se burló Jabba-. ¡Esto es absurdo!

– No, no lo es. Déjame pensar -repliqué-. Tiene que tener algún sentido.

– Pero, ¿qué sentido quieres que tenga? -siguió protestando él-. Se supone que los yatiris escondieron su secreto para que pudiera recuperarlo una humanidad destruida y necesitada, ¿no es cierto? ¡Pues esto parece una carrera de obstáculos! Y, además, ¿quién nos dice que se trata de una prueba? ¡No podemos saberlo!

– No te equivoques, Jabba-le expliqué-. Lo que hay ahí dentro no es comida. Los yatiris no eran la Cruz Roja. No hay medicinas ni mantas. Lo que escondieron antes de irse era un conocimiento, una enseñanza… Si, como suponemos, se trata del poder de las palabras, de un código oral de programación, tiene sentido que pusieran claves cifradas de acceso. Quizá no se trata de una prueba, es verdad. Quizá están enseñándonos algo. Creo que resolviendo este enigma aprenderemos alguna cosa que nos será útil más adelante.

– No te esfuerces, Root -se burló el gusano, poniendo los brazos en jarras y mirándome aviesamente-. ¿O es que no te das cuenta? Si estos dos paneles son la muestra, tendría que haber otro para introducir la solución. ¿Y dónde está, eh?

– ¡Aquí! -gritó Proxi desde algún lugar indeterminado.

– ¿Qué diablos…? -empecé a decir, siguiendo velozmente a Jabba, que ya corría en busca de Proxi. Por suerte, la recia espalda de mi colega, que se tambaleaba por el frenazo, detuvo también mi carrera porque, al tomar la curva del pico, hubiéramos tropezado con el cuerpo de la mercenaria, que estaba tumbada boca arriba en el suelo, con la cabeza metida bajo la cabeza del pájaro.

– Aquí hay nueve tocapus -dijo ella, y su voz sonó amortiguada por la escultura-. ¿Te los describo, Root, o vienes a verlos?

Aquella mujer era tan temeraria como el demonio.

– ¿Y por qué no los memorizas y los metes tú en el ordenador? -le respondí.

– Vale. Buena idea -dijo saliendo del escondite.

– ¿Cómo se te ha ocurrido meterte ahí debajo, loca? -la increpó Jabba.

– Pues, porque era lógico, ¿no? Faltaba un panel y tenía que estar en algún lado. La cabeza del cóndor era lo único que nos quedaba.

– Pero te has tirado al suelo sin pensarlo dos veces. ¿Y si lo hubieran puesto allá arriba? -señalé.

– Bueno, era el siguiente paso, claro -convino, muy tranquila, quitándome el portátil de las manos. La observamos mientras trasteaba con el telar informático y la vimos suspirar profundamente antes de levantar la cabeza para echarnos una mirada de estupefacción.

– «Dos cortado en dos raíz de uno» -murmuró-. «Dos crecido en cinco raíz de…»

– ¿De qué? -la urgí.

– De no se sabe. Te recuerdo que sólo hay nueve tocapus y en los dos paneles laterales hay diez.

– Pues eso es lo que hay que averiguar -dije-. Y no puede ser tan difícil… En realidad, si nos fijamos bien en los cuatro textos de los que disponemos, se puede adivinar la lógica oculta de la clave. Veamos -cogí el portátil y arranqué el procesador de textos, escribiendo, a continuación, las cuatro premisas-. «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres», «Dos cortado en dos raíz de uno», «Dos crecido en cinco raíz de…», vamos a poner equis, ¿vale? Pasémoslo a números. Supongamos que Jabba tenía razón cuando dijo que eran simples divisiones y multiplicaciones. Seis dividido entre dos es igual a tres y seis multiplicado por cinco es igual a treinta.

– No, la frase dice tres, no treinta -matizó él, puntilloso.

– Ya, pero hay un factor con el que no hemos contado: según me dijo la catedrática, los incas y las culturas preincaicas, a pesar de sus grandes conocimientos matemáticos y astronómicos, desconocían el número cero y, por lo tanto, no usaban el guarismo que representa la nada, el vacío.

– Vale, Root, de acuerdo -admitió Proxi, yendo, como siempre, a lo concreto-. Pero las culturas que desconocían el cero, que eran muchas, sabían representar perfectamente las decenas, las centenas, los millares… Simplemente, utilizaban símbolos distintos o repetían el mismo tantas veces como hiciera falta. Tu teoría falla.

– No, no falla -insistí-, porque estamos hablando de raíces, de la parte irreductible e inalterable de una palabra o de una operación matemática, y recuerda que el lenguaje aymara está formado por raíces a las que se agregan sufijos ad infinitum para formar todas las palabras posibles. Observa las frases: «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres». Si eliminas el cero en el resultado de la multiplicación por cinco, la raíz es la misma que en la división por dos.

– Lo que quiere decir que añadir ceros no altera la raíz numérica -convino Proxi, reflexionando en voz alta-. La raíz sigue siendo la misma, utilices el signo o notación que utilices para representar las decenas y las centenas.

– ¡Exacto! -asentí-. Y observa la segunda operación: «Dos cortado en dos raíz de uno», es decir, dos dividido entre dos igual a uno, y «Dos crecido en cinco raíz de» equis, como dijimos, o sea, dos multiplicado por cinco igual a diez. Raíz, por tanto, el uno.

– Lo único que veo claro -comentó Jabba- es que, si quitas los ceros, dividir por dos es lo mismo que multiplicar por cinco.

– ¿A que parece absurdo? -sonreí.

– No -declaró Proxi-, es coherente con un simbolismo numérico: si quitas el vacío, la nada, que es el cero, y te quedas con lo importante, que es la raíz, ¿qué más da dividir que multiplicar? El resultado es el mismo.

– Vale, está bien -arguyó Jabba-. Pero, ¿de qué nos sirve saber esto?

Lola, con una sonrisa, se inclinó ligeramente hacia él y, sujetándole la cabezota con las dos manos, le dio un pequeño beso en la mejilla. No solían ser muy expresivos delante de los demás, así que me sorprendió.

– Aunque no lo parezca -me dijo-, dentro de este cuerpo de luchador de sumo hay un alma sensible e inteligente.

Luego, mientras el atónito Jabba se tomaba su tiempo para reaccionar, se incorporó y, con un gesto ágil, se tiró de nuevo al suelo, en plancha, y se metió debajo del pico del cóndor, al que no parecía tenerle el menor respeto. Una vez allí, se giró para quedar boca arriba y la vimos tantear la piedra con mucha seguridad. En aquel momento no sabíamos lo que estaba haciendo, aunque era fácilmente presumible, pero, de repente, la enorme pieza formada por la frente, los ojos y la parte superior del pico, se levantó en el aire con un estruendo de roca y metal que recordaba al que hacía una losa de piedra friccionando contra otra o un puente de hierro bajo el peso de un camión en marcha. Aunque, claro, lo que chirriaba y crujía no podía ser hierro porque el hierro era desconocido en la América precolombina.

Jabba, asustado, saltó a tal velocidad hacia Proxi que no pude ver sus movimientos; sólo le distinguí después, cuando ya la arrastraba por los pies para sacarla de debajo de la cabeza. Yo, por mi parte, estaba completamente agarrotado. Toda la escena resultaba un tanto surrealista: sentado en el suelo con las piernas cruzadas, observaba a Jabba tirar de Proxi mientras la boca del cóndor se abría como la visera de un casco en medio de un ensordecedor ruido que no estaba lejos de ser el del fin del mundo. ¿Iba a devorarnos a los tres? Porque yo hubiera sido incapaz de moverme para salvar la vida.

Pero no, no nos devoró. Se detuvo justo a la altura del techo y allí se quedó, dejando a la vista un nuevo corredor, idéntico a aquel en que nos encontrábamos. Jabba, pálido y resoplando como un caballo, se encaró con Proxi:

– ¿Qué demonios has hecho, eh? -le gritó-. ¿Es que no estás bien de la cabeza? ¡Podías haberte matado y habernos matado a nosotros!

– En primer lugar, no me grites -repuso ella, sin mirarle, poniéndose en pie-, y, en segundo, sabía perfectamente lo que hacía. Así que cálmate, anda, que vas a volver a marearte.

– ¡Ya estoy mareado! ¡Mareado de pensar que podías haber muerto aplastada por esa vieja piedra!

Ella, muy tranquila, se dirigió hacia la boca del pájaro.

– Pero no he muerto, y vosotros tampoco, así que, venga, vamos.

– ¿Qué hiciste, Proxi? -le pregunté, siguiéndola al interior del pico abierto. Jabba permanecía furioso en el mismo lugar.

– Lo único obvio que podía hacerse: si la raíz de «Dos crecido en cinco» era el uno, sólo había un tocapu entre los diecinueve que representara ese número, el que indicaba el resultado de «Dos cortado en dos raíz de uno», de manera que volví a meterme bajo la barbilla del cóndor y, en efecto, el tocapu que el «JoviLoom» señalaba como signo del uno se hundió bajo la presión de mi mano. Después ya sabes lo que ocurrió.

Mientras me daba esta explicación, cruzamos la boca del pájaro y llegamos al nuevo corredor. Me disponía a darle un grito a Jabba para que se apresurara y viniera con nosotros de una maldita vez cuando me pareció escuchar un «clic» metálico y, sin mediar lapso alguno, el pico del cóndor comenzó a cerrarse. Proxi se volvió, asustada:

– ¡Marc! -gritó a pleno pulmón, pero el ruido de las piedras era demasiado ensordecedor-. ¡Marc, Marc!

Antes de que la visera de piedra volviera a cerrarse, mi gordo amigo se lanzó a través de la abertura como si se estuviera lanzando a una piscina. Por un instante vi peligrar sus piernas, que quedaron del otro lado, pero, sin tiempo para reaccionar, y mientras Proxi y yo le cogíamos de las manos y tirábamos de él desesperadamente, un muro lateral de casi un metro de ancho que salió de la pared izquierda empezó a clausurar la parte posterior de la cabeza. Por suerte, aunque Proxi tuvo que retirarse a toda prisa para no ser aplastada, en el último momento conseguí dar el tirón definitivo del brazo de Jabba, que salió entero aunque sucio y vapuleado.

Me dejé caer al suelo, exhausto, y contemplé el techo del corredor, iluminado por mi linterna frontal, cuyo haz de luz se movía al ritmo acelerado de mi respiración. Aquel aire tan pobre en oxígeno nos destrozaba, convirtiendo cualquier esfuerzo en una tarea sobrehumana que nos hacía escupir el corazón por la boca.

– No vuelvas a hacerme esto, Marc -oí murmurar a Proxi-. ¿Me oyes bien? No vuelvas a hacer el burro de esta forma.

– Vale -repuso él con voz compungida.

Intenté incorporarme y no pude; me costaba un mundo. No me hubiera importado quedarme allí un ratito descansando y recuperando el aliento pero, claro, ¿quién podía tumbarse a descansar en el interior de una pirámide tiwanacota sepultada bajo tierra desde hacía cientos de años, sobre un duro suelo de piedra que se adivinaba lleno de bichos y con la única salida anulada por un muro corredizo y una gigantesca cabeza de cóndor? No era plan, la verdad, así que, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, conseguí quedar sentado en el suelo, con la cabeza apenas un poco por encima de las rodillas dobladas.

Y, entonces, supe con total claridad dónde me hallaba. En mi mente se dibujó el plano escondido en el pedestal de Thunupa, en la Puerta del Sol, y recordé que, de la cámara central en la que se escondía la serpiente cornuda, salían cuatro largos cuellos con cabezas de puma por la parte superior y seis que terminaban en cabezas de cóndor por los laterales y la base. Es decir, que acabábamos de cruzar la primera cabeza de cóndor de la derecha (dado que habíamos entrado por la chimenea situada al este de la Puerta de la Luna) y nos encontrábamos en el cuello. Si no me equivocaba, después de una pequeña subida hacia el corazón de la pirámide, llegaríamos a los muros de la cámara.

– ¡Eh, vosotros dos! -exclamé sonriente-. Si dejáis de hacer el tonto un rato os cuento algo muy interesante.

– Suéltalo.

Les expliqué lo del cuello del cóndor, pero no parecieron muy impresionados. Claro que tampoco era una novedad: ya sabíamos que el pedestal era un mapa, pero por mi cabeza no había pasado hasta ese momento que el suelo que estaba pisando se correspondía con el diseño exacto de lo que aparecía tallado debajo del Dios de los Báculos.

– Venga, vámonos -propuse, poniéndome en pie con dificultad-. Ahora tendríamos que encontrar una escalinata o algo así.

– Espero que sea eso y no otra prueba del demonio -graznó Jabba.

– ¿Qué acabas de prometerme? -le increpó Proxi, mirándole de mala manera.

– ¡Que sí, vale! No voy a quejarme más.

– Pues no se nota -le dije, poniéndome en marcha.

– ¡Yo siempre cumplo mis promesas!

– A ver si es verdad, porque mi abuela sería más llevadera que tú.

– ¡Yo los canjeaba ahora mismo! -celebró Proxi, soltando una carcajada.

Y, entonces, mientras me cargaba la bolsa al hombro, vi el pilar de piedra justo a mi derecha, casi pegado a la pared. Parecía una de esas fuentes de los parques que tienen la altura adecuada para que los críos puedan beber (con ayuda) pero no jugar con el agua. Me acerqué despacio y vi que sobre ella, a modo de libro en un atril, había una especie de tableta de piedra del tamaño de un folio llena de pequeños agujeros perforados sin orden.

Jabba y Proxi se acercaron a mirar.

– ¿Qué es eso? -preguntó él.

– ¿Tú crees que yo he venido enseñado a este sitio? -protesté, poniéndome la piedra sobre la cabeza-. Un sombrero.

– No te queda nada bien -comentó Proxi, mirándome con ojos expertos y dejándome ciego, a continuación, con un destello de flash.

– ¿Nos lo llevamos?

– Pues claro -afirmó ella-. Yo diría que estaba ahí precisamente para que lo cogiéramos. ¿Quién sabe? A lo mejor lo necesitamos más tarde.

Así que lo guardé en mi bolsa y, cuando volví a ponérmela al hombro, noté que su peso se había decuplicado.

Caminamos durante un buen rato, pendientes de los menores detalles, pero, pese a mi convicción de encontrar rápidamente una escalinata o una rampa, el pasadizo seguía plano y no se apreciaba subida alguna.

– Esto no me cuadra -murmuré al cabo de quince minutos de caminata.

– Ni a mí -convino Proxi-. Deberíamos estar subiendo por el cuello del cóndor para alcanzar el muro exterior de la cámara y, sin embargo, llevamos mucho tiempo avanzando en sentido horizontal.

– ¿Cuánto tardamos en recorrer el pasillo anterior? -preguntó Jabba.

– Unos diez minutos -repuse.

– Pues ya nos estamos pasando.

Y, por hablar, en cuanto mi amigo cerró la bocaza, otra cabeza de cóndor se divisó frente a nosotros. Era bastante más pequeña que la anterior y sobresalía desde el centro de un sólido muro de piedra. Noté que me cambiaba el humor de gris a negro cuando vi que a derecha e izquierda de la cabeza, la pared estaba completamente llena de unos tocapus bastante grandes. La sospecha de otra emboscada aymara se me atascó en el cerebro.

– Bueno, pues ya estamos aquí -dijo Proxi cuando los tres nos detuvimos con caras inexpresivas frente al animalito-. Saca el portátil, Root.

– Iba a hacerlo ahora mismo -repliqué, pero la verdad era que estaba cavilando que, si aquella pequeña cabeza de piedra era el conducto por el que debíamos pasar, Jabba tendría muchas dificultades para atravesarla.

– No, no, espera -exclamó él de repente, alejándose-. Fíjate. ¡Son las figuras arrodilladas que hay a los lados del Dios de los Báculos!

Y, mientras lo decía, iba poniendo el dedo índice sobre algunos de los tocapus que aparecían en la pared de la derecha. Señalaba arriba, abajo, a un lado… Los geniecillos alados que algunos tomaban por ángeles brotaban, sin orden ni concierto, del texto aymara.

– Los de este lado tienen todos cabezas de cóndor.

– Sí, como en la puerta -confirmé.

– Y los de aquí -Proxi se había colocado a la izquierda-, cabezas humanas.

– ¿Siguen alguna frecuencia? ¿Son simétricos? -quise saber, echándome hacia atrás para abarcar todo el muro con la mirada. Conté los tocapus que había en la fila superior de cada panel (cinco) y los que había en las primeras columnas (diez), de modo que, en total, había cien tocapus, cincuenta a cada lado, y diez de ellos eran geniecillos alados: cinco con cabeza de cóndor a la derecha y otros cinco con cabeza humana a la izquierda. Y no hizo falta que nadie respondiera a mis preguntas porque, con la visión panorámica, y una vez localizados los diez elementos discordantes, la forma que trazaban era fácilmente reconocible: la punta de una flecha a cada lado que señalaba hacia la cabeza del centro. Si ésta no hubiera estado separándolas, habrían formado una equis.

– Ya lo ves -comentó Proxi-. Simetría perfecta.

– Deberíamos traducir el texto para saber qué dice -propuso Jabba.

Un lejano fragor de rocas llegó desde el fondo del corredor, sobresaltándonos.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -dejé escapar.

– Tranquilo, amigo -me dijo Jabba, provocador-, no puede pasarnos nada malo: ya estamos encerrados aquí dentro. Por si no te habías dado cuenta, si no conseguimos resolver este nuevo enigma nos quedaremos atrapados en este sitio hasta que nos pudramos vivos.

Me quedé mirándolo sin decir ni una palabra. Esa maldita idea ya había pasado por mi cabeza pero no había querido darle importancia. No íbamos a morir allí, estaba seguro. Un sexto sentido me decía que aún no había llegado mi hora, y me negaba a considerar siquiera la posibilidad de que no seríamos capaces de solventar cualquier dificultad que nos surgiera. Costara lo que costase, llegaríamos hasta la cámara.

La quietud y frialdad de mi mirada debieron de afectarle. Bajó los ojos, avergonzado, y se giró de nuevo hacia los tocapus de la derecha. No era momento para enfadarse ni para malos rollos, así que pensé que debía ayudarle a salir de la embarazosa situación en la que se había metido él solo.

– ¿Qué decimos siempre en Barcelona? -le pregunté; él no se volvió-. El mundo está lleno de puertas cerradas y nosotros nacimos para abrirlas todas.

– Esa frase la tengo puesta en la pared de mi despacho -comentó Proxi con voz alegre, echándole también un cable a Jabba.

– Vale -repuso él, girándose para mirarnos con una media sonrisa en los labios-. Habéis conseguido despertar mi parte de animal informático. Luego, no me pidáis responsabilidades.

Cogió el portátil y se sentó frente al panel de la izquierda, el que tenía las figuras aladas con cabeza humana, y comenzó a copiar los tocapus en el «JoviLoom» mientras Proxi y yo examinábamos la pared y los personajillos zoomorfos. Lo cierto era que ni en las fotografías que habíamos visto en casa ni en la misma Puerta del Sol habíamos podido apreciar los curiosos detalles que presentaban esos hombrecitos. Parecían correr si querías verlos correr, pero también podías verlos arrodillados si imaginabas que su actitud era suplicante. El artista que los había creado buscó con toda seguridad esa ambigüedad en el gesto, para que no quedara tan clara su indicación de que se debía suplicar a Thunupa para encontrar la forma de entrar en Lakaqullu. Todos ellos tenían alas, unas alas muy grandes, aunque, ahora que teníamos la oportunidad de verlas de cerca, también podían considerarse como capas movidas por el viento. Todos llevaban, además, un báculo invertido idéntico al de la mano izquierda de Thunupa, pero no terminaba en una cabeza de cóndor sino en la de un animal que parecía un pato con el pico chafado hacia arriba o un pez de boca enorme. Los que tenían cabezas de pájaro, situados a la derecha, miraban hacia arriba, hacia el cielo y sus cuerpos estaban girados hacia el centro, hacia el cóndor de piedra; los que tenían cabezas humanas, frente a los cuales estaba sentado Jabba con el ordenador, tenían el cuerpo y la vista puestos en la gran cabeza del muro.

– Bueno -dijo, por fin, Jabba-, la traducción es literal y no queda muy clara, pero el texto dice algo así como «Las personas se sujetan al suelo, hunden sus rodillas en la tierra y colocan sus ojos en lo inútil».

– ¡Qué barbaridad! -exclamé, perplejo-. ¡El mundo no ha cambiado nada en cientos de años!

Jabba se puso en pie y se fue hacia el segundo panel, enfrascándose de nuevo en el trabajo. Su cambio de actitud resultaba tranquilizador.

– ¿Las personas se sujetan a la tierra, se arrodillan y colocan sus ojos en lo inútil? -me preguntó Proxi como si yo tuviera la respuesta al dilema. Me limité a levantar los hombros con un gesto que venía a decir algo así como que yo sabía lo mismo que ella, es decir, nada. Los geniecillos alados seguían atrayendo mi atención. Si su aspecto ya era raro de por sí, más extraños eran los dibujos que aparecían dentro de sus cuerpos, como la larga serpiente en el interior de las alas-capas o los pequeños laberintos en sus pechos, y los cuellos y cabezas que salían de sus piernecillas, brazos y tripas y, todo eso, sin mencionar las inexplicables palancas y botones que aparecían en sus caras y los símbolos de sus tocados. Eran medio hombres, medio animales y medio máquinas. Desde luego, algo indefinible y muy extravagante.

– Ahí va el segundo texto -informó Jabba-: «Los pájaros se levantan para volar, escapan veloces y colocan sus ojos en el cielo.»

– Creo que todo eso no nos sirve de nada -comenté.

– Yo creo que sí -me rebatió Proxi-. Aún no sabemos cómo usarlo, pero estoy segura de que no son frases puestas al azar.

– ¿Unos tipos que dominan el poder de las palabras -me increpó Jabba, con el ardor de un nuevo converso- van a colocar sentencias filosóficas sin sentido en una puerta cerrada que debernos abrir? ¡Venga, Root, usa el cerebro!

– ¡Vale, de acuerdo! -admití a regañadientes-. Seguramente son la clave para abrir el pico de este cóndor.

– Pues, hala, a pensar -dijo él, llamándonos con las manos para que tomáramos asiento a su lado.

– Antes debo contaros algo que he descubierto -anunció Proxi, dirigiéndose al panel de los cabezas de pájaro-. Todos los tocapus están grabados en el muro, pero las figuras son botones que se pueden pulsar, como en la prueba anterior, en la que el tocapu que representaba el número uno podía apretarse para poner en marcha el mecanismo. Aquí hay, sin duda, que marcar una combinación digital como en los cajeros automáticos.

Y, diciendo esto, empezó a oprimir las figuras, una detrás de otra, para demostrarnos que se hundían y que eran, en realidad, como las teclas de un cuadro de mandos.

– ¡No! -gritó una voz desesperada a nuestras espaldas-. ¡Pare! ¡Quieta! ¡No siga!

En cuestión de décimas de segundo, y antes de que tuviéramos tiempo siquiera de reaccionar a los gritos, el suelo comenzó a temblar y a desgajarse como si un terremoto lo estuviera sacudiendo. Los sillares acoplados con aquella perfección que deslumbraba a los expertos se desnivelaron y apenas tuvimos tiempo de salir de los que se hundían para saltar y agarrarnos como locos a los que permanecían en su sitio. Y, de pronto, tras unos segundos angustiosos -pues no duró mucho más el seísmo- un silencio total asoló el lugar, indicando que el desastre había terminado. Yo no podía mover ni un músculo, tumbado boca abajo como estaba contra la losa de piedra a la que me había encaramado al comprender que la que tenía bajo los pies se sumergía en las profundidades.

– ¿Están bien? -preguntó desde el fondo del corredor la voz que antes había gritado para advertirnos del peligro y que, ahora, al oírla de nuevo, me resultó terriblemente familiar y conocida: aquel timbre grave de contralto y aquella cadencia no podían ser de otra persona que de la catedrática, Marta Torrent. Pero en mi mente no había espacio para ella, para mosquearme o preguntarme qué demonios hacía allí, porque, ante todo, tenía que averiguar qué había sido de Proxi y Jabba.

– ¿Dónde estáis? -grité, levantando la cabeza-. ¡Marc! ¡Lola!

– ¡Ayúdame, Arnau! -aulló mi amigo desde algún punto detrás de mí. Me incorporé a toda prisa y, debajo de una tenue nube de polvo, distinguí el corpachón de Jabba tumbado boca abajo sobre una losa separada de la mía por un salto de un metro. Su cabeza y sus brazos se hundían en el vacío-. ¡Proxi se cae! ¡Ayúdame!

Salté hacia él y me tiré al suelo, a su lado. Creo que nunca había sentido tanta angustia como cuando vi la cara espantada de Lola mirándonos a ambos desde una grieta sin fin de cuyo fondo sólo la separaba la mano de Marc que sujetaba la suya. Me arrastré hasta el borde todo lo que pude y extendí el brazo para aferrarla por la muñeca y tirar de ella con todas mis fuerzas. Poco a poco, entre los dos empezamos a izarla, pero costaba muchísimo, como si una fuerza invisible la arrastrara hacia abajo multiplicando su peso. Sus ojos nos miraban fijamente, suplicando una ayuda que su boca no pedía, cerrada por el pánico. Noté que alguien ponía el pie junto a mi costado porque me rozó y luego vi otro brazo que se tendía hacia Proxi y que agarraba su mano para ayudarnos a sacarla. Con la fuerza de tres personas, Lola ascendió rápidamente y puso el pie, por fin, en la losa en la que todos nos encontrábamos. Sólo entonces, abrazada a Jabba, empezó a sollozar calladamente, desahogando el pánico que aún sentía, y sólo entonces, vislumbré a la catedrática que, con los brazos en jarras, respiraba afanosamente por el esfuerzo y contemplaba a mis amigos con el ceño fruncido.

Puse una mano sobre el hombro de Lola y ésta, girando la cara hacia mí, se soltó de Jabba para abrazarme sin dejar de llorar. Le devolví el abrazo fuertemente, notando cómo se iban calmando los latidos de mi corazón. Aunque resultara increíble, Proxi había estado a punto de morir ante nuestros propios ojos. Cuando me soltó para regresar a los brazos de Jabba, me volví hacia la catedrática.

– Gracias -me sentí obligado a decir-. Gracias por su ayuda.

– Fue una imprudencia lo que hizo -dijo, tan amable como siempre.

– Es posible -repliqué-. Seguramente, usted no se ha equivocado nunca y por eso no puede comprender los errores de los demás.

– Yo me he equivocado muchas veces, señor Queralt, pero llevo toda mi vida en excavaciones arqueológicas y sé lo que no debe hacerse. Ustedes no tienen ni idea. Hay que ser muy prudente y desconfiado. Nunca se debe bajar la guardia.

Miré a mi alrededor. El suelo del corredor, hasta donde alcanzaba la luz de mi linterna frontal, se había convertido en un puñado discontinuo de sillares de piedra a modo de islas separadas no por el mar sino por anchas grietas. Por fortuna, el camino no había quedado cerrado; de hecho, podía saltarse de una piedra a otra sin demasiado peligro, pero, honestamente, la situación había cambiado de forma radical para mí, y no digamos para Marc y Lola: ahora sabíamos que había peligro, un auténtico peligro mortal, en lo que estábamos haciendo.

– ¿Hasta dónde llegan los hundimientos? -le pregunté a la catedrática.

– Unos diez metros -me respondió, acercándose-. A partir de allí, el suelo sigue firme.

– ¿Podemos regresar a la superficie?

– No lo creo -su voz sonaba tranquila, desprovista de ansiedad-. La primera cabeza del cóndor y el muro posterior han sellado la salida por ese lado.

– Por lo tanto, debemos seguir.

Ella no dijo nada.

– ¿Cómo nos ha descubierto? -pregunté sin volverme-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

– Sabía que vendrían -repuso-. Sabía lo que pensaban hacer, de modo que estaba preparada.

– Pero la vimos trabajando en la excavación y no había nadie cerca cuando descubrimos la entrada.

– Sí que había. Uno de los becarios estaba apostado en la colina de Kerikala. Le pedí que vigilara Lakaqullu con prismáticos y que me avisara en cuanto ustedes aparecieran. Aunque la maleza ocultaba la entrada, no me fue difícil encontrarla porque les vi meterse en ella y desaparecer.

Entonces sí me giré para mirarla. Estaba serena y, como siempre, parecía muy segura de sí misma y de sus decisiones.

– ¿Y se metió usted sola en la chimenea y en el corredor?

– Caminaba a poca distancia de ustedes. De hecho, seguía las luces de sus linternas. Llegué a tiempo de escuchar cómo contaba usted a sus amigos lo que yo le había explicado en mi despacho sobre la ignorancia del cero en la cultura tiwanacota.

O sea, que le habíamos servido en bandeja la solución para abrir la primera cabeza de cóndor.

– ¿Y cuándo pensaba comunicarnos la alegre noticia de su presencia? -pregunté con rabia mal disimulada.

– En el momento oportuno -declaró sin inmutarse.

– Naturalmente.

Estábamos todos en un buen lío. Por un lado, ella seguía obstinadamente empeñada en aprovecharse hasta el final de nuestros descubrimientos y los de mi hermano; por otro, una sola palabra suya podía dar con nuestros huesos en la cárcel por haber transgredido las leyes bolivianas vulnerando un monumento arqueológico único en el mundo y, además, Patrimonio de la Humanidad. La balanza mostraba el fiel en el centro y los platillos equilibrados; al menos, hasta que saliéramos de Bolivia. Si salíamos.

– Mire, doctora -me dolía un poco la cabeza, así que cerré los ojos y me masajeé suavemente la frente-, hagamos un trato. Yo sólo quiero encontrar una solución para la enfermedad de mi hermano. Si usted nos ayuda -por no decirle, «si no nos denuncia y nos permite seguir»-, podrá quedarse con el mérito de todo lo que descubramos, ¿de acuerdo? Estoy seguro de que Daniel preferirá renunciar al éxito académico que quedarse como un vegetal el resto de su vida.

La catedrática me miró de forma indefinible durante unos segundos y, por fin, esbozó una sonrisa. ¿Quién no sonreiría cuando le regalan lo que más ambiciona?

– Acepto su oferta.

– Bueno, ¿qué sabe usted de toda esta historia?

Aquella cínica mujer volvió a sonreír enigmáticamente y permaneció callada un buen puñado de latidos.

– Mucho más de lo que usted se imagina, señor Queralt -dijo, al fin-, y, sin duda, mucho más que usted y sus amigos, de modo que no perdamos el tiempo y pongamos manos a la obra. Tenemos que abrir una cerradura aymara, ¿recuerda?

Jabba y Proxi, cogidos por la cintura, nos contemplaban con ojos atónitos. Por el gesto de sus caras adiviné que estaban de acuerdo con mi decisión de integrar pacíficamente a la doctora en nuestro equipo. No era momento para pulsos de fuerza ni para desafíos en disparidad de condiciones. Ahora bien, en cuanto volviéramos a casa, pensaba contratar al mejor equipo de abogados de España para ponerle el pleito más gordo de la historia del mundo y acabar con ella para siempre. Eso no lo esperaría la doctora, de modo que, por el momento, podíamos reducir hostilidades. Todo a su tiempo.

La catedrática saltó cuidadosamente de piedra en piedra hasta situarse lo más cerca posible del muro con la cabeza de cóndor. A mis pies había dejado una mochila vieja y deteriorada.

– Veamos… ¿Qué tenemos aquí? -murmuró examinando los tocapus-. «Las personas permanecen en el suelo, se arrodillan y fijan sus ojos en lo superfluo» -leyó con una soltura pasmosa-. «Los pájaros levantan el vuelo, se impulsan veloces y fijan sus ojos en lo alto.»

Nos quedamos perplejos. La catedrática leía el aymara como si fuera su propia lengua, dejando la traducción del telar de Jovi a la altura del tacón. Pero, además, quizá por su deseo de demostrar hasta qué punto controlaba el tema, siguió explicando en voz alta su razonamiento:

– Estas frases -dijo, cruzando los brazos sobre el pecho- son un juego de palabras cuya finalidad es oponer las ideas de pasividad y estancamiento a las de movimiento y transformación: los humanos permanecen estables en la tierra, mientras que los pájaros evolucionan sustituyendo la tierra por el cielo. En resumidas cuentas, estamos hablando del uso de las fuerzas dinámicas para la obtención de un cambio.

No sé si esperaba que dijéramos algo pero, como hablaba igual que si estuviera impartiendo una clase, nos mantuvimos callados.

– En cualquier caso, las figuras de los adoradores de la Puerta del Sol aparecen mezcladas con el texto formando figuras triangulares con vértices que apuntan a la cabeza de cóndor. Si considerásemos ambas tablas como una sola y numerásemos las filas y las columnas del uno al diez, como si se tratara de un tablero de ajedrez… -se pinzó el labio inferior con el pulgar y el índice, pensativa-, la figura cambiaría radicalmente porque entonces tendríamos dos líneas diagonales cruzadas en el centro, una formada por dos pájaros y tres humanos y otra por dos humanos y tres pájaros.

– Cinco -se le escapó a Proxi, que seguía la explicación con gran interés-. Las dos líneas diagonales suman cinco figuras cada una. Lo digo porque estoy convencida de que todo esto tiene que ver con la prueba anterior, la de multiplicar por cinco y dividir por dos.

– Sin duda se trata de una progresión en conocimientos y habilidades -repuso la doctora Torrent-. Nos enseñan algo y nos piden que lo apliquemos de manera práctica. ¿Somos dignos de acceder a un poder superior o, por el contrario, nuestra incapacidad mental nos cierra las puertas?

Yo estaba alucinado escuchándolas a las dos, sobre todo a la catedrática. Tenía una forma de razonar absolutamente científica y una manera de explicarse definitivamente pedagógica, y Proxi, nuestra Proxi, captaba la onda como un receptor de radar, reaccionando en sintonía.

– Oiga, doctora… -la interrumpió Jabba-. ¿Usted no sabe hablar como las personas normales? ¿Siempre tiene que ser tan rebuscada?

Marta Torrent le miró achicando los ojos, como si se concentrara para enviarle rayos gamma que lo convertirían en un charquito de plasma, y pensé que allí se iba a montar una buena si no intervenía para detenerlo. Sin embargo, aquella fue la ocasión en que aprendí que los ojos achinados de la doctora eran el paso previo a su risa incontenible. En lugar de ofenderse y reaccionar como una Némesis enfurecida, sus carcajadas repicaron en la galería de suelo agujereado y rebotaron por los muros, multiplicándose. Al final, parecía que nos hubiera rodeado un coro de bacantes.

– ¡Oh, lo… siento, señor…! -quiso disculparse mientras intentaba dejar de reír-. No… no recuerdo su nombre, perdóneme.

– Marc. Me llamo Marc -respondió él de mala gana.

Yo pensé: «Bond. James Bond.» Pero me callé.

– Marc, perdóneme. No quería molestarle. Es que, ¿sabe?, mis hijos y mis alumnos siempre se están burlando de mí por la forma que tengo de hablar. Por eso me ha hecho gracia. Espero no haberle ofendido.

Jabba sacudió la cabeza, denegando, y le dio la espalda para dejar bien clara su indiferencia, pero yo, que le conocía bien, sabía que le había gustado la respuesta. Aquella situación empezaba a resultar bastante incómoda.

– Muy bien, veamos -murmuró Proxi, colocándose junto a la catedrática-. Si numeramos las filas y las columnas como usted ha dicho, del uno al diez, tenemos que la diagonal con tres cóndores y dos humanos tiene sus cinco figuras situadas en las casillas 2-2, 4-4, 6-6, 8-8 y 10-10, mientras que la diagonal con tres humanos y dos cóndores las tiene en 1-10, 3-8, 5-6, 7-4 y 9-2. Por lo tanto, la más regular es la de los tres cóndores.

Para entonces yo ya había hecho varias rápidas operaciones mentales con los números, y estaba llegando a la conclusión de que la serie irregular carecía de sentido matemático mientras que la regular se correspondía, limpiamente, con los cinco primeros números enteros cuyo resultado, al dividir por dos y multiplicar por cinco, tenían la misma raíz.

– Hay que pulsar las cinco figuras de la diagonal con tres cóndores -dijo en ese momento el gusano rechoncho.

– Yeso, ¿por qué? -pregunté, molesto. Otra vez se me había adelantado.

– ¿Es que no lo ves, Root? -me recriminó Proxi-. Dos, cuatro, seis, ocho y diez son divisibles por dos y multiplicables por cinco con la misma raíz, mientras que la otra serie carece de lógica.

– Sí, ya lo había notado -observé, acercándome-, pero ¿por qué hay que pulsar las cinco figuras?

– Porque son cinco, señor Queralt, cinco repartidas en dos tablas. Cinco y dos, los números de la primera prueba, y, además, siguiendo la idea contenida en las frases, los cóndores implican movimiento mientras que los humanos sugieren inmovilidad. En la diagonal de las cinco cifras divisibles por dos y multiplicables por cinco hay tres cóndores, mientras que en la otra hay tres humanos.

– Quizá el número tres tenga algo que ver con la siguiente prueba -comentó Jabba.

Proxi frunció el ceño.

– ¡A ver si somos más positivos! -le recordó.

– ¿Qué he dicho? -protestó él.

– Bueno, pero… ¿y si pulsamos esa combinación y resulta que el suelo termina de hundirse bajo nuestros pies? -comenté yo con aprensión.

– El suelo no se va a hundir -rezongó Proxi-. El razonamiento es perfectamente lógico y coherente. Tan limpio como un bucle infinito.

– ¿Qué es eso del bucle infinito? -quiso saber la catedrática.

– Un grupo de instrucciones en código que remiten unas a otras eternamente -le explicó-. Algo parecido a «Si Marc es pelirrojo entonces saltar a Arnau y si Arnau tiene el pelo largo, entonces volver a Marc». Nunca termina porque es un planteamiento absoluto.

– Salvo que yo me cortase el pelo y Marc se tíñese de rubio. Entonces dejaría de ser absoluto.

Era un buen chiste, pero a ellas no pareció hacerles la menor gracia, así que nosotros dos, que nos habíamos echado a reír, nos callamos.

– De todas formas -propuse reprimiendo la última y desgraciada sonrisa y hablando lo más juiciosamente que pude para recuperar la dignidad perdida-, tres de nosotros deberíamos retroceder hasta la zona del corredor en la que el suelo permanece entero y uno, asegurado con la cuerda, se quedaría aquí para pulsar la combinación. En caso de que el suelo terminara de hundirse, los otros tres lo sujetaríamos.

– ¿Qué es eso de «lo sujetaríamos»? ¿Ya te estás escaqueando? -insinuó discretamente Jabba.

– Ni tú ni yo podemos ser esa persona porque pesamos demasiado. ¿Lo entiendes? Debe ser una de ellas dos. No es una cuestión de valor sino de sobrecarga.

– Ha quedado muy claro, señor Queralt -convino la catedrática, sin inmutarse-. Yo pulsaré los tocapus. -Y ante el inicio de un gesto de protesta por parte de Proxi, levantó la mano en el aire, deteniéndola-. No es por ofenderla, Lola, pero yo estoy más delgada y, por lo tanto, peso menos. Se acabó la discusión. Denme esa cuerda y aléjense.

– ¿Está segura, Marta? -inquirió Proxi, no muy convencida-. Yo practico la escalada y podría defenderme mejor.

– Eso está por ver. Llevo toda mi vida trabajando en excavaciones y sé ascender y descender por una soga, así que márchense. Venga. No perdamos más tiempo.

En un abrir y cerrar de ojos, le fabricamos a la catedrática un arnés con la cuerda y nos retiramos hacia el fondo del túnel saltando de losa en losa hasta alcanzar territorio seguro, entonces nos sujetamos nosotros también de manera que pudiéramos ejercer la máxima tensión si ocurría el accidente. Desde la distancia a la que nos encontrábamos, nuestras luces apenas iluminaban la pared del fondo, de manera que no vimos lo que hacía la catedrática y yo estaba aún esperando a que todo saltara por los aires, con los músculos rígidos, cuando un ruido como de trueno que empieza en la lejanía se desató sobre nuestras cabezas. Al levantar la mirada, los frontales enfocaron una estrecha franja del techo, el centro mismo, que, como una cinta adhesiva que se despega, comenzaba a descender justo encima de nosotros.

– ¡Doctora Torrent! -grité a pleno pulmón-. ¿Se encuentra bien?

– Perfectamente.

– ¡Pues venga hacia aquí para que podamos soltar la cuerda y alejarnos de la que se nos viene encima!

– ¿Qué ocurre? -preguntó; su voz sonaba más cercana.

– ¡Mire, señora! -bramó Jabba-. ¡No es momento para explicaciones! ¡Corra!

La cuerda se aflojó en nuestras manos y la fuimos recuperando hasta que vimos a la doctora Torrent dar el último salto hacia nosotros. Para entonces, la pétrea banda de cielo raso estaba a punto de aplastarnos, de modo que nos dispersamos hacia los muros laterales y nos pegamos a ellos como si fuéramos sellos y, aun así, la cosa aquella estuvo a punto de rasurar, por muy poco, la barriga del más gordo de nosotros. Sólo entonces caímos en la cuenta de que el descenso había sido en diagonal, es decir, que se trataba en realidad de una escalera de increíble longitud que partía justo desde encima de la pequeña cabeza de cóndor y que terminaba a nuestros pies invitándonos a subir por ella. Pero no por el hecho de ver con claridad la situación nos decidíamos a despegarnos de las paredes. Allí nos quedamos, con los ojos vidriosos por el pánico y las aletas de la nariz batiendo enloquecidas el polvo que se había desprendido del techo.

La primera de nosotros cuatro en reaccionar fue Proxi.

– Señoras, señores… -musitó aprensiva-, el cuello del cóndor.

– ¿Del primero o del segundo? -inquirió Jabba con una voz que no le salía del cuerpo. Permanecía adherido al muro encogiendo la barriga.

– Del primero -afirmé sin moverme-. Recuerda el dibujo del mapa de Thunupa.

La catedrática nos examinó a los tres con un gesto oscuro en el rostro.

– ¿Son ustedes tan listos como parecen -preguntó- o todo esto lo han sacado de los supuestos papeles de su hermano, señor Queralt?

Pero, antes de que pudiera responderle, Proxi se me adelantó:

– Suponemos que Daniel lo había descubierto porque su documentación nos dio las pistas necesarias para averiguarlo. Pero no estaba todo en los papeles.

– Jamás escribo todo lo que sé -murmuró ella, pasándose las manos por el pelo para quitarse la tierra que le había caído encima.

– Probablemente porque no lo sabe todo -concluí, dirigiéndome hacia el primer peldaño de la escalera, del que partían dos gruesas cadenas que ascendían hacia lo alto-, o porque no sabe nada.

– Será eso -repuso con fría ironía.

Empecé a subir con cuidado por aquellos dientes de sierra sin pasamanos que habían caído del cielo.

– ¿Esto es oro? -oí que preguntaba Proxi, mosqueada. Me giré y la vi examinando una de las cadenas.

– ¿Es oro? -repetí, asombrado.

La catedrática pasó una mano por los eslabones para quitar la pátina de suciedad y la luz de su linterna frontal, mucho más grande y antigua que las nuestras, iluminó un dorado brillante. Proxi, para variar, empezó a disparar fotografías. Si salíamos de allí, íbamos a tener un álbum fantástico de nuestra odisea.

– Sí, lo es -afirmó Marta Torrent, tajante-. Pero no debe sorprendernos: el oro abundaba por estas tierras hasta que llegamos los españoles y, además, los tiwanacotas lo consideraban sagrado por sus asombrosas propiedades. ¿Sabían que el oro es el metal precioso más extraordinario de todos? Es inalterable e inoxidable, tan dúctil y fácilmente maleable que puede transformarse en hilos tan finos como capilares o en gruesos y resistentes eslabones como éstos. El tiempo no le afecta, ni tampoco ninguna sustancia presente en la naturaleza. Es un conductor eléctrico inmejorable y no provoca alergias ni es reactivo, sin olvidar que tiene uno de los índices de reflexión de la luz más altos del mundo, ya que devuelve hasta los rayos infrarrojos. Es tan fuerte que los motores de las naves espaciales están cubiertos de oro porque es el único metal capaz de aguantar las altísimas temperaturas generadas en su interior sin derretirse como el chocolate en la mano.

En la crónica de los yatiris que mi hermano había elaborado con textos dispersos ya se mencionaba que éstos habían dejado escrito su legado en oro porque era el metal sagrado que duraba eternamente. Pero, ¿por qué una antropóloga especialista en etnolingüística había realizado semejante investigación sobre dicho metal? Ella nos miró a los tres y debió de leer la pregunta en nuestras caras.

– Me llamó mucho la atención descubrir que los yatiris redactaban sus textos sobre planchas de oro, como ya sabrán. No podía comprender la razón. Pensaba que si querían dejar mensajes en un soporte realmente resistente hubieran podido utilizar la piedra, por ejemplo. Sin embargo, mostraban un exagerado interés por escribir sobre oro y eso me intrigó. Pero, sin duda, es infinitamente preferible a la piedra. Mucho más seguro, inalterable y resistente.

– Por eso escribieron en planchas de oro -comentó Proxi- y las guardaron en la cámara del Viajero antes de abandonar Taipikala.

La doctora Torrent volvió a sonreír.

– Taipikala, en efecto. Y el Viajero… Vaya, ¡pero si lo saben todo!

– ¿Nos vamos a quedar aquí para siempre? -aduje, reiniciando mi lento y cauteloso ascenso por la escalera.

Nadie me respondió, pero todos se pusieron en camino, siguiéndome. ¿Por qué la catedrática nos había proporcionado aquella abundante información sobre el oro? No podía preguntar lo que sabíamos de forma directa; eso hubiera sido un error, claro, así que nos había tendido una trampa. Había reaccionado de forma ostensible cuando habíamos mencionado a Thunupa, reconociendo el apelativo menos divulgado del Dios de los Báculos, haciéndonos saber que sus conocimientos estaban al nivel de los nuestros (cuando hablé con ella en su despacho no lo citó). Luego, había hecho lo mismo con el nombre secreto de Tiwanacu, Taipikala, y con el Viajero. De alguna manera, estaba intentando transmitirnos que ella conocía perfectamente la historia. Pero no podía olvidar su frase: «Me llamó mucho la atención descubrir que los yatiris redactaban sus textos sobre planchas de oro, como ya sabrán.» Ese «como ya sabrán» no había sido una pregunta, sino una afirmación. Todo lo que nos había contado sobre el metal precioso eran datos accesibles para cualquiera, información intrascendente. Menos esa frase. Estaba claro que esperaba una reacción por nuestra parte. ¿Quería confirmar que sabíamos lo de las planchas de oro? Lo más gracioso era que, de algún modo, había obtenido lo que andaba buscando: Proxi le había respondido con dos datos importantes, Taipikala y el Viajero. Ahora intuía perfectamente hasta dónde llegaban nuestros conocimientos y, por si nos interesaba, nos había dicho también, a su manera, lo que sabía ella, de forma que quedara claro que era mucho más de lo que sabíamos nosotros porque había investigado en profundidad detalles tan nimios como el del oro. Estaba exhibiendo sus fronteras y tanteando las nuestras. Era lista como el demonio.

¿Y aquellos misteriosos yatiris? ¿Por qué habían protegido tanto sus conocimientos más importantes? En la crónica se decía claramente que si volvía a producirse un cataclismo y un diluvio como los que habían tenido lugar en la época de los gigantes, los humanos supervivientes podrían encontrar su legado, un legado que les proporcionaría un código de un poder impresionante. Quizá no les ayudase a sobrevivir, o a comer o a no enfermar, pero, al menos, transmitiéndolo, no se perdería para siempre; alguien podría conservarlo. Así que ésa era la meta de aquellos tipos con todo aquel montaje de la Pirámide del Viajero: no pretendían ayudar a una humanidad en problemas, como habíamos creído siguiendo una línea de pensamiento trazada por mi hermano, sino impedir que lo que ellos sabían se perdiera para siempre. De algún modo, también les daba lo mismo el uso que pudiera hacerse de dicho poder. Lo fundamental era que perdurase.

Me quedé helado al descubrirlo. Con cada nuevo peldaño que ascendía, mi perspectiva de la situación iba modificándose. Habíamos acudido allí con una idea equivocada, una idea que nos había cegado para comprender la verdad. Ninguno de nosotros se había planteado que, accediendo a los conocimientos secretos de los yatiris, íbamos a entrar en posesión de un poder único en el mundo, capaz de cosas tan extraordinarias como lo que le había pasado a mi hermano. Pero había alguien que quizá sí lo había pensado y que por eso plantaba cara de aquella forma tan agresiva a los posibles competidores. ¿Actuaba así la doctora Torrent porque pretendía saber hasta dónde ambicionábamos aquel raro y peligroso privilegio? ¿Era ella quien lo codiciaba? Y, si era así, ¿para qué? ¿Para publicar su descubrimiento en revistas de antropología y conseguir galardones académicos? Desde esta nueva faceta, aquellos propósitos parecían ridículos. ¿Qué gobierno del mundo iba a dejar una capacidad semejante en manos de una catedrática universitaria? ¡Con razón me había dicho, cuando me llamó por teléfono a mi casa, que no podía dejar en mis manos el material de Daniel y que se trataba de una situación muy delicada! ¿Cuáles habían sido sus palabras exactas…? «Si sólo uno de los papeles que usted conserva se perdiera o cayera en las manos equivocadas, sería una catástrofe para el mundo académico.» ¿Para el mundo académico o para el mundo en general? «No puede usted imaginarse la importancia que tiene ese material.» No, quizá en aquel momento no pudiera imaginarlo, pero ahora sí, y era vital que la catedrática no tuviera acceso al conocimiento de los yatiris.

Cuando la escalinata terminó, me encontré frente a un impresionante muro de sillares en mitad de un oscuro corredor que se perdía tanto a derecha como a izquierda. Si nuestros cálculos eran correctos, aquel muro era la pared exterior de la cámara del Viajero, la cámara de la serpiente cornuda, de modo que los pasillos formarían un deambulatorio cuadrado a su alrededor y tanto por un lado como por otro llegaríamos a la puerta de entrada.

– ¡Por fin! -suspiró Proxi cuando llegó junto a mí.

Me incliné hacia ella rápidamente y le hablé al oído.

– Lola, escúchame con atención: la catedrática no puede entrar en la cámara con nosotros.

– ¿Estás loco? -exclamó, separándose para mirarme. Su foco me cegó por unos instantes. Parpadeé, viendo mil lucecitas grabadas en mi retina.

– No podemos consentir que entre, Lola. Quiere el poder de las palabras.

– Nosotros también.

– ¿Qué cuchicheáis vosotros dos? -preguntó Jabba con voz potente cuando pisó el último peldaño. La catedrática apareció justo detrás.

Lola me miró como si me hubiera vuelto loco y se giró hacia él.

– Nada. Tonterías de Root.

– Pues no digas más tonterías, Root.

¿Root…? -se extrañó Marta Torrent-. ¿Por qué le llaman «Raíz»?

– Es mi… -¡Vaya fastidio, tener que explicar a una neófita los apodos de la red!-. Mi nick, mi tag. En internet, nos llamamos entre nosotros con seudónimos. Todo el mundo lo hace. Root viene del nombre del directorio principal de cualquier ordenador, el directorio raíz. En los ordenadores con sistema operativo Unix, se refiere al usuario principal.

– ¿Y los suyos cuáles son? -les preguntó a Marc y a Lola, muy interesada.

– El mío es Proxi y el de Marc es Jabba. Proxi viene de Proxy, el nombre de una máquina que actúa como servidor de acceso a internet pero que almacena en memoria los contenidos de las páginas para que las siguientes visitas sean más rápidas. Es como un filtro que acelera el proceso y que, al mismo tiempo, sirve para defender al usuario de virus, gusanos y demás porquería que circula por la red. Yo trabajo en el departamento de seguridad de Ker-Central -se justificó-, la empresa de Arnau. De Root. Por eso lo de Proxi.

– ¿Y Jabba…? -insistió, mirando al gusano pelirrojo que tenía un amenazador gesto en la cara.

Jabba no significa nada -bufó él, dándole la espalda y adentrándose en el pasillo de la derecha.

– ¿En serio? -se sorprendió ella-. ¿Nada?

Lola y yo nos miramos, apurados, y, bajando la voz, le pedí a la catedrática que no insistiera.

– Pues a mí me suena -comentó ella en un susurro-. Creo que lo he oído antes.

La guerra de las galaxias -musitó Proxi, dándole la pista clave.

¿La guerra de las…? -entonces pareció recordar de golpe de qué personaje estábamos hablando porque abrió mucho los ojos y sonrió-. ¡Ah, claro, claro! Ya lo sé.

– Pues no se lo diga -observé, echando a andar hacia Jabba, que se alejaba molesto. En cuanto le alcancé, le pasé un brazo por los hombros en plan colegas y le dije a media voz-: No podemos dejar que la catedrática entre en la cámara.

– No seas paranoico, amigo. Aún no sabemos si podremos entrar nosotros.

– ¿Crees de verdad que sólo quiere el poder de las palabras para publicar su descubrimiento en una revista?

Jabba pareció pillarlo a la primera y, mirándome con complicidad, movió levemente la cabeza, asintiendo.

El corredor era inmenso. A pesar de hallarnos en un nivel más alto y, por tanto, más pequeño de la pirámide, la cámara central era enorme, de dimensiones descomunales por el tiempo que estuvimos recorriendo la mitad de uno de sus cuatro lados. Allí el suelo era firme y el aire sombrío y difícil de respirar, cargado de partículas invisibles que lo dotaban de peso y consistencia. Pero, mientras avanzábamos lentamente por aquella espaciosa galería de techos altos nos acompañaba la sensación positiva de que estábamos llegando al final, de que al otro lado del muro que quedaba a nuestra izquierda se encontraba el secreto por el cual habíamos cruzado el Atlántico. Mi único motivo de preocupación era Marta Torrent. No se me ocurría cómo podríamos detenerla, cómo cerrarle el paso a la cámara.

– ¿Puedo hacerles una pregunta? -dijo ella en ese mismo momento, rompiendo el silencio para dirigirse a los tres.

– Adelante -rezongó Jabba.

– ¿Cómo han podido aprender ustedes la lengua aymara en tan poco tiempo?

– No hemos aprendido aymara -repuse, sin dejar de resoplar por la caminata-. Utilizamos un traductor automático que encontramos en el ordenador de mi hermano.

– No me lo diga -bromeó la catedrática con un gesto frío en la cara que desmentía cualquier supuesto buen humor-. El «JoviLoom».

– ¿Lo conoce? -se extrañó Proxi.

Marta Torrent se echó a reír.

– ¿Cómo no voy a conocerlo si es mío? -exclamó muy satisfecha.

– Claro, ¿cómo no? -proferí, sarcástico-. Todo es suyo, ¿no es cierto, doctora? El «JoviLoom», el «JoviKey», la Universidad Autónoma de Barcelona… ¿Y por qué no el mundo, verdad doctora? El mundo también es suyo y, si aún no lo es, lo será, ¿no es cierto?

Ella prefirió ignorar mi diatriba.

– ¿También tienen el «JoviKey»? Vaya, vaya…

Allí iba a estallar una guerra nuclear. Como se le ocurriera decir que mi hermano Daniel le había robado también aquellos programas, iba a dejarla atada en aquella pirámide para que se muriese del asco.

– ¿Saben ustedes lo que quiere decir el nombre de esos programas? -nos preguntó desafiante.

– ¿El «Telar de Jovi»…? -respondió Proxi, ásperamente-. ¿La «Llave de Jovi»?

– Sí, en efecto -dijo ella-, de Jovi. Pero de Joffre Viladomat, mi marido.

Una fuerte campanada tañó dolorosamente en mi cerebro y me detuve en seco, tambaleándome como si hubieran usado mi cabeza por badajo.

– ¿Joffre Viladomat? -balbucí. Aquél era el nombre que el sistema de casa me había mostrado en la pantalla cuando la doctora Torrent me había llamado por teléfono.

Todos se detuvieron para observarme y la que lo hacía con mayor satisfacción era la catedrática, que no podía disimular una cruel sonrisilla de triunfo.

– Joffre Viladomat. Jovi para los amigos desde los años de universidad.

– ¿Su marido es programador? -desconfió Jabba.

– No, mi marido es economista y abogado. Tiene una empresa en Filipinas que actúa como intermediaria entre las Zonas de Producción de Exportaciones del Sudeste Asiático y las compañías españolas.

– Creo que no lo he comprendido -masculló Marc.

– Joffre compra productos fabricados en el Sudeste Asiático y los vende a las empresas interesadas. Podría decirse que es una especie de intermediario que facilita a las firmas españolas la adquisición de mercancías de bajo coste de producción. Su despacho está en Manila y, desde allí, compra y vende material tan variado como pantalones vaqueros, electrodomésticos, balones de fútbol o programas informáticos. Yo le pedí hace dos años un par de aplicaciones para traducir el aymara y para proteger con clave mi ordenador portátil. Joffre encargó los programas a una empresa filipina de software y, al cabo de unos cuantos meses, me envió el «JoviKey» y el «JoviLoom», que habían sido diseñados siguiendo mis indicaciones y con mis bases de datos.

– O sea, ¿lo que está diciendo es que su marido -silabeó lentamente Proxi, que se había puesto roja de rabia- compra productos fabricados en condiciones infrahumanas por trabajadores-esclavos del Tercer Mundo y los vende a conocidas marcas españolas que, de este modo, se ahorran los costes y los impuestos de una fábrica en nuestro país y el pago de la Seguridad Social de los trabajadores españoles?

Marta sonrió con una mezcla de ironía y pesar.

– Veo que conoce usted el panorama económico mundial. Pues sí, Joffre se dedica a eso exactamente. Y no es el único, desde luego.

Hubiera podido fijarme en que su rostro y su voz indicaban sutilmente la existencia de algún tipo de historia personal complicada detrás de sus palabras, pero no estaba yo para sutilezas en aquel momento. De hecho, me sentía tan hundido y destrozado que nada que no fuera la horrorosa pesadilla de haber descubierto que mi hermano había robado aquellos programas informáticos (y quién sabía si también la documentación que habíamos encontrado en su despacho, tal y como la catedrática había sostenido siempre), nada, repito, podía traspasar las barreras de mi mente. Era increíble, impensable que Daniel hubiera hecho algo semejante. Mi hermano no era así, no era un ladrón, no era un tipo que cogiera cosas que pertenecían a otra persona, no sabía robar, nunca lo había hecho y, además, no lo necesitaba. ¿Por qué iba a querer llevarse a escondidas un material de investigación de otra persona, de su jefa, si tenía una fantástica carrera por delante y podría conseguir mucho más en unos pocos años con su propio y único esfuerzo? Porqués y más porqués… ¿Por qué había tenido que coger aquellos dos malditos programas y, ahora, hacerme dudar de él y de su honradez mientras permanecía enfermo e incapaz de defenderse en una cama de hospital? ¡Maldita sea, Daniel! ¡Yo hubiera podido darte aplicaciones mucho mejores que esas dos porquerías «Jovi», buenas para nada! ¿Necesitabas un traductor automático de aymara? ¡Pues habérmelo pedido, habérmelo pedido! ¡Hubiera removido cielo y tierra para conseguírtelo!

– Arnau.

¡Te lo dije muchas veces, Daniel! Pídeme lo que necesites. Pero tú, no, no, que no necesito nada. Vale pero si lo necesitas, pídemelo. Que sí, que te lo pediré. Jamás habías aceptado mi ayuda de buen grado, siempre habías puesto ese gesto tan tuyo de fruncir el entrecejo y quedarte callado. Pero, ¿por qué habías tenido que coger esos dos programas? ¡Tu hermano era programador y tenía una empresa de informática, joder, y docenas de programadores trabajando para él! ¿Tenías que ensuciarte las manos robando el software de tu jefa, de esa Marta Torrent a la que tanto criticabas? ¿Y por qué la criticabas, eh? ¡Eras tú quien le estaba robando a ella! ¿Por qué, por qué la criticabas? ¿Por qué la acusabas de aprovecharse de tu trabajo si eras tú quien se estaba aprovechando del suyo?

– ¡Arnau!

– ¡Qué! -grité-. ¡Qué, qué, qué!

Mi voz golpeó las paredes de piedra y desperté. Frente a mí tenía a Marc, a Lola y a la catedrática, mirándome con caras preocupadas.

– ¿Estás bien? -me preguntó Lola.

Por costumbre, supongo, efectué automáticamente un chequeo rápido. No, no estaba bien, estaba mal, muy mal.

– ¡Pues claro que estoy bien! -aseguré, revolviéndome hacia ella.

Marc se interpuso.

– ¡Eh, tú! Para, ¿vale? ¡No hace falta que le hables así!

– ¡Tranquilos los dos! -vociferó Lola, alejando a Marc con una mano-. No pasa nada, Arnau, no te preocupes. Vamos a calmarnos, ¿de acuerdo?

– Quiero largarme de aquí -dije con asco.

– Lo siento, señor Queralt -murmuró la catedrática, impidiéndome el gesto de regresar hacia la escalera. Un gesto tonto, porque, en realidad, no había camino de vuelta. No había salida. Pero, en aquel momento, me daba lo mismo. No sabía bien lo que hacía ni lo que decía.

– ¿Qué es lo que siente? -repliqué, disgustado.

– Siento haberle hecho daño.

– Usted no tiene la culpa.

– En parte sí, porque estaba deseando que descubriera la verdad y no he dejado pasar ni una sola ocasión para lograrlo, sin pararme a pensar que podía herirle.

– ¿Y usted qué demonios sabe? -la increpé con agresividad-. ¡Déjeme en paz!

– Podrías controlarte un poco -dijo Jabba desde mi espalda.

– Haré lo que me dé la gana. Dejadme en paz todos -y, soltando la bolsa, me derrumbé como un pelele, resbalando despacio hasta el suelo con la espalda apoyada contra el muro de la cámara-. Sólo necesito unos minutos. Seguid sin mí. Ya os alcanzaré.

– ¿Cómo vamos a dejarte aquí, Root? -se preocupó Proxi, arrodillándose frente a mí y echando una mirada alrededor, hacia unas sombras ásperas e inquietantes-. ¿Recuerdas que estamos a muchos metros bajo tierra, encerrados dentro de una pirámide precolombina de cientos o miles de años de antigüedad?

– Déjame, Proxi. Dame un respiro.

– No seas niño, Root -me amonestó con cariño-. Ya sabemos que esto ha sido un golpe bajo, que estás hecho polvo, pero no podemos dejarte aquí, compréndelo.

– Dadme un respiro -repetí.

Ella suspiró y se puso en pie. Al cabo de unos instantes, los oí alejarse y sus luces se perdieron de vista. Me quedé allí solo, con mi foco por toda iluminación, sentado en el suelo con los brazos sobre las rodillas dobladas, pensando. Pensando en el idiota de mi hermano, en ese descerebrado (y nunca mejor dicho) que había sido capaz de cometer una imbecilidad semejante. De repente sentía que no le conocía. Siempre había pensado que tenía sus rarezas y sus abismos, como todo el mundo, pero ahora sospechaba que eran más grandes y oscuros de lo que creía. Me pasaron por la cabeza montones de imágenes suyas, fragmentos de conversaciones mantenidas a lo largo de los años y, misteriosamente, las impresiones incompletas y parciales se fueron fraguando en ideas concretas que se ajustaban mejor a los detalles que nunca me había entretenido en analizar. Daniel riéndose de mí porque había conseguido todo lo que tenía sin pisar la universidad; Daniel proclamando delante de la familia que yo era la prueba viviente de que no estudiar era mucho más rentable que dejarse los ojos en los libros, como hacía él; Daniel siempre sin un euro en el bolsillo a pesar de su magnífica carrera y con una pareja y un hijo a su cargo; Daniel aceptando a regañadientes dinero de nuestra madre y rechazando sistemáticamente cualquier oferta mía de ayuda… Daniel Cornwall, mi hermano, el tipo a quien todo el mundo apreciaba por su cordialidad y por su imborrable sonrisa. Sí, bueno, pues estaba claro que aquel tipo siempre había querido tener algo parecido a lo que yo tenía y quería tenerlo sin esforzarse tanto como se esforzaba por mucho menos, por casi nada, en la universidad. ¿Qué otra explicación podía haber? Ahora que, desgraciadamente, me daba cuenta, recordaba que Daniel siempre había sido el primero en apoyar esa estúpida opinión que tenía mi familia sobre mí según la cual la fortuna me había sonreído siempre y la suerte me había acompañado toda la vida.

Si lo pensaba bien, en realidad él sólo había querido acelerar un proceso que le resultaba pesado y acercar un futuro que le parecía lejano. Por eso había aprovechado la ocasión que le brindaba su jefa con aquella investigación sobre los quipus en quechua. De algún modo había descubierto el material de Marta Torrent sobre los tocapus y el aymara y se había dado cuenta de que podía obtener de manera más rápida lo que, igualmente, el destino le tenía reservado para unos cuantos años después. Él también era un triunfador, un tipo avispado que sabía aprovechar la suerte cuando ésta se le presentaba, como yo, el listillo que se había hecho rico sin un título universitario en el bolsillo. Casi podía imaginarlo hablando con nuestra madre, alimentando uno y otra esa leyenda por la cual yo no hacía nada que valiera realmente la pena, a pesar de lo cual, ya ves, tenía una buena estrella envidiable. ¿Cómo, si no, podía explicarse lo de la compra de Keralt.com por el Chase Manhattan Bank? ¿Qué era eso sino un azaroso golpe de suerte en el que nada tenía que ver el valor del negocio ideado, desarrollado y expandido por mí trabajando como un mulo y robándole horas al sueño durante años? Hasta ese momento no me había importado que mi familia lo viera de ese modo. Me fastidiaba un poco, claro, pero pensaba que todas las familias tenían sus manías y que no valía la pena molestarse ni luchar contra esa falsa imagen. Conque mi abuela supiera y reconociera la verdad tenía suficiente. Ahora ya no. Ahora la historia adquiría sus proporciones correctas, puesto que había generado un problema mucho mayor: la infelicidad de mi hermano. Era Daniel el que tendría que vérselas con una denuncia por robo en cuanto a Marta Torrent le diera la gana presentarla; era Daniel el que tendría que enfrentarse al final de su carrera como docente e investigador; era Daniel el que tendría que soportar la vergüenza delante de nuestra madre, nuestra abuela, Clifford, Ona y, en el futuro, si nadie lo remediaba, también delante de su hijo. Eso sin contar con que no tuviera que pasar una buena temporada en la cárcel, lo que terminaría de hundir su vida para siempre.

Miré el círculo de luz que proyectaba mi frontal sobre el suelo del corredor y la pared de enfrente y tomé conciencia de dónde estaba y por qué. Recuperé el contacto con la realidad después de la embestida del cabreo y, desde luego, mi primer pensamiento fue para preguntarme por qué demonios tenía yo que pasar por todo aquello para ayudar a un imbécil como Daniel, pero, por suerte, recapacité: ni siquiera él se merecía quedarse el resto de su vida convertido en vegetal. A pesar de todo, había que intentar salvarle. Ya llegaría el momento de clarificar las cosas y de negociar con Marta lo que hubiera que negociar. ¡Y yo que pensaba ponerle un pleito mayúsculo en cuanto volviéramos a casa! Iba a tener que tragarme mis palabras, mis intenciones y mis pensamientos. Ahora bien, en cuanto Daniel estuviera en condiciones, él y yo íbamos a tener una larga conversación que le dejaría marcas para el resto de su vida.

Con un suspiro me incorporé y cargué mi pesada bolsa al hombro. En ese momento, tres focos se encendieron a pocos metros de distancia.

– ¿Estás mejor? -preguntó la voz de Proxi.

– Pero, ¿no os habíais marchado? -inquirí.

– ¿Cómo nos íbamos a ir? ¡Tú estás tonto! -señaló Marc-. Hicimos como que nos íbamos, pero apagamos los frontales y nos sentamos a esperarte.

– Pues venga, vámonos -dije, acercándome a ellos.

Los negros nubarrones no se fueron del todo de mi cabeza ni tampoco mi humor mejoró, pero reanudamos la caminata, en silencio, y, de algún modo, supe que todavía era importante continuar con aquello.

Poco después encontramos la esquina que liquidaba el corredor y que nos llevaba hacia la izquierda por un nuevo pasillo. Cuando topamos con la primera y gigantesca cabeza de puma sobresaliendo del muro de la cámara, supimos que íbamos bien ya que, según el mapa del dios Thunupa, aquella parte de túnel tenía cuatro de aquellas cabezas, dos de las cuales (las centrales), flanqueaban el acceso a la cámara de la serpiente cornuda. De todos modos, nos quedamos un rato examinándola por si las moscas, pero no, allí no había tocapus, tan sólo un impresionante y aterrador relieve que, por las orejas y el morro, daba la impresión de ser un puma pero que, en realidad, parecía una extraña combinación de payaso de nariz redonda con una cabeza de serpiente por boca.

– Pues yo creo -observó Jabba-, que es un tipo con un antifaz de puma. ¿Sabéis lo que quiero decir?

Por supuesto, todos dijimos que no.

– Había un dios antiguo que se ponía una cabeza de león como si fuera un casco y la piel del lomo le colgaba por la espalda.

– Hércules -señalé-. Y no era un dios.

– Bueno, da igual. El caso es que la cabeza del animal le cubría sólo hasta la nariz y le dejaba la boca y las mandíbulas al aire. Pues eso es lo que parece este bicho: un tipo que lleva puesta una cabeza de fiera que le deja media cara al aire. Como un antifaz.

Y sí, tenía razón. Lo cierto es que todo aquel arte taipikalense, o como quiera que se llamase, era muy raro. Podías mirarlo desde varios puntos de vista y encontrar distintas interpretaciones, todas igualmente válidas. La pesada de Proxi disparaba su cámara una y otra vez como si tuviera una capacidad ilimitada para guardar imágenes. De hecho, debía de llevar la tarjeta de memoria más grande del mercado porque, si no, no se entendía que pudiera seguir disparando.

Al cabo de unos minutos reanudamos nuestro viaje magallánico en torno a la cámara del Viajero. A pesar de mi estado de ánimo, no me pasó desapercibido el detalle de que la doctora Torrent iba muy callada y abstraída. Se me ocurrió que, quizá, podía acercarme a ella para pedirle disculpas por todas las barbaridades que le había dicho desde el día que me presenté en su despacho de la Autónoma, pero me quité rápidamente la idea de la cabeza porque no era ni el momento ni el lugar y porque no tenía ganas. Bastante fastidiado estaba ya con lo mío como para cargarme con más historias.

Por fin, al cabo de unos doscientos metros vimos sobresalir del muro izquierdo la segunda cabezota de puma.

– ¡La entrada! -exclamó Proxi, radiante.

Cuando llegamos a la altura del bicho vimos que, a continuación, había una puerta gigantesca -o algo que se parecía a una puerta, porque era una inmensa y rectangular losa de piedra pulida que caía desde el techo hasta el suelo y que tendría unos cuatro metros de alto por dos de ancho.

– Y allá está la otra cabeza -señaló la doctora Torrent.

En efecto, el portalón de roca tenía una cabeza de puma a cada lado y éstas eran exactamente iguales a la primera que habíamos examinado.

– ¿Y el panel de tocapus? -preguntó mi amigo.

– A lo mejor está bajo las cabezas -comentó Proxi-, como en el primer cóndor. Echémonos al suelo.

– ¡Eh, tú, para! -la frenó Jabba sujetándola por el brazo precipitadamente para que no se le escapara-. Esta vez te vas a portar bien, ¿vale? Yo me tiraré al suelo.

– ¿Y eso, por qué?

– Porque me apetece. Estoy harto de tener que rescatarte de catástrofes varias. Ya llevamos dos y dicen que a la tercera va la vencida, así que déjame a mí y apártate.

Proxi se puso al lado de Marta mascullando disparates y vi que la catedrática sonreía. Debía de estar diciendo algo gracioso, pero no lo entendí. Sin embargo el gesto de su cara cambió a una velocidad vertiginosa y yo volví la cabeza hacia la puerta, siguiendo su mirada y la luz de su frontal. En el centro mismo de la puerta había un recuadro con algo dentro.

– Espera, Marc -exclamé, acercándome-. Aquí hay algo. Mira.

El recuadro quedaba unos diez centímetros por encima de mi cabeza, así que tuve que ponerme de puntillas con las botas para verlo bien. Mi amigo, apenas un poco más bajo que yo, también pudo apreciar los diminutos tocapus que mostraba aquella especie de grabado, pero Proxi y Marta Torrent (sobre todo esta última) no hubieran podido verlo ni saltando sobre una cama elástica. Se trataba del panel de tocapus más pequeño que habíamos encontrado hasta entonces y situado, además, a una altura realmente incómoda.

– Dame los prismáticos, Jabba-oí decir a Proxi.

– Están en tu bolsa. Pero no lo intentes; no funcionará. El zoom no te dejará reducir tanto. Estás demasiado cerca.

– Es verdad.

– Déjame tu cámara, Proxi -dije-. Sacaré una fotografía y lo veremos en la pantalla del ordenador.

– Buena idea -exclamó ella, pasándome el diminuto aparatejo.

Disparé varias instantáneas, enfocando por intuición, y, luego, empecé a descargar el contenido de la tarjeta de memoria en el portátil. Proxi había hecho sesenta y dos fotografías, ni más ni menos, y, encima, en alta resolución, así que estuvimos un buen rato esperando hasta que, por fin, pudimos contemplar el contenido del nuevo panel en el monitor. Sin recordar que Marta leía el aymara perfectamente, me puse a pensar que tendría que copiar aquellos tocapus uno a uno en el «JoviLoom» y que eran muchos pero, entonces, cuando ya iba a expresar mi intención en voz alta, la escuché empezar a traducir el texto:

– «¿No escuchas, ladrón? Estás muerto porque jugaste a quitar el palo de la puerta. Llamarás a gritos al enterrador esta misma noche…»

– Deténgase, Marta -exclamó Proxi, alarmada, cerrando el portátil de golpe.

La doctora se sobresaltó.

– ¿Qué ocurre?

– Esas palabras son las que Daniel estaba traduciendo justo cuando cayó enfermo -le expliqué yo.

– Oh, vaya…

– Puedo decirle el resto, si quiere -continué-, lo tengo traducido aquí -y abrí de nuevo el portátil para buscar la copia del documento.

– ¿Entonces usted conoce también el secreto del aymara, de la lengua perfecta? -se apresuró a preguntar Jabba a la catedrática mientras yo saltaba de un subdirectorio a otro.

– Claro que lo conozco -respondió ella, pasándose una mano por la frente-. Mi padre, Carles Torrent, lo descubrió. Después de muchos años de trabajar con los aymaras en las excavaciones, ellos le contaron en secreto que los antiguos yatiris poseían el poder de sanar o enfermar con las palabras, de hacer que la gente tocara instrumentos musicales sin haber aprendido o de convertir a los malos en buenos y viceversa. Según los indios, podían cambiar desde el estado de ánimo hasta el carácter o la personalidad de cualquiera. Eran leyendas, claro, pero cuando descubrí el sistema de escritura mediante tocapus encontré muchas alusiones a ese poder y supe que aquello que mi padre había tornado por fantasías era cierto. Los Capacas, los sacerdotes tiwanacotas, conocían el antiguo Jaqui Aru, el «Lenguaje humano», que era, prácticamente sin alteraciones, la lengua aymara que se hablaba hasta la conquista del Altiplano por los incas y por los españoles y que no había variado porque era sagrada para los aymarahablantes. Por desgracia, desde aquel momento empezó a recibir pequeñas influencias del quechua y del castellano. No es que cambiara, ni mucho menos, pero tomaron algunas palabras nuevas de aquí y de allá.

– Aquí está -la interrumpí-. «¿No escuchas, ladrón? Estás muerto, jugaste a quitar el palo de la puerta. Llamarás al enterrador esta misma noche. Los demás mueren todos por todas partes para ti. ¡Ay, este mundo dejará de ser visible para ti! Ley, cerrado con llave.»

– No está terminado -le aclaró Proxi a la doctora-. Daniel no pudo acabar. A partir de entonces desarrolló el síndrome de Cotard y la agnosia.

– Es decir, a partir de entonces cree que está muerto -añadí yo-, pide a gritos que le entierren y no reconoce ni a nadie ni nada.

– Ya veo -afirmó ella-. Es como una maldición para cualquiera que abra esa puerta con ánimo de robar. La pregunta inicial ya da una idea del propósito: «¿No escuchas, ladrón?» Es un mensaje para los ladrones, para aquellos que saben que su intención es apoderarse de lo que hay detrás de la puerta. Los indios de estas tierras jamás cerraban sus casas ni sus templos. No es que desconocieran las llaves y las cerraduras; es que no las necesitaban. Sólo las empleaban para proteger documentos de Estado muy importantes o el tesoro de la ciudad. Nada más. De hecho, se sorprendieron mucho cuando vieron que los españoles usaban trancas y pestillos y pensaron que tenían miedo de ellos. Aún hoy, cuando un aymara sale de su casa, coloca un palo sobre la entrada para indicar que no está y que la vivienda se encuentra vacía. Ningún vecino o amigo osaría entrar. Si alguien quita ese palo es porque va a robar, de ahí la expresión utilizada en la advertencia. Creo que este texto es como una alarma antirrobo: si vienes para llevarte lo que no es tuyo, te pasarán todas esas cosas, pero si tu intención no es la de robar, entonces la maldición no surtirá efecto, no te hará nada. Piensen que está escrita con tocapus, así que, con bastante seguridad, quería impedir la entrada de los propios ladrones aymarahablantes.

– Eso no tiene por qué ser necesariamente así -objeté; estaba molesto con la idea de que aquella maldición pudiera afectar sólo a los ladrones, es decir, a gente como Daniel-. Los paneles anteriores también estaban escritos en aymara y con tocapus y se trataba de acertijos o combinaciones para abrir las cabezas de los cóndores o hacer bajar escaleras.

– Nosotros tenemos otra teoría, doctora Torrent -le explicó Jabba, que había captado lo que se escondía detrás de mi objeción-. Creemos que afecta a cualquiera que sepa aymara, como Daniel y usted. Es un tipo de código que funciona con sonidos naturales, esos endiablados sonidos de la lengua perfecta que escuchamos al llegar a Bolivia y que van desde chasquidos con la lengua a gorgoteos y explosiones guturales, unos sonidos que Daniel y usted sí pueden producir y entender, incluso aunque sea dentro de su cabeza, leyendo en silencio, pero nosotros no, por eso no nos afecta.

Ella pareció meditar unos segundos.

– Miren -dijo, al fin-, creo que se equivocan. Llevo mucho más tiempo que ustedes estudiando este tema. De hecho, por eso le encargué a Daniel que llevara a cabo la investigación de los nudos, los quipus, en quechua: yo no tenía tiempo para ello. Desde hacía veinte años, me dedicaba al aymara y a los tocapus. Deduzco que también conocerán la historia de los documentos Miccinelli, así que no entraré en detalles. Baste decir que, desde mi punto de vista, como jefa del departamento, Daniel era el investigador mejor dotado para trabajar con Laura Laurencich, mi colega de Bolonia, y, además, era inteligente, brillante y ambicioso. Le di algo que cualquiera hubiera deseado para su curriculum, confié en él antes que en otros profesores más antiguos y con más derechos adquiridos, pero creía en él, en su gran talento. Lo que no se me pasó por la cabeza fue que pudiera aprovecharse de su libre acceso a mi despacho y a mis archivos para robarme un material que me había costado muchos años de trabajo y que, además, estaba bien protegido. O eso creía yo… Jamás hubiera esperado algo así de Daniel, por eso me quedé helada cuando usted, señor Queralt, se presentó delante de mí con documentos que nadie, salvo yo, había visto nunca.

Se detuvo unos instantes, sorprendida por haber abordado aquel tema casi sin darse cuenta, de manera indirecta, y me miró con una cierta culpabilidad.

– Pero, volviendo a nuestro asunto -prosiguió-, por mi experiencia en el tema, obviamente mucho mayor que la de Daniel y la de ustedes, estoy convencida de que los yatiris no generarían maldiciones universales, maldiciones que pudieran afectar incluso al redactor del texto. ¿Lo entienden? -Nos miró como si fuésemos sus alumnos y ella estuviera impartiendo una clase magistral-. Los paneles de las cabezas de cóndor, señor Queralt, no podría decirse que fueran El Quijote, ¿no es cierto? En la primera, eran breves textos de cinco tocapus que, además, se repetían en el panel siguiente y también en el que había debajo del pico para introducir la solución. Se trataba de unos sencillos conjuntos de figuras que, no sé si les dio tiempo a observarlo, incluso visualmente (analizando su orden y repetición), llevaban a dar con la respuesta correcta aunque se desconociera el aymara. Lo mismo pasaba con los grandes paneles de la segunda cabeza: visualmente el enigma era solucionable analizando con cuidado la disposición de las figuras en las dos líneas que formaban la equis. Aquí, por el contrario, tenemos un texto completo que empieza con una advertencia a los ladrones que puedan leer aymara. Si, como usted dice, Marc, el contenido afecta a cualquiera que sepa pronunciar y entender los sonidos de este lenguaje, los propios yatiris y sus Capacas hubieran caído bajo sus efectos. Créanme si les digo que este extraño poder no funciona así. Es tan completo que puede diferenciar perfectamente al receptor específico de un mensaje de los que no lo son. Por eso opino que deben dejarme leer el texto. Obviamente, no explicará la manera de abrir la puerta, pero puede que diga algo interesante. -Suspiró profundamente y pareció quedarse pensativa durante unas décimas de segundo-. De todas formas, lo peor que podría ocurrir es que ustedes tuvieran razón y que, por lo tanto, después de leerlo, yo sufriera los mismos síntomas que Daniel -entonces soltó una sorprendente carcajada-, en cuyo caso, por favor, busquen el remedio con ahínco para su hermano y para mí, señor Queralt.

Estábamos apabullados tras el largo discurso. ¿Qué podíamos alegar para quitarle la razón? Cruzamos miradas de duda y de conformidad y, tras un gesto afirmativo de Jabba, volví a poner en pantalla la fotografía del panel de la puerta y le entregué el ordenador a la doctora que, sin la menor vacilación, retomó la traducción donde la había dejado:

– Veamos: «Por todas partes los demás mueren para ti y, ¡ay!, el mundo dejará también de ser visible para ti. Ésta es la ley, la que está cerrada con llave, la que es justa. No debes molestar al Viajero. No tienes derecho a verle. Ya no estás aquí, ¿verdad? Ya suplicas que te entierren y no reconoces ni a tus parientes ni a tus amigos. Que estas palabras protejan nuestro origen perdido y nuestro destino.»

¡Qué fuerte!, pensé examinando atentamente a la doctora (y, como yo, Jabba y Proxi hacían lo mismo). Pero allí estaba ella, tan contenta. No le había sucedido nada y nos contemplaba triunfante.

– Genial, ¿no les parece? -preguntó-. Sigo bien. El poder ha adivinado que mi intención no es robar. O quizá es que yo sé que no tengo intención de robar y por eso no me ha afectado.

¿Y si no iba a robar para qué estaba allí? Todos habíamos llegado hasta esa puerta con la intención de apropiarnos de algo que no era nuestro y que no iba a ayudar a ninguna humanidad en apuros sino sólo a salvar a uno de aquellos ladrones contra los que la maldición protegía. A pesar de estar acostumbrado a seguir la lógica de cualquier complicado desarrollo de código, tanta ambigüedad me desconcertaba. Sólo cabía una explicación: que fuera la propia conciencia la que determinara los efectos de las palabras y, de ese modo, daba igual el resto de consecuencias posibles. Lo que también parecía dar igual ya era mi vieja sospecha sobre la doctora: el que estuviera allí, como una rosa, indicaba que su ambición era únicamente académica. Todo aquello de controlar el mundo como los malos de los cómics era falso. Si ésa hubiera sido su intención, el robo puro y duro para aprovecharse del poder, habría terminado como Daniel y, por desgracia, Daniel había terminado así porque tenía claro que había robado el material de Marta con ese fin, aunque desconociera que la maldición auténtica, que probablemente había encontrado en alguna tela (y vaya usted a saber quién había copiado el diseño y de dónde lo había sacado sin entenderlo), se encontraba en la misma puerta de la cámara del Viajero. La conciencia intranquila de mi hermano era la que le había jugado la mala pasada.

– En fin… -masculló Jabba, mirando de reojo la inmensa losa de piedra pulida-, el problema es que seguimos sin saber cómo abrirla.

– Yo sí lo sé -declaró Proxi, levantando ambas manos en el aire y agitándolas como molinillos de feria.

– ¿Lo sabes? -pregunté boquiabierto.

– ¡Bah, ni caso! -exclamó Jabba con gesto de resignación-. Se está quedando con nosotros. Pasando.

– ¡Mira que eres tonto! ¿Cuándo has visto tú que yo haga bromas con estas cosas?

Ahora fue Jabba quien la miró sorprendido.

– ¿Quieres decir que sabes de verdad cómo abrir la puerta?

– ¡Pues claro! -dijo muy satisfecha pero, en seguida, frunció los labios mostrando menos convicción-. Bueno, al menos creo que lo sé.

– ¿Por qué no nos lo explica, Lola? -le preguntó la catedrática, muy interesada.

Pero Proxi, en lugar de responder, fijó sus ojos en mí y los entornó misteriosamente. Yo me quedé paralizado.

– Arnau lo sabe. Habla, oráculo.

– ¿Que yo lo sé? -balbucí-. ¿Estás segura?

– Segurísima -confirmó-. ¿Qué tienes en esa bolsa tuya que pesa tanto?

Enarqué las cejas, pensando, y en seguida recordé.

– La tableta de piedra llena de agujeros.

Marta Torrent puso cara de interrogación.

– Cuando pasamos la primera cabeza de cóndor -le explicó Proxi, mientras yo abría la bolsa para sacar la pieza-, encontramos una plancha de piedra del mismo tamaño que ese panel de la puerta, llena de agujeros que también vienen a coincidir, más o menos, con el tamaño de los tocapus del panel. Me da en la nariz que, colocándola encima, averiguaremos lo que necesitamos saber.

– Bien pensado -convino la catedrática-. ¿Me la deja? -me pidió a mí, tendiendo la mano. Muy grosero hubiera tenido que ser para negársela-. Ya veo. Es cierto que tiene el mismo tamaño que el panel y también que los agujeros miden más o menos lo mismo que los tocapus.

– De modo -dije- que o bien actúa como una plantilla y deja a la vista algunos tocapus que nos dirán algo o habrá que pulsar los tocapus que queden libres.

– ¿Y cómo sabremos cuál es la orientación correcta? -preguntó Jabba.

– No lo sabremos hasta que no la pongamos encima -afirmé.

Pero no resultaba nada fácil. Yo podía poner la plantilla de piedra sobre el panel, pero, entonces, nadie podía ver los tocapus, y si era Jabba quien sujetaba la pesada tableta entonces lo poco que yo veía no servía de nada porque no lo entendía. Era demasiado arriesgado pulsar los tocapus sin antes saber si decían algo o no. Quizá pasara como en la prueba anterior y el suelo comenzara a hundirse o, quizá, el cielo se derrumbara sobre nuestras cabezas. Así que optamos por regresar al viejo y seguro método de la fotografía. Jabba dibujó un punto diminuto en la parte inferior de la piedra con un bolígrafo, para marcar la orientación, y luego la puso sobre el panel y yo disparé la cámara levantando los brazos en el aire. A continuación, le dimos la vuelta y repetimos la operación. En cuanto descargamos las dos imágenes en el portátil, Marta se puso manos a la obra.

– La primera fotografía no tiene sentido -comentó, escudriñando concienzudamente el monitor-, pero, en la segunda, el texto aparece con toda claridad: «Quita el palo de la puerta y será visible para ti lo que está cerrado con llave, el Viajero y las palabras, origen y destino.»

– Vale -murmuré con fastidio-, ¿y cómo quitamos el maldito palo de la puerta? ¡Menuda ayuda! No veo ningún palo.

– Tranquilo -me dijo Jabba-, que no hace falta el palo. Vamos a pulsar los tocapus.

– ¿Y si el suelo se hunde?

– No hay recompensa sin riesgo -observó Proxi-. ¿Usted qué dice, doctora?

– Probemos. A la menor señal de peligro, echamos a correr.

– O nos agarramos a las cabezas de puma -apuntó Jabba.

Por ser el más alto, me correspondió a mí el honor de oprimir uno tras otro los símbolos aymaras que la plantilla dejaba al aire. No bien hube acabado de pulsar el último, escuché, a la altura de mi ombligo, un chasquido como de aire comprimido liberado de golpe. Bajé velozmente la cabeza, asustado, y pude observar cómo un listón vertical de piedra, tan ancho como el mango de una escoba y tan largo que llegaba hasta el suelo, se separaba del resto de la puerta emergiendo hacia mí.

– ¡Menudo susto! -exclamé, con el corazón desbocado-. Creí que todo se venía abajo.

– Aparta, Arnau -dijo Jabba-. Déjanos ver.

– Una prueba más de la maestría de los tiwanacotas -murmuró con admiración la doctora Torrent-. Jamás había visto una perfección semejante en el ensamblaje de piedras. Esta pieza era invisible hasta hace sólo un segundo.

El largo puntal aparecía fijado en su centro por una pequeña barra, también de piedra, que sobresalía del hueco.

– ¿Y ahora, qué? -preguntó Jabba-. ¿Lo hacemos girar, tiramos de él o lo empujamos de nuevo hacia adentro?

– «Quita el palo de la puerta y será visible para ti lo que está cerrado con llave» -recitó la doctora.

– Dejadme a mí -pidió Proxi, colocándose delante y moviendo los dedos como un pianista o, mejor, como un ladrón antes de empezar a buscar la combinación de una caja fuerte.

Pero, para su congoja, apenas cogió el listón de piedra y tiró blandamente de él, éste se soltó de su trabazón y se le quedó en las manos, que se balancearon por el inesperado lastre. Todavía lo estaba mirando perpleja cuando la losa de piedra de la que había salido empezó a chirriar y a quejarse mientras una fuerza mecánica la hacía subir despacio hacia las alturas. La cámara del Viajero se estaba abriendo para nosotros.

Sin darnos cuenta, formamos una línea compacta frente a la creciente abertura, uno al lado de otro, callados, expectantes, dispuestos a enfrentarnos a lo más inaudito o extraño que hubiéramos visto en nuestras vidas. La doctora Torrent, que fue la primera en ver el recinto, exhaló una exclamación de sorpresa. Mi cara todavía se enfrentaba a la piedra y, aunque hubiera podido agacharme para mirar, estaba como paralizado, y no sólo por el aire frío que salía a borbotones de allí. Cuando, por fin, la luz de mi frontal penetró en la cámara y se perdió en la profundidad de las sombras, yo también dejé escapar un gruñido de sorpresa: un mar de oro brillante se prolongaba desde apenas unos metros por delante de nuestros pies hasta el invisible fondo de aquel almacén preincaico de polígono industrial. Planchas y más planchas de oro de, aproximadamente, un metro de alto por más de metro y medio de largo se apoyaban unas en otras formando hileras perfectas que se adentraban hacia el recóndito fondo, dejando un estrecho pasillo en el centro. Era imposible saber cuántas filas de aquellas habría de izquierda a derecha porque tampoco distinguíamos los extremos. Sólo veíamos que era enorme, que traducir todo aquello costaría años de duro trabajo y que haría falta la colaboración de mucha gente para sacar de allí una historia completa. ¿Cuántas planchas habría a la vista, sólo a la vista? ¿Cincuenta mil, cien mil…? ¿Quinientas mil? ¡Era una barbaridad! ¿Dónde estaba el principio? ¿Y el final? ¿Estarían clasificadas mediante algún sistema desconocido o por temas, por épocas, por Capacas…?

La doctora Torrent fue también la primera en avanzar hacia el interior. Dio un paso dubitativo, y luego otro y se detuvo. Su cara reflejaba las chispas doradas que los frontales arrancaban de aquel océano de oro sobre el que no parecía haber caído en quinientos años ni una mezquina mota de polvo. Estaba fascinada, emocionada. Extendió la mano derecha para tocar la primera lámina que tenía delante pero, como aún quedaba lejos, dio un paso más con inseguridad y siguió caminando como una barquita en mitad de un tifón hasta que por fin apoyó la palma sobre el metal. Casi vimos surgir de ella el rayo azulado de un arco voltaico que se irradió hasta el techo, pero sólo fue una impresión. Dobló las rodillas y se puso en cuclillas, pasando la mano por los tocapus allí grabados con la misma delicadeza con que acariciaría el cristal más frágil del mundo. Para ella era la culminación de toda una vida de búsqueda y estudio. ¿Qué podría sentir aquella extraña mujer, me pregunté, frente a la biblioteca más completa y antigua de una cultura perdida que había investigado durante tantos años? Debía de ser una sensación incomparable.

Yo fui el siguiente en entrar en la cámara, pero, al contrarío que la doctora, no me detuve admirando aquellos textos escritos en oro. Seguí caminando en línea recta por el pasillo acompañado por Marc y Lola, que miraban fascinados a un lado y a otro. El frío aire del recinto olía como a taller mecánico, a una mezcla imposible de grasa y gasolina.

– ¿Qué dice eso que está usted examinando, doctora? -le preguntó Jabba al pasar junto a ella.

Con aquella peculiar voz de violonchelo, Marta Torrent respondió:

– Habla del diluvio universal y de lo que sucedió después.

No pude evitar reírme. Era como si yo le hubiera preguntado a Núria, mi secretaria, qué tal había pasado el fin de semana y ella, tranquilamente, me hubiera confesado que había estado cenando en la Estación Espacial Internacional y visitando la Muralla China. Por eso me entró risa, una risa incontenible, por la desproporción entre la pregunta y la respuesta, pero ¿qué otra cosa cabía esperar de una situación como aquélla?

– ¿De qué te ríes, Arnau? -quiso saber Lola, poniéndose a mi lado y disparando fotografías a diestro y siniestro como la reportera gráfica que era.

– De las cosas que nos pasan -repuse sin poder parar.

Entonces ella se rió también y Marc la imitó y, al final, hasta la doctora Torrent, que ya venía detrás de nosotros, se contagió de la risa tonta y nuestras carcajadas resonaron y se perdieron en la cámara de la serpiente cornuda, que, naturalmente, sólo era un poco más pequeña que los larguísimos pasillos que la rodeaban, por eso me recordaba a un almacén industrial de tamaño gigantesco. Al cabo de un buen rato de transitar entre aquellos millones de planchas de oro, una inquietud me sacudió por dentro: ¿dónde estaría exactamente el remedio para los ladrones como Daniel? ¿En cuál de aquellas láminas doradas se explicaría la forma de devolver la cordura a alguien que se creía muerto y que no reconocía nada de lo que le rodeaba? Me dije que todavía era pronto para preocuparse porque, quizá, la doctora sería capaz de localizar las planchas en las que se hablaba del poder de las palabras, pero la intuición me decía, en vista del panorama, que lo que yo había pensado que sería cuestión de nada después de tanto esfuerzo por llegar hasta allí, iba a convertirse en un arduo trabajo de muchos años y, encima, sin garantías de éxito. ¿De dónde demonios nos habíamos sacado nosotros que el remedio para curar a Daniel se escondía en aquella maldita cámara? De momento, que se supiera, sólo una persona en el mundo -la doctora Torrent- sabía leer el aymara y ni en sus mejores sueños sería capaz de completar una tarea de semejante envergadura, y sólo para introducir aquellos datos en una montaña de ordenadores que utilizaran una versión mejorada del maldito «JoviLoom», haría falta la población entera de Barcelona trabajando a destajo durante varios lustros. Sentía que el alma se me caía lentamente a los pies, así que resolví no deprimirme antes de hora y seguir caminando hacia el final de aquel pasillo por si los yatiris habían decidido dejar el remedio farmacéutico un poco más a mano.

En mitad de aquella nave, parecíamos náufragos que bogan a la deriva durante una eternidad, pero, por fin, al cabo de unos pocos minutos, divisamos un muro lejano, una pared al fondo, y eso nos animó a apretar el paso porque, con la ayuda de las pequeñas y potentes linternas Mini-Maglite, nos había parecido divisar, al pie de la pared, algo parecido a un contenedor con muchas cajas encima.

La cercanía nos fue despejando la imagen pero no por ello adivinábamos de qué se trataba; no se parecía a nada que pudiéramos identificar de un simple vistazo. Ni siquiera cuando estuvimos a un tiro de piedra conseguimos descifrar lo que estábamos viendo. Hizo falta llegar hasta allí, subir el escalón de piedra e inclinarnos sobre los bultos para caer en la cuenta de que lo que habíamos tomado por un altar era un monstruoso sarcófago de oro de unos cuatro metros de largo por uno de alto, casi idéntico a los de los faraones egipcios salvo por la pequeña diferencia de que aquí la cabeza del féretro era puntiaguda. Las cuatro cajas que, en un principio, nos había parecido que estaban situadas encima del supuesto altar, eran otros tantos ataúdes de tamaño descomunal colocados sobre repisas de piedra que sobresalían de la pared a distintas alturas. Dos láminas del mismo tamaño que la gran tarima aparecían incrustadas en la pared a uno y otro lado del sarcófago principal; la de la izquierda contenía un texto en tocapus; la de la derecha, el dibujo de lo que parecía un paisaje cubista.

Y, en aquel preciso momento, un rugido ensordecedor nos hizo girarnos a la velocidad del viento hacia el camino por el que habíamos venido.

– ¿Qué demonios ocurre? -gritó Jabba.

Por un momento temí que todo aquel lugar se viniera abajo, pero el sonido era muy localizado, rítmico, conocido…

– La puerta se está cerrando -voceé.

– ¡Corred! -exclamó Jabba iniciando una absurda carrera por el pasillo mientras tiraba de la mano de Proxi.

Ni la doctora Torrent ni yo les seguimos. Era inútil. La puerta quedaba demasiado lejos. Entonces el ruido cesó.

– Volved aquí -les dije poniéndome las manos en la boca a modo de bocina-. Ya no podemos salir.

Regresaron cabizbajos y furiosos.

– ¿Por qué no se nos ocurrió que algo así podría pasar? -murmuró Marc, conteniendo a duras penas su irritación.

– Porque no somos tan listos como los yatiris -le dijo la doctora Torrent.

Pasado el momento de desconcierto, volvimos la vista de nuevo hacia los sarcófagos de oro, pero ahora estabamos serios y preocupados, sin el buen humor anterior. Mirábamos aquellos dorados cajones mientras cada uno se preguntaba en silencio cómo demonios saldríamos de allí.

Por hacer algo, subimos el escalón de piedra y nos quedamos embobados, sin saber qué decir ni qué hacer ante la vista de las siluetas labradas en las cubiertas de los sarcófagos (al menos, del principal y de los dos colocados más abajo). Unas imágenes muy realistas mostraban a unos tipos raros que, si era cierto lo que veíamos, debieron de medir unos tres metros y medio de altura, poseer unas hermosas barbas y haber sufrido la deformación frontoccipital.

– ¿Los gigantes…? -murmuró Lola, espantada.

Pero ninguno contestó a su pregunta porque, sencillamente, no nos salía la voz del cuerpo. Si eran los gigantes, la crónica de los yatiris había dicho la verdad. En todo.

– No puede ser… -rezongué, al fin, malhumorado-. ¡Que no, que no puede ser! ¡Ayúdame, Jabba! -voceé, colocándome a un lado del sarcófago principal y metiendo los dedos entre la caja y la tapa para empujar ésta hacia arriba. Ambas tenían un tacto suave pero helado.

Marc me siguió como una sombra, mosqueado también, y con la fuerza de la rabia conseguimos levantar aquella pesada cubierta de oro que se deslizó con suavidad al principio para luego caer pesadamente hasta el suelo por el otro lado con un gran estruendo. Una rápida y sorprendente vaharada a gasolina me subió por la nariz. La voz de la doctora nos hizo reaccionar.

– ¿Saben la tontería que acaban de hacer? -dijo muy tranquila. Al mirarla, vimos que Lola se había colocado a su lado y que también parecía enfadada-. Pueden haber echado a perder para siempre una seria y delicada investigación sobre este sepulcro. ¿Nadie les ha comentado que nunca debe tocarse nada cuando se hace un descubrimiento arqueológico?

– Acabáis de cometer la estupidez más grande del mundo -declaró Proxi, poniendo los brazos en jarras y fulminando a Jabba con la mirada-. No había ninguna necesidad de abrir ese sarcófago.

Pero yo no estaba dispuesto a sentirme culpable.

– Sí la había -aseguré con voz vibrante-. Cuando salgamos de aquí me dará lo mismo que entre un ejército de arqueólogos y que sellen este lugar durante los próximos cien años, pero ahora es nuestro y hemos trabajado muy duro para encontrar un remedio que le devuelva la cordura a Daniel. ¿Y sabes qué, Proxi? Que no creo que lo encontremos… No aquí -y estiré el brazo derecho abarcando con mi gesto la nave que teníamos a nuestras espaldas-. ¿O tú serías capaz de localizar las láminas de oro en las que se explica la forma de hacerlo? Si dentro de este sarcófago hay un gigante, quiero, al menos, marcharme con la certeza de que los yatiris decían la verdad y de que hay esperanza. Si no lo hay, podré volver a casa con la conciencia tranquila y sentarme a esperar que los medicamentos y el tiempo surtan efecto.

Nada más terminar de hablar, bajé la mirada para contemplar aquello que habíamos dejado al descubierto. Casi me muero del susto: un ancho rostro de oro me contemplaba con ojos hueros y felinos desde una cabeza de tamaño descomunal de la que sobresalía, hacia arriba, un cráneo cónico cubierto por un chullo hecho enteramente de joyas y, hacia ambos lados, unas enormes orejeras circulares también de oro con mosaicos de turquesa. Mi mirada fue descendiendo a lo largo de aquel cuerpo interminable, contemplando un pectoral muy deteriorado de cuentas blancas, rojas y negras que dibujaban rayos solares en torno a la figura del Humpty-Dumpty de Piri Reis y sobre este pectoral descansaba un increíble collar hecho con pequeñas cabezas humanas de oro y plata. Los brazos de la momia estaban al aire y podía verse una piel muy fina y apergaminada bajo la que se adivinaba un hueso casi pulverizado. Sin embargo, sus muñecas estaban cubiertas por anchos brazaletes fabricados con diminutas conchas marinas que el tiempo había respetado, no como a aquellas manos gigantescas, que parecían garras de águila tostadas por el fuego y que descansaban apoyadas sobre un tórax de oro que nacía desde debajo del pectoral. El tamaño de cada uno de aquellos huesos, que parecían dibujados con arena, daba realmente miedo. Noté que junto a mí se colocaban Lola y Marta Torrent y percibí su sobresalto por el gesto de retroceso inconsciente de sus cuerpos. Las piernas del Viajero -pues aquél era, sin duda, el famoso Sariri que tanto protegían los yatiris- aparecían cubiertas por una tela con flecos, muy dañada, en la que aún podía verse el diseño original de tocapus, y los pies, los enormes pies, estaban encajados en unas sandalias de oro.

Nos encontrábamos frente a los restos del Viajero, un gigante de tres metros y pico que venía a confirmar lo que contaba, por un lado, el mito de Viracocha, el dios inca, el llamado «anciano del cielo», que había creado, en las inmediaciones de Tiwanacu, una primera humanidad que no le gustó, una raza de gigantes a los que destruyó con columnas de fuego y con un terrible diluvio, dejando, a continuación, el mundo a oscuras; y, por otro lado, corroborando también lo que afirmaba la crónica de los yatiris, en la que se decía que del cielo había venido una diosa llamada Oryana que, de su unión con un animal terrestre, parió una humanidad de gigantes que vivían cientos de años y que, tras construir y habitar Taipikala, desaparecieron por culpa de un terrible cataclismo que apagó el sol y provocó un diluvio, dejándolos enfermos y debilitados hasta convertirlos en la humanidad pequeña y de corta vida que éramos ahora.

Marc expresó en voz alta lo que yo mismo tenía en mente:

– Lo que me mosquea es que, al final, la Biblia va a tener razón con lo del diluvio, precisamente ahora que ya no hay nadie que se lo crea.

– ¿Cómo que no, Marc? -exclamó la doctora Torrent, sin dejar de contemplar al Viajero-. Yo sí lo creo. Es más, estoy absolutamente convencida de que ocurrió de verdad. Pero no porque la Biblia judeocristiana relate que Yahvé, descontento con la humanidad, decidiera destruirla con un diluvio que duró cuarenta días y cuarenta noches, sino porque, además, el mito de Viracocha cuenta exactamente lo mismo, y también la mitología mesopotámica, en el Poema de Gilgamesh, donde se cuenta que el dios Enlil envió un diluvio para destruir a la humanidad y que un hombre llamado Ut-Napishtim construyó un arca en la que cargó todas las semillas y las especies animales del mundo para salvarlas. También aparece mencionado en la mitología griega y en la china, donde un tal Yu construyó durante trece años unos enormes canales que salvaron a parte de la población de la destrucción por el diluvio. ¿Quiere más? -preguntó, volviéndose a mirarlo-. En los libros sagrados de la India, el Bhagavata Purana y el Mahabharata, se recoge el diluvio con todo detalle y se repite la historia del héroe y su barca salvadora. Los aborígenes de Australia tienen el mito del Gran Diluvio que destruyó el mundo para poder crear un nuevo orden social, y también los indios de Norteamérica cuentan una historia parecida, y los esquimales y casi todas las tribus de África. ¿No le parece curioso? Porque a mí sí. Mucho.

Bueno, tantas coincidencias no podían ser casualidad. Quizá era cierto que había existido un diluvio universal, quizá los libros y los mitos sagrados necesitaban una revisión científica, una lectura laica e imparcial que desvelara la historia auténtica transformada en religión. ¿Por qué negarles toda validez a priori? A lo mejor contenían verdades importantes que nos estábamos negando a aceptar sólo porque olían a superstición e incienso.

– ¿Y cuándo se supone que ocurrió? -preguntó Jabba, escéptico.

– Ése es otro dato interesante -comentó la doctora mientras se inclinaba para examinar el faldellín con flecos del Viajero-. Podría decirse que casi todas las versiones coinciden bastante: entre ocho mil y doce mil años atrás.

– El final de la Era Glacial… -murmuré, recordando de golpe el mapa del pirata turco, el lenguaje nostrático, la desaparición misteriosa de cientos de especies por todo el planeta (como el Cuvieronius y el toxodonte), etc. Pero la doctora no me escuchaba.

– «Éste es Dose Capaca, que emprendió el viaje a los seiscientos veintitrés años» -leyó en voz alta.

– ¿Eso es lo que dice el tejido que cubre las piernas? -se apresuró a preguntar Proxi, inclinándose hacia los delicados restos del gigante.

– Sí -respondió Marta Torrent-, pero quizá ese tejido y algunos de los objetos sean varios siglos posteriores al cuerpo. No podemos saberlo.

La catedrática se dirigió a continuación, distraída, hacia la plancha de oro con tocapus que estaba incrustada en el muro, a la izquierda de los sarcófagos. Se plantó delante, levantó la cabeza para iluminar los grabados y empezó a traducir:

– «Habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses y estáis leyendo estas palabras. Merecéis conocer también sus sonidos. Venid a buscarnos. Ni la muerte del sol, ni el agua torrencial, ni el paso del tiempo han acabado con nosotros. Venid y os ayudaremos a vivir. Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»

Su fantástica voz de locutora radiofónica había impreso un tono solemne a las palabras del mensaje, de modo que Marc, Lola y yo nos habíamos quedado con caras de imbéciles.

– Será una broma, ¿verdad? -observé tras hacer un esfuerzo para reaccionar.

– No lo parece, señor Queralt.

– Pero… Es imposible que existan todavía. Esto lo escribieron antes de marcharse y no parece probable que aún permanezcan en algún sitio esperando la llegada de unos visitantes que hayan pasado por aquí y leído su mensaje.

– ¡De esos tipos ya no queda nada! -bramó Marc-. Alguien los habría visto alguna vez y lo habrían dicho en los telediarios. Además, el mensaje no tiene sentido. Empieza con una pregunta ridícula que invalida todo lo demás. Esto es la burla de unos estafadores.

– ¿Por qué es ridícula la pregunta con la que empieza el mensaje? -quiso saber la catedrática, volviéndose hacia él.

– Porque ¿de dónde sacan que la gente que haya llegado hasta aquí haya aprendido a leer estas láminas de oro? ¡Si ni siquiera sabemos cómo salir de esta pirámide! Si no estuviera usted o no tuviéramos el «JoviLoom» de su marido, ninguno de nosotros habría sobrevivido lo suficiente para descifrar esta maldita escritura con tocapus. -Jabba parecía realmente enfadado; a pesar de la fresca temperatura, su camisa mostraba grandes manchas de sudor en el cuello y la espalda-. Le recuerdo que estamos encerrados y que hace ya muchas horas que tomamos nuestra última comida. Si no encontramos una manera de volver a la superficie, la palmaremos en unos pocos días, tiempo insuficiente y condiciones físicas nefastas para aprender una lengua sin ayuda.

– No lo crea, Marc -repuso ella, con el ceño fruncido-. Observe el muro. Fíjese en estos dibujos. -Y fue señalando con el dedo unos relieves grabados en los sillares de piedra a lo largo de una banda alta que recorría toda la pared.

Como autómatas empezamos a caminar lentamente examinando las ilustraciones, que se componían de un gran tocapu seguido por una escena de arte tiwanacota en la que se representaba el sentido del mismo, a modo de cartilla escolar para enseñar a leer.

– Observen que el primer tocapu del muro es también el primero que aparece en el mensaje -nos iba explicando Marta Torrent-, y que el segundo y el tercero, que forman, como pueden ver por el dibujo, el verbo entender o comprender con los sufijos de tercera persona y de acción realizada, o pretérito perfecto, son también el segundo y el tercero del texto, etc. Me había llamado mucho la atención, al leer el contenido de la plancha, que el mensaje estuviera escrito exclusivamente con tocapus de contenido figurativo y simbólico. No hay ninguno que represente el sonido de una letra o una sílaba fonética. El mensaje está muy bien estudiado para que pueda representarse en la pared de manera visual. Miren, si no, a este hombrecillo que talla con un pequeño martillo y un fino cincel sobre una lámina. El tocapu previo es la raíz del verbo escribir.

– O sea -dije yo, sin dejar de caminar-, que los yatiris dejan un mensaje que puede traducirse o, al menos, comprenderse parcialmente en poco tiempo. Dan por sentado que deben entregar su invitación a gentes que no conocen su idioma ni su escritura. Lo tenían todo muy bien pensado. Pero, ¿y si hubiesen llegado hasta aquí los conquistadores? Imaginad por un momento que Pizarro entra con su caballo en esta cámara. ¿Creéis que nadie se hubiera dado cuenta de que estos dibujos eran una cartilla litográfica?

– Lo dudo mucho, señor Queralt -me respondió la catedrática, embelesada como yo en las increíbles representaciones grabadas en los muros-. Para empezar, porque los yatiris se tomaron muchas molestias en ocultar este lugar y no creo necesario recordarle todas las cosas que hemos tenido que hacer para llegar hasta esta cámara. Pero, incluso si Pizarro hubiera llegado (lo que, afortunadamente, no hizo porque no quedaría nada de todo esto), no hubiera sido capaz de comprender lo que veía. Él era analfabeto, desconocía las letras y su funcionamiento y, como él, ya supondrá que también su ejército de rufianes y aventureros. Quizá algún sacerdote versado en latines hubiera podido, pero habría llegado después de que todo el oro fuera sacado de aquí y fundido en lingotes para mandarlo a España, de manera que no habría visto ni la plancha de la pared con la invitación ni la otra que representa un mapa y que todavía no hemos estudiado.

Como movidos por un resorte, los cuatro giramos sobre nosotros mismos sin pestañear y emprendimos el camino de vuelta hacia los sarcófagos, lo que nos hizo sonreír hasta que alcanzamos la plancha y nos colocamos delante.

– Oye, Proxi -dije pasándole un brazo sobre los hombros-. ¿Por qué no sacas varias fotografías del señor Dose Capaca y de este mapa?

– Del mapa, vale -repuso ella-, pero del gigante no me atrevo. Sé que la luz podría perjudicarle. En los museos no te dejan tomar fotografías.

– ¡Pero eso es para que compres las postales a la salida, mujer! -exclamó Jabba.

– No, Marc, no -se alarmó la doctora-. Lola tiene razón. La luz concentrada del flash podría alterar las propiedades químicas de la momia, poniendo en marcha procesos biológicos de descomposición. Yo les rogaría, incluso, que volvieran a poner la cubierta en su sitio para no dañar más al Viajero con el oxígeno de esta cámara.

– Hablando de eso… -murmuré, cogiendo a Jabba por un codo y llevándomelo hacia el sarcófago para cumplir la orden-. ¿Por qué este sitio huele a gasolina? ¿No lo han notado?

– No se preocupe por eso, señor Queralt. Tiene una explicación lógica. En el proceso de momificación practicada en esta zona de Sudamérica se utilizaba abundantemente el betún, obtenido como residuo de la destilación del petróleo, así como resinas de distintas clases que, unidas al betún y sometidas al proceso de ahumado, producen también un fuerte olor a aceite de motor aun después de cientos de años.

– Después de miles de años, doctora -articuló Jabba sin resuello, ayudándome a poner la tapa sobre el sarcófago-, porque eso es lo que tiene este Capaca en los huesos.

Proxi, mientras tanto, iba tomando fotografías del extraño mapa dibujado en la segunda plancha de oro.

– No sé qué decirle, Marc -murmuró Marta Torrent-, no soy bioarqueóloga y mis conocimientos sobre momificación se limitan a las técnicas practicadas durante el Perú incaico. Pero, con todo, sigue siendo sorprendente que este cuerpo se haya conservado así. No soy capaz de imaginar qué artes emplearon los yatiris para lograr que haya durado ocho mil o diez mil años. Me parece absolutamente sorprendente. En realidad, diría que es inaudito.

– Pues inaudito o no -repuse volviendo a su lado-, toda esta gran nave huele a gasolina, a pesar de que los cinco cuerpos están encerrados en pesados sarcófagos de oro.

Ella se quedó callada unos instantes y, luego, se pinzó el labio inferior con el pulgar y el índice en un gesto muy suyo y que me recordaba mucho a mi madre en el momento de interpretar la pantomima titulada Estoy pensando profundamente.

– Bueno, cuando encontremos a los yatiris -dijo, al fin, muy tranquila- se lo preguntaremos. ¿Le parece bien?

Jabba estalló en una sonora carcajada que retumbó por toda la nave.

– ¡Muy bueno, doctora, muy bueno! -exclamó.

Y siguió riéndose como un loco, sin darse cuenta de que Lola, Marta Torrent y yo le observábamos completamente serios.

– ¿Qué pasa, eh? -preguntó al fin, sorprendido, secándose las lágrimas de los ojos-. ¿No os ha hecho gracia?

De repente, una luz se iluminó en su cerebro.

– ¡Ah, no! ¡De eso nada! -exclamó a pleno pulmón-. ¡No pienso seguiros en esa locura! Pero, ¡si ni siquiera sabemos cómo salir de aquí! ¿Estáis mal de la azotea o qué?

Los tres seguimos mirándole sin sonreír. La verdad es que debíamos de parecer un trío de locos peligrosos que contemplan fríamente a su víctima antes de empezar a caminar lentamente hacia ella con intenciones criminales, pero, afortunadamente, no había ningún testigo que pudiera contarlo, salvo Jabba, claro, y a él se le podía hacer callar fácilmente con un buen soborno traducido en sueldo.

– En una cosa tiene razón -matizó Proxi sin cambiar ni el gesto grave ni la postura-. Primero tenemos que salir de aquí.

– Vale -fue mi inteligente aportación.

– Pues, venga, vámonos -se burló Marc, sentándose en el escalón de piedra que sostenía el sarcófago-. Es muy tarde y tengo hambre. También estoy cansado y necesito darme una ducha en cuanto lleguemos al hotel. ¡Oh, pero… pero si son las once y media de la noche, hora local! Bueno, pues mejor nos quedamos, ¿qué os parece? Podemos dormir aquí y mañana ya veremos.

– Cállate, Marc -le conminó Proxi, tomando asiento a su lado-. ¿No decías que los paneles de tocapus del segundo cóndor habían despertado tu parte de animal informático? ¿Por qué no pones en marcha ese magnífico cerebro de hacker y analizas la situación como si fuera un desafío de código?

Yo me dejé caer al suelo, delante de ellos, y solté la bolsa con descuido.

– Siéntese con nosotros, doctora Torrent -le dije a la catedrática-. A lo mejor se nos ocurre algo.

– Podría empezar por llamarme Marta a secas -respondió ella, sentándose con las piernas cruzadas a mi lado. Hacía bastante frío en aquel maldito lugar.

– Bueno, pero conste que a mí me gustaba mucho que me llamara señor Queralt. Nadie me llama así nunca.

Jabba y Proxi se echaron a reír.

– Es que no tienes pinta de señor, Arnauet -se burló Proxi-. Con esa melena, ese pendiente y esa perilla de caballero decimonónico más pareces un poeta romántico o un pintor que un hombre de negocios.

Las tonterías continuaron durante algunos minutos más. Como otras muchas veces desde que había empezado aquella extraña historia, necesitábamos descompresión. Estábamos demasiado agotados y resultaba agradable olvidar por un momento la realidad que nos envolvía, sarcófagos incluidos. Pero, finalmente, nos quedamos callados.

– No hemos recorrido todo el perímetro de la cámara -comenté después de un rato.

– Cierto -corroboró mi amigo-. Quizá estamos aquí, perdiendo el tiempo, mientras hay una hermosa puerta entreabierta en algún lado.

– No sueñes -le dijo Lola, pasándole una mano por el pelo para arreglarle un mechón fuera de sitio.

– Bueno, pues algo parecido -insistió él-. Un agujero en el techo o algo así. Opino que deberíamos dividirnos. Somos cuatro, ¿no? Pues cada uno se queda con un muro de la nave. Si no encontramos nada…

– El planteamiento es malo -le atajé-. A quien le toque el muro de la puerta tiene que recorrer el pasillo o uno de los laterales para llegar, lo cual es una pérdida de tiempo. Propongo que hagamos dos equipos. Partimos desde aquí, desde los sarcófagos, luego cada equipo recorre un lateral y volvemos a encontrarnos en la puerta. De ese modo averiguamos si aquélla se puede abrir y, si no, volvemos por el pasillo hasta aquí y empezamos de nuevo. Tiene que haber una salida a la fuerza.

Mi idea fue aceptada porque, obviamente, era muy buena, pero no hubo ocasión de ponerla en práctica. Antes de separarnos, nos dio por examinar la tarima de piedra del sarcófago del Viajero y resultó que, justo donde Jabba había estado poniendo los pies para quitar y colocar la cubierta, se encontraba un nuevo panel de tocapus. Increíblemente, había estado pisándolo sin darse cuenta y, por suerte, no había ocurrido ninguna desgracia. Si hubiera habido luz ambiental, lo habríamos localizado en seguida, pero al iluminarnos sólo con los frontales, la zona posterior al sarcófago había permanecido todo el tiempo en la más completa oscuridad.

– ¿Tiene algún sentido, Marta? -preguntó Lola, inclinándose.

La catedrática le echó un vistazo y asintió.

– «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses. Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»

– ¿Pero eso no es lo mismo que dice la lámina de oro? -se enfadó Jabba.

– No exactamente.

Marta arrugó la frente y se quedó pensativa mirando el pequeño panel.

– Es sólo parte del mensaje original -se giró y estiró el cuello hacia la izquierda para observarlo-. Son frases del mensaje, pero no están todas.

– Bueno -me reí-, ya estamos en marcha de nuevo. Encendamos los cerebros.

– ¿Y qué frases son las que faltan? -inquirió Proxi.

Marta Torrent, haciendo un repetido ejercicio de cuello, las fue destacando:

– Falta un pedazo de la pregunta inicial, en concreto la parte que dice «…y estáis leyendo estas palabras». Luego falta la siguiente frase completa, «Merecéis conocer también sus sonidos». La siguiente oración la mantiene pero la fusiona con la quinta, componiendo una sola, haciendo desaparecer «Ni la muerte del sol, ni el agua torrencial, ni el paso del tiempo han acabado con nosotros». Falta, asimismo, el sexto enunciado, «Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender», y después el resto está igual.

– No tiene ni pies ni cabeza -murmuró Proxi, contrariada.

– No creo que la clave esté en lo que falta -repliqué-, sino en lo que han dejado.

– Tampoco tiene ni pies ni cabeza -pro testó Jabba, sacándose del pantalón los faldones de la camisa para sentarse más cómodamente en el suelo-. ¿Podría repetirlo, Marta?

– «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses -volvió a leer ella con voz apagada-. Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»

– Aquí hay gato encerrado -mascullé, alisándome la perilla con despecho-. Lo oigo maullar pero no lo veo.

La catedrática se encaminó hacia su mochila y sacó una pequeña cantimplora que desprendió destellos metálicos bajo las luces. De repente descubrí que estaba más seco que un desierto.

– ¿Quieren un poco de agua? -nos ofreció-. Llevamos muchas horas sin beber.

– ¡Sí, por favor! -dejó escapar Proxi con toda su alma.

¡Qué trío de idiotas! ¿Cómo no se nos había ocurrido traernos agua? Mucha brújula Silva de último modelo, mucha navaja multiusos Wenger y mucho prismático Bushnell, pero, a la hora de la verdad, nada de agua ni de comida. Chapó.

– No hay bastante para los cuatro -se excusó la doctora-, así que, por favor, no beban demasiado.

Recuerdo la angustia que sentí mientras el líquido se colaba por mi garganta y me caía, frío, en el estómago vacío. Sólo podía pensar que o espabilábamos o, como había dicho antes Marc, en unas pocas horas estaríamos en unas condiciones físicas nefastas.

– No tendrá algo para comer, ¿verdad, Marta? -le preguntó mi amigo con una expresión en el rostro que indicaba lo muy negros que eran sus pensamientos.

– No, lo siento. Sólo llevo agua. Pero no se inquiete -le dijo, animosa-, no vamos a quedarnos aquí mucho tiempo. Sólo tenemos que resolver un pequeño enigma y hoy ya hemos resuelto muchos, así que no hay de qué preocuparse.

De repente, una luz se encendió en mi cerebro, justo detrás del foco de mi frontal.

– ¿Y si también este enigma pudiera resolverse visualmente como usted decía que pasaba con los otros, Marta? -le pregunté-. Usted afirmó que, analizando el orden, la disposición y la repetición de los tocapus podía darse con la respuesta correcta.

Ella arqueó las cejas, sorprendida, y sonrió.

– Puede que tenga usted razón, Arnau.

– Si se trata de código -afirmé, abriendo el portátil-, soy muy bueno.

– ¡Y nosotros también! -prorrumpió Jabba-. ¿Sacaste alguna foto del texto de la plancha de oro, Proxi?

– Están aún en la cámara, con las fotos del mapa.

– Pues saca una de este panel del suelo -le pedí yo- y luego las confrontaremos en la pantalla del monitor. Si hay una estructura lógica, la encontraremos.

Y la encontramos. La catedrática tenía razón. Todos los enigmas de los yatiris podían resolverse tanto por su contenido como por su forma. Aquellos tipos, si aún existían, debían de ser realmente listos y raros. Con la imagen de la lámina a un lado y la del panel del suelo en el otro, descubrimos una repetición (sólo una), que daba la respuesta al problema. Era tan simple y tan limpia que maravillaba por su composición. Hubiera dado un buen montón de pasta por contratar para Ker-Central a el o la yatiri que había aparejado aquel rompecabezas. Se partía de una idea muy sencilla: había una frase que daba la clave, que era la clave, y que, al mismo tiempo, contenía la idea fundamental del mensaje, y esta frase era «Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender». Eso era todo. Para salir de allí, nosotros sólo teníamos que decir «Vamos a buscaros porque queremos aprender». Los tocapus con los que se escribía eran los únicos que aparecían repetidos en el texto, dispersos por aquí y por allá en las frases del mensaje corto. Por eso las habían seleccionado, separándolas del total. «Vamos a buscaros» se formaba con los tocapus que aparecían en «Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir», donde sólo había que invertir los signos que indicaban las personas de los verbos. «Porque» estaba, tal cual, en «No traigáis la guerra porque no nos encontraréis». «Queremos» era el principio de la última frase, «Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento», y «aprender» era el tocapu raíz de «aprendido» en «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses». Simple y limpio, como debe ser el buen código.

Apenas hubimos pulsado ordenadamente los tocapus que formaban la frase, el panel se dividió en dos junto con las partes de lo que, hasta ese momento, había sido un único y gigantesco sillar de piedra y, como las compuertas de una sentina, los lados se hundieron y dejaron a la vista una minúscula escalera de piedra que descendía hacia las profundidades. Aunque pueda parecer extraño, ya no nos impresionaban estas cosas. Estábamos molidos, hechos polvo y, sobre todo, desesperados por salir de la maldita Pirámide del Viajero, a quien ya habíamos tenido el gusto de saludar. Necesitábamos volver a la superficie y ver el cielo, respirar aire limpio, cenar en abundancia y pillar la cama para dormir doce o quince horas sin interrupciones.

Bajamos la escalera sin querer prestar atención al pequeño detalle de que nos estábamos hundiendo aún más en la tierra en lugar de ascender, pero duró poco. Después de veintitantos escalones nos encontramos en un estrecho pasillo rocoso que avanzaba en línea recta y que siguió en línea recta durante una hora. Y luego, durante dos. Y cuando ya estábamos acabando la hora tercera de rectitud fue cuando nos dimos cuenta de que hacía mucho tiempo que habíamos dejado atrás Tiwanacu-Taipikala y que debíamos de encontrarnos a varios kilómetros de distancia en dirección oeste, según aseguraba la brújula.

Por fin, cerca ya de las cuatro de la madrugada y más muertos que vivos, topamos con otras escaleras que ascendían. Pero antes, claro, no podía faltar la sorpresa final.

Apenas había puesto el pie en el primer peldaño -yo iba el primero-, después de comprobar que estaba limpio de musgo negro y resbaladizo, la voz ronca y deshuesada de Jabba, que venía detrás, me sacó del letargo.

Root, te has saltado algo.

Me volví, más para mirarle a él que para saber a qué demonios se refería -parecía un fardo, con ojeras y una horrible sombra rojiza de barba en la cara transparente-, y vi que, sin moverse, señalaba con el dedo una especie de hornacina abierta en la pared a media altura, situada justo donde empezaba la escalinata.

Retrocedí un paso y me puse delante de la cavidad, sacando del bolsillo la pequeña linterna Maglite porque me sentía incapaz hasta de inclinar la cabeza para iluminar el hueco. Allí, como en el atril que descubrimos tras pasar la primera cabeza de cóndor, había otra pieza de piedra que estaba diciendo «cogedme». Era un simple aro, una plancha redonda de unos veinte centímetros de diámetro y cuatro o cinco de alto, agujereada en el centro a modo de gruesa y pesada pulsera. La catedrática, que iba la última, adelantó a Proxi, que ni se había inmutado, y se puso al lado de Jabba para mirar la pieza.

– ¿Se han fijado en que tiene grabada una flecha? -exclamó con voz cansada.

Era cierto. El aro de piedra presentaba una punta de flecha muy simple -dos rayas que convergían en un extremo- tallada en su parte superior.

– ¿Nos tenemos que llevar este donut? -preguntó Jabba, desdeñoso. Sin duda, tenía hambre.

– Yo diría que sí -respondí-. Pero, esta vez, no me toca a mí cargarlo porque yo ya llevé la otra plantilla.

– Qué morro tienes -se quejó, pero lo tomó con la mano derecha y, al izarlo, un ruido de ruedas dentadas y poleas se escuchó en la parte alta de la escalera. Sin darnos tiempo para reaccionar, un repentino soplo de aire fresco pasó rozándonos y se nos coló por la nariz hasta los pulmones.

– ¡La salida! -exclamé feliz y, sin pensarlo más, me lancé escaleras arriba con el corazón a mil por hora. Tenía que salir de aquel agujero.

Lo primero que vi fue el cielo, maravillosamente lleno de estrellas. Nunca había visto tantas. Y, después, mucho campo abierto a mi alrededor, completamente negro, y, luego, sentí un frío de muerte, algo así como si me hubieran metido de repente en un congelador. Empecé a estornudar por el brusco cambio de temperatura y, mientras los demás iban saliendo al exterior y reponiéndose de la claustrofobia, gasté varios pañuelos de papel con aquel súbito catarro. Debíamos de estar a varios grados bajo cero y sólo llevábamos la ropa ligera que nos habíamos puesto el día anterior. Al instante, Jabba y Proxi empezaron también con los estornudos y aquello se convirtió en un concierto. Sólo Marta permanecía íntegra, casi inmune al helado frío nocturno del Altiplano. La vi mirar en una dirección y en otra, tan campante, y, finalmente, decidirse por la segunda.

– El pueblo de Tiahuanaco no está muy lejos -dijo, iniciando la marcha a través de aquella oscura estepa siberiana.

Nosotros, con los pañuelos en la mano, la seguimos como fieles corderillos.

– ¿Cómo lo sabe? -le pregunté entre estornudo y estornudo.

– Porque aquel pico de allá -y señaló una inmensa y lejana sombra casi imposible de reconocer en la negrura de la noche- es el Illimani, el monte sagrado de los aymaras, y hacia allí está el pueblo. Conozco bien este lugar. He jugado aquí de pequeña.

– ¿En este páramo? -se sorprendió Lola.

– Sí, en este páramo -murmuró sin dejar de caminar-. Con tres meses vine por primera vez a Bolivia con mis padres. Sólo permanecía en Barcelona durante el curso escolar y así fue hasta que me casé, tuve a mis hijos y terminé la carrera. Podría decirse que soy medio boliviana. Mis amigos eran los niños del pueblo de Tiahuanaco y nos dejaban libres para correr todo el día por estos campos. Hace treinta y cinco años por aquí ni siquiera sabíamos lo que era un turista.

Marc, Lola y yo tiritábamos y rechinábamos los dientes mientras seguíamos a la catedrática con paso ligero. Tardamos poco más de media hora en llegar a las afueras del pueblo y nos encaminamos directamente hacia el hotel de don Gastón, que se quedó de piedra cuando, en calzoncillos largos y camiseta de felpa, nos vio aparecer en la puerta de su establecimiento. En cuanto reconoció a Marta, nos invitó rápidamente a entrar y despertó a toda la casa. Nos trajeron mantas y caldo caliente y encendieron la chimenea echando leña como si hubiera que poner en marcha un barco de vapor. Marta le dio a don Gastón unas sucintas explicaciones que el hombre aceptó sin rechistar. Luego, nos acompañó a las habitaciones y nos prometió que nadie vendría a molestarnos bajo ningún concepto. A trompicones, me di una ducha antes de meterme en la cama y luego, por fin, me dormí profundamente.

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