Me desperté alrededor de las cinco de la tarde y, cuando bajé al comedor, Marc y Lola ya estaban arreglados y listos, esperándome tranquilamente leyendo la prensa boliviana. Según me contaron mientras desayunaba, la catedrática se había marchado después de comer y había dejado una nota para nosotros con un número de teléfono, rogándonos que nos pusiéramos en contacto con ella en cuanto regresáramos a La Paz.
Don Gastón, por ser amigos de Marta, nos cobró sólo la cantidad mínima por la estancia de un día, sin extras ni comidas, y nos facilitó uno de los pocos taxis que había en el pueblo para volver a La Paz. Hicimos el viaje en compañía de dos cholas de trenza negra y bombín que descargaron gruesos hatillos de tela multicolor en el portaequipajes de la movilidad y que no despegaron los labios durante todo el trayecto, probablemente por falta de aire, pues en el asiento de atrás íbamos también Proxi y yo (Jabba no hubiera cabido).
En cuanto cruzamos las puertas de nuestro hotel, nos sentimos en casa. Resultaba tan extraño pensar en todo lo que nos había sucedido que, simplemente, optamos por no pensarlo. Era como si hubiera un hueco en el tiempo; podían haber pasado meses, o años, porque las horas se habían dilatado de una manera extraordinaria y no resultaba creíble que sólo hubiera transcurrido un día desde que habíamos salido de allí. El hueco también estaba en nuestras mentes. Subimos en el ascensor en silencio y entramos los tres en mi habitación. Marc parecía preocupado:
– ¿Qué hago con el donut? -me preguntó nada más cerrar la puerta. Lola se tiró en el sofá y, sin pensarlo dos veces, encendió la televisión. Necesitaba recuperar la cordura y la caja tonta le proporcionaba una cierta sensación de normalidad.
– Vamos a guardarlo en la caja fuerte.
Nuestras habitaciones disponían de cajas fuertes ocultas dentro de los armarios. No es que fueran un dechado de seguridad pero aportaban una mínima garantía para los objetos más valiosos. Antes de irme había guardado dentro mis relojes del capitán Haddock.
– ¿Metemos también el portátil y la cámara digital de Proxi?
– ¿Es que quieres perder de vista las pruebas o qué? -le pregunté mientras tomaba asiento frente al escritorio y encendía la máquina-. Tenemos que descargar todas las imágenes que queden en la tarjeta de memoria de la cámara y después grabar todo el material en un CD. Eso será lo que dejemos en la caja fuerte junto con la rosquilla. El resto del equipo se queda fuera para que podamos seguir trabajando.
– ¿Aún tienes ganas de seguir con el rollo? -me preguntó Lola desde el sofá con un tono de voz agresivo.
– No, te aseguro que lo único que quiero es que salgamos a dar una vuelta, que cenemos por ahí, que vayamos a una peña de ésas en las que cantan canciones en directo y, una vez allí, beberme toda la cerveza que tengan en el local.
– La mitad del stock es mía -me advirtió Jabba.
– La mitad -accedí-. Sólo la mitad.
– Pero, ¿qué tonterías estáis diciendo? -se extrañó Proxi-. ¡Si vosotros no bebéis!
– Querida Lola -le dije-. Me da lo mismo. Pienso emborracharme como sea.
– Yo también -se sumó mi amigo.
Desde luego, no íbamos a hacerlo porque no nos gustaba el alcohol (salvo en ocasiones especiales y fechas señaladas en las que, como todo el mundo, sabíamos disfrutar de una copa de buen vino o de un poco de cava), pero hacer una afirmación semejante en voz alta, de una forma tan contundente y tan propia de hombres audaces y decididos, resultaba un gran consuelo interior, una auténtica reafirmación de nuestro espíritu varonil.
Mientras yo pasaba todas las fotografías, datos y documentos a un disco compacto, mi colega se marchó a su habitación para volver a ducharse y cambiarse de ropa. El único movimiento de Lola era el que hacía con su pulgar derecho para cambiar de canal con el mando a distancia. Cuando cogí el aro de piedra para meterlo en la caja fuerte junto con el CD recién grabado, observé que, en la parte posterior tenía un agujero muy extraño, un vaciado en forma de triángulo con dos lados iguales y, el tercero, más corto y un poco curvado hacia afuera, como un quesito en porciones. Pensé enseñárselo a Lola, pero estaba seguro de que si lo hacía me mordería, de modo que no me entretuve y lo guardé sin más contemplaciones.
Justo antes de salir del hotel, Jabba propuso que llamáramos a Marta. Poco a poco nos íbamos recuperando y volvíamos a ser personas, pero seguíamos negando todo lo que había sucedido en las catacumbas de Taipikala.
– No vamos a llamarla hoy -repuse-. Mañana será otro día.
– Pero está esperando. Llámala al menos para decirle que hablaremos mañana.
– Deja de marear.
– ¿Quién tiene el número de teléfono? -insistió, cabezota.
– Lo tengo yo -dijo Proxi-, y no voy a dártelo. Opino como Root mañana será otro día. Ahora vamos a cenar en el mejor restaurante de La Paz. Necesito aire contaminado, alta cocina, y mucha gente y tráfico a mi alrededor.
– Me apunto -dije, avanzando hacia la calle mientras el portero nos franqueaba el paso.
Pero Jabba no cejó en su empeño. Estuvo dando la paliza mientras caminábamos de un lado a otro disfrutando de la zona moderna de La Paz, con sus altos edificios, sus calles atestadas de vehículos, sus semáforos -a los que, por cierto, nadie hacía caso-, sus luces urbanas que se encendieron al poco de iniciar nuestro paseo, sus gentes hablando por teléfonos celulares, sus letreros publicitarios luminosos centelleando desde los tejados… En fin, de las maravillas de la civilización. Pero, claro, mi colega no podía consentir que Marta Torrent estuviera esperando nuestra llamada y que ésta no se produjera. A mí, mencionar a Marta no sólo me tele transportaba a la pirámide del Viajero sino también al cabreo por lo de Daniel, así que se me revolvían las tripas cada vez que aquel pesado volvía a sacar el tema. Pero, por fin, desesperado por hacerle callar, saqué mi móvil y, entre plato y plato de exquisita comida europea, marqué el número que había en la nota que Lola me pasó por encima de la mesa. Me contestó la voz de un hombre con fuerte acento boliviano, quien, en seguida, en cuanto me identifiqué y pregunté por Marta, me pasó con ella. Era todo muy surrealista. Apenas hacía unas horas que nos habíamos separado de aquella mujer y la situación resultaba incómoda porque había pasado de aborrecerla con toda mi alma a sentirme culpable frente a ella, con el desagradable añadido de que la experiencia que habíamos vivido juntos había creado unos extraños lazos de familiaridad que para nada me parecían reales en aquel momento. Era como llamar a una antigua novia con la que terminaste a matar y, de pronto, tienes que encontrarte con ella para algún asunto urgente.
– ¿Dónde están, Arnau? -fue su primera frase. La voz ya me alteró los nervios.
– Cenando en un restaurante -respondí, quitándome la servilleta de las piernas y dejándola momentáneamente sobre la mesa para sentarme con más comodidad.
– ¿En cuál?
– En La Suisse.
– ¡Ah, pero si están aquí mismo, en Sopocachi!
– Pues, sí. Cenando.
– ¿Les apetecería tomar un café en casa de unos amigos míos cuando terminen?
Tentado estuve de decirle que no con rudeza, pero me controlé. Pulsé la tecla de silencio, miré a mis colegas y les transmití la proposición:
– Marta Torrent nos invita a tomar un café después de cenar. ¿Qué os parece?
– ¿Dónde? -preguntó Marc; Proxi sólo puso cara de angustia y dijo repetidamente que no con la cabeza.
– En casa de unos amigos.
– Por mí, vale -repuso el gusano que estaba poniéndose ciego de quesos suizos-. ¿Tú qué dices, Proxi?
– Llevo una hora diciendo que no. ¿No me has visto zarandear la cabeza?
– Bueno, pues nada. Dile que no, Root, que mañana.
Solté el botón de silencio y me pegué de nuevo el móvil a la oreja.
– ¿La casa de sus amigos está muy lejos de aquí? -pregunté.
– ¡Qué va! Al lado mismo de donde están cenando -repuso Marta.
Proxi me miraba con un interrogante muy grande en la cara.
– Déme la dirección y estaremos allí dentro de una hora. -Miré el reloj-. A las diez y media en punto.
Cuando colgué tenía un cuchillo delante de mi nariz.
– ¿No habíamos quedado que hasta mañana no haríamos nada? -inquirió Proxi con un brillo amenazador en los ojos negros.
Asentí lastimosamente.
– ¿Entonces…? -Y el cuchillo se acercó unos milímetros más.
– Siento curiosidad -me justifiqué con torpeza-. Marc quería ir y yo quiero saber por qué la catedrática tenía tanto interés en quedar esta misma noche. He pensado que podía ser importante. Además -dije bajando la mirada hasta mi plato-, cuanto antes acabemos con esto, mejor. No podemos quedarnos a vivir en Bolivia y mi hermano sigue ingresado.
La mención a Daniel provocó un embarazoso silencio en la mesa.
– Si conseguimos… -balbució Proxi al cabo de unos instantes-. Si consiguiéramos…
– ¿Curarle? -la ayudé a terminar.
– Sí -murmuró, mirándome a los ojos-. ¿Qué harás? ¿Cómo vas a plantear la situación?
– No tengo ni idea. Supongo que antes tendré que hablar con la catedrática para preguntarle qué va a hacer ella, si le abrirá expediente administrativo o alguna otra cosa por el estilo. Después, ya veremos. En estos momentos -titubeé- no lo sé, no puedo pensar en eso.
– A lo mejor, si entregas una importante cantidad económica a la facultad… -insinuó Jabba, -Marta Torrent no parece una persona que se deje comprar -le atajó Proxi.
No, no lo parecía en absoluto. Nos quedamos callados un rato más y, luego, charlamos de cosas intrascendentes hasta que salimos del restaurante. Fuimos paseando hasta la Plaza de Isabel la Católica y torcimos por la calle Pedro Salazar hasta llegar frente a la urbanización San Francisco, un conjunto de viviendas residenciales de estilo colonial que guardaban un cierto aire andaluz, con paredes blancas, ventanas enrejadas y plantas por todas partes.
Cuando llamamos al timbre, la luz de una cámara de circuito cerrado nos iluminó.
– Hola -dijo la catedrática-. Sigan la calle principal hasta el final y, a la derecha, verán la casa. Se llama «Los Jazmines».
La urbanización tenía el aspecto de estar habitada por gente acomodada. La pequeña avenida por la que circulábamos estaba limpia e iluminada y adornada con macizos de flores a ambos lados. La casa «Los Jazmines» era un pequeño chalet de dos pisos con tejados rojos y una gran puerta de madera de dos hojas, una de las cuales ya estaba abierta dejando ver a Marta con el rostro muy sonriente y una nueva imagen que hacía olvidar a la Indiana Jones de las excavaciones, con aquella blusa blanca llena de bordados rojos y una falda también roja y ceñida que la convertían otra vez en la catedrática de la Autónoma.
– Adelante -dijo con cordialidad-. ¿Cómo se encuentran? ¿Han descansado?
– No lo suficiente -replicó Proxi con una sonrisa afable (e hipócrita)-. ¿Y usted?
– ¡Oh, yo estoy perfectamente! -comentó cediéndonos el paso. Tras ella, una pareja un tanto estrafalaria nos esperaba con las manos tendidas-. Voy a presentarles. Ella es la doctora Gertrude Bigelow y él es su marido, el arqueólogo Efraín Rolando Reyes, con quien trabajo en Tiwanacu desde hace casi veinte años, ¿verdad Efraín?
– ¡O más! -se burló él-. Gusto en conocerles, amigos -añadió. Efraín Rolando era el tipo calvo con el que Marta había entrado en el restaurante de don Gastón el sábado anterior, cuando nos la encontramos por primera vez, aquel con gafas y barbita grisácea. Su mujer, la doctora Bigelow, era una norteamericana alta, flaca y desgarbada, de pelo pajizo y ondulado recogido en un moño y cubierta, porque no se podía decir que vestida, con un largo y veraniego sayo estampado de flores. Ambos llevaban sandalias de cuero.
– Gertrude -añadió Marta- es médico de verdad, de ahí lo de doctora. No como Efraín y yo, que somos doctores en disciplinas humanísticas.
Siempre me resultaba incómodo conocer gente nueva y tener que ser amable con desconocidos. Para mí constituía un auténtico misterio por qué el afán del mundo entero era salir por ahí y relacionarse con unos y con otros, con cuantos más mejor, y presumir de tener muchos amigos como si eso fuera un triunfo -y lo contrario un fracaso, claro-. Hice el esfuerzo habitual y estreché las manos del arqueólogo y de la doctora mientras Marta terminaba con las presentaciones. Luego, nos invitaron a pasar al salón, una amplia habitación abarrotada de extraños y feos objetos de arte tiwanacota. Sobre el largo sofá blanco, una gran fotografía enmarcada de las ruinas, tomada al atardecer y en blanco y negro, daba una idea clara de la pulsión que animaba al tal Efraín.
Nos sentamos en torno a una mesa baja y cuadrada de madera clara -como todos los muebles de aquel salón- y la doctora Bigelow, haciéndole un gesto a Marta para que se quedara con nosotros y no la siguiera, desapareció discretamente por la puerta.
– Voy a ponerles en antecedentes -dijo rápidamente la catedrática-. Efraín y Gertrude ya saben todo lo que hemos descubierto esta pasada noche. Efraín y yo hemos compartido durante muchos años el mismo interés por la cultura tiwanacota y sus grandes misterios, y hemos sido cómplices en esta investigación cuyos documentos, Arnau, encontró su hermano en mi despacho.
– A ese respecto, Marta… -empecé a decir, pero ella levantó una mano en el aire como un guardia de tráfico y me cortó.
– No vamos a discutir este asunto ahora, Arnau. Tiempo habrá para ello. En este momento las dos únicas cosas importantes son, por un lado, devolverle la salud a Daniel, y, por otro, continuar con las investigaciones desde el punto en el que nos encontramos ahora. Vamos a hacer tabla rasa y, puesto que tenemos intereses comunes, vamos a trabajar todos en colaboración, ¿les parece bien?
Asentimos sin despegar los labios aunque, curiosamente, Jabba, Proxi y yo aprovechamos la ocasión para cambiar de postura al mismo tiempo en nuestros asientos.
– No se sientan mal por lo de Daniel -dijo el arqueólogo-. Sobre todo usted, Arnau. Lo que Marta y yo quisiéramos es que todos laburáramos juntos, dejando este tema al margen. Es muy lindo opinar desde fuera, como hago yo, lo sé, pero les aseguro que recordar este asunto sólo puede enturbiar el proyecto. Mejor nos fijamos en lo importante, ¿les parece?
Volvimos a asentir y a cambiar de postura. En ese momento regresó la doctora Bigelow cargada con una pesada bandeja. Marta y Efraín se inclinaron para quitar de la mesa todos los cachivaches y revistas y los minutos siguientes transcurrieron con el reparto y la asignación de tazas, servilletas, cucharillas, café, leche y azúcar. Cuando por fin todos estuvimos servidos y cómodos, incluida la norteamericana, volvimos a la conversación:
– Este país -explicó la catedrática- está plagado de leyendas sobre civilizaciones antiguas que perviven ocultas en la jungla. La región amazónica ocupa siete millones de kilómetros cuadrados, lo que significa que Latinoamérica es selva casi en su totalidad y que sólo los bordes oceánicos están habitados, de modo que la inmensa mayoría de los países comparten estas mitologías. La existencia de grandes tesoros, de culturas milenarias, de monstruos prehistóricos, forma parte del folclore latinoamericano en general. Sin ir más lejos, no debemos olvidar la leyenda de El Dorado o Paitití, la famosa ciudad de oro, cuya supuesta localización se encuentra, de acuerdo con las nuevas fronteras, aquí, en Bolivia. Por supuesto, nadie cree realmente en estas cosas, no de manera oficial, pero lo cierto es que cada poco tiempo los gobiernos que comparten la jungla amazónica envían expediciones en busca de minas de oro y tribus de indios no contactados.
– ¿Y tienen éxito? -pregunté con una sonrisa de ironía en los labios, sonrisa que se cortó en seco en cuanto di el primer sorbo a mi café… ¡En mi vida lo había probado tan fuerte y espeso! ¿Aquél era el maravilloso café de Bolivia o es que en aquella casa les gustaba el cianuro?
– Pues sí -me respondió la doctora Bigelow, sorprendiéndome porque hasta ese momento no había abierto la boca-. Sí tienen éxito. Yo misma he formado parte del equipo médico en un par de ellas y siempre hemos regresado con un material realmente interesante. En ambas se localizaron pequeños grupos de indios de tribus desconocidas que salieron huyendo en cuanto nos vieron tras dispararnos algunas flechas. No quieren contacto con el hombre blanco.
Hablaba con un fuerte acento norteamericano, muy nasal y suavizando mucho las erres, pero sin apenas traza de la dulce musicalidad y de los giros bolivianos. Quizá ambas cadencias fueran incompatibles en su boca a pesar de la fluidez con la que articulaba el castellano.
– Se supone que quedan casi un centenar de grupos de indios no contactados en la selva -nos aclaró el arqueólogo-. De hecho, Brasil, por ser el país que más jungla posee, tiene amplias reservas de territorios donde tanto los buscadores de oro, como las empresas madereras, las petroleras y los cazadores furtivos tienen prohibida la entrada porque se han realizado avistamientos casuales desde el aire de tribus desconocidas. La política actual es la de preservarles del contacto con la civilización para evitar su destrucción, porque, entre otras cosas, les contagiaríamos nuestras enfermedades y podríamos terminar con ellos.
– Bueno, Efraín -objetó su mujer, dejando la taza en la bandeja-, eso de que la creación de reservas consigue alejar a los indeseables no es cierto en absoluto.
– ¡Ya lo sé, linda! -repuso él, sonriente-. Pero ésa es la teoría, ¿no es cierto?
La calva lustrosa del arqueólogo lanzaba destellos según movía la cabeza de un lado a otro. Yo todavía sentía en la garganta el amargor del espantoso café y notaba la boca llena de la arenilla que dejan los posos.
– Miren, amigos -continuó Efraín, pasándose la mano por la barba-, la gente, el mundo entero piensa que todo está descubierto, cartografiado y localizado, y nada más falso y alejado de la verdad. Todavía quedan lugares en la Tierra donde los satélites no llegan y donde no sabemos lo que hay, y las selvas amazónicas son parte importante de esos lugares. Vacío geográfico, lo llaman.
– Antes se decía Terra Incognita -apuntó Marta, dando un sorbo a su café. Me quedé esperando a que vomitara o hiciera algún gesto de asco, pero pareció encantarle.
– Intenten conseguir un mapa de la zona selvática de Bolivia -nos retó Efraín, que aparentaba unos cincuenta años, más o menos-. ¡No lo encontrarán! ¡Esos mapas no existen!
– Pues yo nunca he visto agujeros…, vacíos geográficos de esos de los que usted habla, en ningún atlas o mapamundi -declaró Jabba.
– Convencionalmente, se rellenan del color del territorio que los rodea -le aclaró el arqueólogo-. ¿Ha oído usted hablar de la larga búsqueda de las fuentes del Nilo en el siglo XIX?
– ¡Claro! -repuso Marc-. He visto cantidad de películas y me he dejado los ojos en viejos videojuegos sobre el tema. Burton y Stanley y toda aquella gente, ¿verdad?
Pero el arqueólogo no respondió a su pregunta.
– ¿Sabe usted que, al día de hoy, en pleno siglo XXI, en el Amazonas quedan un montón de ríos de los cuales todavía se desconocen sus fuentes, sus nacimientos? Sí, no se sorprenda. Ya le he dicho que los satélites no pueden verlo todo y si la jungla es muy espesa, como es en realidad, resulta imposible saber lo que hay debajo. ¡El mismo río Heath, sin ir más lejos, che! Nadie conoce su naciente y, sin embargo, es tan importante que dibuja la frontera entre Perú y Bolivia.
– Pero, bueno -objeté-, todo esto ¿a qué viene?
– Viene a sostener la hipótesis de que los yatiris existen -declaró Marta sin inmutarse-, de que es muy posible que realmente hayan sobrevivido durante todo este tiempo y que, por lo tanto, organizar nuestra propia expedición de búsqueda no es una locura al estilo de Lope de Aguirre (16).
(16) Aventurero español del siglo XVI, famoso por su expedición en busca del legendario El Dorado a lo largo del cauce del río Amazonas que terminó con un intento por establecer un reino independiente en plena selva.
– Olvida usted un pequeño detalle, Marta -repuse con sorna-. No sabemos dónde están los yatiris, es decir, no sabemos si están en la selva amazónica. ¿No le parece un poco arriesgado dar por buena una suposición semejante? Quizá se escondieron en alguna cueva de los Andes o entre los habitantes de algún poblado. ¿Por qué no?
Ella me miró inexpresivamente durante unos segundos, como dudando entre hacerme comprender mi ignorancia y estupidez de una forma delicada o no. Por suerte, se controló.
– ¡Qué mala memoria tiene, Arnau! ¿Acaso no recuerda usted el mapa de Sarmiento de Gamboa? -me preguntó con una sonrisilla irónica perfilada en los labios-. Trajo usted una copia a mi despacho, así que deduzco que lo habrá estudiado, ¿no es cierto? Yo encontré ese mapa, dibujado por Sarmiento sobre un lienzo que se rompió, en los archivos del Depósito Hidrográfico de Madrid hará unos seis años. ¿Recuerda el mensaje? «Camino de indios Yatiris. Dos meses por tierra. Digo yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, que es verdad. En la Ciudad de los Reyes a veintidós de febrero de mil quinientos setenta cinco.» -Me quedé pasmado. Era cierto; mis indagaciones sobre aquel mapa lleno de marcas que parecían pisadas de hormigas me habían llevado hasta el Amazonas, aunque en aquel momento no me había parecido un dato importante porque no comprendía su significado-. Bastaba superponer el mapa roto sobre un plano de Bolivia -agregó Marta, arrellanándose en el sofá con toda comodidad- para descubrir que representaba el lago Titicaca, las ruinas de Tiwanacu y, partiendo desde allí, un camino que se internaba claramente en la selva amazónica. Estoy convencida de que resulta plenamente factible iniciar la búsqueda de los yatiris.
Lola, que, inusualmente en ella, había permanecido incluso más callada que la doctora Bigelow, se echó hacia adelante y dejó su taza sobre la mesa, sin probar el brebaje, al tiempo que ponía una cara de acusado cansancio:
– Eso ya lo pensamos estando dentro de la cámara del Viajero, Marta -recordó-, pero ahora, aquí, en la ciudad, tomando café, las cosas parecen distintas. Le recuerdo que el mapa que encontramos en la lámina de oro sólo era un dibujo hecho con rayas y puntos sobre la nada. Lo siento, pero creo que sí es una locura.
– Todavía no hemos estudiado a fondo ese mapa, Lola -le respondió ella, muy tranquila-. Todavía no hemos revisado todo el material gráfico que usted, acertadamente, tomó en la pirámide. Nosotros, y me refiero a Gertrude, a Efraín y a mí misma, estamos dispuestos a intentarlo. Efraín y yo porque llevamos toda la vida trabajando en este tema y Gertrude porque, como ella les ha contado, conoce el tema de los indios no contactados y conoce la selva, y está convencida de que podríamos encontrar a los yatiris. Si ustedes no quieren venir, les rogaría que nos entregaran todo el material del que disponen.
Me miraba a mí sin parpadear, fijamente, esperando una respuesta.
– A cambio -añadió, ante mi obstinado silencio-, yo olvidaría el asunto de Daniel, aunque, naturalmente dentro de unos límites. Pero podríamos negociar.
Ahora la reconocía. Ahora volvía a ser la Marta Torrent con la que tanto había intimado en su despacho de la universidad. Cuando se mostraba así de cínica me sentía bien, tranquilo, capaz de hablarle en los mismos términos y de compartir la palestra en igualdad de condiciones. Incluso el hecho de verla vestida de nuevo con falda y llevando pendientes y la ancha pulsera de plata que ya le había visto en Barcelona, me ayudaba a colocarla en su lugar.
– Espera, Marta -se me adelantó la doctora Bigelow-. Está bien que olvides lo de Daniel si así lo quieres, pero no les has dejado opinar sobre la expedición. Quizá no haga falta ningún tipo de negociación. ¿Qué dicen? -nos preguntó a los tres.
¿Estaban jugando al poli malo y al poli bueno para desconcertarnos? ¿O era de nuevo mi desconfianza hacia el ser humano en general?
– ¿Qué dices tú, Arnau? -me preguntó Lola pero, de nuevo, Marc se me adelantó:
– Nosotros sólo queremos curar a Daniel de la dichosa maldición aymara. Si ustedes pretenden meterse en la selva, es su problema, pero podríamos darles la documentación a cambio de la cura, o sea, que si nos traen el remedio…
– Déjame a mí, Marc -le corté. Mi colega estaba lanzado y, en el fondo, quería evitar a toda costa que nos viéramos envueltos en un extraño viaje a la selva amazónica. Podía entenderle, pero no opinaba lo mismo-. Cuando hemos empezado esta conversación, Efraín y usted, Marta, nos han ofrecido trabajar en equipo. Nos han hablado de colaboración. Ahora veo que lo que querían en realidad era el material y alejarnos de esta historia.
– Eso no es cierto -dijo el arqueólogo-. Se los puedo asegurar. Ya saben cómo es Marta de impulsiva. A priori nunca puede confiar en nadie. ¿Está bueno, comadrita?
– Está bueno, Efraín -murmuró ella y, luego, añadió a modo de disculpa-. Me he precipitado. Lo lamento. Suelo adelantarme a los pensamientos de los demás y sé que para ustedes un viaje a la selva resulta impensable. Por eso he llegado a la conclusión de que iban a rechazar nuestra oferta de sumarse a la expedición y he sentido miedo de que se llevaran el material o de que se negaran a compartirlo con nosotros.
Relajé los músculos y me tranquilicé. Yo, en su lugar, hubiera pensado lo mismo. Sólo que no hubiera sido tan directo. Pero podía entender sus sospechas.
– Bueno, ¿qué dicen? -nos preguntó la doctora yanqui-. ¿Vienen con nosotros?
Jabba abrió la boca de manera ostensible para decir algo pero, también ostensiblemente, Proxi le propinó un pisotón tremendo que me dolió incluso a mí. Mi amigo, claro, cerró la boca de golpe.
– Yo sí que voy -dije muy serio-. No me gusta en absoluto la idea pero creo que debo intentarlo. Es mi hermano quien necesita ayuda y, aunque estoy seguro de que ustedes harían todo lo posible por traer el remedio que necesita, yo no me podría quedar tranquilo esperando. Además, y perdónenme si soy demasiado sincero, si por casualidad no lo trajeran, siempre pensaría que fue porque yo no les acompañé, porque ustedes no pusieron el interés necesario o porque, al no ser su objetivo principal, lo dejaron pasar por alto sin darse cuenta. De modo que debo ir, pero no puedo hablar por boca de mis amigos porque ellos ya han hecho mucho y tienen que tomar su propia decisión. -Miré a Marc y a Lola y esperé.
Jabba, con el ceño fruncido, permaneció mudo.
– ¿Nos descontarías el tiempo de nuestras vacaciones? -me preguntó Lola, recelosa.
– ¡Por supuesto que no! -respondí, ofendido-. No soy tan cabrón, ¿no es cierto?
– Perdona, Arnau, pero siempre hay que desconfiar de los jefes y mucho más de un jefe que también es amigo. Ésos son los peores.
– No sé de qué planeta vienes tú, hija mía -repuse muy molesto-, pero no creo que tengas motivos para quejarte de mí.
– No, si no los tengo -afirmó muy templada-. Pero mi madre me enseñó desde pequeña que toda precaución es poca y como experta en seguridad informática lo ratifico. Bueno, pues si no nos vas a descontar el tiempo de las vacaciones, entonces te acompañamos.
– ¡Yo también tendré algo que decir, ¿no?! -protestó Jabba, imponiéndose a Proxi-. No estoy de acuerdo con esta decisión que se ha tomado en mi nombre. Yo no quiero ir a la selva. ¡Ni muerto pienso entrar en un lugar tan peligroso! Me gusta mucho la naturaleza, eso es verdad, pero siempre y cuando sea una naturaleza normal, europea… sin animales salvajes ni tribus de indios que disparan flechas al hombre blanco.
Proxi y yo nos miramos.
– Arnau es más cobarde que tú -le animó ella- y va a ir sin protestar.
– Él tiene a su hermano enfermo y yo no.
– Está bien -dijo Lola, dándole de lado-, pues no vengas. Iremos Root y yo. Tú puedes volverte a Barcelona y esperarnos.
Eso pareció hacer mella en él. La idea de ser separado del grupo, marginado, devuelto a Barcelona como un paquete y, sobre todo, el hecho de que Lola vagabundeara por el mundo sin él, corriendo el riesgo de caer en brazos de otro (la selva, ya se sabe, es muy afrodisíaca y los salvajes, muy delgados y atractivos), era más de lo que podía soportar. Puso cara de huérfano arrepentido y una mirada perdida y lastimera.
– ¿Cómo voy a dejar que vayas sin mí? -protestó débilmente-. ¿Y si te pasa algo?
– Alguien me echará una mano, no te preocupes.
Marta, Efraín y Gertrude nos miraban desconcertados. Todavía no estaban seguros de si la escena que tenía lugar ante sus ojos era un conflicto serio o una bobada normal. Con el tiempo llegarían a acostumbrarse y a no darle la menor importancia, pero en aquella primera entrevista se les notaba perdidos. Había que hacer algo. Tampoco era plan alargar una situación violenta para nuestros anfitriones.
– Bueno, deja de hacer el idiota, anda -le dije-. Te vienes y en paz. Ya sabes que Lola jamás admitirá que le da miedo ir sin ti.
– ¡Qué! -se sorprendió ella-. Arnau, tú sí que eres idiota.
Le hice un significativo movimiento de cejas para que comprendiera mi maniobra, pero no pareció darse por enterada.
– Vale, iré -concedió Marc-. Pero tú corres con todos los gastos.
– Por supuesto.
Marta, que ya había tenido ocasión de conocer (un poco) a Jabba dentro de la pirámide, fue la primera en reaccionar:
– Muy bien. Entonces, decidido. Iremos los seis. ¿Les parece que quedemos aquí mañana para empezar a trabajar sobre el mapa de oro?
Yo asentí.
– Pero, ¿y sus excavaciones en Tiwanacu? -pregunté.
– Suspendidas hasta nuestro regreso por trámites burocráticos -dijo Efraín con una gran sonrisa en los labios-. Y, ahora, ¿les apetece un buen trago de aguardiente de Tarija? ¡No lo habrán probado mejor en sus vidas, se los prometo!
Cargados con todo nuestro equipo informático y con el material que sacamos de la pirámide (rosquilla incluida), cogimos al día siguiente una movilidad y nos presentamos a media mañana en casa de Efraín y Gertrude. Por lo visto, Marta se alojaba allí siempre que se encontraba en Bolivia, así que era como su segunda residencia pues, según nos contó, pasaba en Bolivia al menos seis meses al año. Yo me pregunté qué tipo de matrimonio era el suyo, con el marido viviendo en Filipinas y ella paseándose de un extremo a otro del mundo en la dirección contraria, pero, en fin, aquél no era asunto mío, aunque no por eso Proxi se abstuvo de especular abundantemente sobre el tema durante unos cuantos días.
Aquel miércoles, 12 de junio, salió fresco y otoñal así que no nos importó sacrificarlo trabajando en el dichoso plano cubista de la cámara. Teníamos que encontrarle un sentido y, para ello, Efraín había recurrido desde buena mañana a todos sus conocidos y amigos en los ministerios y en el ejército con el fin de encontrar la cartografía más detallada de Bolivia que existiera en ese momento. Un par de becarios de Tiwanacu y un conscripto (17) la trajeron al poco de llegar nosotros y nos quedamos impresionados al ver la enorme cantidad de zonas del país -especialmente de la Amazonia boliviana- que aparecían vacías y con el rótulo «Sin datos». Aquéllos, por supuesto, no eran mapas de andar por casa ni mucho menos. Eran los mejores y más detallados mapas oficiales del país, de modo que no se andaban con chiquitas pintando de colorines los vacíos geográficos. Resultaban especialmente penosas las ampliaciones de las zonas selváticas que había pedido Efraín. Fue entonces, viendo aquellos agujeros blancos, cuando comprendí lo que él nos había dicho la noche anterior: el mundo no está totalmente explorado, ni totalmente cartografiado, ni los satélites lo vigilan todo desde el cielo por mucho que se empeñen en hacernos creer lo contrario.
(17) En Bolivia, recluta, quinto.
Aumentamos tanto las imágenes del plano de la lámina de oro como las del plano de Sarmiento de Gamboa y para ello utilizamos también los ordenadores y las impresoras de Efraín y de Gertrude -y, de paso, les ajustamos un poco los sistemas operativos Windows, dejándoselos más estables y eficaces de manera que no les aparecieran las famosas pantallas azules de errores supuestamente graves-. El resultado de dichas ampliaciones fue un acoplamiento perfecto entre los puntos significativos de ambos mapas con la inesperada sorpresa de que, donde terminaba el de Sarmiento, terminaba también el de la plancha de oro, que mostraba apenas un poco más de camino pero sólo para concluir abruptamente en un triángulo idéntico al quesito en porciones de la parte posterior de la rosquilla. Rápidamente les conté mi descubrimiento del día anterior y saqué el aro de piedra de mi bolsa para mostrarlo.
– No entiendo qué relación puede tener -objetó Marta, abandonándolo con cuidado sobre la mesa después de examinarlo-. Debe de ser una especie de tarjeta de presentación. El final del camino significa que aquí es donde están los yatiris -y puso el dedo en la porción del mapa de oro-. Sólo tenemos que colocar este croquis sobre los planos del ejército y comprobar la ubicación del refugio.
No era tan fácil de hacer como de decir. Los planos cartográficos del ejército eran grandes como sábanas y, en comparación, nuestras ampliaciones parecían servilletas, de modo que tuvimos que volver a imprimir a un tamaño superior, y por partes separadas, el boceto sacado de la lámina de la cámara para no volvernos locos ni quedarnos ciegos. Cuando, por fin, logramos nuestro objetivo, tuvimos que poner una lámpara en la parte inferior de la gran mesa de comedor, que tenía la superficie de cristal, para poder apreciar bien la ruta y dibujarla con un lápiz sobre el mapa militar. Claro que resultó mucho más sencillo, por la claridad, en cuanto entramos en una de las zonas blancas de vacío geográfico más grandes de Bolivia, porque se veía perfectamente la raya negra del boceto que avanzaba sin misericordia hacia el interior de aquella nada para ir a detenerse en el perfectamente visible triángulo abolsado; una pirámide minúscula en un desierto gigantesco.
– ¿Qué territorio es éste? -pregunté, desalentado.
– ¡Pero, hijo, Arnau! -me amonestó Lola-. ¿Es que no ves con suficiente claridad el aviso «Sin datos» que hay en el centro?
– Claro que lo veo -declaré-. Pero, aun así, esta zona del país recibirá algún nombre, ¿no es cierto?
– Bueno, claro -me respondió Efraín, calándose las gafas e inclinándose sobre la mesa-. Está al noroeste del país, entre las provincias de Abel Iturralde y Franz Tamayo.
– ¿Es que aquí las provincias llevan nombres de personas? -se extrañó Marc.
– Muchas, sí -le aclaró Gertrude con una sonrisa-. Algunas fueron bautizadas a la fuerza durante la dictadura. Franz Tamayo era, hasta 1972, la famosa tierra de Caupolicán.
– ¡Ah, carajo, ya lo veo claro! -exclamó de pronto el arqueólogo, incorporándose-. Nuestro camino de indios yatiris se interna en el parque nacional Madidi, una de las reservas naturales protegidas más importantes de toda Sudamérica.
– ¿Entonces por qué está en blanco todo esto? -preguntó Lola señalando el enorme vacío geográfico-. Si se trata de un parque nacional, debería conocerse el interior.
– Se lo acabo de decir, Lola -insistió el arqueólogo-. Es una reserva natural protegida de unas dimensiones descomunales. Mire lo que pone aquí: diecinueve mil kilómetros cuadrados. ¿Sabe cuánto es eso? Muchísimo. Una cosa es que, sobre plano, se marquen límites figurados y otra muy distinta, que se haya puesto el pie allí. Además, no toda esta Terra Incognita forma parte del parque, observe que, a la fuerza, un parque nacional boliviano debería terminar en sus fronteras con otros países pero aquí se ve con toda claridad que el territorio desconocido se extiende también hacia el interior de Perú y Brasil. Y vea, fíjese en este fino ribete al comienzo del parque que se encuentra fuera del vacío geográfico. Esa zona sí se conoce.
– Ahí sólo se ve selva -objetó Marc.
– ¿Y qué otra cosa quiere en un parque natural amazónico? -le respondió Marta señalando a continuación Tiwanacu sobre el mapa del ejército-. De modo que los yatiris se marcharon de Taipikala en torno a 1575, fecha en la que Sarmiento de Gamboa tiene acceso, no sabremos nunca como, a la información de su ruta de huida. Antes de eso, estaban muriendo a causa de las enfermedades que los españoles habíamos traído de Europa y vivían repartidos y ocultos en las comunidades agrícolas del Altiplano, confundiéndose con los campesinos. -El dedo de la catedrática fue perfilando con delicadeza la línea dibujada por el lápiz en el mapa del ejército-. Se marcharon en dirección a La Paz, pero no llegaron a entrar, encaminándose hacia los altos picos nevados de la cordillera Real y cruzándolos aprovechando la cañada formada por la cuenca del río Zongo hasta su desembocadura en el Coroico, que les llevó hasta las minas de oro de Guanay. Desde allí continuaron el descenso hacia la selva siguiendo el cauce del río Beni. Quizá utilizaron embarcaciones o quizá no, es difícil de saber, aunque la ruta, desde luego, está trazada siguiendo siempre cursos de agua.
– Pero los conquistadores hubieran descubierto fácilmente un grupo de barcos cargados de indios -comentó Lola.
– Sin duda -convino Marta, y tanto Efraín como Gertrude asintieron con la cabeza-. Por eso es difícil imaginar cómo pudieron hacerlo, si es que realmente lo hicieron. Además, recordemos la frase de Sarmiento de Gamboa:
«Dos meses por tierra.» Quizá se marcharon a pie, simulando una caravana comercial para justificar las llamas cargadas de bultos, o quizá lo hicieron en pequeños grupos, en pequeñas familias, aunque eso hubiera sido mucho más peligroso, sobre todo en el interior de la selva. Vean cómo la ruta abandona aquí el río Beni y se interna en plena jungla, en territorio desconocido.
– Toda esa zona está dentro del Parque Nacional Madidi -comenté yo-. ¿Se puede entrar allí?
– No -dijo tajantemente la doctora Bigelow-. Todos los parques tienen una normativa muy estricta respecto a ese punto. Para poder entrar se necesitan unos permisos especiales que sólo se consiguen por razones de estudio o investigación. Ahora están abriendo un poco la mano porque el ecoturismo y el turismo de aventura en estas zonas naturales empiezan a ser unas fuentes importantes de recursos incluso para las comunidades indígenas, pero los visitantes sólo pueden entrar con autorización y únicamente para recorrer unas rutas prefijadas que no se adentran demasiado en la jungla y que no presentan excesivos peligros.
– ¿Qué tipo de peligros? -quiso saber Marc, con interés patológico.
– Caimanes, serpientes venenosas, jaguares, insectos… -enumeró Gertrude sin inmutarse-. ¡Ah, por cierto! Van a tener que vacunarse -dijo, mirándonos a los tres-. Deberían ir ahora mismo a una farmacia a comprar las jeringas y, luego, acercarse al Policlínico Internacional, que no está muy lejos, para que les pongan las vacunas contra la fiebre amarilla y el tétano.
– ¿Tenemos que comprarnos las jeringuillas? -se asombró mi amigo.
– Bueno, las vacunas son gratuitas, pero las jeringas hay que llevarlas en mano.
– ¿Y tenemos que ir ahora? -me desmoralicé.
– Sí -repuso Gertrude-. Cuanto antes, mejor. No sabemos cuándo tendremos que marcharnos, así que no conviene demorarnos. Yo les acompaño, si quieren. Estaremos de vuelta en treinta minutos.
Mientras recogíamos nuestras cosas y, conducidos por la doctora Bigelow, salíamos de la casa en dirección a una farmacia, me volví para mirar a Efraín y a la catedrática:
– Vayan pensando cómo demonios vamos a explicar la investigación que queremos hacer en el Parque Madidi para que nos den los permisos de entrada.
– Pues, se lo crea o no -me respondió el arqueólogo calvo-, eso era lo que tenía en mente.
Nos dejamos pinchar como benditos en el Policlínico Internacional, un sitio que me dio muy mala espina hasta que comprobé que las medidas higiénicas eran aceptables. Entonces estiré el brazo convencido de que no moriría de una infección o un absceso, aunque muy poco seguro respecto a los efectos secundarios de las vacunas. La del tétano ya me la había puesto un par de veces a lo largo de mi vida (aunque sólo la primera dosis), y no recordaba que me hubiera provocado reacción, pero la de la fiebre amarilla me preocupaba bastante, incluso después de saber que sólo podía causarnos un poco de dolor de cabeza y algunas décimas. De hecho, me sentí enfermo el resto del día, aunque debo admitir que sólo cuando lo pensaba.
Volvimos a casa de Gertrude y Efraín y, como ya era casi la hora de comer, fuimos a un restaurante cercano. Cuando ya íbamos por el segundo plato -carne de llama estofada-, volví a plantear el problema que me martilleaba la cabeza:
– ¿Han pensado cómo vamos a obtener los permisos?
Marta y el arqueólogo se miraron de reojo antes de responder.
– No vamos a pedirlos -indicó él, dejando los cubiertos apoyados en el plato.
Fue su mujer, Gertrude, quien saltó como si la hubiera picado un escorpión:
– Pero… ¡Por Dios, Efraín! ¿Qué estás diciendo? ¡No se puede entrar sin permiso!
– Lo sé, linda, lo sé.
– ¿Entonces…? -el tono de la doctora Bigelow era apremiante.
– No se ponga usted así, che -le respondió él, utilizando de pronto un extraño tratamiento de respeto que, en realidad, en Bolivia era la forma más cercana e íntima para dirigirse a un familiar-. Ya sabe que no nos los darían.
– ¿Cómo que no? -objetó ella, utilizando la misma fórmula-. Sólo tiene que contar a sus amigos del ministerio la investigación sobre los yatiris.
– ¿Y cuánto tiempo cree que tardaría en salir en la prensa? Usted sabe igual que yo cómo son las cosas aquí. Antes de que nosotros llegáramos a la entrada del parque, ya habría cien arqueólogos rastreando la zona y la historia de los yatiris sería portada en todos los periódicos.
– Pero, óigame, Efraín, no podemos meternos en la selva sin que nadie lo sepa. ¡Es una locura!
– Estoy de acuerdo contigo, Gertrude -apostilló Marta, interviniendo en la conversación-, y ya se lo he dicho a Efraín. Además, necesitaríamos guías indígenas que conocieran la jungla y ellos tres -e hizo un gesto con la barbilla hacia Marc, hacia Lola y hacia mí-, no han estado nunca allí, no saben lo que es el «Infierno verde». Nosotros podríamos defendernos, pero ellos no. Serían vulnerables a todo.
– No si les protegemos bien, comadrita-la cortó el arqueólogo, echándose hacia adelante para hablar más bajo-. Oigan, ¿acaso no se dan cuenta de lo importante que es esto? Cualquier filtración acabaría con nuestro trabajo y no sólo eso: ¿se imaginan que los conocimientos de los yatiris cayesen en manos de gentes sin escrúpulos? ¿Se han planteado que si esos sabios están de verdad en la selva su poder podría convertirse en un asunto de seguridad nacional o, aún peor, en una mercadería a la venta como las armas de destrucción masiva?
El arqueólogo me caía bien. Era un tipo que hablaba claro y que no se andaba por las ramas. Aquel mismo peligro lo había detectado yo estando en la Pirámide del Viajero, cuando creía que Marta tenía unos intereses distintos a los académicos en su búsqueda del poder de los yatiris de Taipikala. Efraín había llegado a una conclusión fría pero real: manejábamos material sensible, uranio enriquecido, y, si no llevábamos cuidado, podíamos provocar una situación catastrófica que escaparía sin remedio de nuestro control.
– Pero eso será lo que ocurra cuando nosotros les encontremos -dijo Marta, volviendo a la carne de llama que se enfriaba en su plato.
– ¡No, porque nosotros lo daremos a conocer con el mayor respeto del mundo, desactivando la espoleta del peligro y a través de revistas científicas de difusión internacional! Si consentimos que este asunto se nos vaya de las manos, los yatiris podrían acabar en algún lugar terrible, como la base militar de Guantánamo, convertidos en cobayas de laboratorio y nosotros, los seis, desaparecidos en algún accidente misterioso. -Hizo el gesto en el aire de poner comillas a la palabra-. ¿Me entienden lo que les quiero decir o no? El poder de las palabras, del lenguaje, el control del cerebro humano a través de los sonidos es algo demasiado atractivo para cualquier gobierno. Y esto es un trabajo de investigación histórica y arqueológica, por eso debemos tomar todas las providencias posibles y no decírselo a nadie.
– No sé si estás exagerando, Efraín -murmuró Marta-, o si te acercas demasiado a la verdad. En cualquier caso, la prudencia me parece una buena medida siempre y cuando no suponga poner en peligro nuestras vidas.
– Lo más peligroso es la selva, comadrita -le dijo él afectuosamente-, ya lo sabes, y el único problema sería, si hacemos lo que yo digo, llevarlos a ellos tres al Infierno verde. Pero te repito lo que he dicho antes: podemos protegerles.
Sin embargo, yo no estaba muy seguro de eso. Por encima de todo quería ayudar a mi hermano, pero si hacerlo significaba convertirme en pienso para pumas, poco salíamos ganando él y yo.
– ¿Y por qué no contratamos guías indígenas como ha dicho Marta? -pregunté, dando un largo trago a mi vaso de agua mineral. Tenía la garganta seca.
– Porque ninguno querría venir con nosotros si no tenemos los permisos oficiales -me explicó Efraín-. Piense que las comunidades indígenas de las zonas naturales son las que abastecen de guardaparques al Sernap, el Servicio Nacional de Áreas Protegidas. ¿Quién puede conocer mejor que los indios la selva que deben proteger? Cualquier guía que pudiésemos contratar sería el primo, el hermano, el tío o el vecino de un guardaparque del Madidi, así que no iríamos muy lejos, no le quepa duda. Además, son comunidades muy pequeñas, pueblos de unos pocos cientos de habitantes. En cuanto alguno de ellos se ausentase, todos sabrían adónde ha ido, con quién y para qué.
– ¿Aunque los sobornásemos con una buena cantidad de dinero? -insistí.
– En ese caso sólo conseguiríamos a los guías menos dignos de confianza -apuntó Gertrude, hablando con mucha seguridad-, aquellos que nos abandonarían en la jungla el día menos pensado llevándose todo el material y los alimentos que pudieran cargar. No vale la pena intentarlo.
– Pero, no podemos ir sin guías, ¿verdad? -preguntó Marc angustiado-. Sería un suicidio.
– ¡Pero si tenernos la mejor guía que podríamos desear! -exclamó Efraín muy ufano, echándose hacia atrás y sacando pecho-. ¿Tú qué dices, Marta?
La catedrática hizo un gesto de asentimiento al tiempo que miraba a la doctora Bigelow con una sonrisa, pero no me pareció que estuviera plenamente convencida de lo que afirmaba.
– ¿Se te ocurre alguien mejor que ella? -insistió el arqueólogo.
Marta denegó repetidamente con la cabeza, pero yo seguí percibiendo una sombra de duda detrás de sus parcos gestos y sonrisas.
La doctora Bigelow, intentando justificar el entusiasmo de su marido, se volvió hacia nosotros y, con naturalidad nos explicó que había pasado los últimos quince años de su vida trabajando para Relief International, una ONG norteamericana que procuraba médicos itinerantes a las comunidades indígenas aisladas de todos los países del mundo. Ella, además de coordinar los equipos médicos que trabajaban con las comunidades rurales situadas en las estribaciones de los Andes, formaba parte de uno de ellos, viéndose obligada en multitud de ocasiones a internarse en los bosques tropicales para llegar hasta algún grupo indígena apartado. Por eso la Secretaría Nacional de Salud del Ministerio de Salud y Previsión Social había recurrido a sus servicios para las dos expediciones oficiales que el gobierno boliviano había enviado a la Amazonia en busca de indios no contactados dentro de sus fronteras.
– Y, precisamente por mi experiencia, puedo garantizar -señaló para terminar- que yo sola no sirvo como guía de una expedición que va a internarse en territorio desconocido con tres personas que no han puesto el pie en la selva en toda su vida.
– ¿Ni aunque les vigilemos constantemente? -preguntó un defraudado Efraín.
– Habría que vigilarles constantemente y mucho más -dijo ella-. No podríamos perderlos de vista ni un instante.
– Cada uno de nosotros se hará cargo de uno de ellos -resolvió su marido, poniendo ambas manos sobre la mesa con firmeza-. No les quitaremos la vista de encima y procuraremos enseñarles todo lo que sabemos sobre los peligros potenciales de la selva. Me comprometo a traerlos de vuelta sanos y salvos.
La idea de que nos cuidaran como a niños de guardería, con atención personalizada, me pareció un buen motivo para tranquilizarme. Vi el mismo alivio en la cara de Marc y de Lola.
– Hay otro problema, Efraín -objetó de nuevo la doctora-. Creo que no te has parado a pensar que, si nos descubren dentro del parque, lo pagaremos muy caro. Será un escándalo muy grande.
– Bueno… -dije yo, metiéndome por medio-, si nos descubren será porque han decidido eliminar vacíos geográficos y no creo que eso vaya a ocurrir en este preciso momento, ¿verdad? Y en cuanto al escándalo, doctora Bigelow, creo que ya está incluido en el precio de la entrada. Si nosotros nos la vamos a jugar por ayudar a mi hermano, ustedes también tienen sus propios e importantes intereses para buscar a los yatiris. Marta lo explicó muy bien ayer: Efraín y ella llevan toda la vida trabajando en este tema y usted, Gertrude, mantiene la fe en encontrar a unos yatiris no contactados por ningún ser humano desde hace quinientos años. Ése es su precio.
La doctora sonrió.
– Se equivoca, Arnau -dijo con acento misterioso-. Eso es sólo una parte pequeña de mi precio.
Marta y Efraín intercambiaron miradas y leves sonrisas.
– ¿De qué habla, Gertrude? -le preguntó Lola, muy interesada. Su instinto de mercenaria había despertado.
– Desde que entré a formar parte del secreto de los yatiris -empezó a explicar la doctora, abandonando los cubiertos en el plato y arreglándose discretamente el pelo ondulado-, me obsesionó lo que ustedes llaman el poder de las palabras, la capacidad del lenguaje aymara para producir extraños efectos en los seres humanos a través de los sonidos. Como médica, sentí una gran curiosidad y he pasado los últimos años conciliando mi trabajo en Relief con la investigación científica sobre la influencia del sonido en el cerebro. Tengo mi propia teoría sobre el asunto y mi precio, Lola, es descubrir si estoy en lo cierto.
El silencio se hizo alrededor de la mesa.
– Y… ¿cuál es esa teoría? -me atreví a preguntar, intrigado. Aquello prometía.
– Es demasiado aburrido -se excusó ella, desviando la mirada.
– ¡Oh, venga, linda! -protestó su marido-. ¿Acaso no ves que se mueren por saberlo? Tenemos tiempo.
– Cuéntaselo, Gertrude -apuntó Marta-. Lo entenderán perfectamente.
La doctora Bigelow empezó a jugar con unas migas que había sobre el mantel.
– Está bien -dijo-. Si no comprenden algo me lo preguntan.
Con un gesto rápido, cruzó los brazos sobre la mesa y tomó aire.
– Verán -empezó a explicar-, durante los últimos cincuenta años se han realizado grandes avances en el estudio del cerebro humano. Apenas sabíamos nada y, de pronto, todo el mundo empezó a estudiar las cosas que este órgano tan perfecto es capaz de hacer. Actualmente continúa siendo un gran misterio y seguimos utilizando solamente el cinco por ciento de su inmensa capacidad, pero hemos avanzado mucho y somos capaces de trazar un mapa bastante completo de las distintas áreas y funciones. También sabemos que la inmensa actividad eléctrica del cerebro, que emite infinidad de tipos de ondas, provoca que neuronas individuales o grupos de neuronas emitan ciertas sustancias químicas que controlan nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos y, por lo tanto, los comportamientos provocados por los mismos. Estas sustancias, o neurotransmisores, aunque circulan por todas partes, pueden operar en lugares bastante específicos con resultados muy diferentes. Se conocen más de cincuenta neurotransmisores, pero los más importantes son siete: dopamina, serotonina, acetilcolina, noradrenalina, glutamato, y los opiáceos conocidos como encefalinas y endorfinas.
– ¡Un momento! -exclamó Marc, alzando la mano en el aire-. ¿Ha dicho usted que esas sustancias que circulan por nuestro cerebro son las causantes de nuestros sentimientos?
– En efecto, así es -confirmó Gertrude.
– ¡Pero eso es fantástico! -se entusiasmó-. Somos máquinas programables como los ordenadores.
– Y el código que nos maneja son esos neurotransmisores -añadí yo.
– Exacto -confirmó él, cuyo cerebro de ingeniero iba y venía a velocidades cuánticas-. Si escribiésemos con neurotransmisores podríamos programar a las personas.
– Déjenme seguir -nos pidió la doctora Bigelow, con un acusado acento yanqui-. Lo que les estoy diciendo no es una teoría: está científicamente comprobado desde hace muchos años y hoy en día aún sabemos mucho más. ¿Qué le parecería, Marc, si yo le dijera que, estimulando eléctricamente una zona del lóbulo temporal de su cerebro y, por lo tanto, activando ciertos neurotransmisores, puedo provocar que usted tenga una profunda experiencia mística y que esté convencido de que ve a Dios? Pues esto es cierto, está empíricamente comprobado, como también lo es que no se ha encontrado ninguna zona del cerebro donde radique la felicidad, aunque sí las hay para el dolor, tanto físico como anímico, y para la angustia. Si la dopamina circula por su cerebro, usted sentirá placer, pero sólo durante el tiempo que ese neurotransmisor esté activo. Cuando deje de estarlo, la sensación o el sentimiento desaparecerá. Si está muy atareado o muy concentrado en alguna tarea, una parte de su cerebro llamada amígdala, que es la responsable de generar las emociones negativas, permanecerá inhibida. Por eso dicen que mantenerse ocupado cura todos los males. En fin, la cuestión es que tanto el miedo como el amor, la timidez, el deseo sexual, el hambre, el odio, la serenidad, etcétera, nacen porque hay una sustancia química que se activa por una pequeña descarga eléctrica. Siendo más concreta, hay una clase especial de neurotransmisores, los llamados neurotransmisores peptídicos, que trabajan de una manera mucho más precisa y que pueden hacer que cualquiera de nosotros odie el color amarillo, tenga ganas de escuchar música o de leer un libro, o se sienta atraído por los pelirrojos -y terminó mirando a Lola con una sonrisa.
– O tenga miedo a volar -añadió Marc.
– En efecto.
– O sea, que el aymara contiene algún tipo de onda electromagnética -aventuró Proxi con cara de no estar muy segura de ello- que los yatiris saben utilizar.
– No, Lola -denegó Gertrude, agitando su pelo pajizo al mover la cabeza-. Si mi teoría es cierta, y es lo que quiero descubrir con este viaje, se trata de algo mucho más sencillo. Yo creo que el aymara es, con diferencia, la lengua más perfecta que existe. Efraín y Marta me lo han explicado muchas veces y, aunque apenas la entiendo, sé que tienen razón. Pero lo que yo creo es que, en realidad, se trata de un vehículo perfecto para bombardear el cerebro con sonidos. ¿Han visto la típica escena de película en la que una copa de cristal estalla cuando se produce cerca un sonido muy fuerte o muy agudo? Pues el cerebro responde de la misma manera cuando se le bombardea con ondas sonoras.
– ¿Estalla? -bromeó Jabba.
– No. Resuena. Responde a la vibración del sonido. Estoy convencida de que lo que hace el aymara es propiciar que un determinado tipo de ondas puedan ser producidas por los órganos fonadores de la boca y la garganta y que lleguen al cerebro a través del oído disparando los neurotransmisores que provocan tal o cual estado de ánimo o tal o cual sentimiento. Y si lo que activa son los especializadísimos neurotransmisores peptídicos, entonces puede conseguir casi cualquier cosa.
– Pero, ¿y el aymara que se sigue hablando hoy en día? -pregunté, intrigado-. ¿Por qué no produce los mismos efectos…?, ¿por las pequeñas influencias del quechua y el castellano de los últimos quinientos o seiscientos años?
– No, no lo creo -rehusó la doctora-. Mi teoría, como les he dicho, es que el aymara es el vehículo perfecto para producir los sonidos que alteran el cerebro, pero ¿en qué orden o secuencia hay que producirlos para que provoquen el efecto deseado? ¿Un solo sonido de la maldición que afectó a su hermano fue el que lo causó todo o se trató, más bien, de una combinación determinada de sonidos? Creo que lo que hacen los yatiris es pronunciar las palabras precisas en el orden necesario.
– En resumen: las fórmulas mágicas de toda la vida -apuntó Lola con retintín, como quien ve confirmada su teoría-. No es por trivializar, ni mucho menos, pero ¿se han planteado que la vieja expresión de los cuentos de brujas, el famoso Abracadabra, podría contener los principios de la teoría de activación de neurotransmisores?
– ¡Sería interesante hacer un estudio sobre eso! -señalé yo.
– ¡No sigas, que te conozco! -exclamó Marc, preocupado-. Y eres capaz de dejarlo todo para meterte de cabeza en el asunto.
– ¿Cuándo he hecho yo eso? -me indigné.
– Muchas veces -confirmó Lola con indiferencia-. La última, el día que descubriste un papel misterioso con unas palabras en aymara que parecían tener relación con la enfermedad de tu hermano.
La doctora Bigelow, Marta y Efraín nos escuchaban perplejos.
– Bueno, la cuestión es que sería interesante -insistí, molesto. No estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer.
– Estoy de acuerdo con usted, Arnau -dijo, sonriendo, la doctora Bigelow-. Por eso voy a seguir a Efraín y a Marta en esta loca aventura. Averiguar si mis teorías son ciertas es mi único precio -terminó.
Efraín sonrió satisfecho y nos miró henchido de orgullo.
– Entonces, ¿qué? -preguntó-. ¿Nos vamos a buscar a los yatiris?
Todos asentimos sin titubear, incluso Marc. Sabíamos que estábamos dando el sí a la mayor chifladura de la historia pero era esa cualidad de insensatez y disparate lo que la convertía en un reto irrechazable.
– ¿Cuándo nos iríamos? -preguntó Proxi, alzando en el aire su taza de espeso, amargo y arenoso café boliviano. Reconocía aquel brillo peculiar en sus ojos negros: era el mismo que asomaba siempre que tenía un desafío delante.
Sinceramente, hubiera preferido que el desafío pudiera afrontarse con un teclado y un monitor pero, como era imposible, más valía dejarse arrastrar por el subidón de adrenalina de una aventura tan extravagante como aquélla.
– Si logramos preparar el material, estudiar la zona, agenciarnos transporte y darles a ustedes un cursillo acelerado de supervivencia en la jungla -bromeó Efraín-, podemos salir el día lunes.
Con una lista en las manos más larga que un día sin pan (elaborada entre todos la tarde anterior, al regreso del restaurante), Lola y yo salimos el jueves por la mañana del hotel dispuestos a hacer la compra. Llevábamos también un catálogo de comercios donde adquirir los materiales, que iban desde tiendas de campaña, hamacas, sacos y mosquiteras, hasta platos, filtros y pastillas depuradoras para el agua, papel higiénico o repelente para insectos. Estuvimos todo el día de arriba para abajo, encargando que todo lo que comprábamos fuera llevado a nuestro hotel, desde donde partiríamos al lunes siguiente después de dejar nuestras cosas en casa de Efraín y Gertrude y de pagar la cuenta para que no salieran en nuestra busca por morosos. Pasamos un gran apuro cuando tuvimos que pedir los machetes para abrir trochas en la selva, pero el vendedor, con toda tranquilidad, nos mostró distintos modelos, a cual más afilado, grande y peligroso, y nos recomendó una marca alemana que, según él, fabricaba las mejores hojas de acero. Mientras nosotros nos dejábamos la piel y el dinero del fondo en las compras, Marta se dirigió a El Alto, el barrio más elevado de la ciudad donde se encontraba el aeropuerto en el que habíamos aterrizado a nuestra llegada a La Paz. Allí estaba también la terminal de la TAM (Transporte Aéreo Militar), la única compañía que ofrecía vuelos entre La Paz y Rurrenabaque, pueblo que servía de punto de partida para visitar el Parque Nacional Madidi. La otra alternativa para llegar hasta allí era la tristemente famosa carretera de los Yungas, más conocida como Carretera de la Muerte por los numerosos accidentes de tráfico que se producían en sus terribles cuestas y curvas pero, aparte de este obvio motivo para no utilizarla, existía también el problema del tiempo: se necesitaban unas quince o veinte horas para llegar hasta Rurrenabaque. Y eso en la estación seca del año, porque en la de lluvias ni se sabía. Hubo suerte y, aunque hasta última hora no pudimos estar seguros, Marta consiguió los seis pasajes para el lunes 17 de junio porque, al encontrarnos en plena época turística, se habilitaban vuelos suplementarios debido a la gran demanda. En total, nos costaron unos setecientos euros más un adelanto a cuenta para la reserva de los billetes de regreso. No sabíamos la fecha con certeza, pero suponíamos que sería hacia finales de mes, de modo que, si no queríamos quedarnos sin vuelo a La Paz en plena operación de salida y llegada, debíamos dejar la reserva apalabrada.
Gertrude no lo tuvo nada fácil para conseguir el material médico del botiquín. Incluso su posición como coordinadora de Relief International en Bolivia resultó más un estorbo que una ayuda. De los distribuidores que servían a su ONG consiguió los productos más básicos, como el suero, los analgésicos, las vendas, los antibióticos, las jeringuillas y las agujas desechables, pero no encontró la forma de adquirir, sin llamar la atención, el antídoto contra el veneno de serpiente, el llamado suero antiofídico polivalente, ni tampoco la jeringa-pistola necesaria para inyectarlo. En estas cuestiones y otras similares ocupó todo el jueves, el viernes y el sábado, mientras Efraín y Marc estudiaban la zona del Madidi y la forma de entrar en el parque sin ser descubiertos.
Una de las primeras cosas que encontraron sobre el parque, navegando por la red, fue una entrevista hecha a un tal Alvaro Díaz Astete, conocido de Efraín y Marta, que había sido director del Museo de Etnografía de Bolivia y era el autor del único mapa étnico de este país. En ella, Díaz Astete afirmaba que estaba seguro de que existían tribus no contactadas en la región del Madidi, en las desconocidas nacientes del río Heath y en el valle del río Colorado. Pero lo más sorprendente era que alguien como él aseguraba que uno de esos grupos no asimilados era el de los Toromonas, una tribu misteriosamente desaparecida durante la guerra del caucho del siglo XIX que, según la leyenda, fue una gran aliada de los incas a los que ayudaron a desaparecer en la selva con sus grandes tesoros tras la derrota sufrida contra los españoles. Estos datos históricos, al parecer ciertos, habían fraguado la leyenda de la ciudad perdida de El Dorado o Paitití, oculta en el Amazonas. Sin embargo, los Toromonas se daban por desaparecidos desde hacía más de un siglo y constaban como oficialmente extinguidos, por eso las declaraciones de Díaz Astete sobre la posibilidad de que continuaran subsistiendo entre los grupos no contactados del Madidi reforzaba nuestra convicción de que los yatiris podían perfectamente encontrarse en una situación parecida. En realidad, nadie sabía lo que había en esos vacíos geográficos y eran famosas las infortunadas expediciones del coronel británico Percy Harrison Fawcett en 1911 (el hombre encargado de dibujar las fronteras de Bolivia con Perú, Brasil y Paraguay) o del noruego Lars Hafskjold en 1997, de los que no había vuelto a tenerse noticias tras internarse en la zona.
El Madidi era, pues, un agujero negro geográfico calificado por la revista National Geographic (18) y por un informe de Conservation International (19) como la mayor reserva mundial de biodiversidad, en la que, por ejemplo, podían encontrarse más especies de aves que en todo el territorio de Norteamérica.
(18) Marzo de 2000, edición en castellano.
(19) A biological Assessment of the Alto Madidi Region and adjacent areas of Northwest Bolivia, 1991.
Los descubrimientos informativos que Marc y Efraín le iban arrancando a la red y que nos contaban por la noche, cuando nos reuníamos todos a cenar, dibujaban un panorama cada vez más amplio y tremendo de la loca expedición en la que nos habíamos embarcado. Todos guardábamos silencio, pero yo, como los demás, me preguntaba si no estaríamos equivocándonos, si no acabaríamos como ese coronel británico o ese explorador noruego. La necesidad de no romper el cordón umbilical con la civilización me llevó a comprar, el último día y en el último momento, un pequeño equipo compuesto por un GPS (20) para conocer nuestra ubicación en cualquier momento y un cargador de baterías para el móvil y el ordenador portátil -que pensaba llevarme a la selva fuera como fuese-. No quería morir sin mandar al mundo un último mensaje indicando dónde podían encontrar nuestros cuerpos para repatriarlos a España.
(20) Global Position System, o Sistema de Posicionamiento Global. Los receptores GPS permiten determinar la posición en cualquier lugar del planeta mediante las señales de una red de satélites denominada NAVSTAR, propiedad de EE.UU.
La noche del domingo llamé a mi abuela y estuve hablando con ella durante bastante tiempo. Si había alguien capaz de comprender la barbaridad que estábamos a punto de llevar a cabo, esa persona era mi abuela, que no se sorprendió en absoluto de lo que le conté y que, encima, me alentó con gran entusiasmo. Estoy por jurar que le hubiera encantado cambiarse por mí y jugarse el pellejo en el Infierno verde, la única expresión que Efraín, Marta y Gertrude utilizaban para referirse a la selva amazónica. Me pidió que fuera muy prudente y que no corriera riesgos innecesarios pero en ningún momento me dijo que no lo hiciera. Mi abuela era pura energía y hasta su último aliento seguiría siendo la persona más viva de todo el planeta Tierra. Acordamos que ella no le diría nada a mi madre y yo le prometí ponerme en contacto en cuanto me fuera posible. Me contó que estaban pensando llevarse a Daniel a casa, puesto que continuar con la hospitalización no servía para nada y, en ese instante, estuve a punto de confesarle lo del robo de material del despacho de Marta. No lo hice por un instinto egoísta y absurdo: si nos ocurría algo malo durante la expedición, el delito de mi hermano prescribiría en ese mismo instante, de modo que no valía la pena hacer sufrir a mi abuela por cosas que, si no tenía más remedio, ya le contaría cuando volviera a Barcelona.
El domingo, con todo el material preparado y almacenado en el hotel, Marc y Efraín seguían recopilando información sobre el Madidi que Gertrude, Marta, Lola y yo leíamos brevemente pasándonos las hojas de uno a otro conforme iban saliendo de las impresoras. El parque fue creado por el gobierno boliviano el 21 de septiembre de 1995, haciendo coincidir sus lindes con los de otros parques nacionales (el Manuripi Heath, el Área Natural de Manejo Integrado Apolobamba y la Reserva de la Biosfera Pilón Lajas). Su clima era tropical, cálido y con una humedad del ciento por ciento, lo que convertía en una pesadilla cualquier esfuerzo físico. Los reconocimientos aéreos y las fotografías por satélite revelaban que su parte sur se caracterizaba por valles profundos y altas pendientes, mientras que la región subandina presentaba serranías con altitudes que podían alcanzar los dos mil metros. De modo que, por lo poco que sabíamos de nuestra ruta, tendríamos que dejar esas sierras a nuestras espaldas para internarnos en primer lugar por zona de llanos, siguiendo la cuenca del río Beni y, luego, desviarnos hacia los valles y las pendientes del sur.
– Hay algo que no encaja -comentó Lola, levantándose del sofá y acercándose con gesto de preocupación a los mapas militares que todavía teníamos desplegados sobre la mesa-. Si, como hemos calculado, la distancia entre Taipikala y el punto final del trazado del plano de oro es de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros y, en una marcha por la montaña, sin apurarse demasiado, se pueden recorrer a pie unos quince o veinte kilómetros al día, algo falla, porque se tardaría menos de un mes en llegar al triángulo y, sin embargo, Sarmiento de Gamboa habla de dos.
– Bueno, por nuestro bien espero que te equivoques -le dijo Marc, mosqueado-. Recuerda que sólo hemos comprado víveres para quince días.
– Tampoco podríamos acarrear más -argüí.
Nuestra reserva de alimentos había sido estimada descontando los kilómetros que haríamos en avión desde La Paz hasta Rurrenabaque. Una vez allí, el recorrido que nos separaba del triángulo del mapa era de poco más de cien kilómetros, de manera que, contando con la inexperiencia de Lola, Marc y mía, los posibles accidentes y el tener que abrirnos camino a machetazos, habíamos decidido ser generosos y repartir entre los seis la provisión de comida para un par de semanas, es decir, contando también con los cien kilómetros de vuelta. Estábamos convencidos de que no nos haría falta más y de que, incluso, regresaríamos con latas en las mochilas, pero preferíamos ser precavidos a pasar hambre ya que, una vez en la selva, lo que no tuviéramos no podríamos adquirirlo en ninguna tienda y sería una experiencia muy desagradable ver a mi amigo Marc mordisqueando los troncos de los árboles o dando un bocado a la primera serpiente que se le pusiera por delante. La noche anterior al vuelo hacia Rurrenabaque no pude pegar ojo. Recuerdo que me pilló la madrugada respondiendo los últimos correos electrónicos de Núria sobre cuestiones de trabajo y que me quedé embobado contemplando cómo se colaba la luz del amanecer por los resquicios de las persianas. Hay veces en que uno no sabe cómo ha llegado hasta donde está, que no puede explicar cómo sucedieron las cosas que le llevaron hasta una situación determinada. Recordaba lejanamente haber organizado un boicot contra el canon de la Fundación TraxSG y que mi cuñada me había llamado para decirme que Daniel estaba enfermo. Hasta ese día mi vida había sido una buena vida. Quizá solitaria (bueno, lo admito, bastante solitaria), pero creía que me sentía a gusto con lo que hacía y con lo que había conseguido. No me permitía tener muchos ratos para pensar, como estaba haciendo en aquel instante, en aquella habitación de hotel a miles de kilómetros de mi casa. Tenía la sensación de haber estado existiendo dentro de una burbuja en la que no sabía ni cuándo ni cómo había entrado. Quizá nací ya dentro de ella y, en el mismo momento en que lo pensé, supe que era verdad. Si todo volvía algún día a la normalidad, me dije, seguiría dirigiendo Ker-Central hasta que me cansara de ella y, después, la vendería para saltar a otra cosa, a otro asunto o negocio que me interesara más. Siempre había sido así: en cuanto algo se convertía en rutinario y dejaba de ocuparme todas las horas del día, lo abandonaba y buscaba de nuevo el corazón de la burbuja con una nueva actividad que me obligara a superar mis límites y que me impidiera pensar, estar a solas conmigo mismo sin otra cosa que hacer que ver salir el sol a través de unas ventanas a medio cerrar como estaba haciendo entonces.
Quizá no regresara de la selva, pensé, quizá nos esperaban peligros demasiado grandes para tres novatos, dos aficionados y una pseudoexperta, pero, en cualquier caso, me sentía mejor de lo que me había sentido en toda mi vida. Estaba fuera de la burbuja, contemplando el mundo real, arriesgándome a mucho más que a recibir un virus en mi ordenador o a perder unos cuantos millones en una mala inversión. De repente intuía que había otras cosas más allá de lo que era mi estrecho mundo virtual, donde sonaba mi música favorita, estaban mis libros y podía contemplar a placer las pinturas que más me gustaban. En el fondo, me dije, tendría que darle las gracias a Daniel cuando se curara -después de partirle la cara, metafóricamente hablando- por haberme dado la oportunidad de salir de mi vida perfecta y cuadriculada. Todo aquel rollo de los aymaras me había roto los esquemas y me había hecho enfrentarme a una parte de mí que desconocía. ¿Acaso había estado alguna vez más vivo que cuando atravesaba aquel pasillo formado por planchas de oro en las tripas de una pirámide preincaica o que cuando ataba cabos como un loco con los datos dejados por los cronistas españoles de la conquista de América en el siglo XVI? No sabía exactamente cómo definir mi sensación de esos momentos, pero me hubiera atrevido a afirmar que era algo muy parecido a la pasión, a una pasión que me aceleraba la sangre en las venas y me hacía abrir los ojos, fascinado.
Cuando Marc y Lola pasaron a recogerme para bajar a desayunar, cerca de las diez de la mañana, me encontraron dormido en el sillón con los pies descalzos sobre la mesa y la misma ropa que llevaba el día anterior.
Esa mañana tenía que hacer algo muy importante: iba a pelarme antes de tomar el vuelo de la TAM hacia Rurrenabaque. Según me había advertido Marta, el pelo largo en la selva era un reclamo para todo tipo de bichos.
El avión despegó a mediodía del aeropuerto militar de El Alto y en los cincuenta minutos que tardamos en llegar, el paisaje y el clima se modificaron radicalmente: del fresco, seco y más o menos urbanizado Altiplano situado a cuatro mil metros de altitud, pasamos a un agobiante, caluroso y selvático entorno tres mil metros más abajo. Yo tenía la firme convicción de que los militares nos detendrían en cuanto nuestros ciento y pico kilos de equipaje atravesaran los controles de seguridad (por los machetes, navajas y cuchillos), pero si pocos aeropuertos del mundo ponían en práctica tales controles ni siquiera después de los atentados del 11-S, en El Alto todavía menos, de modo que aquellas peligrosas armas embarcaron en la nave sin la menor dificultad. Efraín nos explicó que en cualquier vuelo que se dirigiera hacia zonas de selva era inevitable que los viajeros llevaran esas herramientas consigo y que no estaban consideradas como armas. Tal y como esperábamos, tampoco nos pidieron documentación alguna y mejor así porque ni Marc ni Lola ni yo llevábamos encima otra cosa que el DNI español, el documento nacional de identidad, ya que no podíamos arriesgarnos a perder o a estropear en la selva los pasaportes que nos conducirían de nuevo a casa cuando todo aquello terminara. El pobre Marc lo pasó fatal otra vez durante el vuelo y, aunque el viaje fue corto y agradable, con una voz que apenas le salía del cuerpo juró que sólo volvería a España si podía hacerlo en barco. Fue inútil que intentáramos explicarle que ya no había grandes líneas marítimas que ofrecieran viajes en trasatlántico como en la época del Titanic: él juró y perjuró que o encontraba una o se quedaba a vivir en Bolivia para siempre. El autobús de la TAM o, como lo llamaban allí, la buseta, nos recogió en plena pista de aterrizaje para trasladarnos hasta las oficinas de la compañía en el centro de Rurrenabaque, aunque llamar pista a la suave pradera cubierta de hierba alta y flanqueada por dos muros de bosque a modo de balizas sólo era un generoso eufemismo. El día que lloviera, observó Lola espantada, aquella franja de tierra se convertiría en un barrizal inutilizable.
Una vez en el centro de Rurrenabaque, rodeados por turistas de todas las nacionalidades que permanecían a la espera de entrar en el parque, nos metimos en uno de los bares del pueblo y comimos algo antes de salir en busca de una movilidad que nos condujera hasta las cercanías del lugar por donde pensábamos colarnos en el Madidi. Tuvimos suerte porque en el embarcadero -centro neurálgico y social de Rurrenabaque- sólo quedaba una desvencijada Toyota aparcada junto al río Beni y conseguimos alquilarla por unos pocos bolivianos a su propietario, un viejo indio de etnia Tacana que dijo llamarse don José Quenevo, quien, con medias e incomprensibles palabras, se comprometió también a llevarnos personalmente hasta donde quisiéramos por un pequeño suplemento adicional. La imagen del Beni era impresionante a esas horas de la tarde: el cauce era tan ancho como cuatro autopistas juntas y, al otro lado, podían verse las casas de adobe con techo de palma del pueblecito de San Buenaventura, gemelo menor de Rurre (como designaban los oriundos a su localidad, para abreviar). Seis o siete canoas de madera, tan largas como vagones de tren y tan delgadas que sus ocupantes iban sentados en hilera, cruzaban de un pueblo a otro acarreando verduras y animales. Por alguna razón, y a pesar del aire sofocante, me sentía fantásticamente bien contemplando el entorno de colinas verdes, el ancho río y el cielo azul cubierto de nubes blancas: la enorme mochila que cargaba a mis espaldas apenas me pesaba y me sentía optimista y ligero como una pluma mientras saltaba a la parte trasera de la sucia camioneta de don José, que no podía tener más barro ni aunque le vaciaran encima una hormigonera. Efraín se sentó delante con el viejo conductor tacana y le pidió que nos llevara hasta la cercana localidad de Reyes, donde pensábamos acampar durante unos días. Sin embargo, antes de que se cumpliese la media hora de camino, tal y como habíamos acordado, empezamos a golpear el techo de la cabina y le dijimos a Efraín en voz alta, para que don José pudiera oírnos con toda claridad, que queríamos bajarnos allí mismo y hacer el resto del camino a pie. Nuestro conductor detuvo tranquilamente la movilidad en mitad de aquel sendero tortuoso que era la carretera a Reyes -no nos habíamos cruzado con ningún vehículo y no se veía un alma por los alrededores- y, antes de abandonarnos en mitad de la nada, nos advirtió que todavía nos quedaba una hora larga de caminata hasta nuestro destino y que nos convendría darnos prisa para que la noche no se nos echara encima. Lo cierto es que aún lucía un sol espléndido, sólo mitigado por las alas de nuestros sombreros, de los que los seis íbamos provistos. Yo llevaba el panamá que me había comprado en Tiwanacu para ocultar mi pelo largo de la vista de Marta y, aunque ahora ese pelo descansaba en algún cubo de basura de La Paz -me lo había cortado al uno-, la verdad era que cumplía perfectamente su auténtico papel resguardándome del sol y de las picaduras de los mosquitos que, como nubes grisáceas, ondeaban a nuestro alrededor a pesar del repelente con el que nos habíamos embadurnado.
Después de infinidad de maniobras para girar su destartalada movilidad y reemprender el camino hacia Rurre, don José desapareció de nuestra vista y, por fin, nos quedamos completamente solos al borde mismo de la selva amazónica. Efraín sacó uno de los mapas del bolsillo de su pantalón y lo extendió en el suelo. Con ayuda de mi receptor GPS descubrimos que, como habíamos previsto, estábamos muy cerca de una de las casetas de control de los guardaparques del Madidi y el plan consistía en esperar ocultos a que cayera la noche para deslizamos en el recinto pasando bajo las mismas narices de los guardias dormidos. Aquella maniobra resultaba muy peligrosa porque meterse en la selva de noche y a oscuras era exponerse a tropezar con un puma, una serpiente o un tapir furioso, pero sólo pensábamos internarnos lo suficiente para cruzar los lindes del parque sin ser advertidos y, entonces, encontrar un sitio donde dormir y esperar la salida del sol. A partir de ese momento, nos aguardaba una larga semana de caminar sin descanso siguiendo la ruta trazada por el plano de la lámina de oro que yo mismo me había encargado de registrar punto a punto en el GPS, de manera que nos fuera indicando permanentemente el rumbo correcto.
Nos internamos en la parte oeste de la selva que, por no ser muy espesa y estar formada por delgadas palmeras, resultó fácil de atravesar. Además, todos marchábamos muy ligeros y descansados y fue entonces cuando Marta y Gertrude nos explicaron que esa energía que sentíamos era justo el efecto contrario al soroche, ya que ahora había más oxígeno en el aire por el cambio de altitud, y que lo experimentaban todos cuantos descendían desde el Altiplano hasta la selva.
– Nos durará unos cuantos días -añadió Gertrude, que cerraba la marcha-, así que saquémosle todo el partido posible.
El reparto de responsabilidades humanas había sido confeccionado democráticamente la noche anterior: Marc había ido a caer en manos de Gertrude y, por lo tanto, caminaba ahora delante de ella, ocupando el penúltimo lugar; Lola le había correspondido a Marta, así que iba delante de Marc; y yo pertenecía a Efraín, que iba el primero, abriendo camino machete en mano, aunque, como yo era mucho más alto que él, tenía que agachar la cabeza con frecuencia para no herirme en la cara.
Conforme avanzábamos la vegetación iba cambiando imperceptiblemente, de forma que el sotobosque, o sea, las hierbas, matas y arbustos del suelo, se volvía más frondoso y tupido, mientras que las palmeras engrosaban sus troncos, ahogados por plantas trepadoras, y se apiñaban formando con sus copas una cubierta a quince o veinte metros sobre nuestras cabezas que apenas dejaba pasar la luz. El calor pegajoso provocado por la humedad del aire empezaba a pasarnos factura. Suerte que habíamos comprado ropa especial para la selva: todos llevábamos unas camisetas de manga larga que eliminaban el sudor al instante, secaban rápidamente después de mojadas y proporcionaban un inmejorable aislamiento térmico tanto del frío como del calor, y nuestros pantalones eran cortavientos, transpirables e impermeables, además de elásticos, y podían transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en largos o cortos según hiciera falta.
Por fin, una hora y media después de haber abandonado la carretera, nos topamos con un claro en el bosque en el que podía verse un enorme cartel con un largo mensaje de acogida que decía «Bienvenidos-Welcome. Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado Madidi» y, debajo, el dibujo de un gracioso mono colgando de las letras sobre un fondo amarillo. Justo detrás del anuncio, medio enterrada en la exuberante espesura verde, una caseta de paredes de madera y techo de palma bloqueaba el acceso a la zona protegida, pero, para nuestra sorpresa, la casa parecía estar totalmente abandonada y no se adivinaba la presencia de ningún ser humano en las proximidades, guarda-parque o no. Efraín se adelantó hacia Gertrude en silencio y le puso una mano en el hombro, echándola hacia atrás para que no pudiera ser vista desde la casa. Los seis nos agazapamos en la vegetación y, en silencio, nos liberamos de las mochilas y nos dispusimos a esperar hasta que la oscuridad fuera completa. Del suelo sobre el que nos sentábamos parecía brotar el calor de una estufa, con emanaciones de aire tórrido, empapado y mohoso. Todo crujía y crepitaba y, según fue llegando el crepúsculo, los ruidos aumentaron hasta volverse ensordecedores: el zumbido de las cigarras diurnas se sumaba al chirrido agudo de los grillos nocturnos y de los saltamontes, salpicados por extraños ululares que procedían de las copas de los árboles y por la bulla increíble que montaban las ranas del cercano Beni con su croar y tamborilear. Por si algo faltaba para que Marc, Lola y yo, cosmopolitas de última generación, sufriéramos un colapso, la sombría espesura que nos envolvía empezó a llenarse de luces que volaban a nuestro alrededor y que procedían de unos bichos repugnantes que nuestros tres acompañantes cazaban utilizando las manos al tiempo que, con unas voces llenas de ternura, murmuraban: «¡Luciérnagas, qué bellas!» Pues bien, las bellas luciérnagas medían algo así como cuatro centímetros, o sea, que eran luciérnagas gigantes, y lanzaban destellos más propios de un fanal marinero que de un dulce insecto comedor de néctar.
– Aquí todo es muy grande, Arnau -me dijo Gertrude en voz baja-. En la Amazonia todo tiene un tamaño desproporcionado y colosal.
– ¿Recuerda al coronel británico Percy Harrison Fawcett que desapareció en esta zona en 1911? -me preguntó en susurros Efraín-. Pues resulta que era amigo de sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Sir Arthur escribió también una estupenda novela llamada El mundo perdido en la que aparecían animales gigantescos y parece ser que estaba inspirada en los relatos del coronel Fawcett sobre sus andanzas por estas tierras.
No dije nada pero me quité el sombrero y, agitándolo, intenté inútilmente espantar a las luciérnagas que, conocedoras de su tamaño y cantidad, decidieron que las estaba invitando a algún juego divertido y se obstinaron en acercarse a mí todavía más. La parte de mi cuerpo que sentía más vulnerable era la nuca, desnuda tras el corte de pelo, y sentía escalofríos sólo de pensar que alguno de aquellos insectos pudiera rozarme con sus alas. Todavía no me había acostumbrado a llevar el cuello al aire. Creo que ésa fue la primera ocasión en que me planteé que tenía que cambiar de actitud. A mi alrededor todo era naturaleza en su estado más puro y salvaje. No se trataba de mi bien cuidado jardín urbano atendido por un jardinero profesional que se preocupaba de que no entraran bichos en mi casa. Aquí yo no tenía el menor poder de decisión, no podía ejercer ninguna influencia sobre el entorno porque no era un entorno domesticado. En realidad, nosotros éramos los intrusos y, por mucho que me molestaran el calor, los insectos y el espeso sotobosque, o me adaptaba o acabaría convirtiéndome en un estorbo para la expedición y para mí mismo. ¿Qué sentido tenía recordar que, a miles de kilómetros, disponía de una casa llena de pantallas gigantes conectadas a un sistema de inteligencia artificial cuyo único fin era hacerme la vida cómoda, limpia y agradable…? Movido por un impulso inconsciente saqué el móvil de la mochila y lo encendí para comprobar si funcionaba. El nivel de la batería era bueno y la señal de cobertura por satélite también. Suspiré, aliviado. Todavía estaba en contacto con el mundo civilizado y esperaba seguir estándolo durante las dos semanas siguientes.
– ¿Añoranza de Barcelona? -me preguntó en voz baja la catedrática. No podía verle la cara porque el sol se había ocultado rápidamente y estábamos a oscuras.
– Supongo que sí -repuse, apagando y guardando el teléfono.
– Esto es la selva, Arnau -me dijo ella-. Aquí su tecnología no sirve de mucho.
– Lo sé. Me iré mentalizando poco a poco.
– No se equivoque, señor Queralt -musitó en tono de broma-. Desde que salimos de La Paz ya no hay nada que dependa de su voluntad. La selva se encargará de demostrárselo. Procure ser respetuoso o terminará pagándolo caro.
– ¿Nos vamos? -preguntó Efraín en ese momento.
Todos asentimos y nos incorporamos, recuperando nuestros enseres. Estaba claro que allí no había guardaparques de ninguna clase y que, a esas horas, ya no iban a presentarse, así que no corríamos ningún peligro cruzando la entrada.
– ¿No es un poco irregular que haya un acceso sin vigilancia? -preguntó Lola, colocándose en su lugar dentro de la fila.
– Sí, claro que es irregular -respondió Gertrude sin bajar la voz y terminando de cargarse la mochila a la espalda-, pero también bastante frecuente.
– Sobre todo en estos accesos secundarios por los que casi nunca pasa nadie -señaló Efraín adentrándose decididamente en la explanada. La oscuridad era tan completa que, a pesar de tenerlo delante de mí, apenas podía verle.
Atravesamos el estrecho paso que circulaba por delante del cartel y del puesto de vigilancia vacío y nos internamos, por fin, en el Madidi. Los sonidos de la selva eran tan sobrecogedores como sus silencios, de los que también había sin que supiéramos por qué. De repente todo callaba de una forma sorprendente y sólo se escuchaban nuestros pasos sobre la hojarasca pero luego, de manera también inesperada, retornaban los ruidos, los gritos y los extraños silbidos.
En cuanto estuvimos a cien o doscientos metros de la entrada -no podía saberlo con seguridad porque medir distancias por intuición nunca había sido lo mío-, Efraín se detuvo y le escuché trajinar hasta que una luz, pequeña al principio y luego intensa y brillante, se encendió en su lumigás y nos alumbró. Marc también encendió el suyo y Marta, que iba detrás de mí, les imitó, de manera que nuestra marcha se hizo más rápida y segura, y, gracias a eso, poco después encontramos un pequeño rincón en la espesura, junto a un arroyo, y decidimos que era el lugar perfecto para acampar aquella noche. Desde que habíamos encendido las lámparas de gas, una nube de polillas merodeaba a nuestro alrededor. Gertrude nos hizo examinar bien el terreno antes de empezar a plantar las tiendas: según nos contó, en la selva existen muchas clases de hormigas bastante peligrosas y debíamos asegurarnos de no encontrarnos cerca de ningún nido ni de ningún termitero, más fácilmente reconocible por su elevada forma cónica. Dispusimos las tiendas en semicírculo frente al arroyo y encendimos un fuego para ahuyentar a los animales que pudieran sentirse atraídos por nuestro olor y el olor de nuestra comida. Según Gertrude, las fieras no eran tan fieras y acostumbraban huir en cuanto detectaban la presencia humana, salvo, claro está, que tuvieran hambre y que el bocado pareciera indefenso, en cuyo caso el drama estaba servido. Pero un buen fuego, afirmó, podía mantenernos a salvo durante toda la noche.
Cenamos en abundancia y, como todavía era pronto -los relojes marcaban poco más de las ocho-, nos quedamos charlando y disfrutando de la buena temperatura. Yo nunca había sido boy-scout, ni había ido jamás de campamento, ni pertenecido a ningún club de excursionistas, de modo que era mi primera experiencia de una conversación alrededor de un fuego y no hubiera podido decir que me gustara porque sólo charlamos sobre las cosas que debíamos tener en cuenta los tres novatos para no sufrir un accidente. En cualquier caso, el cielo estaba cargado de unas estrellas grandes y brillantes como no las había visto en mi vida y me encontraba en una situación completamente anómala y extraordinaria por culpa de los tipos esos que conocían el poder de las palabras. Permanecía callado mientras los demás hablaban y miraba las caras de Marc y Lola, iluminadas por las llamas, sabiendo que estaban disfrutando, que encontrarse allí les encantaba y que, de una manera u otra, descubrirían la forma de enfrentarse a las dificultades que pudieran plantearse. En mí, por el contrario, sólo había una determinación racional ante el hecho de vivir aquella aventura en la naturaleza. Aquel lugar, pese a ser un claro junto a un arroyo limpio y de agradable sonido, no era mi sitio y, desde luego, no suponía un gran cambio respecto al pedazo de Infierno verde que habíamos atravesado aquella tarde, donde todo picaba, mordía o arañaba.
Finalmente, alrededor de las diez, nos fuimos a dormir, no sin antes haber dejado a buen recaudo los víveres y haber fregado y limpiado todos los restos de la cena para no atraer a ningún visitante nocturno. Efraín y Gertrude compartían tienda, claro, pero yo dormía con Marc, y Lola lo hacía con Marta, por aquello de que no íbamos a dormir Marta y yo bajo el mismo techo de lona plastificada.
A pesar del buen tiempo y de encontrarnos en la estación seca del año, a medianoche, cuando todos estábamos dormidos o intentando dormir -como era mi caso-, la hermosa noche estrellada se torció y sin que supiéramos de dónde habían salido las nubes portadoras de lluvia, se descargó desde el cielo un aguacero de esos que hacen historia y que venía acompañado, además, por un fuerte viento del sur que a punto estuvo de arrancar las piquetas de las tiendas. El fuego se apagó y no pudimos encender otro porque toda la madera estaba húmeda, de modo que tuvimos que permanecer de guardia para no terminar siendo la cena de cualquier fiera. Cuando, por fin, amaneció y la tormenta siguió su camino alejándose de nosotros, estábamos completamente agotados, mojados y helados, pues la temperatura, según marcaba mi GPS, había descendido hasta los quince grados centígrados, algo insólito para un bosque tropical pero fantástico para la caminata que nos esperaba aquel día, dijo Gertrude muy contenta.
Tomamos un desayuno cargado de alimentos energéticos y emprendimos el camino en dirección noreste, abriendo sendero a machetazos. Aquello era realmente agotador, de manera que hacíamos turnos ocupando el primer lugar para repartirnos el esfuerzo. En la segunda manga, mi mano derecha empezó a inflamarse y, para cuando me tocó la tercera, ya tenía unas dolorosas ampollas que amenazaban con reventar de un momento a otro. Gertrude me las pinchó, aplicó crema y me vendó con mucho cuidado y, luego, tuvo que hacer lo mismo con Marta, Lola, Marc y ella misma. El único que se salvó fue Efraín, que tenía las manos encallecidas por el reciente trabajo en las excavaciones de Tiwanacu. En esas condiciones, con el bosque todavía goteando la lluvia nocturna y el suelo convertido en gachas resbaladizas en las que los pies se nos hundían hasta los tobillos, apenas conseguíamos avanzar, con el agravante de que, quizá por la tormenta, los insectos estaban especialmente agresivos aquella mañana y la virulencia de sus ataques arreció conforme el sol fue subiendo en el cielo para alcanzar el mediodía. Con todo, el auténtico problema no eran los insectos, ni el barro, ni tampoco la maleza, ni tan siquiera los árboles, que ahora presentaban más variedad de especies y ya no eran sólo palmeras; el verdadero problema con el que nos enfrentábamos eran las delgadas lianas que colgaban de las ramas como guirnaldas de Navidad, formando sólidas murallas leñosas que había que talar a golpe de machete. Aquello era una pesadilla, un infierno y, para cuando nos detuvimos a comer, cerca de un riachuelo que, aunque venía señalado en los mapas con una tenue línea azul celeste, no parecía tener ningún nombre adjudicado, estábamos destrozados. Sólo Marc daba la impresión de encontrarse un poco más entero que el resto y, aun así, apenas era capaz de abrir la boca para articular una palabra. Nos quedamos sentados junto al pequeño curso de agua, con las manos extendidas como si estuviéramos pidiendo limosna. De repente, Lola soltó una carcajada. No sabíamos a cuento de qué venía aquello, pero, por la misma regla de tres, todos la imitamos y empezamos a reírnos como locos, sin poder parar de pura desesperación.
– ¡Creo que ha sido la peor experiencia de mi vida! -exclamó Efraín, dejando caer la cabeza sobre el hombro de Gertrude para ahogar las carcajadas que le impedían hablar.
– Yo no lo creo -añadió Marta-. Estoy completamente segura.
– Pues imagínense para nosotros -masculló Marc agitando sus manos vendadas en el aire para espantar a las moscas, avispas, mariposas y abejas que nos rodeaban.
– ¿Entienden ahora lo del «Infierno verde»? -preguntó Gertrude.
– No sé si podré aguantar dos semanas en estas condiciones -comenté, dándome una palmada en la nuca con la mano vendada para matar un mosquito.
– Nos acostumbraremos -me animó Lola, sonriendo-. Ya lo verás.
– ¡Pero si recién comenzamos! -observó Efraín, quitándose la mochila de los hombros y poniéndose en pie-. No se preocupe, compadre, que uno siempre puede mucho más de lo que cree. Ya verá como dentro de un par de días está hecho todo un indio.
– El indio ya lo estoy haciendo ahora -murmuré absolutamente convencido.
Efraín se quitó la camiseta y las botas y, sin pensarlo dos veces, con pantalones y todo, se metió en el agua armando un gran escándalo y salpicándonos a todos. En realidad, le hacía mucha falta porque se le podía confundir fácilmente con una escultura de barro. Era la una del mediodía y habíamos empezado a caminar a las seis, pero, para mí, aquel tiempo se había dilatado hasta el infinito. Mientras los demás seguían a Efraín en su ataque de locura y se metían también en el agua para limpiarse y pasarlo bien, yo consulté los mapas y el GPS y descubrí, consternado, que sólo habíamos avanzado algo más de seis kilómetros. Nuestra situación era 14° 17' latitud sur y 67° 23' longitud oeste. Ni encontrando una carretera en la selva llegaríamos esa noche al punto previsto para acampar. Lo de recorrer veintitantos kilómetros al día no había sido otra cosa que una estupidez, lo mismo que lo de la energía extra por haber descendido desde el Altiplano y respirar más oxígeno.
– Ánimo, Arnau -murmuré, hablando conmigo mismo-. Las cosas ya no pueden empeorar más.
Al final, como yo también estaba cubierto por una costra seca que se me acumulaba sobre la piel, decidí que necesitaba un baño. Jamás en mi vida había estado tan sucio, mugriento, pringoso y maloliente. Desde luego, era otra nueva experiencia que debía aprender a sobrellevar con valor, pero ésta sí que iba en contra de mis más elementales principios.
La marcha de la tarde no fue mucho mejor que la de la mañana, sólo un poco más lenta porque estábamos cansados y con las espaldas doloridas por el gran peso de nuestras mochilas. Lola llevaba en la mano, además, una bolsa de plástico con un par de caracoles capturados en las cercanías del riachuelo y parecía no importarle acarrear a aquellos dos animalitos cuyas conchas enrolladas sólo eran un poco más pequeñas que una ensaimada mallorquina. Durante la marcha descubrimos anchas columnas de hormigas que avanzaban entre los matorrales. Dado que medían unos dos centímetros cada una, la procesión resultaba impresionante. La columna más extensa con la que tropezamos estaba compuesta por unos individuos de color rojizo que cargaban enormes pedazos de hojas entre sus mandíbulas y que se dirigían hacia un impresionante montículo de tierra de casi medio metro de altitud.
– ¿Eso es un termitero? -preguntó Lola.
– No -negó Gertrude-. Los termiteros son mucho más grandes. Es un hormiguero. Lo que pasa es que, a veces, las hormigas fabrican estructuras parecidas para proteger mejor las entradas a sus galerías subterráneas.
Marc emitió un largo silbido.
– ¡Deben de ser unas galerías enormes!
La doctora Bigelow asintió.
– Probablemente llevamos bastantes kilómetros caminando sobre ellas sin saberlo.
– ¿Éstas son peligrosas? -se apresuró a preguntar Marta.
– Lo desconozco, pero yo no las tocaría por si acaso. Podrías pasarte varios días con fiebres altas y dolores.
Antes de que anocheciera, nos detuvimos por fin en un pequeño espacio entre árboles.
– Aquí vamos a pasar la noche -anunció Efraín, clavando graciosamente el machete en el suelo con un golpe seco de muñeca.
– ¿Aquí? -se sorprendió Marc-. Aquí no podemos plantar las tiendas.
– No las plantaremos, señor informático -repuso el siempre animoso arqueólogo-. Hoy dormiremos en las hamacas, bajo las mosquiteras.
– ¿Al raso? -me lamenté.
– Al raso. El barro no nos permitiría plantar las tiendas.
– Examinemos primero el suelo -nos recordó Gertrude- y también las cortezas de los árboles. Después veremos si podemos quedarnos.
En el suelo había, efectivamente, hormigas, pero en filas muy pequeñas de individuos menores que avanzaban de uno en uno y que no parecían peligrosos. Cerramos bien las mochilas después de sacar los alimentos para la cena y encendimos las lámparas de gas, preparándonos para la noche. Estábamos agotados. Encendimos también un fuego generoso en el centro para calentar la cena y para protegernos esa noche de los animales salvajes. Recuerdo que estaba medio atontado mientras cenaba, pero no hubo piedad para nadie: al terminar, todos tuvimos que fregar nuestros platos, vasos y cubiertos con el agua de nuestras cantimploras y, luego, enganchar las hamacas en los gruesos troncos a una buena altura, apartando las lianas y anudándolas para que no nos molestaran. Después, colgamos las mosquiteras de las ramas bajas, las dejamos caer sobre nosotros llevando buen cuidado de no dejar ningún insecto dentro, y nos acostamos a dormir. Sin embargo, pese a que la noche anterior no había pegado ojo y a que la marcha del día había sido dura, no me resultó fácil conciliar el sueño: ¿cómo demonios tenía que ponerse uno sobre aquella red para no quedar convertido en un doloroso arco con las lumbares en ángulo recto? Y yo no era el único. Podía escuchar el chirrido de las cuerdas de las hamacas de Marc y Lola al arañar sobre los troncos cuando se balanceaban, revolviéndose tan desesperadamente como yo y emitiendo apurados lamentos de dolor por las magulladuras del día. Pero estaba tan cansado que no podía dirigirles la palabra.
Pensé que debía permanecer completamente quieto me doliera el músculo que me doliera porque así lograría quedarme dormido; sin embargo, a la luz de la hoguera, la imagen que vieron en aquel momento mis ojos extenuados al abrirse un instante fue la de seis blancas crisálidas colgando sobre un suelo cubierto de enormes serpientes de color amarillo con manchas negras en forma de rombo sobre el lomo y diminutos ojos brillantes. La sangre se me heló en las venas y pegué un respingo en la maldita hamaca, notando cómo mil agujas se me clavaban por todo el cuerpo.
– Efraín -llamé con la voz más tranquila que pude poner.
Pero Efraín roncaba suavemente, durmiendo el sueño de los justos y no me escuchó.
– Gertrude -insistí-. Efraín.
– ¿Qué pasa, Root? -me preguntó Lola, girando como un rollito de primavera en el interior de su hamaca para poder verme.
No le dije nada. Sólo señalé el suelo con un dedo para que bajara la mirada y comprendiera. Entonces, abrió la boca, horrorizada, y de su garganta salió un grito agudo e interminable que provocó mil ruidos en la selva, mil chillidos, graznidos, bramidos, trinos, gorjeos, silbidos y aullidos. Pero el suyo era el más fuerte de todos.
Las súbitas exclamaciones de espanto de los que habían sido despertados se sumaron a la batahola.
– ¿Qué ocurre? -gritó Gertrude, mientras Efraín, aún adormecido, se quitaba el sombrero de la cara y echaba mano al machete que había dejado clavado en el tronco, dentro de su mosquitera.
Lola seguía gritando y Marc no dejaba de soltar maldiciones demasiado fuertes para cualquier oído humano. Marta fue la única que, aunque despierta y alarmada, no perdió los papeles.
Yo seguía señalando al suelo como un sonámbulo, con un movimiento mecánico del que ni siquiera era consciente. Cuando Gertrude siguió la dirección de mi mano con la mirada, vio por fin a los bichos que, enroscados o zigzagueando alrededor de la hoguera, alfombraban el suelo de nuestro dormitorio.
– Está bueno, está bueno… -dijo muy tranquila-. Cálmense todos.
– ¿Pero qué demonios pasa, carajo? -exclamó Efraín, intentando mantener los ojos abiertos.
– Tranquilo, papito -le dijo ella-. Una familia de pucararas ha venido a calentarse al fuego, nada más.
– ¿Nada más? -mugió Marc, espantado.
– Mire, Gertrude -añadí yo-, la situación no tiene buena pinta, ¿comprende?
– Claro que lo comprendo. Fíjense bien en ellas porque deben aprender a alejarse sin alarmarlas si vuelven a encontrarse con alguna durante el camino. Son las serpientes venenosas más grandes que existen, de la familia de las cascabel aunque las pucararas no lo tienen, y de ellas sale el antídoto antiofídico que llevo en el botiquín. Pero sólo se alimentan de pequeños animales, no de seres humanos. El calor las ha atraído. Debemos dejarlas en paz. En cuanto el fuego se apague se marcharán.
– La selva está llena de ellas -confirmó Marta con una gran tranquilidad.
– Llena, en efecto. Así que ustedes no se preocupen. Simplemente, no las pisen al caminar, no las molesten. Ahora estamos a salvo en las hamacas. Anoche seguramente también vinieron al campamento, y ¿a que ninguno se enteró?
– ¡Pues menos mal que no lo hicimos! -exclamé compungido.
– En cuanto se apague el fuego se marcharán, créanme.
– Bueno -dijo Marc-, pero entonces vendrán los pumas, los leones, las hienas…
– Aquí no hay leones, Marc -le aclaró Gertrude, buscando de nuevo una postura cómoda en la hamaca.
– ¿Quiere decir que hay hienas? -se alarmó mi amigo.
– Duérmanse, carajo -farfulló Efraín, que ya era otra vez una crisálida.
Aquella noche, con las pucararas serpenteando bajo mis lumbares, tampoco pegué ojo. Y con ésa ya eran dos. Nunca había sentido tan cerca el peligro. Hasta ese momento, todas las situaciones de riesgo que había atravesado en mi vida habían sido previamente planificadas y sus hipotéticas consecuencias (una caída en los colectores del alcantarillado de Barcelona o una infección en los ordenadores) no implicaban una amenaza mortal. Pero estaba tan cansado que mis recursos mentales no funcionaban y sentía el pánico rezumando por todos los poros de mi piel y mi sonámbulo cerebro no dejaba de fabricar imágenes espantosas que volvían una y otra vez de manera compulsiva.
La hoguera se consumió y las pucararas, efectivamente, se fueron pero, durante las dos horas que aún tardó en amanecer, permanecí en un agitado duermevela sometido como un torturado a las ideas más absurdas que imaginarse pueda. Quería volver a mi casa, quería estar con mi abuela, quería jugar con mi sobrino y ver a mi hermano. Sólo anhelaba esas pequeñas cosas que, desde aquella hamaca, parecían lejanas y muy valiosas. Cuando llegas a un límite y tienes el abismo delante -o te parece que es el abismo lo que tienes delante-, todo lo superfino desaparece y aquello que de verdad importa se agranda y se vuelve nítido como la luz. Analicé el orden en el que habían surgido mis deseos: primero, mi casa, es decir, mi espacio, mi lugar, la proyección de mí mismo, el refugio donde sentirme seguro, donde estaban mis libros, mi música preferida, mis consolas de videojuegos, mi colección de películas, mi jardín…; después, mi abuela, la persona más especial del mundo y a la que consideraba mi raíz directa con la vida y con mi origen, saltando por encima del triste eslabón de una madre tonta, superficial y débil; a continuación, mi sobrino, ese cabezota gracioso e inteligente que, de alguna manera, me inspiraba ternura y afecto sin ninguna razón especial, sólo por ser mi sobrino y poco más; y, por último, mi hermano, el imbécil de mi hermano, por cuya cordura era capaz de estar tumbado en aquella hamaca en mitad de la selva. ¿Era porque compartíamos una buena porción de genes? Mi cansancio no me permitía entrar tan a fondo en las razones que pudiera tener para quererle a pesar de todo.
– ¡Arriba, amigos míos! ¡Hora de desayunar!
Nuestro despertador, el bueno de Efraín, había decidido que, a las cinco de la mañana, ya habíamos dormido bastante. Cuando salté de la hamaca, sentí que tenía agujetas hasta en el carnet de identidad.
Caminamos sin descanso durante siete horas, soportando el calor agobiante con el que nos regalaba aquel nuevo día y abriéndonos camino esforzadamente entre las lianas. Mis manos y las manos de los demás estaban tan magulladas que apenas las sentíamos, pero ¿qué importaba? Los tres novatos nos habíamos convertido en zombis, en autómatas, porque, si yo estaba hecho polvo, había que ver las caras de Marc y de Lola: fantasmas pálidos y sin vida animados por algún encantamiento chapucero para resucitar a los muertos. Si seguíamos así, no íbamos a poder llegar a nuestro destino. Menos mal que disfrutábamos de esos pocos días de energía sin límite que proporcionaba el cambio de altitud, porque, de no ser así, nos hubiéramos muerto.
Aquella noche tampoco pudimos volver a montar las tiendas, así que se repitió la desagradable aventura con las pucararas, pero mi cuerpo dijo que ya estaba bien de tonterías, que tonterías las precisas y ninguna más, y conseguí dormir al fin de un tirón y despertarme por la mañana bastante más descansado. Hubiera sido perfecto de no ser por la espesa bruma que nos envolvía y que no me dejó distinguir qué era aquello que notaba sobre mis piernas y que pesaba como un Gran Danés. Cuando me revolví para incorporarme, pensando que sería una rama o la mochila de alguno de mis compañeros ya levantados, el Gran Danés demostró tener cuatro ágiles y rápidas patas dotadas de afilados dedos que me arañaron a través del pantalón.
– ¡Joder! ¿Qué es esto? -exclamé con la adrenalina corriendo a chorro por mis venas mientras pugnaba por distinguir a través de la niebla qué demonios era lo que corría sobre mi cuerpo de aquella manera.
Desde el tronco al que había atado el extremo de mi hamaca, unos ojos cubiertos por una armadura me observaban fijamente: un lagarto más largo que mi brazo y con unos ostentosos colores verdes, pardos y amarillos permanecía inmóvil, en actitud de alerta, con una extraña cola bífida alzada en el aire y una amenazadora cresta erizada tan grande como un abanico.
– Salga de la hamaca muy despacito, Arnau -me dijo Gertrude.
– ¿Cómo de despacito? -quise saber sin moverme.
– Pues como si tuviera rotos todos los huesos del cuerpo.
– Ah, vale. Menos mal.
– ¿Es venenoso o algo así? -preguntó Lola, angustiada, mientras yo me esforzaba por deslizarme milímetro a milímetro, sin oscilar, hasta el suelo.
– No, en realidad no -respondió Gertrude con voz divertida-. Estos gecos, o lagartos del Amazonas, son totalmente inofensivos.
Me sentí como un auténtico imbécil colgando de la hamaca en una postura realmente ridícula, pero yo también me reí cuando puse los pies en el suelo y mi ritmo cardíaco volvió a la normalidad. El pobre animal había echado a correr tronco arriba tan rápido como un bólido en cuanto salté.
– ¿Se han fijado que tenía dos colas? -comentó Efraín, encendiendo un nuevo fuego para preparar el desayuno.
– ¡Era repugnante! -exclamó Lola con la grima pintada en la cara.
– Estos gecos suelen tener dos colas -nos explicó el arqueólogo mientras Marta ponía a calentar el agua- porque, como se les cae con mucha facilidad y les aparece otra en seguida, cualquier pequeño corte o rasgadura en la primera hace que les salga la segunda.
– ¡Qué asco, por favor! -casi gritó Lola-. ¿Podemos cambiar de tema?
– Vaya manera de empezar el día -dije, solidarizándome.
Marc ya estaba masticando sus galletas de cereales con chocolate.
– Pues a mí me parecía bonito -farfulló-. Me hubiera gustado fotografiarlo para ponerlo de fondo de pantalla en mi ordenador del despacho.
Llevábamos nuestra cámara digital y Efraín había traído también la suya, pero si alguien hubiera sacado alguna de ellas de la mochila para satisfacer el insano deseo del gusano intergaláctico, hubiera sido capaz de matarlo. Las cámaras estaban reservadas para nuestro encuentro con los yatiris y no para fotografiar animales repugnantes.
– Tú no estás bien de la cabeza -le dije a Marc con desprecio-. Sobre tus piernas tenía que haber dormido el lagarto. Ya veríamos el gusto que te daba recordarlo cada mañana al encender el ordenador.
– Yo siempre guardo buen recuerdo de quienes han compartido mi cama -declaró, en broma.
– Sólo habla de mí -nos aclaró Lola, suspirando con aburrimiento.
Aquel día avanzamos a buen ritmo, de modo que completamos un total de veintidós kilómetros. Los dolores musculares desaparecían andando y las manos se iban cubriendo de callos allí donde antes había habido dolorosas ampollas. Mis uñas estaban rotas y negras y la tierra mezclada con el sudor empezaba a tiznarme la piel con un color pardo que ya no se iba ni con el agua de los ríos y lagunas sin nombre que encontrábamos a nuestro paso. Tampoco se notaban ya los pies hinchados dentro de las botas ni el peso inhumano de las mochilas en los riñones y los hombros. A todo se acostumbra uno.
El sábado, cuando, según nuestros cálculos, nos encontrábamos ya a pocas jornadas de la meta -habíamos recorrido más de sesenta kilómetros y estábamos en territorio inexplorado-, el paisaje se transformó de manera misteriosa: los árboles se hicieron mucho más grandes, alcanzando los treinta o treinta y cinco metros de altura, formando un toldo impenetrable que nos obligaba a caminar en una penumbra agobiante en la cual todo era frío y oscuro y en la que no había señales de vida animal, aunque era tanta la profusión de plantas trepadoras, lianas y enredaderas que apenas se distinguían los troncos, muchos de los cuales ya superaban los tres metros de diámetro en la base, es decir, que eran unos auténticos gigantes de la selva. Las flores desaparecieron, dejando un paisaje pintado exclusivamente con tonalidades de verde, y el suelo se cubrió con una alta y enmarañada maleza llena de espinos que nos rasgaban la piel y los pantalones, convirtiendo el tejido cortavientos HyVent y el forro antisudor en penosos jirones. Nos atamos pañuelos en las piernas para no herirnos, pero fue inútil, pues las agujas de aquellas plantas eran como hojas de bisturí. Todo adquirió el tono sombrío de una naturaleza a la que no parecían agradarle las visitas, si es que acaso, pensaba yo, se podía utilizar aquella comparación tan humana respecto a algo tan extraño como aquel entorno. Incluso el olor cambió, volviéndose mohoso y con aromas de vegetación corrompida.
El domingo todavía fue peor, puesto que los árboles parecían aproximarse entre ellos buscando la manera de cerrar los caminos. Llevábamos puesta toda la ropa que habíamos traído, e incluso las toallas las habíamos anudado alrededor de la cara, los brazos y, fundamentalmente, las piernas, pero resultaba imposible sustraerse a las heridas. Aquel bosque parecía estar expulsándonos, avisándonos de que nos convenía dar la vuelta y regresar por donde habíamos venido.
Esa noche, sentados en torno al fuego, cubiertos por pequeñas manchas de Betadine como si fuéramos una nueva especie de animal de piel moteada, comentábamos asombrados lo penoso que debía de haber resultado a los yatiris cruzar aquella espesura cargados con todas sus posesiones y acarreando a sus familias. Era casi imposible de imaginar una proeza semejante. Ninguno de nosotros podía explicárselo.
– Quizá nos estamos equivocando de camino -insinuó Marc, removiendo con una ramita verde las brasas de la hoguera. Habíamos trabajado duramente para despejar de maleza aquella pequeña zona de terreno y limpiarla de toda clase de insectos y víboras.
– Te aseguro que seguimos la ruta correcta -le garanticé, comprobando el GPS-. No nos hemos desviado en absoluto del itinerario trazado por el mapa de la Pirámide del Viajero.
Efraín, que todavía conservaba en las manos su plato con parte de la cena (arroz con verduras en conserva), sonrió ampliamente:
– ¿Se dan cuenta de que mañana o pasado, a más tardar, nos vamos a encontrar con ellos?
A todos se nos dibujó un gesto de satisfacción en la cara.
– ¿Habrán construido una ciudad como Taipikala en mitad de un sitio como éste? -preguntó Gertrude con los ojos brillantes.
– Estoy impaciente por averiguarlo -comentó Marta, dejándose caer cómodamente sobre su mochila-. Si lo han hecho debe de ser un lugar impresionante… y vivo -añadió, demostrando cierta emoción-. Sobre todo, vivo. Creo que sería la satisfacción más grande de mi vida entrar en una Tiwanacu habitada y rebosante de actividad. ¿Qué dices tú, eh, Efraín?
– No sé… -repuso él con una sonrisa pueril en el rostro-. Sí, creo que yo también me sentiría como el rey del mundo: ¡El primer arqueólogo en tener la oportunidad de hacer un viaje en el tiempo! Tiwanacu vivo… No sé, la verdad. La idea me sobrepasa.
– No quiero ser aguafiestas -les interrumpió Lola desatándose los cordones de sus botas-, pero, ¿han pensado cómo hubieran podido traer hasta aquí piedras de cien toneladas? No es por nada, pero dudo mucho que haya canteras de andesita por esta zona.
– Tampoco las hay cerca de Tiwanacu -protestó Marta-. Para construir aquel lugar en el Altiplano tuvieron que transportarlas desde muchos kilómetros de distancia.
– Sí, pero, ¿y la selva? -insistió mi amiga, tozuda-. ¿Y los conquistadores? Alguien hubiera visto pedruscos de dimensiones imposibles internándose en la espesura, sin contar con que tenían que traerlos por sitios como éste.
– Un colega mío -dijo Efraín-, famoso arqueólogo boliviano, expuso una muy buena teoría sobre cómo consiguieron los tiwanacotas mover esas impresionantes rocas. Según los estudios realizados por él, dos mil seiscientos veinte obreros podrían arrastrar una pieza de andesita de diez toneladas utilizando largas cuerdas de cuero fabricadas con no recuerdo cuántas pieles de vicuña y haciéndolas deslizarse sobre un suelo cubierto por unos cuantos millones de metros cúbicos de arcilla.
– ¡Ah, bueno! -dejó escapar mi colega Marc, exagerando el alivio que le había producido la noticia-. ¡Entonces todo resuelto! Cogemos a todas las vicuñas del Altiplano, las matamos para obtener el cuero necesario para fabricar larguísimas y recias cuerdas a las que puedan agarrarse dos mil seiscientas veinte personas, que, además, tienen que transportar también arcilla suficiente como para cubrir el monte Illimani más los miles de litros de agua que hacen falta para ir humedeciéndola y, caminando sobre ese barro resbaladizo, arrastran, durante ochenta o cien kilómetros, una roca de diez toneladas de peso, de las cuales había, no una, sino miles en Tiwanacu. -Suspiró y siguió removiendo pacíficamente la hoguera-. Bien, sin problemas. Ahora lo entiendo.
– Esa imagen me recuerda a las películas de Hollywood -dije yo- en las que miles de esclavos judíos arrastraban a golpe de látigo los pedruscos para construir las pirámides de Egipto.
– Bueno, eso es falso -comentó Efraín-. Los descubrimientos más recientes afirman que en Egipto no existió la esclavitud.
Me quedé sin reacción al oír a Efraín. Todavía recordaba a Charlton Heston haciendo de Moisés en Los Diez Mandamientos y arrancándole de las manos el látigo al capataz egipcio que golpeaba a los esclavos judíos.
– Pero esas cuentas de los dos mil seiscientos obreros no sirven para las piedras de cien toneladas de Tiwanacu, ¿verdad? -preguntó Lola, insegura.
– No, claro que no -repuso Marta-. Esas cuentas no explican cómo pudieron transportarse ni las de cien toneladas ni las de ciento veinte. Ni siquiera las de cincuenta o treinta. Es sólo una teoría, pero la más aceptada a falta de otra mejor. Aunque no se sostiene mucho.
– Por lo tanto -prosiguió la mercenaria, pensativa-, si realmente nadie sabe cómo las movieron, quizá pudieron traerlas a la selva.
– Bueno, lo cierto es que eso esperamos -convino Marta sonriente.
– Habrá que verlo -murmuré, disimulando un bostezo.
– Ya no queda mucho, compadre -me dijo Efraín con gran convicción.
Y no quedaba. Tras un domingo y un lunes de pelea a brazo partido con los matorrales y los tallos leñosos y flexibles de las plantas trepadoras que unían los árboles entre sí en un abrazo siniestro, el martes a media mañana, repentinamente, el sotobosque se hizo menos denso y los troncos se distanciaron lo suficiente como para dejarnos avanzar sin utilizar el machete. Hasta el sol parecía colarse con facilidad entre las altas copas, tocando el suelo con sus largos y delgados brazos bajo los cuales nos encantaba pasar. Parecían dibujarse caminos frente a nosotros, unos caminos que, aunque nos parecieron anchos y despejados desde el principio, no dejaban de ser estrechas sendas que se fueron engrosando, dirigiéndonos hacia un bosque cada vez más claro.
De repente, tropecé con algo. Extendí los brazos en el aire para mantener el equilibrio y terminé apoyándome en la espalda de Efraín.
– ¡Arnau! -exclamó Marta, sujetándome velozmente por las correas de la mochila.
– Casi me mato -gruñí, mirando el lugar donde había perdido pie. El agudo pico de una piedra claramente tallada por mano humana sobresalía del suelo. Todos se agacharon para examinarlo.
– Estamos muy cerca -remachó Efraín.
Apenas cincuenta metros después nos topamos con una muralla baja cubierta por un tupido musgo verde y fabricada con grandes piedras acopladas unas con otras de manera similar a las piedras de Tiwanacu. Los gritos de una familia de monos aulladores nos sobresaltaron.
– Hemos llegado -anunció Lola, adelantándose para colocarse junto a mí.
– ¿Y los yatiris? -preguntó Marc.
No se oían otros ruidos que los de la selva y, por descontado, ninguna otra voz humana aparte de las nuestras. Tampoco se veía a nadie; sólo aquella muralla verde derrumbada en alguno de sus puntos. Un negro presagio empezó a rondarme la cabeza.
– Sigamos -masculló el arqueólogo, tomando la senda hacia la derecha.
– Un momento, Efraín -exclamó Gertrude, que había dejado caer su mochila al suelo y la estaba abriendo con gestos hábiles y rápidos-. Espere, por favor.
– ¿Qué pasa ahorita? -masculló aquél, con gesto de impaciencia.
Gertrude no le contestó, pero extrajo de su mochila algo parecido a una tarjeta de crédito y la izó en el aire para que la viéramos.
– Pase lo que pase -dijo muy seria-, tengo que grabar las voces de los yatiris.
Y, diciendo esto, se sacó del pantalón un extremo de la camisa y se adhirió la diminuta grabadora gris a la piel lechosa del vientre. Parecía uno de esos parches para dejar de fumar que se ponen los adictos a la nicotina para desengancharse, sólo que un poco más grande.
– Por si no se dejan, ¿verdad? -comentó Lola.
– Exactamente. No quiero correr riesgos. Necesito sus voces para poder estudiarlas.
– Pero, ¿graba con buena calidad?
– Es digital -le explicó Gertrude-, y sí, graba con muy buena calidad. El problema son las pilas, que sólo duran tres horas. Pero con eso tendré bastante.
A pocos metros de distancia encontramos una entrada. Tres puertas idénticas a la Puerta de la Luna de Lakaqullu se unían formando un pórtico de tamaño verdaderamente ciclópeo que se mantenía en perfecto estado. En la parte superior del vano del centro, el más grande -de unos cuatro metros de altura-, podía adivinarse un tocapu a modo de escudo nobiliario, pero el musgo que lo cubría no permitió que ni Marta ni Efraín pudieran identificarlo. El lugar estaba completamente abandonado. Los yatiris se habían marchado de allí hacía mucho tiempo, pero sólo Gertrude se atrevió a expresarlo en voz alta:
– No están -dijo, y fue suficiente para que todos aceptáramos aquella verdad que nos estaba torturando el cerebro.
– Ya puedes guardar la grabadora -murmuró Efraín, contrariado.
No, los yatiris no estaban. La extraña ciudad que se adivinaba al otro lado de la entrada -de factura claramente tiwanacota- era una completa ruina, comida por la vegetación y devastada por el abandono. Sin embargo, pese a saber que en ella no íbamos a encontrar nada, cruzamos la entrada y seguimos avanzando en silencio por una especie de calle a cuyos lados todavía se erguían casas de dos pisos construidas con grandes bloques perfectamente unidos sin argamasa. Muchas estaban desplomadas pero otras conservaban incluso los tejados, fabricados con losas de piedra. Y todo de color verde, un verde brillante que relumbraba bajo la luz del sol por las gotas de humedad.
Seguirnos calle abajo hasta llegar a una plaza cuadrada de grandes dimensiones, construida, probablemente, a imitación del templo Kalasasaya. En el centro, un enorme monolito apoyado sobre un pedestal de roca negra reproducía al típico gigante barbudo de Tiwanacu. En esta ocasión, sin embargo, advertimos un mayor parecido con el Viajero que descansaba en la cámara secreta de la pirámide de Lakaqullu: más de tres metros de altura, ojos felinos, grandes orejas adornadas con las piezas circulares y planas que los aymaras y los incas se insertaban en los lóbulos y cabeza en cono provocada por la deformación frontoccipital. Los yatiris habían estado allí, de eso no cabía la menor duda, y habían pasado el tiempo suficiente como para levantar una nueva y hermosa ciudad al estilo de la que abandonaron en el Altiplano. Estelas de piedra como las de Tiwanacu se distinguían también diseminadas por la plaza, mostrando en relieve imágenes de seres antropomorfos con barba que miraban hacia las cuatro calles que se abrían en los ángulos de la plaza, siendo una de ellas por la que nosotros habíamos entrado.
– Hacia allí -ordenó Efraín, encaminándose de nuevo a la derecha.
Mientras seguíamos la dirección señalada por el arqueólogo y nos internábamos por otra vía idéntica a la anterior, me di cuenta de que no había valido de nada el esfuerzo que habíamos hecho cruzando la selva y arriesgándonos a mil peligros: los yatiris no estaban y no sabíamos qué había sido de ellos. El mapa de la lámina de oro terminaba justo en el punto en el que nos encontrábamos, de manera que no teníamos ni idea de hacia dónde dirigirnos y, además, ¿para qué? Quizá los yatiris ya no estuvieran en ninguna parte, como parecía lo más probable, quizá se extinguieron, se desperdigaron, sufrieron el ataque de tribus salvajes y murieron. Aquélla era nuestra estación término, el final de nuestras esperanzas. A partir de ese momento no quedaba nada más por hacer. Bueno, sí: traducir los millones de láminas de oro de la Pirámide del Viajero por si, algún día, aparecía la forma de curar a Daniel, si es que no se había muerto ya o nos habíamos muerto todos. Tanta maldita selva, tanto viaje, tanta picadura de insecto y tantos peligros para nada. Nos habíamos quedado con las manos vacías. Quizá pudiera agilizar el proceso de traducción de las planchas de oro mejorando el «JoviLoom» de Marta y mecanizando el procesamiento de imágenes. Quizá, si aportaba dinero al proyecto -que, sin duda, se pondría en marcha entre España y Bolivia y quedaría bajo la dirección de Marta y Efraín-, las traducciones no tardarían tantos años en estar terminadas y, a lo mejor, la información que necesitaba aparecía justo al principio o poco después. También existía la posibilidad de encontrar en algún lugar del planeta a un equipo de neurólogos capacitado para deshacer el efecto de la maldición con alguna droga o algún tratamiento experimental. ¿Acaso no se habían realizado, durante los años de la Guerra Fría, experimentos de lavado de cerebros, programaciones mentales y cosas por el estilo? Sólo tenía que volver a casa y retomar el asunto desde el principio siguiendo otra dirección. Afortunadamente, el dinero no era un problema y, además, vendería también Ker-Central. Total, ya me estaba aburriendo.
La calle era muy larga y la selva había hecho crecer arbustos tan vigorosos entre los resquicios del empedrado que el suelo se levantaba en muchos lugares. Por fin, encontramos una edificación enorme que, por su diseño, bien podía ser un palacio o una residencia principal. Parecía hallarse en buen estado y Efraín hizo intención de dirigirse a la entrada.
– No irá a meternos ahí dentro, ¿verdad? -preguntó Marc, escamado.
– Debemos averiguar qué les pasó a los yatiris -respondió el arqueólogo.
– Pero quizá no sea seguro -advirtió Marta.
– Precautelando los derrumbes, justamente podremos pasar -insistió él, sin volverse a mirarnos.
En ese momento me pareció ver que algo se movía en la parte superior del edificio. Quizá fue un efecto solar, seguramente la sombra de algún pájaro, porque escuché también un trino muy agudo procedente del mismo lugar, así que no le presté mayor atención. Estaba mucho más preocupado por Efraín que, sin precautelar nada, como él decía, se había metido en el palacio con paso firme.
– ¡Efraín, no hagas tonterías! -le gritó Marta-. ¡Sal y sigamos recorriendo la ciudad!
– ¡Óigame! -vociferó Gertrude, rodeándose la boca con las manos como si fuera un altavoz-. ¡Salga de ahí inmediatamente, papito! ¡No se lo repetiré!
Pero el arqueólogo no respondió y, extrañados, nos lanzamos al interior temiendo que le hubiera pasado algo. La doctora Bigelow estaba realmente preocupada; en un lugar como aquél, nadie podía estar seguro de nada. Nos encontramos de pronto en una amplia sala con algunas paredes derrumbadas de la que partía una grandiosa escalera por la que comenzamos a subir con mucho cuidado hacia el piso superior, observando el cielo a través de las roturas del techo.
De repente, el arqueólogo apareció en lo alto con una gran sonrisa en los labios.
– ¿Saben las maravillas que hay aquí? -nos preguntó y, a continuación, con el mismo aliento, sin hacer una pausa, nos detuvo en seco-. No, no sigan subiendo. El suelo y las paredes están en muy malas condiciones.
– ¡Vaya! ¿Ahora tenemos que salir? -se quejó Lola.
– ¿De qué maravillas habla? -inquirí, girando sobre mis talones para emprender la bajada.
– Hay unos preciosos relieves en los muros de ahí arriba -explicó Efraín, descendiendo-, y, por debajo de las enredaderas, puede observarse que estaban pintados de verde y rojo, supongo que para recordar los colores predominantes de la andesita de Tiwanacu. Debieron de sentir una gran añoranza de su vieja ciudad. También hay una reproducción de la figura barbuda que hay en el centro de la plaza por la que hemos pasado.
– ¿Has tomado fotografías? -le preguntó Gertrude, viendo que llevaba la cámara en la mano. La doctora se había relajado al comprobar que su marido se encontraba bien y ahora le miraba con el ceño fruncido y un cierto aire amenazador. Si yo hubiera sido él me habría preocupado bastante, pero Efraín estaba tan satisfecho que no se daba cuenta de nada.
– Luego las mostraré -dijo-. Ahora salgamos a la calle.
Mi visión periférica recogió la impresión de que algo grande se deslizaba a la velocidad del viento por el hueco de un murete desmoronado que quedaba a mi izquierda. Giré la cabeza rápidamente pero no vi nada. Empecé a pensar que me estaba volviendo loco y que sufría penosas alucinaciones visuales, pero, como era muy terco y desconfiado, me dirigí hacia allí dispuesto a comprobarlo con mis propios ojos.
– ¿Qué pasa, Arnau? -se apresuró a preguntarme Marta al verme cambiar de rumbo.
– Nada -mentí-. Sólo quiero ver qué hay allí detrás.
Pero no había nada. Asomé la cabeza con precaución al terminar de hablar y descubrí que aquel espacio estaba completamente vacío. Ya no cabía la menor duda de que tantos días en la selva me habían trastornado.
Salimos al sol y reanudamos el camino calle abajo al encuentro de otras edificaciones importantes o que, al menos, nos llamaran la atención, pero lo que restaba hasta la muralla exterior yacía en completa ruina bajo una profusa espesura y unos árboles descomunales. Regresamos sobre nuestros pasos y acordamos, puesto que ya era la hora, quedarnos a comer en la plaza y montar el campamento a los pies del monolito del gigante, haciendo de su base de piedra negra el depósito para dejar las mochilas y el resto del equipo. Calentando el agua en el hornillo de gas para preparar una sopa, decidimos que todavía no estábamos dispuestos a tirar la toalla: recorreríamos aquella ciudad de un lado a otro, de un extremo a otro, hasta que lográramos averiguar qué les había pasado a los yatiris y por qué se habían ido, y si, además, conseguíamos descubrir hacia dónde, pues mejor.
– Sí, mejor -puntualizó Marc con sorna mientras abría una lata-, pero no tenemos alimentos suficientes para seguirles. Hemos llegado hasta aquí con un día de retraso sobre el calendario previsto, así que sólo nos queda comida para seis días. Para siete con el excedente, pero nada más.
– Vale, volveremos a casa en cuanto terminemos de explorar este lugar -señaló Efraín.
– No podemos quedarnos -insistió Marc-. ¿No me ha oído decir que no tenemos alimentos?
– Tampoco nos pasará nada porque no comamos mucho el último día -comentó Gertrude-. En cuanto abandonemos el Madidi recuperaremos los kilos perdidos.
– Mire, doctora, no se ría -tronó mi amigo-. Quizá ustedes puedan aguantar un día entero caminando por la selva sin comer, pero yo no, y todo el tiempo que pasemos aquí estudiando este sitio es tiempo perdido.
– Tenemos las coordenadas de este lugar -observó Lola, solidarizándose con Marc, a quien conocía lo suficiente como para saber que, si no engullía la cantidad de comida necesaria, podía convertirse en un peligro para todos-. Podemos volver cuando queramos con un helicóptero.
Efraín y Marta se miraron e intercambiaron gestos afirmativos.
– Está bien -repuso Marta-. En cuanto terminemos de comer recogeremos los bártulos y nos iremos.
– Lo siento, Root -me dijo Lola, mirándome con culpabilidad.
– Yo también lo siento -murmuró Marc.
– No sé por qué decís eso -repliqué, pero sí lo sabía; le había estado dando vueltas mientras ellos hablaban. Si en aquella ciudad había algo que indicara que los yatiris seguían con vida en algún lugar, nuestra marcha nos impediría encontrarlo y, por lo tanto, mi hermano tendría que seguir con el cerebro desconectado hasta que regresáramos a bordo de un cómodo helicóptero. Pero también cabía la posibilidad de que no hubiera nada que sugiriera tal cosa, de modo que daba lo mismo. Como Marta me había señalado en algún momento, nada dependía de mi voluntad desde que había puesto el pie en aquella selva o, más concretamente aún, desde que había empezado el problema de Daniel, y ésa era una gran lección que yo, el tipo que siempre quería tenerlo todo bajo control, que no intervenía en nada que no pudiera dirigir y manejar, estaba aprendiendo a bofetones.
– Le prometo, Arnau -dijo Marta muy seria y muy consciente del hilo de mis pensamientos-, que haré todo cuanto esté en mis manos para solucionar el problema de Daniel lo antes posible.
– Gracias -le respondí secamente, más por ocultar mi frustración que por rechazar su promesa, una promesa que no sólo pensaba recordarle cuando llegara el momento sino convertirla también en un proyecto serio de trabajo en el que yo mismo pensaba participar.
– ¿Quién lleva la pieza de piedra que sacaron de Tiwanacu? -preguntó Efraín en ese momento, con una mano apoyada sobre el pedestal de la estatua y un gesto raro en la cara.
– Yo -respondió Marc.
– ¿Le importaría dármela?
– Debe de estar al fondo de mi mochila -rezongó Marc, poniéndose en pie-. Tendré que vaciarla.
– Adelante, hágalo. Le prometo servirle un buen plato de quinoa después.
A todos nos pareció detectar algo extraño en la actitud del arqueólogo, así que seguimos mirándole mientras Marc revolvía sus pertenencias en busca de la rosquilla.
– ¡Está bueno, amigos! ¡Se los voy a explicar! -soltó Efraín riéndose de nuestra expectación-. Vengan y miren lo que he encontrado por casualidad a los pies del gigante.
Gertrude, Lola y Marta ya estaban allí antes de que él hubiera terminado de hablar, contemplando el lugar donde se apoyaba la mano del arqueólogo, y yo me aproximé y me asomé tranquilamente por encima de sus cabezas. Una pequeña protuberancia en la piedra negra, con forma de quesito en porciones y dimensiones muy similares a las del vaciado triangular del donut, se observaba en el centro del zócalo, a los pies del monolito.
Marc se acercó con el aro de piedra y se lo entregó a Efraín, quien lo colocó sobre el saliente, constatando que encajaba a la perfección, pues la rosquilla no se movía ni un ápice. Inmediatamente nos dimos cuenta de que la punta de flecha tallada en la parte superior señalaba sin la menor duda hacia la esquina de la explanada de la que partía una de las calles que no habíamos recorrido, la que quedaba justo entre aquella por la que habíamos llegado desde la entrada y la que bajaba hacia el palacio de los relieves.
Un silbido enorme, agudo y, desde luego, imposible de ser emitido por un animal, brotó desde las alturas. Apenas tuvimos tiempo de levantar las cabezas para buscar con la mirada el origen del desagradable sonido, cuando todos los tejados de los edificios de la plaza se llenaron de alargadas figuras armadas con unas terribles lanzas que apuntaban directamente hacia nosotros. Todo había sucedido con tanta rapidez que ninguno movió un músculo ni pronunció una palabra ni emitió un grito o un sonido. Bloqueados y convertidos en estatuas de sal, contemplábamos aquella escena dantesca en la que decenas de indios desnudos nos amenazaban con sus picas desde las terrazas y tejados de los cuatro lados de la plaza.
Supe, sin ninguna duda, que aquellas varas de punta afilada eran realmente peligrosas. Quizá, si me hubieran amenazado con un rifle o una pistola, la ignorancia, que es muy atrevida (puesto que no había visto un arma de ésas en toda mi vida, salvo, naturalmente, en las películas), la ignorancia, digo, me hubiera impedido sentir miedo. Pero aquellas larguísimas jabalinas que medirían prácticamente lo mismo que sus portadores, me paralizaron de terror; casi podía notar cómo me atravesaban dolorosamente la carne. También influía, supongo, el aspecto fiero de aquellos indios: obviamente, no podíamos verles bien desde donde nos encontrábamos pero parecía que se tapaban las caras con unas terroríficas máscaras negras que helaban la sangre.
Los segundos seguían pasando y allí no se movía ni el aire.
– ¿Qué hacemos? -susurré, calculando el tono de voz necesario para que me oyeran mis compañeros pero no los indios de los tejados. Sin embargo, aquellos salvajes debían de tener un oído felino porque, a modo de protesta por mis palabras, o como amenaza, volvieron a emitir el agudo silbido que rompía los tímpanos y que provocaba el silencio más profundo en la selva que nos rodeaba.
Una lanza que no vi pasó con un susurro afilado junto a mi cadera y se clavó profundamente en una de nuestras mochilas. El ruido seco que hizo al incrustarse, rompiendo el tejido impermeable, se repitió varias veces, de modo que supuse que disparaban a nuestros equipajes desde varios ángulos y que, en realidad, lo que pretendían era mantenernos quietos y callados. Desde luego, lo consiguieron: como yo, mis compañeros debieron de sentir un frío mortal subiéndoles por las piernas hasta la cabeza, un frío que, a su paso, dejaba los músculos agarrotados y malherida cualquier intención de respirar. Entonces, apareció frente a nosotros, por la calle que señalaba la rosquilla de piedra, el que debía de ser el jefe de aquella patrulla aborigen, rodeado por cinco guardaespaldas de aspecto bravucón y malencarado. Caminaban con paso lento y digno, como si se sintieran muy superiores a nosotros, pobres extranjeros que habíamos tenido la mala suerte de pisar el suelo equivocado. Me dije que, si por casualidad habíamos topado con una de esas tribus de indios no contactados que mataban a los blancos como aviso para que nadie más entrara en su territorio, como había ocurrido varias veces en Brasil durante los últimos años -eso nos lo había contado Gertrude ya en la selva, cuando no podíamos arrepentimos y regresar-, estábamos apañados. Nuestros cuerpos sin vida aparecerían en las cercanías de algún lugar civilizado a modo de vistosos y estratégicos carteles de prohibida la entrada.
El jefe, comandante, líder, cacique o lo que fuera, se colocó frente a mí, que por haberme quedado detrás de los demás contemplando por encima de sus cabezas cómo encajaba la pieza en el triángulo, ahora estaba situado en primera línea de fuego. Era un hombre alto y delgado, mucho más alto de la estatura media que yo había observado entre los indígenas de Bolivia y su piel también era de un color diferente, entre rojizo y tostado en vez del habitual pardo cobrizo. Iba descalzo, vestía un largo taparrabos que le llegaba hasta las rodillas y un tocado de vistosas plumas de ave, y lucía un gran tatuaje en la cara -lo que yo había tomado por una máscara- de forma cuadrada y color negro, que empezaba bajo las pestañas de los párpados inferiores y terminaba en la línea horizontal dibujada por la comisura de los labios, llegando hasta las orejas. Desde luego no era pintura que pudiera quitarse con un poco de agua: aquello era un tatuaje en toda regla y sus cinco acompañantes lo exhibían también, aunque de color azul oscuro. Tenía unas facciones talladas con estilete, más parecidas a las esquinas rectas y finas de los aymaras que a las formas redondeadas de las tribus del Amazonas.
El tipo me miró fijamente durante mucho tiempo, sin hablar. Quizá había llegado a la errónea conclusión de que yo era el jefe de aquel grupo de blancos por mi elevada estatura, pero no tenía forma de desmentírselo, así que sostuve su mirada más por terror que por fanfarronería. Luego, cuando se cansó, con el mismo paso lento y digno se dirigió hacia mis compañeros y le perdí de vista. No me atreví a volverme, pero el silencio continuó, así que supuse que no debía de estar ocurriendo nada diferente a lo que había pasado conmigo. De repente, el tipo gruñó algo. Permanecí a la espera, suponiendo que ahora las lanzas nos atravesarían sin misericordia, pero no lo hicieron y, entonces, volvió a repetir las mismas palabras a voz en grito, con un tono más impaciente. En el silencio de la plaza, el eco de su vozarrón rebotaba de un lado a otro. Los monos aulladores volvieron a chillar desde las copas de unos árboles cercanos. Cuando por tercera vez reiteró su mensaje, ya de muy malas maneras, me giré despacito y vi que Marc y Gertrude se volvían también. El comandante levantaba el brazo derecho mostrando en su mano la rosquilla de piedra y, señalándola con el índice izquierdo, repitió por cuarta vez lo que parecía una pregunta grosera.
Fue Gertrude quien, quizá por su experiencia previa en el trato con tribus amazónicas contactadas o no, le respondió en nombre de todos:
– Esa pieza -dijo con una voz muy, muy suave, como si fuera una domadora de fieras que se dirige al peor de sus animales-, la sacamos de Tiwanacu… de Taipikala.
– ¡Taipikala! -exclamó triunfante el emplumado y, para nuestra sorpresa, sus hombres, los que le acompañaban y los que permanecían en los tejados, corearon la palabra con el mismo entusiasmo. Luego, como por lo visto no había sido suficiente, volvió a izar el aro de piedra y, dirigiéndose a Gertrude, le soltó otra incomprensible parrafada. Ella le miró sin pestañear y no le respondió. Aquello pareció molestarle y dio unos cuantos pasos en su dirección, hasta quedar a poco menos de un metro de distancia, y volvió a mostrarle la rosquilla y a repetir la enigmática pregunta.
– Dile algo, linda -suplicó Efraín en voz baja-. Dile cualquier cosa.
El cacique lo atravesó con los ojos mientras uno de los guardaespaldas levantaba su lanza y apuntaba al arqueólogo. Gertrude se puso nerviosa. Las manos le temblaban mientras que, con el mismo tono pausado de antes, empezaba a contar la historia completa de la rosquilla:
– La encontramos en Taipikala, después de salir de Lakaqullu, donde estuvimos encerrados dentro de la cámara del Viajero, el… sariri.
Pero el jefe no pareció impresionarse por ninguna de las palabras mágicas que la doctora Bigelow se esforzaba en pronunciar.
– Fuimos allí -siguió diciendo Gertrude-, buscando a los yatiris, a los constructores de Tai…
– ¡Yatiris! -profirió el tipo levantando de nuevo la rosquilla en el aire con un gesto de satisfacción y sus tropas le imitaron, rompiendo el silencio de la selva.
Por lo visto, aquello había sido suficiente. El jefe y sus cinco hombres pasaron por delante de nosotros de regreso a la calle por la que habían aparecido mientras las hileras de lanceros se esfumaban de los tejados. Pero si alguno de nosotros albergaba la esperanza de que era el final y que se marchaban, se equivocó por completo: los lanceros reaparecieron por todas partes, llenando la plaza, y el comandante se detuvo a medio camino y se giró para volver a mirarnos. Hizo un extraño gesto con la mano y un grupo de energúmenos salió de entre sus filas para lanzarse contra nosotros como si fueran a matarnos, pero nos dejaron atrás y, deteniéndose frente al monolito, cogieron nuestras acribilladas mochilas y el resto de trastos que teníamos por en medio llevándolos ante el jefe, quien, con otro elegante gesto de mano, ordenó que lo destrozaran todo. Delante de nuestros incrédulos ojos, aquellos vándalos rasgaron las mochilas y esparcieron el contenido por el suelo: rompieron la ropa, las tiendas, los cepillos de dientes, las maquinillas de afeitar, los mapas, los paquetes de comida…, machacaron con piedras todo lo que era metálico (cantimploras, vasos, latas, el botiquín de Gertrude con todo su contenido, los machetes, las tijeras, las brújulas…), destrozaron sin piedad, estampándolos repetidamente contra el suelo, los teléfonos móviles, las cámaras digitales, el GPS y mi ordenador portátil y, por si se les había quedado algo a medio descuartizar, mientras algunos de ellos amontonaban a patadas los restos del desastre, otro muy viejo se entretuvo un buen rato frotando un par de palitos que sacó de una pequeña bolsa de piel hasta que empezó a salir humo y consiguió quemar un puñado de hierbas estropajosas con las que prendió fuego a la pira de nuestras posesiones. No quedó absolutamente nada cuando todo aquel salvaje ceremonial hubo terminado, excepto las hamacas, que habían separado cuidadosamente de todo lo demás, dejándolas aparte. Pero sólo ellas y lo que llevábamos puesto, sobrevivieron a la barbarie. Si después de aquello decidían dejarnos con vida, su amable gesto carecería por completo de importancia porque sin comida, brújula o machetes no teníamos la menor posibilidad de regresar a la civilización. Estaba seguro de que los seis pensábamos lo mismo en aquel momento y lo confirmé al oír un llanto sordo a mi espalda que sólo podía proceder de Lola.
A continuación, y con la pira todavía humeando, cada uno de nosotros fue firmemente sujetado por un indio y, siguiendo los pasos del comandante, su séquito y su ejército, fuimos conducidos hacia la salida de la plaza. Sólo entonces mis neuronas empezaron a reaccionar y los cabos sueltos comenzaron a atarse. Quizá fue porque tomamos la calle señalada por la flecha tallada en la rosquilla de piedra -la misma por la que había aparecido el jefe-, pero el caso es que, sumando dos más dos el resultado era cuatro: los indios nos habían estado espiando desde que llegamos a las ruinas, yo mismo les había entrevisto moviéndose subrepticiamente a nuestro alrededor, y, luego, aparecieron de repente en el preciso momento en el que colocamos el aro de piedra sobre el pedestal del monolito. Además, el emplumado había cogido el aro y, con él en la mano, había reaccionado visiblemente cuando Gertrude pronunció las palabras mágicas «Taipikala» y «yatiris». Ahora, tras anular cualquier intento de fuga por nuestra parte, nos llevaban con ellos siguiendo la misma dirección que señalaba la rosquilla. Todos estos datos conducían a dos conclusiones obvias: o bien estos tipos eran los propios yatiris, asilvestrados después de experimentar un retroceso hacia la barbarie como el sufrido por el grupo de escolares de El señor de las moscas de William Golding, o bien nos estaban llevando hacia los yatiris, es decir, precisamente lo que nosotros queríamos, aunque no de aquella forma ni en aquel momento.
– Oigan -dijo Efraín armándose de valor e intentando, supongo, transmitírnoslo-, ¿se fijaron que no nos han hecho daño y que nos están llevando en la dirección correcta?
El indio que le sujetaba por el brazo, le zarandeó sin misericordia para obligarlo a callar. Distinto hubiera sido de tratarse de Jabba, que sobrepasaba a su centinela en largo, ancho y alto, pero Efraín, teniendo más envergadura que la media de los bolivianos, apenas le llegaba al hombro a su guardián. El mío, siendo también bastante espigado, se me quedaba a la altura del cuello, pero yo no tenía la menor intención de ponerle nervioso, sobre todo ahora que sabía que no iban a matarnos y que nos llevaban a donde queríamos ir.
Mientras abandonábamos la ciudad, saliendo por otra puerta parecida a la de entrada y bajando a continuación unos grandes escalones desiguales y rotos, deduje en silencio que no debíamos de encontrarnos muy lejos de nuestro destino, puesto que habían echado a perder toda la comida que traíamos y ellos no llevaban nada encima además de sus lanzas. El hecho de que hubieran respetado las hamacas podía significar tanto que esa noche tendríamos que dormir en la selva como que, simplemente, se las quedaban para ellos y, por lo tanto, antes del anochecer encontraríamos a los yatiris.
Pero, naturalmente, cuando uno hace una deducción tan especulativa debería estar seguro de contar con toda la información, de poseer todos los datos, porque, si no es así, las conclusiones pueden ser tan erróneas como, al final, resultaron ser las mías: ni encontramos a los yatiris antes del anochecer ni tampoco al día siguiente, ni al otro, ni durante toda la semana; y las hamacas, en efecto, fueron nuestro lecho esa noche y las muchas que vinieron a continuación.
Caminamos toda la tarde siguiendo unos estrechos senderos misteriosamente abiertos en la espesura. Los indios no tenían machetes ni nada afilado con lo que segar la vegetación, así que costaba bastante adivinar el origen de aquellas trochas, pero el caso era que allí estaban y que daban muchas vueltas y giros extraños. Sólo días después aprendimos que eran los animales quienes las producían en su deambular por la selva en busca de agua o comida y que los indios sabían encontrarlas por instinto y aprovecharse de ellas para desplazarse de un lado a otro. Según su visión, era una pérdida de energía abrirse camino a fuerza de machete, existiendo otro método mucho menos cansado.
Estas sendas o trochas solían empezar y terminar en pequeños riachuelos, lagos, fuentes, saltos de agua o zonas pantanosas -que también las había y las atravesamos durante esos días- y aquella primera tarde nos adentramos en un pequeño canal de agua de color entre verdoso y negruzco y lo seguimos en sentido contrario a su curso hasta el anochecer. A cada lado se veían frondas de arbustos y maleza enroscándose en las columnatas de los altos árboles que formaban la barrera entre el agua y la tierra, proyectando una densa sombra sobre nuestras cabezas con sus espesos ramajes entrelazados a una altura increíble. Las raíces aéreas de muchos de aquellos gigantes colgaban a modo de cortinas que nos dificultaban el paso pero, en lugar de sajarlas a cuchillo como habíamos hecho nosotros hasta ese día, los indios las apartaban con las manos sin sentir, aparentemente, los pinchazos de sus espinas, de las que estaban abundantemente cubiertas. El aire era húmedo y pegajoso, y cuando, por alguna razón que desconocíamos, el jefe ordenaba parar un momento la marcha, el silencio de aquel lugar sombrío resultaba abrumador y las voces se escuchaban con eco, como si estuviéramos dentro de alguna cueva.
Atravesamos una zona en la que tábanos del tamaño de elefantes nos acosaban sin descanso y otra de anguilas eléctricas cuyas grandes cabezas, al rozarnos las piernas a través de las roturas de los pantalones, descargaban una corriente parecida a un intenso pinchazo de aguja. De repente, en el lugar más umbrío de aquel canal que llevábamos toda la tarde recorriendo, se escucharon unos gritos estridentes que parecían aullidos de almas en pena. Sentí un desagradable hormigueo en la espalda y la piel se me erizó de puro terror; sin embargo, los indios reaccionaron con gran satisfacción, deteniendo la marcha y ordenándonos con gestos que nos mantuviésemos quietos y en silencio mientras ellos estiraban el cuello hacia arriba buscando no sabíamos qué. Los gritos continuaban de manera discordante y con notas diferentes. Mi guardián se quitó del hombro una correa de la que colgaba una cajita diminuta y dos palos, que unió formando uno solo con gran habilidad; de la cajita sacó una flecha corta que tenía en uno de sus extremos una pequeña masa ovalada y la introdujo por la parte ancha de lo que, sin duda, era la primera cerbatana auténtica -y también falsa- que veía en mi vida. Se colocó el tubo sobre los labios y siguió vigilando intensamente las altísimas copas de los árboles que formaban la bóveda sobre nosotros. Los vigilantes del resto de mis compañeros hicieron lo mismo, así que quedamos temporalmente libres aunque sólo nos atrevimos a intercambiar miradas de ánimo y sonrisas de circunstancias. Los gritos de las almas en pena empezaban a definirse y sonaban como algo parecido a «tócano, tócano». Por fin, algunos de los indígenas descubrieron el escondite del grupo cantor porque se escucharon de repente unos ruidos secos y breves como de disparos de pistolas de aire comprimido y un alboroto en el ramaje provocado por el caer de objetos desde una gran altura. Lamentablemente, uno de aquellos bichos vino a desplomarse a pocos centímetros de mí, levantando una enorme cantidad de agua que me bañó por completo. El animal era un hermoso tucán bastante gordo, con un formidable pico de casi veinte centímetros de largo y un plumaje en la cola de increíbles tonalidades azafranadas. Por desgracia no estaba muerto del todo (tenía la flecha clavada entre el pecho y una de las alas), así que, cuando mi vigía intentó cogerlo, se defendió vigorosamente y emitió unos sonoros lamentos que alarmaron a los indios a más no poder y empezaron a gritarle algo desesperado a mi guardián en tono apremiante. Pero, antes de que éste tuviera tiempo de actuar, millares de pájaros, invisibles hasta ese momento, surgieron de la nada y empezaron a descender hacia nosotros, completamente enfurecidos, saltando de rama en rama con las enormes alas extendidas y emitiendo unos chillidos aterradores que brotaban de sus picos abiertos. Creo que el terror que sentí fue tan grande que hice un gesto involuntario de protección cruzando los brazos sobre la cara pero, por suerte, antes de que aquellos parientes lejanos de los protagonistas de Los pájaros de Alfred Hitchcock nos destrozaran, mi guardián consiguió dominar al ave herida y le retorció el pescuezo sin compasión. El final de sus gemidos lastimeros acabó con el ataque de manera súbita y los tucanes desaparecieron en la espesura como si nunca hubieran existido.
Lola estaba pálida y se apoyaba en Marta, que no tenía mejor aspecto, pero que, sin embargo, protegía con su brazo los hombros de Gertrude, atrayéndola hacia sí. Marc y Efraín estaban petrificados, incapaces de moverse o articular un sonido, de manera que, cuando los indios les pusieron los gigantescos animales muertos en los brazos, igual que a mí, continuaron con la mirada perdida sin darse cuenta de lo que transportaban. La selva que estábamos viviendo no tenía nada que ver con la que habíamos conocido hasta entonces. Si, desde que cruzamos a escondidas la entrada en el Madidi, yo había creído comprender la expresión «Infierno verde» que tanto usaban Marta, Gertrude y Efraín, estaba completamente equivocado. Lo que habíamos visto hasta entonces era una selva casi civilizada, casi domesticada en comparación con este mundo salvaje y delirante en el que nos movíamos ahora. La sensación de peligro, de pánico rabioso que tuve al pensar estas cosas se vio mitigada por una idea muy extraña: si en el mundo virtual de los ordenadores la clave para que las cosas funcionaran estaba en escribir un buen código, un código limpio y ordenado, sin bucles absurdos ni instrucciones superfluas, en el mundo real del auténtico «Infierno verde» también debían de existir unas reglas parecidas y quienes conocían el código y sabían escribirlo correctamente para que todo funcionara eran los habitantes de aquel lugar, los indios que nos acompañaban. Ellos, quizá, no sabrían desenvolverse ante un ordenador ni ante un vulgar semáforo pero, sin duda, conocían hasta los más pequeños elementos del entorno en el que nos encontrábamos. Igual que habían previsto el ataque de los tucanes cuando su compañero malherido emitió aquellos lamentos y sabían perfectamente lo que había que hacer (matarlo para obligarlo a callar), del mismo modo allí donde nosotros, los urbanícolas tecnológicamente desarrollados no veíamos nada más que hojas, troncos y agua, ellos sabían descifrar las señales del código que empleaba el «Infierno verde» y sabían responder en consecuencia. Volví a fijarme en aquellos indios tatuados y de aspecto primitivo, y supe a ciencia cierta que éramos iguales, idénticos en todo, sólo que aplicábamos nuestras mismas capacidades al distinto entorno que nos había tocado en suerte. No eran más tontos por no disponer de luz eléctrica o no tener un trabajo de ocho a tres; en todo caso, eran unos privilegiados por tener al alcance de la mano tal abundancia de recursos y saber utilizarlos con tan poco esfuerzo y tanta inteligencia. El respeto que sentí en aquel momento, no hizo más que crecer con el paso de los días. Aquella noche cenamos tucán asado (que resultó ser una carne muy tierna y sabrosa) con huevos de iguana que nuestros anfitriones sacaron de ciertos huecos en los árboles con la misma facilidad con que los hubieran cogido, envasados, de la repisa de cualquier supermercado. Los imponentes lagartos se quedaban paralizados sobre el tronco, sin moverse, viendo cómo los indígenas se llevaban tranquilamente sus huevos, que eran alargados, de unos cuatro centímetros de longitud, y que resultaban muy apetitosos tanto crudos como asados sobre las piedras calientes de la hoguera. Para terminar, tomamos en grandes cantidades unos frutos muy maduros, del tamaño de manzanas grandes, que, curiosamente, olían y sabían a piña aunque no lo eran, y tenían muchas semillas y muy poca pulpa. Comimos más y mejor de lo que lo habíamos hecho hasta entonces, con toda aquella insípida comida liofilizada, enlatada, envasada o en polvo y, cuando tendimos las hamacas -los indios también tenían las suyas, hechas con delgadas fibras vegetales, que, plegadas, cabían en una mano-, dormí por fin a pierna suelta, sin preocupaciones, y soñé que llegaba con mi coche a la calle Xiprer, para ver a Daniel y a su familia, y que tenía toda la calle libre para aparcar donde quisiera, sin tener que dejar el vehículo sobre la acera. No pude contarles todo esto a mis compañeros de infortunio porque nuestros guardianes no nos dejaron hablar entre nosotros hasta dos días después, cuando consideraron que ya no resultaba necesario vigilarnos porque habíamos comprendido la situación.
En realidad, la comprendimos casi en seguida y, por si algo nos faltaba para aceptarla incluso con asombro y satisfacción, lo descubrimos aquella primera noche, después de la cena, cuando nuestros amables anfitriones, hartos de comida y caminata, se pasaron un buen rato alrededor del fuego contando cosas divertidas que les hacían reír muchísimo y, en ellas, en esas historias o cuentos, había un término que repetían continuamente, la mayoría de las veces señalándose a sí mismos o a la totalidad del grupo presente: ni más ni menos que «Toromonas». A fin de cuentas, me dije después de cruzar una significativa mirada con Marta, aquel tipo, el autor del mapa étnico de Bolivia, ¿cómo se llamaba…? Díaz Astete, sí, pues eso, Díaz Astete había tenido razón al afirmar que todavía podían quedar Toromonas en la región del Madidi, aquella tribu supuestamente desaparecida durante la guerra del caucho del siglo XIX y que, según la historia, había sido la gran aliada de los incas que se escondieron en la selva amazónica huyendo de los españoles (la leyenda añadía que llevándose, además, el mítico tesoro conocido como El Dorado). Pero lo que ni la historia ni Díaz Astete sabían era que los Toromonas no habían ayudado a los incas propiamente dichos, sino a unos ciudadanos del imperio -incas, por tanto, para los cronistas españoles-, que eran los sabios-yatiris, los sacerdotes-Capacas del pueblo aymara, el «Pueblo de los tiempos remotos», que, procedentes de Tiwanacu-Taipikala, «La piedra central», huían de los españoles, de su crueldad y sus enfermedades contagiosas, llevándose con ellos no El Dorado (ése lo habían dejado en la cámara del Viajero) sino el tesoro más importante que poseían: su lengua sagrada, el antiguo Jaqui Aru, el «Lenguaje humano», cuyos sonidos eran consustanciales a la naturaleza de los seres y las cosas.
Los Toromonas habían encontrado las palabras mágicas que necesitaban en la plaza de la ciudad en ruinas, pero nosotros dimos también con la nuestra aquella noche y, así, se entabló una relación que iba a durar mucho más tiempo del que en aquel momento nos imaginábamos.
Durante aquella primera semana caminamos sin descanso siguiendo trochas o ríos e internándonos más y más en una selva que cambiaba de aspecto cada pocos días. A veces era amistosa e impresionante, como cuando alcanzamos la cumbre de uno de los picos de una sierra que, finalmente, recorrimos entera, y vimos a nuestros pies, y hasta donde la vista se perdía en cualquier dirección, una alfombra de copas de árboles de colores cambiantes en las que se enredaban unas nubes blancas e inmóviles. En otras ocasiones, sin embargo, era hostil como el peor de los enemigos y había que permanecer en guardia de manera permanente para no sufrir la picadura de las hormigas soldado, de los mosquitos, de las abejas, de las tarántulas…, o la mordedura de las serpientes, de los murciélagos, de los caimanes o de las pirañas, el más abundante de los peces del Amazonas. Vimos pumas y jaguares en multitud de ocasiones, pero jamás hicieron intento alguno de atacarnos, y también halcones, águilas, monos y osos hormigueros (muy ricos, por cierto, con una carne de sabor parecido a la del ganso). Los indios se guardaban las largas garras del oso hormiguero y, durante las paradas para comer o dormir, las afilaban con piedras hasta hacer de ellas auténticos y peligrosos cuchillos. Con el tiempo, Marc, Efraín y yo nos acostumbramos a recortarnos las barbas con esas garras. Observar a los Toromonas y aprender de ellos se convirtió en una obsesión. Si Marc y yo siempre decíamos que el mundo estaba lleno de puertas cerradas y que nosotros habíamos nacido para abrirlas todas, aquellos indios conocían la manera de abrir las puertas del Infierno verde y yo quería aprender a romper las claves del código de la selva. Marc y Lola se burlaban de mí, pero Marta, como buena antropóloga, venía conmigo cuando me introducía discretamente en cualquier grupo de indios que fuera a llevar a cabo alguna actividad curiosa. Ellos nos dejaban deambular sin causarnos problemas, con una mezcla de compasión y sorna muy parecida a la que sienten los padres por sus hijos más pequeños y torpes, pero pronto descubrieron lo auténtico de nuestro interés y nos concedieron un estatus preferente dentro del pequeño ejército, llegando a llamarnos por nuestros nombres cuando encontraban algo que pensaban que podía interesarnos. Hubo una lección, sin embargo, que hubiera preferido saltarme de haber podido.
A los dos o tres días de salir de las ruinas noté que tenía un enorme absceso en la pantorrilla derecha. No hice caso, pensando que sería una vulgar inflamación producida por algunos de los miles de pinchazos y pequeños cortes que nos hacíamos al cabo del día con las plantas, pero poco después empezó a supurar y a hincharse todavía más, provocándome un dolor tan terrible que tenía que andar cojeando. Gertrude empezó a preocuparse bastante cuando otro forúnculo similar me apareció en el dorso de la mano izquierda y se hinchó tanto que llegó un momento en que más que una mano parecía un guante de boxeo. No teníamos antibióticos ni analgésicos y la pobre doctora Bigelow se sentía incapaz de ayudarme. El día que Marc y Efraín tuvieron que ayudarme a caminar, cogiéndome por debajo de los hombros, los Toromonas cayeron en la cuenta de que algo raro me pasaba. Uno de ellos -el viejo pirómano que prendió fuego a nuestras pertenencias-, hizo que volvieran a dejarme en el suelo y me examinó la mano y la pantorrilla con ojo de médico de pueblo que lleva toda la vida viendo las mismas enfermedades en sus vecinos. Se metió en la boca unas hojas de algo que parecía tabaco y las mascó durante un buen rato, dejando caer hilillos de saliva de color marrón por las comisuras de los labios. Me encontraba tan mal que no pude hacer ni el gesto de retirar la mano cuando el viejo escupió lentamente sobre la dolorosísima inflamación para, a continuación, quedarse mirando atentamente el absceso hasta que se abrió una pequeña boca, un volcán en la superficie y algo que se movía surgió de mi mano. Creo que juré, maldije y blasfemé hasta quedarme ronco, mientras Marc y Efraín me sujetaban a la viva fuerza para que no me moviera. Lola se mareó y tuvo que alejarse con Marta, que tampoco lo estaba pasando bien. Sólo Gertrude permanecía atenta a la jugada mientras yo soltaba por la boca todas las barbaridades que conocía. El viejo indio, con dos dedos, extrajo de mi mano hinchada una larva blanca de unos dos centímetros de longitud, que se dejó sacar sin oponer resistencia, atontada por el jugo de tabaco que tan amablemente había preparado el viejo indio para mí. Sacar la segunda larva costó un poco más porque era más grande y permaneció mucho rato agarrada con fuerza a mi carne. Por gestos, el viejo, que resultó ser el chamán de la tribu, me explicó que eran larvas de tábano y que, por lo visto, como los mosquitos a la hora de chupar la sangre, sentían una predilección especial por unas personas más que por otras. Lógicamente, todo esto despertó la pasión investigadora de la médica y antropóloga aficionada que era Gertrude Bigelow y, desde aquel momento, la doctora se pegó como una lapa al viejo chamán y vivía fascinada con las nuevas cosas que iba aprendiendo.
Después de aquella desagradable experiencia, me pasé el resto del viaje espantando como un loco los tábanos que se me acercaban y también mis compañeros desarrollaron una fuerte aprensión hacia este insecto, de manera que, al final, nos ayudábamos unos a otros en la tarea de alejarlos, pues eran capaces de picar a través de la ropa. Lo único bueno fue que, en cuanto el viejo me sacó las larvas, los abscesos se cerraron y cicatrizaron perfectamente en un par de días con la ayuda de un aceite que los indios sacaban de la corteza de un árbol de hojas color verde oscuro y flores blancas muy parecidas a las del jazmín, aceite que conseguían con sólo clavar una de las afiladas garras de oso hormiguero en cualquier parte del árbol. La forma en la que el chamán me aliviaba el dolor ya era otro cantar: me obligaba a poner los pies descalzos sobre la tierra húmeda que había junto a las charcas y, entonces, me aplicaba las gruesas cabezas de varias anguilas eléctricas en la mano y en la pantorrilla. Ni que decir tiene que aquello provocaba una serie de descargas que, curiosamente, actuaban como anestésico, haciendo desaparecer por completo el dolor durante unas cuantas horas.
Aquellos indios sabían sacarle partido a todo y encontrar en su entorno todo lo que necesitaban. De un extraño árbol que proliferaba en las orillas de los ríos extraían una resina blanca que olía de modo penetrante a alcanfor y que mantenía alejadas a las temibles hormigas soldado y a las garrapatas. Sólo tenían que arrancar un pedazo de corteza y dejar fluir la resina, que luego se aplicaban por algunas partes del cuerpo o por los árboles a los que fueran a atar sus hamacas. Con el tiempo, naturalmente, terminamos imitándoles -que es la mejor forma de aprender que existe- y, por ejemplo, cuando nuestras ropas se convirtieron en andrajos, decidimos que sería buena idea cortar por encima de las rodillas lo que nos quedaba de los pantalones, aguantando como ellos las pequeñas heridas y las contusiones que, en efecto, acabamos por no tener en cuenta.
Lo cierto es que, casi sin reparar en ello, fui sufriendo una importante transformación. Y no sólo yo, sino también mis civilizados compañeros, que terminaron adaptándose perfectamente al ritmo de vida cotidiano en la selva y a las insólitas costumbres de los Toromonas. A pesar de la humedad y de las constantes picaduras de los insectos gozamos de una excelente salud durante todo el viaje, y eso se debía, según nos dijo Gertrude, a que en el Amazonas, por regla general, los lugares pantanosos y enmalezados son más saludables que los secos por la ausencia del calor tropical. Ya no notábamos el cansancio y podíamos caminar a buena marcha durante todo el día sin acabar rendidos al llegar la noche, y aprendimos a comer y a beber cosas inimaginables -Marc, por supuesto, no le hizo ascos a nada en ningún momento- y también a permanecer callados y concentrados durante horas, en estado de alerta frente a las señales de la selva. En mi caso, no obstante, fue una metamorfosis mucho más espectacular porque, de los seis, era el menos aficionado a la naturaleza y el más escrupuloso y maniático. Sin embargo, en aquel breve plazo de tres semanas, llegué a convertirme en un tipo capaz de disparar con cerbatana, de distinguir tanto el árbol de corteza rojiza y rugosa del que extraíamos una bebida muy nutritiva (que, si bien olía a perro muerto, sabía exactamente igual que la leche de vaca), como la liana venenosa que machacábamos y agitábamos en las aguas de los ríos para matar a los peces que nos iban a servir de comida o de cena. También llegué a saber, por propia experiencia y algún tardío consejo toromona, qué hojas eran las que podíamos usar como papel higiénico y cuáles contenían unas toxinas de las que convenía mantenerse alejado y, por supuesto, a reconocer la estela silenciosamente dibujada en el agua por los caimanes o las anacondas mientras nos bañábamos en los ríos.
Claro que todo eso no era nada. Apenas lo básico, lo indispensable para sobrevivir. No se puede aprender en unos días lo que necesita toda una vida de adiestramiento. Yo sólo era un turista privilegiado, no un viajero al antiguo estilo de esos que pasaban meses e incluso años en el lugar que querían conocer, y, como vulgar turista, mi visión de aquel mundo era la misma que recibían los miembros de un viaje organizado al estilo de «Toda Grecia en cuatro días, crucero por las islas incluido». Era consciente de ello pero, igual que la adrenalina fluía a borbotones por mis venas cuando rompía las protecciones de algún lugar con información prohibida o me colaba por las alcantarillas en el Nou Camp para dejar mi tag pintado en las paredes de la sala de prensa, ahora no podía resistirme a combatir mi supina ignorancia sobre todo lo que me rodeaba.
Una noche, muy cerca ya de nuestro destino, mientras hablábamos un rato antes de dormir, Lola me miró y se echó a reír de repente.
– Cuando vuelvas a casa -farfulló entre hipos-, ¿vas a seguir pidiéndole a Sergi que te proteja de los pequeños e inocentes bichitos de tu jardín?
Marc, que estaba fastidiado porque la tarde anterior había tocado una polilla y luego, sin darse cuenta, se había limpiado el sudor de la cara con las manos provocándose una urticaria que lo estaba matando, soltó una carcajada que hizo girar la cabeza en nuestra dirección a unos cuantos Toromonas que también permanecían charlando junto al fuego.
– ¡Quién te ha visto y quién te ve, Root, amigo! ¡Cuando lo cuente en la empresa!
– Tú te callarás la boca -le dije muy serio- si no quieres que te eche a la calle.
– No lo estás diciendo en serio, ¿verdad? -me preguntó Gertrude, preocupada. Habíamos empezado a tutearnos todos al poco de ser sacados de la ciudad en ruinas, sin saber muy bien por qué. Ahora, el usted lo usábamos al estilo de los bolivianos, sólo para las cosas más personales y Marc y Lola, en broma, se habían acostumbrado a utilizarlo para dirigirse el uno al otro cuando discutían. El mundo al revés.
– Por supuesto que lo dice en serio -le explicó Marc, retirándose con mucho cuidado las greñas rojizas de la frente con el dorso de sus doloridas manos-. Ya me ha despedido en más de una ocasión. Ahí donde le veis tan calmado y dueño de sí mismo, tiene un genio de mil demonios cuando se cabrea.
– A mí también me ha despedido un par de veces -recordó Lola, estirando de los hilillos sueltos de lo que quedaba de su carísimo pantalón de tejido HyVent-. Pero lo hace sin darse cuenta. En el fondo, es buen tipo. Raro, pero bueno.
– ¿Raro? -se rió Marta.
– Ellos son los raros -observé con gesto impasible-. Mírales y dime si no lo son. Yo los veo rarísimos.
– Nosotros no vendimos un portal de internet al Chase Manhattan Bank por una burrada de millones de dólares con treinta añitos recién cumplidos -arguyó Marc, sacando a relucir la siempre anecdótica parte de mi biografía que más llamaba la atención.
Marta, Efraín y Gertrude se volvieron a mirarme raudos como centellas.
– ¿Eso es cierto? -quiso saber el arqueólogo, muy sorprendido-. Nos lo vas a estar aclarando ahora mismo, compadre.
Puse un gesto despectivo en la cara y señalé al gordo pelirrojo con la barbilla.
– ¿Sabéis por qué le llamamos Jabba?
– ¡Eres un…! -empezó a decir Marc, hecho una furia, pero Lola le silenció poniéndole la mano sobre la boca.
– Me vale un pepino por qué le llaman de ese modo -dijo Efraín, usando una expresión muy boliviana-. ¿Es cierto lo del Chase Manhattan Bank? ¡No vas a escaparte traicionando a tu mejor amigo!
La selva también había hecho que perdiéramos los últimos restos de comportamiento social civilizado. Algo había ya de El señor de las moscas en nosotros.
– Sí, es verdad -admití a regañadientes-, pero lo gasté todo construyendo mi casa y montando mi empresa actual, Ker-Central.
Aquello no era del todo cierto, claro, pero siempre me había parecido que hablar de dinero era una incorrección.
– Pues debes de tener una casa impresionante -murmuró Marta abriendo mucho los ojos.
– La tiene, la tiene -suspiró Lola, dando a entender que era la casa de sus sueños-. Tendríais que verla para creerlo, ¿eh, Marc?
– Pero, bueno -protesté-, ¿qué os pasa esta noche?
– ¿Y tu empresa es muy grande? -inquirió Gertrude con una enorme curiosidad.
– ¡En Bolivia no te conocen! -se burló Marc. Sentí tentaciones de levantarme y darle un buen par de pellizcos en sus gordas, irritadas y picantes mejillas-. Ahí donde le veis, es uno de los pocos genios europeos de internet. Todo el tema de la inteligencia artificial aplicada a la red ha pasado por sus manos.
Nadie dijo nada, pero me pareció escuchar (virtualmente) una exclamación coral de asombro que salía de sus bocas cerradas.
– Pues, mira -le dije a Jabba con tono de advertencia-, ya que te has puesto borde te lo voy a contar: quizá ponga a la venta Ker-Central. Me lo estoy pensando.
Marc y Lola se quedaron blancos como el papel.
– ¡No digas estupideces! -consiguió escupir el gusano pelirrojo haciendo un gran esfuerzo para reponerse del susto-. ¡A ver si vamos a tener un disgusto esta noche!
– ¡Mira en lo que me he convertido! -exclamé, girándome hacia él-. Voy a cumplir treinta y seis años y soy un empresario aburrido, alguien que se pasa el día firmando papeluchos. Necesito cambiar, hacer algo que me guste de verdad. Y no hablo de esa imbecilidad de ser feliz -añadí muy serio-. Como Gertrude nos explicó en La Paz, nuestro cerebro no tiene ninguna parcelita dedicada a algo tan insignificante y vulgar. En realidad estoy hablando de hacer algo que me divierta, algo que forme parte del mundo real.
– Necesitas nuevos desafíos -afirmó Marta.
– Sí, algo así -admití a regañadientes; me sentía enfermo al verme expuesto públicamente de aquella manera-. No quiero ser el administrador financiero de las ideas de otros. No va conmigo.
– ¡Pues, si tan sobrado estás, dame a mí Ker-Central, pero no la vendas! Yo también ayudé a crearla, ¿te acuerdas?
– Ya te he dicho que todavía lo estoy pensando. ¿Vale?
– ¡Cuídate las espaldas! -me advirtió antes de cerrar la boca de manera definitiva por esa noche.
El tema no volvió a surgir. No hubo ocasión. Al día siguiente, tras atravesar un pequeño valle recortado por unas altísimas montañas que cruzamos salvando un peligroso desfiladero, nos encontramos a primera hora de la tarde en una selva completamente distinta de la que habíamos visto hasta entonces. La penumbra era completa y el suelo era cenagoso y frío y estaba cubierto por unos helechos anormalmente altos y grandes que se abrían dibujando unas estrechas sendas a través de un bosque que, cuando menos, podía calificarse de sombrío. Avanzando por él, nos sentíamos como el pobre Gulliver en el país de los gigantes. Los descomunales árboles, separados entre sí lo imprescindible para no acabar devorándose unos a otros, o caídos en el suelo, derribados por la vejez, tenían entre noventa o cien metros de altura, casi tanto como cualquier rascacielos neoyorquino, pero lo impresionante de ellos eran sus troncos, que, a ojo, podían tener unos veinte o veinticinco metros de circunferencia. Yo había oído hablar de los famosos baobabs africanos, tan gruesos que habían sido utilizados como casas, establos, cárceles y bares en los que podían meterse hasta cincuenta personas a la vez. Incluso, siendo pequeño, había visto en un libro uno de esos baobabs al que le habían hecho un agujero en el tronco para poder construir una carretera sin derribarlo, convirtiéndolo en el único túnel viviente por el que podían pasar grandes camiones sin ninguna dificultad. Pero aquellos colosales monstruos que se apiñaban en aquel rincón perdido del Amazonas eran muchísimo más grandes que los baobabs. Efraín comentó que podía tratarse de secuoyas, los árboles más altos del mundo, pero él mismo se desdijo al recordar que las secuoyas, localizadas de manera casi exclusiva en la costa Oeste de Estados Unidos, podían medir mucho más de cien metros de altura, sí, pero sus troncos no alcanzaban nunca la anchura de los que teníamos a nuestro alrededor. Sus gigantescas raíces se hundían en el lodo blando (que exudaba una ligera neblina con olor a putrefacción) y sus copas se perdían en las alturas de los cielos, imposibles de divisar, ocultas también por el ramaje que se inclinaba debido al enorme peso, y había zonas en las que, entre la apretada alfombra de helechos, los impresionantes troncos apenas separados entre sí, las larguísimas lianas y las trepadoras que colgaban desde no se sabía dónde y que se enredaban en auténticos nudos gordianos, parecía imposible que nada que no perteneciera al reino vegetal pudiera habitar allí. Pero sí lo había, al menos un animal al que no vimos pero sí escuchamos.
Al principio, cuando su canto llegó por primera vez a mis oídos, no pude evitar pensar que había una persona cerca tarareando una preciosa melodía, pero en seguida el tono se hizo más agudo y me pareció estar escuchando una flauta, instrumento que, sin discusión, también precisaba de alguien para sonar. Escudriñé la fría maleza a nuestro alrededor porque se oía muy cerca, casi al lado, pero no vi nada en absoluto. Era una música increíblemente hermosa y, desde luego, procedía de una flauta. Los indios sonreían y comentaban algo entre ellos y mis compañeros exhibían la misma cara de bobos que yo ante el fenómeno del artista cercano e invisible. De repente, las notas lánguidas y dulces de aquella flauta se transformaron en una especie de chirrido y se produjo el silencio. Al poco, el canto humano volvió a empezar para, de nuevo, convertirse en flauta y terminar con aquel desagradable sonido. Cuando la misma composición se oyó desde distintos lugares al mismo tiempo tuvimos que aceptar la realidad: era el canto de un pájaro, extraordinariamente dotado, pero pájaro al fin y al cabo.
Aquél era un mundo de dioses, no de personas, y nuestro grupo parecía una pequeña fila de hormigas ahogándose en la espesura. Finalmente, las sendas desaparecieron de forma abrupta, comidas por la vegetación y los Toromonas se detuvieron. El jefe, que abría nuestra larga comitiva, levantó un brazo en el aire y emitió un grito que reverberó en el bosque y que provocó una algazara en el ramaje. Y, luego, nada. Allí nos quedamos, quietos y a la espera de no se sabía bien qué. Al cabo de unos instantes, se oyó un grito similar que procedía de algún lugar distante y sólo entonces el jefe toromona bajó el brazo y se relajó. Pero no nos movimos y, al poco, Marta, muy serena, metió las manos en los bolsillos de su raído pantalón y dijo en voz alta:
– Creo que hemos llegado, amigos míos.
– ¿Llegado…? ¿Adónde? -preguntó el pánfilo de Marc.
– A Osaka, Japón -le dije muy serio.
– A territorio yatiri -le aclaró ella, haciéndome un gesto de reconvención con los ojos.
– No se ve a nadie -murmuró Efraín, preocupado.
– Pues yo tengo la sensación de que nos observan -dijo Lola, con un escalofrío, pegándose a Marc. Sin darnos cuenta, habíamos formado un pequeño corro mientras esperábamos que la marcha se reanudara o que nos dieran alguna indicación.
– Sí, yo también la tengo -apuntó Gertrude, llevándose la mano al estómago y dejándola allí.
– Bueno, es probable que lo estén haciendo -concedió Marta, asintiendo-. Seguramente los yatiris sienten curiosidad por saber quiénes somos y por qué hemos aparecido aquí de repente acompañados por los Toromonas.
Yo denegué, cambiando los pies de sitio porque se me estaban quedando helados.
– ¿Qué hacía un ejército tan numeroso de Toromonas escondido en las ruinas de aquella ciudad abandonada en la selva? -pregunté a modo de pista-. ¿Estaban allí por casualidad o les había enviado alguien a buscarnos?
– Venga, Arnau, no irás a decirme que los yatiris les mandaron para recogernos tal día a tal hora, ¿verdad? -objetó Lola.
– No lo sé, pero sí recuerdo haber leído una crónica en la que se afirmaba que los tipos estos, cuando vivían en Taipikala, adivinaron que iban a llegar los incas y los españoles, unos extranjeros que vivían al otro lado del océano, ni más ni menos. A lo mejor son fantasías, pero yo no pondría la mano en el fuego.
– Son fantasías -repitió Marta, asintiendo-. Lo más probable es que el poblado de los Toromonas se encuentre a escasa distancia de aquellas ruinas y que tengan apostados vigilantes por si se acerca alguien con el aro de piedra. Que son aliados de los yatiris es indudable, pero de ahí a que éstos les enviaran a buscarnos porque sabían que íbamos a aparecer, hay mucha diferencia.
Nos quedamos callados de golpe porque, de reojo, todos nos dimos cuenta de que los Toromonas empezaban a moverse. Pero lo extraño era que no avanzaban, sino que nos rodeaban y, eso, a pesar de que la senda entre los gigantescos árboles no era ancha en absoluto. Poco a poco nos encerraron en un círculo estrecho y nosotros, estupefactos, les veíamos hacer sin entender lo que estaba ocurriendo, aunque todos teníamos un cierto sentimiento de alarma que se reflejaba en la inquietud de nuestros rostros. Algo raro sucedía. Cuando vimos acercarse al jefe con el viejo chamán y su guardia de corps, ya no nos cupo la menor duda.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Marc, alarmado, pasando un brazo sobre los hombros de Lola.
– Eso quisiera saber yo -repuso Marta con la misma voz fría y grave que empleaba cuando estaba enfadada.
El jefe se puso frente a nuestro pequeño grupo, nos miró de manera inescrutable y señaló la senda por la que había venido. Como no nos movimos, su brazo se alargó en aquella dirección y repitió imperiosamente el gesto. Nos estaba ordenando pasar por delante de ellos y recorrer aquella vereda entre helechos.
– ¿Qué hacemos? -preguntó mi amigo.
– Lo que nos mandan -titubeó Efraín, cogiendo a Gertrude de la mano e iniciando el camino.
– Esto no me gusta un pelo -murmuró Marc.
– Si se te ocurre alguna buena alternativa -le dije, cogiendo a Marta por un brazo y animándola a venir conmigo-, te regalo Ker-Central. Palabra.
– ¿Vale la de echar a correr como locos? -preguntó con una sonrisa irónica.
– No, ésa no.
– Lo sabía -le dijo a Lola mientras cerraban la comitiva.
Como no las tenía todas conmigo, me giré para mirar a los Toromonas, por si estaban apuntándonos con sus lanzas o algo así, pero los indios seguían inmóviles en mitad de la selva, observándonos sin pestañear. El jefe mantenía un porte digno y el chamán sonreía. Era el fin de otra etapa en aquella increíble aventura. Me pregunté si volveríamos a verlos, pues sin su ayuda nos resultaría imposible regresar a la civilización. Pero, ¿quién podía saber cuál sería el final de aquel extraño viaje?
Treinta metros más allá, la senda se estrechaba como la punta de un lápiz y terminaba abruptamente. Llegamos hasta el final y nos detuvimos, sin saber qué hacer. ¿Se suponía que teníamos que esperar o quizá debíamos regresar con los Toromonas?
Los helechos se removieron un poco a mi derecha y volví la cabeza rápidamente en esa dirección. Un brazo desnudo apareció de repente apartando las hojas y me encontré a menos de un metro de un tipo tan alto como yo, algo mayor y vestido con una especie de camisa larga y sin mangas, ceñida a la cintura por una faja de color verde. El tipo, que llevaba unos grandes discos de oro insertados en los lóbulos de las orejas, me miró un buen rato, sin alterar el gesto y, luego, examinó uno por uno a todos mis compañeros. Él tenía unos rasgos típicamente aymaras, con los pómulos altos, la nariz afilada y unos ojos lejanamente felinos. Sin embargo, su piel era muy clara, tan clara que, sin ser blanca como la nuestra, tampoco podía decirse que fuera ni remotamente como la de los indígenas.
Por supuesto, nos habíamos quedado petrificados. Petrificados y fuera de combate. De modo que, cuando nos hizo una seña para que le siguiéramos, los seis dimos un respingo de lo más descortés.
Volvió a internarse entre los helechos, que se cerraron tras él haciéndole desaparecer, y allí nos quedamos nosotros, con cara de imbéciles e inmovilizados. Al cabo de unos segundos, reapareció y nos contempló con el ceño fruncido. Era curioso, pero sus cejas seguían direcciones opuestas: ambas dibujaban la forma sinuosa de la tilde de la eñe pero mientras una se inclinaba hacia abajo, hacia la nariz, la otra subía hacia la frente. Y allí estaba, mirándonos desde debajo de aquellas extrañas cejas y esperando a que nos pusiéramos en movimiento y le siguiéramos. Uno detrás de otro fuimos cruzando la verde empalizada e internándonos en aquel mar de hojas inmensas sin decir ni media palabra, abrumados por una situación que, sin embargo, habíamos estado esperando desde hacía mucho tiempo. Yo fui el primero en entrar y a mi espalda venía Efraín. El yatiri -pues no cabía duda de que lo era- caminaba directamente hacia uno de los árboles sin detenerse ni cambiar de dirección y, asombrado, le vi meterse por una abertura, por una puerta muy baja burdamente tallada en el tronco que nos llevó a un corredor oscuro en el que me sentí como debían de sentirse los camiones que atravesaban el túnel del baobab africano. El árbol estaba vivo y la savia circulaba sin duda por su madera, que desprendía una fragancia intensa, un aroma parecido al del cedro. Al fondo del corredor, de unos pocos metros de longitud, se veía luz, así que deduje que allí nos esperaban más yatiris, pero me equivoqué: aquellos tipos habían agujereado el centro del árbol, creando una enorme sala tubular de la que partía una rampa cincelada en las propias paredes del árbol que ascendía en espiral hacia lo más alto. Unos cuencos de piedra llenos de aceite en los que ardía una mecha aparecían colocados a distintas alturas, iluminando fantasmagóricamente aquella extraña chimenea.
– ¡Jiwasanakax jutapxtan! -exclamó nuestro guía con tono adusto, como si estuviera convencido de que no íbamos a entenderle.
– ¿Qué ha dicho? -le pregunté a Marta en un susurro.
– Es aymara -murmuró ella, fascinada.
– Claro -repuse-. ¿Qué esperabas?
– No sé… -susurró sin poder ocultar una gran sonrisa de felicidad. Nunca le había visto un gesto tan agradable pintado en la cara.
– Bueno, pero ¿qué ha dicho? -insistí, sonriendo también.
– Que vayamos con él -me tradujo en voz baja.
El yatiri inició el ascenso por la suave rampa y entonces me di cuenta, al seguirle y pisarla, de que la madera del interior de aquel gran árbol era de una textura muy recia, pues ni siquiera acusó el peso de nuestros cuerpos: no hubo ni un vaivén, ni una sola oscilación por pequeña que fuera. A la luz de las lámparas de aceite, ofrecía un agradable color amarillo surcado por largas vetas de irisaciones marrones, y estaba pulida y barnizada con algún tipo de resina brillante en absoluto resbaladiza. La cornisa por la que avanzábamos salía de la propia pared en forma de cuña (más gruesa en el nacimiento) y terminaba con un pequeño borde ancho y apenas alzado. No había, pues, pasamanos de ninguna clase, así que si alguno quería tirarse por el hueco, podía hacerlo sin obstáculos.
No sé cuánto tiempo estuvimos subiendo, pero fue bastante. Tardamos mucho en llegar hasta el lugar en el que la suave cuesta terminaba directamente en una nueva puerta, que atravesamos tras el simpático yatiri. En cuanto hubimos traspasado otro breve túnel, salimos a un ancho pasillo que conectaba con otra puerta en el árbol de enfrente, a unos quince metros de distancia. Lo más agradable era que estábamos, de nuevo, cerca de la luz del sol ya que, a esa altura, conseguía colarse entre la enramada. Marc se puso a mi lado y detrás venían Marta y Lola, seguidas por Efraín y Gertrude. Me llamó mucho la atención ver que, debajo de nosotros, otro camino en el aire llevaba hasta el tronco que nos quedaba a la derecha y, entonces, fijándome, caí en la cuenta de que, más abajo y también sobre nuestras cabezas, una tupida red de calles similares conectaba los colosales árboles que teníamos a la vista. Y, lo más increíble de todo: estas arterias estaban hechas con las gigantescas ramas que nacían de los troncos, que habían sido moldeadas y ajustadas para llegar de un lado a otro de manera natural: unas subían, otras bajaban, otras se torcían aquí o se nivelaban allá y todas se cruzaban a distinta altura de manera que, si caías -aunque parecía bastante improbable que algo así pudiera suceder por la holgura de las sendas-, sólo sería un par de metros hasta el nivel inferior. Aquellos tipos habían pasado de construir ciudades megalíticas con una técnica que rayaba en la perfección a modelar la naturaleza viva con la misma genialidad para adaptarla a sus necesidades.
Se lo indiqué a Marc por gestos y también a los demás, que asintieron con las cabezas dándome a entender que estaban tan asombrados como yo. Cuando entramos en el siguiente árbol, nos encontramos en una especie de enorme plaza iluminada nuevamente con lámparas de aceite. Un grupo reducido de yatiris discutía a lo lejos, junto a una escalera que parecía subir y descender a otras plantas semejantes. Allí estaban las primeras mujeres que vimos, que, a diferencia de los hombres, vestían unas blusas cortas y sueltas y unas faldas que les llegaban hasta los pies. Todas las ropas que usaban aquellas gentes eran de colores vistosos, como los utilizados por los aymaras de los mercadillos de La Paz y todos llevaban insertados en las orejas los típicos discos de oro, las orejeras supuestamente incas, que, según la leyenda, permitían distinguir a los poseedores de una especial sangre solar de los que no la tenían. Efraín nos comentó que la camisa masculina se llamaba unku y que su uso había sido prohibido por los españoles tras la conquista, imponiendo por disposición legal la utilización de pantalones. Hombres y mujeres, sin excepción, calzaban sandalias de cuero y se cubrían con unos mantos que les llegaban hasta las rodillas. Eran muy altos para la media, de piel clara y pelo negro-azulado, ojos oscuros de mirada curiosa y rasgos aymaras, aunque, y éste era un dato que no dejó de llamarnos poderosamente la atención, todos los hombres exhibían en sus caras la sombra oscura de una barba corta. Ninguno hizo el menor gesto de saludo o bienvenida; antes al contrario, como si nos tuvieran miedo se retiraron hacia la escalera e hicieron ademán de cubrirse media cara con sus túnicas.
Había bancos esculpidos en las paredes de aquella gigantesca plaza y, desde ellos, dos hombres y una mujer de bastante edad, que debían de haber estado charlando hasta nuestra llegada, nos examinaron con rostros serios e impasibles. La mujer se dirigió a nuestro guía, levantando la voz:
– ¡Makiy qhipt'arakisma!
Nuestro yatiri le respondió y siguió caminando hacia la salida, haciendo un gesto de adiós con la cabeza.
– ¿Qué han dicho? -quiso saber Marc, volviéndose hacia Marta.
Ella asintió, como una alumna aplicada que ha comprendido perfectamente la lección y, luego, nos miró con los ojos brillantes y dijo, nerviosa:
– La mujer mayor le ha pedido que se diera prisa, que no se retrasara, y él le ha respondido que los Capacas ya nos estaban esperando y que todo se haría muy rápidamente.
Efraín se adelantó para intervenir en la conversación:
– ¡Nos llevan con los Capacas, compadres! -exclamó, emocionado-. ¡No puedo creerlo!
– ¡A ver si van a realizar algún ritual de sacrificios humanos con nosotros…! -dejó escapar Marc, con una voz cargada de sentimiento.
Cuando salimos de aquel árbol, escuchamos voces y risas que procedían de algún lugar sobre nosotros, pero no vimos a nadie. También oímos ladridos y nos miramos unos a otros con los ojos muy abiertos: ¡había perros en aquellas alturas! Increíble. Pero no tanto si nos fijábamos en las ventanas y puertas que mostraban los troncos cercanos y que parecían pertenecer a viviendas, a casas habitadas por personas que no podíamos ver. La red de ramas convertidas hábilmente en calles se reproducía al otro lado del árbol, y también tras atravesar el siguiente, y el otro, y el otro… Aunque resultaba imposible ver más de un par de troncos gigantes a cada lado, no cabía duda de que aquello era una gran ciudad vegetal de la que habían sido eliminadas las lianas y las trepadoras, y en la que la naturaleza había sido profundamente respetada, pues no se veía ni una sola tarima, ni plataforma artificial, ni tablazón o andamiaje de ninguna clase.
Nuestro guía parecía estar llevándonos por un camino muy bien estudiado para que no nos encontrásemos con nadie. Desde luego, lo consiguió: no nos cruzamos con ningún otro ser humano hasta que llegamos frente a un tocón de descomunales dimensiones hacia el que conducían multitud de pasillos aéreos desde los árboles vecinos, separados de él por una cierta distancia. Era, con diferencia, el tronco más grande que habíamos visto hasta ese momento, pero carecía de ramas y hojas. Daba la impresión de haber recibido el ataque de un rayo que le había segado a partir del punto en el que empezaba su copa. Resultaba imponente verlo así, mutilado y grandioso, y no dudé que aquél era el lugar hacia el que nos dirigíamos, pues tenía toda la pinta de ser un centro importante de poder o administración. Bajamos por una de aquellas calles que se inclinaba levemente, con un giro, hacia el gran portalón de madera del tocón y éste se entreabrió pesadamente como por arte de magia en cuanto estuvimos enfrente. Dos yatiris vestidos con el uniforme habitual surgieron desde el fondo oscuro y esperaron a que nuestro guía, que nos ordenó quedarnos donde estábamos, se adelantase unos pocos pasos hacia ellos. Luego, nos permitieron acceder al interior del árbol mutilado y nos quedamos súbitamente helados no porque hiciera frío, que no lo hacía, sino por la ostentación y riqueza de aquel lugar: inmensos tapices de tocapus separaban los espacios a modo de tabiques, colgando desde el techo, y láminas de oro repujadas con escenas que parecían sacadas de la lejana vida en Taipikala cubrían el suelo. Cientos de lámparas de aceite iluminaban el interior y muebles como arcones, sillones y mesas, fabricados en un estilo desconocido que utilizaba como materiales el oro y la madera, aparecían por todas partes.
El guía nos hizo avanzar un poco y volvió a indicarnos que esperásemos.
– Ma rat past'arapï-dijo con muchos humos antes de desaparecer. Si creía que no le comprendíamos, ¿por qué se molestaba en hablarnos y, encima, de aquella manera?
Efraín le tradujo:
– Ha dicho que iba a pasar un momento a no sé dónde.
– No ha dicho el dónde -le aclaró Marta.
– Ya me parecía.
– ¿Qué dicen los tocapus? -preguntó Lola, acercándose al que teníamos más cerca. Era un tapiz impresionante, de seis o siete metros de altura.
– Pues éste, en concreto -empezó a explicar la catedrática, examinándolo con atención-, es una especie de invocación a una diosa… Pero no dice el nombre. Seguramente será la Pachamama, la Madre Tierra, porque habla de la creación de la humanidad.
– Pues éste de aquí -señaló Efraín desde el otro lado de la sala- cuenta cómo los gigantes desaparecieron con el diluvio.
– Estos tipos tienen una fijación enfermiza por los mismos temas, ¿no os parece? -comentó Marc, perplejo.
Estuvimos rondando por allí haciendo tiempo, mirando las cosas que teníamos alrededor, pero mi mente estaba muy lejos. Sólo podía pensar que, después de tanto tiempo y de tantas cosas como nos habían sucedido, había llegado por fin el momento en el que tendría que conseguir, como fuera, que aquellos tipos me explicaran cómo sacar a Daniel del letargo.
– ¿Estás preocupado? -me preguntó Marta de repente. Se había puesto a mi lado sin que yo me diera cuenta.
– No, preocupado no. Nervioso quizá.
– Observa todo esto -me dijo, hablando desde la cátedra-. Es una ocasión única para recuperar una parte perdida de la historia.
– Lo sé -repuse, mirándola con una sonrisa. La sequedad que la caracterizaba había terminado por gustarme y me encontraba cómodo con sus tonos, a veces demasiado despectivos. En realidad, no se daba cuenta; para ella no tenían el mismo valor que para quien los recibía-. Soy consciente de la importancia de la situación.
– Es mucho más importante de lo que imaginas. Puede ser única.
– Yo quiero una antimaldición mágica -afirmé-. ¿Qué quieres tú?
– Quiero poder estudiar su cultura, que me permitan volver con un equipo de la universidad para llevar a cabo un trabajo de investigación complementario a la publicación del descubrimiento del lenguaje escrito de la cultura tiwanacota, que sería la primera parte de…
– ¡Vale, vale! -la interrumpí, muerto de risa-. Creo que me van a dar lo que pido por la humildad de mi solicitud. ¡Tú lo quieres todo!
Marta se puso muy seria de golpe, mirando detrás de mí: nuestro guía yatiri había reaparecido entre las colgaduras del fondo y nos hacía gestos para que fuéramos con él.
– El trabajo es toda mi vida -dijo ella ásperamente, poniéndose en camino.
Entramos en una sala enorme delimitada por paredes hechas de tapices con diseños de tocapus que ondulaban como si una suave brisa recorriera la pieza. También oscilaban las llamas de las lámparas de aceite y el pelo gris oscuro de los cuatro ancianos, dos mujeres y dos hombres -ambos con bigote-, que nos esperaban acomodados en unos impresionantes sitiales de oro. A una distancia considerable habían colocado para nosotros seis taburetes de madera bastante más humildes. Nuestro guía nos indicó por señas que tomáramos asiento y, con una inclinación de cabeza dirigida a los ancianos, desapareció.
Aquellos eran los Capacas, los gobernantes de los yatiris, herederos de los sacerdotes-astrónomos que habían regido Tiwanacu, y nos estaban mirando con una indiferencia tan grande que casi parecía que no estuviéramos allí. ¿Acaso no les llamaba la atención ver a seis blancos vestidos de manera extraña que habían aparecido de repente en su ciudad? Y, por cierto, ¿cómo se llamaba aquella ciudad? ¿Taipikala-Dos? ¿Y por qué no tenían la cabeza con forma de cono como sus antepasados? ¿Es que ya no practicaban la deformación frontoccipital? ¡Qué desengaño!
Vi cómo Marta y Efraín intercambiaban miradas, poniéndose de acuerdo para ver quién iba a iniciar la conversación pero, antes de que acabaran de decidirse, un quinto personaje yatiri hizo acto de presencia en la escena, apareciendo precipitadamente por detrás de las colgaduras que quedaban a la espalda de los Capacas. Era un joven de apenas veinte años de edad que entró corriendo e intentó, sin demasiado éxito, pararse en seco para no caer de bruces a los pies de los ancianos; con gran esfuerzo, se balanceó hasta que consiguió mantener el equilibrio. Le vimos murmurar unas palabras con la cabeza inclinada -vestía un unku rojo con faja blanca y llevaba en la frente una cinta también roja- y permanecer quieto en esa postura mientras los Capacas deliberaban. Por fin, parecieron consentir en lo que fuera que el joven les decía y éste se incorporó y, poniéndose a un lado, se dirigió a nosotros en voz alta para hacerse oír con claridad a pesar de la gran distancia:
– Mi nombre es Arukutipa y soy indio ladino, y estoy presto a cirvir a sus mercedes para que se entiendan con nuestros Capacas prencipales.
Me quedé de piedra. ¿Qué hacía aquel chaval hablando un castellano antiguo, cerrado de entonación y defectuoso? Y, además, ¿por qué se acusaba a sí mismo de ser una mala persona? Pero Marta, rápida como el rayo, se inclinó hacia adelante, requiriéndonos en conciliábulo, y se lanzó a una explicación rápida:
– El nombre de este niño, Arukutipa, significa, en aymara, «el traductor, el que tiene facilidad de palabra», y afirma ser indio ladino, que es como llamaban en la América colonial del siglo XVI a los indígenas que sabían latín o romance, es decir, que hablaban el castellano. Así que los yatiris nos ofrecen un intérprete para comunicarse con nosotros. ¡Han conservado el castellano que aprendieron antes de huir a la selva!
– Pero, entonces -señaló Efraín, extrañado-, no imaginan que podamos conocer su lengua.
– Espera, voy a sorprenderles -le dijo Marta, con una sonrisa de inteligencia y, volviéndose hacia los Capacas, exclamó-: Nayax Aymara parlt'awa.
Los ancianos no movieron ni un músculo de la cara, no se inmutaron; sólo el joven Aruku-lo-que-fuera, hizo un gesto de sorpresa volviéndose hacia los Capacas. No hubo intercambio de palabras, no dialogaron y, sin embargo, Aruku-lo-que-fuera, se giró de nuevo hacia nosotros y habló otra vez en nombre de los ancianos:
– Los Capacas prencipales dizen que sus mercedes son personas cuerdas y savias y muy letradas, pero que, como an de procurar llevar linpio camino y cin grandes pleytos, es bueno que las palabras sean españolas de Castilla y que no rrecresca mal y daño por las dichas palabras.
– Pero, pero… ¿Qué demonios ha dicho? -se indignó Marc, que se había puesto más rojo de lo normal y parecía una caldera a punto de soltar el vapor de golpe-. ¿En qué maldito idioma habla?
– Habla en castellano -le calmé-. El castellano que hablaban los indios del Perú en el siglo XVI.
– No quieren que usemos el aymara -se dolió Efraín-. ¿Por qué será?
– Ya lo has oído -le consoló Gertrude, que, pese a estar más callada de lo normal, tenía un brillo en los ojos que delataba la intensidad de las emociones que se le desbocaban por dentro-. No quieren líos. No quieren problemas con el idioma. Prefieren que nos entendamos en castellano.
– ¡Claro, como su lengua no cambia, piensan que las demás tampoco! -se indignó mi amigo-. ¡Pues yo no comprendo lo que dice el crío ese! Para mí, como si hablara en chino.
– Le entiendes perfectamente -gruñó Lola-. Lo que pasa es que no te da la gana, que es distinto. Haz un esfuerzo. ¿Prefieres que Marta y Efraín hablen con ellos en aymara y que los demás nos quedemos fuera de juego? ¡Venga, hombre! ¡Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí!
– Los Capacas tienen qüenta de las muchas letras de sus mercedes, pero agora piden saber cómo tubieron sus mercedes conosemiento deste rreyno de Qalamana.
– ¡Qalamana! -exclamó Marta-. ¿Esta ciudad en la selva se llama Qalamana?
– Qalamana, señora.
– «La que jamás se rinde» -tradujo Efraín-. Un nombre muy apropiado.
– Los Capacas prencipales piden saber -insistió Aruku-lo-que-fuera- cómo tubieron sus mercedes conosemiento deste rreyno.
– Arukutipa -dijo Marta-, me gustaría saber si los Capacas nos entienden cuando hablamos en castellano. Lo digo porque va a ser una historia muy larga y, si se la tienes que traducir, no terminaremos nunca.
Arukutipa cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro varias veces, indeciso, y volteó la cabeza hacia los ancianos en un par de ocasiones.
– Los Capacas, señora, no os entienden -farfulló, al fin-. No son indios ladinos.
– Bueno, pues, intentaré ser breve… -dijo Marta, tomando la palabra y abordando la narración de la historia que había dado lugar a nuestro conosemiento deste rreyno desde que su tío abuelo, Alfonso Torrent, había empezado a trabajar con don Arturo Posnansky en Tiwanacu a principios del siglo XX. Me daba cuenta cada vez más de que la mejor manera de conocer a Marta, de conocerla de verdad, era escuchando su extraordinaria voz, comprendiendo la música misma de la que estaba hecha. Sólo allí, en los sonidos que salían de su garganta, en las entonaciones que les imprimía, en las palabras que seleccionaba y en las frases que construía, se encontraba la verdad de aquella mujer que se ocultaba y defendía como un erizo de mar. Y, tal y como pensé aquel lejano día en su despacho, su voz era su talón de Aquiles, el punto flaco por el que la verdad se le escapaba a borbotones sin que se diera cuenta.
Arukutipa era un traductor simultáneo fantástico porque los ancianos, escuchándole repetir lo que contaba Marta, asentían cuando tocaba, fruncían el ceño en el momento oportuno y ponían gesto de preocupación o complacencia cuando correspondía, apenas Marta estaba terminando de decir lo que podía provocar esas expresiones. No le vi vacilar ni una sola vez. No pidió que se le repitiera ni una sola frase, y eso que nuestro castellano y el suyo diferían bastante y que había términos actuales de difícil explicación para quien no tuviera información sobre lo ocurrido entre los siglos XVII al XXI.
Por fin, Marta empezó a hablar de Daniel. Comentó que, como ella, era profesor en una universidad española y que, trabajando a sus órdenes, había descubierto por casualidad la maldición de la Pirámide del Viajero. Por desgracia, dijo, había caído bajo su influjo y, entonces, se volvió hacia mí, me presentó como el hermano de Daniel y me cedió la palabra para que yo terminara de contar la historia y expresara mi petición.
Desde luego, lo hice lo más elocuentemente que pude, sin perder de vista ni por un momento que aquellos tipos tenían que saber que la maldición sólo podía haber afectado a Daniel porque su conciencia no estaba limpia, pero, igual que Marta, me salté discretamente esa parte y solicité con amabilidad una solución para el problema. Luego, Efraín contó por encima nuestra expedición a través de la selva hasta llegar a Qalamana con los Toromonas.
Arukutipa repetía incansablemente nuestras palabras -o eso debíamos suponer, porque oírle no le oíamos, pero le veíamos prestarnos atención y mover los labios sin cesar- y, cuando terminamos, después de casi una hora de hablar sin parar, el chaval dio un suspiro de alivio tan grande que no pudimos evitar dibujar una sonrisa.
A continuación, nos quedamos callados e inmóviles, pendientes de los murmullos que nos llegaban desde el fondo de la sala. Por fin, Arukutipa se giró hacia nosotros:
– Los Capacas prencipales piden el nombre de la muger bizarra de cavello blanco.
– Hablan de ti, Marta -cuchicheó Gertrude con una sonrisa.
Ella se puso de pie y dijo su nombre.
– Señora -le respondió Arukutipa-, los Capacas se rregocijan de su vecita y dizen que vuestra merced oyrá el consuelo para el castigo del enfermo del hospital, el ermano del gentilhombre alto de cuerpo, y que con esto sesará su mizeria y mal juycio. Pero dizen los Capacas, señora, que ancí, después de aver oydo el consuelo, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre y no hablar nunca desta ciubdad a los otros españoles.
Marta puso mala cara.
– Eso es imposible -afirmó con su voz más grave y glacial. El pobre chaval se quedó sin respiración, con cara de pasmarote.
– ¿Imposible…? -repitió incrédulo y, luego, lo tradujo al aymara. Los Capacas permanecieron impertérritos. Aquellos tipos no se alteraban por nada.
Y, entonces, pasó la primera de las cosas raras que íbamos a ver aquella tarde. La mujer Capaca que se sentaba en el extremo derecho soltó una pequeña arenga en voz alta y Marta abrió mucho los ojos, desconcertada.
– La anciana ha dicho -murmuró Efraín- que obedeceremos porque, si no, ninguno de nosotros saldrá de aquí con vida.
– ¡Vaya, hombre! -exclamó Marc con cara de susto.
Marta respondió algo en aymara a la anciana.
– Le ha dicho -nos tradujo Efraín, bastante sorprendido y escamado- que no hay problema, que ninguno de nosotros hablará nunca de Qalamana con nadie.
– Pero… ¡Eso no puede ser! -dejó escapar Gertrude-. ¿Se ha vuelto loca o qué? ¡Marta! -la llamó; ella se volvió y, por alguna extraña razón, adiviné que había sufrido el mismo tipo de manipulación que Daniel. No podría explicar por qué lo supe, pero en su mirada había algo vidrioso que reconocí al primer vistazo. Gertrude le pidió que se acercara con un movimiento de la mano y Marta se acuclilló frente a ella-, No puedes aceptar este trato, Marta. Tu trabajo de toda la vida y el trabajo de Efraín se echarán a perder. Y tenemos que averiguar en qué consiste el poder de las palabras. ¿Tienes idea de lo que has dicho?
– Por supuesto que lo sé, Gertrude -afirmó con su habitual ceño fruncido, el mismo que ponía cuando alguien o algo la incomodaba-. Pero tenía que aceptar. No podemos dejar a Daniel tal y como está para siempre, ¿verdad?
– ¡Claro que no! -dejó escapar Efraín con un tono de voz bastante agresivo-. ¡Naturalmente que no! Pero tienes que regatear como en el mercado, Marta, no puedes ceder a la primera. Esta gente no tiene ni idea de lo que ha pasado en el mundo desde el siglo XVI y, para ellos, los españoles seguís siendo el enemigo del que deben protegerse. Levántate y negocia, comadrita, saca tu genio. ¡Vamos, dale ya!
El anciano Capaca que se sentaba junto a la mujer Capaca del extremo derecho, dijo algo también en voz alta en ese momento. La cara de Efraín cambió; su enfado dio paso a una gran tranquilidad.
– Está bien, Marta -declaró, buscando una postura más cómoda en el taburete-, déjalo. No importa. Seguiremos haciendo lo mismo que hacíamos antes como si jamás hubiéramos pisado esta ciudad. No podemos hacer daño a esta gente.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Lola, asustada, mirándonos a Marc y a mí.
– Los están reprogramando -afirmé totalmente convencido-. Están utilizando el poder de las palabras.
– ¿Cómo se atreven? -bramó Marc, contemplándolos desafiante.
– Olvídalo, Arnau -me dijo Marta. Su mirada volvía a ser totalmente normal, sin ese brillo acuoso que le había notado antes y que chispeaba ahora en los ojos de Efraín.
– Pero, ¡te han manipulado, Marta! -exclamé, indignado-. No eres tú quien está tomando esta decisión. ¡Son ellos! Despierta, por favor.
– Estoy despierta, te lo aseguro -afirmó rotundamente con su genio habitual-. Estoy completamente despierta, despejada y tranquila. Ya sé que han utilizado el poder de las palabras conmigo. Lo he notado claramente. He notado cómo se producía el cambio de opinión en mi interior. Ha sido como un destello de lucidez. Pero ahora, la decisión de poner a Daniel por encima de cualquier ambición es mía, tan mía como la de no estar dispuesta a dejar que nos maten por negarnos a dar nuestra palabra de que no hablaremos nunca sobre esta ciudad. Soy yo quien decide, aunque te cueste creerlo.
– Lo mismo digo -afirmó Efraín-. Estoy totalmente de acuerdo con Marta. Todavía podemos pedirles respuestas para lo que queramos saber, pero no es necesario dar a conocer la información y atraer hasta aquí a todos los investigadores del mundo para acabar destruyendo esta cultura en un abrir y cerrar de ojos.
– ¡Esto es de locos! -me enfadé y, volviéndome hacia los Capacas, exclamé-: ¡Arukutipa, diles a tus jefes que el mundo ha cambiado mucho desde hace cuatrocientos años, que los españoles ya no dominamos el mundo, que no tenemos ningún imperio y que no somos un país conquistador ni guerrero! ¡Vivimos en paz desde hace mucho tiempo! ¡Y diles también que utilizar el poder de las palabras para transformar a la gente a vuestra conveniencia no es de personas dignas ni honradas!
Había terminado mi arenga de pie, agitando las manos como un orador enardecido, y mis compañeros me miraban como si me hubiera trastornado. Marc y Lola, que me conocían desde hacía más tiempo, sólo habían puesto cara de susto aunque, seguramente, por el temor a la reacción de los Capacas; pero Marta, Gertrude y Efraín tenían los ojos abiertos como platos por la sorpresa que les había provocado mi enérgico alegato.
Arukutipa había ido traduciendo atropelladamente mis palabras casi al mismo tiempo que las decía, de modo que, en cuanto terminé de gritar, los ancianos ya estaban al corriente de mi mensaje. Por primera vez me pareció detectar una expresión de perplejidad en sus rostros arrugados. De nuevo siguieron con las bocas cerradas, pero el chaval de la cinta roja me transmitió su respuesta:
– Los Capacas piden saber ci acavaron las batallas y los derramamientos de sangre y la pérdida de la gente del rreyno del Pirú.
– ¡Naturalmente que sí! -exclamé-. Todo eso terminó hace cientos de años. Los españoles ya no gobernamos estas tierras. Nos expulsaron. Hay muchos países distintos con sus propios gobiernos y las relaciones de todos ellos con España son buenas.
Ahora sí que se notó con claridad la confusión en sus caras. Para mí que entendían perfectamente el castellano a pesar del trabajo de Arukutipa.
– ¿Los viracochas cristianos no goviernan en el Pirú? -preguntó el traductor con una voz que no le salía del cuerpo.
– ¡Que no! -repetí, dando unos pasos hacia adelante para reforzar mis palabras. En mala hora lo hice, porque, oculto tras los grandes tapices, un ejército de yatiris armados con arcos y lanzas y protegidos con unos pequeños escudos rectangulares había permanecido invisible hasta ese momento, cuando se desplegó veloz y ruidosamente como una barrera defensiva entre los Capacas y nosotros, hacia quienes apuntaban sus armas.
– ¡Joder, que nos van a matar! -bramó Marc, viendo que aquello iba en serio.
– ¿Qué pasa ahora? -le pregunté a Arukutipa, al que, sin embargo, no podía ver.
– Sus mercedes no deven allegarse -se oyó decir al muchacho-. Susedería mortansa por las pistelencias españolas.
– ¿Qué pestilencias? -me exasperé.
– Saranpión, piste, influenza (21), birgoelas…
(21) Gripe.
– Las armas biológicas de la Conquista -declaró Marta con pesar-. Los estudios más recientes indican que en las grandes epidemias ocurridas en el viejo Tiwantinsuyu desde 1525 hasta 1560 pudo morir el noventa por ciento de la población del Imperio inca, lo que significa la extinción de millones y millones de personas en menos de cuarenta años.
– O sea que, según eso, sólo sobrevivió el diez por ciento -comenté, y una idea me cruzó por la mente-. ¿En qué año se marcharon los yatiris del Altiplano?
– Alrededor de 1575 -me respondió Marta-. Es la fecha del mapa de Sarmiento de Gamboa.
– ¡Están inmunizados! -exclamé-. Los que sobrevivieron y llegaron hasta aquí habían producido anticuerpos contra todas esas enfermedades y, por lo tanto, transmitieron la inmunidad genética a sus descendientes. ¡No pueden contagiarse de nosotros!
– Vale, colega. Ahora intenta explicárselo a ellos -dijo Marc-. Cuéntales qué es un germen, una bacteria o un virus y, después, les hablas de los anticuerpos y de cómo funcionan las vacunas y, cuando lo tengan claro, explícales eso de la inmunidad genética.
Suspiré. Marc tenía razón. Pero no perdía nada por probar.
– Oye, chico -le dije a Arukutipa-. Las pestilencias españolas ya no existen. Todo eso terminó al mismo tiempo que las batallas y los derramamientos de sangre. Sé que es difícil de creer, pero te estoy diciendo la verdad. Además, el guía que enviasteis a recogernos cuando llegamos con los Toromonas y que nos condujo hasta aquí estuvo muy cerca de nosotros. Podéis comprobar que no le pasa nada, que está bien.
– Luk'ana murirá por su propia boluntad, señor -aseguró el muchacho con aplomo. Todos dimos un brinco-. Agora está solo y esperando a sus mercedes para sacalles daquí. Luego, ofreserá su vida para no enfermarnos a todos. La ciubdad deverá hazelle merced por su serbicio.
– ¡Estos tíos están locos, Root! -exclamó Marc con toda su alma-. ¡Vámonos de aquí ahora mismo!
– No será necesario que muera, Arukutipa -silabeó la «muger bizarra de cavello blanco»-. No le pasará nada. Como ha dicho Arnau, el gentilhombre alto de cuerpo, las pestilencias españolas se acabaron. Todo ha cambiado y, sin embargo, vosotros seguís teniendo los viejos miedos de hace cuatrocientos años.
Se hizo el silencio al otro lado de la muralla de soldados hasta que, de pronto, éstos se retiraron aparatosamente y volvieron a su escondite tras los tapices. Por lo visto, la situación se había normalizado y los Capacas se sentían algo más tranquilos.
– ¿Verdaderamente no govierna el bizorrey ni ay corregidores ni alcaldes ni alguaziles? -insistió el joven traductor, todavía incrédulo ante cambios tan grandes e inesperados.
– No, ya no hay Virrey ni corregidores ni encomenderos españoles -respondió Marta.
– ¿Y la Santa Ynquicición?
– Desapareció, afortunadamente. Incluso en España ya no existe.
El chaval se quedó callado unos segundos y, luego, se inclinó hacia los ancianos como si éstos estuvieran diciéndole algo.
– Los Capacas piden saber de quién son bazallos sus mercedes.
– ¡De nadie! -repuse, cabreado. ¡Vasallos! Pues sólo nos faltaría eso a estas alturas.
– ¿Castilla no tiene rrey? -se extrañó Arukutipa-. ¿No ay Sacra Católica Real Magestad?
– Sí, sí hay un rey en España -intervino Lola inesperadamente-, pero no gobierna, no tiene poder como sus antepasados. De todas formas, vosotros no dejáis de hacernos preguntas sin darnos ninguna información a cambio. Podemos contaros todo lo que queráis pero nosotros también queremos saber cosas.
Hubo un revuelo tanto al fondo de la sala como en nuestra zona. Estábamos perplejos por la osadía de la mercenaria.
– Es que ya me estaban tocando las narices con tanta preguntita -aseguró ella en voz baja como explicación.
Arukutipa se incorporó y la miró.
– Los Capacas prencipales piden el nombre de la muger de narises larga y de talle flaca.
– Ahora están hablando de ti, Lola -volvió a bromear Gertrude.
– Ya te tocará, doctora -repuso ésta, poniéndose en pie y declarando su nombre como si estuviera en un juicio.
– Doña Lola -empezó a decir Arukutipa-, los Capacas dizen que pregunte su merced lo que quiera que ellos rresponderán con verdad lo que saven.
– ¡Un momento, un momento! -se alteró Efraín, cogiendo a Lola por un brazo para obligarla a girarse hacia nosotros-. Vamos a ponernos de acuerdo sobre lo que vas a preguntar. Quizá no tengamos otra ocasión.
– Está claro, ¿no? -repuso Marta, sin alterarse-. Tenemos dos grandes incógnitas: una, el poder de las palabras y, otra, la historia de los gigantes, los restos de uno de los cuales tuvimos el gusto de contemplar en Taipikala.
– Eso son dos preguntas -argüí.
– Bueno, podemos probar -aventuró Efraín-. Quizá respondan a las dos.
– Por favor -murmuró Gertrude con voz suplicante-, primero lo del aymara y su poder. Eso es lo más importante.
– Ambas cosas lo son, linda -comentó Efraín.
– Hacedme caso, por favor. Primero, lo del aymara.
– Está bien -dijo Lola, volviéndose de nuevo hacia el traductor y los Capacas-. Quiero saber -les dijo- cómo es que tenéis la capacidad de manejar a la gente, de cambiarla, sanarla o enfermarla utilizando las palabras.
El pobre Arukutipa debía de estar sudando sangre mientras traducía la petición de Lola porque, a pesar de la distancia, se le distinguía la agonía en el rostro y no paraba de sujetarse las manos y de frotárselas como si tuviera que controlar el temblor.
Su conversación con los Capacas fue más larga de lo normal. Hasta ese momento no les habíamos visto intercambiar más que dos o tres frases aunque el chico soltaba luego largas parrafadas o preguntas, pero en esta ocasión el debate se prolongó durante varios minutos. Mi impresión fue que no discutían acerca de la conveniencia o inconveniencia de contarnos su secreto, sino más bien sobre cómo o cuánto o qué contar exactamente. Algo iban a decirnos, no me cupo duda de ello, pero ¿todo?, ¿una parte…?
– Las palabras tienen el poder -exclamó de pronto Arukutipa, encarándose hacia Lola, que se mantenía de pie, esperando. Luego, dio un paso hacia atrás y se retiró, dejando el espacio a los Capacas. Los cuatro ancianos se pusieron de pie y, cerrando los puños, los apoyaron, cruzados, sobre sus hombros. Entonces empezaron a canturrear una extraña salmodia en aymara. Al principio, Marta y Efraín se quedaron tan impresionados que ni respiraban pero, lentamente, terminaron por serenarse sin apartar ni un segundo la vista de los Capacas. Marta, bajo la sugestión del canturreo, empezó a traducir para nosotros, con voz monocorde, lo que los viejos decían, pero hubiera dado lo mismo que no lo hiciera porque, de algún modo inexplicable, les estábamos comprendiendo. No, no estoy diciendo de ninguna manera que lo que nos ocurrió fuera una especie de milagro como el don de lenguas que recibieron los Apóstoles del Espíritu Santo en Pentecostés. Todo lo contrario. La verdadera razón de que pudiéramos entender lo que salmodiaban los viejos Capacas estaba contenida en la propia historia que la cancioncilla narraba. Al final, confundía la voz de Marta con lo que oía dentro de mi cabeza y no hubiera sabido diferenciar un murmullo de otro. Eran distintos pero decían lo mismo y ambos resultaban hipnóticos.
Al principio, la Tierra no tenía vida, decían los ancianos, y un día la vida llegó desde el cielo sobre unas grandes piedras humeantes que cayeron por todas partes. La vida sabía qué formas tenía que crear, qué animales y plantas, porque lo traía todo escrito en su interior con el lenguaje secreto de los dioses. Y todo se llenó de seres vivos que ocuparon la tierra, el mar y el aire, y apareció el ser humano idéntico a como es ahora salvo por su limitada inteligencia, apenas superior a la de una hormiga. No tenía casa, ni oficio y vestía con pellejos sobados de animales y con hojas de árboles. En aquel primer tiempo todo era muy grande, de colosales dimensiones. Hasta los hombres y las mujeres eran grandes, mucho más grandes que en la actualidad, pero sus cerebros eran muy pequeños, tan pequeños como los de un reptil, porque la vida se había equivocado y no había leído correctamente las instrucciones. Entonces, los dioses vieron que lo que habían hecho era bueno, pero que no todo estaba bien ni iba como debía ir, así que mandaron a Oryana.
Oryana era una diosa que procedía de las profundidades del universo. Era casi como una mujer de las que poblaban la Tierra, pues la vida escribía lo mismo en todas partes aunque aparecieran pequeñas diferencias pero, a veces, como había pasado con los seres humanos, se equivocaba, y, entonces, los dioses tenían que intervenir aunque no les gustase. Oryana se diferenciaba de nosotros sólo en un par de cosas: tenía unas orejas muy grandes y su cabeza era cónica. Cuando llegó a la Tierra, mezcló su vida con la de algunos seres de aquí y lo hizo reescribiendo la forma que debía tener la inteligencia humana. Dio a luz setenta criaturas, todas ellas con un cerebro muy grande, un cerebro perfecto, idéntico al suyo, capaz de cualquier logro y proeza, y enseñó a sus hijos e hijas a hablar. Les dio el lenguaje, su lenguaje, y les dijo que era sagrado y que, con él, podrían reescribir la vida y manejar esa mente perfecta que ahora poseían. Les dijo que les había creado iguales en todo a los dioses y que debían conservar aquella lengua, el Jaqui Aru, sin cambiarla ni alterarla porque era de todos por igual y que a todos tenía que servir para manejar la gran inteligencia de la que ahora disponían. Mientras enseñaba éstas y otras muchas cosas a sus hijos, ellos construyeron, allí donde habían nacido, una ciudad para vivir a la que llamaron Taipikala, decorándola como les decía su madre que era la ciudad de la que ella venía. Aprendieron a fabricar bebidas procedentes de la fermentación de las nuevas plantas que, como el maíz, Oryana les había dado, a producir miel de otro animal que también trajo ella y que antes no estaba, la abeja, a trabajar los metales, a hilar y tejer, a estudiar el cielo, a calcular, a escribir… Y, cuando todo estuvo bien encauzado, doscientos años después de su llegada, la diosa Oryana se marchó.
Transcurrieron los milenios, y los descendientes de Oryana -u Orejona, como habían pasado a llamarla en recuerdo de sus grandes orejas-, poblaron el mundo, creando ciudades y culturas por todo el planeta. Hubo muchas eras, pero conservaron el Jaqui Aru sin modificarlo y todos sabían usar el poder que contenía. Sin embargo, a pesar de la prohibición, acabaron apareciendo variaciones en lugares distintos que llevaron a la incomprensión entre los pueblos y a la pérdida de los viejos conocimientos. El ser humano, en general, dejó de utilizar los grandes poderes de su cerebro perfecto, unos poderes que, en definitiva, nunca había llegado a conocer en toda su vastedad. Pero en Taipikala se mantuvo la lengua de Oryana y, por respeto, siguieron insertándose orejeras de oro en los lóbulos y deformándose el cráneo hasta dejarlo de forma cónica, como el de ella. Por eso la ciudad se convirtió en un lugar muy importante y los yatiris en los guardianes de la vieja sabiduría.
En aquel viejo mundo, decían los Capacas, no había ni hielos ni desiertos, ni frío ni calor; sencillamente, no había estaciones y el clima era siempre templado. Una cubierta de vapor de agua envolvía la Tierra por todas partes y la luz llegaba de forma tenue y difusa. El aire era más rico y las plantas crecían durante todo el año, de manera que no era necesario sembrar ni cosechar porque siempre había de todo en abundancia. Y existían todos los animales, no faltaba ninguno, y eran mucho más grandes que ahora, igual que las plantas, que también estaban todas según el proyecto de la vida. Hasta que, un día, siete rocas tan grandes como montañas se precipitaron desde el cielo, golpeando la Tierra con tanta furia que ésta bailó y las estrellas cambiaron de lugar en el firmamento. Enormes nubes de polvo saltaron al aire, oscureciendo el sol, la luna y las estrellas, y envolviendo al mundo en una lóbrega noche. Los volcanes estallaron por todo el planeta, desgarrando el suelo y expulsando grandes cantidades de humo, cenizas y lava, y hubo terribles terremotos que derribaron las ciudades y que no dejaron en pie ninguna construcción humana. Un torbellino de ascuas que quemaban la piel, provocando llagas que no sanaban, tiñó de rojo la tierra y el agua, envenenándola. El fuego abrasó los árboles y la hierba y algunos ríos se evaporaron, dejando secos sus cauces. Huracanes ardientes avanzaron impetuosamente devastándolo todo, consumiendo en un instante bosques enteros. Los hombres y los animales, desesperados, buscaron refugio en las cuevas y en los abismos, huyendo de la muerte, pero muy pocos lo consiguieron. Entonces, apenas unos días después, sobrevino de golpe un frío intenso, desconocido, seguido por grandes lluvias e inundaciones que, afortunadamente, apagaron los incendios que aún seguían asolando el mundo. Y apareció la nieve. Y todo esto ocurrió tan rápido que muchos animales quedaron encerrados en el hielo mientras huían o parían o comían. El barro lo ahogó todo. Precedidas por un tremendo fragor, las olas gigantes de los mares, avanzando como sólidos muros de agua que ocupaban el horizonte, cubrieron la tierra, arrastrando hasta las cumbres de las montañas los restos de los animales marinos muertos. Había empezado lo que los pueblos del mundo llamaron el diluvio.
Llovió durante casi un año sin descanso. A veces, cuando el frío era muy intenso, la lluvia se convertía en nieve y, luego, volvía a llover y el agua seguía inundándolo todo. Desde el día que había empezado el desastre no había vuelto a verse el sol. La catástrofe fue global. Se perdió el contacto con los demás pueblos y ciudades. No volvió a saberse nunca más de ellos, como tampoco volvieron a verse muchas especies de animales y de plantas que antes eran extraordinariamente abundantes. Se extinguieron para siempre durante aquel período. Sólo quedó su recuerdo en algunos relieves de Taipikala y, en muchos casos, ni eso. Los pocos supervivientes que lograron ver el final de aquella larga y catastrófica noche lo hicieron enfermos y débiles, llenos de terror. Pero ni siquiera tuvieron el consuelo de recuperar su mundo como era antes. La Tierra había sido destruida por completo y se hacía necesario volver a crearla de nuevo.
Cierto día, después de mucho tiempo, la nube oscura que cubría el mundo se retiró y la suave cubierta de vapor de agua que envolvía la Tierra se marchó con ella. Dejó de llover y los rayos del sol llegaron entonces a la superficie con toda su potencia, produciendo terribles quemaduras y consumiendo el suelo hasta dejarlo seco. Lentamente, los seres vivos se fueron adaptando a aquella nueva situación y la vida volvió a escribir sobre lo que había quedado según sus eternas instrucciones. Sin embargo, ahora los años eran cinco días más largos que antes porque la Tierra se había inclinado sobre su eje (como indicaba claramente la nueva orientación de las estrellas en el cielo), apareciendo, por tanto, las estaciones anuales que obligaban, si se quería comer, a sembrar y a cosechar en épocas concretas. De modo que hubo que modificar muchas cosas, entre ellas los calendarios y la forma de vida. También se reconstruyeron las ciudades, Taipikala entre ellas, pero los seres humanos estaban muy débiles y el trabajo les resultaba agotador. Los niños que nacían lo hacían enfermos y con grandes deformaciones, muriendo la mayoría sin llegar a crecer. Aunque la Tierra se rehízo con relativa facilidad y la naturaleza tardó poco en reconstruirse a partir de sus propios restos, a los hombres y a las mujeres, e incluso a algunos animales, les costó siglos recobrar la normalidad y, mientras esos siglos pasaban, se dieron cuenta de que sus vidas se iban haciendo más y más cortas y de que sus hijos y nietos no llegaban a desarrollarse con normalidad.
Los yatiris tuvieron que tomar las riendas de la situación desde el principio, al menos en su territorio. Lo que hubiera pasado más allá de sus fronteras era algo que no podían controlar. Se imponía recuperar la autoridad para acabar con el caos y el terror, con la barbarie en la que había caído la humanidad. Inventaron ritos y nuevos conceptos, explicaciones sencillas para calmar a la gente. Con el tiempo, sólo ellos conservaron el recuerdo de lo que había existido antes y de lo que sucedió. El mundo volvió a poblarse, aparecieron nuevas culturas y nuevos pueblos que tenían que volver a empezar sin nada y luchar duramente para sobrevivir. Muchos se volvieron salvajes y peligrosos. Los yatiris y su gente pasaron a ser los aymaras, «El pueblo de los tiempos remotos», porque sabían cosas que los demás no comprendían y porque conservaban su lenguaje sagrado y su poder. Hasta los Incap rúnam, cuando llegaron a Taipikala para unirla al Tiwantinsuyu, conservaban en parte el recuerdo de quiénes eran aquellos yatiris y los respetaron.
El canturreo de los Capacas acabó ahí. Una de las ancianas pronunció unas cuantas palabras más, pero ya no las entendí. El hechizo o lo que demonios fuera aquello, había terminado.
– El resto de la historia -dijo Marta para terminar, traduciendo a la Capaca-, ya lo conocéis.
Me sentía completamente tranquilo y calmado, como si en lugar de estar sentado en aquel taburete oyendo una historia sobre la destrucción del mundo hubiera estado escuchando música en el salón de casa. Algo le habían hecho a mi cabeza aquellos tipos mientras nos hablaban de Oryana y de todo lo demás. Marc, Lola y yo habíamos llegado a la errónea conclusión de que si no se sabía aymara se estaba a salvo de aquellas raras influencias, pero no era cierto: el poder de las palabras traspasaba la barrera del idioma y se colaba en tus neuronas, hablaran éstas el idioma que hablaran.
Como había supuesto Gertrude, el aymara era un vehículo para el poder, una lengua perfecta, casi un lenguaje informático de programación, que permitía la combinación de sonidos necesarios para revolverte el cerebro. El aymara -el Jaqui Aru-, era el teclado que había permitido programar los cerebros perfectos de aquellos primeros hijos de Oryana, dotándolos de las aplicaciones necesarias para vivir. Lo que fuera que aquellos tipos me habían hecho en la cabeza, me estaba permitiendo establecer una serie de relaciones que no se me hubieran ocurrido a mí solo ni en un millón de años. Montones de ideas cruzaban por mi mente, y todas eran distintas, desconcertantes y, desde luego, imposibles de compartir con los demás en aquellos momentos. De repente, disfrutaba de una claridad mental increíble y sentía como si aquellos Capacas siguieran jugando dentro de mi cabeza, dibujando nuevos caminos de comprensión.
Experiencias similares a la que yo estaba teniendo las vivieron también mis compañeros, por eso cuando acabó la salmodia de los ancianos el silencio se prolongó durante mucho tiempo. No éramos capaces de hablar porque estábamos muy ocupados intentando atrapar al vuelo los pensamientos. El canturreo de los Capacas contenía, con toda probabilidad, montones de sonidos capaces de alterar nuestros cerebros, de despertarlos. Quizá habíamos pasado de utilizar el cinco por ciento a usar temporalmente el seis, o el cinco y medio, y éramos conscientes de ello. Entonces comprendí también lo que me había dicho Marta cuando la acusé de haber sido manipulada por los yatiris para que consintiera en no hablar nunca de Qalamana: yo también tenía claro que habían utilizado el poder de las palabras conmigo y, sin embargo, no sentía que hubiera sido invadido por ideas o pensamientos ajenos. Estaba, como dijo ella, despierto, despejado y muy tranquilo y sabía que todo lo que había en mi cabeza era mío. Era yo, y sólo yo, quien ocupaba mi mente y quien, como Marta, veía ahora con claridad lo innecesario de sacar a la luz todo aquello, de meter los focos y las cámaras en Qalamana o, lo que era aún peor, de arrebatar aquel poder a los yatiris para ponerlo en manos de unos cuantos científicos que trabajasen al servicio de gobiernos armados o de grupos terroristas, de los que el mundo estaba lleno en una época en la que todas las ideologías y todos los sistemas se habían corrompido.
– O sea… -murmuró Lola, llevándose las manos a la cabeza como si necesitara sujetarla o comprimir lo que tenía dentro- que de una Era Glacial de dos millones y medio de años, nada. Todo ocurrió en muy poco tiempo… Por eso los mamuts aparecen todavía congelados en los hielos de Siberia, tan frescos que han alimentado con su carne a generaciones de esquimales (22).
(22) Richard Stone, Mamut. La historia secreta de los gigantes del hielo, Grijalbo, Barcelona, 2002.
Su voz nos devolvió la capacidad de hablar.
– Esto es de locos -balbució Marc, agitando la cabeza en sentido negativo, intentando desechar algún pensamiento que no parecía ser de su agrado.
– Creo que todos tenemos demasiadas cosas en la cabeza -dije yo, incorporándome con dificultad para estirar el cuerpo y la mente. Me pilló casi por sorpresa descubrir que ahora sí sabía lo que quería hacer con mi vida cuando volviera a Barcelona, a casa, a esos lugares que parecían remotos e inexistentes en aquella situación pero que, sin duda, volverían a convertirse en realidad en no mucho tiempo.
Lentamente, fuimos saliendo de ese estado de concentración profunda en el que nos había sumido el canturreo. Mi cabeza empezó a reducir su velocidad y las ideas dejaron de atropellarse.
– La vecita de sus mercedes a terminado -dijo la voz de Arukutipa desde el fondo de la sala-. Deven partirze agora de Qalamana y no bolber.
A Marta se le agrió el gesto.
– Hemos aceptado no hablar de su ciudad ni de ustedes ni del poder de las palabras para mantenerles a salvo de… -titubeó-, de los otros españoles, pero no comprendo esa prohibición de regresar. Ya les hemos dicho que no gobernamos en estas tierras y que no queda nada de las pestilencias, de modo que, si no suponemos un peligro, ¿por qué no podemos volver? Algunos de nosotros quisiéramos aprender más cosas sobre su cultura y su historia.
– No, doña Marta -rehusó el chaval-, sus mercedes no deven ser desubedentes y soberbiosos. Se vayan y no buelban atrás y regrésense cin pendencia con los Toromonas hasta la ciubdad de Qhispita, en la selva, y, quando estén en Taipikala, debuelban la piedra que tomaron para allegarse desde Qhispita hasta Qalamana.
– Qhispita significa «A salvo» -nos tradujo Efraín amablemente.
– ¿Está diciendo -se alarmó Marc, haciendo caso omiso del arqueólogo- que tenemos que volver a entrar en Lakaqullu, recorrer otra vez toda la pirámide y pasar aquellas pruebas de nuevo para dejar la rosquilla de piedra en el lugar donde la encontramos, que estaba justo al final del camino?
– No te preocupes -le animó Marta en voz baja-. Nos hemos comprometido a no hablar de Qalamana y de sus habitantes, pero aún tenemos que decidir por nuestra cuenta qué haremos con la rosquilla y con la Pirámide del Viajero y sus láminas de oro. En cualquier caso, recuerdo perfectamente el sitio por el que salimos a la superficie así que, si decidimos devolverla, bastará con entrar en sentido contrario.
– Parece que ellos esperan que respetemos lo que dejaron allí -murmuré.
– No se olvide, Marta -dijo Efraín mirándome mal y estrechando sus dos manos en un gesto de súplica-, que soy el director de las excavaciones que se están realizando en este momento en Tiwanacu y que usted forma parte de mi equipo. No podemos echar a perder esta oportunidad única, comadrita. Usted misma obtuvo, por sus influencias, una autorización especial para excavar en Lakaqullu.
– Su merced deve retraerse de su herronía -le ordenó en ese momento Arukutipa a Efraín- y ací mereser nuestra honrra y rrespeto para ciempre. Y tanbién doña Marta debe retraerse.
– Vuestra antigua ciudad -repuso ésta, poniéndose en pie para que la escucharan con claridad, aunque, en realidad, nos escuchaban perfectamente pues habíamos estado hablando en susurros y, sin embargo, conocían el contenido de nuestra discusión-, vuestra antigua ciudad de Taipikala está siendo estudiada y sacada a la luz, quitando la tierra que se ha acumulado sobre ella durante cientos o, mejor, miles de años. Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán, otros que no tendrán tanta consideración ni miramientos. No podéis pararlo. Hace mucho tiempo que las ruinas de Taipikala, o Tiwanacu como disteis en llamarla cuando os invadieron los Incap rúnam, atraen a los investigadores de todo el mundo. Somos vuestra mejor opción. Vuestra única opción -recalcó-. Si Efraín y yo seguimos trabajando allí como lo estábamos haciendo hasta ahora, podremos impedir que os encuentren y dar a conocer lo que hay en la Pirámide del Viajero desde un punto de vista neutro y científico, y, por qué no, también ocultando la información comprometida, de manera que nadie sepa nunca de vuestra existencia. Si son otros quienes, ahora o dentro de cien años, llegan hasta Lakaqullu, estaréis perdidos, porque será cuestión de días que aparezcan por aquí, por Qalamana.
El muchacho, que ya había traducido la arenga de Marta, se retiró para dejar que los ancianos pensaran su respuesta. Al poco, dio un paso y recuperó su lugar. Ninguno había pronunciado una sola palabra.
– Los Capacas prencipales están muy preocupados por Taipikala y por el cuerpo de Dose Capaca, el Viajero -manifestó-, y acimismo por lo que a dicho doña Marta de los investigadores del mundo y por las muchas liciones, dotrinas y testimonios que quedaron en el oro, pero piensa ellos que don Efraín y doña Marta pueden hazer el travajo ancí como a dicho doña Marta y faboreser deste modo a los yatiris de Qalamana. Los Capacas darán agora el consuelo para el castigo del enfermo del hospital y, después, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre.
– ¡Qué manía! -bufó Marc.
Pero yo estaba pensando en lo muy confiados que eran los yatiris: unos tipos raros y contagiosos, entre los que había peligrosos españoles, se presentaban de sopetón ante su puerta y les decían que todo aquello por lo que se escondieron ya no existía y los muy listos de los yatiris, en lugar de ponerlo en tela de juicio, iban y se lo creían sin discutir y, encima, los tipos raros les hacían creer que, por su bien, debían entregarles las llaves de su antigua casa. No me entraba en la cabeza que una gente tan especial pudiera ser tan inocente y boba. Aunque, claro, me dije sorprendido, quizá, sin que lo supiéramos, nos habían sometido a algún tipo de prueba con el poder de las palabras y, como le pasó a Marta con la maldición que había enfermado a Daniel, la habíamos superado porque, en realidad, les habíamos contado la verdad.
– Y ancí, doña Marta, prestad atención y se os proveerá del consuelo para el enfermo.
La anciana de la izquierda se incorporó antes de decir:
– Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña.
Miré a Marta y vi que tenía las cejas levantadas en un gesto de indescriptible sorpresa.
– ¿Ya está? -balbució-. ¿Sólo eso?
– Sólo eso, doña Marta -repuso el joven Arukutipa-. Pero tenello en la cavesa bien guardado porque acina lo tendréis que repetir.
– Creo que lo he memorizado aunque, por si acaso, me gustaría decirlo una vez. Me asusta la idea de equivocarme cuando estemos allí.
– No a menester, pero si queréis…
– Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña -pronunció muy despacio.
– ¿Qué significa? -le pregunté a Efraín bajando la voz.
– Una tontería, compadre: «Él está enfermo y esto quiero: que el viento que penetra los oídos le sane desde ahora.»
– ¿Ya está? -me sorprendí.
– Lo mismo dijo Marta -repuso él, volviendo a poner su atención en la conversación con Arukutipa y los Capacas.
Pero la conversación había llegado a su fin. El traductor, inclinando la cabeza, se estaba despidiendo de nosotros y los Capacas se incorporaban solemnemente dando por terminado el encuentro. Un poco desconcertados, les imitamos. Por detrás del gran tapiz que quedaba a la izquierda apareció nuestro guía, el simpático Luk'ana, con la misma cara de desprecio y las mismas cejas raras que tenía cuando se marchó. Quizá ya sabía que le habíamos salvado la vida, o quizá no, pero, en cualquier caso, su rostro no demostraba el menor agradecimiento ni el menor alivio por no tener que morir esa noche.
– Salgan en pas desta ciubdad de Qalamana -se despidió de nosotros Arukutipa. Los Capacas no se molestaron ni en eso; se limitaron a marcharse por donde habían venido con la misma gran indiferencia con la que habían entrado en aquella sala dos o tres horas antes.
Luk'ana nos hizo un gesto con la mano para que le siguiéramos y, tras él, volvimos al inmenso recibidor de aquel grandioso tocón. Yo casi me había olvidado del extraño mundo en el que nos encontrábamos y su realidad me sorprendió de nuevo cuando pisamos el vestíbulo, que ahora estaba vacío de guardias. El guía cogió una de las lámparas de aceite que descansaban encendidas sobre las mesas y se la entregó a Lola y, luego, le dio otra a Gertrude y, así, hasta que todos tuvimos en las manos una de aquellas salseras luminosas de piedra. Entonces, con un pequeño esfuerzo, abrió él solo las dos pesadas hojas del portalón y nos dimos cuenta de que, afuera, todo estaba oscuro y de que el aire que entraba era frío, casi gélido. Se había hecho de noche mientras hablábamos con los Capacas.
Recorrimos a la inversa el mismo laberinto aéreo de ramas que habíamos seguido para llegar hasta allí sólo que, ahora, caminábamos más despacio, observando con curiosidad las luces que salían por las ventanas de las viviendas construidas dentro de los árboles. Era una imagen sobrenatural, casi arrebatada, más propia de un dibujo de Escher que de una selva tropical, de modo que, a falta de una cámara con la que robarle al tiempo aquel instante, hice un esfuerzo por retener en mi memoria todos los detalles, hasta los más pequeños, porque, probablemente, nunca regresaría a aquel lugar y nadie, además de nosotros, sabría de su existencia, así que sería un recuerdo único al que, con toda seguridad, volvería a lo largo de mi vida en multitud de ocasiones.
Atravesamos la inmensa plaza iluminada, ahora desierta, y cruzamos el último puente vegetal hasta el tronco del árbol que conducía a la salida. Descendimos en silencio por la rampa y llegamos a la sala tubular inferior donde Luk'ana, deteniéndose, nos hizo un gesto imperioso para que dejásemos las lámparas en el suelo y entrásemos en el túnel oscuro que nos devolvería a la selva. Entonces, Marta se volvió y le dijo a nuestro guía:
– Yuspagara.
El otro ni se inmutó.
– Yuspagara -insistió ella, pero Luk'ana mantuvo su cara de póker-. ¿Podéis creeros que le estoy dando las gracias?
– Déjalo, anda -le dije, cogiéndola por el codo y empujándola suavemente hacia el túnel-. No vale la pena.
– ¡Chau, carajo! -escuché decir a Efraín casi al mismo tiempo.
Y los seis nos introdujimos en la negrura del túnel sin que, en esta ocasión, se viera ningún tipo de luz al fondo. Aquella salida a oscuras fue nuestra despedida del mundo de los yatiris.
Cuando llegamos al exterior, apartando con las manos los helechos gigantes que ocultaban el acceso, avanzamos como ciegos hacia el camino que habíamos abandonado a primera hora de la tarde, marchando en línea recta para no perdernos. Pero, en cuanto separamos las últimas hojas plumosas, la tenue luz de unas hogueras nos deslumbró, haciéndonos parpadear. Segundos después, vislumbramos en la distancia a los Toromonas sentados en torno a varios fuegos, charlando animadamente y esperándonos.
Nos recibieron con gestos sobrios y grandes sonrisas. Parecían estar indicándonos que habíamos recibido un gran honor al ser acogidos en aquel mundo arbóreo y que, por ello, ahora éramos más dignos de respeto. El jefe toromona nos llamó por gestos y nos invitó a sentarnos con su grupo de cabecillas y el viejo chamán, y él mismo nos ofreció las partes más suculentas del gran mono aullador que se tostaba lentamente al fuego.
Dormimos allí aquella noche y pasamos un frío terrible. Por suerte, los indios habían utilizado una madera especial para hacer las hogueras que ardía liberando mucho calor y que mantuvo milagrosamente encendidas las llamas hasta el amanecer del día siguiente, cuando emprendimos el largo camino de vuelta hacia la ciudad en ruinas que ahora sabíamos que se llamaba Qhispita y que fue, probablemente, un asentamiento yatiri que sirvió de cabeza de puente hacia Qalamana cuando decidieron huir del Altiplano. No teníamos ni idea de cómo iríamos desde Qhispita hasta la salida del Parque Nacional Madidi, pero estábamos seguros de que se nos irían ocurriendo soluciones a medida que nos fuéramos acercando al problema. Resultaba sorprendente la nueva forma que teníamos de afrontar las cosas; perdíamos a la velocidad de la luz los restos de nuestro antiguo pelaje de urbanícolas.
Aquella mañana era la del martes 16 de julio y hacía exactamente treinta días que habíamos salido de La Paz. Todavía teníamos otro mes por delante para hacer el camino de regreso hasta la civilización, pero fue un tiempo que se pasó volando, sobre todo las tres semanas que tardamos en llegar a Qhispita, porque durante el día seguíamos aprendiendo multitud de cosas útiles de los Toromonas y, por la noche, sosteníamos largas conversaciones junto al fuego recordando y analizando la tarde que habíamos pasado con los Capacas de los yatiris. Durante los primeros días nos resultó imposible comentarlo. Los seis sufríamos una especie de bloqueo que no nos permitía aceptar lo sucedido. Nos resistíamos a reconocer públicamente la vergonzante idea de que habíamos vivido una experiencia inexplicable desde el punto de vista racional. No era fácil admitir algo así. Sin embargo, como buenos hijos del Positivismo Científico, acabamos por afrontarlo desde la perspectiva menos deshonrosa.
Cada uno de nosotros había retenido fragmentos distintos de la historia que nos había sido transmitida mediante el extraño cántico y, por lo tanto, la primera polémica que sostuvimos fue acerca de la forma en la que habíamos comprendido el mensaje los que no entendíamos el aymara. Sólo cabían dos explicaciones posibles: una era la telepatía y otra la voz de Marta, que estuvo traduciendo sin parar todo lo que los ancianos revelaban. Sabíamos que la telepatía no era una patraña, que, durante todo el siglo XX y, especialmente, durante la Guerra Fría entre EE. UU. y la URSS, el tema había sido estudiado muy en serio y su práctica estaba más que comprobada, pero, aun así, sonaba demasiado mal, demasiado circense, más propio de adivinos de feria que de trabajo de laboratorio, así que finalmente optamos por quedarnos con la versión políticamente correcta: fue la voz de Marta, superpuesta al cántico, la que nos transmitió realmente el contenido de la historia. No mencionamos en ningún momento la falta de comunicación verbal entre Arukutipa y los Capacas, dejando el asunto de lado como si no nos hubiéramos dado cuenta. De manera inconsciente, estábamos haciendo lo mismo que los investigadores a los que tanto habíamos criticado por no afrontar valientemente los enigmas de Taipikala.
Con el pasar de los días, sin embargo, empezamos a analizar el mensaje. Lola, como siempre, fue la primera en hacerlo:
– No es por incordiar -se disculpó de antemano una noche, mientras nos sentábamos junto al fuego-, pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que, según los Capacas, la última Era Glacial no duró dos millones y medio de años sino que fue el resultado de una catástrofe más o menos breve ocurrida por el choque de gigantescos meteoritos contra la superficie de la Tierra.
– No podemos creernos eso -murmuró Marc-. Va contra toda la geología moderna.
– Daría cualquier cosa por un cigarrillo -murmuró Marta.
– No has vuelto a fumar desde que salimos de La Paz, ¿eh? -le dijo Gertrude satisfecha.
– ¿Estáis cambiando de tema? -les preguntó Lola con la mosca detrás de la oreja.
– No, en absoluto -replicó Marta, incorporándose a medias y mirándola-. Sabía que, antes o después, tendríamos que hablar de todo aquello. Precisamente por eso necesito un cigarrillo.
– Pues yo estoy convencida de que hay mucha verdad en la historia que nos contaron -manifestó Gertrude de repente.
– ¿También la parte que hablaba de que la vida llegó en piedras humeantes desde el cielo? -preguntó Marc, irónico.
– No te creas que es tan raro -objeté yo, arrancando una hierba del suelo y comenzando a enredarla entre mis dedos-. Eso es exactamente lo que afirman las últimas teorías sobre la aparición de la vida en la Tierra. Como no hay forma de explicar cómo demonios se originó, ahora dicen que vino de fuera; que el ADN, el código genético, llegó a lomos de un meteorito.
– ¿Lo veis…? -sonrió Gertrude-. Y si seguimos escarbando, encontraremos muchas más cosas así.
Lola carraspeó.
– Pero, entonces… -dijo, insegura-. ¿Qué pasa con eso de que la vida creó a todos los animales y plantas del mundo al mismo tiempo? ¿Nos cargamos también la Teoría de la Evolución?
Ahí estaba mi tema favorito, me dije cargando rápidamente baterías. Pero Gertrude se me adelantó:
– Bueno, la Teoría de la Evolución ya no es aceptada por mucha gente. Sé que suena raro pero es que, en Estados Unidos, es un asunto que lleva muchos años investigándose por motivos religiosos. Ya sabéis que en mi país hay una fuerte corriente fundamentalista y esa gente se empeñó hace tiempo en demostrar que la ciencia estaba equivocada y que Dios había creado el mundo tal y como dice la Biblia.
– ¿En serio? -se sorprendió Marc.
– Perdona que te lo diga, Gertrude -comentó la mercenaria con su habitual aplomo-, pero los yanquis sois muy raros. A veces tenéis cosas que… En fin, tú ya me entiendes.
Gertrude asintió.
– Estoy de acuerdo -admitió sonriendo.
– Bueno, pero ¿a qué venía lo de los fundamentalistas? -pregunté.
– Pues venía a cuento de que, bueno… En realidad se llaman a sí mismos creacionistas. Y, sí, encontraron las pruebas.
– ¿Las pruebas de que Dios había creado el mundo? -me reboté.
– No, en realidad, no -repuso ella, divertida-. Las pruebas de que la Teoría de la Evolución era incorrecta, de que Darwin se equivocó.
Efraín parecía conocer bien el asunto porque asentía de vez en cuando, pero no así Marta, que se revolvió como si la hubiera picado una pucarara.
– Pero, Gertrude -protestó-, ¡no puede haber pruebas contra la evolución! ¡Es ridículo, por favor!
– Lo que no hay, Marta -dije yo-, son pruebas de la evolución. Si la teoría de Darwin hubiera sido demostrada ya -y recordé que le había dicho lo mismo a mi cuñada Ona no hacía demasiado tiempo-, no sería una teoría, sería una ley, la Ley de Darwin, y no es así.
– Hombre… -murmuró Marc, mordisqueando una hierbecilla-, a mí nunca terminó de convencerme eso de que viniéramos del mono, por muy lógico que parezca.
– No hay ninguna prueba que demuestre que venimos del mono, Marc -le dije-. Ninguna. ¿O qué te crees que es eso del eslabón perdido? ¿Un cuento…? Si hacemos caso a lo que nos contaron los Capacas, el eslabón perdido seguirá perdido para siempre porque nunca existió. Supuestamente los mamíferos venimos de los reptiles, pero de los innumerables seres intermedios y malformados que debieron existir durante miles de millones de años para dar el salto de una criatura perfecta a otra también perfecta, no se ha encontrado ningún fósil. Y pasa lo mismo con cualquier otra especie de las que hay sobre el planeta.
– ¡No puedo creer lo que estoy oyendo! -me reprochó Lola-. ¡Ahora va a resultar que tú, una mente racional y analítica como pocas, eres un zopenco ignorante!
– Me da igual lo que digas -repuse-. Cada uno puede pensar lo que quiera y plantearse las dudas que le dé la gana, ¿o no? A mí nadie puede prohibirme que pida pruebas de la evolución. Y, de momento, no me las dan. Estoy harto de oír decir en la televisión que los neandertales son nuestros antepasados cuando, genéticamente, tenemos menos que ver con ellos que con los monos.
– Pero eran seres humanos, ¿no? -se extrañó Marc.
– Sí, pero otro tipo de seres humanos muy diferentes a nosotros -puntualicé.
– ¿Y qué pruebas eran esas que encontraron los fundamentalistas de tu país, Gertrude? -preguntó Lola con curiosidad.
– Oh, bueno, no las recuerdo todas de memoria ahorita mismo. Lo lamento. El que estemos hablando sobre lo que nos contaron los yatiris me ha hecho refrescar viejas lecturas de los últimos años. Pero, en fin, a ver… -Y se recogió con las manos el pelo ondulado y sucio, sujetándoselo sobre la cabeza-. Una de ellas era que en muchos lugares del mundo se han encontrado restos de esqueletos fosilizados de mamíferos y de dinosaurios en los mismos estratos geológicos (23), cosa imposible según la Teoría de la Evolución, o huellas de dinosaurios y seres humanos en el mismo lugar, como en el lecho del río Paluxy, en Texas (24). Y otra cosa que recuerdo también es que, según los experimentos científicos, las mutaciones genéticas resultan siempre perjudiciales, cuando no mortales. Es lo que decía antes Arnau sobre los millones de seres malformados que harían falta para pasar de una especie bien adaptada a otra. La mayor parte de los animales mutados genéticamente no permanecen con vida el tiempo suficiente para transmitir esas alteraciones a sus descendientes y, además, en la evolución, harían falta dos animales de distinto género con la misma mutación aparecida en sus genes por azar para asegurar la continuación del cambio, lo que es estadísticamente imposible. Ellos admiten que existe la microevolución, es decir, que cualquier ser vivo puede evolucionar en pequeñas características: los ojos azules en lugares de poca luz o la piel negra para las zonas de sol muy fuerte, o que se tenga mayor estatura por una mejor alimentación, etc. Lo que no aceptan de ninguna manera es la macroevolución, es decir, que un pez pueda convertirse en mono o un ave en reptil o, simplemente, que una planta dé lugar a un animal.
(23) «El origen de los mamíferos», National Geographic, abril de 2003. La Vanguardia Digital , edición del 4 de junio de 2002, sección «La Vanguardia de la Ciencia», artículo de la Agencia EFE, «Un yacimiento en Rumania aporta nuevas pruebas sobre la coexistencia de dinosaurios y mamíferos en Europa.»
(24) Hans-Joachim Zillmer, Darwin se equivocó, Timun Mas, Barcelona, 2000.
Todos escuchábamos con atención a Gertrude, pero, a hurtadillas, vi la cara de Marta con ese gesto terrible que amenazaba tormenta de rayos y truenos:
– ¡Se acabó! -atajó de forma brusca-. Puede haber muchas explicaciones para lo que nos contaron los Capacas. Cada uno es muy libre de quedarse con lo que quiera. Es absurdo discutir sobre esto. Me niego de todas todas a continuar. Lo que debemos hacer es estudiar a fondo la documentación de la Pirámide del Viajero y cumplir lo que prometimos: Efraín y yo iremos publicando nuestros descubrimientos y, luego, que los científicos, los creacionistas y los paganos investiguen por su cuenta lo que quieran.
– Pero es que hay algo más, Marta -musitó enigmáticamente Gertrude.
– ¿Algo más…? ¿A qué te refieres? -preguntó ella, distraída.
Gertrude sacó del bolsillo trasero de su pantalón la pequeña grabadora digital que nos había enseñado el día que llegamos a la ciudad en ruinas.
– No queda mucha batería, pero… -y, a continuación, pulsó un diminuto botón y se oyó muy lejanamente la voz de Arukutipa diciendo: «Las palabras tienen el poder.» No nos dejó escuchar más; apagó la diminuta máquina y volvió a guardarla antes de que los Toromonas pudieran verla.
Los demás nos quedamos mudos de asombro. ¡Gertrude tenía grabada la entrevista con los Capacas! Aquello abría un mundo de posibilidades infinitas.
– Necesitaré vuestra ayuda -nos dijo a Marc, a Lola y a mí-. No puedo pasar esta grabación a nadie para que la estudie, pero vosotros tenéis ordenadores para realizar un análisis de frecuencias de las voces de los Capacas.
Aquello estaba justo en la línea de mis nuevos proyectos.
– Cuenta conmigo -afirmé muy sonriente.
Conversaciones muy parecidas a ésta las sostuvimos noche tras noche durante las semanas que tardamos en llegar hasta Qhispita. De vez en cuando, saturados, cambiábamos de tema y entonces charlábamos sobre nosotros mismos y sobre nuestras vidas. Marc, Lola y yo les hablamos de nuestro «Serie 100», oculto en un andén olvidado bajo el suelo de Barcelona, y les explicamos el uso que hacíamos de él, de manera que, por primera vez, compartimos con otras personas nuestras actividades como hackers. Marta, Efraín y Gertrude nos escuchaban sin pestañear, con caras de asombro y de perplejidad por las cosas que ni remotamente imaginaban que pudieran hacerse con un simple ordenador. La diferencia de diez años, más o menos, entre ellos y nosotros suponía un abismo generacional en materia informática, abismo ampliado por el rechazo -incomprensible desde mi punto de vista- que los eruditos en humanidades gustan de exhibir como distintivo de clase. Marta y Efraín se defendían con el correo electrónico y con algunas aplicaciones básicas, pero eso era todo.
Lo cierto fue que llegamos a conocernos bastante bien los unos a los otros durante aquellas semanas. En otra ocasión se reveló, por fin, el secreto del matrimonio de Marta que tanto había intrigado a Lola. El famoso Joffre Viladomat, por cuestiones de trabajo, se había marchado al Sudeste Asiático cinco años atrás, dando al traste con lo poco que quedaba de su matrimonio con Marta Torrent. Los dos hijos de ambos, Alfons y Guillem, de diecinueve y veintidós años respectivamente, vivían en Barcelona durante el curso pero, en cuanto llegaban las vacaciones, salían corriendo hacia Filipinas para estar con su padre y con Jovita Pangasinan (la nueva compañera de su padre). Según Marta, Jovita era una mujer encantadora que se llevaba muy bien con Alfons y Guillem, de manera que las relaciones entre todos ellos eran cordiales. Lola dio un largo suspiro de alivio cuando escuchó el final de la historia y no intentó disimular su viejo interés por el asunto.
También durante una de aquellas noches, Marc, Lola y yo cerramos un acuerdo sobre el futuro de Ker-Central, que pasaría a convertirse en sociedad anónima. Yo me quedaría con la mitad de las acciones y ellos dos se repartirían el resto, financiando la compra con préstamos bancarios. A partir de ese momento, yo sería libre y ellos dirigirían de facto la empresa. El edificio seguiría siendo mío, Ker-Central me pagaría un alquiler por él, y, naturalmente, mi casa continuaría estando en la azotea.
Todos querían saber a qué pensaba dedicarme cuando me «jubilara», pero mantuve la boca cerrada y no lograron arrancarme ni una sola palabra. Como buen pirata informático, yo dominaba el arte de guardar muy bien mis secretos hasta el momento de entrar en acción (y aún más, después). Preguntaron con mucha insistencia y quizá, sólo quizá, hubiera dado alguna pista si no hubiera sido porque, aunque tenía claro lo que deseaba hacer, necesitaba una ayuda muy concreta para averiguar la mejor manera de llevarlo a cabo y porque, rizando el rizo, desde hacía algunas semanas estaba fraguando un plan para piratear, mientras conseguía esa ayuda, el lugar aparentemente inexpugnable y supuestamente muy bien protegido que la contenía.
Una tarde, a las dos semanas más o menos de haber iniciado el regreso, los Toromonas se detuvieron en un claro y nos indicaron que permaneciésemos allí mientras ellos se organizaban en grupos y desaparecían en la jungla siguiendo diferentes direcciones. Estuvimos solos durante un par de horas, un tanto sorprendidos por aquel extraño abandono. Daba la impresión de que los Toromonas tenían algo que hacer, algo importante, pero que volverían en cuanto hubieran acabado. Y así fue. Poco antes del anochecer, regresaron portando extraños objetos en las manos: pedazos de gruesos troncos huecos, unos pequeños frutos redondos que parecían calabazas, ramas, piedras, leña y un poco de caza para la cena. El chamán era el único que se había marchado solo y que reapareció igual que se había ido, llevando únicamente su bolsa de remedios colgada del hombro. Rápidamente, los hombres se repartieron las tareas y, mientras unos encendían los fuegos para preparar los alimentos, otros empezaron a vaciar los frutos, tirando al suelo la pulpa y las semillas, y limpiando y cortando las ramas en fragmentos del tamaño de un brazo. Algo estaban organizando pero no podíamos imaginar qué.
Por fin cayó la noche sobre la selva y los indígenas estaban muy animados mientras cenábamos. Por el contrario, el chamán se mantuvo al margen, un poco alejado de nuestros grupos, al borde de la vegetación y en la penumbra, de manera que apenas podíamos verle. No comió nada ni bebió nada y permaneció inmóvil en aquel rincón sin que nadie se dirigiera a él ni para ofrecerle un poco de agua.
En cuanto el último toromona acabó de cenar, un espeso silencio fue cayendo poco a poco sobre el campamento. Nosotros estábamos cada vez más desconcertados. El jefe dio de pronto unas cuantas órdenes y los hombres se pusieron en pie y las hogueras fueron apagadas. La oscuridad nos envolvió porque la luz de la luna apenas era un reflejo blanquecino en el cielo; sólo se mantuvieron encendidas algunas ramas que los indígenas sostenían en alto. Entonces, los hombres nos levantaron del suelo cogiéndonos por un brazo y nos obligaron a sentarnos de nuevo formando un círculo amplio en el centro del claro, quedándose todos ellos a nuestro alrededor. Sabíamos que no iban a hacernos daño y que aquello obedecía a alguna ceremonia o espectáculo, pero era imposible no sentir un cierto nerviosismo porque parecía que lo que fuera a pasar estaba directamente relacionado con nosotros. Yo temía que Marc soltara en cualquier momento alguna barbaridad de las suyas, pero no lo hizo; se le vio muy tranquilo todo el tiempo e incluso diría que estaba encantado con aquella nueva experiencia. Entonces apareció el chamán en el interior del círculo. Clavó una caña en el suelo y, con una afilada garra de oso hormiguero, le hizo dos cortes profundos en forma de cruz en la parte superior. Luego separó los cuatro lados de manera que sujetaran en el centro un cuenco en el que dejó caer un puñado de tallos y de hojas que extrajo de su bolsa de remedios. Con la garra lo fue cortando todo en tiras muy pequeñas, como si fuera a preparar una sopa juliana, y, cuando terminó, cogió un puñado y apretó con fuerza. Un líquido resbaló por su mano y cayó en el cuenco. Repitió la operación muchas veces, hasta que sólo quedó una pasta seca que lanzó con fuerza hacia la vegetación de la jungla. En ese mismo instante, un toromona empezó a golpear con un palo uno de los troncos huecos que habían traído de la selva produciendo un sonido grave y regular.
El viejo chamán sacó el cuenco de entre los pedazos de caña y se bebió muy despacio el contenido. Entonces, de golpe, la escena se aceleró: alguien sacó la caña del suelo y la hizo desaparecer mientras cuatro de los cinco guardaespaldas del jefe rodeaban al viejo, que se estaba tumbando en el suelo, y le sujetaban fuertemente los brazos y las piernas. El ritmo del tambor se incrementó. El chamán comenzó a agitarse, intentando ponerse en pie, pero los forzudos se lo impidieron. El viejo peleó como un león, gritó como un animal herido, pero todos sus esfuerzos por liberarse resultaron inútiles. Luego, se calmó. Se quedó completamente quieto y los hombres le soltaron y se alejaron en silencio. Parecía que en el mundo sólo quedaba aquel anciano muerto y nosotros seis rodeándole. El sonido del tambor se hizo más y más lento, como los latidos de un corazón tranquilo.
Aquella situación se prolongó durante mucho tiempo, hasta que, lentamente, el chamán se levantó. Estaba como drogado y tenía los ojos en blanco. Alguien le acercó un objeto pequeño y se lo puso en la mano. Era uno de aquellos frutos que habían estado vaciando antes de cenar y que, por lo visto, habían convertido en una especie de maraca rellenándolo con guijarros o semillas. El chamán empezó a bailar delante de nosotros, agitando la maraca al ritmo del tambor. Cantaba algo ininteligible y brincaba de vez en cuando como si fuera un mono. En un momento dado sacudió endiabladamente la maraca delante de la cara de Gertrude, que se echó hacia atrás con cara de susto, y se quedó quieto como una estatua. Luego, se arrodilló delante de ella y con la mano libre trazó unos símbolos en la tierra. Volvió a ponerse en pie haciendo sonar el instrumento y dio otra vuelta completa al círculo, saltando y cantando, para ir a detenerse frente a Marc, a quien tampoco le hizo gracia que le batieran delante de la cara aquel sonajero. La escena de los dibujos en el suelo se repitió igual que con Gertrude y fue haciendo lo mismo frente a cada uno de nosotros. Cuando llegó mi turno, el viejo me miró fijamente con sus espantosos ojos en blanco, agitó de nuevo la maraca y se agachó para garabatear. Pero no, no eran rayas caprichosas lo que hacía, sino que su mano en trance dibujó lo que sin duda era un pájaro.
La ceremonia terminó cuando, con cuatro bruscos golpes de tambor, el chamán se desplomó en el suelo. Los forzudos del jefe lo cogieron y se lo llevaron al interior de la selva, de donde no volvió hasta la mañana siguiente, justo a tiempo para reanudar la marcha hacia Qhispita. Parecía encontrarse mejor que nunca y nos sonrió desde lejos cuando nos vio. Para entonces ya sabíamos que lo ocurrido la noche anterior había sido un regalo que nos habían hecho los Toromonas. Nos dimos cuenta cuando, por fin, pudimos ver todos los dibujos. A Efraín, el chamán le había dibujado una pirámide de tres escalones en cuyo interior se distinguía una culebra. Marta recibió la misma pirámide pero, sobre ella, el chamán le dibujó un pájaro idéntico al mío. A Marc y a Lola les tocó la misma cabeza humana con varias aureolas unidas por radios que, más que halos de santo, parecían resistencias de bombillas incandescentes.
Gertrude creyó al principio que su dibujo era un candado pero luego descubrió que se trataba de una bolsa de remedios como la del chamán porque éste había añadido el pequeño adorno de plumas que colgaba de la suya. Aquéllos eran nuestros futuros, las cosas que nos interesaban y a las que pensábamos dedicarnos: Efraín y Marta a Lakaqullu, la pirámide de tres pisos con su cámara de los tesoros; Marc y Lola a Ker-Central, una empresa promotora de proyectos de inteligencia artificial; Gertrude a ejercer la medicina entre los indios del Amazonas pero desde una nueva vertiente un poco más curandera y chamánica; y yo… Bueno, ¿qué demonios significaba el pájaro que nos había tocado tanto a Marta como a mí? No pensaba explicarlo. Fingí ignorancia y guardé silencio. Deliberadamente, dejé que los demás, Marta incluida, se devanaran los sesos intentando averiguarlo.
Por fin, el lunes 5 de agosto llegamos a Qhispita y nos detuvimos ante la misma puerta por la que habíamos salido como prisioneros. Los Toromonas se despidieron de nosotros en ese momento. El jefe nos puso las manos en los hombros a los seis, uno detrás de otro, pronunciando amistosamente unas palabras que no comprendimos y, después, él y sus hombres se internaron de nuevo en la selva y desaparecieron. No eran gentes de grandes expresiones. Pasados unos instantes, entramos en la ciudad y ascendimos lentamente en dirección a la plaza. Avanzábamos aturdidos: en comparación con las seis semanas pasadas en la selva, aquellas ruinas nos parecieron el colmo de la civilización, con sus calles empedradas y sus casas con paredes y tejados.
Alcanzamos la explanada y, en silencio, contemplamos los vacíos edificios y el solitario y enorme monolito central, el que reproducía al gigante barbudo con los rasgos del Viajero de Lakaqullu, muy cerca de cuyo pedestal de roca negra todavía podían verse los restos calcinados de lo que fueron nuestras posesiones. Como mendigos hambrientos revolvimos las cenizas en busca de algo que hubiese sobrevivido, pero no quedaba nada. Todo lo que teníamos eran nuestras hamacas, un par de cerbatanas y algunos colmillos afilados. Eso y la gran cantidad de conocimientos adquiridos junto a los Toromonas.
Durante las últimas noches habíamos estado discutiendo acerca de cómo podríamos regresar solos hasta Rurrenabaque. Recordando los mapas incinerados, sabíamos que, caminando siempre en dirección oeste, acabaríamos encontrando el gran río Beni y que, desde allí, sólo tendríamos que seguir el cauce hacia su nacimiento para alcanzar antes o después las localidades gemelas de Rurrenabaque y San Buenaventura. A la ida habíamos seguido fielmente las indicaciones de los mapas de Sarmiento de Gamboa y de la lámina de oro, pero ahora tendríamos que ingeniárnoslas por nuestros propios medios.
Cuando comprobamos en qué dirección se ponía el sol, iniciamos la marcha a través de la selva. Ya no éramos las mismas seis personas que llegaron hasta aquella ciudad abandonada cargadas de modernas tecnologías y alimentos de diseño. Ahora sabíamos cazar, despellejar, hacer un fuego, protegernos de los peligros que entrañaban desde los pumas a las hormigas soldado, pasando por los tábanos y los tucanes, así como seguir las sendas abiertas por los animales, arrancar una liana y beber su contenido de agua si teníamos sed o curarnos un absceso con grasa de serpiente o de lagarto. No, ya no éramos en absoluto las mismas seis personas (tres hackers, una médica, un arqueólogo y una antropóloga), que habían llegado con sus mochilas de tejido impermeable y alta transpirabilidad hasta las ruinas de Qhispita.
Tardamos dos días y medio en alcanzar el Beni y, desde allí, dos días más hasta encontrar un minúsculo poblado llamado San Pablo en el que sólo vivían tres o cuatro familias indígenas que, por supuesto, no tenían teléfono ni sabían lo que era, pero sí disponían de unas magníficas canoas en las que se ofrecieron a llevarnos hasta otro asentamiento llamado Puerto de Ixiamas, cincuenta kilómetros río arriba. Habíamos previsto la reacción que nuestro desastrado aspecto y nuestra súbita aparición podían producir en cualquiera que nos viera, de modo que contamos una truculenta historia sobre un accidente de avioneta en el que lo habíamos perdido todo y una dramática historia de supervivencia en la selva. Aquella gente, que tenía un aspecto incluso peor que el nuestro, nos miraba sin entender muy bien lo que les estábamos contando (era gente sencilla que sabía poco castellano) pero, con todo, nos dieron de cenar, nos permitieron dormir en el interior de una de sus cabañas de madera y, al día siguiente, nos llevaron hasta Puerto de Ixiamas, que resultó no ser mucho más grande que San Pablo pero con teléfono, un teléfono que sólo tenía línea cuando se conectaba un viejo generador de gasolina y que, aun así, ofrecía pocas garantías de funcionamiento. Después de un par de horas de infructuosos intentos a través de varias centralitas locales, Efraín pudo ponerse en contacto con uno de sus hermanos y contarle, aproximadamente, nuestra situación. Su hermano, que era un pacífico profesor de matemáticas poco dado a semejantes sobresaltos, reaccionó con bastante sangre fría y se comprometió a esperarnos en la última localidad ribereña antes de Rurrenabaque, Puerto Brais, dos días después con ropa y dinero.
Estábamos en los confines del mundo, en unos rincones perdidos de la selva donde jamás llegaba nadie y donde no tenían costumbre de ver a blancos ni oír hablar castellano. Seguíamos rozando la Terra Incognita pero, a bordo de las canoas de las gentes del río, llegamos en la fecha prevista hasta Puerto Brais, a unos quince kilómetros de nuestro destino, donde, en efecto, el hermano de Efraín, Wilfredo, con la confusión pintada en la cara, nos recibió con grandes abrazos y una maleta. No pudimos pasar muy desapercibidos en aquel pequeño embarcadero, ni tampoco en el barucho en el cual nos aseamos y nos cambiamos rápidamente de ropa, pero cuando subimos en la última embarcación con destino a Rurre parecíamos tranquilos turistas que regresaban de un agradable paseo por las cercanías.
Como habíamos perdido las reservas que dejamos pagadas a la venida, Wilfredo había tenido que comprar en El Alto los siete pasajes para el vuelo de regreso a La Paz que salía aquella misma noche (seguían habilitando vuelos especiales para los turistas), de manera que pasamos la tarde sentados primero en un bar y, luego, en un parque, intentando no llamar excesivamente la atención. A la hora prevista, caminamos tranquilamente hasta las oficinas de la TAM desde donde partía la buseta con destino al aeródromo de hierba.
Aterrizamos, por fin, en El Alto a las diez y pico de la noche y nos despedimos de Wilfredo antes de montarnos en dos radio-taxis que nos condujeron hasta la casa de Efraín y Gertrude. Jamás había sentido una conmoción tan fuerte como la que sufrí atravesando en el interior de un vehículo las calles de La Paz. La velocidad me sorprendía. Era como haber estado mucho tiempo en otro planeta y haber vuelto a la Tierra. Todo me parecía nuevo, extraño, rápido y demasiado ruidoso, y, además, hacía un frío seco e invernal al que ya no estaba acostumbrado.
Gertrude y Efraín se acercaron hasta el domicilio de unos vecinos que tenían una copia de las llaves de su casa por si ocurría algo. Con ellas abrieron la puerta y sólo entonces, allí, comprendimos que habíamos regresado de verdad. Nos mirábamos y sonreíamos sin decir nada, tan perplejos como un grupo de críos en su primer día de colegio. Las maletas de Marc y Lola y las mías estaban en el cuarto de invitados, de modo que nos duchamos, nos pusimos nuestras propias ropas, nos sentamos en sillas normales en torno a la mesa del comedor y, usando platos, cubiertos y servilletas, tomamos una magnífica cena que nos trajeron desde un restaurante cercano. Luego, aún algo atontados por el cambio, encendimos el televisor y nos quedamos pasmados contemplando las imágenes que salían en la pantalla y escuchando las voces y la música. Todo seguía siendo muy raro pero lo que a mí más me sorprendía era ver a los otros bien peinados, con las manos y las uñas aseadas y vestidos con pantalones largos, faldas, blusas y jerseys limpios y sin desgarrones. Parecían distintos.
Había algo, sin embargo, que no podía posponer más. Hacía casi dos meses que me había despedido de mi abuela con la promesa de ponerme en contacto con ella en cuanto me fuera posible, pensando que sería cuestión de un par de semanas. De modo que la llamé. En España eran las seis de la tarde. Como cualquier abuela del mundo, la mía no lo había pasado bien durante el tiempo que había estado sin saber nada de mí pero, pese a su preocupación (que estuvo a punto de hacerla llamar a la policía boliviana al menos en un par de ocasiones, según me contó), había conseguido mantener a mi madre bajo control convenciéndola de que yo estaba bien y de que llamaba con frecuencia.
– ¿Y dónde le has dicho que estoy? -le pregunté-. Es para no meter la pata cuando vuelva.
– Ya sabes que yo no miento nunca -repuso con firmeza.
¡No, por favor!, pensé horrorizado. ¿Qué demonios les habría contado?
– Que te habías ido a la selva del Amazonas a buscar unos remedios naturales para curar a Daniel. Unas hierbas. ¡No quieras saber la cara que puso tu madre! En seguida empezó a contárselo a todas sus amistades como si fuera algo muy chic. Tienes a media Barcelona esperándote muerta de curiosidad.
Hubiera querido matarla de no haber sido porque me sentía feliz de oírla y de regresar, en cierto modo, a la normalidad.
– ¿Las has conseguido, Arnauet?
– ¿Que si he conseguido qué?
– Las hierbas… Bueno, lo que sea. Tú ya me entiendes. -Emitió un largo suspiro y me dio la impresión de que lo que hacía en realidad era disimular la exhalación del humo de un cigarrillo-. Lo he tenido que contar tantas veces por culpa de tu madre que casi he llegado a creérmelo.
– Es posible, abuela. Lo sabremos cuando volvamos.
– Pues tu hermano está en su casa. Nos lo llevamos del hospital hace mes y medio. No ha mejorado nada; el pobrecito sigue igual que cuando te marchaste. Ahora ya ni habla. Espero que eso que le traes sirva para algo. ¿No quieres decirme de qué se trata?
– Estoy llamándote desde casa de unos amigos y es una conferencia internacional, abuela. Te lo contaré cuando esté allí, ¿vale?
– ¿Cuándo vuelves? -quiso saber.
– En cuanto consigamos los billetes para España. Pregúntale a Núria. Voy a llamarla ahora mismo para que se encargue de todo. Ella te mantendrá informada.
– ¡Qué ganas tengo de verte!
– Y yo a ti, abuela -dije sonriendo-. ¡Ah, por cierto! Hay una cosa que tengo que pedirte. Busca el momento adecuado para que pueda quedarme a solas con Daniel. No quiero a nadie en la habitación mirando, ni en el salón esperando, ni en la cocina preparando la cena. La casa tiene que estar vacía. Además, iré con alguien.
– ¡Arnau! -se escandalizó-. ¡No se te ocurrirá traer a un chamán indio a casa de tu hermano, ¿verdad?!
– ¡Pero cómo quieres que lleve a un chamán! -me sublevé-. No. Se trata de Marta Torrent, la jefa de Daniel.
Se hizo un largo y significativo silencio al otro lado del hilo telefónico.
– ¿Marta Torrent…? -dijo, al fin, con voz vacilante-. ¿Esa no es la bruja de la que habla Ona?
– Sí, esa misma -admití, mirando a Marta a hurtadillas y observando cómo Lola y ella se reían de algo que veían en el televisor-. Pero es una gran persona, abuela. Ya te la presentaré. Verás como te gusta. Ella es quien va a curar a Daniel.
– No sé, Arnauet… -titubeó-. No veo claro eso de traer a Marta Torrent a casa de Ona y de tu hermano. Ona podría ofenderse. Ya sabes que considera a Marta responsable de la enfermedad de Daniel.
– Mira, abuela, no me obligues a contarte ciertas cosas en este momento. -Me enfadé; recordar las estupideces que mi hermano y mi cuñada decían sobre Marta me ponía de mal humor-. Tú haz lo que yo te digo y déjame a mí el resto. Busca la manera de que la casa se quede vacía y de que Marta y yo podamos entrar sin que nadie se entere.
– ¡Me pones en cada aprieto, hijo mío!
– Tú vales mucho, nena -bromeé.
– ¡Naturalmente que valgo mucho! Si no fuera así, no sé qué habría sido de esta familia. Pero insisto en que me sigues poniendo en una situación muy difícil con tu cuñada.
– Lo harás bien -la animé, zanjando la conversación-. Te veré dentro de unos días. Cuídate hasta que yo vuelva, ¿vale?
Cuando me despegué el auricular de la oreja después de hablar con mi abuela y con Núria, ya no era la civilización la que me resultaba extraña sino el recuerdo de la selva. Como por arte de magia, había recuperado los hábitos normales de conducta y sentía que volvía a ser el mismo Arnau Queralt de antes. Pero no, me dije. Seguramente, no del todo.