Epilogo

Dos días después, el viernes, 16 de agosto, subirnos al avión que nos llevaría hasta Perú. En esta ocasión, como viajaríamos en sentido contrario al sol, llegaríamos a España dos días después, el domingo 18, aunque el total del viaje duraría las mismas veintidós horas y pico. Nos despedimos de Efraín y Gertrude en El Alto con grandes abrazos e intercambiando compromisos de vernos pronto en un país o en otro. Marta regresaría a Bolivia a principios de diciembre para continuar con las excavaciones en Lakaqullu durante la Navidad y yo llevaba conmigo la grabación de Gertrude de la conversación con los Capacas.

– Cuéntame todo lo que hagas -me pidió por enésima vez- y tenme al tanto de lo que vayas encontrando.

– ¡No sea usted tan pesada, por favor! -le reprochó Efraín estrechando con fuerza mi mano.

– No te preocupes, doctora -le dije-. Vas a saberlo todo minuto a minuto.

Antes de despegar, Marc se tomó unas pastillas que le entregó Gertrude y que le dejaron fuera de juego incluso antes de que el avión se alzara en el aire. Nos costó trabajo despertarlo cuando aterrizamos en el aeropuerto de Lima y también en los sucesivos aeropuertos en los que tomábamos tierra y volvíamos a despegar. Las pastillas de Gertrude (de las que iba bien provisto) le mantuvieron en estado de coma hasta llegar a España y, según reconoció más tarde, aquel viaje fue el más agradable que había hecho en toda su vida.

– ¿Qué mejor manera de morir -farfullaba somnoliento en el aeropuerto de Schiphol- que hacerlo sin enterarse?

Antes de que cada uno de los aviones en los que embarcábamos encendiera los motores y las pastillas hicieran de nuevo su efecto, se despedía amargamente de Proxi, de Marta y de mí (especialmente de Proxi, claro) «por si no volvíamos a vernos». La cosa llegó a tal punto que juré por lo más sagrado que no viajaría con él en avión en lo que me quedaba de vida. Lola no tenía más remedio que aguantarse, pero yo podía ahorrarme tranquilamente aquellas dramáticas situaciones.

Por fin, durante el último vuelo, el que nos llevaría desde Holanda hasta Barcelona, Marta y yo nos sentamos tres filas más atrás que Marc y Lola. Era el momento que había estado esperando para hablar tranquilamente con ella sobre el problema de Daniel:

– ¿Has tomado ya alguna decisión respecto a mi hermano? -le pregunté poco después de que nos sirvieran la bandeja del almuerzo, apenas media hora después de despegar. Hasta entonces habíamos estado charlando sobre ordenadores y me había pedido con mucho interés que le enseñara mi «casa robótica», según sus propias palabras.

No respondió a mi pregunta inmediatamente. Permaneció callada durante unos largos segundos aparentando que ponía toda su atención en los manjares de plástico que teníamos delante. Hubiera preferido, con diferencia, un buen trozo de tucán asado antes que aquellas porquerías. Marta carraspeó.

– Si se cura -murmuró llevándose el tenedor con un poco de ensalada seca a la boca-, me gustaría hablar con él antes de hacer nada.

– Creo que temes que te pida que no le denuncies.

– Estoy segura de que no harías eso.

Sonreí.

– No, no lo haría -confesé, apartando la bandeja y girándome hacia ella todo lo que el estrecho espacio me permitía para poder mirarla-. Pero me gustaría saber qué opciones tienes.

– El robo de material de investigación de un departamento es algo muy serio, Arnau. No creas que me va a resultar fácil tomar una decisión. Todavía no puedo creer que Daniel fuera capaz de coger documentación de mis archivos. Me he preguntado mil veces por qué lo haría. No consigo entenderlo.

– Pues, aunque te cueste creerlo, lo hizo por mí -le expliqué-. No, no por mi culpa ni tampoco por hacerme un favor. Yo también he estado dándole muchas vueltas al asunto y, aunque todos somos ciegos cuando se trata de nuestra propia familia, creo que mi hermano siempre ha sentido una gran rivalidad hacia mí. Celos seguramente, o envidia. No sabría precisar.

– ¿Anhelo de la primogenitura…? -insinuó ella medio en broma medio en serio.

– Anhelo de triunfo fácil, de dinero rápido.

– ¿Ése es tu caso? -se extrañó.

– No, en absoluto. Pero él siempre lo vio así. O quiso verlo así. O se equivocó y lo entendió así. ¿Qué más da…? Lo que cuenta es que para conseguir un gran triunfo con el descubrimiento del poder de las palabras te robó el material de Taipikala.

– Efraín y yo no íbamos tan adelantados como él -admitió, abandonando también la comida después de un par de infructuosos intentos por tragarla.

– Daniel es muy inteligente.

– Lo sé. Los dos hermanos lo sois. El parecido no es sólo físico. Por eso confiaba tanto en él y en sus posibilidades. Pero no puedo pasar por alto lo que hizo. Entiéndelo, soy la jefa del departamento y uno de mis profesores cometió una infracción que, algún día, podría volver a repetir.

– Quizá no -insinué.

Ella volvió a quedarse callada.

– Quizá no -admitió al cabo del rato-, pero soy desconfiada por naturaleza y lo que no puedo ignorar es esa parte del cerebro de Daniel que le permitió entrar en mi despacho y robar el material de mis archivos. Puede que no vuelva a hacerlo, es cierto, pero ¿no hay algo dentro de él que funciona de manera equivocada, algo que siempre que desee alguna cosa ajena a sus posibilidades le diga: «Adelante, ya sabes cómo conseguirlo»?

– Necesitará ayuda -declaré.

– Sí, sí la necesitará. Tiene que volver a aprender que hay reglas y límites, que no todos nuestros deseos son alcanzables y que no hay atajos ni trenes de alta velocidad para llegar hasta donde queremos, que siempre cuesta un gran esfuerzo conseguir las cosas.

– Todos cometemos errores alguna vez.

– Cierto. Por eso necesito saber qué hay en su cabeza antes de tomar cualquier decisión. Quizá también tú deberías sentarte con él y explicarle detalladamente lo mucho que te ha costado tener lo que tienes.

Consideré sus palabras. Claro que pensaba hablar con mi hermano, pero no para contarle mi vida sino para explicarle con contundencia lo que pensaba de la inmensa estupidez que había cometido. Aunque tal vez Marta tenía razón. Quizá resultase más efectivo hacer lo que ella decía, pero ¿cómo sentarme con mi hermano para hablar así de esas cosas? No tenía claro que supiese hacerlo.

– Cambiando de tema… -dijo ella, girándose también todo lo posible en su butaca para quedar encarada hacia mí-. ¿Has pensado que sería mejor que estuviésemos a solas con Daniel cuando tenga que repetirle la frase que me enseñaron los yatiris?

– La recuerdas, ¿verdad? -me alarmé.

– ¡Pues claro que la recuerdo, no seas tonto! ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? Bueno, ¿qué dices de lo de estar a solas con él? Es que creo que me resultaría muy violento ejercer de bruja de la tribu en presencia de tu familia.

Me eché a reír a carcajadas.

– Tranquila -dije al fin-, mi abuela ya se ha encargado de explicarle a todo el mundo que fui al Amazonas a buscar unas hierbas mágicas. También sabe que tiene que encontrar un momento en que la casa de Daniel esté vacía para que podamos ir tú y yo. Ese asunto ya está resuelto.

– ¿Cuántos años tiene tu abuela? -se extrañó-. Debe de ser muy mayor.

– Bueno, ¡ya la conocerás!

Tomamos tierra en Barcelona a las dos del mediodía. La madre de Lola nos estaba esperando en el aeropuerto. Ni Marta ni yo aceptamos su ofrecimiento de llevarnos hasta nuestras casas en su coche. Marc estaba francamente mal y necesitaba acostarse cuanto antes. Nosotros compartiríamos un taxi.

– ¿Nos dirás cómo responde Daniel a la frase de los yatiris? -me preguntó Lola en voz baja mientras nos despedíamos.

– Os llamaré en cuanto lo hayamos hecho. Vaya bien o vaya mal.

– No te olvides de lo que acordamos sobre Ker-Central -articuló costosamente Marc con los ojos vidriosos.

– Mañana mismo pondré el asunto en manos de los asesores -le respondí-. Procura descansar esta noche porque das pena.

– Lo sé, lo sé… -murmuró mientras seguía a la madre de Lola como un corderillo, arrastrando el carrito con el equipaje.

– Llámanos, Root -insistió Proxi con gesto preocupado-. Cuando todo haya pasado quedaremos un día los cuatro a cenar, ¿de acuerdo? -preguntó mirando a Marta.

– Por supuesto -dijo la catedrática sonriendo-. ¿Os habéis dado cuenta de que, mientras estuvimos en la selva, dejasteis de llamaros por vuestros apodos de internautas?

– ¡Qué pena que no seas hacker!. -le respondió Proxi, abrazándola y alejándose después con paso lento tras el maltrecho Jabba y su madre-. Pero, a lo mejor, cuando visites la casa de Arnau, te aficionas.

– ¡Y el «100»! -dijo Marta ampliando la sonrisa-. También quiero conocer el «100».

Proxi levantó una mano en el aire a modo de despedida.

– Bueno -anuncié-, es hora de coger un taxi.

Yo llegué a casa antes que Marta, que vivía en la zona alta, en la Bonanova, de modo que la vi alejarse dentro del vehículo, que dobló por passeig de Gracia hacia arriba.

– Llámame cuando tengamos que ir a ver a Daniel -me dijo antes de despedirnos con la misma cara seria y tranquila de siempre.

Mientras subía en el ascensor me pregunté cuándo la llamaría, cuándo sería el mejor momento para hacerlo. Bueno, me dije, la respuesta era fácil: en cuanto consiguiera poner fin a la bienvenida familiar que me esperaba arriba. La invitaría a cenar esa misma noche… ¿O sería pronto? Bueno, ¿y qué? La llamaría. Quería saber qué pensaba ella de mis proyectos y qué me decía sobre la forma de llevarlos a cabo. De momento, en cuanto se abriera la puerta del ascensor, tendría que afrontar el asunto de las hierbas medicinales.

Por lo que pudiera ser, al día siguiente de hablar con mi abuela por teléfono desde La Paz, me acerqué hasta el Mercado de los Brujos y compré un potingue asqueroso que, según el yatiri que lo vendía dentro de unos mugrientos frasquitos de cristal, provocaba la pasión en la mujer amada. A mí me daba lo mismo, cualquier cosa me hubiera servido con tal de que pareciera realmente una fórmula magistral preparada especialmente para mi hermano, y aquel líquido espeso y marrón lo parecía. De manera que, después de saludar a Clifford y de abrazar a mi abuela, cuando mi madre terminó por fin con la sarta de besos cacofónicos le entregué solemnemente los sucios envases y le dije que, sin duda, después de consultar con todos los chamanes amazónicos registrados en el censo boliviano, una infusión con unas gotas de aquel producto por la mañana y por la noche devolverían la cordura a Daniel. No quería que ella esparciera entre sus amistades más fantasías de las necesarias, de modo que abrevié los detalles y me limité a hablar sobre las comunidades indígenas visitadas a lo largo del río Beni durante nuestro viaje. Clifford, como buen inglés, parecía reacio al experimento, pero no se atrevió a abrir la boca delante de mi madre, que se mostraba entusiasmada con los exóticos frasquitos. Inmediatamente se colgó del teléfono y se puso a contarle a Ona toda la aventura y yo, aprovechando la coyuntura, hice mutis por el foro y me fui a mi habitación, donde me duché, me cambié de ropa y me rasuré la barba, dejándome de nuevo la perilla. Mi abuela me había comentado que estaba más delgado, más guapo, y moreno por primera vez en mi vida, lo cual era cierto. Tenía el pelo aún bastante corto y seguía conservando mi pendiente que, ahora, destacaba mucho más sobre la piel curtida por el sol y el aire. De aquel rostro alargado, pálido y urbano que tenía cuando me marché quedaba muy poco.

Pero había otros cambios. Lo descubrí cuando fui a abrir la boca para pedirle al sistema que me pusiera en contacto con Marta y me di cuenta de que no sabía cómo dirigirme a él porque ya no tenía ni idea de cómo hablar con una máquina dotada de una inteligencia quizá tan artificial como la nuestra. Me quedé de piedra por este descubrimiento. Lo que Gertrude nos había contado sobre el cerebro y los neurotransmisores, lo que habíamos aprendido sobre el poder de los sonidos para programar y desprogramar la mente, e, incluso el ejemplo del chamán, entrando en trance con los golpes rítmicos del tambor y la maraca, me habían dejado una duda que podía resumirse en la típica pregunta del mundo informático: ¿qué diferencia hay entre sumar dos y dos, que es lo que hacemos los humanos, y aparentar que se suman dos y dos, que es lo que hacen los ordenadores? El resultado sigue siendo el mismo, cuatro, se llegue por el camino que se llegue, y, en este caso, mi sorpresa era que el camino, básicamente, resultaba ser el mismo: infinito número de conexiones eléctricas, veloces como la luz, que viajaban a través de neuronas, en nuestro caso, o de silicio en el caso de las máquinas.

Muchas cosas habían cambiado dentro de mí durante aquellos últimos dos meses y medio de extraños aprendizajes y, ahora, para mi sorpresa y casi contra mi voluntad, le daba al sistema sin nombre que controlaba mi casa una personalidad propia que jamás se me hubiera ocurrido que pudiera llegar a tener. Y que, de hecho, no tenía, me dije enfadado, sacudiendo la cabeza para alejar ideas absurdas de mi mente. Sabía que debía darle las órdenes con un tono de voz tajante para que interpretara que estaban dirigidas a él y no a Magdalena, pero de mi boca sólo salía una voz educada que quería pedir las cosas con un «por favor» totalmente improcedente. Tuve que hacer un esfuerzo y obligarme a recordar la forma programada de comunicación con él pero, después de un par de intentos sin que me hiciera caso, empecé a mosquearme: ¿acaso se había vuelto autónomo o se había estropeado? Por suerte, se me ocurrió mirar la pantalla gigante y allí estaba su mensaje: «Número telefónico bloqueado. ¿Desactivar bloqueo y marcar?» Me reí de mí mismo y de mi despiste, y sólo después de unos segundos caí en la cuenta de que el sistema estaba intentando decirme algo importante. ¿Bloqueado el número de Marta…? ¿Cómo bloqueado?

– ¡Pero qué demonios me pasa! -exclamé en voz alta-. ¡Estoy atontado!

Había recordado de pronto que la tarde de aquel lejano domingo que Marta me había llamado para reclamar su material sobre Taipikala y los aymaras, le había ordenado al sistema que rechazara todas las llamadas de ese número y todas las que procedieran del titular de ese número, e, incluso, las del departamento de la universidad.

– ¡Desbloquear! -voceé.

Apenas unos segundos después, escuché la voz de Marta.

– ¿Sí?

– Marta, soy Arnau.

– Hola, Arnau. ¿Qué pasa? ¿Tenemos que ir ya a casa de Daniel?

– No, no… -Me reí-. ¿Te apetece que quedemos a cenar esta noche? Me gustaría hablar contigo de unas cuantas cosas.

Se hizo un sorprendido silencio al otro lado.

– Claro que sí -respondió al fin.

– ¿Te parece un poco pronto? -le dije mientras terminaba de ponerme el reloj-. ¿Prefieres que quedemos mañana o pasado?

– No, en absoluto. Por mí, estupendo.

– ¿A qué hora paso a recogerte?

Aquella conversación resultaba increíble. Yo jamás había hecho antes un intento tan descarado por acercarme a otro ser humano. En semejantes ocasiones me sentía como si tuviera que abandonar mi tranquilo planeta para relacionarme con entes a los que no comprendía y por eso no lo hacía y no confraternizaba con nadie. Pero con Marta era diferente. Había convivido casi dos meses con ella día y noche y la estaba invitando a cenar con una absoluta tranquilidad y confianza.

– Ven cuando quieras -respondió-. En realidad, no estoy haciendo nada. Me acababa de sentar en el sofá dispuesta a encender el primer cigarrillo de los últimos dos meses.

– Pues no lo hagas -le dije-. ¿Qué más te da?

– Me gusta fumar, así que no voy a privarme de este pequeño placer. No me sermonees, ¿vale?

– Vale. Entonces, ¿puedo ir ahora?

– Pues claro. Ya deberías estar aquí.

Aquello me gustó. También me gustó volver a subir en mi coche y sujetar con fuerza el volante mientras conducía. Eran poco más de las seis y media de la tarde y, a pesar de llevar veinticuatro horas metido en aviones y de haber atravesado el Atlántico, me sentía el rey del mundo. Mi madre me había echado en cara que saliera «con una amiga» sin pasar antes a ver a mi hermano y a mi sobrino, pero hice como que no la oía y me metí disparado en el ascensor. Afortunadamente, si el «consuelo» que nos habían dado los Capacas funcionaba, me iba a librar de todos ellos mucho antes de lo que se imaginaban. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, ¿no era eso lo que decía la sabiduría popular? A mi hermano ya lo visitaría cuando tocase y en cuanto a mi sobrino, apenas un momento antes había sacado de la maleta el pequeño muñeco que le había comprado en el Mercado de los Brujos de La Paz para dárselo a romper en cuanto le viera.

Tuve suerte de encontrar un sitio para dejar el coche justo en una callejuela cercana a su casa, una de esas casas antiguas de dos pisos y desván con la fachada ennegrecida por la contaminación y un pequeño jardín. Marta me abrió la puerta.

– Este edificio no tiene micrófonos ni sensores ni cámaras -me advirtió con sorna nada más entrar-. Lo digo por si te sientes incómodo. Si das un grito, no hay ningún ordenador que te responda. Lo lamento.

Era una casa muy grande, con suelos de parqué, techos altos y muebles antiguos. Había libros por todas partes, hasta en los pasillos, en grandes librerías de madera que no dejaban ver las paredes. No hubiera esperado otra cosa distinta: la casa era a Marta como Marta era a la casa.

– ¿Y tampoco tienes una consola de videojuegos? Ya sabes, una Playstation o una Gameboy -le pregunté mientras entrábamos en el salón, cuyas altas ventanas daban al jardín.

– De eso sí tengo -reconoció sonriendo, dejándose caer en el sofá. Aunque el entorno era extraño, ella volvía a ser la misma Marta de Bolivia, o eso me pareció, con la diferencia de que allí iba con ropa de invierno y aquí llevaba un sencillo vestido de tirantes-. Las habitaciones están en el piso de arriba. En las de mis hijos puedes encontrar alguna si la necesitas. No te reprimas.

Me senté en un sillón frente a ella, aunque sin ponerme cómodo. Estaba nervioso, así que comencé a jugar con un mechero de plástico que encontré junto a un cenicero de piedra en el que había varias colillas.

– ¿No habías dicho que ibas a fumarte un cigarrillo? -pregunté sorprendido.

– Bueno, necesitaba nicotina para recuperar los meses perdidos.

Decidí no andarme por las ramas.

– Necesito tu ayuda, Marta. Tienes que explicarme… O sea, yo quiero trabajar con vosotros en Tiwanacu.

Ella soltó una carcajada.

– ¿Eso es lo que ocultabas cuando te preguntábamos qué querías hacer cuando te jubilaras?

– Más o menos.

– Eres un poco impreciso. Cuéntame más.

– Quiero colaborar, quiero ser parte del equipo -me estaba explicando como un libro abierto-. El problema es que no tengo ningún tipo de preparación académica. Soy empresario, un empresario de internet. ¿Cómo puedo trabajar con vosotros en una excavación, en calidad de qué? De entrada, había pensado proporcionaros a Efraín y a ti los programas informáticos y los ordenadores que necesitéis para traducir las láminas de oro de la Pirámide del Viajero. Yo mismo los escribiría o mejoraría los que te dio Joffre. Volvería a ser programador -sonreí- como cuando tenía veinte años. Pero quisiera participar de alguna otra manera, no sólo como informático.

– Bueno… -titubeó ella-, no lo sé. Tendría que pensarlo. Por supuesto, si dependiera sólo de mí no habría el menor problema. Creo que me gustaría mucho trabajar contigo. Pero las excavaciones están financiadas por el gobierno boliviano…

– Y por empresas privadas -la atajé.

– Sí, y por empresas privadas que buscan desgravar impuestos y hacerse una buena imagen, no convertirse en parte integrante de la excavación.

– Vale. Entonces, ¿qué debo hacer?

– Si sólo es esto -se burló-, entonces me decepcionas. Creí que ocultabas algún secreto interesante.

– Bueno, puede que tenga algún secreto -admití, inclinándome hacia adelante para acercarme más a ella-. O, quizá, dos. ¿Qué te parece?

– Eso está mejor -sonrió abiertamente.

– Mi primer secreto es éste: trabajaría con vosotros sólo mientras tú estuvieras en Bolivia. El tiempo que pasaras aquí en Barcelona, en la universidad, me iría a recorrer el mundo. Voy a convertirme en cazador de leyendas sobre el origen de la humanidad.

– ¡Pero eso es lo que hacen los creacionistas de los que hablaba Gertrude! -se espantó.

– No. Ellos coleccionan pruebas contra la Teoría de la Evolución. Que se encarguen de esa tarea puesto que llevan mucho tiempo haciéndolo. Yo hablaré con gente tan rara como los yatiris. Iré a África, a Asia, a Norteamérica, a Sudamérica, a Australia…

– Ahora entiendo el dibujo que te hizo el chamán de los Toromonas -dejó escapar con los ojos muy abiertos-. ¡El pájaro, naturalmente!

¿Recordaba que a ella le hizo también el mismo dibujo…? Ya veríamos.

– Buscaré por todas partes -continué yo con entusiasmo-, buscaré hasta debajo de las piedras para recoger todas las leyendas que hablen sobre la creación del mundo y de los seres humanos. Estoy convencido de que seré capaz de hacer un estudio muy serio con todo lo que encuentre y de que descubriré coincidencias muy significativas y podré establecer paralelismos interesantes. No olvides que he sido programador de código durante muchos años y que he aprendido a extraer datos a partir de fragmentos dispersos de información. Pero mi problema es que, cuando tenga todo el material, cuando vuelva a Barcelona para trabajar sobre ello, no sabré cómo hacerlo. Volvemos a lo de antes: carezco de la preparación académica. Habrá que sistematizar, ordenar, escribir… Manejo varios lenguajes de programación y puedo escribir millones de instrucciones con ellos, pero no soy capaz de redactar un pequeño ensayo histórico o científico.

Marta me miraba absolutamente sorprendida. Había llegado el momento:

– ¿Por qué no trabajas conmigo, Marta? ¿Por qué no te vienes conmigo?

Ya lo había soltado. Noté que el sudor me resbalaba por la nuca.

Su boca se abrió de par en par.

– ¿Has dicho que me vaya contigo? -balbució al fin.

– Pasaríamos todo el tiempo necesario con Efraín y Gertrude en Bolivia para llevar adelante la excavación de Lakaqullu y ocuparnos del material de la Pirámide del Viajero. Yo podría encargarme de las tareas, digamos, clandestinas -sonreí-, como sacar el cuerpo de Dose Capaca y ocultarlo en algún lugar elegido por vosotros, que conocéis la zona -hablaba sin respirar, sin hacer pausas; hablaba como mi madre-, o de eliminar de la cámara del Viajero toda referencia a la huida de los yatiris a la selva o también de cerrar el túnel de salida donde encontramos la rosquilla de piedra que se ha quedado Efraín. Quizá sería buena idea que pidieras una excedencia en la universidad, o una beca de esas que os dan para investigar. No sé, como tú lo vieras mejor. Así podríamos viajar y visitar a los dogones, los hopi, los navajos… a todos esos pueblos que conservan viejas leyendas sobre el diluvio y la creación del mundo. Medio año en Bolivia y medio año por ahí, recopilando información.

– Pero…

– Además, de este modo, también podría trabajar con Gertrude en el asunto de la cinta con las voces de los Capacas de Qalamana. He descubierto que me intriga mucho el funcionamiento del cerebro, igual que, en su momento, me intrigó el funcionamiento de los ordenadores. De nuevo, claro, carezco de las herramientas necesarias. No soy médico. Pero tampoco sabía nada cuando empecé a programar con un Spectrum y mira cómo he terminado, así que creo que puedo aprender mucho con Gertrude y, si estoy en Bolivia, trabajaremos mejor.

– Arnau…

– Otra cosa que se me ha ocurrido es que podríamos pasar el verano trabajando en Taipikala y el invierno en los otros lugares, de manera que, entre viaje y viaje, tuvieras ocasión de volver a casa para estar con tus hijos. ¿O todavía te necesitan y no puedes dejarlos solos? Porque eso cambiaría un poco los planes y…

– ¡Cállate!

Me quedé mudo de golpe.

– Escucha -dijo ella, llevándose las manos a la cabeza-, creo que estás loco. No sé si entiendo muy bien lo que quieres decir. Hablas en clave y estoy hecha un lío.

Permanecí en silencio, con los labios apretados para que viera que no pensaba decir ni una sola palabra más. En realidad, ya había hecho mi jugada. Un auténtico hacker no revela nunca sus secretos pero, cuando llega el momento de actuar, actúa con firmeza.

– ¿Qué tal si nos vamos a cenar -propuso taladrándome con la mirada- y lo hablamos todo tranquilamente desde el principio mientras nos sirven un montón de cosas que no hemos comido desde hace mucho tiempo? Hay un restaurante muy bueno cerca de aquí.

– Vale -dije-. Pero es un poco pronto. Sólo son las ocho menos cuarto.

– No para nosotros, que todavía vamos con el horario de Bolivia y allí es la hora de comer. Además, te recuerdo que esta mañana, en el avión, no tocamos las bandejas.

Eso era cierto. Pero yo no tenía hambre. Acababa de hacer una de las cosas más difíciles de mi vida y, por lo visto, los problemas aún no se habían terminado. ¿Es que quería que se lo dijera en aymara o qué?

– El chamán de los Toromonas nos dibujó a ambos el mismo pájaro.

– Voy a por mis cosas -dijo, dando un paso rápido hacia la puerta del salón-. Espérame.

Se iba a estropear.

– Escucha -la detuve.

– No, ahora no -rehusó.

– Sí, ahora sí -insistí-. Ven conmigo a buscar viejas historias que pueden contener alguna verdad. Estoy seguro de que nos iría bien. Formamos un buen equipo.

Me miró escrutadoramente, con un gesto de exagerada desconfianza en la cara.

– Y, si no funciona -seguí-, pues lo dejamos y volvemos a ser sólo amigos. Yo continuaré viajando y tú me ayudarás cuando vuelva.

– Estás loco de remate, ¿lo sabías? -me espetó-. Además, ¿crees que puedes presentarte en mi casa y decirme todas estas tonterías sin avisar? ¡Vaya maneras! Escúchame, te llevo nueve años de adelanto y puedo garantizarte que eres el tipo más frío y menos ingenioso que he conocido en mi vida. ¿Sabes las estupideces que has dicho?

Bueno, ya no podía acosarla más o acabaría echándome a la calle.

– Piénsalo, ¿vale? -repuse-. Y, ahora, vámonos a cenar. Venga, sube por tus cosas. Te espero.

Estuvimos completamente solos en el restaurante durante un par de horas. Los turistas de agosto no llegaban hasta aquella zona y los nativos habían abandonado masivamente la ciudad. Eso sin contar con que, en verano, nadie en su sano juicio saldría tan pronto a la calle salvo que quisiera morir derretido sobre el asfalto. Llegué a casa cerca de la una de la madrugada, cansado del largo viaje, del cambio de horario y de utilizar mis mejores recursos y encantos personales para atrapar a Marta en la red que tejí lentamente ante sus ojos intentando que no se diera cuenta. No, no me empeñé en contarle mi vida ni en aburrirla con los cuatro detalles divertidos de mi existencia. Me limité a escucharla, a mirarla y a escucharla, y a descubrir las cosas que le importaban porque, para romper las protecciones de un lugar seguro que se quiere piratear, lo primero que hay que hacer es conocer los puntos débiles del sistema y tratar de averiguar los códigos de acceso. Cuando, por fin, volví a casa y me dejé caer sobre la cama, aunque quería pensar sobre lo que habíamos estado hablando para mejorar mi estrategia, no fui capaz: me quedé dormido en cuestión de segundos y no me desperté hasta doce horas después. Pero cuando abrí los ojos al día siguiente, me sentí eufórico y satisfecho: estaba seguro de haber abierto una brecha, pequeña, en la muralla defensiva. El mundo estaba lleno de puertas cerradas y yo había nacido para abrirlas todas. Y no tenía la menor duda de que Marta era un desafío que valía la pena.


Después de desayunar, holgazaneé un poco por la casa y el jardín y disfruté de la agradable sensación de haber vuelto. Aunque no me encontraba cansado, por pura vaguería caminaba arrastrando los pies como si fuera un viejo y avanzando casi a la misma velocidad, pese a lo cual, la mala suerte me hizo llegar, por fin, hasta el estudio y me obligó a sentarme frente a uno de los ordenadores para comprobar el correo electrónico. No me interesaban en absoluto los mensajes de trabajo, de modo que sólo miré la dirección personal y, aunque creía que la bandeja de entrada iba a quedar saturada, sólo tenía diez miserables mensajes, cinco de los cuales eran de Proxi y los cinco de aquella misma mañana. Me llamó la atención el curioso detalle de que vinieran cifrados, así que tuve que desencriptarlos antes de entender por qué se había tomado tantas molestias: Proxi había extraído del CD en el que habíamos grabado todo el material de Lakaqullu una selección de fotografías de las mejores cosas de la Pirámide del Viajero y, sinceramente, sentí un nudo en la garganta al volver a ver los cascos de guerreros de las losas que marcaban las entradas a las chimeneas, los grandes ojos redondos y los afilados picos de piedra de las cabezas de cóndor, los relieves con los paneles de tocapus de las pruebas, la escalera que se había desprendido del techo y que colgaba de dos gruesas cadenas de oro, las cabezas de puma que custodiaban la inmensa puerta que daba acceso a la cámara, el panel con la maldición original que había afectado a Daniel y que yo mismo fotografié para poder verlo en la pantalla del portátil, las hileras interminables de láminas de oro llenas de tocapus, el inmenso sarcófago dorado de Dose Capaca con su cabeza puntiaguda por la deformación frontoccipital, el mural con los dibujos que ayudaban a comprender la invitación para ir en busca de los yatiris, la lámina con el mapa que conducía hasta Qhispita…

Me quedé mucho rato atontado delante del monitor, contemplando las imágenes una y otra vez. Afortunadamente, en casa no había nadie más que yo, así que pude pasar algunas de ellas a las pantallas gigantes y disfrutar con su visión a tamaño casi real mientras mi mente regresaba a aquellos fantásticos momentos y a las cosas que nos pasaron estando allí. Por desgracia, los Toromonas habían quemado la cámara de Proxi y no nos quedaba más recuerdo de nuestra estancia en la selva y en Qalamana que la grabación de Gertrude con las palabras de los Capacas que yo mismo guardaba. Por un momento sentí la tentación de escucharla, de comprobar qué efecto produciría el poder de las palabras en aquella habitación de mi casa. Pero no lo hice. Si finalmente mis proyectos salían bien, ¿por qué no darle a Gertrude la satisfacción de trabajar juntos en el tema mientras Marta y Efraín se despellejaban las manos en Tiwanacu? Además, antes de nada, debía llamar a la catedrática.

– ¿Tienes un ordenador en casa con conexión a internet? -le pregunté a bocajarro en cuanto me descolgó.

– Lo normal es saludar primero y, después, preguntar -me respondió con aquella voz grave y armoniosa que me atravesó como una descarga.

– Hola. ¿Tienes un ordenador en casa con conexión a internet?

– Naturalmente.

– Pues dame tu dirección de correo electrónico. Voy a mandarte algo que te va a gustar.

– ¿Sabes que, a veces, eres más raro que aquel desgraciado de Luk'ana que nos guió por Qalamana?

– Sí, es verdad -admití rápidamente, sin hacerle caso; la indiferencia formaba parte del plan-. Por cierto, ¿qué vas a hacer esta tarde?

Se quedó callada.

– ¡Ah, espera, lo había olvidado! -le dije, riendo-. Primero saludar y, después, preguntar. Hola de nuevo, ¿qué vas a hacer esta tarde?

Supe que sonreía.

– Pensaba terminar de sacar las cosas de la maleta y poner un poco de orden. Me he despertado tardísimo y te recuerdo que ayer no tuve tiempo de hacer nada.

– Es que había pensado que podrías venir a ver mi casa. Me han dejado completamente solo. ¿Qué dices?

– ¿Quieres mantenerme en secreto? -preguntó con evidente doble intención. Pero yo ya disponía de algunas claves sobre su forma de reaccionar y, desde luego, como ella sabía muy bien, eran otras cosas las que tenía en mente.

– En realidad, lo que estaba pensando…

– No sigas -me cortó de prisa y corriendo-. Mándame eso que querías que viera y, luego, volveremos a hablar. Dame un respiro.

Anoté cuidadosamente su dirección de correo electrónico y colgamos. Mientras terminaba de enviarle las fotografías, me llamó mi abuela.

– ¿Arnauet? Oye, estoy en casa de Daniel.

– Dime.

– Tendrías que venir un rato para quedarte con tu hermano. ¿Cómo te viene?

¿Que cómo me venía…? ¡Me venía fatal, horrible, peor imposible! Tenía cosas muy importantes que hacer esa tarde y no quería renunciar a ellas por nada del mundo. Pero, cuando estaba a punto de soltar una andanada de bufidos y palabras desagradables, caí en la cuenta de que mi abuela debía de tener gente alrededor y que por eso no hablaba con claridad. Seguramente, pretendía dejarme solo con mi hermano.

– ¿Quieres decir que has encontrado la manera de llevártelos a todos?

– Sí, lo siento. Tendrías que quedarte con él al menos dos o tres horas. Ya sé que estarás cansado todavía del viaje, pero… -Se oyó de fondo la voz de mi madre diciendo que, si estaba cansado, sería por haberme ido de marcha nada más llegar-. En fin, Arnauet, es que hemos pensado que, ya que has vuelto, podemos aprovecharnos un poco de ti. Nosotros estamos agotados. Lo entiendes, ¿verdad? Si te quedas con tu hermano, Clifford, tu madre, Ona, Dani y yo podremos irnos a dar una vuelta, a comprar algo de ropa para el niño y a tomarnos algo por ahí. Lo necesitamos, Arnauet.

– Eres única, abuela.

– ¡Venga, no protestes! -me regañó, y mi madre, con un tono que no dejaba lugar a dudas, voceó que me quedaría con mi hermano tanto si protestaba como si no.

– Dile a tu hija que la estoy oyendo.

– Ya lo sabe -repuso mi abuela muy divertida-. Lo ha dicho cerca del teléfono para que te enteraras. Bueno, entonces, ya está. ¿Cuánto tardarás en llegar?

– Una hora. Tengo que recoger a Marta.

– Ya que vas a venir solo -puntualizó mi abuela para dejarme claro que era mejor que Marta esperara en el coche hasta que ellos se hubiesen marchado-, acuérdate de coger el muñeco ese tan feo que has traído para Dani y que nos enseñaste anoche.

– Es un dios.

– Me da lo mismo. Sigue siendo de muy mal gusto. Hala, adiós. No te retrases.

En fin, mis magníficos planes para aquella tarde acababan de volatilizarse. Habría que esperar y, francamente, no me hacía ninguna gracia. Algo me decía que Marta sí que hubiera venido a casa. Bueno, podía comprobarlo. Todavía teníamos la noche por delante. La llamé.

– Hola, ¿has visto las fotos? -le pregunté en cuanto descolgó.

– Estoy mirándolas -podía notar en su voz la sonrisa que, sin duda, dibujaban sus labios-. Parece increíble, ¿verdad?

– Verdad. Yo he sentido lo mismo.

– Es un material fantástico. Lola hizo un gran trabajo. ¡Resulta curioso contemplar todas estas cosas desde aquí, desde casa!

– Hablando de casas…

– He estado pensando -anunció de sopetón-. Creo que prefiero dejar la visita para después de curar a Daniel. Hagamos las cosas bien hechas.

– De acuerdo -acepté, muy tranquilo.

Se quedó en silencio, sorprendida.

– ¿«De acuerdo…»? Creí que ibas a insistir.

– No, en absoluto. Si tú quieres aplazarlo hasta después de curar a Daniel, me parece bien. Por cierto -dije muy serio-, mi abuela acaba de llamarme. Tengo que quedarme con Daniel un par de horas porque la familia al completo se va de compras.

Ella tardó unos segundos en reaccionar y, luego, soltó una carcajada.

– ¡Está bien! ¡Tú ganas! -dijo sin parar de reír-. Vayamos a casa de tu hermano y, luego, ya veremos.

Mientras me dirigía a buscarla con el coche, me reproché tanta confianza estúpida en la dichosa frase de los Capacas. Si no funcionaba, si aquel sortilegio, maleficio o encantamiento no cumplía su cometido, Daniel seguiría siendo un vegetal durante mucho tiempo o, en el peor de los casos, el resto de su vida. Se lo dije a Marta en cuanto subió al coche y, durante el resto del trayecto hasta la calle Xiprer, estuvimos discutiendo nerviosamente las alternativas: traducir a la mayor velocidad posible las láminas de oro de la Cámara del Viajero, intentar encontrar de nuevo Qalamana sobrevolando la inmensa zona probable, hacerle oír a Daniel la cinta grabada por Gertrude… En fin, supongo que estábamos nerviosos por muchas cosas pero íbamos a enfrentarnos a la peor de ellas de manera inmediata.

– Recuerdas la frase, ¿verdad? -le pregunté por enésima vez mientras salíamos del vehículo, aparcado, como siempre, sobre la acera del chaflán.

– No seas pesado, Arnau. Ya te he dicho que la recuerdo perfectamente.

– Por cierto… -la llamé mientras se alejaba hacia la cafetería en la que le había pedido que esperara mi llamada; ella se volvió y en sus ojos vi algo que me gustó-. ¿Sabes que no tengo tu número de móvil?

Con una sonrisa se acercó a mí y me lo repitió un par de veces mientras yo intentaba grabarlo en mi teléfono sin equivocarme. Luego, se alejó despacio y me quedé observándola hasta que giró en la siguiente esquina y desapareció. Me costó lo mío ponerme en marcha y caminar hacia el portal de la casa de mi hermano.

Me abrió mi madre desde arriba y, mientras atravesaba la entrada y subía los tres o cuatro escalones que daban acceso al ascensor, vi, esperando su llegada, la espalda de uno de esos tipos enormes y pelirrojos que tanto se parecían a Jabba. Algún día, me dije, algún día vendré a esta casa y se habrán marchado todos a su planeta y no volveré a encontrarme con ninguno de ellos. Me reí con la boca cerrada y el tipo me miró de reojo, pensando, supongo, que estaba como una cabra.

Ona me recibió en la puerta y me dio un fuerte abrazo. Tenía mucho mejor aspecto que cuando me marché a Bolivia. Había recuperado la sonrisa y se la veía otra vez animosa y contenta.

– ¡Anda, entra, chamán de la selva! -se burló-. ¿Te han dicho que estás peor que tu hermano? ¡Mira que largarte al Amazonas de un día para otro y volver dos meses después con una pócima milagrosa!

– Pues le está sentando divinamente -sentenció mi madre, que venía por el pasillo con su nieto en los brazos-. Yo diría, incluso, que le veo como más vivo, no sé… ¿Verdad, Clifford? Clifford y yo lo estuvimos comentando esta mañana después de darle la primera infusión con las gotas, ¿verdad, Clifford? En seguida noté algo raro en Daniel, algo distinto.

Ona me hizo un gesto con los ojos para que no me creyera ni media palabra de lo que decía mi madre (¡como si hubiera podido!), mientras yo cogía a Dani y lo levantaba hasta el techo. Hacía un calor infernal en aquella casa. Aun así, mi sobrino llevaba, como siempre, su toquilla fuertemente agarrada.

– ¡Mira lo que te he traído! -le dije, enseñándole el Ekeko.

– Desde luego, Arnie, no comprendo cómo has podido comprarle algo así al niño. ¡Con la de cosas bonitas que tiene que haber en la selva! Este muñeco es espantoso.

En ese momento, mi sobrino lo lanzó por los aire con gran alegría y me pateó para que lo dejara en el suelo y, así, poder seguir destrozándolo a gusto.

– ¿Ves lo que te decía? -continuó mi madre-. ¡Le va a durar diez minutos! Si es que tienes la cabeza en las nubes, hijo. Deberías haberle traído algo que pudiera conservar hasta que fuera mayor, como recuerdo del viaje de su tío. Pero, ¡no, claro!, le traes un muñeco horrible que el niño va a romper antes de que nos vayamos.

Mi sobrino jugaba al fútbol con el Ekeko por el pasillo. A veces la pierna se le iba un poco hacia un lado o hacia otro y, entonces, no conseguía que el dios avanzara hacia el salón como era su propósito, pero en el siguiente intento, el sucesor del Dios de los Báculos, de Thunupa, recorría un metro más limpiando el suelo. El crío estaba encantado de la vida. El regalo había sido todo un acierto.

– Hala, venga, marchaos -dijo una voz débil y temblorosa desde el sofá del fondo-. Os van a cerrar las tiendas.

Era mi abuela. ¿Por qué tenía esa voz tan rara?

– ¿Pero es que tú no te vas con ellos? -le pregunté con una mirada inquisitiva, mientras saludaba a Clifford, quien, como Ona, había mejorado bastante desde la última vez. El tiempo hace que nos acostumbremos a todo, incluso a las experiencias más dolorosas.

– A tu abuela acaba de darle ahora mismo un mareo -anunció mi madre-. Por eso no nos ha dado tiempo a llamarte. Pero como la pobre no quiere estropearnos la tarde, se ha empeñado en que nos vayamos sin ella. ¿Podrás cuidarla, Arnie? Te dejamos a cargo de tu hermano y de la abuela, así que tienes doble trabajo. Si se pone peor… -dijo, cogiendo su bolso y alargándole a Clifford la bolsa de Dani, con los pañales, los biberones, las mudas y toda esa increíble cantidad de cosas que necesitan los niños para ir a cualquier sitio-. ¿Me estás oyendo, Arnau?

– Claro que te oigo, mamá -murmuré distraído, echándole disimuladamente a mi abuela una mirada de esas que hubieran asustado al miedo.

– Te estaba diciendo que si la abuela se pone peor que me llames inmediatamente al móvil. ¿Estarás bien, mamá? -le preguntó, inclinándose hacia ella para darle un beso de despedida.

Mi abuela, poniendo cara de circunstancias, se dejó besar y suspiró con tristeza.

– No os preocupéis por mí. Pasadlo bien.

Salieron todos otra vez por el pasillo en dirección a la puerta y mi madre giró la cabeza para hablarme en susurros:

– No te impresiones cuando entres en la habitación y veas a tu hermano. La cama consume mucho, ya lo sabes. Está muy flaco y demacrado, pero es normal. Tómalo con calma. Y no pierdas de vista a la abuela. ¡Tenía que pasar antes o después! ¿Verdad, Clifford? -Clifford asintió sin decir nada-. Fíjate, la pobre, con las ganas que tenía de que nos fuéramos todos juntos a pasear y, en el último momento, se ha puesto fatal. Pero es que, le guste o no le guste, ya es muy mayor y estas cosas le pasan a la gente de su edad. ¡Mucho ojo con ella, Arnau!, a ver si va a pasarle algo y tenemos un disgusto. Cuida de los dos, ¿eh, hijo? Luego, cuando volvamos…

– Eulalia -la llamó Ona desde el rellano, con la puerta del ascensor abierta.

– Bueno, nos vamos, pero lo que te iba a decir -yo empujaba la puerta del piso suavemente para obligarla a largarse-, lo que te iba a decir era que esta noche cenaremos todos juntos aquí. Toda la familia reunida. ¿De acuerdo?

«¡Ni muerto!», pensé. «¡Tengo otras cosas mucho más interesantes que hacer esta noche!»

– Eulalia -insistió Ona-. Están llamando al ascensor desde otros pisos.

– ¡Ya voy, ya voy! Bueno, acuérdate de todo lo que te he dicho, Arnie.

– Sí, mamá -y cerré la puerta de golpe, volviéndome hacia la mentirosa más grande del mundo dispuesto a decirle cuatro cosas bien dichas. Pero ella ya se había levantado del sofá, fresca como una rosa, y me esperaba en pie y sonriendo. Podía ver su excelente aspecto gracias a la luz de la tarde que entraba por el balcón.

– ¿Sabes que eres una tramposa y que vas a tener que confesarte muchas veces por lo que has hecho esta tarde? -le grité, avanzando hacia ella con pasos de gigante.

– ¡Calla, que van a oírte! -me pidió con cara de susto, llevándose un dedo a los labios-. Ven aquí. ¿Creías que iba a perdérmelo? ¡De ninguna manera! Además, me lo debes. He estado encubriéndote durante dos meses. Por cierto, ¿dónde está Marta?

– En la cafetería que hay al doblar el chaflán en el que siempre aparco el coche.

– Espero que no la vean.

– Sólo la conoce Ona y no creo que se fije -repuse, tomando asiento y mirando las plantas que mi cuñada tenía en la terraza. En el espacio más pequeño que se pueda imaginar se amontonaban decenas de macetas con todo tipo de flores.

– ¡Tendrías que oír las cosas que Ona dice de ella! ¡Si llega a enterarse de que ha venido a su casa, nos matará a ti y a mí!

– Tengo algo que contarte, abuela -dije con toda la pena del mundo, cogiéndola de la mano y obligándola a sentarse a mi lado. Sabía que lo que iba a explicarle sobre su nieto Daniel le iba a hacer mucho daño, pero no tenía otro remedio; ella era la más lúcida de la familia y, si curábamos a mi hermano, necesitaría su ayuda para afrontar lo que, necesariamente, vendría después. Además, las tonterías que decía mi familia sobre Marta debían terminarse. Empecé poniéndola en antecedentes sobre la investigación de los quipus y los tocapus, aunque sin entrar en detalles para no embrollarla. De la manera más suave y breve que pude le referí lo del robo del material del despacho de la catedrática y lo que había pasado con la maldición. Y mientras le aclaraba qué era lo que habíamos ido a buscar de verdad a la selva y lo que habíamos encontrado allí, llamé a Marta para que subiera.

Mi abuela se vino abajo cuando supo la verdad. Era la mujer más fuerte que conocía (bueno, Marta era igual de fuerte, pero a mi abuela la había visto afrontar problemas muy serios en esta vida y resolverlos con absoluta entereza), sin embargo, cuando supo que su nieto Daniel había robado documentos importantes del despacho de su jefa, se hundió y empezó a llorar. Nunca, hasta ese día, la había visto derramar una sola lágrima, así que me quedé helado y hecho polvo. Afortunadamente, reaccioné y la abracé con fuerza. Le dije que entre ella y yo haríamos lo posible y lo imposible por ayudar a Daniel. En ese momento se oyó el timbre y la dejé un momento para ir hasta el telefonillo y abrir la puerta de abajo. Luego, mientras Marta subía, corrí de nuevo a su lado pero, para mi sorpresa, la encontré recuperada y con los ojos totalmente secos.

– ¿Y esta mujer, la catedrática -me preguntó con recelo-, viene a ayudar a Daniel después de lo que él le hizo?

– ¡Abuela! -la recriminé, saliendo disparado otra vez hacia el recibidor; acababa de sonar el timbre de nuevo-. Marta es una buena persona. Tú también lo harías… Cualquiera lo haría.

– Supongo que sí -la escuché decir mientras abría la puerta. Allí, con un gesto serio en la cara, estaba la mujer por la que cada uno de los miembros de mi familia sentía algo distinto y polémico. Incluido yo.

– Pasa, por favor -le pedí. Mi abuela ya se acercaba por el pasillo para recibirla-. Abuela, ésta es Marta Torrent, la jefa de Daniel. Marta, ésta es mi abuela Eulalia.

– Gracias por venir -le dijo mi abuela con una sonrisa.

– Encantada de conocerla. Supongo que Arnau ya le habrá explicado, más o menos, la tontería que pensamos hacer.

– No pasa nada por intentarlo, ¿verdad? Te agradezco mucho que estés aquí. Y, por favor, háblame de tú. Cuando se tienen más de ochenta años el usted se lleva mal.

Marta sonrió y los tres avanzamos despacio hacia el fondo de la casa. La puerta de la habitación de mi hermano, que estaba entornada, quedaba justo entre la entrada del salón y el extremo cercano del sofá, frente a la pequeña mesa redonda de comedor.

– ¿Queréis tomar algo antes de…? -empezó a decir mi abuela sin saber cómo acabar.

– Yo no quiero nada -rehusé, nervioso.

– Yo tampoco, gracias. Prefiero ver a Daniel primero. Si… -Marta titubeó-. Si no sale bien, entonces sí que necesitaré un café bien cargado. Y, desde luego, un cigarrillo.

– ¡Yo también soy fumadora! -exclamó mi abuela con la alegría de una hermana de cofradía que encuentra a otra.

– ¿Vamos, Marta? -le dije, abriendo la puerta y mirándola. Ella asintió.

Las persianas estaban levantadas y las ventanas abiertas, aunque parcialmente cubiertas por las cortinas. La habitación era un horno a aquellas horas de la tarde. Frente a nosotros quedaba el pequeño vestidor que Daniel y Ona habían construido en un rincón del cuarto. Dando un par de pasos hacia la izquierda, se llegaba a lo que había quedado de habitación después de la obra, ocupada casi por entero por la enorme cama en cuyo centro estaba mi hermano. Su visión me sobrecogió.

Daniel parecía un auténtico muerto. Estaba destapado y llevaba una camiseta y unos pantalones cortos de pijama. Había perdido al menos quince o veinte kilos y, como me había dicho mi madre, parecía consumido. En ese momento tenía los ojos abiertos, pero no se volvió a mirarnos cuando entramos. Permanecía inmóvil, ausente. Los brazos le caían desmadejadamente sobre la sábana. Mi abuela se acercó a él y, cogiendo un dosificador de la mesilla de noche, le puso un par de gotas en cada ojo.

– Son lágrimas artificiales -nos explicó-. No parpadea lo suficiente.

– Deja que Marta se ponga donde tú estás, anda -le pedí.

Mi abuela nos miró con una tristeza infinita. Supongo que seguía doliéndole lo que le había contado acerca del robo pero, también, como la mujer pragmática que era, le dolía su propia lucha interna para no hacerse ilusiones respecto a lo que podía pasar. Le arregló el pelo a Daniel y arregló también la almohada sobre la que apoyaba la cabeza y, luego, muy serena, salió del rincón y vino hacia mí, que contemplaba la escena desde los pies de la cama. Marta la sustituyó junto a mi hermano y se quedó callada, observándolo. Me hubiera gustado saber qué estaba pensando. En realidad, ellos dos se conocían desde mucho tiempo atrás y habían trabajado juntos varios años. Él la desprestigiaba y criticaba delante de Ona, pero, ¿y Marta?, ¿qué opinaba Marta de Daniel, además de reconocer lo muy inteligente que era? Nunca me lo había dicho.

– Espero, sinceramente, que salga bien -murmuró ella, levantando de pronto la cabeza para mirarme-. Ahora mismo no le encuentro sentido a todo esto, Arnau. Me parece un absurdo terrible.

– No te preocupes -la animé-. Daño no va a hacerle y él no podría estar peor de lo que está, así que adelante.

– Venga, hija. Inténtalo.

Marta se inclinó hacia Daniel y se pasó una mano por la frente, intentando alejar las últimas dudas.

Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña -dijo muy despacio, alzando la voz y sin dejar de observarle.

Mi abuela, discretamente, me obligó a bajar la cabeza y, al oído, me preguntó qué querían decir esas extrañas palabras.

– Es una fórmula -le expliqué-. Lo importante no es lo que dice sino los sonidos que emite al pronunciar la frase.

Y Daniel movió un brazo. Lo izó muy despacio en el aire y lo dejó caer sobre su abdomen. Marta se echó hacia atrás, impresionada, y mi abuela se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación de alegría que se le escapó a borbotones por los ojos. Casi sin interrupción, Daniel giró la cabeza sobre la almohada y fijó su mirada en nosotros. Parpadeó un par de veces, frunció el ceño y se humedeció los labios secos igual que si despertara de un largo sueño, y, a continuación, intentó decirnos algo, pero la voz no le salió de la garganta. Marta, todavía incapaz de creer lo que estaba viendo, salió del rincón para dejar el sitio a mi abuela, que se había acercado rápidamente mientras Daniel la seguía con la mirada, volviendo a girar la cabeza. Esta vez, además, intentó levantarla, pero no pudo. Mi abuela se sentó en el borde de la cama y le pasó la mano por la frente y el pelo.

– ¿Puedes oírme, Daniel? -le preguntó con ternura.

Mi hermano carraspeó. Luego, tosió. Probó de nuevo a levantar la cabeza y lo consiguió un poco.

– ¿Qué pasa, abuela? -fue la primera frase que dijo. Su voz sonaba rara, como si estuviera acatarrado, con faringitis.

Mi abuela lo abrazó, estrechándolo fuerte entre sus brazos, pero Daniel, haciendo un esfuerzo, la sujetó y la apartó. Ella sonreía. Antes de que pudiera decirle nada, mi hermano se volvió hacia Marta y hacia mí. Los músculos de su cara, todavía rígidos por la falta de uso, intentaron una mueca irreconocible.

– Hola, Arnau -dijo con su rugosa voz-. Hola, Marta.

– Has estado muy enfermo, hijo -le explicó mi abuela, obligándolo a dejar caer la cabeza de nuevo-. Muy enfermo.

– ¿Enfermo…? -se sorprendió-. ¿Y Ona? ¿Y Dani?

Marta permaneció donde estaba mientras yo rodeaba la cama y me sentaba en el lado opuesto a mi abuela.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté. Daniel, haciendo gestos de dolor como si tuviera agujetas por todo el cuerpo, apoyó los brazos y se incorporó lentamente para quedar a mi altura, dejando caer la espalda contra el cabezal.

– Pues me encuentro confuso -dijo, al fin; la voz se le iba aclarando poco a poco-, porque hace un momento estaba trabajando en el despacho y ahora resulta que decís que he estado muy enfermo. No entiendo nada.

– ¿En qué estabas trabajando, Daniel? -le pregunté.

Él arrugó la frente, intentando recordar, y, de pronto, se hizo la luz en su cerebro. Su cara expresó temor y sus ojos saltaron por encima de mi hombro para ir a posarse en su jefa, en la catedrática.

– ¿Qué haces aquí, Marta? -le preguntó, acobardado.

Pero antes de que ella pudiera responderle, yo atraje su atención poniéndole una mano en el brazo:

– Has estado enfermo tres meses, Daniel, por culpa de una maldición aymara -le dije muy serio, clavándole la mirada; él se sobresaltó-. Ya sabes de lo que te hablo; no hacen falta más explicaciones. Marta ha venido a curarte. Ella te ha despertado. Nos ha costado mucho encontrar el remedio que necesitabas. Dentro de unos días te lo contaré todo. Ahora debes descansar y reponerte. Ya hablaremos cuando estés mejor. ¿De acuerdo?

Mi hermano asintió despacio, sin borrar la expresión de alarma de su cara. Le palmeé tranquilizadoramente el brazo y me levanté, yendo hacia Marta, que permanecía grave y silenciosa contemplando a Daniel.

– Nosotros nos vamos ya -anuncié-. Dentro de poco tendrás aquí a mamá, a Ona, a Dani y a tu padre. Han salido a dar una vuelta pero, en cuanto la abuela les llame para darles la buena noticia de tu recuperación, volverán en seguida. ¡Ah, otra cosa! No le digas nada a la familia sobre la maldición ni sobre los aymaras. ¿De acuerdo?

Mi hermano bajó la mirada.

– De acuerdo -murmuró.

– Adiós, Daniel -se despidió Marta-. Ya nos veremos.

– Cuando quieras -le respondió él.

No era conveniente que nos quedáramos más. Nuestra presencia, ahora que sabía lo ocurrido, no le beneficiaba en absoluto. Se le veía apurado y nervioso. Ya llegaría el momento de hablar cuando se encontrara mejor. Le di un beso a mi abuela, que nos despidió con una mirada de comprensión, cogí a Marta de la mano y salí con ella del cuarto.

– Ha funcionado -dijo sonriendo y levantando mucho las cejas para demostrar su perplejidad.

– Ha funcionado -repetí absolutamente satisfecho.

Sí, había funcionado, pero a partir de ese momento, a mi hermano le esperaba un largo rosario de pruebas médicas y, lo que era aún peor, la solícita atención de nuestra madre. Todos se asombrarían de su recuperación igual que se asombraron de su repentina enfermedad. Pero nosotros sabíamos la verdad y esa verdad pasaba por el extraño poder de las palabras, por esa extraordinaria capacidad de los sonidos para programar la mente. Teníamos mucho trabajo por delante, pero era un trabajo apasionante: el cerebro, el diluvio, los yatiris, las antiguas leyendas sobre la creación del mundo y de los seres humanos… Sin embargo, a pesar de nuestros nuevos proyectos, de los grandes cambios y de las muchas selvas que todavía nos quedaban por explorar, lo más importante era haber comprendido que algunas modernas tecnologías y algunos recientes descubrimientos científicos se vinculaban de manera inexplicable con la vieja magia del pasado, con los mitos de las antiguas culturas. Pasado, presente y futuro misteriosamente entrelazados.

– Has estado poco afectivo con Daniel -me dijo Marta mientras salíamos.

– He estado como podía estar. Me hubiera resultado imposible actuar de otra manera.

Era cierto. Las cosas ya no volverían a ser como antes y estaba bien que así fuera, pensé mirando a Marta y recordando el día que me presenté en su despacho de la facultad y a ella, tan seria y circunspecta, se le escapó la risa al ver mi cara de horror cuando descubrí la momia reseca y las calaveras colgantes. ¿Habría surtido efecto mi estrategia de hacker? ¿Se vendría conmigo o echaría tierra sobre el asunto…?

– Bueno, Marta -le dije, cerrando la puerta de la casa-. Ya hemos curado a Daniel. Ahora…

– ¿Qué quieres hacer? -me atajó con un tonillo burlón.

Sonreí.

– ¿Te apetece conocer el «100»?

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