FEE

14

Deseosa de que su regreso pasara inadvertido, Meg-gie se trasladó a Drogheda en el camión del correo, con el viejo Bluey Williams, llevando a Justine en una cesta sobre el asiento, a su lado. Bluey estaba encantado de verla y ansioso de saber lo que había estado haciendo en los últimos cuatro años; pero, al acercarse a la casa, guardó silencio, adivinando su deseo de llegar a ella sin ruido.

Volvía a la tierra parda y plateada, al polvo,.a los maravillosos ascetismo y pureza que había echado en falta en North Queensland. Aquí, nada de vegetación salvaje, nada de apresurar la podredumbre para hacer sitio para más; sólo una marcha inevitable y cíclica, como las constelaciones. Más canguros que nunca. Deliciosos y pequeños wilgas simétricos, redondos y maternales, casi mimosos. Galahs, pasando en oleadas rosadas por encima del camión, en plena carrera. Conejos saltando desvergonzadamente en la carretera y levantando nubéculas de polvo blanco. Esqueletos calcinados de árboles muertos sobre la hierba. Espejismos de bosques en el lejano y curvo horizonte, cuando cruzaron la llanura de Dibban-Dibban, y en los que sólo unas rayas azules a través de los troncos revelaban que aquellos árboles no eran reales. Y el sonido que ella había echado de menos sin darse cuenta: el graznido desolado de los cuervos. Pardos y brumosos velos de polvo eran arrastrados por el viento seco del otoño como una lluvia sucia. Y la hierba, la hierba plateada del Gran Noi oeste, estirándose hacia el cielo como una bendición.

¡Drogheda, Drogheda! Los eucaliptos y los adormilados pimenteros gigantes, poblados de zumbidos de abejas. Corrales y edificios amarillos de piedra arenisca, el extraño prado verde alrededor de la casa grande, flores de otoño en el jardín, alhelíes y zinnias, maravillas y caléndulas, crisantemos, rosas, rosas. La gravilla del patio de atrás, la señora Smith. mirando boquiabierta y, después, riendo, llorando; Minnie y Cat, corriendo, sus viejos y fibrosos brazos como cadenas alrededor de su corazón. Porque Drogheda era el hogar, y aquí estaba su corazón, para siempre.

Fee salió a ver qué significaba todo aquel jaleo.

– Hola, mamá. He vuelto a casa.

Los ojos grises no cambiaron, pero el alma más despierta de Meggie comprendió. Mamá estaba contenta; sólo que no sabía cómo demostrarlo.

– ¿Has dejado a Luke? -preguntó Fee, dando por descontado que la señora Smith y las doncellas tenían tanto derecho a saber como ella misma.

– Sí. Nunca volveré a su lado. Él no quería un hogar, ni a sus hijos, ni a mí.

– ¿A sus hijos?

– Sí. Voy a tener otro.

Ohs y ahs de las criadas, y Fee expresando su juicio con voz mesurada, que ocultaba su satisfacción:

– Si él no te quiere, has hecho bien en volver a casa. Nosotros podernos cuidar de ti.

Su vieja habitación, que daba al Home Paddock, a los jardines. Y un cuarto contiguo para Justine y para el otro hijo cuando viniese. ¡Oh! ¡Era bueno estar en casal! Bob también se alegró de verla. Cada día más parecido a Paddy, andaba un poco encorvado y mostraba una complexión fibrosa, como si el sol hubiese tostado su piel y secado sus huesos. Tenía la misma fuerza amable de carácter, pero, tal vez porque nunca había sido padre de familia numerosa, carecía del empaque de Paddy. Y también se parecía a Fee. Tranquilo, reservado, era incapaz de revelar sus sentimientos y sus opiniones. Debía de tener cerca de los treinta y cinco años, pensó Meggie, súbitamente sorprendida, y todavía no se había casado. Después entraron Jack y Hughie, dos facsímiles de Bob, pero sin su autoridad, y le dieron la bienvenida a casa con tímidas sonrisas. Por eso deben ser tan tímidos, pensó ella; por la tierra, pues la tierra no exige locuacidad ni cortesías sociales. Sólo necesita lo que ellos le dan: un amor sin palabras y una lealtad total.

Todos los varones Cleary estaban aquella noche en casa, para descargar un camión de maíz que Jims y Patsy habían traído de la AMI & F de Gilly.

– Nunca vi una sequía tan grande, Meggie -dijo-

Bob-. No ha caído una gota de agua desde hace dos años. Y los conejos son una plaga peor que los canguros; comen más hierba que los corderos y los canguros juntos. Tratamos de alimentar nosotros a los corderos; pero ya sabes cómo son.

Demasiado sabía Meggie cómo eran los corderos. Idiotas, incapaces de comprender siquiera los rudimentos de la supervivencia. El poco seso que pudieran tener los animales primitivos brillaba por su ausencia en estos lanudos aristócratas. Los corderos sólo querían comer hierba, o matas arrancadas de su medio natural. Pero faltaban manos para cortar éstas en cantidad suficiente para más de cien mil corderos.

– ¿Quiere esto decir que puedo ayudaros?

– ¡Ya lo creo que puedes! Dejarás a un hombre libre para esta, labor, si eres capaz de galopar por la dehesa como solías hacer.

Fieles a su palabra, los gemelos habían vuelto a casa para bien. A los catorce años, habían abandonado Riverview para siempre y les había faltado tiempo para volver a las negras llanuras. Parecían ya jóvenes Bobs, Jacks y Hughies, en el sentido de que sustituían gradualmente el anticuado uniforme de sarga gris y de franela de los ganaderos del Gran Noroeste, por los pantalones blancos de algodón, la camisa blanca, un sombrero de fieltro gris de copa plana y ala ancha, y unas botas de montar con elástico a los lados, que les llegaban al tobillo y con tacones planos. Sólo el puñado de aborígenes de media casta que vivían en el sector de barracas de Gilly imitaban a los vaqueros del Oeste americano, llevando botas de fantasía de tacón alto y grandes sombreros «Stetson». Para el hombre corriente de las llanuras negras, este atuendo era una afectación inútil, parte de una cultura diferente. No se podía caminar entre los matorrales con botas de tacón alto y con frecuencia había que andar entre ellos. Y los grandes «Stetson» daban mucho calor y eran pesados.

La yegua castaña y el capón negro habían muerto; la caballeriza estaba vacía. Meggie insistió en que le bastaba uno de los caballos que usaban los ganaderos, pero Bob fue a ver a Martin King y le compró un par de rocines de media casta: una yegua de color crema con la crin y el rabo negros, v un capón castaño y patilargo. Por alguna razón, la pérdida de la yegua castaña dolió mas a Meggie que la despedida de Ralph; una reacción tardía, como si esto confirmase más claramente la marcha de él. Pero era buena cosa salir de nuevo a la dehesa, cabalgar seguida de los perros, comer el polvo entre los balidos de un rebaño de corderos, observar los pájaros, el cielo, la Tierra. La sequía era terrible. Meggie recordaba que la hierba había durado siempre más que la sequía, pero ésta era diferente. La hierba estaba ahora seca, y, entre sus tallos, se veía la tierra negra, resquebrajada en una red de grietas que se abrían como bocas sedientas. Lo cual había que agradecer sobre todo a los conejos. En los cuatro años de su ausencia, se habían multiplicado inconmensurablemente, aunque ella pensaba que representaba ya una plaga desde muchos años antes. Sólo que ahora, casi de la noche a la mañana, su número había rebasado con mucho el grado de saturación. Estaban en todas partes y también ellos se comían la preciosa hierba.

Aprendió a poner trampas a los conejos, aunque le afligía ver a los dulces animalitos triturados por dientes de acero, pero, como buena campesina, no vacilaba en hacer lo que debía hacerse. Matar en nombre de la supervivencia no era una crueldad.

– ¡Maldito sea el nostálgico patán que trajo los primeros conejos de Inglaterra!

– comentaba. Bob.

Los conejos no eran originarios de Australia, y su importación sentimental había trastornado por completo el equilibrio ecológico del continente, cosa que no habían hecho los corderos y los bueyes, que habían sido apacentados científicamente desde el momento de su introducción. En Australia no había predadores naturales que controlasen la proliferación de los conejos, y los zorros importados no se aclimataron bien. El hombre debía hacer de predador artificial; pero había pocos hombres y demasiados conejos.

Cuando Meggie engordó demasiado para montar a caballo, pasaba los días en la casa, mientras la señora Smith, Minnie y Cat, cosían o hacían labor de ounto para el pequeño ser que se agitaba en su seno. Él (siempre pensaba que sería varón) era más parte de ella de lo que jamás había sido Justine; no padecía mareos ni depresión, y esperaba con ansiedad el momento de traerlo al mundo. Tal vez Justine tenía inconscientemente la culpa de algo de esto; ahora que la criaturita de ojos pálidos se estaba transformando de necio bebé en niña sumamente inteligente, Meggie se sentía fascinada por el cambio de la chiquilla. Du rante mucho tiempo, había sentido indiferencia por Justine, y ahora quería verter amor sobre su hija, estrecharla en sus brazos, besarla, reír con ella. Verse cortésmente rechazada resultaba muy doloroso, pero esto era lo que hacía Justine siempre que ella quería mostrarse afectuosa.

Cuando Jims y Patsy salieron de Riverview, la señora Smith había pensado que volvería a tenerlos bajo sus alas protectoras, pero pronto descubrió, contrariada, que pasaban la mayor parte del tiempo en la dehesa. Por eso, la señora Smith se volvió a la pequeña Justina, y se encontró con que era tan reservada como Meggie. Parecía como si Justine no quisiera que la abrazasen, la besaran o la hiciesen reír.

Anduvo y habló muy pronto, a los nueve meses. En cuanto, se sostuvo sobre los pies y dominó un lenguaje muy articulado, procedió a campar por sus respetos y hacer precisamente lo que le venía en gana. No era alborotadora ni rebelde; sencillamente, estaba hecha de un metal muy duro. Meggie no sabía nada de los genes, pero, si lo hubiese sabido, habría pensado en el resultado de una mezcla de Cleary, Armstrong y O'Neill. Forzosamente tenía que ser una niña enérgica. Pero lo más desolador era la terca negativa de Justine a reír o a sonreír. Todos los habitantes de Drogheda se desvivían por hacer tonterías que le arrancasen una sonrisa, pero sin éxito. En lo tocante a solemnidad innata, superaba a su propia abuela.

El primero de octubre, cuando Justine tenía exactamente dieciséis meses, nació el hijo de Meggie, en Drogheda. Se adelantó casi cuatro semanas, cuando aún no lo esperaban. Meggie tuvo dos o tres fuertes contracciones, rompió aguas y nació la criatura. Fue ayudada en el parto por la señora Smith y Fee, pocos minutos después de telefonear éstas al médico. Meggie apenas si tuvo tiempo de dilatarse. El dolor fue mínimo, y todo ocurrió tan rápidamente que pareció que no había pasado nada; a pesar de que tuvieron que darle unos puntos, precisamente porque la cosa había sido tan precipitada, Meggie se sentía muy bien. Así como habían estado secos para Justine, sus senos estaban ahora llenos a rebosar. Esta vez, no hubo necesidad de biberones ni de botes de «Lac-togen». ¡Y el niño era tan hermoso! Largo y delgado, con un mechón de pelo rubio sobre un cráneo pequeño y perfecto, y con unos vivarachos ojos azules que no parecía que fuesen a cambiar de color. ¿Cómo podían cambiar? Eran los ojos de Ralph, como eran de Ralph las manos, la nariz y la boca, incluso los pies.'Meggie era lo bastante despreocupada para alegrarse de que Luke tuviese una complexión y un color parecidos a los de Ralph, y también cierta semejanza en las facciones. Pero las manos, las cejas, la punta de los cabellos sobre la frente, la forma de los dedos de las manos y de los pies, tenían mucho de Ralph y muy poco de Luke. Ojalá no se fijase nadie en esto.

– ¿Has decidido qué nombre le pondrás? -preguntó Fee, a quien el niño parecía fascinar.

Meggie la observó, mientras su madre sostenía al niño, y se alegró. Mamá volvería a amar; tal vez no con la intensidad que había amado a Frank.

– Voy a llamarle Dane.

– ¡Qué nombre más raro! ¿Por qué? ¿Corresponde a alguien de la familia O'Neill? Pensaba que no querías saber nada de los O'Neill.

– No tiene nada que ver con Luke. Es su nombre, y de nadie más. Odio los nombres de familia; es como querer poner algo de alguien a una persona nueva. Puse Justine a la niña, sencillamente, porque me gustó el nombre, y llamaré Dane a mi hijo por esa razón.

– Bueno, no suena mal -confesó Fee.

Meggie hizo una mueca; sus senos estaban llenos.

– Dámelo, mamá. ¡Ojalá tenga mucha hambre! Y ojalá se acuerde el viejo Bluey de traer la mamadera. En otro caso, tendrás que ir tú a buscar una.

El niño tenía hambre; chupaba con tal fuerza que su boquita desdentada le hacía daño. Mirando sus ojos cerrados de pestañas oscuras con las puntas de oro, sus pobladas cejas, las pequeñas y afanosas mejillas, Meggie le amó tanto que su amor le dolía más que los tirones en el pecho.

Con él me bastará; tiene que bastarme. No quiero más hijos. Pero por Dios, Ralph de Bricassart, por ese Dios al que amas más que a mí, que nunca sabrás lo que te he quitado. Nunca te hablaré de Dane. ¡Oh, hijo mío! Se incorporó sobre las almohadas para acomodarlo mejor en el hueco de su brazo, para ver mejor aquella carita perfecta. ¡Hijo mío! Eres hijo mío, y nunca serás de nadie más. Y menos aún de tu padre, que es cura y no puede reconocerte. ¿No es maravilloso?

El barco atracó en Genova a primeros de abril. El arzobispo Ralph desembarcó en Italia, en plena primavera mediterránea, y tomó un tren con destino a Roma. Si lo hubiese pedido, habría ido a buscarle un automóvil del Vaticano para llevarle a Roma; pero temía ver de nuevo cerrarse la Iglesia alrededor de él; quería retrasar todo lo posible este momento. La Ciudad Eterna. Era realmente esto, pensó, contemplando a través de las ventanillas del taxi los campanarios y las cúpulas, las plazas pobladas de palomas, las lujosas fuentes, las columnas romanas de bases enterradas en los siglos. Bueno, para él, todo esto era superfluo. Lo que le importaba era la parte de Roma llamada Vaticano, sus suntuosas salas públicas, sus nada suntuosas habitaciones privadas.

Un fraile dominico de hábito negro y crema le condujo a lo largo de altos pasillos de mármol, entre estatuas de bronce y de piedra dignas de un museo, entre grandes pinturas al estilo del Giotto, de Rafael, de Botticelli, de Fra Angélico. Estaba en las salas de audiencia de un gran cardenal, y sin duda la rica familia Contini-Verchese había contribuido mucho a adornar el ambiente de su augusto vastago.

En una habitación de marfil y oro, animada por los colores de los tapices y los cuadros, alfombrada y amueblada a estilo francés, con toques carmesíes en todas partes, se hallaba sentado Vittorio Scarbanza, cardenal Di Contini-Verchese. La pequeña y delicada mano, en la que relucía el rubí del anillo, se extendió hacia el recién llegado para darle la bienvenida; el arzobispo Ralph, contento de tener los ojos bajos, cruzó la estancia, hizo una genuflexión y tomó la mano para besar el anillo. Y apoyó la mejilla en aquella mano, sabiendo que no podría mentir, aunque había pensado hacerlo hasta el momento en que sus labios tocaron aquel símbolo de poder espiritual y de autoridad temporal.

El cardenal Vittorio apoyó la otra mano en el hombro inclinado, despidiendo al fraile con un movimiento de cabeza, y, al cerrarse la puerta sin ruido, la mano subió del hombro a los cabellos, se detuvo en su negra espesura y los apartó afectuosamente de la ladeada frente. Habían cambiado; pronto no serían ya negros, sino de color acero. La doblada columna vertebral se puso rígida, los hombros se echaron atrás, y el arzobispo miró directamente a la cara de su superior.

¡Ah, cómo había cambiado Ralph! La boca se había encogido, el hombre conocía el dolor y era más vulnerable; sus ojos, tan bellos de forma v de color, eran por completo diferentes de los que recordaba el cardenal, aunque físicamente seguían siendo los mismos. El cardenal Vittorio había tenido siempre la caprichosa idea de que los ojos de Jesús eran azules y parecidos a los de Ralph: tranquilos, alejados de lo que Él veía y, por ello mismo, capaces de abarcarlo y comprenderlo todo. Pero tal vez había sido una fantasía errónea. ¿Cómo se podía sufrir por la Humanidad y por uno mismo, sin mostrarlo en los ojos?

– Bueno, Ralph, siéntese.

– Quiero confesar, Eminencia.

– ¡Más tarde, más tarde! Primero tenemos que hablar, y en inglés. Estos días, hay oídos que acechan en todas partes, pero, gracias a Dios, no oídos que entiendan el inglés. Siéntese, Ralph, por favor. ¡Cuánto me alegro de verle! He echado en falta sus prudentes consejos, su lógica, su perfecto compañerismo.

No tengo a nadie a quien aprecie como a usted.

Ralph pudo sentir que su cerebro se adaptaba de nuevo al ritual, sentir que incluso sus pensamientos se revestían en su mente de una fraseología más reposada; pocas personas sabían, como Ralph tic Bricassari, la manera en que uno cambiaba según la compañía, cómo cambiaba incluso su lenguaje. El Huido y campechano inglés no se había hecho para estos oídos. Se sentó no muy lejos y precisamente en trente del delgado personaje revestido de escarlata, de un color que cambiaba y no cambiaba, de una calidad que hacía que sus bordes se confundiesen con el medio en vez de destacar de él.

El desesperado cansancio que había sentido durante semanas pareció pesar menos sobre sus hombros; se preguntó por qué había temido tanto este encuentro, si sabía en el fondo de su corazón que sería comprendido, perdonado. Pero no era esto, no era esto en absoluto. Era su propio sentimiento de culpabilidad por haber caído, por ser menos de lo que aspiraba a ser, por defraudar a un hombre que se había interesado por él, que había sido enormemente amable, que era un verdadero amigo. Su remordimiento, al enfrentarse con un hombre puro, cuando él había dejado de serlo.

– Nosotros, Ralph, somos sacerdotes, pero somos algo más antes que esto; algo que fuimos antes de hacernos sacerdotes y de lo que no podemos librarnos a pesar de nuestras renuncias. Somos hombres, con las flaquezas y los defectos de los hombres. Nada de lo que pueda decirme cambiará la impresión que me formé de usted durante los años que hemos estado juntos, nada de lo que pueda decirme disminuirá la estimación y el aprecio que le tengo. Hace muchos años que sé que no se daba cuenta de nuestra debilidad intrínseca, de nuestra humanidad, pero sabía también que la experimentaría un día, como todos. Incluso el Santo Padre, que es el más humilde y humano de todos nosotros.

– Quebranté mis votos, Eminencia. Y esto no se perdona fácilmente. Es un sacrilegio.

– Hace años que quebrantó el de pobreza, cuando aceptó la herencia de la señora Mary Carson. Quedan la obediencia y la castidad, ¿no es cierto?

– He quebrantado los tres, Eminencia.

– Preferiría que me llamase Vittorio, como solía hacer. Esto no me impresiona, Ralph, ni me conturba. Todo sucede según permite Nuestro Señor Jesucristo, y pienso que tal vez tenía que aprender una gran lección y que no podía aprenderla de un modo menos destructor. Dios es misterioso. Sus designios escapan a nuestra pobre comprensión. Pero creo que no obró usted con ligereza, que no quebrantó sus votos por considerarlos faltos de valor. Lo conozco muy bien. Sé que es orgulloso, que está muy encariñado con la idea de ser sacerdote, que tiene plena conciencia de la dignidad de su oficio. Es posible que necesitara esta lección particular para rebajar su orgullo, para comprender que es, ante todo, un hombre, y, por consiguiente, no tan elevado como se imagina. ¿No es así?

– Sí. Carecí de humildad, y creo que, en cierto modo, aspiré a ser como Dios. He pecado "gravísima e inexcusablemente. No puedo perdonarme yo mismo. ¿Cómo puedo, entonces, esperar el perdón divino?

– El orgullo, Ralph, ¡el orgullo! No es usted quien debe perdonar, ¿todavía no lo entiende? Sólo Dios puede perdonar. ¡Sólo Dios! Y Él perdona cuando el arrepentimiento es sincero. Ha perdonado pecados más grandes de santos mucho más excelsos; lo mismo que de villanos mucho más ruines. ¿Piensa que no habría perdonado al propio Lucifer? Le hubiese perdonado en el momento mismo de su rebelión. Su destino de rey del infierno fue obra suya, no de Dios. ¿Acaso no lo dijo él mismo? «¡Vale más gobernar en el infierno que servir en el cielo!» Porque no pudo vencer su orgullo, no pudo soportar el sometimiento de su voluntad a la Voluntad de Otro, aunque este Otro fuese el mismo Dios. No quiero que usted cometa el mismo error, dilecto amigo. La humildad era la única cualidad de la que carecía, v es precisamente esta cualidad la que hace los grandes santos… o los grandes hombres. Hasta que deje el perdón en manos de Dios, no tendrá una verdadera humildad.

El enérgico rostro del arzobispo se contrajo.

– Sí, sé que tiene usted razón. Debo aceptar lo que soy sin discutirlo, y luchar por ser mejor, sin enorgullecerme de lo que soy. Me arrepiento y, por ello, confesaré y esperaré el perdón. Me arrepiento amargamente.

Suspiró; sus ojos delataron su conflicto, como no podían hacerlo sus mesuradas palabras; no en esta habitación.

– Y, sin embargo, Vittorio, en cierto modo no podía hacer otra cosa. O la arruinaba a ella, o cargaba yo con la ruina. En aquel momento, pareció que no tenía opción, porque la amo. Ella no tuvo la culpa de que yo nunca quisiera que el amor se extendiese al plano físico. Su destino se hizo más importante que el mío, ¿sabe? Hasta aquel momento, yo me había considerado siempre el primero, más importante que ella, porque yo era sacerdote y ella era un ser inferior. Pero vi que yo era responsable de lo que era ella… Debí apartarme de ella cuando era niña, pero no lo hice. La conservé en mi corazón, y ella lo sabía. Si la hubiese arrancado realmente de mí, ella lo habría sabido también y se habría convertido en alguien en quien ya no habría podido influir. -Sonrió-. Ya ve que tengo mucho de que arrepentirme. Intenté un pequeño acto creador por cuenta propia.

– ¿Era la Rosa?

El arzobispo Ralph echó la cabeza atrás y miró el complicado techo, con sus doradas molduras y su lámpara barroca de Murano.

– ¿Quién más podía ser? Ella es mi único intento de creación.

– ¿Y qué será de la Rosa? ¿Le ha hecho más daño con esto que si la hubiese rechazado?

– No lo sé, Vittorio. ¡Ojalá lo supiese! En aquel momento, sólo me pareció que era lo único que podía hacer. No tengo la presciencia de Prometeo, y el factor emocional me incapacita para juzgar. Además, simplemente… ¡ocurrió! Pero creo que quizá lo que ella más necesitaba era el reconocimiento de su identidad como mujer. No quiero decir que ella no supiera que era una mujer. Quiero decir que yo no lo sabía. Si la hubiese conocido siendo ya mujer, tal vez todo habría sido diferente, pero la conocí muchos años como niña.

– Eso suena bastante afectado, Ralph, y significa que aún no está a punto para el perdón. Le duele, ¿no? Le duele haber sido lo bastante humano para sucumbir a la debilidad humana. ¿Lo hizo realmente con esta intención noble de autosacrificio?

Ralph, sobresaltado, contempló aquellos líquidos oscuros ojos y se vio reflejado en ellos como un par de diminutos muñecos de insignificantes proporciones.

– No -dijo-. Soy hombre, y, como hombre, encontré en ella un placer que ni en sueños hubiese podido imaginar. No sabía que una mujer pudiese sentir de esta manera, ni ser la fuente de un gozo tan profundo. Deseé no dejarla nunca, no sólo por su cuerpo, sino también porque me gustaba estar con ella, hablar con ella, mirarla en silencio, comer lo que ella cocinaba, sonreírle, compartir sus pensamientos. La añoraré toda mi vida.

Había algo en aquel flaco rostro ascético que, inexplicablemente, le recordó la cara de Meggie en el momento de la despedida; la visión de un peso espiritual qué se descarga, la resolución de un carácter capaz de seguir adelante a pesar de sus cargas, de sus fatigas, de su dolor. ¿Qué sabía este cardenal envuelto en seda roja, cuya única afición humana parecía ser su lánguido gato abisinio?

– No puedo arrepentirme de lo que tuve con ella en este sentido -siguió diciendo Ralph, al ver que Su Eminencia no decía nada-. Me arrepiento de haber quebrantado unos votos solemnes y que me ataban tanto como mi propia vida. Nunca podré volver a desempeñar mis funciones sacerdotales bajo la misma luz, con el mismo celo. Me arrepiento de esto amargamente. Pero, ¿de Meggie?

La expresión de su semblante al pronunciar el nombre de ella hizo que el cardenal Vittorio volviese la cara para debatir sus propios pensamientos.

– Arrepentirme de Meggie sería asesinarla. -Se pasó cansadamente una mano por los ojos-. No sé si esto queda muy claro, ni siquiera si expresa aproximadamente lo que quiero decir. Parece que me es imposible decir lo que siento por Meggie.

Se inclinó hacia delante en su sillón, al volver de nuevo la cabeza el cardenal, y observó que sus dos imágenes gemelas crecían un poco. Los ojos de Vittorio -eran como espejos; reflejaban lo que veían y no dejaban pasar nada de lo que había detrás de ellos. Los ojos de Meggie eran precisamente lo contrario; bajaban y bajaban y bajaban, hasta llegar a su propia alma.

– Meggie es una bendición -dijo-. Para mí, es algo sagrado, como un sacramento profano.

– Sí, comprendo -suspiró el cardenal-. Es bueno que sienta usted así. Creo que, a los ojos de Nuestro Señor, esto atenuará su grave pecado. Por su propio bien, le diré que creo que debería confesarse con el padre Giorgio y no con el padre Guillermo. El padre Giorgio no interpretará erróneamente sus sentimientos y su razonamiento. Verá la verdad. El padre Guillermo es menos perceptivo y podría considerar du-doso su arrepentimiento. -Una débil sonrisa apareció en sus labios, como una sombra fugaz-. Los que oyen en confesión a los grandes son también hombres, mi querido Ralph. No olvide esto mientras viva. Sólo en el ejercicio de su sacerdocio actúan como depositarios de Dios. En todo lo demás, son hombres. Y el perdón que otorgan viene de Dios, pero los oídos que escuchan y juzgan son oídos de hombre.

Hubo una discreta llamada a la puerta; el cardenal Vittorio guardó silencio y observó cómo era depositado el té sobre una mesita taraceada…

– Ya lo ve, Ralph. Desde mi estancia en Australia, he conservado el hábito de tomar té por la tarde. En mi cocina lo hacen muy bien, aunque al principio no podía decirse lo mismo. -Levantó una mano al iniciar el arzobispo Ralph un movimiento en dirección a la tetera-. ¡Oh, no! Yo lo serviré. Me divierte hacer el papel de «madre».

– He visto muchas camisas negras en las calles de Genova y de Roma -dijo el arzobispo Ralph, mientras observaba cómo servía el té el cardenal Vittorio.

– Son las cohortes especiales de «II Duce». Nos esperan tiempos muy difíciles, Ralph. El Santo Padre está resuelto a que no haya ruptura entre la Iglesia y el Gobierno secular de Italia, y en esto, como en todo, tiene toda la razón. Suceda io que suceda, nosotros debemos permanecer libres para ejercer nuestro ministerio con todos nuestros hijos, aunque una guerra signifique que nuestros hijos se dividirán y lucharán entre ellos, en nombre de un Dios católico. Dondequiera que estén nuestros corazones y nuestras simpatías, debemos esforzarnos siempre en mantener a la Iglesia alejada de las ideologías políticas y de los conflictos internacionales. Yo quería tenerle aquí conmigo, porque puedo confiar en que su cara no delatará lo que piense su cerebro, con independencia de todo lo que puedan ver sus ojos, y porque tiene usted la mejor mentalidad diplomática con que nunca me haya tropezado.

El arzobispo Ralph sonrió tristemente.

– Hará usted que avance en mi carrera aunque sea a pesar mío, ¿no es cierto? Me pregunto qué habría sido de mí si nunca le hubiese conocido.

– ¡Oh! Habría sido arzobispo de Sydney, que es un cargo bueno e importante -dijo Su Eminencia, con meliflua sonrisa-. Pero el rumbo de nuestras vidas no depende de nosotros. Nos conocimos porque estaba escrito, como está escrito que trabajemos ahora juntos para el Santo Padre.

– No creo que el final sea muy feliz -repuso el arzobispo Ralph-. Creo que obtendremos el resultado que se obtiene siempre con la imparcialidad. Nadie nos dará las gracias, y todos nos criticarán.

– Lo sé, y también lo sabe Su Santidad. Pero es lo único que podemos hacer. Y nada nos impide rezar en privado por la rápida caída de «II Duce» y de «Der Führer», ¿verdad?

– ¿Piensa realmente que habrá guerra?

– No veo posibilidad de evitarla.

El gato de Su Eminencia se levantó del soleado rincón donde había estado durmiendo, y saltó sobre la falda escarlata con cierta torpeza, porque era viejo.

– ¡Hola, Saba! Saluda a nuestro viejo amigo Ralph, a quien solías preferir más que a mí.

Los satánicos ojos amarillos miraron altivamente al arzobispo Ralph, y se cerraron. Los dos hombres se echaron a reír.

15

En Drogheda había un aparato de radio. Por fin había llegado el progreso a Gillanbone, en forma de una emisora de la «Australian Broadcasting Commis-sion», y contaban con algo para distraerse, además de las fiestas acostumbradas. El aparato era un objeto bastante feo, montado en una caja de nogal y colocado sobre una pequeña y exquisita mesa del salón con las pilas ocultas en un armario inferior.

Cada mañana, la señora Smith, Fee y Meggie conectaban el aparato para escuchar el boletín de noticias de Gillanbone y el parte meteorológico, y, cada noche, lo hacían Fee y Meggie para oír las noticias nacionales de la ABC. Qué extraño resultaba verse conectado instantáneamente con el exterior; enterarse de las inundaciones, los incendios y las lluvias de todas las partes de la nación, de lo que pasaba en la inquieta Europa, de la política australiana, sin intervención de Bluey Williams y de sus periódicos atrasados.

Cuando el noticiario del viernes, primero de setiembre, informó que Hitler había invadido Polonia, sólo Fee y Meggie estaban en casa para oírlo, y ninguna de las dos le prestó mucha atención. Hacía meses que se especulaba sobre esto, y, además, Europa estaba al otro lado del mundo. Nada tenía que ver con Drogheda, que era el centro del universo. Pero el domingo, tres de setiembre, todos los hombres habían venido del campo a oír la misa del padre Watty Thomas, y los hombres estaban más interesados en Europa. Ni Fee ni Meggie pensaron en contarles las noli cias del viernes, y el padre Watty, que tal vez lo hu biese hecho, había salido a toda prisa para Narren gang.

Como de costumbre, pusieron aquella noche la radio para oír las noticias nacionales. Pero, en vez de la voz almidonada y con puro acento de Oxford del locutor, se oyó la voz inconfundiblemente australiana del Primer Ministro, Robert Gordon Menzies.

«Compañeros australianos: tengo el triste deber de informarles que, a consecuencia de la invasión de Polonia por Alemania, Gran Bretaña ha declarado la guerra a Alemania, por lo cual Australia está también en guerra…

»Está demostrado que Hitler no ambiciona unir a todo el pueblo alemán bajo un nuevo régimen, sino imponer este régimen a cuantos países pueda dominar por la fuerza. Si esto continúa, no habrá seguridad en Europa ni paz en el mundo,… Indudablemente, donde esté Gran Bretaña, allí estará el pueblo de todo el mundo británico.

»Nuestro poder actual, y el de la madre patria, se verán reforzados si proseguimos nuestra producción, si continuamos nuestras tareas y negocios, si mantenemos nuestro empleo y, con él, nuestra fuerza. Sé que, a pesar de las emociones que sentimos, Australia está dispuesta a llegar hasta el fin.

»Que Dios, en su piedad y su misericordia, haga que el mundo se vea pronto libre de esta angustia.»

Se hizo un largo silencio en el salón, interrumpido por el tono gangoso de una emisora de onda corta que transmitía un discurso de Neville Chamberlain al pueblo británico; Fee y Meggie miraban a sus hombres.

– Contando a Frank, somos seis -dijo Bob, rompiendo el silencio-. Todos, salvo Frank, trabajamos en el campo, lo cual quiere decir que no nos querrán para el servicio militar. De los ganaderos que tenemos actualmente, supongo que seis desearan ir a luchar, y dos querrán quedarse.

– ¡Yo-quiero ir! -declaró Jack, bollándole los ojos.

– ¡Y yo! -aseguró gravemente Hughie.

– ¡Y nosotros! -declaró Jims, hablando por él y por el callado Patsy.

Pero todos miraron a Bob, que era el jefe.

– Tenemos que ser sensatos -manifestó éste-. La lana es un artículo de guerra, y no sólo para la ropa. También se emplea en el embalaje de municiones y explosivos y, seguramente, en otra serie de cosas extrañas que ignoramos. Además, tenemos ganado bovino para carne, y ovejas y carneros viejos para cuero, cola, sebo, lanolina…, otros tantos artículos de guerra.

»Por tanto no podemos largarnos v dejar que Drogheda se desenvuelva sola, por mucho que deseemos hacerlo. Mientras haya guerra, nos será muy difícil remplazar los ganaderos que sin duda perderemos. La sequía está en su tercer año, esiamos cortando matorrales, y los conejos nos vuelven locos. De momento, nuestro puesto está en Drogheda; algo mucho menos excitante que entrar en acción, pero igualmente necesario. Haremos aquí todo lo que podamos.

Los rostros de los varones se nublaron, y los de las mujeres se animaron.

– ¿Y qué pasará si dura más de lo que se imagina Pig Iron Bob? -preguntó Hughie, dando al Primer Ministro el apodo nacional.

Bob reflexionó mientras profundas arrugas surcaban su curtido semblante.

– Si las cosas empeoran y la guerra se prolonga, supongo que, mientras nos queden dos ganaderos, podremos prescindir de dos Cleary; pero sólo si Meggie se aviniese a vestirse de amazona y trabajar en las dehesas interiores. Sería muy duro y, en tiempos normales, no habría nada que hacer; pero con esta sequía creo que cinco hombres y Meggie, trabajando los siete días de la semana, podrían llevar Drogheda. Aunque esto es pedirle mucho a Meggie, teniendo como tiene dos niños pequeños.

– Si hay que hacerlo, se hará, Bob -aseguró Meggie-. A la señora Smith no le importará hacerse cargo de Justine y de Dane. Cuando digas que me necesitas para mantener Drogheda en plena producción, empezaré a cabalgar de nuevo por las dehesas.

– Entonces, podéis prescindir de nosotros dos -dijo sonriendo Jims.

– No; nos toca a Hughie y a mí -intervino rápidamente Jack.

– En justicia, debería ser Jims y Patsy -dijo Bob' pausadamente-. Son los más jóvenes y con menos experiencia de ganaderos, mientras que, como soldados, todos somos igualmente ignorantes. Pero sólo tenéis dieciséis años, chicos.

– Cuando las cosas se pongan peor, tendremos diecisiete -dijo Jims-. Además, parecemos mayores de ¡o que somos, y, si tú nos das una carta autentificada por Harry Gough, no tendremos ninguna dificultad para alistarnos.

– Bueno; de momento, no se va a marchar nadie. Veamos si podemos elevar al máximo la producción de Drogheda, a pesar de la sequía y de los conejos.

Meggie salió sin ruido de la estancia y subió al cuarto de los niños. Dane y Justine dormían en sendas camitas pintadas de blanco. Pasó por delante de la niña y se detuvo frente a su hijo, mirándole largamente.

– ¡Gracias a Dios que eres sólo un bebé! -exclamó.

Pasó casi un año antes de que la guerra afectase directamente al pequeño universo de Drogheda, un año durante el cual se marcharon los ganaderos uno a uno, continuaron multiplicándose los conejos, y Bob luchó valientemente para que los libros de la explotación estuviesen a la altura del esfuerzo de guerra. Pero, a primeros de junio de 1940, llegaron noticias de que la Fuerza Expedicionaria británica había sido evacuada del continente europeo en Dunkerque; voluntarios de la Segunda Fuerza Imperial Australiana acudieron a millares a los centros de reclutamiento, y, entre ellos,.Jims y Patsy.

Cuatro años de cabalgar por los campos con buen o mal tiempo habían hecho que la cara y el cuerpo de los gemelos pareciesen mucho menos jóvenes, marcando las comisuras externas de los párpados con las arrugas de una edad indefinible y trazando profundos surcos desde la nariz hasta la boca. Presentaron sus cartas y fueron aceptados sin comentarios. Los hombres de los campos eran muy populares. Por lo general, eran buenos tiradores, conocían el valor de la obediencia y eran duros de pelar.

Jims y Patsy se habían alistado en Dubbo, pero su campamento estaba en Ingleburn, en las afueras de Sydney, y todos fueron a despedirles cuando tomaron el correo de la noche. Cormac Carmichael, el hijo menor de Edén, viajaba también en aquel tren por la misma razón, y resultó que se dirigía al mismo campamento. Por consiguiente, las dos familias acomodaron a sus chicos en un compartimiento de primera clase y anduvieron de un lado a otro, en actitud embarazosa, ardiendo en deseos de llorar y de besar y de conservar un recuerdo cariñoso, pero retenidos por su británica aversión a las demostraciones. La gran locomotora «C-36» silbó tristemente y el jefe de estación dio la señal de partida.

Meggie se inclinó para besar ligeramente a sus hermanos en la mejilla, y después hizo lo propio con Cormac, que se parecía mucho a Connor, su hermano mayor; Bob, Jack y Hughie estrecharon tres marios jóvenes y diferentes; la señora Smith lloraba y fue la única que dio los besos y abrazos que los otros se perecían por dar. Edén Carmichael, su esposa y suya mayor, pero todavía guapa hija, realizaron las mismas ceremonias. Después, todos volvieron al andén, y el tren se estremeció e inició su marcha.

– ¡Adiós, adiós! -gritaron todos, y agitaron páñolitos blancos hasta que el tren no fue más que un penacho de humo en la lejanía del crepúsculo.

Tal como habían solicitado, Jims y Patsy fueron destinados a la tosca y medio adiestrada 9.ª División australiana y embarcados para Egipto a comienzos de 1941, con el tiempo juste de participar en la derrota de Bengasi. El recién llegado general Erwin Rommel había puesto su peso formidable en la punta del columpio correspondiente al Eje e iniciado el primer cambio de dirección en las grandes y cíclicas carreras por el Norte de África. Y, mientras el resto de las fuerzas británicas se retiraba ignominiosamente en dirección a Egipto, perseguido por el nuevo Afrika Korps, la 9.* División australiana fue destacada para ocupar y defender Tobruk, un puesto avanzado en territorio dominado por el Eje. Lo único que hacía viable el plan era que todavía podía llegarse allí por mar y abastecer la plaza mientras los barcos ingleses pudieran moverse en el Mediterráneo. Las «ratas de Tobruk» resistieron ocho meses, entrando en acción siempre que Rommel atacaba con las fuerzas a su disposición, sin conseguir desalojarles.

– ¿Sabéis por qué estáis aquí? -preguntó el soldado Col Stuart, lamiendo un papel de fumar y enrollándolo perezosamente.

El sargento Bob Malloy se echó atrás el sombrera «Digger» lo suficiente para ver a su interlocutor por debajo del ala.

– Seguro que no -dijo, haciendo un guiño, pues era una pregunta que solía hacerse con frecuencia.

– Bueno, es mejor que estar blanqueando polainas en el maldito invernadero -declaró el soldado Jims Cleary, bajando un poco los pantalones de su hermano para poder apoyar cómodamente la cabeza sobre su blando vientre.

– Sí, pero en el invernadero no te cosen a balazos -replicó Col, arrojando la cerilla apagada a un lagarto que tomaba un baño de sol.

– Ya lo sé, amigo -dijo Bob, calándose de nuevo el sombrero para protegerse los ojos-. Pero prefiero que me peguen un tiro a morirme de aburrimiento.

Estaban cómodamente situados en un reducto seco y pedregoso, exactamente enfrente del campo de minas y de la alambrada que protegían el ángulo sudoeste del perímetro; al otro lado, Rommel permanecía tercamente aferrado al único trozo que poseía dei territorio de Tobruk. Una gran ametralladora «Browning», de 50 mm, compartía con ellos aquel agujero, había cajas de municiones dispuestas ordenadamente a su lado, pero nadie parecía muy preocupado por la posibilidad de un ataque. Tenían los fusiles apoyados en una de las paredes del reducto, y las bayonetas resplandecían bajo el brillante sol de Tobruic. Las moscas zumbaban por todas partes, pero los cuatro procedían de los campos australianos y, por consiguiente, Tobruk y el África del Norte no constituían ninguna sorpresa para ellos en lo tocante al calor, el polvo y las moscas.

– Menos mal que sois gemelos, Jims -dijo Col, arrojando chinas al lagarto, que no parecía dispuesto a moverse-. Cualquiera diría que no podéis separaros.

– Tienes envidia -dijo Jims, haciendo un guiño y dando unas palmadas en la panza de Patsy-. Patsy es la mejor almohada de Tobruk.

– Sí, esto está bien para ti; pero, ¿y el pobre Patsy? Vamos, Harpo, ¡di algo! -le pinchó Bob.

Patsy sonrió mostrando los blancos dientes, pero, como de costumbre, guardó silencio. Todo el mundo había tratado de hacerle hablar y nadie lo había conseguido, salvo los indispensables «sí» o «no»; en consecuencia, casi todos le llamaban Harpo, nombre del mudo de los hermanos Marx.

– ¿Sabéis la noticia? -preguntó súbitamente Col.

– ¿Qué?

– Los «Matildes» de la 7.ª han sido borrados del mapa por los «88» en Halfaya. El único cañón del desierto lo bastante grande para destruir un «Matilde». Los grandes tanques eran perforados como si fuesen de mantequilla.

– ¡Oh, cuéntame uno de miedo! -dijo Bob, con escepticismo-. Yo soy sargento y no he oído una palabra de esto; tú eres soldado raso y estás enterado de todo. Bueno, amigo, «Jerry» no tiene nada capaz de destruir una brigada de «Matildes».

– Yo estaba en la tienda de Morshead cuando llegó un mensaje del CO por radio, y lo que digo es verdad -afirmó Col.

Durante un rato, nadie dijo nada; los ocupantes de un puesto avanzado y sitiado como Tobruk necesitaban creer implícitamente que su bando tenía fuerza militar suficiente para sacarles de allí. La noticia de Col era alarmante, y más habida cuenta de que ningún soldado de Tobruk se tomaba a Rommel a la ligera. Habían resistido sus esfuerzos por expulsarlos porque creían sinceramente que el guerrero australiano no tenía rival en el mundo, salvo el gurkha, y, si la fe hace las nueve décimas partes de la fuerza, habían demostrado que la suya era formidable.

– ¡Malditos imbéciles! -dijo Jims-. Lo que necesitamos en África del Norte son más australianos.

El coro de asentimiento fue interrumpido por una explosión en el borde del reducto, que aniquiló al lagarto e hizo que los cuatro soldados se precipitasen sobre la ametralladora y los fusiles.

– Una granada de los dagos -dijo Bob, con un suspiro de alivio-. Mucho ruido y pocas nueces. Si hubiese sido una de las especiales de Hitler, seguro que estaríamos ahora tocando el arpa, y esto te gustaría mucho, ¿verdad, Patsy?

Al empezar la Operación Cruzada, la 9.ª División australiana fue evacuada por mar a El Cairo, después de una fatigosa y sangrienta resistencia que parecía no haber servido de nada. Sin embargo, mientras la 9.ª había resistido dentro de Tobruk, las cada vez más numerosas tropas británicas en el Norte de África se habían convertido en el VIII Ejército británico, y su nuevo comandante era el general Bernard Law Montgomery.

Fee llevaba un pequeño broche de plata con el emblema del sol naciente de la AIF, y, debajo de éste, suspendida de dos cadenitas, una barra de plata con dos estrellas de oro, una por cada hijo que empuñaba las armas. Con esto informaba a los que la veían que también ella hacía algo por la patria. Como su marido no era soldado y, naturalmente, tampoco su hijo, Meggie no tenía derecho a llevar este broche. Había recibido una carta de Luke diciéndole que seguiría cortando caña de azúcar; pensaba que le gustaría saberlo, si había temido que fuese a alistarse en el Ejército. No parecía recordar una palabra de lo que le había dicho ella aquella mañana, en la fonda de Ingham. Riendo tristemente y meneando la cabeza, había arrojado la carta en el cesto de los papeles de Fee, preguntándose si ésta estaría muy preocupada por sus dos hijos combatientes. ¿Qué pensaba realmente de la guerra? Pero Fee nunca decía nada aunque llevaba su broche todos los días y a todas horas.

De vez en cuando, llegaba una carta de Egipto, una carta que se caía en pedazos al abrirla, porque las tijeras del censor la había llenado de agujeros rectangulares, eliminando nombres de lugares y de regimientos. Su lectura consistía prácticamente sn componer algo a base de nada, pero servían para lo único que hacía parecer insignificante todo lo demás: mientras fuesen llegando ¿artas, los chicos estaban vivos.

No había llovido. Era como si incluso los elementos celestes se hubiesen puesto de acuerdo para anular toda esperanza, pues 1941 era el quinto año de la desastrosa sequía. Meggie, Bob, Jack, Hughie y Fec, estaban desesperados. La cuenta de Drogheda en ei Banco era lo bastante elevada para comprar toda la comida necesaria para el ganado, pero ía mayor parte de los corderos se negaban a comer. Cada rebaño tenía su jefe natural, el «Judas»; si podían convencer al «Judas» de que comiese, cabía esperar que los demás le imitarían, pero, a veces, ni siquiera el ejemplo del «Judas» tenía éxito.

Por consiguiente, también Drogheda tuvo que verter sangre, cosa que odiaban sus moradores. La hierba había desaparecido, y el suelo era un erial negro v agrietado, sólo interrumpido por unos cuantos troncos grises y pardos. Los hombres llevaban cuchillos, además de sus rifles, y, cuando veían un animal tendido en el suelo, alguien lo degollaba para evitarle una lenta agonía mientras los cuervos le sacaban los ojos. Bob compró más ganado y le dio de comer, para mantener el esfuerzo de guerra de Drogheda. Esto no producía beneficios, debido a los precios alcanzados por el forraje, ya que las regiones agrícolas más próximas sufrían de la falta de lluvia igual que las zonas de pastos más alejadas. Las cosechas eran terriblemente míseras. Sin embargo, les habían dicho que tenían que hacer cuanto pudiesen, sin reparar en el coste.

Lo que más fastidiaba a Meggie era el tiempo que tenía que dedicar a su trabajo en la dehesa. Drogheda sólo había podido conservar uno de sus ganaderos y por ahora, no había manera de remplazar a los que faltaban; Australia había carecido siempre, sobre todo, de mano de obra. Así, a menos que Bob se diera cuenta de su irritación y su fatiga, y le dejase el domingo libre, Meggie trabajaba en la dehesa siete días a la semana. Sin embargo, si Bob le daba un día libre, esto significaba que él tenía que trabajar más duro, y por eso trataba ella de disimular su aflicción. Nunca se le ocurrió pensar que podía negarse simpbmen-te a hacer de ganadero, amparándose en sus hijos como excusa. Estos estaban bien cuidados, y Bob la necesitaba mucho más que ellos. Meggie no tenía la perspicacia suficiente para comprender que sus hijos la necesitaban igualmente; pensaba que su propio afán era egoísmo, teniendo en cuenta que estaban tan bien atendidos por manos cariñosas y amigas. Era egoísmo, se decía. Y no confiaba en sí misma lo bastante para saber que, a los ojos de sus hijos, su presencia era algo tan preciado como lo eran ellos para ella. Por consiguiente, seguía cabalgando por las dehesas y se pasaba semanas viendo sólo a sus hijos cuando éstos estaban ya acostados.

Siempre que Meggie miraba a Dane, le daba un vuelco el corazón. Era un niño precioso; incluso los desconocidos se fijaban en él en las calles de Gilly cuando Fee lo llevaba consigo a la ciudad. La sonrisa era una expresión habitual en él, y su carácter, una curiosa combinación de placidez y de felicidad profunda, segura; parecía haber adquirido su identidad y el conocimiento de sí mismo sin los contratiempos que suelen experimentar los niños, pues raras veces se equivocaba sobre la gente o las cosas, y nada le irritaba ni le asombraba. Su madre se espantaba a veces al ver lo mucho que se parecía a Ralph; pero, por lo visto, nadie más lo había advertido. Hacía muchísimo tiempo que Ralph se había marchado de Gilly, y, aunque Dane tenía las mismas facciones y la misma complexión, existía también una gran diferencia, que contribuía a disimular el parecido. Sus cabellos no eran negros como los de Ralph, sino de un rubio muy pálido; no el color del trigo o de la puesta de sol, sino el color de la hierba de Drogheda: oro con algo de plata.

Desde el momento en que lo vio, Justine adoró a su hermanito pequeño. Nada era bastante bueno para Dane, nada demasiado enfadoso o difícil de obtener para ofrecérselo. Cuando el niño empezó a andar, Justine no se apartó de su lado, para gran satisfacción de Meggie, que temía que la señora Smith y las doncellas fuesen ya demasiado viejas para vigilar como era debido a un niño tan pequeño. Uno de sus raros domingos libres, Meggie colocó a Justine sobre sus rodillas y le habló seriamente del cuidado de Dane.

– Yo no puedo quedarme en casa para cuidar de él -dijo-; por consiguiente, todo depende de ti, Justine. Es tu hermano pequeño y debes vigilarle constantemente, asegurarte de que no corra peligro ni le ocurra nada malo.

Los ojos claros de la niña eran muy inteligentes, sin la menor señal de esa distracción tan propia de los cuatro años. Justine asintió con un confiado movimiento de cabeza.

– No te preocupes, mamá -repuso vivamente-. Siempre cuidaré de él por ti.

– Ojalá pudiese hacerlo yo -suspiró Meggie.

– No -dijo afectadamente su hija- Me gusta tener a Dane sólo para mí. No te preocupes. No le pasará nada.

Meggie no encontró consoladora esta seguridad, aunque sí tranquilizante. La precoz chiquilla se disponía a quitarle su hijo, y no había manera de evitarlo. Y vuelta a la dehesa, mientras Justine guardaba constantemente a Dane. Expulsada por su propia hija, oue era un monstruo. ¿A quién había salido? No a Luke, ni a ella, ni a Fee.

Al menos, ahora sonreía y reía. Antes de los cuatro años, nada le había parecido gracioso, y lo de ahora se debía, probablemente, a Dane, que había reído desde siempre. Ella reía porque él reía. Los hijos de Meggie aprendían continuamente el uno del otro. Pero era triste ver lo bien que podían pasar sin su madre. Cuando termine esta maldita «nierra, pensaba Meggie, será demasiado mayor para empezar a sentir lo que debería sentir por mí. Cada día se aproximará más a Justine. ¿Por qué será que, cada vez que creo haber orientado mi vida, tiene que pasar algo? Yo no pedí esta guerra ni esta sequía, pero las tengo.

Tal vez fue para bien que Drogheda sufriera unos tiempos tan duros. Si las cosas hubieran sido más fáciles, Jack y Hughie no habrían tardado un segundo en alistarse. En la situación actual, no tenían más remedio que resignarse y salvar todo lo posible de una plaga que pasaría a la historia como la Gran Sequía. Más de un millón de millas cuadradas de campos y pastizales resultaron afectadas, desde el sur de Victoria hasta los grandes pastos de Mitchell, en el Territorio del Norte.

Pero la guerra atraía la atención tanto o más que la sequía. Con los gemelos en África del Norte, los de la casa seguían aquella campaña con dolorosa ansiedad, mientras las fuerzas avanzaban y retrocedían en Libia. Ellos procedían de la clase trabajadora, y por eso eran ardientes partidarios de los laboristas y odiaban al Gobierno actual, liberal de nombre, pero conservador por naturaleza. Cuando en agosto de 1941, Robert Gordon Menzies cesó en su cargo, confesando que no podía gobernar, todos se alegraron mucho, y cuando, el tres de octubre, se pidió al jefe laborista John Curtin que formase gobierno, ésta fue la mejor noticia que había llegado a Drogheda desde hacía muchos años.

Durante 1940 y 1941, había ido en aumento la inquietud sobre el Japón, sobre todo cuando Roosevelt y Churchill cortaron el suministro de petróleo. Europa estaba muy lejos, y Hitler habría tenido que conducir sus tropas a lo largo de casi veinte mil kilómetros para invadir Australia, pero el Japón estaba en Asia, era parte del peligro amarillo, suspendido como un péndulo amenazador sobre el rico, vacío y poco poblado pozo de Australia. Por consiguiente, ningún australiano se sorprendió cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor; de algún modo, esperaban que llegase este momento. De pronto, la guerra estaba muy próxima y podía llegar incluso a sus puertas. No había grandes océanos que separasen Australia del Japón; sólo grandes islas y pequeños mares.

El día de Navidad de 1941, cayó Hong Kong, pero los japoneses jamás conseguirían apoderarse de Singapur, se decían todos, con alivio. Entonces llegaron noticias de desembarcos japoneses en Malaya y en las Filipinas; la gran base naval de la punta de la península Malaya apuntaba al mar con sus enormes cañones de tiro raso, y su flota estaba alerta. Pero, el 8 de febrero de 1942, los japoneses cruzaron el angosto estrecho de Johore, pusieron pie en el lado norte de la isla de Singapur y llegaron a la ciudad por detrás de sus impotentes cañones. Singapur cayó sin luchar siquiera.

Y entonces, ¡la gran noticia! Todas las tropas australianas del Norte de África volverían a casa. El Primer Ministro Curtin se enfrentó sin desmayo a las iras de Crurchill, insistiendo en que los australianos debían defender, ante todo, a Australia. Las 6.a y 7.a Divisiones australianas embarcaron en Alejandría a toda prisa; la 9.ª, que aún se estaba recobrando en El Cairo de los golpes recibidos en Tobruk, las seguiría cuando se dispusiera de más barcos. Fee sonrió, Meggie estaba loca de alegría. Jims y Patsy volverían a casa.

Pero no volvieron. Mientras la 9.ª División esperaba barcos de transporte, se produjo otra oscilación en el campo de batalla: el VIII Ejército estaba en plena retirada de Bengasi. El Primer Ministro Churchill hizo un pacto con el Primer Ministro Curtin. La 9.ª División australiana permanecería en África del Norte, a cambio del envío de una división americana para defender Australia. ¡Pobres soldados! Enviados de un lado para otro por decisiones tomadas en oficinas que ni siquiera pertenecían a sus propios países. Cede un poco aquí, tira un poco de allá.

Pero fue un duro golpe para Australia descubrir que la madre patria arrancaba de sus nidos a todos los polluelos orientales, tomándolos incluso de una gallina tan gorda y prometedora como Australia.

La noche del veintitrés de octubre de 1942, había mucha tranquilidad en el desierto. Patsy rebulló ligeramente, encontró a su hermano en la oscuridad y se reclinó como un niño pequeño en la curva de su hombro. Jims le rodeó la espalda con un brazo, y ambos permanecieron sentados juntos, en amigable silencio. El sargento Bob Malloy dio un codazo al soldado Cul Stuart y le hizo un guiño.

– ¡Vaya un par! -dijo.

– ¡Vete al diablo! -replicó Jims.

– Vamos, Harpo, di algo -murmuró Col.

Patsy le dirigió una angelical sonrisa sólo medio visible en la oscuridad, abrió la boca e hizo una excelente imitación de la bocina de Harpo Marx. Todos los que estaban cerca sisearon para imponer silencio a Patsy; había una alerta de silencio total.

– ¡Jesús! Esta espera me mata -suspiró Bob.

– ¡A mí lo que me mata es el silencio! -gritó Patsy.

– ¡Maldito comediante! ¡Yo soy quien va a matarte! -graznó roncamente Col, asiendo su bayoneta.

– Por el amor de Dios, ¡silencio! -murmuró la voz del capitán-. ¿Quién es el idiota que ha gritado?

– Patsy -dijeron media docena de voces.

Grandes carcajadas volaron, tranquilizadoras, sobre el campo minado, y se extinguieron en el torrente de maldiciones a media voz del capitán. El sargento Malloy consultó su reloj: las saetas marcaban exactamente las 9.40 de la noche.

Ochocientos ochenta y dos cañones y obuses británicos tronaron al mismo tiempo. Los cielos se estremecieron, la tierra tembló y saltó, y no pudo estarse quieta, porque el fuego siguió y siguió, sin cesar un segundo aquel estruendo que destrozaba los tímpanos. Era inútil taparse los oídos con los dedos; el trueno gigantesco venía del interior de la tierra y llegaba al cerebro a través de los huesos. El efecto que debía producir en el frente de Rommel sólo podían presumirlo, en sus trincheras, los soldados de la 9.ª División. En general, se podía identificar el tipo y calibre de la artillería por sus detonaciones, pero aquella noche las gargantas de hierro cantaban en perfecta armonía y seguían tronando sin cesar.

El desierto estaba iluminado, no por la luz del día, sino por el fuego del mismísimo sol; una enorme e hinchada nube de polvo se elevaba como una coruscante humareda a cientos de metros de altura, resplandeciendo con los destellos de granadas y minas que explotaban, y con las llamaradas de grandes concentraciones de pólvora y de fulminantes en ignición. Todas las armas de Montgomery, cañones, obuses, morteros, apuntaban a los campos de minas. Y todas las armas de Montgomery eran disparadas con la mayor rapidez de que eran capaces los sudorosos artilleros, esclavos que alimentaban las bocas de sus armas como alimentan los grandes cucos a sus frenéticos polluelos; las cámaras de los cañones se ponían al rojo, el tiempo entre el disparo y la carga era cada vez más breve, cediendo al ímpetu de los artilleros, que, locos, enloquecidos, trenzaban una danza estereotipada al servicio de sus piezas de campaña.

Era algo hermoso, maravilloso: el punto culminante de la vida del artillero, que lo vivía y lo revivía en sus sueños, despierto y durmiendo, en el resto de sus días de respiro. Y anhelaban estar de nuevo, durante quince minutos, con los cañones de Montgomery.

Silencio. Un silencio absoluto que rompía como las olas en los dilatados tímpanos; un silencio insoportable. Exactamente cinco minutos antes de las diez. La 9.ª División se puso en pie, salió de sus trincheras y avanzó en la tierra de nadie, calando las bayonetas, buscando las municiones, soltando los seguros, comprobando sus cantimploras, las raciones, los relojes, los cascos de acero, las cintas de las botas, para que estuviesen bien atadas, y la situación de los que llevaban las ametralladoras. Era fácil verlo todo, a la triste luz de las llamas y de la arena caldeada y derretida como vidrio, pero el sudario de polvo les separaba del enemigo, y estaban seguros. De momento. Al llegar al borde del campo minado, se detuvieron y esperaron.

Las diez de la noche. El sargento Malloy se llevó el silbato a los labios y emitió un sonido agudo que recorrió las filas de la compañía; el capitán dio la orden de avanzar. La 9.a División penetró en el campo minado en un frente de tres kilómetros, y los cañones empezaron a rugir de nuevo detrás de ella. Podían ver adonde iban como si fuese de día, mientras los cañones, apuntaban cerca, hacían estallar sus proyectiles a pocos metros de ellos. Cada tres minutos, rectificaban la puntería a cien metros más lejos; y ellos avanzaban estos cien metros, pidiendo al cielo que sólo hubiese minas antitanques o que las minas S, contra los hombres, hubiesen estallado por efecto del bombardeo de los cañones de Montgomery. Aún había alemanes e italianos en el campo, puestos de ametralladoras, artillería ligera de 50 mm, morteros. A veces, un hombre podía pisar una mina S sin explotar, y tener tiempo de verla saltar de la arena antes de que le partiese por la mitad.

No había tiempo para pensar, no había tiempo para hacer nada, salvo arrastrarse al compás de los cañones, cien metros cada tres minutos, y rezar. Ruido, luz, polvo, humo, terror clavado en las entrañas.

Campos de minas que no tenían fin, tres o cinco kilómetros de minas, sin poder volver atrás. A veces, en las pequeñas pausas entre el fuego de barrera, llegaba el lejano y fantástico gemido de una gaita surcando el aire cálido y espeso; a la izquierda de la 9.ª División australiana, los highlanders de la 51.a División avanzaban sobre los campos minados con un gaitero al frente de cada compañía, acompañando al comandante. Para un escocés, el sonido de la gaita llamándole al combate era el mejor señuelo del mundo, y, para los australianos, resultaba animoso, consoladcr. En cambio, erizaba los cabellos de los alemanes y de los italianos.

La batalla prosiguió durante doce días, y doce días son un tiempo muy largo para una batalla. Al principio, la 9.ª División tuvo suerte; sus bajas fueron relativamente escasas en los campos de minas y durante los primeros días de continuo avance dentro del territorio de Rommel.

– ¿Sabes que preferiría que me pegasen un tiro a hacer de zapador? -dijo Col Stuart, apoyándose en su pala.

– No lo sé, amigo; pero creo que ellos saben lo que se hacen -gruñó el sargento-. Esperan detrás de sus malditas líneas a que hayamos hecho todo el trabajo, y después, salen con sus malditos detectores de minas y abren estrechos caminos para sus dichosos tanques.

– La culpa no es de los tanques, Bob, sino del jefazo que los despliega -dijo Jims, golpeando la tierra del borde de su sección de la nueva trinchera con la pala-. ¡Dios mío! ¡Ojalá decidiesen tenernos una temporada en el mismo sitio! En estos cinco días, he levantado más polvo que un maldito oso hormiguero.

– Sigue cavando, amigo -dijo rudamente Bob.

– ¡Eh! ¡Mirad! -gritó Col, señalando al cielo.

Dieciocho bombarderos ligeros de la RAF llegaron sobre el valle en perfecta formación y fueron dejando caer sus bombas entre los alemanes y los italianos, con mortal puntería.

– Estupendo -declaró el sargento Bob Malloy, doblando el largo cuello para mirar al cielo.

Tres días más tarde estaba muerto; un enorme trozo de metralla le arrancó un brazo y la mitad del costado, durante un nuevo avance, pero nadie tuvo tiempo de detenerse, salvo para arrancarle el silbato de lo que quedaba de su boca. Los hombres caían ahora como moscas, demasiado fatigados para mantenerse alerta como al principio; mas, cuando podían apoderarse de un mísero pedazo de desierto, se aferraban a él, contra la encarnizada defensa de la flor y nata de un magnífico ejército. Para ellos, no era más que una ciega y terca negativa a darse por vencidos.

La 9.ª División rechazó a Graf yon Sponeck y a Lungerhausen, mientras los tanques irrumpían hacia el Sur, y, por fin, Rommel fue derrotado. El ocho de noviembre, trató de reagrupar sus fuerzas más allá de la frontera egipcia, y, en el otro bando, Montgo-mery quedó al mando de todo el campo de batalla. La segunda batalla de El Alamein fue una importante victoria táctica; Rommel se vio obligado a abandonar muchos tanques, cañones y equipos. La «Operación Torch» podía iniciar, con más seguridad, la marcha hacia el Este, partiendo de Marruecos y de Argelia. Todavía habría que luchar mucho contra el Zorro del Desierto, pero éste había perdido la mayor parte de sus fuerzas en El Alamein. Se había desarrollado la batalla más grande y decisiva del teatro norteafri-cano, y el mariscal de campo Montgomery, vizconde de El Alamein, había sido el vencedor.

La segunda batalla de El Alamein fue el canto del cisne de la 9.ª División australiana en África del Norte. Por fin, volvían a casa para luchar contra los japoneses, en tierras de Nueva Guinea. Desde marzo del 1941, habían estado casi continuamente en la línea del frente, a la que habían llegado mal adiestrados y equipados, pero ahora volvían a casa con una reputación sólo superada por la 4.ª División india. Y, con la 9.ª División, volvían Jims y Patsy, sanos y salvos.

Naturalmente, les dieron permiso para ir a Drog-heda. Bob fue a Gilly a buscarles, al llegar ellos en el tren de Goondiwindi, pues la 9." División tenía su base en Brisbane, de donde partiría hacia Nueva Guinea después de recibir instrucciones de guerra en la jungla. Cuando el «Rolls» avanzó por el paseo de la casa, todas las mujeres estaban esperando en el prado, con Jack y Hughie en segundo término, pero igualmente ansiosos de ver a sus jóvenes hermanos. Los corderos que quedaban en Drogheda podían morirse si querían; ¡hoy era día de fiesta!

Cuando el coche se detuvo y los dos soldados se apearon, nadie se movió. ¡Qué diferentes parecían! Dos años en el desierto habían arruinado sus primitivos uniformes; ahora vestían traje verde de campaña y parecían extraños. Se habría dicho que habían crecido varios centímetros, y era verdad; los dos últimos años de su desarrollo los habían pasado lejos de Drogheda, y ahora eran más altos que sus hermanos mayores. Ya no eran muchachos, sino hombres, aunque no hombres del tipo Bob-Jack-Hughie; las penalidades, el ardor del combate, la muerte violenta, les ha bía dado algo que jamás habrían adquirido en Drog-heda. El sol norteafricano había secado su piel, dándole un tono de caoba rosada, y les había despojado de todos los atributos infantiles. Sí; se podía creer que estos dos hombres de sencillo uniforme, de sombrero gacho y torcido sobre la oreja izquierda, con la insignia del sol naciente de la AIF, habían matado a otros hombres. Lo llevaban en los ojos, azules como los de Paddy, pero más tristes, carentes de su dulzura.

– ¡Mis chicos, mis chicos! -gritó la señora Smith, corriendo hacia ellos, con la cara surcada de lágrimas.

No; no importaba lo que hubiesen hecho, lo mucho que habían cambiado; seguían siendo los niños a los que había lavado, a los que había cambiado los pañales, alimentado, secado las lágrimas, curado a besos las heridas. Lástima que las heridas que habían sufrido ahora no pudiesen curarse con besos.

Después, rota la reserva británica, les rodearon todos los demás, riendo, llorando; incluso la pobre Fee les dio palmadas en la espalda y trató de sonreír. Después de la señora Smith, besaron a Meggie, a Minnie, a Cat; abrazaron vergonzosamente a mamá, y estrecharon la mano de Jack y de Hughie, sin decir palabra. La gente de Drogheda nunca sabría lo que era estar en casa, nunca sabría lo que habían ansiado y temido este momento.

¡Y cómo comieron los gemelos! Las raciones del Ejército no eran nunca como éstas, dijeron, riendo. Pasteles blancos y de color rosa, bizcochos de chocolate rebozados de coco, budín de frambruesa, crema confeccionada con leche de las vacas de Drogheda. Recordando cómo eran antes sus estómagos, la señora Smith estaba convencida de que estarían una semana enfermos; pero, como había una cantidad ilimitada de té para hacer bajar la comida, no parecieron tener la menor dificultad digestiva.

– No es lo mismo que el pan Wog, ¿eh Patsy?

– Ya.

– ¿Qué significa Wog? -preguntó la señora Smith.

– Un Wog es un árabe, y un Wop, un italiano, ¿eh, Patsy?

– Ya.

Era curioso. Hablaban -o al menos Jims hablaba- durante horas enteras de África del Norte: las ciudades, la gente, la comida, el museo de El Cairo, la vida a bordo de un transporte o en un campamento de descanso. Pero, por mucho que les preguntasen, sólo respondían vagamente o cambiando de tema cuando se trataba de la lucha en sí, de Gazala, Bengasi, To bruk o El Alamein. Más tarde, terminada ya la guerra, las mujeres comprobarían siempre esto: los hombres que habían participado en los más duros combates jamás hablaban de ellos, se negaban a ingresar en clubs o sociedades de ex combatientes, no querían saber nada de instituciones que perpetuaban el recuerdo de la guerra.

En Drogheda, se celebró una fiesta en su honor, Alastair MacQueen estaba también en la 9.ª División y había vuelto a casa; por consiguiente, también en Rudna Hunish se celebró una fiesta. Los dos hijos menores de Dominic O'Rourke estaban en la 6.ª División, en Nueva Guinea, pero, aunque ellos no pudiesen asistir, se celebró también fiesta en Dibban-Dib-ban. Todos los propietarios del distrito que tenían algún hijo en el Ejército quisieron celebrar el retorno, sanos y salvos, de los tres muchachos de la 9.ª. Las mujeres y las chicas revoloteaban a su alrededor, pero los héroes de la familia Cleary procuraban librarse de ellas siempre que podían, más asustados ahora de lo que nunca habían estado en el campo de batalla.

En realidad, Jims y Patsy parecían no querer saber nada de las mujeres; en cambio, se aferraban a Bob, a Jack y a Hughie. Avanzada la noche, cuando las mujeres se habían acostado ya, ellos se quedaban hablando con los hermanos que se habían visto obligados a permanecer en casa, y les abrían sus dolientes corazones. Y, durante el día, cabalgaban por las calcinadas dehesas de Drogheda, en el séptimo año de sequía, contentos de poder vestir de paisano.

Incluso asolada y torturada, la tierra era inefablemente adorable para Jims y para Patsy, que hallaban consuelo en los corderos y un aroma celestial en las últimas rosas del jardín. De alguna manera, tenían que absorberlo todo tan profundamente que no pudiesen olvidarlo nunca, no como en su primera y descuidada partida, cuando no tenían la menor idea de lo que les esperaba. Cuando se marchasen esta vez, lo harían guardando cada recuerdo como un tesoro, y con unas rosas de Drogheda en sus mochilas, junto con unos cuantos tallos de su escasa hierba. Si eran para Fee amables y compasivos, mostrábanse cariñosos y muy tiernos con Meggie, la señora Smith, Minnie y Cat. Éstas habían sido sus verdaderas madres.

Meggie estaba encantada de lo mucho que querían a Dane; jugaban con él horas enteras, lo llevaban con ellos en sus galopadas, reían con él, se revolcaban con él en el prado. Justine parecía asustarles, pero lo cierto era que se hallaban violentos en compañía de cualquier mujer a la que conociesen menos que a sus vie jas. Además, la pobre Justine estaba furiosamente celosa, pues, al monopolizar ellos a Dane, no tenía ya a nadie con quien jugar.

– Ese pequeño es estupendo -dijo un día Jims a Meggie, al salir ésta a la galería, donde estaba él sentado observando a Patsy y Dane que jugaban en el prado.

– Sí; es muy guapo, ¿verdad?

Meggie sonrió, sentándose de manera que pudiese ver bien a su hermano menor. Sus ojos estaban llenos de compasión; también ellos habían sido como hijos suyos.

– ¿Qué te pasa, Jims? ¿Puedes decírmelo?

Él la miró, y había en sus ojos un dolor profundo, pero meneó la cabeza con resolución.

– No, Meggie. No es nada que pueda contar a una mujer.

– ¿Y cuando termine todo esto y te cases? ¿No querrás decírselo a tu mujer?

– ¿Casarnos, nosotros? No lo creo. La guer.ra destruye totalmente al hombre. Nosotros ardíamos en deseos de ir a pelear, pero ahora hemos aprendido la lección. Si nos casáramos, tendríamos hijos. ¿Para qué? ¿Para verles crecer, y que tuviesen que hacer lo que hemos hecho nosotros, y ver lo que nosotros hemos visto?

– Basta, Jims, ¡basta!

Él siguió la mirada de ella, y vio a Dane riendo entusiasmado, porque Patsy lo sostenía cabeza abajo.

– No dejes que nunca se marche de Drogheda, Meggie. En Drogheda, no puede pasarle nada malo -dijo Jims.

El arzobispo De Bricassart corrió por el espléndido pasillo, indiferente a las caras sorprendidas que se volvían a mirarle; entró en la habitación del cardenal y se detuvo en seco. Su Eminencia estaba conversando con el señor Papee, embajador ante la Santa Sede del Gobierno polaco en el exilio.

– ¡Oh, Ralph! ¿Qué sucede?

– Ha ocurrido, Vittorio. Mussolini ha sido derribado.

– ¡Jesús! ¿Lo sabe el Santo Padre?

– Yo mismo he telefoneado a Castelgandolfo, aunque la radio no tardará en dar la noticia. Un amigo del Cuartel General alemán me lo ha dicho por teléfono.

– Confío en que el Santo Padre tendrá hechas las maletas -dijo el señor Papee, con débil, muy débil satisfacción.

– Si le disfrazásemos de mendicante franciscano, tal vez podría salir, pero no de otra manera -saltó el arzobispo Ralph-. Kesselring tiene la ciudad perfectamente cerrada.

– De todas maneras, él no huiría -dijo el cardenal Vittorio.

El señor Papee se levantó.

– Debo marcharme. Eminencia. Represento a un Gobierno que es enemigo de Alemania. Si Su Santidad no está seguro, tampoco lo estoy yo. Hay documentos en mis habitaciones que requieren mi atención.

Estirado y afectado, diplomático hasta la punta de los dedos, dejó solos a los dos sacerdotes.

– ¿Ha venido a interceder por su pueblo perseguido?

– Sí. El pobre se interesa mucho por ellos.

– ¿Y nosotros, no?

– ¡Claro que sí, Ralph! Pero la situación es más difícil de lo que él se imagina.

– La verdad es que no lo creen.

– ¡Ralph!

– ¿Acaso no es cierto? El Santo Padre pasó su juventud en Munich, se enamoró de los alemanes, y sigue queriéndoles a pesar de todo. Si le pusieran delante aquellos pobres cuerpos destrozados, diría que debieron hacerlo los rusos. No sus queridos alemanes, que son un pueblo culto y civilizado.

– Ralph, usted no pertenece a la Compañía de Jesús, pero, si está aquí, es porque ha prestado juramento personal de fidelidad al Santo Padre. Tiene la sangre ardiente de sus antepasados irlandeses y normandos, ¡pero le ruego que sea sensato! Desde setiembre pasado, hemos estado esperando que cayese el hacha, rogando a Dios para que «II Duce» nos guardase de las represalias de los alemanes. Adolfo Hitler tiene un aspecto contradictorio en su personalidad, pues sabe que tiene dos enemigos, pero desea salvarlos en la medida de lo posible: el Imperio británico y la Iglesia católica de Roma. Sin embargo, cuando se ha visto apretado, ha hecho todo lo posible por aplastar al Imperio británico. ¿Cree que no nos aplastaría a nosotros, si le impulsáramos a hacerlo? Una palabra nuestra denunciando lo que ocurre en Polonia, y seguro que nos haría pedazos. ¿Y qué cree que conseguiríamos, si denunciásemos lo de Polonia? No tenemos ejército, no tenemos soldados. Las represalias serían inmediatas, y el Santo Padre sería llevado a Berlín, que es lo que él más teme. ¿Recuerda al Papa marioneta de Aviñón, siglos atrás? ¿Quiere que nuestro Papa sea una marioneta en Berlín?

– Lo siento, Vittorio, pero yo no lo veo de este modo. Digo que debemos denunciar a Hitler, ¡mostrar al mundo su barbarie! Si nos manda fusilar, moriremos como mártires, y esto será aún más eficaz.

– ¡No sea usted obtuso, Ralph! No nos fusilaría. Sabe tan bien como nosotros la impresión que produce un martirio. El Santo Padre sería llevado a Berlín, y nosotros seríamos enviados secretamente a Polonia. A Polonia, Ralph, ¡a Polonia! ¿Quiere morir en Polonia, más inútil de lo que es ahora?

El arzobispo Ralph se sentó, cruzó las manos entre las rodillas y miró con expresión rebelde, a través de la ventana, las palomas que volaban, doradas a la luz del sol poniente, en dirección al palomar. A sus cuarenta y nueve años, estaba más delgado que antes, y envejecía con la misma gallardía con que solía hacerlo todo.

– Ralph, nosotros somos lo que somos. Hombres, sí, pero de un modo secundario. Ante todo, somos sacerdotes.

– No era éste su concepto de las prioridades cuando yo volví de Australia, Vittorio.

– Entonces me refería a algo distinto, y usted lo sabe. Se muestra usted difícil. Ahora quiero decir que no podemos pensar como hombres. Debemos hacerlo como sacerdotes, puesto que éste es el aspecto más importante de nuestras vidas. Pensemos lo que pensemos como hombres, debernos fidelidad a la Iglesia y no al poder temporal, Sólo debemos ser fieles al Santo Padre! Usted juró obediencia, Ralph. ¿Quiere ser perjuro otra vez? El Santo Padre es infalible en todas las materias referentes a la conveniencia de la Iglesia, de Dios.

– ¡Pues ahora se equivoca! Su juicio es parcial. Dirige toda su energía a luchar contra el comunismo. Ve en Alemania el más grande enemigo de éste, el único factor real capaz de impedir la propagación del comunismo en Occidente. Quiere que Hitler permanezca firme en su silla alemana, como prefiere que Mussolini siga gobernando Italia.

– Créame, Ralph, hay cosas que usted no sabe. Él es el Papa, ¡es infalible! Negar esto, es negar la propia fe.

La puerta se abrió discretamente, pero con prisa.

– Herr General Kesselring, Eminencia.

Ambos prelados se levantaron, sonrientes, borradas de sus rostros sus anteriores diferencias.

– Es un gran placer, Excelencia. ¿Quiere usted sentarse? ¿Quiere un poco de té?

La conversación se desarrollaba en alemán, ya que muchos de los grandes dignatorios del Vaticano hablaban esta lengua. Al Santo Padre le gustaba hablar y escuchar el alemán.

– Gracias, Eminencia; acepto. En ningún otro lugar de Roma se puede tomar un té inglés tan excelente.

El cardenal Vittorio sonrió ingenuamente.

– Es un hábito que adquirí cuando estuve de legado pontificio en Australia, y que, a pesar de ser italiano, he conservado desde entonces.

– ¿Y usted, Ilustrísimo Señor?

– Yo soy irlandés, Herr general. Los irlandeses estamos también acostumbrados a tomar té.

El general Albert Kesselring siempre trataba al arzobispo De Bricassart de hombre a hombre; al lado de los taimados melifluos prelados italianos, resultaba agradable hablar con un hombre carente de sutileza y de astucia, recto y franco.

– Como siempre, Ilustrísimo Señor, me sorprende la pureza de su acento alemán -encomió.

– Tengo facilidad para los idiomas, Herr general, y esto, como todas las dotes naturales, no es digno de alabanza.

– ¿En qué podemos servir a Su Excelencia? -preguntó suavemente el cardenal.

– Supongo que.a estas horas se habrán enterado de lo que le ha sucedido a «II Duee», ¿no?

– Sí, Excelencia, lo sabemos.

– Entonces, ya habrán adivinado, en parte, el objeto de mi visita. Asegurarles que todo marcha bien y pedirles que transmitan un mensaje a los que veranean en Castelgandolfo. En estos momentos, estoy tan ocupado que me es imposible ir personalmente a Castelgandolfo.

– El mensaje será transmitido. ¿Tan ocupado está usted?

– Naturalmente. Sin duda se habrá dado cuenta de que, ahora, los alemanes estamos en país enemigo.

¿Éste, Herr general? Esto no es suelo italiano, y aquí no tenemos más enemigos que el mal.

– Le pido perdón, Eminencia. Naturalmente, me refería a Italia, no al Vaticano. Pero, en lo tocante a Italia, debo actuar como ordena mi Führer. Italia será ocupada, y mis tropas, que hasta ahora eran aliadas, se convertirán en fuerza de policía.

El arzobispo Ralph, sentado cómodamente y sin que pareciese haber sostenido una lucha ideológica en su- vida, observaba atentamente al visitante. ¿Sabía lo que estaba haciendo su Führer en Polonia? ¿Cómo podía no saberlo?

El cardenal Vittorio puso cara de ansiedad.

– Mi querido general, no en la propia Roma, ¿verdad? ¡Oh, no! Roma, con su historia, con sus obras de arte de valor incalculable… Si sus tropas ocupan las Siete Colinas, habrá lucha, destrucción. ¡Le suplico que no haga esto!

El general Kesselring pareció incómodo.

– Confío en que no llegaremos a esto, Eminencia. Pero yo presté también un juramento, obedezco órdenes. Debo cumplir los deseos de mi Führer.

– ¿Hará algo por nosotros, Herr general? ¡Por favor! Yo estuve en Atenas hace unos años -dijo rápidamente el arzobispo Ralph, inclinándose hacia delante, muy abiertos los amables ojos, con un mechón de cabellos salpicados de plata cayéndole sobre la frente; comprendía perfectamente el efecto que producía en el general, y usaba de él sin remilgos-. ¿Ha estado usted en Atenas, señor?

– Sí -contestó secamente el general.

– Entonces, estoy seguro de que sabe lo que ocu. rrió. ¿Cómo es posible que unos hombres de tiempos relativamente modernos destruyesen los edificios de la cima de la Acrópolis? Herr general, Roma es lo que siempre fue, un monumento cuidado, amado, desde hace dos mil años. ¡Se lo suplico! No pongan en peligro a Roma.

El general le miró fijamente, con sorprendida admiración; su uniforme le sentaba muy bien, pero no mejor que la sotana, con su toque de púrpura imperial, al arzobispo Ralph. También éste tenía aspecto de soldado, un cuerpo parcamente hermoso de soldado, con cara de ángel. Así debía parecer el arcángel Miguel; no como un delicado joven del Renacimiento, sino como un hombre maduro y perfecto, que había amado a Lucifer, luchado contra él, arrojado a Adán y a Eva del Paraíso, matado a la serpiente, montado guardia a la diestra de Dios. ¿Sabía él el aspecto que tenía? Ciertamente, era un hombre digno de ser recordado.

– Haré todo lo que pueda, Ilustrísimo Señor, se lo prometo. Confieso que, hasta cierto punto, la decisión me corresponde. Pero ustedes me piden mucho. Si declaro a Roma ciudad abierta, esto significa que no puedo volar sus puentes ni convertir sus edificios en fortalezas, y esto podría redundar en perjuicio de Alemania. ¿Qué garantía tengo de que Roma no me pagará con una traición, si soy bueno con ella?

El cardenal Vittorio frunció los labios, siseó a su gato, que era ahora un elegante siamés, sonrió amablemente y miró al arzobispo.

– Roma nunca pagará la bondad con la traición, Herr general. Si tiene tiempo de visitar a los veraneantes de Castelgandolfo, estoy seguro de que se lo asegurarán, igual que yo. Ven aquí, Kheng-see, cariño. ¡Ah! ¡Qué cariñosa eres!

Sus manos acariciaron al gato sobre la falda escarlata.

– Un raro animal, Eminencia.

– Un aristócrata, Herr general. Tanto el arzobispo como yo llevamos apellidos antiguos y venerables, pero no son nada comparados con su linaje. ¿Le gusta su nombre? En chino, quiere decir Flor de Seda. Muy adecuado, ¿no?

Había llegado el té; todos guardaron silencio hasta que la hermana lega, después de colocar el servicio sobre la mesa, saiió de la habitación.

– No lamentará su decisión de declarar a Roma ciudad abierta, Excelencia -dijo el arzobispo Ralph al nuevo amo de Italia, con meliflua sonrisa. Se volvió al cardenal, quitándose su capa de seducción, innecesaria con aquel hombre tan querido-. Eminencia, ¿quiere usted hacer de «madre» o prefiere que haga yo los honores?

– ¿«Madre»? -preguntó, desconcertado, el general Kesselring.

El cardenal Di Contini-Verchese se echó a reír.

– Es una pequeña chanza. Llamamos «madre» al que sirve el té. Un dicho inglés, Herr general.

Aquella noche, el arzobispo Ralph estaba cansado, inquieto, nervioso. Parecía no hacer nada para contribuir a terminar la guerra, sino sólo tratar de conservar las antigüedades, y había empezado a aborrecer apasionadamente la inercia del Vaticano. Aunque era conservador por naturaleza, a veces la precaución de caracol de los que ocupaban las más altas jerarquías en la Iglesia le irritaba de un modo intolerable. Aparte de los humildes curas y monjas que actuaban como servidores, hacía semanas que no había hablado con una persona corriente, con alguien sin tendencias políticas, espirituales o militares que doblegar. Incluso le costaba más rezar en estos días, y Dios parecía hallarse a una distancia de años-luz, como si se hubiese retirado para que Sus criaturas humanas pudiesen dedicarse de lleno a destruir el mundo que había hecho para ellas. Lo que necesitaba, pensó, era una fuerte dosis de Meggie y Fee, o una fuerte dosis de alguien que no estuviese interesado en el destino del Vaticano que de Roma.

Su Ilustrísima bajó por la escalera privada a la gran basílica de San Pedro, sin ningún fin determinado. Las puertas se cerraban aquellos días al ponerse el sol, señal de la paz inquieta que reinaba en Roma, más elocuente que las compañías de alemanes vestidos de gris que transitaban por las calles de Roma.

Un débil y fantástico resplandor iluminaba el enorme recinto vacío; sus pisadas resonaron huecas sobre el suelo de piedra, se interrumpieron y mezclaron con el silencio al hacer él una genuflexión ante el altar mayor, y empezaron de nuevo. Entonces, en el intervalo entre dos pisadas, oyó una exclamación ahogada. Encendió la linterna que llevaba en la mano; dirigió el rayo de luz hacia el sitio de donde venía el sonido, más curioso que asustado. Éste era su mundo; podía defenderlo sin temor.

El rayo de luz pasó sobre lo que era, para él, la escultura más hermosa de toda la creación: la Pietá de Miguel Ángel. Debajo de las inmóviles figuras, había otra cara, no de mármol sino de carne, una cara surcada de sombras, como de muerto.

Ciao -dijo Su Ilustrísima, sonriendo.

No hubo respuesta, pero vio que la ropa era de soldado raso de la infantería alemana: ¡su hombre corriente! No importaba que fuese alemán.

Wie geht's? -preguntó, sin dejar de sonreír.

Un movimiento del otro hizo que unas gotas de sudor brillasen de pronto sobre una frente ancha de intelectual.

Du bist krank? -preguntó entonces, pensando que el muchacho, pues no era más que un muchacho, tal vez estaba enfermo.

Por fin respondió nana voz:

Nein.

El arzobispo Ralph dejó la linterna en el suelo y avanzó unos pasos, asió el mentón del soldado y le hizo levantar la cara para mirar sus ojos negros, más negros en la oscuridad.

– ¿Qué te pasa? -preguntó, en alemán, y se echó a reír-. ¡Vamos! -prosiguió, también en alemán-. Tú no lo sabes, pero mi función principal en la vida ha sido ésta: preguntar a la gente lo que le pasa. Y debo decirte que esta pregunta me ha creado no pocos problemas.

– Vine a rezar -dijo el muchacho, con voz demasiado grave para su edad y con fuerte acento bávaro.

– ¿Y te quedaste encerrado?

– Sí, pero eso no tiene importancia.

Su Ilustrísima cogió la linterna.

– Bueno, no puedes quedarte aquí toda la noche, y yo no tengo llaves de la puerta. Ven conmigo. -Echó a andar en dirección a la escalera privada que conducía al palacio pontificio, y siguió hablando, en voz baja y suave-. En realidad, yo también vine a rezar. Gracias a tu Alto Mando, ha sido un día bastante desagradable. Quiero decir, allá arriba… Esperemos que el personal del Santo Padre no se imagine que he sido arrestado y vea que no eres tú quien me conduce, sino yo a ti.

Después, caminaron otros diez minutos en silencio, cruzando pasillos, saliendo a patios y jardines descubiertos, entrando en vestíbulos, subiendo escaleras; el joven alemán no parecía ansioso de apartarse de su protector, pues le pisaba los talones. Por fin. Su Ilustrísima abrió una puerta e hizo entrar al joven en un saloncito pobremente amueblado, encendió una luz y cerró la puerta.

Ahora que podía ver, se observaron mutuamente. El soldado alemán vio a un hombre muy alto, de rostro distinguido y ojos azules e inteligentes; el arzobispo Ralph vio a un chiquillo disfrazado con un uniforme que toda Europa consideraba amenazador, espantoso. Un chiquillo: no más de dieciséis años, con toda seguridad. Delgado y de mediana estatura, tenía largos los brazos y una complexión que prometía fuerza y corpulencia en el futuro. Su rostro tenía un aire que parecía italiano, era moreno y noble, sumamente atractivo; grandes ojos de color castaño oscuro, con largas pestañas negras, y una abundante mata de pelo negro y ondulada. A fin de cuentas, no había en él nada corriente o vulgar, por muy vulgar que fuese su función. Y Su Ilustrísima, aunque había deseado hablar con un hombre corriente, se sintió interesado.

– Siéntate -dijo al muchacho, y se dirigió a un cajón y sacó una botella de vino de Marsala. Llenó dos vasos, dio uno al chico, tomó el otro y se sentó en un sillón desde el que podía observar cómodamente al interesante jovenzuelo-. ¿Tienen que movilizar a los niños para continuar la guerra? -preguntó, cruzando las piernas.

– No lo sé -respondió el muchacho-. Yo estaba en un hogar infantil; por consiguiente, no habrían tardado en sacarme de allí.

– ¿Cómo te llamas, chico?

– Rainer Moerling Hartheim -contestó el muchacho, paladeando las palabras con orgullo.

– Un bonito nombre -comentó gravemente el sacerdote.

– ¿Verdad que sí? Lo elegí yo mismo. Allí me llamaban Rainer Schmidt; pero, cuando ingresé en el Ejército, lo cambié por el nombre que siempre había deseado llevar.

– ¿Eres huérfano?

– Las hermanas me llamaban hijo del amor.

El arzobispo Ralph reprimió una sonrisa; ahora que había perdido el miedo, el chico se mostraba digno y seguro. Entonces, ¿por qué estaba antes asustado? No por miedo a que le encontrasen, ni por haberse quedado encerrado en la basílica.

– ¿Por qué estabas tan espantado, Rainer?

El muchacho sorbió delicadamente el vino y levan tó los ojos, con expresión complacida.

– Es bueno, y dulce. -Se acomodó mejor en el asiento-. Quería ver San Pedro, porque las hermanas hablaban siempre de esto y nos mostraban fotografías. Por consiguiente, cuando nos destinaron a Roma, me alegré mucho. Llegamos esta mañana. Y vine aquí en cuanto pude. -Frunció el ceño-. Pero no es como yo esperaba. Pensaba que, estando en Su iglesia, me sentiría más cerca de Nuestro Señor. Y me encontré con algo enorme y frío. No podía sentirle a Él.

El arzobispo Ralph sonrió.

– Sé lo que quieres decir. Pero San Pedro no es en realidad uña iglesia, ¿sabes? No en el sentido de la mayor parte de las iglesias. San Pedro es la Iglesia. Recuerdo que también a mí me costó bastante acostumbrarme.

– Yo quería rezar por dos cosas -dijo el chico, asintiendo con la cabeza para indicar que había oído, pero que no era esto lo que quería escuchar.

– ¿Por las cosas que te espantan?

– Sí; pensaba que, hallándome en San Pedro, podría hacerlo mejor.

– ¿Y qué son esas cosas que te espantan, Rainer?

– Que piensen que soy judío, y que sea enviado a Rusia.

– Comprendo. No es extraño que estés asustado. ¿Hay alguna posibilidad real de que te tomen por judío?

– ¡Míreme! -dijo sencillamente el chico-. Cuando anotaron mis circunstancias, dijeron que tendrían que comprobarlo. No sé si pueden hacerlo o no, pero supongo que las hermanas deben saber más de lo que nunca me dijeron.

– Si supiesen algo, no lo dirían -replicó Su Ilus-trísima, para animarle-. Sabrían por qué se lo preguntan.

– ¿De veras lo cree usted? ¡Ojalá tenga razón!

– ¿Te preocupa la idea de tener sangre judía?

– Mi sangre me tiene sin cuidado -declaró Rainer-. Nací alemán; eso es lo único importante.

– Pero ellos no lo consideran así, ¿en?

– No.

– ¿Y Rusia? Creo que esto no debe preocuparte, Estáis en Roma, en la dirección contraria.

– Esta mañana, oí decir a nuestro comandante que, después de todo, podrían enviarnos a Rusia. Las cosas no marchan bien allí.

– Eres un niño -declaró bruscamente el arzobispo Ralph-. Deberías estar en el colegio.

– De todos modos, no estaría. -El chico sonrió-. Tango dieciséis años, y estaría trabajando. -Suspiró-. Me habría gustado seguir en la escuela. Aprender es importante.

El arzobispo Ralph se echó a reír, se levantó y volvió a llenar los vasos.

– No me hagas caso, Rainer. Lo que digo no tiene sentido. Sólo son pensamientos desordenados. Es mi hora de pensar. No soy muy buen anfitrión, ¿verdad?

– Yo creo que sí -replicó el muchacho.

– Bueno -dijo Su Ilustrísima, sentándose de nuevo-. Defínete, Rainer Moerling Hartheim.

Un curioso orgullo se reflejó en el rostro juvenil.

– Soy alemán, y católico. Quiero hacer de Alemania un lugar en que la raza y la religión no sean motivo de persecución, y, si vivo, dedicaré mi vida a este fin.

– Rezaré por ti, para que vivas y tengas éxito.

– ¿Lo hará? -preguntó tímidamente el chico-. ¿Rezará por mí, por mi persona?

– Desde luego. En realidad, me has enseñado algo. Que, en mi oficio, sólo dispongo de un arma: la oración. No puedo hacer otra cosa.

– ¿Quién es usted? -preguntó Rainer, que empezaba a pestañear a causa del vino.

– Soy el arzobispo Ralph de Bricassart.

– ¡Oh! ¡Yo creía que era un sacerdote corriente!

– Soy un sacerdote corriente. Nada más. -¡Voy a hacer un trato con usted! -manifestó el muchacho, orillándole lo ojos-. Rece usted por mí, padre, y, si vivo lo bastante para conseguir lo que pretendo, volveré a Roma para decirle lo que ha logrado con sus oraciones.

Los ojos azules sonrieron afectuosos.

– Está bien, trato hecho. Y, cuando vuelvas, te diré lo que yo crea que hicieron mis oraciones. -Se levantó-. Espera aquí, pequeño político. Voy a buscarte algo de comer.

Hablaron hasta que la aurora brilló entre las cúpulas y los campanarios, y revolotearon las palomas al otro lado de la ventana. Entonces, el arzobispo condujo a su invitado a través de las salas públicas del palacio, observando su asombro, complacido, hasta dejarle en el aire fresco y claro de la mañana. Aunque él no lo sabía ahora, el muchacho de espléndido nombre iría realmente a Rusia, llevando consigo un recuerdo extrañamente dulce y tranquilizador: que en Roma, en la Iglesia misma de Nuestro Señor, un hombre rezaba diariamente por él, por su persona.

Cuando la 9.ª División australiana estuvo lista para embarcar hacia Nueva Guinea, se estaba realizando una operación de barrido en todo el escenario de la guerra. Malhumorada, la división más distinguida de toda la historia militar australiana, sólo podía esperar alcanzar más gloria en otra parte, persiguiendo a los japoneses a través de Indonesia. Guadalcanal había destruido todas las esperanzas japonesas de llegar a Australia. Sin embargo, como los alemanes, se batían fieramente en retirada. Aunque sus recursos estaban lastimosamente desperdigados, y sus tropas se hundían por falta de suministros y de refuerzos, hacían pagar caro a los americanos y australianos cada palmo de terreno que reconquistaban. En su retirada, los japoneses abandonaron Buna, Gona, Salamaua, y retrocedieron por la costa norte, hacia Lae y Finschafen.

El 5 de setiembre de 1943, la 9.ª División desembarcó precisamente al este de Lae. Hacía muchísimo calor, la humedad era del cien por cien, y llovía todas las tardes, aunque todavía faltaban dos meses para la estación húmeda. El peligro de paludismo significaba que todos debían tomar «atebrina», y las pequeñas tabletas amarillas hacían que todos se sintiesen tan enfermos como si sufriesen efectivamente fiebres palúdicas. La humedad constante era causa de que llevasen siempre mojados los calcetines y las botas; los pies se volvían esponjosos, y las junturas de los deudos estaban en carne viva. Las picaduras de los mosquitos se infectaban y ulceraban.

En Port Moresby, habían visto el lamentable estado en que se hallaban los indígenas de Nueva Guinea, y, si éstos no podían soportar el clima sin padecer erupciones, beriberi, malaria, neumonía, enfermedades crónicas de la piel, hepatomegalia y esplenomegalia, poco podía esperar el hombre blanco. También había, en Port Moresby, supervivientes de Kokoda, víctimas de Nueva Guinea, más que de los japoneses, demacrados, llagados, delirantes a causa de la fiebre. El frío glacial, a casi tres mil metros de altura, había causado, en unos hombres vestidos con ropas tropicales, diez veces más de muertes por neumonía que a manos de los japoneses. Barro resbaladizo, bosques fantásticos iluminados por la pálida luz espectral de los hongos fosforescentes, terribles subidas sobre una maraña de raíces descubiertas que significaban que un hombre no podía mirar hacia arriba y era un blanco magnífico para los tiradores emboscados. Nada podía haber tan diferente del Norte de África, y la 9.ª División habría cambiado de buen grado la ruta de Kokoda por dos El Alamein.

Lae era una población costera entre herbazales densamente poblados de árboles, muy alejada de las alturas de tres mil metros del interior, y, como campo de batalla, mucho mejor que Kokoda. Sólo había unas pocas casas de europeos, una bomba de petróleo y una serie de chozas indígenas. Los japoneses luchaban como siempre, pero eran poco numerosos y estaban mal abastecidos, y tan agotados por el clima de Nueva Guinea y por las enfermedades como los propios australianos contra los que luchaban. Después del masivo armamento y de la extraordinaria mecanización del Norte de África, resultaba extraño no ver nunca un mortero o una pieza de artillería de campaña; sólo fusiles «Owen» y rifles, siempre con la bayoneta calada. A Jims y Patsy les gustaba la lucha cuerpo a cuerpo, porque así estaban juntos y podían protegerse mutuamente. En todo caso, el enemigo había perdido categoría, comparado con el Afrika Korps. Ahora eran unos hombrecillos menudos y amarillos, todos los cuales parecían llevar gafas y tener dientes de cordero. Carecían en absoluto de aire marcial.

Dos semanas después de desembarcar la 9.ª División en Lae, se acabaron los japoneses. Tratándose de Nueva Guinea, amaneció un día espléndido de primavera. La humedad había bajado veinte grados, el sol brillaba en un cielo súbitamente azul, en vez de ser brumoso y blanquecino; la vertiente aparecía verde, purpúrea y morada, detrás de la población. La disciplina se había relajado, y todos parecían tomarse un día de fiesta para jugar al criquet; pasear, hostigar a los indígenas para hacerles reír y mostrar sus encías rojas y desdentadas, resultado de su afición a chupar nuez de betel. Jims y Patsy paseaban entre las altas hierbas de fuera de la población, porque esto les recordaba Drogheda; el mismo color leonado y blanquecino, y los altos tallos que tenían las hierbas en Drogheda después de las fuertes lluvias.

– Ahora ya no tardaremos en volver, Patsy -dijo Jims-. Hemos hecho correr a los japoneses, y también a «Jerry». ¡A casa, Patsy, a Drogheda! La espera se me hace larga.

– Ya -dijo Patsy.

Caminaban hombro con hombro, mucho más juntos de lo permisible entre hombres corrientes, y a veces se tocaban, no deliberadamente, sino como toca un hombre su propio cuerpo, para rascarse o para asegurarse de forma inconsciente de su propia presencia. ¡Qué agradable era sentir el sol verdadero en la cara, en vez de aquel calor húmedo de baño turco! De vez en cuando, levantaban la cabeza para captar el olor de la hierba caldeada, tan parecido al de Drogheda, y soñar un poco que estaban de nuevo allí, caminando hacia un wilga para tenderse a su sombra en pleno mediodía, a leer un libro, a dormitar. Rodar en el suelo, sentir la tierra hermosa y amiga bajo la piel, escuchar el latido de un corazón enterrado en alguna parte, un corazón de madre que latía por el hijo adormecido.

– ¡Jims! ¡Mira! ¡Un lorito de Drogheda! -exclamó Patsy, impulsado a hablar por la emoción.

Tal vez aquellos loritos australianos se criaban también en la región de Lae, pero la hermosura del día y este inesperado recordatorio del hogar provocaron en Patsy un tremendo entusiasmo. Riendo, sintiendo el cosquilleo de la hierba en sus piernas desnudas, echó a correr detrás del pájaro, arrancándose el sombrero de la cabeza y levantándolo como si creyese de verdad que podía cazar con él el ave escurridiza. Jims le miraba y sonreía.

Tal vez había corrido veinte metros cuando la ametralladora arrancó briznas de hierba a su alrededor; Jims vio que alzaba los brazos y que su cuerpo giraba en redondo, extendiendo las manos en suplicante ademán. Desde la cintura a las rodillas, manaba sangre, sangre vital.

– ¡Patsy, Patsy! -gritó Jims, sintiendo las balas en cada célula ‹ie su propio cuerpo, sintiéndose morir.

Inició la carrera a grandes zancadas, ganó velocidad y, entonces, se impuso su prudencia de soldado y se dé^ó caer de bruces en el suelo, en el momento en que la ametralladora volvía a disparar.

– Patsy, Patsy, ¿estás bien? -gritó estúpidamente, puesto que había visto la sangre.

Increíblemente, le llegó una débil respuesta:

– Ya.

Palmo a palmo, Jims se arrastró entre la hierba fragante, escuchando el viento, el rumor de su propio avance.

Cuando llegó junto a su hermano, apoyó la cabeza en el hombro desnudo y lloró.

– Basta -dijo Patsy-. Todavía no estoy muerto.

– ¿Es muy grave? -preguntó Jims, bajando el pantalón de su hermano y observando, tembloroso, la piel ensangrentada.

– En todo caso, tengo la impresión de que no voy a morir de ésta.

Ahora les rodeaban otros hombres, jugadores de criquet que llevaban todavía sus defensas y sus guantes; alguien fue en.busca de una camilla, mientras los otros hacían callar la ametralladora al otro lado del claro. Una operación realizada con mas crueldad de lo acostumbrado, porque todos querían a Harpo. Si algo le ocurría a éste, Jims no volvería nunca a ser el mismo.

Un día espléndido; el lorito se había marchado hacía rato, pero otros pájaros gorjeaban y revoloteaban sin temor, después del silencio impuesto por el combate.

– Patsy ha tenido mucha suerte -dijo más tarde el médico a Jims-. Debe de tener doce balas en el cuerpo, pero la mayor parte de ellas le dieron en los muslos. Dos o tres que le hirieron más arriba parece que se alojaron en el hueso o en los músculos de la pelvis. Yo diría que ni los intestinos ni la vejiga han sufrido daño. Lo único que…

– Bueno, ¿qué? -le apremió Jims, con impaciencia, todavía temblando y con los labios amoratados. -Desde luego, no puede afirmarse nada con seguridad en este momento, y yo no soy un genio de la cirugía, como algunos tipos de Port Moresby. Éstos podrían decirle mucho más. Pero la uretra ha resultado afectada, y también los pequeños nervios del periné. Estoy seguro de que podremos dejarlo como nuevo, tal vez a excepción de estos nervios. Por desgracia, los nervios no suelen curarse muy bien. -Carraspeó-. Quiero decir que es posible que quede muy reducida su sensibilidad en la región genital.

Jims bajó la cabeza y miró al suelo, a través de un cristal empañado de lágrimas. -Al menos, está vivo -declaró. Le dieron permiso para volar a Port Moresby con su hermano y permanecer allí hasta que Patsy fuese declarado fuera de peligro. Las heridas casi podían calificarse de milagrosas. Las balas habían rodeado el bajo vientre, pero sin penetrar en él. Pero el médico de la 9.ª División había acertado: la sensibilidad de la región inferior de la pelvis había sido muy dañada. Nadie podía decir hasta qué punto era recuperable.

– Esto tiene poca importancia -dijo Patsy, desde la camilla en la que sería llevado por aire a Sydney-. Nunca tuve muchas ganas de casarme. Y ahora, cuídate mucho, Jims, ¿me oyes? Siento mucho dejarte. -Me cuidaré, Patsy. ¡Jesús! -dijo Jims, sonriendo y estrechando con fuerza la mano de su hermano-. ¡Mira que tener que pasar el resto de la guerra sin mi mejor camarada! Te escribiré para decirte cómo van las cosas. Saluda a la señora Smith y a Meggie y a mamá de mi parte, ¿eh? No deja de ser una suerte, volver a Drogheda.

Fee y la Señora Smith volaron a Sydney, a esperar el avión americano que traía a Patsy desde TownsviIle. Fee permaneció allí sólo unos días, pero la señora Smith se quedó en un hotel de Randwick, cerca del hospital militar del Príncipe de Gales. Patsy estuvo tres meses allí: Para él, la guerra había terminado. La señora Smith había vertido muchas lágrimas, pero también había motivos para estar alegre. En cierto modo, él no podría llevar una vida sexual normal, pero podría hacer muchas cosas: montar a caballo, caminar, correr. A fin de cuentas, los Cleary parecían poco inclinados al matrimonio. Cuando le dieron de alta en el hospital, Meggie vino de Gilly en el «Rolls», y las dos mujeres le acomodaron en el asiento de atrás, entre mantas y revistas, pidiendo otra gracia al cielo: que Jims volviese también a casa.

16

Hasta que el delegado del emperador Hirohito no hubo firmado la rendición oficial del Japón, no creyeron en Gillanbone que la guerra hubiese realmente terminado. La noticia llegó el domingo, dos de setiembre de 1945, o sea, exactamente a los seis años de haber empezado el conflicto. Seis años de agonía. ¡Cuántos vacíos que no volverían a llenarse! Rory, hijo de Dominic O'Rourke; John, hijo de Horry Hopeton; Cor-mac, hijo de Edén Carmichael. El hijo menor de Ross MacQueen, Agnus, no volvería a andar; David, hijo de Anthony King, podría andar, pero sin ver adonde iba, Patsy, hijo de Paddy Cleary, nunca podría tener hijos. Y estaban aquellos cuyas heridas eran invisibles, pero no menos profundas; que se habían marchado alegremente, riendo y cantando, y habían vuelto sin ruido, hablando poco y riendo sólo en raras ocasiones. ¿Quién podía soñar, cuando empezó la contienda, que duraría tanto y se cobraría un precio tan terrible?

Gillanbone no era una comunidad particularmente supersticiosa, pero, incluso sus moradores más cínicos se estremecieron aquel domingo, dos de setiembre. Porque, el mismo día que terminó la guerra, terminó también la más larga sequía de la historia de Australia. Durante casi diez años, no había llovido de modo apreciable; pero, aquel día, el cielo se llenó de una densa capa de negras nubes, que se abrieron y vertieron un palmo y medio de agua sobre la tierra sedienta. Un par de centímetros de lluvia no habrían significado el final de la sequía, si no hubiesen ido seguidos de algo más, pero un palmo y medio significaba hierba.

Meggie, Fee Bob, Jack, Hughie y Patsy, estaban de pie en la galena, observando a través de la oscuridad, oliendo el perfume insoportablemente dulzón de la lluvia sobre el apergaminado y requebrajado suelo. Caballos, corderos, bueyes y cerdos, apuntalaban sus patas para no resbalar en el suelo embarrado y dejaban correr el agua sobre sus cuerpos temblorosos; la mayor parte de ellos había nacido después de que el último aguacero cayese sobre su mundo. En el cementerio, la lluvia arrastró el polvo, lo blanqueó todo, lavó las alas extendidas del plácido ángel de Botticelli. El torrente bajó crecido, y el fragor de su corriente se mezcló con el redoble de la lluvia. ¡Lluvia, lluvia! Lluvia. Como una bendición de una enorme mano inescrutable, largo tiempo cerrada y que se abría al fin. La bendita y maravillosa lluvia. Porque lluvia significaba hierba, y la hierba era vida.

Apareció una especie de vello verde pálido en el suelo, y las pequeñas briznas se elevaron, se ramificaron, retoñaron, adquirieron un verde más oscuro al estirarse, y después, palidecieron y se convirtieron en la hierba plateada, alta hasta las rodillas, de Drog-heda. El Home Paddock parecía un campo de trigo, ondeando a cada ráfaga de viento, y en los jardines de la mansión hubo un estallido de colores, al abrirse los grandes capullos, y los eucaliptos aparecieron súbitamente blancos y verdes, después de nueve años de polvo y de mugre. Pues, aunque la absurda cantidad de depósitos instalados por Michael Carson conservaron el agua suficiente para mantener con vida los jardines de la casa, el polvo se había aposentado en cada hoja y en cada pétalo, dándoles un color pardusco y triste. Y una antigua leyenda había resultado ser verdad: Drogheda contaba con agua suficiente para aguantar diez años de sequía, pero sólo en la mansión.

Bob, Jack, Hughie y Patsy volvieron a las dehesas, empezaron a buscar la manera de repoblarla de ganado; Fee abrió un frasco nuevo de tinta negra y cerró furiosamente su botellita de tinta roja; Meggie vio acercarse el final de su vida de amazona, porque Jims no tardaría en volver y pronto aparecerían hombres en busca de trabajo.

Después de nueve años, quedaban muy pocas cabezas de ganado lanar y vacuno; sólo los sementales ganadores de premios, que habían estado siempre en el corral y sido alimentados a mano, que eran un núcleo de campeones, carneros y toros. Bob se dirigió al Este, a la cima de las vertientes occidentales, a comprar ovejas de buena raza en propiedades no tan perjudicadas por la sequía. Jims volvió a casa. Ocho ganaderos se incorporaron a la nómina de Drogheda. Meggie colgó su silla de montar.

Poco después de esto, Meggie recibió una carta de Luke, la segunda desde que ella le había dejado, en la que decía:


Creo que ya falta poco. Unos pocos años más en el azúcar, y habré terminado. La espalda me duele un poco estos días, pero todavía puedo cortar caña como el mejor, ocho o nueve toneladas al día. Ame y yo tenemos otros doce equipos que cortan para nosotros, todos ellos buenos chicos. El dinero corre mucho, ahora que. Europa necesita todo el azúcar que podemos producir. Ahora gano más de cinco mil libras al año, y lo ahorro casi todo. Dentro de poco, Meg, podré ir a Kynuna. Tal vez cuando lo haya arreglado todo, querrás volver a mi lado. ¿Te di el varón que querías? Es curioso que las mujeres se perezcan tanto por los hijos. Creo que esto fue en realidad lo que nos separó, ¿eh? Dime cómo sigues y cómo aguantó Drogheda la sequía. Tuyo. Luke.


Fee salió a la galería, donde estaba sentada Meggie con la carta en la mano, contemplando con mirada ausente más allá del verde prado de la casa.

– ¿Cómo está Luke?

– Igual que siempre, mamá. No ha cambiado en absoluto. Sigue hablando de un poco más de tiempo en el maldito azúcar, de ia finca que va a comprar un día cerca de Kynuna.

– ¿Crees que llegará a hacerlo?

– Supongo que sí; algún día.

– ¿Te reunirías con él, Meggie?

– ¡Ni en un millón de años!

Fee se sentó en un sillón de mimbre al lado de su hija, y se dio la vuelta para poder ver bien a Meggie. A lo lejos, se oían gritos de hombres y golpes de martillo; por fin estaban colocando telas metálicas en las galerías y en las ventanas del piso superior, para impedir que entrasen las moscas. Durante años. Fee se había resistido tercamente. Por muchas moscas que hubiese, no quería que afeasen la casa con telas metálicas. Pero, al prolongarse la sequía, las moscas se hicieron cada vez más insoportables, hasta que, dos semanas antes de que terminase aquélla, Fee dio su brazo a torcer y encargó a un contratista que protegiese todos los edificios de la finca, no sólo la casa principal, sino también las del personal y los barracones.

En cambio, no quiso saber nada de electrificación, aunque, desde 1915, había una «bomba», según la llamaban los esquiladores, que suministraba energía al local de esquileo. ¿Quitar a Drogheda la luz difusa de las lámparas de petróleo? ¡Ni pensarlo! Sin embargo, tenían una nueva cocina de gas, alimentada por depósitos cilindricos regulables, y una docena de frigoríficos de queroseno; la industria australiana no era todavía como en tiempos de paz, pero ya llegarían los nuevos inventos.

– Meggie, ¿por qué no te divorcias de Luke y vuelves a casarte? -preguntó súbitamente Fee-. Enoch Davies te aceptaría en el acto; nunca ha mirado a otra mujer.

Los ojos adorables de Meggie miraron asombrados a su madre.

– ¡Dios mío, mamá! ¡Creo que realmente me hablas de mujer a mujer!

Fee no sonrió, pues no sonreía casi nunca.

– Bueno, si todavía no eres una mujer, nunca llegarás a serlo. Creo que has hecho méritos para ello. Supongo que me estoy haciendo vieja, pues me siento parlanchína.

Meggie rió, alegrándose de la franqueza de su madre y deseosa de no destruir su nuevo estado de ánimo.

– Es la lluvia, mamá. Debe de ser eso. ¿No es maravilloso ver de nuevo hierba en Drogheda y prados verdes alrededor de la casa?

– Sí, lo es. Pero no eludas mi pregunta. ¿Por qué no te divorcias de Luke y te casas de nuevo?

– Las leyes de la Iglesia lo prohiben.

– ¡Monsergas! -exclamó Fee, pero amablemente-. Eres una mitad mía, y yo no soy católica. No me vengas con esa excusa, Meggie. Si de veras quisieras casarte, te divorciarías de Luke.

– Sí, supongo que sí. Pero no quiero casarme otra vez. Soy completamente feliz con mis hijos y Drogheda.

Una risita muy parecida a la suya llegó desde el interior de unos macizos de gencianas, cuyas flores rojas ocultaban al autor de la risita.

– ¡Escucha! Ahí está Dane. ¿Sabes que, a su edad, sabe montar a caballo tan bien como yo? -se inclinó hacia delante-. ¡Dane! ¿Qué estás haciendo? ¡Sal de ahí en seguida!

Salió de debajo de la mata más próxima, con las manos sucias de tierra negra y unos tizones sospechosos alrededor de la boca.

– ¡Mamá! ¿Sabías que el suelo sabe bien? Pues sí, mamá, ¡de veras!

Vino y se plantó delante de ella; a sus siete años, era alto, delgado, graciosamente vigoroso, y su cara mostraba la belleza de la porcelana.

Entonces apareció Justine y se puso a su lado. También era alta, pero flaca más bien que delgada y sumamente pecosa. Era difícil saber cómo eran sus facciones debajo de aquellas grandes manchas pardas, pero los inquietantes ojos eran tan pálidos Como habían sido en la primera infancia, y las cejas y las pestañas eran demasiado rubias para destacar de las pecas. Los mechones furiosamente rojos de Paddy formaban una alborotada mata de rizos sobre su cara de duendecillo. Nadie habría podido decir que fuese una niña linda, pero nadie que la hubiese visto podía olvidarla, no sólo por sus ojos, sino también porque tenía una notable fuerza de carácter. Arisca, dura e inflexiblemente intelectual, Justine, a sus ochos años, era tan indiferente a lo que los otros pensaban de ella como cuando estaba en la cuna. Sólo una persona gozaba de todo su cariño: Dane. Ella seguía adorándole y considerándolo como de su propiedad.

Esto había ocasionado más de un conflicto entre ella y su madre. Cuando Meggie colgó la silla de montar y volvió a su papel de madre, esto representó un rudo golpe para Justine. En primer lugar, Justine parecía no necesitar a su madre, puesto que estaba convencida de que en todo tenía razón. Tampoco era de esa clase de niñas que necesitan una confidente o una cariñosa aprobación. Para ella, Meggie era, sobre todo, la persona que se interponía entre ella y Dane. Justine se llevaba mucho mejor con su abuela, que merecía sus calurosos plácemes; mantenía la distancia y presumía que la niña tenía un poco de sentido común.

– Yo le dije que no comiese tierra -declaró Justine.

– Bueno, no va a morirse por esto, Justine, pero tampoco es bueno para él.

– Meggie se volvió a su hijo-. ¿Por qué lo has hecho. Dane?

Él reflexionó gravemente sobre la cuestión.

– Estaba allí, y la comí. Si fuese una cosa mala, sabría mal, ¿no? Y sabe bien.

– No necesariamente -interrumpió Justine, en tono de superioridad-. Te he pillado. Dane. Algunas de las cosas que saben mejor son las más venenosas.

– ¡Di una! -la desafió él.

– ¡Triaca! -declaró ella, en son de triunfo.

Dane había estado muy enfermo después de comerse el contenido de un bote de triaca que había encontrado en la despensa de la señora Smith. Acusó el golpe, pero replicó:

– Todavía estoy vivo; luego no debía ser tan venenoso.

– Fue porque vomitaste. Si no hubieses vomitado, estarías muerto.

Esto era indiscutible. Su hermana rayaba a su misma altura; por consiguiente, la asió amigablemente de un brazo y ambos se alejaron saltando por el prado en dirección a una choza que, siguiendo sus instrucciones, habían montado sus tíos entre las ramas de un pimentero. Los adultos se habían opuesto a este emplazamiento a causa de las abejas, pero se había demostrado que los niños tenían razón. Las abejas se portaban bien con ellos. Además, los niños decían que los pimenteros eran los árboles mejores; facilitaban la intimidad. Tenían un olor seco y fragante, y los racimos de diminutos glóbulos rosados crujían y se deshacían en copos de color rosa al ser aplastados con la mano.

– Dane y Justine no pueden ser más diferentes, y, sin embargo, se llevan muy bien -dijo Meggie-. Es asombroso. Nunca les he visto reñir, aunque no comprendo cómo puede evitar Dane pelearse con una niña tan voluntariosa y terca como Justine.

Pero Fee estaba pensando en otra cosa.

– ¡Señor! Es la viva imagen de su padre -dijo, observando cómo se metía Dane entre las ramas más bajas del pimentero y se perdía de vista.

Meggie sintió un escolafrío, una reacción refleja que muchos años de oír lo mismo no podían impedir. Desde luego, esto se debía a su propio sentimiento de culpabilidad. La gente se refería siempre a Luke. ¿Y por qué no? Existían parecidos básicos entre Luke O'Neill y Ralph de Bricassart. Pero, por mucho que se esforzara, no podía comportarse con absoluta naturalidad cuando se comentaba el parecido de Dane con su padre.

Lanzó un suspiro deliberadamente casual.

– ¿Lo crees así, mamá? -preguntó, balanceando distraídamente un pie-. Yo no lo veo. Dane no se parece en nada a Luke, ni por su carácter, ni por su actitud ante la vida.

Fee se echó a reír. Sonó como un bufido, pero era risa de verdad. Más pálidos a causa de la edad y de unas cataratas incipientes, sus ojos se posaron tristes e irónicos en el rostro sorprendido de Meggie.

– ¿Crees que soy tonta, Meggie? No me refería a Luke O'Neill. Quise decir que Dane es la viva imagen de Ralph de Bricassart.

Piorno. Su pie se volvió de plomo. Cayó sobre los azulejos; su cuerpo de plomo se hundió; su corazón de plomo luchó por latir a pesar de su enorme peso. ¡Late, maldito, late! ¡Tienes que seguir latiendo por mi hijo!

– ¿Qué, mamá? -su voz era también de plomo-. ¡Qué cosas más raras dices! ¿El padre Ralph de Bricassart?

– ¿Conoces a alguien más con este nombre? Luke O'Neill no engendró jamás a ese niño; es hijo de Ralph de Bricassart. Lo supe en el mismo momento de verle nacer.

– Entonces, ¿por qué no lo dijiste? ¿Por qué has tenido que esperar a que tenga siete años para hacer esta tonta e infundada acusación?

Fee estiró las piernas y cruzó delicadamente los tobillos.

– Por fin me estoy haciendo vieja, Meggie. Y las cosas ya no duelen tanto. ¡La vejez puede ser una bendición! Y ahora es delicioso ver cómo se recupera Drogheda; me siento interiormente mejor a causa de esto. Por primera vez en muchos años, tengo ganas de hablar.

– Bueno, debo decir que, cuando te decides a hablar, sabes elegir muy bien el tema! Mamá, no tienes derecho a decir una cosa así. ¡No es verdad! -replicó desesperadamente Meggie, sin saber de cierto si su madre pretendía torturarla o compadecerla.

De pronto, Fee alargó una mano y la opoyó en la rodilla de Meggie; y sonrió no amarga o desdeñosamente, sino con una curiosa simpatía.

– No me mientas, Meggie. Miente a quien te parezca, pero no a mí. Nada me convencerá de que Luke O'Neill engendró ese hijo. No soy tonta, y tengo ojos para ver. No tiene nada de Luke, nunca lo tuvo, porque no podía tenerlo. Es la imagen del cura. Mira sus manos, el pico que forman los cabellos sobre su frente, la forma de su cara, las cejas, la boca. Incluso sus movimientos. Ralph de Bricassart, Meggie, Ralph de Bricassart.

Meggie cedió, y su enorme alivio se reflejó en la manera de sentarse ahora, descansadamente, relajada.

– Su mirada lejana. Esto es lo que yo advierto más que nada. ¿Tan evidente es? ¿Lo saben los otros, mamá?

– Claro que no -negó rotundamente Fee-. La gente no mira más que el color de los ojos, la forma de la nariz, la complexión general. En esto se parece bastante a Luke. Yo lo sé porque os observé, a ti y a Ralph de Bricassart, durante años. Todo lo que tenía que hacer él era doblar el dedo meñique para que corrieses a sus brazos; por consiguiente, no me vengas con que «es contrario a las leyes de la Iglesia», si te hablo de divorcio. Estabas ansiosa de quebrantar una ley de la Iglesia mucho más grave que la referente al divorcio. Una desvergonzada, Meggie, esto es lo que eres. -Ahora había un matiz de dureza en su voz-. Pero él era terco. Estaba empeñado en ser un cura perfecto; tú llegaste en el peor momento. ¡Qué idiotez! A él no le hizo ningún bien, ¿verdad? Tenía que pasar algo; sólo era cuestión de tiempo.

Detrás de la esquina de la galería, alguien dejó caer un martillo y lanzó una ristra de maldiciones; Fee se sobresaltó, se estremeció.

– ¡Cielo santo! ¡Qué contenta estaré cuando terminen con sus telas metálicas!

– Volvió a su tema-. ¿Crees que me dejé engañar cuando no quisiste que Ralph de Bricassart te casara con Luke? Yo lo sabía. Tú hubieses querido que él fuese el novio, no el celebrante. Después, cuando él vino a Drogheda antes de partir para Atenas, y no te encontró, supe que, más pronto o más tarde, iría en tu busca y te encontraría. Andaba por ahí tan desorientado como un niño en la fiesta de Pascua de Sydney. Casarte con Luke fue tu maniobra más hábil, Meggie. Mientras supo que te perecías por él, Ralph no te quiso; pero, en cuanto fuiste de otro, dio todas las clásicas señales de un perro hambriento. Desde luego, se había persuadido de que su afecto por ti era puro como la nieve, pero persistía el hecho de que te necesitaba. Le eras necesaria, como no lo había sido ni creo que lo será otra mujer. Algo muy extraño -dijo Fee, que en realidad no lo entendía-. Siempre me he preguntado qué vería en ti; pero supongo que las madres siempre estamos un poco ciegas en lo tocante a nuestras hijas, hasta que somos demasiado viejas para sentir celos de la juventud. Tú eres para Justine lo mismo que yo era para ti.

Se retrepó en el sillón, meciéndose ligeramente, medio cerrados los ojos, pero observando a Meggie como observa el científico una muestra.

– Sea lo que fuere lo que viese en ti, lo vio en el momento de conocerte, y nunca dejó de subyugarle. Lo peor vendría para él al hacerte tú mayor, pero se enfrentó con ello cuando vino aquí y se encontró con que te habías marchado, después de casarte. ¡Pobre Ralph! Por fuerza tenía que buscarte. Y te encontró, ¿verdad? Lo supe cuando volviste a casa, antes de nacer Dane. Habiendo tenido a Ralph de Bricassart, ya no tenías por qué quedarte más tiempo con Luke.

– Sí -suspiró Meggie-. Ralph me encontró. Pero esto no solucionó nada, ¿verdad? Yo sabía que él nunca renunciaría a su Dios. Por esta razón resolví tener lo único de él que podría tener jamás. Su hijo. Dane.

– Es como escuchar un eco -dijo Fee, con su risa cascada-. Se diría que tú eres yo, al decir esto.

– ¿Frank?

El sillón chirrió; Fee se levantó, dio unos pasos, volvió atrás y miró fija y duramente a su hija.

– ¡Vaya, vaya! Toma y daca, ¿verdad, Meggie? ¿Desde cuándo lo sabías?

– Desde que era pequeña. Desde aquella vez que Frank se escapó de casa.

– Su padre estaba casado. Era mucho mayor que yo; un político importante. Si te dijese su nombre, lo reconocerías. Muchas calles de Nueva Zelanda lo llevan, y tal vez un par de poblaciones. Pero le llamaré Pakeha. Quiere decir «hombre blanco», en maorí, y con esto bastará. Ahora está muerto, desde luego. Yo tengo una pizca de sangre maorí, pero el padre de Frank era medio maorí. Esto se veía en Frank, porque tenía sangre de los dos. ¡Oh! ¡Cómo amé a aquel hombre! Tal vez fue la llamada de la sangre, no lo sé. Era guapísimo. Alto, de cabellos negros, con los ojos negros más brillantes y alegres que jamás he visto. Tenía todo lo que no tenía Paddy: cultura, refinamiento, seducción. Le amé con locura. Pensé que nunca amaría a nadie más, ¡y acaricié esta ilusión hasta que fue demasiado tarde! -Su voz se quebró. Fee se volvió y contempló el jardín-. Tengo que responder de muchas cosas, Meggie, puedes creerlo.

– Por esto querías a Frank más que a todos nosotros -dijo Meggie.

– Pensaba que sí, porque él era hijo de Pakeha, y los otros pertenecíais a Paddy. -Se sentó, y lanzó un suspiro extraño, lúgubre-. Ya ves que la historia se repite. Cuando vi a Dane, te aseguro que reí para mis adentros.

– Mamá, ¡eres una mujer extraordinaria!

– ¿Sí? -La silla crujió; la mujer se inclinó hacia delante-. Deja que te diga un pequeño secreto, Meggie. Extraordinaria o vulgar, soy una mujer muy desgraciada. Por una u otra razón, he sido desgraciada desde el día en que conocí a Pakeha. Casi todo fue culpa mía. Yo le amaba, pero lo que él me hizo no debería ocurrirle a ninguna mujer. Y estaba Frank… Me aferraba a Frank y me olvidaba del resto de vosotros. Y descuidaba a Paddy, que era lo mejor que había encontrado en mi camino. Sólo que no lo veía. Siempre le estaba comparando con Pakeha. ¡Oh! Le estaba agradecida y no podía dejar de ver lo bueno que era… -Se encogió de hombros-. Bueno, todo esto pertenece al pasado. Lo que quería decirte era que es muy mala cosa, Meggie. Lo Sabes, ¿verdad?

– No, no lo sé. Tal como yo lo veo, la Iglesia-hace mal en privar de esto a sus sacerdotes.

– Es curioso que siempre consideremos a la Iglesia como femenina. Robaste un hombre a una mujer, Meggie; lo mismo que yo.

– Ralph no debía fidelidad a ninguna mujer que no fuese yo. La Iglesia no es una mujer, mamá. Es una cosa, una institución.

– No trates de justificarte delante de mí. Conozco todas las respuestas. Yo pensaba igual que tú, en aquella época. Él no podía pensar en el divorcio. Era uno de los primeros de su raza que había alcanzado una gran posición política; tenía que elegir entre su pueblo y yo. ¿Qué nombre podía resistir una oportunidad como aquélla para ennoblecerse? Lo mismo que tu Ralph escogió la Iglesia, ¿no? Por esto pensé: «No importa. Tomaré lo único que puede darme: al menos podré amar a su hijo.»

De pronto, Meggie odió a su madre lo bastante para no poder compadecerla, aborreció la inferencia de que ella misma había cometido un error tan grande como aquélla. Por consiguiente, dijo:

– Salvo que yo fui mucho más lista que tú, mamá. Mi hijo tiene un apellido que nadie podrá quitarle, ni siquiera Luke.

El aliento de Fee silbó entre sus dientes.

– ¡Horrible! ¡Qué engañosa eres, Meggie! Tu boca no está hecha para la miel, ¿verdad? Bueno, mi padre compró a mi marido para que diese un apellido a Frank y le librase a él de mí. ¡Pensaba que tú no lo sabías! ¿Cómo te enteraste?

– Esto es asunto mío.

– Tendrás que pagar, Meggie. Créeme, tendrás que pagarlo. No te saldrá de rositas, como no me salió a mí. Yo perdí a Frank de la peor manera en que una madre puede perder un hijo; ni siquiera puedo verle, ¡y lo añoro tanto…! Pero ¡espera! ¡También tú perderás a Dane!

– No, por poco que pueda. Tú perdiste a Frank porque éste no podía soportar a papá. Yo me aseguré de que Dane no tuviese un papá que pudiese dominarle. Seré yo quien]o domine, aquí, en Drogheda. ¿Por qué te imaginas que le estoy enseñando el oficio de ganadero? En Drogheda estará seguro.

– ¿Lo estuvo papá? ¿Lo estuvo Stuart? Nadie está seguro. Y no podrás retener a Dane, si él quiere marcharse. Papá no dominó a Frank. Eso fue lo malo.

Frank no se dejaba llevar de la brida. Y si te imaginas que tú, una mujer, podrás hacerlo con el hijo de Ralph de Bricassart, te llevarás otro desengaño. Es lógico, ¿verdad? Si ninguna de las dos pudo retener al padre, ¿cómo puede esperar que retendrá al hijo?

– Sólo puedo perder a Dane si tú te vas de la lengua mamá. Y te lo advierto: antes te mataría.

– No te preocupes; no vale la pena de que te ahorquen por mi causa. Tu secreto está seguro conmigo; no soy más que un observador curioso. Sí, eso es lo que soy: un observador.

– ¡Oh, mamá! ¿Cómo pudiste volverte así? ¿Por qué así, tan reacia a ceder?

Fee suspiró.

– Por cosas que ocurrieron años antes de nacer tú -declaró patéticamente.

Pero Meggie agitó una mano, con vehemencia.

– ¡Oh, no! ¿Después de lo que acabas de decirme? ¡A otro perro con este hueso! ¡Tonterías, tonterías! ¿Me oyes, mamá? Te has revolcado en esto durante la mayor parte de tu vida, ¡como una mosca en un plato de jarabe!

Fee sonrió a sus anchas, sinceramente complacida.

– Yo solía pensar que tener una hija era muchísimo menos importante que tener hijos varones; pero me equivocaba. Contigo, Meggie, disfruto más que con cualquiera de mis hijos. Una hija es una igual. Cosa que no puede decirse de los hijos. Éstos no son más que muñecos indefensos que podemos plantar y derribar a nuestro antojo.

Meggie la miró fijamente.

– Eres cruel. Pero, dime, ¿cuándo empezamos a errar?

– Cuando nacemos -repuso Fee.

Los hombres volvían a millares a sus casas y trocaban los uniformes caqui y los sombreros de campaña por ropas de paisano. Y el Gobierno laborista, que seguía en el poder, echó una larga y dura mirada a las grandes propiedades de las llanuras occidentales y a algunas grandes haciendas más próximas. No era justo que una sola familia poseyese tanta tierra, cuando hombres que se habían arriesgado por Australia carecían de sitio para poner sus cosas y el país necesitaba un trabajo más intensivo de sus tierras. Seis millones de personas para llenar un país tan extenso como los Estados Unidos de América, y sólo un puñado de estos seis millones poseían enormes extensiones de terreno. Las propiedades más grandes tenían que ser divididas, para ceder una parte de ellas a los veteranos de guerra.

Bugela pasaría de 150.000 acres a 70.000; dos ex soldados recibirían 40.000 acres cada uno, a expensas de Martin King. Rudna Hunish tenía 120.000 acres; por consiguiente, Ross MacQueen perdía 60.000 acres, en beneficio de otros dos ex combatientes. Desde luego, el Gobierno indemnizaba a los hacendados, aunque a unos precios más bajos que los que habrían podido obtener en el mercado libre. Y esto dolía. ¡Caramba, si dolía! Ningún argumento era escuchado en Canberra; las grandes propiedades, como Bugela y Rudna Hunish, tenían que dividirse. Era evidente que nadie necesitaba tanta tierra, si el distrito de Gilly tenía muchas haciendas florecientes de menos de 50.000 acres.

Lo peor era la convicción de que esta vez los ex combatientes perseverarían en su empeño. Después de la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de las grandes fincas habían sufrido el mismo desmembramiento parcial; pero la cosa había dado poco resultado, pues los nuevos ganaderos carecían de instrucción y de experiencia; poco a poco, los terratenientes fueron recuperando sus tierras expropiadas a precios tan bajos que desanimaron a los veteranos. Pero esta vez el Gobierno estaba dispuesto a instruir y entrenar a los nuevos colonos a su propia costa.

Casi todos los hacendados eran miembros activos del partido agrario y, en principio, despreciaban al Gobierno laborista, identificándolo con los obreros de las ciudades industriales, los sindicatos y los inútiles intelectuales marxistas. Lo más desagradable para ellos fue descubrir que los Cleary, que era sabido que votaban a los laboristas, no perderían un solo acre de la enorme hacienda de Drogheda. Como ésta era propiedad de la Iglesia católica, naturalmente estaba exceptuada de la división. Los gritos se oyeron en Canberra, pero no produjeron el menor efecto. Para los hacendados, que siempre habían creído ser la camarilla más poderosa de la nación, era muy duro encontrarse con que los que mandaban en Canberra hacían virtualmente lo que querían. Australia era, sobre todo, federal, y los gobiernos de los Estados carecían prácticamente de poder.

Así, como un gigante en un mundo de liliputienses, Drogheda siguió adelante con su cuarto de millón de acres.

Siguió lloviendo con intermitencia; a veces, como era normal; otras, excesivamente; otras, demasiado poco; pero, gracias a Dios, no volvió a padecerse una sequía como la pasada. Gradualmente, aumentó el número de los corderos y mejoró la calidad de la lana en relación con la de antes de la sequía, lo cual no era poco. La cría de ganado estaba en pleno auge. Se decía que Haddon Rig, cerca de Warren, y su dueño, Max Felkiner, empezaban a competir por los primeros premios de carneros y ovejas en la feria de Pascua de Sydney. Y el precio de la lana empezó a subir y, en seguida, se puso por las nubes. Europa, los Estados Unidos y el Japón luchaban por conseguir hasta la última fibra de lana producida en Australia. Otros países suministraban lana más tosca para telas gruesas, alfombras, fieltros; pero sólo las largas y sedosas hebras de los merinos australianos servían para esos tejidos finos que se deslizaban como el césped más sutil entre los dedos. Y esta clase de lana alcanzaba su máxima calidad en las tierras negras del noroeste de Nueva Gales del Sur y del sudoeste de Queensland.

Era como una merecida recompensa por todos aquellos años de tribulaciones. Las ganancias de Dro-gheda se elevaron de modo inconcebible. Millones de libras al año. Fee se sentaba a su mesa escritorio, radiante de satisfacción; Bob incluyó otros dos ganaderos en la nómina. Si no hubiese sido por los conejos, las condiciones del campo habrían sido ideales, pero los conejos seguían siendo una plaga, como siempre.

La vida en la casa principal se había hecho muy agradable. La tela metálica impedía la entrada a las moscas, y ahora, al haberse acostumbrado todos a su apariencia, se preguntaban cómo habían podido vivir antes sin ella. Porque su fealdad tenía muchas compensaciones, como poder comer al fresco en la galería, cuando apretaba el calor, al amparo de las hojas de la wistaria.

La tela metálica gustaba también a las ranas, que eran muy pequeñas, verdes y revestidas de una fina capa de oro brillante. Gracias a las ventosas de sus pies, trepaban por la parte exterior del enrejado y contemplaban inmóviles a los comensales, con aire digno y solemne. De pronto, una de ellas saltaba, agarraba una mariposa tan grande como ella y se inmovilizaba de nuevo, con tres cuartas partes de la mariposa aleteando furiosamente fuera de su boca llena. Dane y Justine se divertían calculando el tiempo que tardaba una rana en tragarse del todo una mariposa grande, mirando gravemente a través del alambre y engullendo un fragmento cada diez, minutos. El insecto duraba mucho rato, y a menudo pataleaba todavía cuando desaparecían las puntas de sus alas.

– ¡Caray! ¡Vaya un final! -decía Dane-. Imagínate que una mitad de tu cuerpo vive todavía, mientras está siendo digerida la otra mitad.

Ávidas lecturas -la pasión de Drogheda- hacían que los dos pequeños O'Neill poseyesen un excelente vocabulario a su temprana edad. Eran muy inteligentes y despiertos, y sentían interés por todo. La vida era particularmente agradable para ellos. Tenían sus caballitos de pura sangre, que aumentaban de tamaño a medida que ellos se hacían mayores; recibían lecciones por correspondencia en la mesa verde de la cocina de la señora Smith; jugaban en la casita del pimentero; tenían gatos, perros e incluso una goanna que se dejaba llevar sujeta por una correa y que acudía cuando la llamaban por su nombre. Pero su ani-malito predilecto era un cerdito sonrosado, inteligente como un perro, llamado Iggle-Piggle.

Lejos de la congestión urbana, raras veces enfermaban y nunca padecían gripe o resfriados. Meggie sentía un miedo atroz a la parálisis infantil, a la difteria y a cualquier dolencia imprevista y letal, y por esto hacía que les administrasen todas las vacunas a su alcance. Era una existencia ideal, llena de actividades físicas y de estímulos mentales.

Cuando Dane tuvo diez años y Justine, once, fueron enviados a Sydney como alumnos internos; Dane, siguiendo la tradición, ingresó en Riverview, y Justine, en Kincoppal. Al dejarlos por primera vez en el avión, Meggie observó sus caritas pálidas y valientemente serenas detrás de la ventanilla, mientras agitaban sus pañuelos; nunca habían estado fuera de casa. Meggie había deseado ardientemente acompañarles hasta sus pensionados, pero su opinión fue tan enérgicamente combatida que tuvo que ceder. Desde Fee hasta Jims y Patsy, todos pensaban que los pequeños se las arreglarían mejor viajando solos.

– No debes mimarlos demasiado -la reprendió severamente Fee.

En realidad, Meggie tuvo la impresión de ser dos personas diferentes cuando el «DCJ» arrancó entre una nube de polvo y se elevó en el cálido aire. Se le partía el corazón por separarse de Dane; en cambio, se sentía aliviada al marcharse Justine, Sus sentimientos hacia Dane eran inequívocos; el niño alegre y tranquilo daba y aceptaba amor tan naturalmente como respiraba. En cambio, Justine era un monstruo, a la vez adorable y horrible. Había que quererla, porque tenía muy buenas condiciones: vigor, integridad, confianza en sí misma, y muchas cosas más. Lo malo era que no se dejaba querer como Dane, ni daba nunca a Meggie la maravillosa impresión de que la necesitaba. No era comunicativa ni traviesa, y tenía la desastrosa costumbre de desairar a la gente y, sobre todo, a su madre. Meggie encontraba en ella muchas cualidades desesperantes de Luke; pero, al menos, Justine no era tacaña. Un tanto a su favor.

Unas líneas aéreas en pleno florecimiento significaba que los niños podían pasar sus vacaciones, incluso las más cortas, en Drogheda. Sin embargo, después del período inicial de adaptación, ambos se encontraron bien en sus respectivos colegios. Dane tenía un poco de añoranza, después de cada visita a Drogheda; en cambio, Justine se aficionó a Sydney como si siempre hubiese vivido allí, y, mientras estaba en Drogheda, deseaba ardientemente volver a la ciudad. Los jesuítas de Riveryiew estaban encantados: Dane era un alumno maravilloso, tanto en las clases como en el campo de juego. Por su parte, las monjas de Kincoppal sentían mucho menos entusiasmo; difícilmente una niña con unos ojos y una lengua tan punzantes como los de Justine podía hacerse popular. Con un curso de adelanto sobre Dane, quizás era mejor estudiante que éste, pero sólo en el aula.

El Sydney Morning Herald del cuatro de agosto de 1952 era muy interesante. Raras veces llevaba en primera página más de una fotografía, generalmente de tamaño mediano y colocada arriba, ilustrando el artículo de actualidad. Aquel día, la foto era un magnífico retrato de Ralph de Bricassart.

Su ilustrísima el arzobispo Ralph de Bricassart, en la actualidad ayudante del secretario de Estado de la Santa Sede, ha sido hoy nombrado cardenal por Su Santidad el Papa Pío XII.

Ralph Raoul, cardenal De Bricassart, tuvo una larga y eficaz actuación como miembro de la Iglesia católica romana en Australia, desde su llegada como simple sacerdote en julio de 1919, hasta su partida con destino al Vaticano en marzo de 1938.

Nacido el veintitrés de setiembre de 1893, en la República de Irlanda, el caxdenal De Bricassart era hijo segundo de una familia cuya estirpe se remonta al barón Ranulf de Bricassart, que llegó a Inglaterra con el séquito de Guillermo el Conquistador. Siguiendo la tradición, abrazó la carrera eclesiástica. Ingresó en el seminario a los diecisiete años y, después de su ordenación, fue enviado a Australia. Pasó los primeros meses al servicio del hoy difunto obispo Michael Clabby, en la diócesis de Winne-murra.

En 1920, fue trasladado a Gillanbone, para desempeñar funciones de párroco, y allí permaneció hasta diciembre de 1928. Después, fue secretario particular de Su Ilustrísima el arzobispo Cluny Dark y, posteriormente, secretario particular del entonces arzobispo legado pontificio, Su Eminencia el cardenal Di Contini-Ver-chese. Durante este tiempo, fue nombrado obispo. Cuando el cardenal Di Contini-Verchese fue trasladado a Roma, donde iniciaría su notable carrera en el Vaticano, el obispo De Bricassart fue nombrado arzobispo y regresó a Australia desde Atenas, esta vez como legado pontificio. Desempeñó esta importante misión vaticana hasta su traslado a Roma en 1938, desde entonces, su ascensión en la jerarquía central de la Iglesia católica romana ha sido espectacular. Actualmente cuenta cincuenta y ocho años y se rumorea que es una de las pocas personas que interviene activamente en la determinación de la política papal.

Ayer, un corresponsal del Sydney Morning Herald habló con algunos ex feligreses del cardenal De Bricassart en la zona de Gillanbone. Le recuerdan muy bien y con mucho cariño. Este rico distrito ganadero es predominantemente católico romano en el aspecto religioso.

«El padre De Bricassart fundó la Sociedad Bibliográfica de La Santa Cruz -dijo el señor Harry Gough, alcalde de Gillanbone-. Fue, sobre todo en aquella época, una obra muy notable, espléndidamente subvencionada, primero, por la señora Mary Carson y, al morir ésta, por el propio cardenal, que nunca se ha olvidado de nosotros ni de nuestras necesidades.»

«El padre De Bricassart era el hombre más apuesto que vi en mi vida -dijo la señora Fio-na Cleary, actual administradora de Drogheda, una de las más grandes y prósperas haciendas de Nueva Gales del Sur-. Durante el tiempo que estuvo en Gilly, prestó una gran ayuda espiritual a sus feligreses, y en particular a los de Drogheda, que, como debe usted saber, pertenece ahora a la Iglesia católica. Durante las inundaciones, nos ayudó a trasladar el ganado; durante los incendios, vino a ayudarnos, aunque fuese sólo para enterrar los muertos. En realidad, era un hombre extraordinario en todos los sentidos, y poseía un atractivo inigualable. Ya entonces se veía que haría grandes cosas. Claro que le recordamos, aunque han pasado más de veinte años desde que nos dejó. Sí, creo poder afirmar que todavía hay personas en la demarcación de Gilly que le echan muy en falta.»

Durante la guerra, el entonces arzobispo De Bricassart sirvió leal e infatigablemente a Su Santidad, y se dice que su influencia fue decisiva cuando el mariscal de campo Albert Kes-selring resolvió declarar a Roma ciudad abierta, al convertirse Italia en enemiga de los alemanes. Florencia, que había pedido en vano el mismo privilegio, perdió muchos de sus tesoros, aunque pudo recuperarlos después, porque Alemania perdió la guerra. En el período inmediato a la terminación de la guerra, el cardenal De Bricassart ayudó a miles de personas desplazadas a encontrar asilo en nuevos países, y contribuyó eficazmente al programa de inmigración australiano.

Si bien es irlandés de nacimiento y aunque parece que no intervendrá en Australia como cardenal De Bricassart, creernos que, en gran medida, Australia puede reivindicar como hijo suyo a este hombre extraordinario.

Meggie devolvió el periódico a Fee y sonrió tristemente a su madre.

– Hay que felicitarle, como dije yo al reportero del Herald. Esto no lo pusieron, ¿verdad? En cambio, transcribieron tu pequeño panegírico casi al pie de la letra, según veo. ¡Qué lengua tan afilada tienes! Al menos, ahora sé de dónde le viene a Justine. Me pregunto cuántas personas serán lo bastante listas para leer entre líneas de tus declaraciones.

– En todo caso, él lo hará, si lo lee.

– ¿Crees que nos recuerda todavía? -suspiró Meggie.

– Esto es indudable. A fin de cuentas, aún encuentra tiempo para cuidar personalmente de la administración de Drogheda. Claro que se acuerda de nosotros, Meggie. ¿Cómo puede olvidar?

– Es verdad; yo no había pensado en Drogheda. Y aquí hemos llegado a la cumbre, ¿no? Debe de estar muy complacido. Con nuestra lana a una libra en las subastas, ¡as cuentas de la lana deben de ser este año mucho mejores que las de las minas de oro. Ya se habla del Vellocino de Oro. Más de cuatro millones de libras, sólo por afeitar nuestras ovejas.

– No seas cínica, Meggie, pues no te cae bien -dijo Fee, cuya actitud para con Meggie parecía haberse suavizado aquellos días con cierto matiz de afecto y de respeto-. A nosotros no nos ha ido mal, ¿verdad? No olvides que recibimos nuestro dinero todos los años, sean éstos buenos o malos. ¿Acaso no paga cien mil libras a Bob, en concepto de bonificación, y cincuenta mil a cada uno de los demás? Si mañana nos echase de Drogheda, podríamos comprar Bugela, incluso a los elevados precios de hoy en día. ¿Y cuánto les ha dado a tus hijos? Miles y miles. Debes de ser justa con él.

– Pero mis hijos no lo saben, y nunca lo sabrán. Dane y Justiné pensarán que tienen que abrirse camino en la vida, sin contar con el querido Ralph Raoul, cardenal De Bricassart. ¡Mira que llamarse Raoul de segundo nombre! Muy normando, ¿verdad?

Fee se levantó, se acercó al fuego y arrojó la primera página del Heráld a las llamas. Ralph Raoul, cardenal De Bricassart, se estremeció, le hizo un guiño, y desapareció.

– ¿Qué harás si él vuelve, Meggie?

Meggie frunció la nariz.

– ¡No es probable!

– Pero es posible -dijo Fee, enigmáticamente.

Y volvió, en diciembre. Sin ruido, sin que nadie lo supiese, conduciendo un «Aston Martin» deportivo desde Sydney. Ni una palabra de su presencia en Australia había llegado a oídos de la Prensa; por consiguiente, nadie sospechaba en Drogheda su llegada. Cuando el coche se detuvo en la zona enarenada al lado de la casa, no había nadie por allí, y, por lo visto, no le habían oído llegar, pues nadie salió a la galería.

Había sentido las millas del trayecto desde Gilly en todas las células de su cuerpo, aspirado los olores de los matojos, de los corderos, de la hierba seca centelleando inquieta bajo el sol. Canguros y emús, galahs y goannas, millones de insectos volando y zumbando, hormigas que marchaban en columnas de a tres a través de la carretera, gordos corderos por todas partes. Le gustaba esto, porque, de un modo curioso, coincidía con lo que apreciaba en todas las cosas; los años parecían haber cambiado poco todo esto.

La única diferencia estaba en las telas metálicas contra las moscas; pero advirtió, divertido, que Fee no había permitido que la galería que daba a la carretera de Gilly fuese protegida como todo el resto, y sí, solamente, la ventanas que se abrían a ella. Había hecho bien, naturalmente; demasiada tela metáli ca habría estropeado las líneas de la deliciosa fachada georgiana. ¿Cuánto tiempo vivían los eucaliptos? Sin duda éstos habían sido transplantados del interior ochenta años atrás. Las buganvillas, en su alto ramaje, eran como una masa resbaladiza de cobre y de púrpura.

Era ya verano, faltaban dos semanas para Navidad, y los rosales de Drogheda estaban en pleno auge. Había rosas en todas partes: blancas, amarillas y rosadas, carmesíes como sangre de un corazón, escarlatas como la sotana de un cardenal. Entre la wistaria, ahora verde, dormitaban rosas blancas y_ rosadas, que caían sobre el tejado de la galería, bajaban por los alambres, se agarraban amorosamente a los negros postigos del segundo piso, estiraban sus zarcillos hacia el cielo. Los depósitos de agua y sus soportes estaban ahora ocultos a la vista. Y un color dominaba entre las rosas: un pálido gris rosado. ¿Cenizas de rosas? Sí; así se llamaba aquel color. Meggie debió plantarlas; tuvo que hacerlo ella.

Oyó la risa de Meggie y se quedó inmóvil, aterrorizado; después, forzó sus pies en dirección a aquel sonido, convertido ahora en un gorjeo reidor. Una risa exactamente igual a la de su niñez. ¡Allí estaba! Allí, detrás de una gran mata de rosas grisáceas, cerca del pimentero. Apartó los racimos de capullos con la mano, y sintió vértigo a causa del perfume y de la risa.

Pero Meggie no estaba allí; sólo un niño agazapado en el exuberante césped, hostigando a un cerdito sonrosado que corría estúpidamente hacia él, saltaba a un lado y retrocedía. Sin darse cuenta de que le observaban, el chiquillo echó la cabeza y rió de nuevo. La risa de Meggie, en una garganta desconocida. Sin pensarlo, el cardenal Ralph soltó las rosas y avanzó entre ellas, sin reparar en las espinas. El chico, de unos doce o catorce años, próximo a la pubertad, levantó la cabeza, sorprendido; el cerdito chilló, enroscó el rabo y echó a correr.

El niño, que sólo vestía calzón corto caqui e iba descalzo, tenía la piel sedosa, de un moreno dorado, y el cuerpo infantil anunciaba ya su futuro vigor en la anchura de sus hombros rectos, el desarrollo de los músculos de las pantorrillas y los muslos, el vientre plano y las estrechas caderas. Su pelo era un poco largo y ligeramente rizado, del color blanquecino de la hierba de Drogheda, y tenía los ojos intensamente azules y unas pestañas absurdamente negras y gruesas. Parecía un ángel muy joven escapado del cielo.

– Hola -dijo el chico, sonriendo.

– Hola -dijo el cardenal De Bricassart, dominado por el encanto de aquella sonrisa-. ¿Quién eres?

– Soy Dane O'Neill -respondió el chico-. ¿Y usted?

– Me llamo Ralph de Bricassart.

Dane O'Neill. Entonces, era hijo de Meggie. Ésta no había abandonado a Luke, a fin de cuentas; había vuelto a él y había tenido este hijo, que habría podido ser suyo si no se hubiese casado antes con la Iglesia. ¿Cuántos años tenía cuando se había casado con la Iglesia? No muchos más que ese pequeño; ni era mucho más maduro que él. Si hubiese esperado, el muchacho podría haber sido suyo. ¡Tonterías, cardenal De Bricassart! Si no te hubieses casado con la Iglesia, habrías permanecido en Irlanda, criando caballos, y nunca hubieras conocido tu destino, ni Dro-gheda, ni a Meggie Cleary.

– ¿Puedo servirle en algo? -preguntó cortésmente el chico, poniéndose en pie con una gracia que el cardenal Ralph reconoció como propia de Meggie.

– ¿Está tu padre, Dane?

– ¿Mi padre? -Las negras y bien dibujadas cejas se fruncieron-. No, no está. Nunca está aquí.

– Comprendo. ¿Está tu madre?

– Está en Gilly, pero no tardará en llegar. Mi abue-lita está en la casa. ¿Desea verla? Puedo acompañarle. -Los ojos azules como la flor del maíz le miraron fijamente, se abrieron más, volvieron a encogerse-. Ralph de Bricassart. Me suena este nombre. ¡Oh! ¡El cardenal De Bricassart! ¡Pido perdón a Su Eminencia! No quise ser grosero.

Aunque había trocado sus hábitos sacerdotales por unos pantalones de montar, una camisa blanca y unas botas, el anillo de rubí permanecía en su dedo, pues no debía separarse de él mientras viviese. Dane O'Neill hincó una rodilla, tomó la fina mano del cardenal Ralph entre las suyas, igualmente delicadas, y besó devotamente el anillo.

– Está bien, Dane. No he venido como cardenal De Bricassart. He venido como amigo de tu madre y de tu abuela.

– Lo siento, Eminencia; debí reconocer su nombre en cuanto lo oí. Aquí lo mencionan a menudo. Sólo que usted lo pronuncia de un modo algo diferente, y su nombre de pila me desorientó. Sé que mi madre se alegrará de verle.

– Dane, Dane, ¿dónde estás? -gritó una voz impaciente, muy grave y extrañamente ronca.

Las ramas del pimentero se separaron y apareció una niña de unos quince años, que se irguió en seguida. Él supo inmediatamente quién era, por aquellos ojos asombrosos. La hija de Meggie. Cubierta de pecas del tamaño de peniques, cara afilada facciones menudas, tan extrañamente distinta de Meggie.

– ¡Oh! Hola. Lo siento. No sabía que tuviésemos un visitante. Soy Justine O'Neill.

– ¡Jussy! ¡Es el cardenal De Bricassart! -dijo Dane, en un audible murmullo-. Bésale el anillo, ¡rápido!

Pasó un destello burlón por aquellos ojos que parecían ciegos.

– La religión te ha sorbido el seso, Dane -replicó ella, sin preocuparse de bajar la voz-. Besar un anillo es antihigiénico; no lo haré. Además, ¿cómo sabemos que es el cardenal De Bricassart? Más bien parece un ganadero de los viejos tiempos. Como el señor Gordon, ¿sabes?

– ¡Es él, es él! -insistió Dane-. Sé buena, por favor. ¡Hazlo por mí!

– Seré buena, sólo por ti. Pero no besaré su anillo, ni siquiera por ti. Me repugna. ¿Cómo puedo saber quién fue el último en besarlo? Tal vez estaba resfriado.

– No tienes que besar mi anillo, Justine. Estoy aquí de vacaciones; en este momento no soy cardenal.

– Me alegro, porque, si he de serle franca, yo soy atea -declaró tranquilamente la hija de Meggie Cleary-. Después de cuatro años en Kincoppal, creo que todo esto son monsergas.

– Puedes pensar lo que quieras -dijo el cardenal Ralph, tratando desesperadamente de parecer tan digno y serio como ella-. ¿Puedo ver a vuestra abuela?

– Desde luego. ¿Quiere que le acompañemos?

– No, gracias. Conozco el camino.

– Bien. -Se volvió a su hermano, que seguía mirando boquiabierto al visitante-. Vamos, Dane, ayúdame. ¡Vamos!

Pero, aunque Justine tiraba dolorosamente de su brazo, Dane siguió observando la alta y recta figura del cardenal Ralph, hasta que desapareció detrás de los rosales.

– Realmente, eres un tonto, Dane. ¿Qué ves de particular en él?

– ¡Es un cardenal! -dijo Dane-. ¡Imagínate! ¡Un cardenal de carne y hueso en Drogheda!

– Los cardenales -dijo Justine- son príncipes de la Iglesia. Supongo que tienes razón; esto es bastante extraordinario. Pero ese hombre no me gusta.

¿Dónde podía estar Fee, si no en su escritorio? Él entró en el salón por uno de los balcones de la galería, después de abrir una de las rejas metálicas. Ella debió de oírle, pero siguió trabajando, doblada la espalda; sus adorables cabellos rubios aparecían ahora plateados. Él calculó, esforzándose un poco, que no debía tener menos de setenta y dos años.

– Hola, Fee -dijo.

Cuando ella levantó la cabeza, él advirtió un cambio en la mujer, aunque no habría podido decir de qué naturaleza; conservaba su eterna indiferencia, pero había algo más. Como si se hubiese ablandado y endurecido al mismo tiempo, como si se hubiera hecho más humana, pero humana al estilo de Mary Carson. ¡Señor! ¡Esas matronas de Drogheda! ¿Le ocurriría lo mismo a Meggie, cuando le llegase el turno?

– Hola, Ralph -dijo ella, como si le viese entrar por el balcón todos los días-. Me alegro de verle.

– Yo también de verla a usted.

– No sabía que estuviese en Australia.

– Nadie lo sabe. Tengo unas semanas de vacaciones.

– Supongo que se quedará con nosotros, ¿no?

– ¿Adonde iría, si no? -Recorrió con la mirada las magníficas paredes y la detuvo en el retrato de Mary Carson-. Tiene usted un gusto exquisito, Fee, un gusto impecable. Esta habitación puede equipararse a cualquiera de las del Vaticano. Esas formas negras, combinadas con las rosas, son francamente geniales.

– Bueno, ¡gracias! Hacemos lo que podemos. Personalmente, yo prefiero el comedor; lo decoré de nuevo, desde la última vez que estuvo usted aquí. Rosa, blanco y verde. Parece horrible, pero espere a verlo: Aunque no sé por qué lo hago. La casa es suya, ¿no?

– No, mientras viva un Cleary, Fee -declaró él, con voz pausada.

– Es un consuelo. Bueno, veo que ha ascendido mucho en el mundo desde sus tiempos de Gilly, ¿eh? ¿Leyó el artículo del Herald sobre su ascenso?

Él dio un respingo.

– Sí. Su lengua es ahora más afilada, Fee.

– Sí, y le diré más: me gusta. ¡Tantos años callada, sin decir una palabra! No sabía lo que me perdía. -Sonrió-. Meggie esta en Gilly, pero volverá pronto.

Dane y Justine entraron por el balcón.

– Abuelita, ¿podemos ir a caballo hasta el pozo?

– Ya conocéis las reglas. Nada de montar a caballo sin permiso expreso de vuestra madre. Lo siento, pero son sus órdenes. ¿Y qué modales son ésos? Venid y os presentaré a nuestro visitante.

– Ya nos conocemos -dijo Ralph.

– ¡Ah!

– Yo pensaba que estarías en el pensionado -dijo, sonriendo, a Dane.

– No en diciembre, Eminencia. Tenemos dos meses de vacaciones en verano.

Habían pasado demasiados años; había olvidado que, en el Hemisferio austral, los niños disfrutaban de las vacaciones de verano en los meses de diciembre y enero.

– ¿Se quedará mucho tiempo aquí, Eminencia? -preguntó Dane, todavía fascinado.

– Su Eminencia estará con nosotros el mayor tiempo que le sea posible, Dane -contestó su abuela-,' pero creo que le parecerá un poco fastidioso que le llaméis siempre Eminencia. ¿Cómo podríais llamarle? ¿Tío Ralph?

¡Tío! -exclamó Justine-. Ya sabes que «tío» va contra las normas de la familia, abuelita. Nuestros tíos son Bob, Jack, Hughie, Jims y Patsy. Le llamaremos Ralph.

– ¡No seas grosera, Justine! ¿Dónde has dejado tus buenos modales? -dijo Fee.

– No, Fee; así está bien. En realidad, prefiero que todos me llamen simplemente Ralph -declaró rápidamente el cardenal.

«¿Por qué le seré tan antipático a ese bicho raro?», pensó.

– ¡Yo no podría hacerlo! -jadeó Dane-. ¡No podría llamerle Ralph!

El cardenal Ralph cruzó la estancia, asió al niño de los hombros y le sonrió, dulces y vividos sus ojos azules en la sombra de la estancia.

– Claro que puedes hacerlo, Dane. No es un pecado.

– Vamos, Dane, volvamos a la choza del jardín -ordenó Justine.

El cardenal Ralph y su hijo se volvieron a Fee, mirándola al mismo tiempo.

– ¡Válgame Dios! -dijo Fee-. Vamos Dane, sal al jardín a jugar, ¿quieres? -Dio unas palmadas-. ¡Rápido!

El chico salió corriendo, y Fee volvió a sus libros. El cardenal Ralph se compadeció de ella y dijo que iba a echar un vistazo a la cocina. ¡Qué poco había cambiado ésta! Todavía alumbrada con lámparas de petróleo. Todavía oliendo a cera y a grandes ramos de rosas.

Permaneció largo rato hablando con la señora Smith y las doncellas. Habían envejecido mucho desde que él se había marchado; pero, por alguna razón, los años les sentaban mejor que a Fee. Eran felices. Sí; casi perfectamente felices. En cambio, la pobre Fee no era feliz. Esto le hacía arder en deseos de ver a Meggie, para saber si ésta lo era.

Pero, cuando salió de la cocina, Meggie no había regresado aún, y, para matar el tiempo, fue a dar un paseo hasta el torrente. ¡Qué paz reinaba en el cementerio! Había seis placas de bronce en la pared del mausoleo; las mismas de la última vez. Debía ordenar que le enterrasen aquí; cuando volviese a Roma, daría instrucciones en este sentido. Advirtió que cerca del mausoleo había dos tumbas nuevas, la del viejo Tom, el jardinero, y la de la esposa de uno de los ganaderos, que estaba en nómina desde 1946. Debía de ser una especie de récord. La señora Smith pensaba que seguía en la finca precisamente porque su esposo yacía aquí. La sombrilla ancestral del cocinero chino estaba completamente descolorida por tantos años de sol ardiente; había perdido su primitivo rojo imperial y pasado, a través de varios matices que él recordaba aún, a su color actual rosado y blanquecino, casi de cenizas de rosas. Meggie, Meggie. Volviste a él, le diste un hijo.

Hacía mucho calor; se levantó un vientecillo que agitó las ramas de los sauces llorones cerca del torrente e hizo que las campanillas de la sombrilla del cocinero chino desgranasen su triste tonadilla: Hi Sing, Hi Sing, Hi Sing. Charlie Fue Un Buen Mucha cho. También esto se había borrado y era casi totalmente indescifrable. Bueno, así debía de ser. Las tumbas deberían hundirse en el seno de la madre tierra, perder su carga humana con el paso del tiempo, hasta que todo hubiese desaparecido y sólo el aire lo recordase, suspirando. No quería que le enterrasen en la cripta del Vaticano, entre hombres como él mismo Aquí, entre gente que había vivido de veras.

Ai volverse, sus ojos captaron la mirada glauca del ángel de mármol. Alzó una mano, le saludó, y miró sobre a hierba en dirección a la mansión. Ella venía: Meggie. Esbelta, nimbada de oro, vistiendo pantalones y camisa blanca de hombre, como la suya propia, y sombrero de fieltro masculino echado atrás en la cabeza, y botas de montar. Como un muchacho, como su hijo, que hubiese debido ser hijo de él. Él era hombre, pero, cuando yaciese aquí también, no quedaría nada para atestiguarlo.

Ella se acercó, saltó la valla blanca, se aproximó tanto que él sólo pudo ver sus ojos, aquellos ojos grises y llenos de luz que no habían perdido su belleza ni su poder sobre su corazón.

– Meggie, Meggie -dijo él, hundiendo la cara en sus cabellos, mientras el sombrero de fieltro rodaba por el suelo.

– Nada importa, ¿verdad? -dijo ella, con los ojos cerrados-. Nada cambia jamás.

– No; nada cambia -dijo él, creyéndolo de veras.

– Esto es Drogheda, Ralph. Te lo advertí: en Drogheda eres mío, no de Dios.

– Lo sé. Lo confieso. Pero he venido. -Se sentaron en la hierba-. ¿Por qué, Meggie?

– Por qué, ¿qué? -dijo ella, pasando la mano por sus cabellos, ahora más blancos que los de Fee, pero todavía tupidos, todavía hermosos.

– ¿Por qué volviste a Luke? Tuviste un hijo con él.

El alma de ella se apartó de sus ventanas grises, velando sus pensamientos.

– Él me obligó -dijo, pausadamente-. Fue sólo una vez. Pero tuve a Dane, y por esto no lo siento. Dane valía todo lo que pasé para tenerlo.

– Lo siento; no tenía derecho a preguntártelo. Fui yo quien te entregó a Luke, ¿no es cierto?

– Sí, es verdad.

– Es un niño maravilloso. ¿Se parece a Luke?

Ella sonrió para sus adentros.

– En realidad, no. Ninguno de mis hijos se parece a Luke ni a mí.

– Les quiero porque son tuyos.

– Sigues tan sentimental como siempre. Los años te sientan bien, Ralph. Sabía, tenía la esperanza de que podría verlo. ¡Treinta años que te conozco! Parecen treinta días.

– ¿Treinta años? ¿Tantos?

– Debe hacerlos, pues tengo cuarenta y uno. -Se puso en pie-. Me han enviado oficialmente a buscarte. La señora Smith está preparando un té espléndido en tu honor, y más tarde, cuando refresque un poco el día, comeremos pata de cerdo asada, con muchas patatas fritas.

Él echó a andar a su lado, despacio.

– Tu hijo ríe igual que tú, Meggie. Su risa ha sido el primer ruido humano que he oído al llegar a Dro gheda. Pensé que eras tú; fui a buscarte, y me encontré con él.

– Así, fue la primera persona que viste en Dro-gheda.

– Pues, sí, supongo que sí.

– ¿Y qué efecto te produjo, Ralph? -preguntó ansiosamente ella.

– Me gustó. ¿Cómo podía no gustarme, si es hijo tuyo? Pero me sentí fuertemente atraído por él; mucho más que por tu hija. Ésta tampoco me tiene simpatía.

– Justine puede ser hija mía, pero es una zorra de primera. He aprendido a decir palabrotas al hacerme vieja, principalmente gracias a Justine. Y a ti, un poco. Y a Luke, un poco. Y a la guerra, un poco. Es curioso cómo se suman todas las cosas.

– Has cambiado mucho, Meggie.

– ¿De veras? -Los labios suaves y llenos se torcieron en una sonrisa-. En realidad, no lo creo. Ha sido el Gran Noroeste, que arrancó lo que me cubría, como los siete velos de Salomé. O como una cebolla, que diría sin duda Justine. Esa chiquilla desconoce la poesía. Yo soy la Meggie de siempre, Ralph; pero más descubierta.

– Tal vez sí.

– En cambio, sí que has cambiado, Ralph.

– ¿En qué sentido, Meggie?

– Como si tu pedestal oscilase a cada soplo de brisa, y como si la vista desde allá arriba te disgustase.

– Es verdad -rió secamente él-. ¡Y pensar que una vez tuve la osadía de decir que no te salías de lo corriente! Lo retiro. Eres única, Meggige. ¡Ünica!

– ¿Qué pasó?

– No lo sé. ¿Descubrí que incluso los gigantes de la Iglesia tienen los pies de barro? ¿Me vendí yo mismo por un plato de lentejas? ¿Me estoy debatiendo en el vacío? -Frunció las cejas, como dolorido-. Y tal vez cabe todo en una cascara de nuez. Soy un montón de tópicos. El mundo del Vaticano es viejo, triste, petrificado.

– Yo era más real, pero no supiste verlo.

– No podía hacer otra cosa, ¡de veras! Veía cuál era mi camino, pero no podía seguirlo. Contigo, habría sido un hombre mejor, aunque menos encumbrado. Pero no podía hacerlo, Meggie. ¡Oh! ¡Ojalá pudiese hacértelo comprender!

Ella le dio una palmada cariñosa en el brazo.

– Lo sé, Ralph. Lo comprendo, lo comprendo… Cada uno de nosotros llevamos algo dentro que no se puede negar, aunque nos haga gritar hasta morir. Somos lo que somos, y eso es todo. Como la vieja leyenda cel^a del pájaro que se clava en una espina y canta hasta que muere. Porque tiene que hacerlo; es un impulso invencible. Nosotros podemos saber que una cosa es mala, incluso antes de hacerla, pero este conocimiento no puede influir ni cambiar el resultado, ¿verdad? Cada cual canta su propia pequeña canción, convencido de que es la más maravillosa del mundo. ¿No lo ves? Nosotros creamos nuestras propias espinas, y no nos paramos a pensar lo que nos cuesta. Lo único que podemos hacer es soportar el dolor, y decirnos que valía la pena.

– Esto es lo que no comprendo. El dolor. -Miró la mano de ella, apoyada con tanta dulzura en su brazo que le dolía de un modo insoportable-. ¿Por qué el dolor, Meggie?

– Pregúntaselo a Dios, Ralph -dijo Meggie-. Él es la gran autoridad en materia de dolor, ¿no es cierto? Él nos hizo a nosotros, Él hizo todo el mundo. Por consiguiente, también Él hizo el dolor.

Bob, Jack, Hughie, Jims y Patsy cenaban en casa, puesto que era sábado. Al día siguiente, el padre Watty tenía que venir a decir la misa, pero Bob le llamó para decirle que no habría nadie en casa. Una mentira inofensiva, para guardar el anónimo del padre Ralph. Los cinco varones Cleary se parecían cada vez más a su padre: más viejos, más tardos de palabra, tan firmes y resistentes como la propia tierra. ¡Y cómo querían a Dane! Sus ojos parecían no perderle de vista, incluso le siguieron fuera de la habitación cuando se marchó a la cama. Fácilmente se veía que esperaban el día en que fuese lo bastante mayor para unirse a ellos en el gobierno de Drogheda.

El cardenal Ralph descubrió también la razón de la antipatía que le había tomado Justine. Dane se había encaprichado de él, estaba pendiente de sus palabras, rondaba siempre a su alrededor; Justine estaba celosa.

Cuando los niños se hubieron marchado al piso de arriba, Ralph miró a los que quedaban: los hermanos, Meggie, Fee.

– Fee, deje un momento su escritorio -dijo-. Venga y siéntese con nosotros. Quiero hablarles a todos.

Ella se mantenía bien y no había perdido su buena planta; sólo los senos un poco más caídos y la cintura un poco más gruesa; un cambio de forma más debido a los años que al aumento de peso. Sin decir nada, se sentó en uno de los grandes sillones de color crema, frente al cardenal, con Meggie a un lado y los hermanos sentados en los bancos de piedra más próximos.

– Se trata de Frank -dijo él.

El nombre notó en el aire, levantando ecos lejanos.

– ¿Qué le pasa a Frank? -preguntó Fee, serenamente.

Meggie dejó su labor de punto, miró a su madre y, después, al cardenal Ralph.

– Dígalo, Ralph -apremió, incapaz de mantener la compostura de su madre.

– Frank ha estado casi treinta años en prisión, ¿comprenden? -dijo el cardenal-. Sé que mi gente les ha tenido informados según lo convenido, pero yo les había pedido que no les afligiesen innecesariamente. Con sinceridad, no veía que pudiese hacerles ningún bien, a Frank o a ustedes, el conocer los angustiosos detalles de su soledad y su desesperación, porque nada podíamos hacer para remediarlos. Creo que Frank habría sido puesto en libertad hace años, si no hubiese dado pruebas de violencia y de carácter atrabiliario en sus primeros años de encierro en la cárcel de Goulburn. Incluso cuando estalló la guerra y otros presos salieron para empuñar las armas, esto le fue negado al pobre Frank.

Fee levantó la vista de sus manos.

– Siempre tuvo mal genio -dijo, sin emoción.

El cardenal pareció tropezar con dificultades para encontrar las palabras adecuadas; mientras las buscaba, la familia le observaba con una mezcla de temor y de esperanza, como si no fuese el bienestar de Frank lo que les importaba.

– Se habrán preguntado ustedes por qué he vuelto a Australia después de tantos años -dijo por último el cardenal Ralph, sin mirar a Meggie-. No siempre me he preocupado lo bastante de sus vidas, y lo sé. Desde el día en que les conocí, pensé, ante todo, en mí, me puse en primer lugar. Y, cuando el Santo Padre recompensó mis esfuerzos en favor de la Iglesia con el capelo cardenalicio, me pregunté si realmente podía hacer algo por la familia Cleary, para mostrarles de algún modo que les aprecio de veras. -Suspiró y miró fijamente a Fee, no a Meggie-. Volví a Australia para ver si podía hacer algo por Frank. ¿Recuerda, Fee, aquella vez que hablamos, después de la muerte de Paddy y de Stu? Han pasado veinte años, y nunca he podido olvidar la mirada de sus ojos. Tanta energía y tanta vitalidad, aplastadas.

– Sí -dijo bruscamente Bob, clavando los ojos en su madre-. Sí, es verdad.

– Frank será puesto en libertad condicional -dijo el cardenal-. Era lo único que podía hacer para mostrarles mi interés.

Si había esperado un súbito y brillante fulgor en los ojos desde tiempo apagados de Fee, debió de llevarse una desilusión; de momento, sólo fue un ligero destello, aunque tal vez el peso de los años impedía que brillasen en todo su esplendor. Pero en los. ojos de los hijos de -Fee vio su verdadera magnitud, y experimentó un sentimimiento de su propia misión que no había sentido desde aquel día, durante la guerra, en que había hablado con aquel soldadito alemán de nombre imponente.

– Gracias -dijo Fee.

– ¿Será bien recibido en Drogheda? -preguntó Ralph a los varones Cleary.

– Éste es su hogar, y aquí le corresponde estar -respondió decididamente Bob.

Todos asintieron con la cabeza, salvo Fee, que parecía sumida en alguna visión particular.

– No es el mismo Frank -prosiguió amablemente el cardenal Ralph-. Le visité en la cárcel de Goul-burn para darle la noticia antes de venir aquí, y tuve que decirle que todos los de Drogheda estaban enterados desde siempre de lo que le había sucedido. Si les digo que no lo tomó a mal, esto les dará una idea del cambio que se ha operado en él. Se mostró simplemente… agradecido. Y espera con ansiedad el momento de volver a ver a su familia, y a usted en particular, Fee.

– ¿Cuándo le soltarán? -preguntó Bob, carraspeando, pues se alegraba por su madre y temía al mismo tiempo lo que pudiese ocurrir al regreso de Frank.

– Dentro de una o dos semanas. Vendrá en el correo de la noche. Yo quería que lo hiciese en avión, pero me dijo que prefería el tren.

– Patsy y yo iremos a esperarle -ofreció ansiosamente Jims, pero su cara se alargó de pronto-. ¡Oh! ¡No le reconoceremos!

– No -dijo Fee-. Yo iré a recibirle. Sola. Todavía no chocheo, todavía puedo conducir el coche hasta Gilly.

– Mamá tiene razón -dijo firmemente Meggie, atajando un coro de protestas de sus hermanos-. Que vaya ella sola. Es quien debe verle antes que nadie.

– Bueno, ahora tengo que trabajar -dijo ásperamente Fee, levantándose y dirigiéndose a su escritorio.

Los cinco hermanos se levantaron como un solo hombre.

– Y yo creo que es hora de que vayamos a acostarnos -dijo Bob, bostezando largamente. Sonrió con timidez al cardenal Ralph-. Será como en los viejos tiempos; tendrá que decir la misa oor la mañana.

Meggie dobló su labor de punto, la guardó y se levantó.

– También yo le daré las buenas noches, Ralph.

– Buenas npches, Meggie. -Él la siguió con la mirada y, después, la volvió a la espalda encorvada de Fee-. Buenas noches, Fee.

– ¡Perdón! ¿Decía algo?

– Le dije: buenas noches.

– ¡Oh! Buenas noches, Ralph.

Él no quería subir al piso de arriba inmediatamente después de hacerlo Meggie.

– Creo que daré un paseo antes de acostarme. ¿Sabe una cosa, Fee?

– No -dijo ella, con voz ausente.

– No me ha engañado ni un momento.

Ella lanzó una risa burlona, un sonido extraño.

– ¿De veras? No estoy yo tan segura.

Era tarde, lucían las estrellas. Las estrellas del Sur, rodando por el cielo. Había perdido contacto con ellas, aunque seguían allí, demasiado lejanas para dar calor, demasiado remotas para consolar. Más cerca de Dios. Que permanecía invisible entre ellas. Durante largo rato, miró a lo alto, escuchando el rumor del viento entre los árboles, sonriendo.

Para no acercarse a Fee, subió por la escalera de detrás de la casa; la lámpara seguía ardiendo sobre la mesa escritorio, y pudo ver la doblada silueta, trabajando. ¡Pobre Fee! ¡Qué miedo debía de tener de irse a la camal Aunque, quizá, cuando Frank volviese a casa, le sería más fácil. Quizá.

Dane estaba desilusionado.

– ¡Pensé que llevaría una sotana roja! -dijo.

– A veces la llevo, Dane, pero sólo dentro del recinto del palacio. Fuera de éste, visto una sotana negra con una faja roja, como ésta.

– ¿De veras vive en un palacio?

– Sí.

– ¿Lleno de candelabros?

– Sí; pero también los hay en Drogheda.

– ¡Oh, Drogheda! -dijo Dane, desdeñoso-. Apuesto a que los nuestros son muy pequeños comparados con los suyos. Me gustaría ver su palacio, y a usted con sotana roja.

El cardenal Ralph sonrió.

– ¿Quién sabe, Dane? Tal vez un día los verás.

El niño tenía siempre una curiosa expresión en el fondo de sus ojos; una mirada distante. Cuando se volvió durante la misa, el cardenal Ralph vio reforzada esta expresión, pero no la reconoció; sólo le pareció vagamente familiar. Ningún hombre -y ninguna mujer- se ve en un espejo tal como es.

Luddie y Anne Mueller vendrían por Navidad, como hacían todos los años. La casa grande estaba llena de gente alegre y animada, que esperaba una Navidad como no se había celebrado en muchos años; Minnie y Cat cantaban monótonamente mientras trabajaban; la cara rolliza de la señora Smith se deshacía en sonrisas; Meggie cedía Dane al cardenal Ralph, sin comentarios, cuando su hija no lo hacía, y Fee parecía mucho más contenta, menos pegada a su escritorio. Los hombres aprovechaban cualquier excusa para alargar las veladas, y la señora Smith había tomado la costumbre de preparar unos bocadillos para antes de acostarse, a base de tostadas con queso derretido, bollos calientes con mantequilla y tortitas de pasas. El cardenal Ralph protestaba, diciendo que engordaría con tanta comida, pero, después de tres días de gozar del aire de Drogheda, de la compañía de la gente de Drogheda y de la comida de Drogheda, pareció borrarse la expresión un tanto macilenta que tenían sus ojos a su llegada.

El cuarto día amaneció muy cálido. El cardenal Ralph había salido con Dane en busca de un hato de corderos; Justine permanecía enmurriada cerca del pimentero, y Meggie reposaba en un sillón de mimbre en la galería. Se sentía tranquila, relajada, y era muy feliz. Cuando estaba con Ralph, revivía toda ella, menos aquella parte que pertenecía a Dane; cuando estaba con Dane, revivía toda ella, salvo aquella parte que pertenecía a Ralph. Sólo cuando ambos estaban simultáneamente presentes en su mundo, se sentía por completo feliz. Y era natural que fuese así. Dane era su hijo, y Ralph era el amado de su corazón.

Una sola cosa turbaba su felicidad; Ralph no había comprendido. Por consiguiente, ella conservaría su secreto. Si él no podía verlo por sí solo, ¿por qué tenía ella que decírselo? ¿Qué había hecho él, para merecerse esta revelación? El hecho de que pudiese pensar un solo instante que ella había vuelto a Luke había colmado la medida. Si podía pensar esto de ella, no merecía que le dijese la verdad. A veces, Meggie sentía los ojos pálidos e irónicos de Fee fijos en ella, y le devolvía, imperturbable, la mirada. Fee comprendía, comprendía de veras. Comprendía su odio a medias, su resentimiento, su deseo de hacerle pagar tantos años de soledad. Ralph de Bricassart era un cazador de ilusiones; ¿por qué había de darle ella la ilusión más exquisita de todas, su hijo? No se lo des. Déjalo sufrir, sin saber que sufre.

El teléfono dio la señal correspondiente a Drogheda; Meggie lo oyó con indiferencia, pero, al ver que su madre no acudía, se levantó de mala gana y descolgó el aparato.

– La señora Fiona Cleary, por favor -dijo una voz de hombre.

Meggie llamó a su madre, y ésta cogió el auricular.

– Soy Fiona Cleary -contestó, y, mientras escuchaba, su rostro perdía gradualmente el color, dándole el mismo aspecto que tenía los días que siguieron a la muerte de Paddy y de Stu: insignificante, vulnerable-. Gracias -dijo, y colgó.

– ¿Qué pasa, mamá?

– Frank ha sido puesto en libertad. Llega esta tarde en el correo. -Miró su reloj-. Debo darme prisa; son más de las dos.

– Deja que te acompañe -ofreció Meggie, tan feliz que no podía ver a su madre atribulada.

Porque tenía la impresión de que aquel encuentro no sería totalmente afortunado para Fee.

– No, Meggie; todo irá bien. Tú cuida de todo lo de aquí, y esperad a que yo regrese para cenar.

– ¿No es maravilloso, mamá? ¡Frank podrá pasar la Navidad en casa!

– Sí -dijo Fee-, es maravilloso.

En aquellos tiempos, nadie que pudiese tomar un avión viajaba en el correo de la noche; por consiguiente, después de recorrer mil kilómetros desde Sydney, dejando por el camino a la mayoría de los pasajeros de segunda clase, poca gente quedaba en el tren al llegar éste a Gilly.

El jefe de estación conocía de vista a la señora Cleary, pero nunca se había atrevido a entablar conversación con ella; por tanto, la observó mientras bajaba la escalera de madera del puente y no le dijo nada cuando ella se colocó muy estirada en el andén. Era una viejecita distinguida, pensó: vestido y sombrero a la última moda, y también tacones altos. Buena figura, y no muchas arrugas en su cara, para la edad que debía de tener; lo cual demostraba lo bien que podía sentarle a una mujer la vida regalada del ganadero.

Tanto era así que Frank reconoció a su madre, por su aspecto, mucho más pronto que ella a él, aunque el corazón de Fee reconoció en seguida al hijo. Éste tenía cincuenta y dos años, y había estado ausente todo el período que media entre la juventud y la madurez avanzada. El hombre plantado ahora bajo la luz crenuscular de Gilly estaba excesivamente delgado, casi escuálido, y se veía muy pálido; llevaba el cabello rapado hasta media altura de la cabeza, vestía ropas holgadas sobre una estructura que todavía se adivinaba vigorosa a pesar de su pequeña estatura, y las bien formadas manos se cerraban sobre el ala de un sombrero de fieltro gris. No andaba encorvado ni tenía aspecto enfermizo, pero parecía como desamparado, estrujando el ala del sombrero entre las manos, como si no esperase que fuera a recibirle y no supiese lo que tenía que hacer.

Fee hizo acopio de valor y avanzó por el andén.

– Hola, Frank -dijo.

Él levantó aquellos ojos que antaño brillaban y echaban chispas, engastados ahora en la cara de un hombre camino de la vejez. No eran los ojos de Frank. Apagados, resignados, intensamente cansados. Pero, al captar la imagen de Fee, una expresión extraordinaria se pintó en ellos, lacerada, completamente indefensa, llenos de la desesperada súplica de un moribundo.

– ¡Oh, Frank! -dijo ella, abrazándole y meciendo la cabeza de él sobre su hombro-. Todo está bien, todo está bien -murmuró, y repitió, aún más bajo-: ¡Todo está bien!

Al principio, Frank permaneció hundido en el asiento y guardó silencio; pero, al adquirir velocidad el «Rolls» y salir de la población, empezó a interesarse por lo que le rodeaba y miró por la ventanilla.

– Todo parece exactamente igual -murmuró.

– Creo que sí. Aquí, el tiempo pasa muy despacio.

Cruzaron el desvencijado puente de madera sobre el río estrecho y fangoso, flanqueado de sauces llorones, con la mayor parte de su lecho al descubierto entre una maraña de raíces y cantos rodados, y charcas inmóviles y pardas, y eucaliptos creciendo en eriales pedregrosos.

– El Barwon -dijo él-. Nunca pensé volver a verlo.

Detrás de ellos, se elevaba una enorme nube de polvo; delante de ellos, la carretera se extendía recta, como un ejercicio de perspectiva, sobre una gran llanura herbosa y carente de árboles.

– ¿Es nueva esta carretera, mamá?

Parecía ansioso de encontrar un tema de conversación, de hacer que la situación pareciese normal.

– Sí; la construyeron desde Gilly hasta Milparinka al terminar la guerra.

– Podrían haber echado un poco de alquitrán, en vez de dejar el polvo de siempre.

– ¿Para qué? Estamos acostumbrados a comer polvo, y piensa lo que habría costado tender una capa lo bastante firme para resistir el barro. La nueva carretera es recta, la tienen bien cuidada y ha suprimido trece de nuestras veintisiete puertas. Sólo quedan catorce entre Gilly y nuestra casa, y ya verás cómo hemos arreglado éstas, Frank. Ya no hay que bajar para abrirlas y cerrarlas.

El «Rolls» subió una rampa hasta una puerta de acero que se elevó despacio; en el momento en que el coche hubo pasado y se hubo alejado unos metros, la puerta volvió a cerrarse sola.

– ¡Las maravillas nunca cesan! -comentó Frank.

– Nosotros fuimos los primeros de la región que instalamos puertas automáticas, aunque sólo entre la carretera de Milparinka y la casa. Las puertas de las dehesas todavía tienen que abrirse y cerrarse a mano.

– Bueno, supongo que el tipo que inventó estas puertas debió de abrir y cerrar muchas de las otras en su tiempo, ¿eh? -rió Frank, siendo ésta su primera muestra de regocijo.

Pero volvió a callar, y su madre se concentró en su tarea de conducir el coche, no queriendo precipitar las cosas. Cuando cruzaron la última puerta y entraron en el Home Paddock, él exclamó:

– ¡Había olvidado lo bonito que es!

– Es nuestra casa -replicó Fee-. La cuidamos bien.

Llevó el «Rolls» al garaje, y después retrocedieron juntos hacia la casa; pero ahora él llevaba su maleta.

– ¿Prefieres una habitación en la casa grande, Frank, o toda la casa de los invitados para ti solo? -preguntó su madre.

– Prefiero la de los invitados. Gracias. -Los cansados ojos del hombre se posaron en la cara de ella-. Así podré mantenerme alejado de la gente -explicó, y fue ésta la única referencia que hizo a su estancia en la cárcel.

– Creo que será mejor para ti -dijo su madre, guiándole hacia el salón-. La casa grande está muy llena de gente en este momento; tenemos al cardenal, Dane y Justine están en casa, y Luddie y Anne Mueller llegarán mañana para pasar las Navidades.

Tiró del cordón de la campanilla, para pedir el té, y recorrió velozmente la habitación para encender las lámparas de queroseno.

– ¿Luddie y Anne Mueller? -preguntó él.

Ella se detuvo en el momento de encender una mecha y miró a su hijo.

– Ha pasado mucho tiempo, Frank. Los Mueller son amigos de Meggie. -La lámpara ardió satisfactoriamente, y Fee se sentó en su poltrona-. Cenaremos dentro de una hora, pero primero tomaremos una taza de té. Tengo que quitarme de la boca el polvo de la carretera.

Frank se sentó torpemente en el borde de una de las otomanas de seda crema y contempló, asombrado, la habitación.

– Parece completamente distinta de como era en tiempo de la tía Mary.

– Bueno, creo que sí -contestó Fee sonriendo.

Entonces entró Meggie, y a Frank le costó más asimilar el hecho de que Meggie fuese una mujer madura que el de que su madre fuese una vieja. Cuando su hermana le abrazó v le besó, volvió la cara, se encogió en su holgado traje y buscó con los ojos a su madre, que le miraba como diciéndole: «No te preocupes; muy pronto, todo te parecerá normal; sólo es cuestión de tiempo.» Un minuto después, mientras él buscaba todavía algo que decirle a esta desconocida, llegó la hija de Meggie; una muchacha alta y flaca, que se sentó muy tiesa, alisando con las grandes manos los pliegues de su vestido y resiguiendo todas las caras con sus ojos pálido. Era mayor de lo que era Meggie cuando él se marchó de casa, pensó Frank. El hijo de Meggie entró con el cardenal y fue a sentarse en el suelo, al lado de su hermana; un chico precioso, tranquilo y distante.

– Esto es maravilloso, Frank -dijo el cardenal, estrechándole la mano, y después, se volvió a Fee, arqueando la ceja izquierda-. ¿Una taza de té? Muy buena idea.

Sus hermanos varones entraron juntos en el salón, y fue un momento de gran violencia, porque ellos no le habían perdonado todavía. Frank sabía la razón; era por el daño que había causado a su madre. En cambio, no sabía qué decir para hacerles comprender, ni podía hablarles de su dolor y de su soledad, ni pedirles perdón. La única persona que importaba realmente era su madre, y ésta no había pensado nunca que hubiese algo que perdonar.

Fue el cardenal quien trató de salvar la velada, quien llevó el peso de la conversación alrededor de la mesa de comedor y cuando volvieron al salón, charlando con facilidad de diplomático y cuidando especialmente de no excluir a Frank.

– Bob, hay algo que quería preguntarte desde que llegué: ¿Dónde están los conejos? -dijo el cardenal-. He visto millones de madrigueras, pero ni un solo conejo.

– Todos los conejos han muerto -respondió Bob.

– ¿Muerto?

Sí; de algo que llaman mixomatosis. Entre los conejos y los años de sequía, Australia estaba casi acabada como nación productora en el año cuarenta y siete. Estábamos desesperados -dijo Bob, animándose con el tema y alegrándose de poder hablar de algo que no incluyese a Frank.

Pero, en este momento, Frank contradijo imprudentemente a su hermano al decir:

– Sé que fue una mala situación, pero no tanto.

Y se echó atrás en su sillón, pensando que había complacido al cardenal por echar su cuarto a espadas en la conversación.

– Pues no he exagerado en absoluto, ¡puedes creerme! -replicó secamente Bob.

¿Qué podía saber su hermano?

– ¿Qué ocurrió? -preguntó rápidamente el cardenal.

– Hace dos años, la Organización de Estudios Científicos e Industriales de la Comrnonwealth inició un programa experimental en Victoria, infectando a los conejos con un virus que trajeron. No sé muy bien lo que es un virus; sólo sé que es una especie de germen. Lo cierto es que lo llamaban virus de la mixo-matosis. Al principio, no pareció extenderse demasiado, aunque morían todos los conejos que io pillaban. Pero, al cabo de un año de iniciado el experimento, la plaga se extendió como un incendio; debido a los mosquitos, dijeron, pero también a los cardos. Y los conejos murieron a millones, hasta desaparecer. A veces, se ve algún conejillo enfermo, con grandes bultos en la cara, y da asco mirarles. Pero fue un trabajo maravilloso, Ralph; realmente lo fue. Ningún otro ser puede contraer la mixomatosis, ni siquiera los parientes más próximos del conejo. Y así, gracias a los tipos de la OECIC, se acabó la plaga.

El cardenal Ralph miró fijamente a Frank.

– ¿Te das cuenta de lo que significa esto, Frank? ¿Te das cuenta?

El pobre Frank meneó la cabeza, deseando que le dejasen permanecer alejado.

– Una guerra biológica en gran escala -siguió diciendo el cardenal-. Me pregunto si el resto del mundo sabe que aquí, en Australia, entre 1949 y 1952, se desarrolló una guerra biológica contra una población de miles de millones, que fue totalmente aniquilada. ¡Bueno! Es factible, ¿verdad? No es cosa de ciencia-ficción, sino un hecho científico. Lo cual quiere decir que pueden enterrar sus bombas atómicas y de hidrógeno. Sé que tenía que hacerse, que no quedaba otro recurso, que es, probablemente, la mayor hazaña no pregonada del mundo, Pero también es terrible, ¿no?

Dane había seguido atentamente la conversación.

– ¿Guerra biológica? Nunca había oído hablar de ella. ¿Qué es exactamente, Ralph?

– Las palabras son nuevas, Dane, pero yo soy diplomático pontificio, y lo malo de esto es que tengo que estar al día en términos tales como la «guerra biológica». En una palabra, este término quiere decir mixomatoxis. Cultivar un germen capaz de matar o mutilar a una sola clase de seres vivientes.

Instintivamente, Dane hizo la señal de la cruz y volvió a apoyarse en las rodillas de Ralph de Bricas-sart.

– Será mejor que recemos, ¿verdad?

El cardenal miró su rubia cabeza v sonrió.

Si Frank consiguió adaptarse a la vida de Drogheda fue sólo gracias a Fee, que, frente a la terca oposición de los Cleary varones, siguió actuando como si su hijo mayor hubiese estado ausente sólo una breve temporada, y no hubiera deshonrado a su familia y herido hasta lo más profundo a su madre. Callada y disimuladamente, le introdujo en el refugio que él parecía querer ocupar, alejado de sus otros hijos; y no le animó a recobrar una parte dé su vitalidad de otros tiempos. Porque todo esto era agua pasada; lo había comprendido en el momento en que él la había mirado, en el andén de la estación de Gilly. Había sido absorbido por una existencia cuya naturaleza se negaba a discutir con ella. Lo máximo que ella podía hacer por él era procurar que fuese lo más feliz posible, y, seguramente, la mejor manera de conseguirlo era aceptar al nuevo Frank como si fuese el Frank de siempre.

No había que pensar en darle trabajo en los prados, pues sus hermanos no lo querían, ni él deseaba una clase de vida que siempre había aborrecido. Como le gustaba ver crecer las cosas, Fee le encargó el cuidado de los jardines de la casa y le dejó en paz. Y, gradualmente, los Cleary varones se acostumbraron a tener de nuevo a Frank en la familia, empezaron a comprender que la amenaza que Frank había representado para su propio bienestar había dejado de existir. Nada podría cambiar nunca lo que su madre sentía por él; no importaba que estuviese en la cárcel o en Drogheda; ¡ella sentiría siempre lo mismo! Lo importante era que, teniéndolo en Drogheda, ella-fuese feliz. Frank no se metía en sus vidas; no era más ni menos que antes.

Sin embargo, para Fee no era una alegría tener de nuevo a Frank en casa. ¿Cómo podía serlo? Verlo todos los días era, simplemente, un dolor distinto al de no verle en absoluto. El terrible dolor de ser testigo de una vida arruinada, de un hombre arruinado. El cual era, además, su hijo más amado, y que debía haber sufrido angustias imposibles de imaginar.

Un día, cuando Frank llevaba unos seis meses en casa, Meggie entró en el salón y se encontró a su madre allí, mirando a través de los grandes balcones a Frank, que estaba podando los rosales del gran macizo a lo largo del paseo. Fee volvió la cabeza, y algo en su tranquilo y compuesto semblante hizo que Meggie se llevase las manos al corazón.

– ¡Oh, mamá! -exclamó, desalentada. Fee la miró, meneó la cabeza y sonrió. -No te preocupes, Meggie -dijo. -¡Si al menos pudiese yo hacer algo! -Sí que puedes. Sigue como hasta ahora. Te estoy muy agradecida. Te has convertido en mi aliada.

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